El libro de la política // Diego Sztulwark
Leído desde hace medio milenio, El príncipe de Maquiavelo sigue siendo mal conocido. Considerado como fundador de la política, y recobrado por Gramsci como un “libro vivo”, aun ayuda a reencontrar las claves perdidas de la experiencia colectiva abierta a la invención.
Escrito en 1513, El príncipe se abre con una dedicatoria al nuevo gobernante de Florencia, Lorenzo de Médici. Se trata del obsequio que un político experto y derrotado —Maquiavelo había sido apresado y torturado tras la derrota de la república con la que vio interrumpida su carrera de funcionario— le ofrece al nuevo príncipe un breve tratado que compila observaciones sobre la acción de los “grandes hombres”, de una introducción a las “reglas sobre los gobiernos” y de una fina exposición de la historia como juego de perspectivas comparable al de los pintores paisajistas que miran desde lo bajo para pintar lo alto y viceversa. Para captar “la naturaleza de los pueblos es necesario ser príncipe, y para conocer la de los príncipes es necesario ser del pueblo”. La política maquiaveliana es una ciencia que supone un texto para el político, un príncipe lector, inmerso en una relación de conocimiento mutuo y esencial con el mundo popular.
La organización de sus veintiséis capítulos se ordena, en un comienzo, de acuerdo a un principio clasificatorio de las “formas de dominio sobre los hombres”, y en particular de los “principados” distinguiendo entre los “hereditarios” y los “adquiridos”. Dentro de estos últimos diferencia entre aquellos habituados a vivir bajo el mando de príncipes y aquellos que, por el contrario, están “acostumbrados a ser libres”. Llegados a este punto, el principio clasificatorio cede ante una fuerza expositiva de naturaleza diferente: la de un arroyo nada calmo del que emana toda clase de observaciones de índole práctica sobre la tarea de “gobernar y conservar”. Bajo la forma del consejo al nuevo príncipe, Maquiavelo escribe que los estados adquiridos resultan mas conflictivos que los heredados, puesto que en estos el orden ya han sido instaurado por sus fundadores, o que una ciudad habituada a darse sus propias leyes se conserva mejor cuando se la confía a sus propios ciudadanos, y quien pretenda dominarla deberá cuidarse de tales ciudades libre, y renuentes a olvidar sus viejas instituciones y dispuestas a la rebelión.
El principal interlocutor de Maquiavelo el “príncipe nuevo”: un particular sin atributos heredados que por esa razón debe aprender aceleradamente las leyes de la política, cuyas categorías dinámicas centrales son las de “virtud” (máximo valor y capacidad de enderezar las situaciones en su favor) y “fortuna” (aquello que se presenta como inexorable e imposible de transformar). El nuevo príncipe, que sólo posee la virtud, precisa una cosa de la fortuna: la “ocasión”, el encuentro con una multitud dispuesta a la que deberá ofrecer una forma política adecuada. Moisés no hubiera sido el príncipe que fue de hallar al pueblo de Israel esclavo y oprimido en Egipto: la servidumbre y el deseo de liberarse fueron la ocasión para la invención política del nuevo príncipe.
La política es concebida como el discurso orientado a este príncipe nuevo, que deberá afrontar toda clase de dificultades para instaurar un orden contra el cual reaccionarán de inmediato los afectados por sus reformas, mientras los favorecidos, que deberían constituir su base de apoyo, tardarán en aportar una defensa eficaz. Por lo que las dinámicas constituyentes deben ser realizadas por “profetas armados”, sino se desea terminar en la ruina. Lo que supone, a su vez, moderar el uso de la crueldad política, necesaria para forzar las relaciones de fuerzas, sólo durante el necesario aseguramiento inicial del poder. El político no se sostiene en el dinero ni en el poder sino en los humores de la ciudad, y toda ciudad está polarizada por el humor de los “grandes”, cuyo deseo es mandar y oprimir, y el del “pueblo” que desea no ser mandado y oprimido. Sea cual sea el humor que favorezca al nuevo príncipe, lo que no convendrá olvidar nunca es lo necesario que “tener de amigo al pueblo, o de otro modo, no tendrá remedio en la adversidad”.
En cuanto a la actitud que debe adoptar el príncipe frente a las cuestiones de la ciudad, convendrá atenerse a la “verdad efectiva”, que enseña obrar ante las personas tal y como realmente son y no según como deberían ser según se las sueña. De igual modo deberá “aprender a no ser bueno” y a simular (ya que quien solo puede ser bueno goza de menos recursos que aquel que sabe serlo cuando lo crea conveniente), y puesto a elegir entre las cualidades convenientes deberá inclinarse por la prudencia, y entre ser amado o temido optará por lo segundo, ya que los hombres —ingratos, simuladores y volubles— traicionan más fácil a quien aman que a quien temen. Lo cual no supone un pensamiento negativo de la amistad, sino solo de aquella fundada en el dinero. Ni supone Maquiavelo que pueda haber beneficio alguno en el odio. En tanto conductor de frases y de ejércitos, el príncipe debe ser apto para actuar de acuerdo a la verdad y a la fuerza, mitad hombre y mitad bestia (y entre las bestias debe admirar al zorro que escapa de las trampas y al león que aleja a las fieras), de modo que cumplirá con la palabra empeñada solo cuando los asuntos públicos lo requieran y nunca cuando sea pernicioso o se hayan extinguido los motivos de sus promesas.
La ausencia del conocimiento de la política ha conducido a Italia al fracaso, disperso el poder entre las ciudades-estado y el poder vaticano. El principal defecto de los príncipes del pasado fue no advertir la necesidad de cambiar conforme cambian los tiempos. Acostumbrados a la paz, no se prepararon para la guerra. Y esta es quizá la reflexión fundamental de El príncipe: que el poder de la fortuna domina por completo los asuntos humanos cuando se ausenta la virtud. Contra la opinión dominante según la cual es inútil oponerle resistencia alguna al estado de cosas, Maquiavelo defiende la idea según la cual, en presencia de la virtud, la fortuna puede ser “árbitro de la mitad de nuestras acciones”. La rueda de la fortuna selecciona, mientras que la de la virtud política contiene y da forma. Es ciego el intento de escapar a la mutación de los tiempos, como torpe confundir el tenor del carácter adecuado (la prudencia o la audacia) para actuar sobre cada uno de ellos.
La célebre exhortación final del libro de la política de Maquiavelo evoca a “un nuevo príncipe” por venir, capaz de proponer un nuevo proyecto histórico a las dispersas multitudes italianas. La “ocasión” surge de la descomposición misma del país, que espera un acto político fundador.
Antonio Gramsci llamó por esta razón “libro viviente” a El príncipe. En sus “Apuntes sobre la política en Maquiavelo”, redactados en la prisión de Mussolini, el escritor comunista leía la fundación de la ciencia política bajo “la forma dramática de un mito”, que personifica al redentor en un individuo. La figura del príncipe no es más que la representación “plástica y antropomórfica” de una “voluntad colectiva” orientada a un fin preciso: la “creación de una fantasía concreta que actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar una voluntad colectiva”. Ausente en la realidad histórica inmediata, el nuevo príncipe no existe ahí donde se lo necesita y por eso se lo invoca por medio de una narración de impecable rigor que culmina en un “fanatismo de la acción”, pues se trata del pasaje de la multitud empobrecida hacia “la fundación de un nuevo Estado”, lo que supone una “autorreflexión del pueblo” mismo, realizada en la propia conciencia popular. De allí que El príncipe sea modelo de manifiesto político.
El “moderno príncipe” de Gramsci no es un jefe individual sino una “voluntad colectiva reconocida y afirmada parcialmente en la acción”, que tiende a trascender la dimensión local o económico-corporativa de la lucha hacia una comprensión de tipo universal. Está destinado por tanto a crear un “nuevo Estado” como “nuevas estructuras nacionales y sociales”. Se trata de un reformador “intelectual y moral” que se presenta bajo la forma de un “programa de reformas económicas”. A diferencia del “maquiavelismo vulgar” para el que el fin justificaría los medios (frase inexistente en El príncipe), Gramsci descubre en Maquiavelo la explicación misma de las reglas políticas para la constitución del sujeto que ya no debería ignorarlas. Al reflexionar públicamente sobre la acción política, El príncipe devela el secreto mismo de lo político “a quien no sabe”, es decir, a ese pueblo que del que se espera un acto constituyente. Si la pregunta clave de toda pedagogía inconformista es “¿quién no sabe?”, la respuesta de Gramsci es: “la clase revolucionaria de su tiempo”. Así creía Gramsci ser fiel al carácter radicalmente democrático de la política de Maquiavelo.