Bonafinismos // Sebastián Scolnik

En 1996, se cumplieron los veinte años del golpe de Estado. Intensas movilizaciones prepararon la conmemoración. Como era habitual, habría dos marchas: por un lado, la Asociación de Madres de Plaza de Mayo, conducida por Hebe de Bonafini; por otro, la Línea Fundadora que solía moverse con las Abuelas de Plaza de Mayo y con la CTA. 

Ambas terminarían en un recital.

Hebe convocó a una ocupación de la Plaza de Mayo desde el jueves 21 de marzo, después de la tradicional ronda, hasta el domingo 24 a las 0 horas, cuando daría su discurso. El mismo jueves, las Madres tomaron sorpresivamente el Cabildo, donde leyeron una proclama. Para el sábado 23 de marzo, convocaron un recital en el que actuarían Los Fabulosos Cadillacs, Actitud María Marta, Todos Tus Muertos y Fito Páez. El problema fue que Menem tramitó ante la justicia la prohibición del recital con el argumento de que las Madres no habían hecho las gestiones correspondientes para obtener el permiso y solicitar la concurrencia de las fuerzas del orden para garantizar la seguridad del evento. Fue una provocación que demostraba la imposibilidad de bloquear aquello que ya resultaba irreversible. Porque la justicia no hizo lugar al requerimiento y porque las Madres no reclamaban ni querían la presencia del Estado. Nunca pidieron permiso para ocupar la Plaza, menos lo iban a hacer ahora. Ni policía ni nada por el estilo.

No iban a aceptar que ninguna fuerza de seguridad —todas comprometidas con la represión y con la reiteración de casos de gatillo fácil que proliferaban impunes entre los jóvenes pobres de los barrios populares y en los recitales de rock—custodiara el acto. Dijo Hebe, con su tradicional elocuencia explosiva, que los sacaría a patadas y que “las Madres nos cuidamos solas”. Esta cuestión, bastante lógica teniendo en  cuenta todo lo que se jugaba en la situación, solo expresaba la mitad del enunciado: pues no tan solas. Hebe nos puso en un brete. Ella pensaba que un oscuro asesor suyo, que luego mostraría su oscuro rostro involucrando a las Madres en operaciones económicas indebidas, resolvería todo; él y sus cinco púberes seguidores que lo tenían por líder. Junto a algunos grupitos independientes más, y viendo la inconsistencia del asunto, nos hicimos cargo y asumimos la “seguridad” del acto. Establecimos un cordón que separaba el escenario del enorme gentío que se amuchaba en la plaza. Unos cien mil pibes de todas partes acudieron al evento musical y de la memoria. Eran jóvenes a los que nadie les hablaba. Ni el Estado ni los partidos: solo el rock y las Madres. Tan conmovedor como potente desde el punto de vista político, y preocupante respecto a nuestro quehacer esa noche. Nos mirábamos entre asombrados y alarmados. Nos habíamos calzado unas remeras blancas, con la silueta del pañuelo blanco estampada y alguna leyenda extraída del gran acervo de frases con las que las Madres han señalado y problematizado la historia desde la dictadura en adelante. Seríamos no más de veinte entre la agrupación El Mate y la CUT (Corriente Universitaria de Trabajadores), agrupación independiente de la Facultad de Derecho. No íbamos preparados para lo que nos tocaba. Durante toda la noche, nuestro trabajo consistió en contener a una multitud que practicaba el clásico mosh, movimiento a través del cual la muchedumbre impulsa, por encima suyo y con sus brazos, a un repentino acróbata hasta el escenario. Debíamos regresarlo a la masa con un movimiento parecido al bloqueo que se ejecuta en la red del vóley. Durante horas fuimos parte —el lado reactivo— de esa coreografía, incomprensible para unos conscientes militantes que solo estaban allí para preservar la memoria histórica y estimular las resistencias contra el neoliberalismo. Nuestros brazos quedaron acalambrados; nuestros cuerpos, embadurnados por escupitajos que, iluminados por los reflectores, brillaban como pepitas de oro antes de impactar en nuestro pelo. Llegaban procedentes de un público ansioso por escuchar a su artista de culto, tras el cual se aglutinaba cada segmento de la peregrinación juvenil, y no al resto ofrecido en el programa, al que se consideraba simple relleno. Para colmo, el bueno de Fito Páez, extraviado en su capacidad de cálculo, hizo todo al revés. Cantó al amor en la noche espesa de Hebe de Bonafini, lo que le valió una avalancha de proyectiles (esas pequeñas piedritas naranjas que estaban próximas a los canteros de la Plaza de Mayo; varias colisionaron sobre nosotros, pues como si se tratara de un proceso de selección natural, solo unas pocas llegaban al músico rosarino, verdadero objetivo de la improvisada intifada), sin poder terminar el repertorio que había ideado para el show. Al día siguiente, Fito se apareció con ropa de cuero y casco en el civilizado y progresista recital dominical que convocó también a una multitud, pero menos emparentada con los códigos de la marginalidad. En lugar de desplegar su poética amorosa, ofreció allí las ásperas entonaciones de “Ciudad de pobres corazones”, coreadas con respeto y recatada admiración. Como si se le hubieran mezclado los papeles.

La noche del 23 terminó con una misa hechizada: Hebe le habló a esos cien mil pibes que la miraban como en un trance. En un discurso electrizante, capaz de combinar frases amorosas con severas sentencias sobre la realidad, como si fuera nuestra abuela sabia, nos exhortó a cuidarnos y a guardar algo de nuestra rebeldía para combatir el presente, como habían hecho sus propios hijos. Porque las Madres no estaban solo para recordar el horror del pasado, sino para convertir esos padecimientos en un combustible capaz de encender nuevas praderas.

Terminamos a la madrugada extenuados. Con el cuerpo tieso por calambres y contracturas, y con nuestras ropas y cabellos endurecidos por la flema emergente de esa marea de gargajos que reconfiguró nuestra humanidad. Estábamos andrajosos y devastados. Pero también extasiados por la magia de las Madres. Abatidos y cagados de hambre, desembocamos naturalmente en el único lugar en donde nos habrían admitido: la célebre, lamentada y luego estetizada pizzería Ugi’s del Obelisco. Un par de grandes de muzzarella, esas que hay que comer en tiempo real porque su queso fragua con rapidez comprobada, deglutidas en silencio, entre los restos de una muchedumbre que improvisaba un picnic en veredas y cordones.

Estos actos de recordación del aniversario del golpe cambiaron la percepción de la década con una marcada capacidad de sensibilización colectiva. Las Madres y Abuelas, luego de su estigmatización o de la indiferencia en los primeros tramos de los noventa, pasaron a ser aplaudidas en estadios de fútbol, donde se cantaba contra la dictadura y la impunidad, y recibidas en innumerables aulas escolares, donde transmitían su experiencia y llamaban a quienes tuvieran dudas sobre su identidad a acercarse a los organismos de derechos humanos. A la vez, todas las luchas de aquel entonces —la toma de establecimientos de trabajo, las movilizaciones por despidos, desalojos, etc.— las convocaban. No solo para rodearse de su legitimidad, lo cual daba fuerza al reclamo y establecía un límite defensivo frente a la represión, sino también porque a partir de allí, las luchas comenzaron a fundar una historicidad en la que se reconocían. Tomaban su fuerza tanto de la justicia de sus reclamos como de la persistencia de un pasado que retornaba, digno e irredento, para ser reivindicado. Se establecía una línea histórica capaz de ofrecer una epistemología a unas resistencias que concibieron una articulación posible entre sus padecimientos contemporáneos, las formas en las que se ejecutó el terrorismo de Estado y sus efectos sobre el cuerpo social.

El aniversario de los veinte años del golpe también fue la ocasión en que H.I.J.O.S. hizo su primera gran presentación pública. La agrupación H.I.J.O.S. se había fundado hacía poco tiempo con el propósito de reunir a los hijos e hijas de desaparecidos para elaborar sus experiencias generacionales y los problemas ligados a la identidad personal y colectiva. Una nueva camada tomaba a su cargo la historia y la relanzaba como hipótesis del presente. También crearía instrumentos de lucha muy eficaces para procurar justicia dentro del cuadro de impunidad a los genocidas.

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Las Madres habían llamado a la decimonovena Marcha de la Resistencia, en Plaza de Mayo, citando para el penúltimo día del siglo XX, el 30 de diciembre de 1999, a las 21 horas, y que duraría hasta el 1° de enero de 2000 a las 0 horas. Pasar fin de año con las Madres fue algo inédito, más cuando se trataba de recibir el nuevo milenio agrupados bajo la consigna: “Vivir combatiendo la injusticia”, con la que habían convocado. No superábamos el millar de concurrentes. Debíamos acercarnos con nuestros propios alimentos y bebidas para el brindis. Me sorprendió encontrar allí a David Viñas. También a León Rozitchner, junto a su mujer, Claudia, en unas reposeras, munidos de alimentos y bebidas para el picnic nocturno. Otro León, pero cantante, entonó varios temas. Cuando se disponía a cantar “El país de la libertad”, música utilizada en una propaganda de una compañía telefónica privatizada durante la gestión menemista —lo que había despertado la incomodidad y la suspicacia del progresismo—, hizo una aclaración sobre el destino de los fondos obtenidos por derechos de autor. Cuando contó que salvó la vida de un niño adquiriendo sofisticado equipamiento médico destinado al tratamiento de la hidrocefalia para el Hospital Garrahan, nos hizo sentir a todos un poquito más miserables por nuestra tendencia general a la condena sumaria.

El acto terminó de una manera extraña y algo fascinante: rodeada por una estrepitosa aura de fuegos artificiales que provenían de Puerto Madero —el lujoso barrio construido y ganado al río durante los noventa— y recortaban sus fulgores por detrás de la Casa Rosada, Hebe de Bonafini subió al escenario. Temblorosa y a los gritos, con una voz tenuemente ajada —que, si bien no cejaba en su firmeza, daba cuenta de cierto paso del tiempo— y una respiración que dejaba entrever un silbido bronquial entrecortado, reclamó la continuidad de las luchas. Cada palabra era como un alarido de la historia, un quejido último que emergía de un cuerpo sintiente (el nivel más alto de sensibilidad que puede concebirse) y estremecido. Sus hijos las habían parido, invirtiendo la secuencia biológica para producir una historicidad política, y ellas tomaron esa antorcha agonizante que reclamaba

un soplido para revivir. Y eso lo supieron los hijos de sus hijos y toda nuestra generación que vivió bajo el cobijo del pañuelo blanco: entre la conmoción de la historia y ese enigma maternal que nos abría el camino sin decirnos cómo debíamos transitarlo.


(*) Extractos del libro Nada que esperar. Historia de una amistad política. (Ed. Tinta Limón – Cordero editor).

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