El alma de los hechos // Pedro Yagüe

Onetti asegura que hay muchas maneras de mentir, pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Pienso en esto cuando me pregunto por el sentido que Scolnik le asigna a la escritura, por esa insistencia en volver sobre un pasado tan recorrido, atiborrado de imágenes y respuestas. No hay en sus palabras un interés periodístico o historiográfico, no hay una necesidad de recuperar y reconstruir lo que pasó. Lo que Scolnik busca cuando escribe es ese alma, ese temperamento olvidado, esas formas de pensar y sentir que hoy se encuentran bajo la alfombra.

Algo de este proyecto se anuncia en el epígrafe de Nada que esperar, un llamado de atención que –en voz de Ricardo Piglia– nos advierte que la verdad de una historia se encuentra en los detalles. Podríamos suponer que el alma de los hechos, al igual que el diablo, también se oculta ahí. Scolnik cuenta haber visto una verdad del mundo, un pedacito de inmanencia que necesita ser narrado. Necesidad que no es caprichosa, sino que responde al diagnóstico de nuestra sociedad contemporánea donde la derrota se disfrazó de victoria, donde la privatización de las fantasías, de las discusiones, de los placeres, estrechó el horizonte al punto tal en que solo pareciera haber lugar para quien lo imagina. Entonces surge una idea, unas ganas: Scolnik viaja en busca de un nosotros del que participó, de un fondo común bajo el cual le fue posible ver ese pedacito de inmanencia. Y fabularlo.

Se trata de la historia de una amistad política que duró lo que pudo. Una primera persona en plural que permite recuperar experiencias, vivencias fundamentales con las que un grupo de militantes diagramó el mundo huyendo de los lugares que les habían sido dados. La amistad política, ese nosotros, es lo que les permitió trazar un camino diferente, inscribirse en una historicidad, elaborar propios métodos, inventar un espacio-tiempo que no huela a naftalina. Fue también una forma de mirar, de mirarse, marcada por la complicidad. La creación de un punto de vista. La importancia del mirar, de esa percepción que nace cuando se participa de una experiencia colectiva, se puede intuir ya en la dedicatoria, pero sobre todo en uno de los primeros capítulos, cuando Scolnik narra esa escena mitológica de El Padrino en la que la mirada de un propio alcanza para evitar una traición.

El libro recorre un conjunto de viajes, de lecturas, de anécdotas, de discusiones y acciones. Detrás de cada historia se deja entrever una misma operación de escritura, un mecanismo específico en el que la memoria, la experiencia y el presente se articulan de un modo singular. ¿Pero en qué consiste esta operación? ¿Qué es lo que busca cuando nos lleva hacia ese pasado, hacia ese nosotros que ya no existe? Ir al alma de los hechos, sí, ¿pero por qué? ¿Qué es lo que quiere encontrar ahí?

En muchos pasajes del libro uno puede intuir cierta confianza que Scolnik tiene en las palabras, como si ahí detectara una fuerza capaz de destrabar algo de nuestras vidas contemporáneas. Redescubrir la relación con la escritura, le escuché decir alguna vez, es redescubrir la relación con la experiencia y la propia historia. ¿Cómo se elabora todo aquello que uno ha vivido, tan extremo tan vital, que no encuentra su modo de existir, al menos como una evidencia en el presente? Esta pregunta dibuja el contorno de un proyecto teórico-político. Un proyecto que también se explicita en otra parte del libro: reencontrarse con lo que ya no tiene una actualidad palpable, para relanzar búsquedas que quedaron truncas. Volver sobre el pasado, sobre el alma de los hechos, y ofrecerlo como un espejo para el presente.

Quizás el punto de partida aparezca en el reconocimiento de una distancia con lo contemporáneo, de una inadecuación. Esos años a los que Scolnik necesita volver se encuentran estetizados por un presente que, de tanto referirse a ellos, no da lugar al temperamento bajo el cual se produjo lo mejor de esas décadas. No hay en este gesto revisionista una actitud nostálgica, ni siquiera desesperanzada, sino un pensamiento dirigido hacia prácticas posibles y concretas. De lo que se trata, en definitiva, es de volver a esas vivencias para relanzar nuevas búsquedas, para hacerlas relampaguear entre nosotros.

La operación que Scolnik realiza sobre el pasado busca destrabar algo de nuestra vida actual. Nada que esperar lleva a cabo una revisión de las últimas décadas desde un revés de trama, una especie de genealogía gracias a la que entendemos mejor el derrotero que nos llevó hasta el presente. Los años noventa, por ejemplo: donde los saberes estereotipados reconocen la ausencia de política, la pasividad, Scolnik encuentra la experimentación y la resistencia en carne viva, la audacia, la indeterminación, la invención de prácticas y saberes colectivos. Los años kirchneristas también: mientras periodistas, funcionarios y académicos festejaban el retorno de la política, Scolnik no podía sino ver el reemplazo de saberes políticos por las narrativas tentadoras de la nueva era.

Los capítulos dedicados a los últimos quince años son tal vez los más conmovedores por su dureza, por la lucidez con la que describe el modo en que la politización-despolitizante produjo un regreso a la vida civil. Scolnik no puede dejar de ver una transacción sin la cual el presente sería incomprensible: se ofreció la posibilidad de tener una vida a cambio de la subordinación, de la aceptación de que las cosas eran y serían de esta manera. Como en el padrino –otra vez–, se trataba de una oferta que para la gran mayoría de nosotros fue imposible rechazar. El kirchnerismo, después de la gran conmoción, ofrecía una vida. Toda una política reparatoria. A los científicos, repatriar sus “cerebros” que habían fugado. A los intelectuales, revistas, programas de televisión, cargos académicos e institucionales y becas. Muchas becas. A buscas y empresarios, muchos negocios posibles. Soja, pañuelos blancos y Conurbano parecían ser los lados de un triángulo, rara vez equilátero, muchas veces isósceles y en general escaleno. Imposible no pensar, a partir de este análisis, en el mutismo de los especialistas académicos, en el advenimiento de los escritores profesionales, nucleados en universidades, agencias literarias y editoriales multinacionales.

En su ir y venir entre pasado y presente, Scolnik reconoce los dispositivos de neutralización con los que vivimos: la estetización de las palabras, la mercantilización de las prácticas, la privatización de la vida, la política como rosca y administración, la escritura como carrera, el régimen de opinión como otra forma de morir, la realidad como derrota. Algo imperceptible se había quebrado entre nosotros, sentencia Scolnik sobre el final del libro, refiriéndose a la extinción de su amistad política, Ahora, lo que le pasaba a cada quién pasó a ser información.

Si, como escribió Marcelo Fox, el mundo es una máquina de olvido, Scolnik se propone librar con su libro un combate contra esa maquinaria. Pero, por supuesto, no se trata de cualquier olvido, ni de cualquier combate, sino de una pelea por esos detalles en los que se juega la verdad de nuestra historia. Para este presente maquillado, aturdido y temeroso, para este presente desalmado, Scolnik propone un retorno a ese temperamento, a ese alma de los hechos, que pueda servirnos como brújula, o al menos como espejo, para no sentirnos tan solos en el naufragio anímico de estos años.

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