El último escritor político // Diego Sztulwark

Si Ernesto “Che” Guevara fue a lo largo de su vida un escritor extremo, corresponde a Ricardo Piglia la más fina compresión de esa relación radical entre literatura y experiencia que está en la base de una forma de comprender la política y la revolución latinoamericana de la década del ‘60. Sus textos —diarios, correspondencia, apuntes, informes, artículos y discursos— bordearon la intimidad del desfiladero de la guerra. De Pasajes de la guerra revolucionaria (1956-59) al Diario de Bolivia (1967) hay en Guevara una escritura de la guerrilla y una apelación constante a los libros. De allí que Piglia asegure en su libro El último lector que en el Che se conjuga la ficción sobre el filo de la practica más estricta, llevando el peso de los libros en su mochila como única excepción a la regla de la marcha ligera que define al combatiente en el monte. El Che leía en las pausas de la guerra, se lamentaba por perder un volumen de Trotsky en una emboscada del ejército boliviano y se aferraba a la literatura como uno de los pocos defectos a los que no hubiera sabido renunciar.

Alegría de Pío es un breve texto de recuerdos personales sobre el trágico episodio del 5 de diciembre de 1956, en el que los combatientes de la embarcación Granma, caminantes agotados y muertos de hambre, fueron acribillados por la aviación de la dictadura de Batista cerca de la playa Las Coloradas. El episodio, que según Guevara fue el “bautismo de fuego” del que “sería el ejército rebelde”, forma parte de Pasajes de la guerra revolucionaria. Allí se narra la agonía del joven doctor argentino, médico de la expedición, que al ver a un compañero suyo dejar una caja de municiones en medio de la balacera reacciona abandonando el pesado botiquín: “Tomé la caja de balas, dejando la mochila para cruzar el claro que me separaba de las cañas”. El relato es célebre: llegando al refugio natural del cañaveral, escribe el Che: “Sentí un fuerte golpe en el pecho y una herida en el cuello; me di a mí mismo por muerto”. En esas condiciones, tendido y sin recursos, “me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista apoyado en un tronco de árbol se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte por congelación, en las zonas heladas de Alaska”. Piglia no pierde la ocasión para señalar la aparición de un recuerdo literario en el momento que parecía ser el de su muerte y concluye un primer sentido de lo que podría entenderse por “lector extremo”: aquel que acude a la ficción para extraer de allí un modelo capaz de dar forma a una experiencia límite. Según Piglia, el cuento que el Che evoca es Encender la hoguera. Vale la pena reproducir un fragmento: “Perdía la batalla contra el frío, que penetraba en su cuerpo por todas partes, insidiosamente. Al advertirlo, hizo un esfuerzo sobrehumano para levantarse y seguir corriendo. Pero apenas había avanzado treinta metros, empezó de nuevo a tambalearse y volvió a caer. Éste fue su último momento de pánico. Cuando recobró el aliento y el dominio de sí mismo, se sentó en la nieve y se encaró por primera vez con la idea de recibir la muerte con dignidad”.

En carta de despedida a sus “Queridos viejos”, el Che evoca al Quijote: “Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante, vuelvo al camino con la adarga al brazo”. En la misiva vuelve sobre el episodio de su conversión de médico en soldado (“soldado no soy tan malo”), y repasa la década que lo separa de Alegría de Pío con otra frase de lector —de otro tipo de lectura, la propiamente política—, “mi marxismo está enraizado y depurado”. Consciente del tipo original de figura en la que se ha convertido agrega: “Muchos me dirán aventurero, y lo soy, solo que de un tipo diferente y de los que ponen el pellejo para demostrar sus verdades”. Piglia lee: quijotismo como modo de lidiar con la realidad.

Narrador es, para Walter Benjamin, quien es capaz de transmitir oralmente experiencias. A diferencia de la comunicación informativa, la transmisión de historias vividas supone el arte de captar un sentido y de compartirlo por medio de gestos y palabras. El Che cabe en esa escueta definición. Hace la experiencia, la capta, la escribe o la cuenta. Ese sería el Guevara escritor. Luego vendría el Guevara político, que bloquea al escritor. Piglia nota una cierta incompatibilidad entre ambos: Guevara “moldea y transmite en soledad”. El valor de su narración permanece en su experiencia de autotransformación, en la ejemplaridad de su propia constitución como figura de hombre nuevo. Lo dice así: “Hay una tensión pre-política en la búsqueda del sentido en Guevara”. Si entiendo bien la tesis de Piglia, Guevara “ha resuelto el dilema” entre la literatura como modelo de vida y experiencia extrema por la vía de la repetición y la realización: vivir a fondo, realizando modelos ficcionales. La literatura lo acompaña a Guevara en la desposesión, en diversa situaciones de peligro, fuera del circuito mismo en el que la literatura como exhibición otorga prestigio. La cita de London llega en la soledad más final, cuando precisa la referencia de otra vida de la que aprender a morir. Pero la política perturba su vocación de escritor. En esa línea Trotsky sería un antecedente.

Si algo resulta inolvidable del texto de Piglia es su comentario de una foto del Che en Bolivia. En ella se lo ve “leyendo en medio de la desolación y la experiencia terrible de la guerrilla perseguida”. Aferrado al libro hasta el final. Piglia conecta esta escena con una cita del diario de Guevara de la guerrilla en el Congo: “El hecho de que me escape para leer, huyendo así de los problemas cotidianos, tendía a alejarme del contacto con los hombres, sin contar que hay ciertos aspectos de mi carácter que no hacen fácil el intimar”. El libro fuera de lugar y la lectura como substracción. El fragmento citado pertenece al epílogo del libro Pasajes de la guerra revolucionaria: Congo. Luego de evaluar los factores políticos del fracaso, Guevara redacta una larga autocrítica que comienza con la expresión “me toca hacer el análisis más difícil, el de mi actuación personal”. En tono de severo escribe allí Guevara: “En cuanto al contacto con mis hombres, creo haber sido lo suficientemente sacrificado como para que nadie me imputase nada en lo personal y físico, pero mis dos debilidades fundamentales estaban satisfechas en el Congo: el tabaco, que me faltó muy poco y la lectura, que siempre fue abundante. La incomodidad de tener un par de botas rotas o una muda de ropa sucia o comer la misma pitanza que la tropa y vivir en las mismas condiciones, para mí, no significaba sacrificio”. Lee Piglia: libros y tabaco. Y agrega: la abstracción como debilidad y refugio, corte, contradicción y adicción. Hábito irrenunciable. Cuenta Piglia que cuando lo capturan en Ñancahuazu, “lo único que conserva (porque ha perdido todo, no tiene ni zapatos) es un portafolio de cuero, que tiene atado al cinturón, en su costado derecho, donde guarda su diario de campaña y sus libros”.

El contra ejemplo de Guevara sería Gramsci. La situación de lectura en la hamaca, durante las pausas de la marcha por el monte, es el exacto opuesto de la prisión fascista. Fijado en el espacio, detenido, el comunista italiano es “el político separado de la vida social en la cárcel” y en aquellas circunstancias “el mayor lector de su época”. Inmovilizado en los calabozos mussolinianos consulta todos libros que están a su alcance, lee uno por día y redacta los comentarios de sus estudios. Su tarea intelectual es correlativa al impedimento de praxis política. Hay en Piglia una intuición sobre una inversión proporcional entre quietud forzada y elaboración sutil de grandes nociones políticas como “bloque histórico” y “cultura nacional popular”. La contraposición de circunstancias se haría presente en concepciones políticas divergentes: la hegemonía gramsciana como enemistad plástica y el antagonismo guevariano como enemistad directa. En los dos casos la política se explica a partir del proceso de formación de la voluntad. Pero ahí donde el comunista la describe en un complejo proceso de articulación de alianzas, el argentino la resumiría en la instauración de una subjetividad combatiente. Al contrario de Gramsci, Guevara sería fluido solo para la marcha, pero rígido para la política. Lo que Piglia cree es que al tomarse su propia transformación como referencia Guevara se habría privado de elaborar una política transmisible. Sujeto capaz de dar cuenta de la “tensión trágica” de su experiencia, se torna ineficaz para pasar del sacrificio individual a la construcción política, aunque no para la construcción del mito.

La hipótesis de Piglia es que la vocación de escritor se forma en Guevara en la experiencia de la lectura. Los datos que toma en cuenta son los siguientes: imposibilitado por el asma de asistir a la escuela, aprendió de muy niño a leer con su madre; muy pronto se convierte —en palabras de su hermano Roberto— en un “loco por la lectura”; la lectura es en Guevara “práctica iniciática” y única línea de continuidad capaz de acompañarlo en sus sucesivas metamorfosis, el único hábito del que no se desprende. Habría incluso una cierta dependencia física del libro, una puesta en serie del asma y la lectura: inhalador para respirar y libros para leer, como objetos que “hay que llevar siempre”. Guevara lee y escribe porque lee. Toma notas y las elabora. La escritura como registro inmediato de su experiencia, sobre la que retorna para darle forma. Los rastros del proyecto de una vida de escritor están dispersos en sus cartas. A Ernesto Sábato le refiere en abril de 1960: “Lo que para mí era lo más sagrado del mundo, el título de escritor” y a León Felipe le escribe en el ‘64: “Me afloró una gota de poeta fracasado que llevo dentro y recurrí a usted”. Esas cartas conservan un valor extraordinario. En la que le dirige a Sábato hay otra frase tan importante como la que cita Piglia: “La guerra nos revolucionó”. Lo que hubiera habido de escritor en Guevara resultó definitivamente modificado en y por la experiencia política. La explicación que da al autor de El túnel es de lo más interesante a la hora de retratar la formación de un pensamiento político: la guerra exigió de los combatientes una conversión inesperada en pedagogos que debían “explicar a los campesinos indefensos cómo podían tomar un fusil y demostrarles a esos soldados que un campesino armado valía tanto como el mejor de ellos; e ir aprendiendo cómo la fuerza de uno no vale nada si no está rodeada de la fuerza de todos”.

Buscando al escritor, Piglia encuentra al político sacrificial. No acepta la idea de que hubiera en Guevara algo así como una figura nueva, capaz de tejer literatura y política en proporciones impuras. Ve como un producto terminado, donde habría —en palabras de Abel Gilbert— un sujeto “en transición”. Su fórmula es: “El político triunfa donde fracasa el escritor”. Con variaciones diversas podemos encontrar frases similares en sus escritos sobre Sarmiento y Walsh. El escritor sucumbe y se sacrifica en la práctica política. ¿Hasta qué punto no habla aquí Piglia de sí mismo? Del escritor que debe substraerse de la inminencia revolucionaria para escribir. Ciertas épocas parecerían someter al escritor a una elección de hierro, una inevitablemente fracasa allí donde la otra triunfa. Pero el “político que surge entre las ruinas del escritor” —Guevara o Trotsky— es un político irreal, ilusorio, héroe trágico, nostálgico de la literatura.

La idea del político irreal, que inicia su formación como “viajero errante que se politiza y no tiene inserción”, reaparece luego en el revolucionario que tiende hacia “una forma no nacional de la política”. Piglia lee la política del Che como una voluntad sin fronteras y una “forma sin territorio”. Sacrificio del cuerpo y ausencia de condiciones históricas particulares. Pero decirlo así es demasiado parcial. Porque implica ignorar la percepción de Guevara del espacio abierto por la influencia expansiva de una revolución triunfante, y del intento por construir una sintonía con las máquinas de guerra anticoloniales triunfantes en buena parte de Asia y África. El nomadismo guevarista se torna incomprensible por fuera de la perspectiva geopolítica que anima el giro de la política mundial del este/oeste al norte/sur. De modo que la relación entre espacio y política puede ser retomada desde la estrecha relación que Piglia percibe en la travesía del joven Guevara. Sus propias metamorfosis resultan inseparables de un vínculo formativo con el territorio. Los viajes del joven Guevara son una introducción al compendio de las figuras sociales de América Latina, de los marginales a los enfermos, de las víctimas sociales a los exiliados políticos y como punto culminante de ese proceso politizador. La mítica conversación sostenida con Fidel Castro en julio de 1955, leída como “salto cualitativo” que encamina a Guevara del marxismo al combate, sería el momento culminante de una conversión. En septiembre del ‘57 el Che ya es comandante del Ejército Rebelde. En este punto —cree Piglia— la forma humana ya está formada y, quizás, cristalizada. El Che habría alcanzado la forma universal (el “guerrillero esencial”, como “momento de la decisión” y determinación de la relación amigo-enemigo), aplicable luego a situaciones nacionales diferentes. Como si del modelo derramaran las condiciones históricas para la revolución. Dadas las condiciones objetivas en casi todo el tercer mundo, Guevara creía que se trataba de acelerar la creación de las condiciones subjetivas, en una etapa histórica en la que el poder imperialista imponía la guerra anti insurgente: hacer mil Vietnams es la consigna. A diferencia de la lectura más matizada de León Rozitchner sobre la relación entre guevarismo y contra-violencia, Piglia no reconoce sino dos figuras en el teatro guevariano: la del traidor y la del héroe. A eso se reduciría la política de grupo “en esa tradición terrible del guevarismo”: una práctica de control constante. La guerrilla del Che es así percibida como un “estado microscópico que vive siempre en estado de excepción” y en el cual la tensión formativa sobre el sujeto se reduce a poner a prueba la relación “entre ascetismo y conciencia política”, sin mayor consideración sobre lo que ella tuvo de investigación sobre la dinámica de lo subjetivo revolucionario en el contexto de una lucha de clases confrontada con la guerra colonial.

La inclusión de Guevara en el mundo de los grandes lectores permite no solo desmitificar al revolucionario, sino también situarlo en el atípico juego de la imaginación en la que la política es aprendizaje y forma de vida, tomando en cuenta a la literatura como una dimensión fundamental del viaje formativo del espíritu. Mucho más interesante sería la impugnación a la “casta” si se incluyera esta carencia de aventura como déficit de fuentes de rebelión y causa de su desganada subordinación de la praxis al estado de cosas. El último lector es una antología de todo aquello que permanece inaudible por fuera de la literatura y el homenaje más personal del escritor a la lectura como contra conducta. En ese universo fantástico el borgismo actúa como una “capacidad de leer todo como una ficción y de creer en su poder”, y la figura del detective célibe y fascinado por el deseo de saber ostenta una lucidez única, procedente del lugar que ocupa en los márgenes de la sociedad.

 

El cohete a la luna

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