La mayor agitadora de nuestro tiempo // Diego Sztulwark

apesar de la sensación de orfandad que circula en redes sociales y de los comentarios de tantxs amigxs, creo que Hebe de Bonafini no nos dejó en banda. Sino que preparó las cosas debidamente como para que podamos continuar con la lucha de las Madres. La suya es la más conmovedora “gesta”, palabra (bien elegida por Osvaldo Bayer) que da cuenta del juego de engendramientos entre madres e hijxs, pero también entre hijxs y madres y finalmente entre madres y pueblo. Unas madres de unos militantes revolucionarios derrotados durante los años setentas, solas ante el terror y el poder de los aviones, los sótanos y las armas. Unos pañuelos como marca distintiva de una lucha desarmada, ahí donde su hijxs simplemente desaparecían. Unas madres que se proponían lograr una escena de justicia siempre pospuesta, a la vez que cuidar la escena y el sentido que volvía comprensible y memorable la lucha de sus hijxs. Toda una enseñanza la de las Madres: ahí donde el terrorismo de Estado llevaba la clandestinidad represiva a su máxima expresión estatal, ellas tejían una contra-narración dolorida y popular, con una enorme carga de desafío al poder. Allí donde la verdad del poder torturaba y mataba, la verdad de estas mujeres engendradoras/engendradas nacía del cuidado de los cuerpos. Una contra verdad que sería en poco tiempo la única capaz de animar un sentido en un país que se fue quedando son verdades de otro tipo.

Los miles y miles de jueves en la Plaza de Mayo mostraron algo más que empecinamiento. El ritual permitió iniciar a millares de personas en la tarea de zurcido de una modalidad inédita de la memoria, capaz de ligar rebeldías presentes y pasadas, y de hospedar el compendio de luchas sociales que nunca dejaron de ocurrir desde entonces en el país.

Las Madres fueron el hecho divino (divino: que da vida) del país contra-revolucionario.

Ya bajo gobierno constitucional, las madres fueron la fuente ineludible y extra-institucional de una democracia que se representaba a sí misma desde el parlamento y los tribunales. Sin ellas no hubiera habido juicios ni condenas. Y gracias a ellas, y al amplio colectivo que nos acogió a quienes las acompañamos, se hizo claro que la fuerza de su testimonio era mayor que el de la política institucionalmente concebida. Por eso, cuando la módica justicia del poder judicial -que carecía de capacidad para alzar su vista hacia las cúpulas -empresaria o eclesiástica- comenzó a descascararse en políticas de impunidad, la voz de las madres volvió a revelar -desde las calles y hacia todo el mundo- el principio de otra política. Si Alfonsín mandó a instruir a los fiscales, a legislar sobre la ley de Punto Final y luego sobre la Obediencia debida, para “preservar la democracia”, y Menem indultó luego a las juntas militares para “pacificar” el país, desde las Madres y los demás organismos y militantes de agrupaciones sociales y políticas se articuló ese clamor inaudito capaz de enunciar, como gran pulmón popular, que la democracia sería sólo la de los poderes asesinos sino se investigaba el genocidio a fondo. Tenía yo 15 años cuando ocurrió la rebelión de losas militares carapintadas de Semana Santa de 1987. Es para mí un recuerdo iniciático. Estábamos en la Plaza de Mayo de los partidos políticos en defensa del gobierno constitucional cuando irrumpió un sonoro grupo de mujeres gritando “no rebeles, no hay leales, los milicos son todos criminales”. Recordarme arrastrado por ellas, haber accedido de ese modo a la historia de mi país, tuvo un efecto de parte aguas. A partir de ahí, por años, la referencia principal de mis actividades pasó discretamente por la casa que ocupaban las Madres en la calle Irigoyen.

¿Qué es lo que hacía de las Madres algo tan extraordinario? Ellas impedían que el estado de derecho imperante se confundiera con la democracia. Negaban toda legitimidad a un Estado incapaz de revisar las estructuras derivadas del Terrorismo de Estado. Y lo hacían a través de un procedimiento tan simple como contundente: afirmaban que hasta que el Estado argentino no explicase con claridad dónde estaban sus hijxs desaparecidxs, qué habían hecho con ellxs, no habría ley justa posible. ¿Qué pretendían con eso las Madres? Todo. Porque al exigir al Estado una verdad que este no podía -y aún no puede- ofrecerles, confrontaban una voluntad de verdad a una afectada por la mentira (al día de hoy, los reaccionarios dicen que los organismos manipulan la verdad al hablar de 30.000 desaparecidos, sin jamás reclamar al Estado que dé cuenta exacta de sus acciones y responsabilidades por el genocidio). Pero, además, porque al actuar como madres engendradas por sus hijos desaparecidos, orgullosas de sus luchas, impedía toda separación definitiva entre una idea reparatoria y otra revolucionaria de la justicia. Fue tan valiente y de tal fuerza moral su prédica y su activismo, que acabaron por producir, desde su reclamo, un tipo nuevo de politización, mezcla de memoria dolorida y restos de plebeyismo en un país destruido. Esa mezcla, poderosa y duradera, fue la que emergió el día 20 de diciembre de 2001, cuando miles y miles de personas nos vimos convocadxs al centro de la ciudad de Buenos Aires al ver por la televisión a las viejitas con pañuelo peleando contra la policía montada. Ese fue el último punto de inflexión moral de la Argentina, y de allí procede todo lo que se ha hecho estos años a fuerza de cuidar la fusión realizada entre la lucha por la memoria y las luchas populares.

El encuentro entre movimiento piquetero y Madres de Plaza de Mayo visibilizaba en 2001 otro país.

Hebe había dicho declarados años atrás: “no quiero que comprendan nuestro dolor, quiero que comprendan nuestra lucha”. Esa comprensión fue la que alcanzó entonces una escala inusitada. Y es precisamente -paradojalmente- esa misma comprensión la que actuó como sistema de alerta para la reorganización de la derecha más reaccionaria. Consciente como nunca del peligro que para ella representaba ese tipo de sensibilización popular, comenzó el trabajo de destruir toda costura en que se sostuviese la conexión entre luchas comunitarias, demandas salariales e historicidad.

Lo que vino después lo recordamos bien. Por un lado la sorprendente articulación, antes inimaginable, entre organismos de derechos humanos y Estado, durante el gobierno de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, bajo cuyo gobierno se produjo de la reapertura de los juicios. Pero también la perdurable comunicación entre la lucha de las Madres y las de lxs feminismos. Todos estos años hemos la hemos visto a Hebe tan agitadora como siempre A muchos, es cierto, por conocerla de antes, nos sorprendió verla pasar sin elaboración explicita de su vieja desconfianza a su nueva inclusión en la retórica peronista. Pero en Hebe la arbitrariedad y la justicia coexistieron siempre, la una como maravillosa condición de posibilidad de la otra. Mi impresión es que estas últimas décadas Hebe se dedicó a cumplir su tarea con más lucidez e intensidad que nunca: dejar un país en el cual las clases poseedoras y sus intelectuales no puedan recubrir de legitimidad moral los resortes de poder en los que confían. Si la fusión entre memoria y plebeyismo ha madurado entre nosotrxs, Hebe fue su principal artífice, la más grande subversiva, la agitadora más relevante de nuestro tiempo. Hebe nos enseñó a respirar en medio de la asfixia. En tiempos recientes, se complacía premiando a militantes, artistas e intelectuales con su pañuelo. Ahora la homenajeamos nosotrxs, sus hijos orgullosxs capaces de seguir el camino.

Notas:

1- Esta cita fue extraída del libro La historia de las Madres de Plaza de Mayo en dos tomos, del historiador Ulises Gorini. El principal valor de este libro (editado por la Biblioteca Nacional, gestión de Horacio González) es la sistematización de la documentación disponible para los años 1976/1986.

La Tecl@ Eñe

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