Horacio González. Un viaje en tren // Graciela Daleo

La revista La Biblioteca recorre textos de Horacio González. Opto por otro recorrido: hacer un viaje en tren y bajarme en las estaciones “Horacio González” donde lo encuentro en distintos tiempos y lugares.

 

PRIMERA ESTACIÓN: Facultad de Filosofía y Letras 1970-1974

Horacio era profesor. Las Cátedras Nacionales, la revista Envido, un profesor peronista. Su presencia era conocida incluso por quienes, como yo, no llegamos a cursar con él.

 

SEGUNDA ESTACIÓN: Facultad de Ciencias Económicas 1973-1974

La asignatura que daba en Ciencias Económicas provocaba revuelo. Fue una de las experimentaciones más singulares de ese breve tiempo de la Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires. Con el nuevo plan aprobado a fines del 73, Sbarra Mitre, el decano, convocó a Horacio a dar “Introducción al conocimiento del Estado y la sociedad”, la primera materia común a todas las carreras de la facultad. Él la renombró Historia nacional y popular, y “le cambió el estilo”. La cursaban diez mil alumnos.

La proyectó con Augusto Boal, del Teatro del Oprimido de Brasil, exiliado en Buenos Aires. Como Boal tuvo que irse, la encaró con Mauricio Kartun. Era una experiencia teatral sobre la historia argentina contada con humor desde el punto de vista revisionista. Los actores fueron contratados como profesores. Casi un centenar de ayudantes a cargo de los prácticos. La primera clase fue en la playa de estacionamiento de Económicas, el único lugar en el que podían albergar a 10.000 estudiantes. Después se mudaron a Medicina; allí, en grupos de 3.000 repetían tres veces el teórico: representación teatral y posterior comentario a cargo de Horacio de las escenas representadas.

En las entrevistas para el libro La voluntad relató: “Yo proponía peronismo siempre, estilísticas de la conducción, un punto de la reunión de masas, ejecución descentralizada con los prácticos y todas las comisiones del caso. Y después fuerte teatralidad.

“La fusión era política-pedagogía, y la idea era el teatro, el teatro de la historia. La fusión entre ciertos temas del revisionismo histórico montonero -digamos-, Ortega Peña, Hernández Arregui, y pedagogías revolucionarias. Aprender era un tema, es movilizarse en nombre de los grandes temas políticos. Y el conocimiento es una catarsis, algo así. Como la función de la tragedia de Aristóteles.

El diario La Opinión descalificaba el experimento: “El cientificismo de los 60 fue criticado por su propensión tecnocrática de estudiar al servicio de la NASA que pasaba a diez mil metros de altura… Y el populismo de los años 70 hace bailar el pericón en las playas de estacionamiento de la facultad”.

De la Facultad al barrio: “Eso se combinaba con grupos de estudio en los barrios, de 10 o 15 estudiantes. Un grupo de jóvenes profesores alteramos la lógica de las clases e intentamos suprimir la diferencia que a veces es pequeña, pero existe, entre la clase y el compromiso político. Yo fui de los que impulsaron, la idea de una clase que tuviera un dramatismo específico, que a la manera de un sermón evangélico comenzara con un estudiante apático y saliera un militante. En ese sentido no había ninguna diferencia entre una clase y el discurso político tal como se entablaba en una sociedad. Los exámenes eran colectivos, había anulado la idea de una nota, una forma crítica del capitalismo liberal de las notas. Se afectaba el currículum de un estudiante, y se afectaba la idea de la acumulación del saber, que cuestionábamos, la idea de producción de conocimiento, que cuestionábamos. Me parecía que ahí se jugaba algo del Estado, en como pensar otra vez los exámenes.”

“Reunirse a estudiar era reunirse a estudiar textos sobre la historia política del país que remitían a lo que ocurría en esta otra actualidad que reproducía luchas anteriores. En ese historicismo radical, reunirse a estudiar un fin de semana en el barrio era producir una conciencia política”.

Al volver a aquella experiencia 25 años después, Horacio anotaba: “El hijo del almacenero quería ser contador público. ¿Lo que estábamos haciendo le servía a los contadores públicos, al hijo del almacenero que iba a ser contador público? Yo decía ‘seguramente lo recordará  como otra cosa. Algo le daremos pero…’. Aun hoy dudo… la gente quiere trabajar y lo que yo doy en la facultad es algo totalmente absurdo que lo aceptan como un paréntesis lírico en la vida de los que trabajan de otra cosa.”

“La idea era poner el conocimiento en contacto con lo colectivo, con la conversación, crear un ámbito de compromiso, y relativizar el título. Sobre todo eso relativizaba el título. Y todo eso generaba una ligera intranquilidad en el cuerpo de estudiantes. Los que estaban más desconformes no lo decían, porque también el sistema, examen colectivo, de crecimiento de la figura del licenciado, permitía mayores posibilidades de dar una materia así nomás. Introducía la comodidad”.

 

TERCERA ESTACIÓN: LA DISIDENCIA 1974

La “disidencia”, una ruptura que se produjo en la Juventud Peronista, en la JUP, en organización Montoneros. Profundas diferencias políticas acerca de “la relación con Perón”, la “caracterización de la coyuntura”, “las estrategias para la etapa”. Horacio “se fue” con “La Lealtad”. Crítica de “los leales”, fiel a mi tendencia al esquematismo, por años mi memoria fijó en ese lugar al profesor González.

 

CUARTA ESTACION: 1990 en Marcelo T.

En 1987 inicié mi tercer intento en Sociología. Otro mundo, otro país, otra Facultad, que todavía no era Ciencias Sociales. Con dificultad empecé en Ciudad Universitaria. Luego pasé a Marcelo T. Cuando había que inscribirse para el segundo cuatrimestre del 90 estaba de viaje, así que le pedí a Alejandro –entonces presidente del Centro de Estudiantes-, que lo hiciera por mí. Me anotó en Pensamiento Social Latinoamericano. El titular era  Horacio González. No me gustó para nada, no solo porque guardaba el viejo resquemor con quienes se habían ido con la Lealtad 15 años antes, sino porque Alejandro había contado que en una materia en la que estaban Horacio y Alcira Argumedo “hacían capoeira”. No tenía idea de qué era “capoeira”, pero no me sonaba muy “académico”. Aunque yo no había retomado la carrera porque tuviera “expectativas profesionales”, sino más bien porque con tantas líneas de mi vida inconclusas quería “terminar” algo de lo que había empezado, y contar con un carril organizador de estudios, lecturas, que dieran cierto “marco teórico e histórico” a las experiencias vividas y a las que vendrían, con desconfianza empecé a cursar, más para no perder el cuatrimestre que por expectativa entusiasta.

El programa me desconcertó. Apenas dos páginas. El cuerpo docente: Horacio González, Eduardo Rinesi, Alicia Zaina, Federico Galende. La descripción del curso: “Artesanías literarias de agitación: dedicaremos este cuatrimestre a la investigación de las dimensiones artesanales, materiales, teóricas y textuales que llevan a la producción de una revista de crítica cultural y política. Examinaremos legados y tradiciones ideológicas y las condiciones actuales de presentación de las ideologías periodísticas. Confrontaremos las nociones de narración histórica y argumento teórico y estamos dispuestos a… sacar esa revista”. El esquema de las dimensiones que se presentarían en cada clase:

  1. Sala de redacción
  2. Problemas del legado
  3. Sonorización teórica

Unos reglones sobre “Procedimientos y activismos”. Una bibliografía “generalmente denominada general” y otra “denominada especial”, cuya brevedad contrastaba con las largas listas que suelen incluir otros programas.

Las pautas sobre “cómo lograr” lo propuesto, en “60 x 70”: 60 líneas x 70 espacios. El aula sería sala de redacción, a la vez que ámbito de clases teóricas. Los parciales serían los artículos que los estudiantes debíamos elaborar. Y una promesa: “En el transcurso de ese propósito descubriremos una identidad”.

Era una cursada rara…  En algo se parecía a las efervescentes del 72 y 73, y casi nada a las “clásicas” de los cuatrimestres anteriores. En el libro de Sebastián el Ruso Scolnik, Nada que esperar, encontré una acertada descripción de aquello a lo que asistí a fines de 1990. Él habla de “asociacionismo salvaje”, con el que Horacio “encontraba relaciones insospechadas entre las cosas”. Así eran las clases.

Años después le dije a Horacio que no entendía ni la mitad de lo que él decía en la clase; tampoco a los otros docentes Pero que me provocaba algo más valioso (al menos para mí), una sensación incluso física: en mi cabeza, como si fuera el interior de un antiguo reloj a cuerda, los engranajes se ponían en movimiento. Trabajaba de día y cursaba de noche; en el colectivo que me llevaba de vuelta a Sarandí, mis rueditas seguían girando. No puso buena cara cuando le dije que le entendía muy poco. Para mí era, es, la prueba de cuánto le debía, debo, de mi posibilidad de seguir pensando, preguntándome, preguntando, haciendo… 

Vuelvo al libro de Scolnik: “Escuchar una charla suya era como emprender un viaje por destinos impensados a cuyo término no recordabas bien exactamente lo sucedido”.  Lo escribe 30 años después de mi experiencia de engranajes en movimiento.

Fue una aventura esa materia en el espacio 310. Había que plasmar aquellos escritos, 60 x 70, y ponerle un nombre a “la revista”. Nombre que surgiría de un voto secreto. Cada uno lo anotó en un papelito que entregó doblado. Al momento del escrutinio él los iba leyendo. No recuerdo ninguna de las propuestas. Solo el nombre definitivo, “El Ojo Mocho”. Varios comentamos por lo bajo que el proponente era el propio Horacio y el título estaba decidido de antemano. Pero no recurrimos a la justicia electoral para impugnar el resultado…

Empezamos a escribir nuestros “parciales”, que abrochados fueron los tres primeros números de EOM. Yo solo entregué el primero, porque avatares político-judiciales me forzaron a un nuevo exilio en Uruguay. Pero ese ejercicio 60 x 70 fue incluido en el número 4 (si contamos los tres abrochados), o el 1, según su registro más “oficial”, y mi nombre como parte del grupo editor. Generosidad del Espacio 310. Espacio 310: así quisimos que figurara, para que su arraigo territorial fuera más contundente que  simple número de un aula de Marcelo T.

La generosidad llegó también a que en mi certificado de materias apareciera Pensamiento Social aprobada con 9, aunque no había logrado culminar el cuatrimestre. No lo sabía entonces, pero ahora sí, que aprobar a todos era doctrina “gonzaliana” y que esto se mantenía como punto polémico en equipos docentes integrados y generados por Horacio.

 

QUINTA ESTACION: Uruguay 1992-1994

En esos años, dicen quienes compartieron pasillos y aulas de Marcelo T, que Horacio González “les salvó la vida en medio de la tragedia neoliberal”. La socióloga argentina Susana Mallo vivía en Montevideo y era profesora en la carrera de Sociología de la Universidad de la República. Invitó a Horacio varias veces a dar charlas en una facultad más “clásica” que Marcelo T. Asistí entonces a nuevas aventuras “lisérgicas” -como las caracteriza Scolnik-, con su imaginación desafiante, cuyo pensamiento que se abría hacia todos lados producía en mis compañeros un desconcierto y una sorpresa similares a lo que yo había experimentado en el Espacio 310.

Estos viajes también trajeron mesas compartidas en casa de Susana y en la mía, en las que también estaba Liliana Herrero. Insoslayable tema de discusión, el peronismo, en un país en el cual seguía predominando la caracterización sostenida desde los años 50. Y en años en que en nombre del peronismo Menem dirigía la “tragedia neoliberal”.

 

SEXTA ESTACION: Desgrabar a Horacio 1996-1997

Horacio es una de las vidas militantes que recoge el libro La voluntad. Sus autores, Eduardo Anguita y Martín Caparrós grababan entrevistas, que yo luego desgrababa (oficio que se va extinguiendo a manos de las decodificadoras de voz o como se llame ese dispositivo). Un laburo algo ingrato, pero que permite otro acercamiento a las vidas grabadas que luego se plasman en libros. Otra estación González, entonces, con sus silencios, los tonos, el humor, la ironía… Estación revisitada, porque seguí desgrabándolo hasta hace muy poco. Los últimos audios: las Conversaciones sin apuro entre Horacio y diversos interlocutores e interlocutoras siguieron impulsando mis engranajes como 30 años atrás.

 

NO HAY ÚLTIMA ESTACIÓN

Si, como dice Mariano Molina, “Nadie puede describir la totalidad de su presencia y cada uno y cada una tiene su propio González, desde donde construye mundos y continúa caminando”, acá no se agota mi viaje con estaciones Horacio González. Lo entrevistamos varias veces para ir armando la historia de la Facultad de Filosofía y Letras entre el 66 y el 83. Exploramos y exprimimos su memoria que nos deja registros únicos de los años 60, como la clase de islandés que estaba dando Borges y que tres estudiantes –Horacio uno de ellos- pretendieron levantar en repudio al asesinato de los obreros Musi, Méndez y Retamar. O la “huelga por razones epistemológicas” que los alumnos de Sociología le hicieron a Gino Germani porque había hecho traducir a Wright Mills. Una huelga por ninguna otra razón que por disconformidad con la orientación, que vista hoy estaría más a la izquierda de todas las que se dan hoy”, nos dijo.

De su disposición a responder a cuanta convocatoria le llegara supimos en la Cátedra Libre de Derechos Humanos de Filo, y en el Colectivo de Teología de la Liberación. Incapaz de rechazar una invitación, a veces llegaba unos minutos antes de empezar y preguntaba en voz baja “¿De qué tengo que hablar?”, lo que me hacía temer algún naufragio en el panel. Nunca sucedió, porque una palabra escuchada al vuelo, una consigna estampada en la pared, ponía en marcha sus “instantáneas iluminaciones”.

Siguió hasta el fin dando clases. Esa era una de sus líneas de armador colectivo.

Uno de sus jóvenes estudiantes, Franco, lo retrata: “…profesor que hablaba mucho, pero siempre escuchaba. Y si escuchaba, te invitaba a provocar. Le molestaba lo obvio, eso que le encanta hacerte repetir a tanto docente”. Por eso, dice, “me lo imaginaba yo escribiendo contra la muerte, curándose para escribir, escribiendo para curarse, escribiendo para vivir, viviendo para escribir, para decir, para encontrar las palabras con las cuales decir, porque no se puede no decir, porque no se puede no escribir hasta que no haya más remedio que leer todo lo que ya se escribió. Esa es para mí la mayor lección del maestro González”.

 

Cuando lo veía durante sus años en la Biblioteca se me ensanchaba el corazón. Por lo que fue la Biblioteca en ese tiempo, por la comunidad que percibía que había generado. Era, como dice Liliana, “un armador, pero no individual, un armador colectivo, no solo en las facultades, en la comuna de Puerto San Martín, en las revistas que organizó. Horacio era un juntador de personas, de ideas y de delirios de sus propios deseos”.

Se me ensanchaba el corazón, digo, porque siempre me da miedo que los compañeros que pasan a ocupar cargos en el Estado “se la crean”. Él nunca dejó de ser quien era: un ser político que asumía desafíos y riesgos. No se creía el gran funcionario, aunque sé por sus compañeros y compañeras de trabajo y por lo que fue la Biblioteca cuando la dirigió que fue un gran funcionario, si corresponde usar esa palabra.

Solía encontrarlo al subir la escalera de Las Heras yendo hacia la Biblioteca con su pulóver bordó escote en V y lleno de pelotitas. No se vestía de Armani.

Nunca le rehuyó al conflicto. Era cualquier cosa menos obsecuente. Su cabeza analítica con esa mezcla de intelectual y militante y muchacho de barrio. Su origen es ese, y de ahí llegó a filósofo, sociólogo, político, gran conversador porque era un gran escuchador, con esa cabeza, esa disposición crítica que nos ayudó tanto a tantas y tantos a pensar y hacer.

Mariano Molina dice: “Toda su obra es una elegía a los diversos tipos de militancias. No ponía una escala de valores sobre las militancias y esto molestaba a algunas tradiciones tan propicias a tener el propio ranking de la militancia”.

Cuando Horacio murió, pensando en él, volví a aquel ejercicio de 60 x70 en el que enhebré algunos de los hilos que iba desmadejando cuando regresaba a Sarandí tras una “aventura lisérgica” en el Espacio 310. No lo sabía entonces, pero al escribir “… el militante político es aquel que al interrogarse sobre el pasado y el presente, también sobre el futuro, somete las respuestas, que encuentra y construye desde una práctica ‘conmocionante’ al juicio de la historia, no solo a la de dentro de cincuenta años, sino a la presente. Y más aun, aquel que hace de esa búsqueda con otros, los invita a involucrarse, suma”, estaba hablando de él.

Graciela Daleo

15 de mayo 2022

 

 

 

 

 

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