El hombre que murió según D.H. Lawrence // Amador Fernández-Savater

¿Cuál es nuestro mito fundador? No el Edipo, dice el filósofo argentino León Rozitchner, sino el mito de Cristo, “el cordero inmolado”. 

Cristo cancela nuestras deudas -contraídas en la rebelión primera y posterior expulsión del paraíso- con su sacrificio. Pero, ¿sacrificio de qué? Sacrificio del cuerpo: acepta la muerte, la muerte en vida, la muerte del cuerpo, como acceso a lo eterno. 

Es lo que nos propone ese modelo de identificación fundador. La Ley de Dios ya no nos obligará entonces sólo desde fuera, desde el exterior, sino también desde el interior, desde el corazón. Es lo que hace del cristianismo un dispositivo de dominación más eficaz: nos gobierna desde dentro, nos auto-gobernamos.

Modelo de vida perfecta, encarnación de la más enaltecida pureza. Modelo de amor perfecto, amor sin mujer, amor de unión abstracta con el Dios abstracto. Cristo va a la muerte, en el mayor de los sacrificios, para purificarse completamente del cuerpo, para depurarse de cualquier rasgo corpóreo. 

Este es el mito que el escritor inglés D. H. Lawrence (1885-1930) se decide a reescribir en El hombre que murió, una novela corta, o un cuento largo, escrito hacia el final de sus días, mientras redactaba esa otra obra póstuma suya tan poderosa que es un comentario del libro bíblico del Apocalipsis

¡Lawrence se dispone a reescribir el mito fundador de toda una civilización (hasta hoy)! Dirige su ataque al corazón del adversario: contar de otra manera sus historias, tergiversar sus relatos, mostrar el mandato de muerte que vehículan e invitar a otros modos de existencia. 

El Cristo de Lawrence resucita, un tanto torpe y desorientado, en la cueva, en la tierra, en este mundo. Poco a poco va volviendo en sí, tomando conciencia de lo que le ha pasado, de lo que le pasa ahora. De su nueva vida. 

“La muerte me ha salvado de mi propia salvación”. 

“El profeta y el salvador han muerto en mí. Viviré desde ahora mi vida personal”.   

 

Jesús resucita sin misión. La nueva vida será una vida sin misión. El Jesús de Lawrence no nace para morir, por nada ni por nadie. 

En su deambular primero se topa con María Magdalena. Sorpresa, alegría. Pero pronto decepción y alejamiento. Ella advierte que Jesús ya no es el Mesías: el Mesías no se ha levantado. Sólo Jesús, sin misión. Ella ama al Mesías, no la vida personal. Él advierte hasta qué punto su amor por los demás ha estado mediado por las obligaciones. Él salvaba y ellos le salvaban a él. Pero eso se acabó, se acabó salvar o ser salvado, ese tipo de relación. 

“Quise obligarlos a vivir y ellos me obligaron a morir”. 

“Cualquier contacto entre él y la humanidad (a partir de ahora) habría de ser libre, sin obligaciones”.    

¿Cómo amar a partir de ahora? Unos campesinos le acogen, desconocen quién es. Jesús busca este anonimato, la libertad en las relaciones. Hay atracción sensual, sexual, con la campesina joven. Cristo reflexiona sobre la virginidad (la de su madre, la suya propia) como modelo de amor puro. 

“Ahora sabía que la virginidad es una forma de egoísmo, y que el cuerpo nace para tomar y recibir sin egoísmo”.  

“Ahora sabía que había resucitado para la mujer o las mujeres que conocían la vida amplia del cuerpo, sin egoísmo de dar, sin egoísmo de recibir”. 

Cristo se había limitado a dar sin recibir. El Jesús de Lawrence quiere amar distinto, en un permanente dar y recibir, ida y vuelta, toma y daca. Esa imagen del “toma y daca” es la definición misma del matrimonio que Lawrence usará en sus otros textos sobre el amor. No sólo dar, no sólo recibir, sino dar y recibir, no sólo desear, no sólo ser deseado, sino desear y ser deseado, ese intercambio de posiciones. 

El Jesús de Lawrence ya no pertenece al Padre. No cambia el amor concreto de las mujeres por el amor abstracto a la Ley del Padre. Ya no es el hijo del Dios inmaterial cristiano, sino el hijo muy material de la madre y de la tierra. Aprende “la femenina diferencia, un coraje de vida y no de muerte”.    

Al final, en la última parte del cuento, el Jesús de Lawrence se vincula en amor sexual con la sacerdotisa de un templo dedicado a la diosa Isis. ¡Jesús en realidad ha resucitado… pagano! 

Se conoce y se ha escrito mucho sobre el paganismo de Lawrence. Es una “religión” del cosmos vivo. La relación con un mundo en el que todo está animado por una potencia vital, donde cada vínculo es singular y se establece con una existencia singular.          

“El mundo es ahora una flor de pétalos oscuros y yo estoy dentro de su perfume como dentro de un contacto”. 

Lo que salva ya no es una distancia, un distanciarse, sino un contacto, un vincularse. Un contacto sin promesa de salvación de por medio, sin esa verticalidad, sino libre y relativo sólo a los afectos mismos que se experimentan. No un contacto “virgen”, sino en el ida y vuelta del dar y del recibir. 

“Padre -exclamó- ¿por qué me has ocultado todo esto?” 

“Súbitamente se dio cuenta: ‘yo pedía a todos que me sirviesen con el cadáver de su amor. Y terminé ofreciéndoles el cadáver de mi amor. Tomar y comed: este es mi cuerpo -¡mi cadáver! Le asaltó una intensa vergüenza: ‘después de todo -pensó- quería que todos me amaran con sus cuerpos muertos”.  

Cristo fue asesinado, pero él mismo se ofreció al crimen con deleite morboso. Jesús resucitado pagano rechazará este amor muerto, este amor de cuerpos muertos, este amor sin vínculo sensual, sexual. “Pilatos y el sumo sacerdote me salvaron de mi excesiva salvación”.     

El final del apocalipsis cristiano, ese corte con la vida del cuerpo, ese corte con un cosmos vivo habitado por potencias singulares, esa vida escindida que, según León Rozitchner, se prolongará luego en el capitalismo, como amor al dinero y el beneficio abstracto, conexión instrumental con un mundo reducido a medio y herramienta, cuerpo modelo-ideal de gimnasio y escaparate, será un renacimiento de la vida sensible.     

“El ser humano quiere, ante todo, su plenitud física, ya que ahora, y por una vez, tiene un cuerpo y es potente. La gran maravilla es estar vivo. Para el ser humano , como la flor o el pájaro, el triunfo supremo consiste en ser lo más vívido, en estar lo más perfectamente vivo posible. Al margen de lo que pudieran conocer los muertos y nonatos, no pueden conocer la belleza, la maravilla de tener un cuerpo vivo. Los muertos pueden buscar el más allá, pero el magnífico aquí y ahora de la vida corporal es nuestro, y sólo nuestro, y lo es sólo durante un tiempo. Deberíamos bailar de gozo por estar vivos y tener un cuerpo, por formar parte del cosmos vivo y encarnado… Lo que el ser humano quiere apasionadamente es su totalidad y su unísono vivo, no la salvación aislada de su ‘alma’”.      

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