Anarquía Coronada

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El libro de la política // Diego Sztulwark

Leído desde hace medio milenio, El príncipe de Maquiavelo sigue siendo mal conocido. Considerado como fundador de la política, y recobrado por Gramsci como un “libro vivo”, aun ayuda a reencontrar las claves perdidas de la experiencia colectiva abierta a la invención.

Escrito en 1513, El príncipe se abre con una dedicatoria al nuevo gobernante de Florencia, Lorenzo de Médici. Se trata del obsequio que un político experto y derrotado —Maquiavelo había sido apresado y torturado tras la derrota de la república con la que vio interrumpida su carrera de funcionario— le ofrece al nuevo príncipe un breve tratado que compila observaciones sobre la acción de los “grandes hombres”, de una introducción a las “reglas sobre los gobiernos” y de una fina exposición de la historia como juego de perspectivas comparable al de los pintores paisajistas que miran desde lo bajo para pintar lo alto y viceversa. Para captar “la naturaleza de los pueblos es necesario ser príncipe, y para conocer la de los príncipes es necesario ser del pueblo”. La política maquiaveliana es una ciencia que supone un texto para el político, un príncipe lector, inmerso en una relación de conocimiento mutuo y esencial con el mundo popular.

 

La organización de sus veintiséis capítulos se ordena, en un comienzo, de acuerdo a un principio clasificatorio de las “formas de dominio sobre los hombres”, y en particular de los “principados” distinguiendo entre los “hereditarios” y los “adquiridos”. Dentro de estos últimos diferencia entre aquellos habituados a vivir bajo el mando de príncipes y aquellos que, por el contrario, están “acostumbrados a ser libres”. Llegados a este punto, el principio clasificatorio cede ante una fuerza expositiva de naturaleza diferente: la de un arroyo nada calmo del que emana toda clase de observaciones de índole práctica sobre la tarea de “gobernar y conservar”. Bajo la forma del consejo al nuevo príncipe, Maquiavelo escribe que los estados adquiridos resultan mas conflictivos que los heredados, puesto que en estos el orden ya han sido instaurado por sus fundadores, o que una ciudad habituada a darse sus propias leyes se conserva mejor cuando se la confía a sus propios ciudadanos, y quien pretenda dominarla deberá cuidarse de tales ciudades libre, y renuentes a olvidar sus viejas instituciones y dispuestas a la rebelión.

El principal interlocutor de Maquiavelo el “príncipe nuevo”: un particular sin atributos heredados que por esa razón debe aprender aceleradamente las leyes de la política, cuyas categorías dinámicas centrales son las de “virtud” (máximo valor y capacidad de enderezar las situaciones en su favor) y “fortuna” (aquello que se presenta como inexorable e imposible de transformar). El nuevo príncipe, que sólo posee la virtud,  precisa una cosa de la fortuna: la “ocasión”, el encuentro con una multitud dispuesta a la que deberá ofrecer una forma política adecuada. Moisés no hubiera sido el príncipe que fue de hallar al  pueblo de Israel esclavo y oprimido en Egipto: la servidumbre y el deseo de liberarse fueron la ocasión para la invención política del nuevo príncipe.

 

Lorenzo il Magnifico. por Luigi Fiammingo, circa 1550.

 

La política es concebida como el discurso orientado a este príncipe nuevo, que deberá afrontar toda clase de dificultades para instaurar un orden contra el cual reaccionarán de inmediato los afectados por sus reformas, mientras los favorecidos, que deberían constituir su base de apoyo, tardarán en aportar una defensa eficaz. Por lo que las dinámicas constituyentes deben ser realizadas por “profetas armados”, sino se desea terminar en la ruina. Lo que supone, a su vez, moderar el uso de la crueldad política, necesaria para forzar las relaciones de fuerzas, sólo durante el necesario aseguramiento inicial del poder. El político no se sostiene en el dinero ni en el poder sino en los humores de la ciudad, y toda ciudad está polarizada por el humor de los “grandes”, cuyo deseo es mandar y oprimir, y el del “pueblo que desea no ser mandado y oprimido. Sea cual sea el humor que favorezca al nuevo príncipe, lo que no convendrá olvidar nunca es lo necesario que “tener de amigo al pueblo, o de otro modo, no tendrá remedio en la adversidad”.

En cuanto a la actitud que debe adoptar el príncipe frente a las cuestiones de la ciudad, convendrá atenerse a la “verdad efectiva”, que enseña obrar ante las personas tal y como realmente son y no según como deberían ser según se las sueña. De igual modo deberá “aprender a no ser bueno” y a simular (ya que quien solo puede ser bueno goza de menos recursos que aquel que sabe serlo cuando lo crea conveniente), y puesto a elegir entre las cualidades convenientes deberá inclinarse por la prudencia, y entre ser amado o temido optará por lo segundo, ya que los hombres —ingratos, simuladores y volubles— traicionan más fácil a quien aman que a quien temen. Lo cual no supone un pensamiento negativo de la amistad, sino solo de aquella fundada en el dinero. Ni supone Maquiavelo que pueda haber beneficio alguno en el odio. En tanto conductor de frases y de ejércitos, el príncipe debe ser apto para actuar de acuerdo a la verdad y a la fuerza, mitad hombre y mitad bestia (y entre las bestias debe admirar al zorro que escapa de las trampas y al león que aleja a las fieras), de modo que cumplirá con la palabra empeñada solo cuando los asuntos públicos lo requieran y nunca cuando sea pernicioso o se hayan extinguido los motivos de sus promesas.

La ausencia del conocimiento de la política ha conducido a Italia al fracaso, disperso el poder entre las ciudades-estado y el poder vaticano. El principal defecto de los príncipes del pasado fue no advertir la necesidad de cambiar conforme cambian los tiempos. Acostumbrados a la paz, no se prepararon para la guerra. Y esta es quizá la reflexión fundamental de El príncipe: que el poder de la fortuna domina por completo los asuntos humanos cuando se ausenta la virtud. Contra la opinión dominante según la cual es inútil oponerle resistencia alguna al estado de cosas, Maquiavelo defiende la idea según la cual, en presencia de la virtud, la fortuna puede ser “árbitro de la mitad de nuestras acciones”. La rueda de la fortuna selecciona, mientras que la de la virtud política contiene y da forma. Es ciego el intento de escapar a la mutación de los tiempos, como torpe confundir el tenor del carácter adecuado  (la prudencia o la audacia) para actuar sobre cada uno de ellos.

La célebre exhortación final del libro de la política de Maquiavelo evoca a “un nuevo príncipe” por venir, capaz de proponer un nuevo proyecto histórico a las dispersas multitudes italianas. La “ocasión” surge de la descomposición misma del país, que espera un acto político fundador.

Antonio Gramsci llamó por esta razón “libro viviente” a El príncipe. En sus “Apuntes sobre la política en Maquiavelo”, redactados en la prisión de Mussolini, el escritor comunista leía la fundación de la ciencia política bajo “la forma dramática de un mito”, que personifica al redentor en un individuo. La figura del príncipe no es más que la representación “plástica y antropomórfica” de una “voluntad colectiva” orientada a un fin preciso: la “creación de una fantasía concreta que actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar  una voluntad colectiva”. Ausente en la realidad histórica inmediata, el nuevo príncipe no existe ahí donde se lo necesita y por eso se lo invoca por medio de una narración de impecable rigor que culmina en un “fanatismo de la acción”, pues se trata del pasaje de la multitud empobrecida  hacia “la fundación de un nuevo Estado”, lo que supone una “autorreflexión del pueblo” mismo, realizada en la propia conciencia popular. De allí que El príncipe sea modelo de manifiesto político.

 

 

Antonio Gramsci.

 

El “moderno príncipe” de Gramsci no es un jefe individual sino una “voluntad colectiva reconocida y afirmada parcialmente en la acción”, que tiende a trascender la dimensión local o económico-corporativa de la lucha hacia una comprensión de tipo universal. Está destinado por tanto a crear un “nuevo Estado” como “nuevas estructuras nacionales y sociales”. Se trata de un reformador “intelectual y moral” que se presenta bajo la forma de un “programa de reformas económicas”. A diferencia del “maquiavelismo vulgar” para el que el fin justificaría los medios (frase inexistente en El príncipe), Gramsci descubre en Maquiavelo la explicación misma de las reglas políticas para  la constitución del sujeto que ya no debería ignorarlas. Al reflexionar públicamente sobre la acción política, El príncipe devela el secreto mismo de lo político “a quien no sabe”, es decir, a ese pueblo que del que se espera un acto constituyente. Si la pregunta clave de toda pedagogía inconformista es “¿quién no sabe?”, la respuesta de Gramsci es: “la clase revolucionaria de su tiempo”. Así creía Gramsci ser fiel al carácter radicalmente democrático de la política de Maquiavelo.

 

El cohete a la luna

 

Una sonrisa más potente que la muerte // Amador Fernández-Savater

** Él está vivo, nosotras estamos muertos, de Diego Valeriano, Cordero Editor (2022). 

Los muertos desfilan ante mis ojos en las noticias del telediario en este verano de 2022: muertos por accidente laboral, por accidente de tráfico, por ola de calor. Qué desgracia, qué mala suerte, a mí no me va a pasar. 

“Que esto no es la paz, / que esto es la guerra / disimulá” (Isabel Escudero). En esta guerra no declarada, disimulá, los muertos se convierten en espectáculo banal y cifra. Accidentes, titulares, fatalidad. Guerra es todo aquello que convierte la muerte en estadística. 

Por ejemplo la normalidad. Tras cada muerte el mundo se rehace como si nada: ninguna pregunta, ningún grito, ninguna conmoción. Se habla de los muertos (algunos) en televisión, los políticos los usan como arma arrojadiza, los suyos los lloran en silencio, la vida sigue. 

¿Pero qué vida? ¿Qué vida se vive allí donde la muerte es espectáculo y estadística? “La vida horrible” dice Diego Valeriano. “Preocupaciones, ansiedad y opiniones”, “escapada de finde, familia, bebida, series”. El deseo mutilado y su compensación imaginaria. 

Sea brutal o gota a gota, nuestro mundo es administración de Muerte. La contabiliza, gestiona, instrumentaliza. Y el reverso de esa muerte administrada es la vida horrible

 

La tarea del superviviente-narrador 

“La muerte no puede ser el final de tanto”, dice Valeriano. Que la vida (y la muerte) sean solo esto, eso no puede ser. Ese grito disconforme es el principio de una resistencia posible. Pero, ¿cuál? 

¿Cómo podemos sabotear la administración de Muerte, estadística y serializada, en qué consiste nuestro mundo? Más en concreto: ¿cómo puede hacerlo alguien que escribe? Cuyo don es escribir.

La figura del “superviviente”, en el pensamiento mesiánico judío, tiene como misión impedir que los muertos se aglomeren en estadística. Interrumpir los automatismos. Producir un “resto” que dificulte el cierre de cuentas en el libro de contabilidad que lo domina todo. 

No es tarea fácil, hay que arrancar la muerte a su administración. Esta muerte, no os la llevaréis. No haréis con ella número, titular, espectáculo. Esa es su misión, su empeño, su obsesión, de la que tratarán de distraerle los reconocimientos, los likes, los cotilleos, los premios de la República de las Letras al servicio de la administración de Muerte. 

Cada superviviente-narrador tiene que encontrar el modo. Porque cada muerte es siempre una muerte. El estilo es otra trampa: la repetición de algunas formas que funcionaron en su día para pasar algo, ahora devenidas trucos y fórmulas. Hay que atravesar la angustia de no saber, animarse a perder el control. Valeriano repite todo el tiempo: no sé, no entiendo. Se escribe para tratar de entender, no porque ya entendimos algo y queremos comunicarlo. 

Cada superviviente-narrador tiene que encontrar su modo. El modo de que cada muerte sea pregunta, grito, conmoción. Para no dejar en paz a la guerra, para encontrar en la muerte un pellizco de vida: contra la muerte en vida, contra la vida horrible.

 

No justicia, sino otra cosa 

Lo primero, contra la muerte en serie, es un nombre: Marquitos. Marquitos es el hijo de Ale, La No Sufras, la protagonista del libro anterior de Valeriano. Ale es un personaje de la periferia de Buenos Aires, una existencia fabulosa capaz de hacer de todo sin poseer nada, pura fuerza de los débiles. Es complicidad, intensidad, vida. Un desafío permanente, en cada detalle cotidiano, a la vida horrible. 

Una banda de pequeños narcos ha quemado ahora su casa, asesinando a dos de sus hijos: Lucas y Marquitos. Valeriano la acompaña en su lucha “no por justicia, sino por otra cosa”. ¿Qué significa eso?

La lucha por la justicia ocurre en un plano, digamos el plano de la Historia. Allí donde hay jueces, policía, políticos, medios de comunicación, miseria en los barrios. Valeriano describe, con grito ahogado de asco, cómo funciona ahí el engranaje de la muerte: los jueces dejan impunes a los asesinos, la policía hace componendas con los narcos, los medios de comunicación dan a elegir entre morbo y silencio, la política aplica la lógica sacrificial a los más débiles y “todo es billete” en la vida cotidiana. 

El problema es que en el plano de la Historia quedamos como víctimas y espectadores. Gente que espera, que depende de otros. Policía que haga su trabajo, jueces que hagan justicia, medios que informen. Pero Ale no espera, “hace máquina, construye campos de batalla, arma cuartel incluso en territorio enemigo”. No delega, no se deja victimizar, pelea. Contra el tiempo pasivo de la Historia, activa el segundeo. Un tiempo aquí y ahora, que no se cuenta, que se da, que se pierde, que nos regalamos unos a otros, entre amigos.

La Historia juzga: Bien/Mal, inocente/culpable. Asigna responsabilidades, atesta hechos, sanciona. Es un mundo de claridades, de decisiones individuales, de voluntades, de yoes. Pero, ¿es culpable el Chiste de la muerte de Marquitos? Traicionó la amistad con Ale, convocó la muerte con su estupidez, sí pero… “La suerte y la traición son solo cuestión de lugares”, “segundear o traicionar no son decisiones, son formas de reaccionar”, “no se quiere nada, la vida nos pasa por encima y somos pollo”. La justicia no admite tantas preguntas, el combate del pensamiento. 

Lo que podría “condenarse” en todo caso son las condiciones mismas de la vida horrible. Algo más general, menos individualizado. No hay buenos y malos, sino situaciones que favorecen unos comportamientos u otros. “El cuerpo tomado, brotado, urgente. Sin lugar para el segundeo. La base es lo contrario de la amistad, el miedo también. La guita fácil que corre, pensar cortito, urgente, gil”. Es eso lo que ha matado a Marquitos, a través del Chiste y los narcos. Una forma de vida. 

En la Historia, aunque haya policías, jueces o políticos mejores, todo debe acabar cuadrando en el libro del debe y el haber, un hecho una persona y tantos años de cárcel por un asesinato. Por eso aquí no se busca justicia, sino “otra cosa”. Cada muerte no demanda que cuadren mejor las cuentas. Es pregunta, conmoción y grito. Reclama metamorfosis, transformación. 

 

Segundeo y eternidad 

Lo que descubre Valeriano mientras creía estar escribiendo la historia del caso de Marquitos “para que todo el mundo lo conozca” es esta revelación sorprendente: somos nosotros los muertos, él está muy vivo. Su sonrisa, su ternura y su pillería son fogonazos en la oscuridad de la vida horrible. Siguen deslumbrando, produciendo efectos de vida. Es eso lo que el superviviente-narrador tiene que hacer pasar en su escritura para que la muerte no se convierta en número. 

“Marquitos nos arrastra hacia una corriente donde el tiempo es otro, donde somos otros. No podemos, no entendemos, ni pasamos. De repente todo alcanza niveles de comprensión sorprendentes. El tiempo es distinto, el camino cambia, acompañar en la lucha que no es por justicia, sino por otra cosa nos convierte en madre, Ale, tiempo”.

Aquí, en este otro plano, son los muertos-vivos los que pueden salvar a los vivos-muertos. Valeriano lo descubre a fuerza de no saber, de no entender, de no dejar de luchar por algo que no es justicia, que no se sabe. Impedir que la muerte de Marquitos engrose la estadística es hacer pasar de nuevo sus intensidades de pillería y juego, de ternura y vida. No escribir sobre ellas, sino desde ellas, bajo sus efectos. 

“Es una presencia amiga que me empuja a seguir, a entender, a no colgar con lo importante. Es una presencia que activa”. Nadie muere del todo si se siguen contando sus historias, si esas historias siguen pasando intensidades, si las intensidades despiertan energías adormecidas, si otros las prolongan en gestos y pensamientos audaces. La vida en la muerte está fuera del tiempo, en la eternidad, mientras que la muerte en vida está bajo dominio del tiempo-que-pasa, de la Historia. 

“La presencia de Marquitos es un bucle infinito de tiempo que no transcurre (…) las cosas no se proyectan hacia adelante, pero tampoco se quedan en el pasado”. No es memoria, la memoria está condenada a olvidar. Es presente, cargar el presente de las intensidades que nos han quedado bailando en el cuerpo. También hay segundeo en la escritura, tiempo tensor compacto inmóvil. 

La muerte convertida en estadística significa que el mal es necesario para el bien: el bien del trabajo, del turismo o del mercado. “Gobernar”, dijo un político español en un arranque de sinceridad, “es administrar el sufrimiento”. Pero la muerte no puede ser el final, dice Ale, hay una justicia que no es la de los hombres. La vida-muerte de Marquitos, sus intensidades de dolor y de alegría, no requieren consolación o compensación, sino transformación, metamorfosis, redención. 

“Un insistir en vivir por más que la época diga otra cosa. Pero no vivir de cualquier modo, no vivir careta, vivir muerto, haciendo caso, sino afirmando una manija, una cierta idea al andar, un estar para siempre presente acá, en otra dimensión, en cualquier tiempo, acompañados por Marquitos”. 

 

Algunas reflexiones sobre Clínica y violencia // Juliana Colángelo

El texto original fue compartido en la presentación del Colectivo Manar: salud mental y esquizoanálisis, en diciembre de 2021, donde fuimos invitadxs a dialogar con Emiliano Exposto. La presente versión fue editada y reelaborada.

0.

Me formé en la facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires con un plan de estudios instituido en 1985 que aún sigue intacto. Con “lo intacto” me refiero a esa psicología de lo normal/moral que busca curar más que habilitar y explorar; escarbar más que potenciar; diagnosticar más que escuchar y escuchar solo lo que quiere para confirmar lo que ya sabe; que se supone neutral más que política; que cierra la ventana más de lo que la abre; que no habla para sostener un semblante, que no ‘se ensucia’ para sostener la blanquitud; que hace decir al ICC lo que solo el lenguaje ‘nos deja’, que nos reduce a una mente sin cuerpo, a un padecimiento solitario, privado e individual, que nunca es social ni político ni económico ni cultural, que sostiene que una identidad puede ser una compensación delirante, que reduce lo familiar a un triángulo – heterosexual, que luego llamó función, pero que nunca cuestionó a Edipo, ni al régimen de heterosexualidad obligatorio; que intentó ser antibiologicista y falló una y otra vez porque nunca renunció a sus bases, que vio en los desvíos la patología u anomalía y que nunca cuestionó a que norma significante responde, que escribió más papers sobre lo trans y lo homo, pero nunca sobre lo hetero ni sobre el cisexismo, cuerdismo, capacistismo inherente a nuestras prácticas. Una psicología normalizadora que mira más a lo blanco de Europa que al sur global, a los márgenes, lo loco, lo queer, lo negro y que niega la existencia de un cuerpo vulnerable, precario y afectado que dice tanto como las palabras y tanto como lo que no entendemos. 

 

  1. Y

 

También existimos, y existen e insisten otras muchas psicologías y fugas potentes que corroen “lo intacto”.

 

  1.  

 

HAY QUE CUIDARSE DE LOS POLOS.

-Me convenzo que

a no olvidar son dos. Y me rebelo.

 

“LITIO” de Marisa Wagner 

 

Dicho esto, y a riesgo de caer en posiciones morales y benevolentes, que precisamente son las que quiero cuestionar, comparto algunas líneas que he estado pensando en relación con: “clínica y violencia”. Me interesa pensar en esta conjunción, es decir en la “Y”, precisamente aquello que visibiliza una tensión, una relación, y no una “O” en términos excluyentes, binarios y opuestos como si existieran el bien y el mal; lo violento y lo no violento. Algo no muy novedoso, que Deleuze y Guattari han definido como lógica rizomática. Aquello que nos invita a desconfiar de las trampas binarias u arborescentes de Lo Uno y Lo otro. 

 

3.

 

¿Cómo no hará reír la famosa neutralidad? 

(Deleuze, Guattari, 2010: 321)

 

Primer conjunto: la violencia epistémica. ¿Qué conocimientos están académica-científica-social y políticamente legitimados desde los campos del saber y su relación obvia con el poder? ¿Quiénes detentan y ocupan dichos lugares? nunca neutrales, por supuesto. 

Aún hoy insisten aquellos saberes instituidos y legitimados en nuestros campos de saber que reproducen discursos patologizantes, moralizantes y manicomializantes apoyados en la construcción apriorísticas de las diferencias. Es decir, existe un sustrato “invisible” a los ojos de los mortales, de donde brotan saberes con olor a verdad donde ir a buscar respuestas, donde poder apoyar una hoja de calcar para reproducir los saberes bíblicos y si aquello no encaja, forzarlo a que así sea. Mecanismos de normalización sobran, voluntades para tensar los bordes de una teoría escasean.     

 

            4.

 

Segundo conjunto: del anterior se desprende una idea de “salud” que se instaura como ideal a alcanzar, por lo tanto, como un ideal regulatorio que se encuentra íntimamente relacionado con ciertos procesos de normalización anudados a una supuesta cura.

Dicho ideal de salud a alcanzar supone una concepción universal de la misma, basada en la vieja y absoluta dicotomía entre salud/enfermedad como territorios excluyentes. Aquello supone necesariamente un sustrato basado en la “falta” es decir, un indicador de que algo falla y por lo tanto hay que readecuarlo, repararlo, dado que si el estado por defecto es “lo saludable” (Pérez, 2019) si algo no está, se asume como déficit. Lo que legitima toda práctica de restitución en su nombre porque se supone un ‘buen lugar’ al cual llegar.

De allí deriva una lógica individualista, en términos de responsabilidad de cada unx por “su propia” salud, lo que no sólo esconde las altísimas demandas corporales, capacitistas, capitalistas de hiper productividad, que exigen tales parámetros de “normalidad” y salud ideal por defecto como condición de existencia, sino que también oculta e invisibiliza las desigualdades estructurales y los diferentes grados de responsabilidades éticas, económicas y políticas en el enjambre social del campo de la salud. Lo cual, sin dudas, resulta muy violento dado que no nos permite pensar en nuestras condiciones reales de existencia y de vida actual. Es decir, que ideal sostenemos y ¿a qué costo? 

 

5.

           

Tercer conjunto: El disciplinamiento de las instituciones de la normalidad. Los discursos de saber/poder médicos psi hegemónicos nos invitan a calmarnos, a hacer silencio “porque es salud”, a aquietar síntomas, angustias, sensaciones, vibraciones y padecimientos, dado que hay ciertas intensidades que desbordan y molestan. La sobre medicación rigidiza los cuerpos, corroe los dientes, el habla y sostiene negocios millonarios para las grandes empresas farmacológicas. Nos invitan a SER pacientes, y esperar la cura o un alta, que nunca llega, principalmente si no contás con los derechos básicos garantizados.  Las instituciones manicomiales siguen existiendo y funcionando como garantes del orden moral social de la supuesta cordura del ‘afuera’. Y ‘afuera’ lo manicomial se expande como el micelio, empapando formas de hacer/pensar/decir y sentir, delimitando formas correctas de estar en el mundo, normalidades idealizadas e identidades jerarquizadas.

Entonces la violencia se vuelve una excusa inventada por la normalidad para castigar, sancionar y calmar en su nombre. “De esta manera, la salud legitima o dignifica la violencia que conllevan estas formas específicas de normalización” (Pérez, 2019: 37). Y si hay algo que no es digno, es un manicomio.

 

6.

 

Evidentemente hay muchos puntos de encuentro entre la construcción y el sostenimiento de un paradigma de normalidad, los lugares de enunciación legitimados a su alrededor como garantías o patrullas de la normalidad y sus consecuentes modos de disciplinamiento y corrección. 

 

            7.

 

Cuarto conjunto: De la violencia de Lo normal a la potencia. La violencia padecida se vuelve una aliada a recuperar, como afecto como potencia. De la rabia a lo impensado, a lo posible. En una entrevista que le realizan a Angela Davis (filósofa estadounidense, militante antirracista) en 1972 en la cárcel, un periodista blanco le pregunta sobre las intervenciones de los movimientos negros (Black Panthers) y la violencia, a lo que ella responde:

 

Cuando hablas de una revolución, la mayoría de la gente piensa: VIOLENCIA (…) Por otro lado, debido a la forma en que esta sociedad está organizada debido a la violencia que existe en la superficie, por todas partes, tienes que dar por sentado que sucedan esas explosiones, tienes que dar por sentadas reacciones así. Si fueras una persona negra, que vive en la comunidad negra durante toda tu vida y vas por la calle todos los días viendo cómo te rodean policías blancos… Me paraban constantemente. La policía no sabía quién era, pero yo era una mujer negra con el pelo al natural y supongo que ellos pensaban que podría ser una «militante». Y cuando vives bajo una situación así constantemente y después tú me preguntas a mí que si yo apruebo la violencia… Eso no tiene ningún sentido. Que si apruebo las armas. Me crié en Birmingham, Alabama. Algunos de mis mejores amigos fueron asesinados por bombas. Bombas puestas por racistas.

 

Giro epistémico: ¿Desde dónde sostenemos ciertos paradigmas o modos de vida? ¿Quién define lo violento? ¿Dónde habita el borde que regula y separa?

 

Si yo no estuviera loca estaría cuerda.

Haciendo la fila

para pagar la luz, el gas, el teléfono.

Haciendo otra fila

para pagar los impuestos.

Estaría mirando los clasificados.

Los informativos.

Estaría soñando

Con ser alta, flaca, rubia

-como las modelos-.

Estaría yendo de Shopping

por ejemplo.

No sé si lo resistiría.

 

(Si yo no estuviera loca, Marisa Wagner)

 

8.

 

Quinto conjunto: Politización de la violencia y sus malestares. La politización de los malestares implica necesariamente la politización de los lugares de saber/poder/enunciación y la recuperación de los saberes subyugados, aplastados e invisibilizados como lugares posibles de enunciación, producción y resistencia. Así como la reapropiación de ciertos afectos como la violencia, la locura, la infelicidad, la no productividad, que generalmente son empleados como modos de captura sobre ciertas poblaciones o sujetxs con el fin de reproducir dicho paradigma de normalidad y así justificar el uso de la violencia o ejercicio del poder. Por ejemplo, catalogar a una persona con padecimiento mental como peligrosa, deslegitimar su voz bajo el título de locx, justificar todo tipo de violencia e intervención policial, validar desalojos violentos por la defensa de la propiedad privada por encima de cualquier otro tipo de derecho. 

 

            9.

 

Cautelas: No pensarnos por fuera de estas lógicas, en tanto si nos corremos de la moralidad que muchas veces nos pone del lado “del bien” y nos amucha, perdemos de vista que el microfascismo también puede habitar en nosotrxs. Es muy fácil volverse poli del deseo. La normalidad intenta una y otra vez volverse deseable y ¿cómo no? si hay todo un mundo montado para que esa fuerza se ejerza y circule. La supuesta normalidad “allana el camino”, pero ¿a qué costo? Aquello permea formas de vinculación, de deseo, modos de andamiaje familiar / institucional, exigencias, identidades. Ya lo dijo Foucault “el fascismo nos hace amar el poder, desear esa cosa misma que nos domina y nos explota”.

 

Entonces un desafío: ¿Cómo no devenir fachitx incluso cuando (y sobre todo cuando) se cree ser unx militante revolucionarix? ¿o un psicoanalista progre? ¿Cómo arrancar-se el fascismo incrustado? “No se enamoren del poder”, acaso el consejo más hermoso y complejo que nos dio Foucault.

 

10.

 

Romper-Conectar-Romper (La separación de las tareas es solo a fines descriptivos) 

 Tarea destructiva: “Destruir Edipo, la ilusión del yo, el fantoche del super-yo, la culpabilidad, la ley, la castración…” (Deleuze y Guattari, 2010: 321). Que se propicien rupturas donde se necesitan, donde la moral asfixie, donde el deseo (crea) morir-se. 

  • Tarea conectiva: Politizar el malestar para que la violencia no se vuelva una cuestión privada / propia que nos fagocite y parasite. 

 

(Repetir compulsivamente siempre y cuando vuelva la diferencia, si vuelve más de lo mismo, la experiencia ha fracasado)

            11.

Perspectiva clínica-micropolítica: Lo clínico, en este sentido, es un modo de poner a dialogar al todo el conjunto social allí, más allá de que se esté expresando de un modo singular o colectivo, ubicar que no se habla nunca solo en nombre propio, sino que allí se expresan agenciamientos colectivos de enunciación, por eso lo clínico puede ser un acto/ejercicio micropolítico ‘violento’ de intervención para romper con las violencias que propician todas las capturas morales y normales. En palabras de Guattari: 

Liberar el deseo significa que el deseo sale de la jaula del fantasma individual y privado; ya no se trata de adaptarlo, de socializarlo, de disciplinarlo, sino de situarlo de tal manera que su proceso no se vea interrumpido por un cuerpo social opaco, sino que, por el contrario, dé lugar a una enunciación colectiva. Lo que cuenta no es la unificación autoritaria, sino más bien la formación de enjambres de máquinas deseantes en las escuelas, las oficinas, los barrios, las guarderías, las prisiones, etc. No se trata, por tanto, de abarcar los movimientos parciales formando una totalidad sino de conectarlos entre sí mediante la puesta en común de un mismo plan de transición (Guattari, 2017:72)

Lo clínico-micropolítico estará atento a los modos en los que el deseo transversaliza y se entrama en todos estos campos de producción. Ya no -solo- se escuchan sujetxs sino modos en los que el mundo se ha organizado y entramado en nosotrxs, ¿dónde están nuestras capturas?, ¿dónde y de qué padecemos? ¿Qué ideales sostenemos? ¿Cuáles nos regulan? ¿A qué costo? ¿Cuál reproducimos? ¿Qué salud queremos? ¿Qué practicas ejercemos? ¿Cómo cuidamos? ¿A quiénes leemos? ¿De qué estamos hechos? ¿Qué nos duele? ¿Cómo vivimos? ¿Qué soñamos? 

Una escucha clínica que, en la escucha de unx o muchxs, siempre escuche al mundo hablando allí. 

 

Bibliografía:

Davis, A. Extracto del documental «The Black Power Mixtape 1967-1975» recuperado en: https://www.youtube.com/watch?v=6JRHu5eYQJQ

Deleuze, G. Guattari, F. (2010) [1972]. El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia. Buenos Aires Editorial Paidós.

Guattari, F. (2017). La revolución molecular. De la traducción Guillermo de Eugenio Pérez, 2017. Errata Naturae Editores. Madrid.

Pérez, M. (2019). Salud y soberanía de los cuerpos: propuestas y tensiones desde una perspectiva queer. En Sabrina Balaña, Agostina Finielli, Carla Giuliano, Andrea Paz y Carlota Ramírez Salud Feminista. Soberanía de los cuerpos, poder y organización. Buenos Aires (Argentina): Tinta Limón.

Wagner, M. (2007) [1997]. Los Montes de la loca. Cultura activa. Fondo de estímulo a las artes. Ediciones baobab.

 

 

Notas de un diario clínico (continuación) // Julián Doberti

I

El psicoanálisis es una oportunidad para recomenzar, dijo un día Lacan. 

Un poco después agrega que, para Freud, el inconsciente se trata de tres cosas: eso sueña, eso falla y eso ríe: “porque todo falla, todo sueña, todo ríe”. 

El alivio es que, si hay sueño, falla y risa, en esos instantes, deja de haber todo.

 

Otra idea de Lacan: al principio no está el origen, está el lugar. El lugar que hayamos tenido para algún otro. Un análisis, si posibilita recomenzar, no restituye ningún origen. Se trata de pasar de un lugar a otro, por venir.

II

“Contar bien una historia no es hacerla entendible sino más bien respetar las zonas vacías de que está hecha” escribe Zambra. Respetar las zonas vacías de una historia es, además, permitir que un cuerpo encuentre algún lugar en eso que se cuenta. Quizás por eso Freud escribía que, en un análisis, se trataba de ir trasladando una X en el discurso. Una incógnita que se renueva cada vez, causando nuevas preguntas, movimientos, diferencias, alivio. 

Creo que respetar esas zonas vacías es una buena orientación en eso que alguna vez Lacan llamó, con precisión y belleza, deseo del psicoanalista. 

III

“Debes traer tu cuerpo hasta mi casa en los días y horas que fijemos” le dice Maud Mannoni a una paciente anoréxica que tenía una relación “inexistente” con el cuerpo.

En ese enunciado hay una enseñanza: la atención a la forma singular del padecimiento, el compromiso y el cuidado clínico. 

Lacan pudo decir que hay una muerte que se lleva la vida y una que la sostiene. Es una distinción fundamental que implica una ética. Debes traer tu cuerpo es menos una orden que una apuesta a producir tiempo, una espera y un encuentro en los días y horas que fijemos. Pasar de la muerte como amenaza que devora a un límite que permite sostener una vida, sostenerse en un cuerpo vivo. Sostener, verbo que Winnicott supo convertir en concepto y en el que vale la pena insistir. 

IV

“La infancia no es lo irrecuperable, es lo irreductible” Barthes

Freud suponía que no había recuerdos de la infancia sino recuerdos sobre la infancia: la infancia como una re-escritura permanente alrededor de algo que se nos sustrae una y otra vez. 

La infancia, zona de umbrales: entre palabra y silencio, entre presencias y ausencias, entre recuerdo y olvido, entre realidad y juego.

Cuando Freud llamó “perversos polimorfos” a les niñes -para escándalo moral de algunos- no improvisó un diagnóstico psicopatológico, le reconoció un cuerpo deseante a las infancias, más allá de cualquier norma social.

Hace unos años, el psicoanalista Jean Allouch dio una conferencia en una facultad de psicología. En el momento de las preguntas, uno de los asistentes se presentó diciendo que formaba parte de la cátedra de clínica de adultos. Antes de que pudiera formular la pregunta, Allouch lo interrumpió con una mezcla de dulzura y picardía, y le dijo: “¿Clínica de adultos? Yo no sé lo que es un adulto”.

Camino por la playa de un pueblo de la costa argentina en el que pasé los veranos de mi infancia, y al que no regresaba desde hacía muchos años. Me vuelven recuerdos que no sabía que tenía (pero ¿es que los tenía?) y por momentos no sé bien cuánto tiempo transcurrió desde entonces, de quién son esas huellas en la arena.

Quisiera insistir en estas palabras de Claudia Masin: “el verano, para mí, es la infancia. No es que en el lugar donde nací se viva un verano perpetuo. Los inviernos son fríos, crudos, impiadosos. Pero en mi recuerdo, toda mi infancia transcurrió acariciada por el halo cálido del viento norte. Aún hoy, cuando el primer día de verano verdadero llega a la ciudad en la que ahora vivo, yo respiro ese calor con la avidez del nadador cuando asoma la cabeza fuera del agua: siento que, como él, recupero el aire. Porque ¿de qué otra cosa está hecho el aire que nos mantiene vivos sino de los olores, las temperaturas, los sonidos amados?”

Primera parte de Notas de un diario clínico

Corrida anímica. Sobre Las máquinas psíquicas y otras lecturas invernales // Juan Manuel Sodo

Buscando salir de los mandatos de generaciones anteriores y en todo caso poder elegir, nuestra generación terminó entrando en otro. Desarmó la exigencia de maternidad, pareja para toda la vida, superación económica y trabajo estable para terminar armando el mandato de ser feliz. Hay, como dice Emiliano Exposto, un “régimen de bienestar obligatorio”. Un imperativo que, siento, instrumentaliza el deseo de vida o deseo-fuerza, como lo llama Amador Fernández Savater, y lo reduce a deseo de algo. Por ejemplo, el deseo de una representación de nosotros mismos en tanto deseantes (personas que persiguen sueños, encuentran vocaciones vitales, se dedican a lo que les gusta) como medio para producir valor subjetivo y sobrevivir en un cada vez más despiadado y competitivo mercado del ánimo.

Buena parte de mi biografía adulta estuvo organizada alrededor de esa trampa. No fue una buena idea, concluyo ahora que cumplí cuarenta. Este año, mientras, habiendo sido expulsado por una doble crisis (sexoafectiva y de acceso a la vivienda) hacia el afuera de los barrios en los que vive la gente interesante de la ciudad, al develarme falto de convicción para aceptar al mercado de la seducción virtual tanto como al inmobiliario, por fin me deprimí, es decir, quebré ante “la fatiga de ser uno mismo” de la que habla Ehrenberg. En eso llega el invierno y me encuentro con Las máquinas psíquicas. Crisis, revueltas y fascismo.

La producción masiva de malestar social es una condición inherente a la reproducción del capital,  escribe el nombrado Exposto en el libro en cuestión editado por La docta ignorancia. Asocio la frase a una analogía que propone César González en El fetichismo de la marginalidad (Sudestada, 2021), otra lectura de receso invernal: citando al Marx de “Elogio del crimen”, recupera ahí la hipótesis de que el delincuente es alguien que produce riqueza. El ladrón, según el planteo, produce al sistema judicial-legal-criminal-policial que “vive” de la delincuencia, así como están los cineastas blancos que hacen carrera con la tematización de la marginalidad carcelaria, villera, etcétera. En esa misma línea, cabría preguntarnos: ¿quiénes “viven” de nuestros malestares?, ¿cuál es la plusvalía que produce el malestar?

Volviendo a las máquinas psíquicas. Hay, se afirma, una privatización neoliberal del padecimiento. Una neo-liberalización que entiendo en un sentido doble. Por un lado, cada uno de nosotros, como buen empresario de sí, haciendo números y calculando qué tanto malestar le va resultando rendidor manejar. Por otro, cada uno, meritócrata al fin, haciendo méritos (yendo a terapias, tratándose, etc.) para ganarle individualmente a su padecer. Otro de los interrogantes que recupera el libro entonces, parafraseando a Paul Preciado, sería, ¿cómo convertir la desafección privatizada en rabia politizada?

Las crisis ecológicas, económicas y sanitarias conviven con crisis subjetivas, se lee ni bien comienza el primero de los cuatro capítulos. La economía política y la economía libidinal son, así, una y la misma. La precariedad es laboral y al mismo tiempo psico-emocional. El Colectivo Juguetes Perdidos, sin ir más lejos, en Quién lleva la gorra (Tinta Limón, 2014), sostenía que cada época funda sus propias formas de terror. Y que, como la precariedad es totalitaria, porque no queda nada por fuera, la forma de nuestra época es el “terror anímico”. ¿Cuál sería un criterio para medir nuestra pertenencia a una clase social hoy, bajo esa perspectiva? Mapeando qué tan expuestos o no quedamos ante ese terror, o sea, qué tan cerca o tan lejos nos quedan (material y simbólicamente) los dispositivos médico-yoguico-espirituales del poder terapéutico. En ese punto, claramente, no sería lo mismo la vida en una barriada popular que la socialización copada hiperurbana de una clase media.   

La crítica y los diagnósticos podrían ser continuaciones de la lógica de la opinión mediática por otros medios. Sin embargo, el autor repone constantemente la fuerza de aquello que no encaja, que no acepta. Colectivos de salud mental que activan, movidas territoriales en gestación, movimientos de mujeres. Lo que se resiste, afirma, produce afectos, sentidos y saberes. Tiene, agrega, una eficacia sanadora para nuestras vidas ya que “sólo a través de las luchas podemos descifrar quiénes somos y en qué nos estamos transformando”. Al respecto, y como leí últimamente en algún otro proyecto, textual: ¿qué estrategias psicopolíticas se están creando en nuestra capacidad de cuidarnos, pensar, actuar y disfrutar en común?, ¿cómo reapropiarnos de la fuerza insumisa de nuestros síntomas?

Patrick Reumaux: La mesa redonda de los Powys // Hugo Savino

No quería escribir sobre este libro. Quería traducirlo. Pero soy un ex traductor, por algún decreto editorial. O rumores. Así que escribo mi comentario sobre este libro genial. Escrito de una manera que cambia la manera de leer. Por eso es genial. No es por la lengua francesa, es por el autor, que la tuerce retuerce.

Un libro escrito con los hermanos Powys: John Cowper, Llewelyn y Theodore Francis. Más las hermanas, más el padre,  reverendo. Más   libros que escribieron. 

¿Cómo dejé escapar a Patrick Reumaux? Siempre estoy atento a Marie Canavaggia, pero se ve que no estoy tan atento. O la desatendí por algún tiempo, y no me lo perdono, ella es uno de los oídos más admirables de la literatura. Ella era mi hilo conductor a Patrick Reumaux. Pero finalmente llegué por otro lado. Vi el libro sobre la mesa de una librería y leí la primera página y me caí adentro. Y lo devoré.

Deuda. «Más tarde, debemos a Marie Canavaggia la traducción (notable) de dos textos extraordinarios: Les sables de la mer (Las Arenas del mar) (1958) y la Autobiographie (Autobiografía) (1965) de John Cowper Powys…»

«François Xavier Jaujard sostenía firmemente que John Cowper Powys, había escrito, en honor a su traductora, un limerick cuyos dos primeros versos decían:

A young girl from Corsica

Called Marie Cannavagia

Falta completar este limerick para dar testimonio de la admiración unánime inspirada por las traducciones que Marie Cannavaggia hizo de las novelas y de la autobiografía de John Cowper. Tradujo igualmente Unclay, en mi opinión la obra maestra de Theodore pero, me parece, que con menor suerte. Resumiendo, diré que tradujo el sentido, no los sonidos.»

La mesa redonda de los Powys es un libro para inútiles como yo. Los inútiles no deberíamos perder el tiempo tratando de gustarle a los payasos profesionales de la carrera literaria, que se hacen los inútiles, y solo son bordadoras de la carrera. Tenemos que cruzarnos de vereda cuando nos invitan. Solo tenemos que leer libros escritos por parias y no por diletantes que tienen respuesta para todo. Aquí, en esta mesa redonda de Patrick Reumaux un paria encuentra algún momento, y después se va por donde vino. Claro, tiene que soportar no estar con la moda, si no, es un paria de cartón. Ya casi corté con todos esos farsantes. Voy a poner algunas citas de Reumaux, solo de él, cortadas, para no cantar la bola de entrada como diría Osvaldo Lamborghini. Sin nota al pie ni número de página. Es fácil, todas pertenecen al autor de este libro.

Los parias «tienen que ser lo que siempre han sido: parias. […] Por más que traten de ser diferentes, tienen un punto en común esencial. Inútil buscar, no lo encontrarían: no saben hacer nada. Son unos buenos para nada que, literalmente, no saben hacer nada.

No tienen oficio –no tienen suficiente fuerza para ser excavadores– ningún habilidad para los negocios; tampoco saben: escribir a máquina –conducir un coche– servir la mesa, cuidar el ganado o los caballos. Y olvido otras cosas: no saben contar, tampoco sumar o restar, ni multiplicar, mucho menos dividir, solo saben hace una cosa: escribir. O cuando no escriben, vagabundear, hacer kilómetros, marchar apoyados en temibles bastones, marchar buscando… pero es otra historia.»

Y para saber qué hacen además de escribir,  hay que leer este libro.

Patrick Reumaux tradujo al francés varias obras de los tres hermanos Powys. Y aquí escribe toques, abre escenas, no interpreta nada, escribe con, los cita, cita a otros, entra en ese infinito de la lectura y lo expande. Sus maneras de leer están ahí. Escritas.

Crítica. «Que sea asociativa, que se aferre al imaginario de los símbolos o que se vuelva contable […] la crítica levanta vuelo o toca fondo. Pasa al costado de su objeto. Ahí, lector, me estás esperando a la vuelta de la esquina.

–¿Cuál es entonces el objeto de la crítica?

–Un discurso del método o una meditación sobre la función del relato.

No sobre lo que significa –no sé nada de eso, no sé lo que hay en la cabeza de Theodore o en la de John Cowper, no sé si son cabezas bien o mal hechas y no tengo la pretensión de saberlo, ya que tampoco está “el gusano acurrucado en el cerebro del Demorgon” – sino el modo en el cual funciona.»

Un inútil lee a paria, lleva su libro bajo el sobaco, sabe que lleva mucho tiempo meterse en un libro, conquistarlo, y si no aspira a crítico o a pensador público, relee, acepta ese adagio que dice que leer empieza en el releer.

«Tengo ganas de de decir algo acerca de un soberbio estudio de Thomas J. Diffey, que entendió que –y no simplemente en John Cowper –«el misterio reside en la superficie. La superficie de las cosas es el corazón de las cosas» y se divierte en oponer los filósofos profesionales a los otros, lo que equivale a medir la profundidad de la tumba del academicismo, puesto que John Cowper Powys (y sus hermanos) pertenecen al campo (nietzscheano) de los pensadores privados y no al campo de Hegel («ese almacenero de la filosofía») que es aquel de los pensadores públicos.»  

Y está la carta que Theodore Francis Powys le escribe a un editor que le pide que se describa: «Perdone que no hable de mí de manera más entretenida. Pero le ruego que agregue lo que quiera».    Tal vez solo alguna indicación biográfica, lugar de nacimiento, y casi nada más.

Que el lector mire la solapa de este libro y entenderá por qué traduce a Thedore Francis Powys.

Y está la detestación de los bien pensantes, venga de donde venga, hacia los Powys, y viene de todas las orillas. Traduzco la traducción que hizo Patrick Reumaux de esta cita: «No entiendo por qué, escribió Richard Aldington, los Powys han reinado sobre la escena literaria durante casi medio siglo. Tendrían que haberlos estrangulado a todos ni bien nacieron, en la cuna.» Otro, crítico, y encima pretendiente a escritor famoso, tienen esa chifladura los críticos, la de escribir, dice que John Cowper Powys tiene una construcción defectuosa y que sus análisis son pesados.

Patrick Reumaux escribe su lectura y su traducción.

Me gustaría traducir el inicio de este libro, justamente el que me atrapó, pero me contengo, sigo la regla implacable de no arruinarle al lector la entrada a un poema. Además este libro sigue otra regla igual de implacable de los libros que ponen un valor: no se pueden contar por teléfono. Es el libro de un conjunto de dioses caídos.

Conjunto de hermanos (compongo con las palabras de Patrick Reumaux): John Cowper Powys, el mayor, especie de sacerdote exclaustrado, el inmóvil Theodore, el ermita que soliloquea, especie de hombre de cera que solo el demonio sabe cómo hacer para que se funda, y Llewelyn, como mono con el trasero rojo ensartando todo lo que pasa mientras hace bufonadas dignas de los primates de Shakepeare.

We are de Powyses, you and me.

Las preciosas ridículas, sean filósofos, poetas o analistas, nunca podrán leer a parias, a dioses caídos, a ineptos para pensar, nunca podrán leer powys, en la medida en que sigan agarrados uñas y dientes a la lengua.

Traduzco un poco más: «¿Los héroes de John Cowper Powys? Todos los mismos, se llaman No Man, como Ulises.»

O:

«Decir que el psicoanálisis es una de las claves que permitiría captar mejor el universo de [John Cowper] Powys, es derribar una puerta abierta, puesto que se trata de un universo donde casi no hay cerraduras. Imagen del padre, incesto, sado-masoquismo, otras tonterías explícitas o implícitas. La elucidación del ello powyseano no tiene en mi opinión ningún interés particular. Hermoso tema de tesis, sin duda, pero destinado, edípicamente, a ir allí adonde van la mayor parte de las tesis: al sótano.» 

Patrick Reumaux es lo contrario del tentador que fabrica relatos para el poder, él escribe este poema y lo arroja botella al mar.  Y lo puntea de sugerencias, de intrigas, de líneas que traen pasado, que rescatan olvido, y lo repone para el que quiera leer. Y nos mete  en una trama familiar que excede lo familiar por obra y arte de un escribir (el de los Powys y el de Reumaux) que desacata la alcahueta obediencia a la lengua, y a la filosofía pública, (me repito para machacar) para darle entrada al universo Powys contaminado de monos y máscaras Shakespeare, de «profetas fulminantes», de fracaso, únicos y uno por uno, de pasajes, eróticos, a la acción, O, al contrario, de serpiente de mar que huye, que solo es ella misma en el suspender, en el retrasar o «en el placer indefinidamente diferido», o lentitud divina, para mí, contra el ser. Una inmovilidad desertora.

La mesa redonda de los Powys tiene un hueco a la espera de secuaces.

CUARTA PROSA

Sobre el fantasma de Eva Perón y uno que otro libro al respecto. (A 70 años) // Diego Sztulwark


Ante todo: si es cierto que los fantasmas subsisten ahí donde los cuerpos cesan, no menos cierto es que el fantasma actúa en la superficie del cuerpo, antes que en su inmortalidad. El fantasma se desprende continuamente del cuerpo bajo la forma de un timbre de vos, un gesto, un movimiento de los brazos o un peinado. El fantasma de Eva Perón va ligado a un cuerpo vivo, capaz de afectar a otrxs tanto cuerpos vivos (¿qué otra cosa es una política?) política antes que a un cuerpo embalsamado, siniestramente apropiado por los apropiadores de cuerpo.
(“Evita íntima”, de Vera Pichel da excelente testimonio al respecto)
Matar al fantasma de Eva Perón es matar el fantasma quizás agónico, pero no enterrado, de la igualdad. Igualdad incluso burguesamente concebida, en tanto definida por la equivalencia formal entre mercancías. En todo caso, la noción de igualdad es irrenunciable como para seguir pensándonos. Eva Perón es la formulación plebeya de este problema.
(«Los cuatro peronismo» de Alejandro Horowicz permite pensar a fondo esta cuestión)
El fantasma de Eva Perón habita en una frase: “donde hay una necesidad hay un derecho”. Esa frase fue refutada dos veces durante los últimos meses. Primero por un candidato fantoche a la presidencia, segundo, por un juez de la Corte Suprema de Justicia. En ambos casos se declara que el mas urgente de los problemas es quebrar la vigencia de aquella frase. Se trata de un razonamiento tan simple y macizo como una bala: ya no es tolerable que unos gocen de un derecho costeado por otros. Ya no hay lugar para soñar con conciliaciones de clases. Quien pretenda gozar de un derecho deberá convertirse en empresarix exitosx. La consigna es simple y eficaz, como la voz de “disparen” (o de “fuego”) que acompaña un fusilamiento. Sujetos que no “emprenden”, se tornan carentes de todo valor. Es el fin de toda idea de humanidad por fuera del mercado.
(Una atenta lectura de las intervenciones mediáticas de Javier Milei y de Javier Rosenkratz da una idea precisa del asunto)
Hábiles peronólogos han buscado sin éxito en los discursos de Eva Perón la célebre cita a ella atribuida: ¿dónde y cuándo dijo Eva Perón que “donde hay una necesidad hay un derecho»? ¿Cómo es que no aparece el día, la hora? ¿Y si no hubiera modo de demostrar que esa frase le pertenece a Eva Perón? ¿Sería la cita en cuestión tan bastarda de origen como la propia Evita, que siendo la autora indudable carecería, sin embargo, de los medios para demostrar el lazo íntimo y necesario entre ambas? Hace ya varias décadas un Juan José Sebreli muy distinto al que hoy conocemos escribió un libro -de notorias aspiraciones sartreanas-, en el que vinculaba la bastardía de Eva, su mentado «resentimiento» individual, con el destino de los humillados de todos los tiempos. Un resentimiento “destinado a coincidir, tarde o temprano, con el resentimiento histórico de la clase obrera”. Pensaba entonces Sebreli que “el día que Eva Perón advirtió que no era la única que estaba sola y desamparada, la única que sufría una injusticia, sino que vivía en una sociedad de desamparadas víctimas de alguna injusticia, ese día dejó de ser rebelde, y comenzó a su modo ser una revolucionaria”.
(Vale la pena leer “Eva Perón aventurera o militante”).
Esa última palabrita -«revolucionaria»- tiene quizás algo que decirnos todavía. Puesto que revolución ha significado durante un par de siglos la vía moderna para instituir igualdades y no contamos con ninguna política sustituta para lograr objetivos similares. Entre nosotrxs argentinxs, la última concreción en términos de igualdades sociales provino del sentido emanado de aquella cita. Por lo que haríamos bien en reconocer en ella el ímpetu de la última revolución triunfante. No por nada John W. Cooke decía del Perón derrocado en el 55: fue el líder de la revolución democrático-burguesa. Luego de eso, no hubo triunfos revolucionarios entre nosotrxs.
(Sobre el problema de la relación entre peronismo y revolución, existen ensayos extraordinarios y divergentes como “Perón entre la sangre y el tiempo”, de León Rozitchner y “Perón, reflejos de una vida”, de Horacio González )
La máquina de demolición de la igualdad apunta en el extremo a liquidar toda realidad de los cuerpos mismos. La derecha argentina, en su tentativa final por quebrar la última consistencia -como sentido de dignidad capaz de animar resistencias- apunta al último residuo resistente que anida en el imaginario de una nación. Donde hay una necesidad hay un derecho. O en una enmienda levemente spinozista: donde hay una necesidad debe hacer un poder capaz de sostener un derecho. Necesidad y derecho se concretan en un poder. Donde sólo rige el derecho a acumular capital sólo hay destrucción de derechos.
(Sobre la relación entre necesidades, derechos y contrapoderes, habrá que seguir estudiando “El tratado político” de Baruch de Spinoza, y el “Manifiesto comunista” de Carl Max y Fredrich Engels)

El Colón se vistió de Evita // Moro

Lunes 25 de Julio. El Colón se vistió de Eva Perón, con sus formas plasmadas en figurantes que posan por el lugar escaleras arriba, en los descansos, peinados de época, trajes, rosas blancas y un lujo impropio de la actualidad.

En el hall Natalia Oreiro responde frente a las cámaras que se agolpan por tener el mejor plano de su exquisito vestido brillante, emplumado, que resalta una belleza madura de mujer que ha sabido negociar con la vida y las grandes empresas.

Star+ desembarcó en Argentina hace un tiempo y avanzan sus producciones y lanzamientos al paso firme de un gigante capaz de montarse sobre un mito como Eva Perón, recibirnos con copas, bebidas y otras muchas delicias, poner músicos, bailarines y actores a hacer sus gracias y a todos a aplaudir a su CEO que nos habla desde el centro del escenario, garantizándonos que si bien el país atraviesa un pésimo momento, la industria audiovisual no. Incluso asegura ser un gran momento para nosotros. Declara que Natalia Oreiro hubiera hecho este trabajo gratis, pero esta empresa no lo permitiría. Con un micrófono de los que se sujetan en la oreja, con las manos libres, una vos suave, un sonido impecable y un seguidor que recorta su figura de la pantalla con la leyenda “Santa Evita” en medio y Star+ por todas partes, Diego Lerner nos revela que las empresas son el refugio del arte. No es una charla Ted, no es una reunión del Pro, no es una gran serie, pero podría serlo. La mesa está servida, la historia es insuperable, una empresa magnífica se apoderó del mito. Solo resta esperar y posiblemente no pase nada.

 

El primer capítulo de esta serie que estará en pantalla desde hoy en la plataforma de Disney, plantea la historia de Eva Duarte como un policial, donde lo primero que conocemos es el cuerpo enfermo de esta Eva, que muere y a partir de entonces y con su momia como protagonista, el tiempo irá de adelante para atrás y de atrás para adelante entre el mito y la vida, los militares y los militantes. Un periodista que investiga y las variables que se abren entre la verdad y las formas de armar un relato, de construir un mito desde esta época que busca la deconstrucción y refrita todo lo que encuentra a su paso. A la salida se obsequió la novela Santa Evita, escrita por Tomas Eloy Martínez, cuyo primer capítulo se titula: “mi vida es de ustedes”

Política del síntoma, política del trauma. Lo profesional también es político // Lila María Feldman

Hace ya algunos años, la conversación e interlocución con Diego Sztulwark, me llevaron a escribir y publicar en este mismo medio diversos artículos en torno a lo que Diego denominó “Política del Síntoma”. Incluso participamos de una mesa, en la AAPPG, institución de tradición psicoanalítica, para intercambiar sobre ese tema. Podría decir hoy que aquel fue un modo más de enlazar política y psicoanálisis, una de las preguntas que animaban el trabajo de pensamiento era la siguiente: ¿Qué tiene el psicoanálisis de político? Y otra de ellas era: ¿cuál es la potencia cognitiva y política del síntoma?

Algunas de esas preguntas e inquietudes habían aparecido para mí tiempo antes, de la mano de un manojo de textos que di en llamar la serie de la revuelta, también publicados aquí, en las páginas de Lobo Suelto.

Hoy, algunos años después, algunos textos después, nos encontramos con un conjunto de grupos y colectivos de trabajadorxs del campo de lasalud mental, en torno a ¿nuevas? batallas e interrogantes. Puedo narrarlo de diferentes maneras, incluso hay dos textos de autoría colectiva que hablan de ello (Acerca de los abusos y violencias en el campo psicoanalìtico, parte I y II). Puedo decir que lo que nos impulsa a escribir, a discutir, por cierto mucho a lo largo de estos días, son los silencios y complicidades en nuestro campo profesional, respecto de prácticas abusivas y violentas dirigidas a pacientes, alumnxs y colegas.

Es tiempo de ampliar la pregunta por el síntoma, pregunta que aún resuena –parece- para muchxs de nosotrxs. La política del síntoma como puesta en discusión y combate de lo neoliberal, y toda su corriente normativizante, adaptacionista, colonizante de las subjetividades. Porque –en cambio- no resuena tanto la pregunta por el trauma y sus políticas en el campo de la salud mental. Entonces diría: ¿Cuál es la potencia cognitiva y política del trauma? ¿Cuál es su potencia desarticulante del mando neoliberal y también de lo patriarcal, régimen de opresión por excelencia? no sólo el trauma que ocurre por fuera de nuestro campo e ingresa en él en busca de asistencia, tratamiento y alivio- sino el trauma que ocurre dentro del mismo- en nuestras propias aulas, consultorios, instituciones. De esos traumas se habla menos, se habla poco, se calla bastante, se silencia un montón, se traman complicidades destinadas a su eliminación, sanción y olvido. Llamativa paradoja, ya que lo propio de nuestro campo es el trabajo con lo reprimido, con los silencios, con los diversos modos en que retorna lo traumático, generando tantos sufrimientos. 

Me quiero detener en esa idea: política del trauma. Es decir, ¿qué hacemos con los traumas que nos conciernen? ¿consideramos que se trata de situaciones aisladas y singulares, excepciones que les tocan a algunas pocas personas? Sabemos que ocurren a la vista de todos, no únicamente ahora sino ya hace mucho, y que no se trata de situaciones de excepción. El trauma no es personal o individual, es personal y colectivo, daña a quien lo padece en nombre propio y a todo un tejido social, sus destinos varían de acuerdo a lo que suceda con él: no es lo mismo que se lo aloje y nombre a que se lo acalle, ignore o reprima. En torno al trauma se despliegan determinadas políticas. El trauma es el efecto de un daño que una persona ejerce en otra, pero lo traumático también se sostiene y expande en sus condiciones de posibilidad y sus condiciones de impunidad. Quienes abusan y violentan no son únicamente personajes marginales sino que, muchas veces, son los hijos sanos (y hegemónicos) de nuestro campo profesional. Quienes silencian siguen siendo mayoría.

La historia de nuestro país cuenta con valiosas y dolorosas experiencias en cuanto a políticas del trauma. Los organismos de Derechos Humanos, con su política de Memoria, Verdad y Justicia. La Ley de Salud Mental (26657) y la creación del Órgano de Revisión, instaurando y colocando en primer plano la perspectiva de Derechos en nuestro campo, frente a las prácticas manicomiales que los vulneraron y aún vulneran, porque esa batalla no ha terminado. Un presidente democráticamente elegido que ha pedido perdón en nombre del Estado Argentino, por los crímenes de la última dictadura cívico-eclesiástico-militar, que lo ha implicado. Son algunos ejemplos y marcas históricas con las que contamos. Los feminismos y sus arduas batallas y conquistas abrieron y siguen abriendo caminos. El Ni una menos, Thelma Fardin y el Mirá como nos ponemos, también ampliaron el coraje y el valor de narrar, ampliaron el territorio de lo narrable. Construyeron políticas de la palabra y la acción en torno a las violencias y abusos patriarcales. En otros países, por ejemplo en Finlandia, la Sociedad Psicoanalítica (SPY) pide muy recientemente disculpas en una declaración pública, por su participación o contribución a la estigmatización y sufrimiento en personas pertenecientes a minorías sexuales y de género. En nuestro país las llamadas “terapias de conversión” también generan estragos. Más cerca, o incluso dentro del psicoanálisis, perviven las prácticas hegemónicas estigmatizantes, y repetidoras de conceptos que ya deberían ser obsoletos, patologizantes, por ejemplo, de diversidades. 

Tenemos mucho camino por delante en cuanto a la política del trauma. Algunas alzamos la voz, nos agrupamos, conversamos en instituciones y con referentes de nuestro campo, recibimos pedidos de ayuda y escucha, son incontables los relatos de abusos y violencias ejercidos en instituciones de salud mental, consultorios privados, etc. Pero quiero señalar además, ya que la política del síntoma ha generado afortunadamente y sigue generando mucho interés en compañerxs y colegas, que es tiempo de poner en valor la pregunta y el trabajo de pensamiento en torno a la política del trauma y las acciones visibles o no visibles que genera, es tiempo de discutir la cofradía que confina el trauma al silencio y el amparo de la complicidad; es tiempo de discutir la falta o déficit de regulaciones con las que aún no contamos, para nuestro ejercicio profesional. 

El psicoanálisis ha dedicado libros, páginas, congresos, horas y horas a hablar de trauma. Sabemos que el trauma necesita de –al menos- dos tiempos, y sabemos que lo que se hace con el trauma importa. El trauma retorna y reclama elaboración, memoria, reparación, reclama ser alojado, nombrado, reclama ser pensado tanto en sus dimensiones singulares e individuales como colectivas. El trauma en nuestro campo nos implica, nos demanda, lo sepamos o no, lo nombremos o no. De nuestra política del trauma también somos responsables.

IMAGEN: Un alambre de voz de Claudia B. Greco

 

La organización contra lo organizado (la maldición de Jean Valtin)* // Amador Fernández Savater

La historia la cuenta Jean Valtin en su ficción autobiográfica La noche quedó atrás: en los años 20 del siglo XX, el contrapoder obrero en Alemania radica en el puerto de Hamburgo. Allí se desata una nueva huelga que paraliza el país entero, pero el servicio de orden del PC da la consigna de descargar tal y cual barco… porque son rusos. Los rojos se vuelven amarillos a fuerza de ser rojos. Jean Valtin, marino mercante, revolucionario profesional adscrito a la III Internacional, corazón aventurero pero fiel al partido, se traga las contradicciones y obedece, contribuyendo a romper la huelga.

¿De qué nos habla esta historia? La organización, cuando piensa y decide desde criterios exteriores a las luchas concretas, cuando se eleva por encima de las situaciones efectivas y calcula desde hipótesis abstractas, se vuelve contra lo organizado. ¿Y qué consigue, en nombre de una supuesta eficacia? En Alemania, como en España en 1937, la neutralización de las luchas concretas, aquí y ahora, sólo prepara la ascensión y el advenimiento de lo peor.

Donde hay poder, hay resistencia

Las resistencias se despliegan siempre en lugares concretos: podemos pensarlas como puntos de potencia. Por un lado, interrumpen las lógicas de funcionamiento cotidiano de la dominación: limitan, estorban, obstaculizan, detienen, frenan la reproducción y la expansión de los distintos poderes. Por otro afirman, en sus mismos gestos, otra manera de estar, otra relación con el mundo, otras prácticas de vida: nuevas posibilidades de existencia. La resistencia es, a la vez, una acción concreta de interrupción (de lo mismo) y de afirmación (de lo otro).

Cada resistencia -cada huelga, cada conflicto, cada situación de lucha- está siempre organizada, de acuerdo a sus necesidades, al terreno en el que se desarrolla, a sus circunstancias. No podemos imaginar ninguna lucha meramente “espontánea” en el sentido de que carezca de organización; la espontaneidad es más bien la facultad de ajustar las maneras de hacer a ritmos, lugares y coyunturas específicas, en lugar de aplicar modelos previos. Es la capacidad de improvisar, desde una memoria del cuerpo.

Pero cuando hablamos de “organización” solemos referirnos, no tanto a la trama de cada resistencia, como a la posibilidad de articulación entre ellas. ¿Es posible concebir modos de articulación entre prácticas -siempre diferentes, siempre concretas, siempre específicas- que escapen a la maldición de Jean Valtin? Es decir, ¿es posible un tipo de organización que no sacrifique los puntos concretos de resistencia en favor de hipótesis abstractas? 

El pensamiento dominante sobre la organización

Las características principales de la idea clásica de la organización son dos: la verticalización (debe haber una dirección política) y la concentración (la unidad se consigue por homogeneización). Las dos remiten al imaginario tradicional de la eficacia, cuyos postulados están arraigados profundamente en el pensamiento occidental: por un lado, los que saben deben mandar sobre los que no saben; por otro, la diferencia es un obstáculo para tejer lo común.

Ya sea política, militar o productiva, la organización clásica se piensa en un esquema todo-partes: la dirección posee la “visión del conjunto” y ordena las partes (las diferentes realidades) de acuerdo a un plan, a una finalidad, a un proyecto general. Es un pensamiento arquitectónico de la organización: sólo hay consistencia siguiendo el esquema todo-partes. Sin cabeza o centro soberano -sea Estado o vanguardia, jefe de fábrica o de partido, comité central o dirección política- sólo hay “desorganización”, “dispersión”, “fragilidad”, “fragmentación”, etc.

Organizar, de ese modo, es sinónimo de reducir: recortar y someter. Reducir lo diverso a partes de un todo, someter lo que no encaja en la forma establecida. Reducir lo diverso puede hacerse en base a algún tipo de elemento trascendente: ideología, relato, Causa. El cemento de la unidad será entonces la fe, la creencia, el sentido de pertenencia, la identidad. Someter lo que no encaja se hace mediante un esfuerzo constante de homogeneización según una lógica binaria: dentro/fuera, amigo/enemigo, mismo/otro. El pan nuestro de cada día en cualquier organización convencional: purgas y exclusiones, reforzamiento de la identidad del “nosotros” contra los “otros”.

La idea tradicional de organización considera la diferencia y el cambio como obstáculos. Aquello que es concreto y singular, que se expresa aquí y ahora, debe subordinarse a una línea política que jerarquiza entre lo prioritario y lo secundario tanto en el tiempo como en el espacio: contradicción principal, eslabón más débil, revolución por etapas. Esa es la maldición de Jean Valtin. ¿Podemos pensar de otro modo?

La fuerza de los débiles

¿Dónde reside la fuerza de los débiles? La fuerza de los que no tienen ningún poder: dinero, armas, tecnologías de punta, etc. Podemos afirmar lo siguiente, a partir de los ejemplos históricos de algunas guerrillas y movimientos sociales: la fuerza de los débiles consiste en convertir los modos de vida en modos de lucha.

En lugar de entrar en la guerra en espejo, partir de lo más propio. En lugar de copiar las maneras de hacer del adversario, pensar con autonomía. ¿Qué tiene quien no tiene ningún poder? Básicamente su forma de vida: una serie de afectos, de vínculos y de territorios.

Primero, los afectos: lo que nos mueve, lo que nos importa, lo que hace que la vida merezca la pena. Lo que llamamos creencias, valores, apegos, etc.

Ya hace siglos, en sus crónicas sobre las guerras médicas, Heródoto se pregunta: ¿cómo es posible que un puñado de griegos hayan conseguido batir a los inmensos ejércitos persas? Y responde: los griegos pelean por su ciudad, mientras que los soldados persas están a kilómetros de casa, motivados sólo a punta de látigo.

Los afectos son el “plus” capaz de desequilibrar las relaciones cuantitativas de fuerza, de provocar lo imprevisto, el “milagro”. Es lo que se denomina, en el pensamiento estratégico y militar, el “elemento moral de la guerra”. El elemento determinante, decisivo, que pone los cuerpos en movimiento.

Segundo, los vínculos. Toda una trama compleja que enlaza a las personas unas con otras, que las comunica mediante hilos invisibles, que hace que se importen entre sí, que las teje en una madeja de vida compartida.

“No hay maquis sin casa que lo acoja” dice mi amigo Juan Gutiérrez. El “partisano” no es nada ni nadie sin la infraestructura afectiva que lo sostiene. Es sólo punta de iceberg, espuma de una ola de fondo, pez en el agua. Su fuerza pasa por formar parte de una red de complicidades: lazos de apoyo mutuo, de solidaridad, de empatía, de simpatía.

Por último, los territorios. No tanto el medio que nos rodea, como el mundo que nos constituye, nos hace y deshace. Lugares vivos, con sentido y vibración propia, donde trabajamos, habitamos, amamos, crecemos, morimos. Espacios habitados que conocemos como la palma de nuestra mano porque son parte de nosotros mismos (y viceversa). Somos los territorio en los que luchamos -y por los que luchamos.

La fuerza de los débiles pasa, en última instancia, por el amor: amor por modos de vida cuya desaparición nos resulta insoportable; amor por los otros que son prolongación de nosotros mismos; y amor por territorios habitados (y que nos habitan). El único verdadero materialismo consiste en los afectos.

¿Dónde se cocinan las formas de vida que en un momento dado, catástrofe o insurrección, se tensan políticamente? En la vida cotidiana misma, en la reproducción diaria de lo común. Aquel grupo de amigos se coordina para acudir a una manifestación, el rastro afectivo que dejó aquella fiesta sirve para comunicar un mensaje de solidaridad, las mujeres que quedaban para coser juntas empiezan a preparar una acción. Los saberes, los vínculos y las experiencias se activan políticamente.

Lo político, así pensado, no es un lugar (parlamento o centro social), sino una temperatura a partir de la cual se produce la alquimia, una temperatura que no se repite, sino que es que es cada vez. Lo político es la intensificación de lo (supuestamente) “no político”. Justo aquello que suele pasar desapercibido a las miradas políticas tradicionales.

La maldición de la exterioridad

Pensar la organización al modo convencional, en espejo, conduce a construir una cuerpo separado de la vida cotidiana y las formas de existencia. Como un ejército o un partido, lugares artificiales (productos de síntesis) despegados de la materialidad de los afectos, los vínculos y los territorios. El buen militante de partido, como el buen soldado, vive escindido: entre lo cotidiano y lo político, entre el deseo y el deber, entre los afectos y los compromisos. No extrae su fuerza de las formas de vida, sino de su compartimentación.

Se puede pensar como un partido por fuera de los partidos. Por ejemplo, cuando hablamos de la autonomía como un área: “el área de la autonomía”. Ese “área” ya puede ser más grande o más pequeña, da lo mismo, será siempre un gheto. ¿Por qué? Espacializar la autonomía la reduce a una identidad con borde duro hacia fuera. Ya no somos parte de un tejido afectivo, sino que el otro se concibe como pieza de mi plan, de mi causa, de mi proyecto. Llegar a la gente en lugar de ser la gente. La mentalidad instrumental mata la fuerza (amorosa) de los débiles.

La autonomía no es un espacio, sino un rasgo potencial de sujetos sociales que emergen. Una potencia accesible a cualquiera. Autonomía no son “los autónomos”, los que profesan tal ideología o exhiben cual identidad, sino cualquier práctica -siempre puntual, local, parcial- de singularización con respecto al todo social capitalista: invención de otros modos de desear, de estar, de pensar, de nombrarse, etc. Autonomía es autonomización (un proceso) o no es nada. Esta autonomía circula, no se localiza, sino que pasa de un sujeto a otro, de un lugar a otro. Y la organización es precisamente el arte del pase, del pasaje, del pasar.

Organizar es un verbo

¿Y si en lugar de pensar en “construir la organización” pensamos en “organizar”? Más en un verbo, una acción, una práctica; menos en un sustantivo, una sustancia, una esencia. Una función: algo que se hace, no importa quién, no importante dónde. Aquí y ahora, una y otra vez, nunca igual. No un producto acabado, sino un proceso interminable.

La organización no “es”, sino que “está”: se hace. Si no se hace, no “es”: no existe independientemente de nuestro hacer. Como la amistad o el amor que no deviene matrimonio, institución. Sin ese hacer constante, sin ese tejer permanente, queda en todo caso una huella, un registro, una latencia: contactos, infraestructuras, experiencias vividas en común, afectos. Pero se trata de un depósito que siempre hay que actualizar mediante una nueva acción; renovarlo, refrescarlo y recrearlo.

Organizar es la práctica de enlazar situaciones siempre singulares (no partes de un todo). Cada uno de los enlaces es una creación también singular: un vínculo no automático, que no se puede presuponer, sino que es siempre concreto y específico. Un vínculo no instrumental, sino cómplice. Por ejemplo entre tal centro social y cual AMPA de un colegio cercano, en torno a una necesidad concreta y compartida. Entre fuerzas que se afectan unas a otras, se atraen, se gustan. La amistad entre singularidades sustituye a la síntesis entre equivalentes típica de la organización convencional.

Organizar es el arte de suscitar encuentros, conexiones entre resistencias concretas. No necesariamente entre lo mismo y lo mismo (un centro social y otro centro social), sino entre lo mismo y lo otro (un centro social y un AMPA). Hay acontecimiento político cuando lo mismo se encuentra con lo otro, cuando se transgreden las fronteras sociales (geográficas, ideológicas, espaciales). El cemento de este tipo de vínculos es la afinidad sensible: los amigos lo son por la piel, no porque compartan abstracciones.

Poner en circulación

Organizar es poner en circulación. Promover lo común entre diferentes, lo compartido entre singularidades. Para sortear la alternativa infernal entre centralización y fragmentación. ¿Qué puede ponerse en circulación? No hay respuesta cerrada o única, siempre podemos imaginar y añadir nuevas posibilidades.

Se pueden poner a circular saberes: función de investigación y transmisión. Algo que ha funcionado aquí, se registra y comunica de modo que pueda servir allí. No como receta que imitar, sino como inspiración a recrear. Historias, reflexiones, imágenes, balances de experiencia… Organizarse es también compartir narraciones, construir un fondo común de narraciones a disposición de cualquiera, historias que pueden vincular el pasado y el presente, dos presentes, etc.

Se pueden poner a circular afectos: función de encuentro. Suscitar momentos concretos de cooperación, de fiesta, de lucha, de pensamiento, de vida compartida. Salir de sí al encuentro del otro, como aventura, como exploración, como viaje, no para captar, convencer o sumar. Encuentros que no tienen que tener necesariamente finalidades a priori, porque del propio encuentro surgen ganas y objetivos nuevos. Encontrarse y ver qué pasa, qué late, qué onda.

Se pueden poner a circular ficciones: función con-fabulatoria. ¿Cómo pueden estar juntos los que no están (físicamente) juntos? A través de fábulas, ficciones comunes. Si la ideología y la identidad tienden a la rigidez y al cierre, la ficción y la fábula permiten su alteración permanente. Seguir contándose y seguir haciéndose. Pensemos en el nombre 15M: un “paraguas” que permitía resonar a muchos y diferentes, conocerse y reconocerse, sentirse parte de lo mismo sin necesidad de ser idénticos. La ficción no delimita un adentro y un afuera, sino que es un nombre abierto en el que cualquiera puede contarse. Una contraseña que habilita nuevas complicidades.

Conspirar

Conspirar significa literalmente respirar juntos. Contra la asfixia de un mundo cada vez más inhabitable, conspirar es darnos lo que necesitamos para vivir ya la vida que queremos. Organizarse es conspirar: estar, pensar, festejar, cooperar, encontrarse. Poner a circular, en medio del desierto capitalista, una abundancia de saberes, de recursos, de afectos, de historias, de relaciones.

Habitar y poblar, hacer crecer los mundos que ya somos. No reducir, como en la organización tradicional, sino multiplicar. Los puntos de potencia, los vínculos entre ellosNo por cálculo, fuerza de voluntad u obligación ideológica, sino por resonancia vital y alegría de los encuentros, siguiendo líneas de incremento de la potencia, de las capacidades de pensar y de hacer. 

Organizarse es, finalmente, “unir los puntos” de resistencia. Pero no como en aquel juego infantil donde los puntos se unían según una lógica predeterminada que revelaba finalmente una figura previa. Aquí hay líneas múltiples, que funcionan en cualquier dirección. Ningún enlace es igual a otro. Cada uno requiere una escucha sensible y un trabajo artesanal. La figura común que aparece es irreconocible, nunca vista. Y está en construcción permanente.

Modos de tejer lo común entre pedazos heterogéneos, sin patrón previo, sin necesidad de formatear y reducir, de encajar todos los fragmentos en un mismo molde, sino tejiendo el patchwork infinito a partir de los hilos de la simpatía y antipatía entre los puntos. Sin necesidad de centro, de cabeza soberana, de frontera dura entre dentro/fuera, sino en reciprocidad y acefalía. Confiando en la capacidad de pensar de cada fragmento y en la posibilidad de un pensamiento pluralde un comunismo de las inteligencias.

 

* Redacción de las notas que han servido para introducir y disparar tres debates sobre organización: en La Villana (Madrid, marzo 2022), en La Ingobernable (Madrid, abril 2022) y en Gaztetxe Txarraska (Basauri, mayo 2022). ¡Gracias Andrés, Dani, Assiatu y Laura por las conversaciones!

CONTRACULTURA

La No Sufras. Amistad (fragmento) // Diego Valeriano

Somos amigos porque tenemos esta manija, porque no entendemos, por pura necedad. Por cierta necesidad de construir un territorio, no cualquiera, uno cargado de algo nuestro donde casi nada se negocia. Un territorio propio donde buscar el aire necesario para seguir en una. Nuestra amistad, esta que tenemos a veces, esas veces que nos necesitamos, tiene una forma emotiva, amorosa, urgente.  Bien no sabemos para qué sirve. Diego un día nos explica que los amigos y amigas son aquellos con quienes reunimos los ánimos necesarios para huir de nuestro tiempo, entonces con La No Sufras Javo, Ruben, Diente de Lata, Dieguito, los Romi, Sebas, Marquitos, pezones, Laila, San Roque, Maca, Cele, la Ine y varias más fuimos durante un buen rato grandes amigos y amigas. Fue durante un determinado lapso que marcó nuestra piel. Un tiempo  que de tanto andar tuvimos un ejercicio de amistad único e irrepetible. 

Nos hicimos amigos porque sí, de tanto decir pavadas, de tanto reunirnos en torno a ella, de tanto perder el tiempo sin motivo, de tanto andar por ahí. Lo hicimos porque casi no quedaba aire para respirar en ningún lado ¿Acaso hay algo más revelador que encontrar los amigos necesarios para intentar entender todo este garrón, este tiempo, esta vida? Pavear, desertar, darnos ánimo, ser cómplices, sufrir juntos, estar siempre que podamos, extrañar a Marquitos. Amarnos de la manera más genuina que se puede hacer. Segundearnos. 

Recuerdo ese tiempo, esos ratos, ese momento donde todo parecía explotar, donde la alegría se apoderaba del cuerpo en cada encuentro. El San Martín, guardias de hospitales, la calesita de Bella Vista, la estación vieja de Sanmi, los campamentos en el INTA.  Lugares absurdos donde festejar la amistad, donde poder volver a respirar, donde no sentirse tan ahogados, tan giles, gatos, pollo. Lugares donde poder releer cosas, planear pavadas cercanas al desquicio, inventar algo, curar heridas, saber que no estábamos solos. No siempre estuvimos a la altura de esta amistad, no siempre pudimos con nuestro desconcierto, con toda esta angustia, con la necesidad de huir, con nuestras mentiras, con las traiciones.

Cómo se suministra el premio literario // J. R. Wilcock y F. Fantasia

Cada autor es acostado sobre una cama, en un colchón un poco duro, con la cabeza levemente elevada y un almohadoncito bajo la panza, las piernas semiflexionadas, abiertas, la camisa levantada hacia el esternón, las piernas semicubiertas. Los autores deberán respirar tranquilamente, relajar los músculos, dejar hacer con serenidad. Entre las piernas, tendrán una chata.

Después de un intervalo de consultas, el jurado toma el premio literario, bien lubricado, lo inserta improvisadamente en uno de los autores y lo hace avanzar con dulzura. El premio procede, por lo general, sin dificultad por 10-12 centímetros. Si se advierte una resistencia, se retira el premio, se lo agita ligeramente y se lo vuelve a empujar con delicadeza, imprimiendo al autor algún movimiento de rotación, hasta alcanzar la total premiación.

Los otros autores mientras tanto pueden volver a vestirse. Después de la operación, el premio literario es cuidadosamente lavado, secado y guardado.

 

* Traducción Manuel Ignacio Moyano

Autorización ignorante // Pablo Hupert

 

Introducción.

¿Por qué nos interesa la autorización? La cuestión es, como decía el texto de Noé Jitrik,[2] que la autorización es un pasaporte para andar por la vida, y no podemos andar sin ese pasaporte. De alguna manera, para hacer cosas entre otres (y siempre estamos entre otres), tenemos que validar lo que hacemos, validar lo que decimos. ¿De dónde puede surgir esa validación, esa habilitación? De la autoridad, pues la autoridad no solo conmina al subalterno a hacer ciertas cosas, sino que también lo reconoce, lo legitima; la autoridad no solamente manda sino que también, dice Revaultd’Allonnes, crea un espacio para la convivencia. Entonces la validación la podemos tomar como un problema de qué legitima la autoridad, qué aprueba la autoridad, o podemos tomarla como un problema para la convivencia, y esto es lo que nos interesa: el vivir juntes, el lazo, y no el mando. ¿Cómo validamos lo que hacemos en el vivir juntes y cómo la colectividad valida sus necesidades ante sus integrantes?

El tema que tratamos hoy es la autorización ignorante. Veíamos ayer que, dado el agotamiento de la autoridad clásica, nos encontramos con que no sabemos cuáles son las formas de validación (validación del que supuestamente tiene la autoridad y validación del que supuestamente es un subalterno). Por ejemplo, cómo se valida un padre y cómo se valida un hije; vieron la frase que nos traía Beatriz Greco de Revault: «comenzar es comenzar a continuar, pero continuar es también continuar comenzando».[3] Ahí el tema era cómo autorizar a los recién llegados a emprender cosas nuevas, cómo habilitarlos.

En la siguiente diapositiva está resaltado en amarillo lo que más nos interesa en esta idea de autorización ignorante: La validación en el vivir juntes, la validación del vivir juntes. La cuestión no es solamente cómo validar a los nuevos o recién llegados, sino cómo validar a les pares, a les iguales por parte de les iguales.

 

En esta diapositiva esquematizo el problema de la validación de lo que autoriza. Ya no me refiero al subalterno validado por el reconocimiento de su autoridad sino a la fuente de validación de esta autoridad. En condiciones contemporáneas, la validación se presenta como un problema, en su dimensión de validación de la autoridad y en su dimensión de validación en la convivencia: esto último es lo que más nos interesa. Y esta validación o bien puede ser por una trascendencia, y acá ubicamos a Arendt y a Revault, o bien puede ser por una no-trascendencia, y acá ubicamos a Lewkowicz, a Rancière, a Barylko, entre otros. Si es una trascendencia, esa trascendencia tiene que ser un valor dado, un valor moral, un saber que viene a priori, que viene dado y viene desde las generaciones anteriores. En Roma validaba la fundación de Roma. En el cristianismo validaba la resurrección de Cristo. Los modernos validaban invocando el progreso indefinido y la resolución de todos los problemas sociales y humanos en el futuro. Pero en todos los casos había un saber a priori de qué validaba. Ahora bien, esto –validar por un saber previo, por una trascendencia– es difícil en tiempos en que los saberes de las generaciones anteriores están todo el tiempo siendo destituidos, relativizados, convertidos muchas veces en inoperantes, en obsoletos. Si la validación es por una no-trascendencia, es decir, por algo que está en la inmanencia, acá ya tenemos que ver las prácticas, los actos, los gestos éticos; y también los vestigios de autoridades clásicas. Pero cómo se van a combinar estas cosas, a priori no se sabe; y esto es el asunto en la inmanencia. Por supuesto que acá, en esta forma no-trascendente de validación, no estamos en lo que veíamos ayer en el orden sin autoridad:[4] la gestión de la convivencia sin autoridad, quizás con autoritarismo, pero sin autoridad legítima. Lo que veíamos en el orden sin autoridad era que la autoridad se presenta más como anhelo que como realidad. En todo caso, lo que quiero plantear es la disyuntiva política que se nos presenta en lo que hace a la forma de encarar el problema de la validación de la autoridad:

 

En la reunión anterior vimos la respuesta policíaca o dominadora al problema del vivir juntes en condiciones de crisis de autoridad: el orden sin autoridad. En la reunión de hoy veremos la respuesta ético-política o emancipadora: la autorización ignorante o la terceridad inmanente. Y nos encontraremos con que en este camino la fuente de validación de la autoridad y los validados por esa fuente coinciden, de manera que la autoridad no sojuzga sino que habilita, al validar, la expansión de la potencia.

Me voy a meter hoy en formas no trascendentes de validación de/en la convivencia. Tenemos a Lewkowicz, a Barylko y a Rancière: Lewkowicz con la idea de compartir un problema en el texto “Ética de la transmisión y transmisión de la ética”, pero también en la idea de una existencia por nosotros; Barylko con la idea de aplicar la genialidad al arte del vivir y el mirarnos mutuamente, el dialogar; Rancière con la verificación ignorante de la igualdad de las inteligencias. Por supuesto, podríamos encontrar otras maneras, pero yo les traigo estas que acabo de mencionar.

La autoridad clásica tenía un rasgo fundamental que era el siguiente: sabía. Así como estaba ligada a una fuente trascendente, sabía qué era necesario para la vida; esto si hablamos de educación es claro, pero también si hablamos de política: los que estaban en el gobierno sabían qué era necesario para hacer valer el contrato social. En este sentido representaban, y acá hay otra crisis que es la crisis de representación. Entonces se les hace muy difícil a las supuestas autoridades ser reconocidas cuando no saben qué es necesario para la vida o para respetar el contrato social, qué es necesario para la convivencia.

Florencia: -¿Un ejemplo de aquellos que antes sabían que era necesario y ahora no?

-Veíamos cuando leíamos los manuales escolares del siglo XX, en ese texto de Paola Gallo, los adultos, fueran padres o maestros, sabían qué necesitaban los niños para entrar al mundo adulto; en el caso de la política las autoridades sabían qué había que respetar, sabían interpretar la voluntad general, sabían hacer valer la constitución, etc. Hoy en cambio parece que cada día hay que inventar de nuevo la legitimidad. Como dijo una vez Horacio González, hay que legitimarse cada día, y cada día vale un año, con lo cual quería decir que la legitimidad estaba tambaleante.

Jorgelina: -Pensaba inclusive Pablo que nuestro sistema democrático es representativo, y si uno dice que cae la representatividad hasta podríamos repensar cómo sería en la actualidad, si esas personas no nos representarían.

Bueno, en El Estado posnacional sugiero que en vez de representar voluntades, de representar la voluntad popular, se gestionan ad hoc los problemas de la gente, hay que resolverlos; el político se legitima cada vez que resuelve un problema, y se deslegitima cada vez que no lo resuelve: por ejemplo, cuando los periodistas dicen «alguien debió prever», que iban a aumentar los delitos, «¿cómo no pusieron más patrulleros?».

En otra época (esta es la tesis de Ignacio Lewkowicz) el Estado-nación les daba suelo tanto a las relaciones políticas como a las relaciones familiares: a las diversas instituciones. Hoy la pandemia se ha convertido creo en algo que es fuente de deslegitimación constante, porque los gobiernos se ven deslegitimados si no cuidan a la población, y se ven deslegitimados si la cuidan demasiado; y siempre es posible decir que los cuidados son demasiado pocos, y siempre es posible decir que los cuidados son demasiados. Si depende del ánimo del periodista o del comentarista en las redes sociales (que puede no ser un periodista, puede ser cualquiera de nosotres), entonces no hay una fuente trascendente de validación y legitimación.

Todo esto era para decir que el saber hoy no es capital de las autoridades, no es patrimonio de las autoridades. Según Kojève,[5] encontramos que hay cuatro tipos puros de autoridad: el padre, el jefe, el amo y el juez. Salvo en el amo, en el resto tenemos una legitimidad que viene por su saber: el padre sabe sobre la tradición, sobre el origen; el juez sabe sobre la justicia; y el jefe sabe sobre el futuro, porque el jefe es el que pone un proyecto. (En el amo no hay un saber; el amo es amo porque ha derrotado al esclavo en batalla y lo ha sometido; pero nos interesan las relaciones de autoridad entre humanes jurídicamente libres; es decir, relaciones donde la validez de la autoridad dependía de un saber.)

El asunto entonces es cómo validamos la convivencia sin tener un saber sobre los modos de vivir y convivir adecuados para nosotres ni una fuente de donde pueda beber su validez ese saber.

Una autoridad ignorante.

Y aquí quiero hablar del maestro ignorante. Rancière encuentra en los archivos obreros de Paris a este maestro, Jacotot, que en las décadas de 1820, 1830, inventa lo que él llamo Método Universal, que es una forma de educar sin que el maestro sepa de antemano lo que el aprendiz tiene que aprender. Jacotot había participado de la Revolución Francesa, había sido diputado, había sido maestro también de soldados, pero en 1815, cuando cae Napoleón, tiene que exiliarse a los Países Bajos. Ahí lo recibe el rey y le da un lugar en la universidad de Lovaina para enseñar literatura. Eran estudiantes que no hablaban francés mientras que él tampoco hablaba holandés. Entonces encuentra que acababa de salir una edición bilingüe de un clásico griego, Telémaco. Se lo indica a los estudiantes. Llegados a la mitad del libro, les pide que resuman en francés lo que pudieron leer de Telémaco. Para su sorpresa, les alumnes escriben en francés muy bien. Entonces Jacotot se pregunta cómo aprendieron sin la necesidad de una explicación. Y a partir de esta sorpresa, va a desarrollar un método de enseñanza donde el maestro ignora la materia que enseña y no recurre a la explicación para enseñar. O, más todavía, el estudiante puede aprender lo que no sabe el maestro; solo tiene que quererlo.

Jacotot dice ‘el estudiante puede encontrar que la primera palabra es distinta a la segunda; puede comparar lo que sabe, las formas de las letras, con el sonido.’[6] El libro comienza diciendo “Calipso no podía consolarse…” El estudiante puede comparar el sonido Calipso con las letras “Calipso” que están en la página. Después puede comparar el sonido no con la palabra “no” que está en la página. Puede comparar a su vez el “no” con “Calipso”. ‘De esta manera’, dice Jacotot, ‘el estudiante va de lo que sabe a lo que no sabe,’ y este recorrido es diferente al recorrido explicador que hace la pedagogía tradicional. En la explicación, el aprendiz va de lo que no sabe él a lo que sabe el maestro, y así el estudiante no tiene que usar su inteligencia. Esto es lo impresionante de Jacotot. El maestro ignorante es un libro hermoso, a los que nos interesa la educación nos deja viendo las estrellas de alguna manera porque uno se pregunta cómo puede aplicar el método ignorante y hacer que les estudiantes sigan el camino de la inteligencia; en seguida explico qué quiere decir esto. Jacotot dice que, cuando los niños aprenden a hablar, aprenden yendo de lo que saben a lo que no saben, y cuando los genios descubren cosas, también van de lo que saben a lo que no saben. De esta manera, lo que todo ser humano puede hacer es comparar lo que encuentra con lo que ya sabe, y en este cotejo de lo que encuentra con lo que ya sabe, descubre lo que no sabe, y, traduciéndolo a les demás, lo aprende. El maestro lo que tiene que hacer es asegurar que el estudiante siga en ese camino de ir hacia lo que no sabe y compararlo con lo que ya sabe. Jacotot cuenta que de esta manera también unas mujeres aprendieron derecho, aprendieron a litigar. Parece que lo aplicó para la música y la pintura también. Pero lo importante a retener, me parece, es que si vamos de lo que sabe el estudiante a lo que sabe el maestro hay desigualdad porque el maestro siempre es el que le dice al estudiante ‘yo administro la manera en que utilizas tu inteligencia; ahora acabás de entender, pero hay otros contenidos que los he guardado para más adelante.’ De esta manera el aprendiz siempre se ve en el supuesto confirmado de que sabe menos que el docente y que no puede aplicar el método que aplicó cuando aprendió a hablar. Une dice ‘cuando yo llegue al saber que tiene el maestro voy a ser igual al maestro’. Y Jacotot responde que la idea de progreso supone eso, pero siempre hay alguien que sabe más que el maestro, siempre hay un maestro del maestro, o un libro puesto en el lugar de maestro, y esto creo que pasa hoy con la capacitación continua. Ya lo estarán viendo: nunca terminamos el recorrido explicador; siempre hay un contenido más que nos debe ser explicado y que justificará nuestro atontamiento. Porque Jacotot también decía que el método explicador es el método del atontamiento, pues impide “que una inteligencia se revele a sí misma”, es decir, la sojuzga.

 


En la izquierda de la diapositiva vemos el método que Jacotot llama “explicativo” o “atontador”. O también “el viejo método”. Como lo que predomina es la explicación, siempre el alumno va a saber menos que el maestro. El camino va a ser desde lo que sabe el alumno, a lo que sabe el maestro. Cuando el alumno llegue a donde estaba el primer maestro, se le va a poner un segundo maestro encima nuevamente. El maestro le explica al alumno, entonces el alumno progresa, y al maestro también, le explica otro maestro, o le explica un libro; se sigue una escalera del progreso, pero nunca se llega al punto en que se dice que la inteligencia del maestro es igual a la inteligencia del alumno, porque ambos son capaces de ir de lo que saben a lo que no saben. Todos los aprendices quedan en una sujeción intelectual. A la derecha vemos otra forma de enseñar, la enseñanza de Jacotot, que Rancière llama “el círculo de la potencia”. De lo que se trata, dice Jacotot, es de aprender como aprendieron les niñes. Nadie les explicó cómo hablar el lenguaje que hablan, y sin embargo fueron de lo que sabían a lo que no sabían. Se trata de aprender una cosa y relacionar todas las demás con la cosa aprendida.

Les leo un poco del libro de Rancière: El fundador -es decir, Jacotot- entra en escena con Telémaco, un libro, una cosa. ‘Toma y lee’ le dice al pobre.» Los pobres no podían ir a la escuela, Jacotot les enseñaba a los pobres. «‘No sé leer’ responde el pobre y agrega ‘¿cómo podría entender lo que está escrito en el libro?’. Y Jacotot le dice ‘como has comprendido todas las cosas hasta ahora, comparando dos hechos. Veamos un hecho que voy a decirte. La primera frase del libro es Calipso no podía consolarse de la marcha de Ulises. Repite: Calipso. Calipso no. Veamos ahora un segundo hecho. Las palabras están escritas ahí. ¿No reconocerás ninguna? La primera palabra que te he dicho es Calipso. ¿No será también la primera palabra sobre la hoja? Obsérvala bien. Hasta que estés seguro de que puedas reconocerla bien en medio de la multitud de palabras‘».

Ivana: –Una pregunta que me genera es, si no parte de una situación del alumno como tabula rasa, tomando un poco ideas pedagógicas…

-No. Parte de una situación del alumno como que siempre sabe algo. Siempre sabe al menos una cosa. Y siempre es posible relacionar esa cosa conocida con otra desconocida.

Acá igual la idea no es ver diferentes corrientes pedagógicas; es ver el planteo de la enseñanza universal como una forma de hacer con el no-saber. No es la única. Pero como nosotres estamos en condiciones de no-saber, nos interesa cómo un maestro ignorante enseñaba a otro ignorante. Para ver si de ahí podemos inspirarnos y pensar una forma de autorización ignorante.

Volviendo, Jacotot cuenta que un cerrajero analfabeto empieza a aprender a leer y a la “L” la llama “escuadra”. Se encuentra con la “L” que no conoce; traduce la “L” a algo que conoce: la llama “escuadra”. Y así relaciona lo desconocido con lo conocido. Relaciona una alteridad con una mismidad.

 

Acá en este esquema hice una convención. Fíjense que la “escuadra”, que es lo sabido, está dentro de un héxagono. La “L”, que es lo no-sabido, está dentro de un círculo. Luego la “L” y la “escuadra” son ambas conocidas. Ahora ambas, asociadas, están dentro de un hexágono (que significa “algo sabido”). Ahora el aprendiz ya conoce algo más, y se encontrará con algo nuevo que no conocerá, que es este nuevo círculo azul más grande (el que está en el centro de la diapositiva). Lo que va a tener que hacer es traducirlo. Contarles al maestro o a otres que no necesariamente sean el maestro, lo que encontró. Rancière dice que una comunidad de iguales es una comunidad de gente que traduce a les iguales todo el tiempo lo nuevo que encuentra y relaciona lo desconocido con lo conocido; de esa manera, se alcanza la emancipación intelectual. Pero se alcanza si seguimos prestando atención a lo no-sabido. Así es que aparece un tercer círculo azul (el que está a la derecha de la diapositiva), un nuevo no-sabido que habrá que relacionar con lo ya sabido y traducir a les otres. Este es el “círculo de la potencia” del que intentaremos no salir y que recomenzará una y otra vez (por eso en la diapositiva dice etc. y por eso el dibujo “no entra” en el marco). Este círculo es un camino no sabido de lo sabido a lo no-sabido.

Yo les cuento todo esto pero a la vez he sido un maestro explicador a lo largo de este curso. Al mismo tiempo, también quiero decir que hay un punto en que no sabemos, en que yo tampoco sé algo: cómo se valida el vivir juntos en nuestros tiempos. Y esto de plantear una autorización ignorante es para ir hacia lo que no sabemos; lo que no sabemos es cómo se puede hacer, solo sé que no quiero que sea el método policíaco de la hipótesis cibernética, el orden sin autoridad.

¿Dónde se ve la autoridad del maestro ignorante? Jacotot dice que el maestro tiene que dirigir la voluntad del estudiante. Dirigirla hacia la página, hacia los sonidos, hacia el cotejo de la página con los sonidos, hacia, también, el relato de ese cotejo a les demás; pero el maestro no tiene que dirigir la inteligencia del aprendiz, tiene que dirigir su voluntad. ‘No te escapes de la exploración, no te escapes de lo que ignorás, no te escapes de comparar lo nuevo que encontrás con lo viejo que sabés, ni de traducir tus descubrimientos para que lo entiendan los hombres.’ Así, la autoridad está en la voluntad del docente aplicada sobre la voluntad del aprendiz; no está en la inteligencia del docente aplicada sobre la inteligencia del aprendiz. Tiene que haber un objeto que sirva como “cosa”, como punto de comparación y de aprendizaje. (En el caso de Jacotot es el Telémaco; creo que en nuestro caso serían las situaciones de la convivencia.) Les leo entonces qué dice Rancière:

«El libro es la fuga bloqueada. No se sabe qué rumbo tomará el alumno. Pero se sabe de dónde no saldrá, del ejercicio de su libertad. Se sabe también que el maestro no tendrá derecho a estar por todas partes, solamente en la puerta. El alumno debe verlo todo por sí mismo, comparar sin cesar y responder siempre a la triple pregunta: ¿Qué ves? ¿Qué piensas? ¿Qué haces? Y así hasta el infinito.”

Se ve: “el libro es la fuga bloqueada,” es decir: no dejes que tu voluntad se distraiga de comparar lo que sabes con esa novedad que te encuentras y no sabes.

Entonces hay aquí una distinción, una separación, entre guiar la voluntad de le alumne (que es guiar su atención), y guiar su inteligencia. Le maestre ignorante no guía la inteligencia, guía la atención. La inteligencia encontrará lo que encuentre ella en su singularidad.
Entonces tenemos dos círculos. El círculo de la potencia, y el círculo de la impotencia. El círculo de la impotencia es el del explicador. El círculo de la potencia es este que va de lo sabido a lo no sabido una y otra vez. Mostrándoles a les exploradores que pueden descubrir y entender de la misma manera que los genios, relacionando lo que encuentran y no saben con lo encontrado antes y ya sabido.

Agustín: -Pensaba en el lugar particular de la voz en este dispositivo. Jacotot los guía en la traducción de este texto del holandés al francés, pero la presencia de la pronunciación de su voz es un nexo especial que no es la transmisión de un saber pero es una marca importante. Sería difícil pensar esa construcción si no estuviese el sonido, la voz del docente.

-Me hacés acordar a algo que dijo una vez Alejandra Grego, una colega de ustedes, en una de las charlas que organiza el Dpto. de Familia y Pareja de ApdeBA. Hablaban de los adolescentes de hoy y dijo más o menos ‘quizás nosotros no sepamos, quizás los adolescentes no ven en nosotros el saber necesario para la vida contemporánea, pero necesitan nuestra mirada.’ Hay algo de la voz, de la presencia, que hace que un cuerpo explore lo que tiene que explorar. Esto de la autorización ignorante o inmanente no es sin nadie, es con otres, es convivencia.

Quiero leerles un párrafo del apartado de Rancière que se llama «La comunidad de los iguales» del libro El maestro ignorante:

«Se puede soñar así una sociedad de emancipados que sería una sociedad de artistas. Tal sociedad rechazaría la división entre los que saben y los que no saben, entre los que poseen y los que no poseen la propiedad de la inteligencia. Dicha sociedad sólo conocería espíritus activos: hombres que hacen, que hablan de lo que hacen y que transforman así todas sus obras en modos de significar la humanidad que existe tanto en ellos como en todos. Tales hombres sabrían que nadie nace con más inteligencia que su vecino, que la superioridad que alguien declara es solamente el resultado de una aplicación en el manejo de las palabras tan encarnizada como la de cualquier otro en manejar sus herramientas; que la inferioridad de alguien es consecuencia de circunstancias que no le obligaron a seguir buscando.»

Entonces la dominación está en que no te obliguen a buscar, en que te digan ‘vos seguilo al maestro, él sabe qué necesita tu inteligencia, él sabe por dónde llevar tu inteligencia.’ La libertad, en cambio, está en ‘tu inteligencia puede guiarse por sí misma; no aflojes en la aplicación de tu inteligencia a lo que ignoras.’ Pero aquí quiero introducir una nota de época: hoy hay una forma mucho más sutil de evitar que apliquemos nuestras inteligencias a lo que ignoramos. Ya no es decirnos que sigamos al maestro, sino que hagamos lo que se nos antoje, que no sigamos ninguna disciplina de búsqueda. Si, como vimos más arriba, la libertad es la fuga bloqueada, hoy la dominación es la fuga permitida.

Un desafío grande el que nos plantea Rancière, y a la vez hermoso. Y a la vez liberador o emancipador, porque nos dice que todos somos genios o que todos podemos hacer como hicieron los grandes genios de la historia del conocimiento; ellos fueron de lo que sabían a lo que no sabían, como lo hacen por su parte todos los niños al aprender a hablar.

Pero hay una cuestión que debemos plantear. Jacotot tenía autoridad en un sentido: podía decirle a le estudiante “prestale atención al libro”. O “prestale atención al violín”. Jacotot tenía autoridad para mantenerles en la búsqueda. Hoy no tenemos como maestres o como padres esa autoridad para decirles “quedate sentadite frente al libro”, “no te distraigas, no te disperses”. Entonces hoy les maestres deben construir la autoridad en el vínculo, construyendo el vínculo (que tampoco está desde el vamos). Ya no ignoramos solamente lo que se enseña sino que ignoramos lo que autoriza a enseñar; por eso hablo de autorización ignorante y no de autoridad ignorante. No se trata de que les docentes de hoy enseñen lo que no saben sino de que se autoricen de donde, a priori, no saben. No es ignorancia, por parte de un maestre, de uno u otro contenido, sino ignorancia de eso que lo hace maestre. Luego veremos cómo se las rebuscó un maestro de música contemporáneo para hacerse maestro de música de sus alumnes.

Alteridad en tiempos de incertidumbre.

Quiero ahora hablar de “La ética de la transmisión y la transmisión de la ética” de Ignacio Lewkowicz.[7] Es un texto que no salió publicado en ninguno de los libros de él y a mí me parece maravilloso. Tiene muchos puntos de contacto con la idea del maestro ignorante pero a su vez habla de una situación asimétrica, de cómo transmitir la ética de adultos a niños en tiempos en que los adultos no tienen (ni los padres ni los docentes) el saber sobre la vida y sobre el mundo en el que van a vivir.

Es un texto donde mete varios conceptos, varias distinciones; yo voy a trazar una diagonal, porque si no se haría muy largo desarrollar del todo su argumento. Él dice que en nosotres, un nosotres de su generación, quienes en ese momento (1999) eran padres y maestres, hay una incertidumbre. Incertidumbre sobre qué saber legarles a les nueves, qué saber legarles a nuestres hijes. (Ese saber aparece como un saber moral, saber de valores.) Qué valores son los que les van a servir a nuestres hijes en el mundo en donde se van a desempeñar, donde van a vivir. Es esa la incertidumbre: no sabemos en qué mundo van a vivir nuestres hijes. Pero nosotres vamos a estar con elles también en ese mundo; tampoco les adultes sabemos en qué mundo vamos a vivir. Todo esto configura una incertidumbre y también configura una ética, la ética de compartir un problema.

Ignacio dice ‘No sabemos en qué mundo van a vivir nuestros hijos en el 2050, entonces, ¿qué les podemos enseñar? No les podemos enseñar una moral, no les podemos enseñar un conjunto de saberes previos sobre cómo casarse, cómo hacer amistad, cómo comportarse con los compañeros, cómo llevar un duelo… El saber moral no lo tenemos. Y lo que tenemos cuando no sabemos son problemas, y ahí se abre la dimensión ética. Cuando cae la moral se abre la dimensión ética.’ La dimensión ética es la que inventa respuestas o preguntas para los problemas, no la que sabe. Inventa y experimenta. Esa invención no es un antojo caprichoso de uno, es algo que ocurre dialogando entre alteridades (la alteridad principal que trata Ignacio en este texto es la que hay entre generaciones); y esa experimentación no es sin responsabilidad sino una búsqueda sometida a un deseo que ‘altera los términos del problema una y mil veces’.

Sonia: -Es interesante la diferencia que hace entre clases de edad y generación, cuando se constituye en generación en tanto genera una tradición. Tiene que inventarse.

-Lo que él dice sobre las generaciones es que cada una se constituye como tal no por ser más joven que la anterior, no solamente por una cuestión de edad, sino porque se rebela contra la tradición que le lega la generación anterior. En los debates, en las discusiones, en la diferencia, la nueva generación se constituye como tal, y si no se constituye, simplemente es una clase de edad más joven que se limita a administrar el saber previo. El problema es cuando no hay un saber previo contra el cual rebelarse, y dice en ese momento, año 1999, y creo que en ese sentido no cambió mucho, hoy no hay una tradición contra la cual rebelarse. Pero a la vez, los viejos tampoco ya sabemos y estamos ‘de vuelta’ en la vida como en otros tiempos. Entonces también para nosotros se abre la dimensión esta, tanto para los nuevos como para los viejos:

«En nuestras circunstancias la diferencia generacional tiene una dimensión exquisita que es la de los problemas compartidos. En otra circunstancia se podría pensar bajo la dinámica del legado y la herencia. Yo les dejo legado y que ellos se rebusquen para hacer la operación de herencia.»

(Aclaro: hacer la operación de herencia sería hacer la operación de recepción cuestionamiento y apropiación.)

«Pero el que deja el legado es alguien que se ha jubilado, que está retirado, es alguien que ya no está existiendo; el que deja el legado es alguien que ya está jugado, pero yo decía que en nuestras circunstancias es tan incierto que hasta es imposible darse por jugado.” La incertidumbre afecta a las clases de edad nuevas tanto como a las clases de edad viejas. “Mi impresión es que nuestra circunstancia tiene el valor de poner en juego el patrimonio tradicional, el patrimonio del pensamiento, el patrimonio del saber moral, en diversas circunstancias en las que atravesamos problemas compartidos. Cuando atravesamos problemas compartidos resulta imperiosa la dimensión del diálogo, por eso quisiera distinguir el diálogo de la ideología del consenso: la segunda evita plantear el problema. Si yo digo ‘volvé a las doce’, él dice ‘vuelvo a las cuatro’ y entonces negociamos a las dos, ahí no le damos entidad de problema al problema, sino que hemos entrado en una negociación de tira y afloje, en la cual no hemos visto qué es lo que está en juego y en qué problematiza el hecho de que yo diga ‘volvé a las doce’ y el hecho de que él me haya dicho ‘vuelvo a las cuatro’.”

Es decir, no buscamos soluciones intermedias o consenso, buscamos poner en diálogo dos alteridades; lo otro del otro interpela algo en mí, y algo de mí interpela lo otro del otro. La ética me dice que esas dos otredades dialoguen, inventen, busquen respuestas, experimenten sus respuestas, aprendan de nuevo de esa experimentación. Entonces lo que se transmite es este acto de dialogar; en este sentido es muy parecido a lo que propone Barylko: no se transmite entonces tanto el contenido; se transmite en acto la práctica ética de pensar la alteridad con la alteridad.

Alejandra: -Pero ya para llegar a un consenso negociado hubo un momento donde compartir un espacio con dos alteridades. Se trata de eso consensuar, ¿o no?

-Puede ser. El tema es no empezar asumiendo que el diálogo debe terminar en consenso; el asunto sería no empezar por negar la alteridad (y la ideología del consenso suele negarla, pues asume que dos posiciones diferentes son conmensurables). Les leo cómo lo dice él:

“Tenemos un problema. ¿Cómo se sale de ahí? Naturalmente nadie podrá dar ninguna respuesta sobre esto. Solamente vamos a indicar que ahí tenemos una escena de diálogo real. Tenemos una escena de diálogo real cuando es imposible dar satisfacción a la demanda de otro, cuando no hay saber capaz de cubrir eso y por lo tanto ahí se me hace imperioso pensar con otro, alterar los términos del problema, cambiar los puntos de vista, decidir qué hacer una y mil veces. Pero siempre bajo la condición de no negarlo como otro. Cuando yo invito a otro a pensar conmigo en este problema que el otro me causa, estoy operando en una dimensión ética de transmisión directa. No estoy enunciando en abstracto ‘cuando no sepas qué hacer debés pensar’, sino que estoy practicando de hecho la materialidad más efectiva, más contundente, del pensar ante un problema compartido. Y solo puedo abrirme a la dimensión ética cuando decido en acto compartir el problema.”

No sé si queda claro… la idea es que no pongamos consenso y negociación cuando hay un no-saber. Cuando hay un no-saber, hay la posibilidad de transmitir, no un valor moral, sino una práctica ética. La práctica ética es la práctica de compartir el problema entre alteridades, la práctica del diálogo radical. Y necesitamos practicar mucho esto del compartir el problema, porque la incertidumbre de no saber cómo va a ser el futuro llegó para quedarse.
Hay ahí otra idea que él toma de Levinas que es que a veces darle satisfacción al otre es una manera de negarle. Tiqqun dice que podemos cancelar la singularidad del otre matándole o cubiriéndole bajo una montaña de regalos.[8]
Emmanuel Lévinas plantea que las figuras del otro son la viuda, el huérfano, el extranjero.

“¿Por qué la viuda, el huérfano, el extranjero, son otro para uno? Según Lévinas, porque me demandan algo que yo no puedo satisfacer sin negarlos como otros. Uno quisiera ofrecerle a la viuda un marido, pero la negaría como viuda. Uno estaría encantado de ofrecerle una patria al extranjero, pero lo negaría como extranjero. Lo mismo ocurre con el huérfano, si le ofrezco un padre, entonces lo niego como un huérfano. Es decir lo dejo abolido como otro. ¿Qué tengo que hacer cuando se me presenta alguien que me pide algo que no puedo satisfacer, pero que no puedo porque es imposible? Ahí el otro me plantea un problema. Ahí el otro es realmente otro. No lo puedo subsumir bajo ninguna de mis categorías. No puedo incluirlo como parte de mi totalidad. Pero tenemos un problema. Y ahí tenemos la escena del diálogo real. Tenemos una escena de diálogo real cuando es imposible dar satisfacción a la demanda del otro.”

Entonces se plantea esta ética de trabajar con le otre, pero no tratar lo que le otre me plantea como una demanda a satisfacer (ni a negar: no tratarlo como una demanda sino como una pregunta-problema).

Florencia: Pero por otro lado, una época en que, además de ausencia de verdades absolutas, poco vende también esto de la reflexión y el repensar, hay poco espacio para eso. Siempre me acuerdo de una paciente que llegó muy mal por una crisis, y que le había surgido en un duelo, una separación, que decide empezar terapia, y conflictuarse y problematizarse, interrogarse cosas que no se había planteado nunca, y ella me decía que una amiga le dijo «qué tanto drama te hacés, ponete lolas, y abrite un Facebook.» Por suerte no le hizo caso a la amiga. Está esa cosa de obturar, de problematizarse poco. Cuesta instalar los planteos como los que propone Lewkowicz.

-Claro, no son los predominantes. Los caminos de expansión de potencia no son automáticos. Los automatismos nos llevan por caminos de administración de lo dado o de gestión de lo conocido.

Jorgelina:-Ese verbo tan de moda. Gestionar. Tengo que gestionar mis emociones.

-Somos gerentes de nuestras vidas.

Paula: -Me quedé pensando a partir de ese comentario que una analista le hizo a la pareja esa, en relación a mi rol como instructora de residentes y mi vínculo con ellos en este tema del aprendizaje y la experiencia de la residencia. Para que la frase «tienen un problema» caiga en un lugar que los ponga a trabajar, quien lo dice tiene que tener una legitimación de autoridad necesaria para que eso suceda, porque pienso que por más que no circule la lógica típica clásica del maestro y el alumno donde está el que sabe y el que no sabe y la transmisión es unidireccional, hay algo de ese saber, lo podríamos pensar en términos de la transferencia, que tiene que ser legitimado para que esa frase vaya a caer al lugar de «nos ponemos a trabajar todos» y no me miren de repente con cara de «nadie quiere pensar nada con vos.»

-Yo también creo que tiene que haber algún tipo de legitimación, o mejor, me gusta más, algún tipo de transferencia. Por eso también traía lo que dijo la otra psicoanalista de que les adolescentes necesitan nuestra mirada. Quizás no necesitan nuestros saberes, pero sí nuestra mirada. Y ahí hay algo de la transferencia que se juega. Pero, ¿cómo se establece la transferencia? No lo sabemos y por eso estamos hablando de autorización ignorante.

Claudia: -Lo que se juega ahí es cómo convocás esas voluntades para que indaguen desde ese no saber.

-Totalmente, Jacotot no tenía ese problema. En el siglo XIX seguramente tenía dado que los estudiantes le hacían caso, que si él decía «quedate con el libro en frente», les estudiantes hacían eso. Nosotrxs tenemos ese problema: cómo encontrar o generar la voluntad de ingagar algo.

Agustín: -En relación a esto que hablamos sobre cómo producir la autorización inmanente y cómo producir que se pueda pensar un problema entre varios, la escena que trae Paula, o lo que podría ser una situación clínica, quería compartir la idea de que puede fallar, que de alguna manera a mí me sirve, que puede producirse o no, por ejemplo, esta invitación a trabajar sobre un problema clínico o trabajar en un proceso de enseñanza y aprendizaje. Porque si no me parece que a veces es muy fuerte traducir en un imperativo de que tiene que ser. Acá hay una incertidumbre. Vi el documental sobre la docente que trabaja en Villa Lugano, La escuela contra los márgenes, que la tuvo que remar muchísimo, se ve todo ese proceso. Es interesante poder pensar y descansar en que el fracaso también es posible, el no encuentro es posible.

-Está bueno que en estos tiempos exitistas, donde loser es un insulto (perdedor), me parece muy importante decir «las cosas pueden fallar». Quizá desde el punto de vista de la persona que dice «no hagas terapia, operate las lolas y se arregla todo», ahí el fracaso no sea una posibilidad. Nosotres, si hablamos de experimentación, tenemos que hablar de que puede salir bien o que puede salir mal. Y cuando sale mal la cuestión es pensar y ver cómo seguir experimentando.

Jorgelina: -Yo quizás ahí pondría en suspenso que acá no se pudo producir algo. Algo se produce, quizá no lo esperado.

Eugenia: -La producción ya está dada. Que no se produzca lo esperado no significa que sea fallido. Va en contraposición de la expectativa, pero justamente eso también te deja un aprendizaje.

Jorgelina:-Claro porque si algo se sanciona como fallido o fracasado es en comparación con algo.

Eugenia: -Siempre hay una construcción que avanza. A lo mejor no produce la subjetividad deseada en relación a esa expectativa, pero no deja de ser un eslabón más que algo nos dice en este negativo.

-Solemos tener expectativas, es casi inevitable tenerlas, ideas previas sobre lo que tiene que ocurrir. Pero lo que ocurre suele ser de una alteridad que deberemos pensar, una alteridad respecto de nuestras expectativas. Esto que decís Eugenia es un poco la idea de trama consecuente que está en el texto “¿Contactos sin vínculo?”[9]: seguir tramando a partir de lo encontrado, sacar consecuencias de eso (sacar consecuencias como desplegar potencias de lo encontrado). En este sentido entiendo lo que decís de tomar lo producido como un eslabón más.

Mariela: -Quizás estoy delirando pero, relacionándolo con lo que vimos durante toda la maestría, quizás es este inter-juego, este ida y vuelta entre la representación y la presentación. Pensaba cuál es nuestro lugar en la clínica. También es acompañar al paciente en su atención y en que pueda también sostener algo de ese no-saber. Porque nosotres tampoco lo sabemos, ¿no? Pero quizás es algo de eso, este juego entre lo que se representa y lo que se presenta… cómo va y viene.

-Está perfecto. Yo creo que es eso. Lo que se presenta es lo que no sé. Y lo que tengo representado es lo ya sabido. En este sentido, hay un punto en común entre el texto de Rancière y el de Lewkowicz, y es que ambos proponen algo para hacer cuando lo que se presenta no confirma lo que tenemos representado, cuando no lo confirma porque es algo que no sé o alguien al que no me lo sé. Quizás no sean estrictamente coincidentes en eso que proponen hacer, pero sí coinciden en pensar qué se hace con lo no-sabido, una ética diría. Y es la ética de tomar lo no-sabido como punto de partida de una constitución subjetiva. En el caso de Rancière, lo no-sabido es una cosa, mientras que en el caso de Ignacio Lewkowicz lo no-sabido es un otre, pero en ambos el diálogo con otres es necesario para constituirse, para recorrer ese proceso que es toda constitución subjetiva, proceso que Rancière llama emancipación intelectual y Lewkowicz llama (en otros textos) subjetivación.

La existencia por nosotrxs.

Voy a contarles ahora sobre “la existencia de nosotros” de que habla Ignacio Lewkowicz.

Leámoslo (les recuerdo que con él estamos en la primera fluidez, en tiempos de “galpón”, en tiempos de desconfiguración, donde el Tercero se había corrido de la escena, se había destituido):

«En el galpón, dos términos cualesquiera chocan. En el choque, se ven de modo efímero; lo que ven confirma, o ignora, o destituye, pero no constituye nada; o bien verifica de modo especular uno o ambos términos, o bien los atraviesa sin percibir ninguna rugosidad interrogadora. En el encuentro, en cambio, la mirada de otro me ve de un modo en que nunca había sido visto. No es una mirada estructural que prescribe un ser, es una mirada ocasional que algo indica. Esas miradas intentan ver quién es o qué es ese que está al lado, en la esquina; ya no es todo choque y galpón. En el encuentro, las miradas se descentran, se plantean mutuamente un enigma; se miran sin suponerse; se ven, se conjeturan, se interrogan. Ese viento que nos amontonó, en un momento nos hizo –o nos hicimos– mirarnos y hablarnos. Sic contingit

Creo que esta expresión latina quiere decir «así continge”. Como no existe el verbo contingir en castellano, él lo escribió en latín: que es contingente que se produzca subjetividad. Es contingente que haya encuentro y pensamiento. Pero él quiere ver cómo en esa contingencia algo se produce sin Tercero. Entonces dice:

«Ahora bien, nuestra pregunta decisiva quiere indagar si cada uno de nosotros puede componerse de manera contingente a partir de la mirada contingente de otros, si puede uno pensarse a partir de la mirada y la voz de otros, que dan indicios sobre cómo lo están pensando. Eso es pertenecer […]

“La mirada y la voz que nos encuentran nos piensan en un atisbo de configuración. Con esa configuración que está escapándose se piensa cada uno. Desde cada punto, cada uno conjetura la figura. En función de esa figura conjeturada –invisible desde un inconcebible tercer lugar exterior al que llamamos Estado– cada uno insiste en la actividad configurante. Conjetura, configura, percibe la actividad del otro polo, o mejor, sus indicios: los oye, los mira, los piensa; interroga la figura que está diseñando. Ajusta, conjetura, habita la actividad de configurarse. No confirmamos nuestra pertenencia a un espacio determinado por unas propiedades en común; ingresamos a un espacio indeterminado para construirlo: estamos en comunidad. Nosotros sólo existe en cada uno de nosotros, pero no en cada yo. Pensamos juntos; pero no es necesario que pensemos lo mismo… Incluso, es más cierto que estamos pensando juntos que la inaccesible certeza de que estamos pensando lo mismo. Hay asamblea, pensamos a la vez, pero no al unísono.”

 

Aquí tenemos diferentes formas de reconocimiento. Vemos a la izquierda de esta diapositiva lo que se ve en Psicología de las masas, o también en lo que leímos de Durkheim, cada uno se reconocía porque un Tercero arriba lo reconocía, y el reconocimiento de los pares no era directo sino a través de la mediación del Tercero. A la derecha esquematizo lo que acabo de leer de Ignacio. Hay muchos “cada unos”, él dice que no son yoes. Cada uno se piensa a través del indicio que le da el otro, la mirada fugaz, la mirada contingente, la voz del otro. De esa manera, se da un nosotros, un nosotros donde pensamos juntos, y por pensar juntos nos constituimos. No, según unas propiedades predeterminadas, no según una identidad o una ideología. De alguna manera esto es lo que, creo yo, nos contaba Ariel Pennisi,[10] donde en la amistad hay una distancia y una demora, una mirada del otro, pero no una identidad donde los dos pensamos o vemos o sentimos lo mismo.

Sigo con el esquema de la derecha. A su vez diferentes nosotros pueden conectarse –y, de nuevo: no se conectan a través de la mediación de un Tercero, sino que se conectan a través de indicios que los (nos)otros emiten.

Con la existencia de nosotrxs, vemos una existencia que no es un dato sino un proceso que puede no darse (por eso es una contingencia). Y vemos también un reconocimiento plural, que no es el reconocimiento de un Tercero, no es el reconocimiento de una autoridad clásica. Con este reconocimiento, sumado a no cejar en la conjetura del otre, se empieza a atisbar la idea de terceridad inmanente.

Pues en la terceridad inmanente la alteridad que hay en nuestro común (los otrxs en nosotrxs) nos hace hacer con lo que lxs otrxs, como presentación que no coincide con ninguna representación previa, me plantean. Y ese hacer –que en la segunda fluidez es recurrente– pone al nosotrxs como fuente de una conjetura de validación de lo que cada une hace.

Un maestro de música.

Ahora quiero dejar estas exposiciones teóricas para contarles algo que ocurrió en un aula, según lo cuenta una entrevista que le hicieron a un maestro de música de primaria,[11] que al principio no lograba dar clase, y después logró que les alumnes participaran activamente de las clases de música. Pero no lo hizo solo sino junto a la profesora de plástica y a les alumnes. Como tenían horas vecinas, unificaron las horas de música y plástica bajo la forma de taller. Entonces dice él: «Nosotros venimos sosteniendo con Cata que lo central es el vínculo que se pueda construir con los chicos, y eso no se hace de un día para el otro. Lo que vos construís en ese lugar lo construís a través de los vínculos. Y es un proceso donde todos construyen, no uno solo. Eso hace que después todo lo que hagas fluya.»

Entonces estamos viendo que no se trata solamente de que se me presenta un libro o un contenido no sabido. También se me presenta une otre, unas personas no sabidas. Se trata, para lograr cierta autoridad y reconocimiento (autoridad como reconocimiento y transferencia), de tomar a le otre como una alteridad con la que tengo que tejer un vínculo. Un vínculo entre singularidades, es decir, entre alteridades. Así el maestro pudo enseñar música de una manera no unidireccional, porque pudo con les pibes armar un ensamble musical.

Así, más abajo dice: «Vos tenés que abrir el espacio para que pase algo, sin esperar mucho, pero sí confiando en que algo va a pasar. Al pibe capaz le interesa un poco eso que propones, pero viene y quiere otra cosa, y hay que darle el espacio para que lo diga y lo pruebe, generando así una nueva situación.» Y luego: «Vos querés que el pibe hable, pero querés que diga lo que vos querés. Eso es típico entre los docentes. Que el pibe haga algo, pero estás esperando que haga lo que vos querés que haga. Ponés un montón de expectativas, y esas expectativas se vuelven autoritarias. Porque estás esperando que el pibe haga, responda, hable y piense como a vos te parece bien que él lo haga, en base a la imagen que vos tenés de lo que es hablar. Entonces se vuelve inclusive más peligroso el maestro más buena onda, el que tiene afecto por los chicos, porque sigue siendo igual de autoritario pero es buena onda, entonces el pibe no se rebela. Empieza a pensar que está bien lo que le están diciendo, y en realidad a él le gustaría hacer otra cosa.»

Bueno, es un desafío, pero el desafío de un docente al que le fue bien abriéndose al desafío. Ya no es Jacotot en el siglo XIX sino que es un maestro de música en el siglo XXI, cuando la autoridad de le docente no está asegurada; por eso me parecía importante traerlo.

Estamos en condiciones de hacer un englobamiento parcial:

 

Maestro explicador, maestro ignorante y autoridad ignorante

 

maestro explicador   

(m.e.)

guía    

en el camino del no-saber al saber

en la adquisición de contenidos

en el uso de la inteligencia comprueba incapacidad, atonta, domina

maestro ignorante

(m.i.)

guía   

en el camino del saber al no-saber

en la aplicación de la voluntad a la inteligencia

en el camino de no-poder a poder comprueba capacidad, emancipa

autoridad ignorante      

(a.i.)

 

aplica su voluntad para hacer el camino de la desautorización al vínculo autorizador

comprueba capacidad vincular (capacidad para el vínculo y capacidad del vínculo) para construir convivencia / común

en el camino de la desligazón a la autorización expande potencia, emancipa

 

 

 

m.e.

se autoriza

desautorizando a sus subalternos o alumnos

m.i.

se autoriza

autorizando a sus subalternos o alumnos

a.i.

se autoriza

autorizándose en la construcción del vínculo/ autorizador mutuo con sus subalternos

       

 

Maestres y madres.

Quiero contar otros dos casos: Uno es el de las Madres de la esperanza, y otro es el de los maestros de David Moreira, el pibe linchado en Rosario en 2014. Adrián Gómez, vicedirector de la escuela de este pibe, contó, en un panel sobre los linchamientos,[12] un procedimiento que inventaron les docentes de esa escuela luego del linchamiento de David. Ese procedimiento hace muchas cosas, pero veamos qué hace con su autoridad.

Cuando asesinan a David Moreira, primero hubo un largo silencio dentro de la institución. Porque estamos todos ahí adentro, casi todos, y no todos y todas pensamos lo mismo. Entonces costaba mucho hablar. Muchos sentimos en el cuerpo, lo sentimos, sentimos esos golpes. Andábamos ahí medio encorvados, hasta sintiendo vergüenza de seguir vivos cuando David ya no estaba. La condena, la [escenificación] del linchamiento que andaba rondando en la sociedad y en los medios también estaba presente en la escuela. Para salir de ese silencio, para devolverle a David su humanidad, es que empezamos y pensamos esta estrategia de reconstruir la biografía escolar de David.

David Moreira estaba en todas las pantallas y las mentes como un motochorro. Sus ex docentes, dolidxs, necesitaban empezar a hablar. Pero no se trataba de hablar de cualquier cosa, sino de lo que interpelaba: la vida de David. Pero no toda su vida, sino su vida escolar, es decir, su vida en relación con estes docentes.

Empezamos a hablar tímidamente, por lo bajo, primero, del alumno David, que era un tratamiento por David distinto al que había aparecido en los medios de comunicación. Ya no hablábamos del motochorro sino que hablábamos de “David que jugaba a la pelota en aquel rincón”, “David que había pintado ese mural junto a sus compañeros”. Una maestra que jura que David un día venció su timidez y recitó para el resto del grado “Plegaria para un niño dormido”, [la poesía de Spinetta] […] Parece una locura pero no, la maestra jura que David hizo eso. Una maestra cuenta, y lo digo textual, “hace poco me encontré con David en la calle; me miró con la misma mirada suya que cuando lo quería hacer participar, y sin responder sonreía.” Otras maestras acercaron sus calificaciones, otras acercaron fotos. Ahí fuimos armando la biografía, y esto nos permitió salir. No queríamos quedarnos con eso, no queríamos quedarnos con el repudio, sino que necesitábamos salir a la calle, y la primera actividad que hicimos fue que participamos todos los docentes de la escuela (somos 70) de la marcha que se organizó en barrio Azcuénaga al poco tiempo de que había sido linchado David. Desandamos los pasos de David, pasamos frente a las ventanas de los linchadores. Un tiempo después nos animamos y frente a tribunales leímos por primera vez esos [flechazos] que teníamos de la biografía de David; eso nos permitia empezar a cumplir ese objetivo de completar la historia de este David que la prensa nos contaba fragmentado.

[…] Y ahí es donde aparece también este relato de Lorena, la mamá de David, que contrariamente a lo que se puede imaginar, que David era un pibe que había sido abandonado por la familia, no, la mamá era una mamá siempre presente. Está en el relato de varias maestras de la escuela: que cuando se abría la puerta de la escuela a las cinco de la tarde para que los pibes y las pibas salgan, ahí estaba Lorena esperando a sus hijos.[13]

Ya ustedes escucharon a Adrián Gómez hablar, pero a mí me parecía muy importante subrayar algo, y es que al hacer la biografía escolar de David, les docentes logran autorizarse a sí mismos; pero no solamente autorizarse a hacer una biografía, logran pelear contra la desautorización mediática: ustedes vieron que es muy corriente el comentario, sea del periodista o sea de un transeúnte, «¡¿dónde estaban las madres de esos chicos?!, ¡¿qué pasó con los maestros?!» El supuesto de que si un pibe roba hubo una madre ausente. Con la biografía escolar de David, les docentes vuelven a poner en la esfera pública cómo estuvieron presentes la madre y les docentes que tuvo David. La escuela estuvo presente. De esa manera logran rebelarse contra la desautorización mediática, y se autorizan nuevamente como maestres, y esto es a partir de una invención: el procedimiento de una biografía escolar, que colectivamente hacen les docentes. “Esta es la historia del impacto que tuvo el asesinato de David y una salida que buscamos o que imaginamos o que encontramos,” termina Adrián Gómez.

Paula: -También me parece interesante que cuando él hace el relato no lo hace desde un lugar defensivo dando por sentado que no se trató de docentes ausentes, sino que lo abre realmente como una pregunta y se encuentra con la respuesta en la reconstrucción de lo que fue sucediendo, lo sorprende.

-Una investigación real. Realmente van de lo que saben a lo que no saben, como buenxs aprendices ignorantes.

Logran, de tal manera, autorizarse como maestres de esos pibes, y logran autorizar nuevamente a la madre como madre de ese pibe. Hay también ahí un vestigio de autoridad, el vestigio del vicerrector, recombinado con pares, les docentes de la escuela, que al hacer la biografía empiezan a autorizarse. Hay una recombinación entre vestigios de autoridad y paridad. Veamos la siguiente crónica para desplegar eso de una composición entre paridad y vestigios de autoridad.

Les cuento de las Madres de la Esperanza. Me contaba otra psicóloga que vino al taller de autoridad que trabajaba en un juzgado, con una jueza de menores que cometieron delitos graves, pero como son menores no pueden estar en la cárcel. En Provincia de Buenos Aires se llaman “Juzgado para menores en problemas con la ley penal”. La jueza se ocupó de buscar lugares de contención, no cárceles, sino escuelas donde están internados, y además de tener las materias escolares tienen talleres y tareas que pueden ser de cocina, de lavar la ropa, etc.; contaba la psicóloga que los pibes en esos lugares aprenden a cocinar, o aprenden algún oficio, y que se transforman: cuando son condenados son chicos muy inmaduros y después de un par de años de estar ahí, nunca más allá de los 18, estos pibes salen más armados subjetivamente. Pero esta jueza vio que no alcanzaba con eso y juntó a las madres de esos pibes. Las madres de estos chicos siempre estaban muy sorprendidas de los delitos que habían cometido sus hijos, y decían ‘Yo no entiendo qué pasó, si yo siempre le di todos los gustos, nunca le faltó nada…’ Entonces empezó a reunir a las madres para que compartieran experiencias; y la psicóloga junto a la jueza empezaban a decirles ‘Bueno tal vez el problema con este chico es que le diste todos los gustos, justamente es que nunca le faltó nada.’ Aclaro que son gente de bajos recursos del partido de Moreno, en el Gran Buenos Aires. Para estas madres, trasladarse de Moreno a La Plata para visitar al hijo en la cárcel era todo un esfuerzo, y gracias a juntarse y compartir esas experiencias pudieron empezar a decirles a los hijos ‘es muy difícil para mí venir acá, me estás trayendo problemas’. Empezaron a conversar entre ellas de cómo criaban a les hermanes de los hijos que estaban en los centros de contención, y empezaron a decirles algunos noes a les hermanes; empezaron a poder soportar que les dijeran ‘Ahora sos mala. Por qué le decís a Juancito que te sale plata perder el día de trabajo para visitarlo. No tenés que decirle eso. Va a sentir culpa.’ Recibían y atravesaban diferentes reproches así y lograban plantarse como autoridad ante sus hijes.

En un momento, se ponen ese nombre. Así, el grupo de las madres se convierte en una fuente de autorización y validación de cada madre ante sus hijes, y acá tenemos una terceridad inmanente, porque las madres empiezan a reunirse aún sin la jueza, con la presencia de la psicóloga pero en una función de coordinación (no había una bajada de línea o una cosa de decir “yo soy la ley” como quizás pudiera haber hecho la jueza) y hacían distintas actividades juntas, amasaban pizza, iban todas juntas a los distintos centros de contención; cada vez que había una nueva madre la alojaban y la ayudaban a procesar el hecho de que el hijo había delinquido, le transmitían su experiencia: la posibilidad de pararse de otra manera ante les hijes.

 

En la diapositiva vemos una foto que se sacaron ellas en un centro de contención con los pibes y con su bandera que dice Madres de la esperanza. Yo quiero, con el esquema de la diapositiva, de alguna manera conceptualizar lo qué pasó con estas madres. Tenemos estos hechos: el hijo mata o delinque; la madre no limita y queda desautorizada por lo que el hijo hizo; la jueza pone un límite pero es un límite que no alcanza para reautorizar a la madre; por lo tanto la autoridad de la jueza está en crisis. Pero, a la vez, la jueza es un vestigio de autoridad. Este vestigio de autoridad opera en la terceridad inmanente, no es que no opera (pues logra reunirlas), pero no opera de manera plena como en tiempos clásicos pues no hace máquina con la autoridad del Padre (a propósito: se llaman Madres de la esperanza porque los padres, salvo uno que otro, están ausentes de la problemática judicial y de la crianza en general). Así, en la autorización ignorante los vestigios de autoridad son necesarios pero son insuficientes. No se sabe de qué manera van a ser útiles, por eso pongo útiles a posteriori pero inútiles a priori. Hay una experimentación que va mostrando de qué manera puede ser útil: la jueza, en tanto vestigio de autoridad, logra que las madres se junten. Pero después ya son las madres juntas las que logran reautorizarse, entonces la autorización ignorante o inmanente es un proceso de composición o de vinculación. Composición en el sentido de componer un nosotrxs. Un nosotrxs donde no hay un Tercero que ordene todo, que –como la policía de la que habla Rancière– abroche los lugares, las funciones, los nombres y las tareas. Un nosotrxs de donde cada una toma fuerza de autoridad. En otras palabras, un proceso de autorización ignorante.

Recapitulación.

Bien. Vimos en tres textos teóricos y tres crónicas de prácticas cómo proceder con y en el no saber pues nos movemos en condiciones de no saber sobre la convivencia y la autorización. Hagamos una recapitulación conceptual.

  1. Necesitamos pensar la autorización porque necesitamos validar lo que hacemos. Como lo que hacemos lo hacemos ante y entre otrxs, necesitamos sentirnos y estar habilitados a hacerlo.
    1. Esta habilitación organiza la convivencia. Nos interesa más la convivencia que la autorización organiza que la obediencia a que la autoridad conmina. Es un abordaje político y no policíaco del problema de la autoridad.
    2. Tradicionalmente esa habilitación o validación, esa autorización, la daba una autoridad fundada en una fuente trascendente que la habilitaba a su vez.
    3. Como hoy vivimos la ruina de las trascendencias, necesitamos pensar formas inmanentes de organización de la convivencia. Una forma, policíaca, es el orden sin autoridad; otra forma, política, es la autorización ignorante.
  2. En la autorización ignorante se da una terceridad inmanente en la que la fuente de autorización viene del común de lxs mismxs autorizadxs.
  3. Como en las condiciones contemporáneas no están asegurados los saberes que tenían las relaciones de autoridad, tenemos que aprender a hacer con el no-saber.
  4. Como en las condiciones contemporáneas la relación de autoridad no está dada, las relaciones asimétricas (como padre-hijo o maestro-alumno) deben construir el vínculo y la transferencia.
  5. Como el maestro ignorante, la autorización ignorante hace un camino del no-saber al saber. De ignorar qué la autoriza a inventarlo, vía vinculación.
    1. Un maestro de música experimentó la vinculación como condición de un “ensamble” (o una convivencia).
  6. La vinculación es entre alteridades. Las alteridades se relacionan mediante una ética del diálogo radical (pues no sé sobre el otrx) y no mediante una ideología del consenso.
  7. Esa práctica es una transmisión en acto de una ética. La autorización ignorante se construye mediante esa práctica y esa ética (y no mediante la imposición de expectativas de la autoridad al subalterno).
  8. Se puede existir por reconocimientos de los pares y no necesariamente por reconocimiento de un tercero exterior y trascendente; es una existencia por nosotrxs. Esta dinámica de existencia permite pensar que un común puede ser fuente de autorización.
  9. El procedimiento de la biografía escolar y la experiencia de la Madres de la esperanza nos habilitan a pensar a los pares como fuente de autorización (con lo cual la relación de autoridad no queda forzada a ser una relación asimétrica).
    1. La “comunidad de los iguales” se forma perseverando en la búsqueda de lo no-sabido y compartiendo lo que se aprende con les demás.
    2. Eso compartido autoriza a hacer ante y entre otrxs. Eso común es una terceridad inmanente.[14] Un espacio donde algo que nos es común nos enlaza. Un espacio que, a través de un proceso de construcción, hace consistir un nosotrxs que se legitima en el espacio. Un espacio que funciona como fuente de autorización, de habilitación, de despliegue de potencias.
  10. La autorización ignorante parece una “auto-autorización”, pero no lo es: la autorización ignorante autoriza por mediación de un común, de una terceridad inmanente.

 

Pablo Hupert

www.pablohupert.com.ar

 

[1] Este texto reúne lo expuesto en las clases del 7/8/21 y del 5/3/22 en la Maestria de Familia y Pareja del Instituto Universitario de Salud Mental, materia Autoridad y subjetividad.

[2]Autorización”, en Página/12, 8/9/18.

[3] Myriam Revault d’ Allonnes, El poder de los comienzos: ensayo sobre la autoridad, Buenos Aires, Amorrortu, 2008, p. 253.

[4] Pablo Hupert, “Ordenar sin autoridad”; en https://lobosuelto.com/ordenar-sin-autoridad-pablo-hupert/.

[5] Alexandre Kojève, La noción de autoridad, Buenos Aires, Nueva Visión, 2005.

[6] Las citas no son textuales; por eso las pongo entre comillas simples. Cuando uso comillas dobles son textuales.

[7] Conferencia en Nueva Congregación Israelita, Montevideo, 2001, mimeo.

[8] Introducción a la guerra civil, disponible en https://tiqqunim.blogspot.com/.

[9] Pablo Hupert y Franco Ingrassia, “¿Contactos sin vínculos? Un bosquejo de la vincularidad fluida”, en Hernán Altobelli, Pablo Farneda y Lila Grandal compiladores (2014), Entreveros y afinidades. Clínica, ética y nuevos dispositivos. Buenos Aires: Editorial Fundación La Hendija. Disponible en http://www.pablohupert.com.ar/index.php/contactos-sin-vinculo-un-bosquejo-de-la-vincularidad-fluida/.

[10] “La amistad. Antropología existencial”, en https://www.youtube.com/watch?v=xA_K443Z4vE.

[11] A. Valle y T. Baruf, “Las expectativas tienen algo autoritario” en Revista Tráfico de Experiencias, en http://t-d-x.com.ar/a/article/las-expectativas-tienen-algo-autoritario/.

[12] http://www.pablohupert.com.ar/index.php/linchamientos-el-309-en-rosario/.

[13] Estos pasajes son una desgrabación de la sentida exposición de Adrián Gómez, que se puede escuchar en http://www.pablohupert.com.ar/wp-content/uploads/2016/10/3.mp3.

[14] Más sobre terceridad inmanente en Ariel Antar Lerner y Pablo Hupert, “Notas sobre la idea de terceridad inmanente” (disponible en http://www.pablohupert.com.ar/index.php/notas-sobre-la-idea-de-terceridad-inmanente/) y en Pablo Hupert, “Las Madres de la Esperanza y la autorización ignorante” (disponible en http://www.pablohupert.com.ar/index.php/las-madres-de-la-esperanza-y-la-autorizacion-ignorante/).

Lo que afecta nos requiere. Entre eso que ya no es y lo que busca lugar // LTA

“Solo tengo un corazón humano”

«Sepa usted y para siempre,

el corazón es una achura

que no se vende»

Diana Bellessi

 

A veces nos encontramos en medio de un tsunami de cosas, relaciones o trabajos que no funcionan, o quizás que ya no funcionan como antes. Algo pasó que el dial de la radio ya no sintoniza como antes, hace ruido. También pasa que en medio de la tormenta hay cosas que mueren, se desactivan y otras, dejan de existir. Algunas siguen en los relatos, en los recuerdos y se instauran con una nueva forma, viviendo ahora como muertos.

El asunto es que allí, en medio de semejante caos, nos encontramos sólo con un “corazón humano” como dice Coldplay, intentando tramitar estas cuestiones que aunque parecidas tienen sus diferencias. Creemos que es interesante detenernos en esto para no usar los mismos guiones LTA en todas las situaciones. Devolverle el espesor que borra/lentifica la rapidez absoluta con la que transcurren las cosas en este mundo capitalista al producir, como dice Pal Pelbart, un aplanamiento brusco de tiempo y espacio, anulando perspectivas y profundidad en la experiencia sensorial, perceptiva, cognitiva y existencial. 

Con este ensayo, buscamos hacer una pausa, mirar detenidamente e introducir suavidad y algunos matices en las lecturas de las cosas que nos van pasando. Desplegar en este tiempo que parece tan duro y lineal otras dimensiones, algunas nuevas-viejas preguntas y modulaciones.

 

El presente: sobre lo que fue y los futuros que nos vamos inventando

Eduardo Kohn dice que cuando algo existe “hacemos con eso”, sucumbimos a su eficacia sin esfuerzo. Lo vivo, lo que tiene esa consistencia vital, nos convoca y nos requiere tanto que pareciera que no se podría hacer otra cosa. Esto nos da algunas pistas para pensar cómo algo emerge o adquiere forma. Lo que adquiere relevancia o configuración no sería algo impuesto, que viene desde arriba, algo “dado” sino por el contrario, eso que queda y que tiene eficacia en tanto vive.

En este punto podemos pensar la vida como ese humus que alberga las huellas de lo que precedió y ya no está, lo que continúa estando y lo que puede ser, que encuentra forma per-formateando- se en el presente.

Se nos arma enredo, ¿no? Es que la vida no es el  producto de una suma simple de pasado + presente: futuro; sino que, como explica Kohn, es esa mezcla curiosa y compleja que se arma en relación a la geometría que tallan las historias ausentes, que al mismo tiempo sugieren una manera de habitar un futuro, teniendo este futuro a su vez relevancia en el presente.

 

Lo que afecta nos requiere / la vida crece en relación

 

Pensamos en algunos ejemplos que nos ayudan a pensar un poco más esta idea. 

Algunes de nosotres seguro hemos vivido la muerte de un ser queride. Nuestros muertos de distintos modos marcan una geografía otra en lo que queda vivo. Ya no están y sin embargo, lxs muertxs nos obligan a desplazarnos y armar  nuevos territorios. De cara a ese vacío se hacen lugares y configuraciones nuevas. A veces nuevas potencias surgen por esa falta de referencia, a veces también, pueden surgir nuevas prioridades o tramas vinculares. A veces otras estallan.

Entonces, si bien podemos pensar la muerte como límite radical a un modo de lo vivo, la muerte como hueco / vacío en donde lo que funcionaba (o no) con un viviente deja de existir, podemos pensar también que después, o ahí mismo, al rato, o a veces, pasa que vemos que lxs muertxs siguen existiendo, como refiere Despret. Lxs muertxs existen y a partir de algunas muertes hay mundos que dejan de existir, hay cosas que empiezan a funcionar distinto, o dejan de funcionar y también, nuevos mundos que empiezan a existir.

Allí en ese entrecruzamiento se pone en juego ese pasado y la nueva geografía a la que da vida, mezclada con esas fuerzas abyectas que empiezan a tener relevancia en esa nueva configuración presente.

Pensamos también en nuestra historia como mujeres y disidencias, somos las hijas de las que murieron en un montón de sentidos. Historias que acarreaban muchos malestares que por suerte perecieron y que viven en ese nuevo territorio que dejaron, muertes injustas, muertes que duelen, pero que siguen allí, están aún vivas dialogando con nosotrxs. Maite Amaya en uno de sus últimos escritos retomaba una canción en la que decía “sepan que sólo muero si ustedes van aflojando, porque la que murió peleando vive en cada compañera”. En este punto se hace más clara esta idea de que la vida crece en relación con lo que la vida no es y lo que busca lugar. Lxs muertxs nos hacen hacer. Al recordar a unx muertx estamos haciendo con elle, fabulando, narrando, instaurando vida. Vidas que son ahora muertes con las que vivimos.

Otro tipo de experiencias tienen que ver con situaciones que si bien están vivas, dejan de funcionar, o pierden la vitalidad que tenían. Allí en ese movimiento vital, se produce el entrecruzamiento temporal. Bateson, de hecho, plantea que lo que hace única a la vida, es justamente el modo en que una “diferencia” puede “hace(r) una diferencia”. A veces esa eficacia «vital» deja de sentirse como tal. Hay algo vivo pero no va, no funciona, no camina y allí, una pareja que componía deja de hacerlo, el gusto por una actividad deja de tener brillo o las modulaciones que comandan ciertos deseos o criterios estéticos se vuelven otros, en el mejor de los casos.

¿Por qué decimos en el mejor de los casos? Porque sabemos que a veces también podemos aferrarnos a formas que ya no funcionan o guiarnos por ciertas expectativas de lo que “tiene que ser” o de las “formas que corresponden” cuando en realidad estamos experimentando otra cosa. Dice Khon, “un sí mismo que no se deje desestabilizar por los -esos- y los -tus- que enfrenta constantemente, un sí mismo que no se incorpore en su crecimiento un nosotros más grande, no es un yo viviente sino el cascarón de uno muerto”.

El registro de que algo no funciona no marcha, no camina. Algo que a pesar de los gestos y movimientos nos lleva a sentir incomodidad. Incomodidad que  a veces se hace difícil de tolerar y rápidamente caemos en el llamamiento de las voces del statu quo para volverla parte de lo esperado y pasarle por el costado. “No debe ser para tanto”; “Ya va a ir acomodándose”; “Es parte”. 

No es que creamos que algunas cosas no van acomodándose o que parte de vivir en relación sea estar incómodas de a ratos, pero para que eso ocurra, para que la incomodidad sea potente, hay que hacerle lugar a eso que no funciona. Si no se vuelve aplanar resolviendose masivamente: “ahí ya no hay nada”; “eso está muerto”; “soltá, fluí”. 

Quizás podemos pensar que en esa maleza, en lo que no funciona, puede haber otra cosa. No necesariamente algo específico de lo que no funciona sino que en la medida que algo deja de funcionar puede también alojarse potencia de otra cosa. 

Algo no funciona. Puedo retirarme y darlo por muerto, puedo insistir en que funcione de la manera previa y seguir tropezando, puedo enojarme o llorar de la frustración, puedo desear que no hubiese ocurrido ese trastocamiento y además de todo eso, puedo mirar en esa maleza y ver si no hay allí, algún germen de otra cosa que podría abrirse paso. Darle lugar a eso abyecto, a esa fuerza anómala, que seguramente también compone para que algo ya no funcione (como funcionaba). 

 

“El futuro llegó hace rato” 

 

Nos parece interesante también detenernos en la  importancia vital que tienen esas fuerzas anómalas, eso abyecto que aparece como una fuerza otra dentro de lo existente. Fuerza que se desvía de lo que conocemos, de lo que hay y que, sin ser radicalmente otra cosa, pone en jaque lo que existe. Ese leve movimiento lateral que abre rumbos, en palabras de Ahmed.

Notamos que algo se vuelve consistente (visible) en un paisaje justamente porque es diferente. Eso que aparece, difiere a lo dado, se distingue y en la mayoría de los casos produce una experiencia de desestabilización en lo existente. 

Siguiendo a Khon, sabemos que el presente no es un punto fijo sino aquello que está apenas surgiendo en el flujo del tiempo. Flujo que emerge del movimiento, de eso que ya no es, de eso que perfomatea en presente el futuro y al mismo tiempo de ese futuro que afecta el presente. Entonces podemos pensar aquí algunas experiencias que se hacen posibles porque se vienen abriendo lugar desde hace rato, experiencias que aunque nuevas empiezan a performatear gustos y deseos futuros o deseos que aunque aún no sean concretos empiezan a operar en presente como esas realidades virtuales de las que habla Rolnik horadando de una u otra forma la tierra presente.  Como pensar en darme tiempos con amigas sin mis hijxs, habitar espacios nuevos, practicar algún nuevo deporte o actividad a la que no me animaba, probar nuevas maneras de vivir mi sexualidad, armar nuevas redes para pensar las maternidades…

Creemos importante espesar esta idea porque a veces son también esos movimientos los que al vibrar pueden rigidizar lo que existe, tensando los hilos frente a lo nuevo. Pensamos ¿qué nos pasa frente a la presencia de lo abyecto y/o de lo que no “funciona” como antes? Muchas veces nos genera mucho miedo, queremos volver a antiguas corazas o queremos meternos en un caparazón que nos proteja de tanta cosa. Otras veces, queremos apresurarnos y resolver rápidamente algo que todavía «no decantó», podemos decir ahora también, que aun no sucumbió a su efecto. 

Pensamos que es importante ser pacientes a los tiempos y confiar en esos movimientos vitales. Cuando sea/ cuando algo cambie/ cuando algo empiece a existir nos daremos cuenta (si estamos sensible a ello) simplemente porque lo vivo nos requiere. Lo que afecta nos requiere, responde a la lógica de lo viral, necesita huéspedes, pide relevo. 

Lo que afecta se contagia y busca perseverar. Vivir.

A la espera (fragmento) // Rocío Katz y Pedro Yagüe

Tuvimos que esperar muchos años hasta saber de la crecida. Fue a comienzos del veinte, en uno de esos veranos que se llevan todo por delante. La tierra agrietada del camino, los olores, los ruidos, el sabor amargo del polvo en la boca. Por esos días, el pueblo estaba conmovido por la desaparición de Gustavo, el hijo de Galíndez. Según contaban, el nene había salido a caminar con su mochila y nadie lo había visto volver. Gustavito era famoso en el pueblo. Si no estaba en la plaza, se metía en el almacén; si no caminaba por el río, lo encontrábamos en la vereda; si no jugaba con sus amigos, nos perseguía por la calle con esas preguntas que nadie sabía responder. Era inquieto, muy inquieto, de esos frescos que le andan diciendo cualquier cosa a todo el mundo.

Al principio pensamos que era cuestión de tiempo, que debía andar por ahí, perdido o jugando.

Pasaron dos, tres, cinco noches.

Y nadie lo veía volver.

Estábamos sacudidos, con una rabia loca, sucia, mezcla de intriga e indignación. Con los días el pueblo se volvió una sombra. Volaban acusaciones de todo tipo, miradas de sospecha, denuncias por lo bajo, teorías infundadas, sueños arbitrarios que se analizaban como mensajes, recuerdos borrosos de los que nacían ideas imposibles. Y discusiones. Muchas discusiones.

Así pasaron más días, más noches.

Y nadie lo veía volver.

Una tarde nos juntamos en la plaza. Fue idea del intendente, que, acusado por ciertas lecturas de manos, consideró que era momento de intervenir. El plan era tan sencillo como ambicioso: quería que nos viéramos las caras, que nos miráramos de frente hasta que se produjera una confesión. Ahí fue que todos, como en un espejo, descubrimos nuestro gesto sucio en el de los demás. Pero no sirvió de nada.

«Por algún lado tiene que estar», decíamos los esperanzados. «Después del río, solo hay llanura por kilómetros y kilómetros hasta el próximo pueblo. Por algún lado tiene que estar».

Y nadie lo veía volver.

Una tarde húmeda, insoportable, sin un solo instante de alivio, empezó una lluvia tan fuerte que tuvimos que dejar de buscar. «Un respiro», celebramos los exhaustos. «Una desgracia», vislumbramos los pesimistas. «Una posibilidad», sostuvimos los arbitrarios.

El cielo entero se había vuelto oscuro, explosivo. Era tanta el agua, que el río subió hasta meterse en todas partes. Las bicicletas flotaron, algunas calles desaparecieron, muchos muebles se estropearon. La tormenta destruyó unas casas, arruinó otras, aunque la mayoría simplemente se manchó.

Una de esas mañanas, cuando ya nos habíamos acostumbrado al sonido de las gotas contra el barro, cuando el adentro ya no se llamaba adentro sino de otro modo, dejó de llover. Los ruidos pararon y volvimos a ver la luz blanquecina del sol que de a poco se asomaba entre las nubes.

Fue entonces que Galíndez escuchó los pasos de su hijo. La puerta se abrió y el hombre entre sollozos corrió a abrazarlo. Después de ese primer encuentro que debió haber durado unos minutos, el padre detuvo la mirada y se sorprendió. Su hijo estaba idéntico a esa última mañana, sin rastros de agua en el cuerpo ni en la ropa. Algo inquieto, Galíndez comenzó a disparar las preguntas que se había hecho durante todas esas noches. Pero Gustavito no sabía responder. No entendía la reacción de su padre al verlo regresar, como cada mañana, de su paseo por el río.

Esa misma tarde nos juntamos en la plaza. Después de un feroz interrogatorio al niño, comprendimos que no había manera de entender lo que había pasado. Nos miramos de nuevo sin respuestas. Y cada uno volvió a ocuparse de sus cosas.

Esa fue la primera vez que supimos del río.

Aunque todavía nadie se animaba a hablar.

 

 

La ilusión monarca (fragmento) // Marcelo Cohen

Si volvían la cabeza hacia el muro posterior, más allá de la abulia cebosa de los guardias, a veces los presos veían o creían ver que en el cielo se alzaban llamaradas, bengalas, espirales de humo y de gas pardo. No les parecían enigmáticas. Un país destartalado suele llenar el aire que lo cubre con el aparato eléctrico de las tormentas, e incluso, durante la calma engañosa, con una maroma de gemidos, injurias, vibraciones de la rabia o la escasez; la luz del mundo inflacionario genera imágenes macabras.

Los presos conocían bien, por algo estaban presos, ese montón de impotencias: la forzada abulia del vendedor ambulante, el palillo en la comisura del tornero desocupado, la indiferencia del especulador (algunos presos habían especulado a su manera), la brutalidad del enfermero cansado, el último billete, la cruda desolación de las farmacias y fruterías. Algunos habían asaltado supermercados, y no para llevarse meras latas de corned-beef. O farmacias, para el caso. Y aunque pagaban sus delitos, en realidad los pagaban con una temporada de ocio pasmosamente benévola. Pero les habían puesto el mar ante los ojos. Y del mundo ellos se habían traído, junto con el recuerdo de la sopa desabrida, inextinguibles nociones sobre la pujanza, el crecimiento, la superación personal, la victoria.

Amistad, conspiración y libro // Diego Valeriano

Primero la amistad. Una amistad como apertura al mundo, como intimidad, como secreto, como segundeo. Amistad para poder seguir respirando, riendo, haciendo. Esta amistad no se reduce a un vínculo: es papel, tipeo, tinta. Una historia, unos dibujos, un río de aguas que crecen de manera inexplicable. Rocío, Pedro, Irene, el hijo que desaparece, los borrachos (acá hablan de vos y yo, ¿nocierto?) Amistad como otra forma de estar en una.

Segundo el libro. Me pasa algo y me cuesta definirlo. Siento que el libro como objeto cobra otra dimensión. No es un libro que veas en una estantería y te parta la cabeza. No es llamativo, ni estridente, ni flashero. Pero en cuanto lo empezás a hojear, tocar, leer, pasa algo. Conmueve de una manera especial. El color del papel, los trazos de los dibujos, ciertas nuevas texturas, la crecida del agua. La novedad de lo que está escrito y cómo se lee. El libro nos invita a algo. Se lee de un tirón pero no de manera manija. No hay ansiedad, hay ganas; no hay urgencia, hay intimidad; hay alegría, no euforia. 

Tercero la conspiración. Amador Fernández-Savater dice que conspirar significa respirar juntos. Los que conspiran se dan aire unos a otros contra la asfixia que produce el poder del negocio en la vida entera. No se limita a denunciar, sino que, como dice Piglia, “intenta modificar relaciones de fuerza y tiene a la huida por condición”. 

“A la espera” (Cordero Editor) es la conspiración, la amistad y el libro de Rocío y Pedro que nos invita a algo, a estar en una, a desertar un rato del ruido insoportable que nos deja sin ánimo, sin ganas, sin palabras. “A la espera” es una linda experiencia que construye una intimidad que nos permite respirar de otro modo. 

Diego Valeriano: «La pandemia nos permitió mostrar lo vigilantes que somos» // Agencia Paco Urondo

La Agencia Paco Urundo dialogó con Diego Valeriano, autor de La no sufras (Milena Caserola, 2021), que dio algunas precisiones respecto de la elaboración de su último libro, Él está vivo y nosotras estamos muertos (Cordero Editor), en el que se lanzó a narrar el asesinato de dos pibes en un barrio popular y cómo la madre de uno de ellos hizo frente al entramado dirigido por la Justicia. Por Branco Troiano

AGENCIA PACO URONDO: ¿Cómo llegás a la historia y en qué momento y por qué decidís trabajar narrativamente sobre ella?

Diego Valeriano: No llego a la historia. Soy amigo de Ale, conozco a Marquitos y toda la familia. Pasamos muchas cosas buenas y malas, hicimos varias cosas, anduvimos bastante. Hacía un tiempo que no la veía cuando asesinaron a los pibes. Pude contactarme un tiempo después con ella, acompañamos en lo poco que pudimos. A Ale la admiro mucho, un día se me ocurrió escribir un libro sobre ella y salió La no sufras (Milena caserola 2020), y a partir de ese libro fue que ella me pidió que escriba sobre su lucha, sobre cómo los jueces estaban dejando libre a los asesinos, que también escriba sobre Marquitos. No sé si decidí trabajar narrativamente, todo fue pasando.

APU: ¿Cómo fue el proceso de escritura, siendo que en la narración das cuenta de una relación íntima con las personas involucradas en el hecho? ¿Qué licencias te permitiste, hasta dónde el afán por crear un artefacto narrativo que funcione se le interpuso al deseo de, simplemente, llevar a cabo alguna de las maneras de la justicia?

D.V.: Solo empecé a escribir, a hablar con Ale y amigos, a contar algo de la manera más genuina posible todo lo que iba pasando. Nos iba pasando. No hay justicia, no existen maneras de justicia, todo es billete. La policía, los jueces, todo. Nunca tuve la idea de justicia mientras escribía. Nunca hablamos de justicia con Ale. Hablamos de otra cosa, acompañamos su lucha por otra cosa mucho más potente y real. Ni llego a entender de manera total la lucha de Ale, pero sí entiendo que es muy potente, que excede mi comprensión, que va más allá de nuestras nociones del tiempo.

APU: ¿Circuló el texto en el barrio? ¿Cómo? ¿Qué repercusión tuvo?

D.V.: No sé si hay barrio. O sí, hay barrio, el mismo barrio que le dio la espalda, que se escondió, que no dijo nada. Hay otro territorio en el que nos sentimos más cómodas. Un segundeo, su familia inmensa que ella expande cada vez, el San Martín, las películas de zombies, las charlas interminables que vamos teniendo, un andar, las plazas. Ella dice que el libro está bien y eso es un montón. El barrio ni me importa. A ella le gustó. Nos afectamos mientras lo íbamos escribiendo. Le gustó mientras lo iba escribiendo. Lo corrigió, me pidió que saque algunas cosas y que agregue otras. Lo leyó de un tirón de Villa del Parque a José C. Paz. No puedo mensurar efectos, es una amiga que me pidió algo (sin saber bien qué, sin saber por qué acepté) y que aunque no sé si la convenció el resultado final me dijo que estaba bien, justamente por amistad. Creo que en relación con ella poco importa el resultado o el efecto sino lo que nos fue pasando, las charlas que fuimos teniendo, lo que aprendí, cómo evocamos un tiempo, cómo nos segundeamos, cómo intentamos darnos el ánimo necesario para seguir. Ale es una mina increíble, una amiga desbordante, una mamá hermosa. Ella genera efectos en las cosas. La publicación fue afectada por ella y no al revés. 

APU: Ahora que encaraste un laburo en ese sentido, ¿de qué manera pueden dialogar la literatura y la justicia? ¿Es un diálogo?

D.V.: No sé bien qué laburo encaré. Intenté escribir a partir del pedido de Ale, creo que no traicioné su amistad. Aprendí cosas, a veces estuve bien, acompañé, creo que a ella en algún punto le sirvió, no en relación a su búsqueda porque paguen los asesinos sino a otra cosa, a algo anímico o afectivo. 
Respecto al diálogo entre justicia y literatura, la verdad ni idea, no sé qué significan esas dos palabras, me suenan a chamuyo. Son palabras de otro mundo, de un mundo vigilante, pretencioso y mezquino. No es que no haya diálogo entre literatura y justicia, no hay diálogo con quienes son parte de un negocio que destruye territorios, pibes y posibilidades. Que son la parte peor, más cruel y menos expuesta. Si pienso en los asesinatos de Marquitos y Lucas y lo que pasó, lo pienso como un caso emblemático y lo pienso así porque es el común de lo que pasa, porque es lo que se repite una y otra vez, porque es un destino casi imposible de esquivar para un montón de pibes y familias.

APU: ¿Creés que siempre fue un mundo vigilante el de la literatura?

DV: Escribir puede ser vigilante o no, depende de un montón de cosas, a veces ni depende de quien escribe. A veces es cuestión de suerte. No sé bien qué es el mundo de la literatura, pero por lo que veo de lejos eso que llaman literatura es un mundo bastante vigilante y cargado de opiniones, modas y reconocimientos.

APU: Y la pandemia agudizó bastante la vigilancia…

D.V.: No es que la pandemia nos volvió más vigilantes, creo que nos permitió mostrar lo vigilantes que somos. Nos habilitó poder señalar, espiar, stalkear en función de un valor superior. La literatura no está exenta. No es que somos vigilantes, nos cuidamos entre todes. Lo gorra fue habilitado, señalar al otro fue la nota. De repente estaba bien señalar las conductas de los demás. Si algo tiene de increíble Ale es que buscó justicia sin ponerse gorra, que luchó para que paguen sin ser vigilante, que se movió en este mundo horrible sin claudicar ni un poquito su espíritu de libertad.

Agencia Paco Urondo

Los hilos de la noche: el conflicto como camino // Florencia Abadi

Existe una concepción dominante del deseo que lo define a partir de la falta de su objeto, de la ausencia de aquello que se anhela, cuya tradición se remonta a Platón y llega hasta el psicoanálisis. Esta historia del deseo, que tiene su hito fundamental en el diálogo platónico en que la sabia Diotima establece que la madre de Eros es la carencia (Penía, la personificación de la pobreza), tiende a velar que en esa misma genealogía platónica el padre del deseo lleva el nombre de “recurso” o “camino” (Poros). Es decir que si bien no hay deseo sin falta (Deleuze discute esta tesis de manera relativamente solitaria), tampoco puede haberlo sin ciertos medios o recursos para lidiar con esa falta. El libro de Constanza Michelson Hacer la noche opera como un recordatorio de este aspecto olvidado: advierte que de lo que se trata en relación con las compulsiones y ansiedades que aplastan el deseo en la actualidad es de recobrar los recursos psíquicos capaces de crear una distancia que permita al erotismo circular y a la vida existir. Entre esos recursos, a Michelson le interesa sobre todo uno: el conflicto, su fuerza habilitante y su poder curativo. El conflicto es la “vida política interior” a partir de la cual es posible hacer la noche, construir ese espacio temporal en que habitamos el dolor sin huir de él o pretender aniquilarlo. Habrá entonces que mirar a la cara el insomnio, cifra de la compulsión simbiótica. El pensamiento poético que despliega este libro corta el cuerpo.

Michelson distingue: hay una noche primitiva, indiferenciada, uterina, caótica, de fantasmas y terror, y hay una segunda noche que es la noche de la ensoñación, que posee una luz intermedia que no es ni tinieblas ni la “luz feroz” de la ausencia de velos y el día continuo. Ahí en el medio los ojos no necesitan abrirse en estado de alerta paranoica ni andar ciegos de confianza; se entrecierran para acceder a lo simbólico, al ámbito del mito (término que quizás proceda del verbo myein que significa abrir y cerrar los ojos, entrecerrarlos). En ese ámbito podemos lidiar con el sufrimiento, contamos con los recursos y también los velos para hacerlo. “La noche tiene una inteligencia, no obstante, el día y sus razones no le han dado descanso”. Se trata del insomnio de mediodía, el más terrible, que no es estar despierto sino sostener el delirio en razones, y que remite a una luz sin sombra donde las cosas pierden su espesor. La ansiedad que domina el mundo contemporáneo, que rechaza la ausencia y exaspera de presencia aunque no se esté casi presente, cancela no solo la espera (la demora erótica) sino también el símbolo, recurso clave de la vida del conflicto. Cancela en definitiva el misterio, la opacidad constitutiva de lo humano, aquello que permite la diferencia.

En el caos sin borde ni contención tenemos el abrazo o el Rivotril, apunta este libro, pero ninguno de ellos alcanza para hacer un mundo: hace falta el lenguaje, el recurso humano por excelencia. El lenguaje al que se refiere Michelson, el lenguaje de la segunda noche, surge de la Caída, corte de la simbiosis. No es el lenguaje con el que Adán nombra bestias y aves en el paraíso, pero tampoco es el lenguaje de Saussure, puro signo arbitrario. Lejos de una visión instrumental del lenguaje, en el que este es visto como un medio para comunicar contenidos que le son externos, el modelo que toma este libro para lo lingüístico es nada menos que la plegaria. La plegaria del creyente pero también la del ateo, porque lo esencial reside en la voz que profiere desde la radical vulnerabilidad, condición de todo lazo. No se trata aquí de la respuesta, sino del ruego, de la vida interior que se construye a partir de él. El animal humano se caracteriza por lanzar un grito que es traducido luego como llamado. Por eso la plegaria define también la filiación: “Tus hijos no te pertenecen. Sí, su llamado”. La ética de la responsabilidad en la que insiste Michelson se funda en el compromiso con la escucha de ese llamado, en el gesto que responde por la fragilidad de lo creado y que supera la verdadera tentación, el verdadero deseo prohibido, que no es sexual sino que consiste en el deseo de desresponsabilizarse (como enseña el célebre sueño de Irma). “Seamos creyentes o ateos, la plegaria es el gesto de la fe de la existencia de otro en mí”, y para eso debemos permanecer sobrios, abiertos, evitar la solemnidad que destruye el lazo (“Cristo no fue solemne”, escribe Mistral, aquí citada). El ámbito de la trascendencia resguarda literalmente un más allá, un aire para el vuelo de Eros, contra el materialismo banal incapaz de establecer para la vida coordenadas que excedan una inmediatez compulsiva. En este sentido, Michelson trae a colación un comentario de Rafael Gumucio: “quienes no creen en la vida después de la muerte viven como si nunca fueran a morir. Entonces, ¿quién es el creyente ridículo? Mejor creer en lo imposible que en una estupidez”.

Con la muerte de Dios, la capacidad del lenguaje para reparar el mundo entra en crisis. Habitamos entonces lenguajes rancios, el lenguaje aséptico de la corrección política, el lenguaje infantil de la indignación, el lenguaje culposo plagado de clichés e incapaz de una palabra verdadera, el lenguaje indolente de la salud mental, “sin vuelo ni promesa”, que no escucha (el llamado que procede siempre de la singularidad). El hospital se quedó sin hospitalidad, nos dice. “Para lo sanitario el dolor no sirve para nada, aunque tampoco es justo decir que sirva”. El dolor no es un instrumento, es la condición que nos liga. Michelson nos recuerda que los lenguajes para el dolor importan: la actualidad del psicoanálisis, su potencia alternativa a la medicación generalizada y descontrolada, reside en la práctica de la escucha, pero además en que su lenguaje acredita el conflicto como modo de hacer con el dolor, de hacer el duelo, porque del otro lado hay “una carnicería que busca paz como se busca la paz en la guerra: borrando al enemigo”.

En la misma dirección, se señala como recursos el lenguaje político, el lenguaje alusivo del humor, el lenguaje como poder de conjurar, de disolver y curar. Estos lenguajes reclaman paciencia, la paciencia que no tenemos (“hemos construido imperios pero hemos perdido la paciencia”), pero si bien la ansiedad devino programa político, un halo de esperanza tiñe las páginas de este libro, felizmente insolente con el discurso de la ciencia y profundamente compasivo con todo sufrimiento que comporta estar vivo. Se trata de la apuesta inclaudicable por los recursos psíquicos, lingüísticos y simbólicos sin los cuales no es posible entregarse al descanso que ofrece la noche. Necesitamos hilos para retornar a ese hogar que, nos enseña esta lectura, no preexiste sino que se hace. La genealogía que Aristófanes crea para Eros afirma que es hijo de Nix, la noche. Michelson lo entiende igual. El camino de la cura no es una línea ni un progreso, sino el conflicto en tanto hilo que orienta en la noche. Porque no se trata de satisfacer la suma total de las inclinaciones (como define Kant la felicidad), sino que “a veces se puede estar bien estando mal”.

 

* Reseña de Hacer la noche, Paidós, Santiago de Chile, 2022, 255 pp.

Mentira, delirio e imaginación política // Juan Manuel Sodo

Durante los últimos fines de semana de Junio participé de las Jornadas de acción gráfica y pensamiento colectivo “Imaginaciones Políticas, un puente entre 2002 y 2022”. Artistas visuales, militantes populares, talleristas comunitarios, humoristas, performers, escritorxs, editorxs, feriantes, poetas, músicos, fotógrafxs, asambleístas, mediactivistas, serigrafistas, pensadores y documentalistas, entre otros, confluyeron en una antigua imprenta del barrio de Chacarita para abrir experiencias y acciones surgidas al inicio del milenio e interrogar sus vitalidades hoy.

En este contexto, no se me ocurre mejor cosa que asumir esas dos palabras como problema: ¿qué es la política para nosotros?, ¿en qué anda nuestra imaginación? La política se habla cada vez más con los lenguajes tristes del pronóstico, la rosca, el tacticismo de periodismo deportivo, el chimento de espectáculos o la agenda del día. ¿Va a jugar o no va a jugar? ¿Arma por afuera o va a internas? ¿Rompe? ¿Le contesta? ¿Sube a Nación o baja a Provincia? Quedando reducida, en cualquier caso, a objeto de estudio pero sobre todo a tema de conversación.

Ahí hay entonces un primer asunto que reclama imaginación. ¿Cómo hacer para que la política sea la práctica colectiva de preguntarnos cómo queremos vivir (cómo queremos trabajar, alimentarnos, relacionarnos, producir…), antes que un conjunto reglado y estandarizado de repertorios de conversación que, en el mejor de los casos, nos deja parloteando solos, en primera persona y en un lugar de mera opinión (a favor/en contra; repudio/adhesión; banco/me indigna)?

En cuanto a la imaginación, hipótesis: la imaginación está obturada. Del mismo modo en que lo están las demás potencias que nos distinguen como especie. La potencia de trabajo, subsumida a medio de subsistencia; la de lenguaje, a medio de comunicación; la de imaginación, a recurso piola y copado para la auto-valorización en el mercado (tener creatividad, ser creativos). Eso en términos generales. Pero en términos puntuales, podría decirse que está obturada en al menos tres sentidos.

1) Obturación técnica. Propia de las vidas mediatizadas por pantallas. Cuanto más expuestos estamos a imágenes maquínicas pre-formateadas, más se saturan nuestras capacidades orgánicas y autónomas de producir imágenes por nosotros mismos.

2) Obturación moral. La hiper-corrección puede hacer que las imágenes y los lenguajes se vuelvan un poco conservadores. Más que imaginar otros horizontes, se trataría de no retroceder. Que no se avance sobre lo que alguna vez fueron conquistas.

3) Obturación por captura de ultra-derechas. Dada por la apropiación y el vaciamiento de lenguajes que históricamente fueron parte del acervo imaginal emancipador. Libertad, libertario, anarquía, cambio, desobediencia, transgresión, revolución…

Con ese marco, entre algunos amigues, surge la necesidad de activar formas, ejercicios, modos de “liberar” la imaginación. Traer el futuro al presente (y no al revés). Bajo el supuesto de que algo empieza a suceder, a irradiar efectos, acá, ahora, en el presente, desde el momento en el que nos lo podemos imaginar. ¿Cómo sería, por ejemplo, un ñewsletter que resuma las principales noticias no de lo que pasó sino de lo que quisiéramos que pase, haciendo de cuenta que pasó?

¿Qué quisiéramos que pase? ¿Cómo se escribiría eso? ¿Qué memorias (literarias, humorísticas, activistas) tenemos a mano? ¿Cómo están nuestras imágenes? ¿Qué imágenes de futuro deseable se nos aparecerían? ¿Por qué discursividades políticas están moldeados nuestros imaginarios? ¿Cuál sería nuestra “agenda”? Sería, a la vez, una manera de disputar algo que sí pertenece al baúl de las derechas: el delirio, la operación para incidir en la realidad, la mentira deliberada, lo fake. ¿Cómo sería una fake news “de izquierda”? No sabemos. Excusa para la experimentación.

 

** Texto escrito en base a notas tomadas para coordinar la actividad titulada “fakeódromo”, en el marco de Imaginaciones Políticas, un puente entre 2002 y 2022, organizadas por María Eva Blotta y Diego Maxi Posadas, realizadas durante el mes de junio en el barrio porteño de Chacarita. En @imaginaciones.politicas fotos, registros, más información.

Bichx y centaura. Sobre «Jamás tan cerca», de Agustín Valle//Natalia Ortiz Maldonado

Un libro no es solamente aquello de lo que habla un libro, tampoco es solamente la materia de la que está hecho (el papel, los hilos, la tinta), no es quien lo escribe ni quien lo lee. Un libro es un haz de fuerzas. Materialidades sí, pero también actos, trampas, sortilegios, silencios, promesas, flujos. Lo que dice, quien lo dice, cómo lo dice, quién lo lee, cómo lo lee, los espacios por los que navega, el valor que porta y circula, los dispositivos técnicos que porta y sostiene, los árboles que se talan y los ríos que se contaminan para hacerlo, los mundos que habilita y los que censura, lo que pasa y lo que no deja pasar. Jamás tan cerca es todas esas cosas y algunas más. Voy a detenerme en tres: una persecución, una pregunta y un sonido.

 

Persecución

 

El libro recorre la marabunta que somos, la confusión que habitamos, diciendo que no sabemos, reivindicando que no sepamos porque nadie sabe solx, sí, pero también porque nadie sabe su época. Eso es vivir algo en presente: no saber. Se trata de tomar distancias con los relatos heroicos que no pueden dejar de explicar, maníacamente, inclusive cuando dicen que no lo hacen. Pero en el libro ocurre algo más, porque se logra decir algo, se intenta un común sin saber, diciendo que no se sabe, no sabiendo. Como andan lxs cachorrxs antes de ser tecnobichos.

 

Cuando realmente no se sabe, se vuelve imprescindible prestar atención, dar la atención. Y se desarrolla un habla persiguiendo lo que ocurre, acoplándose, se pone la lengua sobre la superficie viva. Seguir lo que ocurre rastreando, como diría Vincianne Despret, persiguiendo las huellas de un animal al que probablemente no se alcance pero al que sí se puede conocer a través de sus huellas, detectando sus velocidades, sus presas, las guaridas en las que duerme por la noche o el día. O donde no duerme nunca. Recorrer lo que ocurre con meticulosidad, tomando por momentos su velocidad frenética, desacompasándose de cuando en cuando para entrever.

 

Quien escribe rastrea superficies (redes sociales, medios de comunicación, redes de subtes), señales y pulsos (la velocidad de un audio, la rayita que titila en el lugar en el que vamos a escribir, el modo del cursor, el azul de los vistos). Rastrea además acciones viejas (medir, competir, desear) que se reimprimen como acciones y palabras nuevas: chequear, escrolear, laiquear, gostear, espamear, notificar, administrar, guglear, empantallar, postear, hacer flaiers, editar, estresar, estar-siempre-disponibles.

 

Somos tamagochis de nosotrxs mismxs, se dice, somos “yo digital”, habitantes sin cuerpo de un mundo luminoso, brillante, prístino, que con su nombre “virtual” ya nos tendría que advertir algo sobre lo problemático de tener un cuerpo orgánico, que necesita ser tocado, alimentado, dormir…

 

Pregunta

 

Pero las huellas que se persiguen a lo largo del libro no son solo las huellas del “yo digital” sino sobre todo, del bicho humano que estamos siendo, acá y ahora y, sin embargo, tan lejos de sí mismo, tan perdido, tan cabizbajo, tan solo y tan acompañado, tan capaz de genocidio y de poesía, de maravillarse ante una pintura como de apretar un botón (ni siquiera -ya- un botón sino una región en una pantalla) y hacer explotar una bomba, quemar un pueblito, ametrallar una escuela.

 

Quien escribe está de pie justo allí. Mira, como en la pintura de Turner, parado desde un risco, nuestro risco. Vemos su nuca, la espalda erguida. Y mirando así plantea una pregunta, quizá una de las pocas preguntas que importan, con la voz de la infancia, el territorio más fértil y potente que aún tenemos. Quien escribe está parado ahí y pregunta: “pero ¿no habrá sido siempre así la humanidad: todo lleno de cosas horribles pero también cosas no horribles?”. 

 

Es probable que Spinoza se haya encontrado ante una pregunta similar, seguramente Adorno y Benjamin, expresamente Canetti y Simone Weil. El bicho humano, esa sibilia oscilante, ese genio inmanejable, borracho y alucinado. Esa centaura que no para de crear, que crea dioses y diosas y luego olvida que lxs ha creado: estados, salvaciones, algoritmos, máquinas, infiernos. Lo que todas estas escrituras comparten es que jamás estuvimos tan cerca… de la abstracción, de lo muerto. Quizá el bicho humano es la centaura que late contra lo muerto que ella misma excreta. Agustín Valle narra esta centaura, el modo en el que dobla las patas y abre las manos, las excrecencias oscuras que deja al andar. Acá y ahora. Formula la pregunta e intenta una respuesta (im)propia. En presente continuo, concreto, vivo. 

 

Quienes cumplimos con el ritual iniciático de leer o escuchar leer sobre alrededor bajo o contra Deleuze, supimos que no hablamos ni escribimos por otres sino ante otres. Levinas decía que se trata de hablar ante el dolor de lxs demás, de elaborar relatos que puedan ser compartidos con quienes sufren. Pero qué pasa si quienes sufren algo somos todxs, cómo podríamos hablar desde, en y sobre un dolor que compartimos. Esta es otra de las tareas de este libro, que no ocurre menos porque se trate de un libro de teoría y filosofía política. Todo lo contrario, ocurre más, porque lo que nos duele es precisamente lo que nos pasa ante una dimensión impotente de la política: hacer venir lo vivo en nosotrxs, advenir-nos. 

 

Dónde está lo vivo, donde la casa, el amor, el lenguaje. No existen, mi niñe, habrá que inventarlos otra vez. Dónde. No sabemos. Pero es acá y ahora. También.

 

Sonido

 

Hay pistas. En este libro se habla de los feminismos (como experiencia colectiva de quienes hacen del dolor un motor para la acción), del zapatismo, de algunos movimientos sociales, de algunos grupos, de quienes dicen que no, de quienes quieren humildemente pero mucho alguna cosa, de quienes aman. Y se habla de la pupila, del estar rostro a rostro vivo. No hay pupilas en la mentira luminosa de las pantallas, se dice. Como miope y como astígmata, necesito agregar a la señalética de este libro, el sonido. Porque la vista está demasiado cerca de la mente, habita un plano único, aplana, es totalitaria; mientras que el sonido (cercano al tacto) es vibración de la materia, reclama y hace cuerpo, puede evadir algunas trampas, pero no todas. Pareciera ser, susurra Adorno (que sabe susurrar) que es más difícil ver el amor o el dolor que escucharlos. Y si los podemos escuchar, los podemos contar después. Contar, como no se cansa de susurrarnos Úrsula Le Guin, es escuchar. Y en este libro escribe quien primero la supo escuchar, persiguiendo las huellas, tenazmente. La voz narra, sube y baja, titubea, putea, ríe, canta y en ciertos momentos, solloza. Con los héroes no se compone una amistad. Solo duelos, aquello de matar y morir, el honor, los argumentos, la admiración, el temor, las pirámides. Los héroes no están ante y con nosotrxs. Los héroes solo saben.

 

Violencia Institucional en un Colegio de Psicólogxs. La impunidad es una banda elástica que se estira y estira // Ezequiel Borensztein

(Leyendo la serie de notas Abusos y Violencias en el Campo Psicoanalítico publicadas en este medio, aceptamos la invitación de hablar y no callar más).

 

Qué sucede si te cuentan y te demuestran con pruebas fehacientes que en un Colegio de Psicólogoxs se combate el espíritu crítico, se denuncia, se persigue y se expulsa al disidente? Que sucede si las autoridades de un Colegio de psicólogxs impugnan y proscriben de manera fraudulenta a la lista opositora con argumentos falaces condenados por la Justicia? ¿Qué sucede si los representantes no representan a sus representados? ¿Qué sucede si no cumplen con sus funciones gremiales? ¿Qué sucede si los números no cierran?  

La respuesta a estas preguntas es nada. No sucede nada…por ahora.
La impunidad, la oscuridad y el silencio reinan en un ámbito donde lo natural sería la circulación de la palabra y la ética que nuestra profesión requiere. Hace años que las autoridades de un Colegio de Psicólogxs practican violencia institucional, ejerciendo la lógica perversa de ser juez y parte, adueñándose de un espacio que es de todxs.
 
Con un grupo de colegas venimos luchando para que todo este entramado burocrático y feroz salga a la luz.
Es bueno que la comunidad psi sepa que en un Colegio de Psicólogxs conocimos una forma original de violencia muy difícil de enfrentar.
Una cachetada/caricia que nos gira la cara hacia el abismo entre lo que se dice y lo que se hace. Una violencia suave. Una máquina de hacer dóciles. Una nueva forma, dolorosa pero light del autoritarismo. Una humillación rosa. Burócratas que impiden con su Poder cualquier poder.
Intentan y lo logran por momentos hacernos sentir invisibles, mudos y estúpidos. ¨Un Ente¨, como dijo el dictador aquella vez.
 
Levantan el cono del silencio en una habitación sorda. Montan escenas para la burla. El bullying ensayado sale disparado con “respeto “.

Sus ¨como¨ desvían cualquier ¨que¨. No dan Quórum, hacen de la trampa una manera de actuar. Abren kiosquitos para ellos y su séquito. Corren los ¨viáticos¨ en negro. Sus ¨mesas¨ son un muro impenetrable y se nota en sus gestos inexpresivos, el entrenamiento de los asesores de márketing,  de comunicación, legales, contables, etc.

¨Articulan¨ ¨dispositivos¨  bla bla bla, teatral como si, puro cartón pintado, siempre dando la espalda al colectivo.
La violencia institucional nos azota, nos entra en el cuerpo. Nos desgasta y nos devasta. La impunidad es una banda elástica que se estira y se estira.

No hay límites para el canalla noble. Ni la justicia les hace tope. Y menos cuando los zombis de la obediencia debida no despiertan de la anestesia clientelar. Son duras las batallas éticas. Pero se las gana con solo librarlas.

Guerra Civil Psicótica Global (GCPG) // Franco «Bifo» Berardi

La primera edición de Héroes salió en Londres en 2015. Empecé a escribir ese libro en julio de 2012 después de leer sobre la masacre que tuvo lugar en la ciudad de Aurora, Colorado. Un niño llamado James Holmes, vestido como Batman, con cabello naranja, fue al estreno de Dark Knight Rises de Christopher Nolan, y durante la proyección sacó un par de armas automáticas y disparó contra la multitud matando a unas pocas docenas de personas. Treinta y dos si no recuerdo mal.

En los meses anteriores, una mezcla de repugnancia y fascinación perversa me había empujado a leer todo lo que pude encontrar sobre este tipo de masacres que parecían haber proliferado desde hacía algunos años, especialmente en Estados Unidos. Cuando leí sobre James Holmes y la masacre de Aurora me decidí a escribir sobre este tema, porque este episodio me obligó a reflexionar sobre la relación entre diversión, soledad, competencia y, sobre todo, sufrimiento.

Han pasado diez años desde aquel episodio, el pobre James Holmes estará encerrado en alguna prisión norteamericana, pero la matanza nunca ha cesado, al contrario, avanza cada vez con más intensidad.

En 2021 hubo más de un tiroteo masivo por día, según Forbes. Con la expresión tiroteo en masa nos referimos a un evento en el que una persona mata al menos a cuatro de sus semejantes, y luego generalmente se suicida.

Lo que me impulsó a escribir Héroes en 2012 no fue solo lo absurdo de un país donde cualquiera, incluso psíquicamente perturbado, puede comprar armas altamente destructivas. Sabemos que ese país nació de un genocidio, se hizo próspero explotando el trabajo de millones de esclavos deportados con violencia, y por tanto sabemos que ese país es por su naturaleza misma la negación de lo humano. Sabemos que ese país persigue la supresión de la solidaridad, la comprensión y, en definitiva, de la humanidad en todas partes. Y sobre todo sabemos que ese país ha invertido sus recursos económicos e intelectuales en la producción de armas cada vez más letales, y que su cultura defiende la posesión de armas como si fuera la única libertad de la que no piensan privarse.

El devenir actual del mundo quizás se entienda, observado a través de esta especie de locura horrible, mejor que a través de la locura depurada de los economistas y los políticos. La agonía del capitalismo y el desmantelamiento de la civilización social se puede entender mejor desde este punto de vista peculiar: el crimen suicidario.

La realidad desnuda del capitalismo a la vista: horrible.

En el país líder del mundo libre se produce más de una matanza al día, y la media se ha acelerado tras el tremendo exterminio de niños en Sandy Hook, tras el que Obama prometió medidas que no pudo adoptar. En 2021 las masacres en las que quedan más de cuatro víctimas sobre el terreno fueron 147. Pero el pico se alcanzó en 2020, cuando se produjeron 610 masacres en doce meses, mientras la covid-19 segaba a otros inocentes.

En un artículo publicado en The New York Times el 27 de mayo de 2022 (“América puede estar rota sin posibilidad de reparación”), Michelle Goldberg nos informa de que “la principal causa de muerte de los niños estadounidenses son las armas de fuego”. Pero la mayoría de los legisladores en el Congreso ven esto como un precio que se debe pagar para defender la libertad.

Libertad: así la llaman. Por la libertad cometieron el genocidio más perfecto de la historia de la humanidad; por la libertad deportaron a millones de hombres y mujeres de tierras africanas; por la libertad explotaron a millones de esclavos. Por la libertad consumen los recursos del planeta en proporción cuatro veces superior a la media de los países restantes.

¿Cómo esa gente arrogante no puede lograr hacer una ley que limite la disponibilidad de armas, para que al menos los niños puedan salvarse? Michelle Goldberg responde: “Será imposible hacer algo en el tema de las armas, al menos a nivel nacional, mientras los demócratas tengan que lidiar con un partido que contempla la insurrección como una posibilidad política de futuro”.

El punto es este: en Estados Unidos se desarrolla desde hace algún tiempo una guerra civil que no tiene fronteras políticas reconocibles, que no opone estos a aquellos, los pobres a los ricos, o los blancos a los negros, sino que opone a todos contra todos.

La guerra civil está en curso, pero no se puede declarar porque es una guerra psicótica

La guerra civil está en curso, pero no se puede declarar porque es una guerra psicótica, desprovista de cualquier otra motivación que el sufrimiento psíquico, la desesperación y la violencia endémica y congénita.

Michelle Goldberg señala que “las víctimas de los asesinatos en masa cada vez más frecuentes son daños colaterales en una guerra civil fría”. Durante su triunfante campaña electoral de 2016, Donald Trump lo dejó claro: la gente de la Segunda Enmienda podrá detener a Hillary Clinton antes de que pueda llegar a la Casa Blanca. La gente de la segunda enmienda, para quien no lo haya entendido, quiere decir: la gente aficionada a su arma de guerra.

Pero lo más interesante es lo que escribe Michelle Goldberg al final de su artículo: “La venta de armas tiende a aumentar después de cada asesinato en masa”.

Entretanto, los republicanos han relanzado la idea (una idea fantástica, puedo decirlo yo, que he sido maestro durante veinticinco años) de armar a los maestros.

¿Merece sobrevivir una sociedad en la que los maestros y maestras tienen que estar listos para sacar el revólver y matar al intruso frente a los escolares? No merece sobrevivir, pero la buena noticia es que se está suicidando.

El hecho de que tras cada tiroteo con abundante cantidad de cadáveres derramados por el suelo aumente la venta de armas permite comprender que para el país líder del mundo libre no hay otro futuro que una guerra civil cada vez más insana. Una retroalimentación positiva que se suma a los muchos otros procesos de autoalimentación de tendencias destructivas. La irreversibilidad de las tendencias autodestructivas (a nivel ambiental, social, militar) es la garantía de un final horrible para toda la humanidad.

 

Guerra civil psicótica

En los años posteriores a la publicación de Héroes, algunos periodistas me llamaron para preguntarme qué pensaba de nuevos episodios de ese tipo, pero les respondí que ya no quería convertirme en un experto en terror demente, y no me mantuve al tanto de esos eventos sombríos.

Durante esta primavera de 2022, sin embargo, ese libro volvió a mi mente porque el heroísmo de los psicópatas que en la última década llenaron de sangre cines, escuelas primarias, conciertos masivos y supermercados hoy parece extenderse mucho más allá de los confines de las noticias policiales. Para invadir la esfera geopolítica, para apoderarse del destino del mundo.

Héroes hablaba del insano retorno del heroísmo suicida en el inconsciente de individuos aislados, aunque no tan pocos. Ahora el heroísmo suicida ocupa el centro del paisaje mediático global y se extiende por el lenguaje de los grandes líderes políticos.

El heroísmo del asesino en serie se destaca ahora en un nuevo contexto: el de la guerra, el del asesinato sistemático y legalizado, el del exterminio prometido y realizado.

La guerra que estalló el 24 de febrero de 2022 en las fronteras orientales de Europa marca el inicio de la fase final de la agonía de la civilización blanca, la que se ha definido como “moderna”. La agonía comenzó en los años en que el poeta irlandés W.B. Yeats escribió que “los mejores carecen de toda convicción, los peores están llenos de una intensidad apasionada” (“The best lack all conviction, the worst are full of passionate intensity”, The second coming). El pareado podría interpretarse así: “Los mejores están deprimidos, los peores están eufóricos y apasionadamente mandan armas a los que quieren matar o quieren que los maten”.

Ante la evidencia de su decadencia, en el agotamiento de las energías que han hecho posible cinco siglos de expansión económica, territorial, demográfica y técnica, la raza blanca (o más bien la cultura cristiana, expansionista y patriarcal) se encuentra en un delirio de omnipotencia que esconde una pulsión suicida.

El heroísmo del asesino en serie se destaca ahora en un nuevo contexto: el de la guerra, el del asesinato sistemático y legalizado

La cultura blanca no puede pensar en el agotamiento, el inconsciente blanco no puede aceptar el agotamiento de los recursos naturales que la aceleración extractivista ha consumido de forma frenética. La expansión económica sólo es posible hoy si devasta aún más el entorno planetario que se está volviendo inhabitable para los humanos. La expansión territorial colonial, habiendo llegado a los límites extremos del planeta, ha sido sustituida por la aceleración del tiempo infoproductivo, pero esta aceleración ha provocado el agotamiento del sistema nervioso de la humanidad.

Así hemos llegado a un colapso psíquico del que la guerra de Ucrania es consecuencia y síntoma a la vez. La guerra psicótica que tiene su epicentro en Ucrania está destinada a desencadenar consecuencias apocalípticas a nivel económico, energético, alimentario e incluso financiero. Y ciertamente está destinada a agravar la crisis psíquica que ha trastornado el cerebro colectivo.

Es fácil predecir que los efectos económicos se extenderán rápidamente por todo el planeta, llevando a decenas de millones de africanos a la hambruna y devastando el sistema productivo europeo, mientras que no podemos predecir si la guerra local librada con armas convencionales evolucionará hacia una guerra generalizada con el uso de armas nucleares. Por ahora nos limitamos a presenciar el horror que las televisiones privadas y públicas muestran sin parar durante todo el día, todos los días, para que el espíritu público se entusiasme y se llene de heroísmo.

El heroísmo está de moda

El heroísmo está de moda en el discurso público de los medios y políticos europeos. Se llama a la población a apoyar a los combatientes, se anima a los combatientes a resistir, a matar y a morir.

La Unión Europea nació con la intención de superar la retórica del nacionalismo y de renunciar para siempre a la guerra, pero ahora Europa se erige como una nación en armas, en la euforia de los viejos trotskistas convertidos al intervencionismo. Vuelve el Sturm und Drang que llevó a Europa a desatar dos guerras mundiales en el siglo pasado. Más armas, más armas, se grita de un extremo al otro del continente.

Incluso en el continente norteamericano hay prisa por armarse, como si cuatrocientos millones de armas de fuego no fueran suficientes repartidas en una población de trescientos treinta millones.

Cuando escribí Héroes sabía que esto no era una moda pasajera, que la devastación psíquica producida por la sociedad hipercompetitiva continuaría alimentando el frenesí psicótico-asesino. Pero no sabía entonces que esta guerra civil psicótica convergería con una guerra pasada de moda del siglo XX. Así que aquí estamos, viendo en la misma pantalla de televisión a Biden prometiendo enviar cada vez más armas letales a sus clientes ucranianos, y Biden llorando lágrimas de cocodrilo por la violencia en Uvalde, donde un joven de dieciocho años llamado Salvador Ramos se encerró en un aula de la escuela primaria y disparó a niños y maestros, matando a veintidós víctimas inocentes, tanto como lo son los civiles que mueren bajo las bombas rusas en Mariupol y Severodonetsk.

¿Quién era Salvador Ramos? Salvador era un adolescente nacido en una de las muchas familias que huyeron de los países de América Central. La madre es drogadicta, como millones de personas en este país, donde durante años se distribuyen opiáceos a bajo precio, como cura para la infelicidad.

Debido a que la gente de Estados Unidos es la gente más infeliz del mundo, la demanda de sustancias para aliviar el dolor es enorme, y dado que Estados Unidos es un país donde las grandes corporaciones tienen todo el poder y los pobres no tienen derechos, es normal que se extienda la adicción a las drogas, promovida por las grandes farmacéuticas.

La abuela de Salvador Ramos cuidó de su nieto y lo que sabemos de la vida del niño basta para explicar por qué quería vengarse. Familia migrante, muy pobre. Sus compañeros lo habían aislado y maltratado, dicen los diarios, porque era pobre, porque tartamudeaba un poco, porque vestía emo y porque, en cierto momento, comenzó a usar un lápiz para resaltar la línea de sus ojos. Tenía un rostro muy hermoso, en una foto tiene el pelo largo y una mirada triste pero dulce, femenina.

Salvador Ramos abandonó la escuela que para él debió de ser un lugar de tormento y humillación. Luego volvió a la escuela, con dos fusiles automáticos, e hizo justicia matando a una veintena de niños.

Algunos psicólogos han dicho que Salvador tal vez deseaba matar su propia infancia, que debió de estar marcada por el dolor de la separación de su madre, la consternación por la crueldad del mundo adulto y la maldad de sus compañeros. Con ello se viene a decir que al fin y al cabo la conclusión a la que ha llegado Salvador es del todo coherente, comprensible: liberó a una veintena de sus semejantes de una vida que ciertamente estaba destinada a ser dolorosa, repugnante, humillante, como la suya. Y se liberó de esa vida que ya no tenía ninguna posibilidad de ser otra que la que había sido su infancia.

He leído que un día Salvador dijo que quería unirse a los marines para poder matar. A pesar de sus orígenes y de la marginación a la que Estados Unidos lo había destinado, Salvador se había convertido en un verdadero estadounidense, un aspirante a asesino que sabe que puede expresar plenamente sus habilidades y su vocación yendo a algún país lejano donde, como en Afganistán y como en Irak, hombres, mujeres y niños pueden ser asesinados con impunidad. Mientras esperaba matar por la defensa de su patria, ¿acaso Salvador había decidido entrenarse comprando y usando dos rifles AR15 y más de trescientas balas? No, no se trataba de entrenar para la guerra. La guerra está en todas partes, dondequiera que haya enemigos que eliminar. Todo ser humano es un objetivo. Primero le disparó a su abuela en la cara, pero ella sobrevivió, pobre abuela. Aquí, la abuela es, entre todos, el personaje con el que más me identifico.

Una semana antes de la masacre de la escuela Uvalde, otro joven de 18 años, Payton S. Gendron, entró a un supermercado en la ciudad de Buffalo y disparó a personas que estaban comprando, matando a una docena de afroamericanos y a un par de desafortunados más. El joven Gendron había declarado sus intenciones en un manifiesto supremacista publicado online: oponerse con las armas al Gran Reemplazo, la invasión de negros y otros no blancos. La obsesión racista se ha magnificado en el inconsciente blanco, incapaz de lidiar con el agotamiento de su poder.

La obsesión racista se ha magnificado en el inconsciente blanco, incapaz de lidiar con el agotamiento de su poder

El declive demográfico, social e intelectual de la raza blanca alimenta una ola de violencia que adopta diferentes formas, desde la masacre de Buffalo hasta la decisión de los gobiernos europeos de ahogar a los africanos que intentan cruzar el mar Mediterráneo mientras acogen a millones de refugiados ucranianos que huyen de una guerra armada por los occidentales. Desde este punto de vista, el joven Gendron tiene todo el derecho de proclamar, como lo hizo durante la primera audiencia (porque no se suicidó, a diferencia de la mayoría de los tiradores en masa), que es un verdadero estadounidense.

¡Armas! ¡Más armas!

El 29 de mayo, en Uvalde, en el pueblo de Texas donde ocurrió la masacre de la escuela primaria, Joe Biden se quejó: “Demasiada violencia, demasiado miedo, demasiado dolor”.

Los demócratas intentan sin éxito regular por ley el comercio de armas (aunque sea demasiado tarde, porque los sótanos de América ya están llenos de ellas), y en los mismos días envían toneladas de material bélico a los muchachos ucranianos para que el mismo incendio estalle por todas partes: el suicidio mortal de la raza blanca.

Dos días después de la masacre de Texas, la convención de amantes de los rifles, llamada NRA, se llevó a cabo cerca de Austin. “La única forma de detener a una mala persona con un arma es una buena persona con un arma”, dicen los partidarios de la Asociación Nacional del Rifle, entre los que destacan por su humanidad e inteligencia Donald Trump y Ted Cruz. Pero la experiencia demuestra que esta idea no funciona. Minutos después de que el malo Salvador Ramos hubiera entrado en la escuela de Uvalde, llegaron al lugar unos quince policías completamente armados: buenos que no hicieron nada. ¿Y qué podían hacer? ¿Disparar a través de las paredes con el objetivo de matar a algunos niños más?

El propietario de Central Texas Gun Works de Austin, Michael Cargill, de 53 años, dice que sería un error regular el comercio de armas militares. “Solo un loco puede entrar a una escuela primaria y matar niños. Cambiar las leyes no cambiaría nada. La locura no se puede regular”.

Estoy de acuerdo con el Sr. Michael Cargill, de Austin: no hay ley que pueda regir el pánico, la depresión, la adicción a la publicidad y las sustancias psicotrópicas que alteran agresivamente el comportamiento. No hay ley que pueda salvar a Estados Unidos. En esto Michelle Goldberg tiene razón: Estados Unidos está irreparablemente quebrantado porque la violencia, el crimen, la guerra no son el efecto de la voluntad política, de una voluntad política razonable aunque criminal. No: son sobre todo el efecto de un estado mental de desesperación absoluta, y por lo tanto los efectos de una determinación de suicidarse que se vuelve agresiva.

No hay ley que pueda salvar a Estados Unidos, no hay política que pueda salvar a un país devastado por la psicosis, la demencia senil y la agresión asesina de sus jóvenes, furiosos y deprimidos por el lugar adonde fueron llamados a vivir (sin haberlo pedido, sin haber manifestado su disponibilidad), un lugar infernal, irrespirable, agresivo, un lugar sin ternura, sin afecto, sin esperanza, sin inteligencia.

No hay ley que pueda detener el horror.

Heroísmo geopolítico

El discurso que Zelenski pronunció ante la Asamblea de la Unión Europea el pasado 1 de marzo, tras responder, a quienes le ofrecieron una salida a la guerra, que pedía armas y no un ascensor, es el comienzo del regreso de los héroes a la arena europea.

No hay ley que pueda salvar a Estados Unidos, no hay política que pueda salvar a un país devastado por la psicosis

Miro las fotos de los milicianos del batallón Azov atrincherados en la planta siderúrgica, con vendas ensangrentadas, gorros en la cabeza y tatuajes en los bíceps. Héroes homéricos. Ajax el paranoico solitario, Aquiles el vanidoso enojado.

¿Alguna vez te has preguntado quién era Aquiles? Un joven atlético que fue a matar a Héctor y a otros muchos troyanos inocentes porque la mujer de un amigo había huido con el apuesto Paris. ¿No es ese Aquiles un idiota? ¿No son los héroes en general idiotas? ¿No estamos atrapados en la trampa de la idiotez?

Hace cincuenta años dijimos: “Socialismo o barbarie”, pero durante mucho tiempo nos preguntamos cómo sería la barbarie inminente.

Ahora lo sabemos.

En The New York Times se publicó un artículo de Peter Coy que filosofa con un revoltijo de frases contradictorias pero hinchado de retórica arrogante: “El coraje parecía estar muerto, luego vino Zelenski”. El objeto de las reflexiones fascistas de Peter Coy es el coraje, de hecho el heroísmo. Desde hace unos siglos venimos pensando en construir algo llamado civilización, en la que no hace falta ser fuerte y agresivo para conseguir el pan, sino que todos, hasta los más pequeños y temerosos, puedan acceder a la educación y la sanidad. Pero no importa. Peter Coy explica con orgullo que finalmente hemos vuelto al heroico club de los antepasados, con la pequeña diferencia de que ahora el club dispone de un dispositivo nuclear que puede incinerar Londres, por así decirlo.

Acabemos con la victoria

Ganar significa imponer la fuerza de una voluntad contra y por encima de otra voluntad. Desde Maquiavelo en adelante, esta idea de la voluntad que se impone por la fuerza ha tenido cierta fortuna, y producido grandes progresos y no menos grandes catástrofes. Pero esa historia ha terminado: el poder de voluntad, diseño y gobierno es aniquilado por la complejidad de la naturaleza que se rebela, el autómata tecno-militar que se gobierna a sí mismo, y el inconsciente colectivo que oscila entre el colapso depresivo y la psicosis agresiva.

Ganar es imponer el proyecto propio anulando los proyectos que se oponen al nuestro. En este sentido, ya nadie puede ganar nada, si ganar alguna vez significó algo.

Pero aquí surge la pregunta más dramática para la que no tenemos respuesta por ahora: ¿existe una fuerza cultural y política en la sociedad que sea capaz de detener la psicosis y desactivar su violencia destructiva? Esa fuerza no será el movimiento pacifista, al que también adhiero sin muchas esperanzas. El pacifismo es una declaración, una pregunta, un llamado, pero no tiene poder. El poder, por otro lado, lo necesitamos, incluso si es el poder negativo de retirarse.

La fuerza capaz de escapar a la psicosis de masas es la deserción de todos los órdenes automáticos: del orden automático de la guerra, en primer lugar. Pero también del orden automático de la competencia, el trabajo asalariado y el consumismo. Y también del orden automático del crecimiento económico que destruye el medio ambiente y el cerebro para producir ganancias.

Esta fuerza existe: es la fuerza de la desesperación, actualmente en la mayoría. Pero la desesperación (la ausencia de esperanza en el futuro) puede evolucionar como depresión epidémica, puede evolucionar como una psicosis agresiva, o puede evolucionar como deserción, abandono de todos los campos de batalla, supervivencia al margen de una sociedad que se desintegra, autosuficiencia en exilio del mundo.

Fuente: CTXT

Horacio González, el Gran Telépata Astronauta Cósmico Argentino // Fito Páez

María Moreno escribió que la pituquería literaria porteña tenía al gesto del tartamudeo en alta estima como un signo de refinamiento. Por otro lado, pienso que la retórica política precisa de la fuerza de la declamación para transmitir seguridad y certezas en sus diferentes formas de manifestación. Podríamos hoy, en esta tarde, sumar al absurdo como núcleo de posicionamiento ante la existencia. Sin olvidar las formas arbóreas del pensamiento, único dispositivo incesante de la condición humana, sus suaves desplazamientos entre el tejido de nuestras ideas, nuestros deseos, pasiones y entretelones palaciegos que nos habitan. 

Quiero nombrar al amor. A las convicciones y a la honestidad. Al desprejuicio y la incorrección en general. Quiero nombrar también a Perón y a Clausewitz. A Copi y a José Hernández. La Matanza, San Pablo y Rosario. Alberto Ure y Fabiana Cantilo. La literatura nórdica y el cine de Robert Bresson. A Liliana Herrero, su compañera eterna y a Delfina, su hija. A la curiosidad infinita del gato y el niño. También al hombre ausente. 

Sin hacer mucho esfuerzo, pensando en estas cosas, nos damos cuenta de que Horacio se nos cuela por todos los costados. Por entre los difusos y misteriosos intersticios del recuerdo. Que es una nueva Roma. Entonces, ahora sí, todos los caminos conducen a Horacio González. 

Tiene la elegancia de hacerle sentir a un soldado raso que habla de igual a igual con un mariscal de campo. Piensa la pampa con sus restos, no como una llanura desolada, empapada en sangre ranquel, degollada por la codicia y la civilización. Horacio nos trae de vuelta a una parte de Lucio V Mansilla, sin botas esta vez. Los restos y los pensamientos en Horacio resignifican todo. Porque él entiende que de eso estamos hechos. De restos, pensamientos y balbuceos. Por eso la mixtura de sus infinitas capas de lenguaje pueden encolar, a la manera de un patchwork, con absoluto relajo y desparpajo en una obra única, siempre reveladora. El ensayo como una de las bellas artes y no como excremento de pasquines políticos. 

“Qué complicado escribe Horacio”, “No se le entiende nada”. Claro, nunca fue funcional ni siquiera a sus propias estructuras ideológicas, que le reclamaban firmeza y frases cortas para cooptar incrédulos. El coro griego: “¡Tienen que entender Horacio!”,” Si no, no sirve para nada!”.

¡Cuánta necedad señores! Esa fiereza la despliega en los salones de la docencia. Cuando, por ejemplo, para explicar y contar parte de la Argentina menemista tomó al Padrino 3 de Francis Ford Coppola para desandar ese espacio de pasiones y locura pleno de rispideces, pero sobre todo rebalsado de preguntas. Con cuánta vehemencia Horacio interpelaba a sus alumnos de Sociología y los intimaba a pensar y a no repetir la letra aprendida de memoria en los gabinetes de las juventudes universitarias

Yo quiero decirlo, nombrarlo con la máxima claridad. Horacio González no es un instrumento de comunicación partidaria. Es un hombre que enseña a pensar. No a construir manadas. El, como tantos y tantas, pero especialmente él, fue una voz que la torpeza de la realpolitik argentina no se dignó en consultar. Confirmando la extrema embriaguez en la que vive gran parte de la dirigencia política de este país. Y una forma más del deseo explícito de no llamar a voces que puedan interferir con los planes más inmediatos, siempre proyectos fallidos per se, pero sí, aportar perspectiva a través del tiempo para no repetir los mismos errores. Si bien sabemos que nunca se repiten de la misma manera. Horacio no es un instrumento de comunicación partidaria. Podría haber sido un oráculo viviente, un adviser, como Robert Duvall en la saga Corleone de Mario Puzo. Horacio González como protagonista central de una época que ya pasó y falló. Estos asesoramientos no hubieran impedido su incansable tarea en la Biblioteca Nacional. Solo hubieran podido aportar serenidad y perspectiva histórica a algunas decisiones que no hicieron mas que empeorar el cuadro de situación para las mayorías. 

La música de su diapasón es su ansia infinita de libertad. Ese sonido ilegible para muchos y fuente de divertimento, sabiduría y placer para nosotros. Qué joia, la suavidad de su charla. Sus puntos de vista insólitos. Su impericia para estar en los lugares correctos. Su desconocimiento total de todo lo referido al sentido común. Figura desconcertante mi amigo

Esta anécdota lo muestra de cuerpo entero. Ante la posibilidad de entrevistar a Jorge Asís, Horacio fue el gestor de ese encuentro, no le tembló el pulso. Eran dos hijos de la misma madre. El peronismo, aquella matrix aún indescifrable. El coqueto y sagaz escritor e ingenioso analista político y el filósofo ensayista sociólogo y metafísico de fuste. Supuestas antípodas de aquel momento. Los dos ávidos de saber del otro. Su tribu del Ojo Mocho se lo reclamó en varias oportunidades. 

Qué persona singularísima mi amigo Horacio González. Con el temple buda de Juan Ele Ortiz, la ironía borgeana a flor de piel y la picaresca criolla que le daba argumentos para rematar sus deliciosos exabruptos. En una presentación de un libro de Quique Fogwill y ante el imparable arrebato histriónico del gran escritor nacido en el barrio de Quilmes, después de una hora de diatriba contra de sí mismo, González lo paró en seco y lo retó públicamente igual que a un niño. Grande fue el estupor general al ver al enfant terrible Rodolfo Fogwill, acurrucado con las piernas subidas a su silla tomándose las rodillas, en clara posición de réprobo escuchando aquellas palabras firmes, dichas en un tono acechante con cara de niñito asustado. Claro, estaban hablando maravillas de él ahora. Pero esto, que podría parecer un acto dramático de manipulación por parte del archiduque Rodolfo, fue más bien una fuerte demostración de poder del rey Horacio. Su erudición carecía de bordes. Y esto para el niño Quique era la única pócima, fuera del área del amor familiar, que podían embrujarlo y detenerlo abstraído de sí mismo unos instantes. Sé que estamos en una maratón. Una faringitis me detiene en reposo en mi casa. Esta sala, la Jorge Luis Borges, es el lugar de encuentro y acción junto a mi amigo durante todos estos años. Por eso me duele no estar aquí, ahora, de cuerpo presente. Al lado tuyo Horacio.

Al finalizar la última sesión de grabación de Futurología Arlt, en la ciudad de Los Ángeles, a muchos kilómetros de distancia de casa, Delfina, su amada hija putativa me comunica que Horacio había fallecido.

Preferí creer que eso nunca sucedió. No me importa a quién pueda caerle bien o mal, esto. Comparto con él la dimensión de lo etéreo. De la metafísica y la física cuántica. Del desgarro y la desesperación junto a la máquina de escribir de madrugada. Los llamados son como siempre. Uno habla de una cosa y el otro de otra. Siempre nos entendemos, sin excepción. El Gran Telépata Astronauta Cósmico Argentino llamado Horacio González sigue girando alrededor de las esferas celestes. Nos saluda desde allí y nos abriga desde su muerte. Aquel no lugar, igual que este.

Conjeturas sobre un llamado inesperado // Sebastián Scolnik (Fragmento de Nada que esperar. Historia de una amistad política)

La noche anterior había estado comiendo pizza y tomando cerveza hasta tarde con los estudiantes de su materia Teoría Social Latinoamericana. Se levantó tempranito, algo cansado, se dio una ducha y bajó. Cruzó la calle Defensa y entró al Bar Británico, de donde era habitué. Pidió café con leche con medialunas, revisó los diarios y se indignó por las cosas de siempre. El maltrato de la lengua política, la banalidad de la lógica comunicativa, las dificultades de un país que siempre agonizaba y la moralina de un republicanismo decadente que no hacía honor a su tradición. Alejó los diarios con la mano y bebió el último sorbo de su taza, con tanto descuido que un hilito de café se desprendió de la comisura de sus labios y comenzó a bajar por su rostro hasta caer sobre su camisa. Maldijo levemente el episodio (estaba acostumbrado a estos sobresaltos, que eran producto de la desatención o el apuro), mojó una servilleta de papel en el vaso con agua y frotó levemente la tela hasta que la manchita se difuminó, si no totalmente, en gran medida. Luego, con un ademán, balanceó dos o tres veces el dorso de su mano derecha para repasar la zona afectada y eliminar los remanentes de papel achicharrado que, bajo el apremio de la humedad, se habían desprendido de su cuerpo original para adherirse a la camisa en el lugar del incidente. Rápidamente, olvidado el traspié, se puso a preparar su clase de Teoría Estética y Política. Tenía consigo un volumen de José María Ramos Mejía, Las neurosis de los hombres célebres en la historia argentina, el cual leía con su particular estilo. ¿Cuál era su método? Leer en diagonal, pasando hojas con frecuencia regular y deteniéndose en ciertas palabras que llamaban su atención. Si en la lógica del algoritmo esas “palabras clave” funcionan como descriptores clasificatorios que permiten al lector orientar su búsqueda o ser guiado por su aritmética secreta, en los ojos de Horacio González, esas palabras eran signos que remitían a textos, linajes y problemas con los que establecía un “asociacionismo salvaje”, una lectura capaz de saltarse las obviedades y encontrar relaciones insospechadas entre las cosas. Porque cada palabra recordaba algo que ya había sido leído o pensado. Toda la cultura le pertenecía, estaba incorporada en su propia vida. No porque ya no hubiera nada que lo sorprendiera o porque lo conociera todo, sino porque cada asunto que revestía la forma de una novedad podía encontrar un anclaje, una relación posible con la historia. Y eso volvía su pensamiento tan sutil como creativo. Cada vez que se encontraba con una de esas palabras, detenía el pulso de la lectura. Incluso, a veces, se sacaba los anteojos y miraba la calle por el ventanal mientras elucubraba esas relaciones libres entre los conceptos, los hechos y los personajes del pensamiento universal. Hasta que, por fin, asentaba esas combinaciones nombrando su singularidad y convirtiéndolas en su propio acervo de ocurrencias y amalgamas anómalas. Una vez masticada la idea, González se volvía sobre el servilletero de metal, hundía un dedo sobre el pilón de papel, presionando con destreza para que el resorte interno se mantuviera plegado, y cuando el montículo descendía, tomaba una de las solapas del doblez de la servilleta para extraerla de su lugar. Una vez terminada la maniobra, rápidamente debía sacar el dedo y el papel para que no se vieran atrapados por el retorno del resorte que devolvía la base y el fajo apilado a su lugar original. Anotaba un garabato en la servilleta y lo insertaba dentro del libro. Así construía González sus clases. Una vez en el aula, abría los lugares señalados, en los que ya habían sido trazados unos diagramas imaginarios en las instantáneas iluminaciones de un bar y, como alguna vez dijo Tomás Abraham, levantaba las velas para que el viento de su fabulación lo llevara libre por las aguas inquietas de la historia y la filosofía. Hasta que su velero se encallaba, y de vuelta a abrir el libro, en otro de sus señalamientos, para echar a andar. Esa mañana estaba enfrascado en la relación entre locura, simulación y positivismo. Cada tanto, algún parroquiano se detenía a saludarlo y a conversar. Devolvía la conversación con gentileza, pero él quería seguir leyendo. Hasta que, de golpe, algo impredecible ocurrió. ¡Horaziooooo! Una voz rústica, la del gallego del mostrador, pegó un grito extraño, desmesurado, inhabitual. González se dio vuelta, alarmado, y vio al hombre con el tubo del teléfono en una mano mientras que con la otra hacía el reconocible gesto de traerla hacia sí, como indicándole a su interlocutor que se acercara. Cuando llegó a la barra, el dueño del Británico le dijo aquello que a esa altura parecía una obviedad: “¡Teléfono!”. Sorprendido —nunca lo habían llamado al bar—, atendió con su clásico: “Hola, sí, es Horacio”. Del otro lado de la llamada, un tono conocido, apenas alterado por el modo en que la tecnología afecta los sonidos de la voz, habló y dijo: “Hola Horashio. Soy Néstor Kirchner, el presidente. Venite a la Rosada, estoy con tu amigo Elvio Vitali, así charlamos un ratito”. En esta secuencia, la de los tres modos de decir “Horacio”, empezó un largo periplo que lo llevaría a convertirse en una de las figuras más destacadas de la cultura del país. Volvió a su mesa sin dar plenamente crédito a lo ocurrido. Se puso la campera marrón de gamuza, la que le había regalado su amigo, el filósofo y politólogo Oscar Landi, metió su libro de Ramos Mejía y su agenda en una bolsita que llevaba consigo a las clases, saludó a los mozos luego de pagar su cuenta, dejando su habitual propina generosa, salió a la calle y paró un taxi: “A la Rosada, por favor”. Cuando llegó, se presentó ante la custodia: “Buenos días, señorita. Soy Horacio González. Vengo a ver al presidente”. Le hicieron pasar su bolsa, con el libro de Ramos Mejía y la agenda, por el escáner de la entrada, lo anunciaron y finalmente subió. Kirchner le ofreció ser el subdirector de la Biblioteca Nacional, acompañando a Elvio Vitali, quien sería el director. Aceptó. Pensaba que no podía rechazar un ofrecimiento de esa índole, de quien, además, le pidió que fuera crítico con el gobierno, aduciendo que era lo que hacía falta para no equivocarse en un momento tan delicado. Además, se había presentado como parte de una generación que había querido cambiar el mundo y que ahora se hacía cargo de reparar los daños que había ocasionado el neoliberalismo. Y en esa fragilidad, la de un gobierno que asumía en un país destruido, Kirchner le pidió ayuda. Así, el día que había empezado con la preparación de una clase, terminaba con un ofrecimiento presidencial.

Imagen: Tito La Penna, Bar Británico

El verde y el bosque (Posfacio de Encovichadxs. Reflexiones sobre la crisis viral) // Florencia Eva González

Si cada época sueña la siguiente estamos en problemas. Después de más de un año de pandemia, las imágenes de lo antiguo no logran entrela- zarse con las nuevas y así el horizonte luce obturado, y el sueño oscuro, como si en los objetivos próximos no cupiera más que la intención de sobrevivir al presente. Ese impulso profesa una doctrina negra que ni siquiera es trágica –lo que supondría un desarrollo–, sino que es más bien plana, opaca, al punto de que ni nos animamos a las marañas de la especulación o la poesía; como lo hiciera Walter Benjamin frente a la desesperación de un mundo que se derrumbaba, identificado en la ar- quitectura de París del siglo XIX. Una sensación que también sobreviene ahora: la de una época que muere.

Hace exactamente un siglo, Benjamin descubre con Bertolt Brecht, unidos en una estrecha amistad, un programa literario que plantea el “problema de la actualidad en el presente”. Esa idea es la punta del ovillo que desenreda el supuesto del progreso lineal, una ética que recupera el dolor del pasado para lograr integrarlo en la acción del ahora. Se trata de un tipo de filosofía que deviene en una crítica radical, constante, diná- mica, que mantiene en vilo al pensamiento para que no se estacione, no duerma, no confíe. El problema de pensar la actualidad en el presente volverá en los apuntes de Filosofía de la Historia, relacionados antes y en- tonces con la tarea de la crítica literaria, para correr los límites hacia otros campos, relacionados con el lenguaje en general; su “espíritu crítico” se extiende sobre cada una de las expresiones a partir de las cuales nom- bramos al mundo y lo discutimos para pensar –¿“hacer”?– uno mejor.

Dilemas que delatan una anacronía tras otra. Se trata de una crítica a la sociedad basada en el lenguaje, lo que significa ir en búsqueda de una universalidad cuyo tinte metafísico contiene irrupciones de lo antiguo en el presente, como intención de vislumbrar el futuro. De esa progre- sión necesariamente discontinua de tiempos, como podría ser el Libro de los Pasajes, resultaría una historia sin narración en cuya lógica interna radica una perpetua inconclusión y un estatuto de infinitud imposible de comprobar que, sin embargo, guarda un secreto. De esta combina- ción de textos escogidos y reunidos resulta una exploración estética que posee la clave fundamental del siglo XX: el montaje. Un pasillo abierto por donde ver desfilar, como fantoches de la historia, unidades múltiples que luego se encarrilan hacia el sentido único de la mercancía. Desde un principio, Benjamin esboza la posibilidad de que haya distintas tempo- ralidades, como en la física cuántica, como describe Blanqui, o como en los sueños. De ahí la importancia de una imagen, pues en ella conviven los tiempos cruzados, condensados, desplazados: esa fugaz actualidad del pasado por venir.

Cada generación, dice Benjamin en la Tesis 2 de Filosofía de la Historia, tiene una débil “fuerza mesiánica” respecto del pasado, pues, en cierto modo, un presente “abre una ventana” hacia un pasado en par- ticular. Eso quiere decir que existen varios pasados, y que en esa oportu- nidad de apertura se pierde la multiplicidad una vez que esa configura- ción del presente surge como posible. Así, el pasado se torna tan efímero como el presente que lo actualiza. ¿A cuál de los “pasados” acudir para alumbrar el presente que queremos vivir?

Con Jimena Néspolo escribimos alentadas por un presente que no comprendíamos, arrollador como una locomotora, sobre aspectos de la pandemia COVID, en forma simultánea a lo que estábamos viviendo.

¿Escribir o vivir? Sin tener en claro si podían hacerse ambas cosas a la vez, las hicimos, en mi caso sabiendo que no me encuentro entre las personas que hallan su motivus vivendis en escribir lo que se vive, al calor de esa “contemporaneidad”, borrando los límites o escribiendo mientras haya vida.

 

 

En las páginas que anteceden a este texto, se alternaron los tiempos y las distancias, como en toda escritura, haciendo referencia a temas que expandía –y sigue expandiendo– la pandemia. Pero sabemos que es muy distinto el verde de la naturaleza que el de las letras, así más o menos lo escribió Virginia Woolf en Orlando. Muy diferente es escribir sobre un paisaje de peste que nos rodea de muerte que vivir la muerte en primera persona. Entonces, las reflexiones pueden agotarse en el mismo instante, de la misma forma que se descubre que las ideas no son balas. Tanto a la muerte como a la naturaleza, si les sacamos sus letras, si las despojamos de cualquier tamiz simbólico o literal, su estatuto adquiere algún carácter factible de ser alineado con lo vívido, algo lindante a lo concreto y “real”, y con ello, una nueva cercanía y distancia se tiende con el lenguaje, los hechos, las emociones y las prácticas.

Pino

Primero fue Fernando Solanas, que murió de Covid en París, cumplien- do funciones como Embajador de la Unesco, en noviembre del 2020. La noticia fue un balde de agua fría, ya que los últimos partes que venían de Francia habían sido alentadores. Luego, el silencio de su familia y un mensaje que llamaba a seguir “resistiendo”. Resistir. Soñar. Resistir. Primero hay que saber sufrir, después soñar y después, después hay que seguir resistiendo.

Pino tenía la capacidad de homologar el cine al sueño, como Felini, con un impulso sarcástico, grotesco, lírico, en búsqueda de excesos; tal como resulta de imaginar un futuro, especie de paraíso perdido, donde San Martín, Gardel y Perón toman mate mientras custodian el escudo argentino.

Solanas era un iconoclasta. Rompía tiempos y espacios para decir lo que quería decir. De esa manera lo hizo en La hora de los hornos y en Los Hijos de Fierro, pero nunca como en El exilio de Gardel o en Sur – también en La nube, pero allí el halo era más amargo–, construyendo escenas imponentes en lugares conocidos o ignotos. Así transformaba las mentes, modificando los paisajes internos con imágenes inquietante- mente nuevas.

Scalabrini Ortiz, Jauretche, Lugones, Walsh, Cooke… Pino Solanas recoge en el cine este diverso legado, que al cabo es en el que se reconoce la historia argentina contemporánea cuando tiene que pensarse de acuerdo a sus luchas. Escribir sobre su cine sería por demás extenso. Pero, para el caso, solo quiero decir que ver El Exilio de Gardel, en una función especial a la que me llevó mi padre, marcó mi vida, como qui- zá la de muchas otras personas que hasta entonces no creían que una historia pudiera contarse a través de trozos desencajados y exuberantes, y tan errantes que lograran extender los límites de lo político y lo sen- sible hacia otros horizontes; del mismo modo, decir que Memorias del saqueo, como documental –entre tantos que hizo–, sigue teniendo una vigencia imponente. Entonces, emerge otra historia: mientras Solanas estaba filmando El viaje, en 1992, a la salida del estudio de filmación Cinecolor, es baleado por sicarios que le disparan a las piernas, en una clara advertencia de tintes mafiosos, posiblemente por estar denuncian- do cuestiones referentes a YPF. En esa película, convierte a Menem en el “Doctor Rana” y desde entonces traza su itinerario vital entre el cine y su actividad política –“Plante un pino en el Congreso” fue su eslogan de campaña–, continuando en funciones como diputado y senador.

Con estas creaciones, Pino se convierte en síntesis del artista-intelectual orgánico que sueña una Latinoamérica emancipada, alentada por una épica colectiva. Tantas cosas se pierden con su muerte: una forma de filmar, de resistir, de aludir a estimables nombres del vía crucis argentino, pero, sobre todo, que con él no solo se va una época, sino una manera de soñar la que viene.

 

Alcira

Pasa el veranito y la amenaza es ahora una nueva cepa. Se modifican las disposiciones todos los días, pero el mundo sigue yendo para el mismo lado. Los negocios venden tapabocas y los clubes se convierten en vacunatorios. El frío se va acercando: en mayo fallece Alcira Argumedo. En este otoño, la ciudad guarda un silencio extraño. El movimiento de las calles se desarrolla tímido, a causa de la pandemia, pero también por la precariedad del servicio de transporte. El velatorio se produce en el Congreso y llueve. Un gran salón está dispuesto para despedirla. Afuera hay poca gente; los diarios no reflejan los temas importantes, como la noticia de la reprivatización de los puertos del río Paraná, otra oportunidad que parece será desperdiciada. En la última entrevista por radio, una semana antes, Argumedo analiza con la precisión de siempre la importancia estratégica de nacionalizar lo que en verdad ya era propio. Me dispongo a entrar al velorio. Parada frente a la puerta del Palacio Parlamentario, en medio de una luz tenue, miro a los guardias. Entro. Atravesar esta arquitectura me hace recordar sus años como legisladora y aquel discurso donde detalla, con envidiable énfasis y exactitud, cómo amasó su fortuna la familia Macri, estafando al Estado. Pienso en sus chistes, deslizados por lo bajo, y en su característica voz carraspeada, como cuando decía “el agua vale más que el oro”.

Traspasando otros salones, me viene otro recuerdo, una obra fun- damental que escribió en los años de fervor menemista, Los silencios y las voces en América Latina. Repaso mentalmente el tema y, cuando regreso a mi casa, ya entre las páginas del libro, asusta la vigencia que debería te- ner esa obra en las discusiones actuales, si hubiera espacio para hablar en términos político-estratégicos, como hacía ella, y no siempre de temas de la coyuntura. En esta obra, acaso la más conocida, expone la necesidad de realizar una matriz autónoma del pensamiento popular latinoameri- cano que se nutra de la visión de los vencidos, es decir, despojada de las visiones eurocéntricas y al abrigo de las memorias sociales que surgieron por fuera de aquellas. También decía que las manifestaciones acumulan la memoria en el cuerpo y que había que pensar nuevos caminos, pro- pios, sin los esquemas de los mismos que se beneficiaron y se benefician con ellos. Ideas pregonadas en el mismísimo templo donde se estudian casi todos pensadores europeos, por eso el libro luce original. Porque confronta las ideas rectoras de la filosofía occidental y diseña las formas de un pensamiento latinoamericano. ¿Y si ese sueño fuera posible?

En un apartado que parafrasea a Plutarco, traza “vidas paralelas”, como entre Hegel y Bolívar, contemporáneos ellos, donde el alemán piensa a los habitantes americanos como una “raza débil en extinción”, mientras que Bolívar escribe en Discursos de Angostura de 1819: “La sangre de nuestros ciudadanos es distinta, mezclémosla para unirla”. Enlaza a Rousseau y a Artigas, a Max Weber y a José Martí dicien- do: “Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras”, mien- tras Kant alienta la misma fórmula que las clases dominantes utilizan para desvalorizar las potencialidades propias. Asusta y da rabia el po- tencial latinoamericano desoído o ninguneado que, no obstante, Alcira Argumedo supo escuchar.

Como si fuéramos metales de los que se trata de extraer una materia desconocida, somos parte de un largo experimento de agotamiento total. No hay organismo ni organización que pueda sustraerse a este proceso. Ni los dueños en las empresas ni los empleados de la nada; tampoco las oficinas en los edificios, ni los muebles en las viviendas, todo se reagru- pa, se traslada y se corre de aquí para allá, moviéndose intensamente, pero sin saber adónde. Si sobrevivimos –parece prudente, no pesimista, ponerlo en esos términos–, tendremos que seguir proyectando. ¿Cómo pensarnos en el futuro sin la lucidez de Alcira? ¿Cómo cuestionar el conocimiento desde el conocimiento mismo? El vértigo de las transfor- maciones en la arena mundial, la profundización de la desigualdad y la crisis, que afecta tanto en la coyuntura como en la estructura de nuestros países, coloca al concepto de conocimiento en el centro de la escena. Esa noción central era el núcleo de cualquier disquisición que realizara Alcira Argumedo como profesora o militante. Recuerdo una charla de pocas personas que dio una vez en un local del barrio de Flores; dijo que entre los siglos V y XVI la mayor parte de Europa estaba sumida en el oscurantismo y la ignorancia, mientras que en China, India, el mundo islámico, África y, por supuesto, América, se desplegaban deslumbrantes civilizaciones. Me deslumbró a su vez esa perspectiva; habría que repetirla cada vez que se pueda, para luego redondear que a partir del siglo XV comienza el saqueo y la construcción de la subjetividad positivista que elabora la hegemonía occidental, justificando su propio dominio a través de la violencia; y así desbaratar, de cuajo, la idea de atraso, salvajismo y barbarie que justifica la depredación, el racismo y los genocidios por goteo.

¿Quién, como ella, podrá alzar la voz con gracia e inteligencia, dándole un suelo humanista a las intervenciones teóricas y denuncian- do a la corrupción que desfila en la carroza desfachatada del capital financiero internacional?

 

HG

Entonces transcurrió un poco más de tiempo y como resultado de una sombría seguidilla, dos días después del Día del Padre, moría por Covid el mío. Horacio González. Con él queda huérfano el pen- samiento crítico, las explicaciones largas y la generosidad intelectual, palabras tan fuera de época como leer a Gramsci, hablar de la Comuna de París o citar a Martínez Estrada.

Escribir durante un año sobre la pandemia y la muerte que con ella nos rodea ahora se convierte en la “muerte de mi padre”. Esta situación modifica las distancias. Pienso en el epitafio de Marcel Duchamp que dice: “Por otro lado, los que mueren son siempre los demás”, y un padre puede ser también “los demás”, pues estoy aquí escribiendo, pero sin dudas es un “demás” distinto, un muerto propio con refucilos inesperados. Y así vuelvo a pensar en escribir sobre la naturaleza cuando, en verdad, el verde no permite ver ni el árbol ni el bosque.

Llueven los homenajes a Horacio González, a su impronta y a su obra, multiplicando las palabras dedicadas a quien se dedicó a la pala- bra, en gran medida por ser un profesor, de palabra vivaz, y a escribir con la misma fluidez con la que encarnaba esa voz en cualquier situa- ción pública. Entonces, a falta de palabras mías tan locuaces como las que inspira, escribo algo general sobre las de él, para corroborar en este mismo acto algo de lo que su ausencia significa.

HG era una máquina de escribir. Escribía para cualquiera que se lo solicitara, sin medir repercusiones: lo mismo se prodigaba para un diario barrial que para un medio de gran alcance. Igual sucedía en sus charlas y mesas, a las que asistía sin medir esfuerzos. Escribía sobre personas, eventos, cualquier manifestación o lectura de libro, obra o película, y también, claro, escribía libros… envueltos en un torbellino intelectual, frenético y frondoso, vinculando distintos niveles de ritmo, acompañado de grandes y pequeños gestos literarios. Gestos también corporales, algo musicales, componiendo un concierto de varios movimientos, contra- puntos, hiatos, estructuras abiertas, piezas inconclusas pero fluidas entre juego y enigma. Al dejarse llevar por sus escritos, sobrevienen distintos momentos de atención, una tesis sin definición, un espacio inhallable, un sitio oculto donde el “naufragio es el navío”.

Un faldón poético sustenta y resuena en su escritura. Entonces puede unirse en el mismo golpe –como aquel que abolirá el azar– a Rimbaud con Echeverría, en un mismo párrafo o incluso en un renglón. Leerlo en ocasiones se parece a entrar en un sueño, como en aquellos donde ahora él me visita. Entonces surge Walter Benjamin, con el que comienza este escrito, lo poético y el montaje, como en esos cuadros ba- rrocos que mantienen un punto trágico. HG escribe sobre el drama, un drama sostenido en el filo de sus palabras, en un desarmado que elude los lugares comunes extrayendo con imperceptibilidad la figura del fon- do. Un umbral donde el lenguaje no oculta el artificio de sus máscaras. “¿Qué quiso decir, González?”. “La elocuencia del rizo”. “¿Por qué no escribe más fácil?”. “Porque el corsi e ricorsi de un bordado vegetal no lo permite”. “¿Y si escribe más corto, maestro?”. “En la oscilación está el contenido”. Preguntas ciertas, respuestas apócrifas.

Esta vez, el “ejercicio de la tautología” del que hablaba Didi- Huberman se ofrece para una reflexividad de lo escrito y no de la ima- gen. Una acción en reposo que expone la memoria inconclusa, lo pre- sente relativo a lo ausente y donde lo invisible retorna breve, en forma de algunas frases. Al tratar de entender, la ausencia se transforma en una forma de búsqueda. El silencio escucha al silencio y la sombra se torna lentamente en sombra, como en una biblioteca inhóspita. En ella, con Gracián, se descubre la fugacidad de la existencia, la inestabilidad del mundo, la sorprendente y extraña concordancia de los contrarios, y tam- bién: los límites de la razón, el enigma y la paradoja por todas partes, la pasión encendida por lo nuevo, lo extraño, lo inconmensurable. ¿Quién nos pensará ahora? Nos toca “organizar el pesimismo”.

Una corriente política de pensamiento, de objetivos y de amistad –con discontinuidades– unía a Pino, Alcira y HG. Una corriente que seguirá fluyendo en el nosotros-nosotras nuestro, en mí, aquí y allá, en los temperamentos volcados al estudio en tiempos de conmoción e in- certidumbre. Más allá de la melancolía, sus obras esperan en el futuro.

Con todo, la historia continúa.

Octubre, 2021

Horacio González. Un viaje en tren // Graciela Daleo

La revista La Biblioteca recorre textos de Horacio González. Opto por otro recorrido: hacer un viaje en tren y bajarme en las estaciones “Horacio González” donde lo encuentro en distintos tiempos y lugares.

 

PRIMERA ESTACIÓN: Facultad de Filosofía y Letras 1970-1974

Horacio era profesor. Las Cátedras Nacionales, la revista Envido, un profesor peronista. Su presencia era conocida incluso por quienes, como yo, no llegamos a cursar con él.

 

SEGUNDA ESTACIÓN: Facultad de Ciencias Económicas 1973-1974

La asignatura que daba en Ciencias Económicas provocaba revuelo. Fue una de las experimentaciones más singulares de ese breve tiempo de la Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires. Con el nuevo plan aprobado a fines del 73, Sbarra Mitre, el decano, convocó a Horacio a dar “Introducción al conocimiento del Estado y la sociedad”, la primera materia común a todas las carreras de la facultad. Él la renombró Historia nacional y popular, y “le cambió el estilo”. La cursaban diez mil alumnos.

La proyectó con Augusto Boal, del Teatro del Oprimido de Brasil, exiliado en Buenos Aires. Como Boal tuvo que irse, la encaró con Mauricio Kartun. Era una experiencia teatral sobre la historia argentina contada con humor desde el punto de vista revisionista. Los actores fueron contratados como profesores. Casi un centenar de ayudantes a cargo de los prácticos. La primera clase fue en la playa de estacionamiento de Económicas, el único lugar en el que podían albergar a 10.000 estudiantes. Después se mudaron a Medicina; allí, en grupos de 3.000 repetían tres veces el teórico: representación teatral y posterior comentario a cargo de Horacio de las escenas representadas.

En las entrevistas para el libro La voluntad relató: “Yo proponía peronismo siempre, estilísticas de la conducción, un punto de la reunión de masas, ejecución descentralizada con los prácticos y todas las comisiones del caso. Y después fuerte teatralidad.

“La fusión era política-pedagogía, y la idea era el teatro, el teatro de la historia. La fusión entre ciertos temas del revisionismo histórico montonero -digamos-, Ortega Peña, Hernández Arregui, y pedagogías revolucionarias. Aprender era un tema, es movilizarse en nombre de los grandes temas políticos. Y el conocimiento es una catarsis, algo así. Como la función de la tragedia de Aristóteles.

El diario La Opinión descalificaba el experimento: “El cientificismo de los 60 fue criticado por su propensión tecnocrática de estudiar al servicio de la NASA que pasaba a diez mil metros de altura… Y el populismo de los años 70 hace bailar el pericón en las playas de estacionamiento de la facultad”.

De la Facultad al barrio: “Eso se combinaba con grupos de estudio en los barrios, de 10 o 15 estudiantes. Un grupo de jóvenes profesores alteramos la lógica de las clases e intentamos suprimir la diferencia que a veces es pequeña, pero existe, entre la clase y el compromiso político. Yo fui de los que impulsaron, la idea de una clase que tuviera un dramatismo específico, que a la manera de un sermón evangélico comenzara con un estudiante apático y saliera un militante. En ese sentido no había ninguna diferencia entre una clase y el discurso político tal como se entablaba en una sociedad. Los exámenes eran colectivos, había anulado la idea de una nota, una forma crítica del capitalismo liberal de las notas. Se afectaba el currículum de un estudiante, y se afectaba la idea de la acumulación del saber, que cuestionábamos, la idea de producción de conocimiento, que cuestionábamos. Me parecía que ahí se jugaba algo del Estado, en como pensar otra vez los exámenes.»

“Reunirse a estudiar era reunirse a estudiar textos sobre la historia política del país que remitían a lo que ocurría en esta otra actualidad que reproducía luchas anteriores. En ese historicismo radical, reunirse a estudiar un fin de semana en el barrio era producir una conciencia política”.

Al volver a aquella experiencia 25 años después, Horacio anotaba: “El hijo del almacenero quería ser contador público. ¿Lo que estábamos haciendo le servía a los contadores públicos, al hijo del almacenero que iba a ser contador público? Yo decía ‘seguramente lo recordará  como otra cosa. Algo le daremos pero…’. Aun hoy dudo… la gente quiere trabajar y lo que yo doy en la facultad es algo totalmente absurdo que lo aceptan como un paréntesis lírico en la vida de los que trabajan de otra cosa.»

“La idea era poner el conocimiento en contacto con lo colectivo, con la conversación, crear un ámbito de compromiso, y relativizar el título. Sobre todo eso relativizaba el título. Y todo eso generaba una ligera intranquilidad en el cuerpo de estudiantes. Los que estaban más desconformes no lo decían, porque también el sistema, examen colectivo, de crecimiento de la figura del licenciado, permitía mayores posibilidades de dar una materia así nomás. Introducía la comodidad”.

 

TERCERA ESTACIÓN: LA DISIDENCIA 1974

La “disidencia”, una ruptura que se produjo en la Juventud Peronista, en la JUP, en organización Montoneros. Profundas diferencias políticas acerca de “la relación con Perón”, la “caracterización de la coyuntura”, “las estrategias para la etapa”. Horacio “se fue” con “La Lealtad”. Crítica de “los leales”, fiel a mi tendencia al esquematismo, por años mi memoria fijó en ese lugar al profesor González.

 

CUARTA ESTACION: 1990 en Marcelo T.

En 1987 inicié mi tercer intento en Sociología. Otro mundo, otro país, otra Facultad, que todavía no era Ciencias Sociales. Con dificultad empecé en Ciudad Universitaria. Luego pasé a Marcelo T. Cuando había que inscribirse para el segundo cuatrimestre del 90 estaba de viaje, así que le pedí a Alejandro –entonces presidente del Centro de Estudiantes-, que lo hiciera por mí. Me anotó en Pensamiento Social Latinoamericano. El titular era  Horacio González. No me gustó para nada, no solo porque guardaba el viejo resquemor con quienes se habían ido con la Lealtad 15 años antes, sino porque Alejandro había contado que en una materia en la que estaban Horacio y Alcira Argumedo “hacían capoeira”. No tenía idea de qué era “capoeira”, pero no me sonaba muy “académico”. Aunque yo no había retomado la carrera porque tuviera “expectativas profesionales”, sino más bien porque con tantas líneas de mi vida inconclusas quería “terminar” algo de lo que había empezado, y contar con un carril organizador de estudios, lecturas, que dieran cierto “marco teórico e histórico” a las experiencias vividas y a las que vendrían, con desconfianza empecé a cursar, más para no perder el cuatrimestre que por expectativa entusiasta.

El programa me desconcertó. Apenas dos páginas. El cuerpo docente: Horacio González, Eduardo Rinesi, Alicia Zaina, Federico Galende. La descripción del curso: “Artesanías literarias de agitación: dedicaremos este cuatrimestre a la investigación de las dimensiones artesanales, materiales, teóricas y textuales que llevan a la producción de una revista de crítica cultural y política. Examinaremos legados y tradiciones ideológicas y las condiciones actuales de presentación de las ideologías periodísticas. Confrontaremos las nociones de narración histórica y argumento teórico y estamos dispuestos a… sacar esa revista”. El esquema de las dimensiones que se presentarían en cada clase:

  1. Sala de redacción
  2. Problemas del legado
  3. Sonorización teórica

Unos reglones sobre “Procedimientos y activismos”. Una bibliografía “generalmente denominada general” y otra “denominada especial”, cuya brevedad contrastaba con las largas listas que suelen incluir otros programas.

Las pautas sobre “cómo lograr” lo propuesto, en “60 x 70”: 60 líneas x 70 espacios. El aula sería sala de redacción, a la vez que ámbito de clases teóricas. Los parciales serían los artículos que los estudiantes debíamos elaborar. Y una promesa: “En el transcurso de ese propósito descubriremos una identidad”.

Era una cursada rara…  En algo se parecía a las efervescentes del 72 y 73, y casi nada a las “clásicas” de los cuatrimestres anteriores. En el libro de Sebastián el Ruso Scolnik, Nada que esperar, encontré una acertada descripción de aquello a lo que asistí a fines de 1990. Él habla de “asociacionismo salvaje”, con el que Horacio “encontraba relaciones insospechadas entre las cosas”. Así eran las clases.

Años después le dije a Horacio que no entendía ni la mitad de lo que él decía en la clase; tampoco a los otros docentes Pero que me provocaba algo más valioso (al menos para mí), una sensación incluso física: en mi cabeza, como si fuera el interior de un antiguo reloj a cuerda, los engranajes se ponían en movimiento. Trabajaba de día y cursaba de noche; en el colectivo que me llevaba de vuelta a Sarandí, mis rueditas seguían girando. No puso buena cara cuando le dije que le entendía muy poco. Para mí era, es, la prueba de cuánto le debía, debo, de mi posibilidad de seguir pensando, preguntándome, preguntando, haciendo… 

Vuelvo al libro de Scolnik: “Escuchar una charla suya era como emprender un viaje por destinos impensados a cuyo término no recordabas bien exactamente lo sucedido”.  Lo escribe 30 años después de mi experiencia de engranajes en movimiento.

Fue una aventura esa materia en el espacio 310. Había que plasmar aquellos escritos, 60 x 70, y ponerle un nombre a “la revista”. Nombre que surgiría de un voto secreto. Cada uno lo anotó en un papelito que entregó doblado. Al momento del escrutinio él los iba leyendo. No recuerdo ninguna de las propuestas. Solo el nombre definitivo, “El Ojo Mocho”. Varios comentamos por lo bajo que el proponente era el propio Horacio y el título estaba decidido de antemano. Pero no recurrimos a la justicia electoral para impugnar el resultado…

Empezamos a escribir nuestros “parciales”, que abrochados fueron los tres primeros números de EOM. Yo solo entregué el primero, porque avatares político-judiciales me forzaron a un nuevo exilio en Uruguay. Pero ese ejercicio 60 x 70 fue incluido en el número 4 (si contamos los tres abrochados), o el 1, según su registro más “oficial”, y mi nombre como parte del grupo editor. Generosidad del Espacio 310. Espacio 310: así quisimos que figurara, para que su arraigo territorial fuera más contundente que  simple número de un aula de Marcelo T.

La generosidad llegó también a que en mi certificado de materias apareciera Pensamiento Social aprobada con 9, aunque no había logrado culminar el cuatrimestre. No lo sabía entonces, pero ahora sí, que aprobar a todos era doctrina “gonzaliana” y que esto se mantenía como punto polémico en equipos docentes integrados y generados por Horacio.

 

QUINTA ESTACION: Uruguay 1992-1994

En esos años, dicen quienes compartieron pasillos y aulas de Marcelo T, que Horacio González “les salvó la vida en medio de la tragedia neoliberal”. La socióloga argentina Susana Mallo vivía en Montevideo y era profesora en la carrera de Sociología de la Universidad de la República. Invitó a Horacio varias veces a dar charlas en una facultad más “clásica” que Marcelo T. Asistí entonces a nuevas aventuras “lisérgicas” -como las caracteriza Scolnik-, con su imaginación desafiante, cuyo pensamiento que se abría hacia todos lados producía en mis compañeros un desconcierto y una sorpresa similares a lo que yo había experimentado en el Espacio 310.

Estos viajes también trajeron mesas compartidas en casa de Susana y en la mía, en las que también estaba Liliana Herrero. Insoslayable tema de discusión, el peronismo, en un país en el cual seguía predominando la caracterización sostenida desde los años 50. Y en años en que en nombre del peronismo Menem dirigía la “tragedia neoliberal”.

 

SEXTA ESTACION: Desgrabar a Horacio 1996-1997

Horacio es una de las vidas militantes que recoge el libro La voluntad. Sus autores, Eduardo Anguita y Martín Caparrós grababan entrevistas, que yo luego desgrababa (oficio que se va extinguiendo a manos de las decodificadoras de voz o como se llame ese dispositivo). Un laburo algo ingrato, pero que permite otro acercamiento a las vidas grabadas que luego se plasman en libros. Otra estación González, entonces, con sus silencios, los tonos, el humor, la ironía… Estación revisitada, porque seguí desgrabándolo hasta hace muy poco. Los últimos audios: las Conversaciones sin apuro entre Horacio y diversos interlocutores e interlocutoras siguieron impulsando mis engranajes como 30 años atrás.

 

NO HAY ÚLTIMA ESTACIÓN

Si, como dice Mariano Molina, “Nadie puede describir la totalidad de su presencia y cada uno y cada una tiene su propio González, desde donde construye mundos y continúa caminando”, acá no se agota mi viaje con estaciones Horacio González. Lo entrevistamos varias veces para ir armando la historia de la Facultad de Filosofía y Letras entre el 66 y el 83. Exploramos y exprimimos su memoria que nos deja registros únicos de los años 60, como la clase de islandés que estaba dando Borges y que tres estudiantes –Horacio uno de ellos- pretendieron levantar en repudio al asesinato de los obreros Musi, Méndez y Retamar. O la “huelga por razones epistemológicas” que los alumnos de Sociología le hicieron a Gino Germani porque había hecho traducir a Wright Mills. Una huelga por ninguna otra razón que por disconformidad con la orientación, que vista hoy estaría más a la izquierda de todas las que se dan hoy”, nos dijo.

De su disposición a responder a cuanta convocatoria le llegara supimos en la Cátedra Libre de Derechos Humanos de Filo, y en el Colectivo de Teología de la Liberación. Incapaz de rechazar una invitación, a veces llegaba unos minutos antes de empezar y preguntaba en voz baja “¿De qué tengo que hablar?”, lo que me hacía temer algún naufragio en el panel. Nunca sucedió, porque una palabra escuchada al vuelo, una consigna estampada en la pared, ponía en marcha sus “instantáneas iluminaciones”.

Siguió hasta el fin dando clases. Esa era una de sus líneas de armador colectivo.

Uno de sus jóvenes estudiantes, Franco, lo retrata: “…profesor que hablaba mucho, pero siempre escuchaba. Y si escuchaba, te invitaba a provocar. Le molestaba lo obvio, eso que le encanta hacerte repetir a tanto docente”. Por eso, dice, “me lo imaginaba yo escribiendo contra la muerte, curándose para escribir, escribiendo para curarse, escribiendo para vivir, viviendo para escribir, para decir, para encontrar las palabras con las cuales decir, porque no se puede no decir, porque no se puede no escribir hasta que no haya más remedio que leer todo lo que ya se escribió. Esa es para mí la mayor lección del maestro González”.

 

Cuando lo veía durante sus años en la Biblioteca se me ensanchaba el corazón. Por lo que fue la Biblioteca en ese tiempo, por la comunidad que percibía que había generado. Era, como dice Liliana, “un armador, pero no individual, un armador colectivo, no solo en las facultades, en la comuna de Puerto San Martín, en las revistas que organizó. Horacio era un juntador de personas, de ideas y de delirios de sus propios deseos”.

Se me ensanchaba el corazón, digo, porque siempre me da miedo que los compañeros que pasan a ocupar cargos en el Estado “se la crean”. Él nunca dejó de ser quien era: un ser político que asumía desafíos y riesgos. No se creía el gran funcionario, aunque sé por sus compañeros y compañeras de trabajo y por lo que fue la Biblioteca cuando la dirigió que fue un gran funcionario, si corresponde usar esa palabra.

Solía encontrarlo al subir la escalera de Las Heras yendo hacia la Biblioteca con su pulóver bordó escote en V y lleno de pelotitas. No se vestía de Armani.

Nunca le rehuyó al conflicto. Era cualquier cosa menos obsecuente. Su cabeza analítica con esa mezcla de intelectual y militante y muchacho de barrio. Su origen es ese, y de ahí llegó a filósofo, sociólogo, político, gran conversador porque era un gran escuchador, con esa cabeza, esa disposición crítica que nos ayudó tanto a tantas y tantos a pensar y hacer.

Mariano Molina dice: “Toda su obra es una elegía a los diversos tipos de militancias. No ponía una escala de valores sobre las militancias y esto molestaba a algunas tradiciones tan propicias a tener el propio ranking de la militancia”.

Cuando Horacio murió, pensando en él, volví a aquel ejercicio de 60 x70 en el que enhebré algunos de los hilos que iba desmadejando cuando regresaba a Sarandí tras una “aventura lisérgica” en el Espacio 310. No lo sabía entonces, pero al escribir “… el militante político es aquel que al interrogarse sobre el pasado y el presente, también sobre el futuro, somete las respuestas, que encuentra y construye desde una práctica ‘conmocionante’ al juicio de la historia, no solo a la de dentro de cincuenta años, sino a la presente. Y más aun, aquel que hace de esa búsqueda con otros, los invita a involucrarse, suma”, estaba hablando de él.

Graciela Daleo

15 de mayo 2022

 

 

 

 

 

Un destiempo respecto al presente. Presentación de Fusilamientos, de Horacio González // Cecilia Abdo Ferez

En el lugar donde leo se escuchan detonaciones. Todo el tiempo. Son las detonaciones que hacen las empresas mineras, cuando vuelan las canteras con explosivos para extraer piedra, en las Sierras Bayas, en Loma Negra, en Sierra Chica. Después de una voladura tiemblan los vidrios y se escucha el eco durante algunos segundos. En general, la costumbre hace que ya no se las atienda y ni siquiera desconcentren. Todo lo contrario pasó mientras la lectura de Fusilamientos, este libro póstumo de Horacio González. Las detonaciones acompañaban las palabras, se les entreveraban, las hacían aún más vívidas, las sincronizaban. Este libro -que es un encadenado histórico de pistoletazos- tiene una relación extraña con el paisaje. Permite volver a notarlo: ese lugar, llamado Cabeza de Tigre, en Córdoba, donde se fusiló a Liniers. Ese otro, Navarro, donde se fusiló a Dorrego. Ese otro, la plaza Las Heras, donde antes estaba la penitenciaría en la que se fusiló a Di Giovanni y al general Valle. Ese otro, Timote, donde se asesinó a Aramburu. Santos Lugares, el cuartel donde se disparó a Camila O’Gorman y Ladislao Gutiérrez. La Patagonia. ¿Cuántos nombres de la Argentina gritan lo que pasó en ellos y el tiempo y la repetición, los vuelve inocentes? ¿Cuándo un paisaje se torna historia, si no es a través del nombre?

Paul Groussac, entonces director de la Biblioteca Nacional, no puede creer que el cadáver de Liniers permanezca en el paraje inseñalado de Cabeza de Tigre y que hasta las tropas de Belgrano pasen por al lado, después, sin hacer ninguna ceremonia, sin anoticiarse. El cuerpo fusilado de Liniers no hace ninguna muesca en el paisaje que lo aloja. Esto era un problema para Groussac, porque ese fusilamiento por parte de la Junta de 1810 debía condenarse, pero, sobre todo, porque que el paisaje permaneciera paisaje y no historia, presagiaba el devenir futuro del país. Era la cuestión de la persistencia de la mudez de lo telúrico, antes que la del fusilamiento mismo. Escribe Horacio: “¿Es que esos paisajes dirían algo en especial a los peregrinos o a las caravanas que no tendrían otro motivo que mirar los áridos espinillos sin tener razón para persignarse, recapitular o albergar deseos de exhumar? Allí no había historia. Contra eso protesta Groussac. Esa señal de abulia histórica podría costarle cara al futuro país. Una cuestión semejante plantea Saúl Taborda en Meditación de Barranca Yaco”.

El fusilamiento de Liniers, antes héroe de la reconquista de Buenos Aires y luego conspirador renuente a reconocer la legitimidad de la Primera Junta, inaugura un país que todavía no era. Un país cuyo inicio es su fusilamiento, dice Horacio. ¿Cómo se inicia un país así? ¿Cómo lo inicia un Estado -el de la Primera Junta- que es también una revolución? Quizá porque algunos fusilados son símbolos de tiempos anteriores, no reclamados por nadie, como parecía ser el caso de Liniers y otros son como un tapón que impide que se desaten las fuerzas que deben liberarse, como interpreta Sarmiento a Dorrego. Pero un fusilamiento no es un asesinato, no es cualquier violencia. Un fusilamiento se dirige contra alguien, un enemigo o un desleal, es decir, contra un otro que pudo haber salido de un nosotros. El fusilamiento pone en escena además una serie de procedimientos rituales, como el tribunal, el pelotón, la orden. Es un asesinato ritualizado contra un enemigo, que en general da cuenta de una serie de dispositivos militares de actuación. Tiene, además, textos que lo evocan, ya sean las órdenes de quien comanda fusilar, las publicaciones posteriores al hecho y las explicaciones frente al público. Es una muerte ritual y espectacular, que pretende mostrarse, evocarse, inscribirse en la historia de algún modo. De algunos fusilamientos hay pinturas célebres, como las de Goya o Manet; de otros, hay películas, como las de El general Della Rovere, de Rossellini; de otros hay fotos, como las que publicó Caras y caretas del fusilamiento de Di Giovanni, que incluso pueden ser -hipotetiza Horacio- una teatralización fotográfica del hecho, porque en el momento no abundaban las fotos. Este libro recorre algunos de esos fusilamientos y los textos y obras que los acompañan, como quien encuentra en ellos no el motivo para asustarse por la violencia de la historia nacional, sino para verlos como filigranas de una misma trama, que todavía nos enreda. Los fusilamientos, que se multiplican y que exigen cierta separación entre aquello que son -un asesinato ritualizado, procedimental y aleccionador- y aquello que no son -una masacre, un asesinato político sin más, un plan sistemático de desaparición-, ponen en foco a dos instituciones claves de la Argentina, a sus divisiones internas y a su inscripción en el Estado: ponen en foco al Ejército y a la Iglesia. Por eso, este libro no tiene una condena al ejército sin más, ni a los sacerdotes que acompañan esas liturgias de muerte, sino que los muestra hasta capaces de forjar imitaciones de sus ritos por parte de otros; como si el poder de sus ritos, de su manera de hablar, de sus procedimientos tuviera una carne que fuera macerable por la historia de un país y no desechable sin más. Esto dice algo de la forma en que Horacio piensa la política: la relación con un enemigo, la posibilidad de que el enemigo sea un nosotros, la necesidad de encontrar cauces a la violencia, la necesidad de generar textos que la nombren, la expliquen, la evoquen y la inscriban en una historia en la que se debe juzgar y en la que las conciencias son importantes, tanto la de los fusilados, como la de los fusiladores (aún cuando solemos estar del lado de los fusilados, agrega). Esas conciencias no se mezclan, pero algo comparten.  Entre fusilados y fusiladores hay relación, se conoce en general sus nombres, se recopilan o se fabulan sus últimas palabras, se puede reconstruir la escena. Fusilados y fusiladores comparten, si se quieren, una regla y un colectivo de significación del tiempo, porque nadie fusila solo. Esto ya no existe con la “lógica” abstracta, silogística, que impone Videla al cambiar fusilados por desaparecidos, porque allí se despersonaliza, se tecnifica la muerte, se la masifica, se la pretende borrar con eufemismos (el “desaparecido”) y así diseminar el terror. Videla es una ruptura incluso dentro de la muerte y cambia el modo de contar la historia, a la vez que destruye a las instituciones y los colectivos en las que ella se alojaba prioritariamente.

Pero el libro de Horacio no podría ser descripto como una historia de la progresiva despersonalización que imponen las técnicas de muerte, como una historia del progreso entre comillas, en línea con la teoría del dron contemporánea o con la melancolía de las luchas cuerpo a cuerpo de las caballerizas, que esbozaban los conservadores. Porque, sencillamente, en este libro no hay melancolía. Hay un interés que lleva a reconstruir las historias singulares y cómo ellas se reinterpretaron en textos y obras. Hay hasta una búsqueda detectivesca que rearma las escenas previas y posteriores a los fusilamientos e interviene en cómo ellas impactaron en los debates historiográficos, teatrales, escriturales de la Argentina. Como si esos fusilamientos y esos textos pudieran reinterpretarse hoy. Como si la historia fuera una superposición de tiempos, ninguno cerrable del todo, ninguno agotable en sí mismo, ninguno a disposición del presente, pero siempre rondándolo.

Este es un libro sobre cómo pensar la historia. Pero no es un tratado sobre el método, como bien dice Guillermo Korn en el prólogo. Es más bien la puesta en práctica de un método, que no puede dar ningún pasado por incausado y a ninguno lo toma sin efecto. Por eso, Horacio dice que los fusilamientos no ocurren en un tiempo señalado, fijo, en una data precisa, sino que se cocinan antes y se difieren en el tiempo. Los fusilamientos se citan, se evocan, se repiten, se representan. Valle, que es Dorrego y es Peñaloza, y a la vez, no lo es. Troxler, que es fusilado dos veces, una en los basurales de José León Suárez y otra al salir de la facultad de derecho en años de la pre-dictadura. Di Giovanni, que es fusilado pero después representado siendo fusilado, para que pueda ser visto en una revista para clases medias. Della Rovere, ese personaje de ficción que interpreta Vittorio de Sica, que acepta ser fusilado cuando él no era Della Rovere en realidad, pero prefiere ese destino de héroe de la resistencia partisana que se inventa, al suyo, el de un ladrón menor. La visión de la historia que tiene Horacio es teatral, dramática y en ella cuentan los nombres, las circunstancias, los detalles que tienen ecos en tiempos distintos. En esa historia se miden realidad y representación, cosa y símbolo, dato y fantasma. Es una historia cuya escena continua en libros en los que las actuaciones no son repetición de lo ya dado. Una historia de los fusilamientos como signos de un modo ritual de tratar la violencia, una violencia de la que puede hablarse, discutir, discurrir y en la que el otro cuenta, con nombre propio, incluso cuando sea el nombre enemigo. Es la historia de un país a través de rituales que encauzan la violencia, repleta de detalles, no como anécdotas acumulativas, sino como aquello que colorea lo que se dice y permite ampliar la forma de su comprensión. Por eso, puede decirse que hay violencia, la hubo y la habrá y también que se la busca comprender y juzgar, antes que dejarla como trauma o meterla debajo de la alfombra. Hay continuidad de la violencia, pero también de la regla que la acompaña: ¿esto sí debiera ponerse en pasado? Debiera ponerse en pasado, porque Videla fue una ruptura. Debiera ponerse en pasado, también, porque los fusilamientos ya no son, desde el gobierno de Kirchner, una práctica militar posible. Debiera ponerse en el pasado porque este libro parece querer decir, en entrelíneas, que incluso en estos casos de la muerte de alguien, ese alguien no dejaba de existir como problema histórico y esto no sucede con los fusilamientos mediáticos, con los linchamientos, con las cancelaciones que acompañan ésta, nuestra época. ¿Cuáles son los procedimientos reconocidos y aceptados por todxs de estas violencias contemporáneas? ¿Es nuestra época incluso más intolerante con la existencia del Otro que las anteriores, bajo la máscara de ser pluralista y alabadora de las diferencias?

Este no es un libro dentro del ethos la transición democrática, que buscó expulsar la violencia del estado civil y también de los textos y colocarla en una Argentina anterior, definitivamente superada. Tampoco es el libro de un revisionista. Cuando Horacio trata el fusilamiento del general Valle, que es uno de los puntos de atención centrales del libro, pone en debate dos formas de contar esos fusilamientos -27 en total- firmados de puño y letra de Aramburu. Una forma de contarlos es la de Rodolfo Walsh en Operación masacre, con investigación suya y de Enriqueta Muñiz, y otra, la de Salvador Ferla, un autodidacta italiano que escribe el libro Mártires y verdugos. Horacio, trayendo los argumentos de Ferla, dice que Walsh pone el acento en la ilegalidad que tendrían los fusilamientos de José León Suárez específicamente, que se habrían realizado con posterioridad al dictado de la ley marcial por parte del gobierno de la Revolución Libertadora/Fusiladora. En otras palabras, Walsh supone al Estado de derecho, lo pone como axioma y muestra con austeridad implacable cómo se había transgredido su legalidad. Los protagonistas son, además, sobrevivientes civiles. Ferla discute esta perspectiva. La cuestión para él no sería limitar los fusilamientos a una cuestión policial, sino inscribirlos en el espiral de la historia del país y en las divisiones del ejército. La perspectiva de Walsh sería legalista y reduccionista, y si se quiere, deshistorizada, burocrática. Acusación tremenda, a contramano de lo que las escuelas de periodismo reivindican hasta hoy en Walsh. Horacio no tercia en la cuestión, pero parece desaprobar la circularidad de la historia presente en Walsh y hasta su fijación con la noción de destino, que tiene ribetes borgeanos, pero que se diluirían en la pesquisa que pasa a ser la verdadera protagonista de los hechos. Pero si esto significara favorecer a Ferla, a seguir, Horacio la complica, haciendo incluso una exposición de sus fuentes, un muestreo del mapa anómalo y riquísimo en el que se sitúa en este campo de la historia. Dice: “Sería un desatino convertirnos en los Heródotos de las tablas de sangre de los pueblos. Nos educamos con Henri Pirenne y Marc Bloch, con Juan Agustín García y Raúl Scalabrini Ortiz, con Michelet y Adolfo Saldías, con Fustel de Coulanges y José Luis Busaniche, con Gramsci y Macedonio Fernández. A otros tantos hemos incorporado, que ahora no diremos. Y a muchos hemos olvidado”.

Si se me permite interpretar, Horacio dice que no cuenta muertos. Tampoco los clasifica en tablaturas morales de los buenos y los malos. No somos sólo historiadores, dice, y cuando sí, somos historiadores intermitentes que no dejan de lado el mito o las pasiones o la desconjuntura del tiempo, historiadores-sociólogos que piensan la influencia de las religiones en la estructuración de instituciones, como Fustel de Coulange, tan deudor de Guizot y de Durkheim, o historiadores que pueden repensar el rol de los museos y los monumentos, pero también al liderazgo y al caudillismo, como Busaniche. Historiadores que lo son y a la vez, que saltean e incomodan la disciplina, como Marc Bloch (también fusilado por unirse a la resistencia nazi) historiadores que encuentran en Macedonio, en la literatura o en el teatro, cuando no en la revolución y en la batalla cultural, motivos para escribir y para vivir a tiempo.  

Este libro está compuesto de textos históricos, mirados a la luz de todas estas fuentes. Son cartas, como la que deja el general Valle a Aramburu -quizá apócrifa, pero verosímil, dice Horacio, porque pasible de ser escrita por él o por cualquiera de ese colectivo resistente peronista- o como la que escribe Lavalle, después de ordenar que se ejecute a Dorrego. Hay proclamas, como la que publica Moreno después de ordenar el fusilamiento de Liniers; hay aguafuertes, como la de Artl periodista después de presenciar la muerte de Di Giovanni; hay crónicas, como las de Berutti y el general Paz; hay memorias, como las del general Lamadrid; hay informes de autopsia, como la del médico militar Cosme Argerich luego de desenterrar el cadáver en partes de Dorrego. Hay también críticas teatrales, como las de Alberto Ure, publicada en ocasión del estreno de la obra teatral Dorrego, de David Viñas, en 1986, en la que Ure objeta que pudiera homologarse al ejército de la dictadura con el de las guerras de la independencia y establecer así una “metafísica represiva”. Todo este conjunto de textos se cita in extenso, se hace entrar a esas voces que a veces justifican, a veces explican, otras se arrepienten, otras denuncian, otras invocan a la obediencia debida, o esperan a una historia o un público que dictará un veredicto. Hay un drama histórico que se vive también como drama subjetivo. Drama en la conciencia, que es un lugar donde se teatraliza la política en este texto. Escribe Horacio que una conciencia autónoma (¿la suya?), podría parangonarse a la figura de Dorrego, que sobraba y resultaba un obstáculo a todas las demás fuerzas existentes. Una conciencia autónoma es un obstáculo, un tapón. Lo es también para sí misma, porque en ella conviven la izquierda y la derecha, como vectores internos. La política (Horacio la llama de la amistad) es lidiar con los obstáculos, de sí mismo, de las conciencias de los otros, como los otros lidiarían con la piedra que es la conciencia de uno. La política como una especie de red de autolimitaciones, que eviten desangrar al que está en exceso, que eviten autodesangrarse y liberar el deseo de venganza. Una red en la que se soporten las piedras.

Pero la política es también esa intervención inesperada, que iniciada por una conciencia autónoma, tuerce la propia vida y les recuerda a los demás que no todo es una cadena de obediencias. Como la intervención del teniente tucumano Juan Carlos Franco Páez, al que le fue encargado defender como fiscal a Di Giovanni y se lo tomó tan en serio, que fue separado del ejército. Franco sería después un folclorista reconocido por Atahualpa y autor de una de las composiciones más bellas de la música argentina, “Imposible”, también cantada por Liliana Herrero.

En este libro, por último, habla una conciencia. Evoca a otras, que se enfrentan a la muerte. Trata de saber qué piensan, ahí, en ese momento fronterizo. El momento previo del fusilado responde a un humanismo que no busca dilucidar la verdad del sentimiento, sino ubicar a esa conciencia en el teatro de las conciencias en las que la muerte impone un tema serio. Ese diálogo con la muerte está muy presente en el libro pero no es lúgubre. La muerte aparece como un tema que unifica, empatiza, simplifica. Se habla con ella. En eso, este libro muestra todo su destiempo respecto del presente y le señala su trauma: la muerte, la violencia no son solo amenazas, puntos ciegos o cosas de las cuales no hablar para no tentar o aguar la fiesta. Algo de esto va a explicar por qué Horacio no va a ser entendido tampoco esta vez, en la menos barroca de todas sus escrituras.

La larga risa de todo este libro. Sobre Nada que esperar de Sebastián Scolnik // Facundo Abramovich

La promiscuidad de los géneros en aquellos libros capaces de ir desde la literatura de tipo autobiográfica hasta el ensayo y la historia política es algo que a muchxs nos fascina, nos conmueve, nos mueve hacia otros -textos, amigxs, conversaciones. Y cuando toca fibras sensibles, aunque uno jamás pueda saber del todo cuáles son, a uno lo asalta. Así me sucedió el diciembre pasado con Nada que esperar. Historia de una amistad política de Sebastián Scolnik, coeditado entre Cordero Editor, Tinta Limón y Lobo Suelto. Así que me dispongo a golpear las teclas -en el único elemento en el que más o menos sé hacerlo, aunque no prometo tampoco que suene bien- sobre apuntes escritos en el ocaso del 2021.

A su manera, los libros como Nada que esperar que entreveran ensayo y biografía, están escritos bajo la sospecha de que se sobrevivió a algo: desde Facundo hasta los más recientes Black out de María Moreno -la sobrevivencia al alcohol y al mundillo intelectual-, Yo ya no. Horacio González el don de la amistad -que inicia con la frágil salud de Horacio González- o Historia de un comunista de Toni Negri. El sobreviviente pasa de protagonista a testigo, es decir, a quien guarda los secretos internos de aquella experiencia fracasada -¿Cuál no lo es?- y, por lo tanto, quien lleva en sus entrañas un enojo, una bronca, una nostalgia de aquello perdido, de lo que fue negado como posibilidad histórica. Pero también un deseo de narrar y, en este caso, un sentido de la ironía que permite reír de ese pasado que se aleja y de este presente que se vive con un dejo de sustracción.

En esta larga serie puede pensarse también en los maravillosos Diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia.  El eco de los Diarios de Piglia puede oírse en Nada que esperar. Pues este libro también contiene una estructura similar a lo de los Diarios (Años de formación, Los años felices, Un día en la vida) y cada una de sus partes dibuja un mapa hecho de lugares concretos. A modo tanguero, el libro de Sebastián Scolnik sigue en su narración el orden que supone que primero hay que saber vivir (el inicio, la infancia, la universidad, la amistad, la novela), después amar (la historia política con el MTD Solano en los años del movimiento piquetero, la amistad con Horacio González con quien comparte su gestión en la Biblioteca Nacional), después partir (el ensayo, el ocaso de las cosas vividas hasta ese momento).

Sin embargo, el peso de lo autobiográfico no estará dado del mismo modo en Piglia que en Scolnik. A diferencia de Piglia, no se trata aquí de una conciencia sufriente y tormentosa en su ambición, donde predomina la autoreferencialidad y las aspiraciones a brillantez como modelo intelectual. Más bien nos encontramos con otra cosa: la búsqueda de un tipo de fragilidad que no inhabilite la acción-como me arrimó León Lewkowicz.

En Nada también se escribe la historia de un intelectual. Pero este intelectual no es ya su autor, sino un colectivo: el Colectivo Situaciones. Ellxs, dicho rápido, entendían la “intelectualidad” no como una condición dada por saberes culturales o por la escritura de libros, sino como una tarea que implicaba el registro de una sensibilidad y una inteligencia propia de los movimientos de insumisión -desde las Madres de Plaza de Mayo, HIJOS y sectores de trabajadores desocupados, el surgimiento de movimientos campesinos como MOCASE, la escuela Creciendo Juntos en Moreno o los trabajadores de call centers. Se proponían, entonces, prolongar y entrelazar experiencias de creación de instituciones populares, neutralizadoras de la dinámica del capital, que llamaban contrapoderes.

La resonancia toni-negriana del Contrapoder nos lleva al otro elemento: esta prolongación se daba también con una centralidad en la producción de libros, siendo estos el instrumento donde se daba el registro más sistemático de las luchas sociales, con largas conversaciones con sus protagonistas. Conversaciones que eran acompañadas por «apuntes» que destacaban lo más novedoso o singular del tipo de radicalidad que estos movimientos ponían en juego y la puesta en diálogo con otras luchas y tradiciones políticas.

Pero tampoco sería justo decir que el libro reseñado se trata de la historia de un colectivo. Si por “colectivo” entendemos un grupo humano concreto, aquí se narra la historia de uno cuyo valor radicó en la capacidad para sumergirse en experiencias de luchas, desde fines de los años noventa a la primera década del siglo actual -solo así era posible captar la sensibilidad que ponían en juego-. Entonces “colectivo” se transfigura en un fuera de sí, en un plus, en la medida en que era capaz de diluirse, de borrar las fronteras entre el colectivo y las luchas (escapando de la cosificación del objeto a investigar), sin mistificar tampoco su protagonismo en las mismas. Seguramente, por eso el libro se llame “Historia de una amistad política” y no «historia de un colectivo». Sumemos alguito más: En Nada que esperar los personajes llevan nombres diferentes a los reales, lo que le permite poner en valor con mayor ironía unas maneras de estar, unos gestos, unas formas de ser y de pensar en detrimento de la pontificación o el arrepentimiento del trabajo hecho por el colectivo mismo.

Nostalgiosa llevo el alma

Nunca nos queda claro si estas lecturas que producen conmoción hablan más de la riqueza de otras épocas o de la pobreza de la nuestra. Es un dilema que, aunque carezca de sentido, se nos aparece. Ahora, cuando proliferan libros anecdotarios, el reciclaje de clases antiguas o “balances” de experiencias, oscilamos entre la necesidad de una memoria más abierta y la confirmación de nuestra incapacidad para enfrentarnos a lo pasado. No es fácil resolver el dilema cuando desde la tradición histórica a la que pertenecemos, las izquierdas, hemos construido la memoria como refugio y hervidero de lo “nuevo”, como modo de atravesar las épocas más hostiles y como criterio de justicia; no es fácil saber si con ello confirmamos nuestra impotencia o realizamos el ejercicio permanente de alojar, en la memoria interna -que no es tanto el disco rígido cerebral sino las vísceras vibrantes-, la premisa de que toda situación es susceptible de ser abierta, rajada, rota, desobedecida. A veces, la “memoria” se nos aparece como una pasión, algunas como necesidad y otras como un destino, una fatalidad.

Sobre algo de todo esto versaba una polémica lateral entre Horacio González e Ignacio Lewkowicz en los meses siguientes al 19 y 20 de 2001. ¿Qué había significado esa revuelta? ¿Cómo pensarla?  Una ácida reseña de Sucesos Argentinos, libro de Ignacio Lewkowicz del año 2002, hecha por Horacio González puede leerse en El Ojo Mocho Nro 17 del 2003.

González burlaba a Lewkowicz advirtiendolé que corría el peligro de que la jerga desprendida de la filosofía de Badiou se le convierta en un “obstáculo” para pensar. Aunque, en realidad, el problema no era Badiou ni su lenguaje sino el hecho de que, para Lewkowicz, no era posible pensar el quiebre que implicó el 2001 con las “subjetividades heredadas”. Se trataba de pensar con “lo que hay”, como único modo de instituir lo nuevo, y no con “lo que queda”, resto que piensa desde el punto de vista de lo destituido.

Para González en esto había una fascinación por lo novedoso que impedía pensar con densidad histórica los hechos y llevaba, a su modo, a descartar la memoria: «El concepto de herencia, aquí, no es una prisión sino una invitación a un volver sobre el acontecimiento demorado y en silencio de nuestra rememoración individual» sin cancelar aspectos vitales de acontecimientos heredados, dice González, y afirma: “pensar significa ese volver”.

El dilema una y otra vez era, por supuesto, el peronismo y su memoria: el problema sobre qué significan -si existiesen más allá de nuestra necesidad catalogarica- las épocas: si ellas se enfatizan a sí mismas por el modo de recrear lo que en el pasado fue irresuelto o si una época guarda su singularidad en el hecho de desprenderse de lo anterior, recreando un tiempo diferente.

Por aquel entonces, para Lewkowicz se trataba de pensar una nueva situación donde el estado-nación ya no era una meta institución dadora de sentido, una premisa vital. Transmutado el papel del Estado, dice en Pensar sin Estado, lo que se pierde es la precedencia, la historia y la memoria organizada por el estado: “El Estado era un monstruo alienante que oprimía espantosamente, fijando a cada uno un lugar, un destino, un sentido, un nombre, una profesión, un matrimonio. En tanto que ciudadanos, en tanto que habitantes de su territorio, el Estado nos precedía y proporcionaba una existencia.” No vemos como mutuamente excluyentes las posiciones de Lewkowicz y González, más allá de que cada uno enfatice diferentes cosas: si la existencia y la historia estatalmente organizada perdió fuerza de sentido, sólo así es posible y necesario pensar la memoria como hecha de “restos”, que también son “lo que hay”.

Nada que esperar también puede leerse en el medio de ambas: es la historia de quienes se propusieron pensar a fondo con «lo que hay» -es decir, pensar desde la «situación»- pero convertida, en este libro, en restos de una memoria. Si no es posible abandonar narraciones como las que nos ofrece Nada que esperar es porque no se resignan al balance contable de posiciones concretas, tal o cual error -la pocas veces bien ejercida “autocrítica”- sino en dar cuenta de determinados modos que se han asumido para enfrentar coyunturas adversas y también de formas de aquello que ambiguamente solemos llamar “militancia”. Para Scolnik, la práctica política militante es menos un lugar fijo para ocupar en la sociedad -a diferencia de los libros de Damián Selci- que una disposición a asumir determinados dilemas vitales u acontecimientos. Cierto estado de inocencia como dijo Verónica Gago.

Sus primeros capítulos, recorren la vida familiar y universitaria de un joven en la década de los 90s. Con cierto dejo existencialista, narran la historia de unos personajes dispuestos a involucrarse en el universo militante sin olvidar el lugar absurdo que se ocupa en los acontecimientos políticos y que antes que recrear un Programa se disponen a crear un humor, unos rituales, unos lugares para digerir el cinismo de la época. Allí empieza la historia política que en ese libro se cuenta, donde el primer desafío que asumen es el de entablar un diálogo con la generación que había protagonizado las luchas de los sesenta y setentas.

¿Es posible revisar la historia sin una intensa ironía y creatividad? ¿Cómo valorar aquello que pese a todo fue cruelmente derrotado sin reducirlo a la heroicidad? Este gesto se prolonga desde las historias contadas en el libro hasta la escritura del libro mismo. Las historias narradas en Nada que esperar decantan en un humor que despierta carcajadas en el correr de las páginas. Es ese humor, como ya dijimos, la operación que le permite al narrador ir más allá de la nostalgia, de la bronca, del peso de la historia sobre la conciencia de los vivos. Sin permitir, sin permitirnos, que el sentido verdadero de las cosas nos las fije la derrota.

 

Después partir

Después del amor nada es igual/

Lo hice para quebrarme a mí

Volvamos a algo que dejamos desperdigado más arriba: Scolnik escribe, también, como sobreviviente. Desde este lugar va a pensar al kirchnerismo, sin que ello implique ninguna victimización. El narrador había vivido algo cuya intensidad lleva a que el ciclo progresista abierto en el 2003 no le despierte entusiasmo, a diferencia de muchos de sus amigxs y pares.

Javier Trímboli en su libro Sublunar se detiene varias páginas sobre la figura del sobreviviente para pensar el tipo de conexión que el kirchnerismo tuvo con la militancia de los setentas. Algo así escribe: desde el retorno democrático, los saberes revolucionarios se han convertido en inútiles e intransferibles. El sobreviviente, hasta el kirchnerismo, habla en voz baja, como desconfiando demasiado de su interlocutor, de su propia historia y de la utilidad de contar aquello. Lo que permitió el kirchnerismo, dice Trímboli, es que “la ‘lengua’ [revolucionaria] se puede aflojar más y desatarse, quizás sin explicar del todo la procedencia de los pareceres, pero a sabiendas de que la agitación crítica pasó a ser bienvenida”.

Esto no deja de ser real y muy atractivo, aunque lo que se deja en suspenso es si el modo en el que se recuperó esa historia tuvo su encarnadura -su eficacia o efectividad- en la vida política. Alejandro Horowicz con frecuencia ha dicho que el kirchnerismo fue (¿es?) la mixtura entre esta lengua revolucionaria ineficaz y una política que estructuralmente no modificaba nada -la música del tercer peronismo con la letra del cuarto peronismo-.

En Sublunar se nos hace pensar con agudeza en lo perturbador -por lo atractivo, por lo insuficiente- de toda política ligada a la «reparación», que da espacio a esos lenguajes al tiempo que los reduce al testimonio. Scolnik se enfurece cuando cuenta haber sentido cierto despacho burocrático frente a la trabajosa memoria de un militante “sobreviviente” del terrorismo de estado: “Veinte años de desgarrador balance despachados como un sello sobre un papel para clasificar una información de expediente”.

¿Por qué los lenguajes, incluso, más actuales como las que nos trae Scolnik no cabieron en esa experiencia política e incluso fueron subestimadas? Dice más Trímboli en su apasionante libro: “Gastamos tiempo -demasiado, ¿no?- en entender cómo funciona la Corte Suprema”. Cabe preguntarse qué habremos de decir cuando termine el turno del Frente de Todos ¿Quién no ha caído estos años en la tentación periodística de las rencillas internas presentadas del modo más pobre, despolitizante y vil? Estamos frente a un drama: qué tipos de saberes e historias, y de qué modo, son valorados por los procesos políticos.

Volviendo: ¿Desde qué lugar escribe Nada que esperar? En su primera página se dice ya: “Es un libro sobre cómo se habló en cierta época y cómo esas lenguas que parecen sacrificadas en las hogueras del presente”. El propio Scolnik declara ser víctima alegre de un “anacronismo”. Horacio González en la ochentosa revista Unidos escribe sobre los “irrecuperables”, que son aquellos que son expulsados de su tiempo porque “no sueltan la brújula antigua, a los obstinados que se convierten en custodios del panteón que guarda lo que ya no se repetirá”. Si el autor del libro es un irrecuperable, lo es a costa de reir de ellos.

Es evidente que los sobrevivientes setentistas lo son de una derrota político-militar y en la democracia erigida sobre sus cadáveres. También es evidente que hubo una derrota en el 2002 en relación con la radicalidad de la experiencia piquetera. Pero no es evidente en este último caso de qué tipo de derrota se trata, ni si la palabra derrota es la más útil para describir lo que sucedió. Es difícil pensar en la “derrota” porque se trataba de luchas cuya politicidad partía del hecho de no tener un fin en sí mismo (El Partido, el Estado, etc.). Más cuando muchos de los sectores que protagonizaron aquel ciclo de luchas se sumaron alegremente al kirchnerismo.

Tampoco a esta altura sería preciso hablar de «impasse» -que entendían como la disipación del antagonismo en alianzas ambiguas con un mercado dinamizado desde el estado vía consumo-, sino de una metamorfosis, a la que podemos describir un tanto periodísticamente. Por un lado, porque las demandas económicas de los sectores desocupados o de la economía popular asumieron una dinámica de verticalización de los movimientos y representación de las demandas, un sindicalismo social («antes había piqueteros, gracias a nosotros hubo Movimientos Sociales» dijo CFK hace poco). Y, por otro lado, por la aparición de nuevas politizaciones como el movimiento feminista o la proliferación de la producción agroecológica -que, por supuesto, también cuestionan la economía existente-. Tampoco es posible subestimar que cada día más jóvenes escuchan con más atención a figuras como Milei, aunque no sepamos aún qué significa ello. La pandemia, la crisis mundial y el intento fracasado del retorno kirchnerista -que lleva años sin revertir casi nada mientras se ha profundizado la precarización laboral y vital, el empobrecimiento y el extractivismo económico- agregan hoy una incógnita sobre qué lógicas y dinámicas asumirá la politicidad popular.

Scolnik escribe con la sensación corporal de la derrota. Diego Sztulwark sugiere que más que derrota, lo que implica un cálculo con las expectativas propias, quizás haya que pensar en disolución, que sería lo propio del 2001: “Que se vayan todos removía los residuos de la mediación política, pero lo hacía con los pies en la nada.” Apagados los gritos, quedaron los ecos. Hoy, desde el extremo fascistas, son ecos recogidos por el habla de Milei.

No puede pasarse por alto el capítulo -posiblemente el más gracioso- dedicado a Horacio González.  Narrado en su tarea de director de la Biblioteca Nacional, González en Nada que esperar aparece como poseedor de un humor -se podría decir de cierta ingenuidad en su bello sentido- que permitía, por un lado, sostener una plasticidad capaz de integrar y recorrer las más heterogéneas tradiciones de la cultura política argentina -sometidas a una aguda reflexión-; y, por otro lado, atravesar una singularísima manera de dirigir una institución pública, capaz de traducir esa plasticidad al hecho de que cada actor -sindicatos, trabajadores en sus distintas funciones- fueran capaces de apropiarse de la institución y, por lo tanto, de reflexionar sobre su propio papel e ir más allá que lo que su tarea burocráticamente determinada le implicaba.

Si esta presentación es justa con el capítulo dedicado a Horacio González habría que decir algo más: esto solo fue posible bajo una lógica del absurdo -en la medida en que lograba desarmar toda jerarquía real o burocrático formal-. Las historias despiertan la risa: una veterinaria desprevenida se convierte interlocutora de Macedonio Fernández, Fogwill en un destructor irónico de toda reflexión libertaria, un viejo trabajador que se ve forzado a abandonar su espacio de trabajo por la inserción de tecnologías que lo frustraban para encargarse de la limpieza de la estatua de Eva Perón produce una rispidez con el embajador de Estados Unidos. También un perro o el nombre de una sala fueron convertidos motivos de reflexión y polémica sobre toda la historia del peronismo.

Horacio González fue quien en su voz pública, en sus escritos y en su gestión de la Bilbioteca Nacional sostuvo con agudeza la permanencia de una tensión profunda: la cristalizada en los escritos de León Rozitchner y los de John William Cooke. Ambos aparecen mucho en Nada que esperar. Si la obsesión del primero, dicho mal y pronto -como todo-, era el hecho de que el capitalismo, como productora de sujetos, no cesaba de reproducirse aún en las prácticas que buscaban subvertirlo por el tipo de “modelo humano” puesto en acto en la militancia -sobre todo, por la reproducción de la dominación que implicaba el tipo de liderazgo de Perón; para el segundo, el nudo era que la forma revolucionaria debía estar mediada por la experiencia política de masas que sucedía en nuestro país, por supuesto, el peronismo. Si uno enfatizaba en el militante, el otro lo hacía en la experiencia histórica de la clase trabajadora, aunque ambos hallaban su yuxtaposición en la figura de Guevara. Este drama vuelve reescrito en este libro: si audaces sectores del movimiento piquetero, como el Movimiento de Trabajadores Desocupados de Solano, habían hecho un audaz trabajo en el nivel de las formas de vida bajo el lenguaje de la autonomía, no logró constituirse en un movimiento perdurable en su radicalidad; y, si el peronismo volvió en una nueva peripecia progresista no logró sobreponerse a la alianza entre capitalismo financiarizado y desarrollismo agroexportador, ni tampoco se produjo un desborde político a lo propuesto por sus liderazgos, aun cuando por momentos asumiesen rasgos más conservadores. Rozitchner y Cooke permanecen como dramas irresueltos, hoy.

Recuerda este libro a la película El intenso ahora, por el modo de transmitir en imágenes la intensidad y la alegría de los acontecimientos políticos que alteran el orden de cosas. «Nunca volverán a ser tan felices», dice la película -demasiado cínica- sobre los jóvenes del 68 francés hecha por el aristocrático cineasta João Moreira Salles. Nada que esperar finaliza con una reflexión sobre una contundente frase que les dijo el filósofo Paolo Virno: «se hace política una vez en la vida». Todo el libro intenta someter a prueba esta frase, traducirla. Pero no entendida como un llamado hacia la retirada, sino sobre cómo la intensidad vivida en un momento político transfigura tanto la vida que constituye un punto de vista con el cual se va a ver, valorar, vivir o medir todo aquello que sucede posteriormente.

¿Reponer el sentido nos aproximará a la experiencia?

[1] Sobre ello puede leerse en el artículo “Fotocopias anilladas” de Horacio González, en el libro La palabra encarnada de Horacio González, edición al cuidado de Guillermo Korn y María Pía López.  CLACSO

 

 

 

Abusos y Violencias en el campo psicoanalítico. Parte II // Verónica Cardozo, Narella Catania, Lila Feldman, Mariana Nogueira, Gabriela Palacios, Jesica Ramirez Punset, Paola Torres

              

Lxs psicoanalistas trabajamos con la palabra, esa es nuestra herramienta de trabajo. El trabajo analítico pone a la palabra en valor, la habilita, y entonces ya nada vuelve a su sitio: la palabra simboliza y devela. Pero también en ocasiones la palabra es vehículo de violencias, maltratos, abusos. La palabra se torna instrumento para acallar y silenciar, para culpabilizar y amenazar. La palabra puede ser también una instancia represora. Ese destino nefasto del psicoanálisis, su uso pervertido y abusivo, bajo máscaras mediáticas y discursos cautivantes, nos llevó a escribir poco tiempo atrás. Nos llevó a pensar esta acción colectiva y nos hizo interrogarnos acerca de las condiciones en las que ejercemos nuestra práctica, tan atravesada por silencios cómodos y cómplices, y curiosas neutralidades.

También, a su vez, nos interpeló y nos llevó a pensar cómo acompañar y construir espacios terapéuticos seguros, para quienes fueron víctimas de violencias y abusos por parte de personas del ámbito psi.

En un sentido amplio, nos importa develar cuestiones que suelen guardarse y esconderse debajo de la alfombra,  como en las “mejores familias”. Sabemos a su vez que las familias son los lugares menos » seguros» en innumerables oportunidades. 

 

Cada vez que un colectivo se agrupa para alzar la voz, y evidenciar violencias amparadas por el manto machista, no tardan en aparecer y recrudecerse las reacciones y ataques patriarcales. Las estrategias varían entre la desmentida, la agresión, y siempre convergen en la re-victimización de  quienes sufrieron estas situaciones. También atacando a las personas y colectivos que acompañamos dichos procesos. 

 

Nos referimos a situaciones que, como analistas, escuchamos en nuestros consultorios, o en ámbitos donde se nos convoca. Tenemos la responsabilidad ética de responder.

No queremos colisionar o desprestigiar una práctica, todo lo contrario: nos importa el respeto por ella, y por el compromiso que requiere, sin embargo sí queremos hablar de aquellos que la desprestigian con acciones violentas y abusivas. Queremos cuestionar, desarmar ciertos prestigios, de los que gozan personajes que cuentan con gravísimas denuncias. 

Sobre uno de ellos -de quien se habla, por ahora, sin dar nombre- recaen denuncias de abuso que ya tienen curso legal; así como circulan testimonios de sus violencias. En las instituciones, el silencio lo ampara. Así como su cofradía: el grupo de «aliades» que, impunemente se ha encargado de acompañar las violencias hacia sus víctimas; a través del silenciamiento, las amenazas, la exclusión y el poner en duda sus testimonios. Muches habitan el lugar de «aliades» buscando en los espacios de resistencia nuevas víctimas. Otres, sostienen un “feminismo teórico” que en la práctica duda de la palabra de las víctimas y defiende a los patriarcas de renombre.

En el ejercicio de nuestra labor se nos otorga un lugar que requiere de nuestra máxima prudencia y respeto. Un lugar que se ejerce desde una asimetría de poder, que nos exige situarnos a la altura de dichas circunstancias.

 

Develar silencios, encubrimientos y complicidades también es pronunciarnos en contra de todas las apropiaciones que hacen colegas acusados de abusos, en nombre de discursos que no les pertenecen, en reproducción interminable de violencias. Repudiamos a estas personas sobre todo porque sus lugares de poder los avalan y autorizan a seguir reproduciendo violencias de forma sistemática, teorizando acerca de la subjetividad. Escribir es tanto una responsabilidad ética, como lo es atender pacientes, o enseñar en un aula.

 

Las instituciones que callan y amparan violencias son responsables de dañar la integridad emocional de muchas personas, que llegan a consulta solicitando un espacio de ayuda. 

 

Nos propusimos no callar ni consentir frente al silencio. Nos proponemos desarticular todo pacto de protección y enmudecimiento. Escribimos en contra de la construcción de impunidad. Mientras tanto, se suman las denuncias y medidas cautelares.

Somos un colectivo de psicólogas y trabajadoras del campo de la salud mental, un colectivo federal, que suma apoyos, repudios, y aporta sus propias experiencias, desde diversos lugares del país. Vamos a seguir acompañando esas historias que nos confían en divanes, pasillos, a media voz, con miedo, pero también con coraje.

No nos callamos más. 

E invitamos a que seamos cada vez más.

Prepotencia del lenguaje // Silvia Duschatzky

¿Qué significa escribir? Esta pregunta hubiera sido inconcebible en el siglo XVIII, como si alguien hubiera preguntado qué significa comer…
En el siglo XX, produce confusiones y raptos de agudeza entre la gente culta. Una respuesta clásica pero absolutamente pertinente, consiste en decir que escribir es sostener la angustia (y la consiguiente creación) al enfrentar la página en blanco. Ahora bien, la página en blanco no se reduce a la bendita hoja virgen y vacía. NO. Es el vaciamiento de todo lo escrito hasta el momento, como si fuera polvo del desierto que arrastra lo escrito: no es el celebrado vacío, sino un proceso de vaciamiento y de derrumbe que llega hasta el escritor que, pese a haber escrito miles de páginas, está amenazado por el vaciamiento. (Desde luego, no hablo del escriba que parafrasea textos de otros, incluyendo los propios; o del que corrige transcripciones orales, debidamente protegidas contra todo blanco, contra todo vacío) Escribir tiene su voz ( aquí Derrida se equivoca y mucho), pero ocurre que esa voz es una voz silente, no familiar.
Juan Ritvo. Imprudencias breves.

La Agustina, la Martina, el Ángel y la piba. La, el… no son artículos que nominan el género del sustantivo. ….mientras le arreglaba el cierre de la campera al Ángel hablábamos del andar de la semana. La Agustina me mira medio ortivaI).

Así habla un profesor…de Prácticas del lenguaje de una escuela secundaria. No sabemos la identidad de Ángel. Podría ser Gómez pero es cualquiera. Si Ángel fuera Gómez o Pérez o García designaría a tal o cual alumno, tal vez morocho, tal vez inquieto. Tal vez portador de sobre edad o no. Ángel Gómez figuraría en la matrícula escolar. Tendría add, sería violento o apocado. Repetidor o abanderado. Podría engrosar alguna estadística. Sería tal vez receptor de la netbook. Pero Ángel Gómez a secas no es igual que el Ángel.

El Ángel junto a la Martina se dejan imaginar en un lenguaje que al tiempo que los nombra, nombra la carga afectiva de una nominación. El Ángel es el nombre de una proximidad. La tonalidad de una escucha amorosa o como lo dice Juarrós un amoroso exorcismo de la nada…Una sonoridad de habla, un guiño del lenguaje que suprime las distancias inertes de las retóricas barrocas, didácticas, informativas, explicativas, prolijas…

El Ángel está vivo como viva la escritura que viola formalidades. El Ángel es la pregunta que flota en un profesor que torsiona y traviste el lenguaje escolar para pensar una materialidad que estando en la escuela se le fugó a sus anquilosados nombres.

Les dicté una consigna
les dí hojas y lapiceras
Trabajaron todos
Tomamos mate y nos hicimos algunos chistes
Pero a la Agus no le cabe y el Ernesto no viene

No hay escuela, hay cuerpos afectados en la escuela. Y cómo decir el exceso, eso que se le cae al código significante y al lenguaje escolar, sin traicionar la naturaleza de una cosa que viene mezclada, impura, frágil. El exceso de “realidad” necesita un lenguaje no excesivo, mínimo, sentido. Un lenguaje tan moviente como esos retazos de tiempo. No para poetizar ni caer en banales embellecimientos.

La escuela es un aleph, un punto en el espacio que expone el universo de posibles, posibles ahora y posibles imaginados. Imaginación que hilvane en lo inefable; en los huecos que flotan entre hojas, lapiceras, distracciones, exabruptos, capuchas, celulares, jergas, música…

El Esteban se acercó y me mostró una navaja
Le dije que tuviera cuidado, que se podía lastimar
La guardó
……..
Juan canta.
Ángel no lee, no canta, no molesta
está sentado con el libro sobre la mesa
habla un corte con la Melisa y de vez en cuando sonríe

me dijo que no tiene carpeta
le dije que le iba a comprar una carpeta y un block de
hojas.
…….
Todo esto que sucede
es nuevo para mí
escribo

Y al escribir siempre seremos aprendices. No hay escuela, hay cuerpos afectados que la hacen pensando lo que no saben.

El fondo de las cosas no es la vida sin problemas. Lo prueba el impulso del deseo que insiste en la actividad siempre indefinida de la pregunta. Lo prueba la escritura que despliega y hace trabajar el desconcierto. Lo prueba el juego que busca soldar lo que se separó (lo sentido del sentido, las palabras de las cosas, el uno de lo otro, lo dicho de lo hecho, el entendimiento de la imaginación, el proceso de la cosa).
Lo prueba la verificación de lo abierto frente a la clausura de lo contundente. Lo prueba la expansión de los afectos sustraídos de los poderes que los gobiernan. Lo prueba el radar que detecta lo estéril y se fuga de sus garras.

El otro día hubo reunión con la inspectora y no fui
Me olvidé

Lo prueba la risa detonada frente al grotesco escolar

Quiero que cantes el himno
Que te saques la bufanda de la boca y lo cantes como buen argentino que sos
El Ángel miró el piso
Lo que no sabe la señora
es que el pibe
es peruano

Escribo…Desmentida del destino escolar que necesita concluir. Ante lo desconcertante de la realidad siempre se está en los comienzos. Sucede y es nuevo. Cada vez. Escribo. Grito silencioso que sostiene el gesto de hacer algo en el desconcierto y hacer de la lengua otra cosa en cada tentativa de habla. La escuela se hace en el trazado de olvidar lo que la niega como movimiento.

Escribo…en un lenguaje balbuceante. Sólo ahí podemos pensar el balbuceo de la realidad. ¿Qué puede una “escuela” que (se) escribe, ya no al dictado?

 

Notas al pie

Diego Vdovichenko es profesor y escribe…En Volver a la escuela nos acerca pinceladas que se alejan de frases pretenciosas o disquisiciones sesudas. Su escritura es un zoom que amplía las entrelíneas de las anécdotas que pueblan el tiempo en la escuela. No hay “alumnos”, no hay “docentes”…sólo estados anímicos, tentativas e instantes de encuentro en suelos movedizos. La escuela vista a través de sus cuerpos afectados. Ojo de tormenta, Buenos Aires 2015.

 

 

Silvia Duschatzky

De-castración // Lila Feldman y Mercedes Cicalese

Nos proponemos llevar a la materialidad de la escritura ese trabajo que implica desarmar y repensar el concepto de Castración. Sabemos que no se trata apenas de revisar un concepto sino de movilizar todo el edificio, ya que es parte de los cimientos con los que construimos el ejercicio de nuestra práctica profesional, nuestra lectura y aprendizaje de la teoría psicoanalítica.

No estamos lejos de Freud, que insistió en remarcar el carácter provisorio de sus descubrimientos y afirmaciones. Lo que distingue a su escritura es el esfuerzo por transmitir lo que va pensando, al ritmo de sus descubrimientos, construcciones y obstáculos.

Si la revisión del psicoanálisis a partir de las teorías feministas nos sigue pareciendo revolucionaria, y marginal, es porque aquello a lo que se opone está vivito y coleando, reluciente de hegemonía

Las palabras, nuestro lenguaje, no han sido nunca inocuas, y es tiempo de volver a revisar los fundamentos y principios (sabemos que en cada historia, y en la Historia, no hay un único principio sino varios…), en lugar de repetir. Honrar la revuelta freudiana es no dejar de ser, es seguir siendo capaces de revueltas. Seguiremos escribiendo contra los discursos conservadores, para que el psicoanálisis no se vuelva discurso conservador (no imaginamos para el psicoanálisis peor futuro que ese).

Si la revisión del psicoanálisis a partir de las teorías feministas nos sigue pareciendo revolucionaria, y marginal, es porque aquello a lo que se opone está vivito y coleando, reluciente de hegemonía, aún naturalizando como verdades irrefutables aspectos ya obsoletos y controversiales de nuestras viejas teorías.

¿Qué hacemos lxs psicoanalistas con la realidad?

Empecemos por Juan Carlos Volnovich, pionero del psicoanálisis en la Argentina. Él empieza su relectura de los Tres Ensayos para una teoría sexual invitando a diferenciar en la obra freudiana lo aún luminoso de lo obsoleto. Se plantea, nos plantea: ¿cuánto de revelación y cuánto de encubrimiento supuso el atrevimiento de “descubrir” la sexualidad infantil? Él se refiere al silenciamiento del abuso sexual a partir de la renuncia a la “Teoría de la seducción”. A partir del psicoanálisis, ser humano y ser sexuado pasan a ser una única y misma cosa. Si el siglo XX nació conmovido por el escándalo de la sexualidad infantil, sexualidad no subsumida a genitalidad, hoy podríamos reescribir: no subsumida al binarismo de la diferencia sexual, no constreñida entre los posibles que se traman para cada unx de nosotrxs, en particular para mujeres y disidencias, entre el complejo de castración y la envidia del pene, a nuestro placer sí castrado o empobrecido por el mandato que la normalidad nos exigía al plantear el pasaje necesario del clítoris a la vagina, receptora por supuesto del placer del hombre, como prueba de nuestra lograda evolución.

Podemos decir que hemos pasado del empuje a la “buena” o “sana” feminidad a los trabajos feministas, que vienen desde décadas atrás pero que permanecieron para muchxs silenciados, y que hoy se despliegan en otro empuje, el de la ola feminista que motoriza nuevas posibilidades. Dicho empuje arrastra diferentes puntos de nuestras teorías. Y ahora nos preguntamos cómo hemos logrado permanecer tantos años incólumes, disociadas de nuestras propias realidades eróticas, sosteniendo aquellos pilares, cómo hemos desmentido nuestra realidad erótica y sexual en privilegio de la teoría. ¿Cómo ha sido posible que el término “castración”, ligado a nuestra genitalidad, heredero de una teoría sexual infantil, impotentizante de nuestro placer en tanto patologizó una zona erógena central, se erija en operación clave y estructurante del psiquismo humano? Y más aún, ¿por qué seguimos repitiendo el término “Castración”, enmascarando la verdad de su palabra, como si utilizarla casi como un eufemismo para designar otras cosas la tornara menos violenta? Si consideramos que hay conceptos obsoletos, entonces dejemos de utilizarlos, de reproducirlos y suponer que podemos lavarlos de su marca patriarcal constitutiva.

Esa particular y cierta castración sí que ha generado estragos en tantísimos divanes y consultorios psicoanalíticos. La envidia del pene ha sido otro de los modos en los que se conformó nuestro destino y nuestro camino hacia la renuncia de la zona erógena “infantil”. Tal vez a lo que tenemos que renunciar es a algunos conceptos. En particular si la teoría ha operado como instancia represora. Una teoría que estableció como equivalentes para las mujeres la aceptación de la castración y la aceptación de la realidad.

La castración fue lo que permitió hacer de la falta un articulador en la constitución subjetiva, en tanto eje de la diferencia sexual ordenadora de identificaciones y elecciones de objeto; y en tanto eje de nuestro orden simbólico que se organiza en torno a ella. Cuerpo y lenguaje necesitaron de la castración, de la “barra de la castración” para organizarse en torno a la falta estructurante del psiquismo. La castración y su eficacia mítica por cierto ha sido enorme. La hemos necesitado, defendido, sostenido, tanto que no sabemos si podemos pensar psicoanalíticamente prescindiendo de ella. La incompletud constitutiva de la experiencia sexual, el Otro en tanto barrado, y la incompletud del lenguaje, se ordenaron en torno a ese concepto, hicieron del encuentro con la diferencia sexual el encuentro indiscutible con la falta, origen de la falta, ocasión para suponer estructurante un lugar psíquico que en verdad nos fue asignado muchos siglos antes, porque siempre nuestra anatomía y nuestro lugar social fueron leídos así. Deficitarios, subalternos, inferiores, carentes.

Entonces, ¿qué hemos hecho y qué hacemos lxs psicoanalistas con la realidad? ¿Dentro de cuáles márgenes nos movemos para no cruzar algunas líneas, algunas fronteras, para seguir nombrándonos y reconociéndonos psicoanalistas? Hablando de lo que hacemos lxs psicoanalistas con la realidad, en particular con la realidad de lo ya escrito y pensado bastantes años atrás, lxs invitamos a leer a Ana María Fernández, en su libro Psicoanálisis. De los lapsus fundacionales a los feminismos del siglo XXI. En particular, los capítulos “La fobia al placer femenino”, escrito en 1979, y “La diferencia sexual en psicoanálisis. ¿Teoría o ilusión?”, escrito en 1982. La autora empieza detallando las mutilaciones que sufren aún hoy en algunas regiones de este mundo las niñas y mujeres en sus órganos genitales. Centralmente en el clítoris. Y luego pasa a preguntarse: ¿cuáles son las mutilaciones que sufre la mujer occidental? ¿Cuáles son los equivalentes a esa fobia al placer femenino en la cultura occidental? ¿A partir de qué mecanismos se logra la mutilación de la sexualidad en un físico no mutilado? Esos mitos con los que el psicoanálisis se fundó y pudo existir, liberando y al mismo tiempo mutilando y oscureciendo, tienen que ser, a esta altura, removidos. Y lo cierto es que siguen vigentes. Seguimos hablando, escribiendo, refiriéndonos a la castración como concepto organizador de los conocimientos fundamentales de nuestra teoría. Pensarlos como estructurales los ha esencializado y des-historizado. El campo psicoanalítico sigue marcado por nociones precientíficas y míticas. Por teorías sexuales infantiles. Siguen operando, no únicamente en nuestro campo, cuando se supone que hemos sido y queremos seguir siendo vanguardia en la historia del pensamiento.

Nuestra anatomía tomó como medida de todas las cosas el concepto castración, desmintiendo la realidad de nuestra zona erógena clave, con el norte masculino que marcó posibles e imposibles, nos condenó a fálicas o envidiosas

Las mujeres y personas con vulva hemos aceptado desmentir nuestras propias realidades eróticas en nombre del libro fundante que estableció para nosotras el derrotero de la normalidad como camino, ese camino que hizo del clítoris sede del placer vergonzante e infantil a superar y a encarrilar en la vagina como el órgano a alcanzar definitivamente, y con ella el orgasmo vaginal, mito ya superado, y no superado aún, porque sigue causando efectos. Nuestra anatomía tomó como medida de todas las cosas el concepto castración, desmintiendo la realidad de nuestra zona erógena clave, con el norte masculino que marcó posibles e imposibles, nos condenó a fálicas o envidiosas y a transitar nuestras equivalencias fálicas hacia, en el mejor de los casos, el horizonte cis-hetero-familiarista, hacia el deseo de hijo. Por supuesto que por allí también llegaremos al estrago materno, a menos que el nombre del padre sea el significante que nos salve y rescate, y que salve a la cría humana de nuestra “boca de cocodrilo». Es decir, los márgenes para nuestros deseos no han sido nada fáciles. Nos han constreñido a la culpa y al mandato. Eso fue y es parte de las teorías que estudiamos, aprendimos y repetimos, y fue parte por supuesto de nuestra historia en los divanes.

Si asegurar a la falta como punto necesario sobre el que sostener el edificio conceptual con el que nos manejamos, fijó la falta a nuestros cuerpos y a nuestros deseos, deformando o alterando la inscripción psíquica de nuestra anatomía, culpabilizando y patologizando nuestro placer; si la diferencia sexual prefiguró destinos y se erigió en indiscutible, porque ese descubrimiento es el inicio para el sujeto humano que aspire a estar barrado y existir neuróticamente en este mundo… Tal vez ya es tiempo de desterrar ciertos conceptos. No son inocuos, no están caducos.

Por supuesto no vamos a hacer responsable al psicoanálisis de los componentes patriarcales que gobiernan nuestra cultura, pero el psicoanálisis aspiró a ser vanguardia. Nació como vanguardia. Necesita romper aún contra sí mismo y pensar contra sí mismo, y si es necesario de nuevo, todo de nuevo. Si el psicoanálisis representó un giro copernicano, debemos decir que está incompleto. Desde ya, el patriarcado no empieza con Freud. Pensemos en Sor Juana Inés de la Cruz a partir de la lectura agudísima de Josefina Ludmer en su texto llamado Tretas del débil, en el que articula saber, poder y decir como trabajo para las mujeres, un trabajo para salir del silencio y del lugar subalterno, establecido por un régimen que hizo de la diferencia de los sexos una ley trascendente. Sor Juana supo valerse de humor, de la ironía y a veces de una aparente debilidad, como estrategia de supervivencia, de resistencia y arma de inteligencia. ¿Saben cómo se llaman esos géneros literarios supuestamente menores, como las cartas, los diarios y las autobiografías? Se llaman géneros de la realidad y suelen ser degradados. Son géneros de resistencia y de subversión del silencio. Hace siglos las mujeres y disidencias venimos transitando esa pregunta: ¿qué hacer con la realidad? ¿Cómo incluimos nuestras realidades en la historia oficial? Nos lleva a pensar hoy en la escritura de Aurora Venturini. O en Elena Ferrante, en sus ensayos, en los que escribe sobre la escritura que necesita desbordar el canon de la voz extraña que la habita en tanto masculina.

Las desigualaciones que la cultura patriarcal porta en su ADN se hallan inscriptas, insertas, marcadas en nuestras subjetividades. También en nuestras teorías. Y el concepto castración ha sido y sigue siendo parte de ello.

Leer a Freud hoy

Vamos a tomar tres de sus textos: “Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos”; “Una muestra de trabajo psicoanalítico”; y “El presidente Thomas W. Wilson. Un estudio psicológico”, para realizar una lectura crítica.

Estas escrituras encuentran a Freud investigando sobre el proceso y las modalidades de génesis de las neurosis. Señala como central en esa génesis la naturaleza pulsional y el largo periodo de dependencia infantil en el que merece especial interés una situación común a todos los niños, que es derivada de la crianza prolongada y la convivencia con los progenitores: el complejo de Edipo. Freud nos advierte que cada vez que se le presenta algo nuevo, duda si va a disponer del tiempo necesario para poder corroborar lo que descubre. De modo tal que nos anticipa que aquello que va a desarrollar está sujeto a futuras investigaciones y “requiere de prueba antes de que pueda discernirse su valor o disvalor”.

Para Freud el complejo de Edipo en el niño aparece más inteligible porque mantiene el primer objeto investido libidinalmente: la zona genital como zona privilegiada de placer y rectora en la organización genital. Su sepultamiento se produce por angustia de castración y el interés narcisista por los genitales. Aquí Freud dice: “aun en el varoncito, el complejo de Edipo es de sentido doble, activo y pasivo, en armonía con la actitud bisexual. También él quiere sustituir a la madre como objeto de amor del padre; a esto lo designamos como actitud femenina”. La posición pasiva llamada por Freud femenina, del niño hacia el padre, tiene como esbozo de explicación una identificación tierna con el padre que pertenece a la prehistoria del complejo de Edipo. Y nos recuerda que, respecto a dicha prehistoria, falta mucho aún por aclarar. Como vamos viendo parte del planteo es de carácter conjetural, en ningún momento Freud le da un estatuto acabado de explicación exhaustiva y completa.

Cuando aborda el complejo de Edipo en la niña se le agrega otro problema: ¿cómo hace la niña para resignar el primer objeto y sustituirlo por el padre? El complejo de Edipo es pensado como una formación secundaria, con una larga prehistoria, en la cual la niñita realizaría ese movimiento de cambio. Tanto para el niño como para la niña, piensa que la zona genital (pene/clítoris) es descubierta en algún momento como zona de placer y no le adjudica contenido psíquico a los primeros quehaceres con ella. Aquí es donde aparece una diferencia fundamental en la fase fálica para la niña. “Ella nota el pene de un hermano o compañerito de juegos, pene bien visible y de notable tamaño, y al punto lo discierne como el correspondiente, superior, de su propio órgano, pequeño y escondido; a partir de ahí cae víctima de la envidia del pene”.

Nos preguntamos: ¿por qué razón la niña consideraría el pene como un órgano superior si su órgano le dispensa placer? Freud expone dos modos de reacción diferente frente a la ausencia de pene: el niño primero desmiente y, luego de escuchar alguna amenaza, la misma se le vuelve significativa y da lugar a dos reacciones que según se conjuguen determinarán su relación con la mujer: esas reacciones son “el horror frente a la criatura mutilada” o “el menosprecio triunfalista”. “Nada de eso ocurre en la niña pequeña. En el acto se forma su juicio y su decisión. Ha visto eso, sabe que no lo tiene y quiere tenerlo”. Es curioso: pensamos que si esto fuese así, la niña recurriría, como el niño, a la desmentida. Tal vez no desmienta porque no lo percibe así, o tal vez la de Freud sea una mirada que no puede ver/pensar la diferencia en su positividad. A partir de este momento la envidia del pene tiene la formulación de un postulado y todas las derivas del desarrollo volverán a este punto como explicación y punto de partida. La envidia del pene no es conjetural. No toma carácter conjetural sino verdad de postulado. Así como la premisa universal del pene es, precisamente, una premisa infantil; la premisa del falo como organizadora de todo el edificio conceptual psicoanalítico también adquiere función de premisa. Incuestionable. Universal. Estructural.

Pensamos que el falo es no sólo un concepto sino un punto de vista desde donde se piensa. Desde la conceptualización lacaniana el falo es nudo, unidad de medida, y se aclara que si bien en lo real a la mujer no le falta nada, su posición sí está definida por la “castración simbólica”. Se accedería a la feminidad a partir del descubrimiento de la castración materna, efecto de la metáfora paterna. Diana Rabinovich lo explica así: “el carácter pacificador del falo, que brinda una común medida, que permite laudar, decidir, juzgar, definir qué es razonable y qué no, qué es correcto o no, etcétera. Funciona, por lo tanto, con ese carácter pacificador propio de lo simbólico”. Es desde el falo desde donde se erigieron luego otros conceptos o desarrollos: el significante del nombre del padre o la metáfora paterna. Ana María Fernández escribe: “como plantea Emilce Dio Bleichmar, (Lacan) reintroduce el destino, ahora no a través de una anatomía, sino a través del lenguaje, en un naturalismo no biológico sino simbólico”.

La horda primordial, la masa, el ejército: esos fueron, por otro lado, los colectivos de subjetivación que distribuyeron y administraron roles o estereotipos de lo que la feminidad y la masculinidad ―y lo materno y lo paterno― permiten. El problema consiste en suponer que dichos colectivos son universales, a-históricos, a-temporales. La lógica fálica con su lenguaje patriarcal es responsable del sistema de nominaciones que hizo del psicoanálisis parte de su régimen, y no ruptura.

Volvamos a Freud y al complejo de Edipo. Si hay algo parecido a una desmentida por parte de la niña, parece ser el complejo de masculinidad. En una espera de recibir alguna vez un pene que la iguale al varón, la niña/mujer puede persistir hasta épocas tardías, alejándose de la feminidad, tendiendo a comportarse como un varón. Pero esta no es la única consecuencia psíquica según Freud. El complejo de masculinidad sería algo así como una formación reactiva. Otras consecuencias psíquicas serían el sentimiento de inferioridad, entendiendo la falta de pene como castigo personal. Empieza a compartir el menosprecio del varón por el “sexo mutilado” y, al menos en este juicio, se mantiene en paridad con el varón.

Esta propuesta parece ser una trampa narcisista para resarcirse de la inferioridad de sus genitales. Tiene que reconocerse inferior para igualarse al varón. En esa búsqueda de igualdad se desiguala. “La admisión de la herida narcisista deja como cicatriz un sentimiento de inferioridad en la mujer”. Pensamos que la teoría psicoanalítica, en este sentido, psicologiza las razones de una desigualación que, por cierto, no responde a motivos singulares, personales ni propios del género, sino a los motivos socio-culturales, históricos que hicieron y hacen del género un modo de existir subalterno. Es decir, se transforma una explicación de orden social y cultural en una explicación relativa a motivos psicológicos estructurales, que están en la base de la constitución general y “normal” de aquellos caminos que recorre una niña para llegar a ser mujer. La niña-mujer se hace cargo de su inevitable inferioridad por razones psíquicas, y de los destinos que ella tendrá por efecto de sustitución y equivalencia simbólica, de formación reactiva, de elección homosexual por resolución fallida. Por supuesto aquí nos referimos a las mujeres cis, que son en esa época las únicas que cuentan.

Por otro lado, como efecto de la envidia del pene, perviven los celos como rasgo de carácter. Freud señala que, si bien los celos no son exclusivos de ningún sexo, en las mujeres reciben un refuerzo desde la fuente de la envidia del pene. La tercera consecuencia es el desasimiento del objeto madre, que es responsabilizada por la falta de pene.

Es interesante, en este texto, cómo Freud intenta explicar el abandono de la masturbación en la niña. Dice que la mujer soporta peor la masturbación que el varón y nuevamente recurre a la envidia del pene para explicarlo. Pero veamos cómo plantea las excepciones ―aunque las vuelva a desoír retomando el postulado de la envidia del pene. “Por cierto, la experiencia mostraría incontables excepciones a esta tesis, si se la quisiera instituir como regla. Es que las reacciones de los individuos de ambos sexos son mezclas de rasgos femeninos y masculinos. No obstante, sigue pareciendo que la naturaleza de la mujer está más alejada de la masturbación (¿o será que la misma es socialmente, en las mujeres, menos aceptada y más condenada?), y para resolver el problema supuesto se podría aducir esta ponderación de las cosas: al menos la masturbación en el clítoris sería una práctica masculina, y el despliegue de la feminidad tendría como condición la remoción de la sexualidad clitorídea”.

Parece que la feminidad no es otra cosa que el abandono del placer de la zona erógena facilitada (clítoris) hacia un ¿placer? sexual femenino direccionado a la reproducción. Se trata de una teoría que produce la “educación” sentimental y corporal de nuestro placer con argumentos teóricos hoy insostenibles

La envidia del pene es el motivo de la renuncia a la masturbación y el placer genital queda ligado a la masculinidad. La feminidad conlleva la renuncia al placer genital, al menos aquel de la zona facilitada. ¿Qué consecuencias tiene para el psiquismo la renuncia al placer facilitado? ¿Y para el narcisismo la identificación con lo devaluado? “De esta manera, el conocimiento de la diferencia anatómica entre los sexos esfuerza a la niña pequeña a apartarse de la masculinidad y el onanismo masculino, y a encaminarse por nuevas vías que llevan a la feminidad”. La obtención de placer por estimulación de la zona deviene masculinidad. Y parece ser que la feminidad no es otra cosa que el abandono del placer de la zona erógena facilitada (clítoris) hacia un ¿placer? sexual femenino direccionado a la reproducción. Se trata de una teoría que produce la “educación” sentimental y corporal de nuestro placer con argumentos teóricos hoy insostenibles.

Hasta aquí, la prehistoria del complejo de Edipo en la niña. El deslizamiento de la libido a la ecuación simbólica pene = hijo la coloca en una nueva posición. Si la ligazón con el padre es altamente conflictiva y se resigna puede regresar al complejo de masculinidad y fijarse en una identificación-padre. “El complejo de castración produce en cada caso efectos en el sentido de su contenido: inhibidores y limitadores de la masculinidad y promotores de la feminidad. La diferencia entre varón y mujer en cuanto a esta pieza del desarrollo sexual es una comprensible consecuencia de la diversidad anatómica de los genitales y de la situación psíquica enlazada con ella, corresponde el distingo entre castración consumada y mera amenaza de castración”. La castración promueve la feminidad, sostiene Freud. En todo caso, promueve la asunción de una feminidad muy funcional a la lógica del sistema patriarcal.

Esta manera de pensar la castración como modo de entrada en el complejo de Edipo para la niña tendrá otras consecuencias. La resolución del complejo parece no poder ser el sepultamiento y tiene como destino reprimirse o “sus efectos penetran mucho en la vida anímica que es normal para la mujer”. En esta operación se sostiene y se funda como conclusión para las mujeres la conformación de un superyó que queda más ligado a sus orígenes afectivos, menos implacable y menos impersonal, ignorando bastante el alcance superyoico, culpógeno que tiene para las mujeres en general esa conformación interiorizada, productora y reproductora de sumisión, de desmentida de algunas realidades, tanto en el ejercicio de su propia sexualidad como en sus tramas vinculares. Lo pasivo como femenino y lo activo como masculino plantean un problema en tanto se suele producir un desplazamiento constituyendo lo pasivo como rasgo de la feminidad y lo activo de la masculinidad. Cuando en ambos textos Freud vuelve sobre la disposición bisexual de todos los humanos, reuniendo ambos caracteres masculinos y femeninos, dice: “la masculinidad y la feminidad puras siguen siendo construcciones teóricas de contenido incierto”.

En el libro que escribe Freud en co-autoría con Bullitt, va a plantear que frente a los primeros objetos amorosos tanto el niño como la niña establecen unas relaciones de carácter pasivo. Esto es diferente de lo que había venido planteando. Aquí la primera posición es de naturaleza pasiva para ambos. Y cuando se refiere al complejo de Edipo dice: “la libido del niño carga cinco acumuladores: el narcisismo, la pasividad hacia el padre, la pasividad hacia la madre, la actividad hacia el padre, la actividad hacia la madre, y comienza a descargarse por medio de estos deseos. Un conflicto entre estas diferentes corrientes de la libido produce el complejo de Edipo en el niño pequeño”. Una de las formas de escape del conflicto entre las diferentes corrientes libidinales es la identificación con el objeto, que entonces deviene en el Ideal del Yo y la instalación de la instancia Superyo. Lo interesante de este fragmento es cómo expone con claridad que el niño pequeño puede tener actitudes pasivas hacia el padre y la madre y actitudes activas hacia ambos, rompiendo con la idea de la posición masculina hacia la madre y pasiva hacia el padre. Se plantea el tema en términos posicionales. Lo importante pasa a ser cómo se ubica el niño/niña frente a las mociones amorosas.

Pensar lo pasivo y lo activo como posiciones en la trama edípica en relación a los objetos de amor, desligándolo de lo femenino o lo masculino y de la diferencia sexual anatómica, puede ser una puerta para pensar de un modo no binario las existencias y sexualidades.

El planteo del complejo de Edipo para Freud es mucho más que “un cuentito” que ha sido superado por la formulación Lacaniana de un “Edipo estructura». Con el planteo de un Edipo estructura desaparece el momento del Edipo complejo y el objeto parcial como tal, en tanto los objetos parciales van a estar articulados a la posición del Falo. En Freud esto es diferente. Nos interesa seguir pensando el complejo de Edipo como estructurante, con estas críticas que hemos ido señalando. El Edipo complejo es un momento estructural en cuanto a la forma en que se van a rearticular los enlaces primarios con los objetos. Es el momento en que los deseos se dirigen hacia los objetos primarios reconocidos como totales y exteriores y la primera vez que se unen mociones eróticas y amorosas con esos objetos. Silvia Bleichmar lo dice de este modo: “lo interesante del complejo de Edipo es que articula, bajo un deseo amoroso, los modos del erotismo parcial. Y que esta forma tome modalidades genitales está dado ―podríamos pensar― no por una tendencia innata del niño a constituirse en el complejo sino porque es la forma con la cual, en la cultura, se define el ensamblaje al semejante”.

El complejo de Edipo y su vigencia

Nos propusimos diferenciar los elementos invariantes presentes en el complejo de Edipo de aquellos elementos que constituyen una forma particular, histórica, de la constitución de la subjetividad. Consideramos como elementos invariantes el estado de prematuración, la necesidad de la crianza prolongada; y la relación de asimetría entre el adulto y el niño marcada por la presencia del inconsciente y la sexualidad del adulto.

Entendemos como vigente, desde la lectura de lo trabajado por Silvia Bleichmar, la prohibición que toda cultura ejerce respecto de la apropiación del cuerpo del niño como lugar de goce del adulto; el carácter fundante de la prohibición como lugar generador del fantasma infantil y de los enigmas e identificaciones que constituyen una historia singular; el complejo de Edipo pensado como el eje ordenador del amor al semejante.

De-castración

De-castración: desmontar ese término de nuestro aparato conceptual y bajar al santo falo de su pedestal como organizador de todo pensamiento posible y garante de una pretendida “pureza” del psicoanálisis. Desmontar la falta sostenida en la idea de la diferencia sexual en tanto conflicto prínceps para el psiquismo y reaseguro de la existencia de un género desigualado y de un esquema binario. Nos oponemos a ese psicoanálisis que cree que leer es practicar la ecolalia.

De nuestras realidades, no solo de nuestras fantasías, somos responsables. En eso estamos: viendo qué lugar le damos lxs psicoanalistas a la realidad y a los conceptos. Si soportan la puesta en relación de unos y otros. En los libros, en los consultorios y en la vida.

Sueños 1

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Bibliografía

Bleichmar, Silvia: Paradojas de la sexualidad masculina. Paidós. (Buenos Aires,2007).


Bleichmar, Silvia: Las Teorías Sexuales en Psicoanálisis. Qué permanece de ellas en la práctica actual. Paidós. (Buenos Aires, 2014).


Fernández, Ana María: Psicoanálisis. De los lapsus fundacionales a los feminismos del siglo XXI. Paidós. (Buenos Aires, 2021).


Freud, Sigmund: Más allá del principio de placer. Amorrortu Editores. (Buenos Aires, 1991).


Freud, Sigmund: Esquema del psicoanálisis. Amorrortu Editores. (Buenos Aires, 1991).


Freud, Sigmund: Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos. Amorrortu Editores. (Buenos Aires, 1984).


Freud, Sigmund y Bullitt William: El Presidente Thomas Woodrow Wilson. Un estudio psicológico. Acme Agalma Editorial. (Buenos Aires 1997).


Rabinovich, Diana: Lectura de La significación del falo. Editorial Manantial. (Buenos Aires, 1995).


Tajer, Débora: Psicoanálisis para todxs. Por una clínica pospatriarcal, posheteronormativa y poscolonial. Editorial Topía. (Buenos Aires, 2020).


Volnovich, Juan Carlos: “Para releer a Freud: cien años de los Tres Ensayos para una teoría sexual”. Revista Topía. (Buenos Aires, 2005).

Fuente: El rumor de las multitudes/ El Salto Diario

¿Qué hacer con la crisis de la salud mental? // Emiliano Exposto[i]

“¿Tendrá algo que ver hacer política con hacer el amor? ¿O con lo que hacemos con nuestros hijos, con la amistad, con el dinero, con el trabajo, con el poder que ambicionamos, con la figuración, y con el modo como seguimos retomando, siempre, o negando, nuestra historia anterior?”, León Rozitchner, “El espejo tan temido”, Acerca de la derrota y de los vencidos

“Artaud decía: escribir para los analfabetos, hablar para los afásicos, pensar para los acéfalos. ¿Pero qué significa «para»? No es «dirigido a…», ni siquiera «en lugar de…». Es «ante». Se trata de una cuestión de devenir”, Deleuze y Guattari, ¿Qué es la filosofía?

 

0.

Escribo a partir de mis propias experiencias y malestares, para mis compañeros, los que están fatigados, los que tienen la mandíbula rota por la falopa o el bruxismo, para las personas melancólicas, las depresivas, las medicadas, para las que viven con insomnio y miedo, para las ansiosas, las apáticas, para las borrachas, para las locas y trastornadas[ii].

Quiero ser claro desde un principio: no soy una víctima. Tampoco deseo ser un héroe. Mis vivencias no tienen nada extraordinario. Si para el capital estar sano es poder ser explotado, la escritura desde el malestar busca reabrir el antagonismo sobre otras bases existenciales.

Mis amigos son los que no pueden, por la sencilla razón de que yo tampoco puedo vivir con mi cuerpo. No escribiría si no sintiese que la escritura es una fuga, una estrategia para vivir y participar de las luchas. Por eso escribo para los aturdidos y colapsados, para los que no saben vivir, los que están hartos y desesperados, los que se han ido, los que vendrán, los que tienen miedo cuando están solos de noche. Si escribo ante las vidas dañadas es porque encuentro fuerzas en una vulnerabilidad desigual y compartida.

Los ideales del bienestar son un espanto: aplastan la dignidad del malestar. Sin embargo, nuestras fragilidades pueden ser la premisa de una potencia, ambigua y finita. Una alianza con el dolor[iii], desconocida para mí mismo, donde construir apoyos y acciones colectivas.

 

1.

El malestar es para nuestras vidas precarias aquello que alguna vez fue la fábrica para el obrero clásico. Un territorio de explotación y resistencia, de opresión, co-investigación y sabotaje. El punto de vista del antagonismo para las multitudes sintomáticas. Por esta razón, su politización debe ir más allá de la idea tradicional según la cual la verdad de la norma está en lo patológica. Diego Sztulwark señala que “la enfermedad se ha vuelto lo normal en el mundo (ocurre normalmente a las personas normales)”[iv]. Cada uno de nosotros es el extranjero para sí mismo, porque nuestras vidas son el campo de batallas.

En nuestros malestares hay un exceso de dolor, pero también un resto de verdad. En Hijos de la noche Santiago López Petit escribe: “no hablo de mí. ¿A quién le importa mi yo si ni siquiera a mí me interesa? Hablo de la enfermedad. Quiero explicar que la travesía de la noche lleva del malestar a la resistencia”. Hablamos de nuestros síntomas, miedos y miserias como experiencias a partir de las cuales construir estrategias de vida. López Petit señala que el malestar se ha vuelto la norma en este mundo apocalíptico, se difunde por todas partes de manera desigual. Buscando disolver la clasificación psiquiátrica entre lo normal y lo anormal, encuentra fuerzas frágiles en nuestras anomalías. “Trastornos” como la ansiedad o el estrés, según el autor, son el costo subjetivo que pagamos por soportar la normalidad capitalista que nos enferma. Por eso, el malestar puede ser una premisa sensible para modificar modos de vida desgastantes y recrear nuestros disfrutes, deseos y fantasías.

La política del malestar no puede ser elaborada en tercera persona y de manera exterior. Solo puede darse a través de experiencias propias, en primera persona. Nuestra sensibilidad, nuestra biografía, nuestros amores, odios y fracasos constituyen el índice de toda investigación y activismo. La pregunta es cómo articular malestares distintos y desiguales.

A mi generación Fisher nos enseñó que nuestra salud mental es un problema político[v]; que el malestar puede ser resignificado como una zona donde se debaten estructuras impersonales de opresión, y en la cual encarnan dinámicas de conflicto y resistencia. Partimos de nuestras experiencias personales para traducirlas en estrategias colectivas y reconocernos en dificultades compartidas. Como decían en el Colectivo Socialista de Pacientes[vi], ¿podemos hacer de nuestro dolor un arma de resistencia?

En La ofensiva sensible Sztulwark propone una política del síntoma[vii]. Nuestros síntomas se resisten a adecuarse a la vida del capital. Son expresión de aquello que en nosotros no cabe en esta existencia guionada. Nuestros ataques pánico, angustias o broncas encarnan eso que no cuaja en lo neoliberal. Tenemos ansiedades, depresiones, bruxismos, frustraciones, duelos, porque no podemos, no queremos, no sabemos cómo encajar en esta “vidita de mierda” (Rolnik). Por eso el capital nos odia. Y por eso nosotros también lo odiamos.

Los textos de Fisher, López Petit, Rolnik o Sztulwark fueron tomados en serio por los animadores de una escena psicopolítica emergente. En los últimos años, muchas personas y colectivos hemos hecho de la política del malestar el paradigma de nuestras investigaciones, comunidades y activismos. Realismo capitalista de Fisher se transformó en un objeto de culto: la politización de nuestra salud mental se convirtió en una estrategia de resistencia.

 

2.

Hace casi un año escribí un texto sobre mi experiencia anoréxica[viii]. Escribir en torno a mis “trastornos alimentarios” es la forma que encontré para resignificarlos, objetivando críticamente las opresiones que padezco y los privilegios de los que me beneficio. A su vez, fue un modo de respirar en esta coyuntura de escepticismo generalizado, donde el pensamiento crítico se regodea en la autocomplacencia y la política convencional nos sumerge en un loop de bronca, impotencia o indiferencia. Pero acaso ¿es útil pensarnos a partir de etiquetas psicológicas, diagnósticos psiquiátricos o “cuadros sintomáticos”?

Cuando tenía 25 años asistí a un médico en una clínica del conurbano bonaerense. Padecía unos dolores muy intensos en el estómago y unas hemorroides que duraron meses. Luego de algunos estudios el médico me diagnosticó “síndrome de colon irritable”. “Hereditario”, agregó. Yo le creí, naturalmente. Y mi familia confirmó su carácter filogenético. En una consulta el profesional dijo que el “tema” podía verse agravado por mis “problemas” con la alimentación. Luego deslizó la palabra “anorexia”. Recuerdo que me invadió un sentimiento extraño. Cierto alivio. Durante años intenté entender lo que me pasaba a través de internet, y en ese momento creí encontrar una explicación para saber por qué sufría.

En esos mismos meses accedí por primera vez a una consulta psicológica. En la sesión de admisión me preguntaron por qué estaba ahí. Hablé sin parar durante 30 minutos. El tipo de la recepción me miró algo desconcertado mientras le hablaba de anorexia y depresión, consumo de drogas y alcohol, ideaciones suicidas, sudoraciones nocturnas y ansiedad. Me derivó a una terapia de orientación psicoanalítica. La experiencia fue nefasta. Siempre me sorprendió que en lugar de usar la palabra “anorexia”, el terapeuta empleaba la noción de “alcohorexia” para referirse a mis “problemas” de alimentación; como si mi vida fuera un juego por el DSM donde cada profesional elige su propia aventura. Luego de dejar y recomenzar la terapia en tres o cuatro oportunidades, con una mezcla de rabia contenida y bastante ironía, empecé a emplear el término “sobrevivientes del psicoanálisis”.

 

3.

Juan Mattio escribe: “¿Qué relación hay entre la palabra dolor y el dolor? Evidentemente las palabras no expresan, dicen; no hay expresión del dolor en la palabra dolor. Este es el límite de las palabras”[ix]. Hay algo inenarrable en el dolor. Una herida. Un trauma. La noche del malestar está hecha de residuos de muerte y de vida para los que no tenemos palabras, no tenemos diagnósticos, no tenemos recursos, no tenemos ganas. Y quizás está bien no tenerlas. Un cuerpo, bloqueado en su impotencia, destruye y se autodestruye, porque el dolor, al ser vivido como privado, puede inhibir posibilidades de decisión y autonomía.

¿Es deseable hacer de los diagnósticos un lugar de enunciación? ¿Es posible invertir la carga negativa de los “trastornos”, “síntomas” o “patologías”? El problema no son nuestras dificultades emocionales, sino los sistemas de opresión que las producen, los cuales benefician a ciertos sectores sociales a partir de patologizar determinadas conductas y acorralar estrategias existenciales. Si bien nuestro malestar tiene dimensiones biológicas, emocionales y psicológicas, en el fondo es querer vivir y no saber cómo hacerlo. Nace de la dificultad de componer una resistencia común y liberadora contra la reducción de nuestra vida al trabajo, al consumo, a las imágenes convencionales de parentesco, éxito o felicidad.

La crítica exterior de estas imágenes de vida puede acentuar la insatisfacción que las mismas generan. Porque el problema no son solo esas imágenes, sino nuestro lugar en ellas. El conflicto entre imágenes y experiencias; la distancia entre lo que sentimos, pensamos y hacemos. Presentimos que estamos viviendo el fin de algo. Sabemos que imágenes rechazamos, pero ¿quiénes somos si cuando vivimos nuestros miedos lo hace por nosotros? El malestar del querer vivir nos enfrenta a lo desconocido de nosotros mismos. Y asusta despertarse en el abismo. Atormenta. Nos desafía a afirmarnos en aquellos síntomas que se resisten a los proyectos de vida impuestos o prestados. Atravesamos el desierto, desorientados y con una sola una brújula: el saber del cuerpo, para “vivir sin ser vividos”, para “pensar sin ser pensados”[x]. Para ser dignos de nuestras pesadillas, insomnios y sueños.

Nuestras crisis, sin embargo, pueden ser una oportunidad para enfrentar el miedo. Y de la noche del malestar extraer algo tan improvisado como fundamental: un nuevo punto de partida. Nuestros temblores y desbordes, nuestras derrotas y duelos no son enfermedades privadas. Constituyen síntomas íntimos y políticos. No niego la existencia del sufrimiento en las crisis, sino su clasificación normativa en virtud de criterios funcionales al mercado. El tema no es curar, eliminar o cerrar nuestras heridas. Se trata de habitarlas de otro modo. El poder terapéutico reduce las crisis a patologías, tramitables con medicamentos o terapias; pero se trata de vivencias ambiguas que nos debemos reapropiar para liberarnos de nosotros mismos.

En lugar de explicar los malestares mediante esquemas reduccionistas, como complejos psicológicos universales, desequilibrios bioquímicos, variables lingüísticas o familiares, deben ser comprendidos por una multiplicidad de factores, destacando nuestras trayectorias de vida y los determinantes sociales. Ante los “diagnósticos” y “trastornos”, el punto de vista de nuestras crisis y malestares es crucial para liberar el deseo y reinventar el placer. Son una premisa para arriesgar otra sensualidad, otro erotismo, otra agresividad.

La psiquiatrización y psicologización de cada uno de nosotros mediante la difusión de “trastornos mentales” funcionales al capital profundiza violencias y opresiones. Los “desordenes”, “síndromes” o “trastornos mentales” son etiquetas estigmatizantes y cuerdistas que patologizan, segregan y victimizan a las personas con sufrimiento. Se trata de una técnica psicopolítica de clasificación de las personas y control de las poblaciones. No obstante, cuando los diagnósticos son reapropiados al interior de experiencias de investigación y activismo, ¿pueden ser resignificados?, ¿pueden abrir posibilidades y comunidades?, ¿cómo no convertirlos en objetos de consumo o “carnets identitarios”?

La construcción de las identidades colectivas no es el objetivo principal de la práctica política, sino una herramienta táctica en nuestro devenir auto-consciente. No tenemos en común una identidad. Tenemos en común nuestras luchas y las estructuras de la precariedad y la explotación: una exposición desigual ante la muerte lenta que en vida nos dan. Tenemos en común el hecho de que el capital está en contra de nuestras vidas.

 

4.

La crisis de la salud mental es una crisis de producción de subjetividad. Las revueltas y luchas de los últimos años han generado una conciencia colectiva sobre el carácter común de nuestros malestares, impugnando la captura privada de las emociones y la legitimidad del sistema público. Hay crisis por la imposibilidad de subordinarnos a la reproducción del capital, sea bajo la forma-terapia (emprendedor anímico de sí), el control narcótico (consumidor de drogas psiquiátricas) o la gestión sanitaria (usuario de servicios estatales o privados).

En las crisis subjetivas se desfondan las premisas que organizan nuestras vidas. Nuestras coordenadas existenciales estallan en mil pedazos, y solo nos queda inventar, o tapar la angustia con certezas previas. Sin embargo, las crisis son vivencias tan temblorosas, tan oscuras, que por eso mismo pueden abrir nuevas relaciones y preguntas, nuevas creencias, miedos y deseos. Cuando el sanitarismo del capital deviene gestión de nuestras crisis, se convierte en psicopoder narcótico, manicomial y terapéutico. Gracias a esto, el capital administra los estados de ánimo, convirtiendo el estallido social en implosión individual.

Santiago López Petit llama poder terapéutico al gobierno capitalista de nuestras emociones. Mediante imágenes de vida frustrantes e imposibles de satisfacer, este poder nos resigna a que el padecimiento no siga empeorando. Se trata de un mercado psicopolítico orientado hacia el diseño del yo, diseminado entre las prácticas del coaching, el autoayuda, el mindfulness, la nutrición, la psicología positiva, etc. Aquí el bienestar opera como un mandato de adaptación, impulsado por el imperativo de “capacidad psíquica obligatoria”[xi].

A través del optimismo cruel del bienestar, el modelo terapéutico clasifica los cuerpos sanos y enfermos, normales y patológicos, en función de categorías violentas y etiquetas de control social. Explotando la dimensión económica de nuestros afectos y cerebros, disciplina los sentimientos y convierte en patologías nuestras anomalías. Identifica signos de déficit o carencias en las diferencias. De esta manera, los “problemas alimentarios”, por ejemplo, se tornan síndromes o desordenes explicables en términos de fallas personales o conductas psicológicas a-históricas. Se trata de la forma capitalista de gestión de la vulnerabilidad: una politización reactiva del sufrimiento, en donde nos solicitan expresar nuestros sentimientos, pero separándolos de sus tramas colectivas. La cultura terapéutica dice dar voz y escucha a los malestares, pero invisibiliza las relaciones de poder y resistencia del campo social[xii].

La sociedad capitalista nos “enferma”, y al mismo tiempo privatiza nuestras dolencias. Allí donde el progresismo desmoviliza y moraliza el malestar social, la izquierda clásica lo banaliza: “olvídate de tus problemas personales, súmate a militar, que la revolución es salud”[xiii]. Percibiendo a las subjetividades de la crisis como víctimas, beneficiarias o asistidas, el progresismo emplea una retórica de la rehabilitación, los riesgos o la recuperación, sin cuestionar las reglas a partir de las cuales las multitudes sintomáticas seríamos “curadas”[xiv].

Esta gestión del dolor es propia de una burocracia de la adaptación. En la mayoría de los casos, cuando uno asiste a terapia, las dificultades emocionales se desconectan de los problemas culturales, económicos y políticos. Al terminar la sesión, el mundo sigue siendo el mismo horror por el cual uno llega a la consulta. Por esto, los malestares no pueden ser tratados de manera individual, biologicista o solo en los márgenes de una atención profesional. Si bien resulta apremiante la planificación democrática y desde abajo de un sistema de Salud Mental integral, popular e inclusivo, necesitamos una respuesta colectiva para transformar las estructuras que hacen del capitalismo un sistema productor de malestares[xv].

 

5.

Resignificar una experiencia, intentarlo al menos, puede derrumbar nuestro mundo. Durante las semanas en las que escribí el texto sobre las posibilidades de politizar mi experiencia anoréxica, una crisis me llevó a consumir los servicios de una nueva terapia de orientación psicoanalítica[xvi]. ¿El deseo de politizar mis vivencias había sido capturado, paradójicamente, por el poder terapéutico contra el cual estaba pensando y escribiendo?

¿Qué nos dicen sobre la sociedad terapéutica las trayectorias de los usuarios, ex pacientes o consultantes de los dispositivos psicológicos o psicoanalíticos? Así como existen escrituras críticas sobre la violencia psiquiátrica, ¿cómo multiplicar archivos públicos donde se problematice el dispositivo psicoanalítico “desde el punto de vista del analizante”? Más allá de los testimonios clásicos y las denuncias de los últimos años, ¿cuál es la perspectiva actual de los pacientes y ex pacientes de las terapias? ¿Cómo crear narrativas propias de la experiencia analítica donde se torne verosímil el debate sobre su supuesto carácter subversivo? ¿Cuál es el “psicoanálisis que nos toca” a los pacientes realmente existentes?

La “perspectiva del paciente” o el “punto de vista del usuario” es la categoría crítica que articula el primer capítulo del libro “Por nuestra cuenta” de Judi Chamberlin, activista loca y superviviente de la psiquiatría[xvii]. Libro crucial del movimiento social en primera persona. En términos generales, es un escrito sobre violencia psi, “sanismo” (cuerdismo) y alternativas al sistema de Salud Mental controladas por usuarios. Esta construido en torno a la “prioridad epistemológica” de las experiencias vividas, como posición situada a partir de la cual producir saberes críticos de las prácticas psiquiátricas, psicológicas y psicoanalíticas.

Hoy creo que los dispositivos psicoterapéuticos son ambiguos y contradictorios. Pueden albergar prácticas de cuidado, acompañamiento y cambio en nuestras vidas. Permiten pensar contra nosotros mismos, devenir otros y tomar distancia de lo que hemos llegado a ser. Pero también pueden habilitar acciones expulsivas, vergonzantes y discriminatorias. La infantilización, el prejuicio, el tutelaje, la dependencia y la asimetría pueden habitar las prácticas psicoanalíticas, a pesar de su presunta “abstinencia” o “neutralidad”. La patologización y el psicologismo son formas de violencia psi acechante en los dispositivos.

Cuando el sistema de Salud Mental deviene gestión de nuestra vulnerabilidad, las terapias pueden operar como dispositivos extractivistas[xviii]. La promesa del bienestar extrae energías, saberes y tiempos con una tendencia a individualizar o familiarizar los deseos, alegrías y tristezas. No es mi intención, sin embargo, clausurar el nivel terapéutico o analítico en el abordaje de nuestras intimidades. El problema no es rechazar o aceptar lo terapéutico en sí mismo, en nombre de una oposición simple entre terapia individual y política colectiva. No se trata de moralizar las terapias, sino de politizar nuestras vivencias con los dispositivos.

Ante la psicologización y la creciente medicalización en una sociedad terapéutica, los Estudios Locos pueden ayudarnos[xix]. Proponen una epistemología crítica de las “disciplinas psi”, entre otras cuestiones. Un campo cuyas investigaciones, conocimientos y activismos son construidos a partir de las trayectorias y saberes de las personas con sufrimiento o malestar subjetivo; y en particular, desde la perspectiva de aquellas personas autodefinidas como locas, pacientes de terapias, supervivientes de la psiquiatría, usuarios o ex usuarios de servicios de Salud Mental, etc. Ante la sociedad terapéutica, debemos recuperar el saber que nos expropiaron: el cuerpo individual como condición y obstáculo del contrapoder colectivo.

 

6.

Desde la adolescencia atravieso diferentes “trastornos de la conducta alimentaria”. ¿Estos síntomas encarnan mi inadecuación y mi sobreadaptación con este mundo? Escribir a partir de mis experiencias me refleja en un espejo muy temido, en parte porque despierta un enemigo interno que me incrimina y avergüenza; y en parte porque expone la pesadilla de sentir que vivo encerrado en un cuerpo ajeno. Socializarlas, bajo la premisa de que no estoy solo, que hay un común en todo esto, supone movilizar una serie de afectos y recuerdos que me asedian. ¿Estos fantasmas, estas inseguridades y puntos ciegos, estas huellas, son nuestros hijos de la noche? “En el reconocimiento de nuestros propios límites hay una potencia”[xx]. No existe politización del malestar sin revisar las amistades y enemistades con nosotros mismos.

No siempre hay fuerzas para fragilizarse, no siempre es posible politizar nuestra salud mental. A veces pactamos con lo peor de nosotros mismos. Nos damos una tregua. Quema estar tan cerca de la materia. Desespera. El malestar no es signo de una carencia, sino de un exceso de vida interrumpida: querer vivir y no poder hacerlo. ¿Cómo sacar energías del no poder, el no querer o el no saber cómo aprender a vivir? ¿Desde dónde resistir cuando uno se sobreadapta a ciertos imperativos? ¿Podemos hacer de nuestras incertidumbres una potencia colectiva?

No tenemos más armas que nuestras propias vidas. La narración del dolor no pretende impostar un exhibicionismo morboso o victimizarnos. Se trata de una cuestión de devenir que afirma lo impersonal y común de nuestras vivencias íntimas. Sucede que nuestras emociones y cerebros son un problema político demasiado importante como para dejarlo en manos de los especialistas. El malestar es una “cuestión social” que concierne a toda la comunidad, y por eso se torna cada vez más necesario multiplicar narraciones para tejer redes y alianzas.

Si la antipsiquiatría, Foucault o Guattari han señalado el potencial político de la locura, hoy también se trata de explorar la fragilidad común de los malestares. El padecimiento tiene una prioridad epistemológica, en la medida en que no hay saber colectivo que no pase por reactivar la potencia de los afectos. Nuestra salud mental es un territorio de opresión, investigación y resistencia para resignificar nuestra historia personal. La fuente de todo contrapoder implica revalorizar nuestra vulnerabilidad, nuestra fragilidad, ya que en esa ambivalencia reside la “fuerza de los débiles”, como la llama Amador Fernández-Savater[xxi]. Se trata de componer los malestares para salir del aislamiento, la vergüenza y el silencio.

 

7.

La clase dominante es responsable de nuestros colapsos. Para relanzar la acumulación, nuestra salud mental se convierte en un mercado económico cada vez más importante. El capitalismo es la razón estructural de la crisis anímica colectiva, ya que el capital es el enemigo común de todas nuestras resistencias, opresiones y desigualdades. Desde el punto de vista del capital, nuestra infelicidad se presenta como una oportunidad para fortalecer la economía política del sufrimiento. Desde el punto de vista de las luchas, esta crisis colectiva tiene un potencial cognitivo, en la medida en que permite profundizar en los discursos críticos, las experiencias alternativas y la emergencia de “nuevos” activismos. Nuestras crisis pueden ser el germen de un resentimiento colectivo contra todo aquello que nos aplasta.

La pandemia agravó una catástrofe que la antecede. Nuestros estados de ánimos se deterioraron ante la incertidumbre y el caos, el desgaste mental y el estrés laboral, el confinamiento, el miedo al contagio, la crisis de la reproducción y de los cuidados. Sin embargo, la ansiedad y la depresión son la epidemia antes de la pandemia. Fernando Balius señala que el consumo de psicofármacos, las consultas en diversos servicios, los abusos, encierros involuntarios y torturas, las dificultades emocionales, el cuerdismo y el capacitismo, las prácticas manicomiales, entre otros vectores, anteceden al Covid 19[xxii].

Los capitalistas utilizan la “epidemia de trastornos mentales” para robustecer la alianza estructural entre la administración psiquiátrica de las poblaciones (DSM), la anestesia química de los cuerpos, el avance de los dispositivos psi y la industria farmacéutica. Esto acelera la expansión del psicopoder en la vida cotidiana, agudizando la presencia de las neurociencias en las instituciones y medios, y de la cultura terapéutica en las redes sociales, en las amistades y familiares, en las militancias y territorios. Por este motivo, cada vez más dificultades psíquicas y respuestas emocionales esperables ante la catástrofe se tramitan como incumbencias médicas, motivos de consulta psicológica o consumo narcótico. En lugar de cuestionar las estructuras, se culpabiliza y criminaliza a las personas. Pero la crisis no puede reducirse a gestionar las dolencias personales o restaurar los “desequilibrios químicos”. En cambio, supone revertir injusticias, opresiones y desigualdades sistémicas.

La pandemia puso en la agenda de la opinión pública las discusiones sobre salud mental, aunque se trata de una omnipresencia mediática, mercantilizada y estatal. Durante el 2021, la FIFA lanzó una campaña de promoción de la salud mental en el fútbol. Es una presencia ambigua que invisibiliza problemas estructurales como los manicomios o los fármacos, valorizando los “saberes expertos” de los profesionales, las técnicas del mercado terapéutico y las políticas públicas progresistas implementadas desde arriba. Se trata de una masificación despolitizada que pretende neutralizar la resistencia y capturar el malestar social, ya que no cuestiona las opresiones que sostienen los privilegios y violencias del sistema sanitario. Si bien esta coyuntura democratiza los temas de la salud mental, tiende a profesionalizar las respuestas a esos mismos problemas, acentuando las formas de psicologización, individualismo, psiquiatrización y medicalización de nuestras vidas.

 

8.

Existe una crisis de la salud mental por la imposibilidad, desesperante para el capital, de subordinar nuestros cuerpos sin síntomas y resistencias. Por eso, al socializar mis vivencias, deseo contribuir con una conciencia crítica sobre síntomas colectivos que habito hace años. Cuando hago referencia a mi historia, no remito únicamente a cuestiones personales. Si bien los malestares son vividos de forma desigual y particular, encarnan estructuras sociales que nos atraviesan a todos, incluso cuando las combatimos. La escritura en primera persona no tiene una huella de romanticismo o intimismo. No busco justificarme ni ser grandilocuente, ya que nuestras vivencias no son un “caso” o un “testimonio” para alimentar el psicologismo profesional y el extractivismo estructural del sistema de Salud Mental. La escritura, como todo devenir, es una estrategia para liberar nuestras vidas detenidas en la “enfermedad”[xxiii].

El capital desearía anestesiar y eliminar todo aquello que nos impide trabajar, ser funcionales, productivos y eficientes. Nos quiere tan rotos, tan quebrados, tan ocupados como para ni siquiera reconocer nuestras interdependencias. Este panorama agudiza la contradicción entre capital y vida anímica colectiva, donde la gestión de la crisis privatiza la conciencia del sufrimiento colectivo generada al calor de las luchas y revueltas de los últimos años. Por el contrario, el desafío es adoptar las propias fragilidades y debilidades, en su singularidad, para prolongar nuestros cuerpos en el cuerpo común de las cooperaciones colectivas. Debemos estar atentos a los límites de la canalización estatal, profesional o identitaria del malestar, explorando las estructuras impersonales que se debaten en nuestra salud mental personal.

Aquello que nos une, que nos puede permitir experimentar un común, son nuestros malestares. Todos estamos desigualmente psiquiatrizados, anestesiados o psicologizados, si hasta para conseguir un trabajo debemos pasar “exámenes psicológicos”[xxiv]. Necesitamos un sindicalismo anímico para impugnar esta subsunción de las emociones a la explotación laboral, y un hackeo psicoquímico para reapropiarnos de los fármacos, diagnósticos y terapias. Cuando toda la subjetividad es puesta a trabajar para el capital, la política asume la forma de una gestión terapéutica de lo individual, o por el contrario, impulsa una sublevación colectiva.

Se trata de poner en juego la propia transformación en las transformaciones sistémicas. En tiempos traumáticos, no podemos hacer de estas transformaciones un mandato moral o un discurso heroico, porque desafectarse puede ser una manera de sobrevivir. Debido a la inflación diagnóstica cada vez más personas somos etiquetadas con algún “síndrome”, “trastorno” o “patología”. Si la “cultura de la salud mental” (Erro) brinda una explicación reduccionista, individual y profesional del dolor[xxv], la apuesta consiste en desarrollar estrategias del común, en primera persona del singular y del plural. La escritura y la política del malestar implican enfrentar lo que inhibe nuestro conocimiento y transformación: hay que traicionarse, porque combatir al enemigo supone combatir contra nosotros mismos.

 

[i] Este texto es una rescritura del ensayo publicado en Mad in (S)Pain en 2021, bajo el título “Para una política de lxs trastornadxs”. Disponible en https://madinspain.org/para-una-politica-de-lxs-trastornadxs/

[ii] Cf. Teoría King Kong, Virginie Despentes.

[iii] Hijos de la noche, Santiago López Petit, Tinta Limón, 2015.

[iv] “Santiago López Petit o la travesía del nihilismo”, en Hijos de la noche, Tinta Limón, 2015.

[v] “Bueno para nada”, en Los fantasmas de mi vida, Caja Negra, 2018.

[vi] Sobre este colectivo, ver https://es.wikipedia.org/wiki/Colectivo_Socialista_de_Pacientes

[vii] La ofensiva sensible, Diego Sztulwark, Caja Negra, 2019.

[viii] https://lobosuelto.com/es-posible-politizar-la-anorexia-y-nuestra-salud-mental-emiliano-exposto/

[ix] Materiales para una pesadilla, Juan Mattio, 2021.

[x] Engendros, Pedro Yagüe, Hecho Atómico, 2018.

[xi] Retomo el concepto de “capacidad corporal obligatoria” de Robert McRuer en Teoría crip. Signos culturales de lo queer y la discapacidad, Kaotica, 2021.

[xii] Intimidades congeladas. Las emociones en el capitalismo, Eva Illouz, Katz editores, 2007.

[xiii] “Politizar el sufrimiento”, Amador Fernández-Savater, en https://cbamadrid.es/revistaminerva/articulo.php?id=233

[xiv] Cf. Multitudes queer. Nota para una política de los “anormales” de Paul B. Preciado.

[xv] Sobre la “planificación desde abajo”, ver Gobernar la utopía de Martin Arboleda, Caja Negra, 2021.

[xvi] Hago una distinción metodológica entre Salud Mental (en mayúsculas) para referirme al sistema y el campo, con sus discursos, conflictos, prácticas, dispositivos, trabajos, legislaciones, luchas, etc.; y salud mental (en minúsculas) para aludir a la dimensión existencial de nuestras experiencias, malestares, pasiones, disfrutes o emociones.

[xvii] On our own. Patient controlled alternatives to the mental health system, Judi Chamberlin, 1977.

[xviii] Sobre el “extractivismo ampliado”, ver La potencia feminista de Verónica Gago, Tinta Limón, 2018.

[xix] Cf. “Enloqueciendo la academia: Estudios Locos, metodologías críticas e investigación militante en salud mental”, Juan Carlos Cea Madrid y Tatiana Castillo.

[xx] Cf. “Exorcismos”, El Loco Rodríguez, http://anarquiacoronada.blogspot.com/2016/04/exorcismos-el-loco-rodriguez.html

[xxi] La fuerza de los débiles, Amador Fernández-Savater, Akal, 2021.

[xxii] “Politizar el sufrimiento psíquico para que el mañana sea menos oscuro”, Fernando Balius, en https://ctxt.es/es/20210201/Firmas/34960/salud-mental-condiciones-de-vida-fernando-bailus.htm?fbclid=IwAR1S580bgwsfa4ZIuh24dOLFnCs9gSHLtWjgyw0RzC_aMsdNpMiBkVHYkp0

[xxiii] “La literatura y la vida”, Gilles Deleuze, https://lobosuelto.com/la-literatura-y-la-vida-gilles-deleuze/

[xxiv] Cf. Enajenad@s. Fanzine de salud mental y revuelta.

[xxv] Pájaros en la cabeza. Activismo en salud mental desde España y Chile, Javier Erro, Virus, 2021.

Del tuit pillo al desanimo pollo // Diego Valeriano

El silencio es la nota que va ganando todo. Por más que se repitan palabras estúpidas, consignas gastadas, vigilanteadas random, efemérides huecas, denuncias corte patrulla perdida. Pero no es un silencio buscado, reflexivo, necesario. Uno que nos sirva para renovar la fuerza, reconstruir las ganas, que genere el aire que nos falta, que cure las heridas, que nos sirva para recordar a quienes ya no están. Es un silencio que aturde. Puro hastío, vergüenza, frustración y obediencia. Lleno de palabras ya dichas, ideas recalentadas y termeadas cancheras.

Aturdidas, domados, memes. Delegamos nuestro estado de ánimo a gente que pesa la guita, nuestras ganas de vivir a una promesa de inclusión cada vez más chiquita, nuestra línea editorial a un contrato, nuestra manija de otro tiempo a algún reconocimiento falopa. Nuestras ganas son calmadas por miedo a comisarios políticos que a veces son nuestros amigos más cercanos. 

El régimen de la opinión de tanto ruido nos dejó sin aire, sin ganas, sin tiempo. Desató un vacío que de tan estridente se volvió imposible. Ni scroleo, ni posteo, ni esa voluntad de entender, ni ganas de escribirle a un amigo para comentar algo que está pasando porque sabemos que es chamuyo. Del entusiasmo al bajón, del cuidado de la salud a ponerse vigilantes, de votarse encima a defender desalojos, del tuit pillo al desánimo pollo. Ya ni el algoritmo nos salva del empacho que tenemos de tanto ruido que consumimos.

Lenguaje exclusivo // Luchino Sivori

Uno está siempre perdido en la lengua”.

Carolina Sanín.

Allá afuera se nos pide cuadrar acontecimientos, experiencias, discursos. 

Se exige allanar, para que sean más transitables por sus pies, los caminos propios que muchos supimos encontrar disímiles y heterogéneos. De nuevo, esa nivelación del territorio se intenta a través de su herramienta más poderosa, que vuelve una y otra vez abanderada de «lenguaje oficial».

1

Pero también, esa explanación se hace mediante el Resumen, que es la síntesis disfrazada por medio de la contracción; del Cierre, o la forma de pasar página siempre con la impresión de anudarla; del Encaje, hoy la manera frívola y algo cínica de matchear los elementos que se fueron solapando a lo largo de estos últimos años inciertos; del Patrón, pariendo un centro allí donde se lo solicite y por tanto una estructura, presuntamente regular y regularizada; y finalmente, a través del Redondeo, que sirve para descartar aquellas rugosidades que puedan haberse desviado algo de todo lo dicho anteriormente. 

 

2

En la escritura, también, se nos solicita prolijamente hacer que la caja cierre “sin pérdidas». Y a veces nosotros, sin darnos del todo cuenta, caemos a su vez en una liturgia un tanto rígida para contrarrestar esos embates.  

 

La palabra que nos persigue, y que nosotros compartimos casi vitalmente, busca una identidad que por momentos da la impresión de haberse encontrado hace rato. Previa de sí, se reconoce anterior a la escritura misma. 

La gran paradoja, sin embargo, es que lo hace(mos) mediante una supuesta extensión, progresivamente, alejándonos a medida que avanzamos. 

Si avanzar en la escritura fuese como el movimiento dentro de un espacio, el tono sería la velocidad de los pasos y de los movimientos con la que nos deslizamos entre los textos. Hay un presentimiento de que esta voz está solo leyendo lo que quiere escribir.

 

3

No saber qué escribir, o qué decir para el caso, lo que comúnmente se denomina «quedarse en blanco», lejos de reconocer una quietud, un desarraigo, sería el espacio (necesario hoy entre nosotros) donde el lenguaje aún no se ha vuelto vocabulario

Aún quiere decir en este caso movimiento sin espacio, un impasse productivo.

 

4

La urgencia por querer nombrar, hoy motivo de discusión en la agenda política, se vuelve en algunos -no llamativamente- una cuestión estética. En otros, una necesidad 2.0 de aproximarse lo máximo posible al objeto. 

La función detrás de ambos gestos, un misterio que ni unos ni otros siquiera llegan a re-plantearse, deja al descubierto el más que probable escenario de un mundo donde nadie hable ninguno de los dos lenguajes. Sin embargo, nos dominan.

 

5

Un zig-zag de formalidades heredadas de antaño, creencias implícitas y funcionalidades ciegas, hacen de nosotros una suerte de buceadores erráticos. De allí, la urgencia del encuadramiento, y la tensión siempre decisiva ante cualquier gesto más o menos vanguardista.

6

«Uno siempre está perdido en la lengua», dice la escritora colombiana Carolina Sanín, reafirmando ese costado eternamente «en construcción» del lenguaje. Una visión ante la deriva quizás menos esquemática, pero al mismo tiempo difícil en estos tiempos de algoritmos y publicidad.

7

La excepcionalidad del momento parecería radicar en estar viviendo en un etiquetado digital constante en medio de un anhelo lingüístico cultural igual de persistente. Esa contradicción, que al principio algunos pudieron haber interpretado como una oportunidad, poco a poco se está volcando por el lado menos creativo (y más reactivo), quizás, presa del vértigo que causa no pisar sobre seguro, sobre todo si se viene desde tiempos inmemoriales de doblajes que todo lo quieren traducir. 

Tenemos el extraño honor de estar presenciando,  así, una nueva capa de cobertura a la ya sobrecargada «realidad». Esta vez, también desde dentro mismo de nuestros círculos, que descontentos ven como el pensamiento por sí solo no puede cambiar las cosas. 

¿Cómo suena la cura? // Eugenia Christiani

Revisitamos el contexto de la creación de una de las obras más emblemáticas del siglo XX 

El fallido debut del Concierto para Piano No. 1 de Sergei Rachmaninoff produjo un consecuente período depresivo en su compositor que lo det uvo por completo de crear nuevas producciones. Pero lejos de adjudicar este hiatus compositivo solo a la crítica negativa, analizamos los puntapiés personales y de contexto que también pudieran haberlo influenciado, y cómo la superación de esta oscura etapa engendró una de las obras más emblemáticas de la música rusa: su Concierto para Piano No. 2 

A su tiempo supo decir: la inspiración real sale de dentro, nada externo puede ayudar. Lo mejor de la poesía, lo más sublime de la pintura, lo más grandioso de la naturaleza, no pueden producir ningún resultado que merezca la pena si la divina llama de la facultad creativa falta dentro del artista”. La primera oración puede lanzarnos un indicio: una personalidad acotada por la autoexigencia fue víctima de su propio puntillismo, y paulatinamente hizo imposible cualquier despliegue expresivo. Pero el efecto no explica por sí solo la causante, y al fin y al cabo seguimos teniendo a un hombre que pide de sí mismo proveerse y agotarse. 

Entonces, nos servimos del contexto: podemos explicar a Rachmaninoff como un compositor particular desde que entendemos el desarrollo de la música rusa como particular en sí. La riqueza en su folklore y la música sacra de la Iglesia Ortodoxa colmadas de melodías modales y frecuentes cambios de tempo formaban, hasta el siglo XIX, la personalidad sonora del país. Hasta ese momento, cualquier expresión musical por fuera de estas dos utilidades –la popular y la eclesiástica– venía de compositores italianos, alemanes y franceses. Fue Glinka quien revirtió el asunto. Muchos adjudican a sus célebres óperas la fundación de una nueva dirección en la música de la Rusia imperialista, y así, la bienvenida a una camada de compositores con ansias de reformular el paradigma de sus propios tiempos. 

En un segundo orden, al contrario de sus contemporáneos, Rachmaninoff nunca se alineó con ninguna escuela ni estilística particular. La problemática de la música de la Rusia del siglo XIX se resume en dos antagónicos, los de corriente nacionalista y los “occidentalizados”, visiones que de base fundaban valores opuestos y por las cuales todos se ocupaban de tomar partido. Sobre esto él ha emitido una opinión: “lo ‘nacional’ en la música no depende necesariamente de las creaciones primitivas de las masas, sino de la mente cultivada del individuo”.

Rachmaninoff apostaba por una expresión que, concebida de forma individual, pudiera servir de resonador para las masas. Este novedoso precepto compositivo será quizás el que explique la riqueza musical que hay en su repertorio, hijo del contexto mencionado y resignificado por él. Este gran sentido de sí mismo alternó para el bien de un equilibrio en común la producción de una estilística que supo esbozar experiencias particulares y ponerlas al servicio del colectivo. Podríamos estimar entonces a partir de esta relación bilateral un paradigma de tipo servicial –ya no utilitario–, cuyo propósito quedaba desdibujado si se lo rechazaba. “Modernidad atroz”, “basura moderna”, “armonía pegajosamente perversa” no fue la crítica linchando en capricho el debut fallido de su Concierto para Piano No. 1, sino la calificación de cómo este sistema de correspondencia había fallado. 

Sumido en una gran depresión, un amigo lo acerca a Tolstoi, pero eso sólo lo deprime más. La familia lo encomienda entonces a Nicholas Dhal, un terapeuta especializado en la hipnosis, y ahí la historia cambia. El tratamiento de hipnoterapia fue el motor de arranque para el Concierto para Piano No. 2 Op. 18. Una obra para piano y orquesta de tres movimientos: Moderato, Adagio sostenuto y Allegro scherzando. Es cierto lo que señala Anna Fedorova, una de sus mejores intérpretes: las frases no concluyen. El climax va aplazándose siempre un paso más hacia adelante y el despliegue de un fraseo se abalanza sobre otro. Como una ola que nueva ya se contrae y hace emerger otra, se pueden oír los estragos de la depresión en vaivén emulando el movimiento penoso del intento. 

Bajo esa contracción, el comienzo del segundo movimiento se lee como una apertura. Es inocente adjudicar a un arpegio una misión meramente melódica. A través de su métrica entra el aire necesario para retratar el cese de una resistencia. Esta rendición supone el pilar de todo proceso de sanación. La intercalación de los vientos y las cuerdas toman estas teclas, y prontamente hacen simbiosis con la forma para esbozar una nueva situación: lo que antes no dejaba de arrastrarlo, ahora lo libera. Esa liberación es una nueva responsabilidad. Los vientos dan testimonio del vértigo. 

El tercer movimiento entiende que hay todo por hacer, pero sabe hacer revisiones. Conjuga la vertiginosidad del primer tema con el despliegue orquestal del segundo. En sí esta suerte de síntesis responde a una operación musical básica de suma de elementos distintos, y el movimiento hace valer a cada uno de ellos dándole nuevas significaciones. La conclusión es desoladora en el planteamiento de una esperanza, y he ahí el retrato más justo que se puede hacer sobre la cura.

Narrar lo que arde // Branco Troiano

En principio es la brutalidad, es la violencia desmedida la que da con el acontecimiento y la que funda un sentido. Después, mucho después, llega la novela, o como queramos denominar al texto de Valeriano, Él está vivo y nosotras estamos muertos, en donde el autor despliega una narrativa bien a tono con el universo en el que se inscribe, certera y exenta de grandilocuencias; un pulso compartido, un estilo que no es menos que la necesidad misma de contar lo que arde.

En principio hay dos vidas que dejaron de ser pero que, aún así, arrebatadas como fueron, extirpadas como fueron, ultrajadas como fueron, no ceden en la disputa que a los cuerpos y su potencia concierne. A partir de allí, el movimiento es superador: cristalizado en Ale, la mujer que todo cargó a sus hombros, libera esa potencia atendiendo la nueva y gran empresa, que bien podría pensarse venganza, bien redención.

Hay dos vidas que dejaron que ser pero que ahora burlan lo que, saben, quizás siempre supieron, hay que burlar para lograr el cometido. Porque, lejos de tropezar con cualquier muletilla mística, hay vidas que parecen estar destinadas al solo propósito de ser y dar luz, y para ser y dar luz, antes que nada, es necesario saber de la burla, del amague, de la falsificación. Saber acerca del guiño, del guiño como una de las formas del amor, también. Para esto, entonces, la figura indispensable de Ale, antena de referencia de la angustia barrial y de sus posibles cauces, fuerza que empuja y arrastra a los buenos a los malos a los más o menos a los tibios a los duros a los giles a los pillos y, casi como síntesis de la naturaleza, termina ubicando todo en su lugar, a los giles, a los pillos, a los buenos, a los malos, a los tibios, a los duros, a los más o menos.

Esto es una invitación a la lectura de un texto demoledor, toda una experiencia que, como sucede con lo bueno, desborda cualquier tipo de pacto previo. Una tragedia en un barrio popular que encuentra, quizás hasta sin proponérselo, un punto de emancipación y, donde todo es dolor, un haz de luz.

Una marca mayor en la época (a dos décadas de la masacre de la Estación Avellaneda) // Diego Sztulwark

El libro Darío Santillán. El militante que puso el cuerpo, de Ariel Hendler, Mariano Pacheco y Juan Rey (Sudestada 2022), editado a dos décadas de la Masacre de Avellaneda, estudia la paradoja como constante en nuestra historia por la que la muerte violenta (del asesinato estatal o para estatal) constituiría la puerta de entrada para conocer una rica historia de luchas colectivas. Por tratarse de una biografía de Santillán, esta investigación no se ocupa de narrar el periplo de Maximiliano Kosteki, joven militante del MTD de Guernica que fue asesinado minutos antes de Santillán en la misma estación[1]. Es altamente probable, sin embargo, que una investigación equivalente son la vida de Maxi permitiría capar otros tonos de esta historia colectiva. De Santillán se destaca la intensidad de su trayectoria, propuesta como “marca mayor de época”, una síntesis capaz de dar cuenta de la vitalidad de las militancias populares impulsadas a cuestionar el estado de cosas en íntima conversación con los capítulos más ricos de un pasado no tan lejano.

 

Ese cuerpo. En las Palabras iniciales del libro Darío Santillán el militante que puso el cuerpo, Vicente Zito Lema escribe: “Darío es la figura máxima de nuestra época” y “la época es lo que Darío marca”. Ambas afirmaciones parecen ciertas. Sobre todo, si se acepta que cada época adquiere su propio perímetro irregular a partir de un acontecimiento que perfila el tumulto de hechos y significaciones desde su punto de vista. Es cierto que la llamada “Masacre de Avellaneda” funciona como una poderosa clave de intelección de un tiempo histórico, y que Darío Santillán puede ser convocada como su figura más relevante en función de encarnar -como dice Zito Lema- un rasgo ético extremo, un tipo de heroísmo que salva a la humanidad entera de la miserabilidad a la que la condena la estructura económica y política. El resistente ejemplar -Cristo, Evita, el Che- vendría así a redimir, pero también a orientar las conciencias hacia la creencia y la acción. Si se pueden escribir estas y otras palabras de este calibre sobre Darío Santillán, pienso, es porque su asesinato expuso  un choque frontal escandalosamente nítido entre dos tipos de verdades colectivas igualmente difíciles de aceptar desde las perspectivas enfrentadas: la de aquellos que hacen la experiencia de la extensión de una fuerza distinta o contrapoder, y la de quienes tienen de esa fuerza una comprensión mediada por la miseria organizada de la época. Los primeros ven en Darío Santillán uno de los nombres posibles para ese compuesto rebelde en formación, pero los otros solo lo procesan como el efecto de un asesinato brutal que permite asimilar sus valores en un plano simbólico sin que la acompañe una sensación de transformación en el cuerpo.

Es este choque retenido en el nombre de Santillán lo que quizá haya decidido a los autores del libro a comenzar con las siguientes palabras: “Resulta paradójico que alguien que honró la vida como pocos sea conocido sólo por su muerte”. Esta paradoja consiste, precisamente, en que las vidas militantes como las de Darío Santillán procuran encarnar, y no tratar como meros ideales inalcanzables, unos valores ético-políticos considerados por otros como imposibles de realizar. Que la muerte de Darío Santillán lo vuelva más famoso que las acciones colectivas en las que desplegó su vida no es algo que pueda explicarse sólo en base al hecho de que la conciencia popular ya posea de antemano un lugar simbólico disponible para alojar la imagen de los cuerpos sin vida de los mártires, sino que debe considerarse también el que esas luchas, que en vida desafiaban el límite de la sanción de los poderes, imponía a las conciencias una tensión insoportable. Si, luego de la masacre, políticos, comisarios y medios de prensa intentaron ocultar lo sucedido difundiendo la patraña de que “los piqueteros se habían matado entre ellos”, no se debió sólo a la protección de sus propias responsabilidades en el crimen, sino también al hecho de que la masacre fue una acción salvaje y premeditada con un fin preciso: liquidar el desafío político mayor que suponía que la rebelión se extendiese fuera de todo control del sistema entre las redes territoriales y gremiales que soportaban el peso de la crisis.

Las dificultades que debieron sortearse para que la evidencia de la masacre se hiciera pública reflejaba la continuación de la mecánica del “estado terrorista”[2] en la sanción que, a dos décadas de terminada la última dictadura, mantenía vigente los reflejos de la represión clandestina cuyo principio de reproducción hay que buscarlo en las necesidades estratégicas de una economía concentrada, un aparato judicial a su servicio, un aparato de comunicación mercenario y una profesionalización de la política que racionaliza lo social jerárquicamente, de arriba para abajo. Si Darío Santillán es la marca de una época lo es precisamente por el modo en que encarna la paradoja según la cual el crimen político revela aquello que la democracia se ocupa de ocultar de sus propios presupuestos neoliberales. Algo que habíamos visto durante los días 19 y 20 de diciembre de 2001, cuando decenas de asesinados en todo el país obraban como una suerte de confesión de estado.

La aceptación del nombre del asesinado que ha puesto el cuerpo por parte de quienes sentían inevitable que el orden se reestableciera a como dé lugar es también un modo de conjurar toda responsabilidad colectiva en el crimen, toda complicidad con la verdad social que se expresa en el asesino. De ahí la importancia del Franchiotti como “loco” tan fácil de manipular como de encarcelar. Si la presión social desencadenada luego de la masacre, le hace sentir al entonces presidente interino Eduardo Duhalde la necesidad de renunciar antes de tiempo y convocar a elecciones, la figura del comisario “loco” permitía substraer de aquella presión social toda responsabilidad penal de quienes comandaron políticamente aquella operación. El “loco” estuvo ahí para ocultar no sólo unos nombres más orgánicos al poder, sino para encubrir la podrida racionalidad del sistema, una forma de cordura paranoica cuya verdad última depende de la disposición del torturador y del asesino. La paradoja mencionada pesa a la hora de mencionar a Darío Santillán como figura máxima de aquella época que en muchos sentidos es aún la nuestra. Sobre todo ante el problema irresuelto que Darío Santillán pasó a simbolizar -en su modo de poner el cuerpo, dicen los autores- en torno a los  dilemas de la construcción de un contrapoder colectivo contra la miseria planificada de la política neoliberal. La sustitución de esa vida por su muerte posee un sentido complejo, porque en el mismo momento en que alcanza el reconocimiento más extendido se elude la complicidad subjetiva con el represor sobre el que funciona la reproducción de la dominación política democrática.

 

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Darío y Maxi, la dignidad piquetera. La masacre de Estación Avellaneda del 26 de junio de 2002, en la que fueron asesinados Maximiliano Kosteki y Darío Santillán -ambos militantes de la Coordinadora de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón- fue planificada por el poder político del Estado en respuesta a las demandas de normalización política provenientes del poder económico. La política de criminalizar la protesta social fue elaborada y sostenida por el gobierno de origen parlamentario de Eduardo Duhalde y avalada por los gobernadores del peronismo en que se sostenía su gobierno. En la reconstrucción del dispositivo represivo –desarrollado en  Darío y Maxi, dignidad piquetera[3]– el Movimiento de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón reconoce los siguientes niveles: el poder económico había exigido la pacificación y normalización represiva del país a través de Eduardo Escasany, presidente de la Asociación de Bancos de la República Argentina y Enrique Crotto, presidente de la Sociedad Rural; el poder político, liderado por el entonces presidente Eduardo Duhalde y su secretario de seguridad Juan José Álvarez (que participaba del dispositivo represivo jugando como “paloma”), quien había compartido un almuerzo con los gobernadores peronistas reunidos en La Pampa el 14 de mayo de ese año, donde el cordobés De la Sota, el pampeano Rubén Marín y el salteño Juan Carlos Romero pidieron “una represión aleccionadora a nivel nacional”; y el poder represivo: “en el operativo represivo del 26 de junio por primera vez actuaron de manera conjunta las tres fuerzas federales (Gendarmería, prefectura y la Policía Federal) y la policía bonaerense, para enfrentar la protesta social”. Las fuerzas represivas actuaron, como de costumbre, con un rostro legal y otro clandestino: en Avellaneda, en efecto, “participaron muchos más agentes que los reconocidos: formaron parte de la represión efectivos que no figuraron en los reportes oficiales, de uniforme o vestidos de civil, incluso retirados de la policía convocados con anticipación”. La masacre de Avellaneda fue parte de una “decisión política”, y la cacería de la estación estuvo a cargo de manera directa por el Comisario Inspector Alfredo Luis Franchiotti (activo en la masacre de la recuperación del cuartel militar de La Tablada), quien obedeció a la “orden de matar” procedente del Comisario Mayor Félix Osvaldo Vega. Luego de disparar sobre Darío y Maxi, Franchiotti difundió la versión –acordada antes y abalada luego por todo el gobierno- de que los piqueteros se habían “matado entre ellos”. A dos décadas de lo sucedido aún no se ha determinado la responsabilidad política (ni por el lado de la SIDE, ni por el lado de las autoridades políticas de la bonaerense) de los asesinatos.

 

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Fusilamientos. Muerte en primera persona. En un libro de reciente aparición, Fusilamientos. Muerte en primera persona (Colihue, 2022), Horacio González estudia la historia argentina a partir de sus escenas de fusilamiento. Este tipo de asesinato protocolizado, con su fuerte ritualidad teatral y su variable entretejido jurídico, supone un tipo de justificación moral que los estados y revoluciones esgrimen, porque el uso protocolizado de las armas ocurre según las circunstancias, para preservar o bien para fundar un determinado orden. De modo que la escena del fusilamiento se compone al menos de tres aspectos: la ceremonia fuertemente pautada (autoridad que da la orden, distancia entre pelotón y fusilado, que resulta inmovilizado), un último momento insondable de quien va a perder la vida, y una descripción o representación visual (que según los casos puede adoptar la forma de una crónica periodística, carta de motivos o una investigación) destinada a volver imaginable aquellas circunstancias otorgándole a la escena la materia para la elaboración de un juicio histórico. La serie que analiza González abarca dos siglos, desde los fusilamiento desde Liniers o de Camila O Górman y de Dorrego hasta los de la Patagonia trágica, de Trelew y del Estado Terrorista, pasando por una larga zaga en la que destacan el fusilamiento de Severino Di Giovani, el General Valle, el de los obreros peronistas ocurrido en el célebre basural de José León Suarez, el de los militantes del EGP al mando de Masetti y del del General Aramburu. Una primer constatación que surge de esta larga secuencia es una cierta línea de degradación de las practicas ritualizadas del asesinato estatal. En 1931, Roberto Arlt es invitado a asistir al fusilamiento del anarquista expropiador Severino di Giovanni. Narra el momento de su muerte del siguiente modo: 

 

“— Pelotón, firme. Apunten.

La voz del reo estalla metálica, vibrante:

— ¡Viva la anarquía!

— ¡Fuego!”[4]

 

Veinticinco años después, para reconstruir los fusilamientos policiales ocurridos de modo extrajudicial a obreros peronistas acusados de conspirar con el levantamiento del general Valle en los basurales José León Suárez Rodolfo Walsh debe realizar una ardua investigación –Operación Masacre– en la que no sólo demuestra que los disparos fueron efectuados minutos antes de la sanción de la ley marcial, sino que el escritor que quisiera comprender la compleja relación entre ley y verdad debería cruzar todo tipo de fronteras.

 En la misma línea dos décadas después Walsh completará esta reflexión con su “Carta abierta de un escritor a las Juntas militares”. Corría el año 1977 el célebre periodista y militante de Montoneros recorría armado la ciudad para difundir el carácter definitivamente clandestino de la acción represiva al servicio de inconfesables intereses económicos. La relación entre asesinato y clandestinidad llegó a instituirse como rasgo característico del estado. Una historia recientemente difundida ofrece una explicación sugerente al respecto. Según el autor que recogió las confesiones de Jorge Rafael Videla –Disposición Final-, cierta vez el jefe de las juntas militares le ofreció la jefatura de la Policía Federal al General Juan Antonio Buasso quien puso como condición para aceptar el cargo que la política represiva se ejerciera a través de fusilamientos. La respuesta del entonces presidente habría sido la siguiente: “Ya nos dijo Martínez de Hoz que, si hacemos lo que hizo Chile, nos van a cortar todos los créditos”. Su ministro de economía desalentaba el método de los fusilamientos en beneficio del acceso a créditos internacionales. El vínculo estrecho y clandestino entre el método de la desaparición de personas y el del endeudamiento extremo que aprendimos a pensar con Walsh jamás había sido establecida con tanta claridad por sus perpetradoras. En su Carta Walsh se refiere a la cualidad “metafísica” de la tortura, y González repara en la expresión. Metafísico sería el hecho de que persiguiendo obtener información, el torturador se vería llevado a intentar destruir aquella “substancia” resistente, convirtiéndose así el torturador en algo peor que un cruel operador de información actuando en oscuros sótanos clandestinos, en un ser envuelto en una indignidad fundamental que hace juego con la ontología misma del sistema de las finanzas con el que hace juego.

En el origen de este libro sobre fusilados hay un episodio que viene a cuento: durante la campaña electoral de 2019 González realizó declaraciones públicas sobre la conveniencia de dar curso a una historiografía comprensiva de la lucha armada durante la década del setenta. Por esas palabras el autor de Restos pampeanos fue literalmente lapidado por el complejo mediático y político que regula los límites de lo decible en el plano de lo colectivo. La lapidación mediática -complementaria o sustituta del fusilamiento- responde a la estructura de justicia comunicacional que decide de antemano aquello sobre lo que se puede y no se puede pensar verbalmente. Allí donde el gobierno de los Kirchner derogaba la figura del fusilamiento de los códigos militares, subsistían estilos de lapidación mediática y del gatillo fácil y la patota para-policial[5], que consagraba la separación -y al mismo tiempo la relación- entre ajusticiamiento extrajudicial, provocando en González la dramatización del lapidado que habla, o que realiza ejercicios de comprensión en un contexto de lapidación.

 

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¿Quién Mató a Mariano Ferreyra?. Mariano Ferreyra, joven de 23 años, militante universitario del Partido Obrero, fue asesinado el 20 de octubre de 2010 por una patota que actuaba bajo el mando de la conducción del sindicato Unión Ferroviaria. Estaba apoyando una lucha de los tercerizados que reclamaban sus derechos como trabajadores ferroviarios. Una sentencia histórica condenó al secretario general de los ferroviarios, José Pedraza, a quince años de prisión por el asesinato. La condena cayó también sobre todos dirigentes gremiales, funcionarios policiales que liberaron la zona y barras que formaron parte de la patota agresora. Pedraza, de antigua trayectoria combativa, formaba parte ya hacía muchos años del sindicalismo empresarial y tenía intereses económicos directos en la contratación de los tercerizados, cobrando subsidios estatales en acuerdo con las empresas que manejaban las líneas férreas. La sentencia determinó la responsabilidad de la cúpula del sindicato en el asesinato de Ferreyra tanto en la formación de la patota agresoras, como en la coordinación con las fuerzas policiales. Por su parte. Favale, el asesino, era barra del club Defensa y Justicia de Florencio Varela y mantenía fuertes vínculos con el peronismo de esa localidad.

El papel de los grandes sindicatos en la tercerización laboral a partir de los años ‘90 es narrada como trasfondo necesario del crimen por Diego Rojas en su libro Quién mató a Mariano Ferreyra (Ed. Norma, Bs-As 2011). Este libro -un dialogo explicito con Quien mató a Rosendo de Walsh- presta especial atención al protagonismo del Estado en los procesos de neoliberalización de las relaciones de trabajo, en el sostenimiento de la tercerización (implícita, para el caso ferroviario, en la formación de la UGOTE, en tiempos de Néstor Kirchner) y en las relaciones entre el peronismo y las bandas y patotas que forman parte de las estrategias habituales para el disciplinamiento de toda oposición gremial de los grandes sindicatos. Investigando el crimen de Mariano Ferreyra, Rojas va develando una trama de relaciones que liga a Favale con el dirigente kirchnerista de Varela, Carlos Kunkel, y el intendente Julio Pereyra, y a Pedraza con Jaime (secretario de transporte) y el ministro de trabajo del gobierno kirchnerista Carlos Tomada. De hecho, afirma el autor de esta completa investigación, la llegada del kirchnerismo no había cambiado prácticamente en nada la forma de hacer sindicalismo y negocios en un gremio como la Unión Ferroviaria.

En el libro La tercerización laboral, una investigación realizada por equipos del Cels y de Flacso bajo coordinación de Victoria Basualdo y Diego Morales[6] se reflexiona sobre la tercerización como parte central de la estrategia neoliberal de quebrar la homogeneidad de la fuerza de trabajo flexibilizando tareas, precarizando los modos de contratación y las condiciones laborales y segmentando la capacidad de lucha colectiva, estrategia claramente favorable a la patronal y apoyada por los grandes gremios peronistas durante el gobierno de Menem. Basualdo y Morales reproducen el razonamiento que la sentencia establece respecto de los móviles del asesinato. Entre los móviles políticos del asesinato se encuentra el mecanismo de acuerdo entre la Ugofe (entidad que coordinaba a las empresas a cargo de la gestión de las líneas férreas) y el gremio para que este último conserve el control de los trabajadores que pasan a planta permanente, de modo de evitar la formación de listas opositoras. Entre las consideraciones económicas, la principal es la participación directa de la UF en el negocio de la tercerización (trabajadores fuera de convenio con salarios que llegan a ser hasta del 50% más bajo por tareas conveniadas) a través de la formación de la Cooperativa Trabajo Unión del Mercosur, que aportaba trabajadores tercerizados y cobraba un porcentaje por el gerenciamiento del suculento, que la secretaría de transporte otorgaba a UGOFE de acuerdo al crecimiento del empleo tercerizado.

 

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Volvamos al libro sobre Darío Santillán y a la frase con que Hendler, Pacheco y Rey dan comienzo a su libro: “Resulta paradójico que alguien que honró la vida como pocos sea conocido sólo por su muerte”. La paradoja se extiende a toda una generación que los autores denominan “militantes de los suburbios”.

Puesta la lente sobre el biografiado se alcanza a percibir con asombrosa precisión la extendida erupción micropolítica de aquel conurbano arrumbado: la construcción del barrio Don Orione “y su intensa vida social y comunitaria mezclada con militancia territorial”; un abuelo “indio” narrador de historias evitistas sobre “obreros y empleadas domésticas” y de cómo “el peronismo les había cambiado la vida” (historias que luego habrían de contrastar de lleno con el peronismo menemista en el poder durante los noventas); los intercambios de libros con Andrea -su profesora de literatura- y Pedro -profe de historia-, el apegado vínculo con su padre[7], la omnipresencia de la figura del Che Guevara, las agrupaciones militantes juveniles y la creación de los Movimientos de Trabajadores Desocupados (MTD) como parte del movimiento piquetero en torno a la llamada crisis de 2001. Un derrotero singular, que llega a dar perfecta cuenta de un amplio proceso colectivo. El punto de vista adoptado por Darío Santillán. El militante que puso el cuerpo, es el de la formación del militante, contada a través del grupo de pares y de sus lecturas, pero también del acontecimiento fundamental que es el protagonismo que adopta un cierto territorio, inesperadamente caliente y vivo: la movilización ocurrida en el epicentro del conurbano sur, las asambleas barriales de personas sin empleo, la confrontación con el Estado y con las principales fuerzas políticas -la Alianza y el peronismo duhaldista- y la creación de la Coordinadora Aníbal Verón. El militante como intento prolongar lo que en el territorio comienza adoptar existencia autónoma.

 Los relatos finales sobre la masacre de Avellaneda pesan sobre el lector, que tiene que vérselas con la oscuridad regresiva de aquel junio de 2002. Durante la escena de reconocimiento de los cuerpos de Darío y Maxi, Vicky, una experimentada militante de un MTD, se dedica a sacar fotografías de las heridas y le pasa el rollo a la médica, que a su vez se lo alcanzó a la Liga por los Derechos del Hombre: “era como si la argentina hubiera retrocedido un cuarto de siglo ese día”. Mientras tanto los gobiernos de la Nación (el presidente Eduardo Duhalde y su ministro de seguridad Juan José Álvarez), y de la Provincia de Buenos Aires (gobernador Felipe Solá y su responsable de seguridad Luis Genoud) repetían lo que la mayoría de los grandes medios: que los “piqueteros se habían matado entre ellos”. Hasta que otras fotos, como las de Pepe Mateos, publicitaron el registro visual contundente. Pocas veces hasta ese momento se había contado con imágenes de semejante nitidez en un caso penal de este tipo.

 Durante el juicio se comprobó que Franchiotti y Acosta habían actuado de modo coordinado y los jueces llegaron a emplear la figura del “pelotón de fusilamiento” para adjudicar responsabilidades. Franchiotti declaro: “a mí se me utilizó”. Los autores del libro suponen que esa “utilización” puede tener conexión con una declaración del cabo Acosta según la cual la mañana del 26 en la reunión de los jefes policiales se hizo presente un agente de la Side que habría brindado argumentos en favor de la represión. Acosta mismo vincula esa presencia con el posterior “fusilamiento”. Preguntado sobre si el gobierno evaluaba el peligro de “una revolución”, el entonces jefe de la Side, Carlos Soria (que venía advirtiendo sobre una supuesta infiltración de las Farc colombianas entre los piqueteros argentinos) respondió lo siguiente: “Siempre en los últimos años estuvimos en ese riesgo”. Se entiende entonces en qué sentido el alcance de la paradoja planteada por los autores sigue siendo actual de nuestro tiempo. Y es que el más prematuro signo de contrapoder en formación, combinado con el ritmo vertiginoso que puede adoptar la crisis, despierta para unos el deseo y para otros el fantasma del doble poder[8]. Deseo y fantasma son los términos últimos, contradictorios y coexistentes, de la paradoja en cuestión: al mismo tiempo que se activa una dinámica popular autónoma de lucha se pone en marcha el mecanismo de la sanción ejemplar que pesa sobre la rebelión social. En los términos descriptos por el filósofo León Rozitchner, se puede decir que cualquier esbozo de contrapoder popular será tarde o temprano confrontado con la angustiante cuestión de la amenaza de muerte, verdad última del sistema de poder sobre el que descansa la política existente[9]. De allí el coraje de plantear la paradoja, como un paso importante quizás en la comprensión del contrapoder como un movimiento destinado a desactivar de la violencia del sistema. Porque allí donde se nos muestra al militante con el sello de la muerte violenta sobre su frente, se nos confirma la distancia aterrada que nos distancia de toda participación de la fuerza colectiva diferente.

Con un pensamiento de esta índole -dedicado a los «soldados desertores» del ejército argentino del siglo XIX- culmina el último libro de González sobre los fusilamientos: el fantasma de los mandos militares era el acto de deserción de las tropas reclutadas en las levas del campo. El dilema del desertor era el fusilamiento o la huida hacia la frontera. Más que de cobardía, movía a aquellos hombres el deseo de explorar qué es lo que había «del otro lado de la vida militar». ¿Qué sería -se pregunta con ellos González- esa «vida agreste soñada por la curiosidad”? Es que a tanto a nivel individual como colectivo, lo que se pone en juego es la capacidad de convertir la amenaza de muerte que paraliza en capacidad de desactivar el funcionamiento de los engranajes de ese poder de asesinar. La acción de los excluidos por estudiar y destruir los mecanismos de la exclusión es una escena conmovedora que permite concebir la contra-violencia como principio de acción radicalmente heterogénea a las de los asesinos, y como parte de un plan de desactivación la violencia destructiva que anida en la llamada “política democrática”, porque bajo ese nombre administran el terror regulado de la amenaza de muerte, siempre inminente y encubierta bajo la lengua de estudios de mercado y de lo políticamente correcto.

Diego Sztulwark

Junio 2022

[1] La sonoridad del nombre de aquella localidad perteneciente al municipio bonaerense de Presidente Perón es difícil de olvidar. No sólo porque así se llamaba el pueblo español cuya población civil sufrió un ataque aéreo realizado durante de la guerra civil española, sino por el mucho más próximo desalojo a familias que habían ocupados tierras para vivir en plena pandemia. El entonces jefe político del municipio ubicado en el segundo cordón industrial, Oscar Rodríguez, provenía de la derecha peronista y aquel 26 de junio estaba a cargo de la vicejefatura de la Secretaría de Inteligencia del Estado (Side).

 

[2] Por “estado terrorista” entiende Eduardo Luis Duhalde un modelo particular de institución estatal que otorga “carácter permanente y oculto” a “las formas más aberrantes de la actividad represiva ilegal”. No se trata por tanto de una presentación más del estado de excepción, sino una forma nueva (cuya estructura clandestina es casi tan importante como la pública y que acude al terror como método) que contradice “las bases fundamentales del Estado democrático burgués”. La emergencia histórica del terrorismo de estado como forma política se explica, para Duhalde, cuando el estado tradicional se muestra “incapaz de defender el orden social capitalista y contrarrestar con la eficacia necesaria la contestación social”. Ver: Eduardo Luis Duhalde, El estado terrorista argentino, Ediciones El Caballito, Buenos Aires, 1983.

 

 

[3] Movimiento de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón, Darío y Maxi dignidad piquetera, el gobierno de Duhalde y la planificación criminal de la masacre del 26 de junio en Avellaneda, ediciones 26 de junio, Bs-As, junio 2003.

 

[4] “Resplandor subitáneo. Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos tocando las rodillas. Fogonazo del tiro de gracia. Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero martillea a los pies del cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y con zapatos de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra.

Veo cuatro muchachos pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los labios; son: Gauna, de La Razón, Álvarez, de Última Hora, Enrique González Tuñón, de Crítica y Gómez de El Mundo. Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la Penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara:

— Está prohibido reírse.

— Está prohibido concurrir con zapatos de baile”.

 

 

[5]Durante el período democrático la práctica del fusilamiento extrajudicial subsistió sostenida en la lapidación mediática. Bajo el amparo de la manipulación informativa masiva, durante la represión militar que siguió al asalto por parte de miembros de Movimiento Todos por la Patria al cuartel de La Tablada, durante enero de 1989, el ejército practicó la tortura, la desaparición y la ejecución clandestinas a militantes allí detenidos. Así lo denuncian tanto Juan Salinas y Julio Villalonga -autores de Gorriarán. La Tablada y las “guerras de inteligencia en América Latina (Buenos Aires, 1993), como Felipe Celesia y Pablo Waisberg -autores de La Tablada. Vencer o morir. La última batalla de la guerrilla argentina (Buenos Aires, 2013). De otra manera, porque los asesinados ya no eran militantes políticos organizados actuando contra instituciones represivas del estado, sino migrantes buscando vivienda, a comienzos de diciembre de 2010 la multitudinaria toma del Parque Indoamericano -situado al sur de la ciudad de Buenos Aires- dio lugar a una brutal casería policiales con un saldo de tres personas asesinadas. La violencia institucional, estimulada por parte el entonces jefe de gobierno de la ciudad -Mauricio Macri- y por una amplia cobertura mediática racista responde a un contexto y una política que fue registrada por el Taller hacer ciudad: Vecinocracia. (Re)tomando la ciudad, (Buenos Aires, 2011). El 1 de agosto de 2017 en un un ingreso ilegal de gendarmería a la comunidad de Resistencia Cushamen fue desaparecido Santiago Maldonado. En palabras de Soraya Maicoño, werken de la Pu Lof en Resistencia Cushamen, “ Santiago Maldonado estaba ahí para pedir la libertad del Lonko Facundo Jones Huala que había sido detenido ilegalmente, hacía un mes, sometido a un segundo juicio de extradición”. Durante meses enteros el Gobierno del entonces presidente Macri y los grandes medios se ocuparon de desinformar sobre su posible paradero. Soraya cuenta que fue entonces que la desaparición de Santiago se convirtió en una causa mapuche, sin ser Santiago mapuche, ya que la lucha por su aparición con vida visibilizó “la situación que estamos viviendo como pueblo, porque situaciones de desaparición y de muertes de hermanos mapuches venimos sufriendo constantemente” en un contexto de violentos conflictos en torno a intereses inmobiliarios en sus territorios” https://contrahegemoniaweb.com.ar/2018/08/01/reflexiones-entre-soraya-maicono-neka-jara-y-maura-brighenti/ El cuerpo sin vida de Maldonado apareció unos pocos días antes de las elecciones parlamentarias de ese año. La explicación oficial consistió en afirmar que la causa del fallecimiento de Maldonado, ahogado en un río, carecía de relación con la dinámica represiva de Gendarmería en un contexto de conflicto social por la tierra mientras que la entonces ministra de seguridad (y actual candidata a presidente) Bullrich sostuvo que conectar la muerte de Santiago con el operativo de Gendarmería es “engañar a la sociedad”. Desde el Cels, en cambio, se concluyó que “escindir un operativo de seguridad, que en este caso implicó la ocupación de un territorio, de las consecuencias que pueda tener para la integridad y la vida de las personas es un antecedente grave que legitima ese tipo de intervención estatal en los conflictos. El Estado tiene la obligación de investigar exhaustivamente todas las hipótesis que puedan haber conducido a la muerte de Santiago en el marco de una represión. Sin embargo, desde agosto de 2017 su principal ocupación es desligarse de su obligación de hacerlo y atacar a las víctimas” https://www.cels.org.ar/web/2018/11/sobre-el-cierre-de-la-investigacion-de-la-muerte-de-santiago-maldonado/. Para una contra-narración constituida desde los propios territorios en los que se realizaron algunos de los fusilamientos más recientes como el de Rafael Nahuel, activista mapuche asesinado por la espalda el 25 de noviembre de 2017 por las fuerzas represivas del Estado y de Juan Pablo Kukoc, joven de 18 años que acababa de robar una cámara de foros, a manos del policía Luis Chocobar (realzado como héreo y ejemplo doctrinario por parte del gobierno de Macri y de los grandes medios de comunicación) en diciembre del 2017,resulta particularmente valioso el trabajo realizado por Daniel Zelco cuyo proyecto “Reunión” ha recogido una conversación con Lof Lafken Winkul Mapu de 2019, o el testimonio de su madre Ivone Kukoc en Juan Pablo por Ivonne, El contra-relato de la doctrina Chocobar. En todos los casos Zelco transcribe testimonios y los arropa con voces aliadas para producir sentidos resistentes en medio del horror.

 

[6] Victoria Basualdo y Diego Morales coordinadores, La tercerización laboral, orígenes, impacto y claves para su análisis en América Latina; Ed. SXXI, Bs-As, 2014

 

[7] Las palabras finales del libro pertenecen a Alberto Santillán. Allí, el padre de Darío escribe la siguiente frase: “Esa fusión que existe entre padre e hijo en una causa nos hace amarnos más todavía”. Es difícil dejar pasar la asociación de esta “fusión”, con aquellas líneas que el filósofo Spinoza escribía a su amigo Peter Ballig que acababa de perder a su hijo: “un padre ama tanto a su hijo que él y su querido hijo son casi una y la misma cosa” al punto que “el padre, por la unión que hay entre él y su hijo, es parte de este último”. Santillán afirma: “Darío estaba en el camino que todos teníamos que haber estado”.

 

[8] A partir del estudio de la revolución francesa y rusa Alejandro Horowicz afirma que la emergencia de un doble poder ocurre con la emergencia en plena crisis de una clase que aspira a formar mayorías y a conquistar los medios para consolidarla. El doble poder supone por tanto la alteración de la “gramática histórica” e introduce una tensión temporal que sólo se resuelve favorablemente si la clase que ha generado la autoridad para convocar una mayoría de nuevo tipo resulta capaz de consolidarla y de traducirla en términos de poder efectivo. Ver al respecto Alejandro Horowicz, El huracán rojo, de Francia a Rusia 1789/1917, Crítica, Buenos Aires, 2018. La lectura del libro Darío Santillán, el militante que puso el cuerpo, permite hipotetizar que el razonamiento represivo último descansaba en un sentimiento de temor y desafío de que la rebelión piquetera ganara prestigio (autoridad) y grados de organización (consolidación de poder).

 

[9] Para la segunda conmemoración de la masacre de Avellaneda el nuevo presidente recibió en la Casa Rosada a los compañeros de Darío y Maxi con palabras que uno de ellos recuerda así: “Ustedes son los compañeros de Santillán. Vi un video donde habla el muchacho ese: un militante muy formado, un cuadro, terrible lo que sucedió”. El video en cuestión mostraba a Darío Santillán en un piquete durante febrero de 2002. Según cuentan los autores del libro, los militantes piqueteros salieron satisfechos de aquella reunión por haber sido recibidos “como interlocutores legítimos del problema social”. ¿De qué índole fue el interés de Kirchner por Santillán y sus compañerxs? Maquiavelo sugería al príncipe nuevo “aprender a no ser bueno”, porque aquel que solo busca ser amado carece de otros recursos indispensables para conservar el poder ante la inevitable mutación de los tiempos: el saber político incluye el de la apariencia. ¿Se trataba, entonces, de una teatralización o bien de una humana conmoción ante aquella tragedia que se sumaba a la serie del horror nacional? Tal distinción no es asunto simple, porque la dimensión teatral del político se funda en la distancia interior que el actor es capaz de establecer con respecto a las pasiones que comunica. Sin embargo, una semana después del asesinato de Mariano Ferreyra fallecía Néstor Kirchner y su hijo Máximo declaraba fuera de todo cálculo de apariencia que «la bala que mató a Mariano Ferreyra rozó el corazón de mi padre». En torno a la naturaleza de esta relación entre Néstor Kirchner y el movimiento social se preguntaba Rozitchner en el año 2009 “¿cómo Kirchner que tuvo el coraje de desfundar el fundamento homicida del estado, ese que está en la base de la castración de los partidos políticos vencidos, sin embargo se reduce luego a desenvolver su proyecto dentro de ese mismo espacio político que el terror había limitado? ¿Era solo dramatización teatral de la tragedia argentina, que se agotó en la representación política?”. La pregunta de Rozitchner es metodológica y apunta a extraer consecuencias activas de aquel histórico “proceda” con el cual el entonces presidente Kirchner ordenaba -allá por mayo de 2004- al jefe del ejército descolgar los cuadros de los generales dictadores Videla y Bignone del Colegio Militar. Si aquel acto suponía enfrentar el terror como fundamento del poder deslindando la relación de complicidad entre el político y el militar asesino presente en buena parte de la historia del país, su “consecuencia necesaria” era, para Rozitchner, una profundización de esa gestualidad de cara a “la permanencia del terror por otro medios, sobre todo en la economía y los medios de comunicación”. El modo de preguntar de Rozitchner, “¿no era esa la consecuencia necesaria de su primer acto político?”, capta las ambivalencias y límites a atravesar de cualquier política que se proponga profundizar en y desde democracia afrontando obstáculos que lo político no siempre se atreve a plantear. Ver en León Rozitchner “Cuando el pueblo no lucha la filosofía no piensa”, entrevista a León Rozitchner en Colectivo Situaciones, Conversaciones en el impasse, dímelas políticos del presente, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires 2009.

Notas sobre Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa, de Chitarroni (Ed. Firmamento, 2022) // Manuel Ignacio Moyano

Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados.

Roberto Arlt, «Prólogo» a Los lanzallamas

 

  1. Hay que ser poco inteligente, bastante obvio, hay que posar de pobre y hacerlo mal, como si se montara una falsa oposición, letrado/iletrado, que hace aguas por todas partes, para comenzar con tal epígrafe de Arlt una serie de notas sobre Chitarroni y su Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa. Por suerte esto no es un autoexamen. Simplemente son notas de lectura. Quizás ni eso. Notas sobre un libro, nada más.
  2. Ni una pizca de plebeyismo en la novela inconclusa. Se agradece.
  3. Porque no es por los bordados donde pasa el libro, sino por los desbordes. Los hilos sueltos o los flecos que en otra época podrían haber estado de moda. La vestimenta es parte del texto, también las maneras de fumar en el salón literario. En Chitarroni, los desbordes no son briosos. Casi relajados, sin prisa ni intención. De paseante. No los de un cross a la mandíbula.
  4. Borges afirmó: «Presuponer que toda recombinación de elementos es obligatoriamente inferior a su original, es presuponer que el borrador 9 es obligatoriamente inferior al borrador H —ya que no puede haber sino borradores. El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio.»
  5. Chitarroni no es un tipo religioso, definitivamente no lo es. Con lo cual uno está tentado en caer en esa pregunta indecente, la retórica, y preguntarse «¿qué novela no es inconclusa?»
  6. Pero el autor, sin religión —no religa—, sí parece ejercer un cansancio elegante. El de quien ve lo inconcluso como definición. Me acuerdo ahora, por conexión insólita, la frase final de Daniel Guebel sobre Héctor Libertella: «la perfección de lo inconcluso» (se lee en Mis escritores muertos). Chitarroni corresponde: «Y sigamos aspirando —como Duchamp, como Leonardo— al borrador, al borrador definitivo» (p. 208)
  7. Hay que seguir aspirando.
  8. El borde se pliega y deshace: todo texto es definitivo en su inconclusión.
  9. Dado que estoy escribiendo un libro sobre Wilcock, leo a Chitarroni en la lectura iniciática que largó sobre una de las mitologías más estrictas de la literatura argentina. La de un Juan Rodolfo quen se exilia y escribe afuera de la lengua nacional. «Los herederos pobres de Sur», larga el autor de Peripecias del no en aquel mítico artículo en el N° 3 de Sitio —la revista que recuperó a Wilcock para la delgada década de los 80. «Sur» es ahí la revista de Victoria Ocampo y tantos más, pero suena más allá de ese referente. Los herederos pobres: ¿aristocracia que compensa su pobreza del culo del mundo con ironías de otra locación?
  10. «¿qué tiene que hacer Wilcock no sólo en el reiterado espacio de SITIO, donde cabría la justificación ya que somos —han dicho— los herederos pobres de Sur, sino, ay, en el panorama actual que observamos los que nos ocupamos de estas cosas?», es la retórica completa de la cita.
  11. La sutileza de la ironía consiste en poner en boca de los detractores las propias ridiculeces.
  12. «Chitarroni, uno de los grandes ironistas contemporáneos en lengua española», dice la contratapa de la edición española de Firmamento de 2022. La argentina es de 2006 y salió por Interzona. La novela se cierra marcando el período de redacción con las fechas 1997-2003.
  13. Una sutileza todavía mayor del ironista es quedarse, y dejar a los detractores, sin referente: ironías de nada. Hilos sueltos. Trama ausente. Libro descosido y cosas al estilo. Etcétera. Un «etcétera» pronunciado en tono irónico, casi con un suspiro de jazmín.
  14. Laiseca responde desde Los sorias: «Ese etcétera que todos pronuncian sin ver su interior, sellado con planchas de plomo, inatravesable por los rayos acásicos, indescifrable.»
  15. El problema de los grandes ironistas es que cuando los leés, te dejan en pose de ironista. Y ahí entraste a la trampa. La mejor manera de desactivar una ironía es tomarla al pie de la letra. Tomarla en serio. Probemos.
  16. ¿Herederos pobres? Pág. 164: «Vimos los ojos serios de un niño grande que sonreía mostrando encías sin dientes y una canasta vacía. Luini comentó cuánto más variada y lujosa es la pobreza que la riqueza, distinta y peculiar en cualquier sitio, mientras la primera se imita a sí misma a partir de unos pocos honestos y precursados modelos. Dio ejemplos, para colmo (el castillo, el museo, el oasis)…»
  17. En la contratapa, se lee también: «Peripecias del no es la resistencia última de un escritor a la desaparición de lo que considera literatura. (…) Chitarroni escribe tocando el límite extremo, exterior, extemporáneo, de la ficción» La firma es de Beatriz Sarlo, el lugar de la cita extraída es Punto de vista.
  18. Revistas argentinas: también de eso va la novela inconclusa.
  19. Se podría leer Peripecias del no a contrapelo de Black out, de María Moreno. Y después esperar, solamente para ver qué pasa.
  20. Vale la observación de Freud a Fliess: el castigo de quien escribe es tener que leer. De manera invertida, dado que la escritura y la lectura son actividades reversibles, se podría sugerir que el castigo de quien lee es tener que escribir. Chitarroni parece estar ahí. Desganado, por exceso de lectura. Y también sus ironías pueden entronarse ahí mismo, como quien se ironiza a sí por tener que escribir de tanto leer.
  21. Hay tres movimientos generales: jugar al malentendido en una alusión permanente a sobreentendidos (para reírse del common reader); abundar en nombres, seudónimos y anagramas de autor que se sustraen a todo entendimiento (para reírse de los lectores entendidos); sustraer todo eso a la legibilidad y dejar al afán de cotillas sin su alimento diario (acá ya nadie ríe o quizás lo hace solamente un texto ilegible, como si la literatura fuera la posibilidad anónima de carcajear sobre las miserias del campo literario, local y global, del autor y de la obra, de los amigos y de los socios de un negocio de no muy alto rédito).
  22. ¿Era necesario, entonces, aclarar el chiste? Pág. 233: «No hay núcleo narrativo en estos relatos breves, hay un destello informativo, referencial o alusivo, sólo eso. Y es que no se trata de una novela fácil. Y más no se puede simplificar (sin que cambie de naturaleza).»
  23. Chitarroni publica en 1995 otro breve texto sobre Wilcock. «Rodolfo Sexto» lo titula y relata un encuentro de N. U. con Wilcock. «N. U. (el secreto de su identidad es de wilcockiana importancia) lo conoció en el exilio, fuera de casa.» Siendo el responsable directo de la edición de los libros en Argentina, que aún no se habían traducido al español, uno hubiera esperado encontrar el qué de ese encuentro. No. La demanda queda frustrada.
  24. El N. U. de aquel artículo, después de leer Peripecias del no, evidentemente es Nicasio Urlihrt, legible anagrama de Luis Chitarroni, que fluctúa sin cesar en la novela inconclusa. Lo que ese anagrama de autor desea del argentino exiliado es precisamente una anécdota. «¿Quién era yo? Cualquiera tratando de seguir el ritmo de su paso a sus espaldas. Yo no sabía qué pedirle, aunque él supiera. Sí: una anécdota.» Y es precisamente la anécdota lo que se elide en la narración de ese mítico encuentro.
  25. Patricio Pron aclara en el Prólogo de la edición española respecto a la revista literaria que parece aglutinar los trazos sueltos y repetidos de la novela: «Ágrafa es, por supuesto, Babel, la revista que Chitarroni creó junto a Daniel Guebel, Sergio Bizzio, Alan Pauls, Sergio Chejfec y Martín Caparrós. […] Pero el libro no es una historia de esa revista, sino más bien un ejercicio sistemático de ocultamiento de esa historia».
  26. Ocultar la historia, evadir la anécdota, vaciarla en su proliferación de nombres, vaguedades, juegos y algunas cosas más. Como se ironiza en más de un momento, cosa de «escritores sin historias». O más bien de escritores que ocultan historias.
  27. Héctor Libertella sugiere en más de una ocasión, Apócrifo significa «yo oculto». Sería una forma de leer a Chitarroni. Tramarlo como su propio apócrifo, una literatura del yo oculto (historias).
  28. Pero las historias, lamentablemente, no tienen fin. Esa es la marca tragicómica que habría que leer post-Babel.
  29. Volver a la fuerza del mito como motor negro de la cadena de historias y sus desbordes. El yo ya fue. La mitología vence. Se cierran los noventa y renacen los miticistas recargados de aventuras. Hay siglo XXI y eso es un hecho inquietante. Con la nostalgia no alcanza.
  30. Querido Maestro: tache con una estilográfica la nota anterior.

Multitud y principio de individuación // Paolo Virno

Las formas de vida contemporáneas atestiguan la disolución del concepto de «pueblo» y de la renovada pertinencia del concepto de «multitud». Estrellas fijas del gran debate del siglo XVII, y, hallándose en el origen de una buena parte de nuestro léxico ético-político, estos dos conceptos se sitúan en las antípodas el uno del otro. El «pueblo» es de naturaleza centrípeta, converge en una voluntad general, es el interfaz o el reflejo del Estado; la «multitud» es plural, huye de la unidad política, no firma pactos con el soberano, no porque no le relegue derechos, sino porque es reacia a la obediencia, porque tiene inclinación a ciertas formas de democracia no representativa. En la multitud, Hobbes verá el mayor peligro para el aparato del Estado («Los ciudadanos, cuando se rebelan contra el estado, representan a la multitud contra el pueblo.» Hobbes, 1652: XI, I y XII, 8). Spinoza descubrirá precisamente ahí, en la multitud, la raíz de la libertad. Desde el siglo XVII, y casi sin excepciones, es el «pueblo» quien la obtiene y gestiona. La existencia política de las múltiples, en tanto que múltiples, fue apartada del horizonte de la modernidad: no sólo por los teóricos del Estado absolutista, sino también por Rousseau, por la tradición liberal y por el propio movimiento socialista. Sin embargo, hoy la multitud se desquita al caracterizar todos los aspectos de la vida social: los hábitos y la mentalidad del trabajo posfordista, los juegos de lenguajelas pasiones y los afectos, las formas de concebir la acción colectiva. Cuando constatamos este desquite, es necesario evitar al menos dos o tres necedades. No es que la clase obrera se haya disipado con arrobo para dejar sitio a las «múltiples», sino más bien, y la cosa resulta mucho más complicada y mucho más interesante, que los obreros de hoy en día, permaneciendo obreros, no tienen la fisonomía del pueblo, pero son el ejemplo perfecto del modo de ser de la multitud. Además, afirmar que las «múltiples» caracterizan las formas de vida contemporánea, no tiene nada de idílico: la caracterizan tanto para bien como para mal, tanto en el servilismo como en el conflicto. Se trata de un modo de ser, diferente del modo de ser «popular», es cierto, pero, en sí, no desprovisto de ambivalencia, con una dosis de venenos específicos.

La multitud no aparta con gesto de travieso la cuestión del universal, de lo que es común, compartido: la cuestión del Uno; más bien la redefine por completo. Tenemos, para empezar, una inversión del orden de los factores: el pueblo tiende hacia el Uno, las «múltiples» se derivan del Uno. Para el pueblo, la universalidad es una promesa; para las «múltiples», es una premisa. Cambia también la propia definición de lo que es común, de lo que se comparte. El Uno alrededor del cual gravita el pueblo es el Estado, el soberano, la voluntad general; el Uno que la multitud tiene tras de sí es el lenguaje, el intelecto como recurso público e interpsíquico, las facultades genéricas de la especie. Si la multitud huye de la unidad del Estado, es solamente porque comunica con un Uno diferente, preliminar antes que concluso. Y es sobre esta correlación que hay que preguntarse más en profundidad.

La aportación de Gilbert Simondon, filósofo muy querido por Deleuze, sobre esta cuestión es muy importante. Su reflexión trata de los procesos de individuación. La individuación, esto es, el paso del bagaje psicosomático genérico del animal humano a la configuración de una singularidad única es, quizá, la categoría que, más que ninguna otra, le es inherente a la multitud. Si prestamos atención a la categoría de pueblo, veremos que se refiere a una miríada de individuos no individualizados, es decir, comprendidos como sustancias simples o átomos solipsistas. Justo porque constituyen un punto de partida inmediato, antes que el resultado último de un proceso lleno de imprevistos, tales individuos tienen la necesidad de la unidad/universalidad que proporciona la estructura del Estado. Por el contrario, si hablamos de la multitud, ponemos precisamente el acento en la individuación, o en la derivación de cada una de las «múltiples» a partir de algo de unitario/universalSimondon, al igual que, por otras razones, el psicólogo soviético Lev Semenovitch Vygotski y el antropólogo italiano Ernesto de Martino, han llamado la atención sobre parecida desviación. Para estos autores, la ontogénesis, es decir, las fases del desarrollo del «yo» [je] singular, es consciente de sí misma, es la philosophia prima, único análisis claro del ser y del devenir. Y la ontogénesis es philosofia prima precisamente porque coincide en todo y para todo con el «principio de individuación». La individuación permite modelar una relación Uno/múltiples diferente de la que se esbozaba un poco antes (diferente de la que identifica el Uno con el Estado). Se trata, así, de una categoría que contribuye a fundar la noción ético-política demultitud.

Gaston Bachelard, epistemólogo entre los más grandes del siglo veinte, ha escrito que la física cuántica es un «sujeto gramatical» en relación al cual parece oportuno emplear los más heterogéneos predicados filosóficos: si a un problema singular se adapta bien un concepto filosófico, en otro puede convenir, por qué no, un plano de la lógica hegeliana o una noción extraída de la psicología gestaltista. Del mismo modo, la manera de ser de la multitud ha de calificarse con atributos que se encuentran en contextos muy diferentes, a veces incluso exclusivos entre ellos: Reparemos, por ejemplo, en la antropología filosófica de Gehlen (indigencia biológica del animal humano, falta de un «medio» [milieu] definido, pobreza de los instintos especializados; en las páginas de Ser y Tiempo consagradas a la vida cotidiana (habladurías, curiosidad, equívoco, etc.); en la descripción de los diversos juegos de lenguaje efectuados por Wittgenstein en las Investigaciones filosóficas. Ejemplos todos discutibles. Por el contrario, incontestablemente, dos tesis de Simondon son absolutamente importantes en tanto que «predicados» del concepto de multitud: 1) el sujeto es una individuación siempre parcial e incompleta, consistente más bien en los rasgos cambiantes de aspectos pre-individuales y de aspectos efectivamente singulares; 2) la experiencia colectiva, lejos de señalar su desintegración o eclipse, persigue y afina la individuación. Si olvidamos otras muchas consideraciones (incluida la cuestión, evidentemente central, de cómo se realiza la individuación, según Simondon) vale aquí la pena concentrarse en estas tesis, en tanto que contrarias a la intuición, e incluso escabrosas.

Pre-individual

Volvamos al comienzo. La multitud es una red de individuos. El término «múltiples» indica un conjunto de singularidades contingentes. Estas singularidades no son, sin embargo, una circunstancia sin nombre, sino, por el contrario, son el resultado complejo de un proceso de individuación. Resulta evidente que el punto de partida de toda verdadera individuación es algo aún no individual. Lo que es único, no reproducible, pasajero, proviene, de hecho, de lo que es más indiferenciado y genérico. Las características particulares de la individualidad arraigan en un conjunto de paradigmas universales. Ya hablar de principium individuationis significa postular una inherencia extremadamente sólida entre lo singular, y una forma u otra de potencia anónima. Lo individual es tal, no porque se sostenga en el límite de lo que es potente, como un zombie exangüe y rencoroso, sino porque es potencia individuada; y es potencia individuada porque es tan sólo una de las individuaciones posibles de la potencia.

Para establecer lo que ha precedido a la individuación, Simondon emplea la expresión, bien poco críptica, de realidad pre-individual. A cada una de las «múltiples» le es familiareste polo antitético. Pero, ¿qué es exactamente lo pre-individual? Simondon escribe: «Se podría llamar naturaleza a esta realidad pre-individual que el individuo lleva consigo, tratando de encontrar en la palabra naturaleza el significado que le daban los filósofos presocráticos: los Fisiólogos jónicos encontraban ahí el origen de todas las especies de ser, anterior a la individuación: la naturaleza es realidad de lo posible que, bajo las especies de este apeirón del que habla Anaximandro, hace surgir toda forma individuada; la Naturaleza no es lo contrario del Hombre, sino la primera fase del ser, siendo la segunda la oposición entre el individuo y el entorno [milieu]». Naturaleza, apeirón(indeterminado), realidad de lo posible, ser aún desprovisto de fases; podríamos continuar con diferentes variaciones sobre el tema. Sin embargo, aquí parece oportuno proponer una definición autónoma de lo «pre-individual», no contradictoria respecto de la de Simondon, sino independiente de ella. No es difícil reconocer que, bajo la misma etiqueta, existen contextos y niveles muy diferentes.

Lo pre-individual es, en primer lugar, la percepción sensorial, la motricidad, el fondo biológico de la especie. Es Merleau-Ponty, en su Phénoménologie de la perception, quien observa que «Yo no tengo más consciencia de ser el verdadero sujeto de mi sensación que [la que tengo] de mi nacimiento o de mi muerte» (Merleau-Ponty, 1945, p.249). Y también: «La visión, el oído, tocar, con sus campos que son anteriores y permanecen extraños a mi vida personal» (Merleau-Ponty, 1945, p. 399). La sensación escapa a la descripción en primera persona: cuando percibo, no es un individuo singular quien percibe, sino la especie como tal. A la motricidad y a la sensibilidad se le añaden tan solo el pronombre anónimo «se»: se ve, se oye, se experimenta placer o dolor. Es cierto que la percepción tiene a veces una tonalidad autorreflexiva: basta con pensar en tocar, en ese tocar que es también siempre ser tocado por el objeto que se manipula. Quien percibe se percibe a sí mismo avanzando hacia la cosa. Pero se trata de una autorreferencia sin individuación. Es la especie quien se auto-percibe de la conducta, y no una singularidad autoconsciente. Nos equivocamos si identificamos, si vemos relación entre dos conceptos independientes, si mantenemos que ahí en donde hay auto-reflexión podemos también constatar una individuación; o, inversamente, que si no hay individuación ya no podemos hablar de autorreflexión.

Lo pre-individual, en un nivel más determinado, es la lengua histórico-natural de su propia comunidad de pertenencia. La lengua es inherente a todos los locutores de la comunidad dada, como lo es un «medio» [milieu] zoológico o un líquido amniótico, a un tiempo envolvente e indiferenciado. La comunicación lingüística es intersubjetiva y existe mucho antes de que se formen verdaderos «sujetos» propiamente dichos: está en todos y en nadie, para ella también reina lo anónimo «se»: se habla. Es sobre todo Vygotski quien ha señalado el carácter pre-individual, o inmediatamente social, de la locución humana: el uso de la palabra, primeramente es inter-psíquico, es decir, público, compartido, impersonal. Contrariamente a lo que pensaba Piaget, no se trata de evadirse de una condición original autista (es decir, hiperindividual, tomando la vía de una socialización progresiva; al contrario, lo esencial de la ontogénesis consiste, para Vygotski, en el paso de una socialidad completa a la individuación del ser hablante: «el movimiento real del proceso de desarrollo del pensamiento del niño no se realiza de lo individual a lo socializado, sino de lo social a lo individual» (Vygotski, 1985). El reconocimiento del carácter pre-individual («inter-psíquico») de la lengua posibilita que de algún modo Vigotski se anticipe a Wittgenstein en la refutación de «un lenguaje privado», del tipo que sea. Por otro lado, y es lo que aquí más importa, eso le permite inscribirse en la corta lista de pensadores que han tratado la cuestión del principium individuationis. Tanto para Vygotski como para Simondon, la «individuación psíquica» (es decir, la construcción del Yo [Moi] consciente) sobreviene en el terreno lingüístico, y no en el de la percepción. En otros términos: en tanto que lo pre-individual inherente a la sensación parece destinado a permanecer por siempre tal cual es, lo pre-individual que corresponde a la lengua es susceptible de una diferenciación interna que desemboca en la individualidad. No se tratará, aquí, de examinar de manera crítica el modo en que para Vygoski y para Simondon se realiza la singularización del ser hablante; y menos aún de añadir hipótesis suplementaria alguna. Lo importante es únicamente establecer la diferencia entre el dominio perceptivo (bagaje biológico sin individuación) y el dominio lingüístico (bagaje biológico como base de la individuación).

Finalmente, lo pre-individual es la relación de producción dominante. En el capitalismo desarrollado, el proceso de trabajo requiere las cualidades de trabajo más universales: la percepción, el lenguaje, la memoria, los afectos. Roles y funciones, en el marco del posfordismo, coinciden profundamente con la «existencia genérica», con el Gattungswesendel que hablan Feuerbach y el Marx de los Manuscritos económico-filosóficos a propósito de las facultades más elementales del género humano. El conjunto de las fuerzas productivas es, ciertamente, pre-individual. No obstante, el pensamiento tiene una importancia particular entre esas fuerzas; atención: el pensamiento objetivo, sin relación con tal o tal «yo» [moi] psicológico, el pensamiento del cual la verdad no depende del asentimiento de los seres singulares. Respecto a esto, Gottlob Frege ha utilizado una fórmula quizá poco hábil, pero que no carece de eficacia: «pensamiento sin soporte» (cf. Frege, 1918). Por el contrario, Marx ha forjado la célebre y controvertida expresión de General intellect, intelecto general: el General intellect (es decir, el saber abstracto, la ciencia, el conocimiento impersonal) es también el «principal pilar de la producción de riqueza», ahí en donde por riqueza debemos entender aquí y ahora, plusvalía absoluta y relativa. El pensamiento sin soporte General intellect deja su huella en el «proceso vital de la propia sociedad» (Marx, 1857-1858), al instaurar jerarquías y relaciones de poder. Resumiendo: es una realidad pre-individual históricamente cualificada. Sobre este punto no vale la pena insistir más; únicamente retener que a lo pre-individual perceptivo y a lo pre-individual lingüístico es necesario añadirle un pre-individual histórico.

Sujeto anfibio

El sujeto no coincide con el individuo individuado sino contiene en sí, siempre, una cierta proporción irreductible de realidad pre-individual; es un precipitado inestable, algo compuesto. Es ésta la primera de las dos tesis de Simondon sobre la cual quisiera llamar la atención. «Existe en los seres individuados una cierta carga de indeterminado, esto es, de realidad pre-individual, que ha pasado a través de la operación de individuación sin ser efectivamente individuada. Podemos llamar naturaleza a esta «carga de indeterminado» (Simondon, 1989, p. 210). Es completamente falso reducir el sujeto a lo que es, en él, singular: «el nombre de individuo es abusivamente dado a una realidad mucho más compleja, la del sujeto completo, que comporta en él, además de la realidad individuada, un aspecto inindividuado, pre-individual, natural. » (Simondon, 1989, p. 204).

Lo pre-individual es percibido ante todo como una suerte de pasado no resuelto: la realidad de lo posible, de donde surge la singularidad bien definida, persiste aún en los límites de esta última: la diacronía no excluye la concomitancia. Por otro lado, lo pre-individual, que es el tejido íntimo del sujeto, constituye el medio [milieu] del individuo individuado. El contexto (perceptivo, lingüístico o histórico) en el cual se inscribe la experiencia del individuo singular es, en efecto, una componente intrínseca (si se quiere, interior) del sujeto. El sujeto no es un entorno [milieu], sino que es, para una cierta parte de él mismo (la no individuada) su entorno [milieu]. De Locke a Fodor, los filósofos que desatienden la realidad pre-individual del sujeto, ignorando, así, lo que en él es medio [milieu], están avocados a no encontrar vía de tránsito entre «interior» y «exterior», entre el Yo [Moi] y el mundo. De ese modo se entregan al error que denuncia Simondon: asimilar el sujeto al individuo individuado.

La noción de subjetividad es anfibia: el «Yo hablo» cohabita con el «se habla», lo que no podemos reproducir está estrechamente mezclado con lo recursivo y con lo serial. Más precisamente: en el tejido del sujeto se encuentran, como partes integrantes, la tonalidad anónima de lo que es percibido (la sensación en tanto que sensación de la especie), el carácter inmediatamente inter-psíquico o «público» de la lengua materna, la participación en el General intellect impersonal. La coexistencia de lo pre-individual y de lo individuado en el seno del sujeto está mediado por los afectos; emociones y pasiones señalan la integración provisional de los dos aspectos, pero también su eventual desapego: no faltan crisis, ni recesiones ni catástrofes. Hay miedo, pánico o angustia cuando no se sabe componer los aspectos pre-individuales de su propia experiencia con los aspectos individuados: «En la angustia, el sujeto se siente existir como problema traído por él mismo, y siente su división en naturaleza pre-individual y en ser individuado. El ser individuado es aquí y ahora, y este aquí y este ahora impiden a una infinidad de otros aquí y ahora venir a la luz; el sujeto toma consciencia de él mismo como naturaleza, como indeterminado (apeirón) que nunca podrá actualizarse hic et nunc, que no podrá jamás vivir» (Simondon, 1989, p. 111). Hay que constatar aquí una extraordinaria coincidencia objetiva entre el análisis de Simondon y el diagnóstico sobre los «apocalipsis culturales» propuesto por Ernesto de Martino. El punto crucial, tanto para de Martino como para Simondon, reside en el hecho de que la ontogénesis, es decir, la individuación, no está garantizada de una vez por todas: puede regresar sobre sus pasos, fragilizarse, estallar. El «Yo pienso», además del hecho de que posea una génesis azarosa, es parcialmente retráctil, está desbordado por lo que le supera. Para de Martino, lo pre-individual parece, a veces, inundar la singularidad: esta última es como aspirada en el anonimato del «se». Otras veces, de manera opuesta y simétrica, nos fuerza en vano a reducir todos los aspectos pre-individuales de nuestra experiencia a la singularidad puntual. Las dos patologías –»catástrofes de la frontera yo-mundo en las dos modalidades de la irrupción del mundo dentro del ser-ahí y del reflujo del ser-ahí en el mundo» (E. de Martino, 1977) –son solamente los extremos de una oscilación que, bajo formas más contenidas es, sin embargo, constante y no suprimible.

Con demasiada frecuencia el pensamiento crítico del siglo veinte (pensamos en particular en la escuela de Francfort) ha entonado una cantinela melancólica acerca del supuesto alejamiento del individuo con respecto a las fuerzas productivas y sociales, así como con respecto a la potencia inherente a las facultades universales de la especie (lenguaje, pensamiento, etc.). La desgracia del ser singular ha sido atribuida precisamente a este alejamiento o a esta separación. Una idea sugestiva, pero falsa. Las «pasiones tristes», por decirlo con Spinoza, surgen más bien de la proximidad máxima, e incluso de la simbiosis, entre el individuo individuado y lo pre-individual, ahí en donde esta simbiosis se presenta como desequilibrio y desgarro. Para bien y para mal, la multitud muestra la mezcla inextricable de «yo» [je] y de «se», singularidad no reproducible y anónima de la especie, individuación y realidad pre-individual. Para bien: al tener cada una de las «múltiples» tras de sí el universal, a modo de premisa o de antecedente, no tiene la necesidad de esta universalidad postiza que constituye el Estado. Para mal: cada una de las «múltiples», en tanto que sujeto anfibio, puede siempre distinguir una amenaza en su propia realidad pre-individual, o al menos una causa de inseguridad. El concepto ético-político de multitud se funda tanto sobre el principio de individuación como sobre su incomplitud constitutiva.

Marx, Simondon, Vygotski: el concepto de «individuo social».

En un pasaje célebre de losGrundrisse (que se titula «Fragmento sobre las máquinas»), Marx designa al «individuo social» como al verdadero protagonista de cualquier transformación radical del estado de las cosas presentes (cf. Marx, 1857-1858). En un primer momento, el «individuo social» se parece a un oximoro coqueto, a la unidad desaliñada de los contrarios; en suma, a un manierismo hegeliano. Es posible, por el contrario, tomar este concepto al pie de la letra, hasta convertirlo en un instrumento de precisión, para hacer que resurgan formas de ser, las inclinaciones y las formas de vida contemporáneas. Pero ello es posible, en buena medida, justamente gracias a la reflexión de Simondon y de Vytgoski sobre el principio de individuación.

En el adjetivo «social» hay que reconocer los trazos de esta realidad pre-individual que, según Simondon, pertenece a todos los sujetos. Como en el sustantivo «individuo», reconocemos la singularización advenida de cada componente de la multitud actual. Cuando Marx habla de «individuo social», se refiere a la intrincación entre «existencia genérica» ( Gattungswesen) y experiencia no reproducible, que es la marca de la subjetividad. No es por azar que el «individuo social» aparece en las mismas páginas de losGrundrisse en las que se introduce la noción de Generall intellect, de un «intelecto general» que constituye la premisa universal (o pre-individual), así como la partitura común para los trabajos y los días de las «múltiples». La parte social del «individuo social» es, sin ninguna duda, el general intellect , o bien, con Frege, el » pensamiento sin soporte «. Sin embargo, no sólo: consiste también en el carácter de conjunto inter-psíquico, es decir, público, de la comunicación humana, puesto de relieve muy claramente por Vygotski. Además, si traducimos correctamente «social» por «pre-individual», tendremos que reconocer que el individuo individuado del que habla Marx se perfila también sobre un fondo de percepción sensorial anónimo.

En sentido fuerte son sociales tanto el conjunto de las fuerzas productivas históricamente definidas como el bagaje biológico de la especie. No se trata de una conjunción extrínseca, o de una simple superposición: el capitalismo plenamente desarrollado implica la plena coincidencia entre las fuerzas productivas y los dos otros tipos de realidad pre-individual (el «se percibe» y el «se habla»). El concepto de fuerza de trabajo permite ver esta fusión perfecta: en tanto que capacidad física genérica y capacidad intelectual–lingüística de producir, la fuerza de trabajo es, decididamente, una determinación histórica, pero contiene en sí misma, completamente, ese apeirón, esa naturaleza no individuada de la que habla, así como el carácter impersonal de la lengua, que Vygotski ilustra en varios lugares. El «individuo social» marca la época en la cual la cohabitación entre singular y pre-individual deja de ser una hipótesis eurística, o un presupuesto oculto, para devenir fenómeno empírico, verdad arrojada a la superficie, estado de hecho pragmático. Se podría decir: la antropogénesis, esto es, la constitución misma del animal humano, llega a manifestarse en el plano histórico-social, deviene finalmente visible, al descubierto, conoce una suerte de revelación materialista. Lo que se llama «las condiciones trascendentales de la experiencia», en lugar de permanecer ocultas tras el telón, se presentan en primer plano, y, lo que es más importante, devienen ellas también objetos de experiencia inmediata.

Una última observación, aparentemente marginal. El «individuo social» incorpora las fuerzas productivas universales, no obstante declinarlas según modalidades diferenciadas y contingentes; al contrario, está efectivamente individuado justo porque les da una configuración singular al convertirlas en una constelación muy especial de conocimientos y de afectos. Es por esto que, toda tentativa de circunscribir al individuo por la negativa, fracasa: no es la amplitudde lo que en él se excluye lo que llega a caracterizarlo, sino la intensidad de lo que converge. Y no se trata de un positividad accidental, desajustada y, finalmente, inefable (dicho sea de paso, nada es más monótono y menos individual que lo inefable). La individuación se acompaña de la especificación progresiva, así como por la especificación excéntrica de reglas y de paradigmas generales: no es el agujero de la red, sino el punto en que las mallas están más apretadas. A propósito de la singularidad no reproducible, podría hablarse de un plusvalor de legislación. Para decirlo con la fraseología de la epistemología, las leyes que cualifican lo individual no son ni «aserciones universales» (es decir, válidas para todos los casos de un conjunto homogéneo de fenómenos) ni «aserciones existenciales» (revelaciones de datos empíricos fuera de cualquier realidad o de un esquema conectivo); se trata más bien de verdaderas leyessingulares. Leyes, porque dotadas de una estructura formal comprenden virtualmente una «especie» entera; singulares, en tanto reglas de un solo caso, no generalizables. Las leyes singulares representan lo individual con la precisión y la transparencia en principio reservadas a una clase «lógica»; pero, atención, una clase de un solo individuo.

Llamamos multitud al conjunto de los «individuos sociales». Hay una suerte de encadenamiento semántico precioso entre la existencia política de las múltiples en tanto quemúltiples, la vieja obsesión filosófica en torno alprincipium individuationis y la noción marxiana de «individuo social» (descifrada, con ayuda de Simondon, como la mezcla inextricable de singularidad contingente y de realidad pre-individual.) Este encadenamiento semántico permite redefinir, desde su base, la naturaleza y las funciones de la esfera pública y de la acción colectiva. Una redefinición que echa abajo el canon ético-político basado en el «pueblo» y en la soberanía estática. Podría decirse –con Marx, pero lejos, y en oposición a una buena parte del marxismo– que la «sustancia de las cosas esperadas» se encuentra en el hecho de conceder el máximo de relieve y de valor a la existencia no reproducible de cada miembro singular de la especie. Por paradójico que eso pueda parecer, la teoría de Marx debería hoy día comprenderse como una teoría rigurosa, es decir, realista y compleja, del individuo. Así, como una teoría de laindividuación .

Lo colectivo de la multitud

Examinemos ahora la segunda tesis de Simondon. No tiene precedentes. Va al encuentro de la intuición, viola las convicciones arraigadas del sentido común (como, por lo demás, es el caso de muchos otros «predicados» conceptuales de la multitud). Habitualmente se considera que el individuo, desde el momento en que participa en un colectivo, debe de zafarse de algunas de sus características individuales, renunciando a ciertos signos distintivos que en él se entremezclan, y que son impenetrables. Parece que en lo colectivo la singularidad se diluye, que es hándicap, regresión. Pues bien, según Simondon, eso es una superstición: obtusa desde el punto de vista de la epistemología, y equívoca desde el punto de vista de la ética. Una superstición alimentada por quienes, tratando con desenvoltura elprocessus de individuación, suponen que el individuo es un punto de partida inmediato. Si, al contrario, admitimos que el individuo proviene de su opuesto, es decir, del universal indiferenciado, el problema de lo colectivo toma otro aspecto. Para Simondon, contrariamente a lo que afirma un sentido común disforme, la vida de grupo es el momento de una ulterior y más compleja individuación. Lejos de ser regresiva, la singularidad se pule y alcanza su apogeo en el actuar conjuntamente, en la pluralidad de voces; en una palabra, en la esfera pública.

Lo colectivo no perjudica, no atenúa la individuación, sino que la persigue, aumentando desmesuradamente su potencia. Esta continuación concierne a la parte de realidad pre-individual que el primer proceso de individuación no había logrado resolver. Simondon escribe: «No debemos hablar de tendencias del individuo que le llevan hacia el grupo, ya que hablar de estas tendencias no es hablar propiamente de tendencias del individuo en tanto que individuo: ellas son la no-resolución de los potenciales que han precedido a la génesis del individuo. El ser que precede al individuo no ha sido individuado sin más, no ha sido totalmente resuelto en individuo y medio [ milieu]; el individuo ha conservado con él lo pre-individual, y todo el conjunto de individuos tiene también una especie de fondo no estructurado a partir del cual una nueva individuación puede producirse» (Simondon, 1989, p.193). Y más adelante: «No es cierto que, en tanto individuos, los seres estén atados los unos a los otros en lo colectivo, sino en tanto que sujetos, es decir, en tanto que seres que contienen lo pre-individual» (Simondon, 1989, p. 205). El fundamento de grupo es el elemento pre-individual (se percibe,se habla, etc.) presente en cada sujeto. Pero en el grupo, la realidad pre-individual, intrincada en la singularidad, se individualiza, mostrando, a su vez, una particular fisionomía.

La instancia de lo colectivo es aún una instancia de individuación: lo que está en juego es dar una forma contingente e imposible de confundir con el apeirón (lo indeterminado), es decir, con la «realidad de lo posible» que precede a la singularidad; dar forma al universo anónimo de la percepción sensorial, al «pensamiento sin soporte » o general intellect. Lo pre-individual, inamovible en el interior del sujeto aislado, puede adquirir un aspecto singularizado en las acciones y en las emociones de las múltiples: Como un violoncelista que, interactuando dentro de un cuarteto con el resto de intérpretes, encuentra algo de su partitura que justo ahí se le había escapado. Cada una de las múltiples personaliza (parcial y provisoriamente) su propia componente impersonal a través de las vicisitudes características de la experiencia pública. Exponerse a la mirada de los otros, la acción política sin garantías, la familiaridad con lo posible y con lo imprevisto, la amistad y la enemistad, todo eso alerta al individuo y le permite, en cierta medida, apropiarse de este anónimo «on» del que proviene, para transformar el Gattungswesen, la «existencia genérica de la especie», en una biografía absolutamente particular. Al contrario de lo que sostenía Heidegger, es solamente en la esfera pública que podemos pasar del «se» al «sí-mismo».

La individuación de segundo grado, que Simondon llama también la «individuación colectiva» (un oximoro próximo a aquél que contiene la locución «individuo social»), es una pieza importante para pensar de manera adecuada la democracia no representativa. Puesto que lo colectivo es el teatro de una singularización acentuada de la experiencia, o constituye el lugar en el cual puede finalmente explicarse lo que en una vida humana resulta inconmensurable e imposible de reproducir, nada de eso se presta a ser extrapolado, y, menos que nunca, «delegado». Pero cuidado: lo colectivo de la multitud, en tanto que individuación del General intellect y del fondo biológico de la especie, es exactamente lo contrario de cualquier anarquismo ingenuo. Frente a él, es más bien el modelo de la representación política, con su voluntad general y su «soberanía popular», el que se convierte en intolerable (y a veces feroz) simplificación. Lo colectivo de la multitud no delega derechos al soberano, no ya que no pacte porque se trata de un colectivo de singularidades individuadas: para él, repitámoslo, lo universal es una premisa , y no una promesa .

Una editorial como máquina de guerra: Guy Debord y la subjetividad lectora * // Amador Fernández Savater

Para saber escribir hay que saber leer, y para saber leer hay que saber vivir” (Guy Debord)

 

Guy Debord fue toda su vida un revolucionario. 

En los años 60, para subvertir la realidad, Debord hace parte de un grupo revolucionario: la Internacional Situacionista. La IS se concibe a sí misma como la expresión más elevada de las fuerzas revolucionarias del arte y la cultura: “nuestras ideas están en todas las cabezas”.  

En los años 80, para organizar la resistencia, Debord forma parte de… una editorial. Champ Libre, fundada por el empresario Gérard Lebovici en la estela de cometa del mayo francés. Debord se implica progresivamente en ella a partir de 1972, cuando reedita La sociedad del espectáculo.

Champ Libre es para el Debord de los años 80 lo que la IS fue en los años 60: un arma para hacer daño a la sociedad del espectáculo. Pero, ¿cómo puede una editorial ser equivalente de alguna manera a un grupo revolucionario? ¿Qué nos permite hacer esa afirmación, proponer esa hipótesis?  

  1. ¿Qué ha pasado entre los años 60 y los años 80?

A la sociedad del espectáculo reinante de los años sesenta, Debord le opone la revolución proletaria. 

“El espectáculo no se identifica con el simple mirar, ni siquiera combinado con el escuchar. Es lo que escapa a la actividad de los hombres, a la reconsideración y corrección de sus obras. Es lo opuesto al diálogo. Allí donde hay representación independiente, el espectáculo se reconstituye”. 

“(La revolución) es la decisión de reconstruir íntegramente el territorio según las necesidades de poder de los Consejos de Trabajadores, de la dictadura anti-estatal del proletariado, del diálogo ejecutorio”. 

Son dos citas de La sociedad del espectáculo publicado en 1967. La revolución proletaria, como “diálogo ejecutorio”, unidad del pensamiento y la acción, realización de la filosofía, se concibe como el reverso del monólogo permanente, unilateral y fetichizado, de la sociedad espectacular. La fuerza que permitirá, algún día, derribarla y edificar otro mundo posible.  

En los años 80, apagadas ya las llamas de la contestación revolucionaria de los años 60 y 70, restaurado el orden conmovido durante un momento por las luchas, el espectáculo alcanza según Debord su estadio “integrado”: se presenta como un conjunto de fogonazos mediáticos sin vínculos ni memoria, proyectados cotidianamente ante la masa atomizada de los espectadores. Ya sin división, si quiera artificial, entre los regímenes del Este y el Oeste.  

Este espectáculo integrado, que ha vencido y absorbido la contestación revolucionaria, se caracteriza por la disolución de la lógica y la abolición de la historia. Produce la subjetividad, amnésica y manipulable, que le permite reinar sin réplica: el espectador.  

¿Qué le opone Guy Debord? La lectura. A la subjetividad espectadora, incapaz de pensar y recordar, se contrapone la posición en el mundo del lector. El lector como un modo de estar, como una forma de vida.  

Sin revolución proletaria a la vista, una vez disuelta la Internacional Situacionista, en medio de un vasto proceso de restauración general del orden sacudido por el 68, sólo queda la lectura. Pero no como práctica melancólica de evasión, de repliegue o compensación, sino como la guerra continuada por otros medios

  1. ¿Qué es leer para Guy Debord?

¿Qué es un lector, una subjetividad lectora? O mejor: ¿qué hace? ¿A través de qué prácticas se constituye un lector? ¿Qué tipo de operación es leer? ¿Y en qué sentido es subversivo?    

Vamos a destacar tres operaciones de lectura presentes en Guy Debord, que son al mismo tiempo e indisociablemente otras tantas prácticas de escritura

-la lectura como desvío, el valor de uso de lo leído frente al valor de cambio. Debord lee y escribe contra la religión de la lengua, el academicismo y su monopolio de la palabra. 

-la lectura como crítica, un arte de la asociación a la vez sincrónico y diacrónico, de los hechos entre sí y con su propia historicidad. Guy Debord lee de esa manera lo excluido por la razón de Estado, aquello que se oculta y se borra. 

-la lectura como leyenda, creación de una épica contra los mediocres posibles vitales autorizados por la sociedad del espectáculo. Activación del deseo y la imaginación más allá de los límites impuestos, testimonio de una forma de vida que no abdica. 

Detengámonos un momento en cada una de estas operaciones. 

  1. El desvío

Como es bien sabido, el desvío es una práctica que los situacionistas heredan de las vanguardias artísticas y poéticas, por ejemplo del conde de Lautréamont.

“El desvío no era enemigo del arte”, dice Debord en 1967, “los enemigos del arte fueron más bien aquellos que no quisieron tener en cuenta las enseñanzas positivas del ‘arte degenerado’”. 

¿Qué es desviar? Desviar es ‘usar’: apoderarse de un fragmento de cultura e insertarlo en una nueva combinación. A la vez descontextualizar y recontextualizar. Transportar citas o ideas e injertarlas en un nuevo terreno, fecundándolo. 

Implica toda una idea distinta de la cultura: no un patrimonio a venerar, ni unos recursos a consumir o un capital simbólico a acumular, sino una materia viva y fluida que exige -y a la vez permite- su constante reactualización. 

Leer (debordianamente) es, pues, un ejercicio de reapropiación de lo leído: hacerlo pasar por uno mismo, la propia biografía, la propia experiencia, la propia vida.  

La frontera entre leer y escribir se difumina: leer es reescribir.  

Gracias a las notas de lectura sobre estrategia, poesía o marxismo que han sido editadas recientemente en Francia, tenemos acceso a la cocina de Debord como lector. Ejercicio activo, diálogo muchas veces crítico y tenso con lo leído y práctica permanente de desvío: fragmentar el texto, transgredir su unidad supuesta, imaginar y anotar de inmediato usos posibles de tal o cual cita, de tal o cual pasaje. 

El espectáculo integrado dice lo que ‘es’ la realidad. Nos presenta un texto cerrado que pide nuestra adhesión y nunca una respuesta. Signos como mera información y letra muerta. Representación independizada. 

Desviar es intervenir en el texto del mundo, alterar y modificar el código. Desfetichizar: devolver los signos a su estado fluido, energético, móvil. Siempre en proceso, nunca resultado (del todo) acabado. 

Desviar es lo mismo que derivar, pero en el lenguaje.   

  1. La crítica

El espectáculo integrado, como decíamos, disuelve la lógica y abole la historia. Algunas citas de los Comentarios sobre la sociedad del espectáculo aparecido en 1988: 

“La imagen elegida por otro se ha convertido en la principal relación con el mundo”. 

“La corriente de las imágenes lo arrastra todo, aísla lo que muestra del pasado, de las intenciones, de las consecuencias”. 

“La destrucción de la lógica, es decir, la capacidad de captar de inmediato lo importante, lo menos importante, lo irrelevante; lo incompatible y lo complementario, lo que tal enunciado implica, lo que impide”.  

La lectura es subversiva porque frente a la imagen espectacular, donde se puede yuxtaponer de todo y que no deja tiempo a la reflexión, ella nos exige “un verdadero juicio a cada línea”. Discernir lo verdadero de lo falso: lo que se sigue y lo que no se sigue, si una cosa se deduce de la otra, la consistencia en definitiva de un proceso de razonamiento. 

El lector se opone al espectador. El espectador es incapaz de comprensión crítica: se le puede decir cualquier cosa sobre cualquier tema. Lo que se le muestra es “ilógico”: abstraído del entorno, del pasado, de las intenciones y las consecuencias. Ha perdido la capacidad de un juicio independiente, basado siempre en una experiencia personal y en la capacidad de razonar.  

La lectura es un tipo de conversación y la lógica dialéctica -para Debord la razón a secas- se ha formado socialmente en el diálogo. Aprendemos a razonar en común. Sólo hay un yo que piensa si hay un tú que responde. Esa respuesta mantiene el pensamiento en marcha, muestra las sombras, lo aún no pensado. La desaparición de los espacios de diálogo es el mayor factor de nuevas irracionalidades. 

En su hermoso libro sobre su relación con Guy Debord, el pintor Pierre Besson recuerda hasta qué punto la amistad era para Debord una suerte de larga charla. Y se admira de cómo Debord maneja el arte de la conversación, que incluye la escucha, los silencios y la capacidad de retomar los hilos. De su capacidad para seguir varias conversaciones a la vez en una mesa ayudando a cada una a poner algo de orden en las ideas en fuga y a la deriva, con observaciones siempre precisas y útiles. 

La lectura nos permite también, según Debord, “acceder a la vasta experiencia pre-espectacular”. Es decir, mientras que el espectáculo integrado se hace pasar por un régimen eterno, reich de mil años, la lectura como repertorio de posibilidades históricas nos recuerda que en realidad acaba de llegar

En el espectáculo integrado, la historia es sustituida por lo instantáneo de la comunicación. ¿Qué perdemos al perder la capacidad de orientarnos en la historia? Una distancia con respecto a aquello que se presenta como novedad. Una certeza sensible de la contingencia. La capacidad de distinguir un cambio verdadero de una innovación banal. La percepción de que la sociedad es siempre transformable.  

Sin comprensión crítica, arte de la asociación y sentido de la historicidad, quedamos pues clavados a lo existente. Sin margen, sin diferencia, sin autonomía.   

  1. La leyenda

Debord, ya desde muy joven, practica la lectura-escritura como una fábrica de leyenda.

Primero, en los años 60, es la leyenda de la IS. Los situacionistas se presentan a través de su revista, en los textos y las imágenes, como los últimos aventureros de un mundo que ha abolido la aventura, el último reducto de “la verdadera vida”. Esa leyenda fue siempre su principal arma: no una fuerza cuantitativa, sino cualitativa.  Poética.   

Como lo atestigua Daniel Blanchard, antiguo miembro de Socialismo o Barbarie y compañero durante un tiempo de Guy Debord, que queda fascinado al recibir en el buzón del grupo el número 3 de la revista situacionista: 

“resulta que hojeando las páginas de aquel folleto absolutamente único, descubrí que un pequeño grupo de desconocidos tenía cosas apasionantes que contarnos (…) La crítica del arte y de la cultura se esbozaba sobre una utopía de vida liberada que estos jóvenes experimentaban ya en prácticas poéticas como la ‘deriva’ a través de la ciudad, o la descripción ilustrada de una ciudad fantasmagórica, la ‘Ciudad Amarilla’. Dicha forma de vida parecía habitar ya virtualmente en sus rostros, que algunas fotos grises mostraban reunidos alrededor de la mesa de un bar, atravesando las noches conducidos por una ardiente conversación sin fin”.    

Luego, en los años 80, Debord construye la leyenda… de sí mismo. A través de películas como In girum imus nocte o de libros como Panegírico. Leyenda de las ciudades vivas y libres donde vivió: París, Florencia. Leyenda de sus amigos y de la amistad como complot. De las mujeres que amó. De la vida semi-clandestina que llevó. De sí mismo como unico testigo de lo auténtico, contra la falsificación espectacular de todo. Una vida efectivamente vivida, es decir gastada, despilfarrada, en los excesos de la amistad, el amor, la revolución, la deriva… 

La leyenda fabrica un posible: se puede vivir de otro modo. Llama a la imitación, alienta la imaginación y el deseo, desborda la producción en serie de la subjetividad espectadora: dócil, pasiva y alienada a lo existente. 

  1. Champ Libre como fortaleza

Si la subjetividad que resiste a la producción industrial y espectacular del ser humano es la subjetividad lectora, capaz de desvío, de crítica y de leyenda, ¿qué mejor máquina de guerra que una editorial? Champ Libre no es sólo para Debord un lugar donde publicarse a sí mismo, sino también un espacio donde compartir la propia biblioteca: una serie de citas, una serie de referencias, un conjunto de prácticas de lectura-escritura. 

Debord no trabaja en Champ Libre, como por lo demás no trabaja en ningún otro sitio, pero colabora activamente con Lebovici y su amistad entre secuaces se intensifica con el paso de los años, hasta el misterioso asesinato del mecenas en 1984. Propone libros, desaconseja otros, escribe pequeños prólogos o notas de contraportada, supervisa traducciones, redacta cartas. 

Propone libros de estrategia, desde Clausewitz a Jomini, porque la estrategia es el dominio del pensamiento concreto. El pensamiento vinculado a una práctica, un espacio y un tiempo concretos, un riesgo y un obstáculo por atravesar. Lo contrario del discurso universitario. 

Propone autores clásicos, como Baltasar Gracián, porque ellos aportan una historicidad que desmiente el “presente perpetuo” de la sociedad del espectáculo. Muestran que hay escrituras capaces de estar siempre activas, siempre presentes,  desbordando el tiempo instantáneo de la comunicación, interpelando a todas las épocas. 

Propone textos revolucionarios, desde Bakunin hasta Orwell, mostrando así un punto de vista subversivo y revolucionario por fuera del comunismo autoritario. La vía no agotada de la transformación social, el “tesoro” de la tradición libertaria, consejista, autónoma.  

Propone finalmente la lectura, más allá de los contenidos, como una experiencia y un modo de subjetivación anti-espectacular, una práctica de transformación y de cuidado de sí. 

“Los idiotas confunden una editorial y la Comuna de París”, le dirá por carta a Jaime Semprún, “una reedición de Gracián y la insurrección de los anabaptistas de Munzer”. La lectura no es una actividad revolucionaria, en el paradigma de la revuelta proletaria, sino un ejercicio de resistencia bajo el dominio del espectáculo integrado.   

“Champ libre es una inquebrantable fortaleza, bloqueada y asediada”, prosigue diciendo Debord, “más que una maniobra de invasión portadora de golpes rápidos y temibles”. Una defensiva estratégica, dirá su admirado Clausewitz, más que una guerra de conquista. Guerra de desgaste y usura que debilita gota a gota las fuerzas del invasor. La penetración espectacular de las subjetividades, en este caso. 

“En su función crítica general, el aspecto directamente político es el menos importante, las tesis ideológicas (…) Contra la ‘erudición muerta’ de la historia social, casi cada ‘clásico’ que Champ Libre ha publicado es rico de una parte de actualidad (Ardant du Picq), de alguna belleza impactante en la teoría o la expresión (Jomni, Junius). Recuerdo que los precedentes textos raros (Seby o el Incontrolado) eran, en tanto que textos, conseguidos y bellos”.        

Lo subversivo de la experiencia lectora, lo que resiste al espectáculo integrado, no es tan sólo un qué (lo que se lee), sino un cómo: la lectura como operación. Actualización permanente mediante el desvío, potencia clarificadora de la comprensión crítica y belleza contagiosa de la leyenda.  

 

* Redacción de las notas que sirvieron para una charla virtual el 27 de mayo de 2022 en el marco de las jornadas sobre “Imagen capital: el situacionismo y la sociedad del espectáculo” organizado por el Departamento de Filosofía de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (Santiago de Chile).   

 

Referencias: 

 

Guy Debord, La sociedad del espectáculo (1967). 

–Comentarios sobre la sociedad del espectáculo (1988). 

–Stratégie; la librairie de Guy Debord (2018) 

–Poésie; la librairie de Guy Debord (2019)

–Marx & Hegel; la librairie de Guy Debord (2021). 

Daniel Blanchard, Crisis de palabras (2007)

Bessonpierre, La amistad de Guy Debord, rápida como una carga de caballería ligera (2020)

Editions Champ Libre, Correspondance (vol. 1 y 2, 1978 y 1981)         



Para acabar con la masacre del cuerpo // Felix Guattari

Cualesquiera que sean las pseudotolerancias de que haga alarde, el orden capitalista bajo todas sus formas (familia, escuela, fábricas, ejército, códigos, discursos…) continúa sometiendo toda la vida deseante, sexual y afectiva a la dictadura de su organización totalitaria fundada sobre la explotación, la propiedad, el poder masculino, la ganancia, el rendimiento…
Sin descansar, continúa su sucia tarea de castración, aplastamiento, tortura y cuadriculado del cuerpo para inscribir sus leyes en nuestras carnes, para clavar en el inconsciente sus aparatos de reproducción de la esclavitud.
A base de retenciones, estasis, lesiones o neurosis, el Estado capitalista impone sus normas, fija sus modelos, imprime sus rasgos, distribuye sus roles, difunde sus programas… Mediante todas las vías de acceso que tiene nuestro organismo, sumerge dentro de lo más profundo de nuestras vísceras sus raíces mortales, confisca nuestros órganos, desvía nuestras funciones vitales, mutila nuestros goces, somete todas las producciones vividas al control de su administración patibularia. Hace de cada individuo un lisiado, cortado de su propio cuerpo, ajeno y extraño a sus deseos.
Con ayuda de una gran cantidad de terror social que es vivido como culpabilidad individual, las fuerzas de ocupación capitalista, con su sistema cada vez más refinado de agresión, estímulo y chantaje, se ensañan en reprimir, excluir y neutralizar todas las prácticas deseantes que no tengan por efecto reproducir las formas de la dominación.
Es así que se prolonga indefinidamente el reino milenario del goce desdichado, del sacrificio, de la resignación, del masoquismo instituido, de la muerte: el reino de la castración que produce al “sujeto”[2] culpable, neurótico, laborioso, sumiso, explotable.
Este añejo mundo, que por todas partes apesta a cadáver, a nosotros nos horroriza y hemos decidido tomar la lucha revolucionaria contra la opresión capitalista allí donde está lo más profundamente arraigada: en lo vivo de nuestro CUERPO.
Es el espacio de este cuerpo con todo lo que produce de deseos lo que nosotros queremos liberar de la influencia “extranjera”. Es en este lugar que nosotros queremos “trabajar” por la liberación del espacio social. Entre ambos no existe ninguna frontera. yo me oprimo porque yo es el producto de un sistema de opresión extendido a lo largo de todas las formas de lo vivido.
La “consciencia revolucionaria” es una mistificación siempre que no pase por el “cuerpo revolucionario”, el cuerpo productor de su propia liberación.
Son las mujeres en rebelión contra el poder masculino —implantado desde hace siglos en sus propios cuerpos—, los homosexuales en rebelión contra la normalidad terrorista, los “jóvenes” en rebelión contra la autoridad patológica de los adultos, quienes han comenzado a abrir colectivamente el espacio del cuerpo a la subversión, y el espacio de la subversión a las exigencias inmediatas del cuerpo.
Son ellas y son ellos quienes han comenzado a desafiar el modo de producción de los deseos, las relaciones entre el goce y el poder, el cuerpo y el sujeto, tal como funcionan en todas las esferas de la sociedad capitalista, al igual que en los grupos militantes.
Son ellas y son ellos quienes han hecho quebrar definitivamente la vieja separación que separa “la política” de la realidad vivida, para el máximo beneficio tanto de los administradores de la sociedad burguesa como de aquellos que pretenden representar a las masas y hablar en su nombre.
Son ellas y son ellos quienes han abierto los caminos de la gran sublevación de la vida contra las instancias mortales que no cesan de insinuarse en nuestro organismo, para someter cada vez más sutilmente la producción de nuestras energías, de nuestros deseos y de nuestra realidad a los imperativos del orden establecido.
Es así que resulta trazada una nueva línea de ruptura, una nueva línea de enfrentamiento más radical y definitiva, a partir de la cual se redistribuyen necesariamente las fuerzas revolucionarias.
Ya no podemos soportar que se nos robe nuestra boca, nuestro ano, nuestro sexo, nuestros nervios, nuestros intestinos, nuestras arterias… para hacer de ellos las piezas y los engranajes de la sucia mecánica de producción del capital, la explotación y la familia.
Ya no podemos permitir que se hagan de nuestras mucosas, nuestra piel y todas nuestras superficies sensibles, unas zonas ocupadas, controladas, reglamentadas y prohibidas.
Ya no podemos soportar que nuestro sistema nervioso sirva de retransmisor al sistema de explotación capitalista, estatal y patriarcal, ni que nuestro cerebro funcione como una máquina de suplicios programada por el poder que nos cerca.
Ya no podemos sufrir el soltarnos, retener nuestras cogidas, nuestra mierda, nuestra saliva, nuestras energías, todo esto conforme a las prescripciones de la ley y sus pequeñas transgresiones controladas: nosotros queremos hacer volar en pedazos al cuerpo frígido, encarcelado y mortificado que el capitalismo no cesa de querer construir con los desechos de nuestro cuerpo viviente.
Este deseo de liberación fundamental, que permite introducirnos a una práctica revolucionaria, llama a que salgamos de los límites de nuestra “persona”, a que trastornemos en nosotros mismos al “sujeto” y a que salgamos de la sedentariedad, del “estado civil”, para atravesar los espacios del cuerpo sin fronteras y vivir así en la movilidad deseante más allá de la sexualidad, más allá de la normalidad, de sus territorios, de sus agendas.
Es en este sentido que algunos de nosotros hemos sentido la necesidad vital de liberarnos en común de la influencia que las fuerzas de aplastamiento y de captación del deseo han ejercido y ejercen sobre cada uno de nosotros en particular.
Todo aquello que hemos vivido sobre el modo de la vida personal, íntima, lo hemos tratado de abordar, explorar y vivir colectivamente. Nosotros queremos derrumbar el muro de concreto que separa, en interés de la organización social dominante, el ser del parecer, lo dicho de lo no-dicho, lo privado de lo social.
Hemos comenzado a descubrir juntos toda la mecánica de nuestras atracciones, de nuestras repulsiones, de nuestras resistencias, de nuestros orgasmos, a llevar al conocimiento común el universo de nuestras representaciones, de nuestros fetiches, de nuestras obsesiones, de nuestras fobias. “Lo inconfesable” ha devenido, para nosotros, materia de reflexión, de difusión y de explosiones políticas, en el sentido en que la política manifiesta, dentro del campo social, las aspiraciones irreductibles de “lo viviente”.
Hemos decidido romper el insoportable secreto que el poder hace caer sobre todo cuanto toca al funcionamiento real de las prácticas sensuales, sexuales y afectivas, así como lo hace caer sobre el funcionamiento real de toda práctica social que produce o reproduce las formas de la opresión.
Destruir la sexualidad
Al explorar en común nuestras historias individuales, hemos podido valorar hasta qué punto toda nuestra vida deseante estaba dominada por las leyes fundamentales de la sociedad estatal, burguesa, capitalista de tradición judeocristiana, y, en realidad, subordinada a sus reglas de eficiencia, de plusvalía y de reproducción. Al confrontar nuestras experiencias singulares, sin importar qué tan “libres” hayan podido parecernos, nos hemos percatado de que no dejábamos de conformarnos a los estereotipos de la sexualidad oficial, la cual reglamenta todas las formas de lo vivido y extiende su administración desde las camas matrimoniales hasta las habitaciones de burdeles, pasando por los baños públicos, las pistas de baile, las fábricas, los confesionarios, las sex shop, las prisiones, los colegios, los autobuses, las casas de orgías, etc… etc…
Para nosotros, esta sexualidad oficial, esta sexualidad a secas, no conlleva a un problema en torno a si queremos acondicionarla, como quien acondiciona sus condiciones de detención. Se trata de destruirla, de suprimirla, porque no es otra cosa que una máquina para castrar y recastrar indefinidamente, una máquina para reproducir en todo ser, en todo tiempo, en todo lugar, las bases del orden esclavista. La “sexualidad” es una monstruosidad, así sea en sus formas restrictivas o en sus formas llamadas “permisivas”, y está claro que el proceso de “liberalización” de las costumbres y de “erotización” promocional de la realidad social organizada y controlada por los administradores del capitalismo “avanzado”, no tienen otro objetivo que hacer más eficaz la función reproductora de la libido oficial. Lejos de reducir la miseria sexual, estos tráficos no hacen más que alargar el campo de las frustraciones y de la “carencia”, la cual permite la transformación del deseo en necesidad compulsiva de consumir a la vez que asegura la “producción de la demanda”, motor de la expresión capitalista. De la “inmaculada concepción” a la puta publicitaria, del deber conyugal a la promiscuidad voluntarista de las orgías burguesas, no existe ninguna ruptura. Es la misma censura lo que está obrando. Es la misma masacre del cuerpo deseante lo que se perpetúa. Simple cambio de estrategia.
Lo que nosotros queremos, lo que nosotros deseamos, es reventar la pantalla de la sexualidad y sus representaciones para conocer la realidad de nuestro cuerpo, de nuestro cuerpo viviente.
Eliminar el adiestramiento
A este cuerpo viviente lo queremos liberar, descuadricular, desbloquear, descongestionar, para que se libere en sí mismo todas las energías, todos los deseos y todas las intensidades aplastadas por el sistema social de inscripción y de adiestramiento.
Queremos recuperar el pleno ejercicio de cada una de nuestras funciones vitales con su potencial integral de placer.
Queremos recuperar las facultades que son verdaderamente elementales como el placer de respirar, literalmente asfixiado por las fuerzas de opresión y de contaminación; el placer de comer y de digerir, perturbado por el ritmo del rendimiento y el repugnante alimento producido y preparado según los criterios de la rentabilidad mercantil; el placer de cagar y el goce del culo sistemáticamente masacrado por el adiestramiento intrusivo de los esfínteres, mediante el cual la autoridad capitalista inscribe incluso en la carne sus principios fundamentales (relaciones de explotación, neurosis de acumulación, mística de la propiedad y de la limpieza, etc.); el placer de masturbarse alegremente sin vergüenza y sin angustia, ni por carencia o compensación, sino por el placer de masturbarse; el placer de vibrar, de murmurar, de hablar, de caminar, de moverse, de expresarse, de delirar, de cantar, de jugar con el cuerpo de todas las maneras posibles. Queremos recuperar el placer de producir el placer y de crear, despiadadamente mermado por los aparatos educativos encargados de fabricar trabajadores (consumidores obedientes).
Liberar las energías
Queremos abrir nuestro cuerpo al cuerpo del otro y de los otros, dejar pasar las vibraciones, circular las energías y combinarse los deseos para que todos y cada uno puedan dar libre curso a todas sus fantasías y a todos sus éxtasis, para que puedan vivirse al fin sin culpabilidad, sin inhibición, todas las prácticas voluptuosas individuales, duales o plurales que tenemos imperiosamente necesidad de vivir para que nuestra realidad cotidiana no sea esta lenta agonía que la civilización capitalista y burocrática impone como modelo de existencia a aquellos que ella enrola. Queremos extirpar de nuestro ser el tumor maligno de la culpabilidad, raíz milenaria de todas las opresiones.
Conocemos, evidentemente, los formidables obstáculos que tendremos que vencer para que nuestras aspiraciones no sean únicamente el sueño de una pequeña minoría de marginados. Conocemos en particular que la liberación del cuerpo, de las relaciones sensuales, sexuales, afectivas y extáticas, está indisolublemente ligada a la liberación de las mujeres y a la desaparición de todas las formas de categorías sexuales. La revolución del deseo pasa por la destrucción del poder masculino y de todos los modelos de comportamiento y de emparejamiento que aquél imponga, así como pasa por la destrucción de todas las formas de la opresión y de normalidad.
Queremos acabar con los roles y las identidades distribuidos por el Falo.
Queremos acabar con toda forma de asignación a una residencia sexual. Queremos que ya no haya entre nosotros hombres y mujeres, homosexuales y heterosexuales, poseedores y poseídos, mayores y menores, amos y esclavos, sino humanos transexuados, autónomos, móviles y múltiples; seres con diferencias variables, capaces de intercambiar sus deseos, sus goces, sus éxtasis y sus ternuras, sin tener que hacer funcionar algún sistema de plusvalía, algún sistema de poder, si no es a modo de juego.
Partiendo del cuerpo, del cuerpo revolucionario como espacio productor de intensidades subversivas y como lugar donde se ejercen al final de cuentas todas las crueldades de la opresión, conectando la práctica política a la realidad de este cuerpo y sus funcionamientos, buscando colectivamente todas las vías de su liberación, producimos ya una nueva realidad social en la que el máximum de éxtasis se combina con el máximum de consciencia. Ésta es la única vía que puede darnos los medios para luchar directamente contra la influencia del Estado capitalista allí donde se ejerce directamente. Éste es el único paso que puede hacernos realmente fuertes contra un sistema de dominación que no cesa de desarrollar su poder, de debilitar, de fragilizar, a cada individuo para constreñirlo a suscribir sus axiomas. Para adherirlo al orden de los perros.
(Traducción del francés: Alan Esbri Cruz)
[1] Escrito publicado originalmente de manera anónima en la revista francesa Recherches n° 12, 1973, edición consagrada a una “gran enciclopedia de las homosexualidades” titulada “Tres mil millones de perversos”, en la que participaron Gilles Deleuze, Michel Foucault, Jean Genet, Guy Hocquenghem, Daniel Guérin, Jean-Paul Sartre, entre otros. El gobierno francés decomisó y destruyó los ejemplares de la revista y tomó cargos contra Félix Guattari, director de la publicación, acusándolo de “afrontar a la decencia pública”. [N. del T.
[2] Sujet significa en francés tanto “súbdito” como “sujeto”. [N. del T.]

Los que no opinan, opinan // Luchino Sívori

Hay escritores que escriben cosas difíciles con palabras simples. Hay otros que lo hacen sobre cuestiones fáciles utilizando términos complejos. Luego hay otro grupo de personas que no hacen ni una cosa ni otra, y su opinión se mantiene como un misterio.

 «Todo radica en el ritmo«. 

Virginia Woolf.



Si nos regimos por los manuales de Lengua y Literatura del bachillerato, según los especialistas hay cuatro tipos de escritura (y, por extensión, cuatro versiones de persona):

 

  • Creativa, Persuasiva, Imperativa, Reflexiva.

 

Sin la más mínima duda, podemos inferir decenas de variedades y primas hermanas de estas; a grandes rasgos, sin embargo, sentencian los que presuntamente saben, estas son las cuatro principales.

 

Todas son aforísticas, a su manera. 

 

Todas ellas, a pesar de sus vaivenes particulares para expresar tal o cual mensaje (tal o cual concepto, metodología, idea, valor, énfasis), sentencian, dictan, dicen

 

Inclusive aquel que pareciera estar al margen de este grupo tan categórico estudiado por nuestros adolescentes cada año lectivo en sus planes de estudio, inclusive él, también dice, con sus palabras a medio decir o directamente no dichas (o no escritas). 

 

El que tarda en decir lo que quiere -o directamente no lo dice nunca- está sentenciando mientras, durante su enigmático silencio, dilatando por alguna razón conocida (o desconocida) la consciente (o inconsciente) futura opinión. 

 

Tarde o temprano esta arriba, y como ya se sabe, lo hace en forma mucho menos espectacular de lo que nos esperábamos. 

 

Podríamos decir que es un resultado algo triste de su parte, ya que tanta espera suele elevar las expectativas; pero como dijimos antes: no se puede saber si su silencio se debió a causas naturales o ajenas, por tanto solo nos queda el sabor amargo de la desilusión, y la duda. También la espera (otra, sí) de que se revierta aquello por lo que apostamos sin del todo quererlo, y finalmente nos sorprenda, ahora sí, con algo que valga la pena…esperar.

 

Con el que retrasa es diferente. Su creatividad suele verse envuelta en zigzagueos discursivos que aparentan un divague; pero la opinión, implícita entremedio del palabrerío y la verborragia, allí habita, esperando su momento.

 

Es reflexivo como el que más. Podríamos decir que en realidad es meta-reflexivo. De tan meta que es, de hecho, el mismo argumento le sirve de base para argumentar, y así el monólogo interno deriva a conversación consigo mismo, que, como se sabe, no es exactamente lo mismo que el soliloquio, más individualista.

 

Algunos pueden pensar que piensa en voz alta, y por ello eso de enredarse como una persiana. No es así: la opinión siempre estuvo desde el vamos; solo que esta, para que emerja, precisa que la deseen, como un anhelo que crece con el correr de los minutos.

 

El que alarga, o mejor dicho, el que retrasa su opinión, es una suerte de médium, un puente entre la conclusión que viene llegando (pero que ya llegó hace rato) y la demanda-necesidad del público. Quizás por ello la retrasa (la opinión, no la demanda), porque no sabe que forma parte de un juego de otros, y eso lo marea, retrasándolo.

 

En cualquier caso, tanto los que opinan en diferido como los que presuntamente no lo hacen, opinan. Opinan balbuceando, dejándonos en ridículo, alegrándonos la vida o cortándonos en medio de algo importante que estábamos haciendo. Pueden llegar a atragantarnos el almuerzo (tengo un conocido que una vez escupió el carozo de una aceituna por la nariz sorprendido por una opinión acerca del Peronismo), y a veces, hasta nos guían por unos minutos largos en circunstancias difíciles de nuestra vida. 

Siempre están allí, aunque algunas de ellas se escondan en taxonomías y formalismos que, sin dejar rastro, nos incitan, como buenos aprendices de la Retórica, a mirar para su lado.



Horacio González: los libros y la vida de un filósofo militante // Mariano Pacheco

“En vos lo austero provenía de la dignidad de los humildes”. La frase la escribió Guillermo Saccomanno en “Antonio”, su libro dedicado a Dal Masetto, pero bien podría caberle a Horacio González. El nombre de Saccomanno resonó estos días, estas semanas, por su intervención en la inauguración de la edición 2022 de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Ojalá el “ruido mediático” le sirva –si es que algo productivo puede surgir de un “ruido mediático”— para que algunos de sus muchos y muy buenos libros circulen un poco más. No nos ocuparemos aquí de eso. Aunque sí quisiera llamar la atención de una cuestión: en 2019, quien iba a abrir el evento en La Rural era Horacio González, pero fue censurado por la gestión Pro del gobierno de la ciudad, la misma que pervive hasta hoy en día, y que no tuvo empacho en abrir sus puertas para que el plagiador Javier Milei asistiera a vomitar una catarata de reaccionarios lugares comunes. González estuvo ausente de esta edición 46 de la Feria, obviamente, porque su cuerpo partió de este mundo hace ya casi un año, pero no sólo su obra –que sigue dando que hablar, incluso como novedad— sino también su legado estuvieron presentes en más de un evento, entretejiendo tiempos distantes, anudando problemáticas diversas, conjurando las ausencias desde el ejercicio activo de la interpelación fantasmal. 

El tiempo no para

En diciembre pasado se realizó en la explanada de la Biblioteca Nacional, que González supo dirigir por una década, una masiva actividad en su homenaje, del mejor modo en que se podría hacerlo: presentando dos de sus nuevos libros, “Gonzalianas. Conversaciones sin apuro” y “Humanismo, impugnación y resistencia. Cuadernos olvidados en viejos pupitres”. Ambas publicadas por editorial Coihue, por la que Horacio publicó gran parte de sus trabajos y en donde dirigía la ya hoy emblemática “Colección puñaladas”, los libros –disímiles entre sí por sus registros—contienen sin embargo una conexión a través de algunas preocupaciones persistentes: el entrelazamiento entre tiempos, geografías y temáticas a la vez lejanas y cercanas, contiguas y contrapuestas. Así, lo más singular de la patria se codea con lo más universal de la humanidad, y nombres como los de Heidegger, Gramsci, Sartre, Benjamin, Marx, Derrida o Althusser caminan junto con los de Masotta, Rozitchner, Cooke, Del Barco, Jitrik o Macedonio, al igual que en las conversaciones (que sostiene con una docena y media de sus amistades políticas e intelectuales más cercanas) la inquietud por la revolución, la lengua, la universidad, la historia, el mito, lo popular o el Estado se ensamblan por la indagación en torno a Malvinas, Sarmiento o la actualidad de los feminismos, temas que constituyen el núcleo problemático de interés de toda la intelectualidad crítica.

Bienvenidxs al tren

“Ese era el mecanismo gonzaliano: no preguntar de dónde venís ni cuánto sabés. Sino qué sos capaz de dar y cuánto sos capaz de aprender para hacer una experiencia común”. La frase es de Sebastián Scolnik y pertenece a “Nada que esperar. Historia de una amistad política”, libro publicado a fines de 2021 –en el marco de las conmemoraciones por los 20 años de la insurrección popular del 20 de diciembre— en el que se recuperan las experiencias de las juventudes que hicieron del tránsito por las aulas y los pasillos de “Marcelo T” (sede de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires), y luego, de su vínculo con otras experiencias sociales emergentes por aquellos años, un intento por gestar un suelo desde el cual crear algunas líneas de intervención para hacer más soportable la vida, en medio del huracán neoliberal. Y allí apareció González con sus atípicas clases en la carrera de Sociología, los intercambios entre docentes y estudiantes que dieron nacimiento a la revista “El ojo mocho” y esa particular relación que –dicen— entretejida con todos aquellos, con todas aquellas, dispuestos a conversar. 

Mucho de eso aparece en el bello microrrelato sobre González presente en el interior del libro de Scolnik, y algo de todo eso –y de su escritura, y de su particular forma de habitar la institucionalidad estatal– fue recuperado también hace unos días al presentarse el número especial de “La Biblioteca” en la Feria del Libro, tanto por Scolnik como por Graciela Daleo –dos de los cuatro convocados para la actividad–. “El Ruso”, como se apoda Scolnik, fue miembro de colectivos universitarios y de militancias múltiples en los años noventa (como El Mate y Situaciones) y luego trabajador estatal en la Biblioteca Nacional, donde –promediando los dos mil– se cruzó a su ex profesor González cuando éste asumió la gestión de la Biblioteca (Nacional) y pusieron en marcha nuevamente “La Biblioteca” (la revista fundada por Paul Groussac, retomada por Jorge Luis Borges, y reanudada finalmente por Horacio), pero también, la Oficina de publicaciones, desde la que se sacaron a las calles más de 400 títulos, entre ellos, varias ediciones facsimilares de revistas emblemáticas de la historia cultural nacional. “Vicky” –como la llaman a Daleo desde sus setentistas años de militancias montoneras— supo ser alumna de González cuando éste llevaba adelante las emblemáticas “Cátedras nacionales” a inicios de los setenta, para luego serlo nuevamente en los noventa, cuando se decidió a retomar sus estudios (detención ilegal mediante durante la última dictadura; exilio forzado durante los primeros años de la “democracia”). Parte de esas “estaciones” fueron recuperadas en su intervención acelerada en la Feria, puesto que los horarios de actividades se ensimismaban, y los viajes gonzalianos podían extenderse por horas. 

Daleo/Scolkin, dos generaciones que se vieron interpeladas por el mismo impulso arrollador de este heterodoxo profesor, este raro intelectual, que luego fue un extraño hombre de Estado (“funcionario libertario”, le gustaba caracterizar, con este oxímoron que coloca la tradición anarquista junto con la nacional-popular), que seguramente logró interpelar también a generaciones más próximas en el tiempo. 

Los libros y la vida

Además de “Gonzalianas” y “Humanismo…”, desde que González falleció a mediados del año pasado y hasta hoy, también aparecieron otros dos libros inéditos: “La palabra encarnada. Ensayo, política y nación. Textos reunidos de Horacio González 1985-2019)”, el año pasado, y “Fusilamientos. Muerte en primera persona”, presentado como novedad en esta última edición de la Feria del Libro. Como si en su ausencia física la máquina rizomática gonzaliana no dejará de funcionar, de producir novedades anudadas con la trama histórica nacional y el drama humano pretérito y actual. 

Por otra parte, en un esfuerzo monumental que se expresa en 465 páginas, el número especial de la revista “La Biblioteca”, titulado “Los libros y la vida. Horacio González (1944-2021)”, recorre, a través de 52 personas que escriben y un cuantioso archivo fotográfico, la producción de González desde las clases en las Cátedras nacionales y las notas en la Revista “Envido” en los años setenta a la dirección de la Biblioteca Nacional y sus textos en múltiples medios en los dos mil, pasando por sus elaboraciones en el exilio brasileño (entre los que se destacan “Los asaltantes del cielo. Política y emancipación” y “Evita. La militante en el camarín”, ambos traducidos al castellano y publicados en Argentina hace algunos años, el primero por editorial Gorla y el segundo por la editorial de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional del Córdoba), las clases en la UBA y las notas en las revistas “Unidos” y “El ojo mocho” en los ochentas y los noventa, además de un recorrido (que parece interminable), por sus decenas de libros. 

Como en “Gonzalianas”, donde discípulos, amigas y compañeros de ruta conversan con él sobre diversos temas, también en este número especial de “La Biblioteca” la conversa sigue. González ya no está, pero permanecen las preocupaciones que trabajó a la largo de su vida y que de múltiples modos, hoy continúan trabajando quienes fueron sus alumnxs, compañerxs de cátedra o revista, de trabajo o de bar, de pasiones y razones: marxismo y peronismo; lo nacional y lo universal o sus lecturas y relecturas de Marx y Gramsci (y del “marxismo” en general) a la luz de Cooke y de Perón (y de su particular modo de abordar el peronismo); la Comuna de París y el 17 de octubre; la Revolución Rusa y la resistencia peronista; Macedonio Fernández y Albert Camus; Blanqui y Roberto Arlt; Maurice Merleau Ponty y Jorge Luis Borges, p los vínculos entre establecidos entre Latinoamérica y Europa o, más puntualmente, entre Argentina y Francia, o Alemania. Todo eso aparece en número de la revista, junto con las reflexiones que González supo cultivar en torno al periodismo y la sociología; las ciencias sociales y el ensayo; la metamorfosis y la dialéctica; los diarios y los taxis; los libros y las calles, en esa apuesta por pensar, entendido como práctica guiada por asunción de un riesgo: el de salirse de los esquemas previstos, los lugares comunes, los lenguajes estereotipados. Por eso fuera sobre la polémica actual o el trazado de genealogías (“operaciones de rastreo”, cual baqueano intelectual tras las huellas del pensamiento y aquello que las experiencias pretéritas nos legan) lo que parece siempre en González es el intento por pensar la época, cualquiera fuera, en tanto nudo de tensiones irresueltas y síntesis imposibles. 

Alguna vez, más precisamente en su libro “Yo ya no. Horacio González: el don de la amistad”, María Pía López escribió: “González no es un francotirador, sino un fundador de tribus. Tribus que se fragmentan, a veces se dispersan, otras se vuelven familia, se institucionalizan, se superponen con otros agrupamientos. Van de aulas a cafés, de bares a bibliotecas, de anaqueles a mesas redondas, de comidas a clases”. 

El carácter finito de la vida humana hoy impone traspasar los tiempos verbales. Pero cómo supo plantear Raúl González Tuñón en su poema “La cerveza del pescador Schiltigheim”, es necesario andar “con suavidad y con desenvoltura de fumador de opio/ Para que a cada paso una mañana o una emoción o una contrariedad/
nos reconcilien con la vida pequeña y su muerte pequeña”. Porque al fin y al cabo, “vivimos en una encrucijada de caminos que parten/ y caminos que vuelven”. 

Fuente: Revista Zoom

Primeros minutos del debate Milei/Grabois // Diego Sztulwark

Vi los primeros minutos del debate Milei/Grabois en el canal de Perfil. La emisión organizada Fontevecchia presenta el enfrentamiento entre dos corrientes de ideas “dominantes” desde el siglo XIX europeo: la perspectiva social-cristiana y la escuela darwinista austríaca. Juan Grabois y Javier Milei como exponentes mediáticos argentinos actuales de estos discursos. La exclusión del discurso marxista actual es el dato mudo que explica casi por sí solo el estado del debate. El presentador, empresario periodístico con aires académicos, da la palabra a Grabois quien argumenta, básicamente, que el mercado “no es humano”, que en condiciones de mercado (que no crea buen empleo) sólo queda implementar un “salario universal” y describe el paso de una argentina integrada a otra que, tras la dictadura precariza población en villas y asentamientos. Milei, por su parte, con su habitual empaque de traje y peinado impostado, comienza argumentando con serenidad, distingue lo empírico y lo teórico, y comete un error adjudicando a los “ludditas” (habla de Ned Ludd como si hubiese existido) un deseo de destruir máquinas por creerlas fuente de destrucción de puestos de trabajo (conviene leer al respecto el excelente estudio de Christian Ferrer sobre el movimiento de los ludditas https://www.relatsargentina.com/documentos/RA.1-FT/RELATS.A.FTLecturas.Ferrer.pdf, para comprender que su lucha era la tentativa de una comunidad por regular las condiciones de su reproducción). La tesis de Milei es que la introducción de tecnología no liquida -como supondría Grabois- sino que genera empleo, puesto que para él, la motivación empresarial en favor de la innovación es el deseo de ganancias (no la competencia y en particular la necesidad del capital de controlar la cooperación social). Su esquema de Milei supone un círculo capitalista virtuoso según el cual la inversión produce beneficio y el ahorro inversión. Dadas condiciones de flexibilización del mercado laboral, dice Milei, no habría razones para el desempleo. Y por el contrario: el salario básico universal -propuesto por Grabois- sería una fuente explosiva de pobreza dado que solo se puede financiar por medio de la imposición (dañosa) sobre quienes trabajan. Muy importante es este punto: la idea básica es que la lógica de los derechos -donde hay una necesidad hay un derecho- es por sí misma negativa, ya que siempre afecta otro derecho. Por otra parte, según Milei, el capitalismo de libre empresa -que no sería como el actual: protagonizado por “empresaurios”, a quienes considera “fascistas”- supone generación espontánea de un “beneficio social” dado que su propia lógica de funcionamiento mejora la calidad de productos y servicios y extiende el mercado laboral, mientras que el salario universal substrae población al sistema y generaliza la pobreza (otro punto fundamental a percibir del discurso de Milei: el terror de la ciencia liberal a la substracción de franjas de la población a la forma mercancía, tanto bajo la forma de cooperación social autonomizada como de formas de substraídas de consumo que amenazan la no realización de la mercancía). En definitiva: el sistema -si no se lo distorsiona- produce satisfacción, porque producir mercancías sería automáticamente ofrecer riquezas a la población, lo que por supuesto supondría revestir moralmente al inversor. Una primera presentación de este “enfrentamiento” es puramente confirmatorio: Grabois militante, Milei Nerd; Milei global, Grabois territorial; Milei racionalidad sistémica, Grabois humanismo; Milei preferencias y deseos, Grabois sufrimiento y exclusión; Milei futuro, Grabois esperanza (también él refiere a los ludditas, dice que fueron violentos por desesperanza). Milei es abstracción, Grabois realidad social; Milei complejidad, Grabois simpleza papal. Von Mises o Bergoglio. Milei consumista, Grabois asceta. Milei individualista, Grabois comunitarista. Milei es cálculo econométrico, Grabois regulación. Milei pone la fe en lógica del sistema, Grabois en la voluntad colectiva. Grabois introduce la historia (la violencia, la expropiación, la “acumulación originaria”), mientras que Milei hace suya la no historia evolutiva del capital. Grabois considera que la libertad tiene por condición previa derechos básicos, Milei la considera dato natural ya dado y posteriormente estropeado por la acción colectiva. Milei es exactamente el burgués del que habla Marx en el inicio del capítulo 24 de “El capital”: el mercado es la cooperación social en tanto que intercambio de poseedores de títulos y por tanto hace “lugar para todos” (mientras que lo que achica el mercado sería la regulación sobre el salario mínimo y las leyes laborales: peronismo social es fascismo). Como el burgués de Marx, el mercado -as relaciones de producción y de propiedad- es propuesto como fuente de paz y dulcificación de los vínculos, ya que el interés abuena y mejora al humano que oferta bienes y servicios. Progreso tecnológico por su cuenta, no sólo no poseería vínculo con la explotación del trabajo sino que mas bien tiende a reducir la explotación (por aumento de productividad y descenso del tiempo de trabajo necesario). Por tanto -concluye Milei: no hay relación entre capitalismo de progreso (vigente) y aumento de la explotación, que sería ilusa o falsa (este es otro aspecto de sumo interés, puesto que como Marx argumentó en el célebre “Fragmento sobre las máquinas” (Grundrise), el sistema automático de máquinas supone la extensión de la explotación a la ciencia y la técnica como inteligencia social o general. Como explica Paolo Virno: al gestionar la intelectualidad general bajo las reglas impuestas por criterios capitalista de explotación, el aumento de productividad deviene marginalidad de masas y no igualdad de acceso al tiempo libre y la riqueza). Seguimos escuchando a Milei sin pensar a fondo el fenómeno colectivo que representa: el aseguramiento de las relaciones capitalistas en una fase en la que esas relaciones son autodestructivas. Milei significa una reacción ideológica (no importa cuán payaso sea), destinada a capturar por derecha la crítica de izquierda (igualdad fundada en la institución autónoma de la cooperación social) a la intensa crisis del neoliberalismo.

En casa de Borges, un día de 1985 // Christian Ferrer

 
 
 
Éramos tres anarquistas a la puerta de la casa de Jorge Luis Borges, en la calle Maipú, año 1985. Conseguir la cita fue sencillo. Sólo consistió en buscar el número de teléfono en la guía correspondiente. Estaba. Luego fue cosa de hacer una llamada, ser atendido por una voz de mujer, probablemente Fanny, la señora que siempre trabajó allí, y preguntar por él. ¿Motivo? Solicitarle una entrevista para conversar exclusivamente sobre anarquismo. De inmediato Borges se puso al habla, algo sorprendido por los desusados interlocutores, pero ningún problema, muy contento de recibirnos, el tema le concernía, nos esperaba. Dos días después hicimos acto de presencia. Éramos Josefina Quesada, Juan Perelman y yo mismo.
 
El tiempo que siguió al final de la dictadura militar fue una buena época para las revistas. Los lectores se multiplicaban, sobraba entusiasmo, la calle Corrientes era campo orégano. Las había periodísticas y las había culturales, y ninguna revista obviaba manifestar las razones políticas que las propulsaban, es decir que todas eran razonables y demócratas. Había otras, más enfáticas, algunas de tradición izquierdista, y un porcentual pequeño, muy pequeño, de publicaciones jacobinas, satíricas y “contraculturales”. Una de tantas se llamaba Utopía.
 
Nada más ajeno a Borges que esta publicación anarquista, de las que pasan ignotas por la vida. Sus editores provenían de experiencias diversas y paralelas. Juan Perelman y Josefina Quesada habían sido integrantes de la revista surrealista Signo Ascendente, que ya salía durante de dictadura. Carlos Gioiosa, Juan Carlos Pujalte, Raúl Torres y yo mismo éramos anarquistas “con carnet”, literalmente, pues cotizábamos en “Oficios Varios” de la FORA, la vieja central sindical, y también estuvimos en los Grupos de Autogestión, cuyo subgrupo “Fife y Autogestión” daba la nota en las paredes de la Capital Federal mediante pintadas ingeniosas, faena que también cumplían otras cuadrillas recónditas que firmaban como “El Bolo Alimenticio” y “Los Vergara”. Otros dos miembros de la revista andaban sueltos, el sociólogo uruguayo Alfredo Errandonea y el librero Carlos “Gallego” Torres, redactor de La Protesta a comienzos de la década de 1960.
        
A Carlos “Cutral” Gioiosa y a mí el surrealismo nos importaba mucho. El hermano de Carlos había participado de El Hemofílico, una de esas revistas lanzadas y mordaces que sólo edita la gente irreductible. Dado que se imprimió en época de militares, su director, que respondía al misterioso seudónimo “Metzergenstein”, terminó en la cárcel de Villa Devoto. De Metzergenstein se decía que era propietario de un chiringuito móvil de venta de libros viejos, al cual apostaba por unos días en esquinas seleccionadas de la Recoleta, a la espera de alguna viuda reciente u otro familiar directo que quisieran desprenderse de la biblioteca del difunto a precio vil. Así fue que logró agenciarse una primera edición del Marques de Sade.
 
Se nos ocurrió hacer entrevistas. Dejar registro de experiencias de vida, intereses, influencias, simpatías libertarias. ¿Por qué no comenzar por Borges, que de tiempo en tiempo venía haciendo referencias al anarquismo? A veces decía de sí mismo que era un anarquista conservador, otras veces un conservador anarquista, y otras aún, anarquista a secas. Se conocían sus memorias de adolescencia, allá en Ginebra, Suiza, de cuando su padre (“filósofo anarquista en la línea de Spencer”) lo había llevado a pasear por la ciudad para mostrarle los cuarteles, las iglesias, las banderas y las carnicerías (los anarquistas eran mayormente vegetarianos), y le dijo que se fijara bien, porque en el futuro esas cosas iban a desaparecer y algún día él iba a poder decir que las había visto. En ese mismo relato autobiográfico Borges añadió este lamento: “Desgraciadamente, no se ha cumplido la profecía”. Repetiría la anécdota durante su encuentro con los miembros de Utopía.
 
Para no abundar en citas pertinentes basta con recordar que, ya de grande, había dicho a Joaquín Soler Serrano, el bien conocido periodista de la televisión española: “Soy anarquista. Siempre he creído fervorosamente en el anarquismo. Y en esto sigo las ideas de mi padre. Es decir, estoy en contra de los gobiernos, más aún cuando son dictaduras. Y de los estados”. En el prólogo a El informe de Brodie, su última ficción publicada, de 1970, incluyó este pronóstico: “Con el tiempo nos mereceremos que no haya gobiernos”. Borges era un “modesto anarquista” que creía en los individuos, no en el Estado. Tampoco era individualista, al revés que los compatriotas, que todo se lo reclaman al Estado sin disposición alguna de entregarle algo a cambio.
 
De quienes estuvimos con Borges, Josefina Quesada era pintora y vivía en Belgrano y Piedras, a metros del lugar de reunión del grupo editor. Había sido alumna de Juan Batlle Planas y era plenamente surrealista. Rememoro ahora sus collages. Para hacerlos compraba revistas de moda o bien catálogos de ropa en determinadas subastas de libros y publicaciones de otros tiempos. Recortaba con tijerita los modelitos o las figuras de señoritas bien vestidas y los disponía sobre fondos tenebrosos o encantados. En un rincón de su casa –la imagen se me conserva perenne– tenía unas vitrinas con botellones y probetas enormes de formas raras y caprichosas. Parecía un altar. Juan Perelman, el otro miembro de la revista, era filósofo y había llegado unos años atrás desde Bolivia. Un hombre culto. Muchas veces lo vi en compañía de un marinero desembarcado, ya de edad, alguna vez trotskista y decantado luego por ideas más libertarias.
 
Poco antes de la llamada telefónica, Carlos Gioiosa y yo habíamos intentado aproximarnos al escritor. La ocasión la proporcionó un encuentro de luminarias en el Teatro Coliseo. Borges estaba anunciado en la convocatoria, además de Mario Vargas Llosa y Octavio Paz. Según recuerdo, en esos días comenzó a editarse la versión argentina de la mexicana Vuelta, revista de Octavio Paz que pretendía aventar el ideario liberal por Buenos Aires, con resultados más bien módicos. A último momento Borges fue sustituido por José “Pepe” Bianco. No obstante se hizo presente entre el público del Coliseo, eminentemente gorila, demasiado para nosotros dos, que hicimos abandono del acto. Tampoco era el lugar para abordar a Borges, que había ingresado por el pasillo central junto a María Kodama, caminando de a pasitos. Recurrimos entonces al servicio telefónico.
 
No teníamos plena conciencia de la importancia de Borges. Si bien muchos la asumieron en su momento, ni de lejos fueron todos. Borges todavía era, en la década de 1980, un autor “discutido”, especialmente entre gente de izquierda y peronistas, prominentes en los ámbitos culturales y con quienes tratábamos a diario. A nosotros, sin embargo, sus declaraciones nos parecían menos los estertores de la antigua clase de literatos liberales y mucho más los pronunciamientos de una personalidad autárquica, por más que hubiera dado su venia al régimen vecino del general Pinochet no menos que al autóctono. De hecho, cuando algunos del grupo nuestro abrieron librerías en San Francisco Solano y en la calle Corrientes, les pusieron de nombre “El Aleph”. La cuestión es que el emblema de escritor políticamente asimilable por entonces era Ernesto Sábato, o bien Julio Cortázar. De allí en más la atribución no tendrá mayor relevancia y su ponderación quedará a cargo de departamentos universitarios específicos, los suplementos culturales de la semana, y las cucardas que de vez en cuando concede el Estado Nacional.
 
Nos aparecimos acarreando un aparato de grabación tipo mastodonte, incómodo de transportar. Después descubriríamos que el audio era defectuoso. Se escuchaba mal, como de lejos. La entrevista nos pareció mala, o insuficiente, o no se ajustaba a nuestras necesidades, y tampoco es que venerábamos el prestigio de Borges por sí mismo, de modo que no procedimos a la desgrabación, y el cassette fue pasando de mano en mano y al fin se perdió. Es por eso que cuento estas cosas como si visitara un patio olvidado de mi memoria. Sólo conservo algunos fogonazos.
 
La entrevista sucedió en el vestíbulo de su departamento, al lado de una sala con bibliotecas. Los libros no parecían modernos u actuales. Borges llegó caminando despacito, auxiliado por un secretario o ayudante o familiar. No daba la impresión de estar bien de salud. Se sentó junto a su acompañante en un sillón apto para dos personas. Lo primero que nos dijo fue un chiste privado: “Yo pensaba que la única anarquista viva en Argentina era Alicia Jurado”. Nos mencionó que alguna vez había disertado en una biblioteca anarquista de Avellaneda. Cierto: ese lugar todavía existe. Como en la semana previa había sucedido lo del Teatro Coliseo inquirimos su opinión sobre la obra de Vargas Llosa. Riéndose, respondió que conocía uno de sus libros, Pantaleón y las visitadoras, pero no lo había leído pues el título le pareció “infortunado”, caso similar al de La seducción de la hija del portero, de Mario “Pacho” O‘Donnell, por entonces secretario de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires. Nos dijo algo socarronamente que todo el mundo sabía que a los encargados de edificios les fastidiaba sobremanera ser designados como porteros, “oficio de abridores de puertas”.
 
Lentamente fuimos aproximándolo al tema que nos importaba. Nos expresó su “extremo interés” por las ideas anarquistas aunque no por las que suponían ejercicio de la violencia. Dijo que los estados eran creaciones desventuradas, que necesariamente extinguían las libertades individuales. Su preocupación por la suerte del individuo no era abstracta, producto de alguna idea sobre la libertad que es lanzada al campo de batalla cultural. No. Nacido con el siglo XX, Borges era contemporáneo del ascenso de los estados totalitarios, y la gente fascista, comunista o meramente autoritaria le suscitaba repulsión personal y no sólo genérica. Había visto mucho y sabía lo que estaba pasando en China, en Cuba y en el orbe soviético. Además, como bien se sabe, consideraba que los peronistas eran más ciegos aún que él mismo.
 
Pero por más que lo orientáramos hacia las ideas ácratas la verdad es que Borges no parecía haber leído a los clásicos libertarios. De todos modos sus opiniones eran firmemente contrarias al ejercicio de la autoridad. Cuando ya nos parecía que nada especial diría sobre el tema, repentinamente enunció una frase que nunca olvidé. Dijo que el Estado iba a derrumbarse “cuando las personas dejaran de creer en él”. Era una verdad simple y contundente. Aún más, nos dijo que una vez sucedido ello, sería necesario colocar una placa al frente de cada uno de los antiguos edificios del gobierno. Esa placa contendría dos palabras: “NO CREER”.
 
Luego de pasada una hora de tiempo se hizo evidente el cansancio de Borges. Por momentos, largos momentos, hablaba él solamente, en una suerte de desvarío sobre un salpicado de temas, como si mantuviera un soliloquio consigo mismo o como si no hubiera nadie frente a él. Sobre el final, y antes de que su escolta nos hiciera una seña, mencionamos a Rimbaud. Hizo silencio, echó la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados, dirigidos hacia arriba, como evocando, y comenzó a desgranar, en francés, los versos de  “El barco ebrio”. Lo escuchamos como a un decidor de sonidos mágicos, próximo pero alejado, en intimidad con la gracia, salvando para siempre ese día del año 1985.
 
 
 
(se agradece a Luis Diego Fernández:  http://ldflounge.blogspot.com.ar/)

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