Los hilos de la noche: el conflicto como camino // Florencia Abadi

Existe una concepción dominante del deseo que lo define a partir de la falta de su objeto, de la ausencia de aquello que se anhela, cuya tradición se remonta a Platón y llega hasta el psicoanálisis. Esta historia del deseo, que tiene su hito fundamental en el diálogo platónico en que la sabia Diotima establece que la madre de Eros es la carencia (Penía, la personificación de la pobreza), tiende a velar que en esa misma genealogía platónica el padre del deseo lleva el nombre de “recurso” o “camino” (Poros). Es decir que si bien no hay deseo sin falta (Deleuze discute esta tesis de manera relativamente solitaria), tampoco puede haberlo sin ciertos medios o recursos para lidiar con esa falta. El libro de Constanza Michelson Hacer la noche opera como un recordatorio de este aspecto olvidado: advierte que de lo que se trata en relación con las compulsiones y ansiedades que aplastan el deseo en la actualidad es de recobrar los recursos psíquicos capaces de crear una distancia que permita al erotismo circular y a la vida existir. Entre esos recursos, a Michelson le interesa sobre todo uno: el conflicto, su fuerza habilitante y su poder curativo. El conflicto es la “vida política interior” a partir de la cual es posible hacer la noche, construir ese espacio temporal en que habitamos el dolor sin huir de él o pretender aniquilarlo. Habrá entonces que mirar a la cara el insomnio, cifra de la compulsión simbiótica. El pensamiento poético que despliega este libro corta el cuerpo.

Michelson distingue: hay una noche primitiva, indiferenciada, uterina, caótica, de fantasmas y terror, y hay una segunda noche que es la noche de la ensoñación, que posee una luz intermedia que no es ni tinieblas ni la “luz feroz” de la ausencia de velos y el día continuo. Ahí en el medio los ojos no necesitan abrirse en estado de alerta paranoica ni andar ciegos de confianza; se entrecierran para acceder a lo simbólico, al ámbito del mito (término que quizás proceda del verbo myein que significa abrir y cerrar los ojos, entrecerrarlos). En ese ámbito podemos lidiar con el sufrimiento, contamos con los recursos y también los velos para hacerlo. “La noche tiene una inteligencia, no obstante, el día y sus razones no le han dado descanso”. Se trata del insomnio de mediodía, el más terrible, que no es estar despierto sino sostener el delirio en razones, y que remite a una luz sin sombra donde las cosas pierden su espesor. La ansiedad que domina el mundo contemporáneo, que rechaza la ausencia y exaspera de presencia aunque no se esté casi presente, cancela no solo la espera (la demora erótica) sino también el símbolo, recurso clave de la vida del conflicto. Cancela en definitiva el misterio, la opacidad constitutiva de lo humano, aquello que permite la diferencia.

En el caos sin borde ni contención tenemos el abrazo o el Rivotril, apunta este libro, pero ninguno de ellos alcanza para hacer un mundo: hace falta el lenguaje, el recurso humano por excelencia. El lenguaje al que se refiere Michelson, el lenguaje de la segunda noche, surge de la Caída, corte de la simbiosis. No es el lenguaje con el que Adán nombra bestias y aves en el paraíso, pero tampoco es el lenguaje de Saussure, puro signo arbitrario. Lejos de una visión instrumental del lenguaje, en el que este es visto como un medio para comunicar contenidos que le son externos, el modelo que toma este libro para lo lingüístico es nada menos que la plegaria. La plegaria del creyente pero también la del ateo, porque lo esencial reside en la voz que profiere desde la radical vulnerabilidad, condición de todo lazo. No se trata aquí de la respuesta, sino del ruego, de la vida interior que se construye a partir de él. El animal humano se caracteriza por lanzar un grito que es traducido luego como llamado. Por eso la plegaria define también la filiación: “Tus hijos no te pertenecen. Sí, su llamado”. La ética de la responsabilidad en la que insiste Michelson se funda en el compromiso con la escucha de ese llamado, en el gesto que responde por la fragilidad de lo creado y que supera la verdadera tentación, el verdadero deseo prohibido, que no es sexual sino que consiste en el deseo de desresponsabilizarse (como enseña el célebre sueño de Irma). “Seamos creyentes o ateos, la plegaria es el gesto de la fe de la existencia de otro en mí”, y para eso debemos permanecer sobrios, abiertos, evitar la solemnidad que destruye el lazo (“Cristo no fue solemne”, escribe Mistral, aquí citada). El ámbito de la trascendencia resguarda literalmente un más allá, un aire para el vuelo de Eros, contra el materialismo banal incapaz de establecer para la vida coordenadas que excedan una inmediatez compulsiva. En este sentido, Michelson trae a colación un comentario de Rafael Gumucio: “quienes no creen en la vida después de la muerte viven como si nunca fueran a morir. Entonces, ¿quién es el creyente ridículo? Mejor creer en lo imposible que en una estupidez”.

Con la muerte de Dios, la capacidad del lenguaje para reparar el mundo entra en crisis. Habitamos entonces lenguajes rancios, el lenguaje aséptico de la corrección política, el lenguaje infantil de la indignación, el lenguaje culposo plagado de clichés e incapaz de una palabra verdadera, el lenguaje indolente de la salud mental, “sin vuelo ni promesa”, que no escucha (el llamado que procede siempre de la singularidad). El hospital se quedó sin hospitalidad, nos dice. “Para lo sanitario el dolor no sirve para nada, aunque tampoco es justo decir que sirva”. El dolor no es un instrumento, es la condición que nos liga. Michelson nos recuerda que los lenguajes para el dolor importan: la actualidad del psicoanálisis, su potencia alternativa a la medicación generalizada y descontrolada, reside en la práctica de la escucha, pero además en que su lenguaje acredita el conflicto como modo de hacer con el dolor, de hacer el duelo, porque del otro lado hay “una carnicería que busca paz como se busca la paz en la guerra: borrando al enemigo”.

En la misma dirección, se señala como recursos el lenguaje político, el lenguaje alusivo del humor, el lenguaje como poder de conjurar, de disolver y curar. Estos lenguajes reclaman paciencia, la paciencia que no tenemos (“hemos construido imperios pero hemos perdido la paciencia”), pero si bien la ansiedad devino programa político, un halo de esperanza tiñe las páginas de este libro, felizmente insolente con el discurso de la ciencia y profundamente compasivo con todo sufrimiento que comporta estar vivo. Se trata de la apuesta inclaudicable por los recursos psíquicos, lingüísticos y simbólicos sin los cuales no es posible entregarse al descanso que ofrece la noche. Necesitamos hilos para retornar a ese hogar que, nos enseña esta lectura, no preexiste sino que se hace. La genealogía que Aristófanes crea para Eros afirma que es hijo de Nix, la noche. Michelson lo entiende igual. El camino de la cura no es una línea ni un progreso, sino el conflicto en tanto hilo que orienta en la noche. Porque no se trata de satisfacer la suma total de las inclinaciones (como define Kant la felicidad), sino que “a veces se puede estar bien estando mal”.

 

* Reseña de Hacer la noche, Paidós, Santiago de Chile, 2022, 255 pp.

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