La muñeca de flores // Mariela Coronel Silva

La estadía duraría un mes por lo menos. Llegar antes de las fiestas y rogar que no se adelante el parto con fecha para el tres de enero, era la mayor preocupación de mi mamá. Y por eso estaba de un lado a otro, abriendo y cerrando cajones, revisando en el fondo del placard, buscando toda la ropita guardada de cuando yo era bebé. Su hermana mayor, mi tía Marga, estaba de treinta y nueve semanas y le dijeron que sería una nena. Ella vive en Paraguay, siempre en la casa de su mamá, mi abuela Rafaela. Yo había terminado el jardín y al otro año empezaría el preescolar.

Ese verano, mi mamá me llevó a mi primer viaje de larga distancia. Casi veinte horas en un colectivo de dos pisos de la empresa Nuestra Señora de La Asunción. Llegamos y noté que su panza no era tan grande como me la imaginaba. Tal vez se debía a su altura. Era como una modelo de pasarela. Hoy no se ve como en esos años. El negro de su pelo tiene caminos grises. Su piel color caramelo y sin arrugas a pesar de ya haber pasado la línea de los cuarenta, hoy cuenta con varias grietas. 

La navidad en Paraguay es muy solemne. No hay festejos grandes, la gente no se junta a comer nada especial. Lo importante es el pesebre. Se hacen nacimientos de Jesús en figuras del tamaño de un perro. Se los ve en el frente de las casas o en sus patios. Parecen competir por cuál es el más fiel.

El pesebre de mi abuela era bastante austero. Estaba en el patio central de la casa rodeado de los árboles principales. Los más grandes. En sus troncos se ataban las hamacas paraguayas y, en noches muy calurosas, se ponían las camas bajo sus copas. En sus ramas se colgaban los mosquiteros. Yo amaba dormir así aunque hubiera sapos alrededor. Esos tules le daban aire de campamento de princesas.

No tuve regalo. No es la costumbre. Papá Noel se confundió y lo dejó en casa, me tranquilizó mi mamá. Me prometió que los reyes me darían lo que yo más quisiera. Yo había visto una muñeca grande en el almacén multitodo de al lado. Tenía rizos castaños y pecas. Los ojos se abrían y cerraban al mecerla. Usaba capelita y sombrilla. Su vestido de satén blanco simulaba seda con detalles de encaje. Me fascinaba verla cuando íbamos a comprar pan, yerba, llamar por teléfono o comprar azufre para las contracturas.

Faltaba un día para los reyes y los pesebres se estaban despidiendo. Mi tía seguía sin contracciones.

A la mañana siguiente, la muñeca deseada estaba sobre mis ojotas. Mi abuela me hizo el desayuno y me dijo que temprano mi mamá y mi tía se fueron al hospital. Van a buscar a tu primita, dijo mientras se metía un pan inflado de mate cocido en la boca. Pero por dos días no volvieron. Yo las esperaba en el sillón viendo telenovelas abrazada a mi muñeca y mi abuela iba y volvía del almacén donde averiguaba si había recibido algún llamado.

Ese mediodía, volvió directo para sacar la mesa al patio y guardar las hamacas. Puso velas y un mantel blanco. Ordenó las sillas en semicírculo. Me dijo que vea tele. Yo me quedé dormida a la hora de la siesta. Cuando desperté, toda la casa y todo el patio olían a flores. Además, la mesa, los árboles y las vigas tenían luces. Había gente saludando a mi abuela. Hacían una reverencia de respeto con las manos en el pecho diciendo señora. Mi abuela les ponía la mano en la cabeza como si fuera un cura dando la bendición. Yo estaba inquieta. Quería a mi mamá. Me mandó a sentarme al lado de mujeres que no conocía y que espere. Algunas lloraban, otras tenían un rosario en la mano. Todas me hablaban en guaraní. ¿Y mi mamá? Le pregunté de nuevo. Mi abuela siguió tocando cabezas. Ya estaba oscureciendo y me acerqué a la muchedumbre que se agolpaba delante de la mesa. Creí que había comida. Levanté la cabeza y mis talones y la vi. Una bebita dormida con una corona de flores naranjas, rosadas y blancas en su cabeza. Sus manitos juntas en forma de rezo eran de un color que nunca más presencié en ninguna cosa o lugar. No eran marrones, ni azules, tampoco grises, ni moradas.

En el medio de la mesa, en una cuna de flores, la que estaba acostada era mi primita. Petunias, madreselvas, jazmines, margaritas. Brillaba con su vestido blanco de princesa. Un vestido de satén con encajes idéntico al de mi muñeca.

Mi tía Marga casi muere en el parto y tuvo que ser internada. Por eso no estuvo en el velatorio. No pudo decidir qué se hacía con su hija. Mi madre estuvo pendiente de ella desde que le dijeron que había complicaciones hasta que le pidieron muchas firmas para los trámites finales. El cajoncito con la beba lo dejó un señor. No sé quién era. Mi mamá nunca me explicó bien esa parte. Lo que sí me contó -años después- es que, antes de volver a la casa, ya de noche, ella se había quedado dormida en la parada de colectivo. No pudo controlar su cansancio, debilitada por esos días de guardia en el hospital. Ella no estaba de acuerdo con esas costumbres. A los muertos no se les tiene miedo y a los infantes no se los apartan de los funerales por más chiquitos que sean. Me pidió disculpas varias veces. Sobre todo después de ir a una reunión en la primera semana de mi preescolar cuando fue citada por mi maestra. La seño Jime estaba preocupada por lo que le había contado esa tarde.

Me recuerdo en medio de los ojos quietos e invasivos de mis compañeritos y la seño, obnubilada. Ella había preguntado qué habíamos hecho en nuestras vacaciones. Yo le dije que había ido a conocer a mi primita muerta y que parecía una muñequita.

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