Anarquía Coronada

Category archive

Sin categoría - page 7

La larga risa de todos estos años // Rodolfo E. Fogwill


     No éramos tan felices, pero si en las reuniones de los sábados alguien hubiese preguntado si éramos felices, ella habría respondido “seguro sí”, o me habría consultado con los ojos antes de decir “sí”, o tal vez habría dicho directamente “sí”, volteando su largo pelo rubio hacia mi lado para incitarme a confirmar a todos que éramos felices, que yo también pensaba que éramos felices. Pero éramos felices. Ya pasó mucho tiempo y sin embargo, si alguien me preguntase si éramos felices diría que sí, que éramos, y creo que ella también diría que fuimos muy felices, o que éramos felices durante aquellos años setenta y cinco, setenta y seis, y hasta bien entrado el año mil novecientos setenta y ocho, después del último verano.
    

     Salía por las tardes, a las dos, o a las tres.Siempre los martes, miércoles y jueves, después de mediodía, se maquillaba, me saludaba con un beso, se iba a hacer puntos y no volvía hasta las nueve de la noche.
     A fin de mes, si había dinero, no salía a hacer puntos. Entonces, también aquellas tardes de martes a jueves nos quedábamos charlando, tomando té, o ella se encerraba en el cuarto para mirar televisión mientras yo trabajaba, o me acostaba a descansar sobre la hamaca paraguaya que habíamos colgado en el balcón.
     Y si faltaba plata, en la primera semana del mes hacía dos puntos cada tarde: se iba temprano al centro, hacía algún punto, después volvía a nuestro barrio para hacer otro punto por Callao, y yo la esperaba sabiendo que aquella noche llegaría más tarde. Pero siempre teníamos dinero. Hubo caprichos: el viaje a Miami, los muebles de laca con gamuza amarilla y la manía de andar siempre cambiando de auto, esos fueron los gastos mayores de la época, y como casi nunca nos faltaba plata, ella hacía, puntos entre martes y jueves las primeras semanas del mes, llegaba a casa bien temprano, me daba un beso, se cambiaba y se encerraba a cocinar.
     A veces pienso que por entonces cada día era tan parecido a los otros, que por esa constancia y esa semejanza se producía nuestra sensación de felicidad.


     Salía temprano. Dejaba el taxi en Veinticinco de Mayo y Corrientes y se iba caminado hacia Sarmiento; a veces se entretenía mirando una vidriera de antigüedades, monedas viejas, estampillas. Serían las tres. Había por ahí hombres parados frente a las pizarras de las casas de cambio, gente que copia en sus libretas las cotizaciones, y el precio de los bonos y de los dólares de cada día. Alguno de ésos la miraba.
     Entraba al bar de la esquina de la Bolsa. Se hacía servir un té en la barra y generalmente alguien la veía y la reconocía y la citaba. Los conocidos la citaban allí, en el bar de la Bolsa.
     Los hombres no podían olvidarla con facilidad.
     Si no conseguía cita, pagaba el té, dejaba su propina, se iba caminando por Sarmiento, y en algún quiosco compraba revistas francesas o brasileñas para mirarlas tomando su café en la confitería Richmond de la calle Florida.
     Ahí siempre alguien se le acercaba. De lo contrario, poco antes de las cuatro, salía a recorrer Florida hacia la Plaza San Martín mirando vidrieras, o demorándose en las cercanías del Centro Naval y en los barcitos de la zona, llenos de oficiales de paso que dejan sus familias en las bases del sur y sabían de ella.
     Si no encontraba un oficial, seguía hasta Charcas y pasaba por la vieja galería, donde nunca solía fallar, porque si los mozos del snack bar la veían sola, le presentaban a los turistas que habían andado por ahí buscando una mujer.

      

     Una mujer. ¿Qué sabrían ellos qué es una mujer? Yo sí sé. Sé que ella era una mujer. No sé si lo sabrán todos los hombres que la encontraban en la Bolsa, en la Richmond, en el Centro Naval, o en algún sitio de su camino entre la Bolsa de Comercio y la galería, pero sé que algunos lo supieron, y fueron sus amigos, y casi amigos míos fueron –los conocí–, y me consta que, por conocerla, algunos de ellos aprendieron qué es una mujer.
     Algunas veces se le acercaban hombres de civil fingiendo que buscaban citas, pero ella los descubría –tenía para eso un olfato especial–, y les decía que se fuesen a alcahuetear a otro.
     Los especiales, los de la División Moralidad, la dejaban seguir. En cambio, los oficiales nuevos de las comisarías, recién salidos de los cursos, se ofendían y la llevaban detenida a la seccional. Allí tenía que hablar con los de la guardia; mostraba las fotos de publicidad, los documentos, las llaves de casa y las del auto y los jefes le permitían salir.
    ¿Qué otra cosa podían hacer? Una noche llegó a casa con un subcomisario.
     Yo la esperaba trabajando frente a mi escritorio, y cuando oí la cerradura, miré hacia la puerta para ver su carita sonriente y lo vi a él.
     Parecía un profesor de tenis, o un vividor de mujeres ricas. El notó la expresión de mi cara al oír que me lo presentaban como subcomisario y quedó sorprendido, igual que yo. ‘ Me reconoció por aquella película de la Edad Media –la del whisky como había pensado que ella vivía sola, miraba mi kimono de yudo, veía el desorden de papeles sobre mi escritorio, y la miraba a ella, averiguando.
     Notó un papel de armar entre mis libros. Era un papel americano, con los colores de la bandera yanqui y preguntó si fumábamos. Ella dijo que estaba para ofrecer a las visitas y a él le pareció bien y siguió curioseando entre los libros. Esa primera vez estuvo medio trabado, igual que yo, que jamás esperé que me trajera un policía a casa.
     Pero después nos hicimos amigos. Se acostumbró a venir y nos telefoneaba desde el garage para anunciar que al rato subiría a tomar algo, o a charlar. Dejaba sus armas en el auto. Para ellos es obligatorio llevar siempre la pistola en su funda de la cintura, o en esas carteritas que usan ahora, pero él, por respeto a la casa, dejaba todo en el garage.


     A veces preguntaba por ella: –¿Y Franca…? –Parecía amenazarme: “si decís que no está, seguro que me muero…”.
     Y yo le explicaba que estaría haciendo puntos, que pronto llegaría, y lo invitaba con un whisky.
     Para no molestar, él se quitaba los zapatos, se acostaba en el sillón del living y se quedaba ahí mirando el techo hasta que ella llegara, sólo por verla, aunque estuviesen esperándolo en su oficina, una sección especial de vigilancia que funcionaba cerca de casa en la época de la presidencia de Isabel.
   Parecía un instructor de tenis, o el encargado de un yate de lujo. Siempre de sport, bronceado; tenía cuarenta y dos años, pero parecía menor, de treinta o treinta y cinco. Se llamaba Solanas.
     Fuimos bastante amigos. No es fácil ahora confesar amistad hacia un policía, pero no has sido el único. También siento amistad hacia el inspector Fernández, de la Policía Federal, a la llaman la mejor del mundo aunque a él lo tenga destinado a una comisaría de mala muerte, en un barrio donde jamás nada sucede. A Solanas lo había conocido haciendo puntos.
     Le habrá cobrado, la primera vez, lo mismo que por entonces les cobraba a todos; serían veinte, o veinticinco mil pesos: unos cien dólares, quinientos millones de ahora. ¿Cómo decirlo si el valor del dinero cambia más que cualquier otra costumbre de la gente…? Desde que se hizo amiga de Solanas y lo empezó a traer a casa, nunca volvió a cobrarle.
     Tampoco creo que haya vuelto a acostarse con él: ella diferenciaba a los amigos de los puntos, y entre los puntos distinguía bien a los clientes estables de aquellos hombres ocasionales que aceptaba sólo cuando veía que se le estaba yendo la tarde sin conseguir un conocido. . Si los entraba a casa, significaba que ya era amiga de los puntos. Saldrían del hotel, o del departamentito del hombre y entusiasmados, irían a un bar para seguir charlando. Después, cuando llegaba la hora de volver, ella querría volver –necesitaba volver–, se haría acompañar hasta la puerta y si seguía la charla y le seguía el entusiasmo, lo hacía subir a nuestro departamento.
    
     Cuando está comenzando una amistad, nada la puede detener. Por eso, al nuevo amigo ella lo hacía pasar, lo presentaba, y el hombre seguía hablando conmigo mientras ella se cambiaba y se encerraba a cocinar para los tres.
     Los que se hacían amigos cenaban en casa; a los que no se querían ir, les preparábamos una camita en el living, y ahí dormían, sin preocuparse por lo que hacíamos en nuestra habitación.
     Hasta venir a nuestro departamento nunca un cliente sabía de mí. Yo en cambio sabía de ellos porque Franca me detallaba todo lo que hacía con los puntos. Fue una época. Yo quería averiguar, conocer más. Sentía curiosidad por entender qué había hecho cada tarde, y hasta «ataba de imitar, por la noche, lo que ella había estado haciendo con los puntos durante el día.
     Por eso conocí, sin haber ido nunca, todos los hoteles que a ella le gustaban, y hasta podía imaginarme los departamentitos de los solteros, y la decoración de los departamentos que alquilan los casados para escaparse un poco de la mujer. Tenía de cada uno de esos lugares una idea tan nítida como la de Franca, que se acostaba allí dos o tres veces por mes.
     Parece mentira, pero la gente, aun en las cosas que hace más en la intimidad, se parece entre sí tanto como en las que hace porque las vio hacer antes a los vecinos, a sus socios del club o a los actores de las propagandas de la televisión.
     Después dejé de averiguar. Ella me anunciaba si había hecho algo poco común, aunque eso sucediera muy pocas veces.
     Celos jamás sentí. Rabia sí; cuando pensé que me mentía, o cuando sospeché que ella agregaba algún detalle para probar si yo sentía celos.
     Con el tiempo aprendí que así como yo nunca le había mentido, ella tampoco a mí me había mentido, y por eso, si alguien hubiera preguntado si éramos felices, habría dicho ella, igual que yo, que sí, que éramos muy felices a pesar de las pequeñas peleas y de los celos.
    
     Porque ella sí celos sentía.
     –¿Qué hiciste hoy…? –preguntaba al llegar.
     –Y… nada… –decía yo, mostrándole mi yudogui impecable, el cinturón recién planchado, el escritorio cubierto de fichas y de notas, y el mate frío junto a mi cenicero lleno de filtros de cigarrillos terminados.
     –Nada… volvía a decirle, disimulando la sonrisa que me nacía al pensar que ella había andado por ahí creyendo que esa tarde yo habría sido capaz de salir o de hacer algo diferente de cualquier otra tarde de mi vida.
     –¿Qué hiciste hoy? ¿Quién estuvo esta tarde? –volvía a preguntar.
     –Y… nadie, Franca, nadie –le repetía yo.
     ¿Quién iría a estar? –¡Mentiras…! –decía ella–. ¡Mentiras! Te leo en los ojos que hubo alguien. –No. No hubo nadie Franca –le decía, y ya sin sonreír, porque sabía cómo iba a terminar todo eso, empezaba a mirarle los ojos verdes, para que al comprobar que resistía su mirada, ella entendiese que no tenía nada que ocultarle, que nadie había venido, y que yo, aquella tarde, no había hecho nada distinto a lo de todas las otras tardes de la semana.
     Entonces ella dejaba de mirarme. Sus ojos verdes se fijaban en la pared j yo veía sólo la parte blanca de los ojos que empezaba a nublarse por lágrimas mezcladas con rimnmel aceitoso disuelto.
     (Había algo loco en eso de mirar siempre hacia un costado, siempre al mismo costado, como si la pintura de la pared, o la pintura de los cuadros colgantes de la pared, pudiese responder sus preguntas: “¿Quién vino?” “¿Dónde fuiste?”).Y yo quería consolarla.
     Alzaba un brazo, trataba de acariciarle el pelo, pero ella se volvía más hacia la pared y miraba algún cuadro, o peor, al zócalo directamente. Gritaba: –¡Ves que siempre mentís! ¿Ves que mentís? –volvía a gritar, como si la pared le hubiese confirmado que yo mentía. (Yo no mentía.)
     –No nena… No te miento… –juraba yo, riendo, pero ella lloraba cada vez más fuerte y me decía entre sollozos que se iba a ir con un punto que le había prometido un departamento en Manhattan, con otro que la invitaba a un viaje por islas del Caribe, o con aquel que le ofrecía pasar el verano en su estancia del Brasil.
     ¿Cómo no iba a reír si siempre amenazaba igual: el Brasil, las islas del Caribe, el departamento “studio” en la isla de Manhattan…? Pero debía haber evitado reír. Era peor: ella gritaba más: –¿Ves…? –preguntaba–. ¡Te reís! –se respondía. Y explicaba–: ¡Quiere decir que no te importa que me vaya…! Quiere decir que vos no me querés… ¡Que nunca me quisiste! ¡Das asco! –No nena… –hablaba yo–: ¡No peliés! –rogaba. Yo había dejado de reír, pero ella no había dejado de llorar.
     –¿Cómo que no peliés? –decía–. ¡Cómo querés que no pelee si me mentís! –Y me miraba y me gritaba:¡Sos insensible! –protestaba cada vez más, gritando más.
     Entonces yo miraba la hora y calculaba. Sentía el paso del tiempo. .. Sentía que perderíamos la cena.
     Y ella miraba mi escritorio –venía hacia mí y yo temía que comenzase a destrozar los libros, o a revolverme los papeles, o peor, que como muchas veces, acabara tirando el cenicero y mi mate al piso, aunque después ella misma tuviese que juntar la ceniza y los restos de yerba, y fregar la mancha verdosa que impregnaría la alfombra. Procuraba proteger mi escritorio; cubría todo con mis brazos abiertos.
     –¡No sigás…! –rogaba yo.
     Pero seguía, ella. Tac, un libro. Trac: el cenicero. Tlaf: el mate de boca contra la alfombra; todo caía. Y yo me controlaba, me relajaba, trataba de calmarla. Imposible: nunca se calmaba.
     Entonces dejaba mi escritorio; iba hacia ella, le aplicaba una palanca de radio–cúbito, y la llevaba encorvada hacia el sofá. Trabándola contra los almohadones, sobre el sofá o sobre la alfombra, evitaba que se lastimase tratando de librarse de mi palanca.
     –Calmáte amor… no sigas… –le pedía entonces, hablándole contra la oreja.
     Pero ella gritaba más: que la iba a matar, que la quería matar. Y yo pensaba en los vecinos, intentando callarla, y aplastaba su boca contra los almohadones. Era peor: se sacudía, gritaba más.
     Entonces le vendaba la boca con mi cinturón, tensaba el cinturón bajo su pelo, por la nuca, y con sus cabos le ataba las manos contra la espalda. Inmóvil, podía decirle lentamente que la quería, que nadie había venido, que yo no había salido y que sabía que nunca me cambiaría por el de Brasil, ni por nadie y ella dejaba de forcejear y yo apagaba la lámpara y me desnudaba.
     Le hablaba despacito. La desnudaba y antes de desatar el cinturón le acariciaba el cuello y los brazos para probar si estaba relajada. Sólo la castigaba si hacía algún ruido o intentos de gritar por la nariz que pudiesen alarmar a los vecinos.
     Cuando se ponía bien soltaba el nudo la besaba, le besaba los ojos y la cara, acariciaba todo su cuerpo y la sentía todavía sollozar, o temblar –eran los ecos de tanto que había llorado y gritado y nos besábamos las bocas, y ella empezaba a reír porque reconocía en mi boca el gusto de sus lágrimas mezclado con gusto de tabaco y de rimmel, y así nos abrazábamos como jamás debió haberse abrazado con sus puntos y nos íbamos al cuarto, o a la hamaca, y nos quedábamos por horas mándonos, o hamacándonos hasta que el hambre, la sed o mis absurdas ganas de fumar nos obligaban a separarnos.
     Esas noches no cocinaba. Después del baño bajábamos a un restaurante del barrio y nos sentíamos felices.
      
      
    
    
      
    
     La gente, desde las otras mesas, nos notaría felices y pasábamos días y semanas enteras felices sin pelear.
     Si le quedaban marcas, reprochaba –¡Qué van a pensar…! –decía, riéndose, reconociendo que ella había tenido la culpa.
     Y nos divertíamos pensando que a los puntos de esa semana, las marcas del cuello, la espalda y las muñecas los entusiasmarían más.
     Decía que le contaba a algunos –a los que le parecían más sensible–, que el hombre que vivía con ella se emborrachaba y le pegaba. Que algunas veces debían llevarla desmayada al hospital. Que no se separaba ni se atrevía a abandonarlo porque el tipo era un asesino y que estaba segura de que tarde o temprano terminada matándola.
     A otros les hacía creer que se había lastimado en una caída del caballo.
     Tenía un caballo en el Club Hípico Alemán de Palermo. Lunes y sábados se iba a practicar equitación. Le hacía bien eso a ella, como a mí me hacían bien las prácticas de yudo.
    
      
     Toda la gente debería practicar un deporte violento: teniendo el cuerpo tenso y fortalecido se está mejor de la cabeza, se respira y se duerme mejor, se fuma menos y la vida comienza a parecerse más a lo que debe ser la verdadera felicidad.
     El caballo era un alazán. Se llamaba Macri; no sé por qué. Lo conocí un sábado, mientras la esperaba cerca del lago. Ella desmontó, vino hacia mí trayéndolo por una rienda, y cuando dejé el auto para besarla, el animal olió mi pelo, resopló, y se puso a golpear, nervioso, el suelo con las patas. .
     Nunca, dijo ella, se había portado así. Era un caballo que tenía fama de noble y manso, pero algo de mí debía ponerlo mal, porque las pocas veces que me tuvo cerca reaccionó igual: resoplaba, pisoteaba nervioso el césped con sus cascos. .
     La seguían militares por Palermo. A ella no le gustaban los militares, pero los lunes y los sábados –los días de ella–, muchos van por ahí probando sus caballos.
     Se le arrimaban. Trataban de hacer citas.
     Siempre los rechazaba.
     Nunca hizo puntos por Palermo, ni en el Hípico.
     Para ella los caballos, especialmente su caballo, eran una pasión.
    
     El cuidador del Macri, lo supimos después, era suboficial de Ejército. Se ocupaba de eso para reforzar su pequeño sueldito de fin de mes.
     Yo luchaba con un capitán. Por mi peso –sesenta y dos kilos–, nunca encontraba en la academia con quién luchar. A veces probaba con mujeres, pero no tenían técnica ni fuerza. Había muchachos jóvenes, de mi peso, con fuerza y con técnica, pero sin la madurez y la concentración que se logran en el yudo sólo mediante años de práctica.
     Entonces debía buscar gente de más peso. El capitán –setenta kilos era un hombre moreno y bajito. Cuando Fukuma nos presentó, y durante el saludo, miró mi cinturón y habrá pensado que el maestro le pedía, como favor, que me probase.
     Gané los seis primeros lances seguidos. Siempre ganaba.
     Una tarde, practicando retenciones, le apliqué algunas técnicas de hapkido y lo noté desesperado por salir. Cuando le hacía un “ojal” con la solapa de su yudogui argentino de loneta, no bien sentía que la circulación cerebral se le dificultaba, en vez de golpear para que lo dejase salir, me clavaba sus ojitos negros reticulados de capilares rojos y yo veía una mirada de odio distinta a la de Franca, no sólo a causa del contraste con el hermoso color verde de ella, sino también porque se entendía que en aquel hombre nadie podría transformar el odio en un sentimiento más elaborado.
    
     Mucha gente jamás comprenderá el deporte.
     Ahora permiten federarse y competir en torneos a personas llenas de ideas agresivas, a quienes la experiencia del triunfo y el fracaso no les sirve de nada.
     Habría que averiguar bien qué entiende alguien por éxito y derrota antes de autorizarlo a combatir o darle un rango que habilita para formar discípulos. De lo contrario, en pocos años, terminarán por desvirtuarse los principios de las artes marciales.
     Perder es aprender. Esto me lo enseñó Fukuma, que lo aprendió del maestro Murita, dan imperial que nunca autorizó la ostentación de colores de rangos en su dojo.
    
     “Si yo tuviera tanta fuerza y tanta habilidad…” –decía ella, refiriéndose a mis palancas y mis técnicas.
     Pero jamás pudo aprender. Compró kimono, pagó matrícula y el primer mes de un curso con Fukuma, pero al cabo de cuatro clases desistió reconociendo que no alcanzaba a comprender los fundamentos de nuestro deporte.
     Franca había nacido para los caballos.
     Calculó Olda Ferrer que yo podría ganar una fortuna instalando un gimnasio.
     –¿Cuánto ganaría? –le pregunté.
     –Mucho –decía ella, mientras su marido, un psicoanalista, aconsejaba a Franca que me impulsase a tomar discípulos.
     Para los psicoanalistas, poner un cartelito y arreglar un local donde otra gente pague por asistir es un ideal de la vida humana, que resulta aún más elevado si el lugar se llama “instituto” y el dinero que los clientes pagan es mucho.
     –¿Pero cuánto es mucho? –pregunté a la Ferrer, que era una economista bastante conocida, y calculó una cifra: –Diez mil, para empezar. Después más, veinte, o treinta mil…
     Dijo eso o cualquier otro número; no sé cuánto valía el dinero por entonces. Recuerdo en cambio que Franca me guiñaba los ojos, porque durante el mes anterior ella había producido treinta y cinco mil sin poner instituto ni perder tiempo preparando discípulos incapaces de alcanzar objetivo alguno. Pero una vez casi me instalo. Se lo dije a Fukuma. El viejo recomendaba que sí:
     –¡Metéte! –dijo, y era gracioso oírlo, porque a causa de su acento, “metéte” nos parecía una palabra japonesa, mientras que a él le sonaría tan natural y tan argentina como cualquiera de las palabras del español que siempre pronunciaba mal.
    
     Sucedió en 1975. Estaba intervenida la universidad y echaban a los profesores porque en la facultad habían tolerado a los grupitos de estudiantes que se mezclaron con la guerrilla.
     Pensé que me despedirían también a mí. En el segundo cuatrimestre cambié el turno de mis clases y comencé a dictar los teóricos en este horario de lunes y sábados entre ocho y diez de la mañana. Con los nuevos horarios venían menos alumnos, y como las autoridades de la intervención siempre llegaban tarde y nunca me veían, se fueron olvidando de mí y no tuve necesidad de “meter” un instituto.
     Calculaba así: “si con cuatro horas semanales gano mil, y con cuarenta horas ganaría diez mil, cambiar no me conviene”. Las cifras son falsas: nadie. recuerda cuánto ganaba por entonces.
     Hay algo que se aprende con el estudio de las artes marciales: actuar sobre las partes del enemigo que ofrecen menos resistencia.
    
      
     Escribí “partes”. Una traducción correcta del japonés habría elegido la palabra “puntos”.
     Franca reiría si leyese estas notas.
     Hablé una tarde con el capitán. Le conté lo que ocurría en la Universidad y hablé de mis temores por mí, por Franca. Prometió ayudarme.
     Al tiempo, vino a decirme que había hecho averiguaciones y que como yo no tenía antecedentes, no debía preocuparme.
     Pero a mediados del setenta y siete, cuando desapareció un chico del gimnasio al que también le había prometido que no necesitaba preocuparse porque no tenía antecedentes, llamé a Solanas y él me llevó, sin que Franca supiese, a la oficina aquella a blanquear.
     “Blanquear” quería decir contar lo que uno pensaba, lo que sabía que pensaban o hacían los otros y lo que pensaba que hacían, pensaban o sabían los otros. El hombre de la oficina, un canoso muy alto que debía ser el jefe, después de hablar y preguntar durante más de tres horas, aconsejó que si algún día me llevaban tenía que convencerlos de que había blanqueado, y reclamar que revisaran mis hojas en el batallón trescientos y pico. Después Solanas me aclaró que haber blanqueado no garantizaba nada, que no se podía Poner las manos en el fuego por nadie y que todo aquel trámite> “en el mejor de los casos”, podía ser una ayuda.
     Creo que todos vieron lo que fue pasando durante aquellos años. Muchos dicen que recién ahora se enteran. Otros, más decentes, dicen que siempre lo supieron, pero que recién ahora lo comprenden. Pocos quieren reconocer que siempre lo supieron y siempre lo entendieron, y que si ahora piensan o dicen pensar cosas diferentes, es porque se ha hecho una costumbre hablar o pensar distinto, como antes se había vuelto costumbre aparentar que no se sabía, o hacer creer que se sabía, pero que no se comprendía.
     Se lo aprende en la vida, o en el dojo: siempre es igual que antes. Para la gente, lo importante es vivir mirando hacia donde los otros le señalan, como si nada sucediera detrás, o más adelante.
     Si cuando sucedía aquello había que pensar otra cosa, ahora, que hay que pensar en lo que entonces sucedía, indica que no habrá que mirar ni pensar las cosas que suceden en este momento.
    
      
    
        
     Ochenta y tres. Empieza otro año y llegan nuevas promociones de alumnos. Cada cuatrimestre los estudiantes me parecen más jóvenes, más niños. Es porque en mi memoria los alumnos de antes han seguido creciendo o envejeciendo, aunque nunca los haya vuelto a ver.
     En mi memoria crecen y encanecen muchachos y muchachas que murieron poco después de aprobar el examen final, hace cinco o diez años.
     Mi memoria de mí continúa intacta. Me imagino como el día que comencé en la cátedra, hace ya doce años.
     Tenía veintisiete.
     Franca tampoco envejeció. Tiene treinta y nueve, mi edad. Hace puntos aún, pero jura que ‘el marido no lo sabe.
     Vive con él, con los hijitos que –tuvieron con él, y con la suegra, que los cuida.
     La veo muy pocas veces. Pregunto cómo no pudimos seguir siendo felices.
     Ella protesta que es feliz, que ya no siente celos, y que ahora es él –el marido– quien siente celos. ‘ Sabe que ella hacía puntos, pero no sabe, o finge que no sabe, que sigue haciendo puntos ahora. Ella dice que él nunca conocerá lo nuestro, porque si se enterase la echaría de la casa, le quitaría los hijos o haría cualquier locura. Lo cree capaz.
     Cuenta que salvo alguna situación en la que debió entrar para satisfacer caprichos de los clientes, jamás ha vuelto a acostarse con mujeres, y que yo fui la única por quién sintió algo frente y sincero en la vida.
     Le creo.
     Creer, o no creer, no me hace más ni menos feliz, Claudia volvió a leer hasta aquí y quiere saber si éramos felices. Digo que sí: –Como con vos. Igual que con vos, Claudia –le digo y me parece que está por volver a llorar.
     ¿Llorará? A veces llora.
     –No Claudia, celos no, por favor –le ruego, porque siento que comienza a llorar.
     Y ella me jura que no son celos de mí, ni de la otra, sino celos de un tiempo en el que fuimos muy felices y ella no estaba conmigo.
     –Y ahora, Claudia –pregunto–: ¿No somos felices? Desde el rincón del living me mira sin hablar.
     Recién llega de hacer sus puntos y se ha puesto a ordenar los discos. Después de un rato dice: –Sí… somos felices… Pero quisiera que todo esto se te borre de la podrida cabeza…
     Y yo soplo. (Algo así ha de haber sentido el caballito de Franca Charreau.) Ella no pudo oírme, pero se acerca. Adivino qué va a ocurrir.
     Acerté.
     Se arrima al escritorio. Espía lo que escribo.
     Revuelve mis papeles y empieza, como siempre, a hablar de Franca.
     –¡Esa puta…! Andaba con mujeres… ¡Se encamaba con todas las putas reventadas de Buenos Aires…! Cuando se pone así, Claudia siempre habla así.
     Después me dice que soy una estúpida, una imbécil, y vuelve a repetir que Franca era una puta.
     –Igual que vos, mi amor –le digo. Estoy serena. ¿Será necesario que alguna vez pierda el control y que me exalte para calmarla? –Dudás de mí –me dice y llora–: ¡No creés en mí! –No nena –digo–, nunca dudé de vos.
     –Claro –responde–, es porque estás segura, porque salís con otras… Porque te ves con esa puta de Franca… Por eso…
     Y llora y habla a gritos. ¿Tendré que interpretar? Interpreto: –No, nena, no es así. La que quiere salir con otras debés ser vos… No yo… Yo estoy muy bien en mi escritorio… Te ponés mal… estás haciendo esto –digo para sentirte mal, para no estar mejor conmigo…
     –Y ella… ¿Podía estar bien con vos? –pregunta y me golpea el escritorio.
     –Sí, Claudia –digo temiendo que vuelva a romper algo–, como vos: a veces, como vos hoy, ella tampoco podía…
     Ella no sabe controlar sus reacciones. Tampoco yo sé controlar mis no–reacciones. Si actuase como ella desea, todo sería distinto. Más violento y confuso –más peligroso pero tal vez sería mejor. Apagaré la luz. .
     Veo su silueta moverse en la semipenumbra del living y reconozco su intención. Amenazo: –Si seguís, Claudia, sabés lo que te va a pasar…
     Pero sigue:
     –Sos una mierda… ¡Sos una mierda! ¡Sos una renga borracha y podrida como las cosas que escribís…! Y grita. Grita cada vez más: –Sos una puta como Franca… –Ahora todos los vecinos la escucharán.
     Odio sus miradas indiferentes en el ascensor, o en el palier. Atentos, educados, fingen no habernos oído nunca. Así son ellos: viven fingiendo, ocultando lo que ocurre detrás. ¿Como en el cine? Como en un cine. Como en la vida.
     Que termine. Por los vecinos, pido. Que no quiero más humillaciones con los vecinos, digo.
     Sigue:
     –Podrida… Renga… ¡Como lo que escribís…! ¡Era una puta…! Grita más, sigue gritando hasta que dejo mi silla, la sorprendo por detrás y le cruzo el antebrazo contra la boca haciendo firme su muñeca con el cabo del cinturón. Ya no la pueden oír.
     Grita por la nariz. Entiendo cada una de sus sílabas: “Borracha”, “renga”, “podrida”, “curda”.
     ¡Tantas veces la oí! La vuelco sobre los almohadones. Se arquea.
     Golpea su frente y las orejas contra la alfombra y contra las patas del sofá. No es fácil sujetarla.
     Se marcará.
     Cuando termino de atar sus manos me desnudo, manteniéndola quieta con mi pierna apoyada en su cintura. Chilla por la nariz, sacude la cabeza. Todo retumba.
     Después, desnuda, comienzo a desnudarla. No es fácil; Claudia es fuerte –pesa cincuenta y ocho–, se mueve y se resiste. Comienzo a acariciarla. Beso sus lágrimas. Beso sus ojos, beso su pelo húmedo y siento el gusto de su sangre: otra vez se le han abierto las cicatrices de la sien.
     La abrazo.
     Siento cómo se va calmando lentamente.
     Entonces paso mis manos tras su espalda y desato el cinturón. La mano libre de ella se clava en mi cintura, bajo la espalda. Me hiere con sus uñas, pero se está calmando.
     Después se aquieta y nos besamos. Se mezclan gustos en nuestras bocas: las lágrimas, la sangre y los restos de rimmel y de lápiz de labios. Nos abrazamos más. Nos apretamos cada vez más y vamos abrazadas a la hamaca o al cuarto, para hamacarnos, o acariciarnos. Ríe. Reímos juntas y más tarde, después del baño, cuando salimos i comer, vuelve a reír al recordar la escena de esta noche y yo río a la par y la gente nos mira reír ¿Pensarán todos que somos muy felices? Tal vez.
     Pero aquí nadie nos conoce. Los que solían comer en estos restaurantes ya no andan más por nuestro barrio.
     –Todo cambia –le digo, y querría que entendiese que no le estoy diciendo cualquier frase, que en estas dos palabras hay una enseñanza que ella, algún día, deberá aprender.
     –Soy feliz… –me dice, como si hubiera comprendido y confiesa que si encontrase un hombre capaz de darle la cuarta parte de la felicidad que ha tenido conmigo, se iría con él, porque soy una borracha podrida que sólo sabe destruir, y repite que soy una borracha, que algún día me olvidará como seguramente Franca me ha olvidado.
     Y yo río. (¡Tantas veces a gente del restaurante me habrá visto reír…!) Río porque ella está simulando una pelea para probarme –para provocarme–, pero cuando pregunta por qué río, miento y respondo que me río de ella, porque si confesase que río de un país, de una ciudad, de un restaurante y de sus mesas semejantes donde la gente come menús idénticos al nuestro y todo nos parece natural, o real, ella no me creería, sentiría que la engaño y hasta sería capaz de reiniciar otra de sus escenas de violencia.

 

El labrador infinito (sobre Baruj Spinoza) // Jorge Luis Borges

Señoras, señores. En una novela de Joseph Conrad, que para mí es el novelista, un navegante, que es el narrador, ve desde la proa de su nave algo. Una sombra, una claridad en los confines del horizonte. Y se dice que esa claridad, esa sombra, es de la costa de África. Y que más allá hay fiebres, imperios, ruinas, Sahara, los grandes ríos que exploraron Stanley, Livingstone, y luego palmeras, y lo que queda de Cartago, que Roma borró con el fuego y con la sal. Y luego la historia de portugueses, de holandeses, de zulúes, de bantúes, y también los compradores de esclavos, y ruinas, y pirámides. Es decir, un vastísimo mundo. De selvas, desde luego, de leopardos, de pájaros.

Bueno, a mí me sucede algo parecido. Me he comprometido a hablar de Spinoza. Me he pasado la vida explorando a Spinoza y, sin embargo, qué puedo decir de él. Puedo decir de él lo que dice el narrador de la novela de Conrad. Ha vislumbrado algo. Sabe que eso que vislumbra es vastísimo. Yo me propuse alguna vez un libro sobre Spinoza. Tengo encasa, bueno, varias ediciones de la Ethica, en alemán, en francés, en inglés. Y muchos estudios sobre Spinoza, y biografías. Sin embargo, qué puedo confesar ahora sino mi ignorancia, mi deslumbrada ignorancia. Pero tengo la impresión de algo no solo infinito sino esencial también. Algo que de algún modo me pertenece. Yo pensaba escribir un libro sobre Spinoza. Junté los materiales, y luego descubrí que no podía explicar a otros lo que yo mismo no puedo explicarme. Pero hay algo que puedo sentir, misterioso como la música, misterioso como su Dios.

Pero pensé en estos días que Spinoza había consagrado su vida a construir dos imágenes. Una es la que conocemos todos. Recuerdo aquellas palabras que en la presentación acaba de recitar un amigo mío: un hombre engendra a Dios… Ese fue Spinoza, que dedicó su vida no solo a pulir lentes sino también a pulir lo que yo he llamado en un soneto ese otro claro laberinto de la Divinidad, ese ser infinito, que viene a ser el más complejo de los dioses.

Una de las tareas de la humanidad ha sido imaginar a Dios. Pero, de los casi infinitos dioses que se han imaginado, ninguno, ni siquiera el Dios de la Escolástica, el Dios de Santo Tomás, por ejemplo, puede competir en variedad, en insondabilidad (si se me permite el barbarismo), con el Dios de Spinoza. Bueno, esa imagen ha quedado y será parte de la memoria de todos los hombres. Más allá de los otros dioses del panteísmo, por ejemplo la esfera infinita de Parménides, por ejemplo el Brama de la India, que crea el mundo, Visnú, que lo conserva, y Siva, que lo destruye. Salvo que Siva es, a la vez, el que destruye y el que engendra, ya que la muerte y el acto sexual vienen a ser lo mismo, porque uno es causa del otro.

Bueno, Spinoza dedicó su vida a imaginar a Dios con amor, con lo que él llamó amor intelectual, una expresión que tomó de Moisés Maimónides. Dedicó su vida a imaginar a Dios con imaginación, con amor y con una rigurosa razón que suele llamarse razón cartesiana. Salvo que Spinoza fue mucho más riguroso que Descartes, su maestro. Ya que si Descartes parte del rigor cartesiano y concluye en el Vaticano y en la Trinidad, no muchos podemos esperar de ese rigor. En cambio Spinoza llevó su voluntad, no diré de engendrar, sino de erigir a Dios, ese cristalino laberinto, hasta el fin.

Pero, mientras él se dedicaba a ese propósito, estaba creando otra imagen. Esa otra imagen no es menos inmortal que la de Dios. Es la imagen que ha dejado en cada uno de nosotros. La imagen de su propia vida. Recuerdo una expresión latina, vita umbratiles, vida en la sombra. Es la que buscó Spinoza y la que no ha logrado ciertamente, ya que ahora, tantos siglos después, estamos aquí, en el extremo de un continente que casi ignoró, estamos aquí pensando en él, yo tratando de hablar de él, y todos extrañándolo. Y, curiosamente, queriéndolo, lo cual es lo más importante.

Bueno, veamos primero esa imagen de la vida de Spinoza que sin duda ustedes conocen mejor que yo.

En Holanda

Suele leerse que Spinoza era un judío portugués. En todo caso, su familia se embarcó en Lisboa huyendo del quemadero inquisitorial y buscó refugio en la más tolerante de las naciones, Holanda. Y Spinoza fue un buen ciudadano holandés.

Leí hace años en una biografía de Spinoza un catálogo de su biblioteca. Y, curiosamente, no figuraban libros portugueses. Pero había ejemplares de Cervantes, y de Quevedo también.

Y leí en la admirable History of Western Philosophy, de Bertrand Russell, que Spinoza conocía el castellano, el portugués (su familia se embarcó en Lisboa, y además conocer un idioma es conocer a otros, las diferencias son mínimas, como yo lo he comprobado muchas veces), y supo también latín.

Es una lástima que hayamos perdido el latín. Todos sentimos la nostalgia del latín, y la literatura la siente. En versos de Quevedo, pro ejemplo. Feroz, de tierra, el débil muro escalas. El hipérbaton latino. Quiere decir: feroz escalas el débil muro… Y otro hipérbaton famoso de Elegía a las ruinas Itálicas: Esto, Fabio, ay dolor, que ves ahora…, que parecen palabras casi amontonadas al azar, y luego todo se explica al empezar el segundo verso: campos de soledad, mustio collado. Y tendríamos ejemplos de Góngora más forzados y menos felices..

Pero, en fin. Spinoza llegó no solo a escribir en latín, sino, estoy casi seguro, a pensar en latín. Es una lástima que se haya perdido esa lengua universal. Y todos sentimos esa nostalgia. Es una característica de las literaturas. De todas. Querer volver al latín, ese idioma que Browning llamó el idioma de mármol: latín, marble language.

Pues bien. Spinoza conoció desde luego el holandés. Fue su lengua. Estudió quizás algo de griego, estudió el hebreo, y algo de le habrá alcanzado del italiano, y del francés también. Su familia era humilde. Mis fechas son vagas, pero espero no equivocarme al hablar de 1632- 1677, lo cual daría una vida bastante larga, cuarenta y cinco años, dada la tuberculosis que lo aquejó. Recuerdo haber escrito aquel soneto, donde me refiero a la tuberculosis, que dice así: Las traslúcidas manos del judío / Labran en la penumbra los cristales / Y la tarde que muere es miedo y frío / (Las tardes a las tardes son iguales). Luego explico que esos cristales son los lentes que él pulía, ya que existe esa buena tradición judía de que el rabino tenga un oficio manual. Y luego esos otros cristales que constituyen el laberinto de la Divinidad.

Spinoza estudió el hebreo, estudió la escritura, estudió el Talmud, estudió la filosofía de Maimónides y estudió la Cábala. En cuanto a la Cábala, la consideró un delirio. Y en cuanto a todo lo demás, esa idea de un Dios que es un ser personal, un Dios que elige un pueblo, un Dios que hace pacto con el pueblo, todo eso le resultó del todo extraño. El lo rechazó y divulgó sus dudas entre sus compañeros. Y eso se supo, y tiene que haber sido bastante importante su influencia, ya que quisieron sobornarlo con mil florines, que él rechazó, y, según se dice, trataron de asesinarlo. Pero como él persistía en sus opiniones heréticas, la Sinagoga lo excomulgó. En las biografías de él están las terribles palabras del Anatema: Anatema sea cuando está solo. Anatema sea en la calle. Anatema sen en el lecho. Que ningún hombre se acerque a él…

Una cosa terrible. Bueno, fue excomulgado, arrojado de Israel, y quizá lo atrajo la Escolástica, quizás habrá leído algo del teólogo irlandés del siglo IX Escoto Erígena. Escoto quiere decir irlandés. Erígena nacido en Erín, en Irlanda. Es decir, dos veces irlandés. Escoto llegó a la corte de Carlos el Calvo desde su monasterio en Irlanda, perseguido por los sajones, e inventó un sistema según el cual todas las cosas emanan de la Divinidad, y después del Juicio Final regresan a la Divinidad. Curiosamente, ese sistema es el mismo que otro irlandés más famoso, George Bernard Shaw, dramatiza en el pentateuco metabiológico Vuelta a Matusalén, en el cual dice que no hay hombres adultos, por lo menos en Occidente, y que la edad mínima debe ser de trescientos años. Ya la final, en el último acto, todas las cosas vuelven a la Divinidad.

Hay una expresión muy linda, admirable, de este sistema, en la obra Contemplations, de Víctor Hugo. El poema se titula hermosamente Ce que dit la bouche d’ombre, Lo que dice la boca de sombra, y al final todos los seres, sin excluir al demonio, vuelven a Dios, y vuelven también los dragones, las serpientes, los reptiles que hemos hecho símbolos del mal, y todos ellos vuelven a la Divinidad y no se sabe qué sucede después.

Pulir, pensar, escribir

Pues bien, Spinoza vive humildemente en distintas ciudades de Holanda, da pruebas de su valor en alguna circunstancia patriótica y rechaza dos sobornos. En un caso, le ofrecieron no sé qué cargo muy importante en Francia a condición de que él dedicara un libro a Luis XIV, el gran monarca. Pero Spinoza rechazó aquello. Y luego le ofrecieron también una cátedra de filosofía en Heidelberg, Alemania. Y le prometieron que tendría plena libertad de expresar su pensamiento. El rechazó este soborno también y siguió puliendo lentes, pensando y escribiendo. Escribiendo en un árido latín, como Swedenborg, el místico sueco que fue su contemporáneo.

Tenía muchos amigos. En Inglaterra, en Holanda, en Alemania. Decidió escribir su libro siguiendo el método geométrico de Euclides, y eso hace que su lectura sea muy difícil. Goethe dice que no se atrevió a entrar en ese laberinto que vendría a ser la Ethica de Spinoza porque leyó algunas páginas y no se sintió mejorado en ningún momento, pero que vio lo bastante de Spinoza para sentir su grandeza, para sentir que ahí había algo distinto.

Spinoza recibió la visita de Leibniz, y, según he leído, Leibniz habría tomado de él la doctrina de la armonía preestablecida, pero luego negó haberlo conocido. No se condujo bien con él. Pues bien, Spinoza llevaba su vida. Era una vida muy sencilla. Creo que le gustaba la sopa de lentejas, se retiraba muy temprano y su ocupación principal era el pensamiento.

Ilustre vida. Ahora, ese modo de escribir, en el cual sigue la geometría de Euclides, no es arbitrario, ya que veía todo el Universo como lógicamente justificable. Y. Si creía que la geometría podía justificarse lógicamente, no es un capricho (y además Descartes ya había hecho algo parecido) que explicara su filosofía de ese modo, mediante axiomas, definiciones, proposiciones, corolarios. En los Estados Unidos, tuve ocasión de manejar un libro titulado On God (De Dios), que es el nombre de otra obra de Spinoza, pero ese libro está construido de este modo: se suprime todo el incómodo andamio geométrico y está el texto de Spinoza. Y se han combinado la Ethica y el Tractatus con las cartas de él a sus amigos en las cuales explica sin aparato geométrico el sistema.

Pues bien, Spinoza llevó esa vida. Bertrand Russell dijo que quizá no es el más riguroso de los filósofos, pero, y esto es mucho más importante, sí The most lovely, el más querible de todos los filósofos, ya que otros pueden ser admirados, pero no queridos. Y es más importante ser querido que admirado.

El, quizá tomando esa idea de Maimónides, predicó el amor intelectual de Dios. Pero dice ( y esto no lo entendió bien Goethe) que ese amor no espera ser correspondido. Debemos querer a Dios, pero no debemos esperar que él nos quiera. Dios se quiere infinitamente a sí mismo y no tiene por qué querernos a nosotros, que somos atributos o modos muy parciales, casi infinitesimales, de la Divinidad.

Sabemos, entonces, que Spinoza vivió solo, que se retiraba temprano. Pero hay un rasgo un tanto ingrato que, sin embargo, no tengo por qué ocultar, ya que nos ayuda a tener una imagen suya. Ese rasgo es que le gustaba organizar y presenciar riñas de arañas. Veía en esos duelos símbolos de la maldad y las pasiones de los hombres. Siento haber tenido que recordar eso.

Bueno, ya tenemos esa vida que pasa de una ciudad a otra en Holanda, que rechaza honores ofrecidos en Heidelberg, ofrecidos también, creo, por La Sorbona, en París, y que prefiere el placer intelectual a cualquier otro.

Parece que siendo muy joven se enamoró, que su amor no fue correspondido, que él volvió a ese otro amor, el amor de Dios. Vivió cuarenta y cinco años, murió tísico, e inmediatamente se dijo que había sido ateo. Lo cual parece un castigo justo para un hombre que pensaba que solo Dios existe.

Hay un verso de Amado Nervo que vendría a ser una suerte de síntesis, quizás involuntaria, de la filosofía de Spinoza. Ese verso, si no me engaño, dice: Dios existe / nosotros somos los que no existimos.

He llegado a pensar que la filosofía de Spinoza puede llegar a desaparecer, pero que quedará su imagen. John Toland, unos cuarenta años después de la muerte de Spinoza, acuñó una palabra que parece imprescindible ahora y que él no conoció: la palabra panteísmo. Es lo contrario a ateísmo. Ateísmo quiere decir que no hay Dios, y panteísmo, que todo es Dios. Spinoza usa la frase Deus sive natura, (Dios o la Naturaleza). Es decir, ambas cosas son iguales. Dios o el Universo. Salvo que el universo no es solo el Universo material, el del espacio astronómico, sino lo que llamamos el proceso cósmico. Es decir, el Universo comprende todo lo que existe. Nos comprende, por ejemplo, a cada uno de nosotros, comprende esta tardía tarde posterior a la muerte de Spinoza, comprende toda nuestra vida, lo que soñamos, lo que entresoñamos, lo que hemos hecho, comprende la historia universal, y todo eso también es Dios.

Ahora, el panteísmo como sistema es antiguo. Lo encontramos por ejemplo en Parménides. Creía que solo existe una esfera, infinita, pero esa esfera es material. Y en la filosofía de la India, tenemos a Brama, que es también el Universo. Y luego hubo otras filosofías panteístas posteriores. Pero la más extraña es la de Baruj Spinoza, o benedictus Spinoza. Para él hay un solo ser, y ese ser es Dios. Pero ese Dios es harto más complejo que las otras divinidades que nos han propuesto los teólogos de todas las sectas y de todas partes del mundo. La definición, creo, está en la primera página de la Ethica, aunque es de difícil comprensión y no estoy seguro de haberla entendido. Pero quizá podamos adelantar algo en la infinita exploración de esa frase. El define a Dios como una sustancia infinita, dotada de infinitos modos o a tributos. Y agrega que esa sustancia es su propia causa. Eso es lo más difícil, o en todo caso me resulta a mí lo más difícil. Pero podemos pensar en la definición ontológica de la Divinidad que da el escolástico San Anselmo. Según parece, era un italiano, arzobispo de Canterbury, y creía en Dios, y le pidió que, ya que había tanta gente que no creía en Él, le diera un prueba, y descubrió así lo que se ha dado en llamar la prueba ontológica, la prueba del Ser. Hay otras pruebas que dicen que Dios existe ya que en este mundo se observa un orden. Por ejemplo, las diversas edades del hombre, las diversas estaciones, el orden de los astros, el hecho de que las cosas se dividan en animales, minerales, vegetales. Ese vendría a ser el orden cosmológico, pero el ontológico es más raro. Voy a decirlo con las mismas palabras de San Anselmo, que quizá lo hagan más fácil, aunque no convincente. Empieza por preguntar: ¿Puedes tú concebir un ser perfecto? Y para seguir el juego tenemos que decir que sí. Entonces sigue: ¿Puedes concebir un Ser absolutamente poderoso, absolutamente omnisciente, absolutamente justo? Tenemos que contestar que sí. Luego San Anselmo nos pregunta: ¿Ese Ser existe o no? Entonces, si somos sinceros, contestamos que no sabemos. Y San Anselmo nos dice: Entonces, no has imaginado al Ser más perfecto, ya que le falta el atributo de existir. Y podemos imaginar otro más perfecto, que además exista. Luego, Dios existe.

Ahora, no entiendo esta prueba, porque me parece muy raro que una combinación de palabras pueda determinar la existencia de Dios. Porque al fin, lo que San Anselmo ha dicho, y Spinoza también, no son más que combinaciones de palabras dichas en latín, o en castellano, o en la lengua que ustedes quieran, en cierto orden.

Luego, Hegel toma ese argumento de un modo insolente que no puede convencer a nadie. Empieza por preguntarnos si una hormiga existe. Le contestamos, previsiblemente, que sí. Entonces, Hegel dice: Bueno, si una hormiga, que es un ser mínimo que podemos aniquilar de un pisotón, existe, cómo no va a existir Dios, que es un ser todopoderoso.

No sé si este es un juego de palabras o mucho más. A mí, personalmente, esto no me convence.

Pues bien, Spinoza nos propone ese ser que es causa de sí mismo, y luego de dedica a explorarlo. Y ya que ese ser es Dios, tiene que ser infinito. Y Spinoza piensa en una sustancia infinita, dotada de infinitos modos o atributos. Y aquí viene quizá lo más sorprendente de su concepto de Dios. Sé que todo esto es raro, para ustedes y para mí, pero tengo que explicarlo de algún modo. Pues bien, Spinoza imagina esa sustancia infinita, dotada de infinitos atributos. Y al decir infinito no quiero decir múltiple, quiero decir estrictamente infinito. Por ejemplo, si pensamos en el tiempo, el tiempo es estrictamente infinito, ya que no podemos concebir ni un principio ni un fin. Ya lo mismo ocurre con la idea de Spinoza. Pero dos de los atributos, y aquí prepárense para algo muy asombroso también, son lo que él llama la extensión y el pensamiento. Pero quizá más fácil para nosotros sea decir el espacio y el tiempo. Esos vendrían a ser dos de los atributos de Dios. Ahora, Leibniz tomó su idea de la armonía preestablecida de Spinoza, y esto podría explicarse así: imaginemos dos cosas tan distintas como la materia y el espíritu. ¿Cómo puede una influir en la otra? Por ejemplo: alguien clava una aguja en mi carne. Ese es un hecho físico. Yo siento dolor. Ese es un hecho mental, o espiritual. ¿Cómo puede ser que uno esté causado por el otro? O, por ejemplo, en este momento alguien saca una fotografía. Yo, a pesar de mi ceguera, veo el flash. ¿Cómo puede ese flash, que es meramente físico, ser percibido por mi mente, que es espiritual? Todos tendemos a pensar, quizá sea imposible no pensar, que lo material influye en lo físico. Por ejemplo, yo estoy pronunciando estas palabras. Ustedes las oyen. Es difícil suponer que mi pronunciación de estas explicativas y torpes palabras no sea la causa de lo que ustedes oyen. Pero, según Leibniz, y según Spinoza, el hecho no es ese. El hecho vendría a ser que son dos cosas paralelas, pero no una, causa de la otra. El ejemplo que da Leibniz es este: él imagina dos relojes. Los dos funcionan perfectamente. Les dan cuerda. En el mismo momento en que uno marca las siete de la tarde, el otro marca las siete. Pero ninguno de esos dos relojes ejerce una influencia en el otro. Los dos han sido condicionados para ese hecho. Pues bien, según Leibniz, y según Spinoza, cada uno de nosotros ha sido condicionado por la Divinidad para una serie de hechos. Y esos hechos son paralelos. En el momento en que yo golpeo la mesa, ustedes oyen el golpe. Pero no se trata de que el golpe haya producido esa impresión en ustedes. Se trata de que cada uno de nosotros ha sido condicionado inconcebiblemente para ese fin.

Yo tengo 85 años. Posiblemente, me he muerto hace unos días, y ustedes han sido condicionados para seguir escuchándome. O ustedes no han venido, han ido todos a oír la conferencia sin duda muy superior de Octavio Paz, pero yo he sido condicionado para oírlos a ustedes y sentir que están aquí.

No sé si ustedes pueden aceptar eso. Pero eso no es nada. Yo creo que la filosofía y la teología son las formas más extravagantes y más admirables de la literatura fantástica. Ahora viene algo aún más raro que las muchas cosas raras que he dicho.

Atributos infinitos

Según Spinoza, Dios es una sustancia infinita que consta de un número infinito de atributos. Uno de ellos es el espacio, o lo que llama la extensión, y el otro el tiempo, o lo que llama el pensamiento. Pero, además, hay un número infinito de otros atributos. A nosotros solo se nos ha dado sentir dos: el espacio y el tiempo. Entonces, yo decido abrir los dedos de esta manos, y eso es el pensamiento. Luego, yo abro lentamente los dedos, y esa es la extensión, el espacio. Pero, paralelamente, en otra serie ocurren infinitas otras cosas que ni siquiera podemos concebir. Y eso vendría a ser el Universo.

Si eso es así, casa uno de nosotros ha sido condicionado, y ninguno de nosotros merece ser castigado, o premiado. Con eso se borra la idea de un establecimiento penal, el Infierno, y un establecimiento premial, el Cielo. Somos autómatas condicionados para un fin, y nuestro arduo deber es el amor de Dios, que vendría a ser no el amor de un Ser, sino el amor de todo este sistema.

Ahora, en cuanto a Dios, Spinoza le concede la imaginación, Dios imagina hasta el más ínfimo detalle de nuestras vidas, que además conciernen a todos los atributos infinitos. Pero, curiosamente, le niega dos posibilidades. Una, la de comprender, ya que, si yo comprendo algo, el instante anterior fue de incomprensión. Yo, de golpe, comprendo que estoy hablando demasiado tiempo, o que no he hablado bastante, pero hay un momento anterior. Y luego, Spinoza le niega también a Dios la voluntad, ya que querer algo es carecer de algo. Si yo quiero salir de aquí, si yo quiero haber llegado, quiere decir que hubo un momento en que no estuve aquí, un momento en el cual decidiré irme. Y Dios, que es todas las cosas, Dios, que agota todas las posibilidades, no puede desear nada y no puede comprender nada. El es todas las cosas.

Un consejo

Y entonces Spinoza aconseja a los hombres, si es que cabe aconsejar algo a alguien que ha sido condicionado, no arrepentirse, porque el arrepentimiento es un error, ya que obrar mal es un error, y arrepentirse es agregar una tristeza también. De modo que él aconsejaría la serenidad, si es que depende de nosotros la serenidad.

Y recuero aquí inesperadamente una estrofa de un gran poeta español, de origen judío también como su nombre lo indica, Fray Luis de León (los toponímicos corresponden a apellidos judíos), que dice: Vivir quiero conmigo / gozar quiero del bien que debo al Cielo / a solas sin testigo / libre de amor, de celo / de odio, de esperanza, de recelo.

Libre de amor, ya que el amor es una pasión, una pasión que nos inquieta, y puede aniquilarnos. Luego, de celos, de odio, de esperanza, de recelo. Pero, como esos atributos son de algún modo imaginarios, ya que no agotan la sustancia divina, Spinoza dice que los hombres deben tratar de liberarse de la esperanza y del temor, que se parecen tanto. El que espera desespera. Además, ambas cosas se refieren al tiempo. Esperar algo es esperar algo del tiempo, suponer que mañana puede suceder algo. Temer algo es, de algún modo, lo mismo, y todo eso está contra la idea de Spinoza de que el tiempo es ilusorio, como lo es el espacio. Son dos de los atributos de la Divinidad, pero los dos, y queda un número estrictamente infinito de otros. Bueno… cuando vine aquí me recordaron una frase de Spinoza que dice algo así como no llorar, no esperar, no temer. Sí tratar de comprender, ya que es tan vasto ese territorio que llamamos la Divinidad que no acabaremos de recorrerlo.

No sé si he logrado darles a ustedes una idea de ese querible ser humano Baruj Spinoza. Fue anatemizado, la Sinagoga lo rechazó, ahora ha vuelto póstumamente a anexarlo, no sé si eso puede importarle a él… Él no creía en la inmortalidad personal. Spinoza escribió: sentimos, experimentamos ser inmortales. Pero no se refería a su yo, sino a esa sustancia que somos. De algún modo sentimos la inmortalidad de esa sustancia anterior en el tiempo a nuestro nacimiento, posterior a nuestra muerte en el tiempo.

(1)
Diciembre 27, 1988. La generosidad de Jorge Luis Borges elaboró, a lo largo de los años, un patrimonio gigantesco y casi ignorado. Sus charlas, laberínticas y a la vez milagrosamente concisas, permanecer en muchos casos encerradas en grabaciones olvidadas o en la memoria fragmentada de sus públicos. En abril de 1985, el gran maestro de nuestra lengua y nuestras ideas pronunció una conferencia en la Sociedad Hebraica Argentina sobre “el más querible” de los filósofos, Baruj Spinoza. Agradecemos a esa institución que nos haya posibilitado transcribirla a estas páginas, lo cual implica el rescate de una creación precisa y didáctica belleza. También agradecemos a María Kodama la autorización para publicarla. De tal manera, el lector podrá encontrarse una vez más con la magnitud entera de una inteligencia estéticamente prodigiosa, cuya originalidad crece en el panorama actual de nuestro pensamiento.

Instituciones perplejas // Ignacio Lewkowicz


Instituciones perplejas

1- Hacia fines del siglo XII, en uno de tantos períodos oscuros, el ya muy reputado doctor Moshé ben Maimón – devenido Maimónides por su extrema sabiduría y su intimidad griega–, sin dudar en apoyarse en Aristóte- les para hallar racionalidad en los principios, exigencias y preceptos del judaísmo, escribió el portentoso Moré Nevujim. Escrito originalmente en árabe, vertido luego al hebreo, no dejó de traducirse. En castellano, cons- tituye una implacable Guía para perplejos. La oscuridad cedió luego un tanto, quizá por efecto de la Guía.
A comienzos del XXI nuestra perplejidad no busca fundamentos racionales para los principios, exigencias y preceptos de una doctrina. Con una desazón más acendrada, no nos es dable esperar portentos semejantes a la Guía. Corren los tiempos posmodernos. Leemos, por ejemplo, un Evangelio apócrifo. Semejante cosa, ya apócrifa de por sí, existe sólo en fragmentos. Buscamos orientarnos por ejemplo en el fragmento 41: Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena. Cobramos un cierto entusiasmo. Sin embargo, ni siquiera apócrifo y fragmentario – al gusto de nuestro tiempo–, el evangelio nos guía en nuestra perplejidad. Después de habernos encantado, nos inquieta el como si fuera piedra. ¿Comporta una ética del tesón o una estética del patetismo? Acaso sólo una impotencia: no podemos edificar como si fuera arena la arena. El evangelio, como todo, se nos disuelve.
Nos preguntamos entonces sino podemos construir como si la arena fuera arena, si la arena es inhabitable de por sí ¿Necesitamos fingir que es piedra para poder construir? En este punto se nos plantea el problema de la incertidumbre: hemos de ver si nos constituimos como especie capaz de construir sobre la arena sin fingir que es piedra, es decir, si nuestra subjetividad es capaz de habitar un mundo de arena o estamos condenados al anhelo de la piedra.
2- El título inicial de nuestro encuentro era Incertidumbre y perplejidad en el hombre contemporáneo. Ya es un requisito de nuestra circunstancia declarar la perspectiva desde la que se organiza el pensamiento. Cuanto menos unificado esté el mundo simbólico, más heterogéneos resultan los lugares desde los que se piensa. Por método, por vocación historiadora, necesito preguntarme si incertidumbre y perplejidad existen para otro hombre que el hombre contemporáneo, o si son figuras subjetivas exclusivas de nuestra contemporaneidad. Por supuesto, desde un punto de vista, incertidumbre y perplejidad atraviesan las distintas situaciones históricas: son palabras establecidas, largamente acuñadas. Pero desde otro punto de vista perplejidad e incertidumbre son insumos específicos de la constitución subjetiva contemporánea. En plan de historización, me interesa tomar esta segunda vía. Así, imagino que incertidumbre y perplejidad resultan términos inevitables de la situación actual.
Sin embargo, en tanto términos presentes, puede diferir su estatuto según varíe el estatuto del presente: presente de tránsito, presente a secas. La incertidumbre y la perplejidad actuales, ¿sobrevienen porque venimos de una época y pasamos a otra, o sobrevienen a causa del modo propio de ser de esta última? Insisto en este punto no sólo porque forma parte del oficio de historiador aclarar lo obvio hasta que devenga problemático, sino también –o sobre todo– porque en esta diferencia se manifiesta la condición más sorprendente de nuestra perplejidad: acaso no sea sólo momentánea. La perplejidad ¿sobreviene por el hecho de haber abandonado un terreno habitual, o por el hecho de estar aquí independientemente de la procedencia? Si sobreviene por haber abandonado un terreno habitual, la perplejidad nos abandonará cuando nos habituemos al nuevo horizonte. Pero si la perplejidad es un dato de la dinámica inmanente de lo que estamos viviendo, entonces vino para quedarse. Y en este sentido, una perplejidad estable sí es una novedad: una perplejidad que no se destina como transición sino como un hábito, incluso como un hábito saludable.

Quisiera forzar los argumentos para llegar a comprender esta postulación que, por ahora, pido que me sea concedida.
3- Oficialmente vivimos en una entidad temporal derivada del sistema métrico decimal: siglo XXI. Para circunscribir nuestra contemporaneidad nos preguntamos si además de una casualidad numérica hay algo que nos permita delimitar alguna especificidad del siglo XXI. Es cierto que ha transcurrido poco tiempo; pero también es cierto que es nuestro tiempo.
Parece que a Eric Hobsbawm el siglo XX le resultó corto. No es cuestión de gusto. No resultó corto porque –como en un buen film– uno quisiera que continuara. Resultó corto porque el conflicto que lo estructuraba se agotó antes de la fecha de vencimiento: 1999. El siglo XX de Hobsbawm, es decir el siglo XX históricamente pensado, comienza en 1914 y termina en 1991. Ahora bien, la cifra de fin de siglo XX no tiene por qué coincidir históricamente con la de comienzo del XXI. Fuera de las convenciones decimales, no sabemos cuándo empieza el siglo XXI. Hobsbawm caracterizaba al siglo XX como el siglo de la confrontación entre el capital y el trabajo. En buena historia marxista, cualquier fenómeno del siglo XX se puede reducir a través de buenas dosis de mediaciones, a la contradicción fundamental entre capital y trabajo. Ahora bien, nuestra circunstancia, ¿es inteligible desde ese par? Si no es inteligible desde ese par, entonces, aunque oscuramente, ha comenzado nuestro siglo XXI.
Si perseveramos en el camino historiador para comprender el siglo –o cuando menos el ciclo– que llamamos XXI, tendremos que hallar la línea de conflictividad que tensa nuestra experiencia. Ahora bien, ¿de qué eje de conflictividad disponemos para pensar algo así como una autonomía conceptual del siglo XXI? Se suele hablar de un mundo unipolar. La imagen unipolar hace vacilar nuestra comprensión de la polaridad. Intentemos configurar lo que nombra esa imagen. Tenemos un centro dinámico, un centro aglutinante, que es el flujo del capital financiero. Del otro lado no hay otro polo que organice: lo otro respecto del núcleo activo no es un polo; es una dispersión. Nuestra conflictividad actual no se da entre dos términos opuestos en un mismo plano sino entre un plano y su residuo, entre un plano y su resto. O mejor, entre algo que no es un plano sino flujo y la materia diseminada que va dejando dispersa en su fluir.

Si quisiéramos organizar nuestra experiencia según algún conflicto esencial podríamos pensar el siglo XXI, ciertamente de modo prematuro, como el siglo de la conflictividad entre el capital financiero y los conjuntos sociales; o, si se quiere, entre el andamiaje virtual tecnológico por un lado y los arraigos reales prácticos por otro; o entre la dinámica económica de fluidos y nuestra intuición social de lógica sólida.
Vivimos en circunstancias en las que se ha desintegrado la instancia aglutinante que era el Estado. Para no incurrir en nostalgia falsa, recordemos que el Estado era esa cosa totalizante, alienante, opresiva, serializadora. El Estado desapareció como instancia meta, como instancia de otro nivel, articuladora de la totalidad social. Esto no implica emitir ningún juicio de valor. Ni se ha perdido ni nos hemos liberado del Estado meta-articulador: meramente ya no hay.
El Estado era esa instancia meta que integraba, como meta-institución o como supra- institución, las demás entidades, sobre todo, las integraba como instituciones. Era el principal productor mundial de solidez. Las prácticas de globalización –las prácticas tecnológicas de comunicaciones, virtualidad financiera y flujo informático– disuelven esa instancia supra. La fluidez globalizante nos sitúa en un terreno de pura facticidad en tanto no dispone una trascendencia estatal integradora, capaz de proveer sentido –recordar: sentido alienante, sentido totalitario, para no andar extrañando de modo indebido. Así, lo inédito de nuestra experiencia es transcurrir en un plano de pura facticidad –sin trascendencia ni inmanencia–. La antigua solidez estatal, atravesada por los flujos de capital, se fragmenta en islotes. Esa fluidez del capital deshace efectivamente la antigua consistencia totalitaria proporcionando fragmentos inorgánicos en vez de partes de un todo. ¿Es posible transformar en situaciones habitables lo que en principio no son más que fragmentos? ¿Estamos condenados a anhelar el estado que totalice para después poder lidiar con él? ¿Puede prescindir nuestro pensamiento de la instancia de destitución del estado para convertir esos fragmentos inorgánicos en situaciones con sentido? ¿Necesitamos fingir que es piedra la arena?
4- Paso ahora al otro extremo del planteo. ¿Qué sucede en las instituciones? ¿De qué se sufre en las instituciones? Me gustaría postular que el modo de sufrir en las instituciones se agrava porque nuestras teorías del sufrimiento en las instituciones suponen unas condiciones que son las que precisamente se están desvaneciendo. No sólo se sufre de lo que se sufre sino también de no sufrir aquello para lo cual teníamos remedio. Brevemente, en las instituciones no padecemos por fijación sino por volatilidad de los agrupamientos. No nos apena tanto la expulsión como la superfluidad, en un indefinido adentro/afuera: no padecemos el encierro del adentro ni la exclusión del afuera, sino por no estar ni adentro ni afuera. No nos abruma el enclausatramiento, sino que nos desmentaliza la dispersión. No padecemos una topología esquemática sino otra cosa que topología. No lidiamos contra la imposición de un sentido fijo, sino contra – la preposición es abusiva– una insensatez ilocalizable. En definitiva, no lidiamos con nuestro venerable fascismo –que obligaba a pensar de una manera– sino con la estupidez –que nos impide pensar de cualquier manera–.
A beneficio de la hipótesis recién enunciada, admitamos que esta descripción toca alguna hebra de nuestras realidades. Vamos a necesitar algún esquema para pensar el tipo de alteración que están transitando las instituciones y la alteración de las condiciones en las que pensar la institución. Aunque no entendamos muy precisamente qué significa, podemos admitir que esta alteración se enuncie como pasaje del paradigma Estado al paradigma mercado. Estado y mercado se intuyen bastante bien. Paradigma, en el uso abusivo que solemos ejercitar, es prácticamente un énfasis; viene a decir o a querer decir que no se trata del mero cambio de una cosa sino de un cambio simultáneo y complejo de una cosa, de la modalidad de una cosa, de los modos de pensar la cosa, del contexto de la cosa, de las condiciones de la cosa, de las condiciones del observador y de las relaciones del observador y la cosa que hacen que no sean ya posibles los observadores ni las cosas: el paradigma mercado afecta esencialmente el proceso mismo de pensamiento.
Así como el Estado constituía la condición básica del pensamiento en diversas esferas y escalas –conservador o revolucionario, a izquierda o a derecha, en pequeñas organizaciones y a nivel planetario, en pensamiento dogmático y en pensamiento crítico–, así también, el paradigma mercado opera tanto para el directorio de una corporación mega como para los modos de ocupación de una fábrica recuperada. No se trata de una condición de clase sino de una condición de época.
Vemos que, por un lado, cambian las formas de sufrimiento. Vemos que, por otro, se altera el paradigma de la experiencia social. Nos queda ingresar en el mecanismo de conexión entre ambas alteraciones. Caso contrario, sólo tendremos una seca correlación cronológica.
Pensemos entonces la relación entre estos modos específicos de sufrimiento en las instituciones actuales y la alteración esencial del paradigma. Quizás así podamos pensarlas, habitarlas, incluso hacerlas. Las instituciones transitan la ruina del Estado como modo de ser, de hacer y de pensar: un modo basado en la territorialidad, el encierro, la soberanía, la representación, la reproducción. La lista de rasgos no es exhaustiva y tampoco homogénea, pero intenta indicar la serie de servicios –para hablar en el lenguaje del mercado– que el Estado prestaba en la constitución misma de lo institucional. Porque en esta línea –si admitimos que el Estado presuponía estos predicados– el Estado era la institución de las instituciones, constituía una metainstitución exhaustiva que aseguraba las condiciones de cualquier institución. Porque –como intentaré defender enseguida– no es concebible la institución sino en un marco institucional. Es inconcebible la institución sin metainstitución que disponga las condiciones. Y el Estado proveía no sólo el esquema mismo del ser institución; también aseguraba las condiciones efectivas para el existir de las instituciones. Porque la institución en su concepto formal mismo incluye una función decisiva: la reproducción. Tan es así que el sufrimiento institucional en tiempos institucionales estaba causado por la imponente inercia de esta función reproductiva, una inercia capaz de arrasar cualquier subjetividad, pensamiento u operación que emergiera disonando con la homogeneidad estable de la estructura. Ahora bien, la reproducción de un término sólo es posible si se reproduce su entorno operativo, sus condiciones de posibilidad. Se tienen que reproducir también las condiciones de reproducción de ese término. Las condiciones de reproducción de un término son a su vez otros tantos términos que tienen que hallar sus propias condiciones de reproducción. Es aburrido, pero sin eso no tenemos institución posible. Un término se reproduce si también se reproducen los demás términos que le proveen las condiciones. La función del Estado obliga y garantiza la reproducción de unos términos de modo tal que se reproduzcan también los otros. En la cadena institucional estatal, el desfasaje de uno de los términos desbarata la serie. Por ese motivo el reconocimiento estatal de las personerías gremiales, empresariales, jurídicas, etc., impone el requisito de identidad a las organizaciones. Los estatutos proveen identidad; la identidad interioriza la exigencia de reproducción para sí y para otros términos. El contralor estatal, el paradigma institución impuesto sobre las organizaciones, tendía a garantizar un suelo estable en el que fuera posible la reproducción, pero en que a la vez sólo fuera posible la reproducción. Los estatutos, los reglamentos, las memorias aprobados por el Estado, constituyen los núcleos de identidad y de perseverancia de las instituciones.
Esta condición hoy se desbarata. La alteración de la que hablamos es el desfondamiento del Estado, la descoordinación de las organizaciones, la destitución de la metainstitución que proveía las condiciones de reproducción y el requisito de reproducción, es decir, simultáneamente la exigencia y la posibilidad de que los términos que la pueblan se reproduzcan. Entonces, no estamos en la ruina de las instituciones, en la crisis de las instituciones, sino en el agotamiento de lo institucional mismo por desfondamiento de su condición estatal metainstitucional. En una imagen: el desfondamiento no remite a la caída de lo edificado sobre un suelo sino a la licuación de ese suelo mismo. No es el derrumbe de lo que sobresalía de una superficie, sino la alteración esencial de esa superficie. Si algo se era de la informaciónfica, se edifica sobre la arena.
5- Para alejar un poco de los términos Estado y mercado –con sus falsas transparencias– este pasaje se puede describir también en términos de otro par –acaso también engañoso, pero de distinto modo. La multiplicación de imágenes engañosas al menos nos precave de sustancializar una metáfora. Transitamos entonces el pasaje de la solidez a la fluidez. La condición fluida nos induce a preguntarnos si somos capaces de habitarla, si el pensamiento es capaz de pensarlas y, correlativamente, diseñar estrategias que la habiten.

No es sencillo, pues ese esquema lógico que llamamos institución no resulta apto para la fluidez. Supone algunas condiciones de reproducción que la fluidez se abstiene tenazmente de proveer. Más grave aún; cualquier reproducción en suelo no reproductivo tiende al desquicio, a una especie desquiciada de reproductividad sin reproducción. En condiciones alteradas, en condiciones de fluidez, la forma y la función, tan ajustadamente calibradas para las sólidas condiciones estatales, se alteran. No digo que no existan instituciones, sino que lo que se llama institución no puede sostenerse ya en su esquema ontológico de reproducción; conserva el nombre y acaso algo más. Y esto, insisto, tanto para el pensamiento de la emancipación como para el Estado y los holdings, tanto para los pequeños agrupamientos, como para las estrategias piqueteras y las tácticas partidarias. Vemos en una oscura fulguración que una ontología supone condiciones; y a la vez vemos que las condiciones supuestas por la ontología estatal se han derretido.
Una imagen puede colaborar. El Estado –el estado nacional, soberano– era el tablero dentro del cual transcurría la existencia de un conjunto de entidades que llamamos instituciones. Los diversos modos de agrupamiento tenían una dimensión institucional. Una de esas instituciones, una pieza de ese tablero, era el mercado liberal. Ese mercado era una laguna en medio de un continente sólido. Literalmente el sólido continente institucional contenía la laguna. Pero esa laguna crece, se desborda, se descontiene , se vuelve incontenible. Lo llaman neoliberalismo, o tercera ola, o glabalización, o algo. Se ha revertido la trama; esa laguna devino océano. Esa laguna que era una pieza del tablero estatal se convierte ahora en el tablero de otra lógica. Ahora todas las demás piezas transcurren en el ámbito propio de lo que era sólo una pieza. Esa pieza devino hegemónica, devino condición de todo el juego y alteró el juego de modo tal que las antiguas piezas no conocen las reglas de este nuevo juego. Quizás las reglas no sean desconocidas sino meramente inexistentes. A la vez, el Estado que era el tablero, en esta reversión, se convierte en una pieza entre otras.
Ese océano es un medio fluido en el que las conexiones resultan esencialmente aleatorias. En principio no son más que fragmentos inconexos.

Sin embargo se conectan por las consecuencias que los movimientos de cada uno impone sobre otro. Pero esa conexión por la vía de las consecuencias no produce una articulación lógica pues no devienen por eso partes de un todo, y sin embargo tampoco son entidades autónomas. Los términos se conectan, producen consecuencias unos sobre otros y otros sobre unos; no se componen en una lógica; se mueven en una dinámica. Los fragmentos se conectan ocasionalmente sin perder su carácter fragmentario. La dinámica del fluido se puebla de choques contingentes.
6- Esa conexión entre términos heterogéneos en un medio fluido es la fuente de la incertidumbre contemporánea. Nuestra incertidumbre es propia de nuestra época. Por poner un ejemplo, nuestra incertidumbre actual no se angustia ante los problemas de la predestinación –cuestión central de la subjetividad calvinista; fuente específica de incertidumbre específica. Nuestra incertidumbre no es la de Maimónides. El lugar que ocupa cada uno en el plan divino resulta más secundario que, por ejemplo, el lugar en que el fluido dispone para recibir o despedir la nueva ola o el nuevo reflujo de capital. Los planes divinos eran menos contingentes que los del capital.
En un medio sólido, las conexiones entre dos puntos permanecen estructuralmente. En un medio fluido las conexiones entre dos puntos son siempre contingentes. En un medio sólido, dos puntos cercanos permanecen cercanos si no se produce un corte que los separe. En un medio fluido, dos puntos cercanos permanecen cercanos sólo si hacemos lo pertinente para que permanezcan cercanos. Si no, su destino es derivar, desperdigarse, dispersarse. La incertidumbre contemporánea no es un fenómeno de orden epistemológico –hay algo que no sé, sobre eso no tengo conocimiento– sino de orden ontológico –sé perfectamente que eso está en sí indeterminado y a la deriva–. Como sujetos de conocimiento no ignoramos las determinaciones de lo real; nuestra incertidumbre es el correlato verídico de la indeterminación de lo real. No padecemos de incertidumbre respecto de unas determinaciones, sino un acuerdo perfecto entre la indeterminación de lo real social, la indeterminación de lo real económico, la indeterminación de la interfase entre lo económico y lo social y nuestra incertidumbre. Nuestra incertidumbre no encuentra bálsamo: es demasiado certera. Hoy no podríamos escribir la Guía para perplejos. El perplejo en nuestros días está bien ajustado; está en lo cierto, traduce el modo de ser de lo histórico social, no desconoce nada. Pero entonces necesitamos ser otros. Así, incertidumbre y perplejidad no son ya nombres de lo que accidentalmente nos sobreviene por desgracia sino más bien términos habituales que nos sobrevienen porque no pueden más que sobrevenir crónicamente.
Corremos el riesgo de la banalizar la incertidumbre y la perplejidad porque han devenido términos habituales. Pero banal y habitual no tienen por qué ser fatalmente sinónimos. Que los términos incertidumbre y perplejidad se hayan generalizado como términos significa que tergiversados, atravesados, banalizados, como sea, se han instalado como términos de una subjetividad que ya puede traficar con esas palabras de manera un poco más relajada.
7- Recapitulemos. Nuestra perplejidad es actual, bien actual. No procede de nuestro desconocimiento sino de la indeterminación intrínseca de la realidad social. O mejor, de nuestros modos de producción. Pues los modos de producción de realidad actuales requieren enfáticamente la heterogeneidad y la contingencia. Esta heterogeneidad en los modos de producción de realidad a su vez deriva de la multiplicidad de agentes autónomos y la heterogeneidad de las lógicas que estos agentes ponen en juego para producir sus realidades –realidades habitables para tales agentes–. Si llamamos heterogéneos a los términos que difieren en su génesis y llamamos heterólogos a los que –independientemente de su génesis– operan el lógicas incompatibles o inconmensurables, veremos que los modos actuales de producción de realidad no sólo son heterogéneos sino también heterólogos. Tanto como decir que no hay manera de concebir –fuera de una configuración situacional contingente, una articulación de los modos de producción en una realidad. No es posible síntesis alguna, ni global ni local. Pues los términos heterólogos están permanentemente afectando, solicitando, atacando, anexando los términos de nuestra configuración local actual sin por eso volverse homóloga.

Veamos ahora un detalle de la condición fragmentaria. Sin estado, dos bichos sapiens no tienen posibilitada su relación. Si dos homo sapiens no pueden humanizarse mediante una tercera instancia trascendente que los disponga como semejantes, no tienen modo de instituirse como semejantes. En condiciones de estado, cualquier cuerpo humano es el de un semejante –un cuerpo representa un sujeto para otro cuerpo–. Pero en condiciones de mercado no es un semejante, es mucho más y mucho menos que eso. En principio es un cuerpo; tan sólo un cuerpo. Con arte y maña, luego, es un otro, solamente un otro. Sin instancia que nos presente mutuamente como semejantes, el otro es otro que yo, o mejor, nada que ver conmigo. Y en la medida en que es otro, se me torna cada vez más imprevisible. Porque según la construcción histórica de la semejanza puedo imaginar que el otro está organizado por una estructura semejante a la que me instituyó: para mí es calculable. Pero en función de la pura diferencia en que el otro es otro, mis acciones respecto de él van a estar siempre marcadas por un margen esencial de incertidumbre. Cada punto, individuo, familia, grupo, institución, partido, empresa, organización, se conecta con otros que no son semejantes porque no se subordinan a una instancia totalizadora que los distribuya en una estructura. Así, cada uno está conectado con otro, con otro, con otro, de manera que el efecto de esos otros sobre uno no opera según el régimen de la causa. Nos conectamos por la consecuencia, pero no por la consecuencia discernible lógicamente, derivada de una causa, sino por lo que sobreviene como pura consecuencia. Pues el otro es efectivamente otro y no un semejante tramado conmigo en una estructura. Lo sé por la consecuencia.
8- Francis Fukuyama hizo carrera predicando el fin de la historia. Pero su historia no terminó ahí. En busca de un poco de consistencia para su definitivo capitalismo parlamentario, encontró otra piedra filosofal. Hace poco publicó un tremendo volumen que se llama Trust, traducido como Confianza. Ahí plantea que las relaciones sociales en condiciones neoliberales se sostienen exclusivamente en la confianza. En medio de la incertidumbre, la confianza. Es raro, ¿no? Pero esa extrañeza resulta interesante. Para aproximarnos a la idea, para no confundirla con imágenes amistosas de la confianza, la llamamos confianza desesperada. La confianza desesperada, tal como la entendemos en Fukuyama, predica que lo único que sostiene es la confianza. Desesperada, no se trata de la confianza en la solidez de alguna instancia confiable sino de la confianza en que si no lo sostenemos mediante la confianza, el mundo-mercado se desintegra.
El mundo de la incertidumbre, desde la ideología propia de polo de poder de ese mundo, impone la necesidad de confiar, pero no porque constituya una entidad confiable sino porque, si no se confía, se derrumba. Esa es la confianza desesperada. Confianza en los poderes cohesivos de la confianza. Confianza en que la confianza es lo único que nos queda. Confianza en una apuesta –a ciegas, pero forzada– en la confianza. Confianza en que la afirmación de la confianza nos aleja de la subjetividad desdichada.
¿Cómo confiar en otros que son otros? No basta con la confianza para habitar la fluidez. Pues no estamos ante un semejante posible sino ante un otro en tanto que totalmente otro, instituido como otro y para nada ocultado como otro. La confianza se nos complica, sobre todo si no contamos con dispositivos confiables con los que tratar la diferencia con ese otro. La confianza no basta para pasar del fragmento a la situación; es preciso pensar de otro modo, hacer de otro modo, hacerse de otro modo, constituirse de otro modo, hacerse cada vez, hacerse en cada situación: confiar de otro modo.
9- Martin Buber comprende que el mundo genera en nosotros el lugar donde recibirlo; no somos nosotros los que recibimos el mundo; no es el mundo el que se instala en nosotros; sino que genera en nosotros un lu- gar en el que albergarlo. Si el mundo es estable, ese lugar en nosotros para acogerlo será estable; pero si el mundo es inestable, el mundo irá instalando sucesivamente en nosotros condiciones diversas para recibirlo. Porque hay situaciones en las que uno no responde frente a un estímulo sino que se constituye desde el estímulo. Ahí uno está descolocado: cuando no tiene con qué responder y tiene que hacerse, constituirse, a partir de eso que se presenta. En el momento de perplejidad, no tenemos en nosotros el sitio en que albergar ese estímulo a través del cual se nos presenta el mundo. No se puede responder sino configurarse. Se responder con institución; se configura con organización.

Las organizaciones –nombre de resonancia empresarial por un lado, militante por otro, pero a fin de cuentas un nombre razonablemente genérico– designan en este caso los modos de agrupamiento en condiciones de fluidez. Bajo el nombre de organizaciones, los agrupamientos ejercen en la incertidumbre –del mismo modo que bajo el nombre de instituciones ejercían en un mundo mayormente calculable. Para estas organizaciones, en tiempos de alteración ninguna figura a priori, ninguna estructura interna resulta eficaz en su operatoria. El índice de eficacia de la organización es la velocidad para configurarse frente a estímulos, provocaciones, causas, dislocaciones que sobrevienen de modo contingente. Al igual que en las instituciones, puede haber nombres y cargos, pero no hay, no puede haber, lugares en el sentido estructural del término. En las organizaciones, los nombres y cargos no remiten a sitios regulares del organigrama. Pueden regir una planilla de remuneraciones o una placa de honores, pero no indican una operatoria estandarizada. Sin lugares sólo hay operaciones de existencia en la fluidez. Las operaciones requieren una buena dosis de confianza desesperada. Desesperación abunda; lo que suele escasear es el ingrediente confianza. Como las condiciones en las que tienen que operar las organizaciones son inanticipables, ninguna configuración previa resulta adecuada a su objetivo o a sus funciones. No puede confiar ya en el buen orden del mundo real; no puede confiar ya en su propia buena estructura. Sólo puede –y por ende tiene que– confiar en su capacidad de configurarse en la ocasión a partir de su perplejidad.
La organización, la institución actual, trabajará activamente para configurarse en cada circunstancia; el resto es dispersión. Así lo dispone la condición fluida en la que opera, pues la relación entre dos puntos ligados no se garantiza por estructura sino que se posibilita, cada vez, por una operación actual. Permanecen conectados sólo si una operación activa y eficaz los mantiene actualmente ligados. La tendencia inmanente del fluido se orienta a la dispersión. Lo que no se está cohesionado, se está dispersado. El medio fluido no tiene una inercia de conservación sino de disolución.
La fuerza principal de cohesión en las organizaciones es el pensamiento. Si las instituciones estatales sabían, las instituciones fluidas se definen

por su capacidad de pensar. En las instituciones estatales el pensamiento tendía a ser un lujo, e incluso un lujo peligroso, capaz de disolver la sabia estructura reproductiva, cerrada pero consistente. En condiciones de fluidez, el pensamiento es la condición de posibilidad de una organización- institución, caso contrario, se vuelve pura dispersión o patología de excrecencia. Llamamos aquí excrecencia, según el dialecto ontológico de Badiou, a los términos que están representados pero no presentados: paradigma del anacronismo, espuma ontológica del agotamiento. Más claro, la excrecencia es una exhaustiva reproducción de funciones que no cumplen función alguna, reproducción perfecta de lo ineficaz, por lo tanto, ruina de esa misma reproducción perfecta –pues la eficacia era una de las condiciones de su reproducción–.
El pensamiento que realiza las operaciones capaces de ligar algo en las organizaciones es un ars, una tekhné de renovar condiciones o de desautomatizar respuestas. No es doxa ni episteme. Pues la irregularidad de los estímulos, el aluvión de provocaciones, solicitaciones y destituciones obliga a operar permanentemente sobre términos, sobre condiciones, sobre circunstancias para las que la institución no está preparada. Destaque- mos, de paso, una condición actual: antes de la circunstancia nadie ni na- da está preparado para tratarla; estrictamente, nada está a la altura de las circunstancias. Para tratar sus problemas la organización ha de configu- rarse ad hoc. Las organizaciones que llamamos instituciones, privadas de su esquema ontológico, pueden ganar otro. Eso sucede si se determinan instante a instante por el pensamiento, por el pensar y hacer pensar. Ga- nan si van donde el pensamiento y no los estatutos las llevan. Caso contrario, insisto, devienen inoperantes por suponerse un ser.
10- Distingamos esquemáticamente dos comportamientos materiales de la flexibilidad[1]. Una superficie puede dejarse moldear elásticamente por la actividad configurante del pensamiento y adoptar una forma. Una superficie puede dejarse moldear plásticamente por la actividad configurante y adoptar una forma. La diferencia no es sólo una letra –e por p–. La superficie plástica adopta sin resistencia la configuración reciente. La forma elástica resiente la deformación. Anhela la cesación de la nueva forma, que es percibida como deformación. Su propia forma es buena forma. Apenas pasada la presión actual, volverá aristotélicamente a su forma natural. Tomemos en su literalidad la imagen de la globalización. Pongá- mosla en diálogo con la dinámica previa: el progreso. Imaginemos que el conocimiento es un globo; progresa conforme se infla. Cuanto más crece, mayor es la superficie de contacto con el desconocimiento. De pronto, en su paroxismo, la superficie ya no soporta la presión. El globo explota Y entonces, queda todo mezclado, el conocimiento con el desconocimiento[2}. Adentro-afuera han explotado. La globalización así entendida suprime la frontera adentro-afuera. Lo cual, naturalmente, no significa que estemos todos dentro. Definida una organización por su capacidad para configurarse al pensar en cada circunstancia cambian esencialmente los modos de pertenencia. La subjetividad institucional transita por otros carriles –o ni siquiera carriles–. No es posible pertenecer a las instituciones en términos topológicos o binarios –adentro/afuera–; ya no ocurre que se pertenezca si se satisface una propiedad y que no se pertenezca si no se la satisface. No se pertenece por afiliación ideológica ni por verificación de una regla. En medio de la destitución, de la desolación, de la fluidez, uno pertenece a los sitios en los que puede pensar, en los que puede constituirse, en los que puede constituirse pensando. Uno pertenece a los sitios que, a su vez, se constituyen tomándolo a uno en su operatoria de pensamiento. El pensar no opera ya en los síntomas de una estructura, no opera ya en el borde interior-exterior de una topología. Opera entre términos desligados; opera configurando, uniendo con el trazo los puntos – como en los primeros juegos infantiles, sólo que esta vez los puntos no están numerados y, a la vez, se están moviendo. El pensamiento opera en la plasticidad de la organización.
Pues una organización en la fluidez es una superficie plástica dispuesta a configurarse en cada operación frente a estímulos aleatorios. Esta superficie plástica es la virtualidad de distintas conexiones entre los términos que la componen, que se configuran, se ligan entre sí y se vuelven a configurar de otro modo según las circunstancias. Es la virtualidad de conexiones que sólo se realizan por pensamiento en una situación. Si, como dicen que dice Deleuze, la historia es una especie de toallón que según cómo se pliegue, determina la cercanía y la lejanía de distintos puntos, las instituciones adoptarán ese modelo toallón, es decir, la posibilidad de producir inteligencia por conexión entre distintos puntos que no están ligados por el organigrama sino por el pensamiento en la circunstancia. Dos puntos se conectan por un pliegue porque esa conexión es eminentemente ad hoc y no estructural, para esa configuración y no para todo servicio.
11- En condiciones de fluidez, naturalmente permanece el esquema ontológico de la institución reproductiva. Mas que inútil resulta dañino. Pues no permanece como pura representación instituyente; colabora a ciegas con la destitución. La institución que se cree tal puede conservar su nombre, los papeles de sus estatutos y reglamentos, sus títulos, cargos y honores; puede conservar su estructura interna; puede fingir solidez. Pero la solidez interna es incompatible con la abismal fluidez exterior. La reproducción interna de las ligaduras estructurales impide cualquier conexión con un exterior en mutación crónica.
Nuevamente aquí puede colaborar una imagen. Cada tanto en Discovery Channel exhiben el impresionante fenómeno cordillerano de los ríos de piedras. Es buena imagen para esta supuesta solidez en medio de la fluidez. Mirados desde lejos son ríos; se ve una fluidez homogénea como la del agua. Cuando la cámara se aproxima, vemos con asombro y repulsión que esos ríos están compuestos de piedras de unos dos metros de diámetro. En su interior esos bloques son estricta, confiada, estructuralmente sólidos. Sólidos en su interior inoperante, porque no pueden conectar con un exterior si no es bajo la forma del choque aleatorio, improductivo, destructivo, corrosivo, lisa y llanamente estúpido. El recinto en que la materia choca así y no puede ya llamarse institución. El nombre galpón le ajusta mejor.
12- La perplejidad es la experiencia de que lo configurado se está desligando. Lo configurado no es lo instituido que provee una forma al devenir sino lo que se está descomponiendo en esta deriva actual; si no se lo configura aquí y ahora, si no se lo organiza, de por sí no determina organización sino dispersión. La perplejidad así planteada es la antesala del pensamiento, es lo que permite deshabituarse de las costumbres adquiridas para poder entrar en una situación de otra característica. Y si nuestro mundo es indeterminado, entonces estas perplejidades no se sucederán como crisis accidentales sino como antesala inevitable de cualquier situación. En este sentido decía al principio que la perplejidad ha venido para quedarse.
En un mundo coordinado por el Estado, la subjetividad generada por la familia permite pasar a la escuela, de la escuela pasar a la fábrica, a la oficina, al hospital, al cuartel; uno puede ir pasando a través de distintas situaciones porque están regidas por la misma lógica. Pero sin una instancia que coordine, los recursos subjetivos pertinentes para habitar una situación no son pertinentes para otra; la entrada en cada situación tendrá que atravesar su momento de perplejidad –o uno, para ingresar en cualquier situación, tendrá que atravesar el momento de perplejidad para poder constituirse según la situación lo condicione. Si es un insumo habitual, quizás la perplejidad no tenga –pero esto es especulación pura– el correlato de sufrimiento que nuestra subjetividad estatal le atribuye al término. No digo que sea una fiesta; sólo que no es ya un desgarro de lo instituido. En todo caso, hemos de ver si somos bichos capaces de crear en nosotros otros bichos dotados con el insumo de la serena perplejidad que no desgarra; si podemos crear las prácticas capaces de instaurar una subjetividad que pueda moverse en ese medio sin desmentir la indeterminación esencial y, a la vez, sin desgarrarse por eso. No sé si es posible; sólo sé que es necesario.

[1] Este argumento procede de una serie de conversaciones del Grupo 4, que integro con J. Moreno, O. Bonano, R. Gaspari

[2] Este argumento lo suelen desarrollar, de modo exclusivamente oral, los arquitectos Forster, Bogani, Cárdenas.

Flores rojas para el agitador Severino Di Giovanni // Diego Sztulwark

“Eliseo Reclus ha escrito: “comprender para perdonar”. Y eso es lo que nosotros hemos siempre tratado de hacer ante la complejidad de los hechos en donde Di Giovanni se debatió y que soportaron altibajos de su conciencia y de su pasión”.

Hugo Treni, “Un poco del alma del bandido”, 1931.

 

La fría mañana del mes de enero de 1986 el célebre profesor de filosofía Gilles Deleuze meditaba sobre un asunto que creía irresuelto. En su curso sobre Michel Foucault, sentía la necesidad de exponer ante los asistentes la idea de que la filosofía no debía ser enseñada como una mera sucesión de capítulos, autores y escuelas. Más que evolución, el pensamiento procede por violencias, movimientos irregulares que el pensador padece y el historiador procura describir con cierto detalle. Esa violencia responde al peso de los acontecimientos históricos, sí, pero su inventiva corresponde al juego que entablan con la creatividad de las ideas. Más que con el progreso, el pensamiento se define por su modo de afrontar problemas e imaginar modos de trabajo. Deleuze pensaba en la presencia del 68 francés en su propia filosofía. La Europa de la revuelta le dio a Deleuze la oportunidad de enfocar el asunto en una de sus clases: las ideas de Foucault -dijo ante un público nutrido- no deberían ser presentadas como un corte abrupto, una ruptura ni una superación con respecto al marxismo y al existencialismo. Sus palabras pasaban como un cepillo a contrapelo de los consensos académicos en formación. Si un movimiento de rebeldía se torna interesante para la filosofía -explicaba- lo es en virtud del modo en que introduce en ella las semillas de nuevas evaluaciones. Y luego de detallar aquella coyuntura histórica desembocó en siguiente argumento: “el pensamiento de Foucault no puede ser comprendido sino en una agitación interior que afectó al marxismo, el existencialismo y al conjunto del pensamiento de la época”. Era esa la imagen precisa que había estado buscando: agitación, no evolución.

 

Nunca reparé, a pesar de mis varias lecturas de ese fragmento deleuziano, en la enorme importancia de esa delimitación: la agitación como disposición inconformista que lleva a reevaluar las estructuras en las que pensamos y vivimos. Y no tengo dudas de que el impacto que ahora recibo proviene de otra lectura que plantea el mismo tipo de problemas a propósito de una tragedia histórica y biográfica tan atractiva como inquietante. Me refiero al notable libro de Osvaldo Bayer, Severino Di Giovanni. El idealista de la violencia (1970), que transmite la impresión de que fue el anarquismo quién expresó la agitación de manera más pura y extrema tanto en la existencia personal como en la acción.

 

La biografía de un luchador social convertido en el enemigo número uno del Estado argentino, permaneció enterrada durante décadas en las páginas policiales de los diarios. El ácrata italiano llegó a ser un espectro de la vida política. Di Giovanni fue un periodista armado que murió orgulloso ante un pelotón de fusilamiento, un militante antifascista y un poeta apasionado que intentó hasta el último de sus días combinar sus sueños literarios con las exigencias ideológicas y prácticas del anarquismo ilegalista y expropiador.

 

Severino nació no lejos de Roma en 1901. Casado con Teresa Masciulli y desempleado partió hacia la Argentina el mismo año de la Marcha sobre Roma. Sus lecturas de entonces: Proudhon, Bakunin, Reclus, Kropotkin, Malatesta, Stirner y Nietzsche. Una vez instalado en Buenos Aires desarrolló la profesión de tipógrafo como obrero gráfico en un taller de Morón. Habló un castellano claro, con huellas de su lengua peninsular. Su pasión activista contra el fascismo lo llevó a irrumpir una noche de junio del año 1925 en la fiesta que daba el embajador de Mussolini en Argentina el Teatro Colon. Los libertarios gritaron a viva voz contra los crímenes de las camisas negras y repartieron volantes denunciando el asesinato del legislador socialista italiano Matteotti. Para acallar a los aguafiestas convergieron primero los escuadristas italianos ligados a la embajada italiana y luego la policía de Marcelo T. de Alvear.

 

El movimiento anarquista argentino era, por mucho, el más importante de América Latina. Su rica experiencia en el activismo sindical y cultural se organizaba durante la segunda mitad de los años veinte en dos corrientes internas enfrentadas entre sí: la rama moderada y considerablemente más influyente, constituida por los sindicatos reunidos en la FORA y el periódico “La Protesta” y, a su izquierda, los gremios autónomos y el grupo que editaba “La Antorcha”. En ese contexto actuaban, además, numerosos grupos de italianos antifascistas divididos entre anarco-comunistas (lectores de Malatesta) e individualistas. Esta última vertiente renace en el país con la publicación de “Culmine”, periódico creado por Severino Di Giovanni.

 

El 16 de mayo de 1926 estalla una bomba en la puerta de la embajada de EE.UU (Arrollo y Carlos Pellegrini), país que se preparaba para ejecutar a los obreros anarquistas italianos Sacco y Vanzetti: la respuesta del gobierno radical de Alvear será alentar la participación de las Ligas Patrióticas en la represión anarquista junto a las fuerzas policiales. Comprometido en el atentado, dice Bayer, Di Giovanni “comienza su peligroso viaje del cual no podrá retornar jamás”.

 

La lucha de los anarquistas se libraba al mismo tiempo en todos los frentes: contra el gobierno de los EE.UU (la campaña por el caso Sacco y Vanzetti), contra el fascismo italiano y sus pretensiones de extenderse en la argentina y contra el aparato represivo del Estado. Y la propaganda ácrata se orientaba a “demostrar a la plebe -de la cual somos la parte rebelde- el coraje y la confianza”. La táctica de lucha eran los grupos pequeños y autoorganizados. La estrategia: el inconformismo en armas en resistencia contra Mussolini.

 

El 24 de diciembre del 27, durante los preparativos de la navidad, estallaron dos bombas: una en el City Bank (calle San Martin) y otra en el Banco de Boston (Mitre y Diagonal). El saldo de víctimas asciende a veintitrés heridos y dos muertos. El siguiente propósito de Severino y su grupo fue asesinar al cónsul italiano en Buenos Aires, Italo Capanni, célebre represor mussoliniano. El 23 de mayo de 1928 estalla un poderoso artefacto -construido por el grupo de Di Giovanni- en el consulado de la avenida Quintana, en donde cientos de personas e la comunidad italiana tramitaban su documentación. Si bien el maletín tenía como destino aniquilar a Capanni y la embajador fascista, un error -un trágico detalle-, terminó por detonar un formidable acto terrorista en el que fueron heridas treinta y cuatro personas y murieron otras nueve.

 

A partir de ahí Severino y su grupo -entre los que se contaba Paulino Scarfó- vivió en la más estricta clandestinidad, sin renunciar a las acciones de expropiación y propaganda. Di Giovanni se separó de Teresa, ya madre de sus hijxs, y se entregó por completo a las acciones para liberar compañeros presos, la falsificación de monedas, el apoyo armado a huelgas obreras, al intercambio epistolar (a menudo polémico) con núcleos anarquistas de todo el mundo, y la edición periódica, panfletos y libros. Dos episodios particularmente destacados por Bayer de la vida de Di Giovanni de aquellos años son la apasionada relación con la jovensísima América Scarfó (que se consumó en un falso casamiento de comedia italiana) y la recurrencia al asesinato por parte de Severino primero contra Giulio Montagna, activista anarquista acusado de espía, y del director de “La Protesta” y principal propagandita acusador contra Severino (junto con Diego Abad de Santillán lo acusaron de espía fascista, delincuente y ladrón), López Arango. Este último episodio dividió aguas en el movimiento anarquista y dio lugar a una intensa polémica, que en partes se esclareció por medio de una suerte de juicio libertario del que Severino salió exculpado, no de sus métodos por muchos considerados criminales (el propio Bayer escribe al respecto que los argumentos de la defensa no llegan nunca a dar razones convincentes para asesinar), sino de las acusaciones que le venía dirigiendo el núcleo editor de “La Protesta”.

 

El golpe militar de Uriburu a Yrigoyen del 6 de septiembre de 1930, que puso al frente de la represión a Leopoldo Lugones, homónimo de su padre escritor y hombre enamorado de la picana, encontró en la pareja Severino y América uno de los centros irradiadores de iniciativas conjuntas del movimiento anarquista. Según Bayer, durante el mes de octubre de 1930 “Anarchía” (en un número periódico enteramente redactado por la pareja) se convirtió en el único medio gráfico opositor al gobierno del General Uriburu. Mientras tanto Severino empleaba el dinero recaudado en las expropiaciones más audaces, para aportar dinero a compañeros perseguidos, contribuir a un complot fallido para liquidar a Mussolini, y para cumplir su sueño de editar en el país al geógrafo libertario Jacques Eliseé Reclus. El bandido reunía dinero para publicar al pacifista. De hecho, Di Giovanni es capturado -tras una persecución policial de película, el 31 de enero de 1931- mientras iba al centro de la ciudad para ver con sus propios ojos la edición del tercer tomo de Escritos Sociales de Reclus.

 

En el breve juicio en el que fue condenado a muerte, Di Giovanni fue defendido por el teniente primero Juan Carlos Franco de la compañía de ciclistas y archivos, quien intentó impedir la ejecución y fue luego detenido y expulsado un tiempo en el Paraguay y componiendo canciones que lo acercaron a Atahulapa Yupanqui.

 

Di Giovanni fue fusilado el 1 de febrero de 1931, en la penitenciaría de la avenida Las Hares. De entre las crónicas del fusilamiento de Di Giovanni sobre sale el agua fuerte de Roberto Arlt (“He visto morir”) invitado como parte de la prensa para cubrir el cruento final del bandido social (como Paulino Scarfó, Seferino fue intensamente torturado por la policía antes de su lapidación).

Arlt escribe allí:  -Pelotón, firme. Apunten. La voz del reo estalla metálica, vibrante: -¡Viva la anarquía! -¡Fuego! Resplandor subitáneo. Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos tocando las rodillas. Fogonazo del tiro de gracia. Muerto. Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero a los pies del cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y zapatos de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra. Veo cuatro muchachos pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los labios; son: Gauna, de La Razón, Álvarez de Última hora, Enrique Gonzáles Tuñón, de Crítica y Gómez, de El Mundo. Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara: -Está prohibido reírse. -Está prohibido concurrir con zapatos de baile”. El texto, dirá David Viñas hace una “trágica focalización con un solo protagonista”. Y Horacio González repara en la foto que, teatralizando el fusilamiento, realiza para la ocasión la Revista Caras y Caretas. El otro escrito que se desmarca del amarillismo de los medios y la alegría de diarios como La nación es el poema de Enrique González Tuñón, que hace referencia a las flores rojas que aparecieron por la madrugada en la tumba anómica de Severino (“El hombre fusilado debe estar ya medio destruido en la Chacarita. América Scarfó le llevará flores, y cuando estemos todos muertos muertos, América Scarfó nos llevará flores”).

 

Hugo Treni, un intelectual italiano exiliado por entonces en Uruguay debido a sus ideas libertarias y que se había carteado polémicamente con Severino durante sus últimos años de vida, lo describió sólo unos pocos meses después de su asesinato: “Di Giovanni era un apasionado. Veía toda la vida y enfrentaba la acción a través de su pasión tumultuosa que a menudo lo cegaba llevándolo tanto al mal como al bien”. El retrato de Treni sobre Severino es el de un alma escindida entre su “íntima aspiración”, que era “poder entregarse a una vida de estudio” y “un largo encadenamiento de hechos en su vida de todos los días” que lo forzó a “la lucha más ardiente”.

 

La primera edición del libro de Bayer sobre Di Giovanni fue prohibida en 1973 por el gobierno peronista de Lastiri y permaneció inhallable durante décadas. Sin embargo, el libro había despertado notable interés. Como recuerda el propio Bayer, “cuatro directores de cine quisieron filmar la historia, pero no fue posible”. Uno de ellos fue Leonardo Favio.

 

Durante el año 1985 el intelectual peronista Álvaro Abós escribió una reseña crítica para la revista Fierro, lo que derivó en una polémica -desarrollada el año posterior en la Revista Crisis durante el año 1986, en torno al modo de recuperar la figura del terrorismo ácrata. Abós resumía allí lo esencial de las objeciones hechas desde siempre a Di Giovanni: el uso de las bombas (con el costo inevitable de víctimas inocentes), su esteticismo (la supuesta incongruencia entre practicar la lucha armada y la enorme atención que dedicaba a la edición de periódicos y libros), y su amor apasionado con América Scarfó (hermana menor de los activistas anarquistas Paulino y Alejandro), que tenía 15 años cuando comenzó su relación y 16 cuando el fusilamiento de Severino y Paulino.

El contrapunto conserva todo su interés, en la medida en que Abós no critica en lo más mínimo la investigación del autor de Los vengadores de la Patagonia trágica, sino el uso de las tácticas violentas por parte de Severino y su grupo, haciendo de este último un antecedente directo de la guerrilla argentina de los años setentas, mientras que Bayer reprocha a Abós precisamente eso: no poner en tensión el libro en sí mismo, sino limitarse a reproducir la grosera incomprensión que la ideología de la democracia conformista reserva a quienes se rebelan ante la crueldad del sistema. Durante polémica la polémica (reunida bajo el título “Di Giovanni y la teoría de los dos demonios” en el libro de Bayer, Rebeldía y esperanza, Bs-As, 2009), el biógrafo resume su lectura de Severino como “la historia de un hombre lleno de cualidades latentes que se pierden en la obcecación. Porque el mundo es más complicado de lo que él cree. Lo consume la pasión, no puede soportar la injusticia y sale a hacerla él. Y cae en la crueldad, de la que se da cuenta, pero ya no puede salir del círculo de fuego que le ha tendido la sociedad. Es un perseguido. Un desperado”.

El reproche de Abós a Bayer podría resumirse en la siguiente pregunta: ¿Cómo y por qué un periodista libertario y pacifista convencido como Osvaldo Bayer escribe sobre un activo creyente en la violencia revolucionaria, tan conflictivo para quienes a fines de los años veinte se ubicaban en el terreno de la política y de las ideas de un modo que en principio debería resultarle más próximo? En su réplica a Abós escribe efectivamente: “soy insanablemente pacifista. Pero si un guatemalteco, un salvadoreño o un colombiano, un mexicano sin trabajo o un negro sudafricano me pregunta cuál es la otra solución que tengo, me tendría que callar la boca, avergonzado. A los repudios viscerales los reservo para los verdaderos enemigos de la humanidad”, en cambio “no puedo odiar a aquellos que se equivocaron y perdieron buscando nuevas sendas”.

Hubo, además, un militar que intervino en el golpe contra Yrigoyen, y que conoció a fondo el caso Di Giovanni porque era ayudante del general Medina, ministro de Guerra de Uriburu, quien puso el “cúmplase” en la condena de muerte de Severino. Ese militar, llamado Juan Domingo Perón, le escribió a Osvaldo Bayer espontáneamente ni bien recibió su libro: “Siempre he pensado que, así como no nace el hombre que escape a su destino, no debería nacer quien no tenga una causa por la cual luchar, justificando su paso por la vida: Di Giovanni fue un idealista, equivocado o no, y es respetable para los que luchamos por una causa que tampoco podemos saber si es la verdad”.

 

Los nombres de Severino Di Giovanni, pero también el de Osvaldo Bayer, forman parte de esa tradición que Walter Benjamin llamó la del “inconformismo”. Un estado de agitación que no encuentra límites a la hora de poner en cuestión estructura mentales y sociales. Consultado sobre esta cuestión el ensayista Christian Ferrer propone comprender la fuerza del libro de Osvaldo Bayer como la restitución de un nombre convertido por el estado y la prensa en fantasma -un delincuente cuyas ideas no vienen al caso- a las páginas de la política de la nación. Bayer se interesó por alguien cuya intransigencia resultaba (ayer y hoy) incompatible con un país en el cual el enfrentamiento político nunca impide futuras alianzas y componendas. Un anarquista, dice Ferrer, es siempre un ser de dos almas: un santo cuyo modo de vida diseña instituciones para un futuro mejor, y al mismo tiempo un destructor. Y Di Giovanni fue excesivo incluso entre los libertarios argentinos. Bayer no se limitó, por otra parte, a narrar el costado político de este exceso, sino que además recuperó la historia de Severino y América (menor de edad y una década menor que él), un amor de escándalos que hoy día sería quizás condenado no sólo por las madres de familias católicas. También aquí Bayer enmendó una narración histórica: de versión patologizada a amor libre. Amor y anarquía han sido siempre condimentos explosivos, capaces de cuestionar las conductas y parámetros bajo los cuales concebimos nuestras vidas.

 

Flasheamos guevarismo // Diego Valeriano

El Che en nuestra juventud era parte de algo que nos conmovía. Parte de una manera de andar, de encontrarnos, de amar, de discutir, de soñar. Puente Pueyrredón, Valizas, una casa vieja en Varela donde se hacían las asambleas, Redondos en Huracán, la toma en la calle Goria, esquivar los chanchos de Once saltando por atrás, algún asado con compañeros de los setenta, recuperar fierros. Guevara siempre presente, contraseña en la piel, conspiración, forma de huida, tatuaje. 

Lejos estábamos de lo que fue realmente. Lejos de su moral, certezas, disciplina y formación. Lejos de Cuba, del marxismo que nos aburría, de la lucha armada, de un banco central, de entenderlo, de trabajar tanto. Flasheamos guevarismo sin saber bien qué era, pero con la convicción que se parecía bastante a no traicionar, a ayudar a los demás, a revelarse, a caminar el barrio para organizarnos. Guevara era la forma que teníamos de entender la política, el segundeo, esos años, la vida.

Ahora que la derecha copa todo, que crece, que nos quita el aire, ahora que hay pibes que reivindican empresarios y otros que agradecen que los cuide el Estado, ahora que sé es gato del algoritmo, vigilante anti planes, burócrata de aforo, ahora que todo se puso horrible no está mal recordar a Guevara. 

Recordar a él y a nosotros de guachos, recordar que creíamos que podíamos, que discutimos, que no hacíamos caso, que no teníamos jefa. Recordarnos con Guevara para salir del chamuyo de la política de hoy, de esas discusiones que son otros, de eso proyectos políticos que solo son personales. Recordar al Che para rajar del ruido que solo nos confunde y entristece.

 

Foto Sub. Cooperativa de fotógrafos. 

Contra una época y por un tiempo por venir // Diego Valeriano

Sobran las teorías sobre los Redondos, los libros, los análisis, las giladas. Sobran, pero siempre son cortos, poco, nada. También sobran los recuerdos: intoxicarse, tener miedo, quedarse sin voz, superarlo, segundear, entrar en una, vagar, llegar, intentar volver a casa, subir a bondis inverosímiles, politizarse desde el cuerpo. Que quede la marca en la piel. Esquivar las piedras, los facazos, la gorra, la tele, esquivar esa vida de mierda que nos ofrecían. 

Autopista Center, Racing, microestadio de Lanús, un superpancho en la Avenida San Martín. Remisería, pabellón, camping, un diluvio en Huracán. Ahí donde nos convocaban, ahí estábamos con todo el cuerpo. Los Redondos son la forma en que habitamos un tiempo contra una época, la manera en que no nos sentimos tan solos, tan vacías, tan ninguneados. Debe haber sido el único modo en que logramos respirar en una época donde no quedaba aire, posibilidad, ternura. 

Por ese tiempo, por eso que abrieron contra esa época, por lo que fuimos, por una vitalidad que aún late, porque tal vez sea lo único que queremos, debemos rescatar al Indio. Rescatarlo de los burócratas que se hacen los piolas, de los odiadores, del periodismo canalla que lo lleva a ser un opinador, de los likes, de la época, de la crueldad, de ser tendencia, de cómo fue entrando en una que no está buena. En una que medio lo lleva casi de manera involuntaria a desandar todo eso que anduvieron y nos hicieron andar de manera tan insurgente, afectuosa, beligerante, tan claramente en contra una época y en favor de un tiempo por venir.

La política ante la ley // Diego Sztulwark

“¿Qué clase de personas eran aquéllas? ¿?De qué hablaban? ¿De qué departamento formaban parte? K. vivía en un estado de derecho, la paz reinaba por doquier, todas las leyes estaban vigentes, ¿Quién se atrevía a asaltarlo en su propia casa?”
Kafka, El proceso.

“Me hice mandar algunas cosas póstumas de Kafka para reseñarlas. Su cuento “Ante la ley” sigue siendo para mí, hoy como hace diez años, uno de los mejores que existen en alemán.” Carta de Walter Benjamin a Gershom Scholem, 1925.

Durante julio de 1914 estalla la guerra. El 2 de agosto Franz Kafka escribe en sus Diarios: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, escuela de natación”. No se trata de mera indiferencia, sino de una pretensión ambiciosa: escribir en medio del desastre. Si en tiempos de paz su cotidiano como funcionario de seguros de accidentes de trabajo y miembro de una familia judía burguesa de Bohemia lo sometían a toda clase de tareas y compromisos (por la mañana a la oficina, por la tarde al negocio de sus padres), conservando sólo las noches para sí, la conflagración bélica amenaza con restringir aún más lo que realmente  importaba en su vida: la literatura. Con lo que su poder personal se volcó por entero a preservar ese bien preciado llamado tiempo, lo que hay que entender no sólo en el sentido de libertad individual, sino también en el sentido del peso de una modernidad industrial y burocrática sobre la vida en el planeta: «La parte más noble e insondable de toda la creación, el tiempo, está prisionero de las redes de intereses mercantiles impuros».

Ese mismo año Kafka redacta y publica un breve relato que hará historia: “Ante la ley”, al que un campesino le solicita autorización para ingresar en ella. Como es sabido, el guardián lo hace esperar. El asunto es que la puerta se encuentra abierta. Captando la ansiedad del campesino, el centinela le dirige estas palabras: “-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición”. Pero el aspecto poderoso del guardián lo disuade. Y además, parece haber guardianes aún más poderosos custodiando las puertas de los salones subsiguientes. El campesino se desalienta y reflexiona que la ley debería ser accesible a todos. Pero decide esperar: días y años. En esa circunstancias, el campesino tiene tiempo de sobra para observar al guardián, ese “único obstáculo que lo separa de la Ley”. Y así envejece. Hasta que antes de morir “distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley” y advierte que hay una pregunta importante que hasta ahora no ha formulado al custodio: “-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?”. A lo que el centinela le responde: “-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla”.

¿De qué mundo habla en este relato? Su biógrafo Reiner Stach, reparó en el carácter encriptado de la narración kafkiana: su “singular temor a ir al grano”, y el “dolor de no entender” al que somete a sus personajes (arrasados por un enigma que los desborda: el campesino ante la ley, K. ante la acusación, o Gregorio Samsa ante su metamorfosis), obedecen a una inaudita capacidad para “fundir hechos en signos”, alentando toda clase de interpretaciones. ¿Quién está “ante” la ley? ¿El campesino, hombre común del pueblo, siempre a la espera? ¿Y el temible guardián que la custodia desde afuera, sin aclararse qué tipo de relación interna o externa guarda con el derecho? Ninguno de los personajes está enteramente “en” la ley, si bien ella se abre a ambos (pero sólo el campesino puede ver su resplandor, pues el custodio se encuentra de espaldas). Por otra parte, la ley se dirige de modo personal al campesino: hay una puerta para cada individuo. Lo que quizás deba ser comprendido del siguiente modo: no hay modo de eludir el orden injusto e ingresar a la ley que no pase por una decisión subjetiva, que se elabora en cada quien.  El pueblo sin ley, a la espera, deberá decidir cómo afrontar el obstáculo que impide el contacto directo con ella, representado en el centinela que da la espalda al resplandor. Es el pueblo al que se le niega la ley el que debe actuar de acuerdo a su criterio para descubrir lo que lo espera del otro lado de la puerta.

Los eruditos han discutido incansablemente sobre el estatuto -jurídico o teológico- de esta ley. La obsesión de Kafka por el derecho, sus simpatías por el anarquismo y su condición de judío, forzaron las más sutiles interpretaciones. Para comenzar: ¿estar posicionado “ante” la ley significa también existir “antes” que ella y por tanto a su espera? ¿En ese caso el campesino sería la figura de un pueblo anterior a la ley, y el guardián -situado también en una cierta anterioridad- una fuerza pura, no revestida de legitimidad alguna? Esta parece ser la posición de Giorgio Agamben: la ley sería ella misma aquello que incluye excluyendo, de modo tal que la situación en la que se enfrentan el sujeto popular a la espera y la fuerza del orden no serían sino un efecto estructural del orden jurídico. Según esta interpretación, Kafka habría sido un observador temprano del “estado de excepción”, figura del derecho que exhibe la distancia irreductible entre el texto de la ley y las circunstancias de su aplicación. El estado de excepción es la suspensión momentánea del orden jurídico a partir de una decisión soberana que actúa en su nombre. En la interpretación agambeneana del relato de Kafka, es sólo sobre el final, cuando la puerta de ley se cierra, que se vuelve posible una vida popular que ya no permanece a la espera.

Otra interpretación del relato se pregunta si no es la del campesino una posición privilegiada para percibir la complicidad entre fuerza y ley. Al comprender la tensión irresoluble entre fuerza y justificación, típica de la ley soberana, esta percepción alcanzaría la comprensión sobre el carácter intrínseco de la violencia respecto del derecho. Como lo vio con toda claridad Walter Benjamin, la violencia habita el orden jurídico (puesto que sin ella toda norma carecería de fuerza de aplicación) de un modo amenazante. Y la huelga general es el ejemplo más notorio: el derecho de huelga como autonomización de una violencia que por permanecer entretejida al orden legal puede atentar contra el orden jurídico desde dentro. De allí que Jacques Derrida pueda extraer la sugerente indicación según la cual la violencia que destruye derecho queda ella también situada ante la ley: toda revolución enfrenta el momento de creación ya no sólo de un nuevo derecho, sino también de un nuevo sistema de interpretación retroactiva que proporcionará sentido normativo a esa destrucción. En un bellísimo libro titulado ¿A quién le pertenece Kafka?, Judith Butler se ocupa de esta benjaminiana “violencia no-violenta”, cuya recusación se dirige no a todo el orden legal, sino solo a la parte cuya violencia se concentra en imponer un destino de oprimidos a los oprimidos.

Y sin embargo el propio Kafka parece desalentar las interpretaciones. En El proceso se cuenta la historia de José K., quien sin nacionalidad ni religión conocida resulta repentinamente arrastrado a un juicio sin ninguna clase de explicación. Nunca se sabrá de qué se lo acusa y su defensa es apenas tolerada, tras lo cual resultará condenado y ejecutado. El fragmento titulado “Ante la ley” aparece reproducido en el último capítulo de la novela (“En la catedral”), en boca de un sacerdote (capellán de la prisión y parte del tribunal que ha de juzgarlo). El religioso habla como conocedor de la ley, y sus palabras son amigables advertencias dirigidas a K. sobre lo engañosas que pueden ser las opiniones sobre el texto legal. Ante la protesta de K. por la naturaleza engañosa de las palabras del guardián al campesino, el capellán lo corrige enseñándole el peso de la opinión contraria, según la cual es el centinela el perjudicado, puesto que ha sido fijado de espaldas a la puerta en su función de custodia sin jamás captar el resplandor de la ley, mientras que el campesino, en cambio, permanece libre de ir y venir cuantas veces lo desee, y en todo caso, tiene la libertad de dar o no crédito a la palabras del guardián. El consejo del sacerdote a K. es pues, el respeto estricto al orden jurídico: no se debe confundir la escritura inalterable con las interpretaciones, pues tras la interpretación actúan las opiniones y tras ellas obra la desesperación. Interpretar es errar. Los desesperados buscan la verdad, pero lo funcionarios actúan de acuerdo a lo que creen “necesario”. Tras lo cual K. concluye: “la mentira se convierte en lo que ha de ordenar al mundo”.

A Walter Benjamin le interesaba Kafka. Como él, encontraba en la ley jurídica la no-redención.  Meditó largamente sobre su obra y le interesaba en particular la no coincidencia entre el escritor y su tiempo. En carta a su amigo Scholem de abril del ‘38 escribe con pasión sobre un hallazgo: “me apropié de la formulación kafkiana del imperativo categórico: actúa de manera de tal que los ángeles tengan siempre algo por hacer”, porque en el aire y en el sueño se recrea la redención de aquellos a quien la ley excluye y pisotea. Su amigo, albacea y biógrafo Max Brod, deja asentada una frase de Kafka referida a los trabajadores a los que frecuentaba cotidianamente en su trabajo del Instituto de Seguros contra accidentes de Trabajo: “Qué modestos son estos hombres. Vienen a pedirnos algo. En lugar de destruir el Instituto y aniquilarlo todo”.

Introduzcamos en esta atmósfera kafkiana la discusión política actual de la Argentina. Recordemos la serie de episodios ocurridos durante los últimos meses que tienen como protagonista a Cristina Fernández de Kirchner: CFK denuncia persecución política por parte de la justicia y las grandes empresas de comunicación; CFK es objeto de un atentado fallido contra su vida; CFK recibe una condena de esos jueces a los que había denunciado y reacciona renunciando a su eventual candidatura y trazando un diagnóstico sobre la existencia de un “estado paralelo” y una justicia “mafiosa”. Propongamos una hipótesis de lectura provisoria sobre esta escena: CFK funciona como un cristal que aumenta y a la vez distorsiona la realidad, colocándola a ella en el centro de toda percepción. La peor de las distorsiones de este cristal es que produce el defecto óptico según el cual todo lo sucedido comienza y termina en ella.  Lo cual impide valorar toda una serie previa de fenómenos de crueldad institucional y jurídica que conforma desde hace mucho tiempo el micro-cosmos de los territorios sociales arrojados a la más indiferente de las desigualdades. Sin restituir estos antecedentes a la escena en cuestión, se hace muy difícil conferir un sentido a los hechos. Lo que le ha sucedido a la líder del Frente de Todos no se adecua a la previsión militante (“si la tocan a Cristina que quilombo se va a armar”). Por el contrario, es el “quilombo” que se armó el que acabó por “tocar” a CFK.

Por supuesto, el interés de la declaración vicepresidencial según la cual no quiere “ser mascota de Magnetto”, abre todo tipo de especulaciones. La más conmovedora de ellas es aquella que la pondría en contacto con la larga lista de desertorxs, víctimas de la crueldad judicial y de la economía actual, que podría inspirar una salida allí donde el Frente de Todos no la ha buscado, capturado como parece estarlo por la infinita curiosidad que le ha provocado el rostro del guardián. En la célebre Carta a mi padre, Kafka buscaba precisamente una salida allí donde la generación anterior no había sabido encontrarla. La cuestión no era, por tanto, para él, la de cómo compartir las frustraciones de sus mayores, sino la de emprender el camino allí donde a sus antecesores se les había bloqueado. Puesto también él ante la ley, se proponía no una abstracta libertad sino una salida concreta.

 

LA TECL@ EÑE

Fe // Merceditas Dolores

Tengo fe en Chile y su fracaso.

Tengo fe en su magnífica máquina de impunidad e inoculación anestésica que opera ante el horror presente.

Tengo fe en que el feminismo que busca un Estado grande y protector, buenas leyes, correctas políticas públicas e inclusión, pueda hacer cada vez más sofisticado su extra-activismo sobre las luchas de todas las existencias que jamás calificarán como “sujetes de derecho”, ni tendrán tiempo ni ganas de participar de asambleas que finalizan en abrazo de caracol.
 
Tengo fe en que perdure la unión de la izquierda y la derecha para seguir sosteniendo relatos funcionales y serviles a la comodidad de sus culos.
 
Tengo fe en la Universidad y las agencias de cooperación, en las ONG´s y las consultoras, los expertos y las estadísticas, todos y todas dotados de precisión quirúrgica a la hora de justificar un buen negocio.
Tengo fe en la muerte lenta y sufriente que proporciona la asfixia del saqueo financiero.
 
Confío en Chile y su fracaso republicano
 
Confío en la memoria mestiza que supo rebelarse materialmente a las máquinas de muerte.
 
Confío en esa memoria mestiza que duerme junto al ciudadano/cliente neoliberal, y que despierta ante las vibraciones del cuerpo-territorio que lo parió. Esa memoria que orientó la articulación de un cuerpo colectivo capaz de enfrentar organizadamente a los aparatos represivos del Estado y que tiene como único lenguaje los gemidos, cantos y gritos para defender/nos y reírnos un rato del poder constituido.
Confío en la memoria que se compone en esta Tierra llena de sangre y desconsuelo, basural pestilente llamado ciudad. 
 
Confío en Chile y su fracaso, en sus monumentos ajenos, exhibicionistas, ominosos.
 
Confío en el desfondamiento, en la astucia para hacer siempre de esta ficción política un peor lugar, más ingobernable, más ridículo, más desobediente, más desconfiado de todas las élites y su inclusión.
 
Confío en Chile y su fracaso
 
Confío en Chile y su desprecio
 
Confío en Chile y su fragilidad, huacho hambriento sin esperanza ni miedo
 
Confío en Chile y nuestra inagotable capacidad para romperlo todo.

NOT DEAD // Diego Valeriano

A veces desertar no es solo huir, son varias cosas más: No entender, no saber, dejar de insistir y que las cosas pasen. Desertar se nos presenta imposible hasta que alguien da el paso, entonces algo empieza a latir, a picar, a insistir. De todos los valores revolucionarios la deserción es el que más envidio, el que menos se enuncia, el más potente. La deserción produce una interrupción y cuando las cosas se ponen en suspenso todo puede ocurrir. Dejamos de funcionar de manera correcta, aprendemos cosas nuevas, la máquina se desmonta y pueden aparecer grietas para acciones que ni imaginamos que podíamos hacer. Poner el cuerpo no es bajar al territorio, no es flashear guevarismo, no es preguntarse; es otra cosa. A veces drogarse, otras balbucear, reirse como estúpidos, volverse un despojo en este mundo de cuerpos alegres, atléticos, militantes. Poner el cuerpo como posibilidad de desertar, volverse frágil, rozar lo inhumano, ser guachin.

Sobre la mutación del deseo // Franco Bifo Berardi

Empecé a leer a Félix Guattari en 1974. Estaba en un cuartel en el sur de Italia, cuando el servicio militar era obligatorio para los jóvenes sanos de cuerpo y mente, pero servir a la patria no tardó en irritarme, y estaba buscando una salida cuando un amigo me sugirió que leyera a aquel filósofo francés que recomendaba la locura como vía de fuga.

Entonces leí Una tomba per Edipo. Psicoanalisi e trasversalità publicado por Bertani, y me inspiró un acto de locura. El coronel de la clínica psiquiátrica me reconoció como demente y así conseguí volver a casa.

A partir de ese momento, pasé a considerar a Félix Guattari como un amigo cuyas sugerencias pueden ayudarle a uno a escapar de cualquier tipo de cuartel.

En 1975 publiqué el primer número de una revista llamada A/traverso, que traducía conceptos esquizoanalíticos al lenguaje del movimiento de estudiantes y de jóvenes trabajadores llamado Autonomía.

En 1976, con un grupo de amigos, empecé a emitir en la primera radio libre italiana, Radio Alice. La policía intervino para cerrar la radio durante los tres días de revuelta estudiantil en Bolonia, tras el asesinato de Francesco Lorusso.

El movimiento de Bolonia de 1977 utilizó la expresión “autonomía deseante”, y el pequeño grupo de editores de radio y revistas se autodenominaron”transversales”. 

La referencia al postestructuralismo fue explícita en las declaraciones públicas, en los panfletos, en las consignas de la primavera del 77.

Habíamos leído El Anti-Edipo, no entendíamos gran cosa, pero una palabra nos había llamado la atención: la palabra “deseo”.

Entendimos bien este punto: el motor del proceso de subjetivación es el deseo. Debemos dejar de pensar en términos de “sujeto”, debemos olvidar a Hegel y toda la concepción de la subjetividad como algo empaquetado de antemano que simplemente habría que organizar. No hay sujeto, hay corrientes de deseo que fluyen a través de organismos que son a la vez biológicos, sociales y sexuales. Y conscientes, por supuesto. Pero la conciencia no es algo que pueda considerarse puro, indeterminado. La conciencia no existe sin el trabajo incesante del inconsciente, de este laboratorio que no es un teatro porque allí no se representa una tragedia ya escrita, sino una tragedia atravesada por corrientes de deseo que escribimos y reescribimos sin cesar.

Por otra parte, el concepto de deseo no puede reducirse a una tensión siempre positiva. El concepto de deseo sirve de clave para explicar las oleadas de solidaridad social y las oleadas de agresión, para explicar las explosiones de ira y el endurecimiento de la identidad.

En resumen, el deseo no es un chico bueno y alegre; al contrario, puede retorcerse, cerrarse sobre sí mismo y acabar produciendo efectos de violencia, destrucción, barbarie.

El deseo es el factor de intensidad en la relación con el otro, pero esta intensidad puede ir en direcciones muy diferentes e incluso contradictorias.

Guattari también habla de ritornelli [estribillos], para definir concatenaciones semióticas capaces de relacionarse con el entorno. El ritornello es una vibración cuya intensidad puede concatenarse con la intensidad de tal o cual sistema de signos, es decir, de estímulos psicosemióticos.

El deseo es la percepción de un ritornello que producimos para captar las líneas de estimulación procedentes de lo otro (un cuerpo, una palabra, una imagen, una situación) y para tejer una red con estas líneas.

Del mismo modo, la avispa y la orquídea, dos entidades que no tienen nada que ver entre sí, pueden producir efectos útiles la una para la otra.

El deseo no es un dato natural, sino una intensidad que cambia según las condiciones antropológicas, tecnológicas y sociales.

 

Por una reconfiguración del deseo

Se trata, pues, de problematizar el concepto de deseo en el contexto de la época actual, una época que puede definirse por la aceleración neoliberal y la aceleración digital.

La economía neoliberal ha acelerado el ritmo de explotación del trabajo, especialmente del trabajo cognitivo, la tecnología digital conectiva ha acelerado la circulación de la información y, en consecuencia, ha intensificado hasta el extremo el ritmo de la estimulación semiótica, que es, al mismo tiempo, estimulación nerviosa.

Esta doble aceleración es el origen y la causa de la intensificación de la productividad que ha hecho posible el aumento de los beneficios y la acumulación de capital, pero también es el origen y la causa de la sobreexplotación del organismo humano, en particular del cerebro.

Por lo tanto, tenemos la tarea de distinguir los efectos que esta sobreexplotación ha producido en el equilibrio psíquico y la sensibilidad de los seres humanos como individuos, pero sobre todo como colectividades.

En particular, se trata de reflexionar sobre la mutación que ha afectado al deseo, teniendo en cuenta el trauma que la experiencia de la pandemia ha producido en el psiquismo colectivo. Puede que el virus se haya disuelto, que la infección se haya curado, pero el trauma no desaparece de la noche a la mañana, hace su trabajo. Y el trabajo del trauma se manifiesta en una especie de sensibilización fóbica al cuerpo del otro, especialmente a la piel, los labios, el sexo.

Durante las dos décadas del nuevo siglo, diversas investigaciones han demostrado que la sexualidad está cambiando de forma profunda, y el shock vírico no ha hecho sino reforzar esta tendencia que hunde sus raíces en la transformación tecno-antropológica de los últimos treinta años.

En el libro I-Gen (Why Today’s Super-Connected Kids Are Growing Up Less Rebellious, More Tolerant, Less Happy-and Completely Unprepared for Adulthood-and What That Means for the Rest of Us? [2017]), Jean Twenge analiza la relación entre la tecnología conectiva y los cambios en el comportamiento psíquico y afectivo de las generaciones que se han formado en un entorno tecno-cognitivo de carácter numérico y conectivo.

Tengo por costumbre definir a los humanos que vinieron al mundo después del cambio de siglo como la generación que aprendió más palabras de una máquina que de la voz singular de un ser humano. 

En mi opinión, esta definición es útil para comprender la profundidad de la mutación que estamos analizando: sabemos por Freud que el acceso al lenguaje no puede entenderse sin la dimensión afectiva.

Tampoco debemos olvidar lo que escribe Agamben en su libro El lenguaje y la muerte: la voz es el punto de encuentro entre la carne y el sentido, entre el cuerpo y el significado. La filósofa feminista Luisa Muraro, además, sugiere que el aprendizaje del significado está vinculado a la confianza del niño en su madre. Creo que una palabra significa lo que significa porque mi madre me lo dijo, estableció una relación entre el objeto percibido y un concepto que lo significa.

El fundamento psíquico de la atribución de sentido se basa en este acto primordial de reparto afectivo, de co-evolución cognitiva que garantiza la vibración singular de una voz, de un cuerpo, de una sensibilidad.

Pero entonces, ¿qué ocurre cuando la voz singular de la madre (o de otro ser humano, poco importa) es sustituida por una máquina?

El sentido del mundo se sustituye entonces por la funcionalidad de los signos que permiten obtener resultados operativos, a partir de la recepción e interpretación de signos desprovistos de toda profundidad afectiva y, por tanto, de toda certeza íntima.

El concepto de precariedad muestra aquí su sentido psicológico y cognitivo como fragilización y des-erotización de la relación con el mundo.

El erotismo como intensidad carnal de la experiencia y el deseo en su relación (no exhaustiva) con el erotismo entran en disputa.

 

Deseo y sexualidad

Generalmente asociamos el deseo con la carne, con la sexualidad, con el cuerpo que se acerca al otro cuerpo. Pero hay que subrayar que la esfera del deseo no puede reducirse a su dimensión sexual, aunque esta implicación esté inscrita en la historia, la antropología y el psicoanálisis. El deseo no se identifica con la sexualidad y, de hecho, se puede concebir la sexualidad sin deseo.

En el concepto y la realidad del deseo hay algo más que sexo, como nos muestra el concepto freudiano de sublimación, que se refiere a las investiduras no directamente sexuales del propio deseo.

La pandemia ha completado un proceso de de-sexualización del deseo que llevaba mucho tiempo preparándose, desde que la comunicación entre cuerpos conscientes y sensibles en el espacio físico fue sustituida por el intercambio de estímulos semióticos en ausencia de cuerpo. Esta desmaterialización del intercambio comunicativo no borró el deseo, sino que lo trasladó a una dimensión puramente semiótica (o más bien hipersemiótica). El deseo se desarrolló entonces en una dirección no sexual, o si se quiere, post-sexual, que vino a manifestarse en la condición de aislamiento que la pandemia regularizó y casi institucionalizó. Todo el cuerpo teórico y práctico de la psicología, el psicoanálisis e incluso la política debe ser reconsiderado porque la subjetividad subyacente ha sido irreversiblemente trastocada y transformada.

El psicoanalista italiano Luigi Zoja ha publicado un libro sobre el agotamiento (y la desaparición tendencial) del deseo (el título es, de hecho, Il declino del desiderio). Es un texto lleno de datos muy interesantes sobre la drástica reducción de la frecuencia de los contactos sexuales y, en general, del tiempo dedicado al contacto, a la relación en presencia. Pero la hipótesis central del libro (la desaparición del deseo) me parece cuestionable. En mi opinión, no es el deseo en sí lo que desaparece, sino la expresión sexualizada del deseo. La fenomenología de la afectividad contemporánea se caracteriza cada vez más por una drástica reducción del contacto, el placer y la relajación psíquica y física que posibilita el contacto piel con piel. Esto conlleva una pérdida de confianza sensual, una pérdida del sentimiento de complicidad profunda que hace tolerable la vida social: el placer de la piel que reconoce al otro a través del tacto, la sensualidad, el dulce goce de la intimidad de la mirada.

 

Perversión del deseo y agresividad contemporánea

La de-sexualización corre, en efecto, el riesgo de convertir el deseo en un infierno de soledad y sufrimiento que espera ser expresado de una forma u otra. La violencia sin sentido que estalla cada vez más en forma de agresión armada y asesina contra inocentes más o menos desconocidos (los atentados mortíferos que se multiplican por doquier desde Columbine en 1999, y de los que los Estados Unidos son el teatro principal) no es más que la punta del iceberg de un fenómeno que a nivel político está trastornando la historia del mundo entero. ¿Cómo se puede explicar la elección de un individuo como Donald Trump o como Jair Bolsonaro por la mitad del pueblo estadounidense o brasileño, si no como una manifestación de desesperación y autodesprecio?

La elección de un idiota ignorante que expresa opiniones abiertamente racistas o criminales tiene profundas similitudes (a nivel psíquico, pero también a nivel político) con matanzas que no pueden explicarse más que en términos de demencia dolorosa, de deseo suicida. Lo que seguimos llamando fascismo, nacionalismo o racismo ya no puede explicarse en términos políticos. La política no es más que el terreno espectacular en el que se manifiestan estos movimientos, pero la dinámica de la agresividad social contemporánea no tiene casi nada que ver con los valores ideales autoproclamados del fascismo del siglo pasado, con el nacionalismo de los siglos modernos. La retórica suele ser similar, pero el contenido no tiene nada de políticamente racional.

Sólo el discurso sobre el sufrimiento, la humillación, la soledad y la desesperación puede dar cuenta del fenómeno que ahora caracteriza a la mayor parte de la historia del mundo en la fase de agotamiento de la energía nerviosa, y en la espera de una extinción que se presenta cada vez más como un horizonte inevitable.

La generación que se define con amargura irónica “última generación” (o también “generación Z”), la generación que ha aprendido más palabras de una máquina que de la voz de su madre, o de otro ser humano, se ha formado en un entorno físico y psíquico cada vez más intolerable. La comunicación de esta generación casi sólo se ha desarrollado en un ambiente tecnoinmersivo cuya consistencia es puramente semiótica.

Nos disponemos a vivir la propia extinción como una simulación inmersiva. La producción mediática está cada vez más saturada de los signos de esta desesperación, que funcionan a la vez como síntomas de un malestar y como factores de propagación de una patología: pienso en películas como Joker, Parasite, pero también en series de la neotelevisión global Netflix: Squid Game y otros mil productos similares.

El trauma viral de Covid no hizo sino multiplicar el efecto de la hipersemiotización, pero las condiciones técnicas y culturales ya existían. Llegados a este punto, lo único que podemos hacer es intentar comprender esta mutación, y podemos definirla como una mutación de-sexualizante que afecta al deseo. 

El deseo no ha dejado de ser el motor del proceso de subjetivación colectiva, pero esta subjetivación se manifiesta ahora como ansiedad, como automutilación o a veces como agresión, porque al no poder florecer y expresarse, se pervierte en formas agresivas. 

La de-sexualización del deseo de la que encontramos huellas por doquier se traduce a nivel social en una des-historización de las motivaciones de la acción colectiva. Asistimos a un fenómeno masivo de desvinculación y deserción: abstención mayoritaria de la política, deserción de la procreación, abandono del trabajo. Este fenómeno debe ser objeto de un análisis teórico (diagnóstico) que posibilite estrategias de acción discursiva y política (terapia) de las que actualmente carecemos por completo.

 

Traducción de Juan Dorado

 

Artículo original: Nero Editions 

 

Olvido como critica // Amador Fernández-Savater

La crítica concede aún demasiado: es reactiva, se vuelve objeto de su objeto, conserva la misma posición de los problemas aunque sea a la contra.

El sistema funciona hoy mediante la captura de la atención, con este o aquel contenido. Criticar es conceder aún demasiada atención. Como decía Mae West: “no hay mala publicidad”. Confrontación, denuncia, polémica, desenmascaramiento: terrible desgaste de las energías.

Dejar de ser comentaristas y opinadorxs críticxs de “la última”, de la coyuntura.
Negación por olvido: fuga de agua, retirada, deserción, silencio.
Conquista por olvido: de un punto de partida, una posición, un centro de gravedad y una agenda propia.

Desvío de la atención, no crítica.
Lo que quieres ver desaparecer, no le concedas tu atención.
Olvidar es dejar de criticar, destruir sin destrucción.

Nos retiramos, nos ponemos a funcionar de otro modo, en torno a nuestros problemas y nuestras pasiones, según nuestras brújulas. Afirmativxs, no críticxs.

“El olvido es la única venganza y el único perdón” (Borges)

Una salida donde no la hay // Diego Sztulwark

Repaso sensaciones de la jornada, seguramente afectadas por el cansancio: es irresistible el espectáculo de una fuerza en constitución, el sufrimiento ante cada una de las trampas que no dejan de acechar, y el vértigo y el orgullo al comprobar como encuentra cada vez una salida donde parecía no haberla. Llamamos “maradoniana” a esa actitud cuando se engendra en el fútbol, y tienta imaginar que Messi alcanza la gloria en el momento en que logra por fin encarnar ese espíritu. Aunque más justo sería decir que lo que se maradoneó esta vez no fue sólo un capitán genial, sino todo un equipo. Es para darle vueltas al asunto de la trampa, del vivir entrampadx o condenadx. Por algo se escuchó tanto decir hoy a vario jugadores eso de que ser argentino es estar condenadx a sufrir. Saberse en una trampa (sentenciado por un tribunal cuya legitimidad debe ser una y otra vez destruida), sin perder por ello la conciencia de ser una fuerza en constitución, encontrando salidas allí donde no las hay.

19 y 20 // Diego Sztulwark

De nuevo 19 y 20, ¿qué recordamos del 2001? De mi parte, un detalle, que se me aclara leyendo a Franz Kafka: “La parte más noble e insondable de toda la creación, el tiempo, está prisionero de las redes de intereses mercantiles impuros”. 2001 no tiene vigencia -no constituye una generación-, sino como memoria de la suspensión de esta prisión del tiempo.

El mejor mes de nuestras vidas // Diego Valeriano

Amor se dice arrancar, devenir morir, fiesta quebrar. Las arengas, los memes, unos chistes increíbles que todo lo pueden. Un ingenio popular que nos hace únicos. Un mes entero con el teléfono en la mano, la termeada en la boca, la tele de fondo, el corazón en la calle. Ni política, ni sobreactuaciones de temas que no nos importan, ni obediencia permanente. Solo una alegría inexplicable, un sufrimiento que nos toma el cuerpo, el alivio del final que es como resucitar o peor. Un mes único, irrepetible, para siempre. Un mes que nos quitó años y nos dio vida. Las cervecerias, el agite, los chulengos, las calles. Una canción de fondo en cualquier momento del día, un murmullo, charlar con cualquiera y casi coincidir en todo. Copar Qatar, el obelisco, Bangladesh. Estar orgullosos de pavadas. Dios, Patria, Fiesta. El estado de ánimo que de nuevo es nuestro, los abrazos que se repiten, los atardeceres hermosos. Las fiestas de fin de año transformadas en otra cosa. Los guachines, las pibas, la gedencia que marca el rumbo. Un ritmo nuevo, otro impulso, el mundo que se nos abre a partir de estos afectos y queda como cicatriz inmanente. Besos en los semáforos, motos tirando corte, escrachos en la piel, tiros al aire y que las balas caigan donde caigan. Bengalas, espuma, abuela. No importa nada. Nunca nos importó nada, pero ahora es mejor. Todo quedó atrás, en suspenso. Las deudas, la justicia, los que explican. Un mes eterno, una ansiedad imparable, la demencia que es total. Lo mejor de estos días es que no pudimos huir.  Ya fue todo, ya no importa nada. ya estamos muertos y mejores. Amanecer sin entender demasiado, con el recuerdo aún presente en todo el cuerpo, con la sensación de que esta vez otra vez se pudo, algo se pudo, pudimos. Sabemos que todo esto va a ser irrepetible. Que mañana o pasado mañana se empieza de nuevo, que la vida es un garrón y que este fue el mes más lindo de nuestras vidas.

El cuerpo que no aguanta más // Peter Pál Pelbart

Tal vez debido a aquello que David Lapoujade, siguiendo la huella de Deleuze y sobre todo de Beckett, definió de la manera más coloquial y lapidaria posible: se trata de un cuerpo qui n´en peut plus, que no aguanta más. Somos como personajes de Beckett, para quienes ya es difícil andar en bicicleta, luego, caminar, luego, simplemente arrastrase, y por último, tan siquiera permanecer sentado […] Incluso en las situaciones más elementales, que exigen cada vez menos esfuerzo, el cuerpo no aguanta más. Todo ocurre como si no pudiese actuar más, no pudiese responder más, el cuerpo es aquel que no aguanta más”

Pero, pregunta el autor, ¿qué es lo que el cuerpo no aguanta más? No aguanta todo aquello que lo coacciona, por fuera y por dentro. La coacción exterior del cuerpo, desde tiempos inmemoriales, fue descripta por Nietzsche en páginas admirables de La Genealogía de la moral, es el “civilizatorio” adiestramiento progresivo del animalhombre, a hierro y fuego, que resultó en la forma-hombre que conocemos. En el camino de Nietzsche, Foucault describió el modelado del cuerpo moderno, su docilización por medio de las tecnologías disciplinarias, que desde la revolución industrial optimizaron las fuerzas del hombre; y tenemos algunos ecos de esto en Kafka también. Pues bien, lo que el cuerpo no aguanta más son precisamente el adiestramiento y la disciplina. Junto a esto, tampoco aguanta más el sistema de martirio y narcosis que el cristianismo primero, y la medicina luego, elaboraron para lidiar con el dolor, uno en la secuencia y tras el rastro del otro: culpabilización y patologización del sufrimiento, insensibilización y negación del cuerpo.

Frente a esto, sería necesario retomar el cuerpo en aquello que le es más propio: su dolor en el encuentro con la exterioridad, su condición de cuerpo afectado por las fuerzas del mundo. Como lo señala Barbara Stiegler en un notable estudio sobre Nietzsche, para éste todo sujeto vivo es primeramente un sujeto afectado, un cuerpo que sufre sus afecciones, sus encuentros, la alteridad que lo alcanza, la multitud de estímulos y excitaciones, que cabe a él seleccionar, evitar, escoger, acoger…

Para continuar siendo afectado, más y mejor, el sujeto afectado necesita estar atento a las excitaciones que lo afectan, y filtrarlas, rechazando aquellas que lo amenazan demasiado. La aptitud de un ser vivo para permanecer abierto a las afecciones y a la alteridad, a lo extranjero, depende también de su capacidad para evitar la violencia que lo destruiría de un solo golpe. En esta línea, insiste también Deleuze: un cuerpo no cesa de ser sometido a los encuentros, con la luz, el oxígeno, los alimentos, los sonidos y las palabras cortantes; un cuerpo es primeramente encuentro con otros cuerpos. Pero, ¿cómo podría un cuerpo protegerse de las heridas grandes y acoger así las heridas más sutiles, o como dice Nietzsche en Ecce Homo, hacer uso de la “autodefensa” para mantener las “manos abiertas”? ¿Cómo hace para tener la fuerza de estar a la altura de su debilidad, en vez de permanecer en la debilidad de cultivar sólo la fuerza? Así define Lapoujade esta paradoja: “¿Cómo estar a la altura del protoplasma o del embrión, estar a la altura de su debilidad, en vez de pasar de largo frente a él por causa del propio endurecimiento voluntarista…?” es de esta impotencia que extrae ahora una potencia superior, liberada de la forma, del acto, del agente, incluso de la “postura”…

filosofía de la deserción
Nihilismo, locura y comunidad

Modos de narrar // Ricardo Piglia

Siempre se han contado historias. Pero ¿Cómo empezó la historia de la narración? Podemos inferir un comienzo. Imaginar cuál fue el primer relato. Podríamos escribir un relato sobre cómo fue ese primer relato. La forma inicial, es decir, la prehistoria de los grandes modos de narrar.

Podemos imaginar que el primer narrador se alejó de la cueva, quizás buscando algo, persiguiendo una presa, cruzó un río y luego un monte y desembocó en un valle y vio algo ahí, extraordinario para él, y volvió para contar esa historia. Podemos imaginar, en todo caso, que el primer narrador fue un viajero y que el viaje es una de las estructuras centrales de la narración: alguien sale del mundo cotidiano, va a otro lado y cuenta lo que ha visto, la diferencia. Y ese modo de narrar, el relato como viaje, una estructura de larguísima duración, ha llegado hasta hoy. No hay viaje sin narración, en un sentido podríamos decir que se viaja para narrar. Por eso los viajeros actuales van siempre con máquinas fotográficas y tratan de capturar los rastros de lo que van a contar a sus amigos cuando vuelvan.

Pero podríamos pensar que hay otro origen del acto de narrar. Porque sabemos que no hay nunca un origen único, hay siempre por lo menos dos comienzos, dos modos de empezar. Entonces podríamos imaginar que el otro primer narrador ha sido el adivino de la tribu, el que narra una historia posible a partir de rastros y vestigios oscuros. Hay unas huellas, unos indicios que no se terminan de comprender, es necesario descifrarlos y descifrarlos es construir un relato. Entonces podríamos decir que el primer narrador fue tal vez alguien que leía signos, que leía el vuelo de los pájaros, las huellas en la arena, el dibujo en el caparazón de las tortugas, en las vísceras de los animales y que a partir de esos rastros reconstruía una realidad ausente, un sentido olvidado o futuro. Tal vez el primer modo de narrar fue la reconstrucción de una historia cifrada. A esa reconstrucción de una historia a partir de ciertas huellas que están ahí, en el presente, a ese paso a otra temporalidad, podríamos llamarlo el relato como investigación.

Si pensamos en esa historia larga de la narración, de las formas de la narración, de los modos de narrar, podríamos imaginar que ha habido entonces dos modos básicos de narrar que han persistido desde el origen, dos grandes formas, que están más allá de los géneros, y cuyas huellas y ruinas podemos ver hoy en las narraciones que circulan y que nos circundan. El viaje y la investigación como modos de narrar básicos, como formas estables, anteriores a los géneros y a la distribución múltiple de los relatos en tipos y especies. Estamos frente al ur-relato, a la forma que da lugar a la evolución y a la transformación.

Etimológicamente, narrador quiere decir “el que sabe”, “el que conoce”, y podríamos ver esa identidad en dos sentidos, el que conoce otro lugar porque ha estado ahí, y el que adivina, inventa narrar lo que no está o lo que no se comprende (o mejor: a partir de lo que no se comprende, descifra lo que está por venir).

Y, a la vez, esos dos grandes modos de narrar tienen sus héroes, sus protagonistas, sus figuras legendarias. Como si la repetición de esos relatos hubiera terminado por cristalizarse en una figura que sostiene la forma. Podríamos ver la historia de la narración como una historia de la subjetividad, como la historia de la construcción de un sujeto que se piensa a sí mismo a partir de un relato, porque de eso se trata, creo. La historia de la narración es también la historia de cómo se ha construido cierta idea de identidad.

Podríamos entonces pensar que esos dos grandes modos de narrar han construido sus propios héroes. Está la gran tradición del viajero, del errante, del que abandona su patria; el astuto Ulises, el polytropos, el hombre de muchos viajes, el que está lejos, el que añora el retorno; el sujeto que está fuera de su hogar y que vive con la nostalgia de algo que ha perdido. Podríamos entonces imaginar a Ulises como una suerte de héroe de lo que sería esta historia de la subjetividad, imaginarlo como una metáfora de la construcción de la subjetividad. A partir de su propio aislamiento, se construye como sujeto. Fue Adorno el que ha llamado la atención sobre la debilidad de Ulises en Dialéctica del Iluminismo y por lo tanto sobre su astucia como defensa de lo desconocido.

Y, desde luego, el otro héroe de la subjetividad, la otra gran figura, es Edipo, el descifrador de enigmas, el que investiga el crimen y al final termina por comprender que el criminal es él mismo. Es Edipo el que protagoniza esa estructura de la narración como investigación, y por lo tanto como un relato perdido que es preciso reconstruir. Freud ha construido una serie extraordinaria de relatos de la subjetividad a partir de esa historia.

Podríamos pensar entonces a Ulises y a Edipo como protagonistas de esos relatos básicos, como grandes modelos del relato y de la construcción de la subjetividad.

Revista Adynata

El feminismo: un viaje de iniciación // Lila María Feldman

En una conversación reciente acerca de libros, un escritor preguntaba: ¿Cuáles serían las novelas o películas que narran viajes de iniciación de mujeres? Hizo una lista de historias referidas a los viajes de iniciación de los varones. “Cuenta conmigo” es una de esas historias, parte de mi educación sentimental infantil. En algún momento de esa conversación emergió el recuerdo de “Thelma y Louise”. Me quedé pensando en el final de la película. Y en el destino trágico o heroico según el caso, pero generalmente arrinconado. La existencia de las mujeres suele vérselas con encrucijadas y encerronas, sobretodo si se trata de intentar romper o agrietar el régimen de subordinación, doble faz de las páginas que componen cada una de nuestras pequeñas y particulares biografías, y que infiltra el modo en el que habitamos el género, la sexualidad, los encuentros, los conflictos y el amor.

Aquella pregunta me inquietó. Pensé que me estaba costando recordar a mí, porque historias de mujeres hay a montones. Él decía: Madame Bovary, Anna Karenina, Mrs. Dalloway. Yo pensaba: son personajes solitarios y arrinconados. Experiencias de transformación muchas veces truncas.  

Me quedé pensando que la historia más poderosa en cuanto a viajes de iniciación de mujeres cis y trans hoy –para mí- es “Las malas” de Camila Sosa Villada. Pienso también en “El fin del amor”, ensayo de Tamara Tenembaum, hoy hecho serie. Es también un viaje de iniciación. Recordé a Elena Ferrante y su saga de “La amiga estupenda”. Ahora bien, si hablamos de viajes de iniciación de mujeres y disidencias, esa historia la tengo, la tenemos, muy cerca, más allá de lo que ya existe en el amado mundo de la literatura. Es el feminismo la experiencia brutal, histórica, múltiple y multitudinaria, del viajar transformador de la subjetividad femenina, si es que sigue existiendo esa palabra más allá de clises y estereotipos. Por supuesto no estoy hablando de cuestiones geográficas, aunque pueda haberlas. Pienso en los encuentros nacionales de mujeres. En las vigilias y marchas por la ley del aborto. El Ni una menos. La marcha del orgullo. Pero en primer lugar en las madres y abuelas de Plaza de Mayo, que hicieron de la plaza el lugar de inscripción y lucha de un nuevo sujeto político, y de los pañuelos un símbolo. El feminismo, los feminismos son ese viaje de iniciación para tantes de nosotres. Una experiencia transformadora que lo trastocó todo. La calle, las compañeras, las lecturas, lo que decimos y lo que callamos, nuestros gozos y sombras, la maternidad, la vida que nos damos, las desigualaciones padecidas y combatidas por siglos y siglos, y en nuestros cotidianos presentes.

El feminismo implica entonces la revisión minuciosa y lenta, diaria, de nuestros ideales, mandatos, estereotipos, elecciones amorosas y afectivas, de nuestro erotismo, entre tantas otras cosas. También de aquellas cosas que nunca nos habíamos preguntado, aunque las tuviéramos delante de los ojos, aunque formaran parte de la piel.

Ese viaje de iniciación asimismo está conformado por la experiencia de la escritura y la lectura. Desde Sor Juana Inés de la Cruz (porque las mujeres accedimos a la posibilidad de escribir mucho después que los varones, y bajo ciertas particulares condiciones) a Simone de Beauvoir y a Virgina Woolf, desde Audrey Lorde a Natalia Guinzburg, y a Vivian Gornick, a Claudia Masin y a Sarah Ahmed, Rita Segato y a Susy Shock, y a infinitas e incontables otras y otres, que nos dieron el poder de la autoría para escribir en nombre propio, por fuera de los lugares que nos tenían asignados en el universo literario: el lugar de musas o intrusas. El feminismo en mi caso fue el viaje que me permitió conocer, sí, conocer, los aspectos más conservadores y opresivos de la teoría psicoanalítica. Eso no lo aprendí dentro del psicoanálisis en la universidad, o lo hice más tardíamente con las lecturas de Silvia Bleichmar y Juan Carlos Volnovich, de Ana María Fernández y de León Rozitchner, de Paul B. Preciado. Es decir, primero tuve que migrar. Tuve que ver más allá de lo que me enseñaron a ver y más acá de lo que me enseñaron a ver, que era hegemónicamente patriarcal y eurocéntrico.

En fin, el feminismo es un viaje de iniciación para las mujeres, pero no lo hacemos solas. Es un viaje colectivo, que hacemos con otras. No te deja indemne, ni igual. En general, creo que podría decir que es el viaje motorizado por una huida o una búsqueda emancipatoria.

Es cierto, hay muchísimas historias de viajes de iniciación de varones. Sin embargo, la masculinidad se transforma en solitario, no veo, creo que no, experiencias colectivas en las que ser varón se transforme, se revolucione, no únicamente en las biografías singulares de quienes así se reconocen, varones, sino en la experiencia de pertenecer a un colectivo que se lo plantea, que se lo pregunta, que se siente concernido a transformarlo, a reinventarlo todo lo que haga falta.

Los feminismos son también la batalla por hacer ingresar al término “mujeres” experiencias diversas y heterogéneas. Es ardua y larga la batalla, la conquista interminada por hacer del género “mujeres” un lugar para todas las que allí nos reconocemos. Nadie llega a “ser mujer” sola, sin las otras. Ese trabajo colectivo fenomenal hace que nos sea imposible, a veces hasta ridículo, hablar de “feminidades”. No veo porqué la masculinidad no asume su propio y urgente viaje. Uno que haga del sustantivo verbo. En ocasiones vemos que usan el plural como recurso para “problematizar” la pertenencia. Entonces hablan de masculinidades. Como si el plural alcanzara. Yo creo que el problema no se resuelve con la s, añadida, sino revisando la sustantivación, la sustancialización y esencialización, en la que han estado tan cómodamente afincados, o incomodadados pero en silencio. El colectivo (no es casual esa palabra) lgtbq+, ha sido y sigue siendo el lugar al que muchos de ustedes han migrado, a combatir los esencialismos, las normativizaciones, la heteronorma. A hacer del oprobio y la vergüenza, orgullo. ¿Pero qué será de los que se han quedado allí dentro, de la masculinidad hetero-cis? Si la cofradía no viaja, si no se rompe y se trastoca, el viaje de iniciación está pendiente, o queda confinado a la idea pobretona de “rito”. Rito: momento de pasaje del niño-púber al hombre que será, que empieza a ser, acompañado y celebrado por sus congéneres, maestros y padres, porque el rito es familiarista, qué duda cabe. Pienso, quiero pensar, que los viajes de iniciación que amé y amo leer (y vivir) son los que ocurren a contramano de la edad, de la endogamia y de las ceremonias. Y son esos viajes de los que nadie vuelve igual. No hay protocolo ni manual que los gobierne ni formatee. Se sabe, más o menos, cuando empiezan pero no cuando terminan. Muchos ya han dejado de ser niños y sin embargo no han empezado a ser varones, no aún, no hombres capaces de trabajar esa pregunta que los feminismos proponen: ¿Cuáles batallas tendré que dar para ser la-el-le quién soy?  ¿Cuáles fragilidades habitaré para poder mutar de piel, de nombre, de pertenencia o de vida? ¿Qué dispositivos permiten que pertenezca y me reconozca en el género históricamente jerarquizado o bien subordinado? ¿de qué teorías, saberes y prejuicios me valgo para que me sea posible invisibilizarlo? ¿Es el poder estabilizado, conservador, hegemónico y hegemonizante el que guiará y comandará mis identificaciones y el campo de lo posible para asumir mi identidad y para vincularme con les demás? ¿O será alguna otra cosa? El feminismo es lo que hace siglos viene poniendo en cuestión al poder como punto de vista. Y sí, es incómodo. Si ser varón se asume y se resuelve –aún- en la cofradía masculina que refuerza los peores estereotipos; subjetivarse como varón fuera de ellos es un enorme desafío. ¿Será que la masculinidad si sigue ligada a la cofradía, perpetuándola, no tiene salida, más que trabajar para su reproducción misma?

Sabemos que el poder no es algo que se nos presenta en “el afuera”, binariamente escindido de nuestro mundo psíquico. Hemos internalizado ese sistema de sumisiones y vasallajes. El poder es conservador. Y produce sumisión naturalizada. Si “las masculinidades”, pero prefiero referirme aquí a los varones de carne y hueso, más que a entes sustantivados, no revisan sus sumisiones padecidas tanto como las ejercidas, la masculinidad seguirá siendo lo que ha sido siempre, lo que es aún, un territorio del que quienes la cuestionan se ven llevados a viajar, a migrar, a irse lejos, a inventar otro lugar o pertenencia o nombre propio.

Quienes habitamos el campo de la salud mental no hacemos otra cosa que intentar hacer posibles otras historias. Estamos queriendo pensar estas cuestiones no porque nos anime una pretensión teorizante. Queremos hacer posibles otras historias. Queremos que cambie La Historia. No es más ni menos que eso.

Vuelvo al comienzo: si hablamos de viajes y de géneros estamos hablando entre otras cosas, de territorios y de espacios. ¿Qué significa eso?

Hablar de territorio implica hablar de las funciones que cumple, es decir, las funciones estabilizadas y funcionales a la supervivencia de quien lo habita y de la especie. El territorio puede significar un equivalente a “propiedad” y exclusividad, o puede también, leyendo a Vinciane Despret, representar modos y posibilidades emergentes y novedosas de “expresividad”, de vecindad y de singulares modos de habitar, tanto como múltiples modos de territorialización.  ¿Cuántos y qué verbos pueden hacer, fundar, territorios? Se pregunta Despret. El territorio distribuye posibilidades, y también las inventa, las crea. Las multiplica. El territorio se puede definir también como la posibilidad de instaurar una importancia originaria. Hacer que algo importe, que empiece a importar.

La obra teatral llamada “Terrenal”, escrita por Mauricio Kartun, trata acerca de la tierra en disputa, las clases y las ideas en disputa, la pertenencia, el derecho, en suma: la propiedad en términos de enfrentamiento radical y divisoria fundamental entre los que tienen y los que no tienen.

Podríamos revisitarla en clave de género, ¿por qué no? Podríamos pensar desde ella la idea de territorio que nos gobierna y que establece un régimen estatal, religioso y patriarcal, todo ello junto y al unísono, para nuestras existencias.

La territorialización, escribe Vinciane leyendo a Deleuze y Guattari, incumbe a procesos de metamorfosis. No se propone afincar en lo fijo sino dar lugar a lo indeterminado. Un acto de territorialización es lo que da lugar a cualidades expresivas inéditas; es así que el territorio deja de estar regulado por la agresividad o de existir para regularla. El territorio, entonces, deviene capaz de crear nuevas relaciones y vinculaciones. Los actos de territorialización suponen migraciones y viajes, nos modifican. No habitamos los territorios que heredamos o nos fueron dados, tenemos que crearlos. Un territorio es habitado en tanto hacemos algún trabajo territorial. No se llega allí sin pasar o atravesar algún tipo de éxodo. Habitar un territorio implica, requiere haber atravesado algún viaje iniciático. “Éxodo”, como propone la obra teatral de Federico Polleri, cuando hace de ello un “ensayo sobre la masculinidad”. Un ensayo que revela parte de eso que hay que dejar atrás, para poder viajar.

En cuanto a las mujeres, nuestro viaje de iniciación reúne la experiencia corpórea y carnal de lo que supimos hacer con el espacio, en términos despretianos podríamos decir que ha sido y es un acto territorializante. Hubo una vez –larguísima vez- en la que los hombres podían disponer de territorios: espacio, dinero, propiedad y derechos.  Y las mujeres, en el mejor de los casos, podíamos disponer de marido. Ese fue durante siglos el mayor territorio a aspirar, un territorio definido por muy precisas reglas.

Esa ruta que fugó y sigue fugando de ese mundo desigualado para mí –o al menos uno que yo armé con los mapas de tantas lecturas, porque el feminismo es también lo que te hace querer leer y devorar los libros, volver a leer todo de nuevo, leer de otras maneras- está hecha del cuarto propio del que escribió Virginia Woolf. Del pozo del que escribió Natalia Guinzburg para hablar de las mujeres, reconociendo y nombrando un espacio psíquico y experiencia afectiva común a todas nosotras. De la poesía extraída del lujo que redistribuyó Audrey Lorde, haciendo de lo poético un territorio común. De la escritura callejera y caminante de Vivian Gornick. De Sor Juana y su poesía que hizo del lenguaje un lugar de subversión de la distribución permitida del poder y el decir. Esos viajes se escriben, siguen escribiéndose en cada una de nuestras particulares y singulares y colectivas biografías.  La emancipación feminista es, entre tantas cosas, una redefinición del espacio interno y externo, del centro y de la periferia, una revisión de fronteras e interioridades. Estamos disputando modos de habitar, no de poseer.

Viaje iniciático de varones, diría yo, sería alguno capaz de buscar modos de extraer de la distribución de géneros y de nuestras existencias ese dispositivo fenomenal, imperial e imperativo de subordinación que se llama patriarcado. Subordinación entre géneros, sexualidades heteronormadas: parámetro de normalidad y salud subordinando a cualquier otra, la epistemología y la política de la diferencia sexual binaria y jerarquizada y establecida desde el nacimiento hasta la muerte, sistema y operatoria invisibilizante de tantas otras y muchas posibilidades, de las existencias trans, durante siglos negadas y enjauladas, obligadas a procesos de normalización y segregación.

Ese dispositivo que en manos de varones, (los hijos sanos del patriarcado) hoy, en la Argentina, se carga la vida de una mujer cada 34 horas.

Entonces, este viaje iniciático no es otra cosa que una discusión del poder. Pero hay que hacerlo con otres, y en carne propia.

Sueño con algún futuro o ciencia ficción en la que eso que se llama feminidad y masculinidad no se definan desigualadamente, ni en términos de origen ni de destino, llámense biología o privilegios. Sueño con algún futuro o ciencia ficción en la que la transformación y discusión del poder no quede siempre a cargo del oprimido. Sueño con ese éxodo que se libere y nos libere de paraísos perdidos y tierras prometidas, también a los trabajadores del campo de la salud mental, también a les psicoanalistas. Sueño con ese viaje.

 

(Conferencia central que di en el IX Congreso Marplatense Internacional de Psicología).

He visto Morir… // Roberto Arlt

Las 5 menos 3 minutos. Rostros afanasos tras de las rejas. Cinco menos 2. Rechina el cerrojo y la puerta de hierro se abre. Hombres que se precipitan como si corrieran a tomar el tranvía. Sombras que dan grandes saltos por los corredores iluminados. Ruidos de culatas. Más sombras que galopan.
Todos vamos en busca de Severino Di Giovanni para verlo morir.

La letanía.

Espacio de cielo azul. Adoquinado rústico. Prado verde. Una como silla de comedor en medio del prado. Tropa. Máuseres. Lámparas cuya luz castiga la obscuridad. Un rectángulo. Parece un ring. El ring de la muerte. Un oficial.
“..de acuerdo a las disposiciones… por violación del bando… ley número…”
El oficial bajo la pantalla enlozada. Frente a él, una cabeza. Un rostro que parece embadurnado en aceite rojo. Unos ojos terribles y fijos, barnizados de fiebre. Negro círculo de cabezas.
Es Severino Di Giovanni. Mandíbula prominente. Frente huída hacia las sienes como la de las panteras. Labios finos y extraordinariamente rojos. Frente roja. Mejillas rojas. Ojos renegridos por el efecto de luz. Grueso cuello desnudo. Pecho ribeteado por las solapas azules de la blusa. Los labios parecen llagas pulimentadas. Se entreabren lentamente y la lengua, más roja que un pimiento, lame los labios, los humedece. Ese cuerpo arde en temperatura. Paladea la muerte.
“..artículo número…ley de estado de sitio… superior tribunal… visto… pásese al superior tribunal… de guerra, tropa y suboficiales…”
Di Giovanni mira el rostro del oficial. Proyecta sobre ese rostro la fuerza tremenda de su mirada y de la voluntad que lo mantiene sereno.
“..estamos probando… apercíbase al teniente… Rizzo Patrón, vocales… tenientes coroneles… bando… dése copia… fija número…”
Di Giovanni se humedece los labios con la lengua. Escucha con atención, parece que analizara las cláusulas de un contrato cuyas estipulaciones son importantísimas. Mueve la cabeza con asentimiento, frente a la propiedad de los términos con que está redactada la sentencia.
“..Dése vista al ministro de Guerra… sea fusilado… firmado, secretario…”

Habla el Reo.

-Quisiera pedirle perdón al teniente defensor…
Una voz: -No puede hablar. Llévenlo.
El condenado camina como un pato. Los pies aherrojados con una barra de hierro a las esposas que amarran las manos. Atraviesa la franja de adoquinado rústico. Algunos espectadores se ríen. ¿Zoncera? ¿Nerviosidad? ¡Quien sabe!.
El reo se sienta reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira arriba. Luego se inclina y parece, con las manos abandonadas entre las rodillas abiertas, un hombre que cuida el fuego mientras se calienta agua para tomar el mate.
Permanece así cuatro segundos. Un suboficial le cruza una soga al pecho, para que cuando los proyectiles lo maten no ruede por tierra. Di Giovanni gira la cabeza de derecha a izquierda y se deja amarrar.
Ha formado el blanco pelotón de fusilero. El suboficial quiere vendar al condenado. Éste grita:
-Venda no.

Mira tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero permanece así, tieso, orgulloso.
Surge una dificultad. El temor al rebote de las balas hace que se ordena a la tropa, perpendicular al pelotón fusilero, retirarse unos pasos.
Di Giovanni permanece recto, apoyada la espalda en el respaldar. Sobre su cabeza, en una franja de muralla gris, se mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será para recibir las balas?
-Pelotón, firme. Apunten.
La voz del reo estalla metálica, vibrante:
-¡Viva la anarquía!
-¡Fuego!

Resplandor subitáneo. Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos tocando las rodillas.
Fogonazo del tiro de gracia.

Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero a los pies del cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y zapatos de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra.
Veo cuatro muchachos pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los labios; son: Gauna, de La Razón, Álvarez de Última hora, Enrique Gonzáles Tuñón, de Crítica y Gómez, de El Mundo. Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara:

-Está prohibido reírse.
-Está prohibido concurrir con zapatos de baile.

 

El texto  narra el fusilamiento del militante anarquista italiano Severino Di Giovanni  durante la dictadura de Uriburu el 1º de febrero de 1931 que presenció como cronista.  

Conspirar, disuadir, desertar // Amador Fernández-Savater

 

[Notas compartidas en el encuentro en torno al Manifiesto Conspiracionista en La Maliciosa, Madrid 9 de diciembre de 2022] 

 

Hemos atravesado, con la pandemia, una época extraña. Yo diría: sin pensamiento y sin política. Es decir, sin verdades colectivas, ni transformación de la situación dada. 

Pero que ha roto aún más nuestras vidas. 

Ahora, aliviados, volvemos a la normalidad, allí donde cada cual se siente seguro. Rutinas vitales, mentales, políticas. 

Pero lo que nos ha pasado sigue pasando, es decir, ha dejado marcas en el mundo y en nuestros cuerpos. Marcas de tristeza y despotencia si no somos capaces de pensarlas y hacer algo con ellas. 

Este libro, estemos más o menos de acuerdo con él, es una tentativa de elaboración de esas marcas, de lo que nos ha pasado. 

Quiero compartir algunos comentarios a partir del libro, tomando tres palabras, tres verbos: conspirar, disuadir, desertar. 

 

  1. Conspirar

 

Los últimos años hemos conocido directamente, por experiencia, algunas figuras de lo político: el par calle-manifestación, plaza-asamblea, elecciones-partido, derecho-denuncia, hoy se discute sobre organización política. 

Todas estas figuras remiten, me parece, a la idea de “espacio público” (a ocupar, a conquistar, a reformar, a reivindicar).

La conspiración, por el contrario, no remite a espacio público, sino a la zona de sombra. Se conspira en las sombras. 

Supone tomarse en serio que no hay espacio público, sino sólo relación de fuerzas. Que no hay alternativa política, sólo luchas de poder. Que no hay democracia, sino gestión de la excepción. 

Y que la fuerza de los débiles se pierde si pensamos en términos de opinión pública, de comunicación, de batalla cultural, de visibilidad, de mayorías sociales, de consenso, etc. 

La lógica del espacio público hoy es la lógica de la virtualización, la virtualización del otro considerada como eficacia política.

¿Y cuáles son las sombras en las que la conspiración puede prosperar? Son justamente las intensidades, las vitalidades. Las intensidades de los cuerpos, de las palabras cuando prolongan los cuerpos, de las formas de vida, de los mundos que habitamos y amamos. Sólo esas intensidades pueden desafiar la virtualización del mundo. 

Conspirar es hacer desde la amistad y las ganas. Las ganas -cómo activarlas, cuidarlas, recuperarlas- es hoy un problema político mayor. 

Conspirar dinamita la distinción público-privado. Es lo íntimo que se hace común y desafía. 

Podemos desplegar esta imagen de la política que nos propone el libro para ver hasta dónde nos lleva. 

Si conspirar es “soplar juntos”, ¿quiénes son los que conspiran? ¿Qué experiencia del nosotros es la suya? ¿Cuál es el tempo de la conspiración, su ritmo, su respiración, su inspirar y expirar? ¿Cómo hacemos que pase el aire en situaciones bloqueadas como la actual? ¿Cómo evitamos que se degrade en el aire viciado de los guetos políticos? 

 

  1. Disuadir

 

Una tesis fuerte del libro es que nuestro mundo está configurado por la experiencia de la Guerra Fría. Sin embargo, echo en falta más reflexión justamente sobre la estrategia de gobierno por excelencia de la Guerra Fría: la disuasión

¿Qué dice la disuasión? Si atacas, contraataco y el mundo desaparecerá en un apocalipsis nuclear. Ese mensaje no se lo dirige tanto una super-potencia a otra, como ambas a las poblaciones del planeta: “obediencia o fin del mundo”. 

La disuasión es un gobierno de la incertidumbre, en la incertidumbre. Y con varios actores. 

Encuentro útil traer ese término aquí porque hay formulaciones en el libro que llevan a pensar en el poder como “crimen perfecto”. Como el plan de la película Crimen perfecto

Durante años se simula la gestión de la crisis sanitaria, el plan se ejecuta cuando “alguien” decide que las revueltas de 2019 han ido demasiado lejos, etc. Pandemia-confinamientos-restricciones-reestructuración global. Crimen perfecto. Un poder que sabe, que puede y que quiere. 

La disuasión, por el contrario, es una estrategia negativa: no sabe, no puede y no promete nada, improvisa, trabaja por ensayo-error, no argumenta, sólo amenaza con la muerte como alternativa. Gestiona un pueblo de víctimas que sólo piden protección. 

La disuasión suprime las preguntas que se abren en toda crisis, las preguntas que pueden llevar a un cuestionamiento colectivo del sistema y las formas de vida. Suprime el pensamiento, que nunca es sólo un “yo pienso”, sino un “yo hablo y tú respondes”, un encuentro. Pretende congelar, bloquear una situación de crisis.  

La disuasión es en primer lugar física, a través del terror inscrito en los cuerpos. Ese terror ha provocado la gran parálisis que hemos conocido en la pandemia, la atomización social. ¿Cómo nos sacamos el terror de los cuerpos? Porque la valentía es en primer lugar un problema colectivo

 

  1. Desertar

 

Nunca hay crimen perfecto.

Siempre hay error del sistema, fallo, síntoma. 

El fallo en este caso, al menos uno de ellos, es esa extraña deserción que llamamos “Gran Dimisión” o “Gran Renuncia”. 

Es toda la gente que no ha vuelto a su trabajo tras la pandemia. Más aún: es la gente que da la espalda a la política, que no enciende ya la tele. Que desconecta, que no quiere saber nada, que no participa. 

Me parece que no es un fenómeno fácil de leer. 

No es lo mismo que la deserción de los años 60: una secesión política, organizada, contracultural. El Gran Rechazo del que se hablaba en los 60 no es la Gran Dimisión actual. 

Esta deserción es sin afuera, sin horizonte alternativo, sin utopía. 

Es una deserción muchas veces por apagón libidinal: la retirada del deseo de los lugares donde estaba puesto (consumo, éxito, competitividad). Deserción por depresión. Deserción como long covid: prolongar la quietud del confinamiento, no ir a trabajar, I would prefer not to

¿Cómo escucharla? La política clásica, también la militante, piensa en términos de “movilización”. Pero esta deserción es desmovilización. No pasa por el activismo, sino por el “desactivismo”, por el gesto de desactivar. 

Podemos nombrarla tal vez como “abandono” o “retirada” mejor que “deserción”. Entonces, ¿cómo pasar del abandono a la deserción? ¿De la retirada a la secesión? 

Una teoría, un libro, son entre otras cosas instrumentos de escucha. ¿Qué nos permite escuchar este libro de este fenómeno de retirada del deseo, de deserción inmóvil?

Conspiración, disuasión, deserción: tres propuestas para repensar lo político, el poder y el malestar social. 

 

¿Todo eso te dio y vos le das un retuit? // Diego Valeriano

Arrancar, saltar, irse a la mierda. Hay momentos en que hay que entrar en provocaciones. Dejar de hacer caso y arrancar para algún lado como impulso vital. No pensar, no esperar, no leer la compleja problemática. No coincidir con los panelistas, no esperar el comunicado para adherir, ni comentar el editorial. Solo actuar. Tomarse el bondi, sentir la ansiedad de un posible enfrentamiento, salir de ese grupo de wasap que está lleno de análisis y catarsis pero ninguna acción. Llegar, estar solo, estar vivo. Dejar de mirar para arriba y empezar a hacerlo para los costados. Tuitear no alcanza, termear no alcanza, ser mascota tampoco. Aturdidas, domados, memes. Delegamos nuestro estado de ánimo y estamos como paquetes esperando algo de info, un análisis, una orden. Scrollear, esperar comentarios en el posteo, flashear politización. La inmovilidad es la nota que va ganando todo. Por más que se llenen plazas, que lleguen bondis de todos lados, por más que hablemos de pueblo, por más selfie con los dedos en v. No hubo reacción, revulsión, desobediencia. No hubo actos incorrectos, imbéciles, llenos de amor.  ¿Todo eso te dio y vos le das un retuit? Todo se volvió previsible, cálculo, contrato, like. Las canciones son solo canciones aunque te explote la garganta al cantarlas. 

¿Qué se discute hoy? // Diego Sztulwark

¿Qué se discute hoy? ¿La “frustración democrática”? 

¿Pero esta frustración puede considerarse con independencia de las injusticias sociales que el Frente de Todos se proponía atenuar?

¿Se discute la descomposición reaccionaria del consenso democráticos y sus instituciones? ¿Pero no se advierte que ese consenso y aquellas instituciones, si alguna vez gozaron de salud, resultaron impotentes para producir las reformas sociales y económicas sin las cuales no hay distribución posible de poder político?

¿Se discute si hubo corrupción en el kirchnerismo, y si el kirchnerismo es una formación ella misma corrupta? Sería cómico llegar a esa conclusión sin considerar que todo en el capitalismo lo es. Y que quienes hoy juzgan, de atender esa consideración histórica mínima, deberían ser los primeros juzgados

¿Se discute si el de ayer fue un día histórico? ¿Puede un día ser histórico sin ser histérico (es decir, cargado de afectos hasta la locura)? ¿Pero ayer la histeria no fue excesivamente contenida? ¿Qué historia es aquella sin histeria colectiva? ¿la historia de las pantallas?

¿Se discute la figura de Cristina, porque se considera que ella es el rostro de la esperanza (o bien de la estafa)? Ayer dijo: no hay “lawfare” sino “estado paralelo” y “mafia judicial”. Es decir: estado de excepción y no democracia. ¿Se puede declarar esa verdad y seguir como si nada? Pero también ¿hasta dónde se puede llevar la dependencia emocional ante alguien cuya fortaleza y lucidez depende a su vez de una fortaleza y una lucidez colectiva que en lugar de ejercerse se vuelve a delegar al infinito sin otro resultado inmediato que no sea escuálido epígrafe: “ella no es candidata”. 

¿Hay alguna fuerza política en Argentina capaz de asumir en la práctica que el poder judicial es uno de los dispositivos que junto a otros bloquea toda reforma posible? ¿Y cuál sería una política capaz de romper ese bloqueo?

¿Y cuál es el papel de los segmentos más -y de los menos- organizados en una política de ese tipo? Porque, una vez que Cristina ha declarado que no quiere ser “mascota” del poder -declaración que la distingue del resto de la dirigencia peronista-, la frase vuelve sobre lo colectivo: ¿qué actitud debemos tomar al respecto? (Dado que, por otro lado, los nombres que quedan al frente del gobierno, los de Sergio Massa y Alberto Fernández son, como todos sabemos, nombres del pacto con esos poderes que se denuncian).

Y finalmente: ¿es efectivamente la política un instrumento para transformar la realidad? Y si lo fuera ¿qué significa exactamente “transformar la realidad”? Porque si lo que hay que transformar es (para decirlo sintéticamente, y dentro de un horizonte bien de mínima) la escandalosa subordinación de la clase trabajadora -plural y heterogénea como es- en la apropiación de la riqueza por ellxs producida, ¿no es absolutamente claro que el Frente de Todo es un instrumento absolutamente inadecuado para alcanzar ese objetivo? ¿Y no se torna esa inadecuación escandalosa cuando nos damos cuenta que no hay redistribución consistente de ingresos sin modificar aunque sea parcialmente el modo mismo de producir las riquezas? Si algo dijo ayer Cristina sobre estas cuestiones es que ni siquiera las correcciones módicas resultarán viables sin una política capaz de romper el Estado-Mafia (siendo el término “mafia” un modo de nombrar “visible” la clandestinidad del poder).

 Por tanto, y salvo que se elija seguir pensando que ayer no pasó nada y de ese modo postponer todas y cada una de las preguntas que nos hacemos en nombre de un cada vez más inconsistente anti-macrismo, habrá que hacer algo con la carga que pesa sobre la conciencia política y responder de un modo u otro sobre la cuestión planteada: cual es el instrumento -el frentismo- político y social adecuado para encarar semejante tarea.

La persistencia de una intuición. Los 40 años de la experiencia de la comunidad educativa Creciendo Juntos // Paul Rousak

El viernes 2 de diciembre se festejaron los 40 años de la escuela Creciendo Juntos. La celebración incluyó una muestra fotográfica en la que puede percibirse la profundidad de esa experiencia pedagógica, territorial y militante, y la conmovedora obstinación con la que se abrió camino en medio de dificultades ostensibles a lo largo de su trayecto. También un video que recoge testimonio de padres, madres, docentes, asesores pedagógicos, alumnos, alumnas y las porteras, cuyo compromiso emocionó en cada relato. 

En este recorrido, nos pareció entender la naturaleza de las diferentes transformaciones de la escuela: 

  1. Un momento fundacional en el que se decide emprender el proyecto en el marco de un contexto dado por el barrio-familia en el que se asume colectivamente construir un jardín de infantes primero y luego una escuela. Ese período está dominado por una singular radicalidad: la materialidad de la educación de los hijos e hijas del barrio requería de un gesto corporal. La construcción de las aulas y el edificio por parte de la misma comunidad que enviaría allí a sus niños y niñas. Educarlos significaba edificar la escuela a través de jornadas de trabajo voluntario muy recordadas como épicas y festivasen las que ese espacio iba desplegándose. Del jardín al primer grado y de la primaria a la secundaria. Todo un proyecto construido con las propias manos. 
  2. El segundo momento transcurre a comienzos de siglo con la emergencia de una comunidad estallada que se introduce en la escuela. Lejos de blindarse, Creciendo Juntos se propuso alojar a ese barrio, sus dilemas y las preguntas que traía y desafiaban la consistencia misma de la experiencia. El hambre (la escuela preparaba ollas populares), los saqueos del 2001 y la violencia cotidiana fueron parte de una realidad que mostraba un rostro despiadado y exigía repensarlo todo. 
  3. El momento actual en el que la consolidación institucional y el reconocimiento del Estado permiten una mayor capacidad de expansión de la propuesta educativa (en el acto, además de leer un texto colectivo de Creciendo Juntos, hablaron Natalia Peluso del Ministerio de Educación de la Nación y la actual intendenta del municipio de Moreno, Mariel Fernández) y la ampliación de los reconocimientos jurídicos y distintos recursos (la ampliación actual del edificio la está llevando adelante una cooperativa de presos con el apoyo municipal). 

Cada una de estas etapas tuvo sus exigencias concretas. Al principio, construir una escuela como expresión de una dinámica territorial que ejercía una fuerza democrática de auto institucionalización e imaginar una forma escuela capaz de prolongar esa perspectiva y ser reconocida en su singularidad. Luego, la situación abierta en torno al 2001 requirió repensar la figura del maestro-militante para dar cuenta de aquello que la escuela no podía ver y era el núcleo problemático más desafiante: sostenerse rehaciendo la organización y reelaborar los modos de implicancia docente y comunitaria en la experiencia. Por último, el mayor grado de reconocimiento alcanzado plantea nuevos dilemas: recrear el lenguaje de la gestión social educativa, y de la escuela en particular, para no disolverse en un diseño técnico. Replantear las condiciones del acto educativo y los estilos docentes para reencontrar siempre esa intuición primera; la pregunta sobre qué puede una escuela, y que estuvo en cada una de estas tres capas de politización que atravesó Creciendo Juntos. Esta es su intuición mayor, su legado y su secreto orgullo. Dicen que después de los festejos viene la resaca. Es en ese mareo, en el que estas tres líneas temporales que han marcado a cada generación que le tocó protagonizarlas se entremezclan, toca retomar esa vieja pregunta que siempre, misteriosamente, resulta ser la más actual. ¿Podrá la escuela enfrentar los dilemas de un tiempo, tramado por oscuridades y veladas potencialidades, que aún no llegamos a comprender? Inventamos o erramos era la consigna que convocaba al festejo. La precisión de este enunciado da cuenta de esa tensa pero feliz perseverancia.  

Zito Lema y el tiempo de la prórroga // Diego Sztulwark

Ayer hablaba con mi amigo León sobre la importancia de la revista “Fin de siglo”, dirigida a mediados de los años 80 por Vicente Zito Lema y Eduardo Luis Duhalde. Bajo el impacto de las pérdidas de los últimos años -la de Hebe hace aun poco días-, anduvimos repitiendo para adentro “el siglo XX ya no existe más”, “nos hemos formado en una escena que se ha disuelto”. Con esa conversación en mente me fui a dormir anoche, y esta mañana otro amigo, El Ruso, me envía un whatsapp tempranero: “murió Zito Lema”. Lo conocimos de lejos cuando asumió la dirección de la Universidad de las Madres, de la que lo echaron luego de pésima manera. Mi único trato personal con él fue en un panel de presentación del libro “Spinoza filosofía terrena” del querido Diego Tatián. Zito Lema fue un apasionado spinozista. Los amigos (León, El Ruso) me hacen ver con claridad que este poeta fue uno de los autores claves de una extraordinaria prórroga histórica. Porque si, como afirma Maurizio Lazzarato, el siglo XX fue sobre todo el de la revolución (y por tanto el de las contrarevoluciones), decir “fin de siglo” era negarse a pronunciar “fin de la revolución”. Los sobrevivientes no entregaban su alma, y mantenían viva, para los que llegábamos, la revolución no como cadáver sino como problema. Eso que había sido acribillado de manera criminal sobrevivía en las palabras, los afectos y en el gesto encarnizado de esa generación que sostenía para la nuestra, un legado, para ayudarnos a que no nos convirtiéramos en los estúpidos hijos de una “democracia de la derrota” (como dice Alejandro Horowicz). Entre el fin del siglo y la pérdida de quienes produjeron esa prórroga se formó al menos una generación, a la que le toca ahora despedir a quienes se van, sí, pero también -y sobre todo- comprender qué es lo que toca luego de la prórroga.

El último escritor político // Diego Sztulwark

Si Ernesto “Che” Guevara fue a lo largo de su vida un escritor extremo, corresponde a Ricardo Piglia la más fina compresión de esa relación radical entre literatura y experiencia que está en la base de una forma de comprender la política y la revolución latinoamericana de la década del ‘60. Sus textos —diarios, correspondencia, apuntes, informes, artículos y discursos— bordearon la intimidad del desfiladero de la guerra. De Pasajes de la guerra revolucionaria (1956-59) al Diario de Bolivia (1967) hay en Guevara una escritura de la guerrilla y una apelación constante a los libros. De allí que Piglia asegure en su libro El último lector que en el Che se conjuga la ficción sobre el filo de la practica más estricta, llevando el peso de los libros en su mochila como única excepción a la regla de la marcha ligera que define al combatiente en el monte. El Che leía en las pausas de la guerra, se lamentaba por perder un volumen de Trotsky en una emboscada del ejército boliviano y se aferraba a la literatura como uno de los pocos defectos a los que no hubiera sabido renunciar.

Alegría de Pío es un breve texto de recuerdos personales sobre el trágico episodio del 5 de diciembre de 1956, en el que los combatientes de la embarcación Granma, caminantes agotados y muertos de hambre, fueron acribillados por la aviación de la dictadura de Batista cerca de la playa Las Coloradas. El episodio, que según Guevara fue el “bautismo de fuego” del que “sería el ejército rebelde”, forma parte de Pasajes de la guerra revolucionaria. Allí se narra la agonía del joven doctor argentino, médico de la expedición, que al ver a un compañero suyo dejar una caja de municiones en medio de la balacera reacciona abandonando el pesado botiquín: “Tomé la caja de balas, dejando la mochila para cruzar el claro que me separaba de las cañas”. El relato es célebre: llegando al refugio natural del cañaveral, escribe el Che: “Sentí un fuerte golpe en el pecho y una herida en el cuello; me di a mí mismo por muerto”. En esas condiciones, tendido y sin recursos, “me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista apoyado en un tronco de árbol se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte por congelación, en las zonas heladas de Alaska”. Piglia no pierde la ocasión para señalar la aparición de un recuerdo literario en el momento que parecía ser el de su muerte y concluye un primer sentido de lo que podría entenderse por “lector extremo”: aquel que acude a la ficción para extraer de allí un modelo capaz de dar forma a una experiencia límite. Según Piglia, el cuento que el Che evoca es Encender la hoguera. Vale la pena reproducir un fragmento: “Perdía la batalla contra el frío, que penetraba en su cuerpo por todas partes, insidiosamente. Al advertirlo, hizo un esfuerzo sobrehumano para levantarse y seguir corriendo. Pero apenas había avanzado treinta metros, empezó de nuevo a tambalearse y volvió a caer. Éste fue su último momento de pánico. Cuando recobró el aliento y el dominio de sí mismo, se sentó en la nieve y se encaró por primera vez con la idea de recibir la muerte con dignidad”.

En carta de despedida a sus “Queridos viejos”, el Che evoca al Quijote: “Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante, vuelvo al camino con la adarga al brazo”. En la misiva vuelve sobre el episodio de su conversión de médico en soldado (“soldado no soy tan malo”), y repasa la década que lo separa de Alegría de Pío con otra frase de lector —de otro tipo de lectura, la propiamente política—, “mi marxismo está enraizado y depurado”. Consciente del tipo original de figura en la que se ha convertido agrega: “Muchos me dirán aventurero, y lo soy, solo que de un tipo diferente y de los que ponen el pellejo para demostrar sus verdades”. Piglia lee: quijotismo como modo de lidiar con la realidad.

Narrador es, para Walter Benjamin, quien es capaz de transmitir oralmente experiencias. A diferencia de la comunicación informativa, la transmisión de historias vividas supone el arte de captar un sentido y de compartirlo por medio de gestos y palabras. El Che cabe en esa escueta definición. Hace la experiencia, la capta, la escribe o la cuenta. Ese sería el Guevara escritor. Luego vendría el Guevara político, que bloquea al escritor. Piglia nota una cierta incompatibilidad entre ambos: Guevara “moldea y transmite en soledad”. El valor de su narración permanece en su experiencia de autotransformación, en la ejemplaridad de su propia constitución como figura de hombre nuevo. Lo dice así: “Hay una tensión pre-política en la búsqueda del sentido en Guevara”. Si entiendo bien la tesis de Piglia, Guevara “ha resuelto el dilema” entre la literatura como modelo de vida y experiencia extrema por la vía de la repetición y la realización: vivir a fondo, realizando modelos ficcionales. La literatura lo acompaña a Guevara en la desposesión, en diversa situaciones de peligro, fuera del circuito mismo en el que la literatura como exhibición otorga prestigio. La cita de London llega en la soledad más final, cuando precisa la referencia de otra vida de la que aprender a morir. Pero la política perturba su vocación de escritor. En esa línea Trotsky sería un antecedente.

Si algo resulta inolvidable del texto de Piglia es su comentario de una foto del Che en Bolivia. En ella se lo ve “leyendo en medio de la desolación y la experiencia terrible de la guerrilla perseguida”. Aferrado al libro hasta el final. Piglia conecta esta escena con una cita del diario de Guevara de la guerrilla en el Congo: “El hecho de que me escape para leer, huyendo así de los problemas cotidianos, tendía a alejarme del contacto con los hombres, sin contar que hay ciertos aspectos de mi carácter que no hacen fácil el intimar”. El libro fuera de lugar y la lectura como substracción. El fragmento citado pertenece al epílogo del libro Pasajes de la guerra revolucionaria: Congo. Luego de evaluar los factores políticos del fracaso, Guevara redacta una larga autocrítica que comienza con la expresión “me toca hacer el análisis más difícil, el de mi actuación personal”. En tono de severo escribe allí Guevara: “En cuanto al contacto con mis hombres, creo haber sido lo suficientemente sacrificado como para que nadie me imputase nada en lo personal y físico, pero mis dos debilidades fundamentales estaban satisfechas en el Congo: el tabaco, que me faltó muy poco y la lectura, que siempre fue abundante. La incomodidad de tener un par de botas rotas o una muda de ropa sucia o comer la misma pitanza que la tropa y vivir en las mismas condiciones, para mí, no significaba sacrificio”. Lee Piglia: libros y tabaco. Y agrega: la abstracción como debilidad y refugio, corte, contradicción y adicción. Hábito irrenunciable. Cuenta Piglia que cuando lo capturan en Ñancahuazu, “lo único que conserva (porque ha perdido todo, no tiene ni zapatos) es un portafolio de cuero, que tiene atado al cinturón, en su costado derecho, donde guarda su diario de campaña y sus libros”.

El contra ejemplo de Guevara sería Gramsci. La situación de lectura en la hamaca, durante las pausas de la marcha por el monte, es el exacto opuesto de la prisión fascista. Fijado en el espacio, detenido, el comunista italiano es “el político separado de la vida social en la cárcel” y en aquellas circunstancias “el mayor lector de su época”. Inmovilizado en los calabozos mussolinianos consulta todos libros que están a su alcance, lee uno por día y redacta los comentarios de sus estudios. Su tarea intelectual es correlativa al impedimento de praxis política. Hay en Piglia una intuición sobre una inversión proporcional entre quietud forzada y elaboración sutil de grandes nociones políticas como “bloque histórico” y “cultura nacional popular”. La contraposición de circunstancias se haría presente en concepciones políticas divergentes: la hegemonía gramsciana como enemistad plástica y el antagonismo guevariano como enemistad directa. En los dos casos la política se explica a partir del proceso de formación de la voluntad. Pero ahí donde el comunista la describe en un complejo proceso de articulación de alianzas, el argentino la resumiría en la instauración de una subjetividad combatiente. Al contrario de Gramsci, Guevara sería fluido solo para la marcha, pero rígido para la política. Lo que Piglia cree es que al tomarse su propia transformación como referencia Guevara se habría privado de elaborar una política transmisible. Sujeto capaz de dar cuenta de la “tensión trágica” de su experiencia, se torna ineficaz para pasar del sacrificio individual a la construcción política, aunque no para la construcción del mito.

La hipótesis de Piglia es que la vocación de escritor se forma en Guevara en la experiencia de la lectura. Los datos que toma en cuenta son los siguientes: imposibilitado por el asma de asistir a la escuela, aprendió de muy niño a leer con su madre; muy pronto se convierte —en palabras de su hermano Roberto— en un “loco por la lectura”; la lectura es en Guevara “práctica iniciática” y única línea de continuidad capaz de acompañarlo en sus sucesivas metamorfosis, el único hábito del que no se desprende. Habría incluso una cierta dependencia física del libro, una puesta en serie del asma y la lectura: inhalador para respirar y libros para leer, como objetos que “hay que llevar siempre”. Guevara lee y escribe porque lee. Toma notas y las elabora. La escritura como registro inmediato de su experiencia, sobre la que retorna para darle forma. Los rastros del proyecto de una vida de escritor están dispersos en sus cartas. A Ernesto Sábato le refiere en abril de 1960: “Lo que para mí era lo más sagrado del mundo, el título de escritor” y a León Felipe le escribe en el ‘64: “Me afloró una gota de poeta fracasado que llevo dentro y recurrí a usted”. Esas cartas conservan un valor extraordinario. En la que le dirige a Sábato hay otra frase tan importante como la que cita Piglia: “La guerra nos revolucionó”. Lo que hubiera habido de escritor en Guevara resultó definitivamente modificado en y por la experiencia política. La explicación que da al autor de El túnel es de lo más interesante a la hora de retratar la formación de un pensamiento político: la guerra exigió de los combatientes una conversión inesperada en pedagogos que debían “explicar a los campesinos indefensos cómo podían tomar un fusil y demostrarles a esos soldados que un campesino armado valía tanto como el mejor de ellos; e ir aprendiendo cómo la fuerza de uno no vale nada si no está rodeada de la fuerza de todos”.

Buscando al escritor, Piglia encuentra al político sacrificial. No acepta la idea de que hubiera en Guevara algo así como una figura nueva, capaz de tejer literatura y política en proporciones impuras. Ve como un producto terminado, donde habría —en palabras de Abel Gilbert— un sujeto “en transición”. Su fórmula es: “El político triunfa donde fracasa el escritor”. Con variaciones diversas podemos encontrar frases similares en sus escritos sobre Sarmiento y Walsh. El escritor sucumbe y se sacrifica en la práctica política. ¿Hasta qué punto no habla aquí Piglia de sí mismo? Del escritor que debe substraerse de la inminencia revolucionaria para escribir. Ciertas épocas parecerían someter al escritor a una elección de hierro, una inevitablemente fracasa allí donde la otra triunfa. Pero el “político que surge entre las ruinas del escritor” —Guevara o Trotsky— es un político irreal, ilusorio, héroe trágico, nostálgico de la literatura.

La idea del político irreal, que inicia su formación como “viajero errante que se politiza y no tiene inserción”, reaparece luego en el revolucionario que tiende hacia “una forma no nacional de la política”. Piglia lee la política del Che como una voluntad sin fronteras y una “forma sin territorio”. Sacrificio del cuerpo y ausencia de condiciones históricas particulares. Pero decirlo así es demasiado parcial. Porque implica ignorar la percepción de Guevara del espacio abierto por la influencia expansiva de una revolución triunfante, y del intento por construir una sintonía con las máquinas de guerra anticoloniales triunfantes en buena parte de Asia y África. El nomadismo guevarista se torna incomprensible por fuera de la perspectiva geopolítica que anima el giro de la política mundial del este/oeste al norte/sur. De modo que la relación entre espacio y política puede ser retomada desde la estrecha relación que Piglia percibe en la travesía del joven Guevara. Sus propias metamorfosis resultan inseparables de un vínculo formativo con el territorio. Los viajes del joven Guevara son una introducción al compendio de las figuras sociales de América Latina, de los marginales a los enfermos, de las víctimas sociales a los exiliados políticos y como punto culminante de ese proceso politizador. La mítica conversación sostenida con Fidel Castro en julio de 1955, leída como “salto cualitativo” que encamina a Guevara del marxismo al combate, sería el momento culminante de una conversión. En septiembre del ‘57 el Che ya es comandante del Ejército Rebelde. En este punto —cree Piglia— la forma humana ya está formada y, quizás, cristalizada. El Che habría alcanzado la forma universal (el “guerrillero esencial”, como “momento de la decisión” y determinación de la relación amigo-enemigo), aplicable luego a situaciones nacionales diferentes. Como si del modelo derramaran las condiciones históricas para la revolución. Dadas las condiciones objetivas en casi todo el tercer mundo, Guevara creía que se trataba de acelerar la creación de las condiciones subjetivas, en una etapa histórica en la que el poder imperialista imponía la guerra anti insurgente: hacer mil Vietnams es la consigna. A diferencia de la lectura más matizada de León Rozitchner sobre la relación entre guevarismo y contra-violencia, Piglia no reconoce sino dos figuras en el teatro guevariano: la del traidor y la del héroe. A eso se reduciría la política de grupo “en esa tradición terrible del guevarismo”: una práctica de control constante. La guerrilla del Che es así percibida como un “estado microscópico que vive siempre en estado de excepción” y en el cual la tensión formativa sobre el sujeto se reduce a poner a prueba la relación “entre ascetismo y conciencia política”, sin mayor consideración sobre lo que ella tuvo de investigación sobre la dinámica de lo subjetivo revolucionario en el contexto de una lucha de clases confrontada con la guerra colonial.

La inclusión de Guevara en el mundo de los grandes lectores permite no solo desmitificar al revolucionario, sino también situarlo en el atípico juego de la imaginación en la que la política es aprendizaje y forma de vida, tomando en cuenta a la literatura como una dimensión fundamental del viaje formativo del espíritu. Mucho más interesante sería la impugnación a la “casta” si se incluyera esta carencia de aventura como déficit de fuentes de rebelión y causa de su desganada subordinación de la praxis al estado de cosas. El último lector es una antología de todo aquello que permanece inaudible por fuera de la literatura y el homenaje más personal del escritor a la lectura como contra conducta. En ese universo fantástico el borgismo actúa como una “capacidad de leer todo como una ficción y de creer en su poder”, y la figura del detective célibe y fascinado por el deseo de saber ostenta una lucidez única, procedente del lugar que ocupa en los márgenes de la sociedad.

 

El cohete a la luna

Tres momentos en la relación con el libro (lectura/escritura) // Amador Fernández Savater

–El rechazo del libro. Como representación, como mentira, como alejamiento de la vida. Salir del Libro, ir a las cosas mismas, sin mediaciones. La mejor lectura es la acción misma. “Los filósofos hasta ahora se han limitado a interpretar…”. La palabra como traición a la intensidad, “la poesía es el cementerio de los instantes vividos”. Los libros más inspiradores son los que denuncian la insuficiencia de todos los libros, los que llaman a ir más allá, como el “Tratado del saber vivir” de Vaneigem o “Do it” de Jerry Rubin.

–El libro como herramienta. Leer, sí, pero para intensificar las prácticas, contribuyendo a darles nombres. La verdad del libro está fuera del libro, en las experiencias colectivas, leer desde ellas, juzgar desde ellas la pertinencia o no de los libros. Contra el fetichismo del libro, contra la lectura en circuito cerrado, el libro como instrumento o caja de herramientas. Las luchas organizando el sentido, leer en función de algo que está más allá del libro, mapa y territorio. Prácticas de escucha de lo social y de intensificación a través de la palabra, como en Socialismo o Barbarie o la Izquierda Proletaria.

–El libro como práctica. “Pensar no sirve para luchar, sino que él mismo es ya lucha”. Horizontalidad de los libros y de la vida, ni son una mentira ni detentan la verdad. Leer con la misma atención e intensidad con la que se está en la plaza. Con la misma escucha. No como mapa, sino como acción, otro trozo más de territorio, acontecimiento. No como instrumento de, sino como otra práctica más. Práctica de transformación. Para leer hay que activar el cuerpo, para entender hay que movilizar los afectos. Salir del libro como circuito cerrado sin salir del libro, sino saliendo de cierta forma de leer. La que repite, la que no prolonga. Leer como otra aventura más, igual de apasionada o perturbadora que las otras. ¿Qué tipo de intervención política es la que se abre desde ahí?

La escritura como otra forma de obviedad // Pedro Yagüe 

Cuando un libro o un acontecimiento político nos afectan de verdad, experimentamos algo parecido: la percepción del mundo se modifica, algo se nos desarma por dentro, eso que hasta entonces llamábamos “nuestra vida” comienza a figurarse de otra manera. El arte y la política tienen la capacidad de transformarnos, de hacernos otros. Ahí es donde radica su fuerza. Claro está, no son muchas las experiencias estéticas o políticas en las que esto sucede. Pero cuando efectivamente se da, emerge en nuestro interior algo irreversible. Empezamos a vivir de otra manera.

La posibilidad de experimentar algo así pareciera cada vez más difícil. La enorme presencia de las redes sociales nos somete a lo que Diego Valeriano llamó alguna vez régimen de opinión. Con este término, Valeriano se refiere al modo un poco triste en el que pasamos buena parte del tiempo hablando sobre asuntos que no nos interesan ni nos cambian, pero de los que necesitamos opinar. Uno de los tantos problemas de este régimen es que tiene como efecto la fijación de identidad. En nuestras opiniones se confirma lo que ya sabemos que pensamos, lo que ya sabemos que sentimos y hacemos. Diseñamos una identidad estética que nos permite autopercibirnos de manera tranquilizadora para sentirnos a salvo en la imagen que nos devuelve el espejo virtual.

La fijación de identidad y el narcisismo de las redes sociales le plantea un desafío a la escritura. ¿Cómo evitar caer en esa confirmación complaciente de lo que ya sabemos que pensamos y sentimos? El maridaje entre régimen de opinión y literatura tiene como consecuencia la toma de partido, el didacticismo y la moral, es decir, el reinado de lo obvio. Aquí el problema vuelve a ser la fijación de identidad, que es lo contrario que experimentamos cuando un libro o una política nos afectan. Es una tentación problemática de nuestra época, algo difícil de enfrentar.

***

La narrativa de Juan José Saer ofrece una imagen diferente que podría servir como válvula de escape. Pensemos en Responso. Barrios, el protagonista de la novela, cuenta con una vida objetivamente hermosa: una linda casa, una mujer que lo quiere y acompaña, un buen trabajo. Sin embargo, tiene un gusto que podríamos llamar autodestructivo por el juego, más específicamente por el Punto y Banca. Lentamente, el personaje arruina su vida apostando, apostando y apostando. Hasta que la destruye por completo. Al comienzo de la novela, el narrador nos cuenta mediante un salto temporal un momento de la vida de Barrios siete años atrás, en 1955. Se trata de una experiencia dolorosa como Secretario general del Sindicato de prensa que terminaría con una golpiza humillante y la pérdida del trabajo. Esta imagen del pasado del protagonista, nos permite pensar hasta qué punto la debacle personal de Barrios no se funda en el dolor de la experiencia peronista. Lo interior y lo exterior parecen rotos por igual.

Esta forma de indagar lo político a través de una exploración específicamente literaria puede encontrarse en muchas otras de las novelas de Saer, por ejemplo, en Cicatrices o en Glosa. También podríamos detectarla en la literatura de Fogwill, Manuel Puig o Salvador Benesdra. En ellos, la política no aparece ni como tema ni como mensaje ni como panfleto ni como explicación. Sino como marca. La historia social y política es una marca en la vida de los personajes, aquello que permite explorar literariamente la singularidad de su existencia.

Pienso que la literatura, para producir un efecto político, para abrir un espacio entre nosotros y nuestras vidas, debe renunciar a convertirse en mercancía identitaria. La operación de época es evidente y se verifica en el éxito que este tipo de libros tienen tanto en las redes sociales como en el mercado. Cuentos feministas para feministas, novelas chabón para chabones, poemas autonomistas para autonomistas, teorías liberales para liberales, periodismo cristinista para cristinistas. La literatura devenida en commodity identitaria cierra, clausura, confirma lo que ya sabemos. Nos deja en el mismo lugar y –lo que es peor– contentos de estar ahí.

La verdadera fuerza de un cuento, una novela o un poema, radica en la capacidad de alterar el sentido de lo existente. Por eso, la literatura que más fuerza política tiene es la que abandona la toma de partido, el didacticismo, es decir, todo eso que forma parte de lo que, a veces para simplificar, llamamos literatura política.

Tierra Roja 

La gran subversiva // Diego Sztulwark

Si algo tiene de filosófica la despedida de una persona que fue más bien un huracán, es el estado de meditación en que nos sume su partida, un silencio denso, más profundo que todas las palabras que nos decimos en estos días simplemente para no permanecer calladxs.

La reflexión que se nos impone bien podría comenzar por aquella expresión con la que el corresponsal de France Presse, Jean-Pierre Bousquet, tituló su libro Las locas de la Plaza de Mayo (publicado en Buenos Aires en 1983). La locura como razón última que surge contra y más allá de la razón asesina proferida tanto desde la economía como desde la fe y el Estado. La historia de las Madres es la de la génesis de una contra-narración dolorida y arriesgada, nacida de la mudez y el horror. Una narración antiestatal, enhebrada bajo amenaza de muerte, considerada un puro desquicio desde el poder. La hipótesis de la locura adquiere todo su sentido cuando se toma en consideración que lo que las Madres tenían para decir era lo más terrible y además lo más prohibido. Una demanda imposible dirigida a unas autoridades públicas, espirituales e intelectuales que las recibían al mismo tiempo que organizaban cínicamente la clandestinidad del terror.

 
 

También puede calificarse de locura narrativa aquella extraordinaria afirmación según la cual ellas mismas fueron paridas por sus hijxs. ¿Qué quería decir esto sino que aquellos jóvenes obrerxs, estudiantes, militantes armadxs, revolucioarixs, desaparecidxs, asesinadxs, las engendraron a ellas como Madres sociales, por ellxs investidas políticamente para engendrar, ahora en otrxs jóvenes igualmente luchadores, una nueva experiencia de rebeldía que debía ser protegida de un nuevo genocidio? El peso de esta dialéctica contra natura del engendramiento es decisivo, por el modo en que trastoca las premisas de la familia privada y politiza el principio mismo de la reproducción de los cuerpos (contra la producción sistemática de cuerpos para la muerte). Es esta mirada spinozista de los cuerpos como potencia la que permitió al filósofo León Rozitchner captar rápidamente el tipo de Madre que son las Madres de la Plaza. Henri Meschonnic afirma que lo divino es la capacidad de dar vida. Estas Madres engendradas y engendradoras alumbraron, en nuestra historia trágica, una práctica democrática y materialista de las relaciones, no coercitiva entre los cuerpos. Si hay un ateísmo de las Madres es precisamente el de reivindicar la capacidad de producir vida de un modo completamente diferente al del sistema, cuyo núcleo asesino nunca ha sido del todo reformado.

Puede afirmarse entonces que esa locura es un buen punto de acceso a una ética y a una política de las Madres. Una ética, digo, porque en lugar de asumir el lugar de la impotencia que el sistema asigna a la víctima, constituyeron un modo de actuar, de sentir y de pensar: de hacerse responsables por el mundo. Una ética ineludiblemente política, desde el momento en que aceptaron que su reclamo coincidía –seguramente de un modo inesperado al comienzo para ellas– con una verdad que el orden político sólo podía ocultar. Una politización que se inventaba en el pasaje de unas palabras iniciales, que buscaban ser un reclamo familiar y luego colectivo para descubrirse, finalmente, como portador de una verdad intolerable para el orden. Fue la radicalidad con que se sostuvo esa verdad la que impidió que en adelante se confundiera la democracia con la prolongación de las estructuras represivas, jurídicas y económicas derivadas del Estado terrorista. La claridad con la que hoy entendemos esa diferencia es una enseñanza de las Madres.

Es una historia estremecedora: buscando saber qué pasó con sus hijxs, las Madres dieron con la verdad última del fundamento clandestino del poder político. Fue este choque frontal lo que creó en una parte de la sociedad la disposición afectiva para la comprensión de la naturaleza contra-revolucionaria de aquello que Eduardo Luis Duhalde llamó el Estado terrorista: la restauración del nexo entre aseguramiento de la propiedad privada concentrada y desalojo de la clase trabajadora y los movimientos populares de toda capacidad de incidir en los destinos del país. Y fue esta creciente comprensión colectiva la que convirtió los nombres de cada uno de lxs 30.000 desaparecidxs en agudos interpeladores del contenido ético de las instituciones políticas constitucionales durante las controversias políticas posteriores a 1983.

La distinción política que las Madres nos ayudaron a pensar es la que abrieron en la práctica entre la legalidad como vigencia de la Constitución y como legitimidad democrática. Su empecinada denuncia de toda tentativa de integrar el orden jurídico en un sistema material de aniquilación por la vía de los cuerpos represivos, o como efecto del régimen de acumulación del capital. La ley, para ser legítima, debe refundarse en un corte efectivo respecto de las estructuras burocráticas y sociales derivadas del terrorismo de Estado. Al llevar esta distinción al terreno de la acción práctica, las Madres, los organismos y las agrupaciones que las acompañaron en distintos momentos de su lucha, dieron curso a un modo de la política que ya no pasaba por la organización de un partido político, un frente electoral ni por la inserción en el Estado, aunque –como luego se vio– jamás desdeñaron a priori relacionarse con cada una de esas instancias según los casos.

Los miles y miles de jueves en la Plaza de Mayo mostraron algo más que empecinamiento. La ritualización fue un modo de apropiarse de un espacio público crucial y de iniciar a millares de personas en la tarea de un zurcido de la memoria con los hilos de las rebeldías presentes y pasadas, hospedando al mismo tiempo al entero compendio de luchas sociales que nunca dejaron de recurrir a esa plaza de las Madres.

Bajo el gobierno de Alfonsín y luego de Menem, las Madres fueron la fuente ineludible de un poder extra-institucional, que impedía restringir la democracia a un mero asunto de tribunales y parlamentos. Sin ellas no hubiera habido juicios ni condenas. Pero gracias a ellas –y al amplio colectivo que acogió a quienes las acompañaron– se logró frustrar en el tiempo las políticas de impunidad. Resulta imposible comprender la vitalidad plebeya de aquellos amargos años ‘90 sin recordar –o estudiar– el papel de las Madres en la articulación de un clamor inaudito, que ponía a la memoria a disposición de las luchas contra la violencia neoliberal.

Experimenté a mis 15 años el atractivo llamado de la Madres. Fue durante la rebelión militar carapintada de Semana Santa de 1987. Llegábamos con mi familia a la Plaza de Mayo ocupada por los partidos políticos en defensa del gobierno constitucional cuando irrumpió un sonoro grupo de mujeres gritando “no hay rebeles, no hay leales, los milicos son todos criminales”.

Recuerdo perfectamente cómo me vi arrastrado por ellas. Era el mejor modo de incluirse en la historia colectiva.

Si hubiera en toda esta rica trayectoria algo así como una filosofía de las Madres, habría que destacar en ella, sin dudas, su fuerza moral, surgida de la doble radicalidad que supuso sostener la exigencia sin concesiones de una verdad que el poder no podía conceder, y de ofrecer un espacio de politización a toda lucha que, por pequeña que fuera, supiera nutrirse de esa legitimidad alternativa que las Madres crearon por fuera de la política convencional.

 

 

Fue esa mezcla poderosa y duradera la que terminó de cuajar el 20 de diciembre de 2001, cuando miles y miles de personas se convocaron en la Plaza de Mayo para defender a esa viejitas enfrentadas a la policía montada. Ese fue el último punto de inflexión moral de la Argentina, y de allí proviene, creo, todo lo que se ha hecho durante estos años a fuerza de cuidar y profundizar la fusión entre historicidad y luchas populares. Hebe declaró a fines de los años ‘80: “No quiero que comprendan nuestro dolor, quiero que comprendan nuestra lucha”. El encuentro entre movimiento piquetero y Madres de Plaza de Mayo fue la muestra más acabada de esa comprensión en una escala inusitada. No puede sorprender a nadie que haya sido precisamente esa comprensión la que alarmó a la derecha más reaccionaria, consciente como nadie del peligro que para ella representa ese tipo de sensibilización popular.

Lo que vino después forma parte de la memoria reciente. Por un lado la sorprendente articulación, antes inimaginable, entre organismos de derechos humanos y Estado durante el gobierno de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, junto con la reapertura de los juicios. Pero también la perdurable transmisión entre la lucha de las Madres y lxs feminismos. Por haberla conocido personalmente a Hebe, muchxs fuimos sorprendidos al verla abandonar sin elaboración explicita su antigua aversión al peronismo. Pero en Hebe la arbitrariedad y la justicia coexistieron siempre, la una como maravillosa condición de posibilidad de la otra. Lo que hizo que no siempre fuera fácil acompañarla de cerca durante largo períodos. Hebe fue la mayor agitadora social de nuestro tiempo. Mi impresión es que estas últimas décadas se dedicó a preparar su partida con la mayor lucidez, dejando un país en el cual las clases poseedoras y sus intelectuales no pudieran confiarse demasiado en haber recubierto de legitimidad moral definitiva los resortes de poder sobre los que se sostienen. Si la fusión entre memoria y plebeyismo ha sido la gran obra de las Madres, Hebe encarnó como nadie el fuego de ese artificio, fue la gran subversiva, la gran militante de nuestro tiempo. Nos enseñó a respirar en medio de la asfixia. Es comprensible que ante su muerte circule un sentimiento de orfandad. Y sin embargo creo que Hebe ha logrado algo realmente poderoso al dejarnos a nosotrxs, sus hijos orgullosxs, listos para proseguir el camino de las Madres.

Publicada en El Cohete a la Luna

El mundo que se nos abre a partir del afecto // Valeriano

Esquivar el algoritmo, amarlo en silencio, rajar del entretenimiento, gozarlo sin capturarlo, desertar. Entenderlo sin tantas palabras, afectarse sin postearlo, respirar. Resucitar en Punta del Este para seguir equivocándose. Hacer un poco de silencio y que lo nombren los murales, las risas, los tatuajes, la noche, los sueños, las barricadas. Un recuerdo, algo acá en el pecho, cualquier gilada que nos de risa, el mundo que se nos abre a partir del afecto. Que el silencio amoroso se haga consigna y que no lo nombren los funcionarios corte ricotero, las tuiteras de moda, los académicos que hablan sobre su agudeza lingüística, las panelistas de sobre, los chetos que flashean fútbol. Que no lo usen como excusa, coartada, bandera, commodity. Que no digan su nombre, ni su apodo, ni su intensidad nunca más. Que nombrarlo no de inmunidad, ni fueros. Que no nos cuenten nada porque ya sabemos lo suficiente. No lo manchen, no hagan informes, no lo traduzcan. No hagan otra vez la autopsia de su cuerpo, de sus dichos, de su vida. No lo victimicen dejándolo inmóvil, pollo, objeto.  Que no sea ruido, mercancía, espectáculo, junta médica, opinión, llanto en cámara, sensibilidad de mercado. Que nadie más haga extractivismo de su cuerpo, de su manija, de nuestra memoria. 

¿Por qué y como practicar la no violencia de un modo militante? // Agustina Iglesias

¿Por qué y como practicar la no violencia de un modo militante?  Es una pregunta que de algún modo me imaginé, creando y habitando espacios comunes de militancia, hasta que la leí de forma extremadamente palpable en la fuerza de la no violencia de Judith Butler. No es que haga falta la ilustración de un texto para hacerse preguntas, pero de algún modo este tipo de textos hacen proliferar la imaginación política y tienen una destreza suficiente para abrir más preguntas sobre las prácticas militantes al interior de los espacios en donde muchas veces no se discute la práctica militante en la cotidianeidad- el cuerpo a cuerpo- porque cae bajo la vertiente de la minusvalía micropolítica que no recibe demasiada atención.

Crear micro espacios de organización militante-unidades básicas y elementales- con marcos más o menos rígidos de pertenencia requiere necesariamente la discusión sobre el ejercicio de la violencia y los derroteros de la palabra que muchas veces lejos de alojar puede pulverizar una subjetividad que ya viene siendo degradada por la vulnerabilización permanente y arremete con tal pesimismo hacia lo político que no hay lugar para la coherencia, las convicciones y los principismos. Ese pesimismo no es de la inteligencia-ni tiene como contraparte el optimismo de la voluntad Gramsciano- sino de una sensibilidad que ha sido constituida con la ausencia de los cuidados (de vidas que ya vienen siendo sistemáticamente descuidadas).

Las preocupaciones que me envolvieron en estas preguntas de la práctica de la no violencia no existirían sin las voces de compañerxs que consideran al “militante” como a un rígido sujeto de principios y coherencia o directamente aquel que puede enunciar correctamente realidades que colocó discursivamente en lo más alto, sin embargo la encarnadura de esas realidades está lejos de existir. Cuando digo encarnadura no refiero más que a la realidad vivida y a la organización subjetiva y colectiva que ha permitido devenir sujetos de cuidado y que cuidan a partir de la no violencia

La perspectiva microscópica de Angela Davis nos brinda una lectura particular sobre la emergencia de las militantes de clase media y amas de casa que comenzaron a adquirir mayor visibilidad política estableciendo un enlace con la lucha de los sectores populares, las mujeres negras y afrodescendientes: el movimiento antiesclavista de principios del siglo XIX atraía a esas mujeres como no lo había hecho ningún movimiento anterior. Logró ser una ruptura del encierro de la esfera domestica para comenzar a construir algún tipo de voz política. Lo que Davis llama “metáfora de la esclavitud” fue el caballito de batalla de las mujeres de los sectores fabriles y amas de casa para lograr articular esas luchas. Esa forma en la que está planteada la articulación a partir de una metáfora no es casual en el modo de enunciar de Davis. Es una pieza sutil y fulminante que pone la voz sobre las bases de mujeres que están en una situación de ausencia total de derechos.

Las mujeres de las fábricas y amas de casa articuladas a partir de una metáfora que enunciaba realidades bien diferentes de las propias están siendo atravesadas por los coletazos de la ideología, algo que, según Davis, no viene a hacer otra cosa que disolver las imágenes del terror que viven algunos sujetos convirtiéndolas en algo opaco e insignificante. Esto significa que hubo un alumbramiento de la conciencia política de mujeres con restos materiales y por lo tanto simbólicos que podían dedicarle tiempo a convertirse en oradoras y militantes por la causa abolicionista del sometimiento y la esclavitud de mujeres negras y de sectores populares. La dedicación a esta causa les generó una base para cuestionar sus propias opresiones. Sin embargo ¿Qué fue de las compañeras cuya palabra aparecía como un eco muy difícil de ser escuchada? Fueron en principio una fuente de acumulación de capital político para organizar los movimientos de mujeres blancas domésticas y obreras que no tenían impulso propio. Es más la ideología que opaca las grandes crueldades se instaló corriendo de escena el eje de discusión principal: primero tenían que conseguir sus derechos como mujeres si “luego” querían luchar verdaderamente por la emancipación de las personas negras y de lxs excluidos.

Lxs feminismos populares de las bases y la comunidad organizada sabemos más que nadie que las líneas impulsadas desde abajo y en punto de ebullición atraviesan los laberintos de “ahora no es el momento” como si las temporalidades tan heterogéneas de los territorios fueran en una sola dirección. En el ejemplo histórico que traigo el momento de acumulación de capital político de un sector con algunas bases en proceso de afianzamiento siguió su curso y declinó en una definición de temporalidad: primero las mujeres blancas, luego el resto.

Los restos que dejó la discusión sobre el aborto en Argentina en el congreso nacional durante el 2018, más allá del gran triunfo popular que significó durante un gobierno de ultraderecha, es profundizar la transversalización de los feminismos populares en las pujas distributivas, las condiciones de vida de lxs excluidxs, de quienes están en el subsuelo de la patria, como dijo la Diputada Nacional cartonera, Natalia Zaracho.

¿Para qué transversalizar los feminismos populares desde las militancias con una ética popular y desde abajo? Por dos razones fundamentales: la primera es para evitar la acumulación del capital político en unos pocos sujetos y la segunda es construir otras formas de pertenencia a la política a partir de los cuidados para poder discutir, pero principalmente hacer audibles esos sujetos que no son identificados como tales, esas vidas que no cuentan como vidas, aquellxs que son permanentemente hablados, objetos de discurso.

Es necesario ir haciendo a un lado las viejas formas de militancia desde la maquinaria del “convencimiento” para dar lugar a las innumerables voces de la comunidad organizada desde diferentes planos: cuando desarrollo esta idea recuerdo un intercambio con una compañera cuyo vínculo con “la política” es muy hostil, sin embargo cuando nos preguntábamos en otro orden de cosas, como sucedió históricamente que las mujeres se animaron a denunciar la violencia de género de forma masiva, ella me dijo que se involucró junto con lxs vecinos en una protesta pacífica para que un femicidio ocurrido en el barrio hace dos años no quede impune. Y me aclaró: nadie quería vengarse, solo queríamos justicia y acompañé a la familia porque lo sentí. El vínculo con la política y la militancia entonces surge desde el plano de la sensibilidad. No querer que a otrxs les pase lo mismo, el querer el bienestar colectivo desde una multiplicidad de formas.

Los restos, los reciclables.

Reviviendo esa intersección histórica y su relación con las experiencias de organización popular volvemos a la ética militante: si estamos dispuestxs a reflexionar sobre como funciona el cuerpo a cuerpo militante, también tenemos que estar dispuestos a hacer una crítica de la lógica de la acumulación: no hay militancia posible sin devenir sujetos de cuidado colectivo en la construcción de referencialidades múltiples, porque en definitiva que nos lleva a la militancia colectiva sino el deseo de preservar la vida en su complejidad, con sus pliegues, nada simples ni permanentes sino en constante transformación. La forma en que nos implicamos como militantes hacia el interior de las comunidades necesita una reflexión (aún sabiendo que el tiempo es escaso) que nos arroje a una crítica sobre la acumulación de referencialidades en una sola dirección o persona que no necesita convertirse en héroe, sino preguntarse para escapar de los paternalismos absurdos, como menciona Butler ¿Quién pertenece al grupo que se ocupa de la preservación y quién se supone que tiene una vida que debería preservarse? Para quienes formulan la pregunta ¿consideramos que nuestras propias vidas también merecen preservarse y de ser así, quién es el encargado de preservarlas? ¿el nosotros es separable de esas vidas que buscamos preservar? Si existe un nosotros “militante” que delibera sobre las vidas a cuidar y preservar entonces las vertientes de la comunidad organizada no pueden tomar cuerpo y por lo tanto devenir sujetos de cuidado y que también cuidan a lo político en contra de la crueldad neoliberal que asecha y elimina día a día la vida y las vidas.

 

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                          

Una visita a Martínez Estrada // Ricardo Piglia

Los servicios de informaciones del gobierno lo vigilaban desde hacía meses, censuraban su correspondencia, controlaban a sus visitantes y de vez en cuando una voz nocturna lo amenazaba por teléfono. No se trataba de una amenaza, en realidad mantenía con esas pérfidas voces una conversación filosófica y teórica sobre el sentido del deber civil y la responsabilidad moral.
Esos hombres eran los nuevos intelectuales, los pensadores del futuro, cualquier argentino sabe que al disentir pone en su vida una marca que podrá ser invocada en algún momento del porvenir para perseguirlo y encarcelarlo. Los servicios se habían convertido en la versión policial del oráculo de Delfos, decidían en secreto el destino de poblaciones enteras. ¡Son las brujas de Macbeth las que ahora manejan el poder! Suprimen todo cuanto puede amenazar a la vida mediocre promedio, atacan la diferencia en todos sus aspectos, la controlan y la fichan, escriben nuestras biografías. El conformismo es la nueva religión y ellos son sus sacerdotes.
Había llegado a un punto en que discutía directamente con el Estado, con los voceros de la inteligencia del Estado. Diálogos de rompe y raja en las profundidades de la noche, las voces iban y venían por los circuitos inalámbricos. Lo acosaban, lo acorralaban, querían convertirlo en un fuera de la ley psíquico. Saben que yo sé, quieren anular mi pensamiento.
Había tomado la decisión de desterrarse. Ahora preparaba su Discurso a la Universidad en el que anunciaría su decisión. Planeaban un homenaje a su obra; iba a usar ese acto como escenario de la invectiva final. ¿Quería yo asistir? Estaba invitado. Había empezado a darle forma a su discurso: «No sería intempestivo ni jactancioso, Señores, permítanme que una vez hable de mí y emplee el primer pronombre», diría. Estaba obligado a hacer un rodeo personal, diría en su Discurso a la Universidad. Había estado muy enfermo, una dolencia desconocida, en la piel, a la que podríamos llamar la peste blanca. ¡Cinco años sin poder leer ni escribir! Costras claras que despedían cenizas como mariposas pálidas y olían a muerte y tenían el olor de la muerte. Su cuerpo había adquirido una tonalidad gris. Lo peor, sin embargo, lo más ridículo y ofensivo, había sido la comezón continua, una picazón insoportable durante las veinticuatro horas del día.
En los años de su enfermedad no había podido dedicarse a otra cosa que a pensar. Tendido en la cama, en clínicas, en hospitales, en sanatorios, en su domicilio, con la piel en estado de dulce putrefacción, con una cantidad de diminutos puntos ardientes diseminados a lo largo de su cuerpo, dejaba que los pensamientos fluyeran. En esos años había pensado todo, ningún nuevo pensamiento podría ya sorprenderlo. Mi situación era muy parecida a la de Job, y en lugar de discurrir sobre el bien y el mal me di en cavilar sobre mi país. Pues si yo padecía una enfermedad pequeña, él padecía una enfermedad grande, y si yo pude haber cometido en mi vida una falla pequeña, él la había cometido enorme. Yo y mi país estábamos enfermos. En esos años de puro pensar había afilado su inteligencia hasta el punto extremo en que podía llegar un hombre cultivado. Varias veces había comprobado que su pensamiento era como un diamante que atravesaba los cristales más puros. Porque la realidad era transparente, clara como el aire, pero invisible. Había que atravesar esa transparente claridad, no detenerse frente a los nudos enigmáticos ante los que se arremolinaban decenas de pensadores que se recostaban en el aire.
A medida que avanzaba iban raleando en cada muralla de cristal los pensadores recostados. Siempre se abrían ante la daga de su inteligencia nuevos corredores y pasadizos transparentes. El primer punto en que tuvo que usar su inteligencia, en medio de la debilidad más extrema, cuando ya estaba a punto de ser vencido, fue decidir una táctica para impedir que lo trataran como a un loco. Señores, pensaban que mi enfermedad era psíquica, una agresión esquizofrénica, la realización real del cuerpo despedazado de los lunáticos. Cuando en realidad no era otra cosa que una exasperación de mi conexión con mi país. Mi cuerpo era el representante explícito de la situación general de mi patria, no una metáfora ni una alegoría.
Las determinaciones económicas, geográficas, climáticas, históricas pueden, en situaciones muy especiales, concentrarse y actuar en un individuo. Lo había dicho y lo había estudiado y demostrado antes de su enfermedad. Había manejado esa hipótesis respecto de Sarmiento, su libro sobre Sarmiento, escrito en once días, en un rapto de inspiración, a un ritmo de tres páginas por hora de trabajo, en su chacra de Pedro Goyena, con las patas hundidas en el polvo de la pampa, dice que un hombre puede representar a un país. Y no hablo aquí de mediaciones, no creo en las mediaciones, creo en el choque de las constelaciones analógicas, en las relaciones directas entre elementos irreconciliables.
Había aprendido de la música a pensar sin mediaciones. Porque era un eximio ejecutante del violín. Y la música es un arte sin mediaciones: tonos, ritmos, contrastes, contrapuntos. Un individuo determinado, condicionado, afectado —de un modo directo e inmediato— por el estado de un país. Si uno puede encontrar en una vida personal la cifra condensada del destino político de una coyuntura específica entenderá el movimiento de la historia. Había dicho eso en varios de sus libros. Pero ahora había decidido tomarse a sí mismo como objeto de investigación y completar así su obra, iniciada hacía más de treinta años, esa meditación argentina que la comunidad académica quería homenajear en las vísperas de su destierro.
Ese libro que hoy les anuncio tratará sobre mi propia vida, la vida de un poeta y pensador privado que reproduce en su existencia las tendencias profundas de su país. Ese libro será al mismo tiempo una autobiografía, un tratado de ciencias, un manual de estrategia y la descripción de una batalla. La historia del último anarquista y del último pensador. En los años de su enfermedad había entrado en un territorio de absoluta oscuridad. Territorio abandonado a los hechiceros y a los neurópatas, pero territorio que también habitan los seres vivos, entre la miseria inerte y la vastedad de la llanura. No había pensado en ese territorio como un supersticioso sino como un desahuciado. Y llegar a ser un desahuciado puede ser un trabajo de toda la vida. Hay una lucidez extrema en la extrema enfermedad. No por su contenido sino por su forma. Existen pensamientos enfermos porque son falsos y existen pensamientos sanos que sin embargo tienen la forma de una enfermedad. Señores, el conocimiento es como una dolencia abstracta producida por un órgano que no está destinado a pensar, diría en su Discurso a la Universidad. Pero no es una metáfora, es una dolencia corporal, la peste blanca.
Como una perla y la ostra, si quieren que me exprese otra vez con metáforas. Para pensar hay que dejar de tomar decisiones. Hay que forzar la inteligencia en el ejercicio inútil del pensamiento puro. La indecisión ya es una enfermedad del pensamiento. Y ése es el origen de la filosofía. Por eso el pensamiento es del orden de la enfermedad y de la parálisis. Entiendo la enfermedad como la suprema indecisión. Luego de treinta años de practicar el pensar perfecto mi cuerpo fue ganado por el pensamiento y adquirió la forma del pensar situado. Todo mi cuerpo se convirtió en el pensamiento puro de la patria.

Soy el último pensador argentino pero todavía no he sido aniquilado; estuve a punto de ser aniquilado pero he podido salvarme. Cuando pudo comprender el sentido teórico de su enfermedad, logró ingresar en ese mundo poblado de materia y muerte con sus increíbles y variadas transformaciones, desbrozando —de los materiales de la civilización— los prejuicios, la crueldad, los intereses que se han ido acumulando como un detritus —como cenizas blancas— en medio de la construcción de la ingeniería y del alarife, y ahí quedó sepultada la obra del hombre: la presencia de la tierra, del agua y de los vientos y las voces queridas, sobreviven apenas encerradas en cápsulas transparentes en medio en una pampa de cenizas, un cristal soñador perdido en las grandes salinas.
Ahora pensaba en los telares.

¿Conocía el telar criollo? Hilo, nudo, cruz y nudo, rojo, verde, hilo y nudo,  hilo y nudo. La madre de Sarmiento, bajo el peral, tejiendo en el telar de las penas. La sentencia de Fierro: es un telar de desdicha cada gaucho que usted ve. Ver cómo las cosas se tejen en el telar de las arañas incognoscibles es escalofriante hasta el tuétano. Su mayor preocupación era sorprender el secreto de ese juego. Precisamente en el libro que escribiría en el destierro, el último libro del último pensador, y al que ya había comenzado a nombrar El libro de los telares, trataría de dibujar la máquina del acontecer impersonal. ¡La filatura y la teneduría mecánica del destino!

Antes se creía que era indispensable conocer algo de mecánica, de física, para explicar los fenómenos sociales, hoy es la biología, recortada del mundo físico, lo único que nos puede auxiliar. ¿Se imagina usted lo que es una metamecánica de los coloides, por ejemplo? ¡Claro que lo imagina! Pues ahí está el hallazgo de las grandes formas de los embriones sociales de lo que antes decía: los telares. Se tejen en alguna parte, ¡hay que averiguar dónde! Y nosotros vivimos tejidos, floreados en la trama. Todavía resultará que una institución tiene forma de avispa, otra de cangrejo, otra de águila ¡y que no hay más que una sola fábrica para todo! Ah, si pudiera volver a penetrar aunque fuera un instante, para ver una vez más el taller donde funcionan todos los telares, ¿iba a perder después el tiempo mirando con lupa los tejidos? La visión dura un segundo. Después caigo en el sueño bruto de la realidad. Tengo tantas cosas pavorosas que contar.
Soy el último anarquista y el pensador privado por excelencia. Nadie más privado que yo (de todo). Trabajaba en su libro definitivo que sería una exposición detallada de su descubrimiento, superpuesto y tejido y entreverado con una historia musical de su vida. Por pura decisión testamentaria había decidido que su libro se publicara en una fecha que dejaba en un sobre que debía ser abierto a los veinticinco años de su muerte. No antes ni después. La verdadera legibilidad siempre es póstuma. Escribimos para los muertos y también para los pesquisas. Porque ellos leen todo, registran todo. En el fondo escribimos para la inteligencia del Estado. ¿Cómo impedir que nos lean? Quería convertirse en inédito. En su Discurso a la Universidad iba a insinuar que pensaba publicar su libro con seudónimo, pero no con un seudónimo, con otro nombre que nadie pudiera, ni remotamente, asociar con el suyo.
Nadie iba a conocer con qué nombre pensaba publicar su libro. Por ejemplo, había pensado publicarlo como un libro anónimo, pero eso iba a llamar la atención. ¿No sería mejor publicarlo como un libro inédito de un escritor conocido, atribuírselo a otro, dejar que lo lean como si fuera de otro? Le gustaría que cualquier libro que se publicara después de su muerte pudiera ser leído como su obra. Ésa era su herencia a la embrutecida juventud argentina. Ése era el enigma que dejaba a los pesquisas. Ningún acto mejor que cambiar de nombre y perderse en la llanura como los hijos de Fierro. Un libro perdido en el mar de los libros futuros. Una adivinanza lanzada a la historia. Una obra pensada para pasar, como quien dice, desapercibida. Para que alguien la encuentre por azar y entienda su mensaje. Ésa era su estrategia frente a la política de desconocimiento, aislamiento, amenaza y guerra que le había entablado la intelectualidad dominante.
Donde todos se enriquecen y se cubren de honor, yo construyo un plan para aniquilarme. Esa decisión es simétrica a la que había tomado en sus comienzos: cuando recibió los máximos honores y fue reconocido como el mayor poeta argentino y el más virtuoso de los maestros de la lengua, entonces dejó de escribir poesía. La obra maestra voluntariamente desconocida cifrada y escondida entre los libros.

A veces, dijo, imaginaba esa noche, cuando faltaba poco para que se iniciara su Discurso a la Universidad, ya caminaba hacia el estrado, ya había escuchado con resignación los elogios de sus enemigos. Iba a subir los escalones con elegancia y naturalidad. De pie frente a la muchedumbre, cuando se acallaran los aplausos, con la luz de las lámparas en la cara, sin ver a nadie, encandilado y lúcido, diría al empezar: He venido aquí, esta noche, señores y señoras, a hablarles de un descubrimiento único y también a despedirme de ustedes. Había pensado hacerles una pequeña interpretación musical con mi violín. Hubiera sido un excelente medio de sintetizar mi pensamiento que ejecutara ante ustedes un discurso hecho de música. Podrían ver mi maestría en el arte del violín como una repetición de mi maestría en el pensar. Pero he desechado esa posibilidad porque no hubiera podido hacer alguno de los anuncios que quiero hacer esta noche, anuncios estrictamente personales. Estamos en guerra. Mi táctica bélica puede resumirse en dos principios. Primero, yo sólo ataco cosas que triunfan, en ocasiones espero hasta que lo consiguen. Segundo, yo sólo ataco cuando no voy a encontrar aliados, cuando estoy solo, cuando me comprometo exclusivamente a mí mismo.
Pienso y eso no cambia nada. Estoy solo. Estoy confortable en la soledad. Nada suave me pesa. Soy robado por el dolor. Estoy acá por agradecimiento. ¿No sería entonces oportuno atreverme a señalar el último rasgo de mi naturaleza? Durante demasiados años he vivido expuesto a la luz cruda de la lengua argentina como para no padecer quemaduras en la piel. Porque la luz de la lengua es como un rayo químico. Esa luz clara, el agua purísima de la lengua materna, mata a los hombres que se exponen a ella. Las manchas en la piel fueron la prueba de mis pactos alquímicos con la llama secreta del lenguaje nacional. Esa luz es como el oro. La luz de la lengua destila el oro de la poesía. Ése ha sido otro rasgo de mi enfermedad, que muchos han considerado un síntoma de locura. El exceso de exposición a la luz de la lengua argentina, esa claridad, muy pocos la han conocido y todos han pagado su precio con el cuerpo porque la luz de la lengua martiriza a quien se expone a su sutil transparencia.
Si voy a empezar y así sucesivamente, me dijo, les expondré con humildad mi pensar a quienes se hayan reunido para escucharme en el Aula Magna de la Universidad, en el borde de la Patagonia, en el recinto del pensamiento austral. Y terminaré así: Renuncio a mi cátedra a la que he denominado Sociología de la Llanura. ¿No les llama la atención un título tan sugerente? Es el espacio pleno, es el desierto, es la intemperie sin fin, como dijo el poeta, y es ahí, señores, donde pienso perderme.

Muchas gracias.

Entrevista a Hebe de Bonafini: un giro por la vida // María Gabriela Mizraje

La primera vez que entré a la Casa de las Madres también era noviembre, hace justo 30 años. Y fue para hablar con ella. El impacto que tuve en aquel interior y en el mano a mano con Hebe de Bonafini fue tan poderoso que luego, al comentárselo a David Viñas, quien cada tanto imprimía sus pasos junto a ellas alrededor de la pirámide, éste me sugirió que escribiera esas impresiones.

No seguí su solicitud; entonces Viñas, que sabía ser muy insistente cuando se proponía algo, repetía: te pido por favor, todo esto que estás diciéndome es único y con el tiempo no vas a poder reconstruirlo como ahora, hay que compartirlo, por favor, escribílo.

Fue una pena no haberle hecho caso, pues yo era joven y simplemente estaba viviendo, atravesando mis propias ideas y sensaciones con suma intensidad, y quizá no llegué a comprender la dimensión de lo que él escuchaba en mi relato. Sólo guardé aquel episodio en mi memoria y la grabación de la entrevista que aquella tarde le hice a esa mujer, esa madre, con el objetivo de incorporarla a un libro sobre mujeres argentinas. Pero al final opté por incluir en el mismo otros textos, discursos que Hebe había dado y que me parecían representativos para esa antología que saldría publicada por el Instituto Movilizador de Fondos Coooperativos poco después, como volumen bastante temprano de la que sería una extensa e inolvidable colección.

La entrevista quedó inédita, en dos formatos, en un cassette y en una desgrabación que realicé enseguida, absolutamente fidedigna, conservando todas las marcas de oralidad. Y ha permanecido intacta hasta ahora.

Hoy, ante el impacto del adiós, en una de esas ceremonias privadas con las que el recuerdo revuelve entre las cosas y recupera imágenes, voces, textos, retorno a aquel encuentro, a aquella otra tarde de sol, a aquel diálogo generoso y distendido; veo la mesa y nos veo a ambas en ese ambiente tan pero tan familiar, tan de puerta abierta de nido, tan de pájaros que se asomarían por siempre.

Se han dicho tantas cosas, de las mejores y de las otras, se han trillado tantos elementos; como cada vez que se va una figura grande, son muchas las personas que pueden acercar su anécdota, muchas las que pueden hacer una valoración general, de cualquier índole, muchas las que pueden abocarse al estudio de la misma.

Hebe es insoslayable, guste o no. Y es alguien que también parte la historia al medio. Es un ícono mientras no deja de ser una mujer bien de carne y hueso, con todas sus vicisitudes y zozobras. Por encima de lo que se advierte como desacierto recargado de énfasis en sus momentos de mayor crispación, está su dolor y además su valentía. Antes, durante y después, su pérdida inconmensurable; antes, durante y después, esa valentía. Con una franqueza que detestó las medias tintas, sin voluntad de esmirriada retórica diplomática y con clara decisión combativa, fue creciendo en el ring de su lucha incansable y alzando la voz.

En aquella misma década de 1990, sí escribí algo que ahora quiero retomar porque grafica con intensidad el periplo de las injusticias, de los amores maternos, de los desvelos inclaudicables hasta “la locura”, entre los vericuetos de los uniformes y la política en Argentina.

Eduarda Mansilla, mujer pionera de nuestras letras, ofrece, entre otras obras, una novela riquísima, titulada Pablo o la vida en las Pampas. Con estupor, mientras exhumaba ese texto y lo comparaba en sus distintas versiones decimonónicas (un original francés, primero en folletín y luego en libro, y después el mismo traducido por su hermano Lucio Victorio para otro folletín publicado en Buenos Aires), tracé un arco estremecedor.

La protagonista de E. Mansilla, llamada Micaela, clama por la aparición de quien le fuera arrebatado sin ninguna palabra explicativa por parte de las autoridades y se atreve a reclamar al poder: “deben devolverme a mi hijo, mi Pablo”, les dice cara a cara, pero todo lo que intenta resulta en vano. Se queda esperando en la plaza, por siempre. “Los curiosos no dejan de decir: Vamos a pedirle a la loca que nos lea la carta del Gobernador”.

La loca de la plaza, a quien viéramos con un pañuelo en la cabeza en esta novela de 1868, guarda vivos los rasgos que serán un plural en las Madres de Plaza de Mayo. La plaza es la misma, en cuanto mira a la Casa de Gobierno y la “locura” también, la de una madre pujando por echar luz sobre la desaparición — y posterior fusilamiento– de su hijo. En las muescas de la historia (literaria) argentina, podemos leer esta trágica anticipación.

 

Si el pañuelo blanco es un pañal resignificado, Hebe, como otras compañeras pero muy especialmente ella, ha sido blanco de dardos de todo tipo.

Las cosas que aquella tarde me comentó y que hoy quedan registradas en la transcripción muestran ya, luego de tres décadas, muchas continuidades con sus definiciones y declaraciones y asimismo algunos puntos de inflexión, de cambio, que pueden sopesarse en la actualidad respecto de aquel presente histórico, cuando el país inevitablemente era el mismo y a su vez tan distinto, cuando los feminismos revestían otras formas, cuando el esforzado retorno a la democracia aún estaba tan fresco, cuando algunas leyes dispuestas a encarar el período previo, de la dictadura cívico-militar, ardían en el candelero.

“La salvación del país depende entonces […] de la energía moral de sus fuerzas vivas […] ellas deben depositar su última fe en la superioridad moral que la desesperación concede al verdadero coraje”, proponía Karl von Clausewitz. Es precisamente de la desesperación dictada por el amor que emerge el coraje de las Madres y que ellas saltan del individuo a la sociedad, del hogar a la calle, de la soledad a la política; es a partir del llanto que riegan la Plaza y la lavan de tanta inmediata ignominia.

Por eso, cualquier cosa que se diga resulta insuficiente y cualquier crítica que se haga hoy es improcedente y suele estar ligada al negacionismo. Momento de sopesar y agradecer. Mejor preguntar con el poeta para qué escribir versos y responder, para seguir preguntado, “¿para volver al vientre donde cada palabra va a nacer?/ ¿por hilo tenue?”, tal cual sollozaba Juan Gelman en Carta a mi madre.

O reflexionar con el filósofo del Materialismo ensoñado, León Rozitchner, que se estremece a sí mismo interrogando una suspensión realizada por las madres: “¿Y allí haya anidado y desarrollado el huevo de la nueva vida histórica –

-la memoria indeleble de una vida feliz, sin violencia ni muerte, que en el hijo permanecerá grabada para siempre– que toda madre incuba para que vida humana haya, que si no, no existiría como ideal ni en la religión ni en el Estado ni en la ética?”.

Las cenizas sobre nuestra Plaza madre mantendrán vivo el fuego de la entraña combativa de Hebe de Bonafini y de su corazón. La Plaza que la vio, que las vio y aún las ve, ir y venir sin descanso, girando como un planeta sobre su propio eje, mientras exista patria, jamás tendrá fin en la memoria, con todos los hitos eslabonados desde el siglo XIX y el eco inextinguible de las Madres.

En esa matriz urbana, vientre vertido en consignas de Derechos Humanos, cobijo de toda intemperie cuando la crueldad arrecia, donde la lengua materna permite oír y retumbar el trino de los vocablos escogidos, que no pierden vigencia: Memoria, Verdad y Justicia, nos seguiremos reconociendo.

Por los hijos de los hijos, AMEN.

Buenos Aires, 24 de noviembre de 2022

 

 

Hebe de Bonafini y la reivindicación de la entrega

Por María Gabriela Mizraje, 30 de noviembre de 1992

 

MGM: ¿Cómo considera el hecho de que algunos ciudadanos las asocien a una práctica feminista?

HB: Nosotras nunca nos asociamos a una práctica feminista porque no nos consideramos feministas, nosotros (sic) creemos que hacemos un trabajo de mujeres, que defendemos la lucha de la mujer, que hemos reivindicado el hecho de ser madre, lo hemos elevado, ¿no?, porque siempre parecía que la madre estaba solo preparada para lavar, planchar y cocinar, y nosotros hemos demostrado que podemos hacer muchas otras cosas, sin dejar de lavar, planchar y cocinar; así que no, no somos un movimiento feminista, trabajamos con muchas mujeres, con muchos movimientos feministas de todas partes del mundo, pero realmente no somos feministas, para nada, creemos que la liberación va a venir del hombre y la mujer juntos; pero sí defendemos la lucha de la mujer, la reivindicamos y nos parece que la mujer ha estado muy postergada… todo eso, está claro…

MGM: Eso, desde ya, la pregunta sería no tanto por una autodefinición (yo entiendo que no se autodefinen como feministas), sino por el encuadre que algunos le dan al Movimiento, la visión que otros tienen de las Madres como feministas, ¿qué opina usted (o ustedes) sobre esa visión?

HB: Bueno, cada uno nos ve desde el punto que nos puede ver, eso no es –vamos a decir– específico, nos parece que algunos nos ven más feministas, otros nos ven muy politizadas, otros nos ven muy anarquistas, cada uno nos ve desde el lado que le viene a él, desde su punto de vista; no me parece mal, porque como nos ven de tantas maneras -vos sabés que estamos tan analizadas-, los psicólogos, los soció- logos, los antropólogos, todos nos analizan, los que estudian el lenguaje, los que estudian los discursos, todo el mundo hace tesis, los teólogos, todos hacen tesis de las Madres, así que nos sentimos requeteobservadas, entonces somos lo que cada uno quiere que seamos.

MGM: ¿Existen divisiones internas dentro del grupo de las Madres?

HB: No, no, no, sólo una vez que se fueron ocho personas de la Asociación; nada más, se fueron y chau, no vinieron más, no pertenecen más a la Asociación.

MGM: Si tienen que tomar decisiones ¿votan…?, ¿hay acuerdo general…?

HB: Sí, nosotros tenemos una reunión semanal de la comisión, después los jueves nos reunimos con las madres y hacemos cinco reuniones por año, o cuatro, con todas las madres del país; se acaba de hacer una en Santa Fe, para debatir los lineamientos a seguir durante el año; después cada uno opera a partir de lo que sucede en la provincia o en el lugar donde está trabajando. A veces para cosas importantes nos llamamos; decimos: mirá, con esto se hace tal cosa; y, si no, cada encuentro. También las marchas, como ser ahora la Marcha de la Resistencia es casi un encuentro, porque vienen todas las madres del país y ahí también hacemos pequeñas reuniones. Además nosotras visitamos permanentemente también los lugares, estamos yendo constantemente a los lugares donde las madres preparan tareas y charlas y debate; y ahí ya estamos también con las madres de unidad.

MGM: Pero, entonces ¿no hay divisiones internas como en cualquier agrupación política?

HB: No, no, no, no, acá sólo la que hubo fue la de las que se fueron, que se llaman fundadoras, pero que no tienen nada que ver con nosotras.

MGM: Sin embargo sí es una agrupación política.

HB: Claro, hacemos política… no partidista. Una manera diferente de hacer política, nada que ver con lo que la gente cree. Por eso la película La voz de los pañuelos es tan buena para que la gente la vea, porque ahí uno ve cómo funcionamos, cómo determinamos lo que hacemos, cómo discutimos…

MGM: A veces lo que menos se conoce es justamente eso, cómo se deciden las cosas…

HB: Mirá, nosotros tenemos una manera muy particular de reunirnos; por ahí estamos haciendo la comida y estamos debatiendo un tema requete-importante… bueno, los temas más, más, más álgidos se debaten en la reunión de comisión, que son once miembros, pero donde después también participan todas las madres de la casa, las que trabajan, que son unas veinticinco madres, y después se las participa de lo que se resolvió en la comisión. Y si la cosa es muy álgida, muy difícil, nos reunimos todas para debatirlo, como ser para discutir si íbamos o no al programa de Mirtha Legrand lo discutimos casi una semana entera, con todas las madres que iban y venían, que se enteraban y que venían a dar su opinión, y las del jueves y las del martes y las de todos los días. Hay un grupo de Madres que hace el envío del periódico, hay un grupo de Madres que se encarga de lo que son las tareas de la casa, del dinero, de las compras y de eso. Todas participan de todo, también cuando hay decisiones participan todas, no somos las elegidas, participamos todas.

MGM: ¿Las reuniones de comisión son semanales?

HB: Son semanales, todos los martes. Después de la reunión de comisión, todas las Madres de la casa participan de cosas que nos comprometen a todas, queremos saber qué piensan todas y entonces vienen todas. No es una cosa de llamado, sino que estamos, vienen, todas saben, quieren saber qué pasó, les cuento un viaje…

MGM: Pareciera una cosa mucho más espontánea…

HB: Claro, porque nosotras no somos burocráticas, queremos romper con todo lo que sea burocrático; bueno, por supuesto, hacemos un acta de la reunión. Ahora estamos reunidas con la gente para la Marcha de la Resistencia, estamos trabajando tres Madres. Esas tres tienen que contarles a las otras qué pasó, qué se discutió, qué se arregló. Lo que pasa es que ahora, cuando salimos de ahí, nos reunimos de vuelta. Hay días que estamos reunidas todo el día, ¡porque hay tanto trabajo!, vamos debatiendo los temas que nos van dejando. Los diputados italianos que recién vinieron nos dejaron una inquietud, ahora tenemos que reunirnos con todas para ver qué piensan.

MGM: Ahora que dice lo de los “temas”, querría preguntarle si se reúnen a estudiar o alguna otra actividad similar, leer leyes…

HB: No. Los jueves a la mañana, por medio del periódico o de los temas que salgan, hacemos una discusión política, o sea que ahí tenemos charlas políticas o las Madres me traen problemas o los discutimos entre todas o vemos cómo en cada periódico sale una cosa diferente, y ahí discutimos política, qué pasa, por qué sacan esto o por qué no lo sacan, por qué se dice esto, si tapa lo otro, por qué no se tapan o por qué se tapan las cosas. De ahí salen las cosas que vamos a decir en la radio, porque tenemos, los días jueves, muchas radios alternativas que vienen y nos graban, y también sale el discurso de la Plaza; aunque es corto, es siempre de acuerdo al tema que elegimos.

Ese día no cocinamos acá, comemos cualquier cosa y después vamos a la Plaza. Y ahí es la locura, entrevistas y gente, viene cualquier cantidad de gente del exterior; gente del país, maestras, alumnos, de todo.

MGM: Esas visitas tan numerosas de la gente del exterior, ¿cómo las viven?, ¿piensan que las consideran algo pintoresco?

HB: No, la gente que viene a la Plaza viene a darnos siempre solidaridad, no viene a vernos como a una cosa extraña, mucha gente que va a la Plaza hasta a veces habla. Es una cosa bien profunda. Los que dicen que es folklórico son los que no entienden a toda la gente que nos apoya o no lo quieren ver.

MGM: La autodenominación de Madres implica, desde ya, definirse en función de sus hijos; la pregunta sería ¿se consideran hijas de las ideas de sus hijos, construyeron su aparato ideológico a posteriori del de sus hijos o era preexistente?

HB: Nosotros (sic) decimos que ellos nos parieron y que levantamos sus banderas porque son las mismas por las que ellos lucharon, lo que reclamamos nosotras ahora, tal vez con una ideología más tibia, porque ellos eran tan combativos, tan claros, tan serios, tan íntegros en lo que hacían, ¿no?, nosotros tal vez no lo hacemos con la misma fuerza que ellos, tratamos de hacerlo lo mejor que pode- mos, de defender los principios que ellos defendían y que son los nuestros, y, bueno, de sentir la lucha de ellos como propia, ¿no?, eso es lo que tratamos de hacer, no sé si nos sale.

MGM: ¿Cuál es su opinión actual acerca de la lucha armada?

HB: Yo creo que todos los pueblos tienen derecho a levantarse en armas cuando son sometidos, cuando son postergados, cuando son marginados; cuando alguien perdió todo y ya no tiene más nada, yo creo que tiene derecho a levantarse en armas. Yo creo que la lucha armada tiene que ser hecha con mucho criterio, que tiene que haber mucha gente dispuesta a dar la vida en contra de la opresión; porque, si no, se pierden muchas vidas y no se recuperan; yo creo que los pueblos que se han levantado en armas, como en Nicaragua, como en Salvador, han demostrado que era necesario para conseguir un poquito de libertad; ahora después, claro, como pasa- ron tantas cosas, y en Nicaragua está Violeta Chamorro y en El Salvador están ahora pensando qué van a hacer, si van a seguir o no, y hay lucha armada en otros países, yo no sé, yo creo que la lucha armada, que es algo tan serio y tan importante, ¿no?, para un pueblo, para un país tiene que ser de todos, no puede ser de un pequeño grupo. Tenemos que ser muchos los que estemos…

MGM: …dispuestos…

HB: …dispuestos; si no, no sirve. Yo creo que se puede hacer la revolución más lentamente, con mucho fundamento y con mucha fuerza y tal vez arriesgando la menor cantidad de vidas posible. Esa es la idea nuestra.

MGM: Si tuviera que hacer una autocrítica, de las Madres en general, de usted en particular…

HB: Yo creo que las Madres en un principio fuimos muy ingenuas, creíamos muchas cosas que no eran, creíamos que Videla era un presidente y era un asesino. Creo que no nos abrimos como debiéramos haberlo hecho antes y lo comenzamos a hacer mucho tiempo después, o sea no hace tanto tiempo que las Madres abrimos la lucha a otras luchas, hará unos seis o siete años y creo que nos debíamos haber abierto antes, pero, bueno, teníamos temor, no queríamos que nos dijeran que hacíamos política, nos parecía –como los políticos decían: ah, hacen política– ah, no no, políti- ca, no, claro, porque nos metían la idea de que era malo hacer política; cuando nos dimos cuenta de que era bueno, empezamos a reconocerlo, ¿no? Creo que esa fue una cuestión que debíamos haberla… y que debíamos haber sido más duras de lo que fuimos; sí, en algunas ocasiones hubiéramos debido ser mucho más duras, más terminantes; pero, bueno, ya está, ahora está así.

MGM: ¿A qué argentina, de la historia o del presente, elegiría, si tuviera que rescatar una figura de mujer?

HB: Y por ahí a la más anónima, ¿no?, a mi mamá, por ahí, que toda la vida trabajó y ahorró… y… ahora, a una figura pública, me parece que Eva Perón y la señora Moreau de Justo son dos mujeres… brillantes, opuestas tal vez en su pensamiento pero con ideales tan claros, ¿no? Yo creo que son dos mujeres para pensar.

MGM: ¿Cómo se siente incluida en la serie: Alicia Moreau de Justo – Eva Perón – Hebe Bonafini?

HB: Bueno, me siento muy honrada, no sé, me da mucho miedo, porque son dos gigantes para mí, Eva Perón y la señora Moreau de Justo. Vos sabés que en la última exposición que hicimos las Madres, vino alguien a reprocharnos que no teníamos ni una foto de la señora Moreau de Justo con nosotras, es que nunca nos sacamos una foto con ella, no sabemos por qué, en algún lugar estarán pero nosotras no las tenemos. Y yo me quedé muy mal, porque ella me dijo “¿cómo en esta exposición no está la señora?”, no es que no la sintamos, sentimos que está aquí pero no teníamos ni una sola foto de ella con nosotras, con tantas veces que estuvimos juntas. Yo he leído la vida de Eva Perón de muchas maneras, muchos libros he leído sobre ella, el último que leí es uno de Marisa Herrero [Navarro], una historiadora, me pareció excelente, porque uno conoce muchas más facetas de lo que vio, y a la señora Moreau de Justo la conocimos y estuvimos con ella y sabíamos de su pensamiento y de su lucha, su entrega, ¿no?; porque lo más importante de ellas dos yo creo que fue la entrega, la entrega así sin pensar en nada, entregadas por entero a lo que creían, en su objetivo, que es una cosa tan fuerte.

MGM: Sin duda por eso mismo es que la serie no tiene que darle ningún temor, porque yo creo que las condiciones, a pesar de las diferencias, en ese punto son las mismas. Y usted dice que leyó textos sobre la vida de Eva ¿y textos de ella, La razón de mi vida, por ejemplo?

HB: Me gustan más los libros que cuentan sobre ella, que son muy interesantes. Ese de Marisa Herrero [Navarro] me pareció brillante, porque no está ni la parte donde se la condena ni donde se la subestima ni se la alaba demasiado, sino que está la Eva Perón, la que yo quiero, esa Eva Perón. En sus contradicciones y en todo, pero esa Eva Perón, esa que se jugó, esa es la que está en ese libro, por eso me gustó.

MGM: Volviendo a las Madres, aunque los términos cuantitativos suelen ser molestos, nos consta que los números a veces ayudan por su fuerza; en función de esto, otra cosa que quiero preguntarle es ¿siendo los desaparecidos tantos como lamentablemente sabemos, cómo se explica que las Madres hayan sido tan pocas en relación y sigan siéndolo?

HB: Porque no es lo mismo ser Madre de Plaza de Mayo que madre de desaparecido. Hay 30.000 desaparecidos y hay 15.000, porque algunas tenemos dos o tres, o 18.000 madres de desaparecidos, pero no hay 18.000 Madres de Plaza de Mayo, porque las Madres de Plaza de Mayo fuimos las que entendimos la lucha de los hijos, las que nos entregamos de lleno a luchar por otros hijos que no son los nuestros pero que encontramos en ellos a los nuestros, somos las que no estamos dispuestas a aceptar ningún tipo de reparación, porque la única reparación posible, si es que hay una, es la justicia, entonces por eso es que no hay, porque no todas las madres ni todas las mujeres que han perdido a los hijos están dispuestas a esto que te lleva la vida, esto es una entrega total. Es una lección de vida, y nuestra generación era una generación egoísta, individualista, y cambiar y transformarse a los 49 años, como empecé a transformarme yo cuando me llevaron a mis hijos, no es fácil; no es fácil, porque es como que cada mañana alguien te da dos o tres trompadas para que sigas cambiando, cuando querés entrar en esta cosa del individualismo decís no, pero cómo, si yo estoy haciendo esto no puedo ser individualista, para ninguna de las co- sas que hago en el día, y no es fácil. No es fácil. No todas están dispuestas. Además, por la vida a veces cómoda, acá te tenés que mojar, tenés que estar abajo de la lluvia, bajo el sol, bajo el frío, bajo el calor, no hay horarios… Ya la vida personal no cuenta, no hay más nada personal. Yo no me compro ni la ropa, yo me pongo lo que me dan, me regalan, jamás salgo a mirar una vidriera, a elegirme nada, no tengo tiempo, no puedo. Si tengo tiempo, leo porque me encanta leer.

MGM: Ahora que dice esto de la lucha que sigue, etc., ¿cómo se explican las consignas principales que continúan levantándose: aparición con vida, y juicio y castigo? Cómo se explican actualmente, quiero decir, cuál es su vigencia ahora, sobre todo la de la primera.

HB: Bueno, aparición con vida es el cuestionamiento a un sistema, ¿no?, aparición con vida: mientras los asesinos estén en libertad, nosotros no vamos a reconocer la muerte, nunca se puede reconocer la muerte de un hijo si los demás no dicen qué pasó, porque nadie nos dijo que los mataron o que están enterrados en algún lugar o que los quemaron o que murieron en la tortura. Quieren que nosotros aceptemos las muertes sin que nadie lo diga y sin que nadie pague por ellas. Entonces mientras los asesinos estén en libertad, nosotros no vamos a reconocer la muerte de nuestros hijos, nunca, porque la desaparición es un delito permanente, entonces para nosotros siguen estando desaparecidos.

MGM: Bueno, después de esto casi no me atrevo a preguntar nada más. Muchas gracias.

HB: No, querida, al contrario.

Un ángel plebeyo (365 días año después) // Diego Sztulwark

Cuando apareció Maradona ya no había dioses entre nosotrxs. De ahí que valga la pena precisar algunas cuestiones respecto de la circulación de la formula nietzschena “Dios ha muerto”, a propósito del fallecimiento del astro del fútbol argentino de la década de los ochenta. Madarona no fue Dios, sino un ángel plebeyo. La diferencia es importante porque permite una mejor aproximación al misterio y gracia maradonianos precisar mejor, de paso, el fascinante cruce con Zaratustra.

 

El último Dios había muerto en la Escuela Mecánica de la Armada [Sé que esta afirmación puede resultar atrevida, pues ciñe una teología universal a una realidad local (pero la teología actúa siempre de ese modo). Pero todo se aclara si se revisa sin prejuicios esta historia]. En la ESMA se torturaba y asesinaba a personas en nombre de Dios y con la aprobación de la jerarquía eclesiástica católica. Al propio Nietzsche no lo alcanzó la imaginación para agregar esta variante de la auto-abolición divina. Dios muere de vergüenza cuando en su nombre se despliega la forma más bárbara de la soberanía, y cuando su nombre ya no basta para seguir creyendo en el mundo. La muerte de Dios, decía Nietzsche, abría toda clase mundos posibles, a condición de asumirlos como universos sin garantías ni fundamentos últimos. Y esa condición la realizaba, en su versión más noble y libertaria, el artista: el creador de nuevas creencias. La muerte de Dios se verificaba entonces, en el mejor de los casos al menos, en la creación de nuevos modos de creer en el mundo. 

 

El fútbol de Maradona -pienso sobre todo en trayecto que va del mundial juvenil de Japón del 79 al mundial de México 86- hizo algo parecido a la transvaloración de los valores. Apareció como una señal alegre que apuntaba de manera directa a las posibilidades de creer, ya no en Dios, pero sí, en cambio, en lo que podríamos llamar los recursos lúdicos del cuerpo. Se abría ante nuestros ojos un nuevo cause, un materialismo ateo de las actitudes y posturas del cuerpo que juega. 

Este restitución del poder del cuerpo implica siempre una inversión profunda en la orientación del pensamiento. Porque se trata de un poder más cercano a la vida. Cuando el pensamiento se dirige al poder del cuerpo alcanza su propio impensado. Descubre sus categorías en el juego, las actitudes y las posturas. Es en esta inversión que reside la gracia plebeya maradoneana.

 

Objetar que la vida de Maradona no fue ejemplar (en el sentido de la vida de los santos) carece de interés. Sólo por haber sido un manojo perturbador de contradicciones interesa su ejemplo. Y por eso será siempre insuficiente la oposición que disecciona para salvar algo entre un Maradona “dentro de la cancha” (rescatable) y otro “como persona” (réprobo). Cierto modo de des-idealizar entroniza el peor de los idealismos bajo la forma del juicio: liquida lo anómalo bajo el peso moral de la norma. Si la expresión “ángel plebeyo” nos parece más adecuada que la de Dios, es porque el poder del cuerpo como juego viene siempre después, y no antes, de la muerte.

La mayor agitadora de nuestro tiempo // Diego Sztulwark

apesar de la sensación de orfandad que circula en redes sociales y de los comentarios de tantxs amigxs, creo que Hebe de Bonafini no nos dejó en banda. Sino que preparó las cosas debidamente como para que podamos continuar con la lucha de las Madres. La suya es la más conmovedora “gesta”, palabra (bien elegida por Osvaldo Bayer) que da cuenta del juego de engendramientos entre madres e hijxs, pero también entre hijxs y madres y finalmente entre madres y pueblo. Unas madres de unos militantes revolucionarios derrotados durante los años setentas, solas ante el terror y el poder de los aviones, los sótanos y las armas. Unos pañuelos como marca distintiva de una lucha desarmada, ahí donde su hijxs simplemente desaparecían. Unas madres que se proponían lograr una escena de justicia siempre pospuesta, a la vez que cuidar la escena y el sentido que volvía comprensible y memorable la lucha de sus hijxs. Toda una enseñanza la de las Madres: ahí donde el terrorismo de Estado llevaba la clandestinidad represiva a su máxima expresión estatal, ellas tejían una contra-narración dolorida y popular, con una enorme carga de desafío al poder. Allí donde la verdad del poder torturaba y mataba, la verdad de estas mujeres engendradoras/engendradas nacía del cuidado de los cuerpos. Una contra verdad que sería en poco tiempo la única capaz de animar un sentido en un país que se fue quedando son verdades de otro tipo.

Los miles y miles de jueves en la Plaza de Mayo mostraron algo más que empecinamiento. El ritual permitió iniciar a millares de personas en la tarea de zurcido de una modalidad inédita de la memoria, capaz de ligar rebeldías presentes y pasadas, y de hospedar el compendio de luchas sociales que nunca dejaron de ocurrir desde entonces en el país.

Las Madres fueron el hecho divino (divino: que da vida) del país contra-revolucionario.

Ya bajo gobierno constitucional, las madres fueron la fuente ineludible y extra-institucional de una democracia que se representaba a sí misma desde el parlamento y los tribunales. Sin ellas no hubiera habido juicios ni condenas. Y gracias a ellas, y al amplio colectivo que nos acogió a quienes las acompañamos, se hizo claro que la fuerza de su testimonio era mayor que el de la política institucionalmente concebida. Por eso, cuando la módica justicia del poder judicial -que carecía de capacidad para alzar su vista hacia las cúpulas -empresaria o eclesiástica- comenzó a descascararse en políticas de impunidad, la voz de las madres volvió a revelar -desde las calles y hacia todo el mundo- el principio de otra política. Si Alfonsín mandó a instruir a los fiscales, a legislar sobre la ley de Punto Final y luego sobre la Obediencia debida, para “preservar la democracia”, y Menem indultó luego a las juntas militares para “pacificar” el país, desde las Madres y los demás organismos y militantes de agrupaciones sociales y políticas se articuló ese clamor inaudito capaz de enunciar, como gran pulmón popular, que la democracia sería sólo la de los poderes asesinos sino se investigaba el genocidio a fondo. Tenía yo 15 años cuando ocurrió la rebelión de losas militares carapintadas de Semana Santa de 1987. Es para mí un recuerdo iniciático. Estábamos en la Plaza de Mayo de los partidos políticos en defensa del gobierno constitucional cuando irrumpió un sonoro grupo de mujeres gritando “no rebeles, no hay leales, los milicos son todos criminales”. Recordarme arrastrado por ellas, haber accedido de ese modo a la historia de mi país, tuvo un efecto de parte aguas. A partir de ahí, por años, la referencia principal de mis actividades pasó discretamente por la casa que ocupaban las Madres en la calle Irigoyen.

¿Qué es lo que hacía de las Madres algo tan extraordinario? Ellas impedían que el estado de derecho imperante se confundiera con la democracia. Negaban toda legitimidad a un Estado incapaz de revisar las estructuras derivadas del Terrorismo de Estado. Y lo hacían a través de un procedimiento tan simple como contundente: afirmaban que hasta que el Estado argentino no explicase con claridad dónde estaban sus hijxs desaparecidxs, qué habían hecho con ellxs, no habría ley justa posible. ¿Qué pretendían con eso las Madres? Todo. Porque al exigir al Estado una verdad que este no podía -y aún no puede- ofrecerles, confrontaban una voluntad de verdad a una afectada por la mentira (al día de hoy, los reaccionarios dicen que los organismos manipulan la verdad al hablar de 30.000 desaparecidos, sin jamás reclamar al Estado que dé cuenta exacta de sus acciones y responsabilidades por el genocidio). Pero, además, porque al actuar como madres engendradas por sus hijos desaparecidos, orgullosas de sus luchas, impedía toda separación definitiva entre una idea reparatoria y otra revolucionaria de la justicia. Fue tan valiente y de tal fuerza moral su prédica y su activismo, que acabaron por producir, desde su reclamo, un tipo nuevo de politización, mezcla de memoria dolorida y restos de plebeyismo en un país destruido. Esa mezcla, poderosa y duradera, fue la que emergió el día 20 de diciembre de 2001, cuando miles y miles de personas nos vimos convocadxs al centro de la ciudad de Buenos Aires al ver por la televisión a las viejitas con pañuelo peleando contra la policía montada. Ese fue el último punto de inflexión moral de la Argentina, y de allí procede todo lo que se ha hecho estos años a fuerza de cuidar la fusión realizada entre la lucha por la memoria y las luchas populares.

El encuentro entre movimiento piquetero y Madres de Plaza de Mayo visibilizaba en 2001 otro país.

Hebe había dicho declarados años atrás: “no quiero que comprendan nuestro dolor, quiero que comprendan nuestra lucha”. Esa comprensión fue la que alcanzó entonces una escala inusitada. Y es precisamente -paradojalmente- esa misma comprensión la que actuó como sistema de alerta para la reorganización de la derecha más reaccionaria. Consciente como nunca del peligro que para ella representaba ese tipo de sensibilización popular, comenzó el trabajo de destruir toda costura en que se sostuviese la conexión entre luchas comunitarias, demandas salariales e historicidad.

Lo que vino después lo recordamos bien. Por un lado la sorprendente articulación, antes inimaginable, entre organismos de derechos humanos y Estado, durante el gobierno de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, bajo cuyo gobierno se produjo de la reapertura de los juicios. Pero también la perdurable comunicación entre la lucha de las Madres y las de lxs feminismos. Todos estos años hemos la hemos visto a Hebe tan agitadora como siempre A muchos, es cierto, por conocerla de antes, nos sorprendió verla pasar sin elaboración explicita de su vieja desconfianza a su nueva inclusión en la retórica peronista. Pero en Hebe la arbitrariedad y la justicia coexistieron siempre, la una como maravillosa condición de posibilidad de la otra. Mi impresión es que estas últimas décadas Hebe se dedicó a cumplir su tarea con más lucidez e intensidad que nunca: dejar un país en el cual las clases poseedoras y sus intelectuales no puedan recubrir de legitimidad moral los resortes de poder en los que confían. Si la fusión entre memoria y plebeyismo ha madurado entre nosotrxs, Hebe fue su principal artífice, la más grande subversiva, la agitadora más relevante de nuestro tiempo. Hebe nos enseñó a respirar en medio de la asfixia. En tiempos recientes, se complacía premiando a militantes, artistas e intelectuales con su pañuelo. Ahora la homenajeamos nosotrxs, sus hijos orgullosxs capaces de seguir el camino.

Notas:

1- Esta cita fue extraída del libro La historia de las Madres de Plaza de Mayo en dos tomos, del historiador Ulises Gorini. El principal valor de este libro (editado por la Biblioteca Nacional, gestión de Horacio González) es la sistematización de la documentación disponible para los años 1976/1986.

La Tecl@ Eñe

De la necesidad de manija (hermoso y Maldito Mundial). Primero hay que saber sufrir // Agustín J. Valle

Amigos dándose manija, gente que se alienta mutuamente; que se alienta para desear. Dale, vamos, deseemos. Querramos. Hinchas hinchando por su subjetividad hinchística, alentándose para emocionarse, para sentir, para que nos importe más, para que se juegue algo, para poner algo en juego. Múltiples argucias y yeites para alimentar la manija mundialista. Hay que meterle levadura; porque este, como le escuché a un amigo, es, a priori el peor mundial de la historia: un Mundial de fútbol en un país que jamás estuvo en el fútbol mundial, que jamás jugó a la pelota, ¡que jamás tuvo pasto! Es la consagración máxima de la televisión, y el lugar -lo local- no importa. Qatar, de hecho, ¿es un país?, un emirato. Que construyó estadios como pirámides, con centenares de obreros migrantes muertos.

 

Y le sacaron algo importantísimo al Mundial: la espera. El vacío previo. El mes de concentración y de que no pasen otras cosas. Messi jugó con su equipo ayer nomás, y ya ahora; entre el PSG y el Mundial hay una continuidad propia de dos fechas seguidas de un mismo torneo. Un Mundial partícipe del ritmo de hiperactivismo continuo enloquecedor. ¿Cómo sentirle, así, un diferencial, un carácter de acontecimiento? El fútbol, tan distinto a los deportes del paradigma yanki donde todo el tiempo tiene que estar pasando algo contable, es un juego donde el cero es destinal, y el gol desafora como toda victoria contra el destino. La espera forma parte de la esencia del fútbol -¿y de toda épica quizá?-.

 

Sin silencio previo es difícil entrar en clima. Y se ve que necesitamos entrar en clima; que hay una gran necesidad de instaurar un clima distinto al que dominan la socialidad cotidiana.

 

Hacen falta motivos de festejo colectivo; por eso se le mete a la manija a pesar de todo. El mundial es síntoma -o simple muestra- de cuánto necesitamos agujeros en el calendario. Suspensiones en la normalidad.

 

Existe, por supuesto, la fiesta neofascista; no se puede saber de antemano, en caso de festejo popular, qué es lo que se intensificaría. Hay que confiar en la alegría.

 

Y alegría se ve en estos pibes cuando visten la celeste y blanca. Se divierten, disfrutan: el placer fue el elemento crítico en este proceso de transformación subjetiva de la selección argentina.

 

Durante muchos años costó fortalecer una identidad, una pertenencia en la selección: acaso, desde el post Diego. Y eso que casi salimos campeones en Brasil. Ese día, nefasto, en que nos derrotó Alemania (con un robo arbitral impresionante, ese penal de Neuer a Iguaín), marcó el fin de los años felices en Argentina (y si hubiera habido el fiestón terrible de ganar, fija que en 2015 la propuesta de “cambiar”, que ganó las elecciones por tan poquito, habría tenido menos adeptos. Ese día empezó la tristeza y el garrón que dominan hasta ahora (amén, por supuesto, de jornadas de resistencia).

 

Hubo un momento -post Grondona- en que se fue Messi, se fue el técnico, y no había nada: no había dirigencia de la AFA, ni capitán ni técnico ni se sabía si había Selección; a los jugadores, estrellas multimillonarias, no les hacían sentido ir… En esos días, de verdadera catástrofe y vaciamiento de la Selección Nacional masculina de Fútbol, un amigo que laburaba en la oficina de prensa de la AFA contó que empezaron a llegar docenas de mails, de personas de distintos lugares del país, contando que eran jugadores (o técnicos), que competían en tal o cual liga regional, y que se ofrecían para defender la camiseta albiceleste en las Olimpíadas. Vida brotando empecinada entre los escombros.

 

Y así también renació un espíritu de esa entidad llamada “selección”: no como Brasil, para quienes su selección hace rato es una marca que le añade valor aún a las mega estrellas consagradas. No: la cohesión del seleccionado renació, me apunta un amigo, en torno a una fidelidad amistosa: un grupo de amigos que se divierte jugando al fútbol y que quiere hacer todo para que Lionel Messi salga campeón. La amistad como regulador, la amistad como ordenador de sentido. El disfrute y la a amistad como criterio de juego.

 

Como decía Abelardo Castillo, no despreciamos causas berretas si producen efectos alegrantes.






Bonafinismos // Sebastián Scolnik

En 1996, se cumplieron los veinte años del golpe de Estado. Intensas movilizaciones prepararon la conmemoración. Como era habitual, habría dos marchas: por un lado, la Asociación de Madres de Plaza de Mayo, conducida por Hebe de Bonafini; por otro, la Línea Fundadora que solía moverse con las Abuelas de Plaza de Mayo y con la CTA. 

Ambas terminarían en un recital.

Hebe convocó a una ocupación de la Plaza de Mayo desde el jueves 21 de marzo, después de la tradicional ronda, hasta el domingo 24 a las 0 horas, cuando daría su discurso. El mismo jueves, las Madres tomaron sorpresivamente el Cabildo, donde leyeron una proclama. Para el sábado 23 de marzo, convocaron un recital en el que actuarían Los Fabulosos Cadillacs, Actitud María Marta, Todos Tus Muertos y Fito Páez. El problema fue que Menem tramitó ante la justicia la prohibición del recital con el argumento de que las Madres no habían hecho las gestiones correspondientes para obtener el permiso y solicitar la concurrencia de las fuerzas del orden para garantizar la seguridad del evento. Fue una provocación que demostraba la imposibilidad de bloquear aquello que ya resultaba irreversible. Porque la justicia no hizo lugar al requerimiento y porque las Madres no reclamaban ni querían la presencia del Estado. Nunca pidieron permiso para ocupar la Plaza, menos lo iban a hacer ahora. Ni policía ni nada por el estilo.

No iban a aceptar que ninguna fuerza de seguridad —todas comprometidas con la represión y con la reiteración de casos de gatillo fácil que proliferaban impunes entre los jóvenes pobres de los barrios populares y en los recitales de rock—custodiara el acto. Dijo Hebe, con su tradicional elocuencia explosiva, que los sacaría a patadas y que “las Madres nos cuidamos solas”. Esta cuestión, bastante lógica teniendo en  cuenta todo lo que se jugaba en la situación, solo expresaba la mitad del enunciado: pues no tan solas. Hebe nos puso en un brete. Ella pensaba que un oscuro asesor suyo, que luego mostraría su oscuro rostro involucrando a las Madres en operaciones económicas indebidas, resolvería todo; él y sus cinco púberes seguidores que lo tenían por líder. Junto a algunos grupitos independientes más, y viendo la inconsistencia del asunto, nos hicimos cargo y asumimos la “seguridad” del acto. Establecimos un cordón que separaba el escenario del enorme gentío que se amuchaba en la plaza. Unos cien mil pibes de todas partes acudieron al evento musical y de la memoria. Eran jóvenes a los que nadie les hablaba. Ni el Estado ni los partidos: solo el rock y las Madres. Tan conmovedor como potente desde el punto de vista político, y preocupante respecto a nuestro quehacer esa noche. Nos mirábamos entre asombrados y alarmados. Nos habíamos calzado unas remeras blancas, con la silueta del pañuelo blanco estampada y alguna leyenda extraída del gran acervo de frases con las que las Madres han señalado y problematizado la historia desde la dictadura en adelante. Seríamos no más de veinte entre la agrupación El Mate y la CUT (Corriente Universitaria de Trabajadores), agrupación independiente de la Facultad de Derecho. No íbamos preparados para lo que nos tocaba. Durante toda la noche, nuestro trabajo consistió en contener a una multitud que practicaba el clásico mosh, movimiento a través del cual la muchedumbre impulsa, por encima suyo y con sus brazos, a un repentino acróbata hasta el escenario. Debíamos regresarlo a la masa con un movimiento parecido al bloqueo que se ejecuta en la red del vóley. Durante horas fuimos parte —el lado reactivo— de esa coreografía, incomprensible para unos conscientes militantes que solo estaban allí para preservar la memoria histórica y estimular las resistencias contra el neoliberalismo. Nuestros brazos quedaron acalambrados; nuestros cuerpos, embadurnados por escupitajos que, iluminados por los reflectores, brillaban como pepitas de oro antes de impactar en nuestro pelo. Llegaban procedentes de un público ansioso por escuchar a su artista de culto, tras el cual se aglutinaba cada segmento de la peregrinación juvenil, y no al resto ofrecido en el programa, al que se consideraba simple relleno. Para colmo, el bueno de Fito Páez, extraviado en su capacidad de cálculo, hizo todo al revés. Cantó al amor en la noche espesa de Hebe de Bonafini, lo que le valió una avalancha de proyectiles (esas pequeñas piedritas naranjas que estaban próximas a los canteros de la Plaza de Mayo; varias colisionaron sobre nosotros, pues como si se tratara de un proceso de selección natural, solo unas pocas llegaban al músico rosarino, verdadero objetivo de la improvisada intifada), sin poder terminar el repertorio que había ideado para el show. Al día siguiente, Fito se apareció con ropa de cuero y casco en el civilizado y progresista recital dominical que convocó también a una multitud, pero menos emparentada con los códigos de la marginalidad. En lugar de desplegar su poética amorosa, ofreció allí las ásperas entonaciones de “Ciudad de pobres corazones”, coreadas con respeto y recatada admiración. Como si se le hubieran mezclado los papeles.

La noche del 23 terminó con una misa hechizada: Hebe le habló a esos cien mil pibes que la miraban como en un trance. En un discurso electrizante, capaz de combinar frases amorosas con severas sentencias sobre la realidad, como si fuera nuestra abuela sabia, nos exhortó a cuidarnos y a guardar algo de nuestra rebeldía para combatir el presente, como habían hecho sus propios hijos. Porque las Madres no estaban solo para recordar el horror del pasado, sino para convertir esos padecimientos en un combustible capaz de encender nuevas praderas.

Terminamos a la madrugada extenuados. Con el cuerpo tieso por calambres y contracturas, y con nuestras ropas y cabellos endurecidos por la flema emergente de esa marea de gargajos que reconfiguró nuestra humanidad. Estábamos andrajosos y devastados. Pero también extasiados por la magia de las Madres. Abatidos y cagados de hambre, desembocamos naturalmente en el único lugar en donde nos habrían admitido: la célebre, lamentada y luego estetizada pizzería Ugi’s del Obelisco. Un par de grandes de muzzarella, esas que hay que comer en tiempo real porque su queso fragua con rapidez comprobada, deglutidas en silencio, entre los restos de una muchedumbre que improvisaba un picnic en veredas y cordones.

Estos actos de recordación del aniversario del golpe cambiaron la percepción de la década con una marcada capacidad de sensibilización colectiva. Las Madres y Abuelas, luego de su estigmatización o de la indiferencia en los primeros tramos de los noventa, pasaron a ser aplaudidas en estadios de fútbol, donde se cantaba contra la dictadura y la impunidad, y recibidas en innumerables aulas escolares, donde transmitían su experiencia y llamaban a quienes tuvieran dudas sobre su identidad a acercarse a los organismos de derechos humanos. A la vez, todas las luchas de aquel entonces —la toma de establecimientos de trabajo, las movilizaciones por despidos, desalojos, etc.— las convocaban. No solo para rodearse de su legitimidad, lo cual daba fuerza al reclamo y establecía un límite defensivo frente a la represión, sino también porque a partir de allí, las luchas comenzaron a fundar una historicidad en la que se reconocían. Tomaban su fuerza tanto de la justicia de sus reclamos como de la persistencia de un pasado que retornaba, digno e irredento, para ser reivindicado. Se establecía una línea histórica capaz de ofrecer una epistemología a unas resistencias que concibieron una articulación posible entre sus padecimientos contemporáneos, las formas en las que se ejecutó el terrorismo de Estado y sus efectos sobre el cuerpo social.

El aniversario de los veinte años del golpe también fue la ocasión en que H.I.J.O.S. hizo su primera gran presentación pública. La agrupación H.I.J.O.S. se había fundado hacía poco tiempo con el propósito de reunir a los hijos e hijas de desaparecidos para elaborar sus experiencias generacionales y los problemas ligados a la identidad personal y colectiva. Una nueva camada tomaba a su cargo la historia y la relanzaba como hipótesis del presente. También crearía instrumentos de lucha muy eficaces para procurar justicia dentro del cuadro de impunidad a los genocidas.

****

Las Madres habían llamado a la decimonovena Marcha de la Resistencia, en Plaza de Mayo, citando para el penúltimo día del siglo XX, el 30 de diciembre de 1999, a las 21 horas, y que duraría hasta el 1° de enero de 2000 a las 0 horas. Pasar fin de año con las Madres fue algo inédito, más cuando se trataba de recibir el nuevo milenio agrupados bajo la consigna: “Vivir combatiendo la injusticia”, con la que habían convocado. No superábamos el millar de concurrentes. Debíamos acercarnos con nuestros propios alimentos y bebidas para el brindis. Me sorprendió encontrar allí a David Viñas. También a León Rozitchner, junto a su mujer, Claudia, en unas reposeras, munidos de alimentos y bebidas para el picnic nocturno. Otro León, pero cantante, entonó varios temas. Cuando se disponía a cantar “El país de la libertad”, música utilizada en una propaganda de una compañía telefónica privatizada durante la gestión menemista —lo que había despertado la incomodidad y la suspicacia del progresismo—, hizo una aclaración sobre el destino de los fondos obtenidos por derechos de autor. Cuando contó que salvó la vida de un niño adquiriendo sofisticado equipamiento médico destinado al tratamiento de la hidrocefalia para el Hospital Garrahan, nos hizo sentir a todos un poquito más miserables por nuestra tendencia general a la condena sumaria.

El acto terminó de una manera extraña y algo fascinante: rodeada por una estrepitosa aura de fuegos artificiales que provenían de Puerto Madero —el lujoso barrio construido y ganado al río durante los noventa— y recortaban sus fulgores por detrás de la Casa Rosada, Hebe de Bonafini subió al escenario. Temblorosa y a los gritos, con una voz tenuemente ajada —que, si bien no cejaba en su firmeza, daba cuenta de cierto paso del tiempo— y una respiración que dejaba entrever un silbido bronquial entrecortado, reclamó la continuidad de las luchas. Cada palabra era como un alarido de la historia, un quejido último que emergía de un cuerpo sintiente (el nivel más alto de sensibilidad que puede concebirse) y estremecido. Sus hijos las habían parido, invirtiendo la secuencia biológica para producir una historicidad política, y ellas tomaron esa antorcha agonizante que reclamaba

un soplido para revivir. Y eso lo supieron los hijos de sus hijos y toda nuestra generación que vivió bajo el cobijo del pañuelo blanco: entre la conmoción de la historia y ese enigma maternal que nos abría el camino sin decirnos cómo debíamos transitarlo.


(*) Extractos del libro Nada que esperar. Historia de una amistad política. (Ed. Tinta Limón – Cordero editor).

El cuerpo de la gladiadora. A propósito de Hebe de Bonafini // Sebastián Scolnik

Para quienes nos hemos criado en la política bajo el cobijo de las Madres de Plaza de Mayo, el día de hoy no pasa desapercibido. Esa mujer supo decir lo que la sociedad no quería escuchar, no solo denunciando el genocidio sino también sus complicidades civiles; no solo poniendo de manifiesto que la racionalidad del Estado asesino pretendía liquidar las resistencias al capitalismo, los proyectos y deseos de una generación, sino también señalando que la democracia castrada, esa en la que crecimos y que estuvo atravesada por los efectos del terror, era incapaz de revertir la fuerza de la aniquilación. Hebe fue la expresión máxima de un cuerpo sintiente capaz de cobijar todas las luchas e injusticias en su propio ser. Porque nos mostró el reverso del orden bajo el tono de la desmesura. Porque fue a rescatar a los médicos huelguistas que habían sido capturados en el Hospital Larcade en San Miguel de las garras del carapintada Aldo Rico que había tomado el hospital con su patota. Porque enfrentó con su cuerpo y el de las madres la represión. Porque ese mediodía que desató la guerra del 20 de diciembre de 2001, ellas pusieron su cuerpo como primera línea del llamado a una insurrección. Las madres son sabias. Su polítización es un caso extraordinario. No solo porque lograron convertir el dolor en una potencia política colectiva, sino también porque al hacerlo invirtieron la relación evidente entre las generaciones: fueron paridas por sus hijos, dijo Hebe alguna vez dejándonos perplejos. Ella nos mostró un camino incierto haciendo suyo los padecimientos y las incertidumbres de nuestra generación. Y también nos legó una única certeza: las luchas no tienen modelos porque siempre se despliegan en condiciones singulares. Deben inventar su camino y sus formas de organización sin atarse a las incercias del pasado. 

Cuando el Estado se animó a hablar la lengua de las madres, proponiéndose reparar las heridas históricas al revertir las leyes de impunidad y reconocer su trayectoria de lucha, nuevamente nos tomó la sorpresa de saber que estábamos ante un momento crucial y ambivalente. La democracia reconocía su naturaleza; no era lo otro del terrorismo de Estado, sino su prolongación. Y ese gesto valiente, que está en la base de la inquina de los poderes corporativos triunfantes de esa dictadura, puso una serie de problemas nuevos no siempre pensados con la osadía necesaria ni problematizados en todos sus efectos. Porque si con Hebe aprendimos que toda época tiene su reverso criminal en el despojo de la experiencia y la vitalidad popular, toca a cada una de ellas asumir esa problemática como el centro mismo del pensar y el actuar. Hebe fue parida por sus hijos y nosotros fuimos paridos por ella. Todo lo que hemos hecho, resistido e imaginado en los años noventa y principios de los 2000 las tiene como centro de nuestra experiencia generacional. El pañuelo blanco fue nuestro emblema y grito de guerra. Vamos a recordarte siempre Hebe. Con tu lengua filosa y precisa, con la contundencia de tu voz, con tu cuerpo materno que en el living de tu casa nos sirvió un plato de comida caliente, preparado con el amor más tierno que hayamos conocido, mientras nos cagabas a pedos por nuestras cavilaciones políticas y nuestros ensayos que no siempre compartiste. Bajo el hechizo de haberte conocido nunca podremos olvidar tus gestos, tu valentía y el modo en que nos mostraste que lo individual, sus padecimientos, luchas y estilos, siempre es colectivo, y que solo prolongándonos en los otros es donde encontraremos algo parecido a la dignidad, tu lección mayor y que recordaremos por siempre. Preferimos recordarte así, luchadora, incorrecta, amorosa y firme, y no como los canallas menores de este tiempo. Por eso, el sonido de tu voz permanecerá en nuestra memoria. Tu figura y tu pañuelo serán inspiración y legado. ¡Hasta siempre, querida Hebe!

20 de noviembre 2022.

 

Con todo respeto // León Rozitchner

Sin entrar en interpretaciones psicológicas, la polémica que se ha producido en torno a las declaraciones de Hebe de Bonafini merecen, creo, algunas reflexiones. Quienes hemos tomado una posición crítica frente a sus afirmaciones también tenemos el deber de comprender qué nos ha sucedido (y qué le pudo haber sucedido a Hebe de Bonafini para que tan tozudamente, asumiendo todos los riesgos, dijera todo cuanto ha dicho)¿Cómo no darnos cuenta que lo que las madres hacen y piensan depende de lo que nosotros hacemos, pensamos y sentimos? Es como si la sociedad hubiera delegado en las madres el sentir el dolor más intenso del mundo. Y quedarnos cuerdos y racionales, con buenos sentimientos, como perfectos ciudadanos de la democracia. Porque si así no hubiera pasado, sería difícil que los asesinos circulen todavía por nuestras calles: que fueran votados y ocupen el lugar que ocupan. ¿Eso, acaso, también no nos vuelve locos? Hebe de Bonafini fue una de aquellas figuras que tuvo, junto con las otras madres, el coraje de enfrentar a la dictadura en la época donde el terror barría a los argentinos y los acobardaba, y que las convirtió en un modelo nuevo en la historia de la resistencia contra la barbarie, y que hizo que la Argentina recuperara, por interpósito coraje, el que la población había perdido, entregada como estaba a la complicidad con el terror y el desprecio. El lugar que ocuparon las madres las llevó a tener también la cabeza bien fría allí donde millones la habían perdido, y movidas por la desesperación y el pensamiento tomar la decisión de enfrentar a los asesinos. Aquella “desmesura” trágica, que llevó a los militares en cambio a calificarlas de “locas”, reservándose para sí la cordura asesina, también esa cordura hizo presa a la población argentina. Y habría que seguir preguntándose si este lugar empecinado que ahora una de ellas ocupa no es el resultado de la defección de esa misma sociedad que hizo posible que la injusticia y la impunidad triunfara. Que las madres no hayan encontrado la reparación necesaria de una justicia social que las consolara, y que dependía de todos nosotros para alcanzarla.

De alguna manera, al acogerlas en su seno y reivindicarlas, era también en democracia, para muchos, una forma de aquietar la propia conciencia: ocupaban el lugar de la denuncia y de la resistencia que los demás se daban el lujo de abandonar de sí mismos puesto que las había depositado en ellas. Las madres eran el lugar humano donde el máximo dolor que ellas sentían ahorraba el nuestro: que no nos volviéramos “locos” como ellas. Razón puramente razón, sin dolor como fundamento. Donde el dolor de estas solitarias hubiera sido acogido por la sociedad toda y les hubiera dado el cobijo que como madres locas -locas de amor por sus hijos- necesitaban. Eso se llama justicia: el esfuerzo y la pasión que la sociedad pone en juego para que la justicia se haga. Sería la única forma de acompañarlas en el sentimiento. Uno puede explicarse -sin acompañarla en sus ideas ni justificarla- por qué Hebe de Bonafini piensa lo que piensa y siente lo que siente. Cuando esa reparación no ha existido, cuando el doloroso afecto no se ha expandido para transformar ese dolor en razón y en justicia, es pensable que en ella esos sentimientos desbordantes, no acogidos como propios en cada ciudadano, permanezcan actualizando su pasión enardecida en algo parecido a lo que significa el retorno, aunque imaginario, al “ojo por ojo y diente por diente” de las sociedades donde la venganza ocupaba el lugar de la justicia ausente. Este ensimismamiento de Hebe de Bonafini, sin otros (hasta separarse del pensamiento de tanta gente de izquierda que la respetan y que la acompañó siempre) debe ser comprendido, aunque no lo aceptemos. Cuando Verbisky dice: “No la he elegido como enemigo ni me alegra este debate ineludible” plantea algo muy cierto. Hay un debate ineludible que viene postergado desde el fondo del recurso a la violencia extrema de algunos grupos de izquierda en los años 70. Y también el de si un judío podía defender la existencia del Estado de Israel y ser al mismo tiempo revolucionario y judío. Este antisemitismo [y esta violencia] es anterior a la defensa de los Derechos Humanos. Mejor dicho, de ese debate postergado depende la diferencia de lo que llamamos derechos humanos, los supuestos de los cuales cada uno parte. Debemos plantear entonces el lugar obturado en la izquierda sobre su propio pasado. Al hablar de la violencia de los talibanes sobre las torres es como si se repitiera ese mismo interrogante sobre la violencia y sobre los judíos que quedó planteado en los años 70. Y esto no nos remite a la teoría de los dos demonios. Quizas debamos ahora hablar de lo más penoso, pero es preciso hacerlo.¿Quién tiene el monopolio del dolor más hondo como para elevar a lo absoluto la verdad que le asigna a su propia conducta? Muchos de nosotros también hemos perdido amigos del alma cuyas muertes seguimos llorando. Así como el perdón no existe para el asesinato, porque son los asesinados los únicos que podrían hacerlo y ya no están vivos, tampoco tenemos derecho nosotros -nadie lo tiene- a hablar por los muertos. ¿Estamos seguros que ellos apoyarían hoy el atentado a las torres? Yo no sé qué dirían ellos si pudieran tener la perspectiva que nosotros tenemos sobre lo acertado o fracasado de su propio empeño. Pero si sólo nos quedamos aferrados al instante del horror asesino que les suprimió la existencia, y ocupamos el lugar de los muertos siendo que somos nosotros los que estamos vivos ¿qué culpa nutrida por el dolor más intenso nos impide permanecer pensando nuestra realidad actual desde nosotros mismos? ¿Y hasta discutir quizás, porque los quisimos tanto, la conducta que ellos tuvieron? Esto no significa dejar de sentir el odio más profundo contra los asesinos. ¿Pero repetiremos necesariamente la concepción política que les arrancó la vida? ¿Preservar la vida y seguir luchando no es un requerimiento también de la izquierda? Nosotros tenemos sólo un privilegio: sabemos aquello que los muertos no sabrán nunca de sí mismos, porque no han podido sufrir el dolor que nosotros sentimos al perderlos. Y ese querer que estén vivos nos corroe el alma. Querríamos corregirlos, es cierto, como si creáramos las condiciones donde ese sacrificio no hubiera ocurrido y no siga ocurriendo. ¿Qué no daríamos por sentirlos nuevamente a nuestro lado gozando la belleza de sus vidas idas? Y esto lo decimos compartiendo con Hebe de Bonafini el dolor que ella ha sentido, cada uno con sus propias imágenes, sus cercanías y sus propios recuerdos. ¿Pero es amarlos menos pensar que desde ellos otra política es posible?

Orgullo de ser hijxs de Hebe // Diego Sztulwark

 Murió Hebe. La lloramos nosotrxs, sus orgullosxs hijxs.
Las Madres de la Plaza de Mayo supieron sostener como nadie en este mundo la causa que nos constituye: ahí donde el Estado asesina a quienes luchan por una revolución justa no habrá nunca ley legítima.
Hacía falta que alguien encarnara toda la justicia y toda la arbitrariedad para gritar con fuerza que nunca, nunca nos iban a derrotar. Eso fue Hebe.
Lo dijo mil veces: “nuestrxs hijxs nos parieron”.
No hay una lucha popular que del 77 en adelante no haya encontrado en las Madres el principio moral mas alto de su propia fuerza.
El fallecimiento de la amada y admirada Hebe no es el final de nada, desde luego. Muy por contrario: ella lo preparó todo con tiempo y dedicación, por lo que no nos cuesta demasiado entender que la emoción desbordante que sentimos ahora es simplemente la de sentir en nosotrxs su grandeza, el agradecimiento de habernos preparado tan bien para heredar plenamente su lucha que fue, es y será la nuestra. Hebe es la mujer símbolo real y mejor de la Argentina y sus alrededores.
Lloremos a Hebe, somos los hijxs de Hebe. Lo orgullosos hijos de las Madres.

Otro ruido en el pasillo // Pedro Yagüe

Un hombrecito porteño entra a un profesorado de Avellaneda. Está contento. A la mañana terminó de escribir un artículo en el que explicó las mezquindades del capitalismo, y ahora le toca disertar sobre su propia obra ante jóvenes del conurbano. No se puede quejar. Desde adolescente soñó con vivir de clases y regalías, con ser un todoterreno de la crítica intelectual. El hombrecito saluda, se sienta sobre la mesa y comienza a hacer lo que mejor sabe. Brilla. Al terminar, desliza un amable “gracias” y en el aula se escucha un aplauso de admiración. Algunos estudiantes se acercan a él con libros para que se los firme. El hombrecito no levanta la cabeza, sino que los toma uno por uno, con la misma precisión automática con que un obrero fordista ajusta las piezas. Los libros pasan y pasan hasta que, de pronto, una muchacha le acerca unas fotocopias de su última novela publicada. El hombrecito, como arrancado de un sueño, levanta la cabeza y la mira fijo: “Yo fotocopias no firmo”.

 

Y nos deja respirar

En la primera página de su Historia a contrapelo del arte argentino, Rodrigo Cañete empieza con una definición en la que, imagina, podríamos ponernos de acuerdo: al igual que el amor, una obra de arte abre un espacio entre nosotros y nuestras vidas, y nos deja respirar. Cuando, por ejemplo, un libro o una película nos afectan de verdad, sentimos que algo se nos desarma por dentro, que la percepción se nos altera de un momento a otro, a veces para siempre. Todos tenemos una experiencia de esto. Una novela, una serie, una imagen que, sin que lo viéramos venir, puso en cuestión lo que somos. Y nos hizo vivir de otra manera.

Sin embargo, hoy el arte se parece cada vez más a lo contrario: un medio, entre otros, para fijar una identidad. Nuestros consumos culturales tienden a recaer en lo que ya sabemos que opinamos, en lo que ya sabemos que sentimos. Sucede entonces aquello que Florencia Abadi identificó como la operación narcisista por excelencia: el sacrificio del cuerpo a la imagen. La experiencia desaparece como núcleo de elaboración de sentido; nos entregamos a esas imágenes y narrativas de siempre cuyo reflejo nos tranquiliza. Quedamos anestesiados por el mercado, ahogados en el algoritmo, sin poder respirar.

 

Las armas de la crítica

Hernán Vanoli escribió alguna vez que en la Argentina solo hay libros buenos. Al decir esto, se refería al modo en que la crítica literaria se convirtió durante las últimas décadas en un simple ejercicio adulatorio. La lógica del mercado remplazó casi por completo al pensamiento y su capacidad de intervención. Entre un periodista cultural y un vendedor de cosméticos, la diferencia parecería ser solo de objeto.

Distinto es el caso de Cañete. Su libro exhibe una forma de hacer crítica que, partiendo de la materialidad de cada obra, se propone ir más allá. El contrapelo desde el que peina al arte argentino, busca desarmar la lógica neutralizante del mercado y sus instituciones. Penetra la obra para hacerla hablar de otra manera. ¿Cuál es el modo en que una técnica artística da cuenta de una experiencia social? ¿Qué efectos produce un lienzo, un libro o una serie en esa misma experiencia?

Literatura argentina y política de David Viñas es otra cantera para la crítica. Ahí habla, por ejemplo, de la existencia solapada de un ser para Europa, de un vivir pendiente de allá y sus modas como elemento constitutivo del campo literario nacional. Pero sobre todo, aclara, se trata de un ser desde Europa: la validación de un escritor se consigue si es traducido al francés o si obtiene una reseña en The Guardian. Pasaba hace cien años, pasa ahora. No habría que ver en esta constante un mero gesto de tilinguería. Se trata del mercado con su efecto de verdad, inseparable hoy de las redes sociales y de la moralidad ya gastada de esta época. Tal vez la clave para entender el modo en que se produce y consume literatura en Argentina esté en la economía. Críticas como la de Cañete o Viñas permiten identificar lo que nos ahoga y, al mismo tiempo, dan señales para respirar mejor.

 

La literatura argentina y su revés de trama

En Nada que esperar, Sebastián Scolnik lee los años noventa y los dos mil de manera contraria a como suelen pensarse desde la narrativa oficial. Los noventa, lejos de ser un período esterilizado de política, fueron el momento de la experimentación y la resistencia, el de la creación de nuevos saberes y prácticas comunes frente a la indeterminación angustiante que se vivía. Los años dos mil, por su parte, no son vistos por Scolnik como el retorno celebrado de la política. Por el contrario, durante este período se produjo la cristalización institucionalizada y despolitizante de las prácticas vitales de las décadas pasadas. Como efecto silencioso del terror económico y político, tuvo lugar una operación sin la cual el presente sería incomprensible: se nos ofreció la posibilidad de tener una vida a cambio de la aceptación de que las cosas eran y serían de esta manera. Escribe Scolnik: El kirchnerismo, después de la gran conmoción, ofrecía una vida. Toda una política reparatoria. A los científicos, repatriar sus “cerebros” que habían fugado. A los intelectuales, revistas, programas de televisión, cargos académicos e institucionales y becas. Muchas becas. A buscas y empresarios, muchos negocios posibles. Soja, pañuelos blancos y Conurbano parecían ser los lados de un triángulo rara vez equilátero, muchas veces isósceles y en general escaleno.

En este contexto de la sociedad argentina, volvió a aparecer con fuerza la idea del “escritor profesional”, categoría que, como alguna vez escribió Fogwill, alude al desempeño de un rol, de una función asignada por las instituciones. A diferencia de lo que se espera de un artista, todo profesional –sea médico, docente o editor– obtiene su salario como retribución por el cumplimiento correcto de las tareas esperadas. Hay escritores –poquísimos, pero los hay– que, sin desearlo, logran vivir de la literatura y sus derivas. Estoy pensando, por ejemplo, en Carlos Busqued. Hay otros que están dispuestos a todo para hacerlo y adquirir la correspondiente visibilidad. Cuando esto sucede, el artista se convierte en profesional: acepta al mercado como límite para las reglas que asume en su trabajo sobre la lengua. La exploración literaria incorpora entonces criterios como “lo publicable”, “lo correcto”, “lo que conviene”.

 

El escritor profesional y su brújula

La imagen de escritor profesional que había tomado fuerza durante los dos mil, adquirió durante la última década un reconocimiento institucional por parte del Estado. En el 2012, después de su experiencia en Nueva York, María Negroni llegó a Buenos Aires con la intención de abrir un posgrado de Escritura Creativa (UNTREF). Años después, se creó la Licenciatura en Artes de la Escritura (UNA), conformada por un plantel proveniente en buena medida de los talleres más prestigiosos del circuito porteño. La supuesta democratización del arte que proporcionaría su aprendizaje en una institución estatal, terminó produciéndose a través de una tendiente internalización de los parámetros del mercado. Allí se cristaliza lo que Cañete denomina la mafia del amor: un grupo de escritores profesionales forman a jóvenes, quienes reciben amables consejos para entender cómo agradar a editores, agentes literarios, jefes de redacción y jurados de premios. Es algo explícito. Según María Negroni, el éxito de la Maestría en Escritura Creativa se verifica en el hecho de que los egresados “han publicado libros, ganado premios y hoy por hoy la mayoría de ellos escriben para los suplementos literarios más importantes del país”.

No habría que limitar este problema a Penguin Random House y al Grupo Planeta. También el circuito de las autodenominadas editoriales independientes se rige en buena medida por criterios similares. ¿Qué es la FED, sino la Feria del libro adaptada para un público al que le parece mersa la Feria del Libro? Alguna vez le escuché decir al Colo Mira que las editoriales independientes tienen todos los problemas de las grandes, pero ninguna de sus soluciones. La lógica del mercado, en su pequeña o gran escala, produce el mismo efecto que la moral y las redes sociales: confirma lo que ya sabemos, fija identidad. Es un problema actual, que a todos nos toca. Si algún sentido tiene señalarlo, es el de abrir la pregunta por el modo en que se consume y produce arte en la Argentina.

 

De la boca para afuera (del mercado)

Volvamos al principio. ¿Qué lleva a un escritor porteño de clase media acomodada que se autopercibe de izquierda a negarle un autógrafo a una piba del conurbano por el solo hecho de resguardar sus regalías? ¿En qué prácticas concretas al interior del campo literario se sostiene una retórica pública de izquierda? Mi hipótesis es la siguiente: este tipo de mezquindades son efecto de la subjetividad que se proyecta sobre quienes participan de la imagen del “escritor profesional”. No se trata tanto de quienes pueden o no vivir de lo que escriben, sino de la subjetividad que se asume y los efectos que produce.

Al comienzo de la pandemia, cuando la incertidumbre sanitaria nos tenía angustiados y empobrecidos, un grupo de Facebook se propuso compartir libros en formato digital para hacer más llevadero el encierro. Anoticiados de la propuesta, un puñado de escritores profesionales (en su mayoría, nucleados en la UNA) solicitaron que no se compartieran sus obras, puesto que no querían que se atentara contra sus regalías. A partir de este caso, muchos descubrimos el modo en que la mezquindad puede convertirse fácilmente en estupidez. Como es sabido, la circulación de libros en formato digital no suele disminuir la venta de los mismos, sino aumentarla. Cuando alguien empieza una novela en pdf y le gusta, lo más probable es que después la compre para leerla en papel o para regalarla. Ahora bien, lo que verdaderamente atenta contra las regalías de los escritores profesionales es la existencia de las bibliotecas públicas que, dicho sea de paso, en algunos países reciben las novedades antes que las librerías. Para suerte de los profesionales, muchas estuvieron cerradas durante la pandemia.

 

Todo riesgo se verifica en sus consecuencias

El campo cultural argentino se encuentra marcado por un fuerte consenso progresista con leves matices de trotskismo. Los profesionales lo saben mejor que nadie. Un artículo contra Macri o una solicitada contra el cambio climático solo tiene como efecto la consolidación de un público objetivo. El silencio sobre el lugar de Eterna Cadencia en la escena porteña, sobre el papel de las agencias literarias en los premios o sobre el modo en que Penguin y Planeta se reparten el mercado, también. Habrá que ser claros en esto: todo riesgo se verifica en sus consecuencias. Las escasas intervenciones de los escritores profesionales al interior del campo literario es sintomática. Sobre todo si tenemos en cuenta lo entrenados que están en el deporte de las solicitadas, entrevistas y artículos, cuando estos, por supuesto, no atentan contra las ventas ni contra su prestigioso lugar en el mundillo. Progresistas en la política nacional, conservadores en la literaria.

Seamos justos, también: es difícil escaparle al terror, al trauma de cómo comportarnos en la vida íntima y en la pública, de cómo vincular ambas cosas. El problema de la subjetividad profesional es que se proyecta sobre nosotros, sobre nuestras expectativas y fantasías, sobre el camino a recorrer. Entonces, con tal de publicar un libro, somos capaces de dejarnos estafar por cualquiera (por lo general, los autores no reciben ni el mínimo porcentaje que les corresponde). El hombrecito porteño –volvamos a él– no debe ganar mucha plata con las regalías, pero se aferra a ellas como un nene a su peluche. Ahí también opera el terror, y es difícil pensar que esto no tiene efectos sobre lo que se escribe. Porque –lo sabemos y sentimos– el mercado y las redes sociales no dejan ni un segundo de trabajar sobre estas marcas.

 

¿Y entonces?

El arte, al igual que la teoría, tiene la capacidad abrir una distancia entre nosotros y nuestras vidas: permite respirar. Es en la estética y en su capacidad de alterar la producción de sentido donde radica la fuerza política de una obra. Como siempre, lo verdaderamente importante es irreductible a los cálculos de probabilidades y algoritmos, a las redes sociales y al mercado.

No hay en estas palabras una valoración sobre el hecho de formar parte de tal o cual institución, ni de publicar en tal o cual editorial. Eso lo dejo para los juiciosos moralistas. De lo que se trata es de pensar funcionamientos. Si aceptamos la idea de que el mercado trabaja sobre el terror potenciando nuestro narcisismo, si aceptamos el hecho de que la obra más rentable es aquella que fija identidad, habrá que escaparle, por las consecuencias que acarrea, a la tentadora imagen del “escritor profesional”. Más allá de las buenas intenciones, la cuestión está en los efectos subjetivos que produce. Al poner estos problemas sobre la mesa, solo busco hacer de la discusión una fuente de sentido que nos permita pensar qué quiere decir escribir hoy en la Argentina.

 

 

* Texto publicado en Panamá Revista

Cine de terror // Agustín J. Valle

1- Derrota histórica, desorientación actual

¿No vivimos actualmente los efectos y refirmación del triunfo de la Dictadura, la reafirmación de la derrota histórica de la clase trabajadora? Derrota que parece fatal cuando entre quienes quisieran revertirla domina la razón posibilista (posibilismo del ajuste). Los buenos, en efecto, volvieron y están rodando cine de terror. Se pide aprobación a Washington para gobernar; el poder adquisitivo de lxs laburantes requería recomposición y profundiza su humillación; continúa el enriquecimiento obsceno de las elites, y el extractivismo biocida -de la naturaleza, incluyendo la vida humana-, voraz e insaciable, sigue viendo cómo sus deseos son el orden. ¿Quiénes de hecho gobiernan un país? Aquellos a quienes beneficia lo que sucede.

“¿Y qué querés?, la correlación de fuerzas no da”: fue un lugar común entre lxs compañerxs filo/kirchneristas en estos tres años. ¿Pero son los únicos que hacen fuerza, los referenciados en la alianza Cambiemos? ¿La pasión anti-igualitaria es la única haciendo fuerza? No: la derrota no es lo único que hay. Los trabajadores del neumático hicieron fuerza, los movimientos ambientalistas también -acaso de forma incipiente-, los docentes neuquinos… (incluso los que son reprimidos -como lxs estudiantes secundarixs porteños-, son reprimidos porque hacen fuerza).
Pero además, el gobierno de Cambiemos fue resistido por una fuerte movilización social; hicimos fuerza. Por eso ahora dicen explícitamente que cuando vuelvan nos van a reventar a palos.

¿Y ahora? Ahora hay más desorientación que entonces. Ahora que los buenos ajustan, acatan al FMI y vigilan el legado roquista con su violencia inherente. Bullrich mandaba matar indios; Aníbal “solo” a pegarles y encarcelarles. Como si hubiera una coalición de capitalismo colonialista puro y otra de capitalismo con matices.

 

Pero el programa neoliberal puro no pudo ser implementado entero (la reforma laboral, verbigracia) gracias a la resistencia popular que lo limitó. Fue como reacción ante ese bloqueo rebelde, me señala un amigo sovietista, que el capital trasnacional fugó todos los activos que cosechó en 2016/17, y entonces el gobierno fue a pedir al FMI. “Lo usamos para pagarle a los bancos extranjeros”, declaró, dixit, el rubio ex presidente. Limitado en el frente interno, refirmó su condición de agente del poder financiero global en la Argentina (y el préstamo es una técnica política de gobernarnos gobierne quien gobierne).

Por eso el que tanto vivió de Franco le dijo a la nieta de Mirtha Legrand: “No, no me encerraba a ver Netflix a las siete de la tarde desde el comienzo del mandato. Fue desde que nos tiraron catorce toneladas de piedras en diciembre del 17. Habíamos ganado en octubre, y ahí sentí como ‘¿pero ni así podemos hacer lo que queremos hacer?’, y es como que a partir de ahí me deprimí”. La estocada de la que no se recuperaron se la dio la movilización social, y en la calle, como deseaba Borges. Y por un sujeto heterogéneo (cuyo hit era “unidad de los trabajadores…”), integrado pero ni de lejos liderado por las organizaciones kirchneristas.

La movilización de marea multitudinal fue vanguardia, y luego Cristina ideó un instrumento que tradujo con gran eficacia esa fuerza al plano electoral. Le sacamos ¡16 puntos! a un gobierno en su primer mandato que tenía el poder de la Nación, provincia de Buenos Aires, Capital, principales medios, Corte, FFAA, Embajada… Pero al mismísimo día siguiente de esa revuelta en las urnas, el elegido de Cristina comenzó su política de desmovilización. Ya ahí Alberto salió a declarar que nos quedáramos en casa y sin agitar (como asumiendo que el triunfo ya estaba, y entonces, que no pase nada). Los amarillos se recontra movilizaron y achicaron a la mitad la diferencia.

A Alberto, después, la pandemia le vino de perillas. Por un ratito. Imaginate sobrevolar la mega urbe del AMBA en helicóptero viendo, en el asfalto vacío, inertes, el acatamiento de la población a tu mando de quedarse en casa. Que te festejen las explicaciones y las filminas, tus dotes de magisterio, no sin una insinuación de entronización popera -casi imperceptible por tenue y fugaz-. Habrá sentido que era él; tuvo Alberto su albertista hora. Y capaz le pintó emanciparse y poder sin tanta Cristina…

Empezó alfonsinista, viró en delarruoide, decanta en presidente opinador. La foto del festejo ilícito en cuarentena bastaba para tumbarlo; no lo bajaron porque asumía Cristina.

2- Razón sin fuerza

No fue débil siempre nuestra democracia aterrorizada. Tuvo sus momentos de gloria. Por un lado el juicio a las Juntas, orgullo nacional, el mejor momento de la institucionalidad democrática. Acaso su homenaje fílmico -bienvenido sea- sea síntoma de cuánto lo conquistado subjetivamente por esa instancia hoy tambalea. Pero si la democracia argentina tuvo un punto más elevado, fue el 19 y 20 de diciembre de 2001; la revuelta, cúspide de nuestra democracia. El cuerpo colectivo tomando protagonismo de la gestión de sus sentires; los asuntos comunes ya no tan completamente delegados (mediatizados) en la representación, sino cantados pisando en todas partes.

Huyeron los bancos -parásitos patrones del poder capitalista-, huyó el Presidente, huyó la Policía. Las elites, ahí sí, tuvieron miedo. Por eso después, durante unos años, aceptaron hacer concesiones. Hubo conquistas: ya no podía resolverse la economía mediante ajuste, ni la política mediante represión. Duhalde mató y tuvo que llamar a elecciones. Duraron varios años, las conquistas.

Pero esa fuerza de protagonismo popular fue después delegada a la esfera de la representación institucional, y así, a la larga o a la media, perdió la democracia, se vacía de fuerza. El kirchnerismo, como proceso gubernamental que contuvo -en doble sentido- demandas populares, abreva no tanto en el 19 y 20, no tanto en la revuelta que plantó esas demandas, como en el 26 de junio de 2002: en la inflingida tristeza que desactivó la revuelta y le hizo perder autosuficiencia. Heridos, entristecidos, nuevamente aterrorizados, con dos hermosos compañeros asesinados -el orden mostrando el terror en que se apoya-, pasamos de la responsabilidad directa respecto a lo común, a delegar en líderes idolatrados.

(¿No es Cristina un cuerpo investido de idolatría, tanto para millones de personas que la aman, como también para quienes quieren matarla? Solo a un ídolo le cabe tanto odio; esa concentración de odio también expresa que una serie de atributos de lo político, de lo político como potencia de transformación social, han quedado cristalizados en un individuo. Los grandes nombres de la historia están allí para ocultar el protagonismo popular; el relato del héroe, como dice Natalia Ortiz Maldonado, despotencia a la multitud).

Delegado el estado de ánimo (como dice Diego Valeriano), la dimensión políticamente activa de la subjetividad común cedió ante el ser consumidores. Y la inclusión de la década ganada fue inclusión en tanto consumidores (que luego, claro, prefieren que les digan que son emprendedores, y no empoderados por el gobierno, y quieren policía para reprimir al que les rompe las pelotas). Es lógico que después de esa mediatización de lo político adviniera el partido de los CEO’s.

Del protagonismo popular a este estado de desconcierto, desorientación, impotencia. Sin articular con alguna fuerza social efectiva, un gobierno no puede más que administrar el estado de cosas dominante. El posibilismo es la razón de la falta de fuerza; la razón sin cuerpo. Alguna fuerza social efectiva, algún sujeto capaz de algún tipo de fuerza, es necesario para que los más fuertes de la sociedad, los sistémicamente fuertes, cedan algo (como cedió el capital en el siglo XX ante el agite obrero y la amenaza socialista). Si no se asustan, ¿por qué van a ceder? Los terratenientes son un ejemplo de una clase social formada por generaciones y generaciones por la voracidad. Con Alvear, cien años atrás, las retenciones a la exportación cerealera llegaron al 60%; sin mencionar la experiencia del IAPI. Ahora no toleran nada, casi, que no coincida con la ganancia máxima dispuesta por la única verdad, el mercado global -y lo que dispone para el suelo de la patria-, y te tiran los tractores, el lobby, todo lo que pueden, si les ponés algunos límites. Gente que se queja furiosa mientras hace fortuna.

3- Aquel plazón y la política de desmovilización

Con todo, el día de la asunción, 10 de diciembre de 2019, se vivió una reunión multitudinal grande e intensa como pocas veces en la Argentina. Descomunal plazón, hace casi tres años. Incomparablemente más intenso y potente que la plaza que reaccionó al atentado contra Cristina. En aquel había una fuerza produciéndose, encontrándose, enterándose: abriendo, por la fuerza de su presencia, el horizonte de lo posible en un sentido y dimensión sin límite preestablecido. En esta, reunión ya sabida, repetición de un nosotros cristalizado, que busca a la defensiva frenar algo -no abrir-.

Sobre la base de esa fuerza, ¿no podíamos cuestionar a fondo la deuda desde el día uno?

Nada más lejos. Tras la mencionada afinidad electiva entre Alberto y el ASPO, al año, un peronismo alérgico y hasta odiante de los sectores populares impidió que el funeral de Diego fuera el ritual de intensificación del lazo social que merecía haber sido, verdadera celebración popular de un mismo llanto en millones de ojos, como hito imborrable en nuestra historia. El propio “Presidente” salió con su megáfono a intentar detener la marea maradoniana; no pudo, y el maradonismo copó la Rosada, en el primer asalto efectivo a la casa de Gobierno en la historia argentina. Alberto dejando que Claudia, Dalma, Gianina sintieran que era “decisión suya” lo que en rigor era incluso más que cuestión de Estado, patrimonio inextirpable de la Historia popular. Quizá el propio deseo de Alberto era que no pasara nada, que no pasara mucho, que estos negros se fueran rápido a su casa.

Como si esa escena fuera poco para demostrar el divorcio programático entre Gobierno y movilización social (o sea, su política de desmovilización), desalojaron Guernica para bancar a los countrys, con la frutilla de prender fuego los ranchos, neto acto comunicacional (ay cómo hubieran saltado tantos compas si lo hacía Ritondo…). Un mensaje difícil de no entender y sin embargo muchos consiguieron seguir pensando -o deseando- que este era un gobierno popular. Claro, “enfrente” hay algo aún peor. Solo que, como dice un amigo medio tano, la forma más eficaz de “no hacerle el juego a la derecha” termina siendo… encarnar a la derecha, implementar sus designios.

No hay peor derrota que la advenida por una victoria. Si se gobierna naturalizando la razón del ajuste; si se construye en los espacios de militancia y gestión reproduciendo modos de la rosca, el amiguismo, la acumulación, etc.; si, en fin, se gobierna modos cada vez más parecidas a la gestión capitalista del Estado capitalista, “con tal de que no vuelvan los peores”, quizá ganes las elecciones, pero lo que seguro triunfa es una matriz sensible. Las imágenes circulantes de “estabilidad social”, ¿se asocian al ajuste, o a la distribución? (Esto me lo apuntó un amigo medio polaco) ¿Qué se naturaliza como sentido común?

4- Cristina y el ajuste

El ajuste actual es viable porque está Cristina en el Gobierno. Sin ella, la resistencia popular sería mucho mayor -lo vimos durante la gestión cambiemita-. Ella es la condición de posibilidad del ajuste, aunque nos duela.

5- Cristina desmistifica al capital

Pero, aunque el odio que hay a Cristina tenga entre sus ingredientes la pauperización de las condiciones de vida de las clases trabajadoras, es claro a todas luces que la campaña sistemática en su contra tiene otras vertientes. El anatema arrojado sobre ella está acuñado por privilegios ofendidos.

Son dos cosas que se superponen.

Cuando era Presidenta, Cristina pasaba por alto, en su discurso, los dolores, los nervios, las violencias, los padecimientos cotidianos de millones de personas. Y sus “soldados” esgrimían una soberbia sectarizante, acusando a toda crítica (por ejemplo, quien criticara el extractivismo) de “hacerle el juego a la derecha”.

Por otra parte, Cristina es la única integrante del sistema político en sus altas esferas que nombra al capital como capital. ¡La única que nombra al capital!

Pero que dos cosas coincidan, se superpongan, no debe llevarnos a identificar su naturaleza. Una cosa es la pasión rabiosa de quienes no son precisamente privilegiados en esta sociedad contra la principal figura del sistema político argentino de los últimos veinte años. Otra cosa es la huella de los intereses de las elites, del orden patrón, en las horcas, muñecos de cadáveres o calabozos donde vienen hace rato soñando y promocionando la anulación -de una forma u otra- de esa señora. Unos odian deslomarse y vivir vidas ajustadas y percibir que hay algunos que reciben ayuda; los otros nada que ver: odian que les pongan (hayan puesto o amenacen poner) obstáculos a su ganancia, odian que la señalen, incluso.

Cristina le puso el cuerpo y el nombre a matices, políticas, divergentes a lo que hubiera hecho la pura inercia de la realidad capitalista. Desde la estatización de las AFJP, la jubilación de las amas de casa (reconociendo su condición de trabajadoras, creadoras de valor), las paritarias libres, hasta Zamba como héroe chipacero de les niñes o la multiplicación de universidades en barrios de clase trabajadora-. Omito en esta lista la AUH por cautela. Ya que, si el gobierno de Cambiemos no solo no eliminó sino que aumentó la cantidad de asignaciones, ¿no será que esta asistencia mínima a los sectores más postergados de la economía es una especie de política de Estado post-2001? El Estado -y los circuitos de la gobernanza- advirtieron que, dejando totalmente a la buena de Dios a tantos millones de personas, no hay chance de gobernabilidad.

Cada tanto Cristina desmistifica la relación de clases. Por eso la odian. Todo sujeto apegado existencial y anímicamente al orden capitalista va a odiar eso. Odian que se nombre siquiera la condición histórica del capitalismo; histórica, política, no natural. “Nosotros no estamos en contra de la ganancia de las empresas”, dijo CFK en Parque Norte en 2008, cuando comenzó el conflicto con el empresariado agropecuario, “nosotros inventamos la alianza entre capital y trabajo”.

Ta, pero ya nombrar que hay una tensión, que se regula políticamente, desmistifica, terrenaliza. Como también la propuesta de que “la deuda la paguen quienes se fugaron los dólares”; queda en nada más que frases, lenguaje, pero quién sabe con qué puedan ligarse esas frases. Si al fin y al cabo el kirchnerismo tuvo fuerza -si fue capaz de transformaciones- es por haber sido una interfaz, que articulaba el sistema político con el plano de la movilización social.

6- Ambivalencia materialista

Ambivalencia, pues, respecto a la figura de Cristina. En el orden normal de la expresión y la comunicación, lo que menos se dispone es pensar, pensar con la complejidad como premisa, situarse en un terreno tensado por contradicciones. Raro es encontrar una voz que se pare en que “la verdad, no sé, no sabemos, es complejo” e intente desde allí pensar. Toda voz pareciera impelida a un binarismo urgente; a una toma de partido binaria e instantánea. ¿Cuáles son los efectos de Cristina en la lucha de clases? Es ambivalente, contradictorio, complejo. Pensamiento situacional: qué efectos tiene cada cosa en cada tensión. Ambivalencia: en cierto plano, hay que recontra bancarla a Cristina (ante el poder político-judicial, en las elecciones…); en otros, hay que terminar de derrocarla como delegada del estado de ánimo, como referente “contenedora” de la multiplicidad, agilidad, espontaneidad e inocencia de la movilización social, y ni hablar como represora -¿o no puso y sostuvo a Berni?-.

7- Desdoble y teología peronista

Después del atentado que sufrió, Cristina no estuvo en el acto que el Gobierno realizó en la Basílica de Luján, pero optó por retomar la palabra pública contenida en un scrown católico, con los curas de la opción por los pobres (¿los evangélicos son de ellos y de Roma nosotres?). Dijo así:

“Los grandes problemas económicos de la Argentina que tenemos que resolver… Con la gente que tiene un salario (los que todavía tienen un salario) y no le alcanza para llegar a fin de mes; o los que pagan un alquiler (los que todavía pueden pagar el alquiler) y no les alcanza; o, como suele decir nuestro amigo Juan, nuestro compañero Juan Grabois, el problema de la tierra, familias que viven en un terreno y crecen y ya no entran y no tienen dónde vivir; imagínense, los problemas que tenemos que resolver, ¿ustedes creen que puede hacerse si alrededor lo único que se hace es agraviar? Por eso quise encontrarme con ustedes, porque ustedes siempre están tan cerca…”, y acá podía pensarse que nombraría algo como a los pobres, pero dijo: “…de Dios y de la Virgen; a ver si acercándome a ustedes puedo estar, yo también, cerca de Dios y de la Virgen yo también. Y le voy a copiar una frase a Francisco -dijo para rematar:- recen por mí. Recen por mí, que lo necesito”.

Por supuesto, te gatillan un fierro en la cabeza y perfectamente te puede pegar un viraje místico. “Estoy viva por Dios y la Virgen”. Ok. Pero hay algo más que se abre, y es un desdoblamiento entre Espíritu y Cuerpo del peronismo en el gobierno. Un peronismo con una imagen abstracta de sí mismo, autopercibido inclusivo, femenino, democrático, nacional y popular, y un cuerpo material ejecutor y obrante, en cambio, ajustador y neoliberal. Una escisión de ontología política entre el Ser, presuntamente fundamental, y el ente histórico concreto. Espíritu cristinista y cuerpo -claro- de Massa.

8- Fascismo lógico y posibilismo existencial

Hay contradicciones antagónicas y no antagónicas, y ubicar cuál es el enemigo resulta ordenador en el quilombo de lo real.

El triunfo de las elites con la Dictadura moldeó el consenso democrático posterior, como describe Silvia Schwarzbock; el consenso de negación al Terror se apoyó sobre el triunfo económico, ya no discutido, de las elites. Pero la economía es un poderoso regulador de los modos de vida, de las relaciones de mando y obediencia, de la distribución de derechos, privilegios y restricciones en la sociedad; la economía es un ordenador político, en fin.

¿Y si la vida se vuelve insoportable? Si aumenta la tasa de insoportabilidad, el costo de soportar; si se ajustan las imágenes que el ánimo tiene de sí, de lo que puede. Hartazgos fermentados, cansancios acumulados, amasados y levados, la ansiedad como la cadena más eficiente de la historia; gente deprimida o al borde de un bobazo o ACV; o de cagarse a piñas por una disputa de tránsito, o de darle un tiro a alguien por llevarse una moto o por “matar un chorro” o de volarle la cabeza a la líder política más querida del país.

Cuando la vida es cada vez más insoportable, acaso la falta de realidad de políticas que rechacen el capitalismo oriente el malestar a rebeldías que lo que pueden sí concebir romper es vida, las vidas que molestan (o no merecen o…). La “utopía” que queda disponible es que si hacemos capitalismo posta puro y -sobre todo- duro, todo va a estar bien o al menos estaré “bien” por contraste con todos los que programáticamente sufrirán.

El malestar multitudinario, agobiante, no sin lógica se convierte en deseo fascista: si no hay transformación eficaz, gana como alternativa la crispación a fondo de las reglas dominantes, la pseudo-transformación de limpiar de impurezas el juego capitalista. ¿No vivimos la reafirmación del triunfo de la Dictadura? El tabú del terror y la crueldad se resquebraja, y no es posible augurar hasta dónde puede crecer el deseo odiante, el deseo de dañar, la negación de la semejanza como forma de magra afirmación subjetiva.

Quienes nacimos durante la dictadura asumimos siempre que el Terror era del pasado; ni hablar lxs criados en los años felices kirchneristas. Es posible que debamos ahora resistir a oscuridades crecientes, a una cada vez mayor circulación de crueldad por doquier. Pero lo peor sería ya estar muertos en vida, ¿no? Es decir, ser incapaces de pergeñar imágenes deseables, deseos habitables; vivir adaptándonos a lo que hay (posibilismo existencial), siguiendo a la inapelable realidad (followers del realismo capitalista). ¿Somos capaces de instaurar intensidades deseables?, Plantar vida donde estemos, brotes de contrapaisajes que desmientan la vida neoliberal como obvio destino. El horizonte cambia después; primero, siempre, la presencia.

Afecto y experiencia terapéutica // Sofía Guggiari

Renguea y tiene su cuerpo tirado para adelante. Parece que quisiera estamparse contra el piso. Se agarra del respaldo de la silla como si fuera lo único que tiene en la vida. Tiene 30 años. Ningún diagnóstico físico. Pero él cree que ya es demasiado tarde. Lo veo sentarse torpemente, como si no pudiera reposar en ningún lugar. No soporto lo que veo ni siento. Me enervo, le grito su nombre. Lo imito. Me encorvo, tuerzo un pie y deformo mis manos. Le devuelvo lo que vi. El me mira. Con los ojos gigantes. Desorbitado. Me dice: Si, así, yo me veo a mi

 

Mastico el vacío. La garganta se angosta con mi respiración. Abro la ventana que tengo detrás mío. Me angustia lo que escucho. Ella habla de su amiga muerta. Está enojada. Mueve los ojos para arriba, queriendo escapar de mí. Nerviosa, frota sus manos. Repite en varios momentos la frase: mi amiga es inentendible.  La interrumpo. Necesito una detención. Alzo la voz y con lágrimas en mis ojos, le digo: ¿mi amiga es inentendible?. Ella tira para atrás su espalda y se recuesta en el sillón. Cierra los ojos y estalla en un llanto profundo. Un río libera la corriente. La habitación se ensancha. Un alivio inmenso. Ella sonríe mientras llora. Abre los ojos mirando su nuevo mundo.

 

El afecto es un bicho raro. Introduce una interrupción, un arrojo a lo inesperado. A veces, desborde peligroso. Llamado al motín, a la revuelta. Nos hace traicionar lo más obvio de nosotrxs mismos. Produce una sospecha. Dicen que en la clínica no se trabaja con el afecto. Intoxica la palabra, hierba mala. Puede engañar.

 

Pero al afecto no hay que creerle ni no creerle. No nos viene a imponer una verdad. Es mapa. Estrategia. Brújula de algo. Materia de experimentación. Procedimiento, técnica y ensayo. Clínica de las fuerzas: un modo de lo performático.

 

 

Trabajar con el afecto implica el desafío de poner a disposición las fuerzas intuitivas de los músculos, las palpitaciones, la cognición, los pensamientos, las palabras, las emociones. Los afectos son los modos en que se expresan los efectos de una vida sobre un cuerpo. Esa relación inconmensurable entre una existencia y el mundo. Un cuerpo que no tuvo ese miramiento necesario para inscribir un modo del cuidado; una profunda inhibición después  de un impacto, el momento más doloroso: la muerte de un amor.

 

El afecto del que hablo no es de alguien en particular. No existe, ni preexiste por fuera de la relación terapéutica. Es lo que ocurre en el entre. Entre  nosotrxs, el lugar, el espacio y la temporalidad.

A los terapeutas nos toca el trabajo de lectura y escucha del entre. Por qué se trata de lo que suscita en nuestros cuerpos las palabras, tonos, silencios, incomodidades, insistencias, velocidades e intensidades de los gestos y movimientos. Expresiones del tiempo y de la materia que impactan en las células. Y que no interpretamos. Justamente lo devolvemos, como el reflejo de la luna en el espejo. Somos el reflejo, somos el espejo.

Somos lectorxs. Pero no solamente leemos con los ojos. No solo escuchamos con los oídos. ¿Acaso no es éste el uso oficial y hegemónico de nuestro cuerpo? Podemos leer y escuchar con los poros de la piel.

El afecto no engaña. Abre una situación, el dispositivo. Que no va a hacia algún lado, no presume dirección. Es materia para producción de territorios, despliegues posibles. Ahí  nuestra práctica y el ensayo de una vida posible.

 

La experiencia terapéutica es entonces una apuesta, un acto creativo; una performance. Performance sobre los cuerpos y los afectos. Las emociones y las palabras. Los flujos y energías. Pulsión, fuerza, emotividad y decir. Un trabajo de lectura, escucha y agenciamiento sobre las palabras amarradas a los afectos y los afectos amarrados a las distintas partes del cuerpo.

Siempre sirviéndose de lo único que quizás nos sirva de balsa para atravesar el océano: el entre de quienes participan de la experiencia.  Transferencia. Lazo estelar.  Indice principal para la creación de un espacio/tiempo. Para escuchar, sentir, las posiciones en que las personas quedan en relación a lxs otrxs, los modos de vinculación, las historias pasadas, los presentes larvarios. Porque es ahí, en el entre, donde se encarna lo invisible, los roles, las posiciones, lo demasiado muerto, lo eminentemente vivo. Es ahí donde los cuerpos producen su decir.

 

Experimentar con los afectos implica el peligro y el juego de las mutaciones. Las desviaciones. Implica el riesgo de incitarlas, promoverlas. Interrumpir el flujo de una mirada miserable, con lo miserable de esa mirada. Desinhibir un afecto desprendiendolo de la palabra que lo detiene, con el desprendimiento mismo.

 

Ahí está la ternura, en ese acto que inaugura una salud. Composición de las fuerzas que nosotrxs escuchamos. Y si hay una vida a escuchar, hay una vida a vivir.

 

 

 

La irresoluble “o” en la consigna “Guerra o revolución”. Una lectura de Maurizio Lazzarato // Diego Sztulwark

Uno de los méritos del último libro de Maurizio Lazzarato, Guerra o revolución. Porque la paz no es una alternativa (Tinta Limón, Bs-As, 2022) es producir una buena sacudida respecto de la cuestión de las implicancias de la guerra y consecuentemente, de los modos de cartografía geopolítica que nos debemos. Como parte del esfuerzo principal de Lazzarato en sus últimos trabajos[1],  Guerra o revolución toma como punto de partida la guerra de Ucrania para sintetizar y relanzar enérgicamente un puñado de tesis claves, que podemos enumerar del siguiente modo:

  1. Ya no es posible dar cuenta de nuestros mundos eludiendo la centralidad del fenómeno de la guerra como constitutivo de las relaciones sociales, económicas y políticas dentro del capitalismo;
  2. Así, la guerra ha vuelto a mostrar su naturaleza inmanente al capitalismo mismo, que desde sus comienzos fue acumulación por medio del saqueo, la conquista, la explotación y por tanto la violencia estratégicamente concebida;
  3. Lo que se entiende mucho mejor cuando se presta atención a la correlación estratégica que se define cada vez de modo específico entre el Estado como principio territorial soberano y el capital, como principio de acumulación que tiende a la globalización;
  4. Dicha cuestión está acentuada desde la primera guerra mundial, y el desarrollo de la “guerra total”, definida por una dinámica imperialista que incita aumentos en la productividad social para subsumirla en el desarrollo de fuerzas destructivas, de modo que toda instancia extramilitar -ciencia y técnica, economía- reinventa bajo la dinámica última de la destrucción y la aniquilación;
  5. De allí que el paralelo necesario entre concentración de capital e imperialismos estatales, con su doble orientación hacia la guerra imperialista de conquista, y la colonización de cuerpos y territorio -razas, sexos, clases- hacia el interior de los estados;
  6. Lo que remata en una lectura del siglo XX como el de las revoluciones y las contra-revoluciones y por tanto en una brusca redeterminación de los mapas políticos, siendo la confrontación este-oeste solo una suerte de ilusión con respecto a la más intensa guerra entre un norte colonial y un sur antidescolonizador;
  7. Lazzarato afirma que el declive de la hegemonía de occidente -y particularmente EEUU- se explica por los costos de semejante contra revolución;
  8. Que la guerra actual tiene por fin político y por motivo la hegemonía del mercado mundial que EEUU creía asegurada luego de la caída del Muro de Berlín;
  9. Sería por tanto incomprensible el actual desplazamiento de la hegemonía del mercado mundial hacia el occidente sin considerar el pensamiento estratégico de los revolucionarios que resistieron la traición socialdemócrata del 14, que dieron lugar a la revolución bolchevique y que protagonizaron guerras de liberación de creciente intensidad a lo largo de siglo;
  10. Para Lazzarato el principal límite de las teorías sobre la subjetividad contemporáneas es el de no haber sabido descifrar la conexión que une y explica las violencias que recorren nuestras sociedades (incluida la destrucción del ecosistema) con la guerra declarada por la máquina Estado/capital a las poblaciones, guerra cuyo mejor ejemplo es la instalación bélica del neoliberalismo en el cono sur de América;
  11. Que como muestra justamente el ciclo neoliberal sudamericano, el pacto militar se encuentra en el inicio y en el final de cada ciclo económico y que durante fases de dominación militar, perviven automatismos raciales, sociales y de género que aparecen como violencia cultura, siendo en realidad singularizaciones de la guerra;
  12. El complemento cognitivo de las tesis anteriores es corolario sobre el cual resulta imposible estudiar la guerra y la lógica del capital como si se tratase de dos sistemas independientes;
  13. Que ya es tiempo de que movimientos populares y ciencias sociales críticas asuman la parte heredable del pensamiento y la práctica revolucionaria que permitió convertir la guerra mundial en revolución, lo que para Lazzarato quiere decir asumir la existencia de la guerra como rasgo central del presente y a la vez desplazar el punto de vista imperial (por igual en EE.UU-OTAN, China, Rusia, etc), hacia uno de clase;
  14. Teniendo en cuenta que ese desplazamiento solo puede ser doble, porque supone privilegiar el punto de vista del sur global sobre el norte y la elaboración de una concepción de las clases sociales a partir de una multiplicidad de sujetos a escala nacional y geopolítica;
  15. Que la cuestión crucial de la coyuntura supone responder a la pregunta (que Lenin y sus camaradas supieron responder en 1917) ¿Qué significa hoy “politizar la guerra”?. En definitiva, Lazzarato nos convoca a “recuperar lo que hemos perdido”: el principio estratégico de la enemistad.

 

Asumiendo el interés de las incitaciones de Lazzarato, quedan muchas preguntas por plantear:

  • ¿Basta con el llamado a convertir guerra en revolución clasista, siguiendo el pensamiento de la tradición revolucionaria, que según Lazzarato contribuyó a enriquecer lo que podríamos llamar el pensamiento estratégico del sur? ¿Es el sur un espacio políticamente constituido capaz de alentar una iniciativa política semejante? Como suele recordar Jun Fujita Hirose [2] -quien es, a la vez, autor del prólogo del nuevo libro de Lazzarato-, el paso efectivo de una situación de sometimiento a una de tipo insurreccional depende de lo que Deleuze y Guattari llaman un “devenir revolucionario” ¿No supone, el llamamiento de Lazzarato a reconstruir un pensamiento estratégico de un concomitante devenir revolucionario que permita pensar este post-leninismo en condiciones concretas? Porque si asumimos de buena gana que las luchas del sur están en la base de la declinación del norte, no se deriva de eso que el sur renazca emancipado de la guerra. No es solo que Rusia ni China ofrecen modelos políticos atractivos, sino que en todo el sur se trata de resolver el problema postcolonial y neoliberal por no decir el de la implantación actual del neofascismo;
  • En su libro Políticas del acontecimiento (Tinta Limón, 2006) Lazzarato describía las micropolíticas y las filosofías de la diferencia como movimientos postsocialistas que debían dejar atrás las formas revolucionarias del siglo pasado. En aquel texto las citas provenientes de Deleuze-Guattari y Foucault funcionaban como respaldo de la propuesta. Pero en la serie de textos que culminan en “Guerra o revolución” se produce un vuelco de las referencias y de la argumentación: Deleuze, Guattari y Foucault son criticados por su insuficiente reflexión sobre la guerra y se reivindica el pensamiento estratégico de los revolucionarios de la época de la Revolución Rusa, Lenin, Trotsky, Luxemburg, lo cual suscita una serie de preguntas que intento resumir en tres. Una más personal: ¿Es realmente necesario proceder por medio de la oposición de bloques contundentes, uno llamado de “pensamiento del 68” a otro llamado “pensamiento revolucionario”, con la dificultad adicional de tener que agregar luego un “pensamiento del sur” y al feminista, y además al ecologista? Creo que ni los bloques son tan macizos, ni precisamos actuar por la vía de cortes, bandazos y oposiciones tan monolíticas. Pero dada que la elección de Lazzarato es actuar por bloques y cortes abruptos, ¿cómo podría reconstruirse la trayectoria que vuelva comprensible la coherencia implícita en el pasaje de una serie de afirmaciones recientes hacia las actuales? Finalmente, me parece que si tomamos demasiado en serio el abroquelamiento del “pensamiento del 68” bajo el rótulo de la miseria de la estrategia perderíamos inútilmente los grandes momentos que respecto de la guerra el propio Lazzarato reconoce en Foucault (la centralidad de un pensamiento estratégico, el modelo de la guerra civil para pensar el poder), o Deleuze y Guattari (la enorme reflexión sobre las máquinas de guerra, el estado y el nacimiento de las guerras políticamente determinadas, así como los ya citados devenires revolucionarios con sus correspondientes meditaciones sobre cómo pensar la lucha de clases); por no hablar de la obra spinoziana que de Toni Negri (de El poder constituyente a Imperio) a Laurent Bové (autor de un notable libro titulado, precisamente La estrategia del conatus) permite pensar la inmanencia como tensión entre constitución, guerra y poder. ¿Cuál es la razón por la que provocar un corte tan fuerte con esos conceptos, en lugar de pedirles “un esfuerzo más” en el camino a actualizar el problema de la estrategia, sobre todo a la luz de los levantamientos producidos los últimos años de varios países de América del sur?
  • El llamado lazzaratiano a asumir la guerra, a retomar el principio estratégico desde una óptica actualizada y no eurocéntrica de la lucha de clases y a asumir la célebre inversión del enunciado de Clausewitz sobre la relación entre guerra y política ¿no debería ir acompañado, como condición ineludible, de una teoría capaz de diferenciar y privilegiar una guerra defensiva de otra ofensiva y colonial, una contra violencia capaz de postular otros valores éticos y materiales respecto de la violencia asesina y expropiadora; una teoría y una práctica capaz de oponer las cualidades y categorías que distinguen e impide que se espejen las disposiciones bélicas de los movimientos revolucionarios y popular respecto del imperialista? Lazzarato cree necesario introducir la asimetría (revolución contra-revolución) en la simetría de duelo, mientras que siguiendo a Amador Fernández-Savater, me parece imprescindible no descuidar la diferencia entre la fuerza de los fuertes y la fuerza de los débiles, es decir, reafirmar la asimetría que rompe la simetría. La única justificación posible para asumir la violencia de la guerra es que sea decididamente heterogénea respecto de la violencia guerrera, toda ella una crítica radical a la violencia bélica del poder;
  • Si bien queda muy claro que la recurrencia al nombre de Lenin no es exactamente un retorno al bolchevismo, y menos aún al marxismo-leninismo, no deja de resultar algo extraño el hecho que se acuda a la coyuntura de la primera guerra y de cierto saber práctico de aquellos revolucionarios por fuera del hecho ostensible de que el campo de las resistencias y de la revuelta no adopta en este tiempo forma revolucionaria equiparable: ¿qué sería un Lenin y un Trotsky sin aquellos soviets y aquella fe en el comunismo? De allí la pregunta de si el llamado de Lazzarato no posee más valor como advertencia a asumir el problema de la guerra y de la estrategia que a suponer que sabemos cómo que significa transformar semejante horror en revolución. En otras palabras, estos libros tienen un valor más alto si se los lee como una seria advertencia de las autocomplacencias pacificantes de las izquierdas (advertencia por otro lado hecho por el crecimiento de las propias ultraderechas) que como un programa y una táctica comprensibles sobre la puesta en práctica de un pasaje de la guerra a la revolución?;
  • Lazzarato insiste en sus últimos trabajos -que son los que estamos citando- en la importancia de la historia y el presente América Latina para revisar la experiencia entre revolución y guerra. Es muy cierto que aquí el neoliberalismo se manifiesta como un hecho de guerra, tanto porque nace de un aplastamiento de corrientes populares y revolucionarias, como porque sin las armas no podría asegurar su dominio democrático. En sus últimos libros se habla de diferentes momentos de países como Chile, Argentina, Bolivia y de Brasil. El sistema de referencias resulta útil para articular la influencia de la Revolución Cubana y las variantes de la guerra de guerrillas en el continente, los golpes de estado y el ciclo neoliberal y los levantamientos que del 2001 en adelante no han dejado de suscitarse en el sur de la región.
    Aquí las preguntas que se me suscitan tienen que ver con la escasa profundización en materiales de los años sesenta, como son por poner un ejemplo los formidables diarios de guerra que el Che Guevara escribió en Cuba, pero también en el Congo y en Bolivia, pero también (y para hablar solo desde la Argentina) las obras notables que sobre guerra y revolución se elaboraron las ultimadas décadas. Me refiero a una extensa y heterogénea obra de la que vale la pena nombrar algunas salientes para dar cuenta de una producción que desde el sur ayudaría a volver históricamente más rico el planteamiento que se desea hacer: la guerra como formación de élites nacionales (Tulio Halperin Donghi); la guerra como política implícita en Perón; como política terrorista en la última dictadura y como violencia de dominación en la democracia en la obra de León Rozitchner o la mirada de Rita Segato que articula bajo la forma de guerra con la violencia contra las mujeres, la naturaleza y la comunidad. También el pasaje de lo militar de la revolución a la opresión que va de la guerra de la independencia a los golpes de estado, así como la historia del doble poder no solo en Europa, sino en la historia reciente misma que realizó Alejandro Horowicz -por no enumerar la valiosa reflexión de militantes e intelectuales desde Juan Carlos Marín a Luis Mattini sobre problemas de estrategia en la lucha popular, de masa y revolucionarias del período previo a la última dictadura. . Se entiende que Lazzarato, autor de otros contextos, no se dedique a estudiar estas obras. Pero para el lector argentino se hace difícil evitar la presencia de estas lecturas entre las líneas de lo que leemos en Guerra o Revolución.

Seguir leyendo

La muñeca de flores // Mariela Coronel Silva

La estadía duraría un mes por lo menos. Llegar antes de las fiestas y rogar que no se adelante el parto con fecha para el tres de enero, era la mayor preocupación de mi mamá. Y por eso estaba de un lado a otro, abriendo y cerrando cajones, revisando en el fondo del placard, buscando toda la ropita guardada de cuando yo era bebé. Su hermana mayor, mi tía Marga, estaba de treinta y nueve semanas y le dijeron que sería una nena. Ella vive en Paraguay, siempre en la casa de su mamá, mi abuela Rafaela. Yo había terminado el jardín y al otro año empezaría el preescolar.

Ese verano, mi mamá me llevó a mi primer viaje de larga distancia. Casi veinte horas en un colectivo de dos pisos de la empresa Nuestra Señora de La Asunción. Llegamos y noté que su panza no era tan grande como me la imaginaba. Tal vez se debía a su altura. Era como una modelo de pasarela. Hoy no se ve como en esos años. El negro de su pelo tiene caminos grises. Su piel color caramelo y sin arrugas a pesar de ya haber pasado la línea de los cuarenta, hoy cuenta con varias grietas. 

La navidad en Paraguay es muy solemne. No hay festejos grandes, la gente no se junta a comer nada especial. Lo importante es el pesebre. Se hacen nacimientos de Jesús en figuras del tamaño de un perro. Se los ve en el frente de las casas o en sus patios. Parecen competir por cuál es el más fiel.

El pesebre de mi abuela era bastante austero. Estaba en el patio central de la casa rodeado de los árboles principales. Los más grandes. En sus troncos se ataban las hamacas paraguayas y, en noches muy calurosas, se ponían las camas bajo sus copas. En sus ramas se colgaban los mosquiteros. Yo amaba dormir así aunque hubiera sapos alrededor. Esos tules le daban aire de campamento de princesas.

No tuve regalo. No es la costumbre. Papá Noel se confundió y lo dejó en casa, me tranquilizó mi mamá. Me prometió que los reyes me darían lo que yo más quisiera. Yo había visto una muñeca grande en el almacén multitodo de al lado. Tenía rizos castaños y pecas. Los ojos se abrían y cerraban al mecerla. Usaba capelita y sombrilla. Su vestido de satén blanco simulaba seda con detalles de encaje. Me fascinaba verla cuando íbamos a comprar pan, yerba, llamar por teléfono o comprar azufre para las contracturas.

Faltaba un día para los reyes y los pesebres se estaban despidiendo. Mi tía seguía sin contracciones.

A la mañana siguiente, la muñeca deseada estaba sobre mis ojotas. Mi abuela me hizo el desayuno y me dijo que temprano mi mamá y mi tía se fueron al hospital. Van a buscar a tu primita, dijo mientras se metía un pan inflado de mate cocido en la boca. Pero por dos días no volvieron. Yo las esperaba en el sillón viendo telenovelas abrazada a mi muñeca y mi abuela iba y volvía del almacén donde averiguaba si había recibido algún llamado.

Ese mediodía, volvió directo para sacar la mesa al patio y guardar las hamacas. Puso velas y un mantel blanco. Ordenó las sillas en semicírculo. Me dijo que vea tele. Yo me quedé dormida a la hora de la siesta. Cuando desperté, toda la casa y todo el patio olían a flores. Además, la mesa, los árboles y las vigas tenían luces. Había gente saludando a mi abuela. Hacían una reverencia de respeto con las manos en el pecho diciendo señora. Mi abuela les ponía la mano en la cabeza como si fuera un cura dando la bendición. Yo estaba inquieta. Quería a mi mamá. Me mandó a sentarme al lado de mujeres que no conocía y que espere. Algunas lloraban, otras tenían un rosario en la mano. Todas me hablaban en guaraní. ¿Y mi mamá? Le pregunté de nuevo. Mi abuela siguió tocando cabezas. Ya estaba oscureciendo y me acerqué a la muchedumbre que se agolpaba delante de la mesa. Creí que había comida. Levanté la cabeza y mis talones y la vi. Una bebita dormida con una corona de flores naranjas, rosadas y blancas en su cabeza. Sus manitos juntas en forma de rezo eran de un color que nunca más presencié en ninguna cosa o lugar. No eran marrones, ni azules, tampoco grises, ni moradas.

En el medio de la mesa, en una cuna de flores, la que estaba acostada era mi primita. Petunias, madreselvas, jazmines, margaritas. Brillaba con su vestido blanco de princesa. Un vestido de satén con encajes idéntico al de mi muñeca.

Mi tía Marga casi muere en el parto y tuvo que ser internada. Por eso no estuvo en el velatorio. No pudo decidir qué se hacía con su hija. Mi madre estuvo pendiente de ella desde que le dijeron que había complicaciones hasta que le pidieron muchas firmas para los trámites finales. El cajoncito con la beba lo dejó un señor. No sé quién era. Mi mamá nunca me explicó bien esa parte. Lo que sí me contó -años después- es que, antes de volver a la casa, ya de noche, ella se había quedado dormida en la parada de colectivo. No pudo controlar su cansancio, debilitada por esos días de guardia en el hospital. Ella no estaba de acuerdo con esas costumbres. A los muertos no se les tiene miedo y a los infantes no se los apartan de los funerales por más chiquitos que sean. Me pidió disculpas varias veces. Sobre todo después de ir a una reunión en la primera semana de mi preescolar cuando fue citada por mi maestra. La seño Jime estaba preocupada por lo que le había contado esa tarde.

Me recuerdo en medio de los ojos quietos e invasivos de mis compañeritos y la seño, obnubilada. Ella había preguntado qué habíamos hecho en nuestras vacaciones. Yo le dije que había ido a conocer a mi primita muerta y que parecía una muñequita.

El hombre que murió según D.H. Lawrence // Amador Fernández-Savater

¿Cuál es nuestro mito fundador? No el Edipo, dice el filósofo argentino León Rozitchner, sino el mito de Cristo, “el cordero inmolado”. 

Cristo cancela nuestras deudas -contraídas en la rebelión primera y posterior expulsión del paraíso- con su sacrificio. Pero, ¿sacrificio de qué? Sacrificio del cuerpo: acepta la muerte, la muerte en vida, la muerte del cuerpo, como acceso a lo eterno. 

Es lo que nos propone ese modelo de identificación fundador. La Ley de Dios ya no nos obligará entonces sólo desde fuera, desde el exterior, sino también desde el interior, desde el corazón. Es lo que hace del cristianismo un dispositivo de dominación más eficaz: nos gobierna desde dentro, nos auto-gobernamos.

Modelo de vida perfecta, encarnación de la más enaltecida pureza. Modelo de amor perfecto, amor sin mujer, amor de unión abstracta con el Dios abstracto. Cristo va a la muerte, en el mayor de los sacrificios, para purificarse completamente del cuerpo, para depurarse de cualquier rasgo corpóreo. 

Este es el mito que el escritor inglés D. H. Lawrence (1885-1930) se decide a reescribir en El hombre que murió, una novela corta, o un cuento largo, escrito hacia el final de sus días, mientras redactaba esa otra obra póstuma suya tan poderosa que es un comentario del libro bíblico del Apocalipsis

¡Lawrence se dispone a reescribir el mito fundador de toda una civilización (hasta hoy)! Dirige su ataque al corazón del adversario: contar de otra manera sus historias, tergiversar sus relatos, mostrar el mandato de muerte que vehículan e invitar a otros modos de existencia. 

El Cristo de Lawrence resucita, un tanto torpe y desorientado, en la cueva, en la tierra, en este mundo. Poco a poco va volviendo en sí, tomando conciencia de lo que le ha pasado, de lo que le pasa ahora. De su nueva vida. 

“La muerte me ha salvado de mi propia salvación”. 

“El profeta y el salvador han muerto en mí. Viviré desde ahora mi vida personal”.   

 

Jesús resucita sin misión. La nueva vida será una vida sin misión. El Jesús de Lawrence no nace para morir, por nada ni por nadie. 

En su deambular primero se topa con María Magdalena. Sorpresa, alegría. Pero pronto decepción y alejamiento. Ella advierte que Jesús ya no es el Mesías: el Mesías no se ha levantado. Sólo Jesús, sin misión. Ella ama al Mesías, no la vida personal. Él advierte hasta qué punto su amor por los demás ha estado mediado por las obligaciones. Él salvaba y ellos le salvaban a él. Pero eso se acabó, se acabó salvar o ser salvado, ese tipo de relación. 

“Quise obligarlos a vivir y ellos me obligaron a morir”. 

“Cualquier contacto entre él y la humanidad (a partir de ahora) habría de ser libre, sin obligaciones”.    

¿Cómo amar a partir de ahora? Unos campesinos le acogen, desconocen quién es. Jesús busca este anonimato, la libertad en las relaciones. Hay atracción sensual, sexual, con la campesina joven. Cristo reflexiona sobre la virginidad (la de su madre, la suya propia) como modelo de amor puro. 

“Ahora sabía que la virginidad es una forma de egoísmo, y que el cuerpo nace para tomar y recibir sin egoísmo”.  

“Ahora sabía que había resucitado para la mujer o las mujeres que conocían la vida amplia del cuerpo, sin egoísmo de dar, sin egoísmo de recibir”. 

Cristo se había limitado a dar sin recibir. El Jesús de Lawrence quiere amar distinto, en un permanente dar y recibir, ida y vuelta, toma y daca. Esa imagen del “toma y daca” es la definición misma del matrimonio que Lawrence usará en sus otros textos sobre el amor. No sólo dar, no sólo recibir, sino dar y recibir, no sólo desear, no sólo ser deseado, sino desear y ser deseado, ese intercambio de posiciones. 

El Jesús de Lawrence ya no pertenece al Padre. No cambia el amor concreto de las mujeres por el amor abstracto a la Ley del Padre. Ya no es el hijo del Dios inmaterial cristiano, sino el hijo muy material de la madre y de la tierra. Aprende “la femenina diferencia, un coraje de vida y no de muerte”.    

Al final, en la última parte del cuento, el Jesús de Lawrence se vincula en amor sexual con la sacerdotisa de un templo dedicado a la diosa Isis. ¡Jesús en realidad ha resucitado… pagano! 

Se conoce y se ha escrito mucho sobre el paganismo de Lawrence. Es una “religión” del cosmos vivo. La relación con un mundo en el que todo está animado por una potencia vital, donde cada vínculo es singular y se establece con una existencia singular.          

“El mundo es ahora una flor de pétalos oscuros y yo estoy dentro de su perfume como dentro de un contacto”. 

Lo que salva ya no es una distancia, un distanciarse, sino un contacto, un vincularse. Un contacto sin promesa de salvación de por medio, sin esa verticalidad, sino libre y relativo sólo a los afectos mismos que se experimentan. No un contacto “virgen”, sino en el ida y vuelta del dar y del recibir. 

“Padre -exclamó- ¿por qué me has ocultado todo esto?” 

“Súbitamente se dio cuenta: ‘yo pedía a todos que me sirviesen con el cadáver de su amor. Y terminé ofreciéndoles el cadáver de mi amor. Tomar y comed: este es mi cuerpo -¡mi cadáver! Le asaltó una intensa vergüenza: ‘después de todo -pensó- quería que todos me amaran con sus cuerpos muertos”.  

Cristo fue asesinado, pero él mismo se ofreció al crimen con deleite morboso. Jesús resucitado pagano rechazará este amor muerto, este amor de cuerpos muertos, este amor sin vínculo sensual, sexual. “Pilatos y el sumo sacerdote me salvaron de mi excesiva salvación”.     

El final del apocalipsis cristiano, ese corte con la vida del cuerpo, ese corte con un cosmos vivo habitado por potencias singulares, esa vida escindida que, según León Rozitchner, se prolongará luego en el capitalismo, como amor al dinero y el beneficio abstracto, conexión instrumental con un mundo reducido a medio y herramienta, cuerpo modelo-ideal de gimnasio y escaparate, será un renacimiento de la vida sensible.     

“El ser humano quiere, ante todo, su plenitud física, ya que ahora, y por una vez, tiene un cuerpo y es potente. La gran maravilla es estar vivo. Para el ser humano , como la flor o el pájaro, el triunfo supremo consiste en ser lo más vívido, en estar lo más perfectamente vivo posible. Al margen de lo que pudieran conocer los muertos y nonatos, no pueden conocer la belleza, la maravilla de tener un cuerpo vivo. Los muertos pueden buscar el más allá, pero el magnífico aquí y ahora de la vida corporal es nuestro, y sólo nuestro, y lo es sólo durante un tiempo. Deberíamos bailar de gozo por estar vivos y tener un cuerpo, por formar parte del cosmos vivo y encarnado… Lo que el ser humano quiere apasionadamente es su totalidad y su unísono vivo, no la salvación aislada de su ‘alma’”.      

La “cultura de la cancelación”, o el privilegio de no recibir críticas // Macarena Marey

Lo que sigue son párrafos redactados al vuelo, más que nada por la urgencia de pensar cómo debemos actuar en un mundo injusta e innecesariamente peligroso para muchas personas y en el que quienes refuerzan las opresiones con sus expresiones públicas no toleran ninguna crítica sobre sus acciones. La ilusión de la cancelación les trae los beneficios de la victimización a quienes se consideran “cancelados” y refuerza las estructuras que generan los problemas para quienes ejercen la crítica.

 

El llanto del cocodrilo

“Cultura de la cancelación” es un atajo discursivo (hay quien diría un mito, es decir, una mentira, en este caso innoble) que les sirve a quienes usan el giro para continuar beneficiándose con la vigencia y el refuerzo de diferentes sistemas de dominación y desigualdad cuando estos son puestos en cuestión por el ejercicio de la crítica.

Cuando alguien denuncia haber sido “cancelada” o “cancelado”, muy probablemente ocurra lo siguiente. Un grupo acotado de personas tiene la libertad constatable (porque lo hacen a la vista de todo el mundo) de pronunciarse en contra de los derechos de todo un colectivo de personas. Tan garantizada tienen esta libertad que cualquier crítica a esos actos ilocucionarios es inmediatamente tildada de ataque personal y censura, como un intento de silenciar voces que claman en el desierto. Detrás de la instrumentalización del derecho de ejercer públicamente la crítica como un derecho a no recibir críticas se esconde un propósito muy evidente.

El objetivo de sacralizar un supuesto ejercicio del pensamiento crítico es anular la crítica cuando ella es ejercida por ciertas personas y, con esto, delimitar con las mayores precisión y normatividad posibles las fronteras de la autorización a pensar y hacer pensar. Así, solo las personas autorizadas que denuncian estar siendo “canceladas” pueden hablar y pensar, solo ellas tienen una ciudadanía epistémica plena. A quienes tienen muchas razones para cuestionarlas, por el contrario, esta operación de trazado de fronteras les quita toda ciudadanía epistémica. No es nada nuevo: es cerrar el círculo y velar sobre él, es la manera tradicional en la que proceden las elites. Ellas solas, las personas “canceladas”, son intelectuales y, por lo tanto, ellas sí pueden pensar en voz alta cualquier cosa, incluso atrocidades, sin que las subjetividades que asisten a ese espectáculo hasta involuntariamente entren en ninguna consideración. Tienen tanto protagonismo que, subrayo, incluso involuntariamente nos enteramos de las cosas que dicen porque de hecho dominan (son dueñas de) los foros. El resto, no importa cuáles sean sus credenciales epistémicas, no puede pronunciarse críticamente sobre nada de lo que esas personas espetan en público. Lo que dicen es inopinable. Es muy claro, entonces, que se trata de un burdo privilegio de impunidad ilocucionaria, no del ejercicio cándido de un derecho democrático. Quien saca rédito hasta de sus propios errores (por ejemplo, mayor publicidad y refuerzo de su inocencia en la performance de su victimización) no es víctima de nada ni de nadie y tampoco es inocente; por el contrario, está profundizando injusticias muy concretas, activa o pasivamente.

La distribución desigual de la autoridad epistémica, la categorización de algunas personas como con derecho de expresarse y de otras como no-conocedoras, es uno de los efectos y de los mecanismos de refuerzo de los sistemas de dominación. No hay un discurrir libre de ideas cuando hay desigualdades profundas que atraviesan desde el acceso a los micrófonos hasta el modo en el que nos perciben en público y la comprensión o no del modo en el que articulamos nuestros discursos. No existe, ni en la Argentina ni en ningún lugar, una distribución equitativa de la credibilidad. En contextos de injusticia estructural, casi nunca están dadas las condiciones para debates “racionales” entre “iguales”. Es raro que sean personas feministas quienes no sepan esto, porque los mitos de la inclusión dialógica y del carácter virtuoso de los procedimientos de deliberación son una de las trampas más obvias del patriarcado en la medida en que es un sistema de dominación. La invitación al diálogo es muchas veces la invitación a entrar en la boca del lobo. En esos casos, negarse a dialogar y señalar esa trampa es el curso de acción más indicado. Como el filósofo argentino Blas Radi, soy partidaria de que en estas condiciones la intransigencia tiene un rol político disruptivo y creativo que, al menos, consigue resguardar la dignidad e integridad de quienes están casi siempre en desventaja.

Que personas oprimidas de una manera determinada (por ejemplo, mujeres, pero cis, blancas, burguesas) no perciban su misma implicación en otras opresiones (de género, racialización y clase) no es un fenómeno tan misterioso en realidad. Que el feminismo no quite el cissexismo (y el racismo, el imperialismo, el capacitismo, el clasismo, el adultocentrismo, el etarismo) responde al hecho doble de que no hay jerarquía de opresiones (Audre Lorde) y de que ellas tienen un interjuego que articula la dominación por géneros de diferentes maneras (la famosa interseccionalidad, tantas veces invocada, tan pocas veces entendida). Cuando se arman polémicas sobre la pertinencia o no de la acusación de que alguien ha incurrido en alguna injusticia o discriminación al decir algo, suele quedar muy a la vista una incapacidad de reconocer que se ha actuado de manera injusta o discriminatoria. Desde la teoría crítica de la raza se ha escrito sobre este déficit epistémico y moral de quien se beneficia de un sistema de opresión. La ignorancia blanca es el déficit beneficioso para las personas blancas por el cual ellas no llegan a entender el mundo del que se benefician, no llegan a comprender de qué modo la supremacía racial y la racialización estructuran el mundo en el que viven (Charles Mills). Sin equiparar sistemas de opresión, podemos hablar de una ignorancia cis también. Las personas cis nos beneficiamos de un mundo cisnormativo que perjudica a las personas trans y parte de este sistema se alza sobre el hecho de que no llegamos a percibir el carácter estructural de la dominación cis.

Sobre algo tan burdo como que quien es injusta no percibe la misma injusticia de la que saca un provecho se monta gran parte de la fuerza de los sistemas de opresión. Esto también es banalidad del mal y la denuncia de “cancelación” es una tuerca en ese engranaje.

 

Bancate ese defecto

Cuando una discusión llega a un atolladero muy probablemente esté mal planteada. Esto ocurre con el gastado giro “separar la obra del artista” y su posibilidad y deseabilidad. Tratar el tema en estos términos termina por convertir injusticias estructurales en simples defectos morales de personas que habitan en esos mismos sistemas y, con eso, desplaza una cuestión de responsabilidades colectivas por un asunto de culpa individual.

La cuestión no es nueva y si nos entusiasmamos podemos encontrarla en República X, cuando Platón escandalosamente echa a los poetas de la misma pólis para la que eran esenciales, aunque en rigor no se trata del mismo fenómeno. Quienes trabajamos en la filosofía académica conocemos muy de cerca la cuestión de la “cancelación”. Leemos autores que son repudiables, que hacen afirmaciones que explícitamente nos inferiorizan, en mi caso como mujer (cis) de América del Sur. Ya nadie que tenga un rigor lector mínimo puede negarlo. El punto está en qué hacer con esto: ¿solo queremos quedar como buenas personas que indican que Aristóteles, Platón, Hobbes, Hume, Locke, Kant, Hegel, Nietzsche eran o misóginos, o racistas, o imperialistas, o antipopulares y elitistas, o todo eso y más junto? ¿Queremos con la denuncia, tan necesaria por otro lado, solo desmarcarnos públicamente de esas injusticias, como si no nos beneficiáramos de muchas de ellas? ¿Son el racismo y la misoginia de un autor europeo muerto tan solo expresiones esporádicas en su corpus, o por el contrario estructuran su pensamiento y forman parte de un proyecto civilizatorio que produce subjetividades jerarquizando y subhumanizando, mucho más allá de sus textos? Y nosotras mismas ¿nos creemos tan por fuera de todo sistema de dominación que no nos pensamos como agentes (pasivas o activas) de la continuación y el refuerzo de esos sistemas?

Hablar de responsabilidad colectiva no implica que todas las personas tengan las mismas tareas y deberes, solo indica que todas (casi todas) tenemos que hacer algo al respecto. Saber qué hacer y hacerlo es una cuestión de doble inserción colectiva y personal en los sistemas de opresión y cada quien querrá hacer, podrá hacer y hará según una serie de factores dependientes de condiciones materiales bien concretas y de la relación propia con la imbricación de varios de esos sistemas. Lo que no podemos hacer es decidir que estamos definitivamente más allá de toda responsabilidad por las injusticias del presente, esto es: autoproclamarnos inocentes.

En este marco, ¿por qué pensamos que alguien cuya escritura nos gusta es prima facie irreprochable? Ls seguidores que no pueden aceptar la falla de su artista e inmediatamente por eso la niegan aunque la tengan delante de sus ojos reproducen la distribución inequitativa de la inocencia. El problema es que nadie (casi nadie) es inocente en un mundo injusto. Otro problema es que no estamos hablando de figuras periféricas, marginalizadas del ejercicio del poder. Estamos hablando de protagonistas de la cultura que incluso ocupan cargos públicos en los que toman decisiones autoritativas. Cuando se consideran “canceladas” están invirtiendo el sentido real de la persecución ideológica.

No se trata, en rigor, de la relación entre un acto ilocucionario aislado y la realidad. Esto no es lo que significa “hacer cosas con palabras”, no significa que decir “hágase” será seguido por la creación de cualquier cosa desde la nada. Se trata de la reproducción de visiones jerarquizantes y subhumanizantes del mundo, de la elaboración continua de visiones del mundo que excluyen deliberada y cruelmente a muchas personas de él. No es tanto lo que una palabra pueda hacer respecto de una cosa o de si una palabra puede crear cosas, es una cuestión de percibir la inscripción de una expresión pública en un sistema de dominación. No se trata de separar autores y obras, se trata de que nadie puede pensarse de manera recortada de las relaciones sociales asimétricas en las que vivimos. Ni las escritoras, ni los cineastas, ni los roqueros, ni las profesoras de filosofía. Por supuesto, tampoco las obras, pero acá este no es el tema. El tema es qué hacen y dicen personas con poder que casualmente tienen ese poder porque son artistas con obras. Estas personas tienen una responsabilidad política marcada porque tienen influencia, micrófonos y protagonismo. Y, además, no existe nada parecido a un derecho a promover y alentar la aniquilación.

 

No es un debate

Decimos hasta el hartazgo que cuando se trata de supuestos debates con feministas transexcluyentes, de un lado (el de las y los feministas transexcluyentes) se quiere la aniquilación de todo un colectivo de personas históricamente oprimido por la norma cissexual y, del otro, está la defensa del derecho a existir. No hay una reciprocidad que nos permita pensar en un debate ni una intención de aprender y escuchar. Hay únicamente un proyecto destructivo de vidas, reaccionario respecto del statu quo y conservador respecto de una norma, la cissexual, que genera sufrimiento innecesario en millones de personas, que quiere imponerse sobre la vida de las personas trans, a quienes no se escucha. ¿Por qué habría que tenerse paciencia con figuras públicas que deciden presentarse, abierta o solapadamente, como enemigas? Porque eso es lo que hacen las feministas transexcluyentes, presentarse como enemigas. ¿De dónde sacar ganas para la pedagogía, entonces?

En “Los usos de la ira: las mujeres responden al racismo”, texto de una conferencia que dio en 1981 en la apertura a un congreso feminista y que es central para entender qué es la interseccionalidad, Audre Lorde defendió el uso de la ira (del enojo) como respuesta transformadora frente al racismo. No quiero equiparar el racismo con el cissexismo porque los sistemas de dominación actúan de maneras diferentes, aunque tienen en común varias operaciones básicas. Sí me interesa traer aquí estas preguntas:

¿Cuál de las mujeres aquí presentes está tan enamorada de su propia opresión como para no ver la huella del pisotón que le ha dado a otra mujer en la cara? ¿Para qué mujer se han vuelto las condiciones de su opresión, preciosas y necesarias en tanto en cuanto le permiten la entrada al redil de los justos, lejos de los fríos vientos del autoanálisis? […]

Ninguna mujer tiene la responsabilidad de modificar la psique de su opresor, aun cuando esa psique esté encarnada en otra mujer (Audre Lorde, “Los usos de la ira: las mujeres responden al racismo”, en La hermana, la extranjera. Artículos y conferencias, traducido por María Corniero, revisión de Alba V. Lasheras y Miren Elordui Cadiz, Ed. Horas y horas, Madrid, 2003, pp. 137-150; disponible en https://sentipensaresfem.wordpress.com/2016/12/03/uial/).

 

No poder bancarse el defecto cuando alguien lo muestra (sin o con ira) es una actitud bastante típica del opresor y de la opresora. Su auto-victimización no es solo un rechazo de culpabilidad, es ante todo un rechazo de la conciencia de la responsabilidad propia frente a las injusticias del presente y el refuerzo del lugar privilegiado de la inocencia de quien tiene garantizada su autoridad epistémica y sus espacios de ejercicio de la dominación.

¿Por qué un o una artista tiene que ser intachable? Quizás todavía cargamos con el lastre de las teorías del genio artístico, quizás necesitamos figuras de completitud en épocas de carencia. Sí sé que esta ansiedad por mantener la imagen inmaculada de artistas cuyas obras nos gustan termina por apañar a quienes ejercen la opresión, mientras que se les exigen toda clase de actitudes morales, amorosas, pacientes y pedagógicas a quienes son objeto de esa opresión. ¿Por qué habría que ser dulce con quien oprime? Este mundo está tan mal hecho que hay gente que nace y muere culpable tan solo por existir y una elite irresponsable de almas bellas que jamás se equivocan, sobre todo cuando se equivocan y que, al denunciar que las cancelan, reproducen los sistemas de dominación.

Palabras que (ya) no consuelan // Luchino Sívori

“Se trata de participar en el íntimo diálogo con el lenguaje”.

Hans-Georg Gadamer, 1993.

¿Por qué uno iría a buscar más lenguaje del que ya se tiene diariamente, en los libros, en las charlas cotidianas, en los diálogos que mantenemos incluso con nosotros mismos?

Busca de palabras que expliquen, motiven, sostengan o describan aquello que no cesa ni con la verosimilitud ni con el extrañamiento.

Pero también, búsqueda intrépida en conversaciones espontáneas con desconocidos, en rótulos televisivos y hashtags digitales, en intempestivos subtítulos de obras audiovisuales y en algún fraseo que a la larga  podría tomar, con suerte, espesura de señal. 

Toda una amalgama de signos, visuales y sonoros, pasados por el filtro de un lenguaje cada vez más verborrágico y fútil.

¿Qué clase de sobredosis viciada nunca saciada de y por las palabras se persigue yendo a buscar más frases sobre la pantalla o el papel?

Materia prima presuntamente inabarcable, cuyo estímulo ya no perdura ni entretiene ni sostiene más que una décima de segundo. Y aún así…

Y aún así este texto, y su lectura. 

Un gesto ya mecanizado el de la lectura -y estudiado, con todas las palabras posibles para comprenderla o des-aprenderla-; un ir y volver y volver a ir a una suerte de “querer saber más” eterno, para al final no quererlo nunca más (¿silencio demasiado sonoro?), y en última instancia entender por qué así, de esta manera. 

¿Y si hemos llegado al fin, finalmente, del lenguaje tal como lo conocíamos? Haciéndolo perdurar en sus “antiguas funciones”, asfixiándolo con el grado menos cinco de la escritura, forzándolo como a una máquina (nunca mejor dicho). Viciado, cansado de tanto ajetreo, no responde ya de sí más que con retortijones y zigzagueos, con un poder que todos -decimos- le otorgamos, pero que ya nadie parece percibir suficiente. 

Nos animamos a preguntar: ¿la búsqueda de una Segunda Ilustración se ha vuelto necesaria? 

Si el lenguaje ya no nos libera a través de la clásica representación ni refractando oblicuamente nada, ¿qué le queda, más que revolverse indefinidamente por el aire, tirando alguna que otra bocanada de fuego fugaz y efímera?

Escribir // Sofi Guggiari y Emi Exposto

Escribir para curarme. Para enfermar cada vez más. 

Para huir. Fugar. Traicionar esa palabra que ya no es parte de mí. 

 

Escribir para tocar la zona erógena del lenguaje. Para tocarte. Para desaparecer en las palabras. Para aprender a vivir.

 

Escribir para rasguñar este mundo, abrirle una herida y beber de su sangre. Hacer carne con el caos. Cometer el delito. Revelar el pliegue de lo que no se puede decir.

 

Escribir como anoréxico, devorando el vacío. La escritura revela una intimidad común: la clandestinidad de los enfermos. 

 

Escribir para agenciarme al magma con fuerza. Desnuda, sedienta. Lanzarme a lo imprevisto. Afirmar una existencia. Que nunca es una sola, sino miles a la vez. 

 

Escribir para liberar una vida aprisionada, inhibida en sus enfermedades. La escritura es un síntoma. Una coalescencia de sonidos y sabores, de aromas, texturas y visiones. Es un cuerpo excitado, aterrado por demonios y placeres intensos.

 

Escribir para crear una vida, allí donde no había nada. Entrar en ella, producir paisaje. Un pueblo de pueblos. De suelo húmedo y cielo furioso. Hacer del sueño, una pesadilla letal. 

 

Escribir es sumergirse en el malestar, prolongar en el lenguaje las fantasías de un cuerpo. Escribe el inconsciente para los inconscientes. Para convertir formas de vida en formas del lenguaje, para traducir en usos del cuerpo las mutaciones de la piel.

 

Escribir, no para pelear con monstruos viejos, conocidos. Escribir para crear nuevos monstruos. Mirarlos a la cara, ver de qué están hechos.

 

Escribir porque el mundo se acabó.

 

Para declararle la guerra a la literalidad de las cosas. Porque no hay otra manera de insistir cuando todo queda detenido. 

 

Porque nos calienta escribir. 

 

Para tratar a las palabras como nos hubiese gustado que nos traten. Y confiar en la escritura como un lugar de hospitalidad. Para producir un tiempo, crear una mirada.

 

Para odiar y amar por otros medios

 

Escribir un desierto y un átomo. Un universo, un gesto pequeño. El color de un gemido, los ojos cerrados. Describir con ímpetu cómo se abren los poros de la piel.

 

Escribir porque estamos forzados a hacerlo. La escritura es nuestra única estrategia para rozar el corazón de la materia. Es un órgano de los sentidos. Clínica de las fuerzas del mundo. 

 

Entonces, escribir para arrancarle la angustia a la certeza y no al revés. 

Escribir con desesperación y con prudencia. Como marca de lo abismal. 

Con delirio. Imaginación. Profunda tristeza. Agitada. Espesa. Loca. 

Como un nacimiento. Como una manera de morir.

 

Escribir para desconocernos a nosotros mismos. Para descubrir una potencia colectiva en el propio insomnio, en los sueños y pesadillas, en la ansiedad y el alcoholismo. 

 

Hacer océano de escrituras malditas. De tactos que erizan. Inminencia. Desborde. Sensatez.

 

Escribir es una política nocturna: la violencia de la noche le arranca al cuerpo su verdad. 

 

Escribir ante el vacío y por él.

Escribir para hacerte el amor.

Para violentarme con vos.

 

No vale la pena escribir si no es para afirmar una desesperación. Un delirio. Un exceso.

 

Escribir para no repetirse. 

Ser otra.

 

Para encontrar tu mirada, tu boca, tus voces, olores y caricias en mis palabras. 

 

No saber quién escribe

Por qué lo hacemos

 

Escribir es suicidarse un poco cada vez.

 

Hacer silencio, 

no escribir

 

 

El Siluetazo, su estela y los derechos humanos como sismos de expresión // Pablo Hupert

[Adelanto del libro Esto no es una representación, en preparación en Red Editorial. Otro adelanto puede verse en “La dinámica imaginal no es la sociedad del espectáculo de Guy Debord”].

 

No son sólo memoria,

son vida abierta.

Son camino que empieza

y que nos llama.

Cantan conmigo,

Conmigo cantan.

D. Viglietti

Si una pregunta recorre nuestras reflexiones sobre la segunda fluidez, es la que pregunta por los procedimientos de afirmación-expansión de potencia en las condiciones contemporáneas. Es cierto que comenzamos los diferentes libros ensayando una caracterización de cómo se producen elementos sociales fluidos (instituciones, Estado, signos, relaciones, subjetividades). Pero también es cierto que no nos limitamos a ello, y que tomamos esos dispositivos productores de elementos sociales como obstáculos a la subjetivación posible. No ensayamos aquí solamente una caracterización de las prácticas que nos capturan; ensayamos también un pensamiento de las prácticas en que nos afirmamos. Así, cuando hablamos de imaginalización, hablamos de una práctica semiótica que practicamos y en la que una potencia que desconocemos queda capturada; la imaginalización, entonces, es lo que evita otra práctica semiótica posible. Si las imágenes y palabras imaginales dan imagen a las propiedades o rasgos o atributos de cosas, sentimientos y personas, la expresión expresa la potencia de un común. Al hacerlo, hace común lo común de una situación, o teje nosotros, o trama consecuencias, o afirma subjetividades, o afecta, o hace perceptible y habitable un más-allá de una astitución[1] (o todas esas cosas a la vez), y siempre afirma y expande potencia: Algo que no se veía como propiedad del sujeto u objeto imaginalizados, luego de expresado, es perceptible como posibilidad de un común. La expresión expresa algo previamente no visto, y se proyecta a nuevas expresiones imprevisibles.

Para ver esta operatoria de la expresión, leamos el Siluetazo.

“La realización de siluetas es la más recordada de las prácticas artístico-políticas que proporcionaron una potente visualidad en el espacio público de Buenos Aires y muchas otras ciudades del país a las reivindicaciones del movimiento de derechos humanos en la década de 1980. Consiste en el trazado sencillo de la forma vacía de un cuerpo a escala natural sobre papeles, luego pegados en los muros de la ciudad, como forma de representar «la presencia de la ausencia», la de miles de detenidos desaparecidos durante la última dictadura militar.”

“…el inicio de esta práctica puede situarse durante la III Marcha de la Resistencia convocada por las Madres de Plaza de Mayo el 21 de septiembre de 1983… en lo que –­por la envergadura y masividad que alcanzó– se conoce como «el Siluetazo».”[2]

Para tomar dimensión del carácter acontecimental de esta práctica semiótica, señalemos una vez más el carácter inefable de la desaparición.

“La desaparición no se puede contar. Porque lo que el sujeto es (vida y acción hecha en su propio verbo-relato) se termina en el momento del secuestro, y luego… comienza otro verbo, comienza a desaparecer; cada segundo que pasa, desaparece más y más. ¿Cómo contar eso?, si no hay relato posible para eso. ¿Y cómo contar eso, si ese es el único fin de los perpetradores? […] No los asesinaron, los desaparecieron. Y la respuesta al interrogante ¿dónde están?, siempre será esa: «están desaparecidos». Cualquier palabra en contrario por parte del desaparecedor, sería romper una lógica de funcionamiento […] No hay intención de hablar, porque no hay necesidad de hablar. Ni posibilidad.”[3]

La desaparición no se puede contar: no se puede representar. Así, en Argentina la Dictadura de la desaparición de personas deja una condición con la que deberá lidiar el régimen democrático que le siguió: la condición de una representación en crisis.

También el movimiento de derechos humanos lidió con esa condición, y logró hacerlo no representando sino expresando. Las siluetas se convirtieron en expresión de los detenidos-desaparecidos. Como signo performativo, dieron forma presente a esos que no podían ser representados ni como muertos ni como presos. Lograron así hacer que ese real (los-treinta-mil) fuera una realidad en el paisaje de la realidad previa –pero una realidad disruptiva de ese paisaje. En tanto acontecimiento (en tanto uno de los varios “-azos” que conmovieron al país), fue una alteridad con la que se topó la realidad argentina, a la que afectó indeleble y sostenidamente. Si hoy esa realidad, “en su no-posibilidad de ser contada”,[4] nos resulta palpable e innegable, es gracias a que el movimiento de derechos humanos argentino pudo expresarla. El Siluetazo no representó la ausencia, sino que la presentó.

Si lo hizo sostenidamente, no fue porque lo hizo de una vez y para siempre, sino porque generó una cadena –o un rizoma– de encuentros, expresiones, réplicas.[5] Repasaremos algunas para poder pensar la expresión en su faceta de fidelidad a un acontecimiento y en su faceta de condición de esa fidelidad, en su faceta de constitución subjetiva y en su faceta de operador de esa constitución.

 

I. El Siluetazo.

Primero, detengámonos en el Siluetazo. Veremos que es en sí mismo un múltiple de réplicas entre expresiones y no un simple punto en una línea de tiempo. En primer lugar, fueron varias silueteadas. No solamente en setiembre (bajo la Dictadura), sino también en diciembre siguiente (asunción de Alfonsín) y marzo de 1984 (día del aniversario del golpe). Además, si la primera fue en la Plaza, la segunda y tercera fueron “campamentos de dos o tres días”, un “Woodstock de protesta”.[6] “Al mismo tiempo que espontáneamente y por fuera de la pauta de las Madres, se producen siluetas en los barrios y ciudades del interior del país. Las siluetas se vuelven así un signo autónomo.”[7]

Pero ahí no termina el carácter plural de este “-azo”. La idea inicial fue de los artistas Aguerreberry, Kexel y Flores para una muestra de arte; ante la dificultad de realizarla ellos tres solos en un espacio reducido, fueron a proponerla a las Madres. Estas tomaron la propuesta, modificándola (pidieron que no se pegaran siluetas en el piso, para evitar la insinuación de que los desaparecidos estuvieran muertos, y que no llevaran nombre ni rasgos faciales, para que cada silueta “representara” a “todos los desaparecidos”). Luego, los manifestantes volvieron a modificarla, poniendo un corazón rojo o poniendo nombres de sus parientes y amigos desaparecidos a las siluetas o dibujando rostros en las siluetas y algunas siluetas de bebés desaparecidos. A la vez, las Abuelas de la Plaza la modificaron insistiendo en que debía haber siluetas de embarazadas. En diciembre en el Obelisco, los jóvenes del Frente por los Derechos Humanos volvieron a modificarla al pintar siluetas en el piso pues eso facilitaba aumentar la producción de las mismas.

Cada modificación es una alteración que responde a un encuentro. Los artistas se encuentran con los desaparecidos (una otredad radical), y lo expresan en una propuesta. Este encuentro se encuentra a su vez con las Madres, que elaboran una propuesta modificada, que expresa el nuevo encuentro entre alteridades (artistas y Madres), que a su vez se verá afectado por el encuentro con otra alteridad: los manifestantes y los transeúntes que espontáneamente se sumaban a la silueteada. Y así sucesivamente. A cada paso, un encuentro; a cada encuentro, una afectación; a cada afectación, una expresión que propaga la afectación. Son réplicas sísmicas, alteradoras, y no réplicas reproductoras o repetitivas. La expresión es un proceso por el cual alguien o algunes se constituyen subjetivamente al responder por lo que les afecta: es entonces una subjetivación colectiva a la vez que un agenciamiento de expresión.

“El Siluetazo produjo un impacto notable en la ciudad no sólo por la modalidad de producción sino por el efecto que causó su grito mudo desde las paredes de los edificios céntricos, a la mañana siguiente. La prensa señaló que los peatones manifestaban la incomodidad o extrañeza que les provocaba sentirse mirados, interpelados por esas figuras sin rostro.”[8]

Diarios como La Prensa y La Nación mostraron fotos de las paredes céntricas con las siluetas, además de hacer la crónica de la acción artística,[9] propagando los efectos de esa alteridad que fueron las siluetas de tamaño natural pegadas en el centro porteño. Edward Shaw escribía en el Buenos Aires Herald: “estoy aun sorprendido al ver el perfil de alguien que no está más, como si yo… doblara la esquina y al girar me topara con una niña linda y real.”[10] Así, algunes expresaban eso disruptivo con lo que la ciudad se encontraba al día siguiente de la primera silueteada. A su vez, la propagación sería multiplicada por las silueteadas espontáneas en barrios y ciudades del interior. En todos esos puntos del país, otros y otras se toparán, ‘al doblar la esquina,’ con las siluetas de alguien desaparecido y se constituirán subjetivamente al responder a esos encuentros.

El carácter plural del Siluetazo se ve también en sus antecedentes. Tomaremos sólo dos. Hay uno manifestado por Aguerreberry, Kexel y Flores: la obra “1688”, del artista polaco J. Skapski, que ellos habían visto en las páginas de El Correo de la UNESCO en 1978, donde se representaba, con diminutas siluetas, la cantidad diaria de muertos en Auschwitz (2370). Por esto quizás originalmente los artistas argentinos tenían la intención de producir treinta mil siluetas (lo que resultaba irrealizable por varios motivos prácticos, como que requerirían una superficie de 60000 metros cuadrados[11]).[12] Hay otro antecedente mencionado por Roberto Amigo: “Las Madres, en su antigua casa de la calle Uruguay, realizaron en 1982 una exposición impactante de objetos de uso diario o creaciones artísticas de sus hijos detenidos-desaparecidos; esta muestra materializó la relación ‘presencia-ausencia’.”[13]

Pero hay más pluralidad todavía. Pues, así como ningún sujeto se autoengendra, tampoco ninguna expresión se “autoexpresa”, y las siluetas expresaban lo que expresaban dialogando con otras dos expresiones, digámoslo así, complementarias (aunque mejor deberíamos decir suplementarias). Una expresión complementaria fueron las fotos de los desaparecidos, que las Madres empleaban casi desde el comienzo; otra fueron las consignas que acompañaban las silueteadas, sobre todo “aparición con vida”, o “no a la autoamnistía”.

Estas expresiones se entraman entre sí y tejen consecuencias (más encuentros y más tramas). Y son expresiones porque, como dijo el gran artista argentino León Ferrari, “no es que nos juntábamos para hacer una performance, no. No estábamos representando nada. Era una obra que todo el mundo sentía, cuyo material estaba dentro de la gente.”[14] Las siluetas expresaban algo que sin expresión hubiera quedado mudo, pues la lengua de la situación, los dispositivos de la situación, no tenían lugar para representarlo. Como dice Bruno Napoli, la desaparición es una mutilación del lenguaje: “los desaparecidos no son muertos sino lenguaje robado”.[15] Pero nada es irrepresentable de por sí o, mejor dicho, para que un irrepresentable se presente disruptivamente como realidad que no se deja representar, es necesaria una expresión. Eso fueron las silueteadas: signo y acción a la vez,[16] o expresión, o presentación de un irrepresentable.[17]

 

II. La estela del Siluetazo.

Segundo, veamos la estela del Siluetazo. Veremos que, tomado como un encuentro-hito, puede ser visto como una alteridad que generó nuevas expresiones del encuentro con ella.

Recordemos que estamos a la búsqueda de una forma de practicar el lenguaje y la semiosis en general tal que escape de la captura imaginal. No cualquier uso sincero de los signos puede ser llamado expresión. Parafraseando a Deleuze, una expresión verdadera es una verdadera expresión. Un ejercicio semiótico se escapa a la captura imaginal no cuando ocurre fuera de la net o los medios masivos de comunicación ni cuando evita el photoshop u otros filtros, sino cuando, con los medios semióticos que sean, logra expresar un real que el uso corriente de los signos deja sin expresar, y cuando a la vez esta expresión logra constituir una subjetividad que no se constituye en el uso corriente de los signos (léase, la imaginalización).

Ahora bien, un uso expresivo, entonces, responde a un real, que no es sino responder al encuentro con ese real. Como la expresión de ese encuentro es heterogénea con el uso corriente de los signos, quien se encuentre con ella se estará encontrando con una alteridad a la que responder y por la que responder. Responderá a ella y por ella expresándola de forma heterogénea al uso corriente de los signos. Alguien se topa con una alteridad o una heterogeneidad (los detenidos-desaparecidos, o una expresión que lo toca, como una escultura o un grafiti o una voz) y necesita hacer algo con esa afectación, con ese encuentro; si logra expresar lo que lo afectó, entonces responde a ello y por ello y se constituye subjetivamente a partir del encuentro, a la vez que el encuentro se constituye semióticamente como encuentro o relación o común; se da así un agenciamiento de expresión. Este proceso productivo puede recomenzar a partir del nuevo signo-expresión, generando una cadena o un rizoma de heterogeneidades. De hecho, el Siluetazo “inauguró una política cultural que se constituiría en referente de experiencias posteriores.”[18] Esas expresiones heterogéneas tanto fugan de la captura corriente de los dispositivos semióticos dominantes como afirman una subjetivación heterogénea. Aclaremos que esta subjetivación no es por lo demás un individuo sino una relación, un encuentro heterogéneo con los individuos y grupos dados, una alteridad vincular; es una trama[19].

Veamos entonces cómo este acontecimiento estético llamado Siluetazo generó una estela de réplicas (respuestas expresivas, subjetivantes, que sostuvieron una heterogeneidad con la que nuevos otros se encontraron una y otra vez). Haremos un repaso que por supuesto no puede ser exhaustivo.

Una continuación que sostuvo la heterogeneidad de la figura del detenido-desaparecido fue la campaña “Dele una mano a los desaparecidos”, que “vuelve a reforzar la asociación entre el cuerpo de los manifestantes y el de los desaparecidos.”[20] Desde Europa les habían llegado a las Madres unas hojas de papel con la silueta de las manos y decidieron hacer una campaña en Argentina. En el verano de 1984-85, fueron a la costa balnearia argentina y pidieron a la gente que pusiera sus manos. “Eran mesas en la vía pública, habitualmente llevadas adelante por madres, con pañuelo, identificadas como tales, aquel que ponía la mano por el desaparecido, ponía su mano sobre el papel impreso y la madre bocetaba la silueta de la mano y luego uno podía escribir sobre esa mano un nombre propio, una frase, una consigna, un poema, una carta, lo que quisiera. [Juntaron un millón de manos y] con ese millón de manos se realizaron unas banderolas o guirnaldas, que empapelaron todo el espacio aéreo de la Plaza de Mayo y de toda la Av. de Mayo el 24 de marzo del 85.”[21]

Otra réplica generada por el Siluetazo en la estela del mismo ocurrió en 1989 en la que se recuerda como la marcha de las siluetas rojas contra los indultos de Menem y “la cínica reaparición de los radicales en las marchas de derechos humanos”.[22] “La coyuntura política no favorecía las posiciones éticas de las Madres, entonces la plaza no pudo convertirse en un taller de producción de siluetas con participación de los manifestantes,” de modo que los organizadores produjeron las siluetas “con la aplicación del color rojo en forma plana y uniforme, buscando un impacto visual.”[23] Una expresión sale al encuentro de su alteridad: “Ningún transeúnte pudo evitar, en esas horas, sentir el escozor que la memoria proyecta.”[24] Se agenciarían, quienes pudieran, para expresar en nuevas ocasiones ese escozor provocado por la alteridad con que se encontraron.

A mitad de la década del ’90 llegó otra réplica sísmica: la práctica de los escraches, a partir del nacimiento de HIJOS, que tiene una complejidad singular, distinta al Siluetazo, pero que también pertenece al movimiento de derechos humanos y se inscribe en él alterando las prácticas de ese movimiento, alteración que toda expresión puede efectuar. Alterando, los escraches ejercen una “reapropiación del espacio público presente en prácticas” como las silueteadas, al tiempo que “la vocación alerta de memoria que caracteriza a las Madres de Plaza de Mayo fue heredada por los hijos de desaparecidos en esos actos con que denuncian la presencia de ex represores en el barrio.”[25] Los hijos se topan con la mutilación de su filiación e inventan una expresión que, resonando con las expresiones del movimiento de derechos humanos, les da una filiación, los constituye como hijos de desaparecidos.

“La práctica de los escraches se distancia de la modalidad de lucha que habían inventado las Madres en al menos dos aspectos. Uno tiene que ver con la deslocalización, pasar de esa centralización tan fuerte en Plaza de Mayo… a esta idea de que el escrache puede ocurrir en cualquier lugar y en cualquier momento, ‘a donde vayan los iremos a encontrar’, era una de las consignas más coreadas, era esta idea de visibilizar en plena década menemista, en medio de la más absoluta impunidad, la existencia de los genocidas viviendo vidas comunes al lado nuestro…, era poner en evidencia eso… Y, por el otro lado, el corrimiento del énfasis puesto en la figura de la víctima al énfasis puesto en la figura del victimario. Ahí hay otro desplazamiento muy fuerte de HIJOS respecto de lo que venía siendo las políticas de Madres, aunque por supuesto no veo contradicción, más bien, continuidad entre ambos movimientos.”[26]

Es un cambio importante. ¿Por qué consideramos que el escrache entra en la estela de expresiones generadas por el Siluetazo? No es menor que una dimensión de esta continuidad estribe en lo que Amigo Cerisola llama “toma estética del espacio público” –toma que es a la vez política. La expresión, al expresar, es un agenciamiento que crea una subjetividad, una evidencia y un espacio nuevos, heterogéneos con las subjetividades, realidades y espacios corrientes.

Podemos considerar la expresión llamada “escrache” como composición subjetiva que responde a y por tres encuentros a la vez: entre las madres y los hijos de los desaparecidos, por un lado, entre los hijos y la filiación que señalan las Abuelas, por otro, y también “entre las prácticas heredadas de los organismos pioneros de derechos humanos y elementos propios de las culturas juveniles y callejeras [con su] introducción de elementos circenses y artísticos.”[27] De todas formas, hay continuidades más explícitas, como una postal de HIJOS “en las que las siluetas se construyen con caligramas de las consignas “Ni olvido ni perdón” y “Hay que continuar la lucha”.[28] Por lo demás, un protagonista de los escraches afirma que quienes “hicieron el Siluetazo sobre el final de la dictadura… abrieron un camino en el campo de la actividad artística callejera vinculada a los hechos políticos, que se potenció en los noventa con sus descendientes directos.”[29]

Postal de HIJOS, en la que las siluetas se construyen con caligramas de las consignas “Ni olvido ni perdón” y “Hay que continuar la lucha”.

 

Pasando a la década siguiente, José Luis Meirás cuenta algunos “ardides”, intervenciones callejeras realizadas por el colectivo artístico “Argentina Arde” y por su desprendimiento “Arde!”. Tomaremos uno de ellos, titulado “Vete y vete”, el 23-24 de marzo de 2002, en plena movilización dosmilunera (cuya consigna era “que se vayan todos”). “Se realizó en el doble escrache del 23 en las casas del ex ministro de la dictadura R. Alemann y del cardenal Aramburu, cómplice activo del genocidio, [y] se repitió al día siguiente en la movilización central del 24… Unos espejos de 50 x 70 cm que enarbolaban manifestantes formados en línea frente a los cordones policiales, devolviéndoles su propia imagen. La fila se trasladaba de valla en valla y frente a la guardia de infantería apostada, los policías de civil, los jefes, alzaban los espejos y los mantenían en un ángulo que les permitiera devolverles su imagen y que leyeran la inscripción ‘VETE Y VETE’ en el espejo.”[30]

Meirás señala en estas “prácticas de arte de acción colectiva y política, 1983-2005” la siguiente continuidad:

“A diferencia de prácticas estéticas anteriores enmarcadas en luchas sociales (el muralismo realista por ejemplo) existía aquí resistencia a brindar una ‘idea cerrada’, un mensaje definido unívocamente. Cuanto más inquietara la obra, interrogara, demandara un esfuerzo de lectura al transeúnte, al público, más cerca estaba de lograr el objetivo buscado. No se trata de una denuncia testimonial para generar una adhesión moral, sino un impacto estético que haga que esa toma de conciencia no sea pasiva.”[31]

Este señalamiento de Meirás nos permite, por un lado, ver que la expresión tal como la estamos pensando es más propia de tiempos posnacionales, o pos-representacionales, y, por otro, que, por no ser representacional, sino performativa, no busca el impactar con una moraleja, sino con una interrogación. El significado será parte de la actividad autónoma de quienes reciban el “impacto” de la alteridad que los interroga, y no será parte de una línea bajada por una institución sindical o partidaria a sus integrantes-afiliados. Podemos decir del escrache lo mismo que Amigo Cerisola decía de las silueteadas: “la realización se emparenta con los nuevos patrones post-Malvinas,”[32] y es, en este sentido, una actividad semiótica posrepresentacional, en tiempos posnacionales.

Como vemos, la línea de una continuidad expresiva no es recta sino quebrada, no es obvia sino pensada, no es simple sino multiplicada por cada nueva expresión que responde a la anterior expresión. Como dice Badiou de la fidelidad a un acontecimiento, continuarlo supone una invención, esto es, nuevos acontecimientos. Así, en la estela del Siluetazo, la continuidad ha sido más o menos directa (como en las siluetas rojas o en la silueta compuesta con guijarros e instalada por Hugo Vidal en 2003 en Puente Pueyrredón en el aniversario del asesinato de Kosteky y Santillán) o más diferenciada, como en los escraches, donde la continuidad tiene que ver con el tipo de despliegue (por un lado, crean un espacio público y, por otro, los mismos manifestantes expresan y elaboran los sentidos). Con estas multiplicaciones expresivas, “la expresión «derechos humanos», entre nosotros y al calor de las luchas de las últimas tres décadas, fue adquiriendo un significado más rico, más vivo, y más activo de lo que la tradición jurídica o ciudadanista habilitaba.”[33]

Blancos móviles (GAC)

 

Otra importante continuación y modificación de las siluetas fue la de los blancos móviles, propuestos por el Grupo de Arte Callejero en la Marcha de la Resistencia de 2004, y luego en gran variedad de manifestaciones con las más diversas consignas, de Lomas de Zamora a Jujuy, de un acampe a un taller de murga. Ahora cada silueta, dibujada como la de las prácticas de tiro al blanco, invitaban a escribir de qué somos blanco. La silueta decía “somos blanco de:” y los manifestantes o transeúntes ponían “la familia”, “el consumo”, “el estrés”, “la inseguridad”, “el hambre”, entre muchas otras.

“Cuando se recordó a Maxi [Kosteki] y Darío [Santillán] en el acampe frente a los tribunales de Lomas de Zamora, «los blancos» fueron tomados con la decisión de quitarles toda connotación victimizante: se es blanco porque se rechazan formas de inclusión-explotación en curso.”[34]

“Los «blancos» surgen cuando nos quedamos sin imágenes. Cuando vivimos como blancos móviles. Cuando decidimos hacer del blanco una superficie para volver a dibujar.”[35]

Como en el dispositivo silueteada, el grupo de artistas propone un “sistema expresivo” y la expresión es terminada por les manifestantes, lo cual vuelve a hacer de la expresión, por un lado, un proceso que da forma a lo que expresa al expresarlo, y no la representación ni la imaginalización de algo que estaba antes, y, por otro lado y a la vez, un proceso que genera un encuentro que se convierte en la subjetivación que habla. Además, volvemos a encontrarnos con que una expresión nueva llama a una nueva expresión:

“Vacíos e inquietos, indeterminados y abiertos, los blancos móviles heredan la potencia de la silueta como apelación al cuerpo humano neutro. Con todos sus puntos figurativos a disposición. Lo humano como superficie de registro dispuesto a ser intervenido en situaciones disímiles, en las que se evocará siempre un sentido diferente. Admiten ser rotos, pintados, escritos. No son cuerpos sensibles, pero sí ecos que llaman a una nueva sensibilidad.”[36]

Una investigación que aquí no podemos hacer seguro mostraría más expresiones continuadoras del acontecimiento Siluetazo. Pero aquí no queremos completar una línea de tiempo sino mostrar una cadena de expresiones que responden, por un lado, al encuentro real con una expresión (las siluetas de 1983) que a su vez respondía a una huella real, y por otro y a la vez, al encuentro con lo real de la situación en la que son proferidas.

Agreguemos nada más una reciente continuación claramente alterada. En 2017, ante la desaparición forzada de Santiago Maldonado, una silueta reconocible (la de Jorge Julio López, desaparecido en 2006) sostenía la foto de Santiago. Foto y silueta volvían a complementarse, como en las marchas que las Madres realizaban desde 1977, pero ahora para señalar dos desapariciones bajo régimen democrático. Estas expresiones nos provocan un nuevo escozor que espera una nueva expresión.

III. Conceptualizaciones en una estela de expresiones.

Tercero, volvamos a la estela del Siluetazo como expresión para conceptualizar un poco más la expresión en su diferencia con la representación y la imaginalización.

  • Hemos visto que lo que hace que una imagen u otro signo opere como imaginal o que opere como representacional no es el signo o la imagen en sí sino el dispositivo en que se ve implicado: cómo se produce, cómo circula, qué relación hay entre el signo y el o los que emiten el signo, cómo se conecta con otros signos y cómo con lo real, cómo se orienta la atribución de sentido, tanto en la codificación como en la recepción, etc. Lo mismo vale para un signo expresivo. El Siluetazo de 1983 no fue solamente un montón de siluetas. Fue también un dispositivo de expresión de un real que hasta el momento no tenía signo: el detenido-desaparecido. “Según el mismo Aguerreberry, no se trataría de arte sino un «sistema expresivo» ajeno al espacio artístico, ubicado en «otro de los campos que tienen que abordar los artistas: crear sistemas para que los demás se expresen. Nosotros encontramos uno.»”[37]

Debo notar que no consistió solamente en la confección de las siluetas (la escritura del signo en sentido estrecho), sino también de la pegatina en las paredes céntricas, y también de la transmisión fotográfica por los medios gráficos. No solo el signo sino también una forma de producirlo (un “taller” o un “campamento”), y también una forma de circulación (pegatina y fotografiado). En cuanto a su conexión con otros signos, era poco estructurada: nombres de desaparecidos, siluetas adyacentes, consignas como “aparición con vida” o “juicio y castigo”. Además, dejaba gran parte del trabajo de decodificación al que recibía ese ‘mensaje’. Y lo más importante era su conexión con el real que semiotizaba: los detenidos-desaparecidos. Mordía ese real. Así, ese vacío del lenguaje entró en el universo semiótico con una corporalidad (la silueta) que no era el cuerpo vivo de un detenido-preso ni la de un cadáver. Quizás lo cualitativamente fuerte del Siluetazo fue su capacidad de expresar una ausencia haciéndola presente diferenciándola de los modos corrientes de la ausencia y la presencia. Las siluetas expresaron eso real. Videla había dicho que “un desaparecido no tiene entidad, no está”; el Siluetazo expresó que los desaparecidos tienen entidad, están.

Insistamos. Si funcionaron como expresión de eso, y como esa expresión, si presentaron ese irrepresentable, fue por el dispositivo en que funcionaron (y por su capacidad para generar réplicas sísmicas, encuentros).

  • Sin embargo, se trató de un dispositivo que, como vimos, podía ser transformado a medida que quienes respondían a su llamado lo empleaban.

“Después de veinte años, no tengo duda de que estoy olvidando a mucha gente. El que puso su vehículo cuando hizo falta, el que salió a pegar siluetas una noche y fue preso, el que puso los últimos pesos que tenía para comprar un pincel, el que estropeó la única ropa que tenía para ir al trabajo… Y toda esta gente no estaba en la estrategia de nadie.[38]

Ese dispositivo de expresión no era una institución, no era un instituido con sus rutinas y presupuestos, es decir, con su funcionamiento previsible, sino una organización que se modificaba según las necesidades de la acción –es decir, de la expresión.

  • Llegamos allí a una clave para diferenciar la expresión de la representación y la imaginalización. En estas dos formas de practicar la semiosis, el signo y la acción son momentos distintos -una distinción que la representación y la imaginalización refuerzan explícitamente una y otra vez. La expresión, en tanto le da realidad a lo que no pasaba de ser una huella, realiza lo que expresa. “Son prácticas que no evocan sino que realizan ­–son– ellas mismas la memoria.”[39] Al semiotizar ese real, esa huella, la expresión le da existencia a algo que insistía pero no consistía. Al expresar lo que expresa, lo hace.

“El Siluetazo, el original uso público de las fotos de desaparecidos, los escraches [son] prácticas impregnadas de la gestualidad de la protesta y su resultado se sustrae a una diferenciación tajante entre obra y acción.”[40]

Es en este sentido que se dice que el Siluetazo fue performativo. “El término ‘performativo’ evoca la teoría de los ‘actos de habla’ de Austin, según la cual hay palabras que ‘hacen’ al ser nombradas; en forma análoga, se trata de formas que hacen la memoria al evocarla.”[41] Signo y acción a la vez, creación de realidad, producción de entidad.

  • De tal manera, la expresión es una práctica semiótica que permite hacer experiencia de lo expresado. Si en la representación lo representado no pasa por el cuerpo, en cambio en la expresión lo expresado sí pasa por el cuerpo.

“En el procedimiento mismo de realizar un trazado con el cuerpo, de contornear el propio cuerpo o de prestarlo para que otro dibuje su contorno, en ese mismo acto reside la acción de arte… De modo que si debiéramos adjudicar un lugar a la obra en tal sentido, éste no será solamente el que ocupe en el espacio público el signo silueta, sino también donde la experiencia deja otra marca, en el que hace y en el que mira, el sitio de esa impresión es precisamente allí donde Duchamp insistiría desde su posición anti-retiniana del arte.”[42]

“La Silueta es algo sobre lo que podemos hablar, pero el fenómeno es la Silueteada y la Silueteada son miles de personas haciendo siluetas, no nos engañemos.”[43]

En la expresión, el cuerpo (el individual o el colectivo) se pone en el signo que lo expresa, así como el signo pasa por el cuerpo que se expresa. Si, en la imaginalización, se trata de ver o hacer ver y, en la representación, se trata de entender o hacer entender, en cambio en la expresión se trata, además, de sentir y hacer sentir. Se me dirá que la imaginalización y su flujo de obviedad también hacen sentir, y es cierto, pues el dispositivo imaginal es un régimen de sensibilidad. Sin embargo, el sentir de la expresión es singular, es fuera de régimen. La dinámica imaginal hace sentir según un régimen de sensaciones estimuladas por los flujos de signos (como cuando agradecemos los saludos cumpleañeros en las redes, o cuando nos sentamos en un auto cero kilómetro, o como cuando destapamos una Cola o cuando nos indignamos por un hecho de corrupción, o como cuando sentimos que todos esos sentimientos son únicos y auténticos del sí-mismo), que no son sino automatismos involuntarios de la subjetividad que la dinámica imaginal contribuye a producir. La expresión, por ser cada vez invención, no es un régimen, sino una singularización, un inescindible sentir-pensar –en tanto se trata de cuerpos que piensan o mentes que sienten– fuera del régimen que el mainstream de los signos estimula.

Esquematizando, la representación apoyaba en la conciencia (la del sujeto estatal-nacional); la imaginalización pasa por la vista (la contemporánea); la expresión, sin dejar de afectar una conciencia y una vista, vibra en el cuerpo (el común, el del encuentro). Así, la expresión, que hace ver, ve y entiende, también piensa y da forma a lo que piensa; en otras palabras, la expresión, además de verse y entenderse, también se experimenta. Es experiencia común de lo común que se expresa y expresándose se constituye.

  • Al tiempo que es experiencia común de lo común, la expresión genera un territorio (territorio, no en tanto realidad geográfica a priori sino en tanto red de relaciones que genera un espacio de circulación de sentidos y sujetos). Dice Amigo Cerisola:

“La Plaza de Mayo fue el escenario elegido desde donde romper el muro de silencio sobre las desapariciones de sus hijos y recomponer [lo que Juan Carlos Marín llama] una territorialidad social.”[44]

Una vez más vemos que la expresión hace, fabrica.

  • Ahora bien, a diferencia de la imaginalización, donde se sobreentiende que en lo visibilizado se ve todo, y a diferencia de la representación, donde se suponía que se representaba cabalmente lo significado, en la expresión siempre es posible expresar el real expresado de una manera más. En otras palabras, lo expresado no se agota en esta expresión, a diferencia de la imaginalización y la representación, cuyas eficacias estriban en representarse a sí mismas como plenas. Así, en el caso que nos ocupa, un antecedente de la expresión-silueta fueron las fotos de sus hijos desaparecidos que las Madres portaban sobre su cuerpo o en sus manos desde 1977, y que nunca dejaron de emplearse y combinarse con otros recursos expresivos, como las banderas y las mismas siluetas. El real detenido-desaparecido siempre puede expresarse de una manera más, pues la expresión, como veíamos más arriba, deja al receptor-emisor la elaboración del sentido. Qué sentido tienen las siluetas con que nos topamos dependerá de una multiplicidad de elaboraciones que haremos en nuevas expresiones. Así, la expresión no es una captura de la potencia dentro de un régimen semiótico, dentro de una codificación, sino la posibilidad de que la potencia se constituya y se expanda.
  • En breve, la representación, con su disciplinamiento estructural de los signos, clausuraba el sentido; la imaginalización, con su proliferación reticular y sin fin de imágenes y palabras plenas, cierra el sentido; la expresión, con su multiplicación de aquello expresado, abre a nuevos sentidos. Todo signo expresivo crea una disponibilidad, en el signo y en el sujeto, a nuevas expresiones –de la misma manera que todo encuentro crea, en el sujeto constituido a partir del encuentro, una disponibilidad a nuevos encuentros. Ocurre que la expresión expresa un entre, mientras que la representación representaba un instituido (un yo, una nación, una familia, un matrimonio, un diagnóstico, un producto), mientras que la imaginalización exhibe una mónada, un elemento precariamente circunferido (un yo-sombra, una nación posnacional, una comida, una reunión familiar, una relación-contacto, un diagnóstico médico, una mercancía).

Podemos entonces parafrasear al GAC: Vacíos e inquietos, indeterminados y abiertos, los signos expresivos reciben la potencia de una expresión anterior como interpelación alrededor de la cual constituirse subjetivamente. Las expresiones como superficies de registro dispuestas a ser intervenidas en situaciones distintas, en las que se evocará siempre un sentido diferente. Son ecos que llaman a una nueva sensibilidad –y son una sensibilidad dispuesta a nuevos llamados.

  • Podemos esquematizar la cadena expresiva con la siguiente secuencia. Es una simplificación que deja muchos pasos fuera de secuencia, así como sus interacciones con otras secuencias, pero más que una tabla fidedigna nos interesa visualizar la noción de convocatoria de una expresión por otra expresión:



  • La expresión se diferencia de la imaginalización y la representación en el hecho, ya insinuado en los puntos anteriores, de que no está escindida de eso que expresa.

“En el Siluetazo, el original uso público de las fotos de desaparecidos, [en] los escraches, [que son] prácticas que pueden llamarse ‘performativas’, el recuerdo no se materializa mediante la consagración de memoriales o la construcción de museos, sino que se realiza en las prácticas mismas… allí la memoria es menos un relato… que un compromiso del cuerpo y un modo alerta de la conciencia… Implican a menudo modos alternativos del espacio público y, como en el caso del Siluetazo, una apuesta estética y política novedosa. Como se sostienen en la participación colectiva, existen sólo en tanto existen individuos que las portan.[45]

En este sentido, no hay división entre el sujeto que la expresión constituye en acto y la constitución subjetiva que en acto se expresa. Como el enamorado que entona apasionado una canción o un poema siente que está en esas palabras, el sujeto de la expresión está presente en los signos expresivos. Si la representación era una práctica semiótica trascendente (en tanto escindida de la presentación) y la imaginalización es una práctica semiótica escindida (en tanto inmanente a lo que conecta, pero desconectada de los encuentros), la expresión es una práctica semiótica inmanente e indivisa. Es esta inmanencia y esta indivisión lo que la hace potente, potenciadora de la potencia, así como es la división la que daba a la representación su poder sobre las prácticas y la que da a la imaginalización su poder en las prácticas. Esquematicémoslo:

 

Representación

Imaginalización

Expresión

Escindida y poderosa

No

Trascendente

No

No

Inmanente

No

Unida con la potencia

No

No

 

  • Estela Schindel trae, a propósito de los signos de memoria del terrorismo de Estado, una cuestión que no hemos tratado hasta aquí pero que es estratégico considerar. Es la cuestión del diálogo entre la memoria “dinámica” de las expresiones del común y la memoria “monumental” propiciada por los Estados. En tanto el “monumento” (escultura, sitio, museo, etc.) es estático, es un signo que se escinde del gesto que lo crea –a diferencia de las prácticas performativas de memoria, que ella califica como “dinámicas”. Pero sugiere que haríamos mal en considerar que monumento y performación son absolutamente opuestos y no se afectan mutuamente. Transcribamos dos ejemplos de afectación mutua:

“Las fotos colgadas por familiares de desaparecidos en la cerca que rodea el Parque de la Memoria [de la Ciudad de Buenos Aires] ilustran sobre la convivencia de ambos soportes del recurso ­–uno inmediato, literal y urgente; el otro deliberado, mediado por la reflexión y el gesto del artista– como si la memoria de los crímenes de la dictadura siguiera ardiendo con sus símbolos de lucha y al mismo tiempo aspirara a hacerse un lugar en la historia e instalarse de forma permanente…[46]

Esto nos conduce a dos aprendizajes. Por un lado, el devenir monumental de la memoria del terrorismo de Estado está, al menos en principio, en la estela del Siluetazo, y los monumentos pueden ser considerados signos expresivos que responden al llamado de expresiones anteriores. Por otro lado, aprendemos que los signos monumentales quizá no deban considerarse separados de los signos dinámicos:

“Las memorias en movimiento, ‘performativas’, y los soportes fijos, anclados a sitios materiales, no se contradicen ni se excluyen sino que se refuerzan y se complementan mutuamente y expresan acaso dos momentos de un mismo proceso dinámico de memoria.”[47]

Así, el común de la memoria, la memoria del común, se compone entre ambos tipos de prácticas semióticas. Al mismo tiempo, un llamado de atención y una salvedad son necesarios.

Primero, el llamado de atención (que responde al llamado del Siluetazo): mientras la práctica semiótica monumental y separada, en tanto estatal, tiene, al menos en principio, garantías de continuidad, la práctica semiótica expresiva e indivisa continúa si la continuamos, continúa si respondemos a su llamado.

Si no continúa, el riesgo es la estatización de la semiosis: en ese caso, la actividad semiótica se despide del dinamismo o de la autonomía o de la indivisión propios de la expresión. En breve, si la semiosis se estatiza, nos despedimos de la expresión (pero se estatiza si nos desentendemos de la expresión de la potencia y nos contentamos con la consagración institucional o mediática de ciertos signos). El llamado de atención llama a entender que expresar algo es una actividad que no se contenta con que ese algo quede expresado.

Ahora, la salvedad. Ya no podemos hablar de una distinción tan rotunda entre dos tipos de memoria. En los años siguientes se vieron formas híbridas, algo así como un mestizaje entre la memoria separada y consagrada y la memoria dinámica y del común. Los espacios culturales de la ex Esma son un ejemplo claro de esta hibridación. Es que ya eran tiempos de Estado posnacional y sus astituciones.[48] Muchos colectivos pudieron usar esas astituciones como plataformas[49] de encuentros entre alteridades, como plataformas de prácticas expresivas. Así, por ejemplo, la producción de materiales educativos sobre el terrorismo de Estado no se detuvo en una forma canónica consagrada. La dinámica de las astituciones, que están siempre renovándose, a veces logró escindir signos y cuerpos y otras brindó la permeabilidad necesaria para que los signos expresaran, sin división, acciones, experiencias, cuerpos. Es el caso, por ejemplo, de las mesas de participación y consenso que funcionaron en algunos antiguos centros clandestinos de detención y tortura, como la de El Atlético y El Olimpo, donde el financiamiento estatal del funcionamiento de esos sitios de memoria era gestionado por colectivos externos al Estado. También es el caso, aunque con una dinámica distinta, del Espacio para la Memoria que funciona en la comisaría donde Luciano Arruga fue detenido y torturado en 2009, y creado por sus familiares y amigos luego de la ley de expropiación del destacamento en 2014.

“Luego de conocerse la sanción de la ley, Vanesa Orieta, hermana de Luciano…, sostuvo que la medida surge luego de ‘haber luchado y peleado con mucha intensidad’. ‘Nos llena de emoción a todos y ahora tenemos un enorme objetivo por delante que es convertir un lugar de muerte a vida para la defensa de todos los jóvenes humildes, un espacio para trabajar con la sociedad’.”[50]

Es como si la misma consagración de sitios de memoria por parte del Estado posnacional fuera dinámica, y fuera forzada a ese dinamismo por las luchas del común y sus expresiones. De todas formas, necesitamos investigar mejor y pensar más esta dinámica híbrida entre signos estatales y signos expresivos, análogamente a como pensamos la dinámica entre las astituciones y sus más-allás en Esto no es una institución.

  • Una advertencia es necesaria. No debemos creer que una expresión retiene para siempre su capacidad de generar réplicas sísmicas. Si en Nietzsche las fuerzas activas devienen reactivas, las fuerzas expresivas también pueden agotarse o devenir capturadas o devenir reactivas (cosa que ocurre cuando un memorioso de la Shoá o de la Dictadura invoca a les sobrevivientes y su sufrimiento o a los desaparecidos y el dolor de sus parientes para invalidar una pregunta que plantea un problema presente). La potencia de abrir el juego semiótico a nuevas creaciones de realidad dependerá de que nuevas expresiones activen lo que se desactivó en las expresiones heredadas pues quedaron capturadas como parte de un código. Es lo que advirtió el GAC y lo movió a la expresión “blancos móviles”:

“En 2004, ante lo que percibían como la ‘institucionalización del movimiento de derechos humanos’, decidieron dejar de colocar la bandera-señal de ‘Juicio y Castigo’ de dos metros de diámetro que venían pegando sobre el piso de la Plaza de Mayo cada año. ‘Pensamos que era un símbolo que ya era institucional. Que lo haga la institución si quiere. Ya no nos pertenece. Los Blancos Móviles nacen en contraposición a eso, y permiten conectar la lucha contra la impunidad de la dictadura, y a la vez actualizarla con las luchas de hoy, lo que nos está pasando hoy. Somos blanco del discurso de la inseguridad, y a la vez nos quedamos en blanco…’.”[51]

  • Una ética de la expresión se asoma en ese pasaje. Allí donde lo real no encuentra expresión, allí nos “quedamos en blanco”. Percibir este quedar en blanco requiere el esfuerzo de despejar la semiosfera de los signos codificados que la colman (se trate del discurso de la inseguridad o de cualquier flujo de obviedades en que quedamos como blancos fáciles del poder pues en él la potencia no se expresa y por lo tanto no se experimenta). Entonces, si no experimentamos potencia no es porque el común no la tenga sino porque no logra expresarla, o, lo que es lo mismo, porque queda capturada en las imágenes corrientes que ciñen lo que lo común puede. Esta ética nos dice que, en esos impasses, al menos percibamos que los del común estamos “en blanco”.
  • En este texto hemos prestado atención a un hilo conductor de la historia del movimiento de derechos humanos en Argentina, y por ello la figura que parece más clara como imagen de la dinámica de la expresión es la de la cadena. Sin embargo, si tomáramos otros hilos de esa historia, como el judicial o el cinematográfico o el macropolítico, y atendiéramos a las afectaciones mutuas entre esos hilos, a la simultaneidad y la sucesividad de esas afectaciones, tomaría forma la figura del rizoma. Podemos afirmar, en todo caso, que la dinámica de encuentro entre las distintas prácticas que semiotizaron la cuestión “derechos humanos” respondían a la presencia, vuelta punzante e indeleble, de los detenidos-desaparecidos en el espacio público argentino y no solo argentino. Y esa presencia se debió, primero, a la irrupción de las Madres, y luego, a la irrupción de las Siluetas.

Por otra parte, esos distintos hilos interactuaron imprevisiblemente, creando una sensibilidad por abajo, hasta que, luego de la crisis de representación de 2001, el Estado encontró en las reivindicaciones y lecturas del movimiento de derechos humanos una fuente de legitimidad a la que apelar para hacerse de la que sus gobiernos habían perdido.[52] Como ocurrió con el enorme consenso social que rodeó al proyecto de despenalización del aborto en 2018, las expresiones interactúan de modo imprevisible construyendo una sensibilidad común.

  • Bien. Hemos recorrido la estela del Siluetazo para pensar la expresión en su dinámica, con el objetivo de mostrar que lo que hace que un signo sea expresivo y no representativo o imaginal no es tanto el signo en sí sino la dinámica en que opera. Es un rasgo fundamental de la operatoria expresiva: el no tener una lógica estable, por un lado, y el moverse de réplica a réplica, de sismo a sismo, de encuentro a encuentro, por otro.

Así las cosas, debemos tomar nota de que no es necesario que un signo participe de un acontecimiento del tipo “-azo” para operar como expresión. Muchos memes y chistes funcionan como expresión de reales que de otra forma no se perciben. A veces un remanido lugar común de una canción romántica logra indistinguirse con el sentimiento de este o aquel amante. Otras veces, es una investigación y una denuncia, o un documental o un testimonio lo que funciona como expresión (por ejemplo, la investigación que, en base a certificados de defunción, mostró en 2013 que en la provincia de Córdoba se habían decuplicado las muertes por cáncer desde el momento de la introducción del glifosato en la provincia fue una expresión, que continuó la expresión que fue la denuncia de contaminación de las Madres del barrio Ituzaingó de la capital cordobesa). Otras veces, la palabra de un terapeuta o la de una amiga funcionan como expresión de un real que de otro modo queda sin percibir.

La expresión funciona como expresión si expresa verdaderamente una singularidad. No se requiere que sea original, que se la pueda llamar “obra de arte”, ni que ocurra en una plaza histórica ni que marque la historia de un país; tampoco es necesario que ocurra fuera de las redes informáticas. Sí hace falta que exprese singularmente un encuentro singular de dos o más alteridades. Sí hace falta que constituya subjetividad o agenciamiento común a partir de ese encuentro.

También hace falta que ese signo que obra una expresión singular opere llamando a nuevas expresiones, tejiendo así una trama relacional. Pero puede pasar que nadie acuda a ese llamado, que nadie vibre con esa expresión y que la trama no se teja, que las consecuencias no se produzcan, y que la expresión no genere una cadena ni un rizoma. En este caso, se habrá dispersado en la inconsecuencia propia de la segunda fluidez.[53]

 

IV. Retome

  1. En condiciones fluidas, también en el campo semiótico se dan operaciones o prácticas cualitativamente distintas a las sólidas. La imaginalización es la práctica dominante, operatoria de producción de subjetividad sin pensamiento. La expresión es la práctica en tensión con las condiciones fluidas, actividad semiótica subjetivante, de pensamiento, donde habla un nosotros, donde se pronuncia, de manera común y pública, lo común de un común.
  2. Lo imaginal tiene una dinámica de contacto disperso que “permite la puesta en encuentro de cualquier escena con cualquier otra –sin la restricción de lectura longitudinal, secuenciada y sucesiva, que pesa en [el] libro o [el] film.”[54] Y semejante dinámica ocurre “sin otra tensión de reflexividad –o conciencia de conciencia– que el instantáneo momento de sinapsis que… ensaya fulminantemente, una y otra vez, conectar innumerables recorridos por toda la extensión de una red de redes.”[55] La expresión, en cambio, admite otra dinámica, incluso cuando se da dentro de la net, pues implica una reflexión sobre los signos y su uso así como sobre el efecto que una alteridad tiene sobre alguien.

La semiosis imaginal es un automatismo que conecta imágenes con imágenes (incluso si son palabras, allí funcionan como imágenes, como es el caso de los hilos de comentarios de Instagram o las opiniones en la televisión). La semiosis expresiva, en cambio, si se da –y no es automático que se dé, sino todo lo contrario–, hace encontrar signos con alteridades –o, mejor dicho, encuentra el efecto de un encontrarse con una alteridad con un signo que expresa ese efecto. Este encuentro entre signo y otredad, al encontrar expresión en un signo o conjunto de signos, es una singularidad (una nueva otredad, un agenciamiento, una re-flexión de lo otro sobre el nosotros que se expresa) y esa singularidad se proyecta a nuevos encuentros y expresiones. Si la dinámica imaginal es pura pulsión de conexión y forma enjambre,[56] la dinámica expresiva es pensamiento productor de consecuencia y forma trama –un nosotros abierto.

  1. Leemos esta dinámica en la expresión del movimiento de derechos humanos nombrada Siluetazo.
  2. La desaparición de personas por la Dictadura mutiló el lenguaje. Los detenidos-desaparecidos, ni presos ni muertos, eran un irrepresentable.
  3. Porque lo expresó, el movimiento de derechos humanos logró presentar lo que no tenía representación posible. La expresión dio entidad de desaparecido al desaparecido y, en tanto es indivisible de las luchas del movimiento de derechos humanos, hizo imposible clausurar lo que podría haber pasado sin percibirse (pues era irrepresentable). Un hito en esa expresión fueron las silueteadas.
  4. Así, tanto como lo imaginal, la expresión es una práctica semiótica posrepresentacional, que se da en condiciones fluidas o pos-estatal-nacionales. Pero, mientras que lo imaginal es dominación o policía, la expresión es emancipación o política.
  5. La expresión silueta ha generado en otros –como hemos visto en los documentos– “impacto”, “sorpresa”, “escozor”, “llamado”, “ecos”: réplicas sísmicas. El encuentro de estos otros con esa singularidad u otredad expresiva generaba nosotros y en un mismo movimiento generaba nuevas expresiones. No se trataba de la fugaz tensión lumínica de las imágenes imaginales sino de la experiencia de una afectación que exigía respuesta constituyente.
  6. Cada vez que la afectación obrada por una expresión es a su vez expresada, es al mismo tiempo alterada, singularizada en un agenciamiento.
  7. Así, la práctica del expresar constituye sujeto, pero no porque exprese la interioridad sedimentada de una persona dada, sino porque expresa la potencia no codificada de un encuentro, de un entre, y lo hace de manera tal que escapa a la codificación general.

 

V. Destilado de una lectura

La expresión no es representación. Contra el purismo místico que ve en el lenguaje y los signos una captura inevitable de lo inefable, la expresión asume el carácter semiótico de los seres parlantes, y afirma en acto la posibilidad y necesidad de semiotizar la potencia de los encuentros que el uso dominante de los signos (el imaginal) deja indecible, invisible, imperceptible.

La expresión semiotiza un real de forma tal que expande una potencia en vez de capturarla. En este sentido, va más allá de la semiosis dominante (la imaginalización). Decíamos también que la expresión es una réplica a ese real, no porque lo copie, sino porque le responde. Le responde haciéndolo existir como signo entre los signos, como ente entre los entes, como realidad en la realidad. La expresión es performativa, pues al decir o visibilizar o sonar o tocar, hace existir a eso que expresa y que hasta expresarlo no era más que una huella evanescente. Este real pueden ser los desaparecidos o un árbol[57] o un encuentro amoroso. En este sentido, responder a un real es también hacernos responsables por ese real que, de no expresarlo, se desvanecerá. Expresado, existirá, pero la expresión, que no es ni representacional ni imaginal, le dará una existencia disruptiva, que generará nuevas réplicas en otros. Un signo nuevo funcionará para otros como un nuevo real que afectará a esos otros, que responderán a él respondiendo por la forma en que fueron afectados generando nuevos signos que la expresen. Se trata, una y otra vez, de expresar la afectación que una alteridad (a veces huella no verbal, a veces huella de un signo) obra en un cuerpo; expresarla de tal manera que su alteridad, su potencia de afectar o alterar, continúe. La expresamos en su alteridad para constituirnos a partir de ella.

Ahora bien, si con la expresión expresamos una alteridad que afecta, que altera, entonces, en rigor, con la expresión expresamos una relación, un entre, un encuentro de alteridades. En este sentido, la expresión no representa ni imaginaliza el encuentro con la alteridad, sino que lo expande (es parte de la expansión).[58] Como el encuentro, si es un verdadero encuentro, no es un acople sino una explosión de posibles, una multiplicación, queremos expresarlo de tal manera que no quede absorbido en el sistema dominante de semiotizar (que contrae los posibles como poderes o propiedades de elementos precariamente circunferidos). Es decir, no queremos que quede capturada su potencia de afectar (es decir, de alterar, es decir, de encontrar alteridades, es decir, de tejer); así como no se sabe qué puede un cuerpo si se libra de las codificaciones que lo organizan, tampoco se sabe qué puede un encuentro (si se supiera, más que un encuentro sería una cita, una re-unión, y quedaría capturado). De tal manera, debemos corregir lo dicho antes: no expresamos un real, sino el encuentro con un real, el encuentro con una alteridad. El expresar un encuentro permite multiplicarlo en nuevos encuentros, que a su vez se multiplican en nuevas expresiones de quienes se constituyen al responder por los encuentros que vivieron o están viviendo.

De tal forma, las respuestas expresivas son réplicas sísmicas entre encuentros. Cada encuentro entre alteridades es a su vez una alteridad con la que otras alteridades se encuentran, y al encontrarse se constituyen subjetivamente respondiendo al encuentro con una nueva expresión. Gracias a la expresión, lo real del encuentro se torna experiencia subjetiva. No se sabe qué puede un encuentro; se experimenta lo que puede.

Pero la expresión puede no suceder. Sin expresión, lo real del encuentro se disuelve en la inconsistencia; sin expresión, lo encontrado en el encuentro pasa inadvertido.

Tampoco basta con expresarlo una vez, pues la dinámica imaginal a todo le da imagen y conexión. Nuevas expresiones son necesarias para sostener la heterogeneidad de lo que encontramos al tramarnos. Una producción recurrente de consecuencias es necesaria para sostener una existencia de nosotros.

Así, pues, una ética de la práctica semiótica diría: ¡expresemos los encuentros! Parafraseando la tesis XI de Marx, diríamos que la fluidez imaginaliza la alteridad de distintas maneras que la capturan; de lo que se trata es de expresarla.

 

[1] Las astituciones son instituciones fluidas, pero no son “galpones”, no son pura destitución de lo sólido sino que muestran un funcionamiento fluido desarrollado en condiciones fluidas para resultar eficaz en dichas condiciones. Por ejemplo, pueden tener más de una sede o tener una prestada, o pueden tender a diversificar su oferta para captar más destinataries, y éstos, por ejemplo, suelen no fijarse a ellas (como les ocurría en las instituciones sólidas). En otras palabras, las astituciones son instituciones que generan una actividad precaria de producción y relación de elementos sociales. En otras palabras, las astituciones son instituciones que se flexibilizan de formas más bien mercantiles para capturar la potencia de lo común o evitar que lo común se constituya. Un común se constituye más allá de las astituciones y no sin ellas, como se constituye más allá de las imágenes y no sin ellas. Mientras lo común no se constituye, reina el anhelo de consolidar la precariedad, esto es, reina la actividad de restituir lo que una y otra vez se desdibuja o desconfigura pues se había configurado precariamente. Pero lo común, los más-allás de la institución, no restituyen la solidez; aceptan que lo sólido no volverá y tornan habitable la precariedad.  Ver Esto no es una institución. Red Editorial, Buenos Aires, 2022.

[2] A. Longoni y G. Bruzzone (comp.), El Siluetazo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2008, p. 7.

[3] B. Napoli, En nombre de mayo, Buenos Aires, Milena Caserola, p. 75.

[4] Íd., p. 76.

[5] S. García Navarro habla de “heterogeneidad caleidoscópica”, lo cual es una forma linda y clara de expresar la red que la expresión teje. “El fuego y sus caminos”, en El Siluetazo, p. 333.

[6] “Entrevista a F. Czarny”, en El Siluetazo, p. 122.

[7] A. Longoni y G Bruzzone, cit., p. 39.

[8] A. Longoni y G Bruzzone, cit., p. 30; subrayado en el original.

[9] R. Amigo Cerisola, “Aparición con vida: las siluetas de los detenidos-desaparecidos.” en El Siluetazo, pp. 216-7.

[10] “Siluetas: la exhibición artística del año”, en El Siluetazo, p. 135 (publicado originalmente el 15/1/84).

[11] Indiquemos de paso que también en este aspecto la idea sufriría una modificación.

[12] A. Longoni y G Bruzzone, cit., p. 27.

[13] R. Amigo Cerisola, cit., p. 209.

[14] A. Longoni y G Bruzzone, p. 43, subrayados míos.

[15] “Lo visible y lo decible en política”, en ciudadclinamen.blogspot.com.

[16] Laura Fernández, “La silueteada: el signo y la acción.”, en El Siluetazo.

[17] Podemos leer que en la presentación de este irrepresentable comienza la crisis de la representación estatal en Argentina. Una crisis crónica que se haría inviable con el movimiento subjetivo que se expresó en el signo-acción “que se vayan todos”: un movimiento que, según Ignacio Lewkowicz, declararía cesado lo que hasta el momento solo permanecía agotado (ver su Sucesos argentinos). Una vez convertido en inviable lo que hasta entonces agonizaba (la representación), el Estado argentino debió alterarse y tomar forma posnacional. En la forma posnacional se hace manifiesta la necesidad de imaginalización como forma semiótica de producción y gestión de la relación gobernantes-gobernados (ver El Estado posnacional. Más allá de kirchnerismo y antikirchnerismo).

Así las cosas, la expresión y su dinámica en el Siluetazo cobra especial interés como práctica semiótica de afectación de potencia en condiciones posrepresentacionales (para Argentina, condiciones post 1977).

[18] L. Fernández, “La silueteada: el signo y la acción.”, en El Siluetazo, p. 401.

[19] Ver Esto no es un vínculo, en preparación.

[20] A. Longoni y G Bruzzone, p. 51.

[21] A. Longoni, “Arte y Política. Políticas visuales del movimiento de derechos humanos desde la última dictadura: fotos, siluetas y escraches”, en Aletheia, volumen 1, número 1, Octubre de 2010.

[22] R. Amigo Cerisola, cit., p. 229.

[23] Íd, p. 231.

[24] Periódico de Madres de Plaza de Mayo n° 58, octubre de 1989, citado por R. Amigo Cerisola, subrayado nuestro.

[25] E. Schindel, “Siluetas, rostros, escraches”, en El Siluetazo, p. 416.

[26] A. Longoni, “Arte y Política…”, cit. Subrayado mío.

[27] E. Schindel, “Siluetas, rostros, escraches”, en El Siluetazo, p. 417.

[28] F. Zukerfeld, “Continuidad de la línea en el trazo: de la silueta a la mancha.”, en El Siluetazo, p. 453, donde se puede ver una foto de la misma.

[29] Íd, p. 435.

[30] J. L. Meirás, “Transf(h)erencias. Continuidades y reinicios en prácticas de arte de acción colectiva y política, 1983-2005”,en El Siluetazo, p. 469.

[31] Íd., p. 458, subrayado mío.

[32] Ob. cit., p. 212.

[33] Grupo de Arte Callejero, Prácticas pensamientos acciones, Buenos Aires, Tinta Limón, 2009, p. 257.

[34] GAC, “Blancos Móviles”, en El Siluetazo, p. 429.

[35] GAC, Prácticas…, p. 259.

[36] Íd., p. 260; subrayados míos.

[37] A. Longoni y G Bruzzone, p. 42. Las palabras de Aguerreberry están tomadas de la entrevista que le realizó H. Ameijeiras en 1993 -incluida en El Siluetazo.

[38] G. Kexel, “Precisiones”, p. 112, en El Siluetazo; subrayado mío.

[39] Íd, p. 412.

[40] E. Schindel, cit., p. 411

[41] Íd., p. 412n. Cursiva en el original.

[42] Laura Fernández, “La silueteada: el signo y la acción.”, en El Siluetazo, p. 405, subrayado nuestro.

[43] Kexel en la entrevista que le realizó H. Ameijeiras en 1993 –incluida en El Siluetazo–, citado por L. Fernández. Subrayado nuestro.

[44] Ob. cit., p. 204.

[45] Schindel, cit., p. 411-12. Subrayado mío. En la reflexión que estamos desplegando aquí, los que “portan” estas prácticas no son individuos sino cuerpos integrantes de un cuerpo común, de un movimiento, de un agenciamiento de expresión que tiene bordes difusos y duración indefinible (disparada a la eternidad, diría Badiou).

[46] Íd., p. 420.

[47] Íd., p. 421.

[48] Ver Esto no es una institución

[49] Para la noción de plataforma como astitución convertida en espacio más-allá de reunión con la potencia, ver Esto no es una institución… pp. 86 y ss.

[50] https://www.perfil.com/noticias/politica/luciano-arruga-expropiaran-el-destacamento-en-donde-estuvo-detenido-1030-0042.phtml.

[51] Longoni, “(Con)texto(s) para el GAC”, en Pensamientos, prácticas, acciones, cit.

[52] Napoli, cit., p. 68-9.

[53] Para la noción de inconsecuencia, ver “¿Contactos sin vínculo?…” en Esto no es un vínculo.

[54] Brea, José Luis. Las tres eras de la imagen: imagen-materia, film, e-image. España: Akal, 2010.

[55] Íd. Cursiva en el original.

[56] Ver la noción de enjambre en Bifo, Fenomenología del fin, Buenos Aires, Caja Negra, 2018, pp. 227 y ss.

[57] Ver “La cultura como cadena de expresiones” en www.pablohupert.com.ar.

[58] Agradezco a Ariel Pennisi la expresión que está entre paréntesis.

1 5 6 7 8 9 59
Ir a Arriba