A propósito de Nada que esperar. Historia de una amistad política, de Sebastián Scolnik // Miguel Mazzeo

¿Qué es una amistad política? ¿El escalón más alto de la amistad? ¿El escalón más alto de la política? No parece una tarea fácil separar amistad de política. Sobre todo, si pensamos la política como “gran política”, como una afectividad que nada tiene que ver con las lógicas administrativas; si la pensamos a partir de los esfuerzos por resignificar el concepto de revolución. Desde esta perspectiva, la amistad política surge cuando nos reconocemos ontológicamente ancladas y anclados en la fragilidad de la interdependencia. La amistad política es, básicamente, la forma más acabada de la comunión y un modo de producción de verdad que está emparentada con la felicidad. También está emparentada con el fracaso que resulta de la transgresión de un orden inhumano (el orden que impone la ley del valor). Hay una ética y una estética del fracaso. La amistad política también es un arte y una epifanía. Un arte de la conversación. Una epifanía de la deliberación.

 

En este libro, Sebastián “el Ruso” Scolnik captura y atesora fragmentos de la historia de una amistad política, de sus entornos y experiencias fundantes, de sus felicidades y fracasos. Apela al humor, principal aliado de la crítica y la imaginación, sin ceder a la tentación de la impiedad, sin adoptar los modales de un ofidio. Sigue el consejo de Quintiliano, elije ser: suaviter in modo, fortiter in re (suave en la forma y fuerte en los principios). Desacraliza lo que conviene desacralizar y lo que no, lo conserva sagrado. Y hasta la inexorable nostalgia que se le cuela en algunos pasajes tiene rigor crítico: el Ruso deja en claro que el futuro es el mejor lugar para pensar una tradición.

 

La dramatis personae: el núcleo de militantes y activistas surgido en los pasillos de la vieja sede de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA), en la calle Marcelo Torcuato de Alvear 2230, en la década del 90. Este núcleo, en un primer momento, dio forma a la agrupación el MATE, luego se continuó en el Colectivo Situaciones. Como aclara el Ruso en varios pasajes del libro, la tendencia a desertar de los espacios construidos ha sido uno de los rasgos característicos de este núcleo.

 

¿Cómo resumir en pocas imágenes el contexto histórico de esa emanación de corredores universitarios? Una sociedad civil popular bajo los efectos de la derrota del proyecto revolucionario de las décadas del 60 y el 70 y de la electoralización posterior a 1983. El consensualismo republicano y reaccionario fortalecido por la sanción de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final e, indirectamente, por la perplejidad que produjo en una franja de la militancia popular la acción extemporánea de la toma del Cuartel de La Tablada por parte del Movimiento Todos por la Patria (MTP) a comienzos de 1989. Completan el panorama: la hiperinflación, los saqueos.

 

Sobre esa devastación, se desplegará otra: la implementación de una versión extrema del neoliberalismo. Extrema por el impulso que traía desde el arriba, pero también por el consenso conseguido hábilmente en el abajo. A nivel mundial, la caída del Muro de Berlín, junto al agua turbia de los “socialismos reales”, servía para arrojar al basurero de la historia toda esperanza relacionada con la posibilidad de una alternativa capaz de exceder el sistema del capital.   

 

En ese escenario desolador, ese núcleo desistió de los caminos convencionales de la política burguesa; de la política como representación y espectáculo. Y también de los caminos igualmente convencionales de la vieja izquierda. Esa izquierda que juzgaba (y juzga) que, en materia emancipatoria, los bolcheviques inventaron todo, la que confía en la suficiencia del magro lenguaje que maneja. La izquierda que, cuando se plantea un cortocircuito entre teoría y práctica, jamás sospecha de la responsabilidad de la teoría. La izquierda que, como bien señala el Ruso, consideraba (y considera) cada lucha como el decorado de una línea elaborada de antemano.

 

Asimismo, ese núcleo buscó refundar lo “nacional-popular” ejerciendo una crítica tanto de los imaginarios desfasados como de los alambicamientos de las teorías (o hipótesis) populistas que, al desvincularse de la lucha de clases concreta, se convierten en expresiones orgánicas de ideas abstractas y terminan siendo tributarios de la política burguesa.

 

Del mismo modo, el núcleo de marras trató de posicionarse en la lucha anti-sistémica mundial sin caer en el seguidismo a-crítico o en la pleitesía rastrera para con los Estados (y los gobiernos) que histórica o circunstancialmente protagonizaban esa lucha. Repudió los esquemas de cancillería, el afán por el turismo subsidiado, el oportunismo.

 

El MATE, de composición exclusivamente estudiantil en un principio, se constituyó en anomalía intelectual. Abjuró de las burocracias académicas. No se cerró en universos logo-céntricos. Propició lecturas militantes y un editorialismo programático. Leyó con fervor e infidelidad a: Baruch Spinoza, Georg Hegel, Karl Marx, Vladimir I. Lenin, León Trotsky, Rosa Luxemburgo, Antonio Gramsci, Georg Lukács, Walter Benjamin, Karl Korsh, Jean-Paul Sartre, Guy Debord, entre otras y otros. Recuperó tradiciones heréticas y enraizadas: José Carlos Mariátegui, Ernesto Che Guevara, John William Cooke, Rodolfo Walsh, Paulo Freire. Tejió vínculos con la vieja guardia crítica, marginal y anómala en la universidad de los 90: Osvaldo Bayer, Rubén Dri, Horacio González, Ricardo Piglia, León Rozitchner, David Viñas. Buscó deliberadamente el contacto con viejos militantes como Luis Mattini. Viajó por Nuestra América y Europa para conocer de primera mano diversas experiencias. En el plano internacional estableció diálogos fructíferos con Toni Negri, Paolo Virno, etcétera.

 

El MATE no era un cuerpo extraño en la sociedad argentina. En contra de las versiones que plantean que la década del 90 se sintetiza en neoliberalismo, descolectivización, disgregación popular, frivolidad, estética bizarra, pizza, champagne y merca; en contra de la imagen del desierto político-cultural, el Ruso nos recuerda el otro lado de la década del 90, el lado luminoso: el invernadero donde se incubaron disrupciones políticas y reconstrucciones identitarias en clave anticapitalista, antiimperialista, anticolonial y antipatriarcal.  La utilización de la categoría “desierto” siempre fue poco feliz en nuestro país, invocada para invisivilizar lo “anómalo”, pocas veces, como en este libro, se toma en cuenta su sentido bíblico más potente. En el desierto no solo se padece, también se aprende.

 

Porque la década del 90 asistió a la fundación del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (MOCASE), a la creación la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA), al surgimiento del Encuentro de Organizaciones de Sociales (EOS) y a la irrupción de los Movimientos de Trabajadores Desocupados (MTD).

 

Fue la década en la que aparecieron, en la UBA especialmente, las primeras agrupaciones estudiantiles independientes y autónomas (el MATE de la Facultad de Ciencias Sociales, claro, pero también la Agrupación José Carlos Mariátegui de la Facultad Filosofía y Letras) que, entre otras actividades, impulsaron las Cátedras Libres: la de Derechos Humanos y la Ernesto Che Guevara, que funcionaron como espacios de socialización militante para toda una generación.   

 

Fue la década del Santiagazo (en la Provincia de Santiago del Estero) y de la insurrección Zapatista en Chiapas, México. De las puebladas en Cutral-Co y Plaza Huincul (en la provincia Neuquén) y en General Mosconi y Tartagal (en la provincia de Salta). También de las protestas en Génova y del triunfo electoral de Hugo Chávez, de cuya figura comenzamos a apropiarnos algunos años más tarde, más como emblema de un tránsito comunal o comunero al socialismo que como mentor de un vanguardismo estatal y electoral.

 

Fue la década de la masiva movilización por los 20 años del golpe de 1976, de la creación de H.I.J.O.S. y de los escarches a los represores. El lenguaje que apelaba a memoria, verdad y justicia solo habitaba en los pliegues de la sociedad civil popular y estaba lejos de ser asimilado por el Estado y sus instituciones.

 

También fue la década en la que proliferaban infinidad de organizaciones de base, de colectivos barriales y vecinales, de espacios contraculturales, de medios de comunicación alternativos, de ámbitos donde comenzaban a gestarse los feminismos populares, etc. Una década de autoorganización, deliberación popular y de inédita invención política. Esa corriente colectiva subterránea aflorará, prístina, en diciembre de 2001. Lo hará como potencia política constituyente. Por un tiempo (¿meses?, ¿algunos años?) esa fiesta de resurrección de los sentidos, esa politización con mayúsculas, ese “empoderamiento” en serio, sólido por autodeterminado y autogestionado, será un dato central en la escena política nacional.

 

Dice el Ruso que la década del 90 nunca podrá “comprenderse radicalmente si se prescinde de lo que en esos años produjeron esos pequeños grupitos, arrojados al desierto, que experimentaron, al nivel político, estético y sensible y del conocimiento, estilos de intervención que no se inscribían en los formatos tradicionales de las estrategias militantes. Sin esos imperceptibles destellos, transcurridos en los planos más disímiles –disimulados por el peso de la derrota y las visibilidades dominantes–, no se hubiera recreado la política y las luchas ofrecerían una pobre imagen de impotencia calcada del pasado.”

 

El núcleo militante, ya en el Colectivo Situaciones, impulsó modos originales de intervención político-cultural (profundizó su editorialismo programático) y aportó densidad política a varias experiencias populares de base. Esos modos de intervención tenían varias aristas. Desarrollaban la ilusión de comunidad en un mundo fragmentado y contribuían a la construcción de comunidades concretas. Propiciaban los valores colectivos, un nuevo lenguaje militante y formas deliberativas basadas en la horizontalidad. Ponían en valor la astucia de los débiles. Ahondaban en las tácticas que no surgen de ninguna razón.

 

Claro está, la insurrección popular de diciembre de 2001 fue el momento paradigmático. Una apertura a la iniciativa autónoma de los grupos subalternos, a un nuevo protagonismo popular. Una fisura en la hegemonía de las clases dominantes. Sin dudas, diciembre de 2001 produjo una nueva temporalidad y una nueva sensibilidad.

 

El Ruso cita a Virno: “solo se tiene una experiencia política una vez en la vida”. La frase hace referencia a una experiencia que atraviesa “un umbral en el que se logra percibir algo más allá de lo posible de una época”. A una experiencia que condiciona la visión y la vivencia de todo lo que viene después. Digamos: el momento fundacional de una percepción, de un modo de ver y sentir que no solo nos servirá para identificar lo radicalmente nuevo y emancipador cuando asome, sino también para conjurar los días a la intemperie. Algo muy parecido decía el poeta checo Rainer M. Rilke.

 

El Ruso también reconstruye el telón de fondo de ese proceso histórico, da cuenta de transformaciones vinculadas al campo de “la vida cotidiana”, incluida la “vida militante”. Nos muestra el antes de las “redes sociales”. Se detiene en los cambios en la composición de la fuerza de trabajo, con sus marcas indelebles de precarización y feminización; cambios que convierten en un anacronismo a todo moralismo industrial. Propone un análisis profano de las dificultades cada vez mayores para apropiarse de la ciudad, para tener protagonismo en ella, no sólo porque los buitres de la senectud nos revolean cada vez más cerca de la testa, sino porque los procesos de gentrificación lo imposibilitan. Pone en evidencia las marcas de una era “pos-coloquial”, los avances del capitalismo de franquicia y algoritmos, con pibas y pibes convertidos en cyborgs. Se indigna ante la vertiginosa “palermización” de Buenos Aires, ante el avance del “verdurismo-leninismo”, ante la traumática transición de la radicheta con ajo a la rúcula y ante la imposición compulsiva de la temporalidad absurda y acelerada del fast food en todos los órdenes de la vida.  

 

En el abordaje de estos temas subyace un afán político-pedagógico. Late la pregunta y la preocupación por el legado militante. Por la construcción de un linaje militante en entornos cada vez más hostiles, superpoblados de artefactos que no tienen nada de “neutrales” y que parecen diseñados para abolir la palabra, para subastar el pasado, para generar vacíos. 

 

Quien esto escribe alguna vez criticó algunos excesos retóricos de este núcleo militante. Autocrítica mediante, debemos reconocer que, por lo general, lo hicimos apelando a otros excesos retóricos o, peor aún, a un empirismo que, como quedó demostrado, no garantizaba nada. Tal vez, ahora podamos decir como Marx al final de su Crítica al Programa de Gotha: Dixit et salvavi animam mean (He dicho y he salvado mi alma). Ojalá así sea.

 

Quien esto escribe también cuestionó la idea del contrapoder y se aferró a la idea del poder popular como contra-cara del poder institucionalizado (idea en la que persiste, tozudo). Aquí debemos reconocer que la realidad, con sus deslindes gruesos, ha mostrado que esa era una discusión de segundo o tercer grado, que, a no ser por nuestras cerrazones y nuestros recelos minimalistas, podría haber sido más productiva. En última instancia estábamos obsesionados por lo mismo: la construcción de una interioridad política y unas praxis inmanentes.

 

El proceso histórico, además, nos puso cara a cara con algunas evidencias. Los caminos de la autonomía se mostraron mucho más enrevesados de lo que imaginábamos, sobre todo cuando el proceso de normalización política (reparadora en diversos órdenes) generó condiciones que exigían repensar un abanico de posibilidades para la política constituyente. A fuerza de golpes, viendo como “la lengua de la rebeldía se transmutaba en el habla del poder” –el Ruso dixit–, aprendimos que “ninguna idea nueva triunfa por sí sola, aunque lo merezca”, según reza la sentencia del poeta venezolano Aquiles Nazoa. Percibimos que, en ocasiones, el límite entre una política centrada en la transición y otra que busca la transacción se torna muy fino. No pudimos, no supimos desarrollar los pensamientos y las acciones que modificaran esas condiciones. Hoy, los procesos de estatización/corporativización de las organizaciones populares y los movimientos sociales, su inserción subordinada en esquemas de gestión pública, los condicionamientos estructurales a la politización de los espacios de reproducción de la vida (y de la pobreza), nos plantean nuevos desafíos teóricos y prácticos.

 

Al margen de todas estas cuestiones, lo cierto es que en el acuerdo o en el desacuerdo los vínculos con este núcleo y con los espacios que supo gestar, siempre fueron productivos. 

 

Ahora, al leer devotamente al Ruso, caemos en la cuenta de que hemos compartido lo más importante. No solo durante los tramos en que respirábamos acompasadamente y nuestros proyectos parecían calcos. También cuando nos embarcábamos en experimentos diferentes y nos mirábamos de reojo. Siempre estuvimos ungidas y ungidos por los mismos barros. Entramados y entramadas por los mismos grandes referentes, por el mismo “cedazo” de tradiciones argentinas, por los mismos peregrinajes, los mismos combates, las mismas calles. Unidas y unidos por el deseo de bajar del lenguaje a la vida y de subir de la vida al lenguaje, por las ganas de esbozar hipótesis en el curso de la acción y de armonizar método, estilo y proyecto. Aliadas y aliados en la vocación indeclinable de pensar-hacer la dimensión constituyente de la política (y el sujeto popular): la política por fuera las coordenadas impuestas por la gestión de lo dado. Igualadas e igualados en el objetivo de recrear el universal (concreto) a partir de particularidades emancipatorias y subjetividades antagonistas, siempre lejos, muy lejos, de todo relativismo pos-moderno, pos-estructuralista, o pos-lo-que-sea. Atravesadas y atravesados por una extraña flexibilidad y un notorio déficit de narcisismo que nos permitían ser políticamente felices en el lugar que nos tocara en suerte, con predilección por las retaguardias. Con nuestras particularidades, fuimos parte de la misma amistad política, de la misma felicidad y del mismo fracaso. Por otro lado, nosotros también supimos desandarnos permanentemente y ser desertores de los espacios en cuya construcción colaboramos.

 

Finalmente, la escritura del Ruso lucha contra esa constante letanía que es la rutina de la política normalizada (la política burguesa, la política institucionalizada), una letanía que adormece la conciencia con su aura de obviedad. Y aunque los años arrecien y el amor sea como un postre, como un exceso, él se empeña en unir la poesía y el sarcasmo, el pensamiento y la vida. Lo logra.

 

 

Miguel Mazzeo

Lanús Oeste, 29 de agosto de 2022. 

Nada que esperar. Historia de una amistad política de Sebastián Scolnik (Buenos Aires, Lobo Suelto, Cordero Editor, Tinta Limón ediciones, 2021).

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