Perfección del capitalismo // Agustín J. Valle

Qué perfecto es el capitalismo: capaz de (re)producir la subjetividad que necesita. Aún bajo condiciones de un mal vivir escandaloso, aún inculcando por doquier al apocalipsis como sensación, produce sujetos que tienden a reproducirlo, a desearlo. Admirable, chapeau a la burguesía… Aunque el término “burguesía” no se usa más: desde la Dictadura más o menos, para decirlo con humor negro, desapareció, con todas sus declinaciones (estética burguesa, individualismo burgués, etc). Resulta que los que ganaron no solo escriben la historia sino que, además, se invisibilizan como sujeto autor. Autoridad invisibilizada (y cuando se invisibiliza la autoridad de la clase capitalista, es lógico que se infle y mistifique la autoridad de “los políticos”). El campo semántico en torno al sustantivo “burguesía” desapareció en la naturalización total de sus descomunales ganancias y poder. La desigualdad y la concentración de la riqueza es tan obscena y abismal como natural y hasta innombrable, al modo del agua para los peces. En un movimiento increíble, la pobreza y la miseria terminan velando -en el discurso y la atención políticas- a la riqueza desbordante. Chapeau, digamos, entonces, a los sectores que resultan privilegiados en el orden actual de las relaciones sociales.

Me llegó una vez el relato de un tipo que fue director de fábrica en Ushuaia en los setenta, empresa argentina de electrodomésticos, industria nacional, y contaba que el gobierno militar, en un momento, les ordenó cerrar la fábrica, no en forma definitiva pero sí suspender su actividad por un buen tiempo: para evitar la reunión de los obreros, y, así, bloquear su activismo político. La industria, epicentro del negocio capitalista, instancia de extracción de (plus)valor de la vida, resultaba políticamente peligrosa. Una contradicción de intereses entre la economía y la política capitalistas; un momento donde lo político estratégico intervino primando sobre la forma del negocio cotidiano. Perder negocio para cuidar el negocio.

Y esos fueron los años, en efecto, en que se consagró el afamado paso del capitalismo industrial al financiero. Un desplazamiento en la dinámica de valorización del capital, que pasó a regirse cada vez más por procedimientos de especulación que de producción. Pero entonces, a la luz de la anécdota referida, puede pensarse que el paso del capitalismo industrial al financiero no es solo un movimiento económico, no es solo un perfeccionamiento en las técnicas de valorización y la persecución de ganancia, sino que tuvo, también, un sentido político: organizar el negocio del capital sin poner en el centro a las fábricas, sin producir a sus propios sepultureros, o al menos restándoles poder. Desde allí entonces el sujeto del cambio social se desdibuja (y no solo por la caída del bloque pro soviético). Las clases dominantes encontraron la capacidad de seguir extrayendo un plusvalor, una ganancia privada succionada del trabajo de la multitud (de dónde si no), sin forjar un sujeto que, protagonista central de la producción, tenga todo dado para unirse prescindiendo del patrón. La fábrica como algo subordinado al negocio financiero.

La gente no trabaja menos en el capitalismo financiero, pero sí con menor estabilidad. Los lugares en el orden general de la producción son menos sólidos, menos fijos. Hay cada vez menor permanencia en un lugar de trabajo, incluso en un rubro; cada vez más necesidad de adaptarse y ser capaces de hacer muchas cosas distintas, no solo a lo largo del tiempo, sino a la vez. Así, el trabajo no te devuelve una identidad estable; a la persona que no posee más que su fuerza de trabajo para vivir no se le arma una identidad definida en tanto que trabajador. Ya no sos metalúrgico o telefónico o lo que fuere, sino que sos “vos” y dependés de tu aguante y rebusque para salir adelante… Más que “ser”, el mercado exige estar disponibles para lo que la ocasión mande.

Cada cual teniendo que sobrevivir, salvarse, haciendo una cosa u otra, pues, se logra una torsión que es de los mayores logros del capitalismo: que una enorme cantidad de trabajadores se conciban a sí mismos como emprendedores independientes, como individuos auto producidos. Como empresarios que todavía no llegaron a armar su negocio y tener empleados. Y si se muerde alguna cosita del Estado o de algún lado, es leída desde esta misma lógica, desde esta misma racionalidad de sujetos como micro empresas, que gestionan su supervivencia o progreso de modo multiforme. El Estado no funda subjetividad sino que provee -si acaso- algún recurso para este sujeto que piensa con la racionalidad del capital introyectada. “El liberalismo es la ideología de personas que creen que no se necesitan unas a otras”, dice MartinWalser. Si ya vivimos en la selva, si la única ley ante la que resulta verosímil concebirnos “iguales” es la ley de la selva -el mercado-, entonces los ricos son capos aspiracionales, porque “la hicieron”, y se odia a los que tienen facilidades o ayudas propias de un Estado proveedor irreal; en la selva se vota al león, o su mejor postor, porque el odio, la bronca, el rechazo, por lo demás, son naturalmente más seductoras y vigorizantes que el miedo.

3 Comments

  1. Aún pudiendo estar de acuerdo en un determinado nivel, no deja de asombrarme el nivel de reactividad en algunas lecturas que vienen apareciendo últimamente. Parece que va haciendo escuela la lectura de Horowicz de la democracia de la derrota (que es una simplificación correcta y atractiva, pero políticamente insuficiente) aunque acentuando el ángulo del desbalance ontológico que trae de por sí.

    ¿O realmente nos dejamos patear el tablero por una victoria electoral a lo Trump/Bolsonaro (por qué no nos podía tocar?) y un ciclo (veremos cuánto dura y hasta dónde llega) cuya novedad hasta el momento no es ser neoliberal (como si viniéramos de otra cosa) sino serlo de un modo grosera y agresivamente explícito?

    Como si fuese el plan macabro e inteligente de una clase dominante capitalista lo que nos sacó de las fábricas. Como si el deseo no hubiese jugado un papel clave, como si lo político no fuera un campo abierto de batallas y microsubjetivaciones donde el capitalismo todo el tiempo se acomoda como puede, y en general llega tarde (aunque como efecto rompa casi todo). Con qué facilidad olvidamos a todo el autonomismo italiano, de Tronti al Bifo pre-apocalíptico, hasta el valioso libro de Thoburn que con sus límites intenta echar agua a esa planta aparentemente seca y marchita.

    Que no estemos pudiendo leer las líneas activas del presente, que (todavía) no estemos encontrando las líneas de fuga positivas de las mutaciones actuales, habla más de nosotros que del presente, y no nos habilita a reconfigurar una ontología de la reactividad, una tautología de la dominación autosuficiente que se produciría y reproduciría a sí misma.

    Nada de chaupeau a la burguesía ni a quien ocupe difusamente su no-lugar. Lo que necesitamos es autocrítica, cautela y resistir a precipitarnos en el abismo de los lugares comunes, mientras pasa la trompada emocional. Aunque se pague con un rato de silencio reflexivo, aunque haya que revisar algunos fundamentos. Algo siempre crece. No verlo es lo que nos hace obsoletos. Pero es, ante todo, un problema de miopía.

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