Anarquía Coronada

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Amistad, conspiración y libro // Diego Valeriano

Primero la amistad. Una amistad como apertura al mundo, como intimidad, como secreto, como segundeo. Amistad para poder seguir respirando, riendo, haciendo. Esta amistad no se reduce a un vínculo: es papel, tipeo, tinta. Una historia, unos dibujos, un río de aguas que crecen de manera inexplicable. Rocío, Pedro, Irene, el hijo que desaparece, los borrachos (acá hablan de vos y yo, ¿nocierto?) Amistad como otra forma de estar en una.

Segundo el libro. Me pasa algo y me cuesta definirlo. Siento que el libro como objeto cobra otra dimensión. No es un libro que veas en una estantería y te parta la cabeza. No es llamativo, ni estridente, ni flashero. Pero en cuanto lo empezás a hojear, tocar, leer, pasa algo. Conmueve de una manera especial. El color del papel, los trazos de los dibujos, ciertas nuevas texturas, la crecida del agua. La novedad de lo que está escrito y cómo se lee. El libro nos invita a algo. Se lee de un tirón pero no de manera manija. No hay ansiedad, hay ganas; no hay urgencia, hay intimidad; hay alegría, no euforia. 

Tercero la conspiración. Amador Fernández-Savater dice que conspirar significa respirar juntos. Los que conspiran se dan aire unos a otros contra la asfixia que produce el poder del negocio en la vida entera. No se limita a denunciar, sino que, como dice Piglia, “intenta modificar relaciones de fuerza y tiene a la huida por condición”. 

“A la espera” (Cordero Editor) es la conspiración, la amistad y el libro de Rocío y Pedro que nos invita a algo, a estar en una, a desertar un rato del ruido insoportable que nos deja sin ánimo, sin ganas, sin palabras. “A la espera” es una linda experiencia que construye una intimidad que nos permite respirar de otro modo. 

Diego Valeriano: «La pandemia nos permitió mostrar lo vigilantes que somos» // Agencia Paco Urondo

La Agencia Paco Urundo dialogó con Diego Valeriano, autor de La no sufras (Milena Caserola, 2021), que dio algunas precisiones respecto de la elaboración de su último libro, Él está vivo y nosotras estamos muertos (Cordero Editor), en el que se lanzó a narrar el asesinato de dos pibes en un barrio popular y cómo la madre de uno de ellos hizo frente al entramado dirigido por la Justicia. Por Branco Troiano

AGENCIA PACO URONDO: ¿Cómo llegás a la historia y en qué momento y por qué decidís trabajar narrativamente sobre ella?

Diego Valeriano: No llego a la historia. Soy amigo de Ale, conozco a Marquitos y toda la familia. Pasamos muchas cosas buenas y malas, hicimos varias cosas, anduvimos bastante. Hacía un tiempo que no la veía cuando asesinaron a los pibes. Pude contactarme un tiempo después con ella, acompañamos en lo poco que pudimos. A Ale la admiro mucho, un día se me ocurrió escribir un libro sobre ella y salió La no sufras (Milena caserola 2020), y a partir de ese libro fue que ella me pidió que escriba sobre su lucha, sobre cómo los jueces estaban dejando libre a los asesinos, que también escriba sobre Marquitos. No sé si decidí trabajar narrativamente, todo fue pasando.

APU: ¿Cómo fue el proceso de escritura, siendo que en la narración das cuenta de una relación íntima con las personas involucradas en el hecho? ¿Qué licencias te permitiste, hasta dónde el afán por crear un artefacto narrativo que funcione se le interpuso al deseo de, simplemente, llevar a cabo alguna de las maneras de la justicia?

D.V.: Solo empecé a escribir, a hablar con Ale y amigos, a contar algo de la manera más genuina posible todo lo que iba pasando. Nos iba pasando. No hay justicia, no existen maneras de justicia, todo es billete. La policía, los jueces, todo. Nunca tuve la idea de justicia mientras escribía. Nunca hablamos de justicia con Ale. Hablamos de otra cosa, acompañamos su lucha por otra cosa mucho más potente y real. Ni llego a entender de manera total la lucha de Ale, pero sí entiendo que es muy potente, que excede mi comprensión, que va más allá de nuestras nociones del tiempo.

APU: ¿Circuló el texto en el barrio? ¿Cómo? ¿Qué repercusión tuvo?

D.V.: No sé si hay barrio. O sí, hay barrio, el mismo barrio que le dio la espalda, que se escondió, que no dijo nada. Hay otro territorio en el que nos sentimos más cómodas. Un segundeo, su familia inmensa que ella expande cada vez, el San Martín, las películas de zombies, las charlas interminables que vamos teniendo, un andar, las plazas. Ella dice que el libro está bien y eso es un montón. El barrio ni me importa. A ella le gustó. Nos afectamos mientras lo íbamos escribiendo. Le gustó mientras lo iba escribiendo. Lo corrigió, me pidió que saque algunas cosas y que agregue otras. Lo leyó de un tirón de Villa del Parque a José C. Paz. No puedo mensurar efectos, es una amiga que me pidió algo (sin saber bien qué, sin saber por qué acepté) y que aunque no sé si la convenció el resultado final me dijo que estaba bien, justamente por amistad. Creo que en relación con ella poco importa el resultado o el efecto sino lo que nos fue pasando, las charlas que fuimos teniendo, lo que aprendí, cómo evocamos un tiempo, cómo nos segundeamos, cómo intentamos darnos el ánimo necesario para seguir. Ale es una mina increíble, una amiga desbordante, una mamá hermosa. Ella genera efectos en las cosas. La publicación fue afectada por ella y no al revés. 

APU: Ahora que encaraste un laburo en ese sentido, ¿de qué manera pueden dialogar la literatura y la justicia? ¿Es un diálogo?

D.V.: No sé bien qué laburo encaré. Intenté escribir a partir del pedido de Ale, creo que no traicioné su amistad. Aprendí cosas, a veces estuve bien, acompañé, creo que a ella en algún punto le sirvió, no en relación a su búsqueda porque paguen los asesinos sino a otra cosa, a algo anímico o afectivo. 
Respecto al diálogo entre justicia y literatura, la verdad ni idea, no sé qué significan esas dos palabras, me suenan a chamuyo. Son palabras de otro mundo, de un mundo vigilante, pretencioso y mezquino. No es que no haya diálogo entre literatura y justicia, no hay diálogo con quienes son parte de un negocio que destruye territorios, pibes y posibilidades. Que son la parte peor, más cruel y menos expuesta. Si pienso en los asesinatos de Marquitos y Lucas y lo que pasó, lo pienso como un caso emblemático y lo pienso así porque es el común de lo que pasa, porque es lo que se repite una y otra vez, porque es un destino casi imposible de esquivar para un montón de pibes y familias.

APU: ¿Creés que siempre fue un mundo vigilante el de la literatura?

DV: Escribir puede ser vigilante o no, depende de un montón de cosas, a veces ni depende de quien escribe. A veces es cuestión de suerte. No sé bien qué es el mundo de la literatura, pero por lo que veo de lejos eso que llaman literatura es un mundo bastante vigilante y cargado de opiniones, modas y reconocimientos.

APU: Y la pandemia agudizó bastante la vigilancia…

D.V.: No es que la pandemia nos volvió más vigilantes, creo que nos permitió mostrar lo vigilantes que somos. Nos habilitó poder señalar, espiar, stalkear en función de un valor superior. La literatura no está exenta. No es que somos vigilantes, nos cuidamos entre todes. Lo gorra fue habilitado, señalar al otro fue la nota. De repente estaba bien señalar las conductas de los demás. Si algo tiene de increíble Ale es que buscó justicia sin ponerse gorra, que luchó para que paguen sin ser vigilante, que se movió en este mundo horrible sin claudicar ni un poquito su espíritu de libertad.

Agencia Paco Urondo

Los hilos de la noche: el conflicto como camino // Florencia Abadi

Existe una concepción dominante del deseo que lo define a partir de la falta de su objeto, de la ausencia de aquello que se anhela, cuya tradición se remonta a Platón y llega hasta el psicoanálisis. Esta historia del deseo, que tiene su hito fundamental en el diálogo platónico en que la sabia Diotima establece que la madre de Eros es la carencia (Penía, la personificación de la pobreza), tiende a velar que en esa misma genealogía platónica el padre del deseo lleva el nombre de “recurso” o “camino” (Poros). Es decir que si bien no hay deseo sin falta (Deleuze discute esta tesis de manera relativamente solitaria), tampoco puede haberlo sin ciertos medios o recursos para lidiar con esa falta. El libro de Constanza Michelson Hacer la noche opera como un recordatorio de este aspecto olvidado: advierte que de lo que se trata en relación con las compulsiones y ansiedades que aplastan el deseo en la actualidad es de recobrar los recursos psíquicos capaces de crear una distancia que permita al erotismo circular y a la vida existir. Entre esos recursos, a Michelson le interesa sobre todo uno: el conflicto, su fuerza habilitante y su poder curativo. El conflicto es la “vida política interior” a partir de la cual es posible hacer la noche, construir ese espacio temporal en que habitamos el dolor sin huir de él o pretender aniquilarlo. Habrá entonces que mirar a la cara el insomnio, cifra de la compulsión simbiótica. El pensamiento poético que despliega este libro corta el cuerpo.

Michelson distingue: hay una noche primitiva, indiferenciada, uterina, caótica, de fantasmas y terror, y hay una segunda noche que es la noche de la ensoñación, que posee una luz intermedia que no es ni tinieblas ni la “luz feroz” de la ausencia de velos y el día continuo. Ahí en el medio los ojos no necesitan abrirse en estado de alerta paranoica ni andar ciegos de confianza; se entrecierran para acceder a lo simbólico, al ámbito del mito (término que quizás proceda del verbo myein que significa abrir y cerrar los ojos, entrecerrarlos). En ese ámbito podemos lidiar con el sufrimiento, contamos con los recursos y también los velos para hacerlo. “La noche tiene una inteligencia, no obstante, el día y sus razones no le han dado descanso”. Se trata del insomnio de mediodía, el más terrible, que no es estar despierto sino sostener el delirio en razones, y que remite a una luz sin sombra donde las cosas pierden su espesor. La ansiedad que domina el mundo contemporáneo, que rechaza la ausencia y exaspera de presencia aunque no se esté casi presente, cancela no solo la espera (la demora erótica) sino también el símbolo, recurso clave de la vida del conflicto. Cancela en definitiva el misterio, la opacidad constitutiva de lo humano, aquello que permite la diferencia.

En el caos sin borde ni contención tenemos el abrazo o el Rivotril, apunta este libro, pero ninguno de ellos alcanza para hacer un mundo: hace falta el lenguaje, el recurso humano por excelencia. El lenguaje al que se refiere Michelson, el lenguaje de la segunda noche, surge de la Caída, corte de la simbiosis. No es el lenguaje con el que Adán nombra bestias y aves en el paraíso, pero tampoco es el lenguaje de Saussure, puro signo arbitrario. Lejos de una visión instrumental del lenguaje, en el que este es visto como un medio para comunicar contenidos que le son externos, el modelo que toma este libro para lo lingüístico es nada menos que la plegaria. La plegaria del creyente pero también la del ateo, porque lo esencial reside en la voz que profiere desde la radical vulnerabilidad, condición de todo lazo. No se trata aquí de la respuesta, sino del ruego, de la vida interior que se construye a partir de él. El animal humano se caracteriza por lanzar un grito que es traducido luego como llamado. Por eso la plegaria define también la filiación: “Tus hijos no te pertenecen. Sí, su llamado”. La ética de la responsabilidad en la que insiste Michelson se funda en el compromiso con la escucha de ese llamado, en el gesto que responde por la fragilidad de lo creado y que supera la verdadera tentación, el verdadero deseo prohibido, que no es sexual sino que consiste en el deseo de desresponsabilizarse (como enseña el célebre sueño de Irma). “Seamos creyentes o ateos, la plegaria es el gesto de la fe de la existencia de otro en mí”, y para eso debemos permanecer sobrios, abiertos, evitar la solemnidad que destruye el lazo (“Cristo no fue solemne”, escribe Mistral, aquí citada). El ámbito de la trascendencia resguarda literalmente un más allá, un aire para el vuelo de Eros, contra el materialismo banal incapaz de establecer para la vida coordenadas que excedan una inmediatez compulsiva. En este sentido, Michelson trae a colación un comentario de Rafael Gumucio: “quienes no creen en la vida después de la muerte viven como si nunca fueran a morir. Entonces, ¿quién es el creyente ridículo? Mejor creer en lo imposible que en una estupidez”.

Con la muerte de Dios, la capacidad del lenguaje para reparar el mundo entra en crisis. Habitamos entonces lenguajes rancios, el lenguaje aséptico de la corrección política, el lenguaje infantil de la indignación, el lenguaje culposo plagado de clichés e incapaz de una palabra verdadera, el lenguaje indolente de la salud mental, “sin vuelo ni promesa”, que no escucha (el llamado que procede siempre de la singularidad). El hospital se quedó sin hospitalidad, nos dice. “Para lo sanitario el dolor no sirve para nada, aunque tampoco es justo decir que sirva”. El dolor no es un instrumento, es la condición que nos liga. Michelson nos recuerda que los lenguajes para el dolor importan: la actualidad del psicoanálisis, su potencia alternativa a la medicación generalizada y descontrolada, reside en la práctica de la escucha, pero además en que su lenguaje acredita el conflicto como modo de hacer con el dolor, de hacer el duelo, porque del otro lado hay “una carnicería que busca paz como se busca la paz en la guerra: borrando al enemigo”.

En la misma dirección, se señala como recursos el lenguaje político, el lenguaje alusivo del humor, el lenguaje como poder de conjurar, de disolver y curar. Estos lenguajes reclaman paciencia, la paciencia que no tenemos (“hemos construido imperios pero hemos perdido la paciencia”), pero si bien la ansiedad devino programa político, un halo de esperanza tiñe las páginas de este libro, felizmente insolente con el discurso de la ciencia y profundamente compasivo con todo sufrimiento que comporta estar vivo. Se trata de la apuesta inclaudicable por los recursos psíquicos, lingüísticos y simbólicos sin los cuales no es posible entregarse al descanso que ofrece la noche. Necesitamos hilos para retornar a ese hogar que, nos enseña esta lectura, no preexiste sino que se hace. La genealogía que Aristófanes crea para Eros afirma que es hijo de Nix, la noche. Michelson lo entiende igual. El camino de la cura no es una línea ni un progreso, sino el conflicto en tanto hilo que orienta en la noche. Porque no se trata de satisfacer la suma total de las inclinaciones (como define Kant la felicidad), sino que “a veces se puede estar bien estando mal”.

 

* Reseña de Hacer la noche, Paidós, Santiago de Chile, 2022, 255 pp.

Mentira, delirio e imaginación política // Juan Manuel Sodo

Durante los últimos fines de semana de Junio participé de las Jornadas de acción gráfica y pensamiento colectivo “Imaginaciones Políticas, un puente entre 2002 y 2022”. Artistas visuales, militantes populares, talleristas comunitarios, humoristas, performers, escritorxs, editorxs, feriantes, poetas, músicos, fotógrafxs, asambleístas, mediactivistas, serigrafistas, pensadores y documentalistas, entre otros, confluyeron en una antigua imprenta del barrio de Chacarita para abrir experiencias y acciones surgidas al inicio del milenio e interrogar sus vitalidades hoy.

En este contexto, no se me ocurre mejor cosa que asumir esas dos palabras como problema: ¿qué es la política para nosotros?, ¿en qué anda nuestra imaginación? La política se habla cada vez más con los lenguajes tristes del pronóstico, la rosca, el tacticismo de periodismo deportivo, el chimento de espectáculos o la agenda del día. ¿Va a jugar o no va a jugar? ¿Arma por afuera o va a internas? ¿Rompe? ¿Le contesta? ¿Sube a Nación o baja a Provincia? Quedando reducida, en cualquier caso, a objeto de estudio pero sobre todo a tema de conversación.

Ahí hay entonces un primer asunto que reclama imaginación. ¿Cómo hacer para que la política sea la práctica colectiva de preguntarnos cómo queremos vivir (cómo queremos trabajar, alimentarnos, relacionarnos, producir…), antes que un conjunto reglado y estandarizado de repertorios de conversación que, en el mejor de los casos, nos deja parloteando solos, en primera persona y en un lugar de mera opinión (a favor/en contra; repudio/adhesión; banco/me indigna)?

En cuanto a la imaginación, hipótesis: la imaginación está obturada. Del mismo modo en que lo están las demás potencias que nos distinguen como especie. La potencia de trabajo, subsumida a medio de subsistencia; la de lenguaje, a medio de comunicación; la de imaginación, a recurso piola y copado para la auto-valorización en el mercado (tener creatividad, ser creativos). Eso en términos generales. Pero en términos puntuales, podría decirse que está obturada en al menos tres sentidos.

1) Obturación técnica. Propia de las vidas mediatizadas por pantallas. Cuanto más expuestos estamos a imágenes maquínicas pre-formateadas, más se saturan nuestras capacidades orgánicas y autónomas de producir imágenes por nosotros mismos.

2) Obturación moral. La hiper-corrección puede hacer que las imágenes y los lenguajes se vuelvan un poco conservadores. Más que imaginar otros horizontes, se trataría de no retroceder. Que no se avance sobre lo que alguna vez fueron conquistas.

3) Obturación por captura de ultra-derechas. Dada por la apropiación y el vaciamiento de lenguajes que históricamente fueron parte del acervo imaginal emancipador. Libertad, libertario, anarquía, cambio, desobediencia, transgresión, revolución…

Con ese marco, entre algunos amigues, surge la necesidad de activar formas, ejercicios, modos de “liberar” la imaginación. Traer el futuro al presente (y no al revés). Bajo el supuesto de que algo empieza a suceder, a irradiar efectos, acá, ahora, en el presente, desde el momento en el que nos lo podemos imaginar. ¿Cómo sería, por ejemplo, un ñewsletter que resuma las principales noticias no de lo que pasó sino de lo que quisiéramos que pase, haciendo de cuenta que pasó?

¿Qué quisiéramos que pase? ¿Cómo se escribiría eso? ¿Qué memorias (literarias, humorísticas, activistas) tenemos a mano? ¿Cómo están nuestras imágenes? ¿Qué imágenes de futuro deseable se nos aparecerían? ¿Por qué discursividades políticas están moldeados nuestros imaginarios? ¿Cuál sería nuestra “agenda”? Sería, a la vez, una manera de disputar algo que sí pertenece al baúl de las derechas: el delirio, la operación para incidir en la realidad, la mentira deliberada, lo fake. ¿Cómo sería una fake news “de izquierda”? No sabemos. Excusa para la experimentación.

 

** Texto escrito en base a notas tomadas para coordinar la actividad titulada “fakeódromo”, en el marco de Imaginaciones Políticas, un puente entre 2002 y 2022, organizadas por María Eva Blotta y Diego Maxi Posadas, realizadas durante el mes de junio en el barrio porteño de Chacarita. En @imaginaciones.politicas fotos, registros, más información.

Bichx y centaura. Sobre «Jamás tan cerca», de Agustín Valle//Natalia Ortiz Maldonado

Un libro no es solamente aquello de lo que habla un libro, tampoco es solamente la materia de la que está hecho (el papel, los hilos, la tinta), no es quien lo escribe ni quien lo lee. Un libro es un haz de fuerzas. Materialidades sí, pero también actos, trampas, sortilegios, silencios, promesas, flujos. Lo que dice, quien lo dice, cómo lo dice, quién lo lee, cómo lo lee, los espacios por los que navega, el valor que porta y circula, los dispositivos técnicos que porta y sostiene, los árboles que se talan y los ríos que se contaminan para hacerlo, los mundos que habilita y los que censura, lo que pasa y lo que no deja pasar. Jamás tan cerca es todas esas cosas y algunas más. Voy a detenerme en tres: una persecución, una pregunta y un sonido.

 

Persecución

 

El libro recorre la marabunta que somos, la confusión que habitamos, diciendo que no sabemos, reivindicando que no sepamos porque nadie sabe solx, sí, pero también porque nadie sabe su época. Eso es vivir algo en presente: no saber. Se trata de tomar distancias con los relatos heroicos que no pueden dejar de explicar, maníacamente, inclusive cuando dicen que no lo hacen. Pero en el libro ocurre algo más, porque se logra decir algo, se intenta un común sin saber, diciendo que no se sabe, no sabiendo. Como andan lxs cachorrxs antes de ser tecnobichos.

 

Cuando realmente no se sabe, se vuelve imprescindible prestar atención, dar la atención. Y se desarrolla un habla persiguiendo lo que ocurre, acoplándose, se pone la lengua sobre la superficie viva. Seguir lo que ocurre rastreando, como diría Vincianne Despret, persiguiendo las huellas de un animal al que probablemente no se alcance pero al que sí se puede conocer a través de sus huellas, detectando sus velocidades, sus presas, las guaridas en las que duerme por la noche o el día. O donde no duerme nunca. Recorrer lo que ocurre con meticulosidad, tomando por momentos su velocidad frenética, desacompasándose de cuando en cuando para entrever.

 

Quien escribe rastrea superficies (redes sociales, medios de comunicación, redes de subtes), señales y pulsos (la velocidad de un audio, la rayita que titila en el lugar en el que vamos a escribir, el modo del cursor, el azul de los vistos). Rastrea además acciones viejas (medir, competir, desear) que se reimprimen como acciones y palabras nuevas: chequear, escrolear, laiquear, gostear, espamear, notificar, administrar, guglear, empantallar, postear, hacer flaiers, editar, estresar, estar-siempre-disponibles.

 

Somos tamagochis de nosotrxs mismxs, se dice, somos “yo digital”, habitantes sin cuerpo de un mundo luminoso, brillante, prístino, que con su nombre “virtual” ya nos tendría que advertir algo sobre lo problemático de tener un cuerpo orgánico, que necesita ser tocado, alimentado, dormir…

 

Pregunta

 

Pero las huellas que se persiguen a lo largo del libro no son solo las huellas del “yo digital” sino sobre todo, del bicho humano que estamos siendo, acá y ahora y, sin embargo, tan lejos de sí mismo, tan perdido, tan cabizbajo, tan solo y tan acompañado, tan capaz de genocidio y de poesía, de maravillarse ante una pintura como de apretar un botón (ni siquiera -ya- un botón sino una región en una pantalla) y hacer explotar una bomba, quemar un pueblito, ametrallar una escuela.

 

Quien escribe está de pie justo allí. Mira, como en la pintura de Turner, parado desde un risco, nuestro risco. Vemos su nuca, la espalda erguida. Y mirando así plantea una pregunta, quizá una de las pocas preguntas que importan, con la voz de la infancia, el territorio más fértil y potente que aún tenemos. Quien escribe está parado ahí y pregunta: “pero ¿no habrá sido siempre así la humanidad: todo lleno de cosas horribles pero también cosas no horribles?”. 

 

Es probable que Spinoza se haya encontrado ante una pregunta similar, seguramente Adorno y Benjamin, expresamente Canetti y Simone Weil. El bicho humano, esa sibilia oscilante, ese genio inmanejable, borracho y alucinado. Esa centaura que no para de crear, que crea dioses y diosas y luego olvida que lxs ha creado: estados, salvaciones, algoritmos, máquinas, infiernos. Lo que todas estas escrituras comparten es que jamás estuvimos tan cerca… de la abstracción, de lo muerto. Quizá el bicho humano es la centaura que late contra lo muerto que ella misma excreta. Agustín Valle narra esta centaura, el modo en el que dobla las patas y abre las manos, las excrecencias oscuras que deja al andar. Acá y ahora. Formula la pregunta e intenta una respuesta (im)propia. En presente continuo, concreto, vivo. 

 

Quienes cumplimos con el ritual iniciático de leer o escuchar leer sobre alrededor bajo o contra Deleuze, supimos que no hablamos ni escribimos por otres sino ante otres. Levinas decía que se trata de hablar ante el dolor de lxs demás, de elaborar relatos que puedan ser compartidos con quienes sufren. Pero qué pasa si quienes sufren algo somos todxs, cómo podríamos hablar desde, en y sobre un dolor que compartimos. Esta es otra de las tareas de este libro, que no ocurre menos porque se trate de un libro de teoría y filosofía política. Todo lo contrario, ocurre más, porque lo que nos duele es precisamente lo que nos pasa ante una dimensión impotente de la política: hacer venir lo vivo en nosotrxs, advenir-nos. 

 

Dónde está lo vivo, donde la casa, el amor, el lenguaje. No existen, mi niñe, habrá que inventarlos otra vez. Dónde. No sabemos. Pero es acá y ahora. También.

 

Sonido

 

Hay pistas. En este libro se habla de los feminismos (como experiencia colectiva de quienes hacen del dolor un motor para la acción), del zapatismo, de algunos movimientos sociales, de algunos grupos, de quienes dicen que no, de quienes quieren humildemente pero mucho alguna cosa, de quienes aman. Y se habla de la pupila, del estar rostro a rostro vivo. No hay pupilas en la mentira luminosa de las pantallas, se dice. Como miope y como astígmata, necesito agregar a la señalética de este libro, el sonido. Porque la vista está demasiado cerca de la mente, habita un plano único, aplana, es totalitaria; mientras que el sonido (cercano al tacto) es vibración de la materia, reclama y hace cuerpo, puede evadir algunas trampas, pero no todas. Pareciera ser, susurra Adorno (que sabe susurrar) que es más difícil ver el amor o el dolor que escucharlos. Y si los podemos escuchar, los podemos contar después. Contar, como no se cansa de susurrarnos Úrsula Le Guin, es escuchar. Y en este libro escribe quien primero la supo escuchar, persiguiendo las huellas, tenazmente. La voz narra, sube y baja, titubea, putea, ríe, canta y en ciertos momentos, solloza. Con los héroes no se compone una amistad. Solo duelos, aquello de matar y morir, el honor, los argumentos, la admiración, el temor, las pirámides. Los héroes no están ante y con nosotrxs. Los héroes solo saben.

 

Violencia Institucional en un Colegio de Psicólogxs. La impunidad es una banda elástica que se estira y estira // Ezequiel Borensztein

(Leyendo la serie de notas Abusos y Violencias en el Campo Psicoanalítico publicadas en este medio, aceptamos la invitación de hablar y no callar más).

 

Qué sucede si te cuentan y te demuestran con pruebas fehacientes que en un Colegio de Psicólogoxs se combate el espíritu crítico, se denuncia, se persigue y se expulsa al disidente? Que sucede si las autoridades de un Colegio de psicólogxs impugnan y proscriben de manera fraudulenta a la lista opositora con argumentos falaces condenados por la Justicia? ¿Qué sucede si los representantes no representan a sus representados? ¿Qué sucede si no cumplen con sus funciones gremiales? ¿Qué sucede si los números no cierran?  

La respuesta a estas preguntas es nada. No sucede nada…por ahora.
La impunidad, la oscuridad y el silencio reinan en un ámbito donde lo natural sería la circulación de la palabra y la ética que nuestra profesión requiere. Hace años que las autoridades de un Colegio de Psicólogxs practican violencia institucional, ejerciendo la lógica perversa de ser juez y parte, adueñándose de un espacio que es de todxs.
 
Con un grupo de colegas venimos luchando para que todo este entramado burocrático y feroz salga a la luz.
Es bueno que la comunidad psi sepa que en un Colegio de Psicólogxs conocimos una forma original de violencia muy difícil de enfrentar.
Una cachetada/caricia que nos gira la cara hacia el abismo entre lo que se dice y lo que se hace. Una violencia suave. Una máquina de hacer dóciles. Una nueva forma, dolorosa pero light del autoritarismo. Una humillación rosa. Burócratas que impiden con su Poder cualquier poder.
Intentan y lo logran por momentos hacernos sentir invisibles, mudos y estúpidos. ¨Un Ente¨, como dijo el dictador aquella vez.
 
Levantan el cono del silencio en una habitación sorda. Montan escenas para la burla. El bullying ensayado sale disparado con “respeto “.

Sus ¨como¨ desvían cualquier ¨que¨. No dan Quórum, hacen de la trampa una manera de actuar. Abren kiosquitos para ellos y su séquito. Corren los ¨viáticos¨ en negro. Sus ¨mesas¨ son un muro impenetrable y se nota en sus gestos inexpresivos, el entrenamiento de los asesores de márketing,  de comunicación, legales, contables, etc.

¨Articulan¨ ¨dispositivos¨  bla bla bla, teatral como si, puro cartón pintado, siempre dando la espalda al colectivo.
La violencia institucional nos azota, nos entra en el cuerpo. Nos desgasta y nos devasta. La impunidad es una banda elástica que se estira y se estira.

No hay límites para el canalla noble. Ni la justicia les hace tope. Y menos cuando los zombis de la obediencia debida no despiertan de la anestesia clientelar. Son duras las batallas éticas. Pero se las gana con solo librarlas.

Guerra Civil Psicótica Global (GCPG) // Franco «Bifo» Berardi

La primera edición de Héroes salió en Londres en 2015. Empecé a escribir ese libro en julio de 2012 después de leer sobre la masacre que tuvo lugar en la ciudad de Aurora, Colorado. Un niño llamado James Holmes, vestido como Batman, con cabello naranja, fue al estreno de Dark Knight Rises de Christopher Nolan, y durante la proyección sacó un par de armas automáticas y disparó contra la multitud matando a unas pocas docenas de personas. Treinta y dos si no recuerdo mal.

En los meses anteriores, una mezcla de repugnancia y fascinación perversa me había empujado a leer todo lo que pude encontrar sobre este tipo de masacres que parecían haber proliferado desde hacía algunos años, especialmente en Estados Unidos. Cuando leí sobre James Holmes y la masacre de Aurora me decidí a escribir sobre este tema, porque este episodio me obligó a reflexionar sobre la relación entre diversión, soledad, competencia y, sobre todo, sufrimiento.

Han pasado diez años desde aquel episodio, el pobre James Holmes estará encerrado en alguna prisión norteamericana, pero la matanza nunca ha cesado, al contrario, avanza cada vez con más intensidad.

En 2021 hubo más de un tiroteo masivo por día, según Forbes. Con la expresión tiroteo en masa nos referimos a un evento en el que una persona mata al menos a cuatro de sus semejantes, y luego generalmente se suicida.

Lo que me impulsó a escribir Héroes en 2012 no fue solo lo absurdo de un país donde cualquiera, incluso psíquicamente perturbado, puede comprar armas altamente destructivas. Sabemos que ese país nació de un genocidio, se hizo próspero explotando el trabajo de millones de esclavos deportados con violencia, y por tanto sabemos que ese país es por su naturaleza misma la negación de lo humano. Sabemos que ese país persigue la supresión de la solidaridad, la comprensión y, en definitiva, de la humanidad en todas partes. Y sobre todo sabemos que ese país ha invertido sus recursos económicos e intelectuales en la producción de armas cada vez más letales, y que su cultura defiende la posesión de armas como si fuera la única libertad de la que no piensan privarse.

El devenir actual del mundo quizás se entienda, observado a través de esta especie de locura horrible, mejor que a través de la locura depurada de los economistas y los políticos. La agonía del capitalismo y el desmantelamiento de la civilización social se puede entender mejor desde este punto de vista peculiar: el crimen suicidario.

La realidad desnuda del capitalismo a la vista: horrible.

En el país líder del mundo libre se produce más de una matanza al día, y la media se ha acelerado tras el tremendo exterminio de niños en Sandy Hook, tras el que Obama prometió medidas que no pudo adoptar. En 2021 las masacres en las que quedan más de cuatro víctimas sobre el terreno fueron 147. Pero el pico se alcanzó en 2020, cuando se produjeron 610 masacres en doce meses, mientras la covid-19 segaba a otros inocentes.

En un artículo publicado en The New York Times el 27 de mayo de 2022 (“América puede estar rota sin posibilidad de reparación”), Michelle Goldberg nos informa de que “la principal causa de muerte de los niños estadounidenses son las armas de fuego”. Pero la mayoría de los legisladores en el Congreso ven esto como un precio que se debe pagar para defender la libertad.

Libertad: así la llaman. Por la libertad cometieron el genocidio más perfecto de la historia de la humanidad; por la libertad deportaron a millones de hombres y mujeres de tierras africanas; por la libertad explotaron a millones de esclavos. Por la libertad consumen los recursos del planeta en proporción cuatro veces superior a la media de los países restantes.

¿Cómo esa gente arrogante no puede lograr hacer una ley que limite la disponibilidad de armas, para que al menos los niños puedan salvarse? Michelle Goldberg responde: “Será imposible hacer algo en el tema de las armas, al menos a nivel nacional, mientras los demócratas tengan que lidiar con un partido que contempla la insurrección como una posibilidad política de futuro”.

El punto es este: en Estados Unidos se desarrolla desde hace algún tiempo una guerra civil que no tiene fronteras políticas reconocibles, que no opone estos a aquellos, los pobres a los ricos, o los blancos a los negros, sino que opone a todos contra todos.

La guerra civil está en curso, pero no se puede declarar porque es una guerra psicótica

La guerra civil está en curso, pero no se puede declarar porque es una guerra psicótica, desprovista de cualquier otra motivación que el sufrimiento psíquico, la desesperación y la violencia endémica y congénita.

Michelle Goldberg señala que “las víctimas de los asesinatos en masa cada vez más frecuentes son daños colaterales en una guerra civil fría”. Durante su triunfante campaña electoral de 2016, Donald Trump lo dejó claro: la gente de la Segunda Enmienda podrá detener a Hillary Clinton antes de que pueda llegar a la Casa Blanca. La gente de la segunda enmienda, para quien no lo haya entendido, quiere decir: la gente aficionada a su arma de guerra.

Pero lo más interesante es lo que escribe Michelle Goldberg al final de su artículo: “La venta de armas tiende a aumentar después de cada asesinato en masa”.

Entretanto, los republicanos han relanzado la idea (una idea fantástica, puedo decirlo yo, que he sido maestro durante veinticinco años) de armar a los maestros.

¿Merece sobrevivir una sociedad en la que los maestros y maestras tienen que estar listos para sacar el revólver y matar al intruso frente a los escolares? No merece sobrevivir, pero la buena noticia es que se está suicidando.

El hecho de que tras cada tiroteo con abundante cantidad de cadáveres derramados por el suelo aumente la venta de armas permite comprender que para el país líder del mundo libre no hay otro futuro que una guerra civil cada vez más insana. Una retroalimentación positiva que se suma a los muchos otros procesos de autoalimentación de tendencias destructivas. La irreversibilidad de las tendencias autodestructivas (a nivel ambiental, social, militar) es la garantía de un final horrible para toda la humanidad.

 

Guerra civil psicótica

En los años posteriores a la publicación de Héroes, algunos periodistas me llamaron para preguntarme qué pensaba de nuevos episodios de ese tipo, pero les respondí que ya no quería convertirme en un experto en terror demente, y no me mantuve al tanto de esos eventos sombríos.

Durante esta primavera de 2022, sin embargo, ese libro volvió a mi mente porque el heroísmo de los psicópatas que en la última década llenaron de sangre cines, escuelas primarias, conciertos masivos y supermercados hoy parece extenderse mucho más allá de los confines de las noticias policiales. Para invadir la esfera geopolítica, para apoderarse del destino del mundo.

Héroes hablaba del insano retorno del heroísmo suicida en el inconsciente de individuos aislados, aunque no tan pocos. Ahora el heroísmo suicida ocupa el centro del paisaje mediático global y se extiende por el lenguaje de los grandes líderes políticos.

El heroísmo del asesino en serie se destaca ahora en un nuevo contexto: el de la guerra, el del asesinato sistemático y legalizado, el del exterminio prometido y realizado.

La guerra que estalló el 24 de febrero de 2022 en las fronteras orientales de Europa marca el inicio de la fase final de la agonía de la civilización blanca, la que se ha definido como “moderna”. La agonía comenzó en los años en que el poeta irlandés W.B. Yeats escribió que “los mejores carecen de toda convicción, los peores están llenos de una intensidad apasionada” (“The best lack all conviction, the worst are full of passionate intensity”, The second coming). El pareado podría interpretarse así: “Los mejores están deprimidos, los peores están eufóricos y apasionadamente mandan armas a los que quieren matar o quieren que los maten”.

Ante la evidencia de su decadencia, en el agotamiento de las energías que han hecho posible cinco siglos de expansión económica, territorial, demográfica y técnica, la raza blanca (o más bien la cultura cristiana, expansionista y patriarcal) se encuentra en un delirio de omnipotencia que esconde una pulsión suicida.

El heroísmo del asesino en serie se destaca ahora en un nuevo contexto: el de la guerra, el del asesinato sistemático y legalizado

La cultura blanca no puede pensar en el agotamiento, el inconsciente blanco no puede aceptar el agotamiento de los recursos naturales que la aceleración extractivista ha consumido de forma frenética. La expansión económica sólo es posible hoy si devasta aún más el entorno planetario que se está volviendo inhabitable para los humanos. La expansión territorial colonial, habiendo llegado a los límites extremos del planeta, ha sido sustituida por la aceleración del tiempo infoproductivo, pero esta aceleración ha provocado el agotamiento del sistema nervioso de la humanidad.

Así hemos llegado a un colapso psíquico del que la guerra de Ucrania es consecuencia y síntoma a la vez. La guerra psicótica que tiene su epicentro en Ucrania está destinada a desencadenar consecuencias apocalípticas a nivel económico, energético, alimentario e incluso financiero. Y ciertamente está destinada a agravar la crisis psíquica que ha trastornado el cerebro colectivo.

Es fácil predecir que los efectos económicos se extenderán rápidamente por todo el planeta, llevando a decenas de millones de africanos a la hambruna y devastando el sistema productivo europeo, mientras que no podemos predecir si la guerra local librada con armas convencionales evolucionará hacia una guerra generalizada con el uso de armas nucleares. Por ahora nos limitamos a presenciar el horror que las televisiones privadas y públicas muestran sin parar durante todo el día, todos los días, para que el espíritu público se entusiasme y se llene de heroísmo.

El heroísmo está de moda

El heroísmo está de moda en el discurso público de los medios y políticos europeos. Se llama a la población a apoyar a los combatientes, se anima a los combatientes a resistir, a matar y a morir.

La Unión Europea nació con la intención de superar la retórica del nacionalismo y de renunciar para siempre a la guerra, pero ahora Europa se erige como una nación en armas, en la euforia de los viejos trotskistas convertidos al intervencionismo. Vuelve el Sturm und Drang que llevó a Europa a desatar dos guerras mundiales en el siglo pasado. Más armas, más armas, se grita de un extremo al otro del continente.

Incluso en el continente norteamericano hay prisa por armarse, como si cuatrocientos millones de armas de fuego no fueran suficientes repartidas en una población de trescientos treinta millones.

Cuando escribí Héroes sabía que esto no era una moda pasajera, que la devastación psíquica producida por la sociedad hipercompetitiva continuaría alimentando el frenesí psicótico-asesino. Pero no sabía entonces que esta guerra civil psicótica convergería con una guerra pasada de moda del siglo XX. Así que aquí estamos, viendo en la misma pantalla de televisión a Biden prometiendo enviar cada vez más armas letales a sus clientes ucranianos, y Biden llorando lágrimas de cocodrilo por la violencia en Uvalde, donde un joven de dieciocho años llamado Salvador Ramos se encerró en un aula de la escuela primaria y disparó a niños y maestros, matando a veintidós víctimas inocentes, tanto como lo son los civiles que mueren bajo las bombas rusas en Mariupol y Severodonetsk.

¿Quién era Salvador Ramos? Salvador era un adolescente nacido en una de las muchas familias que huyeron de los países de América Central. La madre es drogadicta, como millones de personas en este país, donde durante años se distribuyen opiáceos a bajo precio, como cura para la infelicidad.

Debido a que la gente de Estados Unidos es la gente más infeliz del mundo, la demanda de sustancias para aliviar el dolor es enorme, y dado que Estados Unidos es un país donde las grandes corporaciones tienen todo el poder y los pobres no tienen derechos, es normal que se extienda la adicción a las drogas, promovida por las grandes farmacéuticas.

La abuela de Salvador Ramos cuidó de su nieto y lo que sabemos de la vida del niño basta para explicar por qué quería vengarse. Familia migrante, muy pobre. Sus compañeros lo habían aislado y maltratado, dicen los diarios, porque era pobre, porque tartamudeaba un poco, porque vestía emo y porque, en cierto momento, comenzó a usar un lápiz para resaltar la línea de sus ojos. Tenía un rostro muy hermoso, en una foto tiene el pelo largo y una mirada triste pero dulce, femenina.

Salvador Ramos abandonó la escuela que para él debió de ser un lugar de tormento y humillación. Luego volvió a la escuela, con dos fusiles automáticos, e hizo justicia matando a una veintena de niños.

Algunos psicólogos han dicho que Salvador tal vez deseaba matar su propia infancia, que debió de estar marcada por el dolor de la separación de su madre, la consternación por la crueldad del mundo adulto y la maldad de sus compañeros. Con ello se viene a decir que al fin y al cabo la conclusión a la que ha llegado Salvador es del todo coherente, comprensible: liberó a una veintena de sus semejantes de una vida que ciertamente estaba destinada a ser dolorosa, repugnante, humillante, como la suya. Y se liberó de esa vida que ya no tenía ninguna posibilidad de ser otra que la que había sido su infancia.

He leído que un día Salvador dijo que quería unirse a los marines para poder matar. A pesar de sus orígenes y de la marginación a la que Estados Unidos lo había destinado, Salvador se había convertido en un verdadero estadounidense, un aspirante a asesino que sabe que puede expresar plenamente sus habilidades y su vocación yendo a algún país lejano donde, como en Afganistán y como en Irak, hombres, mujeres y niños pueden ser asesinados con impunidad. Mientras esperaba matar por la defensa de su patria, ¿acaso Salvador había decidido entrenarse comprando y usando dos rifles AR15 y más de trescientas balas? No, no se trataba de entrenar para la guerra. La guerra está en todas partes, dondequiera que haya enemigos que eliminar. Todo ser humano es un objetivo. Primero le disparó a su abuela en la cara, pero ella sobrevivió, pobre abuela. Aquí, la abuela es, entre todos, el personaje con el que más me identifico.

Una semana antes de la masacre de la escuela Uvalde, otro joven de 18 años, Payton S. Gendron, entró a un supermercado en la ciudad de Buffalo y disparó a personas que estaban comprando, matando a una docena de afroamericanos y a un par de desafortunados más. El joven Gendron había declarado sus intenciones en un manifiesto supremacista publicado online: oponerse con las armas al Gran Reemplazo, la invasión de negros y otros no blancos. La obsesión racista se ha magnificado en el inconsciente blanco, incapaz de lidiar con el agotamiento de su poder.

La obsesión racista se ha magnificado en el inconsciente blanco, incapaz de lidiar con el agotamiento de su poder

El declive demográfico, social e intelectual de la raza blanca alimenta una ola de violencia que adopta diferentes formas, desde la masacre de Buffalo hasta la decisión de los gobiernos europeos de ahogar a los africanos que intentan cruzar el mar Mediterráneo mientras acogen a millones de refugiados ucranianos que huyen de una guerra armada por los occidentales. Desde este punto de vista, el joven Gendron tiene todo el derecho de proclamar, como lo hizo durante la primera audiencia (porque no se suicidó, a diferencia de la mayoría de los tiradores en masa), que es un verdadero estadounidense.

¡Armas! ¡Más armas!

El 29 de mayo, en Uvalde, en el pueblo de Texas donde ocurrió la masacre de la escuela primaria, Joe Biden se quejó: “Demasiada violencia, demasiado miedo, demasiado dolor”.

Los demócratas intentan sin éxito regular por ley el comercio de armas (aunque sea demasiado tarde, porque los sótanos de América ya están llenos de ellas), y en los mismos días envían toneladas de material bélico a los muchachos ucranianos para que el mismo incendio estalle por todas partes: el suicidio mortal de la raza blanca.

Dos días después de la masacre de Texas, la convención de amantes de los rifles, llamada NRA, se llevó a cabo cerca de Austin. “La única forma de detener a una mala persona con un arma es una buena persona con un arma”, dicen los partidarios de la Asociación Nacional del Rifle, entre los que destacan por su humanidad e inteligencia Donald Trump y Ted Cruz. Pero la experiencia demuestra que esta idea no funciona. Minutos después de que el malo Salvador Ramos hubiera entrado en la escuela de Uvalde, llegaron al lugar unos quince policías completamente armados: buenos que no hicieron nada. ¿Y qué podían hacer? ¿Disparar a través de las paredes con el objetivo de matar a algunos niños más?

El propietario de Central Texas Gun Works de Austin, Michael Cargill, de 53 años, dice que sería un error regular el comercio de armas militares. “Solo un loco puede entrar a una escuela primaria y matar niños. Cambiar las leyes no cambiaría nada. La locura no se puede regular”.

Estoy de acuerdo con el Sr. Michael Cargill, de Austin: no hay ley que pueda regir el pánico, la depresión, la adicción a la publicidad y las sustancias psicotrópicas que alteran agresivamente el comportamiento. No hay ley que pueda salvar a Estados Unidos. En esto Michelle Goldberg tiene razón: Estados Unidos está irreparablemente quebrantado porque la violencia, el crimen, la guerra no son el efecto de la voluntad política, de una voluntad política razonable aunque criminal. No: son sobre todo el efecto de un estado mental de desesperación absoluta, y por lo tanto los efectos de una determinación de suicidarse que se vuelve agresiva.

No hay ley que pueda salvar a Estados Unidos, no hay política que pueda salvar a un país devastado por la psicosis, la demencia senil y la agresión asesina de sus jóvenes, furiosos y deprimidos por el lugar adonde fueron llamados a vivir (sin haberlo pedido, sin haber manifestado su disponibilidad), un lugar infernal, irrespirable, agresivo, un lugar sin ternura, sin afecto, sin esperanza, sin inteligencia.

No hay ley que pueda detener el horror.

Heroísmo geopolítico

El discurso que Zelenski pronunció ante la Asamblea de la Unión Europea el pasado 1 de marzo, tras responder, a quienes le ofrecieron una salida a la guerra, que pedía armas y no un ascensor, es el comienzo del regreso de los héroes a la arena europea.

No hay ley que pueda salvar a Estados Unidos, no hay política que pueda salvar a un país devastado por la psicosis

Miro las fotos de los milicianos del batallón Azov atrincherados en la planta siderúrgica, con vendas ensangrentadas, gorros en la cabeza y tatuajes en los bíceps. Héroes homéricos. Ajax el paranoico solitario, Aquiles el vanidoso enojado.

¿Alguna vez te has preguntado quién era Aquiles? Un joven atlético que fue a matar a Héctor y a otros muchos troyanos inocentes porque la mujer de un amigo había huido con el apuesto Paris. ¿No es ese Aquiles un idiota? ¿No son los héroes en general idiotas? ¿No estamos atrapados en la trampa de la idiotez?

Hace cincuenta años dijimos: “Socialismo o barbarie”, pero durante mucho tiempo nos preguntamos cómo sería la barbarie inminente.

Ahora lo sabemos.

En The New York Times se publicó un artículo de Peter Coy que filosofa con un revoltijo de frases contradictorias pero hinchado de retórica arrogante: “El coraje parecía estar muerto, luego vino Zelenski”. El objeto de las reflexiones fascistas de Peter Coy es el coraje, de hecho el heroísmo. Desde hace unos siglos venimos pensando en construir algo llamado civilización, en la que no hace falta ser fuerte y agresivo para conseguir el pan, sino que todos, hasta los más pequeños y temerosos, puedan acceder a la educación y la sanidad. Pero no importa. Peter Coy explica con orgullo que finalmente hemos vuelto al heroico club de los antepasados, con la pequeña diferencia de que ahora el club dispone de un dispositivo nuclear que puede incinerar Londres, por así decirlo.

Acabemos con la victoria

Ganar significa imponer la fuerza de una voluntad contra y por encima de otra voluntad. Desde Maquiavelo en adelante, esta idea de la voluntad que se impone por la fuerza ha tenido cierta fortuna, y producido grandes progresos y no menos grandes catástrofes. Pero esa historia ha terminado: el poder de voluntad, diseño y gobierno es aniquilado por la complejidad de la naturaleza que se rebela, el autómata tecno-militar que se gobierna a sí mismo, y el inconsciente colectivo que oscila entre el colapso depresivo y la psicosis agresiva.

Ganar es imponer el proyecto propio anulando los proyectos que se oponen al nuestro. En este sentido, ya nadie puede ganar nada, si ganar alguna vez significó algo.

Pero aquí surge la pregunta más dramática para la que no tenemos respuesta por ahora: ¿existe una fuerza cultural y política en la sociedad que sea capaz de detener la psicosis y desactivar su violencia destructiva? Esa fuerza no será el movimiento pacifista, al que también adhiero sin muchas esperanzas. El pacifismo es una declaración, una pregunta, un llamado, pero no tiene poder. El poder, por otro lado, lo necesitamos, incluso si es el poder negativo de retirarse.

La fuerza capaz de escapar a la psicosis de masas es la deserción de todos los órdenes automáticos: del orden automático de la guerra, en primer lugar. Pero también del orden automático de la competencia, el trabajo asalariado y el consumismo. Y también del orden automático del crecimiento económico que destruye el medio ambiente y el cerebro para producir ganancias.

Esta fuerza existe: es la fuerza de la desesperación, actualmente en la mayoría. Pero la desesperación (la ausencia de esperanza en el futuro) puede evolucionar como depresión epidémica, puede evolucionar como una psicosis agresiva, o puede evolucionar como deserción, abandono de todos los campos de batalla, supervivencia al margen de una sociedad que se desintegra, autosuficiencia en exilio del mundo.

Fuente: CTXT

Horacio González, el Gran Telépata Astronauta Cósmico Argentino // Fito Páez

María Moreno escribió que la pituquería literaria porteña tenía al gesto del tartamudeo en alta estima como un signo de refinamiento. Por otro lado, pienso que la retórica política precisa de la fuerza de la declamación para transmitir seguridad y certezas en sus diferentes formas de manifestación. Podríamos hoy, en esta tarde, sumar al absurdo como núcleo de posicionamiento ante la existencia. Sin olvidar las formas arbóreas del pensamiento, único dispositivo incesante de la condición humana, sus suaves desplazamientos entre el tejido de nuestras ideas, nuestros deseos, pasiones y entretelones palaciegos que nos habitan. 

Quiero nombrar al amor. A las convicciones y a la honestidad. Al desprejuicio y la incorrección en general. Quiero nombrar también a Perón y a Clausewitz. A Copi y a José Hernández. La Matanza, San Pablo y Rosario. Alberto Ure y Fabiana Cantilo. La literatura nórdica y el cine de Robert Bresson. A Liliana Herrero, su compañera eterna y a Delfina, su hija. A la curiosidad infinita del gato y el niño. También al hombre ausente. 

Sin hacer mucho esfuerzo, pensando en estas cosas, nos damos cuenta de que Horacio se nos cuela por todos los costados. Por entre los difusos y misteriosos intersticios del recuerdo. Que es una nueva Roma. Entonces, ahora sí, todos los caminos conducen a Horacio González. 

Tiene la elegancia de hacerle sentir a un soldado raso que habla de igual a igual con un mariscal de campo. Piensa la pampa con sus restos, no como una llanura desolada, empapada en sangre ranquel, degollada por la codicia y la civilización. Horacio nos trae de vuelta a una parte de Lucio V Mansilla, sin botas esta vez. Los restos y los pensamientos en Horacio resignifican todo. Porque él entiende que de eso estamos hechos. De restos, pensamientos y balbuceos. Por eso la mixtura de sus infinitas capas de lenguaje pueden encolar, a la manera de un patchwork, con absoluto relajo y desparpajo en una obra única, siempre reveladora. El ensayo como una de las bellas artes y no como excremento de pasquines políticos. 

“Qué complicado escribe Horacio”, “No se le entiende nada”. Claro, nunca fue funcional ni siquiera a sus propias estructuras ideológicas, que le reclamaban firmeza y frases cortas para cooptar incrédulos. El coro griego: “¡Tienen que entender Horacio!”,” Si no, no sirve para nada!”.

¡Cuánta necedad señores! Esa fiereza la despliega en los salones de la docencia. Cuando, por ejemplo, para explicar y contar parte de la Argentina menemista tomó al Padrino 3 de Francis Ford Coppola para desandar ese espacio de pasiones y locura pleno de rispideces, pero sobre todo rebalsado de preguntas. Con cuánta vehemencia Horacio interpelaba a sus alumnos de Sociología y los intimaba a pensar y a no repetir la letra aprendida de memoria en los gabinetes de las juventudes universitarias

Yo quiero decirlo, nombrarlo con la máxima claridad. Horacio González no es un instrumento de comunicación partidaria. Es un hombre que enseña a pensar. No a construir manadas. El, como tantos y tantas, pero especialmente él, fue una voz que la torpeza de la realpolitik argentina no se dignó en consultar. Confirmando la extrema embriaguez en la que vive gran parte de la dirigencia política de este país. Y una forma más del deseo explícito de no llamar a voces que puedan interferir con los planes más inmediatos, siempre proyectos fallidos per se, pero sí, aportar perspectiva a través del tiempo para no repetir los mismos errores. Si bien sabemos que nunca se repiten de la misma manera. Horacio no es un instrumento de comunicación partidaria. Podría haber sido un oráculo viviente, un adviser, como Robert Duvall en la saga Corleone de Mario Puzo. Horacio González como protagonista central de una época que ya pasó y falló. Estos asesoramientos no hubieran impedido su incansable tarea en la Biblioteca Nacional. Solo hubieran podido aportar serenidad y perspectiva histórica a algunas decisiones que no hicieron mas que empeorar el cuadro de situación para las mayorías. 

La música de su diapasón es su ansia infinita de libertad. Ese sonido ilegible para muchos y fuente de divertimento, sabiduría y placer para nosotros. Qué joia, la suavidad de su charla. Sus puntos de vista insólitos. Su impericia para estar en los lugares correctos. Su desconocimiento total de todo lo referido al sentido común. Figura desconcertante mi amigo

Esta anécdota lo muestra de cuerpo entero. Ante la posibilidad de entrevistar a Jorge Asís, Horacio fue el gestor de ese encuentro, no le tembló el pulso. Eran dos hijos de la misma madre. El peronismo, aquella matrix aún indescifrable. El coqueto y sagaz escritor e ingenioso analista político y el filósofo ensayista sociólogo y metafísico de fuste. Supuestas antípodas de aquel momento. Los dos ávidos de saber del otro. Su tribu del Ojo Mocho se lo reclamó en varias oportunidades. 

Qué persona singularísima mi amigo Horacio González. Con el temple buda de Juan Ele Ortiz, la ironía borgeana a flor de piel y la picaresca criolla que le daba argumentos para rematar sus deliciosos exabruptos. En una presentación de un libro de Quique Fogwill y ante el imparable arrebato histriónico del gran escritor nacido en el barrio de Quilmes, después de una hora de diatriba contra de sí mismo, González lo paró en seco y lo retó públicamente igual que a un niño. Grande fue el estupor general al ver al enfant terrible Rodolfo Fogwill, acurrucado con las piernas subidas a su silla tomándose las rodillas, en clara posición de réprobo escuchando aquellas palabras firmes, dichas en un tono acechante con cara de niñito asustado. Claro, estaban hablando maravillas de él ahora. Pero esto, que podría parecer un acto dramático de manipulación por parte del archiduque Rodolfo, fue más bien una fuerte demostración de poder del rey Horacio. Su erudición carecía de bordes. Y esto para el niño Quique era la única pócima, fuera del área del amor familiar, que podían embrujarlo y detenerlo abstraído de sí mismo unos instantes. Sé que estamos en una maratón. Una faringitis me detiene en reposo en mi casa. Esta sala, la Jorge Luis Borges, es el lugar de encuentro y acción junto a mi amigo durante todos estos años. Por eso me duele no estar aquí, ahora, de cuerpo presente. Al lado tuyo Horacio.

Al finalizar la última sesión de grabación de Futurología Arlt, en la ciudad de Los Ángeles, a muchos kilómetros de distancia de casa, Delfina, su amada hija putativa me comunica que Horacio había fallecido.

Preferí creer que eso nunca sucedió. No me importa a quién pueda caerle bien o mal, esto. Comparto con él la dimensión de lo etéreo. De la metafísica y la física cuántica. Del desgarro y la desesperación junto a la máquina de escribir de madrugada. Los llamados son como siempre. Uno habla de una cosa y el otro de otra. Siempre nos entendemos, sin excepción. El Gran Telépata Astronauta Cósmico Argentino llamado Horacio González sigue girando alrededor de las esferas celestes. Nos saluda desde allí y nos abriga desde su muerte. Aquel no lugar, igual que este.

Conjeturas sobre un llamado inesperado // Sebastián Scolnik (Fragmento de Nada que esperar. Historia de una amistad política)

La noche anterior había estado comiendo pizza y tomando cerveza hasta tarde con los estudiantes de su materia Teoría Social Latinoamericana. Se levantó tempranito, algo cansado, se dio una ducha y bajó. Cruzó la calle Defensa y entró al Bar Británico, de donde era habitué. Pidió café con leche con medialunas, revisó los diarios y se indignó por las cosas de siempre. El maltrato de la lengua política, la banalidad de la lógica comunicativa, las dificultades de un país que siempre agonizaba y la moralina de un republicanismo decadente que no hacía honor a su tradición. Alejó los diarios con la mano y bebió el último sorbo de su taza, con tanto descuido que un hilito de café se desprendió de la comisura de sus labios y comenzó a bajar por su rostro hasta caer sobre su camisa. Maldijo levemente el episodio (estaba acostumbrado a estos sobresaltos, que eran producto de la desatención o el apuro), mojó una servilleta de papel en el vaso con agua y frotó levemente la tela hasta que la manchita se difuminó, si no totalmente, en gran medida. Luego, con un ademán, balanceó dos o tres veces el dorso de su mano derecha para repasar la zona afectada y eliminar los remanentes de papel achicharrado que, bajo el apremio de la humedad, se habían desprendido de su cuerpo original para adherirse a la camisa en el lugar del incidente. Rápidamente, olvidado el traspié, se puso a preparar su clase de Teoría Estética y Política. Tenía consigo un volumen de José María Ramos Mejía, Las neurosis de los hombres célebres en la historia argentina, el cual leía con su particular estilo. ¿Cuál era su método? Leer en diagonal, pasando hojas con frecuencia regular y deteniéndose en ciertas palabras que llamaban su atención. Si en la lógica del algoritmo esas “palabras clave” funcionan como descriptores clasificatorios que permiten al lector orientar su búsqueda o ser guiado por su aritmética secreta, en los ojos de Horacio González, esas palabras eran signos que remitían a textos, linajes y problemas con los que establecía un “asociacionismo salvaje”, una lectura capaz de saltarse las obviedades y encontrar relaciones insospechadas entre las cosas. Porque cada palabra recordaba algo que ya había sido leído o pensado. Toda la cultura le pertenecía, estaba incorporada en su propia vida. No porque ya no hubiera nada que lo sorprendiera o porque lo conociera todo, sino porque cada asunto que revestía la forma de una novedad podía encontrar un anclaje, una relación posible con la historia. Y eso volvía su pensamiento tan sutil como creativo. Cada vez que se encontraba con una de esas palabras, detenía el pulso de la lectura. Incluso, a veces, se sacaba los anteojos y miraba la calle por el ventanal mientras elucubraba esas relaciones libres entre los conceptos, los hechos y los personajes del pensamiento universal. Hasta que, por fin, asentaba esas combinaciones nombrando su singularidad y convirtiéndolas en su propio acervo de ocurrencias y amalgamas anómalas. Una vez masticada la idea, González se volvía sobre el servilletero de metal, hundía un dedo sobre el pilón de papel, presionando con destreza para que el resorte interno se mantuviera plegado, y cuando el montículo descendía, tomaba una de las solapas del doblez de la servilleta para extraerla de su lugar. Una vez terminada la maniobra, rápidamente debía sacar el dedo y el papel para que no se vieran atrapados por el retorno del resorte que devolvía la base y el fajo apilado a su lugar original. Anotaba un garabato en la servilleta y lo insertaba dentro del libro. Así construía González sus clases. Una vez en el aula, abría los lugares señalados, en los que ya habían sido trazados unos diagramas imaginarios en las instantáneas iluminaciones de un bar y, como alguna vez dijo Tomás Abraham, levantaba las velas para que el viento de su fabulación lo llevara libre por las aguas inquietas de la historia y la filosofía. Hasta que su velero se encallaba, y de vuelta a abrir el libro, en otro de sus señalamientos, para echar a andar. Esa mañana estaba enfrascado en la relación entre locura, simulación y positivismo. Cada tanto, algún parroquiano se detenía a saludarlo y a conversar. Devolvía la conversación con gentileza, pero él quería seguir leyendo. Hasta que, de golpe, algo impredecible ocurrió. ¡Horaziooooo! Una voz rústica, la del gallego del mostrador, pegó un grito extraño, desmesurado, inhabitual. González se dio vuelta, alarmado, y vio al hombre con el tubo del teléfono en una mano mientras que con la otra hacía el reconocible gesto de traerla hacia sí, como indicándole a su interlocutor que se acercara. Cuando llegó a la barra, el dueño del Británico le dijo aquello que a esa altura parecía una obviedad: “¡Teléfono!”. Sorprendido —nunca lo habían llamado al bar—, atendió con su clásico: “Hola, sí, es Horacio”. Del otro lado de la llamada, un tono conocido, apenas alterado por el modo en que la tecnología afecta los sonidos de la voz, habló y dijo: “Hola Horashio. Soy Néstor Kirchner, el presidente. Venite a la Rosada, estoy con tu amigo Elvio Vitali, así charlamos un ratito”. En esta secuencia, la de los tres modos de decir “Horacio”, empezó un largo periplo que lo llevaría a convertirse en una de las figuras más destacadas de la cultura del país. Volvió a su mesa sin dar plenamente crédito a lo ocurrido. Se puso la campera marrón de gamuza, la que le había regalado su amigo, el filósofo y politólogo Oscar Landi, metió su libro de Ramos Mejía y su agenda en una bolsita que llevaba consigo a las clases, saludó a los mozos luego de pagar su cuenta, dejando su habitual propina generosa, salió a la calle y paró un taxi: “A la Rosada, por favor”. Cuando llegó, se presentó ante la custodia: “Buenos días, señorita. Soy Horacio González. Vengo a ver al presidente”. Le hicieron pasar su bolsa, con el libro de Ramos Mejía y la agenda, por el escáner de la entrada, lo anunciaron y finalmente subió. Kirchner le ofreció ser el subdirector de la Biblioteca Nacional, acompañando a Elvio Vitali, quien sería el director. Aceptó. Pensaba que no podía rechazar un ofrecimiento de esa índole, de quien, además, le pidió que fuera crítico con el gobierno, aduciendo que era lo que hacía falta para no equivocarse en un momento tan delicado. Además, se había presentado como parte de una generación que había querido cambiar el mundo y que ahora se hacía cargo de reparar los daños que había ocasionado el neoliberalismo. Y en esa fragilidad, la de un gobierno que asumía en un país destruido, Kirchner le pidió ayuda. Así, el día que había empezado con la preparación de una clase, terminaba con un ofrecimiento presidencial.

Imagen: Tito La Penna, Bar Británico

El verde y el bosque (Posfacio de Encovichadxs. Reflexiones sobre la crisis viral) // Florencia Eva González

Si cada época sueña la siguiente estamos en problemas. Después de más de un año de pandemia, las imágenes de lo antiguo no logran entrela- zarse con las nuevas y así el horizonte luce obturado, y el sueño oscuro, como si en los objetivos próximos no cupiera más que la intención de sobrevivir al presente. Ese impulso profesa una doctrina negra que ni siquiera es trágica –lo que supondría un desarrollo–, sino que es más bien plana, opaca, al punto de que ni nos animamos a las marañas de la especulación o la poesía; como lo hiciera Walter Benjamin frente a la desesperación de un mundo que se derrumbaba, identificado en la ar- quitectura de París del siglo XIX. Una sensación que también sobreviene ahora: la de una época que muere.

Hace exactamente un siglo, Benjamin descubre con Bertolt Brecht, unidos en una estrecha amistad, un programa literario que plantea el “problema de la actualidad en el presente”. Esa idea es la punta del ovillo que desenreda el supuesto del progreso lineal, una ética que recupera el dolor del pasado para lograr integrarlo en la acción del ahora. Se trata de un tipo de filosofía que deviene en una crítica radical, constante, diná- mica, que mantiene en vilo al pensamiento para que no se estacione, no duerma, no confíe. El problema de pensar la actualidad en el presente volverá en los apuntes de Filosofía de la Historia, relacionados antes y en- tonces con la tarea de la crítica literaria, para correr los límites hacia otros campos, relacionados con el lenguaje en general; su “espíritu crítico” se extiende sobre cada una de las expresiones a partir de las cuales nom- bramos al mundo y lo discutimos para pensar –¿“hacer”?– uno mejor.

Dilemas que delatan una anacronía tras otra. Se trata de una crítica a la sociedad basada en el lenguaje, lo que significa ir en búsqueda de una universalidad cuyo tinte metafísico contiene irrupciones de lo antiguo en el presente, como intención de vislumbrar el futuro. De esa progre- sión necesariamente discontinua de tiempos, como podría ser el Libro de los Pasajes, resultaría una historia sin narración en cuya lógica interna radica una perpetua inconclusión y un estatuto de infinitud imposible de comprobar que, sin embargo, guarda un secreto. De esta combina- ción de textos escogidos y reunidos resulta una exploración estética que posee la clave fundamental del siglo XX: el montaje. Un pasillo abierto por donde ver desfilar, como fantoches de la historia, unidades múltiples que luego se encarrilan hacia el sentido único de la mercancía. Desde un principio, Benjamin esboza la posibilidad de que haya distintas tempo- ralidades, como en la física cuántica, como describe Blanqui, o como en los sueños. De ahí la importancia de una imagen, pues en ella conviven los tiempos cruzados, condensados, desplazados: esa fugaz actualidad del pasado por venir.

Cada generación, dice Benjamin en la Tesis 2 de Filosofía de la Historia, tiene una débil “fuerza mesiánica” respecto del pasado, pues, en cierto modo, un presente “abre una ventana” hacia un pasado en par- ticular. Eso quiere decir que existen varios pasados, y que en esa oportu- nidad de apertura se pierde la multiplicidad una vez que esa configura- ción del presente surge como posible. Así, el pasado se torna tan efímero como el presente que lo actualiza. ¿A cuál de los “pasados” acudir para alumbrar el presente que queremos vivir?

Con Jimena Néspolo escribimos alentadas por un presente que no comprendíamos, arrollador como una locomotora, sobre aspectos de la pandemia COVID, en forma simultánea a lo que estábamos viviendo.

¿Escribir o vivir? Sin tener en claro si podían hacerse ambas cosas a la vez, las hicimos, en mi caso sabiendo que no me encuentro entre las personas que hallan su motivus vivendis en escribir lo que se vive, al calor de esa “contemporaneidad”, borrando los límites o escribiendo mientras haya vida.

 

 

En las páginas que anteceden a este texto, se alternaron los tiempos y las distancias, como en toda escritura, haciendo referencia a temas que expandía –y sigue expandiendo– la pandemia. Pero sabemos que es muy distinto el verde de la naturaleza que el de las letras, así más o menos lo escribió Virginia Woolf en Orlando. Muy diferente es escribir sobre un paisaje de peste que nos rodea de muerte que vivir la muerte en primera persona. Entonces, las reflexiones pueden agotarse en el mismo instante, de la misma forma que se descubre que las ideas no son balas. Tanto a la muerte como a la naturaleza, si les sacamos sus letras, si las despojamos de cualquier tamiz simbólico o literal, su estatuto adquiere algún carácter factible de ser alineado con lo vívido, algo lindante a lo concreto y “real”, y con ello, una nueva cercanía y distancia se tiende con el lenguaje, los hechos, las emociones y las prácticas.

Pino

Primero fue Fernando Solanas, que murió de Covid en París, cumplien- do funciones como Embajador de la Unesco, en noviembre del 2020. La noticia fue un balde de agua fría, ya que los últimos partes que venían de Francia habían sido alentadores. Luego, el silencio de su familia y un mensaje que llamaba a seguir “resistiendo”. Resistir. Soñar. Resistir. Primero hay que saber sufrir, después soñar y después, después hay que seguir resistiendo.

Pino tenía la capacidad de homologar el cine al sueño, como Felini, con un impulso sarcástico, grotesco, lírico, en búsqueda de excesos; tal como resulta de imaginar un futuro, especie de paraíso perdido, donde San Martín, Gardel y Perón toman mate mientras custodian el escudo argentino.

Solanas era un iconoclasta. Rompía tiempos y espacios para decir lo que quería decir. De esa manera lo hizo en La hora de los hornos y en Los Hijos de Fierro, pero nunca como en El exilio de Gardel o en Sur – también en La nube, pero allí el halo era más amargo–, construyendo escenas imponentes en lugares conocidos o ignotos. Así transformaba las mentes, modificando los paisajes internos con imágenes inquietante- mente nuevas.

Scalabrini Ortiz, Jauretche, Lugones, Walsh, Cooke… Pino Solanas recoge en el cine este diverso legado, que al cabo es en el que se reconoce la historia argentina contemporánea cuando tiene que pensarse de acuerdo a sus luchas. Escribir sobre su cine sería por demás extenso. Pero, para el caso, solo quiero decir que ver El Exilio de Gardel, en una función especial a la que me llevó mi padre, marcó mi vida, como qui- zá la de muchas otras personas que hasta entonces no creían que una historia pudiera contarse a través de trozos desencajados y exuberantes, y tan errantes que lograran extender los límites de lo político y lo sen- sible hacia otros horizontes; del mismo modo, decir que Memorias del saqueo, como documental –entre tantos que hizo–, sigue teniendo una vigencia imponente. Entonces, emerge otra historia: mientras Solanas estaba filmando El viaje, en 1992, a la salida del estudio de filmación Cinecolor, es baleado por sicarios que le disparan a las piernas, en una clara advertencia de tintes mafiosos, posiblemente por estar denuncian- do cuestiones referentes a YPF. En esa película, convierte a Menem en el “Doctor Rana” y desde entonces traza su itinerario vital entre el cine y su actividad política –“Plante un pino en el Congreso” fue su eslogan de campaña–, continuando en funciones como diputado y senador.

Con estas creaciones, Pino se convierte en síntesis del artista-intelectual orgánico que sueña una Latinoamérica emancipada, alentada por una épica colectiva. Tantas cosas se pierden con su muerte: una forma de filmar, de resistir, de aludir a estimables nombres del vía crucis argentino, pero, sobre todo, que con él no solo se va una época, sino una manera de soñar la que viene.

 

Alcira

Pasa el veranito y la amenaza es ahora una nueva cepa. Se modifican las disposiciones todos los días, pero el mundo sigue yendo para el mismo lado. Los negocios venden tapabocas y los clubes se convierten en vacunatorios. El frío se va acercando: en mayo fallece Alcira Argumedo. En este otoño, la ciudad guarda un silencio extraño. El movimiento de las calles se desarrolla tímido, a causa de la pandemia, pero también por la precariedad del servicio de transporte. El velatorio se produce en el Congreso y llueve. Un gran salón está dispuesto para despedirla. Afuera hay poca gente; los diarios no reflejan los temas importantes, como la noticia de la reprivatización de los puertos del río Paraná, otra oportunidad que parece será desperdiciada. En la última entrevista por radio, una semana antes, Argumedo analiza con la precisión de siempre la importancia estratégica de nacionalizar lo que en verdad ya era propio. Me dispongo a entrar al velorio. Parada frente a la puerta del Palacio Parlamentario, en medio de una luz tenue, miro a los guardias. Entro. Atravesar esta arquitectura me hace recordar sus años como legisladora y aquel discurso donde detalla, con envidiable énfasis y exactitud, cómo amasó su fortuna la familia Macri, estafando al Estado. Pienso en sus chistes, deslizados por lo bajo, y en su característica voz carraspeada, como cuando decía “el agua vale más que el oro”.

Traspasando otros salones, me viene otro recuerdo, una obra fun- damental que escribió en los años de fervor menemista, Los silencios y las voces en América Latina. Repaso mentalmente el tema y, cuando regreso a mi casa, ya entre las páginas del libro, asusta la vigencia que debería te- ner esa obra en las discusiones actuales, si hubiera espacio para hablar en términos político-estratégicos, como hacía ella, y no siempre de temas de la coyuntura. En esta obra, acaso la más conocida, expone la necesidad de realizar una matriz autónoma del pensamiento popular latinoameri- cano que se nutra de la visión de los vencidos, es decir, despojada de las visiones eurocéntricas y al abrigo de las memorias sociales que surgieron por fuera de aquellas. También decía que las manifestaciones acumulan la memoria en el cuerpo y que había que pensar nuevos caminos, pro- pios, sin los esquemas de los mismos que se beneficiaron y se benefician con ellos. Ideas pregonadas en el mismísimo templo donde se estudian casi todos pensadores europeos, por eso el libro luce original. Porque confronta las ideas rectoras de la filosofía occidental y diseña las formas de un pensamiento latinoamericano. ¿Y si ese sueño fuera posible?

En un apartado que parafrasea a Plutarco, traza “vidas paralelas”, como entre Hegel y Bolívar, contemporáneos ellos, donde el alemán piensa a los habitantes americanos como una “raza débil en extinción”, mientras que Bolívar escribe en Discursos de Angostura de 1819: “La sangre de nuestros ciudadanos es distinta, mezclémosla para unirla”. Enlaza a Rousseau y a Artigas, a Max Weber y a José Martí dicien- do: “Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras”, mien- tras Kant alienta la misma fórmula que las clases dominantes utilizan para desvalorizar las potencialidades propias. Asusta y da rabia el po- tencial latinoamericano desoído o ninguneado que, no obstante, Alcira Argumedo supo escuchar.

Como si fuéramos metales de los que se trata de extraer una materia desconocida, somos parte de un largo experimento de agotamiento total. No hay organismo ni organización que pueda sustraerse a este proceso. Ni los dueños en las empresas ni los empleados de la nada; tampoco las oficinas en los edificios, ni los muebles en las viviendas, todo se reagru- pa, se traslada y se corre de aquí para allá, moviéndose intensamente, pero sin saber adónde. Si sobrevivimos –parece prudente, no pesimista, ponerlo en esos términos–, tendremos que seguir proyectando. ¿Cómo pensarnos en el futuro sin la lucidez de Alcira? ¿Cómo cuestionar el conocimiento desde el conocimiento mismo? El vértigo de las transfor- maciones en la arena mundial, la profundización de la desigualdad y la crisis, que afecta tanto en la coyuntura como en la estructura de nuestros países, coloca al concepto de conocimiento en el centro de la escena. Esa noción central era el núcleo de cualquier disquisición que realizara Alcira Argumedo como profesora o militante. Recuerdo una charla de pocas personas que dio una vez en un local del barrio de Flores; dijo que entre los siglos V y XVI la mayor parte de Europa estaba sumida en el oscurantismo y la ignorancia, mientras que en China, India, el mundo islámico, África y, por supuesto, América, se desplegaban deslumbrantes civilizaciones. Me deslumbró a su vez esa perspectiva; habría que repetirla cada vez que se pueda, para luego redondear que a partir del siglo XV comienza el saqueo y la construcción de la subjetividad positivista que elabora la hegemonía occidental, justificando su propio dominio a través de la violencia; y así desbaratar, de cuajo, la idea de atraso, salvajismo y barbarie que justifica la depredación, el racismo y los genocidios por goteo.

¿Quién, como ella, podrá alzar la voz con gracia e inteligencia, dándole un suelo humanista a las intervenciones teóricas y denuncian- do a la corrupción que desfila en la carroza desfachatada del capital financiero internacional?

 

HG

Entonces transcurrió un poco más de tiempo y como resultado de una sombría seguidilla, dos días después del Día del Padre, moría por Covid el mío. Horacio González. Con él queda huérfano el pen- samiento crítico, las explicaciones largas y la generosidad intelectual, palabras tan fuera de época como leer a Gramsci, hablar de la Comuna de París o citar a Martínez Estrada.

Escribir durante un año sobre la pandemia y la muerte que con ella nos rodea ahora se convierte en la “muerte de mi padre”. Esta situación modifica las distancias. Pienso en el epitafio de Marcel Duchamp que dice: “Por otro lado, los que mueren son siempre los demás”, y un padre puede ser también “los demás”, pues estoy aquí escribiendo, pero sin dudas es un “demás” distinto, un muerto propio con refucilos inesperados. Y así vuelvo a pensar en escribir sobre la naturaleza cuando, en verdad, el verde no permite ver ni el árbol ni el bosque.

Llueven los homenajes a Horacio González, a su impronta y a su obra, multiplicando las palabras dedicadas a quien se dedicó a la pala- bra, en gran medida por ser un profesor, de palabra vivaz, y a escribir con la misma fluidez con la que encarnaba esa voz en cualquier situa- ción pública. Entonces, a falta de palabras mías tan locuaces como las que inspira, escribo algo general sobre las de él, para corroborar en este mismo acto algo de lo que su ausencia significa.

HG era una máquina de escribir. Escribía para cualquiera que se lo solicitara, sin medir repercusiones: lo mismo se prodigaba para un diario barrial que para un medio de gran alcance. Igual sucedía en sus charlas y mesas, a las que asistía sin medir esfuerzos. Escribía sobre personas, eventos, cualquier manifestación o lectura de libro, obra o película, y también, claro, escribía libros… envueltos en un torbellino intelectual, frenético y frondoso, vinculando distintos niveles de ritmo, acompañado de grandes y pequeños gestos literarios. Gestos también corporales, algo musicales, componiendo un concierto de varios movimientos, contra- puntos, hiatos, estructuras abiertas, piezas inconclusas pero fluidas entre juego y enigma. Al dejarse llevar por sus escritos, sobrevienen distintos momentos de atención, una tesis sin definición, un espacio inhallable, un sitio oculto donde el “naufragio es el navío”.

Un faldón poético sustenta y resuena en su escritura. Entonces puede unirse en el mismo golpe –como aquel que abolirá el azar– a Rimbaud con Echeverría, en un mismo párrafo o incluso en un renglón. Leerlo en ocasiones se parece a entrar en un sueño, como en aquellos donde ahora él me visita. Entonces surge Walter Benjamin, con el que comienza este escrito, lo poético y el montaje, como en esos cuadros ba- rrocos que mantienen un punto trágico. HG escribe sobre el drama, un drama sostenido en el filo de sus palabras, en un desarmado que elude los lugares comunes extrayendo con imperceptibilidad la figura del fon- do. Un umbral donde el lenguaje no oculta el artificio de sus máscaras. “¿Qué quiso decir, González?”. “La elocuencia del rizo”. “¿Por qué no escribe más fácil?”. “Porque el corsi e ricorsi de un bordado vegetal no lo permite”. “¿Y si escribe más corto, maestro?”. “En la oscilación está el contenido”. Preguntas ciertas, respuestas apócrifas.

Esta vez, el “ejercicio de la tautología” del que hablaba Didi- Huberman se ofrece para una reflexividad de lo escrito y no de la ima- gen. Una acción en reposo que expone la memoria inconclusa, lo pre- sente relativo a lo ausente y donde lo invisible retorna breve, en forma de algunas frases. Al tratar de entender, la ausencia se transforma en una forma de búsqueda. El silencio escucha al silencio y la sombra se torna lentamente en sombra, como en una biblioteca inhóspita. En ella, con Gracián, se descubre la fugacidad de la existencia, la inestabilidad del mundo, la sorprendente y extraña concordancia de los contrarios, y tam- bién: los límites de la razón, el enigma y la paradoja por todas partes, la pasión encendida por lo nuevo, lo extraño, lo inconmensurable. ¿Quién nos pensará ahora? Nos toca “organizar el pesimismo”.

Una corriente política de pensamiento, de objetivos y de amistad –con discontinuidades– unía a Pino, Alcira y HG. Una corriente que seguirá fluyendo en el nosotros-nosotras nuestro, en mí, aquí y allá, en los temperamentos volcados al estudio en tiempos de conmoción e in- certidumbre. Más allá de la melancolía, sus obras esperan en el futuro.

Con todo, la historia continúa.

Octubre, 2021

Horacio González. Un viaje en tren // Graciela Daleo

La revista La Biblioteca recorre textos de Horacio González. Opto por otro recorrido: hacer un viaje en tren y bajarme en las estaciones “Horacio González” donde lo encuentro en distintos tiempos y lugares.

 

PRIMERA ESTACIÓN: Facultad de Filosofía y Letras 1970-1974

Horacio era profesor. Las Cátedras Nacionales, la revista Envido, un profesor peronista. Su presencia era conocida incluso por quienes, como yo, no llegamos a cursar con él.

 

SEGUNDA ESTACIÓN: Facultad de Ciencias Económicas 1973-1974

La asignatura que daba en Ciencias Económicas provocaba revuelo. Fue una de las experimentaciones más singulares de ese breve tiempo de la Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires. Con el nuevo plan aprobado a fines del 73, Sbarra Mitre, el decano, convocó a Horacio a dar “Introducción al conocimiento del Estado y la sociedad”, la primera materia común a todas las carreras de la facultad. Él la renombró Historia nacional y popular, y “le cambió el estilo”. La cursaban diez mil alumnos.

La proyectó con Augusto Boal, del Teatro del Oprimido de Brasil, exiliado en Buenos Aires. Como Boal tuvo que irse, la encaró con Mauricio Kartun. Era una experiencia teatral sobre la historia argentina contada con humor desde el punto de vista revisionista. Los actores fueron contratados como profesores. Casi un centenar de ayudantes a cargo de los prácticos. La primera clase fue en la playa de estacionamiento de Económicas, el único lugar en el que podían albergar a 10.000 estudiantes. Después se mudaron a Medicina; allí, en grupos de 3.000 repetían tres veces el teórico: representación teatral y posterior comentario a cargo de Horacio de las escenas representadas.

En las entrevistas para el libro La voluntad relató: “Yo proponía peronismo siempre, estilísticas de la conducción, un punto de la reunión de masas, ejecución descentralizada con los prácticos y todas las comisiones del caso. Y después fuerte teatralidad.

“La fusión era política-pedagogía, y la idea era el teatro, el teatro de la historia. La fusión entre ciertos temas del revisionismo histórico montonero -digamos-, Ortega Peña, Hernández Arregui, y pedagogías revolucionarias. Aprender era un tema, es movilizarse en nombre de los grandes temas políticos. Y el conocimiento es una catarsis, algo así. Como la función de la tragedia de Aristóteles.

El diario La Opinión descalificaba el experimento: “El cientificismo de los 60 fue criticado por su propensión tecnocrática de estudiar al servicio de la NASA que pasaba a diez mil metros de altura… Y el populismo de los años 70 hace bailar el pericón en las playas de estacionamiento de la facultad”.

De la Facultad al barrio: “Eso se combinaba con grupos de estudio en los barrios, de 10 o 15 estudiantes. Un grupo de jóvenes profesores alteramos la lógica de las clases e intentamos suprimir la diferencia que a veces es pequeña, pero existe, entre la clase y el compromiso político. Yo fui de los que impulsaron, la idea de una clase que tuviera un dramatismo específico, que a la manera de un sermón evangélico comenzara con un estudiante apático y saliera un militante. En ese sentido no había ninguna diferencia entre una clase y el discurso político tal como se entablaba en una sociedad. Los exámenes eran colectivos, había anulado la idea de una nota, una forma crítica del capitalismo liberal de las notas. Se afectaba el currículum de un estudiante, y se afectaba la idea de la acumulación del saber, que cuestionábamos, la idea de producción de conocimiento, que cuestionábamos. Me parecía que ahí se jugaba algo del Estado, en como pensar otra vez los exámenes.»

“Reunirse a estudiar era reunirse a estudiar textos sobre la historia política del país que remitían a lo que ocurría en esta otra actualidad que reproducía luchas anteriores. En ese historicismo radical, reunirse a estudiar un fin de semana en el barrio era producir una conciencia política”.

Al volver a aquella experiencia 25 años después, Horacio anotaba: “El hijo del almacenero quería ser contador público. ¿Lo que estábamos haciendo le servía a los contadores públicos, al hijo del almacenero que iba a ser contador público? Yo decía ‘seguramente lo recordará  como otra cosa. Algo le daremos pero…’. Aun hoy dudo… la gente quiere trabajar y lo que yo doy en la facultad es algo totalmente absurdo que lo aceptan como un paréntesis lírico en la vida de los que trabajan de otra cosa.»

“La idea era poner el conocimiento en contacto con lo colectivo, con la conversación, crear un ámbito de compromiso, y relativizar el título. Sobre todo eso relativizaba el título. Y todo eso generaba una ligera intranquilidad en el cuerpo de estudiantes. Los que estaban más desconformes no lo decían, porque también el sistema, examen colectivo, de crecimiento de la figura del licenciado, permitía mayores posibilidades de dar una materia así nomás. Introducía la comodidad”.

 

TERCERA ESTACIÓN: LA DISIDENCIA 1974

La “disidencia”, una ruptura que se produjo en la Juventud Peronista, en la JUP, en organización Montoneros. Profundas diferencias políticas acerca de “la relación con Perón”, la “caracterización de la coyuntura”, “las estrategias para la etapa”. Horacio “se fue” con “La Lealtad”. Crítica de “los leales”, fiel a mi tendencia al esquematismo, por años mi memoria fijó en ese lugar al profesor González.

 

CUARTA ESTACION: 1990 en Marcelo T.

En 1987 inicié mi tercer intento en Sociología. Otro mundo, otro país, otra Facultad, que todavía no era Ciencias Sociales. Con dificultad empecé en Ciudad Universitaria. Luego pasé a Marcelo T. Cuando había que inscribirse para el segundo cuatrimestre del 90 estaba de viaje, así que le pedí a Alejandro –entonces presidente del Centro de Estudiantes-, que lo hiciera por mí. Me anotó en Pensamiento Social Latinoamericano. El titular era  Horacio González. No me gustó para nada, no solo porque guardaba el viejo resquemor con quienes se habían ido con la Lealtad 15 años antes, sino porque Alejandro había contado que en una materia en la que estaban Horacio y Alcira Argumedo “hacían capoeira”. No tenía idea de qué era “capoeira”, pero no me sonaba muy “académico”. Aunque yo no había retomado la carrera porque tuviera “expectativas profesionales”, sino más bien porque con tantas líneas de mi vida inconclusas quería “terminar” algo de lo que había empezado, y contar con un carril organizador de estudios, lecturas, que dieran cierto “marco teórico e histórico” a las experiencias vividas y a las que vendrían, con desconfianza empecé a cursar, más para no perder el cuatrimestre que por expectativa entusiasta.

El programa me desconcertó. Apenas dos páginas. El cuerpo docente: Horacio González, Eduardo Rinesi, Alicia Zaina, Federico Galende. La descripción del curso: “Artesanías literarias de agitación: dedicaremos este cuatrimestre a la investigación de las dimensiones artesanales, materiales, teóricas y textuales que llevan a la producción de una revista de crítica cultural y política. Examinaremos legados y tradiciones ideológicas y las condiciones actuales de presentación de las ideologías periodísticas. Confrontaremos las nociones de narración histórica y argumento teórico y estamos dispuestos a… sacar esa revista”. El esquema de las dimensiones que se presentarían en cada clase:

  1. Sala de redacción
  2. Problemas del legado
  3. Sonorización teórica

Unos reglones sobre “Procedimientos y activismos”. Una bibliografía “generalmente denominada general” y otra “denominada especial”, cuya brevedad contrastaba con las largas listas que suelen incluir otros programas.

Las pautas sobre “cómo lograr” lo propuesto, en “60 x 70”: 60 líneas x 70 espacios. El aula sería sala de redacción, a la vez que ámbito de clases teóricas. Los parciales serían los artículos que los estudiantes debíamos elaborar. Y una promesa: “En el transcurso de ese propósito descubriremos una identidad”.

Era una cursada rara…  En algo se parecía a las efervescentes del 72 y 73, y casi nada a las “clásicas” de los cuatrimestres anteriores. En el libro de Sebastián el Ruso Scolnik, Nada que esperar, encontré una acertada descripción de aquello a lo que asistí a fines de 1990. Él habla de “asociacionismo salvaje”, con el que Horacio “encontraba relaciones insospechadas entre las cosas”. Así eran las clases.

Años después le dije a Horacio que no entendía ni la mitad de lo que él decía en la clase; tampoco a los otros docentes Pero que me provocaba algo más valioso (al menos para mí), una sensación incluso física: en mi cabeza, como si fuera el interior de un antiguo reloj a cuerda, los engranajes se ponían en movimiento. Trabajaba de día y cursaba de noche; en el colectivo que me llevaba de vuelta a Sarandí, mis rueditas seguían girando. No puso buena cara cuando le dije que le entendía muy poco. Para mí era, es, la prueba de cuánto le debía, debo, de mi posibilidad de seguir pensando, preguntándome, preguntando, haciendo… 

Vuelvo al libro de Scolnik: “Escuchar una charla suya era como emprender un viaje por destinos impensados a cuyo término no recordabas bien exactamente lo sucedido”.  Lo escribe 30 años después de mi experiencia de engranajes en movimiento.

Fue una aventura esa materia en el espacio 310. Había que plasmar aquellos escritos, 60 x 70, y ponerle un nombre a “la revista”. Nombre que surgiría de un voto secreto. Cada uno lo anotó en un papelito que entregó doblado. Al momento del escrutinio él los iba leyendo. No recuerdo ninguna de las propuestas. Solo el nombre definitivo, “El Ojo Mocho”. Varios comentamos por lo bajo que el proponente era el propio Horacio y el título estaba decidido de antemano. Pero no recurrimos a la justicia electoral para impugnar el resultado…

Empezamos a escribir nuestros “parciales”, que abrochados fueron los tres primeros números de EOM. Yo solo entregué el primero, porque avatares político-judiciales me forzaron a un nuevo exilio en Uruguay. Pero ese ejercicio 60 x 70 fue incluido en el número 4 (si contamos los tres abrochados), o el 1, según su registro más “oficial”, y mi nombre como parte del grupo editor. Generosidad del Espacio 310. Espacio 310: así quisimos que figurara, para que su arraigo territorial fuera más contundente que  simple número de un aula de Marcelo T.

La generosidad llegó también a que en mi certificado de materias apareciera Pensamiento Social aprobada con 9, aunque no había logrado culminar el cuatrimestre. No lo sabía entonces, pero ahora sí, que aprobar a todos era doctrina “gonzaliana” y que esto se mantenía como punto polémico en equipos docentes integrados y generados por Horacio.

 

QUINTA ESTACION: Uruguay 1992-1994

En esos años, dicen quienes compartieron pasillos y aulas de Marcelo T, que Horacio González “les salvó la vida en medio de la tragedia neoliberal”. La socióloga argentina Susana Mallo vivía en Montevideo y era profesora en la carrera de Sociología de la Universidad de la República. Invitó a Horacio varias veces a dar charlas en una facultad más “clásica” que Marcelo T. Asistí entonces a nuevas aventuras “lisérgicas” -como las caracteriza Scolnik-, con su imaginación desafiante, cuyo pensamiento que se abría hacia todos lados producía en mis compañeros un desconcierto y una sorpresa similares a lo que yo había experimentado en el Espacio 310.

Estos viajes también trajeron mesas compartidas en casa de Susana y en la mía, en las que también estaba Liliana Herrero. Insoslayable tema de discusión, el peronismo, en un país en el cual seguía predominando la caracterización sostenida desde los años 50. Y en años en que en nombre del peronismo Menem dirigía la “tragedia neoliberal”.

 

SEXTA ESTACION: Desgrabar a Horacio 1996-1997

Horacio es una de las vidas militantes que recoge el libro La voluntad. Sus autores, Eduardo Anguita y Martín Caparrós grababan entrevistas, que yo luego desgrababa (oficio que se va extinguiendo a manos de las decodificadoras de voz o como se llame ese dispositivo). Un laburo algo ingrato, pero que permite otro acercamiento a las vidas grabadas que luego se plasman en libros. Otra estación González, entonces, con sus silencios, los tonos, el humor, la ironía… Estación revisitada, porque seguí desgrabándolo hasta hace muy poco. Los últimos audios: las Conversaciones sin apuro entre Horacio y diversos interlocutores e interlocutoras siguieron impulsando mis engranajes como 30 años atrás.

 

NO HAY ÚLTIMA ESTACIÓN

Si, como dice Mariano Molina, “Nadie puede describir la totalidad de su presencia y cada uno y cada una tiene su propio González, desde donde construye mundos y continúa caminando”, acá no se agota mi viaje con estaciones Horacio González. Lo entrevistamos varias veces para ir armando la historia de la Facultad de Filosofía y Letras entre el 66 y el 83. Exploramos y exprimimos su memoria que nos deja registros únicos de los años 60, como la clase de islandés que estaba dando Borges y que tres estudiantes –Horacio uno de ellos- pretendieron levantar en repudio al asesinato de los obreros Musi, Méndez y Retamar. O la “huelga por razones epistemológicas” que los alumnos de Sociología le hicieron a Gino Germani porque había hecho traducir a Wright Mills. Una huelga por ninguna otra razón que por disconformidad con la orientación, que vista hoy estaría más a la izquierda de todas las que se dan hoy”, nos dijo.

De su disposición a responder a cuanta convocatoria le llegara supimos en la Cátedra Libre de Derechos Humanos de Filo, y en el Colectivo de Teología de la Liberación. Incapaz de rechazar una invitación, a veces llegaba unos minutos antes de empezar y preguntaba en voz baja “¿De qué tengo que hablar?”, lo que me hacía temer algún naufragio en el panel. Nunca sucedió, porque una palabra escuchada al vuelo, una consigna estampada en la pared, ponía en marcha sus “instantáneas iluminaciones”.

Siguió hasta el fin dando clases. Esa era una de sus líneas de armador colectivo.

Uno de sus jóvenes estudiantes, Franco, lo retrata: “…profesor que hablaba mucho, pero siempre escuchaba. Y si escuchaba, te invitaba a provocar. Le molestaba lo obvio, eso que le encanta hacerte repetir a tanto docente”. Por eso, dice, “me lo imaginaba yo escribiendo contra la muerte, curándose para escribir, escribiendo para curarse, escribiendo para vivir, viviendo para escribir, para decir, para encontrar las palabras con las cuales decir, porque no se puede no decir, porque no se puede no escribir hasta que no haya más remedio que leer todo lo que ya se escribió. Esa es para mí la mayor lección del maestro González”.

 

Cuando lo veía durante sus años en la Biblioteca se me ensanchaba el corazón. Por lo que fue la Biblioteca en ese tiempo, por la comunidad que percibía que había generado. Era, como dice Liliana, “un armador, pero no individual, un armador colectivo, no solo en las facultades, en la comuna de Puerto San Martín, en las revistas que organizó. Horacio era un juntador de personas, de ideas y de delirios de sus propios deseos”.

Se me ensanchaba el corazón, digo, porque siempre me da miedo que los compañeros que pasan a ocupar cargos en el Estado “se la crean”. Él nunca dejó de ser quien era: un ser político que asumía desafíos y riesgos. No se creía el gran funcionario, aunque sé por sus compañeros y compañeras de trabajo y por lo que fue la Biblioteca cuando la dirigió que fue un gran funcionario, si corresponde usar esa palabra.

Solía encontrarlo al subir la escalera de Las Heras yendo hacia la Biblioteca con su pulóver bordó escote en V y lleno de pelotitas. No se vestía de Armani.

Nunca le rehuyó al conflicto. Era cualquier cosa menos obsecuente. Su cabeza analítica con esa mezcla de intelectual y militante y muchacho de barrio. Su origen es ese, y de ahí llegó a filósofo, sociólogo, político, gran conversador porque era un gran escuchador, con esa cabeza, esa disposición crítica que nos ayudó tanto a tantas y tantos a pensar y hacer.

Mariano Molina dice: “Toda su obra es una elegía a los diversos tipos de militancias. No ponía una escala de valores sobre las militancias y esto molestaba a algunas tradiciones tan propicias a tener el propio ranking de la militancia”.

Cuando Horacio murió, pensando en él, volví a aquel ejercicio de 60 x70 en el que enhebré algunos de los hilos que iba desmadejando cuando regresaba a Sarandí tras una “aventura lisérgica” en el Espacio 310. No lo sabía entonces, pero al escribir “… el militante político es aquel que al interrogarse sobre el pasado y el presente, también sobre el futuro, somete las respuestas, que encuentra y construye desde una práctica ‘conmocionante’ al juicio de la historia, no solo a la de dentro de cincuenta años, sino a la presente. Y más aun, aquel que hace de esa búsqueda con otros, los invita a involucrarse, suma”, estaba hablando de él.

Graciela Daleo

15 de mayo 2022

 

 

 

 

 

Un destiempo respecto al presente. Presentación de Fusilamientos, de Horacio González // Cecilia Abdo Ferez

En el lugar donde leo se escuchan detonaciones. Todo el tiempo. Son las detonaciones que hacen las empresas mineras, cuando vuelan las canteras con explosivos para extraer piedra, en las Sierras Bayas, en Loma Negra, en Sierra Chica. Después de una voladura tiemblan los vidrios y se escucha el eco durante algunos segundos. En general, la costumbre hace que ya no se las atienda y ni siquiera desconcentren. Todo lo contrario pasó mientras la lectura de Fusilamientos, este libro póstumo de Horacio González. Las detonaciones acompañaban las palabras, se les entreveraban, las hacían aún más vívidas, las sincronizaban. Este libro -que es un encadenado histórico de pistoletazos- tiene una relación extraña con el paisaje. Permite volver a notarlo: ese lugar, llamado Cabeza de Tigre, en Córdoba, donde se fusiló a Liniers. Ese otro, Navarro, donde se fusiló a Dorrego. Ese otro, la plaza Las Heras, donde antes estaba la penitenciaría en la que se fusiló a Di Giovanni y al general Valle. Ese otro, Timote, donde se asesinó a Aramburu. Santos Lugares, el cuartel donde se disparó a Camila O’Gorman y Ladislao Gutiérrez. La Patagonia. ¿Cuántos nombres de la Argentina gritan lo que pasó en ellos y el tiempo y la repetición, los vuelve inocentes? ¿Cuándo un paisaje se torna historia, si no es a través del nombre?

Paul Groussac, entonces director de la Biblioteca Nacional, no puede creer que el cadáver de Liniers permanezca en el paraje inseñalado de Cabeza de Tigre y que hasta las tropas de Belgrano pasen por al lado, después, sin hacer ninguna ceremonia, sin anoticiarse. El cuerpo fusilado de Liniers no hace ninguna muesca en el paisaje que lo aloja. Esto era un problema para Groussac, porque ese fusilamiento por parte de la Junta de 1810 debía condenarse, pero, sobre todo, porque que el paisaje permaneciera paisaje y no historia, presagiaba el devenir futuro del país. Era la cuestión de la persistencia de la mudez de lo telúrico, antes que la del fusilamiento mismo. Escribe Horacio: “¿Es que esos paisajes dirían algo en especial a los peregrinos o a las caravanas que no tendrían otro motivo que mirar los áridos espinillos sin tener razón para persignarse, recapitular o albergar deseos de exhumar? Allí no había historia. Contra eso protesta Groussac. Esa señal de abulia histórica podría costarle cara al futuro país. Una cuestión semejante plantea Saúl Taborda en Meditación de Barranca Yaco”.

El fusilamiento de Liniers, antes héroe de la reconquista de Buenos Aires y luego conspirador renuente a reconocer la legitimidad de la Primera Junta, inaugura un país que todavía no era. Un país cuyo inicio es su fusilamiento, dice Horacio. ¿Cómo se inicia un país así? ¿Cómo lo inicia un Estado -el de la Primera Junta- que es también una revolución? Quizá porque algunos fusilados son símbolos de tiempos anteriores, no reclamados por nadie, como parecía ser el caso de Liniers y otros son como un tapón que impide que se desaten las fuerzas que deben liberarse, como interpreta Sarmiento a Dorrego. Pero un fusilamiento no es un asesinato, no es cualquier violencia. Un fusilamiento se dirige contra alguien, un enemigo o un desleal, es decir, contra un otro que pudo haber salido de un nosotros. El fusilamiento pone en escena además una serie de procedimientos rituales, como el tribunal, el pelotón, la orden. Es un asesinato ritualizado contra un enemigo, que en general da cuenta de una serie de dispositivos militares de actuación. Tiene, además, textos que lo evocan, ya sean las órdenes de quien comanda fusilar, las publicaciones posteriores al hecho y las explicaciones frente al público. Es una muerte ritual y espectacular, que pretende mostrarse, evocarse, inscribirse en la historia de algún modo. De algunos fusilamientos hay pinturas célebres, como las de Goya o Manet; de otros, hay películas, como las de El general Della Rovere, de Rossellini; de otros hay fotos, como las que publicó Caras y caretas del fusilamiento de Di Giovanni, que incluso pueden ser -hipotetiza Horacio- una teatralización fotográfica del hecho, porque en el momento no abundaban las fotos. Este libro recorre algunos de esos fusilamientos y los textos y obras que los acompañan, como quien encuentra en ellos no el motivo para asustarse por la violencia de la historia nacional, sino para verlos como filigranas de una misma trama, que todavía nos enreda. Los fusilamientos, que se multiplican y que exigen cierta separación entre aquello que son -un asesinato ritualizado, procedimental y aleccionador- y aquello que no son -una masacre, un asesinato político sin más, un plan sistemático de desaparición-, ponen en foco a dos instituciones claves de la Argentina, a sus divisiones internas y a su inscripción en el Estado: ponen en foco al Ejército y a la Iglesia. Por eso, este libro no tiene una condena al ejército sin más, ni a los sacerdotes que acompañan esas liturgias de muerte, sino que los muestra hasta capaces de forjar imitaciones de sus ritos por parte de otros; como si el poder de sus ritos, de su manera de hablar, de sus procedimientos tuviera una carne que fuera macerable por la historia de un país y no desechable sin más. Esto dice algo de la forma en que Horacio piensa la política: la relación con un enemigo, la posibilidad de que el enemigo sea un nosotros, la necesidad de encontrar cauces a la violencia, la necesidad de generar textos que la nombren, la expliquen, la evoquen y la inscriban en una historia en la que se debe juzgar y en la que las conciencias son importantes, tanto la de los fusilados, como la de los fusiladores (aún cuando solemos estar del lado de los fusilados, agrega). Esas conciencias no se mezclan, pero algo comparten.  Entre fusilados y fusiladores hay relación, se conoce en general sus nombres, se recopilan o se fabulan sus últimas palabras, se puede reconstruir la escena. Fusilados y fusiladores comparten, si se quieren, una regla y un colectivo de significación del tiempo, porque nadie fusila solo. Esto ya no existe con la “lógica” abstracta, silogística, que impone Videla al cambiar fusilados por desaparecidos, porque allí se despersonaliza, se tecnifica la muerte, se la masifica, se la pretende borrar con eufemismos (el “desaparecido”) y así diseminar el terror. Videla es una ruptura incluso dentro de la muerte y cambia el modo de contar la historia, a la vez que destruye a las instituciones y los colectivos en las que ella se alojaba prioritariamente.

Pero el libro de Horacio no podría ser descripto como una historia de la progresiva despersonalización que imponen las técnicas de muerte, como una historia del progreso entre comillas, en línea con la teoría del dron contemporánea o con la melancolía de las luchas cuerpo a cuerpo de las caballerizas, que esbozaban los conservadores. Porque, sencillamente, en este libro no hay melancolía. Hay un interés que lleva a reconstruir las historias singulares y cómo ellas se reinterpretaron en textos y obras. Hay hasta una búsqueda detectivesca que rearma las escenas previas y posteriores a los fusilamientos e interviene en cómo ellas impactaron en los debates historiográficos, teatrales, escriturales de la Argentina. Como si esos fusilamientos y esos textos pudieran reinterpretarse hoy. Como si la historia fuera una superposición de tiempos, ninguno cerrable del todo, ninguno agotable en sí mismo, ninguno a disposición del presente, pero siempre rondándolo.

Este es un libro sobre cómo pensar la historia. Pero no es un tratado sobre el método, como bien dice Guillermo Korn en el prólogo. Es más bien la puesta en práctica de un método, que no puede dar ningún pasado por incausado y a ninguno lo toma sin efecto. Por eso, Horacio dice que los fusilamientos no ocurren en un tiempo señalado, fijo, en una data precisa, sino que se cocinan antes y se difieren en el tiempo. Los fusilamientos se citan, se evocan, se repiten, se representan. Valle, que es Dorrego y es Peñaloza, y a la vez, no lo es. Troxler, que es fusilado dos veces, una en los basurales de José León Suárez y otra al salir de la facultad de derecho en años de la pre-dictadura. Di Giovanni, que es fusilado pero después representado siendo fusilado, para que pueda ser visto en una revista para clases medias. Della Rovere, ese personaje de ficción que interpreta Vittorio de Sica, que acepta ser fusilado cuando él no era Della Rovere en realidad, pero prefiere ese destino de héroe de la resistencia partisana que se inventa, al suyo, el de un ladrón menor. La visión de la historia que tiene Horacio es teatral, dramática y en ella cuentan los nombres, las circunstancias, los detalles que tienen ecos en tiempos distintos. En esa historia se miden realidad y representación, cosa y símbolo, dato y fantasma. Es una historia cuya escena continua en libros en los que las actuaciones no son repetición de lo ya dado. Una historia de los fusilamientos como signos de un modo ritual de tratar la violencia, una violencia de la que puede hablarse, discutir, discurrir y en la que el otro cuenta, con nombre propio, incluso cuando sea el nombre enemigo. Es la historia de un país a través de rituales que encauzan la violencia, repleta de detalles, no como anécdotas acumulativas, sino como aquello que colorea lo que se dice y permite ampliar la forma de su comprensión. Por eso, puede decirse que hay violencia, la hubo y la habrá y también que se la busca comprender y juzgar, antes que dejarla como trauma o meterla debajo de la alfombra. Hay continuidad de la violencia, pero también de la regla que la acompaña: ¿esto sí debiera ponerse en pasado? Debiera ponerse en pasado, porque Videla fue una ruptura. Debiera ponerse en pasado, también, porque los fusilamientos ya no son, desde el gobierno de Kirchner, una práctica militar posible. Debiera ponerse en el pasado porque este libro parece querer decir, en entrelíneas, que incluso en estos casos de la muerte de alguien, ese alguien no dejaba de existir como problema histórico y esto no sucede con los fusilamientos mediáticos, con los linchamientos, con las cancelaciones que acompañan ésta, nuestra época. ¿Cuáles son los procedimientos reconocidos y aceptados por todxs de estas violencias contemporáneas? ¿Es nuestra época incluso más intolerante con la existencia del Otro que las anteriores, bajo la máscara de ser pluralista y alabadora de las diferencias?

Este no es un libro dentro del ethos la transición democrática, que buscó expulsar la violencia del estado civil y también de los textos y colocarla en una Argentina anterior, definitivamente superada. Tampoco es el libro de un revisionista. Cuando Horacio trata el fusilamiento del general Valle, que es uno de los puntos de atención centrales del libro, pone en debate dos formas de contar esos fusilamientos -27 en total- firmados de puño y letra de Aramburu. Una forma de contarlos es la de Rodolfo Walsh en Operación masacre, con investigación suya y de Enriqueta Muñiz, y otra, la de Salvador Ferla, un autodidacta italiano que escribe el libro Mártires y verdugos. Horacio, trayendo los argumentos de Ferla, dice que Walsh pone el acento en la ilegalidad que tendrían los fusilamientos de José León Suárez específicamente, que se habrían realizado con posterioridad al dictado de la ley marcial por parte del gobierno de la Revolución Libertadora/Fusiladora. En otras palabras, Walsh supone al Estado de derecho, lo pone como axioma y muestra con austeridad implacable cómo se había transgredido su legalidad. Los protagonistas son, además, sobrevivientes civiles. Ferla discute esta perspectiva. La cuestión para él no sería limitar los fusilamientos a una cuestión policial, sino inscribirlos en el espiral de la historia del país y en las divisiones del ejército. La perspectiva de Walsh sería legalista y reduccionista, y si se quiere, deshistorizada, burocrática. Acusación tremenda, a contramano de lo que las escuelas de periodismo reivindican hasta hoy en Walsh. Horacio no tercia en la cuestión, pero parece desaprobar la circularidad de la historia presente en Walsh y hasta su fijación con la noción de destino, que tiene ribetes borgeanos, pero que se diluirían en la pesquisa que pasa a ser la verdadera protagonista de los hechos. Pero si esto significara favorecer a Ferla, a seguir, Horacio la complica, haciendo incluso una exposición de sus fuentes, un muestreo del mapa anómalo y riquísimo en el que se sitúa en este campo de la historia. Dice: “Sería un desatino convertirnos en los Heródotos de las tablas de sangre de los pueblos. Nos educamos con Henri Pirenne y Marc Bloch, con Juan Agustín García y Raúl Scalabrini Ortiz, con Michelet y Adolfo Saldías, con Fustel de Coulanges y José Luis Busaniche, con Gramsci y Macedonio Fernández. A otros tantos hemos incorporado, que ahora no diremos. Y a muchos hemos olvidado”.

Si se me permite interpretar, Horacio dice que no cuenta muertos. Tampoco los clasifica en tablaturas morales de los buenos y los malos. No somos sólo historiadores, dice, y cuando sí, somos historiadores intermitentes que no dejan de lado el mito o las pasiones o la desconjuntura del tiempo, historiadores-sociólogos que piensan la influencia de las religiones en la estructuración de instituciones, como Fustel de Coulange, tan deudor de Guizot y de Durkheim, o historiadores que pueden repensar el rol de los museos y los monumentos, pero también al liderazgo y al caudillismo, como Busaniche. Historiadores que lo son y a la vez, que saltean e incomodan la disciplina, como Marc Bloch (también fusilado por unirse a la resistencia nazi) historiadores que encuentran en Macedonio, en la literatura o en el teatro, cuando no en la revolución y en la batalla cultural, motivos para escribir y para vivir a tiempo.  

Este libro está compuesto de textos históricos, mirados a la luz de todas estas fuentes. Son cartas, como la que deja el general Valle a Aramburu -quizá apócrifa, pero verosímil, dice Horacio, porque pasible de ser escrita por él o por cualquiera de ese colectivo resistente peronista- o como la que escribe Lavalle, después de ordenar que se ejecute a Dorrego. Hay proclamas, como la que publica Moreno después de ordenar el fusilamiento de Liniers; hay aguafuertes, como la de Artl periodista después de presenciar la muerte de Di Giovanni; hay crónicas, como las de Berutti y el general Paz; hay memorias, como las del general Lamadrid; hay informes de autopsia, como la del médico militar Cosme Argerich luego de desenterrar el cadáver en partes de Dorrego. Hay también críticas teatrales, como las de Alberto Ure, publicada en ocasión del estreno de la obra teatral Dorrego, de David Viñas, en 1986, en la que Ure objeta que pudiera homologarse al ejército de la dictadura con el de las guerras de la independencia y establecer así una “metafísica represiva”. Todo este conjunto de textos se cita in extenso, se hace entrar a esas voces que a veces justifican, a veces explican, otras se arrepienten, otras denuncian, otras invocan a la obediencia debida, o esperan a una historia o un público que dictará un veredicto. Hay un drama histórico que se vive también como drama subjetivo. Drama en la conciencia, que es un lugar donde se teatraliza la política en este texto. Escribe Horacio que una conciencia autónoma (¿la suya?), podría parangonarse a la figura de Dorrego, que sobraba y resultaba un obstáculo a todas las demás fuerzas existentes. Una conciencia autónoma es un obstáculo, un tapón. Lo es también para sí misma, porque en ella conviven la izquierda y la derecha, como vectores internos. La política (Horacio la llama de la amistad) es lidiar con los obstáculos, de sí mismo, de las conciencias de los otros, como los otros lidiarían con la piedra que es la conciencia de uno. La política como una especie de red de autolimitaciones, que eviten desangrar al que está en exceso, que eviten autodesangrarse y liberar el deseo de venganza. Una red en la que se soporten las piedras.

Pero la política es también esa intervención inesperada, que iniciada por una conciencia autónoma, tuerce la propia vida y les recuerda a los demás que no todo es una cadena de obediencias. Como la intervención del teniente tucumano Juan Carlos Franco Páez, al que le fue encargado defender como fiscal a Di Giovanni y se lo tomó tan en serio, que fue separado del ejército. Franco sería después un folclorista reconocido por Atahualpa y autor de una de las composiciones más bellas de la música argentina, “Imposible”, también cantada por Liliana Herrero.

En este libro, por último, habla una conciencia. Evoca a otras, que se enfrentan a la muerte. Trata de saber qué piensan, ahí, en ese momento fronterizo. El momento previo del fusilado responde a un humanismo que no busca dilucidar la verdad del sentimiento, sino ubicar a esa conciencia en el teatro de las conciencias en las que la muerte impone un tema serio. Ese diálogo con la muerte está muy presente en el libro pero no es lúgubre. La muerte aparece como un tema que unifica, empatiza, simplifica. Se habla con ella. En eso, este libro muestra todo su destiempo respecto del presente y le señala su trauma: la muerte, la violencia no son solo amenazas, puntos ciegos o cosas de las cuales no hablar para no tentar o aguar la fiesta. Algo de esto va a explicar por qué Horacio no va a ser entendido tampoco esta vez, en la menos barroca de todas sus escrituras.

La larga risa de todo este libro. Sobre Nada que esperar de Sebastián Scolnik // Facundo Abramovich

La promiscuidad de los géneros en aquellos libros capaces de ir desde la literatura de tipo autobiográfica hasta el ensayo y la historia política es algo que a muchxs nos fascina, nos conmueve, nos mueve hacia otros -textos, amigxs, conversaciones. Y cuando toca fibras sensibles, aunque uno jamás pueda saber del todo cuáles son, a uno lo asalta. Así me sucedió el diciembre pasado con Nada que esperar. Historia de una amistad política de Sebastián Scolnik, coeditado entre Cordero Editor, Tinta Limón y Lobo Suelto. Así que me dispongo a golpear las teclas -en el único elemento en el que más o menos sé hacerlo, aunque no prometo tampoco que suene bien- sobre apuntes escritos en el ocaso del 2021.

A su manera, los libros como Nada que esperar que entreveran ensayo y biografía, están escritos bajo la sospecha de que se sobrevivió a algo: desde Facundo hasta los más recientes Black out de María Moreno -la sobrevivencia al alcohol y al mundillo intelectual-, Yo ya no. Horacio González el don de la amistad -que inicia con la frágil salud de Horacio González- o Historia de un comunista de Toni Negri. El sobreviviente pasa de protagonista a testigo, es decir, a quien guarda los secretos internos de aquella experiencia fracasada -¿Cuál no lo es?- y, por lo tanto, quien lleva en sus entrañas un enojo, una bronca, una nostalgia de aquello perdido, de lo que fue negado como posibilidad histórica. Pero también un deseo de narrar y, en este caso, un sentido de la ironía que permite reír de ese pasado que se aleja y de este presente que se vive con un dejo de sustracción.

En esta larga serie puede pensarse también en los maravillosos Diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia.  El eco de los Diarios de Piglia puede oírse en Nada que esperar. Pues este libro también contiene una estructura similar a lo de los Diarios (Años de formación, Los años felices, Un día en la vida) y cada una de sus partes dibuja un mapa hecho de lugares concretos. A modo tanguero, el libro de Sebastián Scolnik sigue en su narración el orden que supone que primero hay que saber vivir (el inicio, la infancia, la universidad, la amistad, la novela), después amar (la historia política con el MTD Solano en los años del movimiento piquetero, la amistad con Horacio González con quien comparte su gestión en la Biblioteca Nacional), después partir (el ensayo, el ocaso de las cosas vividas hasta ese momento).

Sin embargo, el peso de lo autobiográfico no estará dado del mismo modo en Piglia que en Scolnik. A diferencia de Piglia, no se trata aquí de una conciencia sufriente y tormentosa en su ambición, donde predomina la autoreferencialidad y las aspiraciones a brillantez como modelo intelectual. Más bien nos encontramos con otra cosa: la búsqueda de un tipo de fragilidad que no inhabilite la acción-como me arrimó León Lewkowicz.

En Nada también se escribe la historia de un intelectual. Pero este intelectual no es ya su autor, sino un colectivo: el Colectivo Situaciones. Ellxs, dicho rápido, entendían la “intelectualidad” no como una condición dada por saberes culturales o por la escritura de libros, sino como una tarea que implicaba el registro de una sensibilidad y una inteligencia propia de los movimientos de insumisión -desde las Madres de Plaza de Mayo, HIJOS y sectores de trabajadores desocupados, el surgimiento de movimientos campesinos como MOCASE, la escuela Creciendo Juntos en Moreno o los trabajadores de call centers. Se proponían, entonces, prolongar y entrelazar experiencias de creación de instituciones populares, neutralizadoras de la dinámica del capital, que llamaban contrapoderes.

La resonancia toni-negriana del Contrapoder nos lleva al otro elemento: esta prolongación se daba también con una centralidad en la producción de libros, siendo estos el instrumento donde se daba el registro más sistemático de las luchas sociales, con largas conversaciones con sus protagonistas. Conversaciones que eran acompañadas por «apuntes» que destacaban lo más novedoso o singular del tipo de radicalidad que estos movimientos ponían en juego y la puesta en diálogo con otras luchas y tradiciones políticas.

Pero tampoco sería justo decir que el libro reseñado se trata de la historia de un colectivo. Si por “colectivo” entendemos un grupo humano concreto, aquí se narra la historia de uno cuyo valor radicó en la capacidad para sumergirse en experiencias de luchas, desde fines de los años noventa a la primera década del siglo actual -solo así era posible captar la sensibilidad que ponían en juego-. Entonces “colectivo” se transfigura en un fuera de sí, en un plus, en la medida en que era capaz de diluirse, de borrar las fronteras entre el colectivo y las luchas (escapando de la cosificación del objeto a investigar), sin mistificar tampoco su protagonismo en las mismas. Seguramente, por eso el libro se llame “Historia de una amistad política” y no «historia de un colectivo». Sumemos alguito más: En Nada que esperar los personajes llevan nombres diferentes a los reales, lo que le permite poner en valor con mayor ironía unas maneras de estar, unos gestos, unas formas de ser y de pensar en detrimento de la pontificación o el arrepentimiento del trabajo hecho por el colectivo mismo.

Nostalgiosa llevo el alma

Nunca nos queda claro si estas lecturas que producen conmoción hablan más de la riqueza de otras épocas o de la pobreza de la nuestra. Es un dilema que, aunque carezca de sentido, se nos aparece. Ahora, cuando proliferan libros anecdotarios, el reciclaje de clases antiguas o “balances” de experiencias, oscilamos entre la necesidad de una memoria más abierta y la confirmación de nuestra incapacidad para enfrentarnos a lo pasado. No es fácil resolver el dilema cuando desde la tradición histórica a la que pertenecemos, las izquierdas, hemos construido la memoria como refugio y hervidero de lo “nuevo”, como modo de atravesar las épocas más hostiles y como criterio de justicia; no es fácil saber si con ello confirmamos nuestra impotencia o realizamos el ejercicio permanente de alojar, en la memoria interna -que no es tanto el disco rígido cerebral sino las vísceras vibrantes-, la premisa de que toda situación es susceptible de ser abierta, rajada, rota, desobedecida. A veces, la “memoria” se nos aparece como una pasión, algunas como necesidad y otras como un destino, una fatalidad.

Sobre algo de todo esto versaba una polémica lateral entre Horacio González e Ignacio Lewkowicz en los meses siguientes al 19 y 20 de 2001. ¿Qué había significado esa revuelta? ¿Cómo pensarla?  Una ácida reseña de Sucesos Argentinos, libro de Ignacio Lewkowicz del año 2002, hecha por Horacio González puede leerse en El Ojo Mocho Nro 17 del 2003.

González burlaba a Lewkowicz advirtiendolé que corría el peligro de que la jerga desprendida de la filosofía de Badiou se le convierta en un “obstáculo” para pensar. Aunque, en realidad, el problema no era Badiou ni su lenguaje sino el hecho de que, para Lewkowicz, no era posible pensar el quiebre que implicó el 2001 con las “subjetividades heredadas”. Se trataba de pensar con “lo que hay”, como único modo de instituir lo nuevo, y no con “lo que queda”, resto que piensa desde el punto de vista de lo destituido.

Para González en esto había una fascinación por lo novedoso que impedía pensar con densidad histórica los hechos y llevaba, a su modo, a descartar la memoria: «El concepto de herencia, aquí, no es una prisión sino una invitación a un volver sobre el acontecimiento demorado y en silencio de nuestra rememoración individual» sin cancelar aspectos vitales de acontecimientos heredados, dice González, y afirma: “pensar significa ese volver”.

El dilema una y otra vez era, por supuesto, el peronismo y su memoria: el problema sobre qué significan -si existiesen más allá de nuestra necesidad catalogarica- las épocas: si ellas se enfatizan a sí mismas por el modo de recrear lo que en el pasado fue irresuelto o si una época guarda su singularidad en el hecho de desprenderse de lo anterior, recreando un tiempo diferente.

Por aquel entonces, para Lewkowicz se trataba de pensar una nueva situación donde el estado-nación ya no era una meta institución dadora de sentido, una premisa vital. Transmutado el papel del Estado, dice en Pensar sin Estado, lo que se pierde es la precedencia, la historia y la memoria organizada por el estado: “El Estado era un monstruo alienante que oprimía espantosamente, fijando a cada uno un lugar, un destino, un sentido, un nombre, una profesión, un matrimonio. En tanto que ciudadanos, en tanto que habitantes de su territorio, el Estado nos precedía y proporcionaba una existencia.” No vemos como mutuamente excluyentes las posiciones de Lewkowicz y González, más allá de que cada uno enfatice diferentes cosas: si la existencia y la historia estatalmente organizada perdió fuerza de sentido, sólo así es posible y necesario pensar la memoria como hecha de “restos”, que también son “lo que hay”.

Nada que esperar también puede leerse en el medio de ambas: es la historia de quienes se propusieron pensar a fondo con «lo que hay» -es decir, pensar desde la «situación»- pero convertida, en este libro, en restos de una memoria. Si no es posible abandonar narraciones como las que nos ofrece Nada que esperar es porque no se resignan al balance contable de posiciones concretas, tal o cual error -la pocas veces bien ejercida “autocrítica”- sino en dar cuenta de determinados modos que se han asumido para enfrentar coyunturas adversas y también de formas de aquello que ambiguamente solemos llamar “militancia”. Para Scolnik, la práctica política militante es menos un lugar fijo para ocupar en la sociedad -a diferencia de los libros de Damián Selci- que una disposición a asumir determinados dilemas vitales u acontecimientos. Cierto estado de inocencia como dijo Verónica Gago.

Sus primeros capítulos, recorren la vida familiar y universitaria de un joven en la década de los 90s. Con cierto dejo existencialista, narran la historia de unos personajes dispuestos a involucrarse en el universo militante sin olvidar el lugar absurdo que se ocupa en los acontecimientos políticos y que antes que recrear un Programa se disponen a crear un humor, unos rituales, unos lugares para digerir el cinismo de la época. Allí empieza la historia política que en ese libro se cuenta, donde el primer desafío que asumen es el de entablar un diálogo con la generación que había protagonizado las luchas de los sesenta y setentas.

¿Es posible revisar la historia sin una intensa ironía y creatividad? ¿Cómo valorar aquello que pese a todo fue cruelmente derrotado sin reducirlo a la heroicidad? Este gesto se prolonga desde las historias contadas en el libro hasta la escritura del libro mismo. Las historias narradas en Nada que esperar decantan en un humor que despierta carcajadas en el correr de las páginas. Es ese humor, como ya dijimos, la operación que le permite al narrador ir más allá de la nostalgia, de la bronca, del peso de la historia sobre la conciencia de los vivos. Sin permitir, sin permitirnos, que el sentido verdadero de las cosas nos las fije la derrota.

 

Después partir

Después del amor nada es igual/

Lo hice para quebrarme a mí

Volvamos a algo que dejamos desperdigado más arriba: Scolnik escribe, también, como sobreviviente. Desde este lugar va a pensar al kirchnerismo, sin que ello implique ninguna victimización. El narrador había vivido algo cuya intensidad lleva a que el ciclo progresista abierto en el 2003 no le despierte entusiasmo, a diferencia de muchos de sus amigxs y pares.

Javier Trímboli en su libro Sublunar se detiene varias páginas sobre la figura del sobreviviente para pensar el tipo de conexión que el kirchnerismo tuvo con la militancia de los setentas. Algo así escribe: desde el retorno democrático, los saberes revolucionarios se han convertido en inútiles e intransferibles. El sobreviviente, hasta el kirchnerismo, habla en voz baja, como desconfiando demasiado de su interlocutor, de su propia historia y de la utilidad de contar aquello. Lo que permitió el kirchnerismo, dice Trímboli, es que “la ‘lengua’ [revolucionaria] se puede aflojar más y desatarse, quizás sin explicar del todo la procedencia de los pareceres, pero a sabiendas de que la agitación crítica pasó a ser bienvenida”.

Esto no deja de ser real y muy atractivo, aunque lo que se deja en suspenso es si el modo en el que se recuperó esa historia tuvo su encarnadura -su eficacia o efectividad- en la vida política. Alejandro Horowicz con frecuencia ha dicho que el kirchnerismo fue (¿es?) la mixtura entre esta lengua revolucionaria ineficaz y una política que estructuralmente no modificaba nada -la música del tercer peronismo con la letra del cuarto peronismo-.

En Sublunar se nos hace pensar con agudeza en lo perturbador -por lo atractivo, por lo insuficiente- de toda política ligada a la «reparación», que da espacio a esos lenguajes al tiempo que los reduce al testimonio. Scolnik se enfurece cuando cuenta haber sentido cierto despacho burocrático frente a la trabajosa memoria de un militante “sobreviviente” del terrorismo de estado: “Veinte años de desgarrador balance despachados como un sello sobre un papel para clasificar una información de expediente”.

¿Por qué los lenguajes, incluso, más actuales como las que nos trae Scolnik no cabieron en esa experiencia política e incluso fueron subestimadas? Dice más Trímboli en su apasionante libro: “Gastamos tiempo -demasiado, ¿no?- en entender cómo funciona la Corte Suprema”. Cabe preguntarse qué habremos de decir cuando termine el turno del Frente de Todos ¿Quién no ha caído estos años en la tentación periodística de las rencillas internas presentadas del modo más pobre, despolitizante y vil? Estamos frente a un drama: qué tipos de saberes e historias, y de qué modo, son valorados por los procesos políticos.

Volviendo: ¿Desde qué lugar escribe Nada que esperar? En su primera página se dice ya: “Es un libro sobre cómo se habló en cierta época y cómo esas lenguas que parecen sacrificadas en las hogueras del presente”. El propio Scolnik declara ser víctima alegre de un “anacronismo”. Horacio González en la ochentosa revista Unidos escribe sobre los “irrecuperables”, que son aquellos que son expulsados de su tiempo porque “no sueltan la brújula antigua, a los obstinados que se convierten en custodios del panteón que guarda lo que ya no se repetirá”. Si el autor del libro es un irrecuperable, lo es a costa de reir de ellos.

Es evidente que los sobrevivientes setentistas lo son de una derrota político-militar y en la democracia erigida sobre sus cadáveres. También es evidente que hubo una derrota en el 2002 en relación con la radicalidad de la experiencia piquetera. Pero no es evidente en este último caso de qué tipo de derrota se trata, ni si la palabra derrota es la más útil para describir lo que sucedió. Es difícil pensar en la “derrota” porque se trataba de luchas cuya politicidad partía del hecho de no tener un fin en sí mismo (El Partido, el Estado, etc.). Más cuando muchos de los sectores que protagonizaron aquel ciclo de luchas se sumaron alegremente al kirchnerismo.

Tampoco a esta altura sería preciso hablar de «impasse» -que entendían como la disipación del antagonismo en alianzas ambiguas con un mercado dinamizado desde el estado vía consumo-, sino de una metamorfosis, a la que podemos describir un tanto periodísticamente. Por un lado, porque las demandas económicas de los sectores desocupados o de la economía popular asumieron una dinámica de verticalización de los movimientos y representación de las demandas, un sindicalismo social («antes había piqueteros, gracias a nosotros hubo Movimientos Sociales» dijo CFK hace poco). Y, por otro lado, por la aparición de nuevas politizaciones como el movimiento feminista o la proliferación de la producción agroecológica -que, por supuesto, también cuestionan la economía existente-. Tampoco es posible subestimar que cada día más jóvenes escuchan con más atención a figuras como Milei, aunque no sepamos aún qué significa ello. La pandemia, la crisis mundial y el intento fracasado del retorno kirchnerista -que lleva años sin revertir casi nada mientras se ha profundizado la precarización laboral y vital, el empobrecimiento y el extractivismo económico- agregan hoy una incógnita sobre qué lógicas y dinámicas asumirá la politicidad popular.

Scolnik escribe con la sensación corporal de la derrota. Diego Sztulwark sugiere que más que derrota, lo que implica un cálculo con las expectativas propias, quizás haya que pensar en disolución, que sería lo propio del 2001: “Que se vayan todos removía los residuos de la mediación política, pero lo hacía con los pies en la nada.” Apagados los gritos, quedaron los ecos. Hoy, desde el extremo fascistas, son ecos recogidos por el habla de Milei.

No puede pasarse por alto el capítulo -posiblemente el más gracioso- dedicado a Horacio González.  Narrado en su tarea de director de la Biblioteca Nacional, González en Nada que esperar aparece como poseedor de un humor -se podría decir de cierta ingenuidad en su bello sentido- que permitía, por un lado, sostener una plasticidad capaz de integrar y recorrer las más heterogéneas tradiciones de la cultura política argentina -sometidas a una aguda reflexión-; y, por otro lado, atravesar una singularísima manera de dirigir una institución pública, capaz de traducir esa plasticidad al hecho de que cada actor -sindicatos, trabajadores en sus distintas funciones- fueran capaces de apropiarse de la institución y, por lo tanto, de reflexionar sobre su propio papel e ir más allá que lo que su tarea burocráticamente determinada le implicaba.

Si esta presentación es justa con el capítulo dedicado a Horacio González habría que decir algo más: esto solo fue posible bajo una lógica del absurdo -en la medida en que lograba desarmar toda jerarquía real o burocrático formal-. Las historias despiertan la risa: una veterinaria desprevenida se convierte interlocutora de Macedonio Fernández, Fogwill en un destructor irónico de toda reflexión libertaria, un viejo trabajador que se ve forzado a abandonar su espacio de trabajo por la inserción de tecnologías que lo frustraban para encargarse de la limpieza de la estatua de Eva Perón produce una rispidez con el embajador de Estados Unidos. También un perro o el nombre de una sala fueron convertidos motivos de reflexión y polémica sobre toda la historia del peronismo.

Horacio González fue quien en su voz pública, en sus escritos y en su gestión de la Bilbioteca Nacional sostuvo con agudeza la permanencia de una tensión profunda: la cristalizada en los escritos de León Rozitchner y los de John William Cooke. Ambos aparecen mucho en Nada que esperar. Si la obsesión del primero, dicho mal y pronto -como todo-, era el hecho de que el capitalismo, como productora de sujetos, no cesaba de reproducirse aún en las prácticas que buscaban subvertirlo por el tipo de “modelo humano” puesto en acto en la militancia -sobre todo, por la reproducción de la dominación que implicaba el tipo de liderazgo de Perón; para el segundo, el nudo era que la forma revolucionaria debía estar mediada por la experiencia política de masas que sucedía en nuestro país, por supuesto, el peronismo. Si uno enfatizaba en el militante, el otro lo hacía en la experiencia histórica de la clase trabajadora, aunque ambos hallaban su yuxtaposición en la figura de Guevara. Este drama vuelve reescrito en este libro: si audaces sectores del movimiento piquetero, como el Movimiento de Trabajadores Desocupados de Solano, habían hecho un audaz trabajo en el nivel de las formas de vida bajo el lenguaje de la autonomía, no logró constituirse en un movimiento perdurable en su radicalidad; y, si el peronismo volvió en una nueva peripecia progresista no logró sobreponerse a la alianza entre capitalismo financiarizado y desarrollismo agroexportador, ni tampoco se produjo un desborde político a lo propuesto por sus liderazgos, aun cuando por momentos asumiesen rasgos más conservadores. Rozitchner y Cooke permanecen como dramas irresueltos, hoy.

Recuerda este libro a la película El intenso ahora, por el modo de transmitir en imágenes la intensidad y la alegría de los acontecimientos políticos que alteran el orden de cosas. «Nunca volverán a ser tan felices», dice la película -demasiado cínica- sobre los jóvenes del 68 francés hecha por el aristocrático cineasta João Moreira Salles. Nada que esperar finaliza con una reflexión sobre una contundente frase que les dijo el filósofo Paolo Virno: «se hace política una vez en la vida». Todo el libro intenta someter a prueba esta frase, traducirla. Pero no entendida como un llamado hacia la retirada, sino sobre cómo la intensidad vivida en un momento político transfigura tanto la vida que constituye un punto de vista con el cual se va a ver, valorar, vivir o medir todo aquello que sucede posteriormente.

¿Reponer el sentido nos aproximará a la experiencia?

[1] Sobre ello puede leerse en el artículo “Fotocopias anilladas” de Horacio González, en el libro La palabra encarnada de Horacio González, edición al cuidado de Guillermo Korn y María Pía López.  CLACSO

 

 

 

Abusos y Violencias en el campo psicoanalítico. Parte II // Verónica Cardozo, Narella Catania, Lila Feldman, Mariana Nogueira, Gabriela Palacios, Jesica Ramirez Punset, Paola Torres

              

Lxs psicoanalistas trabajamos con la palabra, esa es nuestra herramienta de trabajo. El trabajo analítico pone a la palabra en valor, la habilita, y entonces ya nada vuelve a su sitio: la palabra simboliza y devela. Pero también en ocasiones la palabra es vehículo de violencias, maltratos, abusos. La palabra se torna instrumento para acallar y silenciar, para culpabilizar y amenazar. La palabra puede ser también una instancia represora. Ese destino nefasto del psicoanálisis, su uso pervertido y abusivo, bajo máscaras mediáticas y discursos cautivantes, nos llevó a escribir poco tiempo atrás. Nos llevó a pensar esta acción colectiva y nos hizo interrogarnos acerca de las condiciones en las que ejercemos nuestra práctica, tan atravesada por silencios cómodos y cómplices, y curiosas neutralidades.

También, a su vez, nos interpeló y nos llevó a pensar cómo acompañar y construir espacios terapéuticos seguros, para quienes fueron víctimas de violencias y abusos por parte de personas del ámbito psi.

En un sentido amplio, nos importa develar cuestiones que suelen guardarse y esconderse debajo de la alfombra,  como en las “mejores familias”. Sabemos a su vez que las familias son los lugares menos » seguros» en innumerables oportunidades. 

 

Cada vez que un colectivo se agrupa para alzar la voz, y evidenciar violencias amparadas por el manto machista, no tardan en aparecer y recrudecerse las reacciones y ataques patriarcales. Las estrategias varían entre la desmentida, la agresión, y siempre convergen en la re-victimización de  quienes sufrieron estas situaciones. También atacando a las personas y colectivos que acompañamos dichos procesos. 

 

Nos referimos a situaciones que, como analistas, escuchamos en nuestros consultorios, o en ámbitos donde se nos convoca. Tenemos la responsabilidad ética de responder.

No queremos colisionar o desprestigiar una práctica, todo lo contrario: nos importa el respeto por ella, y por el compromiso que requiere, sin embargo sí queremos hablar de aquellos que la desprestigian con acciones violentas y abusivas. Queremos cuestionar, desarmar ciertos prestigios, de los que gozan personajes que cuentan con gravísimas denuncias. 

Sobre uno de ellos -de quien se habla, por ahora, sin dar nombre- recaen denuncias de abuso que ya tienen curso legal; así como circulan testimonios de sus violencias. En las instituciones, el silencio lo ampara. Así como su cofradía: el grupo de «aliades» que, impunemente se ha encargado de acompañar las violencias hacia sus víctimas; a través del silenciamiento, las amenazas, la exclusión y el poner en duda sus testimonios. Muches habitan el lugar de «aliades» buscando en los espacios de resistencia nuevas víctimas. Otres, sostienen un “feminismo teórico” que en la práctica duda de la palabra de las víctimas y defiende a los patriarcas de renombre.

En el ejercicio de nuestra labor se nos otorga un lugar que requiere de nuestra máxima prudencia y respeto. Un lugar que se ejerce desde una asimetría de poder, que nos exige situarnos a la altura de dichas circunstancias.

 

Develar silencios, encubrimientos y complicidades también es pronunciarnos en contra de todas las apropiaciones que hacen colegas acusados de abusos, en nombre de discursos que no les pertenecen, en reproducción interminable de violencias. Repudiamos a estas personas sobre todo porque sus lugares de poder los avalan y autorizan a seguir reproduciendo violencias de forma sistemática, teorizando acerca de la subjetividad. Escribir es tanto una responsabilidad ética, como lo es atender pacientes, o enseñar en un aula.

 

Las instituciones que callan y amparan violencias son responsables de dañar la integridad emocional de muchas personas, que llegan a consulta solicitando un espacio de ayuda. 

 

Nos propusimos no callar ni consentir frente al silencio. Nos proponemos desarticular todo pacto de protección y enmudecimiento. Escribimos en contra de la construcción de impunidad. Mientras tanto, se suman las denuncias y medidas cautelares.

Somos un colectivo de psicólogas y trabajadoras del campo de la salud mental, un colectivo federal, que suma apoyos, repudios, y aporta sus propias experiencias, desde diversos lugares del país. Vamos a seguir acompañando esas historias que nos confían en divanes, pasillos, a media voz, con miedo, pero también con coraje.

No nos callamos más. 

E invitamos a que seamos cada vez más.

Prepotencia del lenguaje // Silvia Duschatzky

¿Qué significa escribir? Esta pregunta hubiera sido inconcebible en el siglo XVIII, como si alguien hubiera preguntado qué significa comer…
En el siglo XX, produce confusiones y raptos de agudeza entre la gente culta. Una respuesta clásica pero absolutamente pertinente, consiste en decir que escribir es sostener la angustia (y la consiguiente creación) al enfrentar la página en blanco. Ahora bien, la página en blanco no se reduce a la bendita hoja virgen y vacía. NO. Es el vaciamiento de todo lo escrito hasta el momento, como si fuera polvo del desierto que arrastra lo escrito: no es el celebrado vacío, sino un proceso de vaciamiento y de derrumbe que llega hasta el escritor que, pese a haber escrito miles de páginas, está amenazado por el vaciamiento. (Desde luego, no hablo del escriba que parafrasea textos de otros, incluyendo los propios; o del que corrige transcripciones orales, debidamente protegidas contra todo blanco, contra todo vacío) Escribir tiene su voz ( aquí Derrida se equivoca y mucho), pero ocurre que esa voz es una voz silente, no familiar.
Juan Ritvo. Imprudencias breves.

La Agustina, la Martina, el Ángel y la piba. La, el… no son artículos que nominan el género del sustantivo. ….mientras le arreglaba el cierre de la campera al Ángel hablábamos del andar de la semana. La Agustina me mira medio ortivaI).

Así habla un profesor…de Prácticas del lenguaje de una escuela secundaria. No sabemos la identidad de Ángel. Podría ser Gómez pero es cualquiera. Si Ángel fuera Gómez o Pérez o García designaría a tal o cual alumno, tal vez morocho, tal vez inquieto. Tal vez portador de sobre edad o no. Ángel Gómez figuraría en la matrícula escolar. Tendría add, sería violento o apocado. Repetidor o abanderado. Podría engrosar alguna estadística. Sería tal vez receptor de la netbook. Pero Ángel Gómez a secas no es igual que el Ángel.

El Ángel junto a la Martina se dejan imaginar en un lenguaje que al tiempo que los nombra, nombra la carga afectiva de una nominación. El Ángel es el nombre de una proximidad. La tonalidad de una escucha amorosa o como lo dice Juarrós un amoroso exorcismo de la nada…Una sonoridad de habla, un guiño del lenguaje que suprime las distancias inertes de las retóricas barrocas, didácticas, informativas, explicativas, prolijas…

El Ángel está vivo como viva la escritura que viola formalidades. El Ángel es la pregunta que flota en un profesor que torsiona y traviste el lenguaje escolar para pensar una materialidad que estando en la escuela se le fugó a sus anquilosados nombres.

Les dicté una consigna
les dí hojas y lapiceras
Trabajaron todos
Tomamos mate y nos hicimos algunos chistes
Pero a la Agus no le cabe y el Ernesto no viene

No hay escuela, hay cuerpos afectados en la escuela. Y cómo decir el exceso, eso que se le cae al código significante y al lenguaje escolar, sin traicionar la naturaleza de una cosa que viene mezclada, impura, frágil. El exceso de “realidad” necesita un lenguaje no excesivo, mínimo, sentido. Un lenguaje tan moviente como esos retazos de tiempo. No para poetizar ni caer en banales embellecimientos.

La escuela es un aleph, un punto en el espacio que expone el universo de posibles, posibles ahora y posibles imaginados. Imaginación que hilvane en lo inefable; en los huecos que flotan entre hojas, lapiceras, distracciones, exabruptos, capuchas, celulares, jergas, música…

El Esteban se acercó y me mostró una navaja
Le dije que tuviera cuidado, que se podía lastimar
La guardó
……..
Juan canta.
Ángel no lee, no canta, no molesta
está sentado con el libro sobre la mesa
habla un corte con la Melisa y de vez en cuando sonríe

me dijo que no tiene carpeta
le dije que le iba a comprar una carpeta y un block de
hojas.
…….
Todo esto que sucede
es nuevo para mí
escribo

Y al escribir siempre seremos aprendices. No hay escuela, hay cuerpos afectados que la hacen pensando lo que no saben.

El fondo de las cosas no es la vida sin problemas. Lo prueba el impulso del deseo que insiste en la actividad siempre indefinida de la pregunta. Lo prueba la escritura que despliega y hace trabajar el desconcierto. Lo prueba el juego que busca soldar lo que se separó (lo sentido del sentido, las palabras de las cosas, el uno de lo otro, lo dicho de lo hecho, el entendimiento de la imaginación, el proceso de la cosa).
Lo prueba la verificación de lo abierto frente a la clausura de lo contundente. Lo prueba la expansión de los afectos sustraídos de los poderes que los gobiernan. Lo prueba el radar que detecta lo estéril y se fuga de sus garras.

El otro día hubo reunión con la inspectora y no fui
Me olvidé

Lo prueba la risa detonada frente al grotesco escolar

Quiero que cantes el himno
Que te saques la bufanda de la boca y lo cantes como buen argentino que sos
El Ángel miró el piso
Lo que no sabe la señora
es que el pibe
es peruano

Escribo…Desmentida del destino escolar que necesita concluir. Ante lo desconcertante de la realidad siempre se está en los comienzos. Sucede y es nuevo. Cada vez. Escribo. Grito silencioso que sostiene el gesto de hacer algo en el desconcierto y hacer de la lengua otra cosa en cada tentativa de habla. La escuela se hace en el trazado de olvidar lo que la niega como movimiento.

Escribo…en un lenguaje balbuceante. Sólo ahí podemos pensar el balbuceo de la realidad. ¿Qué puede una “escuela” que (se) escribe, ya no al dictado?

 

Notas al pie

Diego Vdovichenko es profesor y escribe…En Volver a la escuela nos acerca pinceladas que se alejan de frases pretenciosas o disquisiciones sesudas. Su escritura es un zoom que amplía las entrelíneas de las anécdotas que pueblan el tiempo en la escuela. No hay “alumnos”, no hay “docentes”…sólo estados anímicos, tentativas e instantes de encuentro en suelos movedizos. La escuela vista a través de sus cuerpos afectados. Ojo de tormenta, Buenos Aires 2015.

 

 

Silvia Duschatzky

De-castración // Lila Feldman y Mercedes Cicalese

Nos proponemos llevar a la materialidad de la escritura ese trabajo que implica desarmar y repensar el concepto de Castración. Sabemos que no se trata apenas de revisar un concepto sino de movilizar todo el edificio, ya que es parte de los cimientos con los que construimos el ejercicio de nuestra práctica profesional, nuestra lectura y aprendizaje de la teoría psicoanalítica.

No estamos lejos de Freud, que insistió en remarcar el carácter provisorio de sus descubrimientos y afirmaciones. Lo que distingue a su escritura es el esfuerzo por transmitir lo que va pensando, al ritmo de sus descubrimientos, construcciones y obstáculos.

Si la revisión del psicoanálisis a partir de las teorías feministas nos sigue pareciendo revolucionaria, y marginal, es porque aquello a lo que se opone está vivito y coleando, reluciente de hegemonía

Las palabras, nuestro lenguaje, no han sido nunca inocuas, y es tiempo de volver a revisar los fundamentos y principios (sabemos que en cada historia, y en la Historia, no hay un único principio sino varios…), en lugar de repetir. Honrar la revuelta freudiana es no dejar de ser, es seguir siendo capaces de revueltas. Seguiremos escribiendo contra los discursos conservadores, para que el psicoanálisis no se vuelva discurso conservador (no imaginamos para el psicoanálisis peor futuro que ese).

Si la revisión del psicoanálisis a partir de las teorías feministas nos sigue pareciendo revolucionaria, y marginal, es porque aquello a lo que se opone está vivito y coleando, reluciente de hegemonía, aún naturalizando como verdades irrefutables aspectos ya obsoletos y controversiales de nuestras viejas teorías.

¿Qué hacemos lxs psicoanalistas con la realidad?

Empecemos por Juan Carlos Volnovich, pionero del psicoanálisis en la Argentina. Él empieza su relectura de los Tres Ensayos para una teoría sexual invitando a diferenciar en la obra freudiana lo aún luminoso de lo obsoleto. Se plantea, nos plantea: ¿cuánto de revelación y cuánto de encubrimiento supuso el atrevimiento de “descubrir” la sexualidad infantil? Él se refiere al silenciamiento del abuso sexual a partir de la renuncia a la “Teoría de la seducción”. A partir del psicoanálisis, ser humano y ser sexuado pasan a ser una única y misma cosa. Si el siglo XX nació conmovido por el escándalo de la sexualidad infantil, sexualidad no subsumida a genitalidad, hoy podríamos reescribir: no subsumida al binarismo de la diferencia sexual, no constreñida entre los posibles que se traman para cada unx de nosotrxs, en particular para mujeres y disidencias, entre el complejo de castración y la envidia del pene, a nuestro placer sí castrado o empobrecido por el mandato que la normalidad nos exigía al plantear el pasaje necesario del clítoris a la vagina, receptora por supuesto del placer del hombre, como prueba de nuestra lograda evolución.

Podemos decir que hemos pasado del empuje a la “buena” o “sana” feminidad a los trabajos feministas, que vienen desde décadas atrás pero que permanecieron para muchxs silenciados, y que hoy se despliegan en otro empuje, el de la ola feminista que motoriza nuevas posibilidades. Dicho empuje arrastra diferentes puntos de nuestras teorías. Y ahora nos preguntamos cómo hemos logrado permanecer tantos años incólumes, disociadas de nuestras propias realidades eróticas, sosteniendo aquellos pilares, cómo hemos desmentido nuestra realidad erótica y sexual en privilegio de la teoría. ¿Cómo ha sido posible que el término “castración”, ligado a nuestra genitalidad, heredero de una teoría sexual infantil, impotentizante de nuestro placer en tanto patologizó una zona erógena central, se erija en operación clave y estructurante del psiquismo humano? Y más aún, ¿por qué seguimos repitiendo el término “Castración”, enmascarando la verdad de su palabra, como si utilizarla casi como un eufemismo para designar otras cosas la tornara menos violenta? Si consideramos que hay conceptos obsoletos, entonces dejemos de utilizarlos, de reproducirlos y suponer que podemos lavarlos de su marca patriarcal constitutiva.

Esa particular y cierta castración sí que ha generado estragos en tantísimos divanes y consultorios psicoanalíticos. La envidia del pene ha sido otro de los modos en los que se conformó nuestro destino y nuestro camino hacia la renuncia de la zona erógena “infantil”. Tal vez a lo que tenemos que renunciar es a algunos conceptos. En particular si la teoría ha operado como instancia represora. Una teoría que estableció como equivalentes para las mujeres la aceptación de la castración y la aceptación de la realidad.

La castración fue lo que permitió hacer de la falta un articulador en la constitución subjetiva, en tanto eje de la diferencia sexual ordenadora de identificaciones y elecciones de objeto; y en tanto eje de nuestro orden simbólico que se organiza en torno a ella. Cuerpo y lenguaje necesitaron de la castración, de la “barra de la castración” para organizarse en torno a la falta estructurante del psiquismo. La castración y su eficacia mítica por cierto ha sido enorme. La hemos necesitado, defendido, sostenido, tanto que no sabemos si podemos pensar psicoanalíticamente prescindiendo de ella. La incompletud constitutiva de la experiencia sexual, el Otro en tanto barrado, y la incompletud del lenguaje, se ordenaron en torno a ese concepto, hicieron del encuentro con la diferencia sexual el encuentro indiscutible con la falta, origen de la falta, ocasión para suponer estructurante un lugar psíquico que en verdad nos fue asignado muchos siglos antes, porque siempre nuestra anatomía y nuestro lugar social fueron leídos así. Deficitarios, subalternos, inferiores, carentes.

Entonces, ¿qué hemos hecho y qué hacemos lxs psicoanalistas con la realidad? ¿Dentro de cuáles márgenes nos movemos para no cruzar algunas líneas, algunas fronteras, para seguir nombrándonos y reconociéndonos psicoanalistas? Hablando de lo que hacemos lxs psicoanalistas con la realidad, en particular con la realidad de lo ya escrito y pensado bastantes años atrás, lxs invitamos a leer a Ana María Fernández, en su libro Psicoanálisis. De los lapsus fundacionales a los feminismos del siglo XXI. En particular, los capítulos “La fobia al placer femenino”, escrito en 1979, y “La diferencia sexual en psicoanálisis. ¿Teoría o ilusión?”, escrito en 1982. La autora empieza detallando las mutilaciones que sufren aún hoy en algunas regiones de este mundo las niñas y mujeres en sus órganos genitales. Centralmente en el clítoris. Y luego pasa a preguntarse: ¿cuáles son las mutilaciones que sufre la mujer occidental? ¿Cuáles son los equivalentes a esa fobia al placer femenino en la cultura occidental? ¿A partir de qué mecanismos se logra la mutilación de la sexualidad en un físico no mutilado? Esos mitos con los que el psicoanálisis se fundó y pudo existir, liberando y al mismo tiempo mutilando y oscureciendo, tienen que ser, a esta altura, removidos. Y lo cierto es que siguen vigentes. Seguimos hablando, escribiendo, refiriéndonos a la castración como concepto organizador de los conocimientos fundamentales de nuestra teoría. Pensarlos como estructurales los ha esencializado y des-historizado. El campo psicoanalítico sigue marcado por nociones precientíficas y míticas. Por teorías sexuales infantiles. Siguen operando, no únicamente en nuestro campo, cuando se supone que hemos sido y queremos seguir siendo vanguardia en la historia del pensamiento.

Nuestra anatomía tomó como medida de todas las cosas el concepto castración, desmintiendo la realidad de nuestra zona erógena clave, con el norte masculino que marcó posibles e imposibles, nos condenó a fálicas o envidiosas

Las mujeres y personas con vulva hemos aceptado desmentir nuestras propias realidades eróticas en nombre del libro fundante que estableció para nosotras el derrotero de la normalidad como camino, ese camino que hizo del clítoris sede del placer vergonzante e infantil a superar y a encarrilar en la vagina como el órgano a alcanzar definitivamente, y con ella el orgasmo vaginal, mito ya superado, y no superado aún, porque sigue causando efectos. Nuestra anatomía tomó como medida de todas las cosas el concepto castración, desmintiendo la realidad de nuestra zona erógena clave, con el norte masculino que marcó posibles e imposibles, nos condenó a fálicas o envidiosas y a transitar nuestras equivalencias fálicas hacia, en el mejor de los casos, el horizonte cis-hetero-familiarista, hacia el deseo de hijo. Por supuesto que por allí también llegaremos al estrago materno, a menos que el nombre del padre sea el significante que nos salve y rescate, y que salve a la cría humana de nuestra “boca de cocodrilo». Es decir, los márgenes para nuestros deseos no han sido nada fáciles. Nos han constreñido a la culpa y al mandato. Eso fue y es parte de las teorías que estudiamos, aprendimos y repetimos, y fue parte por supuesto de nuestra historia en los divanes.

Si asegurar a la falta como punto necesario sobre el que sostener el edificio conceptual con el que nos manejamos, fijó la falta a nuestros cuerpos y a nuestros deseos, deformando o alterando la inscripción psíquica de nuestra anatomía, culpabilizando y patologizando nuestro placer; si la diferencia sexual prefiguró destinos y se erigió en indiscutible, porque ese descubrimiento es el inicio para el sujeto humano que aspire a estar barrado y existir neuróticamente en este mundo… Tal vez ya es tiempo de desterrar ciertos conceptos. No son inocuos, no están caducos.

Por supuesto no vamos a hacer responsable al psicoanálisis de los componentes patriarcales que gobiernan nuestra cultura, pero el psicoanálisis aspiró a ser vanguardia. Nació como vanguardia. Necesita romper aún contra sí mismo y pensar contra sí mismo, y si es necesario de nuevo, todo de nuevo. Si el psicoanálisis representó un giro copernicano, debemos decir que está incompleto. Desde ya, el patriarcado no empieza con Freud. Pensemos en Sor Juana Inés de la Cruz a partir de la lectura agudísima de Josefina Ludmer en su texto llamado Tretas del débil, en el que articula saber, poder y decir como trabajo para las mujeres, un trabajo para salir del silencio y del lugar subalterno, establecido por un régimen que hizo de la diferencia de los sexos una ley trascendente. Sor Juana supo valerse de humor, de la ironía y a veces de una aparente debilidad, como estrategia de supervivencia, de resistencia y arma de inteligencia. ¿Saben cómo se llaman esos géneros literarios supuestamente menores, como las cartas, los diarios y las autobiografías? Se llaman géneros de la realidad y suelen ser degradados. Son géneros de resistencia y de subversión del silencio. Hace siglos las mujeres y disidencias venimos transitando esa pregunta: ¿qué hacer con la realidad? ¿Cómo incluimos nuestras realidades en la historia oficial? Nos lleva a pensar hoy en la escritura de Aurora Venturini. O en Elena Ferrante, en sus ensayos, en los que escribe sobre la escritura que necesita desbordar el canon de la voz extraña que la habita en tanto masculina.

Las desigualaciones que la cultura patriarcal porta en su ADN se hallan inscriptas, insertas, marcadas en nuestras subjetividades. También en nuestras teorías. Y el concepto castración ha sido y sigue siendo parte de ello.

Leer a Freud hoy

Vamos a tomar tres de sus textos: “Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos”; “Una muestra de trabajo psicoanalítico”; y “El presidente Thomas W. Wilson. Un estudio psicológico”, para realizar una lectura crítica.

Estas escrituras encuentran a Freud investigando sobre el proceso y las modalidades de génesis de las neurosis. Señala como central en esa génesis la naturaleza pulsional y el largo periodo de dependencia infantil en el que merece especial interés una situación común a todos los niños, que es derivada de la crianza prolongada y la convivencia con los progenitores: el complejo de Edipo. Freud nos advierte que cada vez que se le presenta algo nuevo, duda si va a disponer del tiempo necesario para poder corroborar lo que descubre. De modo tal que nos anticipa que aquello que va a desarrollar está sujeto a futuras investigaciones y “requiere de prueba antes de que pueda discernirse su valor o disvalor”.

Para Freud el complejo de Edipo en el niño aparece más inteligible porque mantiene el primer objeto investido libidinalmente: la zona genital como zona privilegiada de placer y rectora en la organización genital. Su sepultamiento se produce por angustia de castración y el interés narcisista por los genitales. Aquí Freud dice: “aun en el varoncito, el complejo de Edipo es de sentido doble, activo y pasivo, en armonía con la actitud bisexual. También él quiere sustituir a la madre como objeto de amor del padre; a esto lo designamos como actitud femenina”. La posición pasiva llamada por Freud femenina, del niño hacia el padre, tiene como esbozo de explicación una identificación tierna con el padre que pertenece a la prehistoria del complejo de Edipo. Y nos recuerda que, respecto a dicha prehistoria, falta mucho aún por aclarar. Como vamos viendo parte del planteo es de carácter conjetural, en ningún momento Freud le da un estatuto acabado de explicación exhaustiva y completa.

Cuando aborda el complejo de Edipo en la niña se le agrega otro problema: ¿cómo hace la niña para resignar el primer objeto y sustituirlo por el padre? El complejo de Edipo es pensado como una formación secundaria, con una larga prehistoria, en la cual la niñita realizaría ese movimiento de cambio. Tanto para el niño como para la niña, piensa que la zona genital (pene/clítoris) es descubierta en algún momento como zona de placer y no le adjudica contenido psíquico a los primeros quehaceres con ella. Aquí es donde aparece una diferencia fundamental en la fase fálica para la niña. “Ella nota el pene de un hermano o compañerito de juegos, pene bien visible y de notable tamaño, y al punto lo discierne como el correspondiente, superior, de su propio órgano, pequeño y escondido; a partir de ahí cae víctima de la envidia del pene”.

Nos preguntamos: ¿por qué razón la niña consideraría el pene como un órgano superior si su órgano le dispensa placer? Freud expone dos modos de reacción diferente frente a la ausencia de pene: el niño primero desmiente y, luego de escuchar alguna amenaza, la misma se le vuelve significativa y da lugar a dos reacciones que según se conjuguen determinarán su relación con la mujer: esas reacciones son “el horror frente a la criatura mutilada” o “el menosprecio triunfalista”. “Nada de eso ocurre en la niña pequeña. En el acto se forma su juicio y su decisión. Ha visto eso, sabe que no lo tiene y quiere tenerlo”. Es curioso: pensamos que si esto fuese así, la niña recurriría, como el niño, a la desmentida. Tal vez no desmienta porque no lo percibe así, o tal vez la de Freud sea una mirada que no puede ver/pensar la diferencia en su positividad. A partir de este momento la envidia del pene tiene la formulación de un postulado y todas las derivas del desarrollo volverán a este punto como explicación y punto de partida. La envidia del pene no es conjetural. No toma carácter conjetural sino verdad de postulado. Así como la premisa universal del pene es, precisamente, una premisa infantil; la premisa del falo como organizadora de todo el edificio conceptual psicoanalítico también adquiere función de premisa. Incuestionable. Universal. Estructural.

Pensamos que el falo es no sólo un concepto sino un punto de vista desde donde se piensa. Desde la conceptualización lacaniana el falo es nudo, unidad de medida, y se aclara que si bien en lo real a la mujer no le falta nada, su posición sí está definida por la “castración simbólica”. Se accedería a la feminidad a partir del descubrimiento de la castración materna, efecto de la metáfora paterna. Diana Rabinovich lo explica así: “el carácter pacificador del falo, que brinda una común medida, que permite laudar, decidir, juzgar, definir qué es razonable y qué no, qué es correcto o no, etcétera. Funciona, por lo tanto, con ese carácter pacificador propio de lo simbólico”. Es desde el falo desde donde se erigieron luego otros conceptos o desarrollos: el significante del nombre del padre o la metáfora paterna. Ana María Fernández escribe: “como plantea Emilce Dio Bleichmar, (Lacan) reintroduce el destino, ahora no a través de una anatomía, sino a través del lenguaje, en un naturalismo no biológico sino simbólico”.

La horda primordial, la masa, el ejército: esos fueron, por otro lado, los colectivos de subjetivación que distribuyeron y administraron roles o estereotipos de lo que la feminidad y la masculinidad ―y lo materno y lo paterno― permiten. El problema consiste en suponer que dichos colectivos son universales, a-históricos, a-temporales. La lógica fálica con su lenguaje patriarcal es responsable del sistema de nominaciones que hizo del psicoanálisis parte de su régimen, y no ruptura.

Volvamos a Freud y al complejo de Edipo. Si hay algo parecido a una desmentida por parte de la niña, parece ser el complejo de masculinidad. En una espera de recibir alguna vez un pene que la iguale al varón, la niña/mujer puede persistir hasta épocas tardías, alejándose de la feminidad, tendiendo a comportarse como un varón. Pero esta no es la única consecuencia psíquica según Freud. El complejo de masculinidad sería algo así como una formación reactiva. Otras consecuencias psíquicas serían el sentimiento de inferioridad, entendiendo la falta de pene como castigo personal. Empieza a compartir el menosprecio del varón por el “sexo mutilado” y, al menos en este juicio, se mantiene en paridad con el varón.

Esta propuesta parece ser una trampa narcisista para resarcirse de la inferioridad de sus genitales. Tiene que reconocerse inferior para igualarse al varón. En esa búsqueda de igualdad se desiguala. “La admisión de la herida narcisista deja como cicatriz un sentimiento de inferioridad en la mujer”. Pensamos que la teoría psicoanalítica, en este sentido, psicologiza las razones de una desigualación que, por cierto, no responde a motivos singulares, personales ni propios del género, sino a los motivos socio-culturales, históricos que hicieron y hacen del género un modo de existir subalterno. Es decir, se transforma una explicación de orden social y cultural en una explicación relativa a motivos psicológicos estructurales, que están en la base de la constitución general y “normal” de aquellos caminos que recorre una niña para llegar a ser mujer. La niña-mujer se hace cargo de su inevitable inferioridad por razones psíquicas, y de los destinos que ella tendrá por efecto de sustitución y equivalencia simbólica, de formación reactiva, de elección homosexual por resolución fallida. Por supuesto aquí nos referimos a las mujeres cis, que son en esa época las únicas que cuentan.

Por otro lado, como efecto de la envidia del pene, perviven los celos como rasgo de carácter. Freud señala que, si bien los celos no son exclusivos de ningún sexo, en las mujeres reciben un refuerzo desde la fuente de la envidia del pene. La tercera consecuencia es el desasimiento del objeto madre, que es responsabilizada por la falta de pene.

Es interesante, en este texto, cómo Freud intenta explicar el abandono de la masturbación en la niña. Dice que la mujer soporta peor la masturbación que el varón y nuevamente recurre a la envidia del pene para explicarlo. Pero veamos cómo plantea las excepciones ―aunque las vuelva a desoír retomando el postulado de la envidia del pene. “Por cierto, la experiencia mostraría incontables excepciones a esta tesis, si se la quisiera instituir como regla. Es que las reacciones de los individuos de ambos sexos son mezclas de rasgos femeninos y masculinos. No obstante, sigue pareciendo que la naturaleza de la mujer está más alejada de la masturbación (¿o será que la misma es socialmente, en las mujeres, menos aceptada y más condenada?), y para resolver el problema supuesto se podría aducir esta ponderación de las cosas: al menos la masturbación en el clítoris sería una práctica masculina, y el despliegue de la feminidad tendría como condición la remoción de la sexualidad clitorídea”.

Parece que la feminidad no es otra cosa que el abandono del placer de la zona erógena facilitada (clítoris) hacia un ¿placer? sexual femenino direccionado a la reproducción. Se trata de una teoría que produce la “educación” sentimental y corporal de nuestro placer con argumentos teóricos hoy insostenibles

La envidia del pene es el motivo de la renuncia a la masturbación y el placer genital queda ligado a la masculinidad. La feminidad conlleva la renuncia al placer genital, al menos aquel de la zona facilitada. ¿Qué consecuencias tiene para el psiquismo la renuncia al placer facilitado? ¿Y para el narcisismo la identificación con lo devaluado? “De esta manera, el conocimiento de la diferencia anatómica entre los sexos esfuerza a la niña pequeña a apartarse de la masculinidad y el onanismo masculino, y a encaminarse por nuevas vías que llevan a la feminidad”. La obtención de placer por estimulación de la zona deviene masculinidad. Y parece ser que la feminidad no es otra cosa que el abandono del placer de la zona erógena facilitada (clítoris) hacia un ¿placer? sexual femenino direccionado a la reproducción. Se trata de una teoría que produce la “educación” sentimental y corporal de nuestro placer con argumentos teóricos hoy insostenibles.

Hasta aquí, la prehistoria del complejo de Edipo en la niña. El deslizamiento de la libido a la ecuación simbólica pene = hijo la coloca en una nueva posición. Si la ligazón con el padre es altamente conflictiva y se resigna puede regresar al complejo de masculinidad y fijarse en una identificación-padre. “El complejo de castración produce en cada caso efectos en el sentido de su contenido: inhibidores y limitadores de la masculinidad y promotores de la feminidad. La diferencia entre varón y mujer en cuanto a esta pieza del desarrollo sexual es una comprensible consecuencia de la diversidad anatómica de los genitales y de la situación psíquica enlazada con ella, corresponde el distingo entre castración consumada y mera amenaza de castración”. La castración promueve la feminidad, sostiene Freud. En todo caso, promueve la asunción de una feminidad muy funcional a la lógica del sistema patriarcal.

Esta manera de pensar la castración como modo de entrada en el complejo de Edipo para la niña tendrá otras consecuencias. La resolución del complejo parece no poder ser el sepultamiento y tiene como destino reprimirse o “sus efectos penetran mucho en la vida anímica que es normal para la mujer”. En esta operación se sostiene y se funda como conclusión para las mujeres la conformación de un superyó que queda más ligado a sus orígenes afectivos, menos implacable y menos impersonal, ignorando bastante el alcance superyoico, culpógeno que tiene para las mujeres en general esa conformación interiorizada, productora y reproductora de sumisión, de desmentida de algunas realidades, tanto en el ejercicio de su propia sexualidad como en sus tramas vinculares. Lo pasivo como femenino y lo activo como masculino plantean un problema en tanto se suele producir un desplazamiento constituyendo lo pasivo como rasgo de la feminidad y lo activo de la masculinidad. Cuando en ambos textos Freud vuelve sobre la disposición bisexual de todos los humanos, reuniendo ambos caracteres masculinos y femeninos, dice: “la masculinidad y la feminidad puras siguen siendo construcciones teóricas de contenido incierto”.

En el libro que escribe Freud en co-autoría con Bullitt, va a plantear que frente a los primeros objetos amorosos tanto el niño como la niña establecen unas relaciones de carácter pasivo. Esto es diferente de lo que había venido planteando. Aquí la primera posición es de naturaleza pasiva para ambos. Y cuando se refiere al complejo de Edipo dice: “la libido del niño carga cinco acumuladores: el narcisismo, la pasividad hacia el padre, la pasividad hacia la madre, la actividad hacia el padre, la actividad hacia la madre, y comienza a descargarse por medio de estos deseos. Un conflicto entre estas diferentes corrientes de la libido produce el complejo de Edipo en el niño pequeño”. Una de las formas de escape del conflicto entre las diferentes corrientes libidinales es la identificación con el objeto, que entonces deviene en el Ideal del Yo y la instalación de la instancia Superyo. Lo interesante de este fragmento es cómo expone con claridad que el niño pequeño puede tener actitudes pasivas hacia el padre y la madre y actitudes activas hacia ambos, rompiendo con la idea de la posición masculina hacia la madre y pasiva hacia el padre. Se plantea el tema en términos posicionales. Lo importante pasa a ser cómo se ubica el niño/niña frente a las mociones amorosas.

Pensar lo pasivo y lo activo como posiciones en la trama edípica en relación a los objetos de amor, desligándolo de lo femenino o lo masculino y de la diferencia sexual anatómica, puede ser una puerta para pensar de un modo no binario las existencias y sexualidades.

El planteo del complejo de Edipo para Freud es mucho más que “un cuentito” que ha sido superado por la formulación Lacaniana de un “Edipo estructura». Con el planteo de un Edipo estructura desaparece el momento del Edipo complejo y el objeto parcial como tal, en tanto los objetos parciales van a estar articulados a la posición del Falo. En Freud esto es diferente. Nos interesa seguir pensando el complejo de Edipo como estructurante, con estas críticas que hemos ido señalando. El Edipo complejo es un momento estructural en cuanto a la forma en que se van a rearticular los enlaces primarios con los objetos. Es el momento en que los deseos se dirigen hacia los objetos primarios reconocidos como totales y exteriores y la primera vez que se unen mociones eróticas y amorosas con esos objetos. Silvia Bleichmar lo dice de este modo: “lo interesante del complejo de Edipo es que articula, bajo un deseo amoroso, los modos del erotismo parcial. Y que esta forma tome modalidades genitales está dado ―podríamos pensar― no por una tendencia innata del niño a constituirse en el complejo sino porque es la forma con la cual, en la cultura, se define el ensamblaje al semejante”.

El complejo de Edipo y su vigencia

Nos propusimos diferenciar los elementos invariantes presentes en el complejo de Edipo de aquellos elementos que constituyen una forma particular, histórica, de la constitución de la subjetividad. Consideramos como elementos invariantes el estado de prematuración, la necesidad de la crianza prolongada; y la relación de asimetría entre el adulto y el niño marcada por la presencia del inconsciente y la sexualidad del adulto.

Entendemos como vigente, desde la lectura de lo trabajado por Silvia Bleichmar, la prohibición que toda cultura ejerce respecto de la apropiación del cuerpo del niño como lugar de goce del adulto; el carácter fundante de la prohibición como lugar generador del fantasma infantil y de los enigmas e identificaciones que constituyen una historia singular; el complejo de Edipo pensado como el eje ordenador del amor al semejante.

De-castración

De-castración: desmontar ese término de nuestro aparato conceptual y bajar al santo falo de su pedestal como organizador de todo pensamiento posible y garante de una pretendida “pureza” del psicoanálisis. Desmontar la falta sostenida en la idea de la diferencia sexual en tanto conflicto prínceps para el psiquismo y reaseguro de la existencia de un género desigualado y de un esquema binario. Nos oponemos a ese psicoanálisis que cree que leer es practicar la ecolalia.

De nuestras realidades, no solo de nuestras fantasías, somos responsables. En eso estamos: viendo qué lugar le damos lxs psicoanalistas a la realidad y a los conceptos. Si soportan la puesta en relación de unos y otros. En los libros, en los consultorios y en la vida.

Sueños 1

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Bibliografía

Bleichmar, Silvia: Paradojas de la sexualidad masculina. Paidós. (Buenos Aires,2007).


Bleichmar, Silvia: Las Teorías Sexuales en Psicoanálisis. Qué permanece de ellas en la práctica actual. Paidós. (Buenos Aires, 2014).


Fernández, Ana María: Psicoanálisis. De los lapsus fundacionales a los feminismos del siglo XXI. Paidós. (Buenos Aires, 2021).


Freud, Sigmund: Más allá del principio de placer. Amorrortu Editores. (Buenos Aires, 1991).


Freud, Sigmund: Esquema del psicoanálisis. Amorrortu Editores. (Buenos Aires, 1991).


Freud, Sigmund: Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos. Amorrortu Editores. (Buenos Aires, 1984).


Freud, Sigmund y Bullitt William: El Presidente Thomas Woodrow Wilson. Un estudio psicológico. Acme Agalma Editorial. (Buenos Aires 1997).


Rabinovich, Diana: Lectura de La significación del falo. Editorial Manantial. (Buenos Aires, 1995).


Tajer, Débora: Psicoanálisis para todxs. Por una clínica pospatriarcal, posheteronormativa y poscolonial. Editorial Topía. (Buenos Aires, 2020).


Volnovich, Juan Carlos: “Para releer a Freud: cien años de los Tres Ensayos para una teoría sexual”. Revista Topía. (Buenos Aires, 2005).

Fuente: El rumor de las multitudes/ El Salto Diario

¿Qué hacer con la crisis de la salud mental? // Emiliano Exposto[i]

“¿Tendrá algo que ver hacer política con hacer el amor? ¿O con lo que hacemos con nuestros hijos, con la amistad, con el dinero, con el trabajo, con el poder que ambicionamos, con la figuración, y con el modo como seguimos retomando, siempre, o negando, nuestra historia anterior?”, León Rozitchner, “El espejo tan temido”, Acerca de la derrota y de los vencidos

“Artaud decía: escribir para los analfabetos, hablar para los afásicos, pensar para los acéfalos. ¿Pero qué significa «para»? No es «dirigido a…», ni siquiera «en lugar de…». Es «ante». Se trata de una cuestión de devenir”, Deleuze y Guattari, ¿Qué es la filosofía?

 

0.

Escribo a partir de mis propias experiencias y malestares, para mis compañeros, los que están fatigados, los que tienen la mandíbula rota por la falopa o el bruxismo, para las personas melancólicas, las depresivas, las medicadas, para las que viven con insomnio y miedo, para las ansiosas, las apáticas, para las borrachas, para las locas y trastornadas[ii].

Quiero ser claro desde un principio: no soy una víctima. Tampoco deseo ser un héroe. Mis vivencias no tienen nada extraordinario. Si para el capital estar sano es poder ser explotado, la escritura desde el malestar busca reabrir el antagonismo sobre otras bases existenciales.

Mis amigos son los que no pueden, por la sencilla razón de que yo tampoco puedo vivir con mi cuerpo. No escribiría si no sintiese que la escritura es una fuga, una estrategia para vivir y participar de las luchas. Por eso escribo para los aturdidos y colapsados, para los que no saben vivir, los que están hartos y desesperados, los que se han ido, los que vendrán, los que tienen miedo cuando están solos de noche. Si escribo ante las vidas dañadas es porque encuentro fuerzas en una vulnerabilidad desigual y compartida.

Los ideales del bienestar son un espanto: aplastan la dignidad del malestar. Sin embargo, nuestras fragilidades pueden ser la premisa de una potencia, ambigua y finita. Una alianza con el dolor[iii], desconocida para mí mismo, donde construir apoyos y acciones colectivas.

 

1.

El malestar es para nuestras vidas precarias aquello que alguna vez fue la fábrica para el obrero clásico. Un territorio de explotación y resistencia, de opresión, co-investigación y sabotaje. El punto de vista del antagonismo para las multitudes sintomáticas. Por esta razón, su politización debe ir más allá de la idea tradicional según la cual la verdad de la norma está en lo patológica. Diego Sztulwark señala que “la enfermedad se ha vuelto lo normal en el mundo (ocurre normalmente a las personas normales)”[iv]. Cada uno de nosotros es el extranjero para sí mismo, porque nuestras vidas son el campo de batallas.

En nuestros malestares hay un exceso de dolor, pero también un resto de verdad. En Hijos de la noche Santiago López Petit escribe: “no hablo de mí. ¿A quién le importa mi yo si ni siquiera a mí me interesa? Hablo de la enfermedad. Quiero explicar que la travesía de la noche lleva del malestar a la resistencia”. Hablamos de nuestros síntomas, miedos y miserias como experiencias a partir de las cuales construir estrategias de vida. López Petit señala que el malestar se ha vuelto la norma en este mundo apocalíptico, se difunde por todas partes de manera desigual. Buscando disolver la clasificación psiquiátrica entre lo normal y lo anormal, encuentra fuerzas frágiles en nuestras anomalías. “Trastornos” como la ansiedad o el estrés, según el autor, son el costo subjetivo que pagamos por soportar la normalidad capitalista que nos enferma. Por eso, el malestar puede ser una premisa sensible para modificar modos de vida desgastantes y recrear nuestros disfrutes, deseos y fantasías.

La política del malestar no puede ser elaborada en tercera persona y de manera exterior. Solo puede darse a través de experiencias propias, en primera persona. Nuestra sensibilidad, nuestra biografía, nuestros amores, odios y fracasos constituyen el índice de toda investigación y activismo. La pregunta es cómo articular malestares distintos y desiguales.

A mi generación Fisher nos enseñó que nuestra salud mental es un problema político[v]; que el malestar puede ser resignificado como una zona donde se debaten estructuras impersonales de opresión, y en la cual encarnan dinámicas de conflicto y resistencia. Partimos de nuestras experiencias personales para traducirlas en estrategias colectivas y reconocernos en dificultades compartidas. Como decían en el Colectivo Socialista de Pacientes[vi], ¿podemos hacer de nuestro dolor un arma de resistencia?

En La ofensiva sensible Sztulwark propone una política del síntoma[vii]. Nuestros síntomas se resisten a adecuarse a la vida del capital. Son expresión de aquello que en nosotros no cabe en esta existencia guionada. Nuestros ataques pánico, angustias o broncas encarnan eso que no cuaja en lo neoliberal. Tenemos ansiedades, depresiones, bruxismos, frustraciones, duelos, porque no podemos, no queremos, no sabemos cómo encajar en esta “vidita de mierda” (Rolnik). Por eso el capital nos odia. Y por eso nosotros también lo odiamos.

Los textos de Fisher, López Petit, Rolnik o Sztulwark fueron tomados en serio por los animadores de una escena psicopolítica emergente. En los últimos años, muchas personas y colectivos hemos hecho de la política del malestar el paradigma de nuestras investigaciones, comunidades y activismos. Realismo capitalista de Fisher se transformó en un objeto de culto: la politización de nuestra salud mental se convirtió en una estrategia de resistencia.

 

2.

Hace casi un año escribí un texto sobre mi experiencia anoréxica[viii]. Escribir en torno a mis “trastornos alimentarios” es la forma que encontré para resignificarlos, objetivando críticamente las opresiones que padezco y los privilegios de los que me beneficio. A su vez, fue un modo de respirar en esta coyuntura de escepticismo generalizado, donde el pensamiento crítico se regodea en la autocomplacencia y la política convencional nos sumerge en un loop de bronca, impotencia o indiferencia. Pero acaso ¿es útil pensarnos a partir de etiquetas psicológicas, diagnósticos psiquiátricos o “cuadros sintomáticos”?

Cuando tenía 25 años asistí a un médico en una clínica del conurbano bonaerense. Padecía unos dolores muy intensos en el estómago y unas hemorroides que duraron meses. Luego de algunos estudios el médico me diagnosticó “síndrome de colon irritable”. “Hereditario”, agregó. Yo le creí, naturalmente. Y mi familia confirmó su carácter filogenético. En una consulta el profesional dijo que el “tema” podía verse agravado por mis “problemas” con la alimentación. Luego deslizó la palabra “anorexia”. Recuerdo que me invadió un sentimiento extraño. Cierto alivio. Durante años intenté entender lo que me pasaba a través de internet, y en ese momento creí encontrar una explicación para saber por qué sufría.

En esos mismos meses accedí por primera vez a una consulta psicológica. En la sesión de admisión me preguntaron por qué estaba ahí. Hablé sin parar durante 30 minutos. El tipo de la recepción me miró algo desconcertado mientras le hablaba de anorexia y depresión, consumo de drogas y alcohol, ideaciones suicidas, sudoraciones nocturnas y ansiedad. Me derivó a una terapia de orientación psicoanalítica. La experiencia fue nefasta. Siempre me sorprendió que en lugar de usar la palabra “anorexia”, el terapeuta empleaba la noción de “alcohorexia” para referirse a mis “problemas” de alimentación; como si mi vida fuera un juego por el DSM donde cada profesional elige su propia aventura. Luego de dejar y recomenzar la terapia en tres o cuatro oportunidades, con una mezcla de rabia contenida y bastante ironía, empecé a emplear el término “sobrevivientes del psicoanálisis”.

 

3.

Juan Mattio escribe: “¿Qué relación hay entre la palabra dolor y el dolor? Evidentemente las palabras no expresan, dicen; no hay expresión del dolor en la palabra dolor. Este es el límite de las palabras”[ix]. Hay algo inenarrable en el dolor. Una herida. Un trauma. La noche del malestar está hecha de residuos de muerte y de vida para los que no tenemos palabras, no tenemos diagnósticos, no tenemos recursos, no tenemos ganas. Y quizás está bien no tenerlas. Un cuerpo, bloqueado en su impotencia, destruye y se autodestruye, porque el dolor, al ser vivido como privado, puede inhibir posibilidades de decisión y autonomía.

¿Es deseable hacer de los diagnósticos un lugar de enunciación? ¿Es posible invertir la carga negativa de los “trastornos”, “síntomas” o “patologías”? El problema no son nuestras dificultades emocionales, sino los sistemas de opresión que las producen, los cuales benefician a ciertos sectores sociales a partir de patologizar determinadas conductas y acorralar estrategias existenciales. Si bien nuestro malestar tiene dimensiones biológicas, emocionales y psicológicas, en el fondo es querer vivir y no saber cómo hacerlo. Nace de la dificultad de componer una resistencia común y liberadora contra la reducción de nuestra vida al trabajo, al consumo, a las imágenes convencionales de parentesco, éxito o felicidad.

La crítica exterior de estas imágenes de vida puede acentuar la insatisfacción que las mismas generan. Porque el problema no son solo esas imágenes, sino nuestro lugar en ellas. El conflicto entre imágenes y experiencias; la distancia entre lo que sentimos, pensamos y hacemos. Presentimos que estamos viviendo el fin de algo. Sabemos que imágenes rechazamos, pero ¿quiénes somos si cuando vivimos nuestros miedos lo hace por nosotros? El malestar del querer vivir nos enfrenta a lo desconocido de nosotros mismos. Y asusta despertarse en el abismo. Atormenta. Nos desafía a afirmarnos en aquellos síntomas que se resisten a los proyectos de vida impuestos o prestados. Atravesamos el desierto, desorientados y con una sola una brújula: el saber del cuerpo, para “vivir sin ser vividos”, para “pensar sin ser pensados”[x]. Para ser dignos de nuestras pesadillas, insomnios y sueños.

Nuestras crisis, sin embargo, pueden ser una oportunidad para enfrentar el miedo. Y de la noche del malestar extraer algo tan improvisado como fundamental: un nuevo punto de partida. Nuestros temblores y desbordes, nuestras derrotas y duelos no son enfermedades privadas. Constituyen síntomas íntimos y políticos. No niego la existencia del sufrimiento en las crisis, sino su clasificación normativa en virtud de criterios funcionales al mercado. El tema no es curar, eliminar o cerrar nuestras heridas. Se trata de habitarlas de otro modo. El poder terapéutico reduce las crisis a patologías, tramitables con medicamentos o terapias; pero se trata de vivencias ambiguas que nos debemos reapropiar para liberarnos de nosotros mismos.

En lugar de explicar los malestares mediante esquemas reduccionistas, como complejos psicológicos universales, desequilibrios bioquímicos, variables lingüísticas o familiares, deben ser comprendidos por una multiplicidad de factores, destacando nuestras trayectorias de vida y los determinantes sociales. Ante los “diagnósticos” y “trastornos”, el punto de vista de nuestras crisis y malestares es crucial para liberar el deseo y reinventar el placer. Son una premisa para arriesgar otra sensualidad, otro erotismo, otra agresividad.

La psiquiatrización y psicologización de cada uno de nosotros mediante la difusión de “trastornos mentales” funcionales al capital profundiza violencias y opresiones. Los “desordenes”, “síndromes” o “trastornos mentales” son etiquetas estigmatizantes y cuerdistas que patologizan, segregan y victimizan a las personas con sufrimiento. Se trata de una técnica psicopolítica de clasificación de las personas y control de las poblaciones. No obstante, cuando los diagnósticos son reapropiados al interior de experiencias de investigación y activismo, ¿pueden ser resignificados?, ¿pueden abrir posibilidades y comunidades?, ¿cómo no convertirlos en objetos de consumo o “carnets identitarios”?

La construcción de las identidades colectivas no es el objetivo principal de la práctica política, sino una herramienta táctica en nuestro devenir auto-consciente. No tenemos en común una identidad. Tenemos en común nuestras luchas y las estructuras de la precariedad y la explotación: una exposición desigual ante la muerte lenta que en vida nos dan. Tenemos en común el hecho de que el capital está en contra de nuestras vidas.

 

4.

La crisis de la salud mental es una crisis de producción de subjetividad. Las revueltas y luchas de los últimos años han generado una conciencia colectiva sobre el carácter común de nuestros malestares, impugnando la captura privada de las emociones y la legitimidad del sistema público. Hay crisis por la imposibilidad de subordinarnos a la reproducción del capital, sea bajo la forma-terapia (emprendedor anímico de sí), el control narcótico (consumidor de drogas psiquiátricas) o la gestión sanitaria (usuario de servicios estatales o privados).

En las crisis subjetivas se desfondan las premisas que organizan nuestras vidas. Nuestras coordenadas existenciales estallan en mil pedazos, y solo nos queda inventar, o tapar la angustia con certezas previas. Sin embargo, las crisis son vivencias tan temblorosas, tan oscuras, que por eso mismo pueden abrir nuevas relaciones y preguntas, nuevas creencias, miedos y deseos. Cuando el sanitarismo del capital deviene gestión de nuestras crisis, se convierte en psicopoder narcótico, manicomial y terapéutico. Gracias a esto, el capital administra los estados de ánimo, convirtiendo el estallido social en implosión individual.

Santiago López Petit llama poder terapéutico al gobierno capitalista de nuestras emociones. Mediante imágenes de vida frustrantes e imposibles de satisfacer, este poder nos resigna a que el padecimiento no siga empeorando. Se trata de un mercado psicopolítico orientado hacia el diseño del yo, diseminado entre las prácticas del coaching, el autoayuda, el mindfulness, la nutrición, la psicología positiva, etc. Aquí el bienestar opera como un mandato de adaptación, impulsado por el imperativo de “capacidad psíquica obligatoria”[xi].

A través del optimismo cruel del bienestar, el modelo terapéutico clasifica los cuerpos sanos y enfermos, normales y patológicos, en función de categorías violentas y etiquetas de control social. Explotando la dimensión económica de nuestros afectos y cerebros, disciplina los sentimientos y convierte en patologías nuestras anomalías. Identifica signos de déficit o carencias en las diferencias. De esta manera, los “problemas alimentarios”, por ejemplo, se tornan síndromes o desordenes explicables en términos de fallas personales o conductas psicológicas a-históricas. Se trata de la forma capitalista de gestión de la vulnerabilidad: una politización reactiva del sufrimiento, en donde nos solicitan expresar nuestros sentimientos, pero separándolos de sus tramas colectivas. La cultura terapéutica dice dar voz y escucha a los malestares, pero invisibiliza las relaciones de poder y resistencia del campo social[xii].

La sociedad capitalista nos “enferma”, y al mismo tiempo privatiza nuestras dolencias. Allí donde el progresismo desmoviliza y moraliza el malestar social, la izquierda clásica lo banaliza: “olvídate de tus problemas personales, súmate a militar, que la revolución es salud”[xiii]. Percibiendo a las subjetividades de la crisis como víctimas, beneficiarias o asistidas, el progresismo emplea una retórica de la rehabilitación, los riesgos o la recuperación, sin cuestionar las reglas a partir de las cuales las multitudes sintomáticas seríamos “curadas”[xiv].

Esta gestión del dolor es propia de una burocracia de la adaptación. En la mayoría de los casos, cuando uno asiste a terapia, las dificultades emocionales se desconectan de los problemas culturales, económicos y políticos. Al terminar la sesión, el mundo sigue siendo el mismo horror por el cual uno llega a la consulta. Por esto, los malestares no pueden ser tratados de manera individual, biologicista o solo en los márgenes de una atención profesional. Si bien resulta apremiante la planificación democrática y desde abajo de un sistema de Salud Mental integral, popular e inclusivo, necesitamos una respuesta colectiva para transformar las estructuras que hacen del capitalismo un sistema productor de malestares[xv].

 

5.

Resignificar una experiencia, intentarlo al menos, puede derrumbar nuestro mundo. Durante las semanas en las que escribí el texto sobre las posibilidades de politizar mi experiencia anoréxica, una crisis me llevó a consumir los servicios de una nueva terapia de orientación psicoanalítica[xvi]. ¿El deseo de politizar mis vivencias había sido capturado, paradójicamente, por el poder terapéutico contra el cual estaba pensando y escribiendo?

¿Qué nos dicen sobre la sociedad terapéutica las trayectorias de los usuarios, ex pacientes o consultantes de los dispositivos psicológicos o psicoanalíticos? Así como existen escrituras críticas sobre la violencia psiquiátrica, ¿cómo multiplicar archivos públicos donde se problematice el dispositivo psicoanalítico “desde el punto de vista del analizante”? Más allá de los testimonios clásicos y las denuncias de los últimos años, ¿cuál es la perspectiva actual de los pacientes y ex pacientes de las terapias? ¿Cómo crear narrativas propias de la experiencia analítica donde se torne verosímil el debate sobre su supuesto carácter subversivo? ¿Cuál es el “psicoanálisis que nos toca” a los pacientes realmente existentes?

La “perspectiva del paciente” o el “punto de vista del usuario” es la categoría crítica que articula el primer capítulo del libro “Por nuestra cuenta” de Judi Chamberlin, activista loca y superviviente de la psiquiatría[xvii]. Libro crucial del movimiento social en primera persona. En términos generales, es un escrito sobre violencia psi, “sanismo” (cuerdismo) y alternativas al sistema de Salud Mental controladas por usuarios. Esta construido en torno a la “prioridad epistemológica” de las experiencias vividas, como posición situada a partir de la cual producir saberes críticos de las prácticas psiquiátricas, psicológicas y psicoanalíticas.

Hoy creo que los dispositivos psicoterapéuticos son ambiguos y contradictorios. Pueden albergar prácticas de cuidado, acompañamiento y cambio en nuestras vidas. Permiten pensar contra nosotros mismos, devenir otros y tomar distancia de lo que hemos llegado a ser. Pero también pueden habilitar acciones expulsivas, vergonzantes y discriminatorias. La infantilización, el prejuicio, el tutelaje, la dependencia y la asimetría pueden habitar las prácticas psicoanalíticas, a pesar de su presunta “abstinencia” o “neutralidad”. La patologización y el psicologismo son formas de violencia psi acechante en los dispositivos.

Cuando el sistema de Salud Mental deviene gestión de nuestra vulnerabilidad, las terapias pueden operar como dispositivos extractivistas[xviii]. La promesa del bienestar extrae energías, saberes y tiempos con una tendencia a individualizar o familiarizar los deseos, alegrías y tristezas. No es mi intención, sin embargo, clausurar el nivel terapéutico o analítico en el abordaje de nuestras intimidades. El problema no es rechazar o aceptar lo terapéutico en sí mismo, en nombre de una oposición simple entre terapia individual y política colectiva. No se trata de moralizar las terapias, sino de politizar nuestras vivencias con los dispositivos.

Ante la psicologización y la creciente medicalización en una sociedad terapéutica, los Estudios Locos pueden ayudarnos[xix]. Proponen una epistemología crítica de las “disciplinas psi”, entre otras cuestiones. Un campo cuyas investigaciones, conocimientos y activismos son construidos a partir de las trayectorias y saberes de las personas con sufrimiento o malestar subjetivo; y en particular, desde la perspectiva de aquellas personas autodefinidas como locas, pacientes de terapias, supervivientes de la psiquiatría, usuarios o ex usuarios de servicios de Salud Mental, etc. Ante la sociedad terapéutica, debemos recuperar el saber que nos expropiaron: el cuerpo individual como condición y obstáculo del contrapoder colectivo.

 

6.

Desde la adolescencia atravieso diferentes “trastornos de la conducta alimentaria”. ¿Estos síntomas encarnan mi inadecuación y mi sobreadaptación con este mundo? Escribir a partir de mis experiencias me refleja en un espejo muy temido, en parte porque despierta un enemigo interno que me incrimina y avergüenza; y en parte porque expone la pesadilla de sentir que vivo encerrado en un cuerpo ajeno. Socializarlas, bajo la premisa de que no estoy solo, que hay un común en todo esto, supone movilizar una serie de afectos y recuerdos que me asedian. ¿Estos fantasmas, estas inseguridades y puntos ciegos, estas huellas, son nuestros hijos de la noche? “En el reconocimiento de nuestros propios límites hay una potencia”[xx]. No existe politización del malestar sin revisar las amistades y enemistades con nosotros mismos.

No siempre hay fuerzas para fragilizarse, no siempre es posible politizar nuestra salud mental. A veces pactamos con lo peor de nosotros mismos. Nos damos una tregua. Quema estar tan cerca de la materia. Desespera. El malestar no es signo de una carencia, sino de un exceso de vida interrumpida: querer vivir y no poder hacerlo. ¿Cómo sacar energías del no poder, el no querer o el no saber cómo aprender a vivir? ¿Desde dónde resistir cuando uno se sobreadapta a ciertos imperativos? ¿Podemos hacer de nuestras incertidumbres una potencia colectiva?

No tenemos más armas que nuestras propias vidas. La narración del dolor no pretende impostar un exhibicionismo morboso o victimizarnos. Se trata de una cuestión de devenir que afirma lo impersonal y común de nuestras vivencias íntimas. Sucede que nuestras emociones y cerebros son un problema político demasiado importante como para dejarlo en manos de los especialistas. El malestar es una “cuestión social” que concierne a toda la comunidad, y por eso se torna cada vez más necesario multiplicar narraciones para tejer redes y alianzas.

Si la antipsiquiatría, Foucault o Guattari han señalado el potencial político de la locura, hoy también se trata de explorar la fragilidad común de los malestares. El padecimiento tiene una prioridad epistemológica, en la medida en que no hay saber colectivo que no pase por reactivar la potencia de los afectos. Nuestra salud mental es un territorio de opresión, investigación y resistencia para resignificar nuestra historia personal. La fuente de todo contrapoder implica revalorizar nuestra vulnerabilidad, nuestra fragilidad, ya que en esa ambivalencia reside la “fuerza de los débiles”, como la llama Amador Fernández-Savater[xxi]. Se trata de componer los malestares para salir del aislamiento, la vergüenza y el silencio.

 

7.

La clase dominante es responsable de nuestros colapsos. Para relanzar la acumulación, nuestra salud mental se convierte en un mercado económico cada vez más importante. El capitalismo es la razón estructural de la crisis anímica colectiva, ya que el capital es el enemigo común de todas nuestras resistencias, opresiones y desigualdades. Desde el punto de vista del capital, nuestra infelicidad se presenta como una oportunidad para fortalecer la economía política del sufrimiento. Desde el punto de vista de las luchas, esta crisis colectiva tiene un potencial cognitivo, en la medida en que permite profundizar en los discursos críticos, las experiencias alternativas y la emergencia de “nuevos” activismos. Nuestras crisis pueden ser el germen de un resentimiento colectivo contra todo aquello que nos aplasta.

La pandemia agravó una catástrofe que la antecede. Nuestros estados de ánimos se deterioraron ante la incertidumbre y el caos, el desgaste mental y el estrés laboral, el confinamiento, el miedo al contagio, la crisis de la reproducción y de los cuidados. Sin embargo, la ansiedad y la depresión son la epidemia antes de la pandemia. Fernando Balius señala que el consumo de psicofármacos, las consultas en diversos servicios, los abusos, encierros involuntarios y torturas, las dificultades emocionales, el cuerdismo y el capacitismo, las prácticas manicomiales, entre otros vectores, anteceden al Covid 19[xxii].

Los capitalistas utilizan la “epidemia de trastornos mentales” para robustecer la alianza estructural entre la administración psiquiátrica de las poblaciones (DSM), la anestesia química de los cuerpos, el avance de los dispositivos psi y la industria farmacéutica. Esto acelera la expansión del psicopoder en la vida cotidiana, agudizando la presencia de las neurociencias en las instituciones y medios, y de la cultura terapéutica en las redes sociales, en las amistades y familiares, en las militancias y territorios. Por este motivo, cada vez más dificultades psíquicas y respuestas emocionales esperables ante la catástrofe se tramitan como incumbencias médicas, motivos de consulta psicológica o consumo narcótico. En lugar de cuestionar las estructuras, se culpabiliza y criminaliza a las personas. Pero la crisis no puede reducirse a gestionar las dolencias personales o restaurar los “desequilibrios químicos”. En cambio, supone revertir injusticias, opresiones y desigualdades sistémicas.

La pandemia puso en la agenda de la opinión pública las discusiones sobre salud mental, aunque se trata de una omnipresencia mediática, mercantilizada y estatal. Durante el 2021, la FIFA lanzó una campaña de promoción de la salud mental en el fútbol. Es una presencia ambigua que invisibiliza problemas estructurales como los manicomios o los fármacos, valorizando los “saberes expertos” de los profesionales, las técnicas del mercado terapéutico y las políticas públicas progresistas implementadas desde arriba. Se trata de una masificación despolitizada que pretende neutralizar la resistencia y capturar el malestar social, ya que no cuestiona las opresiones que sostienen los privilegios y violencias del sistema sanitario. Si bien esta coyuntura democratiza los temas de la salud mental, tiende a profesionalizar las respuestas a esos mismos problemas, acentuando las formas de psicologización, individualismo, psiquiatrización y medicalización de nuestras vidas.

 

8.

Existe una crisis de la salud mental por la imposibilidad, desesperante para el capital, de subordinar nuestros cuerpos sin síntomas y resistencias. Por eso, al socializar mis vivencias, deseo contribuir con una conciencia crítica sobre síntomas colectivos que habito hace años. Cuando hago referencia a mi historia, no remito únicamente a cuestiones personales. Si bien los malestares son vividos de forma desigual y particular, encarnan estructuras sociales que nos atraviesan a todos, incluso cuando las combatimos. La escritura en primera persona no tiene una huella de romanticismo o intimismo. No busco justificarme ni ser grandilocuente, ya que nuestras vivencias no son un “caso” o un “testimonio” para alimentar el psicologismo profesional y el extractivismo estructural del sistema de Salud Mental. La escritura, como todo devenir, es una estrategia para liberar nuestras vidas detenidas en la “enfermedad”[xxiii].

El capital desearía anestesiar y eliminar todo aquello que nos impide trabajar, ser funcionales, productivos y eficientes. Nos quiere tan rotos, tan quebrados, tan ocupados como para ni siquiera reconocer nuestras interdependencias. Este panorama agudiza la contradicción entre capital y vida anímica colectiva, donde la gestión de la crisis privatiza la conciencia del sufrimiento colectivo generada al calor de las luchas y revueltas de los últimos años. Por el contrario, el desafío es adoptar las propias fragilidades y debilidades, en su singularidad, para prolongar nuestros cuerpos en el cuerpo común de las cooperaciones colectivas. Debemos estar atentos a los límites de la canalización estatal, profesional o identitaria del malestar, explorando las estructuras impersonales que se debaten en nuestra salud mental personal.

Aquello que nos une, que nos puede permitir experimentar un común, son nuestros malestares. Todos estamos desigualmente psiquiatrizados, anestesiados o psicologizados, si hasta para conseguir un trabajo debemos pasar “exámenes psicológicos”[xxiv]. Necesitamos un sindicalismo anímico para impugnar esta subsunción de las emociones a la explotación laboral, y un hackeo psicoquímico para reapropiarnos de los fármacos, diagnósticos y terapias. Cuando toda la subjetividad es puesta a trabajar para el capital, la política asume la forma de una gestión terapéutica de lo individual, o por el contrario, impulsa una sublevación colectiva.

Se trata de poner en juego la propia transformación en las transformaciones sistémicas. En tiempos traumáticos, no podemos hacer de estas transformaciones un mandato moral o un discurso heroico, porque desafectarse puede ser una manera de sobrevivir. Debido a la inflación diagnóstica cada vez más personas somos etiquetadas con algún “síndrome”, “trastorno” o “patología”. Si la “cultura de la salud mental” (Erro) brinda una explicación reduccionista, individual y profesional del dolor[xxv], la apuesta consiste en desarrollar estrategias del común, en primera persona del singular y del plural. La escritura y la política del malestar implican enfrentar lo que inhibe nuestro conocimiento y transformación: hay que traicionarse, porque combatir al enemigo supone combatir contra nosotros mismos.

 

[i] Este texto es una rescritura del ensayo publicado en Mad in (S)Pain en 2021, bajo el título “Para una política de lxs trastornadxs”. Disponible en https://madinspain.org/para-una-politica-de-lxs-trastornadxs/

[ii] Cf. Teoría King Kong, Virginie Despentes.

[iii] Hijos de la noche, Santiago López Petit, Tinta Limón, 2015.

[iv] “Santiago López Petit o la travesía del nihilismo”, en Hijos de la noche, Tinta Limón, 2015.

[v] “Bueno para nada”, en Los fantasmas de mi vida, Caja Negra, 2018.

[vi] Sobre este colectivo, ver https://es.wikipedia.org/wiki/Colectivo_Socialista_de_Pacientes

[vii] La ofensiva sensible, Diego Sztulwark, Caja Negra, 2019.

[viii] https://lobosuelto.com/es-posible-politizar-la-anorexia-y-nuestra-salud-mental-emiliano-exposto/

[ix] Materiales para una pesadilla, Juan Mattio, 2021.

[x] Engendros, Pedro Yagüe, Hecho Atómico, 2018.

[xi] Retomo el concepto de “capacidad corporal obligatoria” de Robert McRuer en Teoría crip. Signos culturales de lo queer y la discapacidad, Kaotica, 2021.

[xii] Intimidades congeladas. Las emociones en el capitalismo, Eva Illouz, Katz editores, 2007.

[xiii] “Politizar el sufrimiento”, Amador Fernández-Savater, en https://cbamadrid.es/revistaminerva/articulo.php?id=233

[xiv] Cf. Multitudes queer. Nota para una política de los “anormales” de Paul B. Preciado.

[xv] Sobre la “planificación desde abajo”, ver Gobernar la utopía de Martin Arboleda, Caja Negra, 2021.

[xvi] Hago una distinción metodológica entre Salud Mental (en mayúsculas) para referirme al sistema y el campo, con sus discursos, conflictos, prácticas, dispositivos, trabajos, legislaciones, luchas, etc.; y salud mental (en minúsculas) para aludir a la dimensión existencial de nuestras experiencias, malestares, pasiones, disfrutes o emociones.

[xvii] On our own. Patient controlled alternatives to the mental health system, Judi Chamberlin, 1977.

[xviii] Sobre el “extractivismo ampliado”, ver La potencia feminista de Verónica Gago, Tinta Limón, 2018.

[xix] Cf. “Enloqueciendo la academia: Estudios Locos, metodologías críticas e investigación militante en salud mental”, Juan Carlos Cea Madrid y Tatiana Castillo.

[xx] Cf. “Exorcismos”, El Loco Rodríguez, http://anarquiacoronada.blogspot.com/2016/04/exorcismos-el-loco-rodriguez.html

[xxi] La fuerza de los débiles, Amador Fernández-Savater, Akal, 2021.

[xxii] “Politizar el sufrimiento psíquico para que el mañana sea menos oscuro”, Fernando Balius, en https://ctxt.es/es/20210201/Firmas/34960/salud-mental-condiciones-de-vida-fernando-bailus.htm?fbclid=IwAR1S580bgwsfa4ZIuh24dOLFnCs9gSHLtWjgyw0RzC_aMsdNpMiBkVHYkp0

[xxiii] “La literatura y la vida”, Gilles Deleuze, https://lobosuelto.com/la-literatura-y-la-vida-gilles-deleuze/

[xxiv] Cf. Enajenad@s. Fanzine de salud mental y revuelta.

[xxv] Pájaros en la cabeza. Activismo en salud mental desde España y Chile, Javier Erro, Virus, 2021.

Del tuit pillo al desanimo pollo // Diego Valeriano

El silencio es la nota que va ganando todo. Por más que se repitan palabras estúpidas, consignas gastadas, vigilanteadas random, efemérides huecas, denuncias corte patrulla perdida. Pero no es un silencio buscado, reflexivo, necesario. Uno que nos sirva para renovar la fuerza, reconstruir las ganas, que genere el aire que nos falta, que cure las heridas, que nos sirva para recordar a quienes ya no están. Es un silencio que aturde. Puro hastío, vergüenza, frustración y obediencia. Lleno de palabras ya dichas, ideas recalentadas y termeadas cancheras.

Aturdidas, domados, memes. Delegamos nuestro estado de ánimo a gente que pesa la guita, nuestras ganas de vivir a una promesa de inclusión cada vez más chiquita, nuestra línea editorial a un contrato, nuestra manija de otro tiempo a algún reconocimiento falopa. Nuestras ganas son calmadas por miedo a comisarios políticos que a veces son nuestros amigos más cercanos. 

El régimen de la opinión de tanto ruido nos dejó sin aire, sin ganas, sin tiempo. Desató un vacío que de tan estridente se volvió imposible. Ni scroleo, ni posteo, ni esa voluntad de entender, ni ganas de escribirle a un amigo para comentar algo que está pasando porque sabemos que es chamuyo. Del entusiasmo al bajón, del cuidado de la salud a ponerse vigilantes, de votarse encima a defender desalojos, del tuit pillo al desánimo pollo. Ya ni el algoritmo nos salva del empacho que tenemos de tanto ruido que consumimos.

Lenguaje exclusivo // Luchino Sivori

Uno está siempre perdido en la lengua”.

Carolina Sanín.

Allá afuera se nos pide cuadrar acontecimientos, experiencias, discursos. 

Se exige allanar, para que sean más transitables por sus pies, los caminos propios que muchos supimos encontrar disímiles y heterogéneos. De nuevo, esa nivelación del territorio se intenta a través de su herramienta más poderosa, que vuelve una y otra vez abanderada de «lenguaje oficial».

1

Pero también, esa explanación se hace mediante el Resumen, que es la síntesis disfrazada por medio de la contracción; del Cierre, o la forma de pasar página siempre con la impresión de anudarla; del Encaje, hoy la manera frívola y algo cínica de matchear los elementos que se fueron solapando a lo largo de estos últimos años inciertos; del Patrón, pariendo un centro allí donde se lo solicite y por tanto una estructura, presuntamente regular y regularizada; y finalmente, a través del Redondeo, que sirve para descartar aquellas rugosidades que puedan haberse desviado algo de todo lo dicho anteriormente. 

 

2

En la escritura, también, se nos solicita prolijamente hacer que la caja cierre “sin pérdidas». Y a veces nosotros, sin darnos del todo cuenta, caemos a su vez en una liturgia un tanto rígida para contrarrestar esos embates.  

 

La palabra que nos persigue, y que nosotros compartimos casi vitalmente, busca una identidad que por momentos da la impresión de haberse encontrado hace rato. Previa de sí, se reconoce anterior a la escritura misma. 

La gran paradoja, sin embargo, es que lo hace(mos) mediante una supuesta extensión, progresivamente, alejándonos a medida que avanzamos. 

Si avanzar en la escritura fuese como el movimiento dentro de un espacio, el tono sería la velocidad de los pasos y de los movimientos con la que nos deslizamos entre los textos. Hay un presentimiento de que esta voz está solo leyendo lo que quiere escribir.

 

3

No saber qué escribir, o qué decir para el caso, lo que comúnmente se denomina «quedarse en blanco», lejos de reconocer una quietud, un desarraigo, sería el espacio (necesario hoy entre nosotros) donde el lenguaje aún no se ha vuelto vocabulario

Aún quiere decir en este caso movimiento sin espacio, un impasse productivo.

 

4

La urgencia por querer nombrar, hoy motivo de discusión en la agenda política, se vuelve en algunos -no llamativamente- una cuestión estética. En otros, una necesidad 2.0 de aproximarse lo máximo posible al objeto. 

La función detrás de ambos gestos, un misterio que ni unos ni otros siquiera llegan a re-plantearse, deja al descubierto el más que probable escenario de un mundo donde nadie hable ninguno de los dos lenguajes. Sin embargo, nos dominan.

 

5

Un zig-zag de formalidades heredadas de antaño, creencias implícitas y funcionalidades ciegas, hacen de nosotros una suerte de buceadores erráticos. De allí, la urgencia del encuadramiento, y la tensión siempre decisiva ante cualquier gesto más o menos vanguardista.

6

«Uno siempre está perdido en la lengua», dice la escritora colombiana Carolina Sanín, reafirmando ese costado eternamente «en construcción» del lenguaje. Una visión ante la deriva quizás menos esquemática, pero al mismo tiempo difícil en estos tiempos de algoritmos y publicidad.

7

La excepcionalidad del momento parecería radicar en estar viviendo en un etiquetado digital constante en medio de un anhelo lingüístico cultural igual de persistente. Esa contradicción, que al principio algunos pudieron haber interpretado como una oportunidad, poco a poco se está volcando por el lado menos creativo (y más reactivo), quizás, presa del vértigo que causa no pisar sobre seguro, sobre todo si se viene desde tiempos inmemoriales de doblajes que todo lo quieren traducir. 

Tenemos el extraño honor de estar presenciando,  así, una nueva capa de cobertura a la ya sobrecargada «realidad». Esta vez, también desde dentro mismo de nuestros círculos, que descontentos ven como el pensamiento por sí solo no puede cambiar las cosas. 

¿Cómo suena la cura? // Eugenia Christiani

Revisitamos el contexto de la creación de una de las obras más emblemáticas del siglo XX 

El fallido debut del Concierto para Piano No. 1 de Sergei Rachmaninoff produjo un consecuente período depresivo en su compositor que lo det uvo por completo de crear nuevas producciones. Pero lejos de adjudicar este hiatus compositivo solo a la crítica negativa, analizamos los puntapiés personales y de contexto que también pudieran haberlo influenciado, y cómo la superación de esta oscura etapa engendró una de las obras más emblemáticas de la música rusa: su Concierto para Piano No. 2 

A su tiempo supo decir: la inspiración real sale de dentro, nada externo puede ayudar. Lo mejor de la poesía, lo más sublime de la pintura, lo más grandioso de la naturaleza, no pueden producir ningún resultado que merezca la pena si la divina llama de la facultad creativa falta dentro del artista”. La primera oración puede lanzarnos un indicio: una personalidad acotada por la autoexigencia fue víctima de su propio puntillismo, y paulatinamente hizo imposible cualquier despliegue expresivo. Pero el efecto no explica por sí solo la causante, y al fin y al cabo seguimos teniendo a un hombre que pide de sí mismo proveerse y agotarse. 

Entonces, nos servimos del contexto: podemos explicar a Rachmaninoff como un compositor particular desde que entendemos el desarrollo de la música rusa como particular en sí. La riqueza en su folklore y la música sacra de la Iglesia Ortodoxa colmadas de melodías modales y frecuentes cambios de tempo formaban, hasta el siglo XIX, la personalidad sonora del país. Hasta ese momento, cualquier expresión musical por fuera de estas dos utilidades –la popular y la eclesiástica– venía de compositores italianos, alemanes y franceses. Fue Glinka quien revirtió el asunto. Muchos adjudican a sus célebres óperas la fundación de una nueva dirección en la música de la Rusia imperialista, y así, la bienvenida a una camada de compositores con ansias de reformular el paradigma de sus propios tiempos. 

En un segundo orden, al contrario de sus contemporáneos, Rachmaninoff nunca se alineó con ninguna escuela ni estilística particular. La problemática de la música de la Rusia del siglo XIX se resume en dos antagónicos, los de corriente nacionalista y los “occidentalizados”, visiones que de base fundaban valores opuestos y por las cuales todos se ocupaban de tomar partido. Sobre esto él ha emitido una opinión: “lo ‘nacional’ en la música no depende necesariamente de las creaciones primitivas de las masas, sino de la mente cultivada del individuo”.

Rachmaninoff apostaba por una expresión que, concebida de forma individual, pudiera servir de resonador para las masas. Este novedoso precepto compositivo será quizás el que explique la riqueza musical que hay en su repertorio, hijo del contexto mencionado y resignificado por él. Este gran sentido de sí mismo alternó para el bien de un equilibrio en común la producción de una estilística que supo esbozar experiencias particulares y ponerlas al servicio del colectivo. Podríamos estimar entonces a partir de esta relación bilateral un paradigma de tipo servicial –ya no utilitario–, cuyo propósito quedaba desdibujado si se lo rechazaba. “Modernidad atroz”, “basura moderna”, “armonía pegajosamente perversa” no fue la crítica linchando en capricho el debut fallido de su Concierto para Piano No. 1, sino la calificación de cómo este sistema de correspondencia había fallado. 

Sumido en una gran depresión, un amigo lo acerca a Tolstoi, pero eso sólo lo deprime más. La familia lo encomienda entonces a Nicholas Dhal, un terapeuta especializado en la hipnosis, y ahí la historia cambia. El tratamiento de hipnoterapia fue el motor de arranque para el Concierto para Piano No. 2 Op. 18. Una obra para piano y orquesta de tres movimientos: Moderato, Adagio sostenuto y Allegro scherzando. Es cierto lo que señala Anna Fedorova, una de sus mejores intérpretes: las frases no concluyen. El climax va aplazándose siempre un paso más hacia adelante y el despliegue de un fraseo se abalanza sobre otro. Como una ola que nueva ya se contrae y hace emerger otra, se pueden oír los estragos de la depresión en vaivén emulando el movimiento penoso del intento. 

Bajo esa contracción, el comienzo del segundo movimiento se lee como una apertura. Es inocente adjudicar a un arpegio una misión meramente melódica. A través de su métrica entra el aire necesario para retratar el cese de una resistencia. Esta rendición supone el pilar de todo proceso de sanación. La intercalación de los vientos y las cuerdas toman estas teclas, y prontamente hacen simbiosis con la forma para esbozar una nueva situación: lo que antes no dejaba de arrastrarlo, ahora lo libera. Esa liberación es una nueva responsabilidad. Los vientos dan testimonio del vértigo. 

El tercer movimiento entiende que hay todo por hacer, pero sabe hacer revisiones. Conjuga la vertiginosidad del primer tema con el despliegue orquestal del segundo. En sí esta suerte de síntesis responde a una operación musical básica de suma de elementos distintos, y el movimiento hace valer a cada uno de ellos dándole nuevas significaciones. La conclusión es desoladora en el planteamiento de una esperanza, y he ahí el retrato más justo que se puede hacer sobre la cura.

Narrar lo que arde // Branco Troiano

En principio es la brutalidad, es la violencia desmedida la que da con el acontecimiento y la que funda un sentido. Después, mucho después, llega la novela, o como queramos denominar al texto de Valeriano, Él está vivo y nosotras estamos muertos, en donde el autor despliega una narrativa bien a tono con el universo en el que se inscribe, certera y exenta de grandilocuencias; un pulso compartido, un estilo que no es menos que la necesidad misma de contar lo que arde.

En principio hay dos vidas que dejaron de ser pero que, aún así, arrebatadas como fueron, extirpadas como fueron, ultrajadas como fueron, no ceden en la disputa que a los cuerpos y su potencia concierne. A partir de allí, el movimiento es superador: cristalizado en Ale, la mujer que todo cargó a sus hombros, libera esa potencia atendiendo la nueva y gran empresa, que bien podría pensarse venganza, bien redención.

Hay dos vidas que dejaron que ser pero que ahora burlan lo que, saben, quizás siempre supieron, hay que burlar para lograr el cometido. Porque, lejos de tropezar con cualquier muletilla mística, hay vidas que parecen estar destinadas al solo propósito de ser y dar luz, y para ser y dar luz, antes que nada, es necesario saber de la burla, del amague, de la falsificación. Saber acerca del guiño, del guiño como una de las formas del amor, también. Para esto, entonces, la figura indispensable de Ale, antena de referencia de la angustia barrial y de sus posibles cauces, fuerza que empuja y arrastra a los buenos a los malos a los más o menos a los tibios a los duros a los giles a los pillos y, casi como síntesis de la naturaleza, termina ubicando todo en su lugar, a los giles, a los pillos, a los buenos, a los malos, a los tibios, a los duros, a los más o menos.

Esto es una invitación a la lectura de un texto demoledor, toda una experiencia que, como sucede con lo bueno, desborda cualquier tipo de pacto previo. Una tragedia en un barrio popular que encuentra, quizás hasta sin proponérselo, un punto de emancipación y, donde todo es dolor, un haz de luz.

Una marca mayor en la época (a dos décadas de la masacre de la Estación Avellaneda) // Diego Sztulwark

El libro Darío Santillán. El militante que puso el cuerpo, de Ariel Hendler, Mariano Pacheco y Juan Rey (Sudestada 2022), editado a dos décadas de la Masacre de Avellaneda, estudia la paradoja como constante en nuestra historia por la que la muerte violenta (del asesinato estatal o para estatal) constituiría la puerta de entrada para conocer una rica historia de luchas colectivas. Por tratarse de una biografía de Santillán, esta investigación no se ocupa de narrar el periplo de Maximiliano Kosteki, joven militante del MTD de Guernica que fue asesinado minutos antes de Santillán en la misma estación[1]. Es altamente probable, sin embargo, que una investigación equivalente son la vida de Maxi permitiría capar otros tonos de esta historia colectiva. De Santillán se destaca la intensidad de su trayectoria, propuesta como “marca mayor de época”, una síntesis capaz de dar cuenta de la vitalidad de las militancias populares impulsadas a cuestionar el estado de cosas en íntima conversación con los capítulos más ricos de un pasado no tan lejano.

 

Ese cuerpo. En las Palabras iniciales del libro Darío Santillán el militante que puso el cuerpo, Vicente Zito Lema escribe: “Darío es la figura máxima de nuestra época” y “la época es lo que Darío marca”. Ambas afirmaciones parecen ciertas. Sobre todo, si se acepta que cada época adquiere su propio perímetro irregular a partir de un acontecimiento que perfila el tumulto de hechos y significaciones desde su punto de vista. Es cierto que la llamada “Masacre de Avellaneda” funciona como una poderosa clave de intelección de un tiempo histórico, y que Darío Santillán puede ser convocada como su figura más relevante en función de encarnar -como dice Zito Lema- un rasgo ético extremo, un tipo de heroísmo que salva a la humanidad entera de la miserabilidad a la que la condena la estructura económica y política. El resistente ejemplar -Cristo, Evita, el Che- vendría así a redimir, pero también a orientar las conciencias hacia la creencia y la acción. Si se pueden escribir estas y otras palabras de este calibre sobre Darío Santillán, pienso, es porque su asesinato expuso  un choque frontal escandalosamente nítido entre dos tipos de verdades colectivas igualmente difíciles de aceptar desde las perspectivas enfrentadas: la de aquellos que hacen la experiencia de la extensión de una fuerza distinta o contrapoder, y la de quienes tienen de esa fuerza una comprensión mediada por la miseria organizada de la época. Los primeros ven en Darío Santillán uno de los nombres posibles para ese compuesto rebelde en formación, pero los otros solo lo procesan como el efecto de un asesinato brutal que permite asimilar sus valores en un plano simbólico sin que la acompañe una sensación de transformación en el cuerpo.

Es este choque retenido en el nombre de Santillán lo que quizá haya decidido a los autores del libro a comenzar con las siguientes palabras: “Resulta paradójico que alguien que honró la vida como pocos sea conocido sólo por su muerte”. Esta paradoja consiste, precisamente, en que las vidas militantes como las de Darío Santillán procuran encarnar, y no tratar como meros ideales inalcanzables, unos valores ético-políticos considerados por otros como imposibles de realizar. Que la muerte de Darío Santillán lo vuelva más famoso que las acciones colectivas en las que desplegó su vida no es algo que pueda explicarse sólo en base al hecho de que la conciencia popular ya posea de antemano un lugar simbólico disponible para alojar la imagen de los cuerpos sin vida de los mártires, sino que debe considerarse también el que esas luchas, que en vida desafiaban el límite de la sanción de los poderes, imponía a las conciencias una tensión insoportable. Si, luego de la masacre, políticos, comisarios y medios de prensa intentaron ocultar lo sucedido difundiendo la patraña de que “los piqueteros se habían matado entre ellos”, no se debió sólo a la protección de sus propias responsabilidades en el crimen, sino también al hecho de que la masacre fue una acción salvaje y premeditada con un fin preciso: liquidar el desafío político mayor que suponía que la rebelión se extendiese fuera de todo control del sistema entre las redes territoriales y gremiales que soportaban el peso de la crisis.

Las dificultades que debieron sortearse para que la evidencia de la masacre se hiciera pública reflejaba la continuación de la mecánica del “estado terrorista”[2] en la sanción que, a dos décadas de terminada la última dictadura, mantenía vigente los reflejos de la represión clandestina cuyo principio de reproducción hay que buscarlo en las necesidades estratégicas de una economía concentrada, un aparato judicial a su servicio, un aparato de comunicación mercenario y una profesionalización de la política que racionaliza lo social jerárquicamente, de arriba para abajo. Si Darío Santillán es la marca de una época lo es precisamente por el modo en que encarna la paradoja según la cual el crimen político revela aquello que la democracia se ocupa de ocultar de sus propios presupuestos neoliberales. Algo que habíamos visto durante los días 19 y 20 de diciembre de 2001, cuando decenas de asesinados en todo el país obraban como una suerte de confesión de estado.

La aceptación del nombre del asesinado que ha puesto el cuerpo por parte de quienes sentían inevitable que el orden se reestableciera a como dé lugar es también un modo de conjurar toda responsabilidad colectiva en el crimen, toda complicidad con la verdad social que se expresa en el asesino. De ahí la importancia del Franchiotti como “loco” tan fácil de manipular como de encarcelar. Si la presión social desencadenada luego de la masacre, le hace sentir al entonces presidente interino Eduardo Duhalde la necesidad de renunciar antes de tiempo y convocar a elecciones, la figura del comisario “loco” permitía substraer de aquella presión social toda responsabilidad penal de quienes comandaron políticamente aquella operación. El “loco” estuvo ahí para ocultar no sólo unos nombres más orgánicos al poder, sino para encubrir la podrida racionalidad del sistema, una forma de cordura paranoica cuya verdad última depende de la disposición del torturador y del asesino. La paradoja mencionada pesa a la hora de mencionar a Darío Santillán como figura máxima de aquella época que en muchos sentidos es aún la nuestra. Sobre todo ante el problema irresuelto que Darío Santillán pasó a simbolizar -en su modo de poner el cuerpo, dicen los autores- en torno a los  dilemas de la construcción de un contrapoder colectivo contra la miseria planificada de la política neoliberal. La sustitución de esa vida por su muerte posee un sentido complejo, porque en el mismo momento en que alcanza el reconocimiento más extendido se elude la complicidad subjetiva con el represor sobre el que funciona la reproducción de la dominación política democrática.

 

***

Darío y Maxi, la dignidad piquetera. La masacre de Estación Avellaneda del 26 de junio de 2002, en la que fueron asesinados Maximiliano Kosteki y Darío Santillán -ambos militantes de la Coordinadora de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón- fue planificada por el poder político del Estado en respuesta a las demandas de normalización política provenientes del poder económico. La política de criminalizar la protesta social fue elaborada y sostenida por el gobierno de origen parlamentario de Eduardo Duhalde y avalada por los gobernadores del peronismo en que se sostenía su gobierno. En la reconstrucción del dispositivo represivo –desarrollado en  Darío y Maxi, dignidad piquetera[3]– el Movimiento de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón reconoce los siguientes niveles: el poder económico había exigido la pacificación y normalización represiva del país a través de Eduardo Escasany, presidente de la Asociación de Bancos de la República Argentina y Enrique Crotto, presidente de la Sociedad Rural; el poder político, liderado por el entonces presidente Eduardo Duhalde y su secretario de seguridad Juan José Álvarez (que participaba del dispositivo represivo jugando como “paloma”), quien había compartido un almuerzo con los gobernadores peronistas reunidos en La Pampa el 14 de mayo de ese año, donde el cordobés De la Sota, el pampeano Rubén Marín y el salteño Juan Carlos Romero pidieron “una represión aleccionadora a nivel nacional”; y el poder represivo: “en el operativo represivo del 26 de junio por primera vez actuaron de manera conjunta las tres fuerzas federales (Gendarmería, prefectura y la Policía Federal) y la policía bonaerense, para enfrentar la protesta social”. Las fuerzas represivas actuaron, como de costumbre, con un rostro legal y otro clandestino: en Avellaneda, en efecto, “participaron muchos más agentes que los reconocidos: formaron parte de la represión efectivos que no figuraron en los reportes oficiales, de uniforme o vestidos de civil, incluso retirados de la policía convocados con anticipación”. La masacre de Avellaneda fue parte de una “decisión política”, y la cacería de la estación estuvo a cargo de manera directa por el Comisario Inspector Alfredo Luis Franchiotti (activo en la masacre de la recuperación del cuartel militar de La Tablada), quien obedeció a la “orden de matar” procedente del Comisario Mayor Félix Osvaldo Vega. Luego de disparar sobre Darío y Maxi, Franchiotti difundió la versión –acordada antes y abalada luego por todo el gobierno- de que los piqueteros se habían “matado entre ellos”. A dos décadas de lo sucedido aún no se ha determinado la responsabilidad política (ni por el lado de la SIDE, ni por el lado de las autoridades políticas de la bonaerense) de los asesinatos.

 

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Fusilamientos. Muerte en primera persona. En un libro de reciente aparición, Fusilamientos. Muerte en primera persona (Colihue, 2022), Horacio González estudia la historia argentina a partir de sus escenas de fusilamiento. Este tipo de asesinato protocolizado, con su fuerte ritualidad teatral y su variable entretejido jurídico, supone un tipo de justificación moral que los estados y revoluciones esgrimen, porque el uso protocolizado de las armas ocurre según las circunstancias, para preservar o bien para fundar un determinado orden. De modo que la escena del fusilamiento se compone al menos de tres aspectos: la ceremonia fuertemente pautada (autoridad que da la orden, distancia entre pelotón y fusilado, que resulta inmovilizado), un último momento insondable de quien va a perder la vida, y una descripción o representación visual (que según los casos puede adoptar la forma de una crónica periodística, carta de motivos o una investigación) destinada a volver imaginable aquellas circunstancias otorgándole a la escena la materia para la elaboración de un juicio histórico. La serie que analiza González abarca dos siglos, desde los fusilamiento desde Liniers o de Camila O Górman y de Dorrego hasta los de la Patagonia trágica, de Trelew y del Estado Terrorista, pasando por una larga zaga en la que destacan el fusilamiento de Severino Di Giovani, el General Valle, el de los obreros peronistas ocurrido en el célebre basural de José León Suarez, el de los militantes del EGP al mando de Masetti y del del General Aramburu. Una primer constatación que surge de esta larga secuencia es una cierta línea de degradación de las practicas ritualizadas del asesinato estatal. En 1931, Roberto Arlt es invitado a asistir al fusilamiento del anarquista expropiador Severino di Giovanni. Narra el momento de su muerte del siguiente modo: 

 

“— Pelotón, firme. Apunten.

La voz del reo estalla metálica, vibrante:

— ¡Viva la anarquía!

— ¡Fuego!”[4]

 

Veinticinco años después, para reconstruir los fusilamientos policiales ocurridos de modo extrajudicial a obreros peronistas acusados de conspirar con el levantamiento del general Valle en los basurales José León Suárez Rodolfo Walsh debe realizar una ardua investigación –Operación Masacre– en la que no sólo demuestra que los disparos fueron efectuados minutos antes de la sanción de la ley marcial, sino que el escritor que quisiera comprender la compleja relación entre ley y verdad debería cruzar todo tipo de fronteras.

 En la misma línea dos décadas después Walsh completará esta reflexión con su “Carta abierta de un escritor a las Juntas militares”. Corría el año 1977 el célebre periodista y militante de Montoneros recorría armado la ciudad para difundir el carácter definitivamente clandestino de la acción represiva al servicio de inconfesables intereses económicos. La relación entre asesinato y clandestinidad llegó a instituirse como rasgo característico del estado. Una historia recientemente difundida ofrece una explicación sugerente al respecto. Según el autor que recogió las confesiones de Jorge Rafael Videla –Disposición Final-, cierta vez el jefe de las juntas militares le ofreció la jefatura de la Policía Federal al General Juan Antonio Buasso quien puso como condición para aceptar el cargo que la política represiva se ejerciera a través de fusilamientos. La respuesta del entonces presidente habría sido la siguiente: “Ya nos dijo Martínez de Hoz que, si hacemos lo que hizo Chile, nos van a cortar todos los créditos”. Su ministro de economía desalentaba el método de los fusilamientos en beneficio del acceso a créditos internacionales. El vínculo estrecho y clandestino entre el método de la desaparición de personas y el del endeudamiento extremo que aprendimos a pensar con Walsh jamás había sido establecida con tanta claridad por sus perpetradoras. En su Carta Walsh se refiere a la cualidad “metafísica” de la tortura, y González repara en la expresión. Metafísico sería el hecho de que persiguiendo obtener información, el torturador se vería llevado a intentar destruir aquella “substancia” resistente, convirtiéndose así el torturador en algo peor que un cruel operador de información actuando en oscuros sótanos clandestinos, en un ser envuelto en una indignidad fundamental que hace juego con la ontología misma del sistema de las finanzas con el que hace juego.

En el origen de este libro sobre fusilados hay un episodio que viene a cuento: durante la campaña electoral de 2019 González realizó declaraciones públicas sobre la conveniencia de dar curso a una historiografía comprensiva de la lucha armada durante la década del setenta. Por esas palabras el autor de Restos pampeanos fue literalmente lapidado por el complejo mediático y político que regula los límites de lo decible en el plano de lo colectivo. La lapidación mediática -complementaria o sustituta del fusilamiento- responde a la estructura de justicia comunicacional que decide de antemano aquello sobre lo que se puede y no se puede pensar verbalmente. Allí donde el gobierno de los Kirchner derogaba la figura del fusilamiento de los códigos militares, subsistían estilos de lapidación mediática y del gatillo fácil y la patota para-policial[5], que consagraba la separación -y al mismo tiempo la relación- entre ajusticiamiento extrajudicial, provocando en González la dramatización del lapidado que habla, o que realiza ejercicios de comprensión en un contexto de lapidación.

 

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¿Quién Mató a Mariano Ferreyra?. Mariano Ferreyra, joven de 23 años, militante universitario del Partido Obrero, fue asesinado el 20 de octubre de 2010 por una patota que actuaba bajo el mando de la conducción del sindicato Unión Ferroviaria. Estaba apoyando una lucha de los tercerizados que reclamaban sus derechos como trabajadores ferroviarios. Una sentencia histórica condenó al secretario general de los ferroviarios, José Pedraza, a quince años de prisión por el asesinato. La condena cayó también sobre todos dirigentes gremiales, funcionarios policiales que liberaron la zona y barras que formaron parte de la patota agresora. Pedraza, de antigua trayectoria combativa, formaba parte ya hacía muchos años del sindicalismo empresarial y tenía intereses económicos directos en la contratación de los tercerizados, cobrando subsidios estatales en acuerdo con las empresas que manejaban las líneas férreas. La sentencia determinó la responsabilidad de la cúpula del sindicato en el asesinato de Ferreyra tanto en la formación de la patota agresoras, como en la coordinación con las fuerzas policiales. Por su parte. Favale, el asesino, era barra del club Defensa y Justicia de Florencio Varela y mantenía fuertes vínculos con el peronismo de esa localidad.

El papel de los grandes sindicatos en la tercerización laboral a partir de los años ‘90 es narrada como trasfondo necesario del crimen por Diego Rojas en su libro Quién mató a Mariano Ferreyra (Ed. Norma, Bs-As 2011). Este libro -un dialogo explicito con Quien mató a Rosendo de Walsh- presta especial atención al protagonismo del Estado en los procesos de neoliberalización de las relaciones de trabajo, en el sostenimiento de la tercerización (implícita, para el caso ferroviario, en la formación de la UGOTE, en tiempos de Néstor Kirchner) y en las relaciones entre el peronismo y las bandas y patotas que forman parte de las estrategias habituales para el disciplinamiento de toda oposición gremial de los grandes sindicatos. Investigando el crimen de Mariano Ferreyra, Rojas va develando una trama de relaciones que liga a Favale con el dirigente kirchnerista de Varela, Carlos Kunkel, y el intendente Julio Pereyra, y a Pedraza con Jaime (secretario de transporte) y el ministro de trabajo del gobierno kirchnerista Carlos Tomada. De hecho, afirma el autor de esta completa investigación, la llegada del kirchnerismo no había cambiado prácticamente en nada la forma de hacer sindicalismo y negocios en un gremio como la Unión Ferroviaria.

En el libro La tercerización laboral, una investigación realizada por equipos del Cels y de Flacso bajo coordinación de Victoria Basualdo y Diego Morales[6] se reflexiona sobre la tercerización como parte central de la estrategia neoliberal de quebrar la homogeneidad de la fuerza de trabajo flexibilizando tareas, precarizando los modos de contratación y las condiciones laborales y segmentando la capacidad de lucha colectiva, estrategia claramente favorable a la patronal y apoyada por los grandes gremios peronistas durante el gobierno de Menem. Basualdo y Morales reproducen el razonamiento que la sentencia establece respecto de los móviles del asesinato. Entre los móviles políticos del asesinato se encuentra el mecanismo de acuerdo entre la Ugofe (entidad que coordinaba a las empresas a cargo de la gestión de las líneas férreas) y el gremio para que este último conserve el control de los trabajadores que pasan a planta permanente, de modo de evitar la formación de listas opositoras. Entre las consideraciones económicas, la principal es la participación directa de la UF en el negocio de la tercerización (trabajadores fuera de convenio con salarios que llegan a ser hasta del 50% más bajo por tareas conveniadas) a través de la formación de la Cooperativa Trabajo Unión del Mercosur, que aportaba trabajadores tercerizados y cobraba un porcentaje por el gerenciamiento del suculento, que la secretaría de transporte otorgaba a UGOFE de acuerdo al crecimiento del empleo tercerizado.

 

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Volvamos al libro sobre Darío Santillán y a la frase con que Hendler, Pacheco y Rey dan comienzo a su libro: “Resulta paradójico que alguien que honró la vida como pocos sea conocido sólo por su muerte”. La paradoja se extiende a toda una generación que los autores denominan “militantes de los suburbios”.

Puesta la lente sobre el biografiado se alcanza a percibir con asombrosa precisión la extendida erupción micropolítica de aquel conurbano arrumbado: la construcción del barrio Don Orione “y su intensa vida social y comunitaria mezclada con militancia territorial”; un abuelo “indio” narrador de historias evitistas sobre “obreros y empleadas domésticas” y de cómo “el peronismo les había cambiado la vida” (historias que luego habrían de contrastar de lleno con el peronismo menemista en el poder durante los noventas); los intercambios de libros con Andrea -su profesora de literatura- y Pedro -profe de historia-, el apegado vínculo con su padre[7], la omnipresencia de la figura del Che Guevara, las agrupaciones militantes juveniles y la creación de los Movimientos de Trabajadores Desocupados (MTD) como parte del movimiento piquetero en torno a la llamada crisis de 2001. Un derrotero singular, que llega a dar perfecta cuenta de un amplio proceso colectivo. El punto de vista adoptado por Darío Santillán. El militante que puso el cuerpo, es el de la formación del militante, contada a través del grupo de pares y de sus lecturas, pero también del acontecimiento fundamental que es el protagonismo que adopta un cierto territorio, inesperadamente caliente y vivo: la movilización ocurrida en el epicentro del conurbano sur, las asambleas barriales de personas sin empleo, la confrontación con el Estado y con las principales fuerzas políticas -la Alianza y el peronismo duhaldista- y la creación de la Coordinadora Aníbal Verón. El militante como intento prolongar lo que en el territorio comienza adoptar existencia autónoma.

 Los relatos finales sobre la masacre de Avellaneda pesan sobre el lector, que tiene que vérselas con la oscuridad regresiva de aquel junio de 2002. Durante la escena de reconocimiento de los cuerpos de Darío y Maxi, Vicky, una experimentada militante de un MTD, se dedica a sacar fotografías de las heridas y le pasa el rollo a la médica, que a su vez se lo alcanzó a la Liga por los Derechos del Hombre: “era como si la argentina hubiera retrocedido un cuarto de siglo ese día”. Mientras tanto los gobiernos de la Nación (el presidente Eduardo Duhalde y su ministro de seguridad Juan José Álvarez), y de la Provincia de Buenos Aires (gobernador Felipe Solá y su responsable de seguridad Luis Genoud) repetían lo que la mayoría de los grandes medios: que los “piqueteros se habían matado entre ellos”. Hasta que otras fotos, como las de Pepe Mateos, publicitaron el registro visual contundente. Pocas veces hasta ese momento se había contado con imágenes de semejante nitidez en un caso penal de este tipo.

 Durante el juicio se comprobó que Franchiotti y Acosta habían actuado de modo coordinado y los jueces llegaron a emplear la figura del “pelotón de fusilamiento” para adjudicar responsabilidades. Franchiotti declaro: “a mí se me utilizó”. Los autores del libro suponen que esa “utilización” puede tener conexión con una declaración del cabo Acosta según la cual la mañana del 26 en la reunión de los jefes policiales se hizo presente un agente de la Side que habría brindado argumentos en favor de la represión. Acosta mismo vincula esa presencia con el posterior “fusilamiento”. Preguntado sobre si el gobierno evaluaba el peligro de “una revolución”, el entonces jefe de la Side, Carlos Soria (que venía advirtiendo sobre una supuesta infiltración de las Farc colombianas entre los piqueteros argentinos) respondió lo siguiente: “Siempre en los últimos años estuvimos en ese riesgo”. Se entiende entonces en qué sentido el alcance de la paradoja planteada por los autores sigue siendo actual de nuestro tiempo. Y es que el más prematuro signo de contrapoder en formación, combinado con el ritmo vertiginoso que puede adoptar la crisis, despierta para unos el deseo y para otros el fantasma del doble poder[8]. Deseo y fantasma son los términos últimos, contradictorios y coexistentes, de la paradoja en cuestión: al mismo tiempo que se activa una dinámica popular autónoma de lucha se pone en marcha el mecanismo de la sanción ejemplar que pesa sobre la rebelión social. En los términos descriptos por el filósofo León Rozitchner, se puede decir que cualquier esbozo de contrapoder popular será tarde o temprano confrontado con la angustiante cuestión de la amenaza de muerte, verdad última del sistema de poder sobre el que descansa la política existente[9]. De allí el coraje de plantear la paradoja, como un paso importante quizás en la comprensión del contrapoder como un movimiento destinado a desactivar de la violencia del sistema. Porque allí donde se nos muestra al militante con el sello de la muerte violenta sobre su frente, se nos confirma la distancia aterrada que nos distancia de toda participación de la fuerza colectiva diferente.

Con un pensamiento de esta índole -dedicado a los «soldados desertores» del ejército argentino del siglo XIX- culmina el último libro de González sobre los fusilamientos: el fantasma de los mandos militares era el acto de deserción de las tropas reclutadas en las levas del campo. El dilema del desertor era el fusilamiento o la huida hacia la frontera. Más que de cobardía, movía a aquellos hombres el deseo de explorar qué es lo que había «del otro lado de la vida militar». ¿Qué sería -se pregunta con ellos González- esa «vida agreste soñada por la curiosidad”? Es que a tanto a nivel individual como colectivo, lo que se pone en juego es la capacidad de convertir la amenaza de muerte que paraliza en capacidad de desactivar el funcionamiento de los engranajes de ese poder de asesinar. La acción de los excluidos por estudiar y destruir los mecanismos de la exclusión es una escena conmovedora que permite concebir la contra-violencia como principio de acción radicalmente heterogénea a las de los asesinos, y como parte de un plan de desactivación la violencia destructiva que anida en la llamada “política democrática”, porque bajo ese nombre administran el terror regulado de la amenaza de muerte, siempre inminente y encubierta bajo la lengua de estudios de mercado y de lo políticamente correcto.

Diego Sztulwark

Junio 2022

[1] La sonoridad del nombre de aquella localidad perteneciente al municipio bonaerense de Presidente Perón es difícil de olvidar. No sólo porque así se llamaba el pueblo español cuya población civil sufrió un ataque aéreo realizado durante de la guerra civil española, sino por el mucho más próximo desalojo a familias que habían ocupados tierras para vivir en plena pandemia. El entonces jefe político del municipio ubicado en el segundo cordón industrial, Oscar Rodríguez, provenía de la derecha peronista y aquel 26 de junio estaba a cargo de la vicejefatura de la Secretaría de Inteligencia del Estado (Side).

 

[2] Por “estado terrorista” entiende Eduardo Luis Duhalde un modelo particular de institución estatal que otorga “carácter permanente y oculto” a “las formas más aberrantes de la actividad represiva ilegal”. No se trata por tanto de una presentación más del estado de excepción, sino una forma nueva (cuya estructura clandestina es casi tan importante como la pública y que acude al terror como método) que contradice “las bases fundamentales del Estado democrático burgués”. La emergencia histórica del terrorismo de estado como forma política se explica, para Duhalde, cuando el estado tradicional se muestra “incapaz de defender el orden social capitalista y contrarrestar con la eficacia necesaria la contestación social”. Ver: Eduardo Luis Duhalde, El estado terrorista argentino, Ediciones El Caballito, Buenos Aires, 1983.

 

 

[3] Movimiento de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón, Darío y Maxi dignidad piquetera, el gobierno de Duhalde y la planificación criminal de la masacre del 26 de junio en Avellaneda, ediciones 26 de junio, Bs-As, junio 2003.

 

[4] “Resplandor subitáneo. Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos tocando las rodillas. Fogonazo del tiro de gracia. Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero martillea a los pies del cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y con zapatos de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra.

Veo cuatro muchachos pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los labios; son: Gauna, de La Razón, Álvarez, de Última Hora, Enrique González Tuñón, de Crítica y Gómez de El Mundo. Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la Penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara:

— Está prohibido reírse.

— Está prohibido concurrir con zapatos de baile”.

 

 

[5]Durante el período democrático la práctica del fusilamiento extrajudicial subsistió sostenida en la lapidación mediática. Bajo el amparo de la manipulación informativa masiva, durante la represión militar que siguió al asalto por parte de miembros de Movimiento Todos por la Patria al cuartel de La Tablada, durante enero de 1989, el ejército practicó la tortura, la desaparición y la ejecución clandestinas a militantes allí detenidos. Así lo denuncian tanto Juan Salinas y Julio Villalonga -autores de Gorriarán. La Tablada y las “guerras de inteligencia en América Latina (Buenos Aires, 1993), como Felipe Celesia y Pablo Waisberg -autores de La Tablada. Vencer o morir. La última batalla de la guerrilla argentina (Buenos Aires, 2013). De otra manera, porque los asesinados ya no eran militantes políticos organizados actuando contra instituciones represivas del estado, sino migrantes buscando vivienda, a comienzos de diciembre de 2010 la multitudinaria toma del Parque Indoamericano -situado al sur de la ciudad de Buenos Aires- dio lugar a una brutal casería policiales con un saldo de tres personas asesinadas. La violencia institucional, estimulada por parte el entonces jefe de gobierno de la ciudad -Mauricio Macri- y por una amplia cobertura mediática racista responde a un contexto y una política que fue registrada por el Taller hacer ciudad: Vecinocracia. (Re)tomando la ciudad, (Buenos Aires, 2011). El 1 de agosto de 2017 en un un ingreso ilegal de gendarmería a la comunidad de Resistencia Cushamen fue desaparecido Santiago Maldonado. En palabras de Soraya Maicoño, werken de la Pu Lof en Resistencia Cushamen, “ Santiago Maldonado estaba ahí para pedir la libertad del Lonko Facundo Jones Huala que había sido detenido ilegalmente, hacía un mes, sometido a un segundo juicio de extradición”. Durante meses enteros el Gobierno del entonces presidente Macri y los grandes medios se ocuparon de desinformar sobre su posible paradero. Soraya cuenta que fue entonces que la desaparición de Santiago se convirtió en una causa mapuche, sin ser Santiago mapuche, ya que la lucha por su aparición con vida visibilizó “la situación que estamos viviendo como pueblo, porque situaciones de desaparición y de muertes de hermanos mapuches venimos sufriendo constantemente” en un contexto de violentos conflictos en torno a intereses inmobiliarios en sus territorios” https://contrahegemoniaweb.com.ar/2018/08/01/reflexiones-entre-soraya-maicono-neka-jara-y-maura-brighenti/ El cuerpo sin vida de Maldonado apareció unos pocos días antes de las elecciones parlamentarias de ese año. La explicación oficial consistió en afirmar que la causa del fallecimiento de Maldonado, ahogado en un río, carecía de relación con la dinámica represiva de Gendarmería en un contexto de conflicto social por la tierra mientras que la entonces ministra de seguridad (y actual candidata a presidente) Bullrich sostuvo que conectar la muerte de Santiago con el operativo de Gendarmería es “engañar a la sociedad”. Desde el Cels, en cambio, se concluyó que “escindir un operativo de seguridad, que en este caso implicó la ocupación de un territorio, de las consecuencias que pueda tener para la integridad y la vida de las personas es un antecedente grave que legitima ese tipo de intervención estatal en los conflictos. El Estado tiene la obligación de investigar exhaustivamente todas las hipótesis que puedan haber conducido a la muerte de Santiago en el marco de una represión. Sin embargo, desde agosto de 2017 su principal ocupación es desligarse de su obligación de hacerlo y atacar a las víctimas” https://www.cels.org.ar/web/2018/11/sobre-el-cierre-de-la-investigacion-de-la-muerte-de-santiago-maldonado/. Para una contra-narración constituida desde los propios territorios en los que se realizaron algunos de los fusilamientos más recientes como el de Rafael Nahuel, activista mapuche asesinado por la espalda el 25 de noviembre de 2017 por las fuerzas represivas del Estado y de Juan Pablo Kukoc, joven de 18 años que acababa de robar una cámara de foros, a manos del policía Luis Chocobar (realzado como héreo y ejemplo doctrinario por parte del gobierno de Macri y de los grandes medios de comunicación) en diciembre del 2017,resulta particularmente valioso el trabajo realizado por Daniel Zelco cuyo proyecto “Reunión” ha recogido una conversación con Lof Lafken Winkul Mapu de 2019, o el testimonio de su madre Ivone Kukoc en Juan Pablo por Ivonne, El contra-relato de la doctrina Chocobar. En todos los casos Zelco transcribe testimonios y los arropa con voces aliadas para producir sentidos resistentes en medio del horror.

 

[6] Victoria Basualdo y Diego Morales coordinadores, La tercerización laboral, orígenes, impacto y claves para su análisis en América Latina; Ed. SXXI, Bs-As, 2014

 

[7] Las palabras finales del libro pertenecen a Alberto Santillán. Allí, el padre de Darío escribe la siguiente frase: “Esa fusión que existe entre padre e hijo en una causa nos hace amarnos más todavía”. Es difícil dejar pasar la asociación de esta “fusión”, con aquellas líneas que el filósofo Spinoza escribía a su amigo Peter Ballig que acababa de perder a su hijo: “un padre ama tanto a su hijo que él y su querido hijo son casi una y la misma cosa” al punto que “el padre, por la unión que hay entre él y su hijo, es parte de este último”. Santillán afirma: “Darío estaba en el camino que todos teníamos que haber estado”.

 

[8] A partir del estudio de la revolución francesa y rusa Alejandro Horowicz afirma que la emergencia de un doble poder ocurre con la emergencia en plena crisis de una clase que aspira a formar mayorías y a conquistar los medios para consolidarla. El doble poder supone por tanto la alteración de la “gramática histórica” e introduce una tensión temporal que sólo se resuelve favorablemente si la clase que ha generado la autoridad para convocar una mayoría de nuevo tipo resulta capaz de consolidarla y de traducirla en términos de poder efectivo. Ver al respecto Alejandro Horowicz, El huracán rojo, de Francia a Rusia 1789/1917, Crítica, Buenos Aires, 2018. La lectura del libro Darío Santillán, el militante que puso el cuerpo, permite hipotetizar que el razonamiento represivo último descansaba en un sentimiento de temor y desafío de que la rebelión piquetera ganara prestigio (autoridad) y grados de organización (consolidación de poder).

 

[9] Para la segunda conmemoración de la masacre de Avellaneda el nuevo presidente recibió en la Casa Rosada a los compañeros de Darío y Maxi con palabras que uno de ellos recuerda así: “Ustedes son los compañeros de Santillán. Vi un video donde habla el muchacho ese: un militante muy formado, un cuadro, terrible lo que sucedió”. El video en cuestión mostraba a Darío Santillán en un piquete durante febrero de 2002. Según cuentan los autores del libro, los militantes piqueteros salieron satisfechos de aquella reunión por haber sido recibidos “como interlocutores legítimos del problema social”. ¿De qué índole fue el interés de Kirchner por Santillán y sus compañerxs? Maquiavelo sugería al príncipe nuevo “aprender a no ser bueno”, porque aquel que solo busca ser amado carece de otros recursos indispensables para conservar el poder ante la inevitable mutación de los tiempos: el saber político incluye el de la apariencia. ¿Se trataba, entonces, de una teatralización o bien de una humana conmoción ante aquella tragedia que se sumaba a la serie del horror nacional? Tal distinción no es asunto simple, porque la dimensión teatral del político se funda en la distancia interior que el actor es capaz de establecer con respecto a las pasiones que comunica. Sin embargo, una semana después del asesinato de Mariano Ferreyra fallecía Néstor Kirchner y su hijo Máximo declaraba fuera de todo cálculo de apariencia que «la bala que mató a Mariano Ferreyra rozó el corazón de mi padre». En torno a la naturaleza de esta relación entre Néstor Kirchner y el movimiento social se preguntaba Rozitchner en el año 2009 “¿cómo Kirchner que tuvo el coraje de desfundar el fundamento homicida del estado, ese que está en la base de la castración de los partidos políticos vencidos, sin embargo se reduce luego a desenvolver su proyecto dentro de ese mismo espacio político que el terror había limitado? ¿Era solo dramatización teatral de la tragedia argentina, que se agotó en la representación política?”. La pregunta de Rozitchner es metodológica y apunta a extraer consecuencias activas de aquel histórico “proceda” con el cual el entonces presidente Kirchner ordenaba -allá por mayo de 2004- al jefe del ejército descolgar los cuadros de los generales dictadores Videla y Bignone del Colegio Militar. Si aquel acto suponía enfrentar el terror como fundamento del poder deslindando la relación de complicidad entre el político y el militar asesino presente en buena parte de la historia del país, su “consecuencia necesaria” era, para Rozitchner, una profundización de esa gestualidad de cara a “la permanencia del terror por otro medios, sobre todo en la economía y los medios de comunicación”. El modo de preguntar de Rozitchner, “¿no era esa la consecuencia necesaria de su primer acto político?”, capta las ambivalencias y límites a atravesar de cualquier política que se proponga profundizar en y desde democracia afrontando obstáculos que lo político no siempre se atreve a plantear. Ver en León Rozitchner “Cuando el pueblo no lucha la filosofía no piensa”, entrevista a León Rozitchner en Colectivo Situaciones, Conversaciones en el impasse, dímelas políticos del presente, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires 2009.

Notas sobre Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa, de Chitarroni (Ed. Firmamento, 2022) // Manuel Ignacio Moyano

Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados.

Roberto Arlt, «Prólogo» a Los lanzallamas

 

  1. Hay que ser poco inteligente, bastante obvio, hay que posar de pobre y hacerlo mal, como si se montara una falsa oposición, letrado/iletrado, que hace aguas por todas partes, para comenzar con tal epígrafe de Arlt una serie de notas sobre Chitarroni y su Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa. Por suerte esto no es un autoexamen. Simplemente son notas de lectura. Quizás ni eso. Notas sobre un libro, nada más.
  2. Ni una pizca de plebeyismo en la novela inconclusa. Se agradece.
  3. Porque no es por los bordados donde pasa el libro, sino por los desbordes. Los hilos sueltos o los flecos que en otra época podrían haber estado de moda. La vestimenta es parte del texto, también las maneras de fumar en el salón literario. En Chitarroni, los desbordes no son briosos. Casi relajados, sin prisa ni intención. De paseante. No los de un cross a la mandíbula.
  4. Borges afirmó: «Presuponer que toda recombinación de elementos es obligatoriamente inferior a su original, es presuponer que el borrador 9 es obligatoriamente inferior al borrador H —ya que no puede haber sino borradores. El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio.»
  5. Chitarroni no es un tipo religioso, definitivamente no lo es. Con lo cual uno está tentado en caer en esa pregunta indecente, la retórica, y preguntarse «¿qué novela no es inconclusa?»
  6. Pero el autor, sin religión —no religa—, sí parece ejercer un cansancio elegante. El de quien ve lo inconcluso como definición. Me acuerdo ahora, por conexión insólita, la frase final de Daniel Guebel sobre Héctor Libertella: «la perfección de lo inconcluso» (se lee en Mis escritores muertos). Chitarroni corresponde: «Y sigamos aspirando —como Duchamp, como Leonardo— al borrador, al borrador definitivo» (p. 208)
  7. Hay que seguir aspirando.
  8. El borde se pliega y deshace: todo texto es definitivo en su inconclusión.
  9. Dado que estoy escribiendo un libro sobre Wilcock, leo a Chitarroni en la lectura iniciática que largó sobre una de las mitologías más estrictas de la literatura argentina. La de un Juan Rodolfo quen se exilia y escribe afuera de la lengua nacional. «Los herederos pobres de Sur», larga el autor de Peripecias del no en aquel mítico artículo en el N° 3 de Sitio —la revista que recuperó a Wilcock para la delgada década de los 80. «Sur» es ahí la revista de Victoria Ocampo y tantos más, pero suena más allá de ese referente. Los herederos pobres: ¿aristocracia que compensa su pobreza del culo del mundo con ironías de otra locación?
  10. «¿qué tiene que hacer Wilcock no sólo en el reiterado espacio de SITIO, donde cabría la justificación ya que somos —han dicho— los herederos pobres de Sur, sino, ay, en el panorama actual que observamos los que nos ocupamos de estas cosas?», es la retórica completa de la cita.
  11. La sutileza de la ironía consiste en poner en boca de los detractores las propias ridiculeces.
  12. «Chitarroni, uno de los grandes ironistas contemporáneos en lengua española», dice la contratapa de la edición española de Firmamento de 2022. La argentina es de 2006 y salió por Interzona. La novela se cierra marcando el período de redacción con las fechas 1997-2003.
  13. Una sutileza todavía mayor del ironista es quedarse, y dejar a los detractores, sin referente: ironías de nada. Hilos sueltos. Trama ausente. Libro descosido y cosas al estilo. Etcétera. Un «etcétera» pronunciado en tono irónico, casi con un suspiro de jazmín.
  14. Laiseca responde desde Los sorias: «Ese etcétera que todos pronuncian sin ver su interior, sellado con planchas de plomo, inatravesable por los rayos acásicos, indescifrable.»
  15. El problema de los grandes ironistas es que cuando los leés, te dejan en pose de ironista. Y ahí entraste a la trampa. La mejor manera de desactivar una ironía es tomarla al pie de la letra. Tomarla en serio. Probemos.
  16. ¿Herederos pobres? Pág. 164: «Vimos los ojos serios de un niño grande que sonreía mostrando encías sin dientes y una canasta vacía. Luini comentó cuánto más variada y lujosa es la pobreza que la riqueza, distinta y peculiar en cualquier sitio, mientras la primera se imita a sí misma a partir de unos pocos honestos y precursados modelos. Dio ejemplos, para colmo (el castillo, el museo, el oasis)…»
  17. En la contratapa, se lee también: «Peripecias del no es la resistencia última de un escritor a la desaparición de lo que considera literatura. (…) Chitarroni escribe tocando el límite extremo, exterior, extemporáneo, de la ficción» La firma es de Beatriz Sarlo, el lugar de la cita extraída es Punto de vista.
  18. Revistas argentinas: también de eso va la novela inconclusa.
  19. Se podría leer Peripecias del no a contrapelo de Black out, de María Moreno. Y después esperar, solamente para ver qué pasa.
  20. Vale la observación de Freud a Fliess: el castigo de quien escribe es tener que leer. De manera invertida, dado que la escritura y la lectura son actividades reversibles, se podría sugerir que el castigo de quien lee es tener que escribir. Chitarroni parece estar ahí. Desganado, por exceso de lectura. Y también sus ironías pueden entronarse ahí mismo, como quien se ironiza a sí por tener que escribir de tanto leer.
  21. Hay tres movimientos generales: jugar al malentendido en una alusión permanente a sobreentendidos (para reírse del common reader); abundar en nombres, seudónimos y anagramas de autor que se sustraen a todo entendimiento (para reírse de los lectores entendidos); sustraer todo eso a la legibilidad y dejar al afán de cotillas sin su alimento diario (acá ya nadie ríe o quizás lo hace solamente un texto ilegible, como si la literatura fuera la posibilidad anónima de carcajear sobre las miserias del campo literario, local y global, del autor y de la obra, de los amigos y de los socios de un negocio de no muy alto rédito).
  22. ¿Era necesario, entonces, aclarar el chiste? Pág. 233: «No hay núcleo narrativo en estos relatos breves, hay un destello informativo, referencial o alusivo, sólo eso. Y es que no se trata de una novela fácil. Y más no se puede simplificar (sin que cambie de naturaleza).»
  23. Chitarroni publica en 1995 otro breve texto sobre Wilcock. «Rodolfo Sexto» lo titula y relata un encuentro de N. U. con Wilcock. «N. U. (el secreto de su identidad es de wilcockiana importancia) lo conoció en el exilio, fuera de casa.» Siendo el responsable directo de la edición de los libros en Argentina, que aún no se habían traducido al español, uno hubiera esperado encontrar el qué de ese encuentro. No. La demanda queda frustrada.
  24. El N. U. de aquel artículo, después de leer Peripecias del no, evidentemente es Nicasio Urlihrt, legible anagrama de Luis Chitarroni, que fluctúa sin cesar en la novela inconclusa. Lo que ese anagrama de autor desea del argentino exiliado es precisamente una anécdota. «¿Quién era yo? Cualquiera tratando de seguir el ritmo de su paso a sus espaldas. Yo no sabía qué pedirle, aunque él supiera. Sí: una anécdota.» Y es precisamente la anécdota lo que se elide en la narración de ese mítico encuentro.
  25. Patricio Pron aclara en el Prólogo de la edición española respecto a la revista literaria que parece aglutinar los trazos sueltos y repetidos de la novela: «Ágrafa es, por supuesto, Babel, la revista que Chitarroni creó junto a Daniel Guebel, Sergio Bizzio, Alan Pauls, Sergio Chejfec y Martín Caparrós. […] Pero el libro no es una historia de esa revista, sino más bien un ejercicio sistemático de ocultamiento de esa historia».
  26. Ocultar la historia, evadir la anécdota, vaciarla en su proliferación de nombres, vaguedades, juegos y algunas cosas más. Como se ironiza en más de un momento, cosa de «escritores sin historias». O más bien de escritores que ocultan historias.
  27. Héctor Libertella sugiere en más de una ocasión, Apócrifo significa «yo oculto». Sería una forma de leer a Chitarroni. Tramarlo como su propio apócrifo, una literatura del yo oculto (historias).
  28. Pero las historias, lamentablemente, no tienen fin. Esa es la marca tragicómica que habría que leer post-Babel.
  29. Volver a la fuerza del mito como motor negro de la cadena de historias y sus desbordes. El yo ya fue. La mitología vence. Se cierran los noventa y renacen los miticistas recargados de aventuras. Hay siglo XXI y eso es un hecho inquietante. Con la nostalgia no alcanza.
  30. Querido Maestro: tache con una estilográfica la nota anterior.

Multitud y principio de individuación // Paolo Virno

Las formas de vida contemporáneas atestiguan la disolución del concepto de «pueblo» y de la renovada pertinencia del concepto de «multitud». Estrellas fijas del gran debate del siglo XVII, y, hallándose en el origen de una buena parte de nuestro léxico ético-político, estos dos conceptos se sitúan en las antípodas el uno del otro. El «pueblo» es de naturaleza centrípeta, converge en una voluntad general, es el interfaz o el reflejo del Estado; la «multitud» es plural, huye de la unidad política, no firma pactos con el soberano, no porque no le relegue derechos, sino porque es reacia a la obediencia, porque tiene inclinación a ciertas formas de democracia no representativa. En la multitud, Hobbes verá el mayor peligro para el aparato del Estado («Los ciudadanos, cuando se rebelan contra el estado, representan a la multitud contra el pueblo.» Hobbes, 1652: XI, I y XII, 8). Spinoza descubrirá precisamente ahí, en la multitud, la raíz de la libertad. Desde el siglo XVII, y casi sin excepciones, es el «pueblo» quien la obtiene y gestiona. La existencia política de las múltiples, en tanto que múltiples, fue apartada del horizonte de la modernidad: no sólo por los teóricos del Estado absolutista, sino también por Rousseau, por la tradición liberal y por el propio movimiento socialista. Sin embargo, hoy la multitud se desquita al caracterizar todos los aspectos de la vida social: los hábitos y la mentalidad del trabajo posfordista, los juegos de lenguajelas pasiones y los afectos, las formas de concebir la acción colectiva. Cuando constatamos este desquite, es necesario evitar al menos dos o tres necedades. No es que la clase obrera se haya disipado con arrobo para dejar sitio a las «múltiples», sino más bien, y la cosa resulta mucho más complicada y mucho más interesante, que los obreros de hoy en día, permaneciendo obreros, no tienen la fisonomía del pueblo, pero son el ejemplo perfecto del modo de ser de la multitud. Además, afirmar que las «múltiples» caracterizan las formas de vida contemporánea, no tiene nada de idílico: la caracterizan tanto para bien como para mal, tanto en el servilismo como en el conflicto. Se trata de un modo de ser, diferente del modo de ser «popular», es cierto, pero, en sí, no desprovisto de ambivalencia, con una dosis de venenos específicos.

La multitud no aparta con gesto de travieso la cuestión del universal, de lo que es común, compartido: la cuestión del Uno; más bien la redefine por completo. Tenemos, para empezar, una inversión del orden de los factores: el pueblo tiende hacia el Uno, las «múltiples» se derivan del Uno. Para el pueblo, la universalidad es una promesa; para las «múltiples», es una premisa. Cambia también la propia definición de lo que es común, de lo que se comparte. El Uno alrededor del cual gravita el pueblo es el Estado, el soberano, la voluntad general; el Uno que la multitud tiene tras de sí es el lenguaje, el intelecto como recurso público e interpsíquico, las facultades genéricas de la especie. Si la multitud huye de la unidad del Estado, es solamente porque comunica con un Uno diferente, preliminar antes que concluso. Y es sobre esta correlación que hay que preguntarse más en profundidad.

La aportación de Gilbert Simondon, filósofo muy querido por Deleuze, sobre esta cuestión es muy importante. Su reflexión trata de los procesos de individuación. La individuación, esto es, el paso del bagaje psicosomático genérico del animal humano a la configuración de una singularidad única es, quizá, la categoría que, más que ninguna otra, le es inherente a la multitud. Si prestamos atención a la categoría de pueblo, veremos que se refiere a una miríada de individuos no individualizados, es decir, comprendidos como sustancias simples o átomos solipsistas. Justo porque constituyen un punto de partida inmediato, antes que el resultado último de un proceso lleno de imprevistos, tales individuos tienen la necesidad de la unidad/universalidad que proporciona la estructura del Estado. Por el contrario, si hablamos de la multitud, ponemos precisamente el acento en la individuación, o en la derivación de cada una de las «múltiples» a partir de algo de unitario/universalSimondon, al igual que, por otras razones, el psicólogo soviético Lev Semenovitch Vygotski y el antropólogo italiano Ernesto de Martino, han llamado la atención sobre parecida desviación. Para estos autores, la ontogénesis, es decir, las fases del desarrollo del «yo» [je] singular, es consciente de sí misma, es la philosophia prima, único análisis claro del ser y del devenir. Y la ontogénesis es philosofia prima precisamente porque coincide en todo y para todo con el «principio de individuación». La individuación permite modelar una relación Uno/múltiples diferente de la que se esbozaba un poco antes (diferente de la que identifica el Uno con el Estado). Se trata, así, de una categoría que contribuye a fundar la noción ético-política demultitud.

Gaston Bachelard, epistemólogo entre los más grandes del siglo veinte, ha escrito que la física cuántica es un «sujeto gramatical» en relación al cual parece oportuno emplear los más heterogéneos predicados filosóficos: si a un problema singular se adapta bien un concepto filosófico, en otro puede convenir, por qué no, un plano de la lógica hegeliana o una noción extraída de la psicología gestaltista. Del mismo modo, la manera de ser de la multitud ha de calificarse con atributos que se encuentran en contextos muy diferentes, a veces incluso exclusivos entre ellos: Reparemos, por ejemplo, en la antropología filosófica de Gehlen (indigencia biológica del animal humano, falta de un «medio» [milieu] definido, pobreza de los instintos especializados; en las páginas de Ser y Tiempo consagradas a la vida cotidiana (habladurías, curiosidad, equívoco, etc.); en la descripción de los diversos juegos de lenguaje efectuados por Wittgenstein en las Investigaciones filosóficas. Ejemplos todos discutibles. Por el contrario, incontestablemente, dos tesis de Simondon son absolutamente importantes en tanto que «predicados» del concepto de multitud: 1) el sujeto es una individuación siempre parcial e incompleta, consistente más bien en los rasgos cambiantes de aspectos pre-individuales y de aspectos efectivamente singulares; 2) la experiencia colectiva, lejos de señalar su desintegración o eclipse, persigue y afina la individuación. Si olvidamos otras muchas consideraciones (incluida la cuestión, evidentemente central, de cómo se realiza la individuación, según Simondon) vale aquí la pena concentrarse en estas tesis, en tanto que contrarias a la intuición, e incluso escabrosas.

Pre-individual

Volvamos al comienzo. La multitud es una red de individuos. El término «múltiples» indica un conjunto de singularidades contingentes. Estas singularidades no son, sin embargo, una circunstancia sin nombre, sino, por el contrario, son el resultado complejo de un proceso de individuación. Resulta evidente que el punto de partida de toda verdadera individuación es algo aún no individual. Lo que es único, no reproducible, pasajero, proviene, de hecho, de lo que es más indiferenciado y genérico. Las características particulares de la individualidad arraigan en un conjunto de paradigmas universales. Ya hablar de principium individuationis significa postular una inherencia extremadamente sólida entre lo singular, y una forma u otra de potencia anónima. Lo individual es tal, no porque se sostenga en el límite de lo que es potente, como un zombie exangüe y rencoroso, sino porque es potencia individuada; y es potencia individuada porque es tan sólo una de las individuaciones posibles de la potencia.

Para establecer lo que ha precedido a la individuación, Simondon emplea la expresión, bien poco críptica, de realidad pre-individual. A cada una de las «múltiples» le es familiareste polo antitético. Pero, ¿qué es exactamente lo pre-individual? Simondon escribe: «Se podría llamar naturaleza a esta realidad pre-individual que el individuo lleva consigo, tratando de encontrar en la palabra naturaleza el significado que le daban los filósofos presocráticos: los Fisiólogos jónicos encontraban ahí el origen de todas las especies de ser, anterior a la individuación: la naturaleza es realidad de lo posible que, bajo las especies de este apeirón del que habla Anaximandro, hace surgir toda forma individuada; la Naturaleza no es lo contrario del Hombre, sino la primera fase del ser, siendo la segunda la oposición entre el individuo y el entorno [milieu]». Naturaleza, apeirón(indeterminado), realidad de lo posible, ser aún desprovisto de fases; podríamos continuar con diferentes variaciones sobre el tema. Sin embargo, aquí parece oportuno proponer una definición autónoma de lo «pre-individual», no contradictoria respecto de la de Simondon, sino independiente de ella. No es difícil reconocer que, bajo la misma etiqueta, existen contextos y niveles muy diferentes.

Lo pre-individual es, en primer lugar, la percepción sensorial, la motricidad, el fondo biológico de la especie. Es Merleau-Ponty, en su Phénoménologie de la perception, quien observa que «Yo no tengo más consciencia de ser el verdadero sujeto de mi sensación que [la que tengo] de mi nacimiento o de mi muerte» (Merleau-Ponty, 1945, p.249). Y también: «La visión, el oído, tocar, con sus campos que son anteriores y permanecen extraños a mi vida personal» (Merleau-Ponty, 1945, p. 399). La sensación escapa a la descripción en primera persona: cuando percibo, no es un individuo singular quien percibe, sino la especie como tal. A la motricidad y a la sensibilidad se le añaden tan solo el pronombre anónimo «se»: se ve, se oye, se experimenta placer o dolor. Es cierto que la percepción tiene a veces una tonalidad autorreflexiva: basta con pensar en tocar, en ese tocar que es también siempre ser tocado por el objeto que se manipula. Quien percibe se percibe a sí mismo avanzando hacia la cosa. Pero se trata de una autorreferencia sin individuación. Es la especie quien se auto-percibe de la conducta, y no una singularidad autoconsciente. Nos equivocamos si identificamos, si vemos relación entre dos conceptos independientes, si mantenemos que ahí en donde hay auto-reflexión podemos también constatar una individuación; o, inversamente, que si no hay individuación ya no podemos hablar de autorreflexión.

Lo pre-individual, en un nivel más determinado, es la lengua histórico-natural de su propia comunidad de pertenencia. La lengua es inherente a todos los locutores de la comunidad dada, como lo es un «medio» [milieu] zoológico o un líquido amniótico, a un tiempo envolvente e indiferenciado. La comunicación lingüística es intersubjetiva y existe mucho antes de que se formen verdaderos «sujetos» propiamente dichos: está en todos y en nadie, para ella también reina lo anónimo «se»: se habla. Es sobre todo Vygotski quien ha señalado el carácter pre-individual, o inmediatamente social, de la locución humana: el uso de la palabra, primeramente es inter-psíquico, es decir, público, compartido, impersonal. Contrariamente a lo que pensaba Piaget, no se trata de evadirse de una condición original autista (es decir, hiperindividual, tomando la vía de una socialización progresiva; al contrario, lo esencial de la ontogénesis consiste, para Vygotski, en el paso de una socialidad completa a la individuación del ser hablante: «el movimiento real del proceso de desarrollo del pensamiento del niño no se realiza de lo individual a lo socializado, sino de lo social a lo individual» (Vygotski, 1985). El reconocimiento del carácter pre-individual («inter-psíquico») de la lengua posibilita que de algún modo Vigotski se anticipe a Wittgenstein en la refutación de «un lenguaje privado», del tipo que sea. Por otro lado, y es lo que aquí más importa, eso le permite inscribirse en la corta lista de pensadores que han tratado la cuestión del principium individuationis. Tanto para Vygotski como para Simondon, la «individuación psíquica» (es decir, la construcción del Yo [Moi] consciente) sobreviene en el terreno lingüístico, y no en el de la percepción. En otros términos: en tanto que lo pre-individual inherente a la sensación parece destinado a permanecer por siempre tal cual es, lo pre-individual que corresponde a la lengua es susceptible de una diferenciación interna que desemboca en la individualidad. No se tratará, aquí, de examinar de manera crítica el modo en que para Vygoski y para Simondon se realiza la singularización del ser hablante; y menos aún de añadir hipótesis suplementaria alguna. Lo importante es únicamente establecer la diferencia entre el dominio perceptivo (bagaje biológico sin individuación) y el dominio lingüístico (bagaje biológico como base de la individuación).

Finalmente, lo pre-individual es la relación de producción dominante. En el capitalismo desarrollado, el proceso de trabajo requiere las cualidades de trabajo más universales: la percepción, el lenguaje, la memoria, los afectos. Roles y funciones, en el marco del posfordismo, coinciden profundamente con la «existencia genérica», con el Gattungswesendel que hablan Feuerbach y el Marx de los Manuscritos económico-filosóficos a propósito de las facultades más elementales del género humano. El conjunto de las fuerzas productivas es, ciertamente, pre-individual. No obstante, el pensamiento tiene una importancia particular entre esas fuerzas; atención: el pensamiento objetivo, sin relación con tal o tal «yo» [moi] psicológico, el pensamiento del cual la verdad no depende del asentimiento de los seres singulares. Respecto a esto, Gottlob Frege ha utilizado una fórmula quizá poco hábil, pero que no carece de eficacia: «pensamiento sin soporte» (cf. Frege, 1918). Por el contrario, Marx ha forjado la célebre y controvertida expresión de General intellect, intelecto general: el General intellect (es decir, el saber abstracto, la ciencia, el conocimiento impersonal) es también el «principal pilar de la producción de riqueza», ahí en donde por riqueza debemos entender aquí y ahora, plusvalía absoluta y relativa. El pensamiento sin soporte General intellect deja su huella en el «proceso vital de la propia sociedad» (Marx, 1857-1858), al instaurar jerarquías y relaciones de poder. Resumiendo: es una realidad pre-individual históricamente cualificada. Sobre este punto no vale la pena insistir más; únicamente retener que a lo pre-individual perceptivo y a lo pre-individual lingüístico es necesario añadirle un pre-individual histórico.

Sujeto anfibio

El sujeto no coincide con el individuo individuado sino contiene en sí, siempre, una cierta proporción irreductible de realidad pre-individual; es un precipitado inestable, algo compuesto. Es ésta la primera de las dos tesis de Simondon sobre la cual quisiera llamar la atención. «Existe en los seres individuados una cierta carga de indeterminado, esto es, de realidad pre-individual, que ha pasado a través de la operación de individuación sin ser efectivamente individuada. Podemos llamar naturaleza a esta «carga de indeterminado» (Simondon, 1989, p. 210). Es completamente falso reducir el sujeto a lo que es, en él, singular: «el nombre de individuo es abusivamente dado a una realidad mucho más compleja, la del sujeto completo, que comporta en él, además de la realidad individuada, un aspecto inindividuado, pre-individual, natural. » (Simondon, 1989, p. 204).

Lo pre-individual es percibido ante todo como una suerte de pasado no resuelto: la realidad de lo posible, de donde surge la singularidad bien definida, persiste aún en los límites de esta última: la diacronía no excluye la concomitancia. Por otro lado, lo pre-individual, que es el tejido íntimo del sujeto, constituye el medio [milieu] del individuo individuado. El contexto (perceptivo, lingüístico o histórico) en el cual se inscribe la experiencia del individuo singular es, en efecto, una componente intrínseca (si se quiere, interior) del sujeto. El sujeto no es un entorno [milieu], sino que es, para una cierta parte de él mismo (la no individuada) su entorno [milieu]. De Locke a Fodor, los filósofos que desatienden la realidad pre-individual del sujeto, ignorando, así, lo que en él es medio [milieu], están avocados a no encontrar vía de tránsito entre «interior» y «exterior», entre el Yo [Moi] y el mundo. De ese modo se entregan al error que denuncia Simondon: asimilar el sujeto al individuo individuado.

La noción de subjetividad es anfibia: el «Yo hablo» cohabita con el «se habla», lo que no podemos reproducir está estrechamente mezclado con lo recursivo y con lo serial. Más precisamente: en el tejido del sujeto se encuentran, como partes integrantes, la tonalidad anónima de lo que es percibido (la sensación en tanto que sensación de la especie), el carácter inmediatamente inter-psíquico o «público» de la lengua materna, la participación en el General intellect impersonal. La coexistencia de lo pre-individual y de lo individuado en el seno del sujeto está mediado por los afectos; emociones y pasiones señalan la integración provisional de los dos aspectos, pero también su eventual desapego: no faltan crisis, ni recesiones ni catástrofes. Hay miedo, pánico o angustia cuando no se sabe componer los aspectos pre-individuales de su propia experiencia con los aspectos individuados: «En la angustia, el sujeto se siente existir como problema traído por él mismo, y siente su división en naturaleza pre-individual y en ser individuado. El ser individuado es aquí y ahora, y este aquí y este ahora impiden a una infinidad de otros aquí y ahora venir a la luz; el sujeto toma consciencia de él mismo como naturaleza, como indeterminado (apeirón) que nunca podrá actualizarse hic et nunc, que no podrá jamás vivir» (Simondon, 1989, p. 111). Hay que constatar aquí una extraordinaria coincidencia objetiva entre el análisis de Simondon y el diagnóstico sobre los «apocalipsis culturales» propuesto por Ernesto de Martino. El punto crucial, tanto para de Martino como para Simondon, reside en el hecho de que la ontogénesis, es decir, la individuación, no está garantizada de una vez por todas: puede regresar sobre sus pasos, fragilizarse, estallar. El «Yo pienso», además del hecho de que posea una génesis azarosa, es parcialmente retráctil, está desbordado por lo que le supera. Para de Martino, lo pre-individual parece, a veces, inundar la singularidad: esta última es como aspirada en el anonimato del «se». Otras veces, de manera opuesta y simétrica, nos fuerza en vano a reducir todos los aspectos pre-individuales de nuestra experiencia a la singularidad puntual. Las dos patologías –»catástrofes de la frontera yo-mundo en las dos modalidades de la irrupción del mundo dentro del ser-ahí y del reflujo del ser-ahí en el mundo» (E. de Martino, 1977) –son solamente los extremos de una oscilación que, bajo formas más contenidas es, sin embargo, constante y no suprimible.

Con demasiada frecuencia el pensamiento crítico del siglo veinte (pensamos en particular en la escuela de Francfort) ha entonado una cantinela melancólica acerca del supuesto alejamiento del individuo con respecto a las fuerzas productivas y sociales, así como con respecto a la potencia inherente a las facultades universales de la especie (lenguaje, pensamiento, etc.). La desgracia del ser singular ha sido atribuida precisamente a este alejamiento o a esta separación. Una idea sugestiva, pero falsa. Las «pasiones tristes», por decirlo con Spinoza, surgen más bien de la proximidad máxima, e incluso de la simbiosis, entre el individuo individuado y lo pre-individual, ahí en donde esta simbiosis se presenta como desequilibrio y desgarro. Para bien y para mal, la multitud muestra la mezcla inextricable de «yo» [je] y de «se», singularidad no reproducible y anónima de la especie, individuación y realidad pre-individual. Para bien: al tener cada una de las «múltiples» tras de sí el universal, a modo de premisa o de antecedente, no tiene la necesidad de esta universalidad postiza que constituye el Estado. Para mal: cada una de las «múltiples», en tanto que sujeto anfibio, puede siempre distinguir una amenaza en su propia realidad pre-individual, o al menos una causa de inseguridad. El concepto ético-político de multitud se funda tanto sobre el principio de individuación como sobre su incomplitud constitutiva.

Marx, Simondon, Vygotski: el concepto de «individuo social».

En un pasaje célebre de losGrundrisse (que se titula «Fragmento sobre las máquinas»), Marx designa al «individuo social» como al verdadero protagonista de cualquier transformación radical del estado de las cosas presentes (cf. Marx, 1857-1858). En un primer momento, el «individuo social» se parece a un oximoro coqueto, a la unidad desaliñada de los contrarios; en suma, a un manierismo hegeliano. Es posible, por el contrario, tomar este concepto al pie de la letra, hasta convertirlo en un instrumento de precisión, para hacer que resurgan formas de ser, las inclinaciones y las formas de vida contemporáneas. Pero ello es posible, en buena medida, justamente gracias a la reflexión de Simondon y de Vytgoski sobre el principio de individuación.

En el adjetivo «social» hay que reconocer los trazos de esta realidad pre-individual que, según Simondon, pertenece a todos los sujetos. Como en el sustantivo «individuo», reconocemos la singularización advenida de cada componente de la multitud actual. Cuando Marx habla de «individuo social», se refiere a la intrincación entre «existencia genérica» ( Gattungswesen) y experiencia no reproducible, que es la marca de la subjetividad. No es por azar que el «individuo social» aparece en las mismas páginas de losGrundrisse en las que se introduce la noción de Generall intellect, de un «intelecto general» que constituye la premisa universal (o pre-individual), así como la partitura común para los trabajos y los días de las «múltiples». La parte social del «individuo social» es, sin ninguna duda, el general intellect , o bien, con Frege, el » pensamiento sin soporte «. Sin embargo, no sólo: consiste también en el carácter de conjunto inter-psíquico, es decir, público, de la comunicación humana, puesto de relieve muy claramente por Vygotski. Además, si traducimos correctamente «social» por «pre-individual», tendremos que reconocer que el individuo individuado del que habla Marx se perfila también sobre un fondo de percepción sensorial anónimo.

En sentido fuerte son sociales tanto el conjunto de las fuerzas productivas históricamente definidas como el bagaje biológico de la especie. No se trata de una conjunción extrínseca, o de una simple superposición: el capitalismo plenamente desarrollado implica la plena coincidencia entre las fuerzas productivas y los dos otros tipos de realidad pre-individual (el «se percibe» y el «se habla»). El concepto de fuerza de trabajo permite ver esta fusión perfecta: en tanto que capacidad física genérica y capacidad intelectual–lingüística de producir, la fuerza de trabajo es, decididamente, una determinación histórica, pero contiene en sí misma, completamente, ese apeirón, esa naturaleza no individuada de la que habla, así como el carácter impersonal de la lengua, que Vygotski ilustra en varios lugares. El «individuo social» marca la época en la cual la cohabitación entre singular y pre-individual deja de ser una hipótesis eurística, o un presupuesto oculto, para devenir fenómeno empírico, verdad arrojada a la superficie, estado de hecho pragmático. Se podría decir: la antropogénesis, esto es, la constitución misma del animal humano, llega a manifestarse en el plano histórico-social, deviene finalmente visible, al descubierto, conoce una suerte de revelación materialista. Lo que se llama «las condiciones trascendentales de la experiencia», en lugar de permanecer ocultas tras el telón, se presentan en primer plano, y, lo que es más importante, devienen ellas también objetos de experiencia inmediata.

Una última observación, aparentemente marginal. El «individuo social» incorpora las fuerzas productivas universales, no obstante declinarlas según modalidades diferenciadas y contingentes; al contrario, está efectivamente individuado justo porque les da una configuración singular al convertirlas en una constelación muy especial de conocimientos y de afectos. Es por esto que, toda tentativa de circunscribir al individuo por la negativa, fracasa: no es la amplitudde lo que en él se excluye lo que llega a caracterizarlo, sino la intensidad de lo que converge. Y no se trata de un positividad accidental, desajustada y, finalmente, inefable (dicho sea de paso, nada es más monótono y menos individual que lo inefable). La individuación se acompaña de la especificación progresiva, así como por la especificación excéntrica de reglas y de paradigmas generales: no es el agujero de la red, sino el punto en que las mallas están más apretadas. A propósito de la singularidad no reproducible, podría hablarse de un plusvalor de legislación. Para decirlo con la fraseología de la epistemología, las leyes que cualifican lo individual no son ni «aserciones universales» (es decir, válidas para todos los casos de un conjunto homogéneo de fenómenos) ni «aserciones existenciales» (revelaciones de datos empíricos fuera de cualquier realidad o de un esquema conectivo); se trata más bien de verdaderas leyessingulares. Leyes, porque dotadas de una estructura formal comprenden virtualmente una «especie» entera; singulares, en tanto reglas de un solo caso, no generalizables. Las leyes singulares representan lo individual con la precisión y la transparencia en principio reservadas a una clase «lógica»; pero, atención, una clase de un solo individuo.

Llamamos multitud al conjunto de los «individuos sociales». Hay una suerte de encadenamiento semántico precioso entre la existencia política de las múltiples en tanto quemúltiples, la vieja obsesión filosófica en torno alprincipium individuationis y la noción marxiana de «individuo social» (descifrada, con ayuda de Simondon, como la mezcla inextricable de singularidad contingente y de realidad pre-individual.) Este encadenamiento semántico permite redefinir, desde su base, la naturaleza y las funciones de la esfera pública y de la acción colectiva. Una redefinición que echa abajo el canon ético-político basado en el «pueblo» y en la soberanía estática. Podría decirse –con Marx, pero lejos, y en oposición a una buena parte del marxismo– que la «sustancia de las cosas esperadas» se encuentra en el hecho de conceder el máximo de relieve y de valor a la existencia no reproducible de cada miembro singular de la especie. Por paradójico que eso pueda parecer, la teoría de Marx debería hoy día comprenderse como una teoría rigurosa, es decir, realista y compleja, del individuo. Así, como una teoría de laindividuación .

Lo colectivo de la multitud

Examinemos ahora la segunda tesis de Simondon. No tiene precedentes. Va al encuentro de la intuición, viola las convicciones arraigadas del sentido común (como, por lo demás, es el caso de muchos otros «predicados» conceptuales de la multitud). Habitualmente se considera que el individuo, desde el momento en que participa en un colectivo, debe de zafarse de algunas de sus características individuales, renunciando a ciertos signos distintivos que en él se entremezclan, y que son impenetrables. Parece que en lo colectivo la singularidad se diluye, que es hándicap, regresión. Pues bien, según Simondon, eso es una superstición: obtusa desde el punto de vista de la epistemología, y equívoca desde el punto de vista de la ética. Una superstición alimentada por quienes, tratando con desenvoltura elprocessus de individuación, suponen que el individuo es un punto de partida inmediato. Si, al contrario, admitimos que el individuo proviene de su opuesto, es decir, del universal indiferenciado, el problema de lo colectivo toma otro aspecto. Para Simondon, contrariamente a lo que afirma un sentido común disforme, la vida de grupo es el momento de una ulterior y más compleja individuación. Lejos de ser regresiva, la singularidad se pule y alcanza su apogeo en el actuar conjuntamente, en la pluralidad de voces; en una palabra, en la esfera pública.

Lo colectivo no perjudica, no atenúa la individuación, sino que la persigue, aumentando desmesuradamente su potencia. Esta continuación concierne a la parte de realidad pre-individual que el primer proceso de individuación no había logrado resolver. Simondon escribe: «No debemos hablar de tendencias del individuo que le llevan hacia el grupo, ya que hablar de estas tendencias no es hablar propiamente de tendencias del individuo en tanto que individuo: ellas son la no-resolución de los potenciales que han precedido a la génesis del individuo. El ser que precede al individuo no ha sido individuado sin más, no ha sido totalmente resuelto en individuo y medio [ milieu]; el individuo ha conservado con él lo pre-individual, y todo el conjunto de individuos tiene también una especie de fondo no estructurado a partir del cual una nueva individuación puede producirse» (Simondon, 1989, p.193). Y más adelante: «No es cierto que, en tanto individuos, los seres estén atados los unos a los otros en lo colectivo, sino en tanto que sujetos, es decir, en tanto que seres que contienen lo pre-individual» (Simondon, 1989, p. 205). El fundamento de grupo es el elemento pre-individual (se percibe,se habla, etc.) presente en cada sujeto. Pero en el grupo, la realidad pre-individual, intrincada en la singularidad, se individualiza, mostrando, a su vez, una particular fisionomía.

La instancia de lo colectivo es aún una instancia de individuación: lo que está en juego es dar una forma contingente e imposible de confundir con el apeirón (lo indeterminado), es decir, con la «realidad de lo posible» que precede a la singularidad; dar forma al universo anónimo de la percepción sensorial, al «pensamiento sin soporte » o general intellect. Lo pre-individual, inamovible en el interior del sujeto aislado, puede adquirir un aspecto singularizado en las acciones y en las emociones de las múltiples: Como un violoncelista que, interactuando dentro de un cuarteto con el resto de intérpretes, encuentra algo de su partitura que justo ahí se le había escapado. Cada una de las múltiples personaliza (parcial y provisoriamente) su propia componente impersonal a través de las vicisitudes características de la experiencia pública. Exponerse a la mirada de los otros, la acción política sin garantías, la familiaridad con lo posible y con lo imprevisto, la amistad y la enemistad, todo eso alerta al individuo y le permite, en cierta medida, apropiarse de este anónimo «on» del que proviene, para transformar el Gattungswesen, la «existencia genérica de la especie», en una biografía absolutamente particular. Al contrario de lo que sostenía Heidegger, es solamente en la esfera pública que podemos pasar del «se» al «sí-mismo».

La individuación de segundo grado, que Simondon llama también la «individuación colectiva» (un oximoro próximo a aquél que contiene la locución «individuo social»), es una pieza importante para pensar de manera adecuada la democracia no representativa. Puesto que lo colectivo es el teatro de una singularización acentuada de la experiencia, o constituye el lugar en el cual puede finalmente explicarse lo que en una vida humana resulta inconmensurable e imposible de reproducir, nada de eso se presta a ser extrapolado, y, menos que nunca, «delegado». Pero cuidado: lo colectivo de la multitud, en tanto que individuación del General intellect y del fondo biológico de la especie, es exactamente lo contrario de cualquier anarquismo ingenuo. Frente a él, es más bien el modelo de la representación política, con su voluntad general y su «soberanía popular», el que se convierte en intolerable (y a veces feroz) simplificación. Lo colectivo de la multitud no delega derechos al soberano, no ya que no pacte porque se trata de un colectivo de singularidades individuadas: para él, repitámoslo, lo universal es una premisa , y no una promesa .

Una editorial como máquina de guerra: Guy Debord y la subjetividad lectora * // Amador Fernández Savater

Para saber escribir hay que saber leer, y para saber leer hay que saber vivir” (Guy Debord)

 

Guy Debord fue toda su vida un revolucionario. 

En los años 60, para subvertir la realidad, Debord hace parte de un grupo revolucionario: la Internacional Situacionista. La IS se concibe a sí misma como la expresión más elevada de las fuerzas revolucionarias del arte y la cultura: “nuestras ideas están en todas las cabezas”.  

En los años 80, para organizar la resistencia, Debord forma parte de… una editorial. Champ Libre, fundada por el empresario Gérard Lebovici en la estela de cometa del mayo francés. Debord se implica progresivamente en ella a partir de 1972, cuando reedita La sociedad del espectáculo.

Champ Libre es para el Debord de los años 80 lo que la IS fue en los años 60: un arma para hacer daño a la sociedad del espectáculo. Pero, ¿cómo puede una editorial ser equivalente de alguna manera a un grupo revolucionario? ¿Qué nos permite hacer esa afirmación, proponer esa hipótesis?  

  1. ¿Qué ha pasado entre los años 60 y los años 80?

A la sociedad del espectáculo reinante de los años sesenta, Debord le opone la revolución proletaria. 

“El espectáculo no se identifica con el simple mirar, ni siquiera combinado con el escuchar. Es lo que escapa a la actividad de los hombres, a la reconsideración y corrección de sus obras. Es lo opuesto al diálogo. Allí donde hay representación independiente, el espectáculo se reconstituye”. 

“(La revolución) es la decisión de reconstruir íntegramente el territorio según las necesidades de poder de los Consejos de Trabajadores, de la dictadura anti-estatal del proletariado, del diálogo ejecutorio”. 

Son dos citas de La sociedad del espectáculo publicado en 1967. La revolución proletaria, como “diálogo ejecutorio”, unidad del pensamiento y la acción, realización de la filosofía, se concibe como el reverso del monólogo permanente, unilateral y fetichizado, de la sociedad espectacular. La fuerza que permitirá, algún día, derribarla y edificar otro mundo posible.  

En los años 80, apagadas ya las llamas de la contestación revolucionaria de los años 60 y 70, restaurado el orden conmovido durante un momento por las luchas, el espectáculo alcanza según Debord su estadio “integrado”: se presenta como un conjunto de fogonazos mediáticos sin vínculos ni memoria, proyectados cotidianamente ante la masa atomizada de los espectadores. Ya sin división, si quiera artificial, entre los regímenes del Este y el Oeste.  

Este espectáculo integrado, que ha vencido y absorbido la contestación revolucionaria, se caracteriza por la disolución de la lógica y la abolición de la historia. Produce la subjetividad, amnésica y manipulable, que le permite reinar sin réplica: el espectador.  

¿Qué le opone Guy Debord? La lectura. A la subjetividad espectadora, incapaz de pensar y recordar, se contrapone la posición en el mundo del lector. El lector como un modo de estar, como una forma de vida.  

Sin revolución proletaria a la vista, una vez disuelta la Internacional Situacionista, en medio de un vasto proceso de restauración general del orden sacudido por el 68, sólo queda la lectura. Pero no como práctica melancólica de evasión, de repliegue o compensación, sino como la guerra continuada por otros medios

  1. ¿Qué es leer para Guy Debord?

¿Qué es un lector, una subjetividad lectora? O mejor: ¿qué hace? ¿A través de qué prácticas se constituye un lector? ¿Qué tipo de operación es leer? ¿Y en qué sentido es subversivo?    

Vamos a destacar tres operaciones de lectura presentes en Guy Debord, que son al mismo tiempo e indisociablemente otras tantas prácticas de escritura

-la lectura como desvío, el valor de uso de lo leído frente al valor de cambio. Debord lee y escribe contra la religión de la lengua, el academicismo y su monopolio de la palabra. 

-la lectura como crítica, un arte de la asociación a la vez sincrónico y diacrónico, de los hechos entre sí y con su propia historicidad. Guy Debord lee de esa manera lo excluido por la razón de Estado, aquello que se oculta y se borra. 

-la lectura como leyenda, creación de una épica contra los mediocres posibles vitales autorizados por la sociedad del espectáculo. Activación del deseo y la imaginación más allá de los límites impuestos, testimonio de una forma de vida que no abdica. 

Detengámonos un momento en cada una de estas operaciones. 

  1. El desvío

Como es bien sabido, el desvío es una práctica que los situacionistas heredan de las vanguardias artísticas y poéticas, por ejemplo del conde de Lautréamont.

“El desvío no era enemigo del arte”, dice Debord en 1967, “los enemigos del arte fueron más bien aquellos que no quisieron tener en cuenta las enseñanzas positivas del ‘arte degenerado’”. 

¿Qué es desviar? Desviar es ‘usar’: apoderarse de un fragmento de cultura e insertarlo en una nueva combinación. A la vez descontextualizar y recontextualizar. Transportar citas o ideas e injertarlas en un nuevo terreno, fecundándolo. 

Implica toda una idea distinta de la cultura: no un patrimonio a venerar, ni unos recursos a consumir o un capital simbólico a acumular, sino una materia viva y fluida que exige -y a la vez permite- su constante reactualización. 

Leer (debordianamente) es, pues, un ejercicio de reapropiación de lo leído: hacerlo pasar por uno mismo, la propia biografía, la propia experiencia, la propia vida.  

La frontera entre leer y escribir se difumina: leer es reescribir.  

Gracias a las notas de lectura sobre estrategia, poesía o marxismo que han sido editadas recientemente en Francia, tenemos acceso a la cocina de Debord como lector. Ejercicio activo, diálogo muchas veces crítico y tenso con lo leído y práctica permanente de desvío: fragmentar el texto, transgredir su unidad supuesta, imaginar y anotar de inmediato usos posibles de tal o cual cita, de tal o cual pasaje. 

El espectáculo integrado dice lo que ‘es’ la realidad. Nos presenta un texto cerrado que pide nuestra adhesión y nunca una respuesta. Signos como mera información y letra muerta. Representación independizada. 

Desviar es intervenir en el texto del mundo, alterar y modificar el código. Desfetichizar: devolver los signos a su estado fluido, energético, móvil. Siempre en proceso, nunca resultado (del todo) acabado. 

Desviar es lo mismo que derivar, pero en el lenguaje.   

  1. La crítica

El espectáculo integrado, como decíamos, disuelve la lógica y abole la historia. Algunas citas de los Comentarios sobre la sociedad del espectáculo aparecido en 1988: 

“La imagen elegida por otro se ha convertido en la principal relación con el mundo”. 

“La corriente de las imágenes lo arrastra todo, aísla lo que muestra del pasado, de las intenciones, de las consecuencias”. 

“La destrucción de la lógica, es decir, la capacidad de captar de inmediato lo importante, lo menos importante, lo irrelevante; lo incompatible y lo complementario, lo que tal enunciado implica, lo que impide”.  

La lectura es subversiva porque frente a la imagen espectacular, donde se puede yuxtaponer de todo y que no deja tiempo a la reflexión, ella nos exige “un verdadero juicio a cada línea”. Discernir lo verdadero de lo falso: lo que se sigue y lo que no se sigue, si una cosa se deduce de la otra, la consistencia en definitiva de un proceso de razonamiento. 

El lector se opone al espectador. El espectador es incapaz de comprensión crítica: se le puede decir cualquier cosa sobre cualquier tema. Lo que se le muestra es “ilógico”: abstraído del entorno, del pasado, de las intenciones y las consecuencias. Ha perdido la capacidad de un juicio independiente, basado siempre en una experiencia personal y en la capacidad de razonar.  

La lectura es un tipo de conversación y la lógica dialéctica -para Debord la razón a secas- se ha formado socialmente en el diálogo. Aprendemos a razonar en común. Sólo hay un yo que piensa si hay un tú que responde. Esa respuesta mantiene el pensamiento en marcha, muestra las sombras, lo aún no pensado. La desaparición de los espacios de diálogo es el mayor factor de nuevas irracionalidades. 

En su hermoso libro sobre su relación con Guy Debord, el pintor Pierre Besson recuerda hasta qué punto la amistad era para Debord una suerte de larga charla. Y se admira de cómo Debord maneja el arte de la conversación, que incluye la escucha, los silencios y la capacidad de retomar los hilos. De su capacidad para seguir varias conversaciones a la vez en una mesa ayudando a cada una a poner algo de orden en las ideas en fuga y a la deriva, con observaciones siempre precisas y útiles. 

La lectura nos permite también, según Debord, “acceder a la vasta experiencia pre-espectacular”. Es decir, mientras que el espectáculo integrado se hace pasar por un régimen eterno, reich de mil años, la lectura como repertorio de posibilidades históricas nos recuerda que en realidad acaba de llegar

En el espectáculo integrado, la historia es sustituida por lo instantáneo de la comunicación. ¿Qué perdemos al perder la capacidad de orientarnos en la historia? Una distancia con respecto a aquello que se presenta como novedad. Una certeza sensible de la contingencia. La capacidad de distinguir un cambio verdadero de una innovación banal. La percepción de que la sociedad es siempre transformable.  

Sin comprensión crítica, arte de la asociación y sentido de la historicidad, quedamos pues clavados a lo existente. Sin margen, sin diferencia, sin autonomía.   

  1. La leyenda

Debord, ya desde muy joven, practica la lectura-escritura como una fábrica de leyenda.

Primero, en los años 60, es la leyenda de la IS. Los situacionistas se presentan a través de su revista, en los textos y las imágenes, como los últimos aventureros de un mundo que ha abolido la aventura, el último reducto de “la verdadera vida”. Esa leyenda fue siempre su principal arma: no una fuerza cuantitativa, sino cualitativa.  Poética.   

Como lo atestigua Daniel Blanchard, antiguo miembro de Socialismo o Barbarie y compañero durante un tiempo de Guy Debord, que queda fascinado al recibir en el buzón del grupo el número 3 de la revista situacionista: 

“resulta que hojeando las páginas de aquel folleto absolutamente único, descubrí que un pequeño grupo de desconocidos tenía cosas apasionantes que contarnos (…) La crítica del arte y de la cultura se esbozaba sobre una utopía de vida liberada que estos jóvenes experimentaban ya en prácticas poéticas como la ‘deriva’ a través de la ciudad, o la descripción ilustrada de una ciudad fantasmagórica, la ‘Ciudad Amarilla’. Dicha forma de vida parecía habitar ya virtualmente en sus rostros, que algunas fotos grises mostraban reunidos alrededor de la mesa de un bar, atravesando las noches conducidos por una ardiente conversación sin fin”.    

Luego, en los años 80, Debord construye la leyenda… de sí mismo. A través de películas como In girum imus nocte o de libros como Panegírico. Leyenda de las ciudades vivas y libres donde vivió: París, Florencia. Leyenda de sus amigos y de la amistad como complot. De las mujeres que amó. De la vida semi-clandestina que llevó. De sí mismo como unico testigo de lo auténtico, contra la falsificación espectacular de todo. Una vida efectivamente vivida, es decir gastada, despilfarrada, en los excesos de la amistad, el amor, la revolución, la deriva… 

La leyenda fabrica un posible: se puede vivir de otro modo. Llama a la imitación, alienta la imaginación y el deseo, desborda la producción en serie de la subjetividad espectadora: dócil, pasiva y alienada a lo existente. 

  1. Champ Libre como fortaleza

Si la subjetividad que resiste a la producción industrial y espectacular del ser humano es la subjetividad lectora, capaz de desvío, de crítica y de leyenda, ¿qué mejor máquina de guerra que una editorial? Champ Libre no es sólo para Debord un lugar donde publicarse a sí mismo, sino también un espacio donde compartir la propia biblioteca: una serie de citas, una serie de referencias, un conjunto de prácticas de lectura-escritura. 

Debord no trabaja en Champ Libre, como por lo demás no trabaja en ningún otro sitio, pero colabora activamente con Lebovici y su amistad entre secuaces se intensifica con el paso de los años, hasta el misterioso asesinato del mecenas en 1984. Propone libros, desaconseja otros, escribe pequeños prólogos o notas de contraportada, supervisa traducciones, redacta cartas. 

Propone libros de estrategia, desde Clausewitz a Jomini, porque la estrategia es el dominio del pensamiento concreto. El pensamiento vinculado a una práctica, un espacio y un tiempo concretos, un riesgo y un obstáculo por atravesar. Lo contrario del discurso universitario. 

Propone autores clásicos, como Baltasar Gracián, porque ellos aportan una historicidad que desmiente el “presente perpetuo” de la sociedad del espectáculo. Muestran que hay escrituras capaces de estar siempre activas, siempre presentes,  desbordando el tiempo instantáneo de la comunicación, interpelando a todas las épocas. 

Propone textos revolucionarios, desde Bakunin hasta Orwell, mostrando así un punto de vista subversivo y revolucionario por fuera del comunismo autoritario. La vía no agotada de la transformación social, el “tesoro” de la tradición libertaria, consejista, autónoma.  

Propone finalmente la lectura, más allá de los contenidos, como una experiencia y un modo de subjetivación anti-espectacular, una práctica de transformación y de cuidado de sí. 

“Los idiotas confunden una editorial y la Comuna de París”, le dirá por carta a Jaime Semprún, “una reedición de Gracián y la insurrección de los anabaptistas de Munzer”. La lectura no es una actividad revolucionaria, en el paradigma de la revuelta proletaria, sino un ejercicio de resistencia bajo el dominio del espectáculo integrado.   

“Champ libre es una inquebrantable fortaleza, bloqueada y asediada”, prosigue diciendo Debord, “más que una maniobra de invasión portadora de golpes rápidos y temibles”. Una defensiva estratégica, dirá su admirado Clausewitz, más que una guerra de conquista. Guerra de desgaste y usura que debilita gota a gota las fuerzas del invasor. La penetración espectacular de las subjetividades, en este caso. 

“En su función crítica general, el aspecto directamente político es el menos importante, las tesis ideológicas (…) Contra la ‘erudición muerta’ de la historia social, casi cada ‘clásico’ que Champ Libre ha publicado es rico de una parte de actualidad (Ardant du Picq), de alguna belleza impactante en la teoría o la expresión (Jomni, Junius). Recuerdo que los precedentes textos raros (Seby o el Incontrolado) eran, en tanto que textos, conseguidos y bellos”.        

Lo subversivo de la experiencia lectora, lo que resiste al espectáculo integrado, no es tan sólo un qué (lo que se lee), sino un cómo: la lectura como operación. Actualización permanente mediante el desvío, potencia clarificadora de la comprensión crítica y belleza contagiosa de la leyenda.  

 

* Redacción de las notas que sirvieron para una charla virtual el 27 de mayo de 2022 en el marco de las jornadas sobre “Imagen capital: el situacionismo y la sociedad del espectáculo” organizado por el Departamento de Filosofía de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (Santiago de Chile).   

 

Referencias: 

 

Guy Debord, La sociedad del espectáculo (1967). 

–Comentarios sobre la sociedad del espectáculo (1988). 

–Stratégie; la librairie de Guy Debord (2018) 

–Poésie; la librairie de Guy Debord (2019)

–Marx & Hegel; la librairie de Guy Debord (2021). 

Daniel Blanchard, Crisis de palabras (2007)

Bessonpierre, La amistad de Guy Debord, rápida como una carga de caballería ligera (2020)

Editions Champ Libre, Correspondance (vol. 1 y 2, 1978 y 1981)         



Para acabar con la masacre del cuerpo // Felix Guattari

Cualesquiera que sean las pseudotolerancias de que haga alarde, el orden capitalista bajo todas sus formas (familia, escuela, fábricas, ejército, códigos, discursos…) continúa sometiendo toda la vida deseante, sexual y afectiva a la dictadura de su organización totalitaria fundada sobre la explotación, la propiedad, el poder masculino, la ganancia, el rendimiento…
Sin descansar, continúa su sucia tarea de castración, aplastamiento, tortura y cuadriculado del cuerpo para inscribir sus leyes en nuestras carnes, para clavar en el inconsciente sus aparatos de reproducción de la esclavitud.
A base de retenciones, estasis, lesiones o neurosis, el Estado capitalista impone sus normas, fija sus modelos, imprime sus rasgos, distribuye sus roles, difunde sus programas… Mediante todas las vías de acceso que tiene nuestro organismo, sumerge dentro de lo más profundo de nuestras vísceras sus raíces mortales, confisca nuestros órganos, desvía nuestras funciones vitales, mutila nuestros goces, somete todas las producciones vividas al control de su administración patibularia. Hace de cada individuo un lisiado, cortado de su propio cuerpo, ajeno y extraño a sus deseos.
Con ayuda de una gran cantidad de terror social que es vivido como culpabilidad individual, las fuerzas de ocupación capitalista, con su sistema cada vez más refinado de agresión, estímulo y chantaje, se ensañan en reprimir, excluir y neutralizar todas las prácticas deseantes que no tengan por efecto reproducir las formas de la dominación.
Es así que se prolonga indefinidamente el reino milenario del goce desdichado, del sacrificio, de la resignación, del masoquismo instituido, de la muerte: el reino de la castración que produce al “sujeto”[2] culpable, neurótico, laborioso, sumiso, explotable.
Este añejo mundo, que por todas partes apesta a cadáver, a nosotros nos horroriza y hemos decidido tomar la lucha revolucionaria contra la opresión capitalista allí donde está lo más profundamente arraigada: en lo vivo de nuestro CUERPO.
Es el espacio de este cuerpo con todo lo que produce de deseos lo que nosotros queremos liberar de la influencia “extranjera”. Es en este lugar que nosotros queremos “trabajar” por la liberación del espacio social. Entre ambos no existe ninguna frontera. yo me oprimo porque yo es el producto de un sistema de opresión extendido a lo largo de todas las formas de lo vivido.
La “consciencia revolucionaria” es una mistificación siempre que no pase por el “cuerpo revolucionario”, el cuerpo productor de su propia liberación.
Son las mujeres en rebelión contra el poder masculino —implantado desde hace siglos en sus propios cuerpos—, los homosexuales en rebelión contra la normalidad terrorista, los “jóvenes” en rebelión contra la autoridad patológica de los adultos, quienes han comenzado a abrir colectivamente el espacio del cuerpo a la subversión, y el espacio de la subversión a las exigencias inmediatas del cuerpo.
Son ellas y son ellos quienes han comenzado a desafiar el modo de producción de los deseos, las relaciones entre el goce y el poder, el cuerpo y el sujeto, tal como funcionan en todas las esferas de la sociedad capitalista, al igual que en los grupos militantes.
Son ellas y son ellos quienes han hecho quebrar definitivamente la vieja separación que separa “la política” de la realidad vivida, para el máximo beneficio tanto de los administradores de la sociedad burguesa como de aquellos que pretenden representar a las masas y hablar en su nombre.
Son ellas y son ellos quienes han abierto los caminos de la gran sublevación de la vida contra las instancias mortales que no cesan de insinuarse en nuestro organismo, para someter cada vez más sutilmente la producción de nuestras energías, de nuestros deseos y de nuestra realidad a los imperativos del orden establecido.
Es así que resulta trazada una nueva línea de ruptura, una nueva línea de enfrentamiento más radical y definitiva, a partir de la cual se redistribuyen necesariamente las fuerzas revolucionarias.
Ya no podemos soportar que se nos robe nuestra boca, nuestro ano, nuestro sexo, nuestros nervios, nuestros intestinos, nuestras arterias… para hacer de ellos las piezas y los engranajes de la sucia mecánica de producción del capital, la explotación y la familia.
Ya no podemos permitir que se hagan de nuestras mucosas, nuestra piel y todas nuestras superficies sensibles, unas zonas ocupadas, controladas, reglamentadas y prohibidas.
Ya no podemos soportar que nuestro sistema nervioso sirva de retransmisor al sistema de explotación capitalista, estatal y patriarcal, ni que nuestro cerebro funcione como una máquina de suplicios programada por el poder que nos cerca.
Ya no podemos sufrir el soltarnos, retener nuestras cogidas, nuestra mierda, nuestra saliva, nuestras energías, todo esto conforme a las prescripciones de la ley y sus pequeñas transgresiones controladas: nosotros queremos hacer volar en pedazos al cuerpo frígido, encarcelado y mortificado que el capitalismo no cesa de querer construir con los desechos de nuestro cuerpo viviente.
Este deseo de liberación fundamental, que permite introducirnos a una práctica revolucionaria, llama a que salgamos de los límites de nuestra “persona”, a que trastornemos en nosotros mismos al “sujeto” y a que salgamos de la sedentariedad, del “estado civil”, para atravesar los espacios del cuerpo sin fronteras y vivir así en la movilidad deseante más allá de la sexualidad, más allá de la normalidad, de sus territorios, de sus agendas.
Es en este sentido que algunos de nosotros hemos sentido la necesidad vital de liberarnos en común de la influencia que las fuerzas de aplastamiento y de captación del deseo han ejercido y ejercen sobre cada uno de nosotros en particular.
Todo aquello que hemos vivido sobre el modo de la vida personal, íntima, lo hemos tratado de abordar, explorar y vivir colectivamente. Nosotros queremos derrumbar el muro de concreto que separa, en interés de la organización social dominante, el ser del parecer, lo dicho de lo no-dicho, lo privado de lo social.
Hemos comenzado a descubrir juntos toda la mecánica de nuestras atracciones, de nuestras repulsiones, de nuestras resistencias, de nuestros orgasmos, a llevar al conocimiento común el universo de nuestras representaciones, de nuestros fetiches, de nuestras obsesiones, de nuestras fobias. “Lo inconfesable” ha devenido, para nosotros, materia de reflexión, de difusión y de explosiones políticas, en el sentido en que la política manifiesta, dentro del campo social, las aspiraciones irreductibles de “lo viviente”.
Hemos decidido romper el insoportable secreto que el poder hace caer sobre todo cuanto toca al funcionamiento real de las prácticas sensuales, sexuales y afectivas, así como lo hace caer sobre el funcionamiento real de toda práctica social que produce o reproduce las formas de la opresión.
Destruir la sexualidad
Al explorar en común nuestras historias individuales, hemos podido valorar hasta qué punto toda nuestra vida deseante estaba dominada por las leyes fundamentales de la sociedad estatal, burguesa, capitalista de tradición judeocristiana, y, en realidad, subordinada a sus reglas de eficiencia, de plusvalía y de reproducción. Al confrontar nuestras experiencias singulares, sin importar qué tan “libres” hayan podido parecernos, nos hemos percatado de que no dejábamos de conformarnos a los estereotipos de la sexualidad oficial, la cual reglamenta todas las formas de lo vivido y extiende su administración desde las camas matrimoniales hasta las habitaciones de burdeles, pasando por los baños públicos, las pistas de baile, las fábricas, los confesionarios, las sex shop, las prisiones, los colegios, los autobuses, las casas de orgías, etc… etc…
Para nosotros, esta sexualidad oficial, esta sexualidad a secas, no conlleva a un problema en torno a si queremos acondicionarla, como quien acondiciona sus condiciones de detención. Se trata de destruirla, de suprimirla, porque no es otra cosa que una máquina para castrar y recastrar indefinidamente, una máquina para reproducir en todo ser, en todo tiempo, en todo lugar, las bases del orden esclavista. La “sexualidad” es una monstruosidad, así sea en sus formas restrictivas o en sus formas llamadas “permisivas”, y está claro que el proceso de “liberalización” de las costumbres y de “erotización” promocional de la realidad social organizada y controlada por los administradores del capitalismo “avanzado”, no tienen otro objetivo que hacer más eficaz la función reproductora de la libido oficial. Lejos de reducir la miseria sexual, estos tráficos no hacen más que alargar el campo de las frustraciones y de la “carencia”, la cual permite la transformación del deseo en necesidad compulsiva de consumir a la vez que asegura la “producción de la demanda”, motor de la expresión capitalista. De la “inmaculada concepción” a la puta publicitaria, del deber conyugal a la promiscuidad voluntarista de las orgías burguesas, no existe ninguna ruptura. Es la misma censura lo que está obrando. Es la misma masacre del cuerpo deseante lo que se perpetúa. Simple cambio de estrategia.
Lo que nosotros queremos, lo que nosotros deseamos, es reventar la pantalla de la sexualidad y sus representaciones para conocer la realidad de nuestro cuerpo, de nuestro cuerpo viviente.
Eliminar el adiestramiento
A este cuerpo viviente lo queremos liberar, descuadricular, desbloquear, descongestionar, para que se libere en sí mismo todas las energías, todos los deseos y todas las intensidades aplastadas por el sistema social de inscripción y de adiestramiento.
Queremos recuperar el pleno ejercicio de cada una de nuestras funciones vitales con su potencial integral de placer.
Queremos recuperar las facultades que son verdaderamente elementales como el placer de respirar, literalmente asfixiado por las fuerzas de opresión y de contaminación; el placer de comer y de digerir, perturbado por el ritmo del rendimiento y el repugnante alimento producido y preparado según los criterios de la rentabilidad mercantil; el placer de cagar y el goce del culo sistemáticamente masacrado por el adiestramiento intrusivo de los esfínteres, mediante el cual la autoridad capitalista inscribe incluso en la carne sus principios fundamentales (relaciones de explotación, neurosis de acumulación, mística de la propiedad y de la limpieza, etc.); el placer de masturbarse alegremente sin vergüenza y sin angustia, ni por carencia o compensación, sino por el placer de masturbarse; el placer de vibrar, de murmurar, de hablar, de caminar, de moverse, de expresarse, de delirar, de cantar, de jugar con el cuerpo de todas las maneras posibles. Queremos recuperar el placer de producir el placer y de crear, despiadadamente mermado por los aparatos educativos encargados de fabricar trabajadores (consumidores obedientes).
Liberar las energías
Queremos abrir nuestro cuerpo al cuerpo del otro y de los otros, dejar pasar las vibraciones, circular las energías y combinarse los deseos para que todos y cada uno puedan dar libre curso a todas sus fantasías y a todos sus éxtasis, para que puedan vivirse al fin sin culpabilidad, sin inhibición, todas las prácticas voluptuosas individuales, duales o plurales que tenemos imperiosamente necesidad de vivir para que nuestra realidad cotidiana no sea esta lenta agonía que la civilización capitalista y burocrática impone como modelo de existencia a aquellos que ella enrola. Queremos extirpar de nuestro ser el tumor maligno de la culpabilidad, raíz milenaria de todas las opresiones.
Conocemos, evidentemente, los formidables obstáculos que tendremos que vencer para que nuestras aspiraciones no sean únicamente el sueño de una pequeña minoría de marginados. Conocemos en particular que la liberación del cuerpo, de las relaciones sensuales, sexuales, afectivas y extáticas, está indisolublemente ligada a la liberación de las mujeres y a la desaparición de todas las formas de categorías sexuales. La revolución del deseo pasa por la destrucción del poder masculino y de todos los modelos de comportamiento y de emparejamiento que aquél imponga, así como pasa por la destrucción de todas las formas de la opresión y de normalidad.
Queremos acabar con los roles y las identidades distribuidos por el Falo.
Queremos acabar con toda forma de asignación a una residencia sexual. Queremos que ya no haya entre nosotros hombres y mujeres, homosexuales y heterosexuales, poseedores y poseídos, mayores y menores, amos y esclavos, sino humanos transexuados, autónomos, móviles y múltiples; seres con diferencias variables, capaces de intercambiar sus deseos, sus goces, sus éxtasis y sus ternuras, sin tener que hacer funcionar algún sistema de plusvalía, algún sistema de poder, si no es a modo de juego.
Partiendo del cuerpo, del cuerpo revolucionario como espacio productor de intensidades subversivas y como lugar donde se ejercen al final de cuentas todas las crueldades de la opresión, conectando la práctica política a la realidad de este cuerpo y sus funcionamientos, buscando colectivamente todas las vías de su liberación, producimos ya una nueva realidad social en la que el máximum de éxtasis se combina con el máximum de consciencia. Ésta es la única vía que puede darnos los medios para luchar directamente contra la influencia del Estado capitalista allí donde se ejerce directamente. Éste es el único paso que puede hacernos realmente fuertes contra un sistema de dominación que no cesa de desarrollar su poder, de debilitar, de fragilizar, a cada individuo para constreñirlo a suscribir sus axiomas. Para adherirlo al orden de los perros.
(Traducción del francés: Alan Esbri Cruz)
[1] Escrito publicado originalmente de manera anónima en la revista francesa Recherches n° 12, 1973, edición consagrada a una “gran enciclopedia de las homosexualidades” titulada “Tres mil millones de perversos”, en la que participaron Gilles Deleuze, Michel Foucault, Jean Genet, Guy Hocquenghem, Daniel Guérin, Jean-Paul Sartre, entre otros. El gobierno francés decomisó y destruyó los ejemplares de la revista y tomó cargos contra Félix Guattari, director de la publicación, acusándolo de “afrontar a la decencia pública”. [N. del T.
[2] Sujet significa en francés tanto “súbdito” como “sujeto”. [N. del T.]

Los que no opinan, opinan // Luchino Sívori

Hay escritores que escriben cosas difíciles con palabras simples. Hay otros que lo hacen sobre cuestiones fáciles utilizando términos complejos. Luego hay otro grupo de personas que no hacen ni una cosa ni otra, y su opinión se mantiene como un misterio.

 «Todo radica en el ritmo«. 

Virginia Woolf.



Si nos regimos por los manuales de Lengua y Literatura del bachillerato, según los especialistas hay cuatro tipos de escritura (y, por extensión, cuatro versiones de persona):

 

  • Creativa, Persuasiva, Imperativa, Reflexiva.

 

Sin la más mínima duda, podemos inferir decenas de variedades y primas hermanas de estas; a grandes rasgos, sin embargo, sentencian los que presuntamente saben, estas son las cuatro principales.

 

Todas son aforísticas, a su manera. 

 

Todas ellas, a pesar de sus vaivenes particulares para expresar tal o cual mensaje (tal o cual concepto, metodología, idea, valor, énfasis), sentencian, dictan, dicen

 

Inclusive aquel que pareciera estar al margen de este grupo tan categórico estudiado por nuestros adolescentes cada año lectivo en sus planes de estudio, inclusive él, también dice, con sus palabras a medio decir o directamente no dichas (o no escritas). 

 

El que tarda en decir lo que quiere -o directamente no lo dice nunca- está sentenciando mientras, durante su enigmático silencio, dilatando por alguna razón conocida (o desconocida) la consciente (o inconsciente) futura opinión. 

 

Tarde o temprano esta arriba, y como ya se sabe, lo hace en forma mucho menos espectacular de lo que nos esperábamos. 

 

Podríamos decir que es un resultado algo triste de su parte, ya que tanta espera suele elevar las expectativas; pero como dijimos antes: no se puede saber si su silencio se debió a causas naturales o ajenas, por tanto solo nos queda el sabor amargo de la desilusión, y la duda. También la espera (otra, sí) de que se revierta aquello por lo que apostamos sin del todo quererlo, y finalmente nos sorprenda, ahora sí, con algo que valga la pena…esperar.

 

Con el que retrasa es diferente. Su creatividad suele verse envuelta en zigzagueos discursivos que aparentan un divague; pero la opinión, implícita entremedio del palabrerío y la verborragia, allí habita, esperando su momento.

 

Es reflexivo como el que más. Podríamos decir que en realidad es meta-reflexivo. De tan meta que es, de hecho, el mismo argumento le sirve de base para argumentar, y así el monólogo interno deriva a conversación consigo mismo, que, como se sabe, no es exactamente lo mismo que el soliloquio, más individualista.

 

Algunos pueden pensar que piensa en voz alta, y por ello eso de enredarse como una persiana. No es así: la opinión siempre estuvo desde el vamos; solo que esta, para que emerja, precisa que la deseen, como un anhelo que crece con el correr de los minutos.

 

El que alarga, o mejor dicho, el que retrasa su opinión, es una suerte de médium, un puente entre la conclusión que viene llegando (pero que ya llegó hace rato) y la demanda-necesidad del público. Quizás por ello la retrasa (la opinión, no la demanda), porque no sabe que forma parte de un juego de otros, y eso lo marea, retrasándolo.

 

En cualquier caso, tanto los que opinan en diferido como los que presuntamente no lo hacen, opinan. Opinan balbuceando, dejándonos en ridículo, alegrándonos la vida o cortándonos en medio de algo importante que estábamos haciendo. Pueden llegar a atragantarnos el almuerzo (tengo un conocido que una vez escupió el carozo de una aceituna por la nariz sorprendido por una opinión acerca del Peronismo), y a veces, hasta nos guían por unos minutos largos en circunstancias difíciles de nuestra vida. 

Siempre están allí, aunque algunas de ellas se escondan en taxonomías y formalismos que, sin dejar rastro, nos incitan, como buenos aprendices de la Retórica, a mirar para su lado.



Horacio González: los libros y la vida de un filósofo militante // Mariano Pacheco

“En vos lo austero provenía de la dignidad de los humildes”. La frase la escribió Guillermo Saccomanno en “Antonio”, su libro dedicado a Dal Masetto, pero bien podría caberle a Horacio González. El nombre de Saccomanno resonó estos días, estas semanas, por su intervención en la inauguración de la edición 2022 de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Ojalá el “ruido mediático” le sirva –si es que algo productivo puede surgir de un “ruido mediático”— para que algunos de sus muchos y muy buenos libros circulen un poco más. No nos ocuparemos aquí de eso. Aunque sí quisiera llamar la atención de una cuestión: en 2019, quien iba a abrir el evento en La Rural era Horacio González, pero fue censurado por la gestión Pro del gobierno de la ciudad, la misma que pervive hasta hoy en día, y que no tuvo empacho en abrir sus puertas para que el plagiador Javier Milei asistiera a vomitar una catarata de reaccionarios lugares comunes. González estuvo ausente de esta edición 46 de la Feria, obviamente, porque su cuerpo partió de este mundo hace ya casi un año, pero no sólo su obra –que sigue dando que hablar, incluso como novedad— sino también su legado estuvieron presentes en más de un evento, entretejiendo tiempos distantes, anudando problemáticas diversas, conjurando las ausencias desde el ejercicio activo de la interpelación fantasmal. 

El tiempo no para

En diciembre pasado se realizó en la explanada de la Biblioteca Nacional, que González supo dirigir por una década, una masiva actividad en su homenaje, del mejor modo en que se podría hacerlo: presentando dos de sus nuevos libros, “Gonzalianas. Conversaciones sin apuro” y “Humanismo, impugnación y resistencia. Cuadernos olvidados en viejos pupitres”. Ambas publicadas por editorial Coihue, por la que Horacio publicó gran parte de sus trabajos y en donde dirigía la ya hoy emblemática “Colección puñaladas”, los libros –disímiles entre sí por sus registros—contienen sin embargo una conexión a través de algunas preocupaciones persistentes: el entrelazamiento entre tiempos, geografías y temáticas a la vez lejanas y cercanas, contiguas y contrapuestas. Así, lo más singular de la patria se codea con lo más universal de la humanidad, y nombres como los de Heidegger, Gramsci, Sartre, Benjamin, Marx, Derrida o Althusser caminan junto con los de Masotta, Rozitchner, Cooke, Del Barco, Jitrik o Macedonio, al igual que en las conversaciones (que sostiene con una docena y media de sus amistades políticas e intelectuales más cercanas) la inquietud por la revolución, la lengua, la universidad, la historia, el mito, lo popular o el Estado se ensamblan por la indagación en torno a Malvinas, Sarmiento o la actualidad de los feminismos, temas que constituyen el núcleo problemático de interés de toda la intelectualidad crítica.

Bienvenidxs al tren

“Ese era el mecanismo gonzaliano: no preguntar de dónde venís ni cuánto sabés. Sino qué sos capaz de dar y cuánto sos capaz de aprender para hacer una experiencia común”. La frase es de Sebastián Scolnik y pertenece a “Nada que esperar. Historia de una amistad política”, libro publicado a fines de 2021 –en el marco de las conmemoraciones por los 20 años de la insurrección popular del 20 de diciembre— en el que se recuperan las experiencias de las juventudes que hicieron del tránsito por las aulas y los pasillos de “Marcelo T” (sede de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires), y luego, de su vínculo con otras experiencias sociales emergentes por aquellos años, un intento por gestar un suelo desde el cual crear algunas líneas de intervención para hacer más soportable la vida, en medio del huracán neoliberal. Y allí apareció González con sus atípicas clases en la carrera de Sociología, los intercambios entre docentes y estudiantes que dieron nacimiento a la revista “El ojo mocho” y esa particular relación que –dicen— entretejida con todos aquellos, con todas aquellas, dispuestos a conversar. 

Mucho de eso aparece en el bello microrrelato sobre González presente en el interior del libro de Scolnik, y algo de todo eso –y de su escritura, y de su particular forma de habitar la institucionalidad estatal– fue recuperado también hace unos días al presentarse el número especial de “La Biblioteca” en la Feria del Libro, tanto por Scolnik como por Graciela Daleo –dos de los cuatro convocados para la actividad–. “El Ruso”, como se apoda Scolnik, fue miembro de colectivos universitarios y de militancias múltiples en los años noventa (como El Mate y Situaciones) y luego trabajador estatal en la Biblioteca Nacional, donde –promediando los dos mil– se cruzó a su ex profesor González cuando éste asumió la gestión de la Biblioteca (Nacional) y pusieron en marcha nuevamente “La Biblioteca” (la revista fundada por Paul Groussac, retomada por Jorge Luis Borges, y reanudada finalmente por Horacio), pero también, la Oficina de publicaciones, desde la que se sacaron a las calles más de 400 títulos, entre ellos, varias ediciones facsimilares de revistas emblemáticas de la historia cultural nacional. “Vicky” –como la llaman a Daleo desde sus setentistas años de militancias montoneras— supo ser alumna de González cuando éste llevaba adelante las emblemáticas “Cátedras nacionales” a inicios de los setenta, para luego serlo nuevamente en los noventa, cuando se decidió a retomar sus estudios (detención ilegal mediante durante la última dictadura; exilio forzado durante los primeros años de la “democracia”). Parte de esas “estaciones” fueron recuperadas en su intervención acelerada en la Feria, puesto que los horarios de actividades se ensimismaban, y los viajes gonzalianos podían extenderse por horas. 

Daleo/Scolkin, dos generaciones que se vieron interpeladas por el mismo impulso arrollador de este heterodoxo profesor, este raro intelectual, que luego fue un extraño hombre de Estado (“funcionario libertario”, le gustaba caracterizar, con este oxímoron que coloca la tradición anarquista junto con la nacional-popular), que seguramente logró interpelar también a generaciones más próximas en el tiempo. 

Los libros y la vida

Además de “Gonzalianas” y “Humanismo…”, desde que González falleció a mediados del año pasado y hasta hoy, también aparecieron otros dos libros inéditos: “La palabra encarnada. Ensayo, política y nación. Textos reunidos de Horacio González 1985-2019)”, el año pasado, y “Fusilamientos. Muerte en primera persona”, presentado como novedad en esta última edición de la Feria del Libro. Como si en su ausencia física la máquina rizomática gonzaliana no dejará de funcionar, de producir novedades anudadas con la trama histórica nacional y el drama humano pretérito y actual. 

Por otra parte, en un esfuerzo monumental que se expresa en 465 páginas, el número especial de la revista “La Biblioteca”, titulado “Los libros y la vida. Horacio González (1944-2021)”, recorre, a través de 52 personas que escriben y un cuantioso archivo fotográfico, la producción de González desde las clases en las Cátedras nacionales y las notas en la Revista “Envido” en los años setenta a la dirección de la Biblioteca Nacional y sus textos en múltiples medios en los dos mil, pasando por sus elaboraciones en el exilio brasileño (entre los que se destacan “Los asaltantes del cielo. Política y emancipación” y “Evita. La militante en el camarín”, ambos traducidos al castellano y publicados en Argentina hace algunos años, el primero por editorial Gorla y el segundo por la editorial de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional del Córdoba), las clases en la UBA y las notas en las revistas “Unidos” y “El ojo mocho” en los ochentas y los noventa, además de un recorrido (que parece interminable), por sus decenas de libros. 

Como en “Gonzalianas”, donde discípulos, amigas y compañeros de ruta conversan con él sobre diversos temas, también en este número especial de “La Biblioteca” la conversa sigue. González ya no está, pero permanecen las preocupaciones que trabajó a la largo de su vida y que de múltiples modos, hoy continúan trabajando quienes fueron sus alumnxs, compañerxs de cátedra o revista, de trabajo o de bar, de pasiones y razones: marxismo y peronismo; lo nacional y lo universal o sus lecturas y relecturas de Marx y Gramsci (y del “marxismo” en general) a la luz de Cooke y de Perón (y de su particular modo de abordar el peronismo); la Comuna de París y el 17 de octubre; la Revolución Rusa y la resistencia peronista; Macedonio Fernández y Albert Camus; Blanqui y Roberto Arlt; Maurice Merleau Ponty y Jorge Luis Borges, p los vínculos entre establecidos entre Latinoamérica y Europa o, más puntualmente, entre Argentina y Francia, o Alemania. Todo eso aparece en número de la revista, junto con las reflexiones que González supo cultivar en torno al periodismo y la sociología; las ciencias sociales y el ensayo; la metamorfosis y la dialéctica; los diarios y los taxis; los libros y las calles, en esa apuesta por pensar, entendido como práctica guiada por asunción de un riesgo: el de salirse de los esquemas previstos, los lugares comunes, los lenguajes estereotipados. Por eso fuera sobre la polémica actual o el trazado de genealogías (“operaciones de rastreo”, cual baqueano intelectual tras las huellas del pensamiento y aquello que las experiencias pretéritas nos legan) lo que parece siempre en González es el intento por pensar la época, cualquiera fuera, en tanto nudo de tensiones irresueltas y síntesis imposibles. 

Alguna vez, más precisamente en su libro “Yo ya no. Horacio González: el don de la amistad”, María Pía López escribió: “González no es un francotirador, sino un fundador de tribus. Tribus que se fragmentan, a veces se dispersan, otras se vuelven familia, se institucionalizan, se superponen con otros agrupamientos. Van de aulas a cafés, de bares a bibliotecas, de anaqueles a mesas redondas, de comidas a clases”. 

El carácter finito de la vida humana hoy impone traspasar los tiempos verbales. Pero cómo supo plantear Raúl González Tuñón en su poema “La cerveza del pescador Schiltigheim”, es necesario andar “con suavidad y con desenvoltura de fumador de opio/ Para que a cada paso una mañana o una emoción o una contrariedad/
nos reconcilien con la vida pequeña y su muerte pequeña”. Porque al fin y al cabo, “vivimos en una encrucijada de caminos que parten/ y caminos que vuelven”. 

Fuente: Revista Zoom

Primeros minutos del debate Milei/Grabois // Diego Sztulwark

Vi los primeros minutos del debate Milei/Grabois en el canal de Perfil. La emisión organizada Fontevecchia presenta el enfrentamiento entre dos corrientes de ideas “dominantes” desde el siglo XIX europeo: la perspectiva social-cristiana y la escuela darwinista austríaca. Juan Grabois y Javier Milei como exponentes mediáticos argentinos actuales de estos discursos. La exclusión del discurso marxista actual es el dato mudo que explica casi por sí solo el estado del debate. El presentador, empresario periodístico con aires académicos, da la palabra a Grabois quien argumenta, básicamente, que el mercado “no es humano”, que en condiciones de mercado (que no crea buen empleo) sólo queda implementar un “salario universal” y describe el paso de una argentina integrada a otra que, tras la dictadura precariza población en villas y asentamientos. Milei, por su parte, con su habitual empaque de traje y peinado impostado, comienza argumentando con serenidad, distingue lo empírico y lo teórico, y comete un error adjudicando a los “ludditas” (habla de Ned Ludd como si hubiese existido) un deseo de destruir máquinas por creerlas fuente de destrucción de puestos de trabajo (conviene leer al respecto el excelente estudio de Christian Ferrer sobre el movimiento de los ludditas https://www.relatsargentina.com/documentos/RA.1-FT/RELATS.A.FTLecturas.Ferrer.pdf, para comprender que su lucha era la tentativa de una comunidad por regular las condiciones de su reproducción). La tesis de Milei es que la introducción de tecnología no liquida -como supondría Grabois- sino que genera empleo, puesto que para él, la motivación empresarial en favor de la innovación es el deseo de ganancias (no la competencia y en particular la necesidad del capital de controlar la cooperación social). Su esquema de Milei supone un círculo capitalista virtuoso según el cual la inversión produce beneficio y el ahorro inversión. Dadas condiciones de flexibilización del mercado laboral, dice Milei, no habría razones para el desempleo. Y por el contrario: el salario básico universal -propuesto por Grabois- sería una fuente explosiva de pobreza dado que solo se puede financiar por medio de la imposición (dañosa) sobre quienes trabajan. Muy importante es este punto: la idea básica es que la lógica de los derechos -donde hay una necesidad hay un derecho- es por sí misma negativa, ya que siempre afecta otro derecho. Por otra parte, según Milei, el capitalismo de libre empresa -que no sería como el actual: protagonizado por “empresaurios”, a quienes considera “fascistas”- supone generación espontánea de un “beneficio social” dado que su propia lógica de funcionamiento mejora la calidad de productos y servicios y extiende el mercado laboral, mientras que el salario universal substrae población al sistema y generaliza la pobreza (otro punto fundamental a percibir del discurso de Milei: el terror de la ciencia liberal a la substracción de franjas de la población a la forma mercancía, tanto bajo la forma de cooperación social autonomizada como de formas de substraídas de consumo que amenazan la no realización de la mercancía). En definitiva: el sistema -si no se lo distorsiona- produce satisfacción, porque producir mercancías sería automáticamente ofrecer riquezas a la población, lo que por supuesto supondría revestir moralmente al inversor. Una primera presentación de este “enfrentamiento” es puramente confirmatorio: Grabois militante, Milei Nerd; Milei global, Grabois territorial; Milei racionalidad sistémica, Grabois humanismo; Milei preferencias y deseos, Grabois sufrimiento y exclusión; Milei futuro, Grabois esperanza (también él refiere a los ludditas, dice que fueron violentos por desesperanza). Milei es abstracción, Grabois realidad social; Milei complejidad, Grabois simpleza papal. Von Mises o Bergoglio. Milei consumista, Grabois asceta. Milei individualista, Grabois comunitarista. Milei es cálculo econométrico, Grabois regulación. Milei pone la fe en lógica del sistema, Grabois en la voluntad colectiva. Grabois introduce la historia (la violencia, la expropiación, la “acumulación originaria”), mientras que Milei hace suya la no historia evolutiva del capital. Grabois considera que la libertad tiene por condición previa derechos básicos, Milei la considera dato natural ya dado y posteriormente estropeado por la acción colectiva. Milei es exactamente el burgués del que habla Marx en el inicio del capítulo 24 de “El capital”: el mercado es la cooperación social en tanto que intercambio de poseedores de títulos y por tanto hace “lugar para todos” (mientras que lo que achica el mercado sería la regulación sobre el salario mínimo y las leyes laborales: peronismo social es fascismo). Como el burgués de Marx, el mercado -as relaciones de producción y de propiedad- es propuesto como fuente de paz y dulcificación de los vínculos, ya que el interés abuena y mejora al humano que oferta bienes y servicios. Progreso tecnológico por su cuenta, no sólo no poseería vínculo con la explotación del trabajo sino que mas bien tiende a reducir la explotación (por aumento de productividad y descenso del tiempo de trabajo necesario). Por tanto -concluye Milei: no hay relación entre capitalismo de progreso (vigente) y aumento de la explotación, que sería ilusa o falsa (este es otro aspecto de sumo interés, puesto que como Marx argumentó en el célebre “Fragmento sobre las máquinas” (Grundrise), el sistema automático de máquinas supone la extensión de la explotación a la ciencia y la técnica como inteligencia social o general. Como explica Paolo Virno: al gestionar la intelectualidad general bajo las reglas impuestas por criterios capitalista de explotación, el aumento de productividad deviene marginalidad de masas y no igualdad de acceso al tiempo libre y la riqueza). Seguimos escuchando a Milei sin pensar a fondo el fenómeno colectivo que representa: el aseguramiento de las relaciones capitalistas en una fase en la que esas relaciones son autodestructivas. Milei significa una reacción ideológica (no importa cuán payaso sea), destinada a capturar por derecha la crítica de izquierda (igualdad fundada en la institución autónoma de la cooperación social) a la intensa crisis del neoliberalismo.

En casa de Borges, un día de 1985 // Christian Ferrer

 
 
 
Éramos tres anarquistas a la puerta de la casa de Jorge Luis Borges, en la calle Maipú, año 1985. Conseguir la cita fue sencillo. Sólo consistió en buscar el número de teléfono en la guía correspondiente. Estaba. Luego fue cosa de hacer una llamada, ser atendido por una voz de mujer, probablemente Fanny, la señora que siempre trabajó allí, y preguntar por él. ¿Motivo? Solicitarle una entrevista para conversar exclusivamente sobre anarquismo. De inmediato Borges se puso al habla, algo sorprendido por los desusados interlocutores, pero ningún problema, muy contento de recibirnos, el tema le concernía, nos esperaba. Dos días después hicimos acto de presencia. Éramos Josefina Quesada, Juan Perelman y yo mismo.
 
El tiempo que siguió al final de la dictadura militar fue una buena época para las revistas. Los lectores se multiplicaban, sobraba entusiasmo, la calle Corrientes era campo orégano. Las había periodísticas y las había culturales, y ninguna revista obviaba manifestar las razones políticas que las propulsaban, es decir que todas eran razonables y demócratas. Había otras, más enfáticas, algunas de tradición izquierdista, y un porcentual pequeño, muy pequeño, de publicaciones jacobinas, satíricas y “contraculturales”. Una de tantas se llamaba Utopía.
 
Nada más ajeno a Borges que esta publicación anarquista, de las que pasan ignotas por la vida. Sus editores provenían de experiencias diversas y paralelas. Juan Perelman y Josefina Quesada habían sido integrantes de la revista surrealista Signo Ascendente, que ya salía durante de dictadura. Carlos Gioiosa, Juan Carlos Pujalte, Raúl Torres y yo mismo éramos anarquistas “con carnet”, literalmente, pues cotizábamos en “Oficios Varios” de la FORA, la vieja central sindical, y también estuvimos en los Grupos de Autogestión, cuyo subgrupo “Fife y Autogestión” daba la nota en las paredes de la Capital Federal mediante pintadas ingeniosas, faena que también cumplían otras cuadrillas recónditas que firmaban como “El Bolo Alimenticio” y “Los Vergara”. Otros dos miembros de la revista andaban sueltos, el sociólogo uruguayo Alfredo Errandonea y el librero Carlos “Gallego” Torres, redactor de La Protesta a comienzos de la década de 1960.
        
A Carlos “Cutral” Gioiosa y a mí el surrealismo nos importaba mucho. El hermano de Carlos había participado de El Hemofílico, una de esas revistas lanzadas y mordaces que sólo edita la gente irreductible. Dado que se imprimió en época de militares, su director, que respondía al misterioso seudónimo “Metzergenstein”, terminó en la cárcel de Villa Devoto. De Metzergenstein se decía que era propietario de un chiringuito móvil de venta de libros viejos, al cual apostaba por unos días en esquinas seleccionadas de la Recoleta, a la espera de alguna viuda reciente u otro familiar directo que quisieran desprenderse de la biblioteca del difunto a precio vil. Así fue que logró agenciarse una primera edición del Marques de Sade.
 
Se nos ocurrió hacer entrevistas. Dejar registro de experiencias de vida, intereses, influencias, simpatías libertarias. ¿Por qué no comenzar por Borges, que de tiempo en tiempo venía haciendo referencias al anarquismo? A veces decía de sí mismo que era un anarquista conservador, otras veces un conservador anarquista, y otras aún, anarquista a secas. Se conocían sus memorias de adolescencia, allá en Ginebra, Suiza, de cuando su padre (“filósofo anarquista en la línea de Spencer”) lo había llevado a pasear por la ciudad para mostrarle los cuarteles, las iglesias, las banderas y las carnicerías (los anarquistas eran mayormente vegetarianos), y le dijo que se fijara bien, porque en el futuro esas cosas iban a desaparecer y algún día él iba a poder decir que las había visto. En ese mismo relato autobiográfico Borges añadió este lamento: “Desgraciadamente, no se ha cumplido la profecía”. Repetiría la anécdota durante su encuentro con los miembros de Utopía.
 
Para no abundar en citas pertinentes basta con recordar que, ya de grande, había dicho a Joaquín Soler Serrano, el bien conocido periodista de la televisión española: “Soy anarquista. Siempre he creído fervorosamente en el anarquismo. Y en esto sigo las ideas de mi padre. Es decir, estoy en contra de los gobiernos, más aún cuando son dictaduras. Y de los estados”. En el prólogo a El informe de Brodie, su última ficción publicada, de 1970, incluyó este pronóstico: “Con el tiempo nos mereceremos que no haya gobiernos”. Borges era un “modesto anarquista” que creía en los individuos, no en el Estado. Tampoco era individualista, al revés que los compatriotas, que todo se lo reclaman al Estado sin disposición alguna de entregarle algo a cambio.
 
De quienes estuvimos con Borges, Josefina Quesada era pintora y vivía en Belgrano y Piedras, a metros del lugar de reunión del grupo editor. Había sido alumna de Juan Batlle Planas y era plenamente surrealista. Rememoro ahora sus collages. Para hacerlos compraba revistas de moda o bien catálogos de ropa en determinadas subastas de libros y publicaciones de otros tiempos. Recortaba con tijerita los modelitos o las figuras de señoritas bien vestidas y los disponía sobre fondos tenebrosos o encantados. En un rincón de su casa –la imagen se me conserva perenne– tenía unas vitrinas con botellones y probetas enormes de formas raras y caprichosas. Parecía un altar. Juan Perelman, el otro miembro de la revista, era filósofo y había llegado unos años atrás desde Bolivia. Un hombre culto. Muchas veces lo vi en compañía de un marinero desembarcado, ya de edad, alguna vez trotskista y decantado luego por ideas más libertarias.
 
Poco antes de la llamada telefónica, Carlos Gioiosa y yo habíamos intentado aproximarnos al escritor. La ocasión la proporcionó un encuentro de luminarias en el Teatro Coliseo. Borges estaba anunciado en la convocatoria, además de Mario Vargas Llosa y Octavio Paz. Según recuerdo, en esos días comenzó a editarse la versión argentina de la mexicana Vuelta, revista de Octavio Paz que pretendía aventar el ideario liberal por Buenos Aires, con resultados más bien módicos. A último momento Borges fue sustituido por José “Pepe” Bianco. No obstante se hizo presente entre el público del Coliseo, eminentemente gorila, demasiado para nosotros dos, que hicimos abandono del acto. Tampoco era el lugar para abordar a Borges, que había ingresado por el pasillo central junto a María Kodama, caminando de a pasitos. Recurrimos entonces al servicio telefónico.
 
No teníamos plena conciencia de la importancia de Borges. Si bien muchos la asumieron en su momento, ni de lejos fueron todos. Borges todavía era, en la década de 1980, un autor “discutido”, especialmente entre gente de izquierda y peronistas, prominentes en los ámbitos culturales y con quienes tratábamos a diario. A nosotros, sin embargo, sus declaraciones nos parecían menos los estertores de la antigua clase de literatos liberales y mucho más los pronunciamientos de una personalidad autárquica, por más que hubiera dado su venia al régimen vecino del general Pinochet no menos que al autóctono. De hecho, cuando algunos del grupo nuestro abrieron librerías en San Francisco Solano y en la calle Corrientes, les pusieron de nombre “El Aleph”. La cuestión es que el emblema de escritor políticamente asimilable por entonces era Ernesto Sábato, o bien Julio Cortázar. De allí en más la atribución no tendrá mayor relevancia y su ponderación quedará a cargo de departamentos universitarios específicos, los suplementos culturales de la semana, y las cucardas que de vez en cuando concede el Estado Nacional.
 
Nos aparecimos acarreando un aparato de grabación tipo mastodonte, incómodo de transportar. Después descubriríamos que el audio era defectuoso. Se escuchaba mal, como de lejos. La entrevista nos pareció mala, o insuficiente, o no se ajustaba a nuestras necesidades, y tampoco es que venerábamos el prestigio de Borges por sí mismo, de modo que no procedimos a la desgrabación, y el cassette fue pasando de mano en mano y al fin se perdió. Es por eso que cuento estas cosas como si visitara un patio olvidado de mi memoria. Sólo conservo algunos fogonazos.
 
La entrevista sucedió en el vestíbulo de su departamento, al lado de una sala con bibliotecas. Los libros no parecían modernos u actuales. Borges llegó caminando despacito, auxiliado por un secretario o ayudante o familiar. No daba la impresión de estar bien de salud. Se sentó junto a su acompañante en un sillón apto para dos personas. Lo primero que nos dijo fue un chiste privado: “Yo pensaba que la única anarquista viva en Argentina era Alicia Jurado”. Nos mencionó que alguna vez había disertado en una biblioteca anarquista de Avellaneda. Cierto: ese lugar todavía existe. Como en la semana previa había sucedido lo del Teatro Coliseo inquirimos su opinión sobre la obra de Vargas Llosa. Riéndose, respondió que conocía uno de sus libros, Pantaleón y las visitadoras, pero no lo había leído pues el título le pareció “infortunado”, caso similar al de La seducción de la hija del portero, de Mario “Pacho” O‘Donnell, por entonces secretario de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires. Nos dijo algo socarronamente que todo el mundo sabía que a los encargados de edificios les fastidiaba sobremanera ser designados como porteros, “oficio de abridores de puertas”.
 
Lentamente fuimos aproximándolo al tema que nos importaba. Nos expresó su “extremo interés” por las ideas anarquistas aunque no por las que suponían ejercicio de la violencia. Dijo que los estados eran creaciones desventuradas, que necesariamente extinguían las libertades individuales. Su preocupación por la suerte del individuo no era abstracta, producto de alguna idea sobre la libertad que es lanzada al campo de batalla cultural. No. Nacido con el siglo XX, Borges era contemporáneo del ascenso de los estados totalitarios, y la gente fascista, comunista o meramente autoritaria le suscitaba repulsión personal y no sólo genérica. Había visto mucho y sabía lo que estaba pasando en China, en Cuba y en el orbe soviético. Además, como bien se sabe, consideraba que los peronistas eran más ciegos aún que él mismo.
 
Pero por más que lo orientáramos hacia las ideas ácratas la verdad es que Borges no parecía haber leído a los clásicos libertarios. De todos modos sus opiniones eran firmemente contrarias al ejercicio de la autoridad. Cuando ya nos parecía que nada especial diría sobre el tema, repentinamente enunció una frase que nunca olvidé. Dijo que el Estado iba a derrumbarse “cuando las personas dejaran de creer en él”. Era una verdad simple y contundente. Aún más, nos dijo que una vez sucedido ello, sería necesario colocar una placa al frente de cada uno de los antiguos edificios del gobierno. Esa placa contendría dos palabras: “NO CREER”.
 
Luego de pasada una hora de tiempo se hizo evidente el cansancio de Borges. Por momentos, largos momentos, hablaba él solamente, en una suerte de desvarío sobre un salpicado de temas, como si mantuviera un soliloquio consigo mismo o como si no hubiera nadie frente a él. Sobre el final, y antes de que su escolta nos hiciera una seña, mencionamos a Rimbaud. Hizo silencio, echó la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados, dirigidos hacia arriba, como evocando, y comenzó a desgranar, en francés, los versos de  “El barco ebrio”. Lo escuchamos como a un decidor de sonidos mágicos, próximo pero alejado, en intimidad con la gracia, salvando para siempre ese día del año 1985.
 
 
 
(se agradece a Luis Diego Fernández:  http://ldflounge.blogspot.com.ar/)

Sobre la impotencia: lo que callamos cuando hablamos de política // Diego Sztulwark

«el capitalismo creaba una nueva pobreza: la pobreza narrativa«.

Marcelo Sevilla

00. Un contraste perturbador. En un ensayo reciente titulado Sobre la impotencia el filósofo italiano Paolo Virno asume el desafío de pensar aquello que subyace de modo angustiante en la conversación política cotidiana, y a lo que León Rozitchner se refería como (falta de) “eficacia política”. El sentimiento actual y generalizado de inefectividad a la hora de cuestionar y transformar el tipo de lazo social y el orden histórico del mundo, aunque solo fuera para detener el desastre. El problema que piensa Virno es el de la desconcertante coexistencia entre este sentimiento real de impotencia y la altísima calificación de la cooperación social (es decir, de las fuerzas del trabajo precario y lingüístico, en todas sus variantes) que no consigue dotarse a sí misma de principios lingüísticos e institucionales capaces de organizar la praxis colectiva por fuera del mando neoliberal. La exuberancia de la praxis colectiva (su notable riqueza expresiva, técnica, dinámica, capilar, comunicativa, inteligente y reticular) contrasta de modo perturbador con su sometimiento a despóticas relaciones sociales de producción y de propiedad (neoliberales, es decir: capitalistas). En el origen del sentimiento de impotencia no encontramos, por tanto, un fenómeno de ausencia de potencia colectiva, sino algo muy distinto. El correlato del tratamiento neoliberal que le da forma de mercancía a la potencia social y la gestiona como fuerza de trabajo precarizada, no es una supuesta impotencia ontológica de la cooperación social, sino su –momentánea– incapacidad de articulación histórica autónoma. Como se ve, la cuestión “eficacia de lo político” queda planteada, entonces, en torno a la noción de articulación inmanente de la praxis social.

01. Historia de un sentimiento. Si bien se puede decir que posee una historia propia -es decir, unas causas que lo explican-, este sentimiento de impotencia tiende a adoptar una vida propia, y a independizarse de sus causas materiales. La impotencia deja de reconocerse como efecto de unas operaciones materiales para presentarse a sí misma como una interpretación íntegra de lo real. Como suele explicar Eduardo Grüner la ideología es menos una falsa conciencia de lo real, que la captación adecuada que una conciencia no engañada hace de un falso real. Si Marx escribió que no se trataba de “interpretar el mundo”, sino de “transformarlo”, Grüner añadirá que la ideología tiene la estructura de una interpretación despojada de la praxis transformadora. Por lo que precisamos ante todo discernir lo que el sentimiento de impotencia tiene de ideología (de efecto separado de sus causas y también de interpretación separada de la transformación) y lo que tiene de síntoma padecido, que es algo muy distinto, aunque mas no sea porque en lo que tiene de resistencia el síntoma puede decir algo (a quien lo escuche) y reanudar la doble conexión entre efecto y causas histórico-materiales y entre interpretación y transformación. En la medida en que la impotencia como ideología de dominación conlleva una pobreza narrativa, identificamos las contra-narraciones con aquello que Grüner denomina la “alegría de la crítica”, un tipo de placer vinculado a la enemistad que se experimenta al plegar la realidad contra sí misma. 

02. La eficacia de la articulación. Remitido a sus causas, el sentimiento de impotencia da cuenta -como vimos- no de una impotencia del ser, sino de una ausencia de articulación inmanente y autónoma. Con lo que el argumento recae sobre la noción de articulación. Articulación, en Virno quiere decir aptitudes para organizar la praxis colectiva. Esas aptitudes existen en el mundo del lenguaje y de las reglas que forman parte de las instituciones. De un modo teórico -es decir, no dispuestas desde la práctica- Virno enuncia que la praxis autónoma depende de unas disposiciones institucionales que permiten hacer uso de la potencia colectiva. O, en otras palabras, podemos reconocer -al menos teóricamente- a las instituciones “de” la cooperación social como aquellas que distinguen y separan producción normativa de imperativo de valorización capitalista. Para buscar ejemplos recientes tenemos a mano el 2001 argentino, el proceso que hace dos años se vive en Chile, o la rica coyuntura de la primera década boliviana del presente siglo. Por lo que es preciso distinguir la articulación autónoma de la cooperación social de la teoría populista de la hegemonía, que describe el funcionamiento de la política sin entrar de lleno al problema de la impotencia, que en Virno responde a una ontología marxiana de la cooperación social.

 03. ¿Mejor no hablar de ciertas cosas? Recapitulando: la actual decepción (con la) política no tendría resolución por fuera de un pensamiento sobre lo político mismo, en tanto que articulación de una potencia autónoma. Es preciso, por tanto, establecer la conexión necesaria entre la apropiación que las derechas más reaccionarias hacen de la insatisfacción (con la) política, y la incapacidad de las izquierdas -de todas: las marxistas, populistas, o las que sean- por (re)pensar esa capacidad articulatoria de la cooperación social (lo político mismo) que permanece secuestrada. La conversación política que repite el guion diseñado por los medios periodísticos a partir de las peleas de palacio omite -y borra- el problema central: el de la lucha por la articulación de la cooperación social a través de la creación de nuevas instituciones. Si El 18 Brumario de Luis Bonaparte sigue siendo un modelo de comprensión política lo es -justamente- como ejemplo de crónica periodística atenta a captar el vínculo entre los personajes y sus máscaras, entre las clases y sus fantasmas. Como si la política sucediera dos veces al mismo tiempo, como juego visible de poder en las instituciones públicas, y como pugna por cuestionar y constituir de otro modo el lazo social. Como si en definitiva el problema de la transformación de estructuras colectivas (las revoluciones históricas) resultara falso sin un simultáneo proceso de confrontación en el plano de un inconsciente -o bien de un reverso – de lo político. Es cierto que entre aquel texto y nosotros media un abismo, y que no hablamos hoy de las revoluciones proletarias -es decir, de experiencias colectivas que “extraen su poesía del porvenir”- como si nada hubiera empañado el optimismo insurreccional de mediados del siglo XIX. Pero, como ha escrito Alejandro Horowicz en su libro El huracán Rojo (una magnífica historia de la Revolución europea: de la francesa a la rusa), la revolución ha sido la vía moderna de inscribir igualdades en las instituciones y en la economía. Renunciar a ella -no a su modelo fetichizado, sino al poder cuestionador de lo político contra las estructuras del orden- no sólo supondría renunciar a nuevas igualdades, sino también quedar despojados de aquello que permite aunque sea defender algunas de las igualdades logradas en aquellas batallas.

04. Crisis, síntoma y Partido. La doble tarea histórica de las fuerzas políticas ha consistido en afirmar todo lo posible y en simultáneo la defensa de salarios, ingresos y derechos populares al mismo tiempo que confrontar sus propias formulas normativas y narrativas con las del mando sobre la cooperación social. Lo vimos en argentina en octubre del ‘45, en mayo del ‘69 y en diciembre del 2001. Sólo cuando se invierte la perspectiva de la crisis -es decir, cuando la dinámica de la crisis va de abajo hacia arriba es el poder de mando del orden -y no los salarios- lo que resulta empujado a la baja. La política de las últimas décadas fue un esfuerzo por restituir el eje vertical de la representación y el sistema de partidos. Desde esa perspectiva, gobernar es evitar el estallido. Y la organización popular -sea del trabajo precario, de la economía popular, de los feminismos- es percibida como perteneciente a “lo social”, es decir, sin plena legitimidad política. Las expresiones de protagonismo colectivo que carecen de forma partidaria son asumidos como actores secundarios o parciales a articular. Es precisamente esta política convencional de la articulación lo que deja de funcionar en el capitalismo neoliberal (el realmente existente). Muy al contrario, son las organizaciones populares abiertas a la praxis -en la medida en que tratan cotidianamente con el síntoma- las que mejor pueden ejercitar una articulación inmanente de la cooperación social combinando las resistencias y movilizaciones en su aspecto defensivo con la tarea de normativizar y narrar la potencia colectiva contra el mando neoliberal.        

05. Hablar de política. Las formas políticas que emergen del 2001 para acá -o si se prefiere una secuencia más breve: de 2017 para acá-, responden a un movimiento que tiene cierto punto de comparación con secuencias que encontramos en la región sudamericana: el corte toma forma de una reacción desde abajo a la crisis que articula tejido popular y estallido desde abajo, a lo que le sigue un complejo sistema de mediaciones que culmina en el sistema de partidos y la burocracia estatal. Ese sistema de mediaciones (que la teoría política implícita del periodismo denomina erróneamente “democracia”) es lo que vemos deslegitimarse velozmente. El problema de la política concreta queda planteado entonces, en torno a la cuestión del “frentismo”. ¿Cómo se relanza un instrumento frentista hoy y qué tipo de frente precisamos? Esta pregunta no puede ser respondida de modo individual, aunque todo lo escrito hasta acá sugiere que el valor principal de un frentismo por venir debiera pasar por su capacidad de combinar los dos movimientos fundamentales: uno defensivo (de salarios, ingresos y derechos populares), y otro que apunta a la articulación «instituciones de la cooperación». Por lo que “frentismo” ya no sería mera agregación cuantitativa sometida al cálculo de la relación de fuerzas, sino instrumento político concebido para reaccionar a la ideología de la impotencia.

06. Contra-narración. La captura ultraderechista de la insatisfacción con lo neoliberal -que se ha vuelto “insatisfacción democrática” (en palabras de CFK)-, desarma el lenguaje de la rebelión en función de una estetización reaccionaria que no cuestiona sino que asegura las relaciones de supremacía y dominación. La derecha neofascista asegura los mecanismos de opresión por la vía de la apropiación de la crítica igualitarista (izquierda). La impotencia se refuerza cuando las retóricas progresistas se limitan a la defensa del orden. Es cierto que el macrismo, la pandemia y la guerra agudizan la crisis y restringen las opciones. Y que la deuda es un factor extremadamente limitante. Pero la reducción de la función narrativa a mera comunicación redunda en la decepción y en la disolución activa de todo contrapoder posible. Walter Benjamin distinguía entre estetización de la política y politización del arte (la primera moviliza sin cuestionar jerarquías, la segunda apela a la sensibilidad como parte de un profundo cuestionamiento). Es esta última apelación la que está faltando. El mismo Benjamin elabora una distinción entre la información y la narración. Esta última capta una experiencia y la transmite, elabora un sentido. La ideología de la impotencia queda del lado de la retórica. Pero no es lo mismo narrar que retorizar. Y la historia de las grandes huelgas, pero también de las luchas de los derechos humanos, y de los movimientos piqueteros o feministas fueron y son momentos fuertemente contra-narrativos, porque en esa contra-narratividad aprendemos a producir la distinción clave (y hoy ausente pero ¿hasta cuándo?) de lo político: la de la palabra que distingue y no subsume la regla que organiza la praxis con la que la subordina a la valorización de capital.

Venado Tuerto, Mayo 2022.

Fuente Tecl@Eñe

Notas para una psicopolítica alternativa // Emiliano Exposto [i]

1.

La ambivalencia de nuestra coyuntura psicosomática se encarna en la porosidad de una crisis anímica colectiva: el deterioro emocional de nuestras vidas precarias, agravado durante la pandemia, viene operando a su vez como punto de partida de “nuevos activismos psicopolíticos” y de iniciativas de “salud mental desde abajo”. Hoy el problema político es si delegamos la gestión de la crisis en el estado, la industria farmacéutica y el lenguaje progresista de las políticas desde arriba; o por el contrario, podemos resignificar y reapropiarnos de la crisis anímica desde abajo, redirigiendo las dinámicas de investigación y politización colectiva contra las causas estructurales del sistema productor de malestares.

 

Animado por estos desafíos, releo dos libros antagónicos: Psicopolitica de Byung Chul Han (Herder) y Una lectura feminista de la deuda de Verónica Gago y Luci Cavallero (Tinta Limón). Leo de forma fragmentaria y dispersa, pero las resonancias militantes movilizan cierto deseo de prolongar hipótesis prácticas al abordar un enigma: ¿cómo repolitizar nuestra crisis anímica colectiva? Esto me lleva al libro sobre el “lavado cerebral” del anticomunista Kenneth Goff, titulado Psicopolitica (1956)[ii]. Pienso en la separación entre biopoder capitalista y biopolítica proletaria, formulada por Toni Negri en Marx y Foucault (Cactus). Una operación que se amplifica en la discusión entre “biopolítica estatal” (progresista o neoliberal) y “biopolítica desde abajo o democrática”, retomadas por Facundo Rocca en un diálogo entre Agamben, los xenofeminismos, Sotiris, etc. En el caso de Han y Goff, podemos interrogar una “salud mental desde arriba”, entendida como los funcionamientos dominantes del psicopoder desde el punto de vista del capital. Con Gago y Cavallero, quizás podemos imaginar y ensayar prácticas de “salud mental desde abajo”. Es decir, una psicopolitica popular desde el punto de vista de las luchas. Pero no se trata de una dicotomía incruenta, sino de polos de oscilación en las estrategias de investigación y subjetivación.

 

Antagonismos en una disputa anímica. Si bien la catástrofe pandémica evidenció y profundizó los colapsos psicosomáticos, no podemos delegar las políticas en salud mental a los especialistas, cuadros técnicos del estado, dispositivos terapéuticos del mundo psi o del mercado narcótico. Al contrario, la disputa por nuestras pasiones colectivas se juega en el corazón de una lucha de clases ampliada, donde podamos discutir la organización de nuestras vidas, la producción y la reproducción social, los modos de conexión insoportables, la indistinción entre los espacios-tiempos de trabajo, ocio y cuidado. No podemos reducir nuestras estrategias a la resolución de agendas institucionales y al tratamiento individual, ya que está en juego la posibilidad de renombrar lo que nos pasa y saber hacer en la crisis. Necesitamos ensayar alternativas desde la perspectiva de la crisis anímica proletaria, en función de revertir la privatización del estrés y el insomnio, de la ansiedad y la depresión.


2.

Cuando la revuelta chilena dijo “No era depresión, era capitalismo” escribió una hipótesis práctica para repensar nuestra salud mental como movimiento activista. Por esto, en momentos en los que se recrudece el antagonismo entre capital y vida anímica, una política de los sintomáticos y trastornados no tiene como objetivo principal una canalización identitaria o institucional del malestar[iii], sino que tiene como premisa sensible una autoconciencia colectiva de nuestra transversalidad. Una percepción de los problemas estructurales y desiguales de las vidas proletarias maniacas, apáticas, bipolares, locas o angustiadas. Este es el común del precariado psíquico, más allá del estrés privado y más acá del lenguaje progresista público.

 

La sustentabilidad del planeta y la sostenibilidad de nuestras vidas precarias están en peligro. Nuestra salud mental no es un problema privado, sino un problema político y personal. Si reconocemos que la explotación, la crisis climática y habitacional, la pobreza, la inflación y las violencias son estructuras del capital que precarizan la reproducción psicosocial de los cuerpos, entonces podemos ser conscientes del carácter colectivo de la “cuestión anímica”. Mark Fisher decía: si deseamos imaginar, construir y ensayar una alternativa seductora, viable y antagónica a las fuerzas del capital, es urgente revertir la privatización del desgaste mental y el agotamiento corporal, reconociendo que la salud mental obrera y popular son un problema político crucial en las estrategias emancipatorias.

 

 

3.

Al releer el libro de Han, con su teoría autocomplaciente de la tecnovigilancia y el gobierno de las vidas-farmacia, no puedo dejar de preguntarme: ¿en qué prácticas detectar otras posibilidades de acción y conocimiento para repolitizar coyuntura psíquica y somática? ¿El disciplinamiento sensible descripto por Han y el lavaje cerebral de Goff son una respuesta a los deseos, síntomas, fantasías y acciones de autonomía generadas en las luchas sociales?

 

La explotación de la cooperación social de nuestras mentes y cuerpos se ha convertido en el medio psicopolítico privilegiado para capturar las habilidades cognitivas, afectivas o lingüísticas del trabajo vivo. Y cuando algo se fuga, la integración normativa de lo inadecuado despolitiza las energías de aquello que se resiste en los síntomas (Sztulwark). Si para el capital estar sano es ser productivo y funcional, nosotros no queremos, no sabemos o no podemos encajar en su imperativos de bienestar y obediencia. Tenemos broncas, ansiedades, impotencias, ataques de pánico, bruxismos… Porque nadie puede adaptarse sin síntomas a una vida capitalista cada vez más invivible. El desafío es resignificar la impotencia privada a través de un resentimiento politizado contra las clases dominantes.

 

El impacto psíquico y somático de la crisis pandémica, de las mutaciones subjetivas y en las formas de explotación y extractivismo (Bifo Berardi), la profundización de la precariedad y la desigualdad, ponen un límite subjetivo a las políticas progresistas en salud mental. En este marco, los dispositivos narcóticos y terapéuticos cumplen una función de neutralizar y pasivizar el descontento social, desmovilizando nuestros malestares, síntomas y broncas. El problema del imaginario terapéutico es su afirmación unilateral de que nuestras heridas y angustias (y sus correlatos biofísicos) pueden ser resueltas por el sujeto individual, un ser “autoexplotado” que trabaja sobre sí mismo. Sin embargo, no se trata de cambiarse a sí mismo primero, y luego intentar cambiar nuestro mundo, sino de poner en juego nuestra propia transformación y conocimiento en las transformaciones y conocimientos colectivos.

 

La expansión del “narco-capitalismo” (de Sutter) fue el modo en que el capital bloqueó y privatizó los deseos, broncas, cuidados y disfrutes surgidos en las luchas de las últimas décadas. Una reacción global para desactivar estallidos locales, interiorizando el potencial de la explosión colectiva en implosión psíquica proletaria. Pero la reacción de las industrias farmacéuticas y el poder terapéutico señala que hay síntomas, luchas y malestares que otorgan un campo de posibles para una liberación anímica de nuestras vidas-trabajo.


4.

Atravesamos una expansión del “poder terapéutico” (López Petit), y por lo tanto, una ampliación del campo de batallas. A raíz de la profundización de la crisis anímica durante la pandemia, la masificación pública de la salud mental es ambivalente. Tiende a acentuar el profesionalismo liberal, indicando que nuestra vida afectiva es un problema de especialistas y técnicos psi. Al delegar nuestros estados de ánimo en los burócratas del padecimiento, el malestar se despolitiza y al tiempo se patologizan nuestros modos de vida. Pero si somos conscientes de que la precariedad, el extractivismo, las opresiones, el caos urbano y el endeudamiento operan como problemas estructurales que dañan nuestra vida de modo desigual, podemos percibir que necesitamos una transversalidad psicopolítica del común.

 

El avance psicologista en la vida cotidiana y medios de comunicación, los discursos terapéuticos en redes sociales y grupos militantes, la psiquiatrización comunitaria de los territorios, la explosión de ofertas terapéuticas, el disciplinamiento químico, la inflación diagnóstica y medicalizante… ¿Todo esto nos habla de una amplificación del psicopoder, que ya está desbordando los muros institucionales del sistema de la Salud Mental oficial?

 

La ampliación del “sistema sanitario” es contradictoria: puede ser entendida como una traducción disciplinante de los síntomas o malestares, una anestesia que solo nos ofrece fármacos o terapias para el daño social. De esta manera se desactiva el descontento social mediante una oferta terapéutica y narcótica de cura y adaptación. ¿La dominancia del lenguaje progresista en el “campo” tiende a obstruir la imaginación de psicopoliticas radicales, reproduciendo la oscilación entre el pesimismo institucional y el voluntarismo heroico?

5.

En Psicopolitica de Han se torna abrasiva la sensación insomne de gobierno unilateral del neurocapitalismo. Nos mete en un apocalipsis digital que no es otra cosa que la pesadilla de la mercancía: impotencia e insomnio, ajuste libidinal y aplastamiento de los futuros, hiperactividad eufórica y hartazgo. No hay rastros de luchas, desobediencias o sabotajes. El realismo capitalista se presenta aquí como el triunfo definitivo del prometeismo zombi del mercado. El fin del mundo como un panóptico mental de “autoexplotación”. Asistimos a una teoría de las obviedades tecnológicas con un evidente reverso bioemocional: la gobernanza terapéutica, psiquiátrica y farmacéutica narrada desde el punto de vista del suicidio del capital. Pero la producción capitalista de sufrimiento psíquico se corresponde con una distribución desigual de la vulnerabilidad, una exposición diferencial ante la muerte que en vida nos dan. Es necesario producir desplazamientos, porque este inconsciente capitalista es una respuesta a las pasiones, razones y acciones de las luchas populares.

 

El problema con las teorías de Han, Goff o de Sutter es que se limitan a describir los funcionamientos del sanitarismo del capital, explicando sus mecanismos de dominio biopsíquico, flexibilidad neuronal y explotación. Invisibilizan, por ende, la fuerzas ambiguas y frágiles de nuestros síntomas, mentes, cuerpos y anomalías. La unilateralidad impotente de esas teorías no deja espacio para construir desplazamientos, en virtud de los cuales detectar aquí y ahora posibilidades ambivalentes donde se elaboran resistencias psicopolíticas.

 

¿Es posible reapropiarse y refuncionalizar los medios de producción de subjetividades en salud mental? ¿Qué nos dice la genealogía de los transfeminismos y disidencias sobre el contra-uso de ciertas tecnologías biopoliticas en favor de la emancipación de los subalternos? ¿Podemos hacer un contra-uso colectivo de las terapias o los fármacos (cooperativismo químico)? Si bien el psicopoder capitalista convierte nuestras emociones en una moneda viviente del mercado, la pregunta es la siguiente: ¿podemos hacker los usos, prácticas y dispositivos psicopolíticos?

 

6.

Contra esos discursos en torno al psicopoder construidos desde el punto de vista del capital, podemos operar un desplazamiento a partir del punto de vista de las luchas. Si el nacimiento del neoliberalismo fue un contragolpe asesino contra las luchas populares, impuesto mediante dictaduras y represiones para derrotar los movimientos revolucionarios; por su parte, la emergencia del psicopoder capitalista fue el modo en que el neoliberalismo privatizó y despolitizó los malestares, medicó los problemas estructurales del capital y capturó los deseos en el consumo y los placeres en las vidas anestesiadas ante el desgaste laboral y la clausura de los futuros. Por eso en la actual catástrofe de lo neoliberal, este psicopoder opera como una forma de gestión fármaco-terapéutica de la crisis anímica. Sin embargo, las crisis son experiencias límites y ambiguas, puede proporcionar una reapertura cognitiva para explorar otras preguntas y vínculos, otras pasiones, razones y acciones.

 

Para gestionar la crisis subjetiva, el capital no solo explota el trabajo productivo o reproductivo. Explota nuestro inconsciente, nuestro trabajo psíquico, toda la subjetividad, extrayendo riquezas de nuestra cooperación social. La tradición del “neo-operaismo italiano” ha argumentado largamente sobre las mutaciones psíquicas y laborales de las últimas décadas, por las cuales el capital explota las habilidades sociales de los lenguajes, afectos, cogniciones, consumos o fantasías, extrayendo una “plusvalía subjetiva” de toda nuestra vida. Pone a trabajar nuestros deseos y pasiones, en virtud de responder a imperativos de valorización mercantil (competencia, rendimiento, reconocimiento, productividad, visibilidad, etc.). Esto amplia la noción de trabajo y explotación, pero también las zonas de conflictividad y antagonismo, problematizando el extractivismo ampliado de nuestra existencia.

 

Ante la explotación de nuestra subjetividad por los automatismos neuronales, digitales o financieros, ¿podemos imaginar una huelga psíquica para interrumpir imperativos, para generar autonomías contra la máquina productora de ansiedades, bruxismos y depresiones?

 

 

7.

¿Es posible construir un frente de liberación anímica por nuestras vidas precarias, insomnes, anoréxicas, rotas, cansadas, quebradas…? En el plano de las micropolíticas de las emociones, ¿cómo abordan los progresistas, los fascistas y las izquierdas nuestros estados de ánimo? Si los progresistas tienden a psicologizar y victimizar a las personas con malestares (moralización); las izquierdas clásicas tienen la costumbre moral de banalizar y subordinar los afectos (sacrificio heroico de lo individual en lo colectivo); mientras los fascistas ofrecen una politización reactiva de las pasiones, dispuesta para reforzar desigualdades sistémicas.

 

Algunas hipótesis alternativas: a) desprivatizar nuestras experiencias vividas, sacarlas del closet revalorizando las narrativas en primera persona de los malestares, disfrutes y deseos; b) hacer de nuestra salud mental un problema colectivo, discutiendo las estructuras que nos habitan a todos incluso cuando las combatimos, pero sobre todo cuando las padecemos o nos beneficiamos con sus privilegios; c) aterrizar en prácticas, cuerpos y territorios concretos la abstracción de las categorías terapéuticas (diagnósticos psiquiátricos, discurso neurocientifico, psicologismo, jerga psicoanalítica, etc.; d) ponerle imágenes y lenguajes propios al daño emocional y neuronal resultante de las diversas dinámicas de explotación laboral, precarización, endeudamiento, etc.; e) problematizar las intersecciones entre diferentes violencias: patriarcales, financieras, cuerdistas, racistas, capacitista, clasistas, etc.,; f) defender los derechos adquiridos y vulnerados, coordinando agendas y conflictos para generar otras reivindicaciones públicas; g) destituir los discursos oficiales, constituir nuevos saberes y narrativas, e instituir nuevos dispositivos psicopolíticos de contrapoder.

 

  1. 8.

Debemos repensar las psicopolíticas a partir del punto de vista del malestar, explorando una potencia ambigua y vulnerable en nuestras vidas ansiosas, medicadas, deprimidas o ciclotímicas. Porque la precarización biopsíquica de nuestra clase restringe autonomías y acentúa las economías libidinales de la obediencia emocional y la flexibilidad neuronal. Por tanto, nos condena a aceptar limitados tratamientos individuales con normas imposibles de cura y recuperación, que tienen evidentes rasgos de género, raza, capacidad, etc. El control narcótico y terapéutico de las vidas precarias responde a un ajuste afectivo, tendiente a reforzar la impotencia y la parálisis de la voluntad en momentos de depresión colectiva de la clase. En términos de Paolo Virno en Sobre la impotencia (Tinta Limón), nuestra impotencia y decepción no es signo de un déficit o una carencia, sino síntoma de una inhibición y dispersión de nuestras fuerzas, paralizadas o frenéticas, agotadas o frustradas. ¿La impotencia individual puede ser el punto de partida frágil de un contrapoder colectivo? ¿Qué prácticas, imaginarios y discursos abren posibilidades aquí y ahora para una liberación anímica?

 

[i] Este texto recupera algunas intuiciones del texto “Psicopoliticas: investigaciones, activismo y salud mental”,  publicado en Revista Sonámbula: cultura y lucha de clases. Disponible en: https://sonambula.com.ar/psicopoliticas-investigaciones-activismos-y-salud-mental/?fbclid=IwAR1VuWA7RiwzgnKEvxVFBbSx7SuUpm8eVkVkPTor_7S6Q1kgbOgEsvNIERw

[ii] El concepto de “psicopolítica” fue formulado en 1955 por Kenneth Goff. En 1980, el militante comunista y (contra)psicólogo Peter Sedgwick escribió Psychopolitcs, conectando las luchas antipsiquiátricas, los movimientos de usuarios, ex usuarios y supervivientes, y el compromiso crítico de los movimientos de trabajadores en salud mental. Autores como Sloterdijk, Laurent de Sutter o Byung Chul-Han lo utilizan en un diálogo crítico con el concepto foucaultiano de “biopolítica”.

[iii] Ver “La energía ambivalente del malestar: alquimia, crisis, extrema derecha” de Amador Fernández-Savater”, en https://lobosuelto.com/malestar-alquimia-crisis-derecha-amador-savater/

Venado Tuerto, «La Biblio» y nosotrxs // Diego Sztulwark

Llegamos a Venado Tuerto el viernes. La invitación corría por cuenta de Revista Ají y el Partido de la Ciudad Futura. El tema de la charla del sábado era: «sobre la impotencia. Lo que callamos cuando hablamos de política» (se puede ver aquí). Pero había algo más, un nítido recuerdo de una conferencia notable de Viñas sobre Walsh (que aquí se puede ver), un número de la Revista Lote dedicado a León Rozitchner y alguna referencia de Horacio González a la Universidad Libre de Venado. Luego de la actividad convenida vino el banquete (no sería justo mencionar sólo el espléndido asado, fue mucho más que eso: un cumple años, una reunión, una familia, una banda, un grupo de jóvenes inaugurando algo y una historia que pide ser narrada una y otra vez). Recién anoche, ya de regreso a Buenos Aires, pude dedicarme a satisfacer mi curiosidad leyendo «La Biblio. Esa historia» (Ají Ediciones, 2001), relato coral organizado por Marcelo Sevilla. Allí se da cuenta de una historia mítica e -según me dijo hoy Christian Jesus Ferrer, uno de los tantos testigos- «irrepetible» . Todo parece comenzar allá por la década del 20, cuando un grupo de obreros del ferrocarril -socialistas y anarquistas ellos- fundaron en el pueblo de Venado Tuerto la biblioteca Florencio Ameghino. Aquel impulso inicial habría languidecido con la biblioteca misma sino hubiera ocurrido -hacia fines de la dictadura- que otro grupo de muchachos -hijxs de trabajadores y por tanto no destinados al ascenso habitual de los hijos de las clases medias profesionales- forjara un movimiento contra-cultural por medio del cual obtener el oxígeno que la época negaba. Ese movimiento los llevó a crear La Biblio, un universo libertario inconcebible: dieron LUZ allí a una Universidad Libre, invitaron a dar clases y a participar de sendos banquetes a lo mejor -y mas variado- de la intelectualidad literaria, militante y filosófica del Río de la Plata (no exagero si digo que aquel plantel superaba en mucho a cualquier universidad de la época), bailaron con La Mona Jiménez -hay fotos con La Mona en el libro- y dieron vida a un maravilloso equipo de fútbol (“La Biblio”: camiseta roja y amarilla, medias con pompones) que salió campeón de la Liga y hasta le hizo partido Newells.

Por medio de esa “confraternidad de fútbol y goles” -las palabras encomilladas pertenecen a uno de los “docentes” porteños involucrados en el programa de la Universidad llamado- “el fútbol se bibliotequiza -y entonces gana en sentimiento estético y utópico- los libros se “futbolizan” -y entonces ganan en habilidad circulatoria, juego de cintura, destreza sobre los cuerpos”. Se trataba de resistir por medio de gestos. Ya que, como escribe Marcelo Sevilla, «el capitalismo creaba una nueva pobreza: la pobreza narrativa». No quiero volver de esa noche -de ese banquete, de este libro- en que las fechas y los nombres no conocen cortes ni desapariciones, un poco como si nada hubiera pasado y toda esa riqueza subsistiera ahora mismo, como siendo parte de nosotrxs.

Lo que resiste en el síntoma // Diego Sztulwark

(Una lectura sobre Lo sólido en el aire. El retorno de la crítica marxista, de Eduardo Grüner)

00. Parte y Todo. La publicación del libro Lo sólido en el aire, de Eduardo Grüner (Clacos: 2021), es una oportunidad para agradecer, estudiar y -hasta donde se pueda- discutir la obra de este profesor -de quien fui alumno- y ensayista -de quien me confieso lector- cuyo discurso produce una mezcla de placer intelectual, (des)acuerdos políticos y sobre todo un aprendizaje -siempre incompleto- sobre eso que el autor llama la “crítica marxista” (y freudiana) como proceso en constante actualización. Alcanza con leer una Parte -sin alcanzar el Todo- de este volumen de 820 páginas para adentrarse en el característico lenguaje “grüneriano”, cuya dialéctica del síntoma se empeña en descubrir en la Parte una materialidad histórica resistente una y otra vez escamoteada por el fetichismo del Todo, que se alza como la única realidad. La crítica Grüner -gran lector de Adorno- apunta a poner en crisis ese Todo como falsedad de lo real, para transformarlo en un Todo Abierto o Todo en proceso. Hay en el trabajo de Grüner una dirección inspiradora que apunta a hacer de la crítica una práctica teórica orientada a desentrañar el proceso de expropiación política subyacente a la trasmutación mercantil del lazo social.

01. La politización de la Izquierda. Puede leerse en Lo sólido en el aire que Jean Paul Sartre llega a identificarse muy tardíamente como “intelectual realmente politizado”. Lo hace recién durante los acontecimientos del llamado mayo francés, en el ‘68, cuando ya era reconocido mundialmente como ejemplo de intelectual “comprometido”. Antes del 68, Sartre se consideraba sólo un hombre de izquierda, posición ética de rebeldía que rechazaba la explotación y la injusticia, pero no un revolucionario. La politización se da para él como un pasaje de ese rechazo ético a la praxis transformadora efectiva de las estructuras -capitalistas- dominantes. Ser de izquierda -concluye Grüner- sería, por tanto, situarse en ese pasaje que para Sartre supone un “alza de masas”. La politización del intelectual crítico contempla entonces una dialéctica doble: la del individuo ético tomado en una radicalización colectiva, pero también la del intelectual cuyo pensamiento es desbordado por una praxis que lo sostiene. Esta doble síntesis de la politización de izquierda se conecta en el libro de Grüner con una cita de León Rozitchner: “cuando el pueblo no lucha la filosofía no piensa”. El llamado “intelectual crítico” sería aquel que busca anticipar ese tránsito -hoy más bien empantanado- cuya eficacia lo desbordaría en su doble aspecto de proceso colectivo y de pasaje nunca del todo resuelto.

02. Placer de la crítica. Desbordada -y aún empantanada-, aquella figura del “intelectual crítico” de la que se ocupa Grüner, es ante todo, irónica y no triste. Transcribo una frase sorprendente de Lo sólido: “hay que desconfiar de los intelectuales que sufren”. El pensamiento crítico no es pesimista. Es cierto que él no puede por sí mismo transformar la realidad, pero no por eso deja de “apostar” a la “la movilización de los conflictos” existentes. El pensador crítico no experimenta “amargura” (Christian Ferrer, autor de un notable libro sobre Ezequiel Martínez Estrada llamado La amargura metódica, no tiene porqué diferir con Grüner sobre esto: la amargura como “método” no supone necesariamente la amargura del ensayista) sino una “una cierta alegría hedonista” consistente en “hacer jugar la realidad contra sí misma”. Hay que desconfiar de los intelectuales desprovistos del goce de la enemistad, porque su sufrimiento no sería sino un modo lamentoso de la aceptación.

03. Tesis 11. El “intelectual crítico” hace la “mímica” de la praxis, puesto que criticar implica para él convocar las fuerzas capaces de “poner en crisis” la realidad y sus esquemas. Para derrumbar lo que el pensamiento pretende derrumbar, su lenguaje debe asumir la forma politizada de una plaza pública. No se trata de la lucha contra una mentira que encubre una realidad, sino contra la realidad misma en tanto que ella tiene la forma real de una mentira. En tanto que político en el pensamiento, el crítico “anticipa”, “apuesta” y “hace la mímesis”, pero carece de los recursos necesarios para alcanzar una eficacia transformadora. Su tránsito político último consiste en indagar los vestigios de aquella materialidad histórica escamoteada. Tarea en la que Marx y Freud sobresalen como los grandes creadores de dispositivos prácticos en torno al síntoma. ¿Qué hizo Marx estudiando la economía política burguesa sino descubrir en ella la ausencia de una Parte real que el Todo sólo podía incluir invisibilizándola? La lectura sintomática, que Althusser nos enseñó a comprender como la practica teórica de Marx, alcanzaba así el concepto crítico de “plusvalía”, cuyo principal efecto consistía en percibir la existencia de una materialidad histórica escamoteada en la conversión del trabajo humano en mercancía (lo cual, dicho sea de paso, le permitía a Marx postular una política, dado que el descubrimiento teórico de la plusvalía hacía posible postular un sujeto proletario como condición resistente de aquella materialidad históricamente escamoteada). La célebre formula de Marx según la cual no se trata de “interpretar” sino de “transformar” el mundo, debe ser leída entonces -siguiendo a Grüner- en toda su importancia epistemológica: ya no es posible interpretar el mundo sino sobre la base de su transformación.

04. El olvido del elemento trágico. Desconectada de la transformación, la interpretación se torna ideología dominante: adecuada percepción del estado actual del mundo. Imposibilidad de “(re)pensar lo político” como capacidad -o posibilidad efectiva- de revisar el lazo social. Si lo político remite a una instancia “antropológicamente originaria y socialmente fundadora”, la necesidad de (re)pensarlo sugiere que esa capacidad ha caído en un largo olvido. Pero entonces es necesario aclarar que en Grüner lo político se opone casi punto por punto a la política. Ahí donde lo político, “ontología práctica del conjunto de los ciudadanos”, elemento irreductiblemente conflictivo (y por tanto “trágico”), la política moderna aparece como una técnica específica de gobierno de lo social o autonomía de lo político. Si la tentativa revolucionaria del siglo XX se planteó la coincidencia entre lo político y la política -de modo tal que la toma del poder político implicaría la capacidad de transformar la realidad-, nuestro presente neoliberal se caracteriza por un borramiento casi perfecto de lo político (hiper mercantilización del lazo social) sumado a una escandalosa  impotencia de la política (incapaz de una gestión técnica de la reproducción social). Doble o triple crisis de la democracia, entonces. Para decirlo con un razonamiento de István Mészáros: la crisis irremediable de la gestión capitalista del “socio-metaboslismo” hace del capital una fuerza autodestructiva y de la “autonomía política” una instancia formal, incapaz de producir efectos inclusivos o simplemente reparatorios. La incapacidad de “(re)pensar lo político” revierte entonces en un problema actual de primera magnitud, porque la previsible decepción política, al ser capturada por la derecha reaccionaria, supone la apropiación “antipolítica” de la crítica por izquierda al propio neoliberalismo. Por lo que es preciso entender que la naturaleza de esta antipolítica reaccionaria no se agota en lo más mínimo en su impugnación de tal o cual políticx, sino que apunta a una represión completa del carácter revisable de las actuales relaciones sociales. En textos recientes, el psicoanalista Jorge Alemán ha escrito que no se constata una correlación causal estricta entre crecimiento de estas derechas extremas y las defecciones de los gobiernos llamados progresistas. Comparando situaciones no tan equivalentes como la de Argentina y España, llega a la conclusión de la existencia de un tipo de subjetivación reaccionaria global relativamente autónoma de las coyunturas locales. Esta hipótesis, cuyo mérito se localiza en admitir la impotencia actual de la política (incluso de la llamada progresista), requiere ser leída a la luz del problema mayor señalado por Grüner sobre la incapacidad de las izquierdas de “(re)pensar lo político”: ahí donde la política se presenta como garantía de inclusión, sin transformación del lazo social, sólo crece la desconfianza y el resentimiento respecto de toda retórica no mercantil -es decir, meramente formal- de la igualdad.

 

05. Inconsciente político. La cuestión de la impotencia de la política (y el correlato de la antipolítica reaccionaria) extrema la urgencia de (re)pensar lo político. La idea de este (re)pensar que  Grüner nos propone es la de un Marx pensado desde un Freud. Del mismo modo que la práctica analítica puede captar el trabajo del inconsciente a partir de un lapsus, lo político puede resultar visibilizado en ciertas crisis, como sucedió, por ejemplo, durante el 2001 argentino. Las formaciones del inconsciente político constituyen el material fundamental para el grüneriano (re)pensar de lo político. Es por relación a esos síntomas que es posible agujerear el funcionamiento de la ideología (puesto que la ideología es para Grüner la percepción adecuada de los sujetos de la realidad tal y como funciona a partir de las relaciones dominantes de producción). Por lo que el (re)pensar de lo político requiere de un análisis de las emergencias del inconsciente político, de esa lucha de clases habitualmente disimulada o desplazada del saber consciente, relegada a una zona propiamente inconsciente desde la que no deja de retornar. Bajo el nombre de “movimientos sociales” (“piqueterxs”, “feminismos”, etc) se juega, entonces, una partida decisiva en torno a la capacidad de revisión del lazo social. Pero entonces, si coincidimos en que es en este reverso de la política que persiste una conflictividad irresoluble que permite al pensamiento “crítico” (re)pensar lo político, no creo que sea conveniente excluir bajo la imprecisa etiqueta del “postestructuralismo” la obra de pensadores que como Gilles Deleuze, Félix Guattari, Toni Negri, John Holloway o Paolo Virno,

han aportado una valiosa comprensión en torno a lo político en torno a cuestiones tan importantes como:

* las modalidades del mando del capital sobre el proceso de trabajo en el espacio global (en crisis):

* la pluralidad y heterogeneidad de sujetos que participan de lucha de clases tomada en su innegable pluralidad y heterogeneidad;

* la crítica al partido de vanguardia en su conexión interna con la crítica al socialismo burocrático, incapaz de percibir que la forma estado es ya un momento del capital;

*el rescatar del horizonte de lo común en épocas de bancarrota de los partidos comunistas y socialistas.

06. La periferia como método (y la revolución en el aire). En plena (crisis de la) globalización capitalista, que para «nosotrxs latinoamericanos» -y también para los africanos- comenzó en 1492, lo “crítico” en el pensamiento -leemos en Grüner- consiste en colocar la periferia como método para recorrer la “paradoja bien conocida tanto para los marxistas -a través de la cuestión de la plusvalía- como para los psicoanalistas -a través de la cuestión de la castración-, según la cual “solo puede algo -llámese mercado mundial o identidad sexual- parecer completo, precisamente porque “algo le falta”: solo puede parecer que el comercio internacional, el capital financiero, las comunicaciones y las unidades productivas están «globalizadas», porque la fuerza de trabajo no lo está, ni podría estarlo, dado que el capital necesita imperiosamente mantener niveles territorialmente diferenciados de extracción de plusvalía y excedentes, so pena de caída catastrófica de la tasa de ganancia». Si leo adecuadamente lo que aquí propone Grüner, se trataría de asumir que los conceptos críticos de «plusvalía» y «castración» -Particulares resistentes a la universalización abstracta- equivalen a una cierta asunción de lo periférico en tanto que Parte resistente al Todo como falsificación de lo real. Y por tanto la posición periférica haría constelación con el inconsciente político en la cartografía grüneriana de aquello que ya no puede ser la revolución, pero tampoco puede dejar de serlo puesto que como escribe Alejandro Horowicz en su admirable libro El huracán rojo, la revolución (de la francesa a la rusa) ha sido la forma moderna de inscribir nuevas igualdades en el orden de la economía y las instituciones. Renunciar a ella sin inventar nuevos modos de (re)pensar la política equivaldría no sólo a resignar futuras igualdades sino a declinar la defensa de las que aún sobreviven. Intuyo que esta fractura en el corazón mismo del mundo de las izquierdas -la misma que hace decir que el único “sujeto” transformador que podemos concebir hoy es uno que anda en la “cuerda floja”- es lo que anima el gesto substractivo en el título del libro. Ahí donde la frase de Marx y Engels decía que “todo lo sólido se desvanece en el aire”, Grüner logra retener lo sólido en el aire poniendo en suspenso su desvanecimiento, como apuesta al eterno retorno de la crítica marxista.   

La tecl@ eñe

Un índice que lo dice todo // Diego Sztulwark

El índice de este nuevo libro inéditos de las Obras de León Rozitchner que habla por sí mismo (en orden): Castoriadis, Deleuze, Lefort, Marx, Agamben, Levi-Strauss, Lacan, Laclau, Astrada y González.
Solo agrego que si bien es de sobra conocido que en Rozitchner hay un lector poderoso y personalísimo, y que la lectura en é era ya casi -la misma operación que- la escritura (y viceversa), en «Hacia la experiencia arcaica: lecturas y retazos» vemos al filósofo trabajando en su lúcida intimidad sobre textos de otros filósofos (verdaderamente notables) de su época.
Feliz de seguir editando junto con Cristián Sucksdorf las Obras de Rozitchner, y agradecido a Sebastian Scolnik y a la Biblioteca Nacional porque además la calidad de la impresión es notable.

Nos disparan con malas biografías y textos // Joaquín Alfieri

Toda pieza artística que nos ofrece ese conjunto amorfo-musical llamado “Babasónicos”, supone un preciso diagnóstico del panorama cultural en el que se inserta su música. Posición periférica mediante, las sutilezas con que Dárgelos y sus secuaces captan la escena e intervienen en la misma, aparece como una constante en su producción: la parodia, la risa o el cinismo, confluyen en la capacidad para interpretar los caracteres solicitados por el medio y, al mismo tiempo, mantenerse distantes en esa aparente proximidad. Una subversión inmanente que no necesita resortes distintos de aquellos ofrecidos por la misma industria cultural que se disponen a impugnar.

Esta tendencia paródica y disruptiva fue acentuada por el grupo en sus dos últimas producciones: el camino iniciado con Discutible encuentra la confirmación de su sendero en el recientemente aparecido Trinchera. Allí se corroboran las sospechas de sus oyentes: Babasónicos ha decidido asesinar la canción del siglo XX. El panorama cultural de la música argentina es caprichosamente claro al respecto –por lo menos si nos atenemos a ese conjunto de bordes difusos denominado “Rock”-. Existen, al menos, tres tendencias que transitan caudalosas por afluentes diversos.

En primer lugar, Los nostálgicos del porvenir: son aquellos artistas musicales que desfilan por los dispositivos mediáticos sin presentar novedad alguna respecto del formato-canción tradicional. Insisten en fórmulas trilladas reproductoras del hedonismo depresivo que caracteriza nuestra época, partiendo –en el mejor de los casos- desde evocaciones y homenajes, hasta llegar –en el extremo límite de su nostalgia- al simple y llano hurto.

En segundo lugar, tenemos a Los costureros de la ruptura: este segmento resulta más difícil de clasificar, puesto que su aparición constituye necesariamente una herida a eso que llamo de forma maliciosa “la canción del siglo XX”. No obstante, el corte se presenta con sus puntos de sutura. Representa un malestar enmendado, una cicatrización automática en donde el puñal porta el hilo de sutura quirúrgica. Sus intérpretes pertenecen a una joven y nueva generación, extremadamente talentosa y aparentemente disruptiva. Envasados en un frasco transparente de rebeldía, no contienen más que prescripciones predecibles acerca de una moral bien-pensante, corregida en cada instante por los censores de un progresismo cool e ilustrado. El monstruo cultural de la industria musical los acoge sin mayores inconvenientes, procesándolos previamente para tornar inofensivo su arsenal de rimas precipitadas con hedor a mercancía.

Por último, están Los sicarios de la canción pretérita: productores de sonidos y conceptos disruptivos para la temporalidad cotidiana, se presentan como la cara opuesta de la nostalgia. No se trata de un sub género progresivo (ya existente en la canción del siglo XX), sostenido en demostraciones de virtuosismo para la ejecución del instrumento de turno. Su novedad radica en otro lugar e implica una suspensión estética del oyente frente a la primera escucha: antes de poder enunciar el agrado o el disgusto en el enfrentamiento con este particular formato de canción, se erige un interrogante anterior y fundante “¿qué es esto?”. No se trata de la novedad por la novedad -recurso harto utilizado por las astucias del mercado-. Tampoco se trata de impugnar críticamente la canción del siglo XX por una idea ingenua de progreso, o por el afán de sepultar un pasado que oprime al cerebro de los vivos. La canción del siglo pasado puede ser también un espacio acogedor al que se retorna como animal oyente. En todo caso, el carácter intempestivo de este sepelio de la canción pretérita responde a dos movimientos puntuales, que impactan corporalmente y que aparecen obturados por los formatos más tradicionales: incomodidad y apertura.

Babasónicos quizás sea uno de los mejores exponentes de este movimiento homicida. La particularidad que deposita al grupo en una posición jerárquica dentro del conjunto, reside en el carácter reflexivo de su movimiento. A diferencia de otros artistas atravesados por este paulatino abandono de la canción del siglo pasado, existe en el delito babasónico una clara conciencia de los postulados que guían su propuesta estética. Mientras otros “lo hacen, pero no lo saben”, el grupo liderado por Dárgelos hace uso de las plataformas tradicionales para poner en juego un manifiesto artístico. La lucidez se entrelaza con la provocación, dejando entrever los pálpitos que guían su itinerario musical.

En este último “disco”, Babasónicos solicita a sus oyentes las únicas 2 cosas que no tienen: tiempo y silencio. Existe un trabajo de las voces, un carácter difuso de las líricas y segmentos sigilosos en las canciones, que requieren un tipo de atención auditiva totalmente ajena a nuestras lógicas cotidianas donde se ve, pero no se mira. El descubrimiento de la propuesta babasónica deja entrever una disposición del sonido que se encuentra en las antípodas del formato radial como telón de fondo, donde el espacio se llena compulsivamente de ruido por el mero hecho de llenarlo (como cuando nos incomoda la presencia ajena en el ascensor y nos vemos compelidos a realizar algún comentario sobre el clima para que no nos devore el silencio). Babasónicos gesta un modelo de canción que tensiona nuestros estándares hiper-productivistas: para disfrutar sinceramente de su propuesta, seguramente debamos dejar de hacer otras cosas.

La cronología de Trinchera presenta una sucesión peculiar: el comienzo del álbum opera con la lógica del infiltrado para establecer las coordenadas de la crítica. A diferencia de su antecesor Discutible (donde la ruptura con la canción tradicional se expresaba desde el origen), la apertura de Trinchera pareciera enfrentarnos con una tipología musical familiar y conocida. El inicio funciona como un señuelo, una canción-anzuelo para cooptar oyentes desprevenidos. La ruptura inicial solo tiene un carácter conceptual, camuflado en tópicos que parecen clásicos, pero que no lo son: aparece una crítica al amor esterilizado de la moralina progresista, para recordarnos que “los bordes del corazón se dibujan, así como se borran”. Este comienzo almibarado, posee dos asuntos centrales: la muerte y el sexo. Contexto pandémico de por medio, ya no tracciona la metáfora del orgasmo como una Petit mort; la vinculación aparece desnuda en inesperados portavoces: desde nuestras trincheras hogareñas asistimos a una distopía televisada, en donde un contabilizador de muertes y contagios, se entremezclaba con ministros conservadores recomendando los intercambios sexuales a través de la virtualidad como una forma de cuidarnos. Casi sin darnos cuenta, la masturbación se convirtió en un elemento de supervivencia para la política de Estado.

La verdadera ruptura en la propuesta artística de Babasónicos se inicia con la cuarta canción del álbum titulada “Vacío”. Abandonar toda esperanza de predictibilidad quienes aquí entran. Cada canción va a presentar de ahora en más un camino sinuoso, irregular y errático. Elementos dispersos se conjugan en una propuesta novedosa: la muerte sigue anclada como tópico central de líricas elaboradas durante la extemporánea pandemia; se postula una izquierda noctámbula; se emplean palabras que todos usan, pero nadie siente suyas; y se despilfarra capital afectivo para que nadie se lo apropie.

La crítica babasónica posee también la peculiaridad de no proponer una exterioridad para ser efectuada. Se perturba la tiranía algorítmica sostenida por “Despotify” o “Yotetube”, con el logo de uno de los principales sellos discográficos pegado en la solapa del “disco”. No le interesa proclamar una supuesta independencia confundida con aires de superioridad; la palabra se erige en un universo centrífugo, donde todo en última instancia nos lleva al “acepto todo” de Google. La propuesta parece más decorosa y no por eso menos valiosa: en medio del “tsunami de mierda”, cavar una trinchera.

La hiena y su pantalla // Franco «Bifo» Berardi

A un periodista que le preguntaba qué pensaba de los «nouveaux philosophes» Gilles Deleuze un día le respondió que no pensaba nada porque de nada no se puede pensar nada.

Me permito disentir de Deleuze, si puedo: creo que sea necesario pensar en el nihilismo, la violencia intelectual, el conformismo abyecto. Hay que pensarlos, porque también de estas cosas está entretejida la tragedia contemporánea.

Por ejemplo, ¿qué pensar de Bernard Henry Levy? Nunca se me ocurrió que fuera un filósofo. De sus libros se desprende únicamente la superficialidad de un aficionado entusiasta de sí mismo.

Incluso el periodismo se avergüenza de sus obras enfáticas y llenas de exhibicionismo patético. No es un filósofo ni un periodista.

Él es un sádico.

Un sádico voyeur al que le gusta ver el sufrimiento más brutal, le gusta la aventura extrema con colores de puesta de sol en el desierto. Un Limónov versión NATO.

Los muertos, posiblemente cientos de miles, son parte del espectáculo.

No sé cuántas son las víctimas de la guerra en Siria, nadie lo sabrá nunca, pero recuerdo la pasión con la que BHL se apresuraba para convertir una revuelta popular en una guerra sangrienta.

La última aventura del tenebroso parisino es una visita al vicecomandante del batallón Azov, punta avanzada del mundo libre. El resultado fue un emocionante artículo publicado por La Repubblica.

De Illya Samoilenko se describe en primer lugar la homérica pálida belleza. Luego se pasa a disipar el rumor de que el batallón del que el homérico es subcomandante está compuesto por nazis. «Solo somos», dice Saimolenko, «nacionalistas radicales.» que es otra manera de decir lo mismo, pero BHL, enamorado, no es tan sutil.

Poco le importa a BHL que sus valientes no quisieran dejar salir de sus búnkeres a los civiles que la ONU pretendía evacuar, como se desprende de la entrevista que Illya Samoilenko emitió a The Guardian hace unos días.

Pero el intrépido concluye: «Preferimos morir antes que sufrir la humillación de una rendición. La palabra rendición no existe, en nuestro diccionario”.

El dia después los heroes se rindieron sin cambiar el diccionario.

Puedo respetar los nazis del batallón Azov porque arriesgan su vida. Lo que no puedo que despreciar profundamente ese el cantor de muerte, la hiena emocionada frente a su pantalla. Lo que me repugna en la actuación henrileviana no es la exaltación de los tatuados con la esvástica y el hipernacionalismo banderista, sino la retórica rancia y romántica del héroe.

La modernidad ha tardado cinco siglos en sustituir a los héroes dispuestos a morir y, sobre todo, a matar por delirios patriotas con el pacifico burgués y el exigente intelectual. Tardó cinco siglos en calmar la agresividad masculina y convertir a los bárbaros en ciudadanos.

Pero a Bernard Henri Levy (y a muchos otros de su generación, que también es la mía), a esa vida cobarde le ha llegado por fin el aburrimiento.

A las armas, como el joven de 18 años de Buffalo. Los héroes están destinados a multiplicarse en todas partes del mundo, gracias también a los artículos de esta desafortunada philosophe de mis botas.

También en Rusia crece naturalmente el culto al héroe. Los Bernard Henry Levy de esa parte, escriben poemas para cantar la reencuentro heroica alma rusa. Como Ivan Okhlobystine, autor del verso sublime:

«Gracias a ti, Ukraina, que nos enseñaste a ser rusos de nuevo.»

 

Entrevista a Juan Carlos Volnovich: una historia político-amorosa del psicoanálisis // Lila Feldman y Marianella Manconi

             (Por Lila Feldman y Marianella Manconi, para Lobo Suelto)

¿Cómo es entrevistar a una figura mítica y viva del Psicoanálisis? Juan Carlos Volnovich es ambas cosas. Maestro sin proponérselo, referente, un pensador de vanguardia, y de frontera, desde siempre, y aún hoy. Es también un luchador, las encrucijadas de su vida se han ligado a unas cuantas batallas. Asumió riesgos,  no renunció a convicciones e ideales. Tampoco renuncia a su sensibilidad. Quienes lo conocen, destacan su sencillez, integridad y coherencia. Por último, su generosidad para estimular y acompañar el surgimiento de voces y plumas nuevas. 

Un sábado por la tarde, nos recibe en su casa, y nos cuenta su historia. Nosotras la vamos a acompañar de banda sonora, la de Silvio Rodriguez por supuesto, de acuerdo a las preguntas sobre las cuales giró la conversación: cómo su historia de amor marcó sus rupturas y toda su trayectoria, cómo se convirtió en el candidato más joven en ingresar a la APA, y cómo luego rompió. El exilio, los encuentros definitivos con Mimi Langer, León Rozitchner y la Revolución y cultura cubanas, que lo acompañan hasta hoy. Las teorías marxistas y feministas, el capitalismo, el colonialismo, el psicoanálisis y su porvenir. Su condición de escritor.

1- Causas y Azares

(“Todo empezó en esta casa”)

LF: La idea de entrevistarte surgió en principio a partir de la decisión de la UNR de darte el Doctorado Honoris Causa. Me llegó esa noticia una noche y a la mañana siguiente me desperté pensando que era una muy buena ocasión para entrevistarte. Luego te escuchamos en el discurso que diste al recibirlo, que fue una hermosa recapitulación de tu trayectoria, y en el que una vez más verificamos que sos un gran escritor. Pensábamos en esa recapitulación que toma como un hito la ruptura con APA, de Plataforma y Documento, como una ruptura emblemática que ha quedado en la historia y a la cual vos hacés referencia, y en ese sentido te queremos preguntar si esa habrá sido o que fue el preámbulo de otras rupturas, queremos que nos cuentes si pensás que hubo luego otras rupturas importantes o significativas.

JCV: ¿Posteriores?

LF: Posteriores. Tanto respecto de hegemonías institucionales como conceptuales. 

JCV: Bueno, en realidad no fue una ruptura iniciática, anticipó otras y al mismo tiempo fue la consecuencia natural de rupturas previas. A ver… me parece que todo empezó en esta casa. Yo entré a esta casa (estamos hablando de 1962) como un jóven que estudiaba medicina, que quería ser neurocirujano, que quería ir a vivir a Israel, y salí como un aspirante a psicoanalista que quería irse a vivir a Cuba. Lo de la neurocirugía tiene una explicación. Por aquel entonces Raúl Carrea y Juan Carlos Christensen eran dos neurocirujanos que brillaban en el universo de la Facultad, y lo de Israel se justifica por mi pertenencia a grupos de jóvenes judíos. Primero la Hashomer Hatzair y después Ramah. Así las cosas, me fui de vacaciones con unos amigos a Brasil, cuando volví… 

LF: ¿Qué edad tenías?

JCV: Me gradué a los 22, entonces esto debería haber sido a los 20. El caso es que volví de mis vacaciones en Brasil, llamé a un amigo, «che, tenemos que vernos». “¿qué hacés ahora?” Nos encontramos en el Petit Café. ¿Oyeron hablar del Pettit Café? Era el lugar de reunión de los jóvenes modernos. De los modernos chetos. Por eso nos llamaban petiteros. “Voy a visitar a mi nueva novia que está estudiando con una amiga”, me dijo. “¿Venís?” La amiga era Silvia y aquí llegamos. 

MM: ¿A esta casa?

JCV: A esta casa. Los padres de Silvia estaban de viaje, Silvia y su amiga estaban, en efecto, estudiando. A los tres minutos  mi amigo y su novia desaparecieron y, de repente, me quedé solo con Silvia. Charlamos un ratito y me fuí. Tiempo suficiente para saber que estudiaba psicología y que había estado en Cuba. Durante la semana la llamé para invitarla el sábado al cine -al cine de la esquina, claro está– pero, cuando llegamos… no había entradas de modo tal que solo nos quedaba ir a bailar y enamorarnos. 

Como les contaba, cuando la conocí, Silvia estudiaba psicología. En esa época, estudiar psicología era Bleger. Silvia me invitó a ir a las clases de Bleger que eran abiertas y multitudinarias y fue allí dónde empecé a romper con la neurocirugía. A romper con la neurocirugía y a cambiar Israel por Cuba. Ella venía de allí, de la Campaña de Alfabetización, enamorada de la Revolución Cubana. Fue ahí cuando hice el cambio: ya no iría a Israel y ya no iba a ser neurocirujano. Entonces, encontré que el reglamento de la UBA permitía hacer, cuando uno tenía más del 80% de las materias aprobadas, materias en otra Facultad, sin seguir el orden curricular y sin curso de ingreso. Entré a Psicología y acompañé a Silvia en las materias que ella cursaba. Personalidad, con Bleger. Clínica de Adultos, con Ulloa. Psicopatología con Liberman. A pesar de la diferencia generacional, Silvia era amiga de Bleger. Me lo presentó y ese encuentro produjo un cambio significativo en mi vida. Entonces, iba a entrar a la APA para ser psicoanalista.

LF: La condición para ser psicoanalista era ser médico. 

JCV: Claro. Bueno, yo era casi médico, podía aspirar a entrar a la APA pero me quería ir a Cuba. Nos queríamos ir a Cuba y creíamos que eso era muy fácil. Hablé con Bleger, Bleger me alentó pero también me aconsejó: “Primero recibite y, durante el tiempo que te lleve, aprendé a hacer algo.” Entonces le pidió a Goldenberg que me recibiera en el Servicio del Lanús –aunque no estuviera recibido– para hacer allí una capacitación express.  El caso es que cuando estuve en condiciones de viajar, el gobierno cubano había suspendido los contratos a médicos extranjeros y me quedé –nos quedamos– sin poder ir a Cuba. 

En aquella época yo me analizaba con Dora Fiasché (cuatro veces por semana, claro está) y como tenía previsto viajar, no había hecho algo que todo el mundo que tuviera la intención de ser psicoanalista hacía: pedir hora para un psicoanálisis didáctico. Y esto era así porque los analistas didácticos, que por entonces eran catorce si no recuerdo mal, estaban muy demandados, con listas de espera que se contaban por años. Llamé a todos y cada uno de los didactas y la respuesta fue siempre la misma: no tengo hora y mi lista de espera está completa. El único que me dio alguna esperanza fue Jorge Mom, que en ese momento presidía la Asociación Psicoanalítica Argentina, pero me anticipó seis años de espera.  Con todo, Gilou García Reinoso –que también me dijo que no– me dio un dato fundamental: mi marido, dijo Gilou, Diego García Reinoso tiene una hora pero no piensa respetar la lista de espera sino que está dispuesto a someter esa hora a un concurso convocado por la Asociación como lo hicieron Willy Baragner y Madelaine Baranger el año pasado. En efecto, el año anterior a todo esto, cuando yo me iba para Cuba , Willy y Madee habían regresado de Uruguay a donde habían sido enviados con la intención de fundar la Asociación Psicoanalítica Uruguaya. Imagínense, dos psicoanalistas didácticos, de enorme prestigio, con todas sus horas libres para tomar cinco candidatos cada uno. Abrumados por la avalancha que les cayó encima pidieron que sea la APA la que decida. Y a las autoridades de la APA no se le ocurrió nada mejor que hacer un concurso. Un concurso de pacientes.

MM: Qué horror…

JCV: Un concurso de pacientes que incluía una autobiografía, tres entrevistas con psicoanalistas didácticos  y un test de Rorschach. Como yo tenía previsto emigrar no me anoté en esa pero, ahora, un año después, las cosas habían cambiado para mí. Claro, esta vez también era un concurso en las mismas condiciones pero no con diez opciones, sino con solo una. Lo gané, entré en análisis didáctico con Diego y, casi sin darme cuenta, me convertí en el candidato más jóven del Instituto. Para mí fue muy fácil entrar; tal vez por eso también fue muy fácil salir. Yo no había tenido que esperar largos años para ser aceptado sino que entré, hice un año de análisis  didáctico, transité los seminarios, los “controles oficiales”, tuve maestros realmente extraordinarios y, felizmente, cuando me fuí, conservé mi análisis porque también Diego García Rreinoso integró Plataforma. Conservé mi análisis y mis supervisores que, en ese momento, eran Marie Langer y Bleger.   

Plataforma fue el resultado de las limitaciones que imponía la institución. Plataforma fue la consecuencia del Cordobazo, del Rosariazo y del clima de época. Renunciamos en noviembre del 71. Ya ahí estaba el germen de lo que fue mi vida: el psicoanálisis y mis ideales revolucionarios. Pero viéndolo en perspectiva, al final, no rompí: mantuve y mantengo esa fidelidad con los mismos ideales. 

A partir de ahí, me parece que no hubo otra ruptura significativa. Hubo, sí, un momento de cambio: la decisión del exilio. Pero fue un cambio para poder ser consecuentes con lo mismo que veníamos haciendo. Y sí, fue un momento muy difícil. Cuando tomamos la decisión, diciembre del 76, muy de apuro porque supimos que corríamos serios peligros, teníamos dos destinos posibles. Caracas y Ginebra. Pero pasamos por La Habana. Cuando llegamos allí me dijeron, me invitaron a que me quede y que haga lo que quiera. Un funcionario del Comité Central del Partido, tipo maravilloso que atendía latinoamérica, insistió en que me quede, que nos quedemos. Le dije: mirá, yo lo siento, te agradezco pero soy psicoanalista, no voy a renunciar a ser psicoanalista porque es lo único que aprendí, lo único que sé hacer y aquí, en Cuba, el psicoanálisis no va. «Podés hacer lo que quieras» fue su respuesta y, pensé, «este tipo no tiene ni idea lo que está diciendo y va a arruinar su carrera política por culpa de un pelotudo que quiere hacer psicoanálisis en un país socialista” Así que le pedí, que averigüe. Que averigüe bien. Lo hizo y su respuesta fue : “elijan dónde quieren trabajar.” Silvia, junto a una psicóloga cubana y una psicóloga uruguaya fundaron el Departamento de Psicología en la Maternidad González Coro. Yo me incorporé al Servicio de Psicopatología del Hospital Pediátrico William Soler.

2- La era está pariendo un corazón

“Psicoanálisis, Marxismo y Feminismo para mí están juntos desde el inicio”

LF: Formas parte de la vanguardia de los inicios del psicoanálisis en Argentina, y seguís siendo vanguardia aún en este momento de tu vida. Leíamos el artículo que escribiste en la Revista Topia ya en el año 2005, releyendo y revisando los tres ensayos, de Freud. Te queremos preguntar cómo fue el encuentro con las teorías feministas, porque fuiste un adelantado en pensar, en teorizar cosas que se pudieron pensar por otrxs colegas, compañeros, muchos años después.

JCV: No se si fui, no se si soy un psicoanalista de vanguardia. Más bien pienso que soy un psicoanalista de frontera, que habité siempre ese espacio un poco marginal donde el psicoanálisis se encuentra con otras disciplinas. Si acaso, lo mío fue trabajar en los límites y tratar de ampliar, tensar esos límites. 

Ya les conté de las tres entrevistas para poder hacer análisis didáctico, para concursar. No, no me tocó lo del Rorschach pero sí tuve que escribir mi autobiografía  fue y ahí cuando aprendí a escribir a máquina. Esa autobiografía debe estar en el archivo de la APA y siento muchísimo no poder tener acceso a ese archivo. Pero una de las entrevistas para ese concurso fue con Marie Langer. Y qué cosa ¿no? porque en esa entrevista, la recuerdo muy bien, Mimí me recibió, yo no la conocía y me preguntó: «¿esta es la primera entrevista, la segunda o la tercera?». Entonces le dije «es la tercera» y me dice «uy, pobre doctorcito, debe estar cansando de andar contándole su vida a todo el mundo»… yo no sé cómo, debe ser por esa transmisión de inconsciente a inconsciente, en esa entrevista de lo único que hablé fue de Cuba. Cuando salí me quería matar: “yo no quiero entrar a la APA”, me dije, porque alguien que aspira, que pretende eso, no habla de esas cosas en una entrevista de admisión a la APA . Bueno, después nos enteramos que Mimi tenía una vieja tradición de militancia dentro de la izquierda, que había estado en el Partido Comunista austríaco. Todo eso había sido silenciado, ella borró durante un tiempo esa historia para convertirse en una psicoanalista burguesa y fue así como la conoció todo el mundo. 

Marie Langer había publicado en 1954 Maternidad y sexo, que no es un texto feminista pero que se las trae, y que sin duda habla de su interés en esas cuestiones. 1954 quiere decir que antes que apareciera El Segundo Sexo de Simone de Beauvoir, Mími ya estaba en la onda de los Estudios de la Mujer o, al menos, de la psicología de la mujer. 

Durante el tiempo que  estuve dentro de la APA, tenía, claro está, cuatro sesiones semanales con su analista didáctico, y dos supervisiones oficiales. Ella fue una de mis supervisoras oficiales. En una oportunidad le comenté que me iba con Silvia a Cuba. «Mirá, me dijo, acabo de leer un ensayo muy interesante y los autores residen en La Habana, te sugiero que te acerques a ellos». El trabajo se titula Hacia una concepción científica de la liberación de la mujer y es un texto que se convirtió en piedra fundamental del feminismo marxista. Por primera vez incluye el término teórico de trabajo invisible para aludir al trabajo que realizan las mujeres en el seno del hogar. Isabel Larguía era Argentina pero hacía muchísimos años que se había ido de Argentina, había estado viviendo en París y después se afincó en Cuba con John Dumoulin, su pareja y coautor del libro. El texto de Isabel y John es del 69 y nuestro viaje a La Habana fue en 1970. Nunca supe cómo había llegado a manos de Mimí ese escrito que, por entonces, circulaba en copia mimeografiada. Hicimos eso, cuando llegamos a Cuba nos conectamos con Isabel y John. De ahí que psicoanálisis y feminismo para mí están juntos desde el inicio.

Cuando partimos al exilio y nos radicamos en La Habana en 1976  elegí trabajar en el Servicio de Psicopatología del Hospital Pediátrico, y pedí que me dejaran tener algunos pacientes adultos. Mis pacientes eran niños y niñas del barrio. Poco  a poco comenzaron a consultarme artistas, escritores, escritoras, músicos, gente de la cultura. Uno de ellos –personajes muy influyente en el Partido– suscitó la curiosidad y el cuchicheo de la secretaria y la gente que pasaba por la sala de espera. «Mirá quién está ahí. ¿A quién está esperando?» De ahí en más quedó claro que el psicoanálisis estaba bien porque tenía el aval del Partido. De ahí en más psicoanálisis, marxismo y feminismo se convirtieron en el camino que me trajo hasta aquí. 

A pesar de la distancia política, Cuba está muy cerca de Estados Unidos y siempre mantuvo un fuerte intercambio cultural con su vecino del norte. A las teóricas feministas de los años 70, a Judith Butler, a Teresa de Lauretis, a Nancy Chodorow, a  todas ellas las empezamos a leer en Cuba. Esa fue la ventaja;  la desventaja era que no había psicoanalistas, veníamos de la meca del psicoanálisis y nos encontramos con que no teníamos con quién compartir nuestras experiencias, no teníamos con quién supervisar a nuestros pacientes. Así fue que me volví en Cuba un psicoanalista ortodoxo por temor a perder…

LF: La identidad

JCV: la identidad psicoanalítica en un contexto donde, para hablar de psicoanálisis,  no tenía más que el espejo o a Silvia. En el 81 publicamos con Silvia en la Revista de Casa de las Américas Marxismo y/o feminismo. Allí sentábamos posición con respecto a la tensión entre los avances sociales y políticos de las mujeres y las posiciones feministas. Para simplificar: entre la Federación de Mujeres Cubanas  (los beneficios y las leyes para incorporar a las mujeres al trabajo) y el silencio con respecto a los efectos en la subjetividad. Lo que pasó, entonces, fue que las mujeres tuvieron que agregar a las tareas tradicionales de criar a los hijos, limpiar la casa y hacer de comer, incorporarse al trabajo productivo, a los sindicatos, al Partido. De modo tal que esa promoción más que un logro, se convirtió en una trampa. 

Cuando regresamos a la Argentina –diciembre del 84– las teorías feministas eran ya parte de nuestro esquema conceptual. 

LF: Pero no aquí.

JCV: No, aquí la dictadura cívico militar había hecho lo suyo. No obstante –no recuerdo exactamente el año– en la Facultad de Psicología  se abrió la Carrera de Especialización en Estudios de la Mujer. Silvia se inscribió en la primera cohorte. Gloria Bonder, la dirigía; con Ana María Fernández, Irene Meler y Cristina Zurutuza llevaron adelante esa iniciativa.

MM: En el 87, creo, no estoy segura.

JCV: Puede ser, sí. Había empezado la revisión del psicoanálisis a la luz de los Estudios de Género. Así que esa intersección del psicoanálisis con las teorías de género para mí viene de esa época: se inscriben en un continuum, con Marie Langer, con Isabel Larguía. 

Me quedé pensando en la vanguardia, si fui o soy un psicoanalista de vanguardia. Me parece que siempre tuve un superyó extremadamente exigente que me impedía ser uno más de esos psicoanalistas que repiten siempre lo mismo, que me obligaba a innovar.  ¡Vamos a pensar algo nuevo! Para mí esa consigna estuvo siempre en el horizonte. En estos momentos se expresa en la intención de abordar los aspectos colonialistas y racistas implícitos en el psicoanálisis, en la obra de Freud. La colonialidad del género, la colonialidad del poder, la colonialidad del saber. Existe una interesante bibliografía de psicoanalistas norteamericanos acerca del racismo en nuestra disciplina… 

MM: Pero tienen más problematizado, más explicitado y nosotros recién ahora empezando a reconocer algo de eso…

JCV: Para mí fue fundamental la obra de Anibal Quijano, y desde el punto de vista marxista y psicoanalítico, de León Rozitchner. Yo estoy convencido que León fue el pensador más original que tuvimos y quién llevó más lejos la concepción acerca de cómo la subjetividad es núcleo de verdad histórica.

LF: ¿Vos estudiaste con León afuera o aquí mismo?

JCV: Nosotros fuimos amigos, alumnos pero, sobre todo, admiradores de León. 

Volviendo en la historia para atrás: cuando estaba estudiando medicina y decidí dedicarme al psicoanálisis mis amigos empezaron a gastarme diciendo que “eso” no era una ciencia. Entonces, tomé el teléfono, llamé a Gregorio Klimovsky. Me citó un domingo a la mañana en su casa. “¿Por qué vino a verme?» “Porque mis amigos me gastan diciendo que eso que yo hago, que el psicoanálisis no es una ciencia. Y yo quiero tener argumentos para poder defenderme.” Y entonces empezamos a hacer un grupo de estudio. Los sábados por la mañana en nuestra casa. Estudiamos, claro está, positivismo lógico, a Carnap, Popper. y aprendimos mucho. Pero, a los dos años, convertimos el grupo, también en casa, también los sábados por la mañana, en un grupo de estudios con León.   

LF: ¿En qué año fue eso más o menos?

JCV: en el 71, 72. León estaba escribiendo  Freud y Los límites del individualismo burgués así que lo que escribía durante la semana, nos lo leía los sábados. Habíamos empezado con la  Fenomenología del espíritu, pero después, rápidamente, pasamos a Freud y Los límites del individualismo burgués. Y nos hicimos amigos de León, era muy fácil hacerse amigo de León. En épocas tempranas de la “Triple A” vivió en casa con una amiga tucumana que estaba perseguida.

 

3- El Necio 

«A mí no me interesan los intelectuales comprometidos, sino el análisis de la implicación»

LF: Siempre asumiste, desde el comienzo por lo que nos contas y lo has contado muchas veces, una posición decididamente no neutral y muy comprometida con tu militancia y con tus ideas. En contraposición a un psicoanálisis entre comillas más puro, aséptico. ¿Qué pensás del vínculo psicoanálisis-política hoy? 

JCV: ¿Sabés? Cuando vos decís que hay un psicoanálisis ligado a lo social que se contrapone a un psicoanálisis puro, parecería que el psicoanálisis “comprometido” hubiera perdido su pureza. Y, tal vez es así: ha perdido su pureza pero no su rigurosidad. Ese fue un fantasma muy persecutorio para muchos de nosotros. Cuando nosotros nos fuimos de la APA, Bleger se quedó. Bleger no firmó la renuncia y se quedó en la APA. Al poco tiempo, murió. Murió a los 49 años. Post mortem apareció un artículo de Bleger, publicado en la Revista de Psicoanálisis de la APA. En ese artículo –sin dudas escrito por Bleger– hay un fragmento que –nunca pude confirmarlo– no fue escrito por José. Refiriéndose a quienes integramos el grupo Plataforma decía: “eligen la política; abandonan el psicoanálisis». Entonces, permanecer siendo psicoanalistas se convirtió en un desafío: sostener la rigurosidad y seguir siendo psicoanalistas a pesar de no estar en la Asociación. Hoy en día es frecuente encontrar psicoanalistas “sueltos” pero en aquella época se parecía mucho a quedar excomulgados. 

¿Quién agregó ese fragmento de “eligen la política; abandonan el psicoanálisis» tan ajeno al pensamiento de José? Supongo que Lili, ella estaba convencida de que a Bleger lo había matado la presión que nosotros le pusimos para que renuncie a la APA. 

LF: Por muchas de las cosas que estás contando se nota que siempre te importó y te preocupó mucho la rigurosidad, eso parece que fue y es un vector central para vos…

JCV: A veces en exceso, porque yo tengo la impresión que todo se juega en la posibilidad de preservar y desarrollar el pensamiento crítico, de la seriedad con la que llevamos a cabo nuestras investigaciones. No aceptar los límites que nos impone la Academia pero, tampoco, la seducción de la banalidad. Emilia Ferreiro es un claro ejemplo de una investigadora no psicoanalista que encontró el buen camino. 

LF: Pero sí, por lo menos nosotras vemos que muchos sectores sobre todo hegemónicos por ahí en la Universidad y fuera también, con quienes el lugar de la historia, la neutralidad, la asunción de una ubicación política son cuestiones de fuertes controversias, de diferencias muy grandes.

JCV: Hace muchos años escribí un artículo sobre el tema, Neutralidad, Compromiso e Implicación. Un intento de fundamentar porque el término “compromiso” me cae muy mal. El “intelectual comprometido” me cae muy mal. Los intelectuales “comprometidos” con el Socialismo Soviético, por ejemplo, han cumplido muy mal su trabajo. Yo sé que muchas veces “intelectual comprometido” suena a elogio «qué bueno, usted es un intelectual comprometido» pero prefiero reemplazarlo por el concepto de implicación. Y, mucho más por el análisis de la implicación.  Porque nunca como en la actualidad hemos sido más ignorantes del modo como las instituciones y el Poder nos atraviesan y nos determinan. Jamás nuestra implicación y nuestra sobreimplicación en las prácticas sociales –aun aquella caracterizada por la apatía y el desencanto- llegó a estos extremos  y jamás fue tan reprimido y sustraído el análisis de dicha implicación. Análisis de nuestras evitaciones y adhesiones a las teorías y a las instituciones del dinero y del poder. Análisis de nuestra “neutralidad” y de nuestro “compromiso”. De nuestra participación y de nuestras indiferencias. De nuestras investiduras y de nuestras desafectaciones.

 

4- Rabo de nube

“No me interesó tener discípulos ni conformar una obra, yo salpico, picoteo”

LF: Y luego te queríamos preguntar sobre cómo ves la transmisión del psicoanálisis. Vos sos alguien que se ha convertido para muchos de nosotros en un maestro, por fuera de esas lógicas tan comunes en muchos ámbitos que tienen que ver con formas de dominación, sumisión, y vos no. Encontraste otro modo de ubicarte en un lugar de referente o de maestro para muchos.

JCV: Nunca fui profesor, nunca di clases, a lo sumo seminarios acotados, por invitación, pero no tengo el deseo de hacer escuela, de tener discípulos. Yo no tengo una obra. Silvia Bleichmar tenía las dos cosas, tenía la idea de que lo suyo era una obra, y que hacía seminarios pero con la intención de hacer escuela. Yo salpico, picoteo pero más bien eludo, esquivo, por fóbico tal vez, pero no tengo la intención de tener alumnos, discípulos o continuadores, menos aún ofrecer una obra consumada. Tengo muchos trabajos, incluso dejé de publicar libros, tengo cantidad de trabajos publicados en libros de otros. Y no porque no tenga los textos, porque como me da vergüenza hablar en público generalmente escribo todo lo que voy a decir, eso quiere decir que todo lo que pienso lo tengo escrito.

 

5- A dónde van

“Quienes definitivamente influyeron en mi vida fueron Sartre y Simone, y la literatura cubana”

LF- Justamente te queríamos preguntar por tus lecturas actuales, y por las lecturas que te convirtieron en el escritor que sos, porque vos sos un escritor, siempre que te escuchamos eso es muy notorio. La belleza de tu escritura.

JCV: No tengo muy sistematizada la lectura, y tengo muy poco tiempo. Pero se nota que he leído mucho, me pasa que me encuentro ahora que estamos pintando la casa, sacando bibliotecas, me encuentro con cantidad de libros que están subrayados de la época que me daba por subrayar, que están etiquetados, de la época que me daba por etiquetar. Me encontré con los tomos de Historia de las Mujeres que estaban en el suelo y le pregunté a Silvia: ¿qué le pasó a estos libros porque están todos con tiritas salidas? Entonces lo agarré y eran marcas que yo había hecho de libros y libros que había leído. Ahora estoy leyendo mucho a una rusa que se llama Svetlana Alexievich. Que escribió un libro que está por ahí seguramente, se llama el fin del Homo Sovieticus que son todas entrevistas, ¿vos la leíste?

MM: Ella es la que escribió la guerra tiene rostro de mujer…

JCV: Y Chernobyl. Si, es maravillosa, ella tiene un premio Nobel. Y el fin del homo sovieticus son entrevistas a gente, gente común, maravilloso, maravilloso. Con Yamila, mi hija, nos pasamos muchos libros. Vos me pasaste uno que me gustó muchísimo.

LF: ¿Te gustó?

JCV: Ah, sí, sí. Me encantó.

LF: El de A la salud de los muertos de Vinciene Despret.

MM: Muy bueno…

JCV: La presentación de libros es otro capítulo… los libros que no hubiera leído si no fuera por la presentación. Algunos maravillosos, agradezco mucho y sí, eso sí me encantó porque me dio la posibilidad de, por ejemplo con los del concurso, (he sido jurado de todos los concursos de Topía), de ver cuál es la producción y por dónde va. Eso sí lo agradezco, aunque de vez en cuando haya tenido que leer libros que no hubiera elegido leer.

LF: ¿Y de ficción? porque bueno nombraste a Mimi Langer obviamente, lo nombraste a León también, a Bleger. Pero de ficción ¿qué lecturas?

JCV: A ver, lo que influyó en mi vida, en nuestra vida, definitivamente fue Sartre y Simone. Vivíamos leyendo, devorándonos los libros de Sartre y sobre todo los de Simone, en nuestra juventud. 

Una vez que fui jurado del premio Casas Américas de Ensayo, pensé que uno tendría que escribir la historia de su vida en función de los libros fundamentales que marcaron su vida… Me hubiera gustado tener tiempo para poder hacerlo. Escribir acerca de los libros que dejaron huellas y cambiaron mi vida.

LF: Estás a tiempo de pensarlo…

JCV: Sí…  (risas). Lamentablemente tengo poco tiempo. Bueno, podría decir que fue decisiva mi inmersión en la literatura cubana, porque muchos de mis pacientes fueron los grandes escritores cubanos, y fundamentalmente, con Roberto Fernández Retamar que no se analizó conmigo por lo que pude ser su amigo. Él tuvo una enorme influencia en mi vida y en mi escritura… En realidad, yo tengo la impresión que siempre quise escribir como Roberto: tiene un estilo coloquial que me capturó; escribir psicoanálisis de manera coloquial es mi ideal.

LF: Con  rigurosidad pero coloquial…

JCV: Eso… sabés, el ideal que alguna vez hablamos con Roberto era ese, cómo hacer para llegarle a todo el mundo y que sea valorado por las elites intelectuales. ¿Eso quién lo logró? Maria Elena Walsh, Charles Chaplin,  son artistas accesibles a las masas, a diferentes generaciones y, al mismo tiempo, resisten la crítica sofisticada, del cine y la literatura.

LF: Ese es un rasgo tuyo, precisamente tus conferencias son escritas pero son muy coloquiales y son muy cautivantes de escuchar, es como si dialogaras con quienes escuchan.

JCV: Eso, si me sale, lo aprendí de Roberto. Si leen Calibán, cualquier texto de ensayo de Roberto, y ni que hablar de la poesía, la poesía de Roberto…Pero bueno, Cuba está llena de maravillosos escritores, poetas… 

5- La maza

“El psicoanálisis es la teoría más sofisticada y compleja acerca de la subjetividad humana”

 

LF: ¿Cómo ves el porvenir del psicoanálisis?

JCV: A mi no me preocupa demasiado el porvenir desde el punto de vista de la profesión. Yo creo que el psicoanálisis es una teoría, la más compleja, la más sofisticada de las teorías acerca de la subjetividad humana, que tiene asegurado su lugar en la historia del pensamiento. Y es una de las pocas profesiones liberales, casi la única que sobrevive. Cuando se augura el fin del psicoanálisis… se piensa en lo anacrónico que puede ser la práctica profesional, pero no el método, ni el sentido que tiene toda la conceptualización de la teoría psicoanalítica sobre la subjetividad. En eso coincido absolutamente con León, cuando plantea que el capitalismo se instaló sobre la matriz subjetiva que produjo el cristianismo, y que habría que pensar si el fracaso de los intentos socialistas se deben a no haber tenido en cuenta la subjetividad y sólo reparar en los cambios económicos o políticos. Antes recordé cuando, muy jóven, entré al Servicio de Psicopatología de Lanús. Tengo muy fresco el recuerdo: subiendo las escaleras de ese edificio monumental Carli Slutzky puso su mano en mi hombro y me dijo “el psicoanálisis, pibe, el psicoanálisis está muerto”. Desde entonces, infinidad de veces escuché esa sentencia. 

6- Sueño con serpientes

“El movimiento político más potente a nivel mundial es el Feminismo”

LF: ¿Cómo ves este momento? Pandemia, embate de las derechas, conquistas feministas, ¿Cómo lo ves?

JCV: Bueno, eso que decís es importantísimo… El movimiento más potente a nivel mundial desde el punto de vista político, el más novedoso es sin duda el Movimiento de Mujeres. Acá en Argentina, Las Madres de Plaza de Mayo inventaron la presencia de mujeres en la escena política y el Ni una menos, la marcha por la legalización del aborto son, sin duda, la evidencia de una fuerza original y potente. Aquí y en el mundo. Por supuesto que en la sociedad de mercado todo se convierte en mercancía y todo entra a circular como tal ¿no? pero aún así…Yo tengo la impresión que asistimos a un momento de agotamiento del capitalismo, donde todo se reduce al desplazamiento de grandes capitales en pocas manos y al incremento desmesurado de una multitud de desempleados. Tal vez la destrucción de Ucrania viene a darle un respiro al capitalismo, habrá que reconstruir media Europa una vez más. 

LF: Y con la fabricación y venta de  armas.

JCV: Claro.. y eso le está dando un respiro, pero en general me da la impresión que eso se debe a que el capitalismo lo ha invadido todo y le queda muy poco espacio –tal vez el espacio sideral– para ampliarse. Tengo muy presente esa cita que se le atribuye a Jameson y también a Zizek: «es más fácil pensar en el fin del mundo que en el fin del capitalismo «.

 

7- Oh melancolía

“La sensibilidad ya no me da vergüenza,  la tengo incorporada”

 

MM: En la Conferencia de Rosario y hoy aquí también, te recorre como una emoción que a mí también me conmueve.

JCV: Lloro, y no son pocas las veces que lloro en público. Pero ¿sabés una cosa? Eso no es solamente por viejo reblandecido. Me pasa desde siempre. Y, lo peor es que ya casi no me da vergüenza. Tampoco me avergüenzo (mucho) cuando me sale la veta humorística y en alguna que otra presentación hago un stand up más que una conferencia. Podría decirte que estoy resignado.

 

8- Pequeña serenata diurna

“la experiencia del inconsciente, esa experiencia que cuando a uno lo atraviesa no se olvida más”

MM: Pensaba también un poco cuando te escuchaba lo difícil que era llegar a “ser” psicoanalista y cuando contabas un poco antes como llegaste vos a ser psicoanalista, y yo pienso: claro, mi generación, yo lo sé por la historia de psicología, porque escuche a los maestros, con Ana María Fernández,  María Rosa Glasserman, que un montón de veces conversando me contaba todo lo que fue el Lanús. Yo siento que sigue siendo complejo situarse, pensar  como psicoanalista. O sea que es un trabajo, que no está dado así, que también hay que tener una lectura de la época, estar alertas a los laberintos de los que parece que ya salimos porque decirnos que somos psicoanalistas con perspectiva de género parece como si fuera que ya estamos que no hay otros cuestionamientos…

JCV: yo admiro a Ana María y me gustaría compartir con ella la idea de que ya pasó y hablar del post patriarcado, de nuevos existenciarios pero se me hace que …  

MM: Qué bueno escucharte decir eso, es algo que yo también pienso.

JCV: Ser psicoanalista. Más bien, estar psicoanalista. Les cuento una anécdota. En el 2001, plena crisis, vino a verme un grupo de psicoanalistas de Rosario. Analistas muy lacanianos. Se presentaron y me dijeron: «nosotros doctor lo venimos siguiendo, lo venimos siguiendo desde la época de la Asociación Psicoanalítica, después en Plataforma, después en su exilio en Cuba donde siguió practicando el psicoanálisis, más adelante cuando regresó en pleno auge de la teoría de los dos demonios y cuando usted era uno de los dos demonios y ahora, acá, donde parece que le va muy bien. Nosotros tenemos un problema muy serio en Rosario porque nuestros consultorios se están vaciando, la situación económica afecta directamente nuestra práctica y queremos proponerle lo siguiente: queremos psicoanalizarlo a usted porque estamos seguros que si nosotros le preguntamos cómo hizo lo que hizo, usted seguramente de muy buena fe nos va a decir alguna que otra cosa pero eso que nos va a decir es todo consciente, y nosotros quisiéramos saber realmente cuál es la clave, esa clave que tiene que ver con el inconsciente, así que le preguntamos si usted aceptaría psicoanalizarse con nosotros.” Me pareció un disparate… pero acepté. Entonces, fui a Rosario, me sentaron en una mesa y ellos en derredor. “Ahora, asocie libremente». Y yo asocié. El resultado de esa experiencia, interesantísima por cierto, fue la siguiente: lo que fallaba allí era la transferencia. Para poder sostener la transferencia de los pacientes les hacía falta algo de su propia transferencia con el psicoanálisis. Y eso se logra únicamente atravesando la experiencia del inconsciente a través del análisis personal.  Eran jóvenes muy eruditos, que habían estudiado mucho pero que se habían analizado poco o nada. Eran sabios, conocían muy bien la obra de Lacan pero se analizaban poquito, cuando tenían dinero y, cuando no, dejaban. Tenían alguna sesión de 10 minutos y eso era todo. Yo estoy muy agradecido por la obligación de las cuatro sesiones por semana. Si te tocaba un mal analista estabas perdido y era una brutal pérdida de tiempo y de dinero pero a mí me tocó un analista maravilloso.

LF: Con Diego García Reinoso contaste…

JCV: Sí… que era un analista muy agudo…y silencioso. Característica de la época, no hablaba casi. Un día le dije «estoy seguro que usted piensa y piensa bien, pero si no me lo dice, yo no me entero».

LF: Qué buena intervención la tuya…

JCV: Era un buen analista. Y mi anterior analista, también. Me analicé hasta poco tiempo atrás con Gerardo Pasqualini. Es ahí, en esa situación de la transferencia, de la experiencia inconsciente donde uno se habilita a poder analizar. Estudiar mucho es necesario pero la cuestión se dirime en el campo del análisis personal…

MM: Hay algo del tiempo también, yo te he escuchado 4 veces por semana, también la liquidez y la sensación de inmediatez es fuerte realmente, yo la siento, lo siento con la virtualidad. Esta semana conocí a una paciente que atendía porque vivía en Londres, y volvió, y me decía claro yo ahora vengo caminando y me voy caminando y no es que cierro la computadora y hago tal cosa, y hablábamos y me dice y tu cuerpo, la voz, tu voz no es… bueno no es metálica mi voz. También la transferencia es ofrecer un tiempo y un tiempo otro, no el que lleva el mundo…

JCV: así es…

Escritura sin escritor // Luchino Sívori

En su dietario voluble, Enrique Vila-Matas menciona que Pascal solía afirmar que las personas solo consideraban como bueno un libro cuando sentían que este pudo haber sido escrito por ellos mismos.

En una entrevista de trabajo reciente, se me preguntó casi en la misma línea pero desde el otro lado del espejo si había escrito alguna vez sobre un tema que me desagradara o por el cual no tuviera ningún tipo de interés. 

Ambas cuestiones me hicieron pensar sobre la escritura sin autor, y de cómo nos acostumbramos a leer este tipo de textos más de lo que pensamos, creyendo al final del día que son nuestros.

 

GUSTOS

 

Hablemos de escribir y gustar en el doble sentido: gustar al otro, y gustarse a sí mismo. Que al resto le interese la escritura de uno y que a uno le importe lo que  escriba.

Hay una tercera cuestión, sin embargo, que sobrevuela este escenario de gustos y pocas veces es mencionado entre los escritores: nos referimos a la escritura en desagrado total. ¿A qué nos referimos con esto? Se trataría del escritor que escribe en contra de su propia voluntad

El escritor que escribe en contra de sí no suele hacerlo por profesión (que los hay, haberlos: un trabajo por el cual se le paga a uno un sueldo mensual para escribir chorradas, por ejemplo), sino por voluntad propia. Un escritor que, voluntariamente, escribe en contra de sí mismo. 

Vale aclarar: no se trata de un esquizofrénico que, promulgando el autoboicot, fomenta su propia destrucción como artista. Hablamos de un caso, por no decir casos, que son más comunes de lo que se piensa, que son muy normales vaya, y que no tienen nada de neuróticos.

Podemos verlos en casi cualquier revista o blog, incluso en diarios y hasta en novelas. Cuentos enteros han sido escritos de esa manera. Muchos de ellos, incluso, y sin saberlo del todo, ganaron premios de literatura, y ocupan seguramente bastantes lugares en nuestras estanterías y bibliotecas municipales. Fueron en general producidos sin conocimiento de causa, y durante mucho tiempo defendidos como propios, «personales», según los más intensos, pero su producción y todo el proceso de eso que llamamos escritura, fue en un completo desagrado constante, ajenos, como dijimos, a ellos mismos.

Por supuesto que estamos hablando de la diferencia entre escribir y ser escritor, que nadie, ni siquiera los mismos escritores (y mucho menos, los escribientes) pueden aclarar del todo hasta el día de la fecha. 

No se sabe cómo se pasa de un lado al otro (de la escritura, no del espejo), cómo alguien se «convierte» en escritor, pero algo nos dice que el segundo sabe que escribe (sin tilde), es decir, es consciente que tarde o temprano juzgará a las convenciones.

Por el contrario, el escribidor es una persona usuaria del lenguaje, con cierta urgencia por verbalizar (y, de paso, verbalizarnos a todos), sin más límites que los que él mismo se auto-impone, que por desgracia suelen ser pocos.

Esto último es probablemente el acto que lo diferencia más del escritor, que sí sabe, o por lo menos lo intenta, dónde poner la pausa, o ni tan solo, que intuye cuándo no comenzar a escribir texto alguno. Es ese el primer paso -que no es ningún paso, en rigor-, para volverse un verdadero escritor: el de la ausencia de escritura, su negativa necesidad.

Dejar de escribir, pues, pasaría a ser el comienzo de un camino hacia aquello que nos gusta como escritores, una iniciación que empieza con una inacción que dice mucho de lo que luego, cuando sí encontremos las palabras -que serán nuestras, si tenemos suerte- quedará por descubrir, pero esta vez no como lectores de otros, sino como autores de nuestra propia búsqueda. 

Trizaduras del progresismo chileno. Izquierda y nueva Constitución // Mauro salazar

El pueblo que falta es como un fantasma que rompe con la lógica del espectador y arroja al obrero del poema a la expectativa de ese pueblo ausente.
C. Ramírez Vargas

En el Reyno de Chile se viven horas aciagas. En los últimos días el ministro secretario general de gobierno, Giorgio Jackson, en alianza con la Concertación y un sector de la derecha, terminó por develar la histeria de la gobernabilidad y una infinita pulsión de orden. Una vez que cayó la lírica electoralista, no es posible reditar ninguna épica de las militancias. Bajo el martillo del realismo, Jackson Drago (dirigente del FA) fue al confesionario del ministro Mario Marcel, el experto indiferente de la Concertación, a sellar un nuevo “pacto modernizante”. Y bajo tal alianza ha devenido en un “propagandista fugaz” del rechazo. El ministro, aliado de Boric-Font, abunda en una sobrevaloración soterrada del rechazo -inédito pragmatismo de cara al plebiscito de salida- jugando el rol de la “neutralidad valorativa”, haciendo equivalente la disputa hegemónica entre Apruebo y Rechazo (¿empate técnico ante la encuesta viciada y el boicot empresarial?). En suma, contra los avances del mundo popular y sus potencias (2019), la restauración oligárquica está en curso.

En su calidad de artífice, Jackson Drago, bajo un eficiente manual de pragmatismo, terminó de aislar la Convención, erradicar “el vértigo octubrista” con su rabia erotizada y fulgor anti-edipal, denunciando su fuego. Y encapsulando toda iniciativa en cálculos electorales agravando la devastación del campo “político”. Invocando el verbo de la dominación portaliana, el plebiscito de salida deja de ser una oportunidad para la izquierda chilena, porque el gobierno no cultiva ninguna vocación de mayorías. Ni qué hablar de algún Comando o plataformas para el Apruebo, antesala de un nuevo texto constitucional: en nuestro mundanal tupido todo oportunismo es posible. Y en la medida en que Boric-Font siga cayendo en las encuestas (20% en un mes), algunas más inoculadas que otras, se hace evidente que hay una sola cuestión que no es posible hacer, a saber, anudar “gobierno transformador” y La Convención. El oficialismo no debe ni puede hacerlo, salvo con absoluto esmero, establecer apoyos públicos y prescindir con la mayor sobriedad emocional a la Campaña del Apruebo para no enfangar territorios, minorías y pueblos que comienzan a padecer las primeras leyes punitivas del gobierno (La ley terrorista en la Macro Zona, la Ministra de Defensa, el golpe xenofóbico, la sumisión al orden empresarial y el apoyo incondicional a la represión policial, justo cuando La Convención se esmera por una policía desmilitarizada y un Estado social de derechos). Luego vendrá la hora de la disidencia bajo la violencia hobbesiana y el campo popular será revestido de “narco”, dado el poderío de nuestras corporaciones mediáticas. Tal es la tragedia que devela el ministro Jackson Drago. Apruebo Dignidad y La Convención no son cóncavo y convexo, sino que se encuentran en medio de un laberinto. 

 

Lo más nefasto para el Apruebo (que pese a todo se impondrá en septiembre contra la letra Pinochetista) es que el “gobierno democrático”, especialmente los diputados del FA, aparezcan muy vinculados a la Convención de los pueblos y las potencias plebeyas, deslegitimando los anhelos del mundo popular. Bajo tal aporía es fundamental mantener una consistencia política, reducir los vacíos estratégicos, quizá apoyar de modo intenso y sibilino la acumulación de una Constitución Post-pinochetista. Quizá después de un tiempo sea posible disputar la legitimidad que implicará el nuevo texto constitucional en su compleja operatividad. Incluso figuras del talento intuitivo como la ex dirigente estudiantil, Camila Vallejo, podrían entender la necesidad de anudar activamente el apoyo y la delicadeza de la operación política -y evitar caer como un “peso muerto”. Pero Camila, amén de su talento, no vive sus mejores horas en el tumulto del mundo popular. También existe el riesgo de un populismo mediático. En la hora nona el gobierno puede decidir visitar los territorios en nombre del Apruebo, emplazando el espantoso conformismo burocrático, pero sería colisionar con la demanda popular que denuncia el servilismo a la clase empresarial (razón técnico-managerial). Ello sería el despeñadero porque el desborde heredado del Gobierno de Sebastián Piñera, agravado por el quiebre entre política institucional y vida cotidiana, implicará la pedrada y una emenización más contra la revuelta derogante (2019). Luego vendrá la compleja puesta en práctica de la nueva Constitución, la disputa de cada artículo en medio del “forcejeo interpretativo” y todo un campo de implementación que implica una gestión política que no existe. 

Y en medio de un presidente que, más allá del retrato de “Social demócrata radical”, al decir de la prestigiosa Chantal Mouffe, hoy figura como un “Socialista Romántico” que, oponiéndose al deseo utópico de las izquierdas setenteras, se estrella con los muros de la economía política y escucha el oráculo del mainstream concertacionista. El Gobierno de Apruebo-Dignidad, pero en especial el FA, no puede resolver la expansión que implica la política hegemónica (heterogeneidad de demandas) sin sacrificar su base identitaria. 

Con todo, el FA entiende que el estatuto horizontal de la protesta social contra el sistema de AFP -Marcel, la soberbia de la técnica y el consenso managerial- representa una demanda central que debe ser aborrecida para aumentar en realismo y ganar un caudal de legitimidad elitaria. De un lado, esto se refiere a o obviar la extensión de demandas ciudadanas por la vía de una lucha central con distintos agenciamientos de sentido (¡No + AFP ¡) y, de otro, alude a la identidad política que debe vertebrar de modo más vertical la orientación de estas demandas: el “Frente Amplio” se enfrenta a un dilema trascendental. Si asumimos este desafío desde el punto de vista de la extensión de las demandas insatisfechas –poli/clasistas y horizontales- puede ser un recurso interesante abrazar una heterogeneidad de reivindicaciones insatisfechas, pero si lo abordamos desde la perspectiva de la densidad, el FA hipoteca prematuramente su vigor ideológico por la necesidad de articular un acervo general de demandas cada vez más gestionales y burocráticas que, a poco andar, podrían terminar de diseminar su identidad. Se trata de dos momentos fundamentales de la política hegemónica, horizontalidad y verticalidad forman parte de una compleja articulación, pero un desliz gramatical (¡ciudadanos sí, zurdos no¡) puede resultar fatal si los ideológicos del FA no resuelven con cierta creatividad una tarea que forma parte de los desafíos primarios de una agenda transformadora.

Por fin, no está demás recordar los sucesos mesocráticos del año 2011. Hoy debemos subrayar con mayor perseverancia que lo sucedido aquel año respondió a una reactivación del “reclamo social”, y en ningún caso a un “movimiento derogante” contra la dominante neoliberal. Durante el fetichizado año 2011 -grupos medios- no existió “antagonismos de clases”, o el bullado “mayo chileno”, sino modernización corregida y una comunidad de heraldos angustiados. Con todo, la dirigencia del Frente Amplio persiste en argumentar que se trató de un cuestionamiento ontológico o estructural a los cimientos materiales, simbólicos y culturales del Chile neoliberal. Pero de bruces cayó la razón técnico-gestional desde Hacienda y se retrató el quinto retiro (fondos de las AFP) como el motor de la inflación chilena. 

Hoy que la “galera tuitera” no dice demasiado. Qué izquierda tenemos si no existe “política afirmativa”, salvo la perezosa incapacidad para cuestionar creativamente el mundo de la APF y los grupos económicos que han disparado la inflación. 

Son los días tristes del gobierno transformador.

Contra el Estado. La otra comuna[1] // Oscar Ariel Cabezas

El libro La comuna mexicana (2021) publicado por editorial Akal del ensayista y crítico Bruno Bosteels es la primera contribución a las investigaciones sobre lo que podemos denominar como genealogía de un arcano. Se trata del arcano de las comunas sepultadas por el centrismo de las epistemologías y filosofías del progreso. En un recorrido de más de trescientas páginas Bosteels urde las premisas de un temblor que remueve las placas enunciativas del arcano de la comuna mexicana descentrando el enfoque eurocéntrico de La Comuna de París. Los enunciados de este libro conmueven por el rigor con el que Bosteels desempolva viejos archivos y reanima debates y discusiones. La conmoción se produce porque el libro se posiciona desde América Latina para leer aquellas experiencias comuneras que están fuera del canon de occidente y, en particular, de lo que Perry Anderson llamó “el marxismo occidental”. Así, la Comuna mexicana altera el hegemon desde el que solemos escuchar la palabra comuna con los oídos de una concepción centrada en el “estallido” europeo de fines del siglo diecinueve. La comuna de París de 1871 habría emergido como la escucha de una experiencia que Bosteels considera demasiado ejemplar como para dejar oír aquellas experiencias que ocurrieron en una temporalidad otra que la de la modernidad occidental. El oído del autor no evita el tono polémico para escuchar los latidos de La Comuna en México y desafía el sentido común de la izquierda y del marxismo vulgar.

En una genealogía en la que están implicadas formas, supuestamente arcaicas, superadas o desaparecidas de organización social y política, el libro insiste en una especie de tiempo en el que lo comunal o la comunalidad se sustrae a las teleologías del marxismo hegeliano o a los rápidos vaqueros de la filosofía especulativa que, desfundando la pistola, disparan megatones de conceptos, olvidando  la materia viva con la que se piensa o, mejor aún, con la que debemos pensar la política y su relación con los mundos de vida socialmente existentes. Escrito en los albores de una de las mayores crisis civilizatorias por las que atraviesa la humanidad, este libro es sin duda polémico hasta el punto en que Bosteels pareciera abrir una polarización teórica; la de la otra comuna o el Estado cruel de la modernidad eurocéntrica. Esta polaridad debe extraerla el lector siguiendo el cuidado en el modo en que los conceptos de La comuna mexicana tejen y, al mismo tiempo, producen una hermenéutica no apriorística para pensar la experiencia comunera en América Latina. En esto, precisamente, reside el rechazo de Bosteels al a priori de una comuna ejemplar como habría sido La Comuna de París interpretada por Marx o por Lenin.  

En La Comuna mexicana el marxismo o el leninismo no es un a priori epistemológico desde el cual comenzar sino, más bien, el enfoque responsable de invisibilizar experiencias comuneras que han tomado lugar en Latinoamérica. Ni el marxismo ni los enfoques evolucionistas que se derivan de él son algo que el lector podría hallar en La Comuna mexicana. De hecho, el libro cuestiona y desplaza la teoría de la articulación transicional de los modos de producción. El etapismo de las leyes morfológicas de la historia y del a priori del sujeto de la revolución que se halla en la hermenéutica del canon del marxismo es desestabilizado desde una exhaustiva investigación en la que Bosteels debate, muestra sus cartas y desestabiliza la modernidad del canon marxista.

Se podrá decir que esta es una labor que se ha hecho y que tiene en América Latina nombres importantes como los de Enrique Dussel, Bolívar Echeverría, Aníbal Quijano, Ludovico Silva, José Aricó, Álvaro García Linera, Raquel Gutiérrez, Armando Bartra, Roger Bartra, José Carlos Mariátegui etc. Pero la manera en que este libro hace emerger la importancia de La Comuna mexicana tiene la especificidad de una urgencia que es ética y política.  Es ética porque el libro no solo despliega una enorme y rica investigación sobre las luchas sociales, sino también porque la propia sensibilidad del investigador revela estar comprometida con la ontología del presente de las luchas en México. Y, sin duda, esa sensibilidad está imbricada con la política porque la investigación de Bosteels se distancia de las pretensiones de cientificidad con las que el discurso antropológico e historiográfico suelen decorar con la idea weberiana de neutralidad valorativa.   Así, La comuna mexicana es un libro que no solo está situado en una región que pertenece geográfica y políticamente a la condición periférica, sino también, a lo que podríamos denominar, en clave deleuziana, un pensar teórico que se inventa desde el subdesarrollo a costa de dejar sin problematizar la cuestión del Estado.

En este libro, quizá más que en todos los libros que Bosteels ha escrito —señalemos sólo algunos, Badiou y lo político (2009), La actualidad del comunismo (2011), Marx y Freud en América Latina (2012)— hay una pulsión por producir ética y políticamente un pensamiento anti-estatal o para-estatal. De ahí que se pueda decir que La comuna mexicana trabaja desde lo que no tiene jerarquía epistemológica en el cerrado mundo del desarrollo y, por lo mismo, ha encontrado su subdesarrollo en las experiencias de otro modo de la comuna que aspira a la universalidad del Estado. En su deseo de pensar desde Latinoamérica, el pensar de Bosteels destella en la fricción del trabajo con el archivo del subdesarrollo. En este libro hay muchas horas de trabajo con el archivo, hasta el punto que se puede imaginar a un paciente pescador atrapando peces en aguas empantanadas; aguas en las que el pantano de la “historia natural de la destrucción” colonial y postcolonial no dejaban ver lo que este pescador de experiencias negadas ve. Ver lo que no se ve no es tan solo un acto epistemológico, sino, y sobre todo, un acto político del que leyendo ve lo que en el archivo otros no ven.  

La pesquisa de Bosteels está lejos de la ociosidad del archivo por el archivo; pero también muy lejos de la reconstrucción del archivo como política de saber que hace duelo por el objeto de la pérdida o, incluso, duelo por el ideal de aquello que nunca tomó lugar. La Comuna mexicana es para Bosteels lo que no puede ser taxonomizado por la economía de la pérdida o idealizado como doctrina por la Internacional Comunista. La otra comuna es la expresión histórica de prácticas materiales que persisten en el presente. Es esto lo que sorprende en su pesquisa, es decir, la comuna mexicana, la otra comuna, no es reducible a un objeto de la pérdida y, por no serlo, tampoco podemos reducirla en el despliegue de la conciencia abstracta de la especulación académica. Y menos aún a eso que — nos recuerda Bosteels — José Revueltas problematizó, en su célebre Ensayo sobre un proletariado sin cabeza (1962) como crítica de la especulación del caudillaje de partido.

En la genealogía que se propone y nos propone Bosteels, la comuna no-europea es la del subdesarrollo. Se trata de otra comuna y no del a priori universal de la emancipación. Sin embargo,  la singularidad de la otra comuna, es decir, de las experiencias de las varias comunas mexicanas, está inscrita en la historia universal del capitalismo. No obstante, las comunas o las experiencias comuneras son acontecimientos que desbaratan los saberes centrados de occidente y su epicentro geopolítico. No hay, entonces, en La Comuna mexicana “melancolía de izquierda” por el idilio de un paraíso comunal ni tampoco un saber a priori de un objeto que la tradición de izquierda tuvo y luego perdió. Por lo mismo, la otra comuna desplaza la condición etnográfica tan propia del discurso antropológico y de la narratología del discurso historiográfico que se obsesiona por el origen y el telos de una civilización. La escritura de este libro es una ruptura con las pretensiones de cientificidad y, al mismo tiempo, una retirada de las filosofías de la historia atrapadas en la idea de una historia universal. Pero en este libro —lo sabemos porque conocemos la pasión de Bosteels por Borges— la única historia universal es la historia universal de la infamia. De manera que las experiencias comuneras de la genealogía trazada en su libro es una apuesta por el materialismo de la comuna en medio de la insoslayable crueldad o infamia que Bosteels halla en la historicidad del Estado.

Hay en La comuna mexicana un rechazo o, más bien, una retirada de la maquinaria moderna del Estado. A lo largo de todo el libro pareciera que el Estado no cuenta como realización de la promesa emancipadora. Por el contrario, toda promesa de emancipación o realización del principio de igualdad social ocurre contra el Estado o una especie de autarquía en el interior de las experiencias comunales. En este rechazo del Estado, digamos, canalla —como lo llamó Chomsky y lo problematizó Derrida— lo que Bosteels sugiere no es un realismo cifrado en la política de lo posible del Estado Nación. Tampoco clama a partir de la experiencia de la otra comuna por una novedosa caída en el paradigma de las identidades colectivas y, menos aún, por el regreso a una naturaleza humana en la que todas y todas éramos felices. 

En su decisión de trazar las huellas de las experiencias de la comuna mexicana donde el Estado cruel o canalla aparece inevitablemente como el demonio de estas experiencias, no sabemos —al menos no en este libro— cuál es la apuesta política de Bosteels. Lo que sabemos es que no puede ser la de la autarquía de la comuna. Si lo fuera el libro quedaría expuesto a ser uno de los mejores ejercicios de investigación sin alcanzar a realizar la pasión por el afuera que recorre el libro. Por pasión del afuera debe entenderse los efectos políticos en los que este y todos los libros que ha escrito Bosteels se asientan. Sin duda, el afuera es también un adentro del tejido enunciativo de todo libro. La pasión por el afuera de este libro es el presente y, a su vez, el presente —su aquí y ahora— de la otra comuna. Esta pasión es el corazón del libro. En Bosteels el presente necesita de la esperanza y de la resistencia.

Quizá se trate de un principio de esperanza —a lo Ernst Bloch— en la existencia del porvenir (im)posible del común o del comunismo. Con el clamor del porvenir de la otra comuna  es, precisamente, como se cierra y se abre el libro a su discusión, buscando el polemos que está más allá y, paradójicamente, en el adentro del mundo académico:  “La comuna mexicana, entonces, como sombra o presencia del porvenir. Allí, a través de las brumas de lo que está por acontecer, ha de haber comunidades. Siempre hay y siempre habrá otra comuna—Lo imposible no existe” (317).

La realidad de lo imposible como categoría que se halla en la inmanencia de las historias marginadas o subdesarrolladas es tejida por Bosteels a lo largo de un prefacio, introducción, siete capítulos divididos en dos partes y un epílogo. ¿Pero de qué historia se trata?  Es sin duda la historia de otra comuna o, incluso, se podría decir, que se trata de otro modo de ser, otra ontología, que el de la historia del fracaso de La Comuna de París. No hay nada de casual que el epígrafe de este libro esté atribuido al maestro rural normalista Lucio Cabañas, egresado de la Escuela Normal de Ayotzinapa. El epígrafe dice así: Bienvenidos a lo que no tiene inicio; a lo que no tiene fin…; unos lo llaman “necedad”, nosotros lo llamamos “esperanza”. Cabañas y Rubén Jaramillo son evocados por Bosteels como fantasmas, o, a lo Didi-Huberman, como luciérnagas de una supervivencia en la que aparece ese imposible existente de la comunidad o del comunismo otro de La Comuna mexicana

Aparición del principio de esperanza y de los fantasmas de una historia inconclusa. Pero también de la tristeza, de la desaparición. Por eso, era imposible que La comuna mexicana de Bosteels no estuviese también recorrida por el hálito de la tristeza, del aquí y el ahora, de los 43 estudiantes desaparecidos de la Escuela Normal de Ayotzinapa. Es esto, quizá, el singular-sensible de un libro preocupado por el presente y por la presencia de los latidos de una supervivencia de La comuna mexicana. Sabemos que no hay clamor sin la singularidad del afecto y de lo sensible. Por eso, se trata de otra comuna y del clamor por la justicia. Esta, la justicia, no puede, sin embargo, tomar lugar sin el modo complejo e histórico de la traza genealógica que ha realizado Bosteels. De ahí que el libro, como veremos, se articule entorno a una hipótesis radical.

Una vez que Bosteels ha desplazado los universalismos de la apropiación de La Comuna de París como paradigma fracasado de la toma del poder, lo que emerge es la hipótesis de un comunalismo o comunismo que supone descolonizar el imaginario occidental. Es en este punto en que el libro se torna en extremo ambicioso. Por supuesto, no es la ambición del Scholar, ni del erudito que se ensucia las manos en los anaqueles de la historia para lucir un broche consagrado por la academia. ¿Hay un giro decolonial en la propuesta comunera de Bosteels?

La ambición de La comuna mexicana es la de desinscribirse del eurocentrismo teórico para inscribir y escribir desde lo que Walter Benjamin llamó la tradición de los oprimidos. Esta tradición comparte Bosteels, de alguna manera, con la de Franz Fanon, quien, perteneciendo al mismo linaje de la tradición de los oprimidos, la enunció desde el polemos de los “condenados de la tierra”. También es la tradición de Adolfo Gilly, una de las figuras intelectuales más importantes de la historiografía mexicana y de cultura de izquierda y, sin duda, el autor más citado y con el que la otra comuna más disiente y polemiza. Escribir contra La Comuna de París para abrir el cielo despejado de la Comuna mexicana es escribir contra y a través de la obra de Adolfo Gilly. 

Pero para romper el círculo virtuoso de la episteme occidental, Bosteels no solo producirá disensos polémicos con un historiador tan importante como es Gilly, autor, entre otros, del libro La revolución interrumpida (1968). También lo hará con teóricos decoloniales como Walter Mignolo quien, en el juego de los fetiches identitarios y el impasse de superar el racismo proveniente de la “Europa blanca”, ve la emancipación no solo como crítica al eurocentrismo, sino también como post-occidentalismo.  La opción decolonial de Mignolo es la de desoccidentalizar el mundo a favor de la comunalidad, pero no de lo común. La comunalidad sería el lugar de realización de la emancipación decolonial porque ésta se opone a la economía liberal. Mignolo es la versión más “norteamericanizada” de la posición decolonial y, entre los que comparten esta episteme, no todxs están de acuerdo con él. La Comuna Mexicana se distanciaría, aunque no problematiza demasiado su distancia, de esta opción decolonial.           

El deseo de escritura y la inscripción de Bosteels responde a constelaciones de pensamiento otras a la de la “opción”. Pues, no se trata solo de otra comuna sino también de pensar en una constelación de pensadores y luchadores sociales que llevan, por ejemplo, en el nombre de Emiliano Zapata el clamor de la justicia y de lo común como lógica de la resistencia. En la consigna de “tierra y libertad”, cuya expresión conceptual y plebeya se encuentra desplegada en el Plan de Ayala. La demanda de justicia aparece vinculada al deseo de alejarse del Estado y replegarse en la lógica de la resistencia del común de la comuna. A diferencia de la opción decolonial, no hay en otra comuna hipostasis del mundo indígena, sino más bien, un acoplamiento en la lógica del común que resiste las crueldades del Estado.

Como si Bosteels participara del icónico gesto de desprecio de Zapata al sentarse en la silla del águila, el Estado no aparece como una institución moderna a defender. Por el contrario, en la historia de la otredad negada, es decir, en la historia de la otra comuna y sus mundos de vida, el Estado sería una maquinaria impostada, abstracta y cruel que viene desde afuera —desde el imaginario de Occidente —a ejercer su dominio. Casi en una estela similar a la de Pierre Clastres —autor del célebre libro La sociedad del Estado (1974)— el alejamiento o retirada del Estado lleva el aura de la potencia del gesto zapatista; potencia del común que se prolongará en la insurgencia neozapatista de la comuna de Chiapas en 1994. Pero a la resistencia del común se le adhiere, como una especie de insoportable gemelo, la tragedia y la tristeza necropolíticas; tristeza que Bosteels recoge en su lectura del libro Dolores: textos desde un país herido (2006) de Cristina Rivera Garza.

En el libro de Tanalís Padilla Después de Zapata. El movimiento jaramillista y los orígenes de la guerrilla en México, 1940-1962 (2006), La Comuna mexicana encuentra los antecedentes de un mundo rural que co-pertenece con la modernidad del Estado cruel. Y, sin embargo, esos mundos comunales, mundos del común, lo tensan, le hacen guerrillas, mostrando el fracaso de una institución militarizada y, sobre todo, del fracaso de un proyecto civilizatorio implantado desde arriba a las comunidades rurales. Así, la historia de México y la de América Latina parecen ser la historia del fracaso de la construcción de la nación como morada de los mundos de vida que el Estado suprime, elimina y subordina al patrón de acumulación capitalista. En nombre de la modernidad eurocentrada o periférica, el programa modernizador, basado en la nación-Estado, ha arrasado y exterminado mundos de vida rurales inscritos en una temporalidad abigarrada y en resistencia a la “colonialidad del poder”. Por supuesto, este no es solo un diagnóstico que podamos encontrar en las tesis de La comuna mexicana. La crítica que de Karl Marx a Enrique Dussel pasando por Roger Bartra y Pablo González Casanova, entre otrxs, y que Bosteels, sin duda, comparte, no es otra que la crítica a la dominación colonial.

La modernidad colonial es la historia naturalizada de la destrucción y la crueldad. Esta historicidad se despliega en lo que el historiador Fernand Braudel llamó el “tiempo de larga duración”. De manera que el tiempo de la modernidad colonial es el de la destrucción y la implementación de instituciones de la crueldad, cuyo intervalo de tiempo va de la destrucción de Tenochtitlan (1521) a la extinción y destrucción de modos de producción anteriores al largo colonialismo que ha experimentado la historia de México y América Latina. Esta es una hipótesis en la que no sería fácil imaginar condiciones de falsabilidad o refutación histórico-epistemológica, además de estar problematizada por autores como Enrique Dussel, Bolívar Echeverría, Pablo González Casanova, entre otrxs. Por eso, Bosteels decide trabajar en un archivo en el que la larga duración de un sistema-mundo de dominación no puede si no abrirse a la descolonización de la modernidad. La otra comuna es lo que él decide para activar en y desde la historia de las otras comunas un régimen de dominación. Cito del prefacio lo siguiente:

La comuna mexicana parte de la hipótesis de que lo que tienen en común el sitio de Tenochtitlan y la Comuna de París no es sólo una historia extremadamente violenta, marcada por masacres y represiones brutales al final de cada episodio. También comparten, como soterrada bajo la violencia y resistente a ella, una preocupación por el estallido potencial de lo común —explosión cuya forma política en nuestra hipótesis sería, justamente, la comuna—. (7)

Aunque no esté de manera abierta desplegada en La comuna mexicana, se puede decir que Bosteels comparte el enorme atractivo e impacto de la teoría de la “colonialidad del poder” de Aníbal Quijano. Al mismo tiempo que comparte el compromiso ético, político y filosófico de pensadores tan relevantes como Dussel o Echeverría. En ambos y en el propio libro de Bosteels se puede sostener que el colonialismo en América Latina no solo es un colonialismo de larga duración, sino que, además, las instituciones del Estado, aquellas que se irguieron en nombre de las modernas repúblicas, han sido reproductoras de la dominación colonial-capitalista. Salir del ciclo de violencia del Estado —como de alguna manera lo ha propuesto Jean Franco— es salir de la modernidad cruel. Sin embargo, aún quedaría por discutir si esta salida supone una salida de todas las instituciones que ha imaginado la modernidad. Este quizá sea un límite de la otra comuna, es decir, imaginar una salida desde la potencia en común que suponga, al mismo tiempo, imaginar instituciones donde la implantación externa por parte del Estado sea sustraída en nombre de otra modernidad. La aspiración moderna de la comuna a la universalidad del Estado, no como superación o sustitución, sino como relación de sustracción del poder abstracto en el que coincide el Estado con el orden del capital, no parece ser algo que de momento, en este libro, le preocupe a Bosteels. La aspiración a la universalidad no es una pregunta de La comuna mexicana. No obstante, es la búsqueda a una salida a las crueldades en la que la forma comuna resiste. Esta resistencia se halla descrita en una genealogía que Bosteels halla en las experiencias que han marcado la disidencia de la modernidad cruel. Así, también, la disidencia a lo que Rita Segato llama pedagogías de la crueldad.

En el capítulo titulado “Fragmentos de una historia de la Comuna” Bosteels piensa una lógica de la resistencia basada en las experiencias comuneras y en las lecciones que podemos tomar de ellas, quizá, como antídoto al fracaso del Estado de crueldad. Se refiere a las experiencias de Topolobambo (1872-1893), Morelos (1914-1915 y 1924-1962), Edendale (1914-1916), Acapulco (1919-1923), La Colonia Proletaria Rubén Jaramillo (1973-), Chiapas (1994-), Oaxaca (2006) y Cherán (2011). En estas experiencias Bosteels escucha el clamor de la otra comuna y, así, el de las comunas que vendrán. Pero este clamor no viene solo de las experiencias del siglo diecinueve y veinte para alojarse de manera intempestiva en la contemporaneidad del siglo veintiuno. Lo que enuncia Bosteels, casi de manera poética, como “estallido potencial de lo común” es el programa de una huella histórica en la que lo común resiste la crueldad del programa de modernidad capitalista que significó la destrucción y caída de Tenochtitlan.

Entonces un salto del tigre al pasado, como lo hubiese pensado Benjamin, para hacer que la dialéctica del continuum de la historia se interrumpa e interrumpa la lógica cruel del Estado desde la temporalidad en permanente resistencia de la comuna. El salto de tigre, además, emplea el comparativo entre La Comuna de París y Tenochtitlan; salto que sin duda desestabiliza cualquier sentido historiográfico, incluyendo, probablemente, el de Adolfo Gilly, uno de los autores más referidos, como ya he mencionado, y admirados por Bosteels. ¿Pero por qué La comuna mexicana da este salto de tigre? A primera vista es obvio. La comuna o, en su plural, las comunas, son el freno a las crueldades del Estado capitalista. Por eso, las comunas que han tomado lugar y las que podrían volver a hacerlo, no constituyen una historia del fracaso o de las melancolías de la izquierda. En el “salto de tigre” de la investigación de Bosteels, no hay izquierda melancólica. Por el contrario, el salto al pasado es para constatar que la comuna supone un, por decirlo así, “performativo” en el interior de la historia de la resistencia. Esta hipótesis, sin embargo, podría quedar demasiado dialectizada en lo que la historia misma del performativo de la resistencia confirma; a saber, la resistencia que la lógica modernizante del capital requiere para afirmar la producción de sus instituciones de la crueldad. Quizá por lo mismo, Bosteels prefiere no problematizar la otra comuna como aspiración a la realización de esta en el Estado, revelando, así, la fragilidad de la experiencia comunera.

En una bella referencia a Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes, el propio Bosteels explica la fragilidad de las experiencias comuneras cuando nos dice: “Don Quijote, por ejemplo, usa la palabra de ‘comunidades’ en el sentido de ‘rebeliones’ en los consejos que le da a Sancho Panza” (17). Así, la comunidad es lo que se rebela, lo que resiste, e, incluso, se podría decir lo que está condenado a la supervivencia de la resistencia, del motín, de la sublevación.  La mención al Quijote no es casual. Las referencias a esta obra de la literatura hispana hechas por el Subcomandante Marcos son conocidas. Pero Bosteels no lee el Quijote para elaborar una estrategia del lenguaje literario de la guerra insurgente, sino para encontrar en aquel tiempo de crisis de las novelas de caballería el contenido mismo de lo que sería la esencia de la comuna, y de la imaginación de las comunas que vendrán, a saber; la resistencia.  Ahora bien, para dar densidad al salto de tigre y a la comparación que permite desplazar La Comuna de París como una hermenéutica centrada en el paradigma europeo, La comuna mexicana hunde su investigación sobre la resistencia y la potencia de lo común en el calpulli.

En el libro de Alonso de Zorita Breve y sumaria relación de los señores de la Nueva España, Bosteels formula las preguntas que lo van a conducir a relecturas descolonizadoras de libros provenientes de la tradición del marxismo. Resistencia comunera y descolonización del imaginario moderno aparecen como la huella desde la que Bosteels hará de la otra comuna el lugar de reunión y afirmación de las resistencias comuneras.

¿no podríamos atrevernos a seguir el ejemplo de Zorita, pero leyéndolo a contrapelo, para pensar en la gente del calpulli como “el común” e incluso —cosa que el oidor de la Nueva España obviamente no hace— para pensar el calpulli como “comuna”, del mismo modo en que los especialistas de la lengua nahua en el siglo xx decidieron hablar de “casa común” o “casas comunales” para designar el calpulco como lugar donde se juntaba la gente de los barrios o vecindades en la antigua Tenochtitlan? (16)

Bosteels se atreve a seguir a Zorita porque hay en el calpulli el verosímil de lo que me atrevería a llamar un magonismo comunero y agraristas. En otras palabras, para dejar que la voz del calpulli se exprese, Bosteels debe conceder todo a la lógica de la resistencia comunera y nada a la del Estado y sus instituciones modernas. El calpulli es el modo en que el “comunismo invariante” encuentra un verosímil histórico latinoamericano y que permite descentrar la preeminencia del Estado y de paradigmas externos a la historicidad de las rebeliones contra el Estado. La comuna mexicana tiene la virtud de desplegar una historia latinoamericana de los invariantes comunistas que, sin duda, Bosteels extrae de una cierta fidelidad teórica con Alain Badiou. Por eso, el calpulli es la hipótesis de una “subjetividad rebelde” que funciona como invariante comunista. Es la subjetividad rebelde la que conecta la lógica comunera del calpulli con el conjunto de luchas sociales, con la potencia del común, en un tiempo de larga duración.  Esta subjetividad es la de los hermanos Flores Magón, que no solo promovieron ligas agraristas, sino también la más vehemente resistencia a los procesos de modernización del Estado porfirista.

Pero es también la subjetividad de los zapatistas y de los militantes del Partido de los Pobres fundado por Lucio Cabañas, de la Colonia proletaria Rubén Jaramillo y la de Cherán en el estado de Michoacán. En este sentido, el calpulli es una especie de aquí y ahora, es decir, es el modo por que la contención a la modernización proviene del magma de una temporalidad que es compuesta por la hipótesis del comunismo invariante. Esto es lo que hace que La comuna mexicana sea un libro que se distancia de la historia convencional e, incluso, lo que explica que Bosteels, sin duda, critique a un historiador que admira. Admiración por La revolución interrumpida que Adolfo Gilly escribió en la cárcel de Lecumberri, cárcel que, siguiendo a Susana Draper, Bosteels la reconoce como “un laboratorio autogestionario” donde Gilly, Revueltas, entre otros, produjeron una experiencia teórica y de pensamiento sin precedentes. Toda La comuna mexicana podría ser leída a través del modo en que Bosteels polemiza con Gilly: “Adolfo Gilly, el que famosamente bautizará ‘Comuna de Morelos’ al experimento de reforma agraria y autogobierno comunal liderado en 1914-1915 por Zapata y su secretario de Agricultura, Manuel Palafox. Pero Gilly, por su parte, no habla en términos de la tradición del calpulli, ni menciona tampoco la función de calpulec o calpuleque conferida en 1909 a Zapata” (46).

            Pero La revolución interrumpida no escribirá una historia desde el calpulli como forma de comunidad y subjetividad rebelde, ajena a la máquina moderna de matar. Entonces, el pecado hermenéutico de Gilly consiste en que el olvido de la tradición del calpulli tiene efectos en la contención teórica de la historia del modo de producción capitalista. Gilly no habría logrado descolonizarse lo suficiente como para ver en el calpulli lo que Bosteels si ve. Y lo que ve es una lógica de contención y resistencia anticolonial que halla su fundamento en la organización de lo agrario y de los mundos de vida rurales, anteriores a la modernización del capitalismo. 

La pregunta, sin embargo, que emana de esta lectura es si la resistencia de lo común o de la comunalidad basada en experiencias agraristas tiene la potencia de contener y destruir la forma mercancía y el dinero como equivalente general. La forma dinero, que domina todo el proyecto de la modernidad y que actualmente articula una economía-mundo, puede co-existir en el tiempo de larga duración de las subjetividades rebeldes. De hecho, la forma dinero puede imponer su dominio global sin el Estado e, incluso, es hoy imaginable que la utopía de Robert Owen, bellamente narrada por Bosteels, se materialice como parte de una pluralidad de comunas que produce en la inmanencia del capitalismo transnacional. Así, la reflexión del calpulli que hay en el libro de Bosteels desestabiliza la hipótesis de continuidad histórica y también las formas en que el Estado trasforma la comunidad —tal como lo señala el Marx de Los Grundrisser— en comunidad del dinero. La comuna mexicana insistirá que no toda comunidad es comunidad del dinero. De manera que la comunalidad de los mundos de vida rurales parece ser el radical opuesto a la universalidad del equivalente general. Este radical es lo que parece sugerir el libro de Bosteels. ¿Pero puede la otra comuna realmente oponerse a la universalidad del dinero?

Esta pregunta no solo abre un polemos en la lectura y re-interpretación de la obra de Gilly para quien la historia precisa del Estado y sus instituciones hasta el punto en que podemos imaginar que la revolución interrumpida es la revolución de las instituciones democráticas de la modernidad. Sin duda, el Estado en el que está pensando Gilly no es el Estado cruel o canalla. De hecho, en su libro El cardenismo una utopía mexicana (2013) —libro que a Bosteels le interesa por la caracterización que hace Gilly del profesor normalista de las escuelas rurales como un intelectual orgánico que proviene del campesinado— es un libro en que el legado del Estado social de Lázaro Cárdenas (1938) se opone a las crueldades del Estado canalla. Para Gilly el legado de Cárdenas y su utopía estaban fundadas en el principio moderno de la soberanía. No es muy difícil imaginar que lo que Gilly está pensando es en la nación como lugar de lo universal. Esto explicaría la importancia de la nacionalización del petróleo y la importancia de la educación para Cárdenas. Si Bosteels está pensando en la otra comuna como desarme del binarismo en el que subyace la relación capital trabajo, Gilly piensa que este desarme ocurriría a través de la soberanía que puso en marcha el gobierno del General Cárdenas. Esto sin duda nos abre la pregunta por la recomposición de las golpeadas soberanías nacionales que hoy hayan una posibilidad en los progresismo latinoamericanos. Pregunta que, por supuesto, dejo abierta. 

Por otro lado, La comuna mexicana abre los textos de Marx donde la historia no está cifrada por la preminencia de la contradicción lineal y formulaica del desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción. Así el libro dialoga con los textos menos leídos de Marx y, a su vez, menos coludidos con la filosofía del progreso. Textos como “Cuaderno Kovalesky”, “El porvenir de la comuna rural rusa”, la celebre “carta de Vera Zasulich a Karl Marx”, “Los apuntes etnológicos”, entre otros, forman una línea de escape en el que La comuna mexicana halla la intensidad de un verosímil utópico, pero inmanente al capitalismo contemporáneo. Estos textos, en medio de uno de los laboratorios más exitosos de experiencia política, fueron compilados por la edición de la Vicepresidencia de Bolivia bajo el título La comuna ancestral. En el espíritu te estos textos habría que leer La comuna mexicana, libro que a través de los ojos de Bosteels se abre a la posibilidad de seguir pensando e imaginado las otras comunas con los ojos del ajolote que habitó y sigue habitando, aunque con dificultades, la supervivencia de la forma del calpulli, la supervivencia de la subjetividad rebelde. ¿Pero es esto suficiente? La Comuna mexicana no es un libro al que de manera fácil podamos atribuirle un romanticismo político que se dialectizaría en la falsa oposición entre las otras comunas y el Estado. Por lo mismo, dejemos que el libro se abra a la potencia de su polemos, agitando las banderas de la comuna que vendrá.

 

[1] Este texto es la presentación que leí en el lanzamiento del libro La comuna mexicana (2021) de Bruno Bosteels. Agradezco la invitación de Dante Ariel Aragón del Departamento de Filosofía de la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México. He modificado algunos párrafos para la versión escrita.

El motín // Comité invisible

Se nos protege todo el año de mil amenazas que nos rodean — los terroristas, los alborotadores endocrinos, los migrantes, el fascismo, el desempleo. Así se perpetúa la imperturbable rutina diaria de la normalidad capitalista: sobre el fondo de mil complots no realizados, de cien catástrofes repelidas. Ante la ansiedad lívida que intentan, día tras día, inocularnos, con el impacto de patrullas de militares armados, de breaking news y de anuncios gubernamentales, es crucial reconocer en el motín la virtud paradójica de que nos libera de todo esto. Esto es lo que no pueden comprender los aficionados de esas procesiones fúnebres llamadas «manifestaciones», todos aquellos que saborean en un trago el placer amargo de ser siempre derrotados, todos aquellos que arrojan un flatulento «Si no ¡todo esto va a reventar!» antes de entrar tranquilamente en el autobús. En el enfrentamiento callejero, el enemigo tiene un rostro definido, ya sea vestido de civil o con una armadura. Tiene métodos ampliamente conocidos. Tiene un nombre y una función. Es, además, un «funcionario», como lo declara sobriamente. También el amigo tiene gestos, movimientos y una apariencia reconocibles. En el motín se da una incandescencia de la presencia con respecto a sí y a los otros, una fraternidad lúcida que la República es completamente incapaz de suscitar. El motín organizado es capaz de producir lo que esta sociedad no tiene aptitud de engendrar: vínculos, vivos e irreversibles. Quienes se detienen en las imágenes de violencia pierden de vista lo que se juega en el hecho de tomar juntos el riesgo de romper, de grafitear, de enfrentar a los policías. Nadie sale nunca indemne de su primer motín. Es esta positividad del motín la que el espectador prefiere no ver, y que en el fondo lo atemoriza bastante más que los destrozos, las cargas y las contracargas. En el motín, hay producción y afirmación de amistades, configuración franca del mundo, posibilidades nítidas de actuar, medios al alcance de la mano. La situación tiene una forma y uno puede moverse en ella. Los riesgos están definidos, a diferencia de todos esos «riesgos» nebulosos que los gobernantes disfrutan haciendo volar por encima de nuestras existencias. El motín es deseable como momento de verdad. Es suspensión momentánea de la confusión: en el gas, las cosas están curiosamente claras y lo real es al fin legible. Difícil, entonces, no ver quién es quién. Hablando de la jornada insurreccional del 15 de julio de 1927 en Viena, en el curso de la cual los proletarios quemaron el palacio de justicia, Elias Canetti decía: «Es lo más cercano a una revolución que haya vivido. Cientos de páginas no bastarían para describir todo lo que vi». De ella sacó la inspiración para su obra maestra Masa y poder. El motín es formador por cuanto hace ver.

Meschonnic, el aguafiestas // Perla Sneh

Pisoteo la sintaxis porque debe ser pisoteada. Es uva. Ustedes entienden.
Henri Meschonnic

Acaso porque no oculta sus rechazos, suele decirse –con mal disimulada exasperación– que Henri Meschonnic es agresivo, que es polémico. Pero quien se aventure a su obra, verá que agresivo es solo una argucia seudomoral para arremeter contra su resistencia al consenso de los mercados culturales. Y que polémica es una noción que precisa definirse con rigor, cosa que Meschonnic no rehúsa hacer, diferenciándola de crítica, que es aquello que él hace y promueve.

Crítica y polémica coinciden en que no hay acuerdo, pero difieren en sus estrategias, en sus epistemologías y, sobre todo, en su ética y su política. Tachar de polémica una reflexión crítica es reducirla a mera táctica de dominación, porque la polémica es, precisamente, una guerra para tener razón, para dominar de un modo u otro: en su ámbito todo es “opinión”, abonada ésta por el poder –mediático, académico, económico u otro– de turno, siempre necesitado de estereotipos. La polémica es la táctica inmediata de quienes se ponen del lado del poder: presupone autoridad para hablar o callar, es decir, de hacer como que no hay qué discutir.

La crítica, en cambio, en términos de Meschonnic, se aleja de la metáfora médica común que sugeriría un supuesto estado de no-crisis. Así la crítica –más cerca del juego etimológico que le es propio: de krinein, juzgar– remite al juicio, tanto en el sentido kantiano –búsqueda de los fundamentos– como en el sentido de la escuela de Frankfurt: situar las cosas con relación a un conjunto, situar lo regional en relación a una teoría de la sociedad. Se trata, entonces, de la búsqueda del funcionamiento de las estrategias, no de la lucha por la dominación: buscar la razón de algo no es lo mismo que tener razón. Es, ante todo, el ejercicio de un punto de vista. Es el esfuerzo por no perder de vista el reconocimiento de la historicidad y de la especificidad de un sujeto. En este sentido, la crítica es neutra –es decir, libre– en relación al poder.

Nada fácil, se ve, en el reino de la “opinión”. De allí que la voz fuerte, a veces destemplada, de Meschonnic es la de quien grita para defenderse: un “esfuerzo por respirar, por llegar a fundar algo que está amenazado”. En todo caso, Meschonnic es “polémico” en tanto trabaja su historicidad, es decir, en la medida que no renuncia a la crítica, con lo que la imputación de polemista deviene profundamente cómica. Como si fuera polémico buscar de dónde viene uno, dónde estamos, quién nos guía.

En el lenguaje es siempre la guerra, suele decir Meschonnic pensando en Mandelstam, que dice lo mismo de la poesía, pero guerra de lenguajes no equivale a guerra de lenguas. Los problemas de lenguaje son siempre políticos, aunque hoy se tienda a simplificar las relaciones entre lenguaje y política, tomándolos directamente. No hay solo problemas de lengua dominante o dominada, sujetos de las relaciones de dominación social, política o económica, el modo en que estas relaciones se producen en el interior de una misma lengua. Cierto: todo eso es importante; sin embargo, no es suficiente, porque carecemos de una teoría política de las relaciones entre el lenguaje y el individuo, lo social, el Estado, una política histórica del lenguaje, con lo que supondría de práctica de enseñanza hacia lo que podemos llamar una democracia crítica.

En esa escena, el ámbito de la teoría –es decir, de la reflexión sobre lo desconocido– será, para Meschonnic, la crítica y no la ciencia; una reflexión indisociablemente anudada a la actividad poética, en tanto las intuiciones poéticas, dice, buscan su lógica; infinita, como el lenguaje: he ahí una declaración intolerable en el reino de las hiperespecializaciones. A diferencia de las disciplinas académicas, compartimentadas –para quienes la política se ocupa del combate entre fuerza y derecho, la ética se ocupa del bien y el mal y nada de esto tiene que ver con la literatura–, el pensamiento del poema, el poema del pensamiento – que mantiene el lazo interno, ¡no la yuxtaposición!, entre epistemología, ética y política– nos enseña cosas vitales en cuanto a la ética y la política. Porque el poema respira lejos de la oposición verso/prosa; vive en la pluralidad interna de los ritmos, cuya regulación métrica no es más que un momento que esconde todo lo que hay de prosa en los versos y de métricas en la prosa. El verdadero problema poético será, para Meschonnic, el de un ritmo sujeto.

Por eso, para pensar el lenguaje hay que pensar el poema, que no es sino la transformación de una forma de vida por una forma de lenguaje y la transformación de una forma de lenguaje por una forma de vida. El poema rompe el signo, rompe los consensos que se toman por verdades, es un terrorista del signo. Por supuesto, eso no es nuevo, lo nuevo es reconocerlo. Lo nuevo es descubrir la fuerza de lo ínfimo, de aquello que, insabido, precipita el inicio de un poema. Y el poema es invención de sujeto. De allí que, en el orden de la práctica del lenguaje, la poesía siempre es crítica: pone en carne viva los conflictos, es la gran crítica de las ciencias humanas. Y nunca será destructiva, siempre es constructiva, constructora de sujetos. En todo caso, la poética será retórica en un sentido estrictamente aristotélico: una manera de actuar. Esa poética, que en términos aristotélicos es retórica, es lo que Meschonnic llama una teoría del lenguaje.

A diferencia del ralo bienpensar que nos inunda, Meschonnic no desconoce que los rechazos existen y –lejos de invocar una desleída bonhomía– no rehúsa admitir los propios. No hay invención de pensamiento sin rechazos o, al menos, cierta imposibilidad de darse por satisfecho con poco. Ese rechazo, esa imposibilidad de avenirse a, son la fuente misma de la actitud crítica. Porque, sin llegar a coincidir con el fascismo de la lengua (Barthes), Meschonnic sostiene que siempre hay coacción en el lenguaje. No se trata de extremar el carácter agonístico hasta una especie de contrario del irenismo, sino de admitir que el lenguaje es el lugar de los conflictos, donde algunas estrategias –como la polémica– enmascaran esto deliberadamente. Por eso Meschonnic argumenta, cita, analiza, combate y debate. Contra el mantenimiento del orden de la mediocridad reinante. En este sentido, podemos decir que Meschonnic –que no le teme a la palabra “enemigo” puesto que también sirve para pensar– es philologos, en el sentido griego, socrático, del término: un porfiado, un cuestionador, un aguafiestas.

Como tal, no se priva de cuestionar –aguar– las fiestas filosóficas. No por algún encono especial con la filosofía (en la que sospecha una teoría del lenguaje reprimida) salvo –y en esto no hay tu tía– cuando pretende apropiarse del poema. Para Meschonnic ciertas frases son imperdonables: “un poema es un filosofema”. Las aguas adversas también arrasan con el ser heideggeriano, que Meschonnic contrapone al je de Benveniste. De Hegel se queda con una cosa: la prosa del mundo, el combate indefinido de los contrarios, el desorden opuesto al “buen infinito”. Por supuesto, hay razones, argumentos, matices. Y no se puede, admite, destruir las nociones como quien se saca de encima a un fantasma; pero se puede –dice, en un giro quizás inadvertidamente freudiano– desplazar los acentos. A eso llama estrategias del discurso, que no son sino estrategias del sujeto.

Lector atento de la Biblia –el Tanaj–, Meschonnic* no se halla en el verbo ser, abono de una tradición centrada en el borramiento de un lugar vacío: seré que seré. Ese futuro alrededor de un vacío es muy otra cosa que el presente occidental y cristiano del indicativo –soy el que soy– piedra de toque de la esencialización que domina nuestro pensamiento. Subvirtiendo la noción de una humanidad abstracta de la que se desprenden, como fragmentos, uno a uno todos los hombres, la vida, dice Mechonnic apelando al hebreo, son los vivos: hay jaím – vida– como manifestación plural de jai, el que está vivo. Porque un fragmento de humanidad no es un sujeto.

El recurso al hebreo –o mejor: al poema bíblico que hace al hebreo– no es, como muchos le reprochan, arcaísmo o fundamentalismo; tampoco es casualidad ni mera adherencia a la tribu. El texto bíblico es lo que se llama Mikrá (o Miqrá), que significa “aquello que es leído” [likr’ó: leer] pero también entraña un llamado [kri’á]. Desde una perspectiva judía, no hay “Biblia” –los libros– sino Mikrá: llamado a la lectura. Ya el nombre mismo cifra una particular relación entre escritura y lectura en todo diversa de la que reina en las lenguas occidentales, que hablan de la(s) Escritura(s), Santas o no. Esa Scriptura supone un campo radicalmente diferente del hebraico, porque alimenta la oposición entre escritura y lectura, entre el acto y la palabra, oposición que bien puede ser cifra de las dificultades para pensar la especificidad de la escritura en el actual pantano de nuestra cultura, embebida del dualismo del signo. Mikrá, en cambio, es, etimológica y funcionalmente, lectura, mas no como opuesto a la escritura sino en tanto supone una asamblea en la que esos textos se leen en voz alta. Mikrá –que es, al mismo tiempo, cuerpo, voz, escucha, palabra, presencia– conjuga indisociablemente oralidad y colectividad. El texto es, así, por su organización rítmica, por su exigencia de voz, por su manera de hacer sentido, literatura oral, lo que no solo sortea el corte occidental entre autor y lector sino que, necesariamente, implica colectividad. Subrayemos: no un colectivo con jefe –Mandelstam lo dice claramente: eso es colectivismo– sino colectividad.

Señalar esto no obedece a un mero afán arqueológico, es una estrategia que puede servirnos ante la actual crisis de la escritura y de la cultura, de allí la vigencia del texto bíblico como ámbito de pensamiento. Para avanzar en ello será necesario –Meschonnic nos lleva de la mano en esto– establecer la diferencia entre lo divino, lo religioso y lo sagrado.

Lo sagrado supone una actitud fusional entre lo humano, lo animal y lo cósmico. Lo divino, en cambio, es el principio de vida que se cumple en todas las criaturas vivas. Y lo religioso es la organización de la vida social en función del calendario de fiestas y las proscripciones y prescripciones rituales.

Lo religioso se reapropia de lo sagrado y lo divino aunque, paradójicamente, nada se opone más a lo divino que lo religioso. Así, leído religiosamente, el texto, objeto de la veneración máxima, se ve debilitado en tanto la verdad teológica actúa como el signo. La fusión de lo divino y lo religioso es lo que llamamos lo teológico-político.

Pero no se trata de ateísmo, problema que Meschonnic ni se plantea. En cambio traduce la Mikrá para recuperar la poética de lo divino que pone en movimiento el texto. El combate del poema y el ritmo plantea el mismo problema que el del recubrimiento de lo sagrado por lo religioso. Meschonnic combate lo religioso, esa catástrofe ocurrida a lo divino. Meschonnic combate las idolatrías del lenguaje, combate a los idóletras. Hay una aventura común en su traducir el texto bíblico y lo que aprende de sus poemas.

Y así como el poema en el reino del signo, lo judío es, en lo social y en la historia, el punto más vulnerable, el más amenazado, porque denuncia la unidad signo-dios-razón. De allí la necesidad de volver incesantemente a los textos bíblicos, ya que la actividad a la que Meschonnic llama poema desborda en esos textos lo sagrado. Esa actividad muestra una antropología del lenguaje radicalmente histórico, incluso cuando habla de lo divino, en tanto se despliega como una oralidad-colectividad. Volver a los textos bíblicos, traducirlos –como hace Meschonnic– es producir nuestra historicidad, contra la oposición occidental verso/prosa para, situar el sentido en el ritmo. Traducirlos es una manera de salir de lo escrito desoralizado. Meschonnic, contra lo fusional, apuesta a lo divino, a un misterio que “engendra lenguaje, no visiones sagradas”. Quizás es a eso a lo que llama “infinito” cuando dice: “Vamos, mientras tengamos nuestro infinito hay esperanza y no estamos solos”.

Inquieta un poco advertir las resonancias de todo esto en los actuales debates argentinos. Poner estos textos en el pensamiento argentino, en el cotidiano penar por lo que nos pasa, es algo más que engrosar algún hipotético anaquel académico, es un acto político. Más de un opinólogo, perdido en sus jergas, haría bien en leerlos. En este sentido, esta lectura, esta traducción de Hugo Savino, esta reescritura que hace de Meschonnic en nuestros discursos es una respuesta. Al modo de Claudel: “responder los salmos”, sin “a”. Al modo en que Meschonnic “traduce Spinoza”, sin “a”, empleando la palabra no como complemento de objeto sino como adverbio: a la manera de, continuando, Savino responde Meschonnic asumiendo en ese lance su propia escritura. Su traducción es un manifiesto. Como si dijéramos: un manifiesto de lectura. Manifiesto es la expresión de una urgencia y la reescritura de Meschonnic entre nosotros es una urgencia. Entraña un riesgo, sí, pero si no lo hubiera no sería un manifiesto. También un poema es un riesgo. Pensar es un riesgo, pero un riesgo ineludible en la Argentina de hoy donde es preciso pensar qué hace que un pensamiento sea un pensamiento. Debemos pensar la relación entre una teoría del lenguaje y una teoría de la historia. Plantear los problemas de lenguaje en el plano político equivale a plantear esa correlación.

Este pensamiento implica una relación interna entre la poética y lo político donde interviene, necesariamente, la ética. Es lo que en algún momento se llamó “compromiso intelectual”. Aquí lo reiteramos pero solo a condición de pronunciar “compromiso” sin ese matiz de elegido por los dioses filosóficos que suele otorgársele e “intelectual” con su valor intrínseco de “oponente” con que el término nació en los días del caso Dreyfus. Zola, Peguy, Hugo, dice Meschonnic, eran la mala con- ciencia de su tiempo. En cambio, muchos de quienes hoy pasan por intelectuales son una especie de buena conciencia de lo cotidiano. Pero se trata de aquello que ya dice Nietszche: una oposición al tiempo que nos toca vivir, un pensar contra.

No faltará entre nosotros quien crea que Meschonnic, porque lee la Biblia, es un gil. No es a él a quien hablamos. O, mejor dicho, sí; también a él le hablamos; con la esperanza de que algún día responda estos versos: las palabras me envejecen o me hacen brotar / me mezclan con otras / y liman nuestras soledades / hasta reunirnos. No por creer en algún supuesto progreso espontáneo, sino porque el tiempo a veces hace su trabajo. Sin duda, hay que seguir buscando y, mientras, reírse y tapar esa risa con la mano. “Amigo”, dice Meschonnic, es aquel que está del mismo lado de la vida, del mismo lado del lenguaje que nosotros. No es una mala manera de pensar a quién le hablamos.

 

Perla Sneh, Buenos Aires, 8 de marzo de 2014.

De: Henri Meschonnic. Conversaciones / Edición a cargo de Hugo Savino, Prólogo de Perla Sneh

* Meschonnic no se detiene en por qué debiera hablarse de “Tanaj” y no de “Biblia”, término que proviene de una expresión griega de los tiempos de la Septuaginta, ta bibliá, los libros. De hecho, no hay “Biblia” –ni en el sentido de “Antiguo” o “Nuevo” ni en el sentido de “Testamento”– en el ámbito hebraico. Tanaj (Tanakh) es el conjunto de textos cuyo nombre es acrónimo de Torá (que designa estrictamente los cinco primeros libros, el así llamado Pentateuco), Nevi’im (Profetas), K(h)tuvim (Escritos): T(a)N(a)Kh. Quizás Meschonnic no lo menciona explícitamente porque lo da por dicho; quizás se cansó de hablarle a los sordos; quizás dice simplemente “Biblia” para ahorrar tiempo: la tarea es enorme y debe seguir adelante

 

Fuente: CUARTA PROSA

Cuidar la potencia // Comité Invisible

La tradición revolucionaria está afectada por el voluntarismo como por una tara congénita. Vivir orientado hacia el mañana, marchar hacia la victoria, es una de las extrañas maneras de aguantar un presente del que no se puede disimular su horror. El cinismo es la otra opción, la peor, la más banal. Una fuerza revolucionaria de este tiempo velará en cambio por el incremento paciente de su potencia. Habiendo sido esta cuestión reprimida durante mucho tiempo bajo el anticuado tema de la toma del poder, nos encontramos relativamente desprovistos cuando tratamos de abordarla. Nunca faltan los burócratas para saber exactamente lo que esperan hacer con la potencia de nuestros movimientos, es decir, cómo pretenden convertirlos en un medio, un medio para sus fines. Pero de la potencia en cuanto tal no tenemos costumbre de ocuparnos. Sentimos confusamente que existe, percibimos sus fluctuaciones, pero la tratamos con la misma desenvoltura que reservamos a todo lo que atañe a lo «existencial».

 

Un cierto analfabetismo en la materia no es extraño a la textura deteriorada de los medios radicales: cada pequeña empresa grupuscular cree neciamente, comprometida como está en una patética lucha por minúsculas partes del mercado político, que saldrá reforzada por haber debilitado a sus rivales, calumniándolos. Es un error: se gana en potencia combatiendo a un enemigo, no rebajándolo. El antropófago mismo vale más que todo esto: si se come a su enemigo es por- que le estima lo bastante como para querer nutrirse con su fuerza.

 

A falta de poder sacar partido de la tradición revolucionaria en este tema, podemos remitirnos a la mitología comparada. Sabemos que Dumézil, en su estudio de las mitologías indoeuropeas, alcanza su famosa tripartición: «Más allá de los sacerdotes, los guerreros y los productores, se articulan las “funciones” jerarquizadas de soberanía mágica y jurídica, de fuerza física y principalmente guerrera, y de abundancia tranquila y fecunda». Dejemos de lado la jerarquía entre las «funciones» y hablemos más bien de dimensiones. Nosotros diremos esto: toda potencia tiene tres dimensiones, el espíritu, la fuerza y la riqueza. Es una condición para el crecimiento de la potencia mantener las tres dimensiones juntas.

 

En cuanto potencia histórica, un movimiento revolucionario es el despliegue de una expresión espiritual (bajo una forma teórica, literaria, artística o metafísica), de una capacidad guerrera (orientada hacia el ataque o la autodefensa) y de una abundancia de medios materiales y de lugares. Estas tres dimensiones se han compuesto de manera diversa en el tiempo y en el espacio, dando nacimiento a formas, sueños, fuerzas e historias siempre singulares. Pero, cada vez que una de estas dimensiones ha perdido el contacto con las otras para autonomizarse, el movimiento ha degenerado. Así, ha de- generado en vanguardia armada, en secta de teóricos o en empresa alternativa. Las Brigadas Rojas, los situacionistas y las discotecas (perdón, los «centros sociales») de los Desobedientes son las fórmulas típicas del fracaso en materia de revolución.

 

Velar por el propio incremento de potencia exige a toda fuerza revolucionaria el progreso simultáneo en cada uno de estos planos. Quedarse trabado en el plano ofensivo significa finalmente carecer de ideas lúcidas y volver insípida la abundancia de medios. Dejar de moverse teóricamente es tener la seguridad de verse tomado por sorpresa por los movimientos del capital y perder la capacidad de pensar la vida en nuestros espacios. Renunciar a construir mundos con nuestras manos es condenarse a una existencia de espectro.

 

«¿Qué es la felicidad? El sentimiento de que la potencia crece; de que un obstáculo está a punto de ser superado», escribía un amigo.

 

Devenir revolucionario es asignarse una felicidad difícil, pero inmediata.

 
 

Reponer el futuro como respuesta al colapso // Alejo di Risio Olivera

¿Alguien no está re en una? Con los horizontes desdibujados, buscando sobrevivir a corto plazo, intentando que la normalidad no nos lleve al colapso. La percepción social de que nadie terminó de salir de la pandemia ¿es secuela del covid o es resignación ante una realidad que parece no tener salida? Como si ya de antes la esperanza no escaseara, la pandemia dejó impregnado otro síntoma, uno que las vacunas no pudieron prevenir, que la medicina no pudo suavizar: el futuro está cada vez más lejos. Durante las cuarentenas era complicado proyectar a corto plazo, imposible a mediano y directamente inutil a largo. Si el músculo que nos permite futurizar ya venía flojito de papeles, el virus lo ha dejado totalmente atrofiado. 

 

La experiencia de estos dos años todavía está sin entenderse, sin acabar. La pandemia nos sumergió en la noción de que los formatos sociales apocalípticos no son inminentes, sino actuales. El miedo al contagio, a la enfermedad, la distancia social, todavía son marcas que atraviesan los cuerpos. Y ahora que todo simula volver a la normalidad, el contraste lo evidencia. Nos atraviesa una ineludible anhedonia, una recurrente falta de ganas de volver a intentarlo, de no saber hacia dónde ir. Abandonar las viejas formas implica tener que construir nuevas, pero pocas épocas tan hostiles para eso como hoy. A la freelanceada ni cabida y toca doblar la muleada ante la caída de las brújulas morales de antaño.

 

¿Si no qué queda? ¿Volver a la normalidad es volver a la normatividad? ¿A la resignación? Al vivir el colapso como un espectáculo inamovible e inevitable, tan grande en su magnitud, tan abstracto en sus razones, nos aliena de todo tipo de cambio posible. Por más narrativas de colapso o de apocalípsis, todo seguirá de una manera u otra. Y la pérdida de los equilibrios no es sólo algo que le pasa al clima global o a los ecosistemas locales. Ese peso que deja todo al borde de resquebrajarse se siente en el entramado social, en las grupalidades, en los vínculos, en nosotrxs. Nos recluimos cada vez más, sin necesidad de cuarentenas y ASPOs que lo recomienden. 

 

Ante el advenimiento del apocalipsis, nuestra percepción sobre el tiempo finito se achata, se acorta. Nos deja tan apurados por vivir que nos quedamos sin tiempo. Aparecen las manijeadas para evitar el camino hacia la depresión y nos replegamos en nosotrxs mismxs: en los escapes, en los deseos, en el disfrute, en los cuerpos a nuestro paso. En las ficciones, en la música, en la joda, en el desborde, en todos esos espacios etéreos que nos permiten habitar la incertidumbre, que no todo está definido. Surge la capacidad de atravesar el mundo con un hedonismo sin cuidados que destruye todo a su paso; que lastima sin buscarlo, pero sin darle entidad al dolor que puede provocar. Que en nombre del deseo propio rompe afectividades y entramados comunitarios sin medir ni dimensionar las consecuencias. Cada uno arma su propio ranchito y se refugia en su deseo, innegable estrategia de supervivencia ante la falta de esperanza. Antes de sufrir como nunca, gozamos al máximo por última vez. 

 

Dice Horacio Machado Araoz que tal vez una de las mayores estupideces de la Modernidad es el proyecto del hombre como individuo. Que niega no solamente su eco-dependencia en términos de bienes comunes, de los cuales depende para la vida y el bienestar, sino que también niega su interdependencia. Que piensa a la sociedad como un instrumento o herramienta que solamente sirve para facilitarnos la vida y que cobra noción sobre la imposibilidad de pensarse por fuera de una sociedad. El deseo se formatea entonces como la última forma de bienestar posible ante el naufragio de cualquier esperanza.

 

Sin prospectiva de mejores épocas por venir, el formato de deseo que surge en este contexto es el deseo más cercano, más mediatizado. “Esa fantasía de poder vivir eternamente ensimismada en los propios deseos no es más que un sueño neoliberal sin realidad alguna: estamos y vivimos en red” dice Brigitte Vasallo. Un egoísmo consumista que extrae placeres, emociones y experiencias de los cuerpos que deja a su paso. Que deshecha cadáveres emocionales a su paso, y tiene la habilidad de cambiar de color las banderas para encontrar disfraces dentro las estructuras progres. Si quemamos los puentes de la esperanza, el archipiélago de afectividades se convierte en islas en guerra, en vez de flotar sobre una marea de cuidados mutuos. 

 

¿Ese regreso a la normalidad viene seguro loco? Porque por acá sólo parece que a unas cuantas generaciones les inunda más la sensación de que todo sólo puede empeorar, acoplada al desborde hedonista como el mejor lugar para habitar mientras el sueldito lo permita, será el mejor desborde antes de que todo se vuelva inhabitable. La lenta cancelación del futuro deja al presente como la mejor etapa del resto de nuestras vidas, El ocio y el goce como únicos lugares para habitar. Cómo habitar el placer y el éxtasis de la ranchada, pero también habitar el bienestar de lunes a viernes de 9 a 17. Insertar dentro del automatismo cotidiano nuestras ganas de vivir, de pensar en lo que viene, de cambiarlo todo, de cambiarnos todxs. Nuestras ganas, las tuyas, las mías, las de lxs dos. 

 

Los animales salvajes en las ciudades, el silencio, la restauración de los ecosistemas ¿dónde quedaron? No cancelar la experiencia de la pandemia, sino cosechar los frutos de sus revelaciones. Cuando nos refugiamos en escribir y cocinar, el pan y la poesía, como hábitos que podían desestabilizar al colapso alrededor. Entrenar la esperanza por elección, más allá de esperar la victoria. Mi respuesta personal está en la esperanza. En militar un volantazo posible en nuestra aventura por la tierra, para horizontes más justos y liberados. 

 

Volver siempre a nuestras viejas utopías, tan rotas y resquebrajadas por nuestra capacidad de enterarnos de todo. Derruidas y abandonadas por el espectáculo del colapso que nos ofrecen las plataformas digitales y la ventana al caos que la indignación colectiva no para de abrir y viralizar. Sin congelarlas en sus futuros, ni idolatrarlas en sus altares, pero mantendiéndolas cerca para que compongan esa constelación narrativa que nos vuelve a orientar en la noche. Dice Ezequiel Gatto sobre la inventiva posutópica: “Figurar y refigurar y desfigurar una y otra vez porque, en definitiva, no es una cierta imagen de mundo lo que buscamos sino un principio de acción en él que, no obstante, requiere de imágenes.” Ante eventos tan inmanejables como los que estamos expuestos, nuestro músculo de imaginación debe estar cada vez más fuerte, y con más capacidad de exceder por fuera de nuestra pequeña isla. Revertir el achicamiento de los sueños y de los devenires que imaginamos, para recrear los panteones de futuro que necesitamos.

 

Precisamos entrenar nuestras subjetividades, sin ser giles, manteniéndonos pillxs. Porque la extrema derecha también desea, también tiene esperanza, y no anda con vergüenza ni desazón. Prefiero que banquemos la parada donde haga falta; con cariño, garra y sensibilidad. Sin llevarnos puestos a lxs compas para saltar cuando aparece el gil que viene a bardear. Codo a codo, cerca, y pegaditxs para cuidar que no se nos zarpen, que no nos lleven puestxs. Que no nos aniquilen ni la esperanza ni el presente por descuidar el plantarse como forma de habitar espacios, de defenderlos, de cuidarlos. 

 

Por eso, una de las cuestiones más fundamentales es cómo reformatear el deseo, cómo resignificarlo, cómo volver a ajustarlo por fuera del deseo neoliberal y consumista. Cómo el deseo puede volver a formar parte de los proyectos e imágenes de futuro que queremos seguir construyendo para poder hacer frente al espectáculo colapsista. La necesidad de habitar y fundar un deseo que no se manifieste alineado y subyugado a la lógica neoliberal, sino que esté directamente creado para las dinámicas del cuidado y la regeneración afectiva. Que el deseo en la masificación de los nuevos formatos de amores no esté basada en la ausencia de cuidados, para que los nuevos amores sean siempre libres, nunca libertarios. Dice también Vasallo que en el intento de desmontar lo que hoy llamamos monogamia se crean “monogamias seriadas con aires de poliamor que dejan tras de sí incluso más cadáveres emocionales que la infidelidad tradicional”. Si los cuidados reales y las sensibilidades no se ponen más al palo terminamos más progres, pero peor que antes. Policornudos antes que comunitarios. Activar donde se pueda, compartir lo que haya, cuidarnos entre todxs. Volver a focalizar y al hacer cosas ahí donde encontremos las hendijas por las cuales puede asomarse el futuro. La filosofía de las abuelas: ejercer el cariño cotidiano como forma de cuidados, en las cosas básicas, allí donde llega la injerencia y capacidad de cada unx. Enfrentar la violencia para prolongar las potencias que se vislumbraron en el momento de la pandemia donde todo podía cambiar. El cambio raramente llega cuando lo consideramos necesario, pero a veces ni llega.

 

El tiempo como nuestro principal amigo y enemigo. Nuestro gran aliado y nuestro mayor desafío. Si nos dijeron que podíamos cambiarlo todo y todavía estamos duelando esa mentira ¿podemos al menos cambiarnos a nosotrxs? ¿cuánto se puede cambiar cada unx? No creo que se pueda dejar de intentar. Que cada vez sean más, múltiples y posibles nuestros sueños, que le puedan hacer frente a la distopía colapsista hacia la cual la anhedonia nos va a llevar si nos quedamos inmovilizados ante el espectáculo del derrumbe. Recuperar el volante, esgrimir las ganas de cuidar nuestras redes cercanas, de acercarlas, de agitarlas. Dimensionar nuestra potencia puede ser un ejercicio que multiplique las ramificaciones esperanzadoras. Las personales, las colectivas, las barriales. Recorrer los ámbitos, sentires, sentidos y personas que pueden reforestar nuestros sueños; restaurar colectivamente la esperanza y, así liberar el potencial del futuro.

Ordenar sin autoridad* // Pablo Hupert


Decían los autonomistas italianos de los años ’70 que no se puede hacer la crítica de la economía política del capital sin hacer una crítica del mando.[1] En esta reunión pensaremos los supuestos de que el mando viene de arriba, de que viene de una cabeza y de que viene de una autoridad.

Para eso pasaremos por algunas nociones. La de crisis del Estado-nación, la de segunda fluidez, la de hipótesis cibernética. Estas nociones nos permitirán bosquejar un ordenar lo social sin autoridad.

 

Nuestro punto de partida es la crisis del Estado-Nación, la crisis del Uno, la crisis del Todo que formaba el Estado-nación. Vimos la crisis de lo que muestra esta diapositiva:

Hoy vamos a hablar de la posibilidad de organizar algo de lo social sin refundar el Uno, sin refundar el Todo. Esto es muy importante porque el pensamiento sociológico clásico siempre pensó lo social como la sociedad, es decir como una. Ahora podemos hablar de un social que no necesariamente hace sociedad, en el sentido de hacer uno de lo social.

 

Vamos a decir así: lo social es una arcilla que va a ser modelada por instituciones, por regulaciones, por hábitos o por eventos más bien acontecimentales. Entonces vimos una configuración posible de esa arcilla en la configuración nacional estatal, otra configuración posible de esa arcilla es eso que llamo orden sin autoridad; otra configuración posible de lo social es lo que desarrollaremos en otro lado que sería la autorización ignorante,[2] o el nosotros lewkowicziano; otra configuración posible de lo social sería la familia; el enjambre es otra bien contemporánea,[3] etc.

Se viene hablando todo el tiempo de una crisis de autoridad, pero esta crisis de autoridad no es una crisis que tenga solución –al menos así es como la ve este historiador. Los historiadores sabemos que los fenómenos sociales no se pueden repetir, no se pueden restaurar una vez que entran en crisis; entonces, como sigue habiendo social y sigue habiendo relacionamiento, aparecen dos respuestas posibles al problema del vivir juntes: Una respuesta es el orden sin autoridad, que es la respuesta policíaca[4] que vamos a ver hoy, y otra respuesta es la respuesta ético-política, que es la terceridad inmanente y que veremos la próxima. Son dos formas distintas de hacer con el vivir juntxs, o dos formas distintas de hacer con lo social.

Quiero mostrarles en un esquema cronológico cómo ubico el orden sin autoridad:

 

Solidez

Fluidez 1

Fluidez 2

Estado-nación

Estado Técnico-Administrativo

Estado posnacional

Capitalismo industrial

Capitalismo financiero

Capitalismo financiero /

Capitalismo de plataformas

Siglos XIX-XX

1975-2000

Siglo XXI

Institución

Destitución-Galpón

Astitución

Autoridad clásica

Puro cuerpo a cuerpo

Orden sin autoridad

 

Volvamos a esta idea lewkowicziana de los tiempos de Estado-nación como los tiempos de solidez. Vimos textos como el de la escuela-galpón[5] y el hospital-galpón,[6] donde había una primera fluidez. Allí, en vez de Estado-nación hay Estado técnico-administrativo, un Estado que se limita a recaudar impuestos, pagar sueldos, meter a la gente en cana, sostener una policía en el sentido restringido del término, sostener tribunales, etc., pero no regula lo social. El Estado-nación duró entre los siglos XIX y XX; la primera fluidez empezó a mediados de la década de los 70, cuando empieza la égida del capital financiero, más o menos hasta los 2000. Después de eso viene lo que llamo Estado posnacional, otros lo llaman de otras maneras, pero ya es un Estado que no es el técnico-administrativo, que ofrece algunos sentidos, y sin embargo no hace un Uno, no hace un Todo, pues no puede poner el suelo de lo social, y entonces genera conexiones ad hoc. Si leyeron el texto “Contactos sin vínculo”,[7] ahí se ve toda una forma en que los vínculos y las relaciones se pueden dar sin que haya un suelo estatal, pero como se dan sin que haya un suelo estatal son relaciones precarias, son conexiones ad hoc. Sigo con el esquema. El de la segunda fluidez sigue siendo un capitalismo financiero, pero a diferencia del capitalismo de los 90, donde la producción declinaba, ahora, a partir del 2000, el capital financiero se combina con formas productivas, aparecen el consenso de las commodities y después lo que hoy llaman el capitalismo de plataformas, que ya es más reciente, pero lo importante es que se hacen compatibles finanzas y producción. Paso a la anteúltima fila del esquema. Ignacio Lewkowicz, cuando nos muestra la escuela galpón nos muestra una desconfiguracion de lo social que se da vis-a-vis ese declive de la economía productiva. En el siglo XXI estamos viendo que lo social se configura de alguna manera, una manera que no restaura la manera estatal nacional. Una forma de pensar las configuraciones es con la anteúltima línea de la tabla, que dice que en solidez hay institución, en la primera fluidez hay destitución-galpón, y en la segunda fluidez hay astitución (“astitución” es un neologismo para hablar de unas instituciones que son fluidas).[8]

Un ejemplo concreto de astitución son algunas instituciones judías, que, como la gente no va a visitarlas e integrarse en ellas, hacen ferias y actividades en las plazas. Por ahí alguno de ustedes en Buenos Aires vio que en un momento se hacía un “rosh hashana urbano”, año nuevo judío en una plaza, y la gente podía ir y recorrer distintos stands donde había distintas actividades y cosas para comprar: en uno había remeras, en otro había libros, en otro había una conferencia, en otro había actividades plásticas, y ahí se generaban recorridos que no eran instituidos sino contingentes, recorridos más mercantiles; creo que una institución que se hace feria es una buena imagen de la astitución.

Volviendo al cuadrito de las tres etapas. La última línea muestra tres etapas relativas a la autoridad. Esta se configuraba como autoridad clásica en el siglo XX: autoridad legítima e instituida en un lugar de tercero trascendente que reparte reconocimientos y desconocimientos a los subalternos (sean niños en una familia o soldados en un ejército o ciudadanos en un país). En la primera fluidez, fines del siglo XX, la capacidad de la supuesta autoridad estatal se ve, dice Ignacio Lewkowicz, destituida,[9] y aparecía, decía él, “el puro cuerpo a cuerpo” del “mercado radicalizado”, donde se imponía el más fuerte y no el simbólicamente instituido; esto instalaba la incertidumbre en el núcleo de la subjetividad pues no podía prever por dónde vendrían los límites. En la segunda fluidez, en cambio, si bien no se restaura el lugar de Tercero trascendente, se van dando modalidades dispersas y heterogéneas de ordenamiento. Si bien la incertidumbre no desaparece (pues son tiempos de precariedad), hay ordenamientos metaestables y formas de gestionar su reproducción, sea con la actividad artesanal de la gestión ad hoc, sea con la actividad automática del mercado, sea con la actividad cibernética de los algoritmos (de la que hablaremos en unos momentos).

Aclaración importante. En este cuadrito, las etapas son por supuesto esquemáticas, pues en realidad las etapas se dan siempre más mezcladas. Sin embargo, para aportar alguna claridad, lo dividimos en tres cualidades (esas tres cualidades o modalidades de lo social pueden coexistir, pero una, la dominante, condiciona al resto).

El cuadrito está aún más simplificado en la línea de abajo donde hay una serie de correspondencias:

 

Estado-nación

Capitalismo industrial

Precede

Inscribe

Instituye

Solidez

Autoridad

Estado posnacional

Capitalismo financiero

Procede

Precariza

Fluidifica

Fluidez

Orden sin autoridad

 

Todos los términos que tenemos arriba de la línea son de tiempos sólidos, podríamos decir tiempos con autoridad clásica, esa cuyos lugares tenían una jerarquía reconocida a priori, y todos los términos que tenemos en la parte de abajo de las correspondencias son fluidos. Las autoridades de hecho existentes tendrán que mandar y autorizar de maneras que no serán eficaces si no reconocen las nuevas condiciones, las condiciones precarias de la segunda fluidez. Como no pueden funcionar como funcionaba la autoridad clásica, deben operar en un orden sin autoridad.[10]

 

Ahora quiero hablarles de la hipótesis cibernética tal como la presenta Tiqqun, pues nos permite pensar esa eficacia de las astituciones y el Estado posnacional, así como nos permite pensar la posibilidad de ordenar lo social sin autoridad.

La hipótesis cibernética es una policía inmanente, una policía que puede ordenar lo social sin recurrir a trascendencias. Decíamos en la primera clase que estamos en tiempos de ruinas de las trascendencias. Entonces lo importante del orden sin autoridad es eso: es un ordenamiento de lo social que puede darse sin trascendencias.

 

La hipótesis cibernética es un libro de un colectivo francés que se llamaba Tiqqun. Plantean primero la idea de hipótesis, y dicen que la hipótesis cibernética se instala cuando entra en crisis la hipótesis liberal. La hipótesis liberal es un poco lo que vimos en Hobbes, pero también es lo que se puede pensar de Adam Smith. Un buen resumen del libro de la hipótesis cibernética en un texto de Amador Fernandez-Savater.[11] Él dice que la hipótesis liberal supone que el hombre se guía por la razón y el interés. Eso permite pensar racionalmente al hombre y pensar al hombre como ser racional. Después, cuando viene la Primera Guerra Mundial y la crisis de los años 30 entra en crisis la idea de que el hombre es un ser racional. Entonces la hipótesis liberal, que fue productiva durante mucho tiempo, productiva en el sentido de que produjo sociedad, de que produjo configuraciones (y produjo la configuración “la sociedad”), va siendo abandonada en nombre de la hipótesis cibernética. Pero antes de meternos en la hipótesis cibernética quiero decir que la idea de hipótesis que usa Tiqqun es una idea donde la hipótesis no es ajena al objeto de estudio, es una hipótesis que no habla del objeto de estudio limitándose a describirlo, sino que lo produce al describirlo. Los contractualistas del siglo XVIII, al hablar de contrato social, producen la idea de contrato social como fundación jurídica de la sociedad y producen la sociedad como fundada por un contrato. Por su lado, los liberales, al decir que los actores económicos se guían por el interés y la razón también producen sociedad, también producen hombres que se guían por el interés y la razón.

La hipótesis cibernética tiene otro punto de partida. Se lo considera como fundador de la cibernética a Norbert Wiener. Le van a pedir a Wiener en la Segunda Guerra Mundial que piense una forma de que los cañones puedan derribar aviones. Estados Unidos tenía miedo de una invasión aérea en sus tierras y el problema era cómo apuntar a los aviones y dar en el blanco. Ya no estamos en la situación de que hay un blanco fijo con un cañón que más o menos puedo mover, y solo tengo que calcular la distancia. Ahora tengo que calcular dónde va a estar un blanco móvil. Entonces el problema que tiene Wiener es ir acomodando los cañones a los aviones. Él se pone a comparar, no con las máquinas, sino con los seres vivos; él piensa a los seres vivos como un sistema donde el cerebro no comanda desde afuera, sino que está dentro de un sistema que recoge información tanto como ordena acción. El cerebro va chequeando información continuamente, y va corrigiendo también continuamente las órdenes de acción. A los aviones los veo venir en una trayectoria, y según la trayectoria que traen puedo predecir dónde van a estar en el próximo segundo, en t+1 se dice, (t+1 es la siguiente unidad de tiempo); según la predicción hecha por el sistema, éste acomoda los cañones. En t+1 los aviones probablemente se desvíen de la predicción del sistema; entonces éste debe volver a predecir y volver a chequear y volver a acomodar los cañones, y así sucesivamente. El sistema no se piensa como un sistema con un equilibrio inicial que se autorreproduce sino que se piensa como un sistema que está en constante cambio y que constantemente debe reequilibrarse, ¿y cómo se reequilibra? Captando información nueva y analizándola.

Por eso el ejemplo de los seres vivos: imagínense que un ser vivo va caminando por la selva y tiene que chequear constantemente las ondulaciones o los accidentes del terreno y acomodar sus patas para traccionar adaptándose a esos accidentes; de esta manera, el problema de la cibernética es el problema del “equilibraje”; no hay un punto de equilibrio definido y dado de una vez y para siempre, como había en lo que Morin llama el paradigma de la simplicidad (hegemónico en la ciencia del siglo XIX), sino que hay un trabajo de “equilibraje”. Los cañones tienen que ir moviéndose permanentemente; hay que combinar radares y cañones en un mismo sistema.

Se trata de incorporar la contingencia al sistema. Entonces no estamos hablando de un orden al estilo de un contrato social dado de una vez y para siempre, que se pone y se deja y después solo hay que administrarlo; estamos hablando de un orden donde hay continuos cambios y hay que captarlos para acomodar las cosas. Y más: el que capta y reacomoda o reequilibra no es un Tercero trascendente, sino que está, como el cerebro del animal, en la inmanencia del sistema. Después veremos que tampoco eso lo hace un solo cerebro.

Pero antes leamos algo que dice Tiqqun para que se ponga más claro:

“En 1953, Karl Deutsch, recomienda abandonar las viejas concepciones soberanistas del poder que desde mucho tiempo atrás han sido la esencia de la política… Gobernar equivaldrá a inventar una coordinación racional de los flujos de informaciones y decisiones que circulan en el cuerpo social.

“Tres condiciones asegurarán esto, dice: instalar un conjunto de captores para no perder ninguna información procedente de los “sujetos”; tratar las informaciones mediante correlación y asociación; situarse a proximidad de cada comunidad viviente. La modernización cibernética del poder y de las formas caducas de autoridad social se anuncia por tanto como producción visible de la “mano invisible” de Adam Smith.

“El sistema de comunicación resultará el sistema nervioso de las sociedades, la fuente y el destino de todo poder. La hipótesis cibernética enuncia, de este modo, ni más ni menos, la política del “fin de la política”. Representa un paradigma y una técnica de gobierno a la vez. Su estudio muestra que la policía no es solamente un órgano del poder sino también una forma del pensamiento…

“La cibernética es el pensamiento policial del Imperio, animada por completo, histórica y metafísicamente, por una concepción ofensiva de la política. En la actualidad acaba por integrar las técnicas de individuación —o de separación— y de totalización que se habían desarrollado separadamente: de normalización, “la anatomo-política”, y de regulación, la “bio-política”, por decirlo como Foucault.”

La última línea es para foucaulteanos, pero lo que importa es que ahora “gobernar equivaldrá a inventar una coordinación racional de los flujos de informaciones.” En el cuerpo social circulan informaciones: un kioskero le pone precio a una golosina, una fábrica de autos decide fabricar tal cantidad de autos, una concesionaria de autos vende algunos, una directora de escuela contrata una maestra, o alguien hace una llamada telefónica. Hay un montón de informaciones que se pueden captar como flujos y se pueden gobernar. Ni hablar del tránsito. Waze todo el tiempo está recabando información de la misma gente que está manejando para dársela a la gente que está manejando; ahí tenemos un ejemplo de circularidad muy claro. Waze o Google Maps usan la información de los autos para dársela a les conductores, si ven que los autos andan muy despacio en cierta calle dice que hay demasiado tráfico y la cuadra esa se pinta de rojo o de naranja según la intensidad del tránsito, y en las siguientes recomendaciones de rutas enviará a les conductores por calles menos congestionadas. La cosa es que se puede gobernar lo social captando las informaciones que lo social produce. En esta circularidad, el “cerebro” o los “cerebros” que analizan esas informaciones no están en un nivel trascendente, sino en la inmanencia de las relaciones y las acciones sociales, como lo están los celulares. Un sociólogo que se dedica a estos temas, Martin Hilbert,[12] se ríe y dice los biólogos antes nos decían a los cientistas sociales que éramos una ciencia blanda, pero ellos no saben dónde están las ballenas; nosotros en cambio sabemos dónde está cada ser humano gracias a su celular; el celular seria un “captor de información” como los que dice Tiqqun en la cita.

Veamos la siguiente diapositiva:

Veamos esta diapositiva que esquematiza las dos policías, la liberal y la cibernética. El gobierno lo pensábamos antes como una instancia separada y superior, y única. Ahí arriba, en palabras de Hobbes, el supremo; en palabras de Freud, el superyó; en palabras de los historiadores, el Estado o la institución; o el sujeto, si nos poníamos epistemológicos, o también el tercero de manera más general. Y abajo estaban los ciudadanos, o el yo, o las partes, o la vida, o el objeto del sujeto. En cambio en el sistema cibernético no hay alguien arriba; hay alguien al mismo nivel de lo que se quiere gobernar: el celular y el yo; el software y el humano; el placer y el yo; el fitness y el yo; el dispositivo de gobierno y el fragmento de lo social que sea.

El fitness es un buen ejemplo de orden sin autoridad en una dimensión en que no hace falta el celular necesariamente. Del fitness habla la filósofa argentina Flavia Costa, que muestra que cada unx de nosotrxs se vigila a sí mismx para estar en un buen estado de salud, pero ya no se dice “salud”, como prescripción médica, sino “vida saludable», como movilización de deseo. Leo a Flavia Costa:

“[Prolifera] la frase: “Belleza es salud”. El mensaje supondría, en principio, que todo cuidado estético debe estar supeditado a la búsqueda de la buena salud. No obstante, el efecto de solapamiento y des-diferenciación entre belleza y salud pretende transferir el prestigio y la obligatoriedad propia del ámbito de lo saludable a la necesidad de preservar y cultivar la (hasta hace poco vana) belleza, que así se constituye más en un deber, y una llave de ascenso social y económico, y no solo para las mujeres. Que la belleza sea salud significa, en más de un sentido, que la exigencia de cuidado de sí comienza a incluir aspectos tenidos hasta ahora por superficiales o frívolos: desde la dentadura hasta los problemas posturales, pasando por las arrugas, las manchas en la piel o la caída del pelo. Y esto es así, también, en la medida en que cada vez más se le pide a la apariencia…, a lo externo del cuerpo que actúe empujando o facilitando el desarrollo interno, como sucede en los discursos y las prácticas asociadas al fitness, no en tanto disciplina física, sino como el conjunto de prácticas y aprestamientos corporales relativos a la apariencia.

“Aquello que tradicionalmente se consideraba secundario en el desarrollo de una identidad personal adquiere hoy un nuevo e inusitado peso cuando se propone que una intervención quirúrgica o una ejercitación continua tendrán efectos visibles y relativamente inmediatos en la complexión psíquica, mejorando la autoestima, disminuyendo el estrés y calmando la ansiedad e, incluso, la depresión.»[13]

Cada unx va mirándose al espejo o mirándose en ese otro espejo que es su instagram y va captando información y se gobierna para entrar en esta idea de vida saludable que nos propone el fitness. Costa está proponiendo que lo bello se confunde con lo saludable, que la idea de belleza se confunde con la de salud, y que cada unx se autoexamina a sí mismx. Ya no es el médico el que examina, es unx mismx el que se fija, por ejemplo, si tiene la piel hidratada. Estamos hablando de formas individuales de autovigilancia.

Estamos hablando de una policía de la salud que no es médica ni está centralizada en el hospital. Estamos tratando de ver un funcionamiento cibernético de cada unx consigx mismo, sin necesidad de esas minicomputadoras que son los celulares. Hay campañas publicitarias, no campañas hospitalarias.

Hablo del fitness para mostrar y poder pensar la descentralización de la autoridad. Cuando entra en crisis el Estado-nación, y cuando se agota la capacidad del Estado-nación para unificar lo social, no es reemplazado por otra instancia de gobierno que sea única y unificadora. Cuando no es reemplazada por otra instancia de gobierno centralizada y centralizadora, empiezan a haber múltiples dispositivos de gobierno. En este sentido, más que de administración estatal se habla de gobernanza, que incluye organismos públicos y privados, así como del tercer sector como también organismos supranacionales. El Estado sigue siendo un dispositivo de gobierno, pero también son dispositivos de gobierno Google o Facebook. Y también lo es el fitness. Y también lo pueden ser los medios de comunicación, o una tecnología de software como Blockchain, que puede controlar que no se adulteren documentos públicos. Vamos a ver entonces un video sobre los medios de comunicación de una película mexicana, La Dictadura Perfecta. Pero antes quiero dejar una idea clara que es la de que una vez que no hay un dispositivo central y centralizador para ordenar lo social, empieza a haber una multiplicidad de dispositivos que no tienen la forma de la hipótesis liberal sino la forma de la hipótesis cibernética, es decir, en vez de gobernar desde arriba y desde afuera de manera lineal, reprimiendo lo que se sale de la norma, gobiernan de manera circular, reequilibrando permanentemente el sistema gracias a las informaciones que consiguen. El equilibraje es un gobierno fluido para un social fluido. Entonces, por ejemplo, el marketing: todo el tiempo vemos que cuando buscamos pasajes a Mar del Plata después en el mail te aparecen propagandas de hoteles de esa ciudad, o de mallas. También, daba un ejemplo este sociólogo Hilbert, si pasás frente a un negocio de corbatas todos los días cuando te bajas del subte, probablemente ese negocio pueda aprovechar esa información para ofrecerte corbatas. Esto quiere decir que las estrategias de gobierno se acomodan a la posición de lxs gobernadxs para gobernarles mejor. Y todo el tiempo las estrategias de gobierno tienen que ver con tomar información de los movimientos de los gobernados.

Foucault introdujo una idea que es la que permite pensar todo esto como gobierno: el control de las poblaciones por regulación ambiental. Que uno vaya por determinado camino y no por otro, cuando se dirige hacia un lugar, es control poblacional; cuando los gustos son orientados de determinada manera, es control poblacional; cuando muchos van al gimnasio a verse más sanos y más bellos, es control poblacional, y así sucesivamente. Pero el problema de este gobierno de la gobernanza no es que nos dan una orden, el problema es que no nos singularizamos. Esta policía lo que hace no es fijarte a un lugar, sino actuar como diciendo “contame todo lo que hacés que yo voy a predecir qué te gusta”. Porque Google no es solo la publicidad que te mete: cuando hacés una búsqueda ya te dice qué buscar antes de que sepas qué buscar; cuando vas escribiendo, te va tirando las búsquedas preexistentes.

(Hay una objeción que me plantean siempre: “hay personas detrás” de los programas que te limitan las opciones o te conducen a ciertas acciones. Las hay, pero eso no las convierte en autoridad, pues ni nosotrxs respondemos a la orden expresa de un rostro que se muestra –como lo hacía la autoridad clásica– ni esas personas formulan órdenes concretas.)

Claro que hay líneas de fuga de la gobernanza, como la autorización ignorante; vamos a desarrollarlo en otra parte. Pero las líneas de fuga pueden disolverse y no llegar a construir territorios. La cosa sería poder territorializar las líneas de fuga, y no que el algoritmo las reterritorialice. Pero esta, la de los algoritmos, es una reterritorialización que no es una fijación, es una reterritorialización que es un condicionamiento del movimiento, una neutralización de la singularización generando movimientos encauzados.

 

Vamos a ver dos videos para ver formas de gobierno descentralizadas. Pero también para que nuestra imaginería del poder tenga imágenes de orden sin autoridad.

Video 1: resumen de La Dictadura Perfecta (click para ver).

Video 2: resumen de Black Mirror: El hombre contra el fuego (click para ver).

En La Dictadura Perfecta, se ve cómo la TV puede orientar a qué le presta atención la población sin decirle expresamente qué pensar o qué sentir. La película comienza mostrando una conversación del presidente mexicano con el embajador norteamericano, donde dice y repite una frase triplemente incómoda: “dígale al presidente Obama que deje entrar a los mexicanos, que haremos trabajos que ni los negros quieren hacer.” El hashtag “#yanilosnegros” se convierte en tendencia en las redes y el papelón llega a la primera plana de los diarios. Aquí se plantea la cuestión que trata la película: ¿cómo resolver el bochorno? No con argumentos, no con prohibiciones ni recomendaciones, sino poniendo una noticia más llamativa en la tapa de los diarios y en el horario central televisivo. Un envío de muchos billetes al principal canal televisivo del país arreglará el problemita. La noticia que desplazará del prime time el desliz presidencial será la revelación de un alevoso acto de corrupción de un gobernador, que recibió un maletín lleno de dinero. Entonces será ahora el gobernador el que necesitará desplazar su bochorno de las primeras planas. El gobernador vuela a la capital a entregar un dineral al mismo canal televisivo que lo hiciera caer en desgracia. El canal y él producirán la noticia que pueda hacer subir su popularidad. En el estado del gobernador secuestran a dos hermanas de una inocente familia de clase media, y el gobernador protagonizará la búsqueda de las niñas. Como el drama de esa familia se convierte en un asunto nacional y no solo estadual, el gobernador se transforma en un candidato posible para la presidencia.

En seguida vienen frases como “el verdadero poder está en los medios y no en los cargos” o “la TV es la que gobierna”. Ambas frases pueden ser ciertas, pero no deben oscurecer la cuestión que estamos queriendo mostrar: que se puede ordenar lo social sin órdenes expresas emanadas de una persona con legitimidad para ordenar; esto es, se puede ordenar lo social sin autoridad. Pues la TV quizás gobierne las emociones y las atenciones que presta la población, pero no lo hace con órdenes expresas ni implícitas, vertidas desde una cumbre hacia una base, sino tocando los resortes sensibles que ya están en esa base (en este sentido, actúa de manera cibernética, pues capta la información que el tejido social y emite lo que captará su interés).

Paso al segundo video. En “El hombre contra el fuego”, episodio de Black Mirror, vemos un soldado que tiene, como sus compañeres, la misión de matar unos seres muy desagradables llamados “cucarachas”. Cuando un soldado mata cucarachas tiene premio: sueña lindo esa noche, de manera que se siente estimulado a seguir matándolas. Ese lindo soñar se consigue gracias al chip que les implantan a los soldados. Ahora bien, el chip del soldado Stripe, el protagonista de este episodio, comienza a fallar y de repente ve que lo que sus compañeres y superiores llaman cucarachas son en realidad seres humanxs, y comienza a salvarles la vida, escondiéndolos del resto de lxs soldadxs. La escena siguiente muestra a Stripe en una habitación con un psiquiatra. El psiquiatra le explica que si el chip no hiciera ver a los marginales como desagradables cucarachas, los soldados no los matarían, o no siempre al menos. Stripe quiere renunciar a ser soldado y a seguir matando humanos. El psiquiatra le explica “firmaste un contrato por el cual aceptaste que te implantáramos el chip”, pero “al firmar aceptaste olvidar que firmaste un contrato, y por eso no lo recordás”. Así las cosas, el psiquiatra le da a Stripe dos opciones: una, aceptás que te reseteemos el chip y borramos tus recuerdos de los últimos días, “incluida esta conversación”; otra, es la cárcel, cosa que Stripe parece dispuesto a aceptar. Entonces el psiquiatra aprieta un botón y hace que Stripe vea de nuevo las atrocidades que les hizo a esxs humanxs creyendo que eran cucarachas, y le dice: “si no renovás el contrato, te haremos ver esto en un loop infinito”. Stripe se pone a llorar, y accede a renovar el contrato. En fin, el ejército (que, por otra parte, no es estatal sino una empresa privada con su logo y sus publicidades callejeras) logra lo que el soldado haga lo que el ejército quiere. Pero no lo logra con órdenes expresas sino con el manejo de las sensaciones que experimenta el sujeto.

 

-Bueno, vimos dos videos. Vamos a dividirnos en grupos, y tenemos que responder una pregunta muy sencilla: ¿cómo se logra el orden en cada video, en cada historia?

Pongamos en común las ideas.

Ivana:-Nosotros veíamos que en los dos hay cierta violencia para imponer el orden. En el segundo veíamos más coacción, discutimos un poco eso, si en el primero también había coacción o si era más persuasión.

Aparecieron dos palabras muy importantes en la definición de autoridad, una es coacción, y otra es persuasión. Arendt dice que lo que define a la autoridad es que no es ni una coacción física ni una persuasión argumentativa. En la relación de autoridad clásica ambos polos son “hombres” libres. Entonces el polo subalterno obedece porque reconoce la legitimidad de lo que dice la autoridad, pero si la autoridad tiene que argumentar, ahí ya no hay autoridad. Si la autoridad tiene que pegar, tampoco hay autoridad. Hay autoridad cuando la palabra alcanza para conminar al subalternx.

Gimena: -Pero acá no hay autoridad en ninguno de los dos videos. Porque, en el primer video, justamente, recurren a un método más persuasivo, más de manipulación de la opinión, más de generar narrativas. Y en el segundo la coacción es la creación del soldado perfecto, tuvieron que recurrir a maniobras porque no había ninguna autoridad que dijera: esto es así, hay que salir a matar a las cucarachas. Nadie lo haría voluntariamente.

Florencia:-Y porque no hay un vínculo de confianza, no hay algo que inspire cierta admiración o respeto que dé legitimidad, que comparta la cosmovisión. Hay como una imposición pero no hay un ejercicio de autoridad legítima y legitimada.

Anotemos esta precisión de Florencia: las conductas logran ser orientadas pero no por identificación de ese que es orientadx con un referente vital.

Alejandra:-¿No son sistemas policíacos de control?

Sí, los dos. Esa palabra, control, no había aparecido todavía. Deleuze tiene un artículo que escribe a principios de los 90, “Posdata a las sociedades de control”, que dice que Foucault hablaba de sociedades disciplinarias y que ahora estábamos pasando a las sociedades de control, donde los dispositivos de poder ya no son dispositivos de encierro sino dispositivos de control a cielo abierto. Y tanto en un video como en otro estamos viendo dispositivos de control a cielo abierto: no son la clásica escuela, la clásica prisión o la clásica fábrica, ni el clásico cuartel, que son dispositivos de encierro. Estamos con los medios de comunicación, el fitness, o el chip de Black Mirror que controlan a cielo abierto. Lo que podemos agregar, como posdata a la “Posdata…”, es que el control a cielo abierto, a diferencia de la disciplina en dispositivos de encierro, puede prescindir de la autoridad.

Florencia:-Otra cuestión quiero señalar. Me parece que en La Dictadura Perfecta no hay una línea divisoria de lo que está bien y lo que está mal; todos pueden ser buenos, todos pueden ser malos. En el segundo video hay una cosa más lineal: de este lado estamos los buenos, y de este lado los malos. En ese sentido me parece que la televisión tiene una gran capacidad de acomodarse que no se ve en el asunto de los chips.

El tema es cómo se consigue orden en un caso y en el otro. La televisión consigue orden a través del manejo de las emociones, mientras que ese ejército consigue orden a través del manejo de los sentidos. Me parece que es más primario cómo consigue orden el ejército de este episodio de Black Mirror.

La pregunta que quería estimular con estos videos era justamente esa: ¿cómo procede el orden sin autoridad?, ¿cómo ordena? En ninguno de los dos hay una autoridad legítima, en ninguno de los dos hay una convicción de las conciencias, como hacía la escuela nacional que formaba ciudadanos conscientes de la historia nacional. Entonces parece que es así, con el recurso a cosas más primarias que la conciencia, que se puede gobernar sin autoridad.

Florencia: -Y claro, porque lo demás implica una construcción respecto del semejante, de la alteridad, de la empatía, del respeto del otro (no respeto como una gran palabra, simplemente que el otro es un otro). Todas estas cosas en estos dos videos no aparecen.

Muy importante esto que señala Flor. Me parece que los dispositivos de encierro tenían más necesidad de construir al semejante que los dispositivos a cielo abierto. Dos estudiantes o dos obreros o dos presos o dos soldados eran pares respecto de la autoridad; dos televidentes o dos internautas no son instituidos como pares.

Victoria: -Otra cuestión. Mi hija empezó el colegio hace poco y con mi marido nos llamaba la atención cómo para todos los padres, ante cualquier cosa, todo es cuestionable; es como cansador también, más allá de lo bueno, obvio. Todo el tiempo hay un ejercicio del por qué.

No están vigentes ni siquiera los pactos tácitos con la autoridad. No es solamente que no están vigentes los pactos explícitos; no están los pactos tácitos de que a la directora se la escucha, el turno que te dan lo tomás, el medicamento que te recetan también lo tomás.

Victoria: -Te vas a buscar en google, y a tu vecina y a la de las flores de Bach.

Alejandra: -Esa desconfirmación constante es agotadora. También nos pasa a veces a nosotros como analistas, desde la mirada de los pacientes, casi como que no hay otro para pactar. Y yo pensaba por otro lado, que algo del disciplinamiento todavía en algunas instituciones está vigente, hay lugares donde hay preguntas que no se pueden hacer, situaciones que no se pueden pensar, ¿no? O sea que conviven también de algún modo.

Florencia: -Para mí esa es la característica de la posmodernidad, la coexistencia. Una complejidad brutal.

Estamos con el paradigma de la complejidad. El programa de la materia hace una simplificación didáctica: antes orden con autoridad, ahora orden sin autoridad; antes capitalismo industrial, ahora capitalismo financiero. Pero la realidad es que los períodos históricos se interpenetran, las fronteras no son tan claras como una línea en un mapa. Hay una cosa fundamental del orden contemporáneo que es que, como acaban de decir, combina diferentes tecnologías de gobierno; en una institución puede haber disciplinamiento tradicional, político digamos, o de proceso secundario en el sentido freudiano, y en otra puede haber mercantilización de los servicios, y en otro lado hay medios de comunicación y en otro lado hay dominio a través de lo sentido, o proceso primario digamos. Un ejemplo de esto. Contaba un licenciado en marketing cómo hacían los cines para vender pochoclo: tiraban olor a pochoclo en la sala de espera; es mucho más eficaz que haya olor a pochoclo que decirte “compre pochoclo»: entra sin pasar por la mediación del yo.

Sigamos con la idea de la complejidad: me parece que la hipótesis cibernética no desplazó del todo a la hipótesis liberal, ahí también hay una complejidad y una interpenetración de épocas. Y tampoco podría afirmar que todo el orden contemporáneo se reduce solamente a esas dos cosas: hipótesis cibernética e hipótesis liberal, quizá haya otras hipótesis en funcionamiento. De todas formas, aunque hablemos de una diversidad de tecnologías de gobierno, las condiciones en las que operan todas esas tecnologías son condiciones distintas a las del siglo XIX y XX, son condiciones del capitalismo financiero o capitalismo fluido, condiciones en que no hay un suelo paninstitucional o meta-institucional. Entonces podemos asegurar que ninguna de las hipótesis ordenancistas o policíacas puede tomar hegemonía por sobre el resto, pues estamos en un mundo que no puede hacer de lo social un Uno. Las naciones no se van a restaurar.

 

¿Cómo la ven? ¿Funciona la idea de orden sin autoridad? Es una hipótesis que apareció cuando me entregaron la materia para dictarla y no es un sistema teórico consolidado. La idea de orden sin autoridad es una idea que hay que ir bosquejando, para la que hay que ir juntando ejemplos, hay que irla pensando y contrastándola con todas las objeciones que van surgiendo. Entonces quizás por momentos la idea de orden sin autoridad no aparece absolutamente ordenada porque yo no soy una autoridad en la materia.

Corina: -Pero el concepto de orden sin autoridad, ¿tiene que ver con la posibilidad de pensar el pasaje de la autoridad a la autorización?, ¿y de la precariedad del tercero a la existencia del nosotros?

-Tanto el orden sin autoridad como la existencia del nosotros son respuestas a las ruinas de las trascendencias. Es la ruina de las trascendencias, y no el orden sin autoridad, lo que posibilita pasar de la autoridad a la autorización. Hagamos lo que hagamos, nos pongamos en ordenadores de lo social o nos pongamos en potenciadores de lo social, tenemos que operar en la inmanencia, sin poder recurrir a trascendencias. Y ahí se plantea la disyuntiva ético-política. Si nos ponemos en un camino policíaco, nos ponemos en un camino del orden sin autoridad; si nos ponemos en un camino más político, más autonomista, nos ponemos en un camino de la existencia del nosotros, de la autorización ignorante. Orden sin autoridad y autorización ignorante son las alternativas estratégicas en las mismas condiciones, las condiciones en que no hay trascendencias.

Ivana:-¿Ahí entraría la idea de legitimidad y reconocimiento como forma de que haya autoridad?

Legitimidad y reconocimiento eran elementos de la autoridad clásica.

Ivana:-¿Pero cómo se dan en una forma de autoridad contemporánea?

En el orden sin autoridad vemos cosas como lo que vimos en el episodio de Black Mirror: el soldado vuelve a prestar sus servicios de soldado porque no quiere o no puede sentir ese displacer constante, pero no porque le dé una legitimidad al psicólogo, por eso decimos que es un ordenamiento sin autoridad. Decir orden sin autoridad es decir orden sin legitimidad.

Otro ejemplo: supongamos que tuve que llevar a mi nene de 3 años a la consulta con el médico, y el chico no se queda quieto, no me deja escuchar al doctor, y lo pongo a jugar con mi celular: ahí hay orden sin autoridad, porque no le dije “callate y quedate quieto” sino que le di un estímulo. Pero también cuando en el primer año de Macri se echó a mucha gente del Estado, lo que contaban los despedidos era que no recibían un telegrama. Llegaban, tenían que pasar por el molinete del ministerio y de repente el molinete no abría, o llegaban a su computadora y no les habilitaba el paso. Eran despedidos de facto, no porque la autoridad les decía ‘estás despedido’. Alguien habló de los videos como violentos, y creo que la violencia tiene que ver con esto, con que no media la palabra.

Florencia:-Y eso tiene que ver con eso que vos decías de procesos primarios y procesos secundarios. Los primarios son los impulsos sin estar simbolizados o elaborados de alguna manera. En los chicos más o menos a los 5 años se va configurando el aparato psíquico y pueden incorporar y elaborar las normas sociales. Eso implica procesos secundarios. El proceso primario es el puro impulso.

Alejandra:- Claro, la expresión del ello. Y el proceso secundario es la expresión del yo. Implica al pensamiento que es una de las funciones del yo.

 

Buenísimo. Para ir cerrando, quiero terminar con una idea: sea cual sea la tecnología de gobierno, hoy las legitimidades no llegan a instituirse. ¿Por qué? Porque hay métodos más rápidos, más eficaces en el corto plazo de lograr ordenamiento. Entonces en vez de que un papá trabaje la palabra con el hijo, es más rápido y más automático el celular; en vez de que un gobierno espere a educar a la población en los valores nacionales, es más rápido operar con encuestas y con medios de comunicación y redes sociales…

A lo que quiero llegar es a que no hay formas de levantar legitimidades y dejarlas instituidas y no hay forma de que esas legitimidades funcionen como relaciones de autoridad, sencillamente porque no están. Entonces hay una diversidad muy grande, sí, pero lo transversal es que la crisis de autoridad se reproduce a sí misma: como no hay una legitimidad instituida, se recurre a alguna tecnología de gobernar sin autoridad, y como se recurre a alguna tecnología de gobernar sin autoridad, no se instituye una legitimidad. En esto no hay diversidad, sino que hay una condición que afecta todas las relaciones sociales. Por supuesto, vamos a encontrar instituciones donde se reconoce alguna autoridad, pero ahí tenemos que ver qué están haciendo, conscientemente o no, para que se la reconozca.

 

PS:

Quiero decir alguna cosa sobre la pregunta de Ivana que quedó ayer: por qué la autoridad tiene que ver con el lazo social o por qué la autoridad es necesaria para el lazo social. Para retomar esa cuestión, voy a mostrar de nuevo la diapositiva del primer día:

Revault decía que la autoridad estaba en el cruce de dos ejes, uno vertical, de mando, y otro horizontal, del vivir juntos. Entonces estas dos dimensiones que –plantea Revault– hay en la autoridad, nos dicen que hay un asunto que la autoridad (o más bien, su crisis) plantea, que es el del vivir juntxs. Y el problema del vivir juntxs es el problema del lazo. Si pensamos la cuestión de la autoridad no es porque nos interese el orden sino porque nos interesa el lazo.

Y no necesariamente tiene que ser un lazo armonioso, donde todxs nos llevamos bien; de pronto un tema del vivir juntos es qué hacemos con los delincuentes, y poner a un delincuente en la cárcel también es una forma de convivir con él. Como sea, así la autoridad se plantea como importante no solamente en los casos en que hay relación entre las viejas generaciones y las nuevas. También se plantea como importante en la convivencia entre pares, o entre coetáneos, mejor dicho. En la educación me parece que está claro que es necesaria la autoridad de alguna manera, sea la educación familiar o la educación escolar. Pero cuando un amigo me dice “no me hables de mi padre fallecido”, eso yo lo tomo como algo que es menos que una orden y más que una opinión, es decir, algo a lo que le reconozco una autoridad; cuando una pareja me dice ‘no dejes la pasta de dientes destapada que me molesta’, también hay ahí una cuestión de cómo tomo esas palabras, y eso hace al lazo. Pero cuando estamos en una actividad colectiva también necesitamos reconocerle autoridad a un acuerdo (por ejemplo, el acuerdo de que la asamblea general es a las 10:00 y no a las 11:00). O sea que necesitamos ciertas formas de autoridad no solo en relaciones asimétricas como la educativa sino también en relaciones entre pares.

Para Revault es muy importante la asimetría, y la autoridad tiene que ver con que los mayores reciben a los menores, y el reconocimiento que los recién llegados les dan a los más antiguos permite que se establezca una continuidad entre generaciones. Se trataría en ese caso de la asimetría de las generaciones. Pero a mí me parece que lo que necesitamos pensar, ustedes como analistas de parejas, y nosotrxs (mis amigxs y yo digamos) necesitamos pensar es la autoridad en movimientos colectivos, donde no hay necesariamente una diferencia generacional, una asimetría desde el vamos. Luego vamos a ver, con el planteo de Ariel Pennisi sobre la amistad,[14] una forma de hacer lazos sin un tercero, y quizás nos permita pensar que hay algún tipo de funcionamiento de la autoridad entre pares. Después vamos a ver funcionamientos de la autoridad sin tercero en El maestro ignorante de Ranciere, y en el planteo sobre la ética y la transmisión de Lewkowicz.[15]

 

 

* Clase del 4/3/22 en la Maestria Familia y Pareja, materia Autoridad y subjetividad.

[1] Toni Negri en Lettere da Rebibbia, 1983, citado por Tarì, Marcello, Un comunismo más fuerte que la metrópoli. La Autonomía italiana en la década de 1970, Traficantes de Sueños, Madrid, 2016 [2012], p. 44.

[2] Un avance en http://www.pablohupert.com.ar/index.php/las-madres-de-la-esperanza-y-la-autorizacion-ignorante/ y en http://www.pablohupert.com.ar/index.php/notas-sobre-la-idea-de-terceridad-inmanente/.

[3] Decíamos que lo social con Estado se convierte en “la” sociedad; Franco Berardi, en Fenomenología del fin, va a decir que lo social en nuestros tiempos se convierte en enjambre, como un enjambre de abejas o una bandada de pájaros. La idea de enjambre es una idea que se usa en varios campos, y leí en Wikipedia que se usa en el campo informático, y es una forma de pensar el movimiento o la conducta de grandes colectivos sin una orden centralizada. Lo interesante es que los informáticos hicieron simulaciones de enjambres haciendo mover unos puntos en una pantalla. Suponían que cada punto era un pájaro, y le daban a cada punto tres instrucciones, una era moverse para donde se mueva el promedio de los vecinos, otra era evitar la cercanía crítica (“repulsión de corto alcance”) y la tercera era dirigirse hacia la posición media de los vecinos (“atracción de largo alcance”). (https://es.wikipedia.org/wiki/Comportamiento_de_bandada#Reglas_del_%22flocking%22.) Se daba, así, movimientos ordenados sin un comando centralizado, y Bifo Berardi traduce esto como “colectividad sin comunidad”. Podríamos decir que son contactos sin vínculo. En estas colectividades sin comunidad no hace falta que haya una idea de Común en los integrantes para que el movimiento o la conducta sean colectivos.

Por lo que entendi de Bifo y de Wikipedia el enjambre se puede mover de un panal al otro pero no hay ahí una idea de comunidad, y en todo caso, aunque haya entendido mal lo de Bifo y de Wikipedia, en lo social no hay una idea de comunidad; como decíamos la otra vez, no tenemos una idea de humanidad con mayúscula. Cada uno hace su tarea frente a su computadora, sin necesidad de que haya una idea de comunidad para que lo social funcione de manera agregada. En cambio, en la sociología clásica, la idea de sociedad como tercero era necesaria.

[4] Usamos el término policía en el sentido que le da Rancière siguiendo a Foucault: política de la dominación. Pero veamos la propia definición de Rancière:

“Hay que reconocer dos lógicas del ser-juntos humano que en general se confunden bajo el nombre de política […] Generalmente se denomina política al conjunto de los procesos mediante los cuales se efectúan la agregación y el consentimiento de las colectividades, la organización de los poderes, la distribución de los lugares y funciones y los sistemas de legitimación de esta distribución. Propongo dar otro nombre a esta distribución y al sistema de estas legitimaciones. Propongo llamarlo policía. No hay duda de que esta designación plantea algunos problemas. La palabra policía evoca corrientemente lo que se llama la baja policía, los cachiporrazos de las fuerzas del orden y las inquisiciones de las policías secretas, pero esta identificación restrictiva puede ser tenida por contingente. Michel Foucault demostró que, como técnica de gobierno, la policía definida por los autores de los siglos XVII y XVIII se extendía a todo lo que concierne al «hombre» y su «felicidad». La baja policía no es más que una forma particular de un orden másgeneral que dispone lo sensible en lo cual los cuerpos se distribuyen en comunidad.

[…] La distribución de los lugares y las funciones que define un orden policial depende tanto de la espontaneidad supuesta de las relaciones sociales como de la rigidez de las funciones estatales. […] De este modo, la policía es primeramente un orden de los cuerpos que define las divisiones entre los modos del hacer, los modos del sery los modos del decir, que hace que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar y a tal tarea; es un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otra al ruido. Es por ejemplo una ley de policía que hace tradicionalmente del lugar de trabajo un espacio privado no regido por los modos del ver y del decir propios de lo que se denomina el espacio público, donde el tener parte del trabajador se define estrictamente por la remuneración de su trabajo. La policía no es tanto un «disciplinamiento» de los cuerpos como una regla de su aparecer, una configuración delas ocupaciones y las propiedades de los espacios donde esas ocupaciones se distribuyen.

Propongo ahora reservar el nombre de política a una actividad bien determinada y antagónica de la primera: la que rompe la configuración sensible donde se definen las partes y sus partes o su ausencia por un supuesto que por definición no tiene lugar en ella: la de una parte de los que no tienen parte… La actividad política es la que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar; hace ver lo que no tenía razón para ser visto.” (El desacuerdo, Nueva Visión, Buenos Aires, 1996, pp. 43-5).

Para nosotros, el orden sin autoridad es una policía de lo social, una manera de distribuir fluida y precariamente las funciones y los lugares. La especificidad del orden sin autoridad en tanto policía es que no fija los cuerpos a los lugares, pero esta movilidad no resulta una liberación sino una dominación. Por esta razón es una policía.

[5] Corea y Lewkowicz, Pedagogía del aburrido, Paidós, Buenos Aires, 2004.

[6] Marta L’Hoste, “Los grupos y la destitución de las instituciones” (2003), en Bonano, Bozzolo y L’Hoste, El oficio de intervenir, Buenos Aires, Biblos, 2008, p. 159.

[7] http://www.pablohupert.com.ar/index.php/contactos-sin-vinculo-un-bosquejo-de-la-vincularidad-fluida/.

[8] Se puede ver Esto no es una institución, Red Editorial, Buenos Aires, 2019; disponible en versión extensa aquí.

[9] En realidad, Ignacio Lewkowicz no dedicó una reflexión explícita y específica sobre la autoridad, pero no es difícil entender la escuela-galpón u otros ejemplos descriptos por él como decimos aquí.

[10] Se puede ver el concepto de autoridad clásica y su imposibilidad contemporánea en Pablo Hupert, “Del poder como autoridad al orden sin autoridad.” Trabajo presentado al III Congreso Latinoamericano de Teoría Social. Desafíos contemporáneos de la teoría social, 31 de Julio, 1 y 2 de Agosto de 2019, Buenos Aires. Disponible en https://www.academia.edu/39990468/Del_poder_como_autoridad_al_orden_sin_autoridad?sm=b

[11] Amador Fernández-Savater, «La pesadilla de un mundo en red» (Reseña de La hipótesis cibernética), 2015. Disponible en http://www.eldiario.es/interferencias/pesadilla-mundo-red_6_412668752.html.

[12] Martin Hilbert, “Obama y Trump usaron el Big Data para lavar cerebros”, entrevista de Daniel Hopenhayn en The Clinic, 19/1/17. www.theclinic.cl/2017/01/19/martin-hilbert-experto-redes-digitales-obama-trump-usaron-big-data-lavar-cerebros/

[13] “Vida saludable, fitness y capital humano”, en La salud inalcanzable, p. 131; subrayados en el original.

[14] https://www.youtube.com/watch?v=xA_K443Z4vE.

[15] Ignacio Lewkowicz, “La ética de la transmisión y la transmisión de la ética”, conferencia en Nueva Congregación Israelita, Montevideo, 2001, mimeo.

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