La gran subversiva // Diego Sztulwark

Si algo tiene de filosófica la despedida de una persona que fue más bien un huracán, es el estado de meditación en que nos sume su partida, un silencio denso, más profundo que todas las palabras que nos decimos en estos días simplemente para no permanecer calladxs.

La reflexión que se nos impone bien podría comenzar por aquella expresión con la que el corresponsal de France Presse, Jean-Pierre Bousquet, tituló su libro Las locas de la Plaza de Mayo (publicado en Buenos Aires en 1983). La locura como razón última que surge contra y más allá de la razón asesina proferida tanto desde la economía como desde la fe y el Estado. La historia de las Madres es la de la génesis de una contra-narración dolorida y arriesgada, nacida de la mudez y el horror. Una narración antiestatal, enhebrada bajo amenaza de muerte, considerada un puro desquicio desde el poder. La hipótesis de la locura adquiere todo su sentido cuando se toma en consideración que lo que las Madres tenían para decir era lo más terrible y además lo más prohibido. Una demanda imposible dirigida a unas autoridades públicas, espirituales e intelectuales que las recibían al mismo tiempo que organizaban cínicamente la clandestinidad del terror.

 
 

También puede calificarse de locura narrativa aquella extraordinaria afirmación según la cual ellas mismas fueron paridas por sus hijxs. ¿Qué quería decir esto sino que aquellos jóvenes obrerxs, estudiantes, militantes armadxs, revolucioarixs, desaparecidxs, asesinadxs, las engendraron a ellas como Madres sociales, por ellxs investidas políticamente para engendrar, ahora en otrxs jóvenes igualmente luchadores, una nueva experiencia de rebeldía que debía ser protegida de un nuevo genocidio? El peso de esta dialéctica contra natura del engendramiento es decisivo, por el modo en que trastoca las premisas de la familia privada y politiza el principio mismo de la reproducción de los cuerpos (contra la producción sistemática de cuerpos para la muerte). Es esta mirada spinozista de los cuerpos como potencia la que permitió al filósofo León Rozitchner captar rápidamente el tipo de Madre que son las Madres de la Plaza. Henri Meschonnic afirma que lo divino es la capacidad de dar vida. Estas Madres engendradas y engendradoras alumbraron, en nuestra historia trágica, una práctica democrática y materialista de las relaciones, no coercitiva entre los cuerpos. Si hay un ateísmo de las Madres es precisamente el de reivindicar la capacidad de producir vida de un modo completamente diferente al del sistema, cuyo núcleo asesino nunca ha sido del todo reformado.

Puede afirmarse entonces que esa locura es un buen punto de acceso a una ética y a una política de las Madres. Una ética, digo, porque en lugar de asumir el lugar de la impotencia que el sistema asigna a la víctima, constituyeron un modo de actuar, de sentir y de pensar: de hacerse responsables por el mundo. Una ética ineludiblemente política, desde el momento en que aceptaron que su reclamo coincidía –seguramente de un modo inesperado al comienzo para ellas– con una verdad que el orden político sólo podía ocultar. Una politización que se inventaba en el pasaje de unas palabras iniciales, que buscaban ser un reclamo familiar y luego colectivo para descubrirse, finalmente, como portador de una verdad intolerable para el orden. Fue la radicalidad con que se sostuvo esa verdad la que impidió que en adelante se confundiera la democracia con la prolongación de las estructuras represivas, jurídicas y económicas derivadas del Estado terrorista. La claridad con la que hoy entendemos esa diferencia es una enseñanza de las Madres.

Es una historia estremecedora: buscando saber qué pasó con sus hijxs, las Madres dieron con la verdad última del fundamento clandestino del poder político. Fue este choque frontal lo que creó en una parte de la sociedad la disposición afectiva para la comprensión de la naturaleza contra-revolucionaria de aquello que Eduardo Luis Duhalde llamó el Estado terrorista: la restauración del nexo entre aseguramiento de la propiedad privada concentrada y desalojo de la clase trabajadora y los movimientos populares de toda capacidad de incidir en los destinos del país. Y fue esta creciente comprensión colectiva la que convirtió los nombres de cada uno de lxs 30.000 desaparecidxs en agudos interpeladores del contenido ético de las instituciones políticas constitucionales durante las controversias políticas posteriores a 1983.

La distinción política que las Madres nos ayudaron a pensar es la que abrieron en la práctica entre la legalidad como vigencia de la Constitución y como legitimidad democrática. Su empecinada denuncia de toda tentativa de integrar el orden jurídico en un sistema material de aniquilación por la vía de los cuerpos represivos, o como efecto del régimen de acumulación del capital. La ley, para ser legítima, debe refundarse en un corte efectivo respecto de las estructuras burocráticas y sociales derivadas del terrorismo de Estado. Al llevar esta distinción al terreno de la acción práctica, las Madres, los organismos y las agrupaciones que las acompañaron en distintos momentos de su lucha, dieron curso a un modo de la política que ya no pasaba por la organización de un partido político, un frente electoral ni por la inserción en el Estado, aunque –como luego se vio– jamás desdeñaron a priori relacionarse con cada una de esas instancias según los casos.

Los miles y miles de jueves en la Plaza de Mayo mostraron algo más que empecinamiento. La ritualización fue un modo de apropiarse de un espacio público crucial y de iniciar a millares de personas en la tarea de un zurcido de la memoria con los hilos de las rebeldías presentes y pasadas, hospedando al mismo tiempo al entero compendio de luchas sociales que nunca dejaron de recurrir a esa plaza de las Madres.

Bajo el gobierno de Alfonsín y luego de Menem, las Madres fueron la fuente ineludible de un poder extra-institucional, que impedía restringir la democracia a un mero asunto de tribunales y parlamentos. Sin ellas no hubiera habido juicios ni condenas. Pero gracias a ellas –y al amplio colectivo que acogió a quienes las acompañaron– se logró frustrar en el tiempo las políticas de impunidad. Resulta imposible comprender la vitalidad plebeya de aquellos amargos años ‘90 sin recordar –o estudiar– el papel de las Madres en la articulación de un clamor inaudito, que ponía a la memoria a disposición de las luchas contra la violencia neoliberal.

Experimenté a mis 15 años el atractivo llamado de la Madres. Fue durante la rebelión militar carapintada de Semana Santa de 1987. Llegábamos con mi familia a la Plaza de Mayo ocupada por los partidos políticos en defensa del gobierno constitucional cuando irrumpió un sonoro grupo de mujeres gritando “no hay rebeles, no hay leales, los milicos son todos criminales”.

Recuerdo perfectamente cómo me vi arrastrado por ellas. Era el mejor modo de incluirse en la historia colectiva.

Si hubiera en toda esta rica trayectoria algo así como una filosofía de las Madres, habría que destacar en ella, sin dudas, su fuerza moral, surgida de la doble radicalidad que supuso sostener la exigencia sin concesiones de una verdad que el poder no podía conceder, y de ofrecer un espacio de politización a toda lucha que, por pequeña que fuera, supiera nutrirse de esa legitimidad alternativa que las Madres crearon por fuera de la política convencional.

 

 

Fue esa mezcla poderosa y duradera la que terminó de cuajar el 20 de diciembre de 2001, cuando miles y miles de personas se convocaron en la Plaza de Mayo para defender a esa viejitas enfrentadas a la policía montada. Ese fue el último punto de inflexión moral de la Argentina, y de allí proviene, creo, todo lo que se ha hecho durante estos años a fuerza de cuidar y profundizar la fusión entre historicidad y luchas populares. Hebe declaró a fines de los años ‘80: “No quiero que comprendan nuestro dolor, quiero que comprendan nuestra lucha”. El encuentro entre movimiento piquetero y Madres de Plaza de Mayo fue la muestra más acabada de esa comprensión en una escala inusitada. No puede sorprender a nadie que haya sido precisamente esa comprensión la que alarmó a la derecha más reaccionaria, consciente como nadie del peligro que para ella representa ese tipo de sensibilización popular.

Lo que vino después forma parte de la memoria reciente. Por un lado la sorprendente articulación, antes inimaginable, entre organismos de derechos humanos y Estado durante el gobierno de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, junto con la reapertura de los juicios. Pero también la perdurable transmisión entre la lucha de las Madres y lxs feminismos. Por haberla conocido personalmente a Hebe, muchxs fuimos sorprendidos al verla abandonar sin elaboración explicita su antigua aversión al peronismo. Pero en Hebe la arbitrariedad y la justicia coexistieron siempre, la una como maravillosa condición de posibilidad de la otra. Lo que hizo que no siempre fuera fácil acompañarla de cerca durante largo períodos. Hebe fue la mayor agitadora social de nuestro tiempo. Mi impresión es que estas últimas décadas se dedicó a preparar su partida con la mayor lucidez, dejando un país en el cual las clases poseedoras y sus intelectuales no pudieran confiarse demasiado en haber recubierto de legitimidad moral definitiva los resortes de poder sobre los que se sostienen. Si la fusión entre memoria y plebeyismo ha sido la gran obra de las Madres, Hebe encarnó como nadie el fuego de ese artificio, fue la gran subversiva, la gran militante de nuestro tiempo. Nos enseñó a respirar en medio de la asfixia. Es comprensible que ante su muerte circule un sentimiento de orfandad. Y sin embargo creo que Hebe ha logrado algo realmente poderoso al dejarnos a nosotrxs, sus hijos orgullosxs, listos para proseguir el camino de las Madres.

Publicada en El Cohete a la Luna

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