Carita feliz. Tres observaciones en un cachorro de (flamantes) siete años // Agustín J Valle

 

1- A comienzos de este primer grado, de pronto en su cuaderno veo una tachadura intensa. ¿Qué es eso? La maestra me había puesto una carita, me dice. Una carita feliz, muy bien lo que hiciste. Al comienzo me puse reactivo: pero, si es una carita sonriente, te felicita, por qué la tachás! No quiero caritas, me dice el cachorro. Entonces me quedé pensando y entendí: sonriente o no, la carita es la irrupción de la mirada de un poder externo en el territorio propio del chico (el cuaderno, un mundo). Un estamento externo y superior que nos juzga: claro, empieza amoroso, pero arma el surco del acatamiento. La verdadera autonomía, sin ser en absoluto solipsista, toma lo que se le muestra/enseña y rechaza las palmadas sonrientes de la autoridad.

2- Hace poco encontró una pelota que había olvidado; pequeña, de goma y como con unos “pinches” amables (hermosa para acostarse con zonas de la espada contracturada sobre ella). Le encanta. Me pide llevarla a no sé donde, vamos en auto; en el camino, mientras va jugando (la tiene, la sopesa, la mueve, la gira…) me dice “papi, ¿sabés?, algunas cosas para mí son semi-dioses, me gustan tanto pero tanto que quiero mirarlas todo el tiempo, no puedo dejar de mirarlas”. Ajá. ¿Pero querés o no podés no mirarlas? Porque si “necesitás”, entonces es difícil querer, blabla… “No, quiero, porque cuando encuentro otra cosa que me gusta tanto, puedo dejar de mirarla”. Okey, politeísmo del consumo -pero, también, y un lugar de observancia y decir-lo.

3- Durante este año se ha futbolizado de una manera exacerbada; antes de cumplir los siete ya me habla y me habla de fútbol y está más pendiente que yo. Me pregunta de todo, las tablas de posiciones, los botines, los goleadores, los clasificados, y un extenso etcétera (¿qué jugadores de Boca tienen hijos?). Dios, he creado un monstruo, me digo. Pero claro, hermanes: el niño -ya en escuela primaria- percibe que en el mundo adulto hay un, y solo un, juego multitudinal y permanente. En ese sentido, el fútbol, con toda la porquería que sabemos, funge de articulador entre el mundo infantil y el mundo adulto. Es algo compartible entre niñes y grandes, diluye un poco esas fronteras; permite a los chicos participar de algo de grandes; permite a los grandes mantener algo del porque sí infantil. “Es necesario ser arbitrario para afirmar cualquier cosa”, decía León Rozitchner, y el fútbol lo enseña y ejerce de forma masiva. Toda afirmación tiene un fondo arbitrario; y casi cualquier cosa puede ser hecha pelota, pateada y desplazada… ¿Quizá estas potencias -de pedagogía lúdica por supuesto no siempre bien aprovechada- estén entre las causas que han tendido históricamente a marginar a las mujeres del fútbol?, el juego en serio por excelencia.

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