Un destiempo respecto al presente. Presentación de Fusilamientos, de Horacio González // Cecilia Abdo Ferez

En el lugar donde leo se escuchan detonaciones. Todo el tiempo. Son las detonaciones que hacen las empresas mineras, cuando vuelan las canteras con explosivos para extraer piedra, en las Sierras Bayas, en Loma Negra, en Sierra Chica. Después de una voladura tiemblan los vidrios y se escucha el eco durante algunos segundos. En general, la costumbre hace que ya no se las atienda y ni siquiera desconcentren. Todo lo contrario pasó mientras la lectura de Fusilamientos, este libro póstumo de Horacio González. Las detonaciones acompañaban las palabras, se les entreveraban, las hacían aún más vívidas, las sincronizaban. Este libro -que es un encadenado histórico de pistoletazos- tiene una relación extraña con el paisaje. Permite volver a notarlo: ese lugar, llamado Cabeza de Tigre, en Córdoba, donde se fusiló a Liniers. Ese otro, Navarro, donde se fusiló a Dorrego. Ese otro, la plaza Las Heras, donde antes estaba la penitenciaría en la que se fusiló a Di Giovanni y al general Valle. Ese otro, Timote, donde se asesinó a Aramburu. Santos Lugares, el cuartel donde se disparó a Camila O’Gorman y Ladislao Gutiérrez. La Patagonia. ¿Cuántos nombres de la Argentina gritan lo que pasó en ellos y el tiempo y la repetición, los vuelve inocentes? ¿Cuándo un paisaje se torna historia, si no es a través del nombre?

Paul Groussac, entonces director de la Biblioteca Nacional, no puede creer que el cadáver de Liniers permanezca en el paraje inseñalado de Cabeza de Tigre y que hasta las tropas de Belgrano pasen por al lado, después, sin hacer ninguna ceremonia, sin anoticiarse. El cuerpo fusilado de Liniers no hace ninguna muesca en el paisaje que lo aloja. Esto era un problema para Groussac, porque ese fusilamiento por parte de la Junta de 1810 debía condenarse, pero, sobre todo, porque que el paisaje permaneciera paisaje y no historia, presagiaba el devenir futuro del país. Era la cuestión de la persistencia de la mudez de lo telúrico, antes que la del fusilamiento mismo. Escribe Horacio: “¿Es que esos paisajes dirían algo en especial a los peregrinos o a las caravanas que no tendrían otro motivo que mirar los áridos espinillos sin tener razón para persignarse, recapitular o albergar deseos de exhumar? Allí no había historia. Contra eso protesta Groussac. Esa señal de abulia histórica podría costarle cara al futuro país. Una cuestión semejante plantea Saúl Taborda en Meditación de Barranca Yaco”.

El fusilamiento de Liniers, antes héroe de la reconquista de Buenos Aires y luego conspirador renuente a reconocer la legitimidad de la Primera Junta, inaugura un país que todavía no era. Un país cuyo inicio es su fusilamiento, dice Horacio. ¿Cómo se inicia un país así? ¿Cómo lo inicia un Estado -el de la Primera Junta- que es también una revolución? Quizá porque algunos fusilados son símbolos de tiempos anteriores, no reclamados por nadie, como parecía ser el caso de Liniers y otros son como un tapón que impide que se desaten las fuerzas que deben liberarse, como interpreta Sarmiento a Dorrego. Pero un fusilamiento no es un asesinato, no es cualquier violencia. Un fusilamiento se dirige contra alguien, un enemigo o un desleal, es decir, contra un otro que pudo haber salido de un nosotros. El fusilamiento pone en escena además una serie de procedimientos rituales, como el tribunal, el pelotón, la orden. Es un asesinato ritualizado contra un enemigo, que en general da cuenta de una serie de dispositivos militares de actuación. Tiene, además, textos que lo evocan, ya sean las órdenes de quien comanda fusilar, las publicaciones posteriores al hecho y las explicaciones frente al público. Es una muerte ritual y espectacular, que pretende mostrarse, evocarse, inscribirse en la historia de algún modo. De algunos fusilamientos hay pinturas célebres, como las de Goya o Manet; de otros, hay películas, como las de El general Della Rovere, de Rossellini; de otros hay fotos, como las que publicó Caras y caretas del fusilamiento de Di Giovanni, que incluso pueden ser -hipotetiza Horacio- una teatralización fotográfica del hecho, porque en el momento no abundaban las fotos. Este libro recorre algunos de esos fusilamientos y los textos y obras que los acompañan, como quien encuentra en ellos no el motivo para asustarse por la violencia de la historia nacional, sino para verlos como filigranas de una misma trama, que todavía nos enreda. Los fusilamientos, que se multiplican y que exigen cierta separación entre aquello que son -un asesinato ritualizado, procedimental y aleccionador- y aquello que no son -una masacre, un asesinato político sin más, un plan sistemático de desaparición-, ponen en foco a dos instituciones claves de la Argentina, a sus divisiones internas y a su inscripción en el Estado: ponen en foco al Ejército y a la Iglesia. Por eso, este libro no tiene una condena al ejército sin más, ni a los sacerdotes que acompañan esas liturgias de muerte, sino que los muestra hasta capaces de forjar imitaciones de sus ritos por parte de otros; como si el poder de sus ritos, de su manera de hablar, de sus procedimientos tuviera una carne que fuera macerable por la historia de un país y no desechable sin más. Esto dice algo de la forma en que Horacio piensa la política: la relación con un enemigo, la posibilidad de que el enemigo sea un nosotros, la necesidad de encontrar cauces a la violencia, la necesidad de generar textos que la nombren, la expliquen, la evoquen y la inscriban en una historia en la que se debe juzgar y en la que las conciencias son importantes, tanto la de los fusilados, como la de los fusiladores (aún cuando solemos estar del lado de los fusilados, agrega). Esas conciencias no se mezclan, pero algo comparten.  Entre fusilados y fusiladores hay relación, se conoce en general sus nombres, se recopilan o se fabulan sus últimas palabras, se puede reconstruir la escena. Fusilados y fusiladores comparten, si se quieren, una regla y un colectivo de significación del tiempo, porque nadie fusila solo. Esto ya no existe con la “lógica” abstracta, silogística, que impone Videla al cambiar fusilados por desaparecidos, porque allí se despersonaliza, se tecnifica la muerte, se la masifica, se la pretende borrar con eufemismos (el “desaparecido”) y así diseminar el terror. Videla es una ruptura incluso dentro de la muerte y cambia el modo de contar la historia, a la vez que destruye a las instituciones y los colectivos en las que ella se alojaba prioritariamente.

Pero el libro de Horacio no podría ser descripto como una historia de la progresiva despersonalización que imponen las técnicas de muerte, como una historia del progreso entre comillas, en línea con la teoría del dron contemporánea o con la melancolía de las luchas cuerpo a cuerpo de las caballerizas, que esbozaban los conservadores. Porque, sencillamente, en este libro no hay melancolía. Hay un interés que lleva a reconstruir las historias singulares y cómo ellas se reinterpretaron en textos y obras. Hay hasta una búsqueda detectivesca que rearma las escenas previas y posteriores a los fusilamientos e interviene en cómo ellas impactaron en los debates historiográficos, teatrales, escriturales de la Argentina. Como si esos fusilamientos y esos textos pudieran reinterpretarse hoy. Como si la historia fuera una superposición de tiempos, ninguno cerrable del todo, ninguno agotable en sí mismo, ninguno a disposición del presente, pero siempre rondándolo.

Este es un libro sobre cómo pensar la historia. Pero no es un tratado sobre el método, como bien dice Guillermo Korn en el prólogo. Es más bien la puesta en práctica de un método, que no puede dar ningún pasado por incausado y a ninguno lo toma sin efecto. Por eso, Horacio dice que los fusilamientos no ocurren en un tiempo señalado, fijo, en una data precisa, sino que se cocinan antes y se difieren en el tiempo. Los fusilamientos se citan, se evocan, se repiten, se representan. Valle, que es Dorrego y es Peñaloza, y a la vez, no lo es. Troxler, que es fusilado dos veces, una en los basurales de José León Suárez y otra al salir de la facultad de derecho en años de la pre-dictadura. Di Giovanni, que es fusilado pero después representado siendo fusilado, para que pueda ser visto en una revista para clases medias. Della Rovere, ese personaje de ficción que interpreta Vittorio de Sica, que acepta ser fusilado cuando él no era Della Rovere en realidad, pero prefiere ese destino de héroe de la resistencia partisana que se inventa, al suyo, el de un ladrón menor. La visión de la historia que tiene Horacio es teatral, dramática y en ella cuentan los nombres, las circunstancias, los detalles que tienen ecos en tiempos distintos. En esa historia se miden realidad y representación, cosa y símbolo, dato y fantasma. Es una historia cuya escena continua en libros en los que las actuaciones no son repetición de lo ya dado. Una historia de los fusilamientos como signos de un modo ritual de tratar la violencia, una violencia de la que puede hablarse, discutir, discurrir y en la que el otro cuenta, con nombre propio, incluso cuando sea el nombre enemigo. Es la historia de un país a través de rituales que encauzan la violencia, repleta de detalles, no como anécdotas acumulativas, sino como aquello que colorea lo que se dice y permite ampliar la forma de su comprensión. Por eso, puede decirse que hay violencia, la hubo y la habrá y también que se la busca comprender y juzgar, antes que dejarla como trauma o meterla debajo de la alfombra. Hay continuidad de la violencia, pero también de la regla que la acompaña: ¿esto sí debiera ponerse en pasado? Debiera ponerse en pasado, porque Videla fue una ruptura. Debiera ponerse en pasado, también, porque los fusilamientos ya no son, desde el gobierno de Kirchner, una práctica militar posible. Debiera ponerse en el pasado porque este libro parece querer decir, en entrelíneas, que incluso en estos casos de la muerte de alguien, ese alguien no dejaba de existir como problema histórico y esto no sucede con los fusilamientos mediáticos, con los linchamientos, con las cancelaciones que acompañan ésta, nuestra época. ¿Cuáles son los procedimientos reconocidos y aceptados por todxs de estas violencias contemporáneas? ¿Es nuestra época incluso más intolerante con la existencia del Otro que las anteriores, bajo la máscara de ser pluralista y alabadora de las diferencias?

Este no es un libro dentro del ethos la transición democrática, que buscó expulsar la violencia del estado civil y también de los textos y colocarla en una Argentina anterior, definitivamente superada. Tampoco es el libro de un revisionista. Cuando Horacio trata el fusilamiento del general Valle, que es uno de los puntos de atención centrales del libro, pone en debate dos formas de contar esos fusilamientos -27 en total- firmados de puño y letra de Aramburu. Una forma de contarlos es la de Rodolfo Walsh en Operación masacre, con investigación suya y de Enriqueta Muñiz, y otra, la de Salvador Ferla, un autodidacta italiano que escribe el libro Mártires y verdugos. Horacio, trayendo los argumentos de Ferla, dice que Walsh pone el acento en la ilegalidad que tendrían los fusilamientos de José León Suárez específicamente, que se habrían realizado con posterioridad al dictado de la ley marcial por parte del gobierno de la Revolución Libertadora/Fusiladora. En otras palabras, Walsh supone al Estado de derecho, lo pone como axioma y muestra con austeridad implacable cómo se había transgredido su legalidad. Los protagonistas son, además, sobrevivientes civiles. Ferla discute esta perspectiva. La cuestión para él no sería limitar los fusilamientos a una cuestión policial, sino inscribirlos en el espiral de la historia del país y en las divisiones del ejército. La perspectiva de Walsh sería legalista y reduccionista, y si se quiere, deshistorizada, burocrática. Acusación tremenda, a contramano de lo que las escuelas de periodismo reivindican hasta hoy en Walsh. Horacio no tercia en la cuestión, pero parece desaprobar la circularidad de la historia presente en Walsh y hasta su fijación con la noción de destino, que tiene ribetes borgeanos, pero que se diluirían en la pesquisa que pasa a ser la verdadera protagonista de los hechos. Pero si esto significara favorecer a Ferla, a seguir, Horacio la complica, haciendo incluso una exposición de sus fuentes, un muestreo del mapa anómalo y riquísimo en el que se sitúa en este campo de la historia. Dice: “Sería un desatino convertirnos en los Heródotos de las tablas de sangre de los pueblos. Nos educamos con Henri Pirenne y Marc Bloch, con Juan Agustín García y Raúl Scalabrini Ortiz, con Michelet y Adolfo Saldías, con Fustel de Coulanges y José Luis Busaniche, con Gramsci y Macedonio Fernández. A otros tantos hemos incorporado, que ahora no diremos. Y a muchos hemos olvidado”.

Si se me permite interpretar, Horacio dice que no cuenta muertos. Tampoco los clasifica en tablaturas morales de los buenos y los malos. No somos sólo historiadores, dice, y cuando sí, somos historiadores intermitentes que no dejan de lado el mito o las pasiones o la desconjuntura del tiempo, historiadores-sociólogos que piensan la influencia de las religiones en la estructuración de instituciones, como Fustel de Coulange, tan deudor de Guizot y de Durkheim, o historiadores que pueden repensar el rol de los museos y los monumentos, pero también al liderazgo y al caudillismo, como Busaniche. Historiadores que lo son y a la vez, que saltean e incomodan la disciplina, como Marc Bloch (también fusilado por unirse a la resistencia nazi) historiadores que encuentran en Macedonio, en la literatura o en el teatro, cuando no en la revolución y en la batalla cultural, motivos para escribir y para vivir a tiempo.  

Este libro está compuesto de textos históricos, mirados a la luz de todas estas fuentes. Son cartas, como la que deja el general Valle a Aramburu -quizá apócrifa, pero verosímil, dice Horacio, porque pasible de ser escrita por él o por cualquiera de ese colectivo resistente peronista- o como la que escribe Lavalle, después de ordenar que se ejecute a Dorrego. Hay proclamas, como la que publica Moreno después de ordenar el fusilamiento de Liniers; hay aguafuertes, como la de Artl periodista después de presenciar la muerte de Di Giovanni; hay crónicas, como las de Berutti y el general Paz; hay memorias, como las del general Lamadrid; hay informes de autopsia, como la del médico militar Cosme Argerich luego de desenterrar el cadáver en partes de Dorrego. Hay también críticas teatrales, como las de Alberto Ure, publicada en ocasión del estreno de la obra teatral Dorrego, de David Viñas, en 1986, en la que Ure objeta que pudiera homologarse al ejército de la dictadura con el de las guerras de la independencia y establecer así una “metafísica represiva”. Todo este conjunto de textos se cita in extenso, se hace entrar a esas voces que a veces justifican, a veces explican, otras se arrepienten, otras denuncian, otras invocan a la obediencia debida, o esperan a una historia o un público que dictará un veredicto. Hay un drama histórico que se vive también como drama subjetivo. Drama en la conciencia, que es un lugar donde se teatraliza la política en este texto. Escribe Horacio que una conciencia autónoma (¿la suya?), podría parangonarse a la figura de Dorrego, que sobraba y resultaba un obstáculo a todas las demás fuerzas existentes. Una conciencia autónoma es un obstáculo, un tapón. Lo es también para sí misma, porque en ella conviven la izquierda y la derecha, como vectores internos. La política (Horacio la llama de la amistad) es lidiar con los obstáculos, de sí mismo, de las conciencias de los otros, como los otros lidiarían con la piedra que es la conciencia de uno. La política como una especie de red de autolimitaciones, que eviten desangrar al que está en exceso, que eviten autodesangrarse y liberar el deseo de venganza. Una red en la que se soporten las piedras.

Pero la política es también esa intervención inesperada, que iniciada por una conciencia autónoma, tuerce la propia vida y les recuerda a los demás que no todo es una cadena de obediencias. Como la intervención del teniente tucumano Juan Carlos Franco Páez, al que le fue encargado defender como fiscal a Di Giovanni y se lo tomó tan en serio, que fue separado del ejército. Franco sería después un folclorista reconocido por Atahualpa y autor de una de las composiciones más bellas de la música argentina, “Imposible”, también cantada por Liliana Herrero.

En este libro, por último, habla una conciencia. Evoca a otras, que se enfrentan a la muerte. Trata de saber qué piensan, ahí, en ese momento fronterizo. El momento previo del fusilado responde a un humanismo que no busca dilucidar la verdad del sentimiento, sino ubicar a esa conciencia en el teatro de las conciencias en las que la muerte impone un tema serio. Ese diálogo con la muerte está muy presente en el libro pero no es lúgubre. La muerte aparece como un tema que unifica, empatiza, simplifica. Se habla con ella. En eso, este libro muestra todo su destiempo respecto del presente y le señala su trauma: la muerte, la violencia no son solo amenazas, puntos ciegos o cosas de las cuales no hablar para no tentar o aguar la fiesta. Algo de esto va a explicar por qué Horacio no va a ser entendido tampoco esta vez, en la menos barroca de todas sus escrituras.

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