Anarquía Coronada

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Trizaduras del progresismo chileno. Izquierda y nueva Constitución // Mauro salazar

El pueblo que falta es como un fantasma que rompe con la lógica del espectador y arroja al obrero del poema a la expectativa de ese pueblo ausente.
C. Ramírez Vargas

En el Reyno de Chile se viven horas aciagas. En los últimos días el ministro secretario general de gobierno, Giorgio Jackson, en alianza con la Concertación y un sector de la derecha, terminó por develar la histeria de la gobernabilidad y una infinita pulsión de orden. Una vez que cayó la lírica electoralista, no es posible reditar ninguna épica de las militancias. Bajo el martillo del realismo, Jackson Drago (dirigente del FA) fue al confesionario del ministro Mario Marcel, el experto indiferente de la Concertación, a sellar un nuevo “pacto modernizante”. Y bajo tal alianza ha devenido en un “propagandista fugaz” del rechazo. El ministro, aliado de Boric-Font, abunda en una sobrevaloración soterrada del rechazo -inédito pragmatismo de cara al plebiscito de salida- jugando el rol de la “neutralidad valorativa”, haciendo equivalente la disputa hegemónica entre Apruebo y Rechazo (¿empate técnico ante la encuesta viciada y el boicot empresarial?). En suma, contra los avances del mundo popular y sus potencias (2019), la restauración oligárquica está en curso.

En su calidad de artífice, Jackson Drago, bajo un eficiente manual de pragmatismo, terminó de aislar la Convención, erradicar “el vértigo octubrista” con su rabia erotizada y fulgor anti-edipal, denunciando su fuego. Y encapsulando toda iniciativa en cálculos electorales agravando la devastación del campo “político”. Invocando el verbo de la dominación portaliana, el plebiscito de salida deja de ser una oportunidad para la izquierda chilena, porque el gobierno no cultiva ninguna vocación de mayorías. Ni qué hablar de algún Comando o plataformas para el Apruebo, antesala de un nuevo texto constitucional: en nuestro mundanal tupido todo oportunismo es posible. Y en la medida en que Boric-Font siga cayendo en las encuestas (20% en un mes), algunas más inoculadas que otras, se hace evidente que hay una sola cuestión que no es posible hacer, a saber, anudar “gobierno transformador” y La Convención. El oficialismo no debe ni puede hacerlo, salvo con absoluto esmero, establecer apoyos públicos y prescindir con la mayor sobriedad emocional a la Campaña del Apruebo para no enfangar territorios, minorías y pueblos que comienzan a padecer las primeras leyes punitivas del gobierno (La ley terrorista en la Macro Zona, la Ministra de Defensa, el golpe xenofóbico, la sumisión al orden empresarial y el apoyo incondicional a la represión policial, justo cuando La Convención se esmera por una policía desmilitarizada y un Estado social de derechos). Luego vendrá la hora de la disidencia bajo la violencia hobbesiana y el campo popular será revestido de “narco”, dado el poderío de nuestras corporaciones mediáticas. Tal es la tragedia que devela el ministro Jackson Drago. Apruebo Dignidad y La Convención no son cóncavo y convexo, sino que se encuentran en medio de un laberinto. 

 

Lo más nefasto para el Apruebo (que pese a todo se impondrá en septiembre contra la letra Pinochetista) es que el “gobierno democrático”, especialmente los diputados del FA, aparezcan muy vinculados a la Convención de los pueblos y las potencias plebeyas, deslegitimando los anhelos del mundo popular. Bajo tal aporía es fundamental mantener una consistencia política, reducir los vacíos estratégicos, quizá apoyar de modo intenso y sibilino la acumulación de una Constitución Post-pinochetista. Quizá después de un tiempo sea posible disputar la legitimidad que implicará el nuevo texto constitucional en su compleja operatividad. Incluso figuras del talento intuitivo como la ex dirigente estudiantil, Camila Vallejo, podrían entender la necesidad de anudar activamente el apoyo y la delicadeza de la operación política -y evitar caer como un “peso muerto”. Pero Camila, amén de su talento, no vive sus mejores horas en el tumulto del mundo popular. También existe el riesgo de un populismo mediático. En la hora nona el gobierno puede decidir visitar los territorios en nombre del Apruebo, emplazando el espantoso conformismo burocrático, pero sería colisionar con la demanda popular que denuncia el servilismo a la clase empresarial (razón técnico-managerial). Ello sería el despeñadero porque el desborde heredado del Gobierno de Sebastián Piñera, agravado por el quiebre entre política institucional y vida cotidiana, implicará la pedrada y una emenización más contra la revuelta derogante (2019). Luego vendrá la compleja puesta en práctica de la nueva Constitución, la disputa de cada artículo en medio del “forcejeo interpretativo” y todo un campo de implementación que implica una gestión política que no existe. 

Y en medio de un presidente que, más allá del retrato de “Social demócrata radical”, al decir de la prestigiosa Chantal Mouffe, hoy figura como un “Socialista Romántico” que, oponiéndose al deseo utópico de las izquierdas setenteras, se estrella con los muros de la economía política y escucha el oráculo del mainstream concertacionista. El Gobierno de Apruebo-Dignidad, pero en especial el FA, no puede resolver la expansión que implica la política hegemónica (heterogeneidad de demandas) sin sacrificar su base identitaria. 

Con todo, el FA entiende que el estatuto horizontal de la protesta social contra el sistema de AFP -Marcel, la soberbia de la técnica y el consenso managerial- representa una demanda central que debe ser aborrecida para aumentar en realismo y ganar un caudal de legitimidad elitaria. De un lado, esto se refiere a o obviar la extensión de demandas ciudadanas por la vía de una lucha central con distintos agenciamientos de sentido (¡No + AFP ¡) y, de otro, alude a la identidad política que debe vertebrar de modo más vertical la orientación de estas demandas: el “Frente Amplio” se enfrenta a un dilema trascendental. Si asumimos este desafío desde el punto de vista de la extensión de las demandas insatisfechas –poli/clasistas y horizontales- puede ser un recurso interesante abrazar una heterogeneidad de reivindicaciones insatisfechas, pero si lo abordamos desde la perspectiva de la densidad, el FA hipoteca prematuramente su vigor ideológico por la necesidad de articular un acervo general de demandas cada vez más gestionales y burocráticas que, a poco andar, podrían terminar de diseminar su identidad. Se trata de dos momentos fundamentales de la política hegemónica, horizontalidad y verticalidad forman parte de una compleja articulación, pero un desliz gramatical (¡ciudadanos sí, zurdos no¡) puede resultar fatal si los ideológicos del FA no resuelven con cierta creatividad una tarea que forma parte de los desafíos primarios de una agenda transformadora.

Por fin, no está demás recordar los sucesos mesocráticos del año 2011. Hoy debemos subrayar con mayor perseverancia que lo sucedido aquel año respondió a una reactivación del “reclamo social”, y en ningún caso a un “movimiento derogante” contra la dominante neoliberal. Durante el fetichizado año 2011 -grupos medios- no existió “antagonismos de clases”, o el bullado “mayo chileno”, sino modernización corregida y una comunidad de heraldos angustiados. Con todo, la dirigencia del Frente Amplio persiste en argumentar que se trató de un cuestionamiento ontológico o estructural a los cimientos materiales, simbólicos y culturales del Chile neoliberal. Pero de bruces cayó la razón técnico-gestional desde Hacienda y se retrató el quinto retiro (fondos de las AFP) como el motor de la inflación chilena. 

Hoy que la “galera tuitera” no dice demasiado. Qué izquierda tenemos si no existe “política afirmativa”, salvo la perezosa incapacidad para cuestionar creativamente el mundo de la APF y los grupos económicos que han disparado la inflación. 

Son los días tristes del gobierno transformador.

Contra el Estado. La otra comuna[1] // Oscar Ariel Cabezas

El libro La comuna mexicana (2021) publicado por editorial Akal del ensayista y crítico Bruno Bosteels es la primera contribución a las investigaciones sobre lo que podemos denominar como genealogía de un arcano. Se trata del arcano de las comunas sepultadas por el centrismo de las epistemologías y filosofías del progreso. En un recorrido de más de trescientas páginas Bosteels urde las premisas de un temblor que remueve las placas enunciativas del arcano de la comuna mexicana descentrando el enfoque eurocéntrico de La Comuna de París. Los enunciados de este libro conmueven por el rigor con el que Bosteels desempolva viejos archivos y reanima debates y discusiones. La conmoción se produce porque el libro se posiciona desde América Latina para leer aquellas experiencias comuneras que están fuera del canon de occidente y, en particular, de lo que Perry Anderson llamó “el marxismo occidental”. Así, la Comuna mexicana altera el hegemon desde el que solemos escuchar la palabra comuna con los oídos de una concepción centrada en el “estallido” europeo de fines del siglo diecinueve. La comuna de París de 1871 habría emergido como la escucha de una experiencia que Bosteels considera demasiado ejemplar como para dejar oír aquellas experiencias que ocurrieron en una temporalidad otra que la de la modernidad occidental. El oído del autor no evita el tono polémico para escuchar los latidos de La Comuna en México y desafía el sentido común de la izquierda y del marxismo vulgar.

En una genealogía en la que están implicadas formas, supuestamente arcaicas, superadas o desaparecidas de organización social y política, el libro insiste en una especie de tiempo en el que lo comunal o la comunalidad se sustrae a las teleologías del marxismo hegeliano o a los rápidos vaqueros de la filosofía especulativa que, desfundando la pistola, disparan megatones de conceptos, olvidando  la materia viva con la que se piensa o, mejor aún, con la que debemos pensar la política y su relación con los mundos de vida socialmente existentes. Escrito en los albores de una de las mayores crisis civilizatorias por las que atraviesa la humanidad, este libro es sin duda polémico hasta el punto en que Bosteels pareciera abrir una polarización teórica; la de la otra comuna o el Estado cruel de la modernidad eurocéntrica. Esta polaridad debe extraerla el lector siguiendo el cuidado en el modo en que los conceptos de La comuna mexicana tejen y, al mismo tiempo, producen una hermenéutica no apriorística para pensar la experiencia comunera en América Latina. En esto, precisamente, reside el rechazo de Bosteels al a priori de una comuna ejemplar como habría sido La Comuna de París interpretada por Marx o por Lenin.  

En La Comuna mexicana el marxismo o el leninismo no es un a priori epistemológico desde el cual comenzar sino, más bien, el enfoque responsable de invisibilizar experiencias comuneras que han tomado lugar en Latinoamérica. Ni el marxismo ni los enfoques evolucionistas que se derivan de él son algo que el lector podría hallar en La Comuna mexicana. De hecho, el libro cuestiona y desplaza la teoría de la articulación transicional de los modos de producción. El etapismo de las leyes morfológicas de la historia y del a priori del sujeto de la revolución que se halla en la hermenéutica del canon del marxismo es desestabilizado desde una exhaustiva investigación en la que Bosteels debate, muestra sus cartas y desestabiliza la modernidad del canon marxista.

Se podrá decir que esta es una labor que se ha hecho y que tiene en América Latina nombres importantes como los de Enrique Dussel, Bolívar Echeverría, Aníbal Quijano, Ludovico Silva, José Aricó, Álvaro García Linera, Raquel Gutiérrez, Armando Bartra, Roger Bartra, José Carlos Mariátegui etc. Pero la manera en que este libro hace emerger la importancia de La Comuna mexicana tiene la especificidad de una urgencia que es ética y política.  Es ética porque el libro no solo despliega una enorme y rica investigación sobre las luchas sociales, sino también porque la propia sensibilidad del investigador revela estar comprometida con la ontología del presente de las luchas en México. Y, sin duda, esa sensibilidad está imbricada con la política porque la investigación de Bosteels se distancia de las pretensiones de cientificidad con las que el discurso antropológico e historiográfico suelen decorar con la idea weberiana de neutralidad valorativa.   Así, La comuna mexicana es un libro que no solo está situado en una región que pertenece geográfica y políticamente a la condición periférica, sino también, a lo que podríamos denominar, en clave deleuziana, un pensar teórico que se inventa desde el subdesarrollo a costa de dejar sin problematizar la cuestión del Estado.

En este libro, quizá más que en todos los libros que Bosteels ha escrito —señalemos sólo algunos, Badiou y lo político (2009), La actualidad del comunismo (2011), Marx y Freud en América Latina (2012)— hay una pulsión por producir ética y políticamente un pensamiento anti-estatal o para-estatal. De ahí que se pueda decir que La comuna mexicana trabaja desde lo que no tiene jerarquía epistemológica en el cerrado mundo del desarrollo y, por lo mismo, ha encontrado su subdesarrollo en las experiencias de otro modo de la comuna que aspira a la universalidad del Estado. En su deseo de pensar desde Latinoamérica, el pensar de Bosteels destella en la fricción del trabajo con el archivo del subdesarrollo. En este libro hay muchas horas de trabajo con el archivo, hasta el punto que se puede imaginar a un paciente pescador atrapando peces en aguas empantanadas; aguas en las que el pantano de la “historia natural de la destrucción” colonial y postcolonial no dejaban ver lo que este pescador de experiencias negadas ve. Ver lo que no se ve no es tan solo un acto epistemológico, sino, y sobre todo, un acto político del que leyendo ve lo que en el archivo otros no ven.  

La pesquisa de Bosteels está lejos de la ociosidad del archivo por el archivo; pero también muy lejos de la reconstrucción del archivo como política de saber que hace duelo por el objeto de la pérdida o, incluso, duelo por el ideal de aquello que nunca tomó lugar. La Comuna mexicana es para Bosteels lo que no puede ser taxonomizado por la economía de la pérdida o idealizado como doctrina por la Internacional Comunista. La otra comuna es la expresión histórica de prácticas materiales que persisten en el presente. Es esto lo que sorprende en su pesquisa, es decir, la comuna mexicana, la otra comuna, no es reducible a un objeto de la pérdida y, por no serlo, tampoco podemos reducirla en el despliegue de la conciencia abstracta de la especulación académica. Y menos aún a eso que — nos recuerda Bosteels — José Revueltas problematizó, en su célebre Ensayo sobre un proletariado sin cabeza (1962) como crítica de la especulación del caudillaje de partido.

En la genealogía que se propone y nos propone Bosteels, la comuna no-europea es la del subdesarrollo. Se trata de otra comuna y no del a priori universal de la emancipación. Sin embargo,  la singularidad de la otra comuna, es decir, de las experiencias de las varias comunas mexicanas, está inscrita en la historia universal del capitalismo. No obstante, las comunas o las experiencias comuneras son acontecimientos que desbaratan los saberes centrados de occidente y su epicentro geopolítico. No hay, entonces, en La Comuna mexicana “melancolía de izquierda” por el idilio de un paraíso comunal ni tampoco un saber a priori de un objeto que la tradición de izquierda tuvo y luego perdió. Por lo mismo, la otra comuna desplaza la condición etnográfica tan propia del discurso antropológico y de la narratología del discurso historiográfico que se obsesiona por el origen y el telos de una civilización. La escritura de este libro es una ruptura con las pretensiones de cientificidad y, al mismo tiempo, una retirada de las filosofías de la historia atrapadas en la idea de una historia universal. Pero en este libro —lo sabemos porque conocemos la pasión de Bosteels por Borges— la única historia universal es la historia universal de la infamia. De manera que las experiencias comuneras de la genealogía trazada en su libro es una apuesta por el materialismo de la comuna en medio de la insoslayable crueldad o infamia que Bosteels halla en la historicidad del Estado.

Hay en La comuna mexicana un rechazo o, más bien, una retirada de la maquinaria moderna del Estado. A lo largo de todo el libro pareciera que el Estado no cuenta como realización de la promesa emancipadora. Por el contrario, toda promesa de emancipación o realización del principio de igualdad social ocurre contra el Estado o una especie de autarquía en el interior de las experiencias comunales. En este rechazo del Estado, digamos, canalla —como lo llamó Chomsky y lo problematizó Derrida— lo que Bosteels sugiere no es un realismo cifrado en la política de lo posible del Estado Nación. Tampoco clama a partir de la experiencia de la otra comuna por una novedosa caída en el paradigma de las identidades colectivas y, menos aún, por el regreso a una naturaleza humana en la que todas y todas éramos felices. 

En su decisión de trazar las huellas de las experiencias de la comuna mexicana donde el Estado cruel o canalla aparece inevitablemente como el demonio de estas experiencias, no sabemos —al menos no en este libro— cuál es la apuesta política de Bosteels. Lo que sabemos es que no puede ser la de la autarquía de la comuna. Si lo fuera el libro quedaría expuesto a ser uno de los mejores ejercicios de investigación sin alcanzar a realizar la pasión por el afuera que recorre el libro. Por pasión del afuera debe entenderse los efectos políticos en los que este y todos los libros que ha escrito Bosteels se asientan. Sin duda, el afuera es también un adentro del tejido enunciativo de todo libro. La pasión por el afuera de este libro es el presente y, a su vez, el presente —su aquí y ahora— de la otra comuna. Esta pasión es el corazón del libro. En Bosteels el presente necesita de la esperanza y de la resistencia.

Quizá se trate de un principio de esperanza —a lo Ernst Bloch— en la existencia del porvenir (im)posible del común o del comunismo. Con el clamor del porvenir de la otra comuna  es, precisamente, como se cierra y se abre el libro a su discusión, buscando el polemos que está más allá y, paradójicamente, en el adentro del mundo académico:  “La comuna mexicana, entonces, como sombra o presencia del porvenir. Allí, a través de las brumas de lo que está por acontecer, ha de haber comunidades. Siempre hay y siempre habrá otra comuna—Lo imposible no existe” (317).

La realidad de lo imposible como categoría que se halla en la inmanencia de las historias marginadas o subdesarrolladas es tejida por Bosteels a lo largo de un prefacio, introducción, siete capítulos divididos en dos partes y un epílogo. ¿Pero de qué historia se trata?  Es sin duda la historia de otra comuna o, incluso, se podría decir, que se trata de otro modo de ser, otra ontología, que el de la historia del fracaso de La Comuna de París. No hay nada de casual que el epígrafe de este libro esté atribuido al maestro rural normalista Lucio Cabañas, egresado de la Escuela Normal de Ayotzinapa. El epígrafe dice así: Bienvenidos a lo que no tiene inicio; a lo que no tiene fin…; unos lo llaman “necedad”, nosotros lo llamamos “esperanza”. Cabañas y Rubén Jaramillo son evocados por Bosteels como fantasmas, o, a lo Didi-Huberman, como luciérnagas de una supervivencia en la que aparece ese imposible existente de la comunidad o del comunismo otro de La Comuna mexicana

Aparición del principio de esperanza y de los fantasmas de una historia inconclusa. Pero también de la tristeza, de la desaparición. Por eso, era imposible que La comuna mexicana de Bosteels no estuviese también recorrida por el hálito de la tristeza, del aquí y el ahora, de los 43 estudiantes desaparecidos de la Escuela Normal de Ayotzinapa. Es esto, quizá, el singular-sensible de un libro preocupado por el presente y por la presencia de los latidos de una supervivencia de La comuna mexicana. Sabemos que no hay clamor sin la singularidad del afecto y de lo sensible. Por eso, se trata de otra comuna y del clamor por la justicia. Esta, la justicia, no puede, sin embargo, tomar lugar sin el modo complejo e histórico de la traza genealógica que ha realizado Bosteels. De ahí que el libro, como veremos, se articule entorno a una hipótesis radical.

Una vez que Bosteels ha desplazado los universalismos de la apropiación de La Comuna de París como paradigma fracasado de la toma del poder, lo que emerge es la hipótesis de un comunalismo o comunismo que supone descolonizar el imaginario occidental. Es en este punto en que el libro se torna en extremo ambicioso. Por supuesto, no es la ambición del Scholar, ni del erudito que se ensucia las manos en los anaqueles de la historia para lucir un broche consagrado por la academia. ¿Hay un giro decolonial en la propuesta comunera de Bosteels?

La ambición de La comuna mexicana es la de desinscribirse del eurocentrismo teórico para inscribir y escribir desde lo que Walter Benjamin llamó la tradición de los oprimidos. Esta tradición comparte Bosteels, de alguna manera, con la de Franz Fanon, quien, perteneciendo al mismo linaje de la tradición de los oprimidos, la enunció desde el polemos de los “condenados de la tierra”. También es la tradición de Adolfo Gilly, una de las figuras intelectuales más importantes de la historiografía mexicana y de cultura de izquierda y, sin duda, el autor más citado y con el que la otra comuna más disiente y polemiza. Escribir contra La Comuna de París para abrir el cielo despejado de la Comuna mexicana es escribir contra y a través de la obra de Adolfo Gilly. 

Pero para romper el círculo virtuoso de la episteme occidental, Bosteels no solo producirá disensos polémicos con un historiador tan importante como es Gilly, autor, entre otros, del libro La revolución interrumpida (1968). También lo hará con teóricos decoloniales como Walter Mignolo quien, en el juego de los fetiches identitarios y el impasse de superar el racismo proveniente de la “Europa blanca”, ve la emancipación no solo como crítica al eurocentrismo, sino también como post-occidentalismo.  La opción decolonial de Mignolo es la de desoccidentalizar el mundo a favor de la comunalidad, pero no de lo común. La comunalidad sería el lugar de realización de la emancipación decolonial porque ésta se opone a la economía liberal. Mignolo es la versión más “norteamericanizada” de la posición decolonial y, entre los que comparten esta episteme, no todxs están de acuerdo con él. La Comuna Mexicana se distanciaría, aunque no problematiza demasiado su distancia, de esta opción decolonial.           

El deseo de escritura y la inscripción de Bosteels responde a constelaciones de pensamiento otras a la de la “opción”. Pues, no se trata solo de otra comuna sino también de pensar en una constelación de pensadores y luchadores sociales que llevan, por ejemplo, en el nombre de Emiliano Zapata el clamor de la justicia y de lo común como lógica de la resistencia. En la consigna de “tierra y libertad”, cuya expresión conceptual y plebeya se encuentra desplegada en el Plan de Ayala. La demanda de justicia aparece vinculada al deseo de alejarse del Estado y replegarse en la lógica de la resistencia del común de la comuna. A diferencia de la opción decolonial, no hay en otra comuna hipostasis del mundo indígena, sino más bien, un acoplamiento en la lógica del común que resiste las crueldades del Estado.

Como si Bosteels participara del icónico gesto de desprecio de Zapata al sentarse en la silla del águila, el Estado no aparece como una institución moderna a defender. Por el contrario, en la historia de la otredad negada, es decir, en la historia de la otra comuna y sus mundos de vida, el Estado sería una maquinaria impostada, abstracta y cruel que viene desde afuera —desde el imaginario de Occidente —a ejercer su dominio. Casi en una estela similar a la de Pierre Clastres —autor del célebre libro La sociedad del Estado (1974)— el alejamiento o retirada del Estado lleva el aura de la potencia del gesto zapatista; potencia del común que se prolongará en la insurgencia neozapatista de la comuna de Chiapas en 1994. Pero a la resistencia del común se le adhiere, como una especie de insoportable gemelo, la tragedia y la tristeza necropolíticas; tristeza que Bosteels recoge en su lectura del libro Dolores: textos desde un país herido (2006) de Cristina Rivera Garza.

En el libro de Tanalís Padilla Después de Zapata. El movimiento jaramillista y los orígenes de la guerrilla en México, 1940-1962 (2006), La Comuna mexicana encuentra los antecedentes de un mundo rural que co-pertenece con la modernidad del Estado cruel. Y, sin embargo, esos mundos comunales, mundos del común, lo tensan, le hacen guerrillas, mostrando el fracaso de una institución militarizada y, sobre todo, del fracaso de un proyecto civilizatorio implantado desde arriba a las comunidades rurales. Así, la historia de México y la de América Latina parecen ser la historia del fracaso de la construcción de la nación como morada de los mundos de vida que el Estado suprime, elimina y subordina al patrón de acumulación capitalista. En nombre de la modernidad eurocentrada o periférica, el programa modernizador, basado en la nación-Estado, ha arrasado y exterminado mundos de vida rurales inscritos en una temporalidad abigarrada y en resistencia a la “colonialidad del poder”. Por supuesto, este no es solo un diagnóstico que podamos encontrar en las tesis de La comuna mexicana. La crítica que de Karl Marx a Enrique Dussel pasando por Roger Bartra y Pablo González Casanova, entre otrxs, y que Bosteels, sin duda, comparte, no es otra que la crítica a la dominación colonial.

La modernidad colonial es la historia naturalizada de la destrucción y la crueldad. Esta historicidad se despliega en lo que el historiador Fernand Braudel llamó el “tiempo de larga duración”. De manera que el tiempo de la modernidad colonial es el de la destrucción y la implementación de instituciones de la crueldad, cuyo intervalo de tiempo va de la destrucción de Tenochtitlan (1521) a la extinción y destrucción de modos de producción anteriores al largo colonialismo que ha experimentado la historia de México y América Latina. Esta es una hipótesis en la que no sería fácil imaginar condiciones de falsabilidad o refutación histórico-epistemológica, además de estar problematizada por autores como Enrique Dussel, Bolívar Echeverría, Pablo González Casanova, entre otrxs. Por eso, Bosteels decide trabajar en un archivo en el que la larga duración de un sistema-mundo de dominación no puede si no abrirse a la descolonización de la modernidad. La otra comuna es lo que él decide para activar en y desde la historia de las otras comunas un régimen de dominación. Cito del prefacio lo siguiente:

La comuna mexicana parte de la hipótesis de que lo que tienen en común el sitio de Tenochtitlan y la Comuna de París no es sólo una historia extremadamente violenta, marcada por masacres y represiones brutales al final de cada episodio. También comparten, como soterrada bajo la violencia y resistente a ella, una preocupación por el estallido potencial de lo común —explosión cuya forma política en nuestra hipótesis sería, justamente, la comuna—. (7)

Aunque no esté de manera abierta desplegada en La comuna mexicana, se puede decir que Bosteels comparte el enorme atractivo e impacto de la teoría de la “colonialidad del poder” de Aníbal Quijano. Al mismo tiempo que comparte el compromiso ético, político y filosófico de pensadores tan relevantes como Dussel o Echeverría. En ambos y en el propio libro de Bosteels se puede sostener que el colonialismo en América Latina no solo es un colonialismo de larga duración, sino que, además, las instituciones del Estado, aquellas que se irguieron en nombre de las modernas repúblicas, han sido reproductoras de la dominación colonial-capitalista. Salir del ciclo de violencia del Estado —como de alguna manera lo ha propuesto Jean Franco— es salir de la modernidad cruel. Sin embargo, aún quedaría por discutir si esta salida supone una salida de todas las instituciones que ha imaginado la modernidad. Este quizá sea un límite de la otra comuna, es decir, imaginar una salida desde la potencia en común que suponga, al mismo tiempo, imaginar instituciones donde la implantación externa por parte del Estado sea sustraída en nombre de otra modernidad. La aspiración moderna de la comuna a la universalidad del Estado, no como superación o sustitución, sino como relación de sustracción del poder abstracto en el que coincide el Estado con el orden del capital, no parece ser algo que de momento, en este libro, le preocupe a Bosteels. La aspiración a la universalidad no es una pregunta de La comuna mexicana. No obstante, es la búsqueda a una salida a las crueldades en la que la forma comuna resiste. Esta resistencia se halla descrita en una genealogía que Bosteels halla en las experiencias que han marcado la disidencia de la modernidad cruel. Así, también, la disidencia a lo que Rita Segato llama pedagogías de la crueldad.

En el capítulo titulado “Fragmentos de una historia de la Comuna” Bosteels piensa una lógica de la resistencia basada en las experiencias comuneras y en las lecciones que podemos tomar de ellas, quizá, como antídoto al fracaso del Estado de crueldad. Se refiere a las experiencias de Topolobambo (1872-1893), Morelos (1914-1915 y 1924-1962), Edendale (1914-1916), Acapulco (1919-1923), La Colonia Proletaria Rubén Jaramillo (1973-), Chiapas (1994-), Oaxaca (2006) y Cherán (2011). En estas experiencias Bosteels escucha el clamor de la otra comuna y, así, el de las comunas que vendrán. Pero este clamor no viene solo de las experiencias del siglo diecinueve y veinte para alojarse de manera intempestiva en la contemporaneidad del siglo veintiuno. Lo que enuncia Bosteels, casi de manera poética, como “estallido potencial de lo común” es el programa de una huella histórica en la que lo común resiste la crueldad del programa de modernidad capitalista que significó la destrucción y caída de Tenochtitlan.

Entonces un salto del tigre al pasado, como lo hubiese pensado Benjamin, para hacer que la dialéctica del continuum de la historia se interrumpa e interrumpa la lógica cruel del Estado desde la temporalidad en permanente resistencia de la comuna. El salto de tigre, además, emplea el comparativo entre La Comuna de París y Tenochtitlan; salto que sin duda desestabiliza cualquier sentido historiográfico, incluyendo, probablemente, el de Adolfo Gilly, uno de los autores más referidos, como ya he mencionado, y admirados por Bosteels. ¿Pero por qué La comuna mexicana da este salto de tigre? A primera vista es obvio. La comuna o, en su plural, las comunas, son el freno a las crueldades del Estado capitalista. Por eso, las comunas que han tomado lugar y las que podrían volver a hacerlo, no constituyen una historia del fracaso o de las melancolías de la izquierda. En el “salto de tigre” de la investigación de Bosteels, no hay izquierda melancólica. Por el contrario, el salto al pasado es para constatar que la comuna supone un, por decirlo así, “performativo” en el interior de la historia de la resistencia. Esta hipótesis, sin embargo, podría quedar demasiado dialectizada en lo que la historia misma del performativo de la resistencia confirma; a saber, la resistencia que la lógica modernizante del capital requiere para afirmar la producción de sus instituciones de la crueldad. Quizá por lo mismo, Bosteels prefiere no problematizar la otra comuna como aspiración a la realización de esta en el Estado, revelando, así, la fragilidad de la experiencia comunera.

En una bella referencia a Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes, el propio Bosteels explica la fragilidad de las experiencias comuneras cuando nos dice: “Don Quijote, por ejemplo, usa la palabra de ‘comunidades’ en el sentido de ‘rebeliones’ en los consejos que le da a Sancho Panza” (17). Así, la comunidad es lo que se rebela, lo que resiste, e, incluso, se podría decir lo que está condenado a la supervivencia de la resistencia, del motín, de la sublevación.  La mención al Quijote no es casual. Las referencias a esta obra de la literatura hispana hechas por el Subcomandante Marcos son conocidas. Pero Bosteels no lee el Quijote para elaborar una estrategia del lenguaje literario de la guerra insurgente, sino para encontrar en aquel tiempo de crisis de las novelas de caballería el contenido mismo de lo que sería la esencia de la comuna, y de la imaginación de las comunas que vendrán, a saber; la resistencia.  Ahora bien, para dar densidad al salto de tigre y a la comparación que permite desplazar La Comuna de París como una hermenéutica centrada en el paradigma europeo, La comuna mexicana hunde su investigación sobre la resistencia y la potencia de lo común en el calpulli.

En el libro de Alonso de Zorita Breve y sumaria relación de los señores de la Nueva España, Bosteels formula las preguntas que lo van a conducir a relecturas descolonizadoras de libros provenientes de la tradición del marxismo. Resistencia comunera y descolonización del imaginario moderno aparecen como la huella desde la que Bosteels hará de la otra comuna el lugar de reunión y afirmación de las resistencias comuneras.

¿no podríamos atrevernos a seguir el ejemplo de Zorita, pero leyéndolo a contrapelo, para pensar en la gente del calpulli como “el común” e incluso —cosa que el oidor de la Nueva España obviamente no hace— para pensar el calpulli como “comuna”, del mismo modo en que los especialistas de la lengua nahua en el siglo xx decidieron hablar de “casa común” o “casas comunales” para designar el calpulco como lugar donde se juntaba la gente de los barrios o vecindades en la antigua Tenochtitlan? (16)

Bosteels se atreve a seguir a Zorita porque hay en el calpulli el verosímil de lo que me atrevería a llamar un magonismo comunero y agraristas. En otras palabras, para dejar que la voz del calpulli se exprese, Bosteels debe conceder todo a la lógica de la resistencia comunera y nada a la del Estado y sus instituciones modernas. El calpulli es el modo en que el “comunismo invariante” encuentra un verosímil histórico latinoamericano y que permite descentrar la preeminencia del Estado y de paradigmas externos a la historicidad de las rebeliones contra el Estado. La comuna mexicana tiene la virtud de desplegar una historia latinoamericana de los invariantes comunistas que, sin duda, Bosteels extrae de una cierta fidelidad teórica con Alain Badiou. Por eso, el calpulli es la hipótesis de una “subjetividad rebelde” que funciona como invariante comunista. Es la subjetividad rebelde la que conecta la lógica comunera del calpulli con el conjunto de luchas sociales, con la potencia del común, en un tiempo de larga duración.  Esta subjetividad es la de los hermanos Flores Magón, que no solo promovieron ligas agraristas, sino también la más vehemente resistencia a los procesos de modernización del Estado porfirista.

Pero es también la subjetividad de los zapatistas y de los militantes del Partido de los Pobres fundado por Lucio Cabañas, de la Colonia proletaria Rubén Jaramillo y la de Cherán en el estado de Michoacán. En este sentido, el calpulli es una especie de aquí y ahora, es decir, es el modo por que la contención a la modernización proviene del magma de una temporalidad que es compuesta por la hipótesis del comunismo invariante. Esto es lo que hace que La comuna mexicana sea un libro que se distancia de la historia convencional e, incluso, lo que explica que Bosteels, sin duda, critique a un historiador que admira. Admiración por La revolución interrumpida que Adolfo Gilly escribió en la cárcel de Lecumberri, cárcel que, siguiendo a Susana Draper, Bosteels la reconoce como “un laboratorio autogestionario” donde Gilly, Revueltas, entre otros, produjeron una experiencia teórica y de pensamiento sin precedentes. Toda La comuna mexicana podría ser leída a través del modo en que Bosteels polemiza con Gilly: “Adolfo Gilly, el que famosamente bautizará ‘Comuna de Morelos’ al experimento de reforma agraria y autogobierno comunal liderado en 1914-1915 por Zapata y su secretario de Agricultura, Manuel Palafox. Pero Gilly, por su parte, no habla en términos de la tradición del calpulli, ni menciona tampoco la función de calpulec o calpuleque conferida en 1909 a Zapata” (46).

            Pero La revolución interrumpida no escribirá una historia desde el calpulli como forma de comunidad y subjetividad rebelde, ajena a la máquina moderna de matar. Entonces, el pecado hermenéutico de Gilly consiste en que el olvido de la tradición del calpulli tiene efectos en la contención teórica de la historia del modo de producción capitalista. Gilly no habría logrado descolonizarse lo suficiente como para ver en el calpulli lo que Bosteels si ve. Y lo que ve es una lógica de contención y resistencia anticolonial que halla su fundamento en la organización de lo agrario y de los mundos de vida rurales, anteriores a la modernización del capitalismo. 

La pregunta, sin embargo, que emana de esta lectura es si la resistencia de lo común o de la comunalidad basada en experiencias agraristas tiene la potencia de contener y destruir la forma mercancía y el dinero como equivalente general. La forma dinero, que domina todo el proyecto de la modernidad y que actualmente articula una economía-mundo, puede co-existir en el tiempo de larga duración de las subjetividades rebeldes. De hecho, la forma dinero puede imponer su dominio global sin el Estado e, incluso, es hoy imaginable que la utopía de Robert Owen, bellamente narrada por Bosteels, se materialice como parte de una pluralidad de comunas que produce en la inmanencia del capitalismo transnacional. Así, la reflexión del calpulli que hay en el libro de Bosteels desestabiliza la hipótesis de continuidad histórica y también las formas en que el Estado trasforma la comunidad —tal como lo señala el Marx de Los Grundrisser— en comunidad del dinero. La comuna mexicana insistirá que no toda comunidad es comunidad del dinero. De manera que la comunalidad de los mundos de vida rurales parece ser el radical opuesto a la universalidad del equivalente general. Este radical es lo que parece sugerir el libro de Bosteels. ¿Pero puede la otra comuna realmente oponerse a la universalidad del dinero?

Esta pregunta no solo abre un polemos en la lectura y re-interpretación de la obra de Gilly para quien la historia precisa del Estado y sus instituciones hasta el punto en que podemos imaginar que la revolución interrumpida es la revolución de las instituciones democráticas de la modernidad. Sin duda, el Estado en el que está pensando Gilly no es el Estado cruel o canalla. De hecho, en su libro El cardenismo una utopía mexicana (2013) —libro que a Bosteels le interesa por la caracterización que hace Gilly del profesor normalista de las escuelas rurales como un intelectual orgánico que proviene del campesinado— es un libro en que el legado del Estado social de Lázaro Cárdenas (1938) se opone a las crueldades del Estado canalla. Para Gilly el legado de Cárdenas y su utopía estaban fundadas en el principio moderno de la soberanía. No es muy difícil imaginar que lo que Gilly está pensando es en la nación como lugar de lo universal. Esto explicaría la importancia de la nacionalización del petróleo y la importancia de la educación para Cárdenas. Si Bosteels está pensando en la otra comuna como desarme del binarismo en el que subyace la relación capital trabajo, Gilly piensa que este desarme ocurriría a través de la soberanía que puso en marcha el gobierno del General Cárdenas. Esto sin duda nos abre la pregunta por la recomposición de las golpeadas soberanías nacionales que hoy hayan una posibilidad en los progresismo latinoamericanos. Pregunta que, por supuesto, dejo abierta. 

Por otro lado, La comuna mexicana abre los textos de Marx donde la historia no está cifrada por la preminencia de la contradicción lineal y formulaica del desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción. Así el libro dialoga con los textos menos leídos de Marx y, a su vez, menos coludidos con la filosofía del progreso. Textos como “Cuaderno Kovalesky”, “El porvenir de la comuna rural rusa”, la celebre “carta de Vera Zasulich a Karl Marx”, “Los apuntes etnológicos”, entre otros, forman una línea de escape en el que La comuna mexicana halla la intensidad de un verosímil utópico, pero inmanente al capitalismo contemporáneo. Estos textos, en medio de uno de los laboratorios más exitosos de experiencia política, fueron compilados por la edición de la Vicepresidencia de Bolivia bajo el título La comuna ancestral. En el espíritu te estos textos habría que leer La comuna mexicana, libro que a través de los ojos de Bosteels se abre a la posibilidad de seguir pensando e imaginado las otras comunas con los ojos del ajolote que habitó y sigue habitando, aunque con dificultades, la supervivencia de la forma del calpulli, la supervivencia de la subjetividad rebelde. ¿Pero es esto suficiente? La Comuna mexicana no es un libro al que de manera fácil podamos atribuirle un romanticismo político que se dialectizaría en la falsa oposición entre las otras comunas y el Estado. Por lo mismo, dejemos que el libro se abra a la potencia de su polemos, agitando las banderas de la comuna que vendrá.

 

[1] Este texto es la presentación que leí en el lanzamiento del libro La comuna mexicana (2021) de Bruno Bosteels. Agradezco la invitación de Dante Ariel Aragón del Departamento de Filosofía de la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México. He modificado algunos párrafos para la versión escrita.

El motín // Comité invisible

Se nos protege todo el año de mil amenazas que nos rodean — los terroristas, los alborotadores endocrinos, los migrantes, el fascismo, el desempleo. Así se perpetúa la imperturbable rutina diaria de la normalidad capitalista: sobre el fondo de mil complots no realizados, de cien catástrofes repelidas. Ante la ansiedad lívida que intentan, día tras día, inocularnos, con el impacto de patrullas de militares armados, de breaking news y de anuncios gubernamentales, es crucial reconocer en el motín la virtud paradójica de que nos libera de todo esto. Esto es lo que no pueden comprender los aficionados de esas procesiones fúnebres llamadas «manifestaciones», todos aquellos que saborean en un trago el placer amargo de ser siempre derrotados, todos aquellos que arrojan un flatulento «Si no ¡todo esto va a reventar!» antes de entrar tranquilamente en el autobús. En el enfrentamiento callejero, el enemigo tiene un rostro definido, ya sea vestido de civil o con una armadura. Tiene métodos ampliamente conocidos. Tiene un nombre y una función. Es, además, un «funcionario», como lo declara sobriamente. También el amigo tiene gestos, movimientos y una apariencia reconocibles. En el motín se da una incandescencia de la presencia con respecto a sí y a los otros, una fraternidad lúcida que la República es completamente incapaz de suscitar. El motín organizado es capaz de producir lo que esta sociedad no tiene aptitud de engendrar: vínculos, vivos e irreversibles. Quienes se detienen en las imágenes de violencia pierden de vista lo que se juega en el hecho de tomar juntos el riesgo de romper, de grafitear, de enfrentar a los policías. Nadie sale nunca indemne de su primer motín. Es esta positividad del motín la que el espectador prefiere no ver, y que en el fondo lo atemoriza bastante más que los destrozos, las cargas y las contracargas. En el motín, hay producción y afirmación de amistades, configuración franca del mundo, posibilidades nítidas de actuar, medios al alcance de la mano. La situación tiene una forma y uno puede moverse en ella. Los riesgos están definidos, a diferencia de todos esos «riesgos» nebulosos que los gobernantes disfrutan haciendo volar por encima de nuestras existencias. El motín es deseable como momento de verdad. Es suspensión momentánea de la confusión: en el gas, las cosas están curiosamente claras y lo real es al fin legible. Difícil, entonces, no ver quién es quién. Hablando de la jornada insurreccional del 15 de julio de 1927 en Viena, en el curso de la cual los proletarios quemaron el palacio de justicia, Elias Canetti decía: «Es lo más cercano a una revolución que haya vivido. Cientos de páginas no bastarían para describir todo lo que vi». De ella sacó la inspiración para su obra maestra Masa y poder. El motín es formador por cuanto hace ver.

Meschonnic, el aguafiestas // Perla Sneh

Pisoteo la sintaxis porque debe ser pisoteada. Es uva. Ustedes entienden.
Henri Meschonnic

Acaso porque no oculta sus rechazos, suele decirse –con mal disimulada exasperación– que Henri Meschonnic es agresivo, que es polémico. Pero quien se aventure a su obra, verá que agresivo es solo una argucia seudomoral para arremeter contra su resistencia al consenso de los mercados culturales. Y que polémica es una noción que precisa definirse con rigor, cosa que Meschonnic no rehúsa hacer, diferenciándola de crítica, que es aquello que él hace y promueve.

Crítica y polémica coinciden en que no hay acuerdo, pero difieren en sus estrategias, en sus epistemologías y, sobre todo, en su ética y su política. Tachar de polémica una reflexión crítica es reducirla a mera táctica de dominación, porque la polémica es, precisamente, una guerra para tener razón, para dominar de un modo u otro: en su ámbito todo es “opinión”, abonada ésta por el poder –mediático, académico, económico u otro– de turno, siempre necesitado de estereotipos. La polémica es la táctica inmediata de quienes se ponen del lado del poder: presupone autoridad para hablar o callar, es decir, de hacer como que no hay qué discutir.

La crítica, en cambio, en términos de Meschonnic, se aleja de la metáfora médica común que sugeriría un supuesto estado de no-crisis. Así la crítica –más cerca del juego etimológico que le es propio: de krinein, juzgar– remite al juicio, tanto en el sentido kantiano –búsqueda de los fundamentos– como en el sentido de la escuela de Frankfurt: situar las cosas con relación a un conjunto, situar lo regional en relación a una teoría de la sociedad. Se trata, entonces, de la búsqueda del funcionamiento de las estrategias, no de la lucha por la dominación: buscar la razón de algo no es lo mismo que tener razón. Es, ante todo, el ejercicio de un punto de vista. Es el esfuerzo por no perder de vista el reconocimiento de la historicidad y de la especificidad de un sujeto. En este sentido, la crítica es neutra –es decir, libre– en relación al poder.

Nada fácil, se ve, en el reino de la “opinión”. De allí que la voz fuerte, a veces destemplada, de Meschonnic es la de quien grita para defenderse: un “esfuerzo por respirar, por llegar a fundar algo que está amenazado”. En todo caso, Meschonnic es “polémico” en tanto trabaja su historicidad, es decir, en la medida que no renuncia a la crítica, con lo que la imputación de polemista deviene profundamente cómica. Como si fuera polémico buscar de dónde viene uno, dónde estamos, quién nos guía.

En el lenguaje es siempre la guerra, suele decir Meschonnic pensando en Mandelstam, que dice lo mismo de la poesía, pero guerra de lenguajes no equivale a guerra de lenguas. Los problemas de lenguaje son siempre políticos, aunque hoy se tienda a simplificar las relaciones entre lenguaje y política, tomándolos directamente. No hay solo problemas de lengua dominante o dominada, sujetos de las relaciones de dominación social, política o económica, el modo en que estas relaciones se producen en el interior de una misma lengua. Cierto: todo eso es importante; sin embargo, no es suficiente, porque carecemos de una teoría política de las relaciones entre el lenguaje y el individuo, lo social, el Estado, una política histórica del lenguaje, con lo que supondría de práctica de enseñanza hacia lo que podemos llamar una democracia crítica.

En esa escena, el ámbito de la teoría –es decir, de la reflexión sobre lo desconocido– será, para Meschonnic, la crítica y no la ciencia; una reflexión indisociablemente anudada a la actividad poética, en tanto las intuiciones poéticas, dice, buscan su lógica; infinita, como el lenguaje: he ahí una declaración intolerable en el reino de las hiperespecializaciones. A diferencia de las disciplinas académicas, compartimentadas –para quienes la política se ocupa del combate entre fuerza y derecho, la ética se ocupa del bien y el mal y nada de esto tiene que ver con la literatura–, el pensamiento del poema, el poema del pensamiento – que mantiene el lazo interno, ¡no la yuxtaposición!, entre epistemología, ética y política– nos enseña cosas vitales en cuanto a la ética y la política. Porque el poema respira lejos de la oposición verso/prosa; vive en la pluralidad interna de los ritmos, cuya regulación métrica no es más que un momento que esconde todo lo que hay de prosa en los versos y de métricas en la prosa. El verdadero problema poético será, para Meschonnic, el de un ritmo sujeto.

Por eso, para pensar el lenguaje hay que pensar el poema, que no es sino la transformación de una forma de vida por una forma de lenguaje y la transformación de una forma de lenguaje por una forma de vida. El poema rompe el signo, rompe los consensos que se toman por verdades, es un terrorista del signo. Por supuesto, eso no es nuevo, lo nuevo es reconocerlo. Lo nuevo es descubrir la fuerza de lo ínfimo, de aquello que, insabido, precipita el inicio de un poema. Y el poema es invención de sujeto. De allí que, en el orden de la práctica del lenguaje, la poesía siempre es crítica: pone en carne viva los conflictos, es la gran crítica de las ciencias humanas. Y nunca será destructiva, siempre es constructiva, constructora de sujetos. En todo caso, la poética será retórica en un sentido estrictamente aristotélico: una manera de actuar. Esa poética, que en términos aristotélicos es retórica, es lo que Meschonnic llama una teoría del lenguaje.

A diferencia del ralo bienpensar que nos inunda, Meschonnic no desconoce que los rechazos existen y –lejos de invocar una desleída bonhomía– no rehúsa admitir los propios. No hay invención de pensamiento sin rechazos o, al menos, cierta imposibilidad de darse por satisfecho con poco. Ese rechazo, esa imposibilidad de avenirse a, son la fuente misma de la actitud crítica. Porque, sin llegar a coincidir con el fascismo de la lengua (Barthes), Meschonnic sostiene que siempre hay coacción en el lenguaje. No se trata de extremar el carácter agonístico hasta una especie de contrario del irenismo, sino de admitir que el lenguaje es el lugar de los conflictos, donde algunas estrategias –como la polémica– enmascaran esto deliberadamente. Por eso Meschonnic argumenta, cita, analiza, combate y debate. Contra el mantenimiento del orden de la mediocridad reinante. En este sentido, podemos decir que Meschonnic –que no le teme a la palabra “enemigo” puesto que también sirve para pensar– es philologos, en el sentido griego, socrático, del término: un porfiado, un cuestionador, un aguafiestas.

Como tal, no se priva de cuestionar –aguar– las fiestas filosóficas. No por algún encono especial con la filosofía (en la que sospecha una teoría del lenguaje reprimida) salvo –y en esto no hay tu tía– cuando pretende apropiarse del poema. Para Meschonnic ciertas frases son imperdonables: “un poema es un filosofema”. Las aguas adversas también arrasan con el ser heideggeriano, que Meschonnic contrapone al je de Benveniste. De Hegel se queda con una cosa: la prosa del mundo, el combate indefinido de los contrarios, el desorden opuesto al “buen infinito”. Por supuesto, hay razones, argumentos, matices. Y no se puede, admite, destruir las nociones como quien se saca de encima a un fantasma; pero se puede –dice, en un giro quizás inadvertidamente freudiano– desplazar los acentos. A eso llama estrategias del discurso, que no son sino estrategias del sujeto.

Lector atento de la Biblia –el Tanaj–, Meschonnic* no se halla en el verbo ser, abono de una tradición centrada en el borramiento de un lugar vacío: seré que seré. Ese futuro alrededor de un vacío es muy otra cosa que el presente occidental y cristiano del indicativo –soy el que soy– piedra de toque de la esencialización que domina nuestro pensamiento. Subvirtiendo la noción de una humanidad abstracta de la que se desprenden, como fragmentos, uno a uno todos los hombres, la vida, dice Mechonnic apelando al hebreo, son los vivos: hay jaím – vida– como manifestación plural de jai, el que está vivo. Porque un fragmento de humanidad no es un sujeto.

El recurso al hebreo –o mejor: al poema bíblico que hace al hebreo– no es, como muchos le reprochan, arcaísmo o fundamentalismo; tampoco es casualidad ni mera adherencia a la tribu. El texto bíblico es lo que se llama Mikrá (o Miqrá), que significa “aquello que es leído” [likr’ó: leer] pero también entraña un llamado [kri’á]. Desde una perspectiva judía, no hay “Biblia” –los libros– sino Mikrá: llamado a la lectura. Ya el nombre mismo cifra una particular relación entre escritura y lectura en todo diversa de la que reina en las lenguas occidentales, que hablan de la(s) Escritura(s), Santas o no. Esa Scriptura supone un campo radicalmente diferente del hebraico, porque alimenta la oposición entre escritura y lectura, entre el acto y la palabra, oposición que bien puede ser cifra de las dificultades para pensar la especificidad de la escritura en el actual pantano de nuestra cultura, embebida del dualismo del signo. Mikrá, en cambio, es, etimológica y funcionalmente, lectura, mas no como opuesto a la escritura sino en tanto supone una asamblea en la que esos textos se leen en voz alta. Mikrá –que es, al mismo tiempo, cuerpo, voz, escucha, palabra, presencia– conjuga indisociablemente oralidad y colectividad. El texto es, así, por su organización rítmica, por su exigencia de voz, por su manera de hacer sentido, literatura oral, lo que no solo sortea el corte occidental entre autor y lector sino que, necesariamente, implica colectividad. Subrayemos: no un colectivo con jefe –Mandelstam lo dice claramente: eso es colectivismo– sino colectividad.

Señalar esto no obedece a un mero afán arqueológico, es una estrategia que puede servirnos ante la actual crisis de la escritura y de la cultura, de allí la vigencia del texto bíblico como ámbito de pensamiento. Para avanzar en ello será necesario –Meschonnic nos lleva de la mano en esto– establecer la diferencia entre lo divino, lo religioso y lo sagrado.

Lo sagrado supone una actitud fusional entre lo humano, lo animal y lo cósmico. Lo divino, en cambio, es el principio de vida que se cumple en todas las criaturas vivas. Y lo religioso es la organización de la vida social en función del calendario de fiestas y las proscripciones y prescripciones rituales.

Lo religioso se reapropia de lo sagrado y lo divino aunque, paradójicamente, nada se opone más a lo divino que lo religioso. Así, leído religiosamente, el texto, objeto de la veneración máxima, se ve debilitado en tanto la verdad teológica actúa como el signo. La fusión de lo divino y lo religioso es lo que llamamos lo teológico-político.

Pero no se trata de ateísmo, problema que Meschonnic ni se plantea. En cambio traduce la Mikrá para recuperar la poética de lo divino que pone en movimiento el texto. El combate del poema y el ritmo plantea el mismo problema que el del recubrimiento de lo sagrado por lo religioso. Meschonnic combate lo religioso, esa catástrofe ocurrida a lo divino. Meschonnic combate las idolatrías del lenguaje, combate a los idóletras. Hay una aventura común en su traducir el texto bíblico y lo que aprende de sus poemas.

Y así como el poema en el reino del signo, lo judío es, en lo social y en la historia, el punto más vulnerable, el más amenazado, porque denuncia la unidad signo-dios-razón. De allí la necesidad de volver incesantemente a los textos bíblicos, ya que la actividad a la que Meschonnic llama poema desborda en esos textos lo sagrado. Esa actividad muestra una antropología del lenguaje radicalmente histórico, incluso cuando habla de lo divino, en tanto se despliega como una oralidad-colectividad. Volver a los textos bíblicos, traducirlos –como hace Meschonnic– es producir nuestra historicidad, contra la oposición occidental verso/prosa para, situar el sentido en el ritmo. Traducirlos es una manera de salir de lo escrito desoralizado. Meschonnic, contra lo fusional, apuesta a lo divino, a un misterio que “engendra lenguaje, no visiones sagradas”. Quizás es a eso a lo que llama “infinito” cuando dice: “Vamos, mientras tengamos nuestro infinito hay esperanza y no estamos solos”.

Inquieta un poco advertir las resonancias de todo esto en los actuales debates argentinos. Poner estos textos en el pensamiento argentino, en el cotidiano penar por lo que nos pasa, es algo más que engrosar algún hipotético anaquel académico, es un acto político. Más de un opinólogo, perdido en sus jergas, haría bien en leerlos. En este sentido, esta lectura, esta traducción de Hugo Savino, esta reescritura que hace de Meschonnic en nuestros discursos es una respuesta. Al modo de Claudel: “responder los salmos”, sin “a”. Al modo en que Meschonnic “traduce Spinoza”, sin “a”, empleando la palabra no como complemento de objeto sino como adverbio: a la manera de, continuando, Savino responde Meschonnic asumiendo en ese lance su propia escritura. Su traducción es un manifiesto. Como si dijéramos: un manifiesto de lectura. Manifiesto es la expresión de una urgencia y la reescritura de Meschonnic entre nosotros es una urgencia. Entraña un riesgo, sí, pero si no lo hubiera no sería un manifiesto. También un poema es un riesgo. Pensar es un riesgo, pero un riesgo ineludible en la Argentina de hoy donde es preciso pensar qué hace que un pensamiento sea un pensamiento. Debemos pensar la relación entre una teoría del lenguaje y una teoría de la historia. Plantear los problemas de lenguaje en el plano político equivale a plantear esa correlación.

Este pensamiento implica una relación interna entre la poética y lo político donde interviene, necesariamente, la ética. Es lo que en algún momento se llamó “compromiso intelectual”. Aquí lo reiteramos pero solo a condición de pronunciar “compromiso” sin ese matiz de elegido por los dioses filosóficos que suele otorgársele e “intelectual” con su valor intrínseco de “oponente” con que el término nació en los días del caso Dreyfus. Zola, Peguy, Hugo, dice Meschonnic, eran la mala con- ciencia de su tiempo. En cambio, muchos de quienes hoy pasan por intelectuales son una especie de buena conciencia de lo cotidiano. Pero se trata de aquello que ya dice Nietszche: una oposición al tiempo que nos toca vivir, un pensar contra.

No faltará entre nosotros quien crea que Meschonnic, porque lee la Biblia, es un gil. No es a él a quien hablamos. O, mejor dicho, sí; también a él le hablamos; con la esperanza de que algún día responda estos versos: las palabras me envejecen o me hacen brotar / me mezclan con otras / y liman nuestras soledades / hasta reunirnos. No por creer en algún supuesto progreso espontáneo, sino porque el tiempo a veces hace su trabajo. Sin duda, hay que seguir buscando y, mientras, reírse y tapar esa risa con la mano. “Amigo”, dice Meschonnic, es aquel que está del mismo lado de la vida, del mismo lado del lenguaje que nosotros. No es una mala manera de pensar a quién le hablamos.

 

Perla Sneh, Buenos Aires, 8 de marzo de 2014.

De: Henri Meschonnic. Conversaciones / Edición a cargo de Hugo Savino, Prólogo de Perla Sneh

* Meschonnic no se detiene en por qué debiera hablarse de “Tanaj” y no de “Biblia”, término que proviene de una expresión griega de los tiempos de la Septuaginta, ta bibliá, los libros. De hecho, no hay “Biblia” –ni en el sentido de “Antiguo” o “Nuevo” ni en el sentido de “Testamento”– en el ámbito hebraico. Tanaj (Tanakh) es el conjunto de textos cuyo nombre es acrónimo de Torá (que designa estrictamente los cinco primeros libros, el así llamado Pentateuco), Nevi’im (Profetas), K(h)tuvim (Escritos): T(a)N(a)Kh. Quizás Meschonnic no lo menciona explícitamente porque lo da por dicho; quizás se cansó de hablarle a los sordos; quizás dice simplemente “Biblia” para ahorrar tiempo: la tarea es enorme y debe seguir adelante

 

Fuente: CUARTA PROSA

Cuidar la potencia // Comité Invisible

La tradición revolucionaria está afectada por el voluntarismo como por una tara congénita. Vivir orientado hacia el mañana, marchar hacia la victoria, es una de las extrañas maneras de aguantar un presente del que no se puede disimular su horror. El cinismo es la otra opción, la peor, la más banal. Una fuerza revolucionaria de este tiempo velará en cambio por el incremento paciente de su potencia. Habiendo sido esta cuestión reprimida durante mucho tiempo bajo el anticuado tema de la toma del poder, nos encontramos relativamente desprovistos cuando tratamos de abordarla. Nunca faltan los burócratas para saber exactamente lo que esperan hacer con la potencia de nuestros movimientos, es decir, cómo pretenden convertirlos en un medio, un medio para sus fines. Pero de la potencia en cuanto tal no tenemos costumbre de ocuparnos. Sentimos confusamente que existe, percibimos sus fluctuaciones, pero la tratamos con la misma desenvoltura que reservamos a todo lo que atañe a lo «existencial».

 

Un cierto analfabetismo en la materia no es extraño a la textura deteriorada de los medios radicales: cada pequeña empresa grupuscular cree neciamente, comprometida como está en una patética lucha por minúsculas partes del mercado político, que saldrá reforzada por haber debilitado a sus rivales, calumniándolos. Es un error: se gana en potencia combatiendo a un enemigo, no rebajándolo. El antropófago mismo vale más que todo esto: si se come a su enemigo es por- que le estima lo bastante como para querer nutrirse con su fuerza.

 

A falta de poder sacar partido de la tradición revolucionaria en este tema, podemos remitirnos a la mitología comparada. Sabemos que Dumézil, en su estudio de las mitologías indoeuropeas, alcanza su famosa tripartición: «Más allá de los sacerdotes, los guerreros y los productores, se articulan las “funciones” jerarquizadas de soberanía mágica y jurídica, de fuerza física y principalmente guerrera, y de abundancia tranquila y fecunda». Dejemos de lado la jerarquía entre las «funciones» y hablemos más bien de dimensiones. Nosotros diremos esto: toda potencia tiene tres dimensiones, el espíritu, la fuerza y la riqueza. Es una condición para el crecimiento de la potencia mantener las tres dimensiones juntas.

 

En cuanto potencia histórica, un movimiento revolucionario es el despliegue de una expresión espiritual (bajo una forma teórica, literaria, artística o metafísica), de una capacidad guerrera (orientada hacia el ataque o la autodefensa) y de una abundancia de medios materiales y de lugares. Estas tres dimensiones se han compuesto de manera diversa en el tiempo y en el espacio, dando nacimiento a formas, sueños, fuerzas e historias siempre singulares. Pero, cada vez que una de estas dimensiones ha perdido el contacto con las otras para autonomizarse, el movimiento ha degenerado. Así, ha de- generado en vanguardia armada, en secta de teóricos o en empresa alternativa. Las Brigadas Rojas, los situacionistas y las discotecas (perdón, los «centros sociales») de los Desobedientes son las fórmulas típicas del fracaso en materia de revolución.

 

Velar por el propio incremento de potencia exige a toda fuerza revolucionaria el progreso simultáneo en cada uno de estos planos. Quedarse trabado en el plano ofensivo significa finalmente carecer de ideas lúcidas y volver insípida la abundancia de medios. Dejar de moverse teóricamente es tener la seguridad de verse tomado por sorpresa por los movimientos del capital y perder la capacidad de pensar la vida en nuestros espacios. Renunciar a construir mundos con nuestras manos es condenarse a una existencia de espectro.

 

«¿Qué es la felicidad? El sentimiento de que la potencia crece; de que un obstáculo está a punto de ser superado», escribía un amigo.

 

Devenir revolucionario es asignarse una felicidad difícil, pero inmediata.

 
 

Reponer el futuro como respuesta al colapso // Alejo di Risio Olivera

¿Alguien no está re en una? Con los horizontes desdibujados, buscando sobrevivir a corto plazo, intentando que la normalidad no nos lleve al colapso. La percepción social de que nadie terminó de salir de la pandemia ¿es secuela del covid o es resignación ante una realidad que parece no tener salida? Como si ya de antes la esperanza no escaseara, la pandemia dejó impregnado otro síntoma, uno que las vacunas no pudieron prevenir, que la medicina no pudo suavizar: el futuro está cada vez más lejos. Durante las cuarentenas era complicado proyectar a corto plazo, imposible a mediano y directamente inutil a largo. Si el músculo que nos permite futurizar ya venía flojito de papeles, el virus lo ha dejado totalmente atrofiado. 

 

La experiencia de estos dos años todavía está sin entenderse, sin acabar. La pandemia nos sumergió en la noción de que los formatos sociales apocalípticos no son inminentes, sino actuales. El miedo al contagio, a la enfermedad, la distancia social, todavía son marcas que atraviesan los cuerpos. Y ahora que todo simula volver a la normalidad, el contraste lo evidencia. Nos atraviesa una ineludible anhedonia, una recurrente falta de ganas de volver a intentarlo, de no saber hacia dónde ir. Abandonar las viejas formas implica tener que construir nuevas, pero pocas épocas tan hostiles para eso como hoy. A la freelanceada ni cabida y toca doblar la muleada ante la caída de las brújulas morales de antaño.

 

¿Si no qué queda? ¿Volver a la normalidad es volver a la normatividad? ¿A la resignación? Al vivir el colapso como un espectáculo inamovible e inevitable, tan grande en su magnitud, tan abstracto en sus razones, nos aliena de todo tipo de cambio posible. Por más narrativas de colapso o de apocalípsis, todo seguirá de una manera u otra. Y la pérdida de los equilibrios no es sólo algo que le pasa al clima global o a los ecosistemas locales. Ese peso que deja todo al borde de resquebrajarse se siente en el entramado social, en las grupalidades, en los vínculos, en nosotrxs. Nos recluimos cada vez más, sin necesidad de cuarentenas y ASPOs que lo recomienden. 

 

Ante el advenimiento del apocalipsis, nuestra percepción sobre el tiempo finito se achata, se acorta. Nos deja tan apurados por vivir que nos quedamos sin tiempo. Aparecen las manijeadas para evitar el camino hacia la depresión y nos replegamos en nosotrxs mismxs: en los escapes, en los deseos, en el disfrute, en los cuerpos a nuestro paso. En las ficciones, en la música, en la joda, en el desborde, en todos esos espacios etéreos que nos permiten habitar la incertidumbre, que no todo está definido. Surge la capacidad de atravesar el mundo con un hedonismo sin cuidados que destruye todo a su paso; que lastima sin buscarlo, pero sin darle entidad al dolor que puede provocar. Que en nombre del deseo propio rompe afectividades y entramados comunitarios sin medir ni dimensionar las consecuencias. Cada uno arma su propio ranchito y se refugia en su deseo, innegable estrategia de supervivencia ante la falta de esperanza. Antes de sufrir como nunca, gozamos al máximo por última vez. 

 

Dice Horacio Machado Araoz que tal vez una de las mayores estupideces de la Modernidad es el proyecto del hombre como individuo. Que niega no solamente su eco-dependencia en términos de bienes comunes, de los cuales depende para la vida y el bienestar, sino que también niega su interdependencia. Que piensa a la sociedad como un instrumento o herramienta que solamente sirve para facilitarnos la vida y que cobra noción sobre la imposibilidad de pensarse por fuera de una sociedad. El deseo se formatea entonces como la última forma de bienestar posible ante el naufragio de cualquier esperanza.

 

Sin prospectiva de mejores épocas por venir, el formato de deseo que surge en este contexto es el deseo más cercano, más mediatizado. “Esa fantasía de poder vivir eternamente ensimismada en los propios deseos no es más que un sueño neoliberal sin realidad alguna: estamos y vivimos en red” dice Brigitte Vasallo. Un egoísmo consumista que extrae placeres, emociones y experiencias de los cuerpos que deja a su paso. Que deshecha cadáveres emocionales a su paso, y tiene la habilidad de cambiar de color las banderas para encontrar disfraces dentro las estructuras progres. Si quemamos los puentes de la esperanza, el archipiélago de afectividades se convierte en islas en guerra, en vez de flotar sobre una marea de cuidados mutuos. 

 

¿Ese regreso a la normalidad viene seguro loco? Porque por acá sólo parece que a unas cuantas generaciones les inunda más la sensación de que todo sólo puede empeorar, acoplada al desborde hedonista como el mejor lugar para habitar mientras el sueldito lo permita, será el mejor desborde antes de que todo se vuelva inhabitable. La lenta cancelación del futuro deja al presente como la mejor etapa del resto de nuestras vidas, El ocio y el goce como únicos lugares para habitar. Cómo habitar el placer y el éxtasis de la ranchada, pero también habitar el bienestar de lunes a viernes de 9 a 17. Insertar dentro del automatismo cotidiano nuestras ganas de vivir, de pensar en lo que viene, de cambiarlo todo, de cambiarnos todxs. Nuestras ganas, las tuyas, las mías, las de lxs dos. 

 

Los animales salvajes en las ciudades, el silencio, la restauración de los ecosistemas ¿dónde quedaron? No cancelar la experiencia de la pandemia, sino cosechar los frutos de sus revelaciones. Cuando nos refugiamos en escribir y cocinar, el pan y la poesía, como hábitos que podían desestabilizar al colapso alrededor. Entrenar la esperanza por elección, más allá de esperar la victoria. Mi respuesta personal está en la esperanza. En militar un volantazo posible en nuestra aventura por la tierra, para horizontes más justos y liberados. 

 

Volver siempre a nuestras viejas utopías, tan rotas y resquebrajadas por nuestra capacidad de enterarnos de todo. Derruidas y abandonadas por el espectáculo del colapso que nos ofrecen las plataformas digitales y la ventana al caos que la indignación colectiva no para de abrir y viralizar. Sin congelarlas en sus futuros, ni idolatrarlas en sus altares, pero mantendiéndolas cerca para que compongan esa constelación narrativa que nos vuelve a orientar en la noche. Dice Ezequiel Gatto sobre la inventiva posutópica: “Figurar y refigurar y desfigurar una y otra vez porque, en definitiva, no es una cierta imagen de mundo lo que buscamos sino un principio de acción en él que, no obstante, requiere de imágenes.” Ante eventos tan inmanejables como los que estamos expuestos, nuestro músculo de imaginación debe estar cada vez más fuerte, y con más capacidad de exceder por fuera de nuestra pequeña isla. Revertir el achicamiento de los sueños y de los devenires que imaginamos, para recrear los panteones de futuro que necesitamos.

 

Precisamos entrenar nuestras subjetividades, sin ser giles, manteniéndonos pillxs. Porque la extrema derecha también desea, también tiene esperanza, y no anda con vergüenza ni desazón. Prefiero que banquemos la parada donde haga falta; con cariño, garra y sensibilidad. Sin llevarnos puestos a lxs compas para saltar cuando aparece el gil que viene a bardear. Codo a codo, cerca, y pegaditxs para cuidar que no se nos zarpen, que no nos lleven puestxs. Que no nos aniquilen ni la esperanza ni el presente por descuidar el plantarse como forma de habitar espacios, de defenderlos, de cuidarlos. 

 

Por eso, una de las cuestiones más fundamentales es cómo reformatear el deseo, cómo resignificarlo, cómo volver a ajustarlo por fuera del deseo neoliberal y consumista. Cómo el deseo puede volver a formar parte de los proyectos e imágenes de futuro que queremos seguir construyendo para poder hacer frente al espectáculo colapsista. La necesidad de habitar y fundar un deseo que no se manifieste alineado y subyugado a la lógica neoliberal, sino que esté directamente creado para las dinámicas del cuidado y la regeneración afectiva. Que el deseo en la masificación de los nuevos formatos de amores no esté basada en la ausencia de cuidados, para que los nuevos amores sean siempre libres, nunca libertarios. Dice también Vasallo que en el intento de desmontar lo que hoy llamamos monogamia se crean “monogamias seriadas con aires de poliamor que dejan tras de sí incluso más cadáveres emocionales que la infidelidad tradicional”. Si los cuidados reales y las sensibilidades no se ponen más al palo terminamos más progres, pero peor que antes. Policornudos antes que comunitarios. Activar donde se pueda, compartir lo que haya, cuidarnos entre todxs. Volver a focalizar y al hacer cosas ahí donde encontremos las hendijas por las cuales puede asomarse el futuro. La filosofía de las abuelas: ejercer el cariño cotidiano como forma de cuidados, en las cosas básicas, allí donde llega la injerencia y capacidad de cada unx. Enfrentar la violencia para prolongar las potencias que se vislumbraron en el momento de la pandemia donde todo podía cambiar. El cambio raramente llega cuando lo consideramos necesario, pero a veces ni llega.

 

El tiempo como nuestro principal amigo y enemigo. Nuestro gran aliado y nuestro mayor desafío. Si nos dijeron que podíamos cambiarlo todo y todavía estamos duelando esa mentira ¿podemos al menos cambiarnos a nosotrxs? ¿cuánto se puede cambiar cada unx? No creo que se pueda dejar de intentar. Que cada vez sean más, múltiples y posibles nuestros sueños, que le puedan hacer frente a la distopía colapsista hacia la cual la anhedonia nos va a llevar si nos quedamos inmovilizados ante el espectáculo del derrumbe. Recuperar el volante, esgrimir las ganas de cuidar nuestras redes cercanas, de acercarlas, de agitarlas. Dimensionar nuestra potencia puede ser un ejercicio que multiplique las ramificaciones esperanzadoras. Las personales, las colectivas, las barriales. Recorrer los ámbitos, sentires, sentidos y personas que pueden reforestar nuestros sueños; restaurar colectivamente la esperanza y, así liberar el potencial del futuro.

Ordenar sin autoridad* // Pablo Hupert


Decían los autonomistas italianos de los años ’70 que no se puede hacer la crítica de la economía política del capital sin hacer una crítica del mando.[1] En esta reunión pensaremos los supuestos de que el mando viene de arriba, de que viene de una cabeza y de que viene de una autoridad.

Para eso pasaremos por algunas nociones. La de crisis del Estado-nación, la de segunda fluidez, la de hipótesis cibernética. Estas nociones nos permitirán bosquejar un ordenar lo social sin autoridad.

 

Nuestro punto de partida es la crisis del Estado-Nación, la crisis del Uno, la crisis del Todo que formaba el Estado-nación. Vimos la crisis de lo que muestra esta diapositiva:

Hoy vamos a hablar de la posibilidad de organizar algo de lo social sin refundar el Uno, sin refundar el Todo. Esto es muy importante porque el pensamiento sociológico clásico siempre pensó lo social como la sociedad, es decir como una. Ahora podemos hablar de un social que no necesariamente hace sociedad, en el sentido de hacer uno de lo social.

 

Vamos a decir así: lo social es una arcilla que va a ser modelada por instituciones, por regulaciones, por hábitos o por eventos más bien acontecimentales. Entonces vimos una configuración posible de esa arcilla en la configuración nacional estatal, otra configuración posible de esa arcilla es eso que llamo orden sin autoridad; otra configuración posible de lo social es lo que desarrollaremos en otro lado que sería la autorización ignorante,[2] o el nosotros lewkowicziano; otra configuración posible de lo social sería la familia; el enjambre es otra bien contemporánea,[3] etc.

Se viene hablando todo el tiempo de una crisis de autoridad, pero esta crisis de autoridad no es una crisis que tenga solución –al menos así es como la ve este historiador. Los historiadores sabemos que los fenómenos sociales no se pueden repetir, no se pueden restaurar una vez que entran en crisis; entonces, como sigue habiendo social y sigue habiendo relacionamiento, aparecen dos respuestas posibles al problema del vivir juntes: Una respuesta es el orden sin autoridad, que es la respuesta policíaca[4] que vamos a ver hoy, y otra respuesta es la respuesta ético-política, que es la terceridad inmanente y que veremos la próxima. Son dos formas distintas de hacer con el vivir juntxs, o dos formas distintas de hacer con lo social.

Quiero mostrarles en un esquema cronológico cómo ubico el orden sin autoridad:

 

Solidez

Fluidez 1

Fluidez 2

Estado-nación

Estado Técnico-Administrativo

Estado posnacional

Capitalismo industrial

Capitalismo financiero

Capitalismo financiero /

Capitalismo de plataformas

Siglos XIX-XX

1975-2000

Siglo XXI

Institución

Destitución-Galpón

Astitución

Autoridad clásica

Puro cuerpo a cuerpo

Orden sin autoridad

 

Volvamos a esta idea lewkowicziana de los tiempos de Estado-nación como los tiempos de solidez. Vimos textos como el de la escuela-galpón[5] y el hospital-galpón,[6] donde había una primera fluidez. Allí, en vez de Estado-nación hay Estado técnico-administrativo, un Estado que se limita a recaudar impuestos, pagar sueldos, meter a la gente en cana, sostener una policía en el sentido restringido del término, sostener tribunales, etc., pero no regula lo social. El Estado-nación duró entre los siglos XIX y XX; la primera fluidez empezó a mediados de la década de los 70, cuando empieza la égida del capital financiero, más o menos hasta los 2000. Después de eso viene lo que llamo Estado posnacional, otros lo llaman de otras maneras, pero ya es un Estado que no es el técnico-administrativo, que ofrece algunos sentidos, y sin embargo no hace un Uno, no hace un Todo, pues no puede poner el suelo de lo social, y entonces genera conexiones ad hoc. Si leyeron el texto “Contactos sin vínculo”,[7] ahí se ve toda una forma en que los vínculos y las relaciones se pueden dar sin que haya un suelo estatal, pero como se dan sin que haya un suelo estatal son relaciones precarias, son conexiones ad hoc. Sigo con el esquema. El de la segunda fluidez sigue siendo un capitalismo financiero, pero a diferencia del capitalismo de los 90, donde la producción declinaba, ahora, a partir del 2000, el capital financiero se combina con formas productivas, aparecen el consenso de las commodities y después lo que hoy llaman el capitalismo de plataformas, que ya es más reciente, pero lo importante es que se hacen compatibles finanzas y producción. Paso a la anteúltima fila del esquema. Ignacio Lewkowicz, cuando nos muestra la escuela galpón nos muestra una desconfiguracion de lo social que se da vis-a-vis ese declive de la economía productiva. En el siglo XXI estamos viendo que lo social se configura de alguna manera, una manera que no restaura la manera estatal nacional. Una forma de pensar las configuraciones es con la anteúltima línea de la tabla, que dice que en solidez hay institución, en la primera fluidez hay destitución-galpón, y en la segunda fluidez hay astitución (“astitución” es un neologismo para hablar de unas instituciones que son fluidas).[8]

Un ejemplo concreto de astitución son algunas instituciones judías, que, como la gente no va a visitarlas e integrarse en ellas, hacen ferias y actividades en las plazas. Por ahí alguno de ustedes en Buenos Aires vio que en un momento se hacía un “rosh hashana urbano”, año nuevo judío en una plaza, y la gente podía ir y recorrer distintos stands donde había distintas actividades y cosas para comprar: en uno había remeras, en otro había libros, en otro había una conferencia, en otro había actividades plásticas, y ahí se generaban recorridos que no eran instituidos sino contingentes, recorridos más mercantiles; creo que una institución que se hace feria es una buena imagen de la astitución.

Volviendo al cuadrito de las tres etapas. La última línea muestra tres etapas relativas a la autoridad. Esta se configuraba como autoridad clásica en el siglo XX: autoridad legítima e instituida en un lugar de tercero trascendente que reparte reconocimientos y desconocimientos a los subalternos (sean niños en una familia o soldados en un ejército o ciudadanos en un país). En la primera fluidez, fines del siglo XX, la capacidad de la supuesta autoridad estatal se ve, dice Ignacio Lewkowicz, destituida,[9] y aparecía, decía él, “el puro cuerpo a cuerpo” del “mercado radicalizado”, donde se imponía el más fuerte y no el simbólicamente instituido; esto instalaba la incertidumbre en el núcleo de la subjetividad pues no podía prever por dónde vendrían los límites. En la segunda fluidez, en cambio, si bien no se restaura el lugar de Tercero trascendente, se van dando modalidades dispersas y heterogéneas de ordenamiento. Si bien la incertidumbre no desaparece (pues son tiempos de precariedad), hay ordenamientos metaestables y formas de gestionar su reproducción, sea con la actividad artesanal de la gestión ad hoc, sea con la actividad automática del mercado, sea con la actividad cibernética de los algoritmos (de la que hablaremos en unos momentos).

Aclaración importante. En este cuadrito, las etapas son por supuesto esquemáticas, pues en realidad las etapas se dan siempre más mezcladas. Sin embargo, para aportar alguna claridad, lo dividimos en tres cualidades (esas tres cualidades o modalidades de lo social pueden coexistir, pero una, la dominante, condiciona al resto).

El cuadrito está aún más simplificado en la línea de abajo donde hay una serie de correspondencias:

 

Estado-nación

Capitalismo industrial

Precede

Inscribe

Instituye

Solidez

Autoridad

Estado posnacional

Capitalismo financiero

Procede

Precariza

Fluidifica

Fluidez

Orden sin autoridad

 

Todos los términos que tenemos arriba de la línea son de tiempos sólidos, podríamos decir tiempos con autoridad clásica, esa cuyos lugares tenían una jerarquía reconocida a priori, y todos los términos que tenemos en la parte de abajo de las correspondencias son fluidos. Las autoridades de hecho existentes tendrán que mandar y autorizar de maneras que no serán eficaces si no reconocen las nuevas condiciones, las condiciones precarias de la segunda fluidez. Como no pueden funcionar como funcionaba la autoridad clásica, deben operar en un orden sin autoridad.[10]

 

Ahora quiero hablarles de la hipótesis cibernética tal como la presenta Tiqqun, pues nos permite pensar esa eficacia de las astituciones y el Estado posnacional, así como nos permite pensar la posibilidad de ordenar lo social sin autoridad.

La hipótesis cibernética es una policía inmanente, una policía que puede ordenar lo social sin recurrir a trascendencias. Decíamos en la primera clase que estamos en tiempos de ruinas de las trascendencias. Entonces lo importante del orden sin autoridad es eso: es un ordenamiento de lo social que puede darse sin trascendencias.

 

La hipótesis cibernética es un libro de un colectivo francés que se llamaba Tiqqun. Plantean primero la idea de hipótesis, y dicen que la hipótesis cibernética se instala cuando entra en crisis la hipótesis liberal. La hipótesis liberal es un poco lo que vimos en Hobbes, pero también es lo que se puede pensar de Adam Smith. Un buen resumen del libro de la hipótesis cibernética en un texto de Amador Fernandez-Savater.[11] Él dice que la hipótesis liberal supone que el hombre se guía por la razón y el interés. Eso permite pensar racionalmente al hombre y pensar al hombre como ser racional. Después, cuando viene la Primera Guerra Mundial y la crisis de los años 30 entra en crisis la idea de que el hombre es un ser racional. Entonces la hipótesis liberal, que fue productiva durante mucho tiempo, productiva en el sentido de que produjo sociedad, de que produjo configuraciones (y produjo la configuración “la sociedad”), va siendo abandonada en nombre de la hipótesis cibernética. Pero antes de meternos en la hipótesis cibernética quiero decir que la idea de hipótesis que usa Tiqqun es una idea donde la hipótesis no es ajena al objeto de estudio, es una hipótesis que no habla del objeto de estudio limitándose a describirlo, sino que lo produce al describirlo. Los contractualistas del siglo XVIII, al hablar de contrato social, producen la idea de contrato social como fundación jurídica de la sociedad y producen la sociedad como fundada por un contrato. Por su lado, los liberales, al decir que los actores económicos se guían por el interés y la razón también producen sociedad, también producen hombres que se guían por el interés y la razón.

La hipótesis cibernética tiene otro punto de partida. Se lo considera como fundador de la cibernética a Norbert Wiener. Le van a pedir a Wiener en la Segunda Guerra Mundial que piense una forma de que los cañones puedan derribar aviones. Estados Unidos tenía miedo de una invasión aérea en sus tierras y el problema era cómo apuntar a los aviones y dar en el blanco. Ya no estamos en la situación de que hay un blanco fijo con un cañón que más o menos puedo mover, y solo tengo que calcular la distancia. Ahora tengo que calcular dónde va a estar un blanco móvil. Entonces el problema que tiene Wiener es ir acomodando los cañones a los aviones. Él se pone a comparar, no con las máquinas, sino con los seres vivos; él piensa a los seres vivos como un sistema donde el cerebro no comanda desde afuera, sino que está dentro de un sistema que recoge información tanto como ordena acción. El cerebro va chequeando información continuamente, y va corrigiendo también continuamente las órdenes de acción. A los aviones los veo venir en una trayectoria, y según la trayectoria que traen puedo predecir dónde van a estar en el próximo segundo, en t+1 se dice, (t+1 es la siguiente unidad de tiempo); según la predicción hecha por el sistema, éste acomoda los cañones. En t+1 los aviones probablemente se desvíen de la predicción del sistema; entonces éste debe volver a predecir y volver a chequear y volver a acomodar los cañones, y así sucesivamente. El sistema no se piensa como un sistema con un equilibrio inicial que se autorreproduce sino que se piensa como un sistema que está en constante cambio y que constantemente debe reequilibrarse, ¿y cómo se reequilibra? Captando información nueva y analizándola.

Por eso el ejemplo de los seres vivos: imagínense que un ser vivo va caminando por la selva y tiene que chequear constantemente las ondulaciones o los accidentes del terreno y acomodar sus patas para traccionar adaptándose a esos accidentes; de esta manera, el problema de la cibernética es el problema del “equilibraje”; no hay un punto de equilibrio definido y dado de una vez y para siempre, como había en lo que Morin llama el paradigma de la simplicidad (hegemónico en la ciencia del siglo XIX), sino que hay un trabajo de “equilibraje”. Los cañones tienen que ir moviéndose permanentemente; hay que combinar radares y cañones en un mismo sistema.

Se trata de incorporar la contingencia al sistema. Entonces no estamos hablando de un orden al estilo de un contrato social dado de una vez y para siempre, que se pone y se deja y después solo hay que administrarlo; estamos hablando de un orden donde hay continuos cambios y hay que captarlos para acomodar las cosas. Y más: el que capta y reacomoda o reequilibra no es un Tercero trascendente, sino que está, como el cerebro del animal, en la inmanencia del sistema. Después veremos que tampoco eso lo hace un solo cerebro.

Pero antes leamos algo que dice Tiqqun para que se ponga más claro:

“En 1953, Karl Deutsch, recomienda abandonar las viejas concepciones soberanistas del poder que desde mucho tiempo atrás han sido la esencia de la política… Gobernar equivaldrá a inventar una coordinación racional de los flujos de informaciones y decisiones que circulan en el cuerpo social.

“Tres condiciones asegurarán esto, dice: instalar un conjunto de captores para no perder ninguna información procedente de los “sujetos”; tratar las informaciones mediante correlación y asociación; situarse a proximidad de cada comunidad viviente. La modernización cibernética del poder y de las formas caducas de autoridad social se anuncia por tanto como producción visible de la “mano invisible” de Adam Smith.

“El sistema de comunicación resultará el sistema nervioso de las sociedades, la fuente y el destino de todo poder. La hipótesis cibernética enuncia, de este modo, ni más ni menos, la política del “fin de la política”. Representa un paradigma y una técnica de gobierno a la vez. Su estudio muestra que la policía no es solamente un órgano del poder sino también una forma del pensamiento…

“La cibernética es el pensamiento policial del Imperio, animada por completo, histórica y metafísicamente, por una concepción ofensiva de la política. En la actualidad acaba por integrar las técnicas de individuación —o de separación— y de totalización que se habían desarrollado separadamente: de normalización, “la anatomo-política”, y de regulación, la “bio-política”, por decirlo como Foucault.”

La última línea es para foucaulteanos, pero lo que importa es que ahora “gobernar equivaldrá a inventar una coordinación racional de los flujos de informaciones.” En el cuerpo social circulan informaciones: un kioskero le pone precio a una golosina, una fábrica de autos decide fabricar tal cantidad de autos, una concesionaria de autos vende algunos, una directora de escuela contrata una maestra, o alguien hace una llamada telefónica. Hay un montón de informaciones que se pueden captar como flujos y se pueden gobernar. Ni hablar del tránsito. Waze todo el tiempo está recabando información de la misma gente que está manejando para dársela a la gente que está manejando; ahí tenemos un ejemplo de circularidad muy claro. Waze o Google Maps usan la información de los autos para dársela a les conductores, si ven que los autos andan muy despacio en cierta calle dice que hay demasiado tráfico y la cuadra esa se pinta de rojo o de naranja según la intensidad del tránsito, y en las siguientes recomendaciones de rutas enviará a les conductores por calles menos congestionadas. La cosa es que se puede gobernar lo social captando las informaciones que lo social produce. En esta circularidad, el “cerebro” o los “cerebros” que analizan esas informaciones no están en un nivel trascendente, sino en la inmanencia de las relaciones y las acciones sociales, como lo están los celulares. Un sociólogo que se dedica a estos temas, Martin Hilbert,[12] se ríe y dice los biólogos antes nos decían a los cientistas sociales que éramos una ciencia blanda, pero ellos no saben dónde están las ballenas; nosotros en cambio sabemos dónde está cada ser humano gracias a su celular; el celular seria un “captor de información” como los que dice Tiqqun en la cita.

Veamos la siguiente diapositiva:

Veamos esta diapositiva que esquematiza las dos policías, la liberal y la cibernética. El gobierno lo pensábamos antes como una instancia separada y superior, y única. Ahí arriba, en palabras de Hobbes, el supremo; en palabras de Freud, el superyó; en palabras de los historiadores, el Estado o la institución; o el sujeto, si nos poníamos epistemológicos, o también el tercero de manera más general. Y abajo estaban los ciudadanos, o el yo, o las partes, o la vida, o el objeto del sujeto. En cambio en el sistema cibernético no hay alguien arriba; hay alguien al mismo nivel de lo que se quiere gobernar: el celular y el yo; el software y el humano; el placer y el yo; el fitness y el yo; el dispositivo de gobierno y el fragmento de lo social que sea.

El fitness es un buen ejemplo de orden sin autoridad en una dimensión en que no hace falta el celular necesariamente. Del fitness habla la filósofa argentina Flavia Costa, que muestra que cada unx de nosotrxs se vigila a sí mismx para estar en un buen estado de salud, pero ya no se dice “salud”, como prescripción médica, sino “vida saludable», como movilización de deseo. Leo a Flavia Costa:

“[Prolifera] la frase: “Belleza es salud”. El mensaje supondría, en principio, que todo cuidado estético debe estar supeditado a la búsqueda de la buena salud. No obstante, el efecto de solapamiento y des-diferenciación entre belleza y salud pretende transferir el prestigio y la obligatoriedad propia del ámbito de lo saludable a la necesidad de preservar y cultivar la (hasta hace poco vana) belleza, que así se constituye más en un deber, y una llave de ascenso social y económico, y no solo para las mujeres. Que la belleza sea salud significa, en más de un sentido, que la exigencia de cuidado de sí comienza a incluir aspectos tenidos hasta ahora por superficiales o frívolos: desde la dentadura hasta los problemas posturales, pasando por las arrugas, las manchas en la piel o la caída del pelo. Y esto es así, también, en la medida en que cada vez más se le pide a la apariencia…, a lo externo del cuerpo que actúe empujando o facilitando el desarrollo interno, como sucede en los discursos y las prácticas asociadas al fitness, no en tanto disciplina física, sino como el conjunto de prácticas y aprestamientos corporales relativos a la apariencia.

“Aquello que tradicionalmente se consideraba secundario en el desarrollo de una identidad personal adquiere hoy un nuevo e inusitado peso cuando se propone que una intervención quirúrgica o una ejercitación continua tendrán efectos visibles y relativamente inmediatos en la complexión psíquica, mejorando la autoestima, disminuyendo el estrés y calmando la ansiedad e, incluso, la depresión.»[13]

Cada unx va mirándose al espejo o mirándose en ese otro espejo que es su instagram y va captando información y se gobierna para entrar en esta idea de vida saludable que nos propone el fitness. Costa está proponiendo que lo bello se confunde con lo saludable, que la idea de belleza se confunde con la de salud, y que cada unx se autoexamina a sí mismx. Ya no es el médico el que examina, es unx mismx el que se fija, por ejemplo, si tiene la piel hidratada. Estamos hablando de formas individuales de autovigilancia.

Estamos hablando de una policía de la salud que no es médica ni está centralizada en el hospital. Estamos tratando de ver un funcionamiento cibernético de cada unx consigx mismo, sin necesidad de esas minicomputadoras que son los celulares. Hay campañas publicitarias, no campañas hospitalarias.

Hablo del fitness para mostrar y poder pensar la descentralización de la autoridad. Cuando entra en crisis el Estado-nación, y cuando se agota la capacidad del Estado-nación para unificar lo social, no es reemplazado por otra instancia de gobierno que sea única y unificadora. Cuando no es reemplazada por otra instancia de gobierno centralizada y centralizadora, empiezan a haber múltiples dispositivos de gobierno. En este sentido, más que de administración estatal se habla de gobernanza, que incluye organismos públicos y privados, así como del tercer sector como también organismos supranacionales. El Estado sigue siendo un dispositivo de gobierno, pero también son dispositivos de gobierno Google o Facebook. Y también lo es el fitness. Y también lo pueden ser los medios de comunicación, o una tecnología de software como Blockchain, que puede controlar que no se adulteren documentos públicos. Vamos a ver entonces un video sobre los medios de comunicación de una película mexicana, La Dictadura Perfecta. Pero antes quiero dejar una idea clara que es la de que una vez que no hay un dispositivo central y centralizador para ordenar lo social, empieza a haber una multiplicidad de dispositivos que no tienen la forma de la hipótesis liberal sino la forma de la hipótesis cibernética, es decir, en vez de gobernar desde arriba y desde afuera de manera lineal, reprimiendo lo que se sale de la norma, gobiernan de manera circular, reequilibrando permanentemente el sistema gracias a las informaciones que consiguen. El equilibraje es un gobierno fluido para un social fluido. Entonces, por ejemplo, el marketing: todo el tiempo vemos que cuando buscamos pasajes a Mar del Plata después en el mail te aparecen propagandas de hoteles de esa ciudad, o de mallas. También, daba un ejemplo este sociólogo Hilbert, si pasás frente a un negocio de corbatas todos los días cuando te bajas del subte, probablemente ese negocio pueda aprovechar esa información para ofrecerte corbatas. Esto quiere decir que las estrategias de gobierno se acomodan a la posición de lxs gobernadxs para gobernarles mejor. Y todo el tiempo las estrategias de gobierno tienen que ver con tomar información de los movimientos de los gobernados.

Foucault introdujo una idea que es la que permite pensar todo esto como gobierno: el control de las poblaciones por regulación ambiental. Que uno vaya por determinado camino y no por otro, cuando se dirige hacia un lugar, es control poblacional; cuando los gustos son orientados de determinada manera, es control poblacional; cuando muchos van al gimnasio a verse más sanos y más bellos, es control poblacional, y así sucesivamente. Pero el problema de este gobierno de la gobernanza no es que nos dan una orden, el problema es que no nos singularizamos. Esta policía lo que hace no es fijarte a un lugar, sino actuar como diciendo “contame todo lo que hacés que yo voy a predecir qué te gusta”. Porque Google no es solo la publicidad que te mete: cuando hacés una búsqueda ya te dice qué buscar antes de que sepas qué buscar; cuando vas escribiendo, te va tirando las búsquedas preexistentes.

(Hay una objeción que me plantean siempre: “hay personas detrás” de los programas que te limitan las opciones o te conducen a ciertas acciones. Las hay, pero eso no las convierte en autoridad, pues ni nosotrxs respondemos a la orden expresa de un rostro que se muestra –como lo hacía la autoridad clásica– ni esas personas formulan órdenes concretas.)

Claro que hay líneas de fuga de la gobernanza, como la autorización ignorante; vamos a desarrollarlo en otra parte. Pero las líneas de fuga pueden disolverse y no llegar a construir territorios. La cosa sería poder territorializar las líneas de fuga, y no que el algoritmo las reterritorialice. Pero esta, la de los algoritmos, es una reterritorialización que no es una fijación, es una reterritorialización que es un condicionamiento del movimiento, una neutralización de la singularización generando movimientos encauzados.

 

Vamos a ver dos videos para ver formas de gobierno descentralizadas. Pero también para que nuestra imaginería del poder tenga imágenes de orden sin autoridad.

Video 1: resumen de La Dictadura Perfecta (click para ver).

Video 2: resumen de Black Mirror: El hombre contra el fuego (click para ver).

En La Dictadura Perfecta, se ve cómo la TV puede orientar a qué le presta atención la población sin decirle expresamente qué pensar o qué sentir. La película comienza mostrando una conversación del presidente mexicano con el embajador norteamericano, donde dice y repite una frase triplemente incómoda: “dígale al presidente Obama que deje entrar a los mexicanos, que haremos trabajos que ni los negros quieren hacer.” El hashtag “#yanilosnegros” se convierte en tendencia en las redes y el papelón llega a la primera plana de los diarios. Aquí se plantea la cuestión que trata la película: ¿cómo resolver el bochorno? No con argumentos, no con prohibiciones ni recomendaciones, sino poniendo una noticia más llamativa en la tapa de los diarios y en el horario central televisivo. Un envío de muchos billetes al principal canal televisivo del país arreglará el problemita. La noticia que desplazará del prime time el desliz presidencial será la revelación de un alevoso acto de corrupción de un gobernador, que recibió un maletín lleno de dinero. Entonces será ahora el gobernador el que necesitará desplazar su bochorno de las primeras planas. El gobernador vuela a la capital a entregar un dineral al mismo canal televisivo que lo hiciera caer en desgracia. El canal y él producirán la noticia que pueda hacer subir su popularidad. En el estado del gobernador secuestran a dos hermanas de una inocente familia de clase media, y el gobernador protagonizará la búsqueda de las niñas. Como el drama de esa familia se convierte en un asunto nacional y no solo estadual, el gobernador se transforma en un candidato posible para la presidencia.

En seguida vienen frases como “el verdadero poder está en los medios y no en los cargos” o “la TV es la que gobierna”. Ambas frases pueden ser ciertas, pero no deben oscurecer la cuestión que estamos queriendo mostrar: que se puede ordenar lo social sin órdenes expresas emanadas de una persona con legitimidad para ordenar; esto es, se puede ordenar lo social sin autoridad. Pues la TV quizás gobierne las emociones y las atenciones que presta la población, pero no lo hace con órdenes expresas ni implícitas, vertidas desde una cumbre hacia una base, sino tocando los resortes sensibles que ya están en esa base (en este sentido, actúa de manera cibernética, pues capta la información que el tejido social y emite lo que captará su interés).

Paso al segundo video. En “El hombre contra el fuego”, episodio de Black Mirror, vemos un soldado que tiene, como sus compañeres, la misión de matar unos seres muy desagradables llamados “cucarachas”. Cuando un soldado mata cucarachas tiene premio: sueña lindo esa noche, de manera que se siente estimulado a seguir matándolas. Ese lindo soñar se consigue gracias al chip que les implantan a los soldados. Ahora bien, el chip del soldado Stripe, el protagonista de este episodio, comienza a fallar y de repente ve que lo que sus compañeres y superiores llaman cucarachas son en realidad seres humanxs, y comienza a salvarles la vida, escondiéndolos del resto de lxs soldadxs. La escena siguiente muestra a Stripe en una habitación con un psiquiatra. El psiquiatra le explica que si el chip no hiciera ver a los marginales como desagradables cucarachas, los soldados no los matarían, o no siempre al menos. Stripe quiere renunciar a ser soldado y a seguir matando humanos. El psiquiatra le explica “firmaste un contrato por el cual aceptaste que te implantáramos el chip”, pero “al firmar aceptaste olvidar que firmaste un contrato, y por eso no lo recordás”. Así las cosas, el psiquiatra le da a Stripe dos opciones: una, aceptás que te reseteemos el chip y borramos tus recuerdos de los últimos días, “incluida esta conversación”; otra, es la cárcel, cosa que Stripe parece dispuesto a aceptar. Entonces el psiquiatra aprieta un botón y hace que Stripe vea de nuevo las atrocidades que les hizo a esxs humanxs creyendo que eran cucarachas, y le dice: “si no renovás el contrato, te haremos ver esto en un loop infinito”. Stripe se pone a llorar, y accede a renovar el contrato. En fin, el ejército (que, por otra parte, no es estatal sino una empresa privada con su logo y sus publicidades callejeras) logra lo que el soldado haga lo que el ejército quiere. Pero no lo logra con órdenes expresas sino con el manejo de las sensaciones que experimenta el sujeto.

 

-Bueno, vimos dos videos. Vamos a dividirnos en grupos, y tenemos que responder una pregunta muy sencilla: ¿cómo se logra el orden en cada video, en cada historia?

Pongamos en común las ideas.

Ivana:-Nosotros veíamos que en los dos hay cierta violencia para imponer el orden. En el segundo veíamos más coacción, discutimos un poco eso, si en el primero también había coacción o si era más persuasión.

Aparecieron dos palabras muy importantes en la definición de autoridad, una es coacción, y otra es persuasión. Arendt dice que lo que define a la autoridad es que no es ni una coacción física ni una persuasión argumentativa. En la relación de autoridad clásica ambos polos son “hombres” libres. Entonces el polo subalterno obedece porque reconoce la legitimidad de lo que dice la autoridad, pero si la autoridad tiene que argumentar, ahí ya no hay autoridad. Si la autoridad tiene que pegar, tampoco hay autoridad. Hay autoridad cuando la palabra alcanza para conminar al subalternx.

Gimena: -Pero acá no hay autoridad en ninguno de los dos videos. Porque, en el primer video, justamente, recurren a un método más persuasivo, más de manipulación de la opinión, más de generar narrativas. Y en el segundo la coacción es la creación del soldado perfecto, tuvieron que recurrir a maniobras porque no había ninguna autoridad que dijera: esto es así, hay que salir a matar a las cucarachas. Nadie lo haría voluntariamente.

Florencia:-Y porque no hay un vínculo de confianza, no hay algo que inspire cierta admiración o respeto que dé legitimidad, que comparta la cosmovisión. Hay como una imposición pero no hay un ejercicio de autoridad legítima y legitimada.

Anotemos esta precisión de Florencia: las conductas logran ser orientadas pero no por identificación de ese que es orientadx con un referente vital.

Alejandra:-¿No son sistemas policíacos de control?

Sí, los dos. Esa palabra, control, no había aparecido todavía. Deleuze tiene un artículo que escribe a principios de los 90, “Posdata a las sociedades de control”, que dice que Foucault hablaba de sociedades disciplinarias y que ahora estábamos pasando a las sociedades de control, donde los dispositivos de poder ya no son dispositivos de encierro sino dispositivos de control a cielo abierto. Y tanto en un video como en otro estamos viendo dispositivos de control a cielo abierto: no son la clásica escuela, la clásica prisión o la clásica fábrica, ni el clásico cuartel, que son dispositivos de encierro. Estamos con los medios de comunicación, el fitness, o el chip de Black Mirror que controlan a cielo abierto. Lo que podemos agregar, como posdata a la “Posdata…”, es que el control a cielo abierto, a diferencia de la disciplina en dispositivos de encierro, puede prescindir de la autoridad.

Florencia:-Otra cuestión quiero señalar. Me parece que en La Dictadura Perfecta no hay una línea divisoria de lo que está bien y lo que está mal; todos pueden ser buenos, todos pueden ser malos. En el segundo video hay una cosa más lineal: de este lado estamos los buenos, y de este lado los malos. En ese sentido me parece que la televisión tiene una gran capacidad de acomodarse que no se ve en el asunto de los chips.

El tema es cómo se consigue orden en un caso y en el otro. La televisión consigue orden a través del manejo de las emociones, mientras que ese ejército consigue orden a través del manejo de los sentidos. Me parece que es más primario cómo consigue orden el ejército de este episodio de Black Mirror.

La pregunta que quería estimular con estos videos era justamente esa: ¿cómo procede el orden sin autoridad?, ¿cómo ordena? En ninguno de los dos hay una autoridad legítima, en ninguno de los dos hay una convicción de las conciencias, como hacía la escuela nacional que formaba ciudadanos conscientes de la historia nacional. Entonces parece que es así, con el recurso a cosas más primarias que la conciencia, que se puede gobernar sin autoridad.

Florencia: -Y claro, porque lo demás implica una construcción respecto del semejante, de la alteridad, de la empatía, del respeto del otro (no respeto como una gran palabra, simplemente que el otro es un otro). Todas estas cosas en estos dos videos no aparecen.

Muy importante esto que señala Flor. Me parece que los dispositivos de encierro tenían más necesidad de construir al semejante que los dispositivos a cielo abierto. Dos estudiantes o dos obreros o dos presos o dos soldados eran pares respecto de la autoridad; dos televidentes o dos internautas no son instituidos como pares.

Victoria: -Otra cuestión. Mi hija empezó el colegio hace poco y con mi marido nos llamaba la atención cómo para todos los padres, ante cualquier cosa, todo es cuestionable; es como cansador también, más allá de lo bueno, obvio. Todo el tiempo hay un ejercicio del por qué.

No están vigentes ni siquiera los pactos tácitos con la autoridad. No es solamente que no están vigentes los pactos explícitos; no están los pactos tácitos de que a la directora se la escucha, el turno que te dan lo tomás, el medicamento que te recetan también lo tomás.

Victoria: -Te vas a buscar en google, y a tu vecina y a la de las flores de Bach.

Alejandra: -Esa desconfirmación constante es agotadora. También nos pasa a veces a nosotros como analistas, desde la mirada de los pacientes, casi como que no hay otro para pactar. Y yo pensaba por otro lado, que algo del disciplinamiento todavía en algunas instituciones está vigente, hay lugares donde hay preguntas que no se pueden hacer, situaciones que no se pueden pensar, ¿no? O sea que conviven también de algún modo.

Florencia: -Para mí esa es la característica de la posmodernidad, la coexistencia. Una complejidad brutal.

Estamos con el paradigma de la complejidad. El programa de la materia hace una simplificación didáctica: antes orden con autoridad, ahora orden sin autoridad; antes capitalismo industrial, ahora capitalismo financiero. Pero la realidad es que los períodos históricos se interpenetran, las fronteras no son tan claras como una línea en un mapa. Hay una cosa fundamental del orden contemporáneo que es que, como acaban de decir, combina diferentes tecnologías de gobierno; en una institución puede haber disciplinamiento tradicional, político digamos, o de proceso secundario en el sentido freudiano, y en otra puede haber mercantilización de los servicios, y en otro lado hay medios de comunicación y en otro lado hay dominio a través de lo sentido, o proceso primario digamos. Un ejemplo de esto. Contaba un licenciado en marketing cómo hacían los cines para vender pochoclo: tiraban olor a pochoclo en la sala de espera; es mucho más eficaz que haya olor a pochoclo que decirte “compre pochoclo»: entra sin pasar por la mediación del yo.

Sigamos con la idea de la complejidad: me parece que la hipótesis cibernética no desplazó del todo a la hipótesis liberal, ahí también hay una complejidad y una interpenetración de épocas. Y tampoco podría afirmar que todo el orden contemporáneo se reduce solamente a esas dos cosas: hipótesis cibernética e hipótesis liberal, quizá haya otras hipótesis en funcionamiento. De todas formas, aunque hablemos de una diversidad de tecnologías de gobierno, las condiciones en las que operan todas esas tecnologías son condiciones distintas a las del siglo XIX y XX, son condiciones del capitalismo financiero o capitalismo fluido, condiciones en que no hay un suelo paninstitucional o meta-institucional. Entonces podemos asegurar que ninguna de las hipótesis ordenancistas o policíacas puede tomar hegemonía por sobre el resto, pues estamos en un mundo que no puede hacer de lo social un Uno. Las naciones no se van a restaurar.

 

¿Cómo la ven? ¿Funciona la idea de orden sin autoridad? Es una hipótesis que apareció cuando me entregaron la materia para dictarla y no es un sistema teórico consolidado. La idea de orden sin autoridad es una idea que hay que ir bosquejando, para la que hay que ir juntando ejemplos, hay que irla pensando y contrastándola con todas las objeciones que van surgiendo. Entonces quizás por momentos la idea de orden sin autoridad no aparece absolutamente ordenada porque yo no soy una autoridad en la materia.

Corina: -Pero el concepto de orden sin autoridad, ¿tiene que ver con la posibilidad de pensar el pasaje de la autoridad a la autorización?, ¿y de la precariedad del tercero a la existencia del nosotros?

-Tanto el orden sin autoridad como la existencia del nosotros son respuestas a las ruinas de las trascendencias. Es la ruina de las trascendencias, y no el orden sin autoridad, lo que posibilita pasar de la autoridad a la autorización. Hagamos lo que hagamos, nos pongamos en ordenadores de lo social o nos pongamos en potenciadores de lo social, tenemos que operar en la inmanencia, sin poder recurrir a trascendencias. Y ahí se plantea la disyuntiva ético-política. Si nos ponemos en un camino policíaco, nos ponemos en un camino del orden sin autoridad; si nos ponemos en un camino más político, más autonomista, nos ponemos en un camino de la existencia del nosotros, de la autorización ignorante. Orden sin autoridad y autorización ignorante son las alternativas estratégicas en las mismas condiciones, las condiciones en que no hay trascendencias.

Ivana:-¿Ahí entraría la idea de legitimidad y reconocimiento como forma de que haya autoridad?

Legitimidad y reconocimiento eran elementos de la autoridad clásica.

Ivana:-¿Pero cómo se dan en una forma de autoridad contemporánea?

En el orden sin autoridad vemos cosas como lo que vimos en el episodio de Black Mirror: el soldado vuelve a prestar sus servicios de soldado porque no quiere o no puede sentir ese displacer constante, pero no porque le dé una legitimidad al psicólogo, por eso decimos que es un ordenamiento sin autoridad. Decir orden sin autoridad es decir orden sin legitimidad.

Otro ejemplo: supongamos que tuve que llevar a mi nene de 3 años a la consulta con el médico, y el chico no se queda quieto, no me deja escuchar al doctor, y lo pongo a jugar con mi celular: ahí hay orden sin autoridad, porque no le dije “callate y quedate quieto” sino que le di un estímulo. Pero también cuando en el primer año de Macri se echó a mucha gente del Estado, lo que contaban los despedidos era que no recibían un telegrama. Llegaban, tenían que pasar por el molinete del ministerio y de repente el molinete no abría, o llegaban a su computadora y no les habilitaba el paso. Eran despedidos de facto, no porque la autoridad les decía ‘estás despedido’. Alguien habló de los videos como violentos, y creo que la violencia tiene que ver con esto, con que no media la palabra.

Florencia:-Y eso tiene que ver con eso que vos decías de procesos primarios y procesos secundarios. Los primarios son los impulsos sin estar simbolizados o elaborados de alguna manera. En los chicos más o menos a los 5 años se va configurando el aparato psíquico y pueden incorporar y elaborar las normas sociales. Eso implica procesos secundarios. El proceso primario es el puro impulso.

Alejandra:- Claro, la expresión del ello. Y el proceso secundario es la expresión del yo. Implica al pensamiento que es una de las funciones del yo.

 

Buenísimo. Para ir cerrando, quiero terminar con una idea: sea cual sea la tecnología de gobierno, hoy las legitimidades no llegan a instituirse. ¿Por qué? Porque hay métodos más rápidos, más eficaces en el corto plazo de lograr ordenamiento. Entonces en vez de que un papá trabaje la palabra con el hijo, es más rápido y más automático el celular; en vez de que un gobierno espere a educar a la población en los valores nacionales, es más rápido operar con encuestas y con medios de comunicación y redes sociales…

A lo que quiero llegar es a que no hay formas de levantar legitimidades y dejarlas instituidas y no hay forma de que esas legitimidades funcionen como relaciones de autoridad, sencillamente porque no están. Entonces hay una diversidad muy grande, sí, pero lo transversal es que la crisis de autoridad se reproduce a sí misma: como no hay una legitimidad instituida, se recurre a alguna tecnología de gobernar sin autoridad, y como se recurre a alguna tecnología de gobernar sin autoridad, no se instituye una legitimidad. En esto no hay diversidad, sino que hay una condición que afecta todas las relaciones sociales. Por supuesto, vamos a encontrar instituciones donde se reconoce alguna autoridad, pero ahí tenemos que ver qué están haciendo, conscientemente o no, para que se la reconozca.

 

PS:

Quiero decir alguna cosa sobre la pregunta de Ivana que quedó ayer: por qué la autoridad tiene que ver con el lazo social o por qué la autoridad es necesaria para el lazo social. Para retomar esa cuestión, voy a mostrar de nuevo la diapositiva del primer día:

Revault decía que la autoridad estaba en el cruce de dos ejes, uno vertical, de mando, y otro horizontal, del vivir juntos. Entonces estas dos dimensiones que –plantea Revault– hay en la autoridad, nos dicen que hay un asunto que la autoridad (o más bien, su crisis) plantea, que es el del vivir juntxs. Y el problema del vivir juntxs es el problema del lazo. Si pensamos la cuestión de la autoridad no es porque nos interese el orden sino porque nos interesa el lazo.

Y no necesariamente tiene que ser un lazo armonioso, donde todxs nos llevamos bien; de pronto un tema del vivir juntos es qué hacemos con los delincuentes, y poner a un delincuente en la cárcel también es una forma de convivir con él. Como sea, así la autoridad se plantea como importante no solamente en los casos en que hay relación entre las viejas generaciones y las nuevas. También se plantea como importante en la convivencia entre pares, o entre coetáneos, mejor dicho. En la educación me parece que está claro que es necesaria la autoridad de alguna manera, sea la educación familiar o la educación escolar. Pero cuando un amigo me dice “no me hables de mi padre fallecido”, eso yo lo tomo como algo que es menos que una orden y más que una opinión, es decir, algo a lo que le reconozco una autoridad; cuando una pareja me dice ‘no dejes la pasta de dientes destapada que me molesta’, también hay ahí una cuestión de cómo tomo esas palabras, y eso hace al lazo. Pero cuando estamos en una actividad colectiva también necesitamos reconocerle autoridad a un acuerdo (por ejemplo, el acuerdo de que la asamblea general es a las 10:00 y no a las 11:00). O sea que necesitamos ciertas formas de autoridad no solo en relaciones asimétricas como la educativa sino también en relaciones entre pares.

Para Revault es muy importante la asimetría, y la autoridad tiene que ver con que los mayores reciben a los menores, y el reconocimiento que los recién llegados les dan a los más antiguos permite que se establezca una continuidad entre generaciones. Se trataría en ese caso de la asimetría de las generaciones. Pero a mí me parece que lo que necesitamos pensar, ustedes como analistas de parejas, y nosotrxs (mis amigxs y yo digamos) necesitamos pensar es la autoridad en movimientos colectivos, donde no hay necesariamente una diferencia generacional, una asimetría desde el vamos. Luego vamos a ver, con el planteo de Ariel Pennisi sobre la amistad,[14] una forma de hacer lazos sin un tercero, y quizás nos permita pensar que hay algún tipo de funcionamiento de la autoridad entre pares. Después vamos a ver funcionamientos de la autoridad sin tercero en El maestro ignorante de Ranciere, y en el planteo sobre la ética y la transmisión de Lewkowicz.[15]

 

 

* Clase del 4/3/22 en la Maestria Familia y Pareja, materia Autoridad y subjetividad.

[1] Toni Negri en Lettere da Rebibbia, 1983, citado por Tarì, Marcello, Un comunismo más fuerte que la metrópoli. La Autonomía italiana en la década de 1970, Traficantes de Sueños, Madrid, 2016 [2012], p. 44.

[2] Un avance en http://www.pablohupert.com.ar/index.php/las-madres-de-la-esperanza-y-la-autorizacion-ignorante/ y en http://www.pablohupert.com.ar/index.php/notas-sobre-la-idea-de-terceridad-inmanente/.

[3] Decíamos que lo social con Estado se convierte en “la” sociedad; Franco Berardi, en Fenomenología del fin, va a decir que lo social en nuestros tiempos se convierte en enjambre, como un enjambre de abejas o una bandada de pájaros. La idea de enjambre es una idea que se usa en varios campos, y leí en Wikipedia que se usa en el campo informático, y es una forma de pensar el movimiento o la conducta de grandes colectivos sin una orden centralizada. Lo interesante es que los informáticos hicieron simulaciones de enjambres haciendo mover unos puntos en una pantalla. Suponían que cada punto era un pájaro, y le daban a cada punto tres instrucciones, una era moverse para donde se mueva el promedio de los vecinos, otra era evitar la cercanía crítica (“repulsión de corto alcance”) y la tercera era dirigirse hacia la posición media de los vecinos (“atracción de largo alcance”). (https://es.wikipedia.org/wiki/Comportamiento_de_bandada#Reglas_del_%22flocking%22.) Se daba, así, movimientos ordenados sin un comando centralizado, y Bifo Berardi traduce esto como “colectividad sin comunidad”. Podríamos decir que son contactos sin vínculo. En estas colectividades sin comunidad no hace falta que haya una idea de Común en los integrantes para que el movimiento o la conducta sean colectivos.

Por lo que entendi de Bifo y de Wikipedia el enjambre se puede mover de un panal al otro pero no hay ahí una idea de comunidad, y en todo caso, aunque haya entendido mal lo de Bifo y de Wikipedia, en lo social no hay una idea de comunidad; como decíamos la otra vez, no tenemos una idea de humanidad con mayúscula. Cada uno hace su tarea frente a su computadora, sin necesidad de que haya una idea de comunidad para que lo social funcione de manera agregada. En cambio, en la sociología clásica, la idea de sociedad como tercero era necesaria.

[4] Usamos el término policía en el sentido que le da Rancière siguiendo a Foucault: política de la dominación. Pero veamos la propia definición de Rancière:

“Hay que reconocer dos lógicas del ser-juntos humano que en general se confunden bajo el nombre de política […] Generalmente se denomina política al conjunto de los procesos mediante los cuales se efectúan la agregación y el consentimiento de las colectividades, la organización de los poderes, la distribución de los lugares y funciones y los sistemas de legitimación de esta distribución. Propongo dar otro nombre a esta distribución y al sistema de estas legitimaciones. Propongo llamarlo policía. No hay duda de que esta designación plantea algunos problemas. La palabra policía evoca corrientemente lo que se llama la baja policía, los cachiporrazos de las fuerzas del orden y las inquisiciones de las policías secretas, pero esta identificación restrictiva puede ser tenida por contingente. Michel Foucault demostró que, como técnica de gobierno, la policía definida por los autores de los siglos XVII y XVIII se extendía a todo lo que concierne al «hombre» y su «felicidad». La baja policía no es más que una forma particular de un orden másgeneral que dispone lo sensible en lo cual los cuerpos se distribuyen en comunidad.

[…] La distribución de los lugares y las funciones que define un orden policial depende tanto de la espontaneidad supuesta de las relaciones sociales como de la rigidez de las funciones estatales. […] De este modo, la policía es primeramente un orden de los cuerpos que define las divisiones entre los modos del hacer, los modos del sery los modos del decir, que hace que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar y a tal tarea; es un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otra al ruido. Es por ejemplo una ley de policía que hace tradicionalmente del lugar de trabajo un espacio privado no regido por los modos del ver y del decir propios de lo que se denomina el espacio público, donde el tener parte del trabajador se define estrictamente por la remuneración de su trabajo. La policía no es tanto un «disciplinamiento» de los cuerpos como una regla de su aparecer, una configuración delas ocupaciones y las propiedades de los espacios donde esas ocupaciones se distribuyen.

Propongo ahora reservar el nombre de política a una actividad bien determinada y antagónica de la primera: la que rompe la configuración sensible donde se definen las partes y sus partes o su ausencia por un supuesto que por definición no tiene lugar en ella: la de una parte de los que no tienen parte… La actividad política es la que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar; hace ver lo que no tenía razón para ser visto.” (El desacuerdo, Nueva Visión, Buenos Aires, 1996, pp. 43-5).

Para nosotros, el orden sin autoridad es una policía de lo social, una manera de distribuir fluida y precariamente las funciones y los lugares. La especificidad del orden sin autoridad en tanto policía es que no fija los cuerpos a los lugares, pero esta movilidad no resulta una liberación sino una dominación. Por esta razón es una policía.

[5] Corea y Lewkowicz, Pedagogía del aburrido, Paidós, Buenos Aires, 2004.

[6] Marta L’Hoste, “Los grupos y la destitución de las instituciones” (2003), en Bonano, Bozzolo y L’Hoste, El oficio de intervenir, Buenos Aires, Biblos, 2008, p. 159.

[7] http://www.pablohupert.com.ar/index.php/contactos-sin-vinculo-un-bosquejo-de-la-vincularidad-fluida/.

[8] Se puede ver Esto no es una institución, Red Editorial, Buenos Aires, 2019; disponible en versión extensa aquí.

[9] En realidad, Ignacio Lewkowicz no dedicó una reflexión explícita y específica sobre la autoridad, pero no es difícil entender la escuela-galpón u otros ejemplos descriptos por él como decimos aquí.

[10] Se puede ver el concepto de autoridad clásica y su imposibilidad contemporánea en Pablo Hupert, “Del poder como autoridad al orden sin autoridad.” Trabajo presentado al III Congreso Latinoamericano de Teoría Social. Desafíos contemporáneos de la teoría social, 31 de Julio, 1 y 2 de Agosto de 2019, Buenos Aires. Disponible en https://www.academia.edu/39990468/Del_poder_como_autoridad_al_orden_sin_autoridad?sm=b

[11] Amador Fernández-Savater, «La pesadilla de un mundo en red» (Reseña de La hipótesis cibernética), 2015. Disponible en http://www.eldiario.es/interferencias/pesadilla-mundo-red_6_412668752.html.

[12] Martin Hilbert, “Obama y Trump usaron el Big Data para lavar cerebros”, entrevista de Daniel Hopenhayn en The Clinic, 19/1/17. www.theclinic.cl/2017/01/19/martin-hilbert-experto-redes-digitales-obama-trump-usaron-big-data-lavar-cerebros/

[13] “Vida saludable, fitness y capital humano”, en La salud inalcanzable, p. 131; subrayados en el original.

[14] https://www.youtube.com/watch?v=xA_K443Z4vE.

[15] Ignacio Lewkowicz, “La ética de la transmisión y la transmisión de la ética”, conferencia en Nueva Congregación Israelita, Montevideo, 2001, mimeo.

Materialismo ensoñado // León Rozitchner

Materialismo ensoñado - León Rozitchner

 

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Guerra, capitalismo, ecología: ¿por qué Bruno Latour no puede entenderlo? // Maurizio Lazzarato

Ante la guerra que ha estallado en Ucrania, el filósofo ecologista se encuentra perdido, abrumado por los acontecimientos, “no sabe cómo sostener ambas tragedias”, la de Ucrania y la del calentamiento climático. Lo único que dice es que el interés por uno no debe primar sobre el interés por el otro. No logra comprender su relación y, sin embargo, están estrechamente vinculados porque tienen el mismo origen. Latour aún tendrá que admitir la existencia del capitalismo, que es el marco en el que surgen y se desarrollan las dos guerras.

La guerra entre Estados y las guerras de clase, de raza y de sexo han acompañado siempre el desarrollo del capital porque, a partir de la acumulación primitiva, son las condiciones de su existencia. La formación de clases (de trabajadores, esclavos y colonizados, mujeres) implica una violencia extraeconómica que funda la dominación y una violencia que la preserva, estabilizando y reproduciendo las relaciones entre ganadores y perdedores. ¡No hay Capital sin guerras de clase, raza y género y sin un Estado que tenga la fuerza y los medios para librarlas! La guerra y las guerras no son realidades externas, sino constitutivas de la relación de capital, aunque lo hayamos olvidado. En el capitalismo las guerras no estallan porque haya autócratas feos y malvados y demócratas buenos y amables.

La guerra y las guerras que encontramos al principio de cada ciclo de acumulación, las volvemos a encontrar al final. En el capitalismo provocan catástrofes y extienden la muerte de forma incomparable con otras épocas. Pero hubo un momento en la historia del capitalismo, a principios del siglo XX, en el que la relación entre la guerra, el Estado y el capital se entrelazó tanto que su poder destructivo, que es una condición de su desarrollo (su motor, como lo llamó Schumpeter, la “destrucción creativa”), pasó de ser relativo a ser absoluto. Absoluto porque pone en juego la existencia misma de la humanidad así como las condiciones de vida de muchas otras especies.

 

La Primera Guerra Mundial y la destrucción absoluta

Los defensores del Antropoceno discuten sobre la fecha de su inicio: el Neolítico, la conquista de América, la revolución industrial, la gran aceleración de la posguerra, etc. Todos evitan cuidadosamente enfrentarse a la ruptura que supuso la Primera Guerra Mundial, cuyas consecuencias verdaderamente nefastas siguen actuando en nuestra actualidad.

El gran cambio que afectó para siempre a la máquina bicéfala Estado/capital en el siglo XX se produjo mucho antes de la crisis financiera de 1929, durante la guerra de 1914. La gran guerra es una novedad absoluta porque resulta de una integración de la acción del Estado, la economía de los monopolios, la sociedad, el trabajo, la ciencia y la técnica. La cooperación de todos estos elementos que trabajan juntos para construir una megamáquina de producción para la guerra cambia profundamente las funciones de cada uno: el Estado acentúa el poder ejecutivo en detrimento del legislativo y del judicial para gestionar la “emergencia”, la economía sufre la misma concentración de poder político consolidando los monopolios, la sociedad en su conjunto y no sólo el mundo del trabajo es movilizada para la producción, la innovación científica y técnica pasan a estar bajo el control directo del Estado experimentando una aceleración fulgurante.

Ernst Junger, el “héroe” de la Primera Guerra Mundial, la describe menos como una “acción armada” que como un “gigantesco proceso de trabajo”. La guerra es la ocasión de implicar a toda la sociedad en la producción ampliando una organización de la producción que sólo concernía a un número muy reducido de empresas. “Los países se transformaron en gigantescas fábricas capaces de producir ejércitos en cadena de producción para poder enviarlos al frente veinticuatro horas al día, donde un sangriento proceso de consumo, ahora completamente mecanizado, desempeñó el papel de un mercado (…)”.

La implicación de todas las funciones sociales en la producción (lo que los marxistas llaman la subsunción de la sociedad en el capital) nació en este momento y estuvo marcada, y lo estará para siempre, por la guerra. Toda forma de actividad, “incluso la de un patrón doméstico que trabaja en su máquina de coser”, está destinada a la economía de guerra y participa en la movilización total.

“Junto a los ejércitos que se enfrentan en los campos de batalla, surgen nuevos tipos de ejércitos, el ejército del transporte, de la logística, el ejército de la industria armamentística, el ejército del trabajo”, el ejército de la comunicación, los ejércitos de la ciencia y la tecnología, etc. La logística de la guerra es más eficiente que la logística comercial del capital.

Es en este sentido que la guerra es “total”. Requiere la movilización de la economía, la política y la sociedad, es decir, una “producción total”. Entre la guerra, los monopolios y el Estado, se crea un vínculo que ningún liberalismo podrá desatar, ni siquiera el neoliberalismo podrá devolver el mercado de la oferta y la demanda y la libre competencia.

El nacimiento de lo que Marx llamó el General Intellect (la producción que depende no sólo del trabajo directo de los trabajadores, sino de la actividad y la cooperación de la sociedad en su conjunto, de la comunicación, de la ciencia y la tecnología, etc.) tiene lugar bajo el signo de la guerra. En el General Intellect marxiano no hay guerra, mientras que en su aplicación real es la guerra la que completa el conjunto. El capitalismo inaugurado por la guerra total es diferente al descrito por Marx. Hahlweg, el erudito alemán que publicó las obras completas de Clausewitz, resume perfectamente este cambio que afecta al capitalismo en la transición del siglo XIX al XX: en el caso de Lenin, las guerras han ocupado el lugar de las crisis económicas de Marx.

Keynes, a su vez, afirmaba que su programa económico sólo podía realizarse en una economía de guerra, porque sólo en este caso se llevan todas las fuerzas productivas al límite de sus posibilidades.

Esta formidable máquina en la que se entrelazan la guerra y la producción acelera el desarrollo de la organización del trabajo, de la ciencia y de la técnica; la coordinación y la sinergia de las diversas fuerzas productivas y de las funciones sociales se traducen en un aumento de la producción y de la productividad. Pero la producción y la productividad son para la destrucción. Por primera vez en la historia del capitalismo la producción es “social”, pero es idéntica a la destrucción. El aumento de la producción se concreta en un aumento de la capacidad de destrucción.

Se inició una loca carrera por nuevos inventos y descubrimientos que buscan aumentar el poder de destrucción: destruir al enemigo, su ejército, pero también a su población y las infraestructuras del país. Este proceso se completó con la construcción de la bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial. La ciencia, máxima expresión de la creatividad y la productividad del ser social, amplía radicalmente el poder de destrucción: a partir de ahora la bomba atómica pone en cuestión la propia supervivencia de la humanidad.

Günter Anders señala a este respecto: si hasta la Primera Guerra Mundial las personas eran individualmente mortales y la humanidad inmortal, a partir de la construcción de la bomba atómica la identidad de producción y destrucción amenaza de muerte directamente a la humanidad. Por primera vez en su historia, la especie humana está en peligro de extinción gracias al poder de una parte de los hombres; los capitalistas, los hombres de Estado, las clases poseedoras, etc., que la componen.

Este salto en la organización político-económica de la máquina bicéfala del Estado/capital fue una respuesta al peligro del socialismo que acechaba a Europa y una acción preventiva contra las guerras de clase, de raza y de sexo que el socialismo rumiaba en su seno (a pesar de las organizaciones que lo estructuraron) y que se desarrollaron a lo largo del siglo XX.

 

La gran aceleración

La acción de esta nueva organización de la máquina Estado/capital no se detendrá con el fin de los combates, ya que la “movilización total” para la “producción total”, la gestión de la emergencia, la concentración del poder ejecutivo y del poder económico, a partir de situaciones temporales y excepciones ligadas a la urgencia de la guerra, se transforman en normas ordinarias de la gestión capitalista.

Los ecologistas llaman al período posterior a la Segunda Guerra Mundial la gran aceleración, dentro de la cual se encontrará intacta la identidad de producción y destrucción que se afirmó durante las dos guerras totales, arraigada en el trabajo y el consumo cotidiano del “boom” económico.

La máquina productiva integrada no se desmanteló, sino que se invirtió en la reconstrucción. Más tarde se verá que la reparación de los daños causados por la guerra determinará una nueva y más formidable destrucción: con la gran aceleración hemos dado un gran paso hacia el punto de no retorno en la degradación del equilibrio climático y de la biosfera.

El capitalismo de posguerra sigue explotando la integración que tuvo lugar durante las guerras totales produciendo tasas extraordinarias de crecimiento y productividad a las que corresponden tasas igualmente extraordinarias de destrucción de las condiciones de habitabilidad del planeta. La especie humana está amenazada de extinción por segunda vez (junto con muchos otros seres vivos). Ya no es la “naturaleza” la que “amenaza” a la humanidad, sino las clases que “dirigen” esta máquina económico-política.

La identidad de producción y destrucción continúa en el marco de una “paz” cuyas condiciones de posibilidad están siempre dadas por la guerra, fría en el Norte y muy caliente en el Sur, donde se concentra la “guerra civil mundial”, anunciada por Hannah Arendt y Carl Schmitt en 1961. Sólo una ilusión eurocéntrica puede pensar en los “treinta años gloriosos” como un período de paz.

La gran aceleración es inconcebible sin el consenso del movimiento obrero, que refuerza su integración con el capitalismo y el Estado iniciada con el voto de los créditos para la guerra de 1914. En el Norte del mundo, el compromiso fordista de posguerra entre el capital y el trabajo se basa en un hecho tácito que vela la identidad de producción y destrucción que la “movilización total” para la “producción total” ha legado al funcionamiento del capitalismo. El movimiento obrero se limitará a exigir salarios y derechos de los trabajadores, dejando todo el poder a la máquina del Estado-capital para decidir el contenido del trabajo y los objetivos de la producción. Un acuerdo opera como si la identidad de la producción y la destrucción sólo se refiriera al período de guerra, mientras que cuestiona el concepto de trabajo y de trabajador. Gunter Anders esboza una primera revisión de estos conceptos a la luz de la nueva realidad del capitalismo. “El estatus moral del producto (el estatus del gas venenoso o el estatus de la bomba de hidrógeno) no afecta a la moralidad del trabajador que participa en la producción. Es políticamente inconcebible “que el producto en cuya fabricación se trabaja, incluso el más repugnante, pueda contaminar la propia obra”. El trabajo, como el dinero del que es condición, “no tiene olor”. “Ningún trabajo puede ser desacreditado moralmente por su finalidad.

Los fines de la producción no deben preocupar en absoluto al trabajador, porque, y “éste es uno de los rasgos más desastrosos de nuestra época”, el trabajo debe ser considerado “neutro con respecto a la moral (…) Cualquiera que sea el trabajo que se realice, el producto de este trabajo permanece siempre más allá del bien y del mal”.

Los sindicatos y el movimiento obrero hicieron un “juramento secreto” de “no ver o más bien no saber lo que (el trabajo) estaba haciendo”, de “no tener en cuenta su finalidad”.

En las condiciones contemporáneas del capitalismo la situación se ha radicalizado aún más, cualquier trabajo (no sólo el que produce “gas venenoso o bombas de hidrógeno”) es destructivo; cualquier consumo (no sólo el de los vuelos comerciales) es destructivo. Ahora es indecidible si el trabajo y el consumo producen el ser o lo destruyen, porque son a la vez fuerzas de producción y fuerzas de destrucción.

En el capitalismo, los individuos son al mismo tiempo “cómplices”, a su manera, de la destrucción, ya que la producen trabajando y consumiendo, y también víctimas de la explotación y la dominación, ya que se ven obligados a fabricar la catástrofe. No hay otra alternativa que romper estos lazos de subordinación que nos hacen objetivamente cómplices y sustraernos de estas relaciones de trabajo y consumo, es decir, llevar el rechazo del trabajo y del consumo hasta su conclusión lógica.

 

El denominado “neo-liberalismo”

La estrategia de la máquina Estado/Capital asume sin reparos la consigna de “movilización total” para la “producción total” que el compromiso capital-trabajo había practicado, pero no reconocido. La matriz económico-política sigue siendo la dibujada durante la primera guerra mundial, cuya nueva mundialización, la intensificación de la financiarización y la concentración del poder económico y político no hacen sino aumentar su dimensión productiva y destructiva, exaltando sus características autoritarias y antidemocráticas.

El neoliberalismo no sólo nace de las guerras civiles en América Latina, sino que se alimenta de todas las guerras que los estadounidenses y la OTAN han declarado en todo el mundo, primero contra un enemigo que ellos mismos habían contribuido a crear (el terrorismo islamista) y luego contra las potencias surgidas de las guerras de liberación del colonialismo (el verdadero objetivo de la guerra actual es China).

La mundialización contemporánea es muy diferente de la que se produjo entre los siglos XIX y XX. Esta última tenía como objetivo el reparto colonial del mundo; la actual ya no puede contar con un Sur sumiso a Occidente. Por el contrario, las antiguas colonias son potencias económicas y políticas que hacen vacilar al Norte, el que carece de toda idea de cómo establecer su hegemonía, si no es por la fuerza de las armas. El Sur global plantea dos nuevos problemas. Las formas de neocapitalismo adoptadas por las antiguas colonias no harán sino aumentar la extensión de la producción/destrucción, al demostrar que la acción de la máquina Estado-capital del centro no puede extenderse al resto de la humanidad: el capitalismo mundializado lleva a un punto de irreversibilidad la devastación que la gran aceleración ya había incrementado en la posguerra.

La afirmación de su potencia (paradójicamente provocada por la mundialización, que debería, por el contrario, haber asegurado el inicio de un nuevo siglo americano) ha reavivado los enfrentamientos entre imperialismos que EE.UU. planea desde hace años transformar en una guerra abierta. Cegado por un delirio bélico, al Norte del mundo le cuesta advertir que ahora es una minoría no sólo desde el punto de vista demográfico (incluso en relación con la guerra actual, la mayoría de los países no se han alineado con las posiciones del Norte porque saben quiénes han sido y son el objetivo del dominio yanqui).

Hay otra sorprendente similitud con el pasado: la violencia que Europa había ejercido sobre las colonias había retornado finalmente al continente con guerras totales y fascismos. Aimé Césaire solía decir que lo que se le reprochaba a Hitler no eran sus métodos “coloniales”, sino su uso contra los blancos. Después de treinta años de guerras lideradas por Estados Unidos y la OTAN en todo el mundo, la violencia armada está volviendo a Europa, impuesta por Estados Unidos y aceptada por los Estados y las élites locales que están completamente sometidos a la voluntad estadounidense. La guerra está preparada para permanecer, porque los estadounidenses no dejarán de ejercer presión armada hasta que logren construir el imposible Imperio, un proyecto tan suicida como homicida. La desgracia de la humanidad para los próximos años está contenida en la frase de Biden “trabajar para que Estados Unidos vuelva a gobernar el mundo”, que es la verdadera agenda de su presidencia. La proclamada oficialmente durante la campaña presidencial para resolver la guerra civil latente se ha ido abandonando.

Estas palabras de Keynes se ajustan a la tragedia de la guerra, así como a la catástrofe ecológica: la hegemonía del capital financiero que condujo a la Primera Guerra Mundial contenía una “regla autodestructiva” que regía “todos los aspectos de la existencia”, una regla financiera de autodestrucción que sigue funcionando en la actualidad. La violencia que desatan los capitalistas y el Estado ya contiene la catástrofe ecológica porque para garantizarse la ganancia, la propiedad y el poder son “capaces de apagar el sol y las estrellas”.

 

La guerra entre potencias y la guerra contra “Gaia” tienen el mismo origen

Creer que Rusia es la causa de una posible tercera guerra mundial es como creer que el bombardeo de Sarajevo fue la causa de la primera. Pereza intelectual y política.\

Hace un siglo, Rosa Luxemburgo ya había captado la imposibilidad del resultado de la globalización del capital y, por lo tanto, la inevitabilidad de la guerra entre los imperialismos: El capital “en su tendencia a convertirse en una forma mundial, se descompone ante su propia incapacidad de ser esta forma mundial de producción”. No puede convertirse en capital global porque depende del Estado-nación tanto para la realización de la plusvalía y su apropiación (la propiedad privada está garantizada por sus leyes y su fuerza), como para su “regulación” porque, sin el Estado, el capital enviaría sus flujos a la luna, dicen Deleuze y Guattari.

La máquina de acumulación y su tendencia a expandirse constantemente (mercado mundial) se basa en una tensión entre el Estado y el capital, aunque ambos participen plenamente de su funcionamiento. El capital expresa una “tendencia a devenir mundial” que no puede conseguir porque no tiene ni la fuerza política ni  militar para sus ambiciones. El Estado, en cambio, ejerce estos dos poderes, pero su base es territorial, con fronteras, Estados rivales. No hay necesidad de oponer el Capital (con su relativa inmanencia) y el Estado (con su soberanía muy real), ya que actúan en conjunto.

El fracaso de la mundialización contemporánea es muy similar al fracaso de la mundialización anterior, entre finales del siglo XIX y principios del XX, y no puede conducir más que a la guerra, porque, una vez que el capital financiero se ha derrumbado, los Estados y sus ejércitos se presentan para luchar por la hegemonía sobre el mercado mundial.

El actual “desorden” mundial (una multiplicidad de centros de poder constituidos por grandes áreas, pero en cuyo centro están siempre los Estados), que los estadounidenses quisieran reducir a un orden imperial imposible porque ya ha fracasado, corre el riesgo de conducir a un caos aún mayor, gane quien gane.

La gran mundialización, en lugar del cosmopolitismo, sólo podía producir lógicas identitarias, ya que el capital, tras la debacle financiera de 2008, tuvo que anidar bajo el ala protectora del Estado, que sólo puede vivir de la identidad: nacionalismo, fascismo, racismo, sexismo, para no derrumbarse y llevarse consigo la “civilización” capitalista.

En el capitalismo, las diferencias no se diferencian produciendo novedades imprevisibles (como afirma ingenua o irresponsablemente la filosofía de la diferencia), sino que se polarizan (desigualdades de renta, riqueza, educación, salud, etc.) hasta convertirse en contradicciones. Si no se convierten en oposiciones a la máquina Estado-capital, se fijan en identidades en cuyo centro siempre encontramos al hombre blanco. Las identidades nacionalistas, racistas y sexistas son las condiciones, ampliamente desarrolladas, para la producción de subjetividades para la guerra. La histeria anti Rusia desatada por los medios de comunicación, el odio racista con el que distinguen entre guerras y víctimas (los blancos y  los otros), han sido preparados durante mucho tiempo por esta destrucción “simbólica” de la subjetividad que ha cultivado un futuro fascista dispuesto a entusiasmarse con la guerra.

Estamos viviendo la realización de un proceso, iniciado hace algo más de un siglo y acelerado a finales de los años 70, de cierre de todo “espacio público” y de saturación de la cuota de propiedad privada en todos los aspectos de la vida individual y colectiva. Se trata de un proceso de alcance completamente diferente al de la “dictadura sanitaria” (Agamben). El estado de emergencia es la normalidad que debe acompañar necesariamente a la identidad de la producción y la destrucción porque ha estado progresando desde principios del siglo XX, enraizada en la máquina del Estado-Capital cuyas promesas de paz y prosperidad sólo duran lo que dura una “bella época”.

Basta un análisis superficial del capitalismo y de su historia para comprender que, tras brevísimos periodos de euforia (la belle époque de principios de siglo y de los años ochenta y noventa) en los que el capitalismo parecía triunfar sobre todas sus contradicciones, sólo le quedaba la guerra y el fascismo para salir de sus atolladeros.

La prosperidad para todos se ha convertido en una enorme concentración de riqueza para unos pocos, una devastación financiera y una lucha a muerte por la hegemonía económica y el acceso a los recursos. La salvaguarda de la vida a cambio de obediencia que, desde Hobbes, debe garantizar el Estado frente a los peligros de la “guerra de todos contra todos” queda doblemente desmentida: ya sea por la organización de las masacres de las guerras industriales como  por la extinción de la especie humana, que ya está muy avanzada.

La biopolítica (“hacer vivir y dejar morir”) revela todo su contenido “ideológico” frente a la realidad de la máquina capital/Estado que desencadenó la violencia económica del primero y luego desató la violencia armada del segundo. Dos violencias que, combinadas, están muy lejos de la pacificación gubernamental que supone el “laissez vivre”.

La posible desaparición de la humanidad por la violencia concentrada de la bomba atómica que Günther Anders predijo en los años 50 se reaviva ahora por la “violencia difusa” del calentamiento climático, la degradación de la biosfera, el agotamiento del suelo, la sobreexplotación de la tierra, etc. Dos temporalidades diferentes, la instantaneidad de la bomba y la duración de la degradación ecológica, convergen hacia un mismo resultado que proviene de la misma fuente: la identidad de producción/destrucción. En la actual guerra de Ucrania vivimos bajo la doble amenaza (la atómica, que nunca había desaparecido) y la “ecológica”. Lo que Latour no ve, la actualidad se ha encargado de demostrárnoslo. La guerra, al menos, habrá servido para eso, para revelar la inconsistencia de gran parte del pensamiento ecológico y de sus intelectuales más prestigiosos.

 

Post Scriptum: Crisis de la ontología

La identidad de producción y destrucción determina una crisis en la concepción del ser cuyo poder productivo afirma la filosofía: el ser es creación, un proceso continuo de expansión, la construcción del mundo y del hombre. Esta larga historia del ser se ve interrumpida por la Primera Guerra Mundial, ya que la autoproducción del ser coincide con su autodestrucción.  Las filosofías de los años sesenta y setenta no reconocen en absoluto esta nueva situación. Por el contrario, hacen demasiado hincapié en el poder de invención, proliferación y diferenciación del ser. El negativo de la destrucción es expulsado del pensamiento en el momento en que el ser, con la producción total, es comparable a una fuerza “geológica” capaz de modificar la morfología del terreno, al tiempo que destruye las condiciones de habitabilidad. La crítica de lo negativo se centra en la dialéctica hegeliana, mientras que se olvida problematizar la negación absoluta que conlleva el nuevo capitalismo. En un momento en el que el ser parece enriquecerse con la producción continua de nuevas singularidades, se consume, se agota e incluso está amenazado de extinción. Se trata de una situación inédita que la filosofía evita como la peste.

La identidad de la producción y la destrucción nos obliga a considerar bajo una nueva luz las categorías del trabajo y de las fuerzas productivas que debían ser herederas del poder del ser. Las guerras totales y la aceleración conjunta de la acción del capital, el Estado, la ciencia/tecnología y el trabajo han hecho inoperante la oposición marxista entre fuerzas productivas y relación de producción, porque las fuerzas productivas son al mismo tiempo fuerzas destructivas. En el siglo XIX, el trabajo y su cooperación, la ciencia y la tecnología parecían constituir una potencia creadora aprisionada por las relaciones de producción (principalmente la propiedad privada y el Estado que la garantizaba). Era necesario liberarlos de las garras de estos últimos para que pudieran desarrollar sus poderes productivos, limitados por el beneficio, la propiedad privada y las jerarquías de clase. En las condiciones del capitalismo de posguerra, es indecidible si el trabajo es producción o destrucción, ya que es ambas cosas a la vez. Por eso no puede haber una ontología del trabajo. Por eso hay que repensar las modalidades de la acción política.

Las luchas, los rechazos, las revueltas, las cooperaciones, las actividades de “cura”, las solidaridades, las revoluciones siguen estando a la orden del día, la ruptura con el capitalismo es aún más necesaria, ya que lo que está en juego es la vida misma de la especie, pero en un marco radicalmente modificado por la existencia de la destrucción que es como la sombra de la producción.

Artículo en francés elaborado por el autor para Revista Disenso

Traducción: Iván Torres Apablaza y Tuillang Yuing Alfaro

Fuente: Tinta Limón

Eduqué a mi hija para una invasión zombie // Diego Valeriano (DESCARGAR LIBRO)

Eduqué a mi hija para una invasión zombie // Diego Valeriano (descargar)

El apocalipsis ya comenzó. Ser piba es estar en guerra. La ciudad está invadida por zombies, los que aceptan, los que entregan, los que obedecen, los que saben que está bien. ¿Cómo educar en medio de la batalla? No hay género pre escrito, ni manual, ni respuesta previa. Si hay algo que decir es tentativo: detonar el ensayo con frases que vuelven como estribillos, fragmentos arbitrarios escritos con dientes apretados y palabras arma, que apuntan entre el monologo interior y balbuceo frenético. Si hay algo que transferir no es una enseñanza moral sino los alcances de un riesgo: habitar una zona inédita a donde el no saber se comparte y se vuelve certeza ineludible de lo nuevo. Más que la historia de una educación impartida, Diego Valeriano despliega la potencia de un aprendizaje para condiciones de urgencia total. De padre y de piba, chabón y de hija. Táctica de lo dicho y lo no dicho, lo que se observa, lo que sucede, lo que solo se puede experimentar El apocalipsis es una evidencia, pero también una oportunidad única. Si se trata de activar una educación para el fin del mundo, habrá que encontrar cómo hacer mundo.

(Red Editorial // 90 intervenciones

Cosmologías del vínculo y formas de vida (noticias de pensamiento desde Senegal) // Carolina García

A finales de marzo de 2022 se celebraron los “Ateliers de la pensée #4” (talleres de pensamiento) bajo el título « Cosmologies du lien et formes de vie » (cosmologías del vínculo y formas de vida) organizados por Felwin Sarr y Achille Mbembé en el auditorio del Museo de Civilizaciones Negras, en el corazón de Dakar, un espacio simbólico desde donde se pretende recuperar el patrimonio cultural africano expoliado por los colonos.

Actualmente el continente africano, y en concreto Senegal, atraviesa un proceso de emancipación interesante, pues pese a continuar bajo un colonialismo presente y opresor, se está desarrollando un pensamiento e identidad propia, al margen de la influencia occidental.

Fui consciente de este proceso de emancipación de la juventud africana, cuando en el año 2011 mientras en Madrid vivíamos la efervescencia del 15M, supe de la existencia del movimiento Y en a Marre que había nacido en Senegal en enero de ese mismo año. Los tiempos y dinámicas propios, hicieron que nunca se pudiese establecer el dialogo “entre movimientos” pero fue suficiente para que se sembrara la semilla de la curiosidad por aquello que estaba pasando en África. La intuición me decía que algo muy potente estaba en marcha.

Fue años más tarde cuando tuve la oportunidad de contactar con el movimiento Y en a Marre y establecer vínculos de amistad, que me permitieron ir conociendo todo ese profundo proceso de emancipación que está teniendo lugar; esos fuegos subterráneos que recorren el continente. Y en a Marre es un movimiento social que se ha ido estructurando, consolidando y desarrollando durante más de 10 años, que ha logrado sembrar la semilla en diferentes países africanos, a partir de la cual se está construyendo el África soberana, independiente y anticolonial del futuro.

Para que un movimiento se desarrolle, es imprescindible que paralelamente a las calles, se esté creando un marco de pensamiento que refuerce el “activismo”, que sirva de vínculo entre la teoría y la práctica. Los talleres de pensamiento son ese espacio híbrido desde el cual se piensa a muy diferentes niveles; buscando las muchas intersecciones que hay entre tradición y modernidad, entre norte y sur, entre este y oeste, entre lo abstracto y lo concreto. Los participantes en los talleres son en su mayoría investigadores pero también artistas, activistas, funcionarios encargados de las políticas públicas, etc. 

Durante cuatro intensos días, con un auditorio abarrotado de unos 200 asistentes, pasillos repletos, gente sentada en el suelo y una pantalla habilitada en una sala lateral, los talleres se encargaron de abrir un espacio de pensamiento africano anticolonial desde el cual se busca la nueva identidad africana y su forma de pensar el mundo. Había mucha energía, escucha activa, deseo de intercambio y era tal el hervidero de ideas que faltó tiempo para continuar los debates. Los asistentes provenían de todo el continente y, en menor medida, de América Latina y Europa. 

La democracia como clínica de los vínculos 

Las líneas transversales que considero atravesaron los talleres, giraron entorno a cómo definir qué es el “vínculo/lazo/relación” y qué es “lo vivo”. Se puede considerar como punto de partida que el capitalismo ha destruido los vínculos o el vínculo ha sido puesto en venta o comercializado. Sin embargo, en el vínculo está la “humanidad”, pero la humanidad, como decía Souleymane B. Diagne, no es un adjetivo explicativo del ser humano, sino que es un abstracto, es una tarea de la cual responsabilizarse, que se construye contra la desigualdad y la violencia y a través de las relaciones establecidas con el resto de seres vivos, así debemos construir el “humanismo de la relación” y buscar las relaciones que “salvan”. 

Lejos de esa construcción de “humanismo de la relación”, se encuentra Europa, inmersa y atrapada en la lógica de la muerte, lo expresado en la necropolítica de Achille Mbembé, ya que esta no sólo se realiza a través de la propagación de guerras físicas, como la de Ucrania (presente durante las jornadas), sino también a través de la muerte del pensamiento critico, de los derechos humanos, de la formas productoras de vida. Esa Europa atravesada por el fascismo, el miedo, el envejecimiento, las fronteras que matan, esa Europa que dejó atrás las ideas de libertad, igualdad y fraternidad, donde lo máximo que se puede hacer es resistir, pero no construir.

El propio Achille Mbembé propuso durante los talleres, que la democracia debe ser repensada, pues ha dejado de ser un concepto “occidental”, y por ello ha de redefinirse, ha de pensarse qué es una democracia anticolonial. Su propuesta es pensar la democracia como una “clínica de vínculos” entre los seres humanos y el resto de “lo vivo”, es decir, una “clínica de vínculos entre lo vivo”, donde el desafío reside en reflexionar cómo crear los vínculos que construyen lo cotidiano a diferentes niveles.

En ese pensar la democracia, también surgieron preguntas, a raíz de la intervención de Sami Tchak, sobre cual es el rol que juegan las utopías, ¿pueden las utopías del pasado ser proyectadas en el futuro?, ¿nos sirven para pensarlo?, ¿quienes han definido las utopías que consideramos como universales?, ¿pueden ser reapropiadas o deberían ser cambiadas?

Un animismo filosófico

Otro aspecto que predominó durante las jornadas, fue que ese pensar los vínculos, pasa por la necesidad de salir del antropocentrismo, por desplazar al ser humano del centro de aquello sobre lo que pensar y desde donde pensar, de ahí a recuperar el imaginario de “lo vivo”, es decir, todo aquello que nos rodea, los animales, los vegetales, los minerales, el cosmos, los espíritus. Una vuelta a la búsqueda de un equilibrio con la naturaleza y el cosmos, ámbitos que exceden al ser humano pero a los que pertenecemos, y desde ahí recuperar la complejidad del vínculo y la interdependencia con todo “lo vivo”.

Y es que “lo vivo” establece vínculos que “producen vida”. Frente a la necropolítica del capitalismo, está el reto de crear Vida, y recuperar el vínculo que trasciende al ser humano. Desde ahí, Séverine Kodjo-Grandvaux, introduce el concepto de animismo filosófico, que defiende la interdependencia entre todo “lo vivo”, que amplía la relación humana, y se abre a otros tipos de comunicación y conocimiento. El conocimiento racional y científico sería una de las posibilidades de conocer el mundo pero no la única, se reivindica así la co-existencia de diferentes formas de conocimiento, haciéndolas todas compatibles. De esta manera se permiten nuevos marcos desde los cuales, adquirir conocimiento, construir vínculos y relaciones con el resto de seres vivos, la naturaleza y el cosmos. 

Esta visión es similar a la de “El Buen Vivir”, marco que nos llega desde las comunidades indígenas latinoamericanas, donde se apuesta por una organización social que garantice el bienestar de las personas, la naturaleza y el cosmos, donde se establece un equilibrio que incluye todos los aspectos de la vida: la salud, la educación, la cultura, la espiritualidad, la economía. El principio del Buen vivir lo podemos reconocer en lo que Felwine Sarr define como economía de “lo vivo”, la Teranga, donde el concepto de economía se resignifica y queda ligado a la preservación de la vida, a su perennización, con el mismo enfoque holístico, y desde ahí reclama la imperante necesidad de cambiar los criterios e indicadores actuales que definen, “progreso”, “bienestar” o “prosperidad”. 

Asimismo, durante las jornadas, fue relevante la presencia del arte, no en tanto entretenimiento, sino como formato a partir del cual elaborar pensamiento y transferirlo. Así durante en las ponencias hubo performance o poesía, y durante las jornadas, música, cineforum, exposiciones; todas formas a través de las cuales se lanzaron reflexiones que continuaron las discusiones y debates. Diversificar la manera de pensar, reconocer otros formatos cómo válidos para crear pensamiento fue una constante durante los talleres.

Como conclusión podríamos decir, que en los talleres se manifestó que es necesario e imprescindible pensar con otros, salir de la mirada occidental o eurocéntrica, del antropocentrismo, para así empujar los límites del pensamiento, ampliarlos, enriquecerlos, salir de las certezas predefinidas y buscar más allá, cómo y desde donde crear las alternativas a un mundo sumido en la confusión y a la deriva.

 

Enlace a los vídeos completos de las jornadas (en francés/inglés)

Política como complot // Amador Fernández Savater

Para Hugo, Vale y los amigos del taller de los lunes, secuaces

“Hay que construir un complot contra el complot” (Ricardo Piglia) 

¿Quién espía a quién? El gobierno espía a la oposición, la oposición se espía entre sí, ambos espían a la población, los servicios secretos espían a todos. 

 

¿Y si el Estado fuese una gran maquinación, el lugar donde se entrecruzan una multitud de complots? Es la tesis desarrollada por Ricardo Piglia en su Teoría del complot: la intriga es el nudo de la política. 

Hacia afuera, el relato dominante –que es el relato de los que dominan– nos repite que la política democrática funciona por consenso, a través de la transparencia, de acuerdo a una serie de reglamentos y normas públicas. Pero hacia dentro todo es complot. 

La impostura es un hecho básico de la política. El político miente incluso cuando dice la verdad. La mentira es una estrategia de conquista. ¿De qué? Del poder. 

 

El que se rasga las vestiduras por el complot del otro, en realidad querría tener el monopolio exclusivo sobre la facultad de complotar. 

La lógica complotista es necesariamente paranoica: todo es poder, todos buscan el poder, la realidad es un efecto del poder. El manipulador –que trata todo como objeto– sólo ve manipuladores y manipulación por todas partes. 

 

Hay un nudo íntimo entre ficción y complot, entre complot y política. La literatura nos lo muestra. Roberto Arlt, Borges, Macedonio Fernández… La ficción nos vuelve menos incautos, menos ingenuos, menos creyentes.

La economía como supercomplot

Pero hoy el Estado sólo es, dice Piglia, un “lugar de paso” en el complot. Un medio, un tránsito, un puente. ¿Hacia dónde? ¿A favor de qué complota hoy la política? Por detrás del complot estatal se maquina el complot de la economía

 

La economía tiene también su relato legitimador para incautos: el relato liberal. El individuo guiado por su propio interés, la competencia justa, la oferta y la demanda que ajustan racionalmente los precios, la autorregulación final feliz de todo ello por la mano invisible del mercado. 

¿Y por debajo? Las charlas telefónicas entre Gerard Piqué y Rubiales. 

La economía es la guerra por otros medios. Violencias conquistadoras, depredadoras, represivas. Espionaje industrial y corrupción estructural. Mentira y fraude. Manipulación de los precios y de los sujetos. 

El “individuo racional” de la economía, dice Piglia siguiendo a Burroughs, es en realidad un “adicto”: adicto al trabajo, adicto al consumo, adicto a todos los fetiches que compensan en el mercado la amputación esencial del deseo. 

 

El objetivo final del complot de la economía es hacer imposible todo atisbo de vida independiente, eliminar toda distancia entre sujetos y economía, cualquier otra fuente de disfrute y de riqueza social: bienes comunes, relaciones y amistades, circulación no mercantil de objetos y favores. 

“La economía es una manipulación invisible y múltiple que anuda y ata a los individuos y los conjuntos a los movimientos de dinero”. 

Impotencia de la crítica 

La crítica –nuestro deporte nacional por excelencia, olvídense del fútbol y el tenis– no cambia nada. Podríamos pensarla incluso como otra forma de compensación: un desahogo, un alivio, una exhibición de superioridad moral o intelectual, una forma de adicción como otra cualquiera. 

La crítica no cambia el marco del relato dominante, se limita a poner en la picota algunos de sus objetos, algunos de sus nombres. Distrae las energías, confunde y pasiviza. Es funcional al complot de poder. 

El problema de fondo es, como siempre, filosófico: vivimos metidos dentro de construcciones filosóficas muy antiguas. Lo que llamamos “realidad pura y dura” es el montaje que urdieron algunos filósofos complotistas hace milenios. El Estado Profundo no son los servicios secretos, mero efecto de superficie, sino siempre una metafísica: una concepción del mundo. 

¿Qué filosofía nos gobierna? Desde Platón hasta la Ilustración, pasando por el cristianismo, el dualismo idealista: el corte entre lo que hay y lo que debería haber, entre lo sensible y lo inteligible, entre la ley y las fuerzas. El idealismo condena todos los valores terrestres en nombre de los principios más puros y abstractos: la Idea, Dios, el Dinero y el Mercado autorregulado. 

Ese dualismo explica nuestros teatros cotidianos de la política y la economía: hacia fuera, la mascarada de la legalidad, la racionalidad, la transparencia. Hacia dentro, todos los tráficos posibles. 

No hay empresa del país que trabaje sin caja B, simplemente porque es imposible cuadrar las cuentas. Cuanta más burocracia hay, más trampas y mentiras. Cuantas más reglamentaciones, más corrupción. Estamos obligados cotidianamente a la astucia y el disimulo simplemente para poder sobrevivir. 

Finalmente, cada uno tiene dentro su propia caja B: los actos fallidos, los lapsus y los síntomas son acciones de sabotaje del inconsciente conspirador contra el reinado ilusorio del Yo. 

Conspirar es respirar juntos

La crítica es moralista: condena lo que hay en nombre de lo que debería haber. No sale del dualismo. Hay que pasar de la crítica al contra-complot. 

Establezcamos entonces una distinción operativa entre complot y conspiración. 

El complot quiere el poder: el dominio de los otros. El complotista es el reflejo del Hombre de Estado, su sombra, su Mr. Hyde. La conspiración busca por el contrario defenderse del poder. Conspirar significa respirar juntos, los que conspiran se dan aire unos a otros contra la asfixia que produce el poder del negocio sobre la vida entera. No se limita a denunciar, sino que, como dice Piglia, “intenta modificar relaciones de fuerza y tiene a la huida por condición”. 

Se complota por interés. Por eso los grupos complotistas son tan frágiles, en ellos y entre ellos reina la desconfianza y la paranoia, siempre están al borde de la traición, el interés no construye ningún lazo común. Pero se conspira por amistad, entre pares, con los amigos; los grupos de afinidad del anarquismo son el mejor ejemplo histórico. 

El complotista practica la hipocresía: apela al consenso, a la ley y la transparencia, pero ejerce la intriga, la mentira y la trampa. El conspirador disimula: es cínico en sus relaciones con sus jefes, pero ético con sus pares. Todos conocemos de primera mano esta experiencia de disimulo, sólo hay que darle valor, quitarle mala conciencia, organizarla

El complot se disfraza con el relato. El relato fabrica creencia: una fe torpe en lo que se dice desligada de lo que pasa. La creencia en la “democracia plena”, en el “mercado perfecto”. La conspiración con-fabula: no se trata entonces de legitimar lo existente, sino de crear nueva realidad. No se critica tal o cual nombre propio, sino que se cambia el marco de referencia. 

El lenguaje es amigo de los conspiradores, porque mal que les pese a los adoradores de la “comunicación” está trufado de malentendidos, de dobles sentidos, de lapsus. 

La fuerza del conspirador –carente de medios, de armas y de dinero– es siempre poética: transformar los marcos de percepción y de sensibilidad. Piglia pone el ejemplo de las vanguardias artísticas: pequeños grupos, individuos incluso, que fueron capaces de transformar las relaciones entre el arte y la vida. Su potencia de impacto era cualitativa y no cuantitativa. 

O pensemos más cerca de nosotros en los inicios del punk: encuentros underground, cuerpos respirando y sudando juntos, una sociedad secreta donde se acumuló la energía suficiente para cambiar más tarde la vida de millones de personas por todo el mundo y a lo largo de décadas. 

La conspiración sobrevive poniéndose al costado de los grandes fetiches actuales de la política: la comunicación, la opinión pública, las “mayorías”. Hay que partir de las intensidades y no de las grandes abstracciones. Pero actuar desde las sombras no significa constituir un gueto, sino darse el tiempo y el espacio para construir nuevas amistades –relaciones no instrumentales– desde la autonomía. 

Conspirar es confraternizar: encontrarse, rozarse, hablarse, caminar e imaginar juntos. No hay mayor intensidad que la de saberse parte de una conspiración benéfica. Entre iguales, entre pares, entre amigos. 

Todo lo que circula por fuera del mercado –favores, complicidades, relaciones y objetos– forma parte de la conspiración. Todo lo que escapa al mandato de productividad y rendimiento dentro y fuera de nosotros mismos –nuestros disfrutes y nuestras fracasos– conspira. 

¿Cuál es el mayor riesgo del conspirador? Sin duda, convertirse en complotista. Caer en la paranoia del poder, querer asaltar las instituciones y acabar hablando su lenguaje. Entrar en la guerra en espejo por el poder. 

Nuestro mundo es dual: dice paz y prepara la guerra, dice ley y hace la trampa, dice consenso y atiza la discordia, dice transparencia y promueve el engaño, dice riqueza y sólo es negocio. Contra el dualismo, nuestra duplicidad. Nuestro disimulo. Nuestra conspiración. 

Una conspiración también metafísica, en fin, porque no disocia (moralmente) entre lo que hay y lo que debería haber, sino que aprende a hacer (estratégicamente) con lo que hay. E inventa así una racionalidad de los vicios, una ética de las fuerzas, una economía libidinal. 

CTXT.es

El escritor de mundo versus el intelectual // Luchino Sivori

«¡Maldición, estamos rodeados! Así es imposible leer, hay que saber demasiadas cosas, hay que amueblar la mente de bidets teóricos, hay que ser experto en demasiadas chorradas«.

Juan Marsé.

 

«Tendríamos que volver a empezar

aprender de nuevo el abecé».

Ana María Moix.

Leo un comentario negativo sobre escribir desde la literatura. Con ella, para ella. Leo luego, en otro lugar, que en contraposición se enaltece y valora más la escritura «desde y con el mundo», es decir, a través de él y su experiencia. A la segunda la denominan genuina, real, afectiva. A la otra, por el contrario, se la acusa de ser pretenciosa, algo gélida, intelectual. 

Me pregunto si este antagonismo no es algo forzado, un tanto exagerado. ¿La meta-escritura acaso no persiste entre los sentimientos cuando estos nos dicen qué escribir? 

El lenguaje de los sentidos, de las emociones, es quizás otra jerga particular, con su glosario específico, con su propio vocabulario. Los términos «afectos», «cuerpo», conviven demasiado a menudo con las sinestesias de la fraseología íntima, con la metáfora y la metonimia poéticas, con las imágenes intensas de lo presuntamente concreto. 

La situación y la escena por sobre la difuminación de lo abstracto «mental», la descripción en lugar de la narración. 

 

¿Qué busca este metalenguaje de la no-ficción pequeña burguesa, del no-ensayo del Realismo del siglo XIX, del no-texto expositivo de la filosofía occidental? 

¿En busca de qué persiste en declararse autónoma, real, genuina, y sobre todo, efectista?

 

Paradójicamente, si miramos en la Historia de la escritura vemos que esta dualidad tomó lugar en un tipo de texto muy particular: los escritos y la liturgia religiosa. Los manuscritos judeo cristianos supieron precisamente fusionar ambas sensibilidades, la «del mundo» con la textual, zigzagueando entre el cuerpo y la mente, y viceversa. Vemos que utilizaban términos vinculados al sentir con el fin de persuadirnos, imágenes de escenas concretas que metafóricamente transmitían valores específicos… la Ontología del Ser, mediante retratos y fábulas cotidianas: la alegoría.

La escisión o alejamiento de esa escritura (y su forma de lectura simbólica, no literal) se fue perdiendo con la Modernidad, llegando a su punto más álgido a finales del siglo XX, cuando la Postmodernidad copó el Mercado de la cultura y la literatura de la literatura se hizo troncal.

Como reacción, surge esta contraposición contemporánea mencionada al principio. El escritor «del mundo» frente aquel de los inter-textos. Una suerte de revival de aquello que los antiguos ya habían sabido codificar, aunque con fines y medios diferentes.

Una nueva literatura reactiva se apodera, pues, de nuestras lecturas, y vuelve a ocupar espacios dentro de un lenguaje contemporáneo que ya no se sostiene por sí solo. Un intento de desmarcarse (por necesidad, por urgencia, por hastío) del abecedario metalingüístico de la literatura comparada, por momentos algo demasiada ensimismada. Y lo hace volviendo a lo conocido, es decir, a los primeros textos, que curiosamente regresan queriéndose olvidar a sí mismos, siendo mientras dejan de ser.





Él está vivo y nosotras estamos muertos // Diego Valeriano

 

Estamos muertos, sin ideas, vacías, tristes. Posteando de manera obediente sobre cualquier cosa que pasa: un nieto, una vacuna, algo de la tele de lo que hay que opinar, una expropiación falopa.  Explicadoras de todo, gatos de la jefa, bancadores de proyectos personales de otros, ricoteros de este Solari. Muertos, cómodas, sin sangre. Haters disciplinados, termeadores digitales, tuiteras full  que hasta hace nada se votaban encima, viejos peteros que se repiten en este blog que también esta muerto. Meme, sticker, perro chico, hombre araña. Combatientes de una batalla cultural que es chamuyo, que no es propia ni es batalla. Moralistas, canceladores, defensoras de millonarios, sumisos lectores de un pasado ya lejano, Maradonianas en busca de likes. Muertos que no entienden la manija, horrible, cruel, hater, mezquina, pero manija al fin de esos fachos empachados de criptomonedas y certezas que transformaron sus miedos en potencia, su odio en verdad, sus privilegios en grito de guerra. Muertos que opinan como troskos, viven como menemistas y gestionan como ONG.  Que se repiten hasta el infinito en la TV, en la boleta, en los posteos, en las marchas. Muertos que no tenemos con quien respirar porque ya no quedan amigos, ni ideas, ni aire. Porque ya traicionamos todo. Porque hicimos todo consigna. Porque estamos muertos de miedo. Escroleadores, stalkeadores, pajeros. Muertos que votamos muertos, que militamos muertos, que se sacan selfies con muertos. Estamos muertos, nuestro sistema nervioso lo está, nuestro estado de ánimo también porque ya lo delegamos y no sabemos bien a quien. Defensores de derechos humanos según el distrito, el año, el jefe, el desaparecido, el motivo, el juego, el victimario. Ortibas que flashearon salud, cuidados, responsabilidad y solo se la pasaron vigilanteando a gente que salía a la calle porque no podía hacer otra cosa. Estamos muertos, desorientadas, caretas, sin nada. Ya no hay vitalidad, solo burocracia. Ya no hay fiesta, solo actos con acreditaciones. Ya no hay militancia, solo loros. Ya no hay vida, solo política. Ya no hay conspiraciones, solo velorios con protocolo covid. Muertos, buchones, obedientes, Cuerpos sin vida que toleramos el extractivismo propio. Muertos de tanto opinar como otra forma de hacer caso. Detonados, obedientes, agotadas, afligidos. No es que él esté vivo, es que nosotros estamos muertos. 

Girando girando hacia la libertad. ¿por qué prende el liberalismo en los pibes? // Federico Manzone

La popularidad de Milei es el indicador político más claro del nivel de profundidad que alcanzó la crisis en Argentina[1]. La mella que hizo su discurso ultra en la oposición macrista, que empieza a copiarle gestos[2] y a reconocer que no hay lugar para gradualismo alguno[3], junto al hecho de que se tenga que discutir[4] la evidente impracticabilidad de las “soluciones” que propone ante el problema inflacionario (dolarizar) o ante el peligro de una corrida cambiaria (eliminar el Banco Central), dan la pauta no sólo del hastío generalizado que existe frente a las respuestas que ofrecen las fuerzas políticas mayoritarias a la crisis actual, sino también de la orientación que se le pretende imprimir a la gestión económica del estado para salir de ella.

La pregunta que se abre en esta situación gira menos en torno a cuál va a ser la salida capitalista de la crisis y más en torno a cómo se va a imponer: con o sin novedad histórica. En tiempos pasados, las estabilizaciones de shock en nuestro país -con sus políticas aperturistas, fiscalistas, pro-competencia y pro-acumulación- sólo pudieron implementarse después del estallido de grandes de crisis, por la sencilla razón de que antes que el estallido de una crisis haga sentir extensamente el peligro de que se desate un proceso de disolución social, ningún gobierno reunía el consenso necesario para implementar las medidas anti-populares que demanda la imposición total de la disciplina impersonal del capital sobre el conjunto de la sociedad[5]. En la actual coyuntura, si el gobierno llega sin sobresaltos a las elecciones del año que viene, existen las condiciones para que se dé algo novedoso: la implementación de una estrategia de reestructuración capitalista sin estallido previo.

La inflación en ascenso, la parálisis política de un gobierno hundido en una interna estéril, y la pasividad social reinante ante el ajuste automático que impone el poder expropiatorio y sin sujeto del dinero, fueron de a poco generando el consenso en amplias masas de la población de que es necesario hacer algo para salir de esta situación, sin medir la probabilidad de que el remedio sea peor que la enfermedad. Esta salida, por supuesto, no nace del vacío: existe una base social que la demanda, determinaciones formales propias del carácter capitalista del país que la vuelven necesaria y algunas de las condiciones históricas y políticas -aunque no todas- capaces de hacerla posible.

 

acá tenés los pibes para la liberalización

El liberalismo es una ideología en el sentido más positivo y chatamente descriptivo del término: una concepción del mundo con una norma de conducta correspondiente, una filosofía de la que se deduce una moral acorde a sus principios[6]. Su principio fundamental es, siguiendo a Hayek, la limitación de la intervención estatal a garantizar el cumplimiento de normas generales de comportamiento que priven al gobierno del poder de dirigir y controlar las actividades económicas de los individuos[7]. “El respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo”[8], línea que repite religiosamente Milei cada vez que puede, es la norma de conducta que se sigue de aquel principio más general, y que adoptan devotamente como propia los correligionarios del economista figura. Pero más allá de esta apretada síntesis filosófica y moral, el liberalismo ha devenido actualmente en nuestro país en un movimiento político, y como movimiento político cumple una función determinada, que no se reduce simplemente a derechizar la discusión pública, sino que lo que pretende lograr es volver a trazar la línea de demarcación entre economía y política, o mejor, avanzar hacia una economización total de la política[9]. Por eso, usando una expresión de Alberto Bonnet, los liberales pueden ser vistos como “los guardianes de la separación entre la economía y la política”[10].

La pregunta que hay que hacerse es qué es lo que hace que aquella ideología se difunda, que aquel movimiento emerja. De derecha a izquierda, prácticamente todo el arco político se ha pronunciado al respecto y sus respuestas dieron con distintos aspectos del fenómeno, sin llegar, en nuestra opinión, al fondo del asunto. Las lecturas más superficiales juegan con la hipótesis de que la popularidad de Milei y el crecimiento del liberalismo en la juventud sean simplemente un fenómeno mediático[11]. Y si bien su presencia en los medios es abrumadora, además de que éstos hacen un uso político de ella para correr más a la derecha el eje de la discusión e instalar una agenda de ajuste y ataque frontal al gobierno y a las condiciones de vida de la clase trabajadora[12], no es simplemente la presencia en los medios lo que explica sus resultados electorales en los barrios pobres de la capital federal, ni su convocatoria callejera en ciudades como Córdoba[13] o Mendoza[14].

Hay que tener en cuenta que el discurso liberal enarbolado por Milei representa fielmente los intereses del capital en general, de todos aquellos que estén interesados en “poner la plata a trabajar”: a cualquier exportador perjudicado por las retenciones y por la brecha cambiaria, o a cualquier inversor obstaculizado por los controles cambiarios que impiden convertir libremente la moneda local en divisas para poder operar, las “ideas de la libertad” le van a cerrar. Y no sólo van a sentirse representados quienes estén buscando valorizar su dinero. Mucho pequeño comerciante que ha visto sus ingresos comidos por la inflación en el último tiempo, teniendo que soportar además las restricciones a la actividad de 2020 sin dejar de pagar impuestos, ha pasado del macrismo al libertarianismo en la medida exacta en que la probabilidad de la quiebra de su negocio se fue acrecentando. Esto sin contar todos los asalariados que tienen cierto margen de ahorro, a los que las restricciones a la compra de divisas los obligan a quedarse en pesos, condenándolos a perder de mínima la mitad del valor del dinero que sean capaces de atesorar por año. A toda esta gente, las dificultades de su vida cotidiana, constituida en base a la transformación de mercancías en dinero como la forma “social-natural” de mediar su vínculo con el resto de la sociedad, los vuelve receptivos de las propuestas del liberalismo de Javier Milei.

Desde las fuerzas políticas que se disputan la representación electoral, para las cuales los vínculos sociales mediados por la circulación de mercancías están completamente naturalizados, las respuestas que se dan sobre el fenómeno del crecimiento del liberalismo son estrictamente político-ideológicas. Ramiro Marra, por ejemplo, legislador por el partido de Milei en CABA, piensa que como “el sistema argentino está tan corrido hacia la izquierda lo que realmente es antisistema y disruptivo es lo liberal”[15]. Pero la realidad es que el “sistema argentino”, o mejor dicho, el régimen político argentino, no está a la izquierda de ningún otro régimen político del continente: en prácticamente todos, salvo casos aislados como Cuba o Venezuela, están fuertemente asentadas las democracias capitalistas que priman en el resto de los capitalismos occidentales. Es el punto de vista de Marra el que está corrido de lugar, por el simple hecho de que él mismo está mucho más a la derecha del sentido común imperante, lo que le termina distorsionando el juicio haciéndolo ver que el “sistema” está a la izquierda de lo normal.

La izquierda trotskista, por su parte, está más enfocada en atacar a los liberales que en intentar dar cuenta de las condiciones que explican su génesis. Entre sus críticas aparecen planteos que dicen: “hablan de rebeldía pero en realidad son conservadores”, “sus listas están llenas de procesistas y negacionistas”, “sus propuestas sólo pueden aplicarse con represión”[16]. Críticas débiles, si tenemos en cuenta que muchos liberales son gente abiertamente de derecha, que defienden sin tapujos a la dictadura en redes y apoyan la represión; atacarlos en esos puntos, más que herirlos críticamente, a ellos les resulta halagador. En la explicación que ensaya el PTS hay cierto sobredimensionamiento de la posición propia que ocupa el FIT. Matías Maiello dice: “los intentos denodados por instalar variantes más de derecha, incluidos los llamados ‘libertarios’, muestran el temor del establishment burgués a que una izquierda antisistema se posicione como tercera fuerza política nacional de cara a la etapa que se está abriendo”. Si bien el FIT ganó a fuerza de pura militancia su lugar como tercera fuerza electoral, es difícil pensar que una representación parlamentaria minoritaria haga temblar al “establishment burgués”.

La explicación que da Gabriel Solano agrega algunos elementos más. Éste sostiene que: “tanto el fracaso del macrismo como el agotamiento de la política del kirchnerismo, con su demagogia a cuestas, son el caldo de cultivo que permite el crecimiento de estas expresiones descompuestas y lumpenizadas”. Sin dudas, el “keynesianismo trunco” del kirchnerismo[17], que culminó en un régimen de alta inflación y alto déficit fiscal, combinado con el fracaso de la estrategia gradualista del macrismo, que culminó en una crisis cambiaria y en el préstamo con el Fondo Monetario, explican el contexto histórico y político en el que se produce el fenómeno del crecimiento del liberalismo. Pero, por otro lado, la caracterización que hace Solano de la composición social del liberalismo en tanto movimiento, cargada de adjetivos y descalificaciones (los ve como “pichones de fascistas que se reclutan entre los bufones e ignorantes”), impide dar con las causas de fondo que explican su emergencia. Mucha de la gente que últimamente se ha vuelto receptiva del discurso de Milei no es ni fascista ni ignorante, es gente común y en muchos casos sin una posición política propia delimitada. Probablemente sea la modalidad del ajuste y la forma que asume la crisis en nuestro país lo que los acerca más a la prédica de Milei que a la de otras fuerzas políticas, entre ellas a la de la propia izquierda. En este punto no se puede obviar la función de representación que cumple la personalidad del propio Milei, que iracundo y exaltado, a las puteadas e impaciente por dar con una solución ya, personifica en general el estado de ánimo que un montón de pibes y pibas sienten en particular ante un horizonte de probable falta de trabajo, segura imposibilidad de tener un techo propio, precariedad y pobreza crecientes.

 

el fin de la (autonomía de la) política

Todo lo anterior, sin embargo, sólo sirve para dar algunas pistas sobre la base social, el contexto y las condiciones históricas y políticas que se conjugan en la emergencia y la difusión actuales del liberalismo en nuestro país. Pero solo con eso no se explican las determinaciones formales que vuelven su emergencia un fenómeno socialmente necesario. Con «determinaciones formales» me refiero a las formas que son propias del capital en tanto relación que media la producción y la reproducción de la vida social en los países capitalistas, formas que esta relación debe necesariamente asumir. Iluminarlas es fundamental para dar cuenta del carácter socialmente necesario al que responde la emergencia del fenómeno que estamos queriendo explicar. La emergencia del liberalismo de raíz austríaca y su posicionamiento como referente del descontento social ante la crisis en nuestro país, con toda la carga de contenido reaccionario y de anti-social que viene a difundir, pone de manifiesto características que son constitutivas del proceso de socialización a-social inherente a cualquier formación capitalista, características que en contextos de “crecimiento económico con inclusión social y distribución del ingreso” pueden obviarse momentáneamente, pero que la gravedad de la crisis, a medida que se profundiza cada vez más, pone violentamente en un primer plano e impide seguir ignorando. Su emergencia, de todos modos, no solo trae a la superficie los fundamentos irracionales subyacentes de nuestra forma de vida social, sino que al mismo tiempo nos revela sus contradicciones de forma más clara que nunca.

Más arriba dije que la emergencia del liberalismo en el contexto actual viene a cumplir una función determinada, que no puede reducirse a la evidente derechización de la discusión política a la que contribuyen, sino que va más allá de eso: la difusión de sus ideas y su programa presiona objetivamente por la necesidad de volver a trazar la demarcación entre las esferas de la economía y la política, o más bien, por el avance de la primera sobre la segunda, es decir, presiona por la economización plena de la política. Para desarrollar esto hace falta previamente definir las categorías de economía y política, dar cuenta del modo de articulación que asumieron las relaciones entre economía y política tras el 2001 (y de su lenta crisis), para finalmente poner al fenómeno de la emergencia del liberalismo entre estas coordenadas y así volver inteligible su función política y su papel histórico.

Es propio de la conciencia de las modernas sociedades capitalistas ontologizar y universalizar los rasgos particulares de este tipo de sociedad, extendiéndolos al resto de las formas de vida social o directamente adjudicándoselos a la humanidad como tal. Ninguna forma social ha sufrido más este proceso de falsa ontologización[18] que las categorías de economía y política. Las sociedades previas al capitalismo mediaban su metabolismo con la naturaleza a través del trabajo, pero no tenían “economía” tal como la entendemos hoy, es decir, como la esfera de relaciones indirectas en las que a través del mercado y por medio del dinero se asignan los bienes a las necesidades sociales. Con la política pasa lo mismo, si bien en las sociedades precapitalistas existían conflictos internos y externos, no existía la “política” como la entendemos hoy, es decir, como la esfera de relaciones directas en la que individuos, grupos y partidos construyen un sistema de reglas que les permite administrar sus intereses comunes[19].

Pero economía y política no sólo han sido ontologizadas al punto de ser convertidas en atributos del ser humano en general, presentes de forma universal en todo tipo de sociedad, sino que además se las ha tomado acríticamente en su forma de aparecer típica de las sociedades capitalistas: esa forma de aparecer es la forma de la separación. En el capitalismo, economía y política aparecen como si fueran dos esferas independientes de la vida social, regidas por legalidades distintas y que necesitan de ciencias distintas para ser comprendidas: la economía aparece como una esfera de relaciones sociales indirectas (el mercado), en la que los agentes se vinculan de forma recíprocamente independiente a través del intercambio de cosas, y en la que las leyes del proceso de intercambio se les imponen a los agentes de forma ciega y automática; la política, por su parte, aparece como una esfera de relaciones sociales directas (el estado), en la que individuos grupos y partidos se vinculan de forma consciente y voluntaria, y en la que éstos se imponen mutuamente los términos que garantizan la realización de sus intereses generales. Que la economía y la política existen como dos esferas separadas es un dato que nos brinda nuestra experiencia como miembros de una sociedad capitalista, y el hecho de que existan disciplinas diferentes para explicar las leyes que regulan a cada esfera, la economía por un lado y las ciencias políticas por otro, es una prueba más de la objetividad de su separación.

Sin embargo, la separación entre economía y política no puede tomarse simplemente como un dato por dos cuestiones. En primer lugar, por el hecho de que su existencia como esferas institucionales separadas, el mercado y el estado, es el resultado de un proceso de separación que no está dado de una vez y para siempre, sino que debe ser reproducido permanentemente para que el capitalismo siga existiendo como tal. Y en segundo lugar, por el hecho de que en la separación consumada de la economía y la política, que se manifiesta en la superficie de la sociedad, no quedan rastros de la génesis del proceso de su separación, lo que genera las condiciones para su ontologización y universalización. Lo que hay que preguntarse es de dónde viene esta separación y de qué depende su reproducción permanente. La respuesta se encuentra en el capital. Cuando hablo de capital me refiero al proceso de inversión productiva del dinero con vistas a obtener más dinero, es decir, a su valorización. La valorización del capital supone producir mercancías que pueden engendrar más valor del que costó producirlas (plusvalor). Pero no sólo eso, sino que también supone su venta exitosa y la apropiación de ese plusvalor, para volver a comenzar el ciclo. Así hasta el infinito. Es el capital en tanto relación social general de la que depende la producción y la reproducción de la vida de las sociedades modernas el que asume las formas diferenciadas de economía y política.

Es común confundir al capital con “algo económico”, pero es mucho más que eso: el capital es una «forma social total»[20], un proceso que abarca a la totalidad de la vida social y en cuyo interior se desdoblan las categorías de economía y política, las que a su vez se materializan en las esferas institucionales separadas del mercado y el estado. El capital se escinde en economía y política, estado y mercado, por varias razones, aunque una es fundamental: la forma particular en que se da la explotación del trabajo bajo este modo de producción. Si en las sociedades previas al capitalismo la subordinación de la clase de los productores y la explotación del trabajo social dependían de relaciones de dominación personal directa (amo-esclavo, señor-siervo), en las sociedades capitalistas la subordinación y la explotación del trabajo asume una forma impersonal: la clase de los productores es libre, por lo que necesariamente la función coercitiva que garantiza la dominación de clase tiene que aparecer por fuera de la relación de producción y materializarse en la existencia de un aparato aparte. Son las condiciones materiales en las que vive la clase trabajadora, es decir, su falta de propiedad de medios de producción y de acceso a medios de vida, la que los obliga a vender su fuerza de trabajo al capital (no la dominación personal de la clase capitalista). Si bien al interior del proceso de producción el capital controla despóticamente a la fuerza de trabajo bajo su mando, cuando en su interior las condiciones de trabajo empujan hacia la insubordinación a la fuerza de trabajo, o cuando en su exterior las condiciones de compraventa de la fuerza de trabajo terminan llevando a la insubordinación, es la función coercitiva del estado la que garantiza su subordinación. Pero no sólo eso. El hecho de que la clase capitalista exista como un conjunto de capitales privados en competencia entre sí hace que las condiciones generales de la producción capitalista -entre las que se cuenta el derecho, la moneda, la infraestructura y las relaciones exteriores- no puedan ser garantizadas por ningún capital privado en particular, lo que engendra la necesidad de que surja una esfera institucional aparte del capital privado, no sometida a su lógica, cuyo interés particular es garantizar las condiciones generales para la acumulación de capital: el estado.

La separación entre economía y política, en tanto «determinaciones formales» de la relación capitalista, no existen, como dijimos antes, como un hecho dado de una vez y para siempre, sino que dependen de que el estado sea capaz de subordinar el trabajo al capital, y al mismo tiempo, de imponerle al conjunto de los capitales privados los intereses del capital en general. Esto quiere decir que la función de dominación, que sí es propia de todo estado en todo tipo de sociedad, bajo el capitalismo tiene que ser impuesta tanto a la clase trabajadora como a los capitales privados. Librados a la furia de los intereses privados en competencia, los capitales individuales que concurren al mercado son incapaces de garantizar sus propios intereses generales, y la misma lógica mercantil carente de cualquier límite legal y compulsivo termina por defecto desatando procesos de disolución y disgregación social. Algo de esto advierte difusamente el macrismo cuando se distancia de Milei diciendo “somos el cambio sin anarquía”[21]. El proyecto libertariano de una sociedad de mercado sin estado es una utopía reaccionaria, una forma desarrollada de inconsciencia social que desconoce la necesidad de la existencia del estado para la producción capitalista.

El resultado de esta necesidad es la aparición de conflictos permanentes entre política y economía, entre estado y mercado. Si el proceso de producción capitalista es exitoso, el trabajo se subordina al capital, y el estado es capaz garantizar los intereses del capital en general, es porque la economía crece, la producción y la valorización se expanden, el valor generado se distribuye entre las clases bajo la forma de diferentes ingresos, y el estado acumula recursos vía impuestos que le permiten desarrollar políticas desde sus distintas funciones. En estas condiciones economía y política aparecen ante la conciencia como esferas separadas, mercado y estado se median mutuamente sin mayores problemas y el conflicto entre esferas permanece latente. Pero cuando el proceso de producción capitalista se enlentece, aparecen el estancamiento y la crisis, la separación entre economía y política revela su carácter aparente: la recaudación cae junto con el nivel de actividad, el estado se vacía de recursos, las posibilidades para desarrollar sus funciones políticas se agotan y su dependencia del valor generado por el proceso de producción capitalista lo fuerzan estructuralmente a adecuar sus políticas a las necesidades de acumulación del capital.

En la posibilidad y la capacidad de reproducir la separación entre economía y política, y de atenuar los conflictos latentes entre capital y trabajo, mercado y estado, se juega el establecimiento de la dominación impersonal que impera en toda sociedad capitalista. Las mediaciones entre ambas esferas institucionales son la moneda y el derecho, y de acuerdo a la función que cumplan en la auto-mediación del capital en tanto «forma social total», los modos de garantizar la dominación impersonal del capital varían. Al respecto es útil caracterizar los modos de dominación imperantes durante el menemismo y durante el kirchnerismo, para comprender dos formas distintas de articular la relación entre economía y política, y así tener un punto de comparación desde el cual pensar las manifestaciones del conflicto entre estado y mercado que vemos hoy en nuestro país.

Tras la hiperfinflación de 1989, la forma que tuvo el estado de recomponer la dominación política fue abrir las compuertas de un proceso de extensión e intensificación de la competencia, cuyas medidas clave fueron la reforma del estado y la desregulación de la economía, por un lado, y la convertibilidad combinada con la reforma del banco central, que lo volvía independiente del poder ejecutivo, por otro. Esta estrategia no sólo implicó desatar una fuerte ofensiva del capital contra el trabajo, sino que al mismo tiempo implicó la imposición de un proceso de disciplinamiento de mercado sobre el conjunto de la clase trabajadora y de las fracciones más débiles del capital local. La apertura económica que significaron la desregulación y la reforma del estado, llevaron a la mercantilización de ámbitos sociales previamente estatizados en los que se introdujo el capital privado, y la descarga de la presión de la competencia internacional sobre la producción de la industria local. Esto a su vez se tradujo en la quiebra de las empresas menos competitivas, en el aumento de la desocupación, la reducción del valor de la fuerza de trabajo y aumento la explotación de la mano de obra ocupada. Por otro lado, la convertibilidad combinada con la reforma del banco central suponía la sustracción del dinero de la lucha de clases y la imposibilidad del estado de monetizar sus déficits amortiguando los conflictos, lo cual implicaba la imposición de la disciplina dineraria del peso convertible sobre el manejo de la política monetaria y cambiaria.

La intensificación de la competencia, la disciplina dineraria y la disciplina de mercado fueron los mecanismos de disciplinamiento con los que la ofensiva neoliberal pudo garantizar la dominación política tras la crisis de 1989. Esto significó un cambio en la forma de articular las relaciones entre economía y política que primaban en nuestro país desde mediados del siglo XX: la ley del valor a nivel mundial hizo sentir su presión sobre el espacio de valorización nacional, la economía avanzó sobre la política, y el mercado sobre el estado, reduciendo la actividad política estatal a la convalidación de las sanciones de facto que los flujos del capital dinerario y mercantil imponían sobre la sociedad. La forma ideológica que asumió este modo de dominación durante los noventa fue la ilusión de que el ejercicio del poder político se reducía a seguir la lógica económica del mercado, lo que ocultaba el carácter político del ejercicio del poder del estado que implementaba los mecanismos de disciplinamiento mercantil y dinerario y reducía la política a la administración de lo que dejaba el mercado.

La insurrección popular de 2001, al bloquear proceso de ajuste deflacionario al que inducía la convertibilidad y romper el mecanismo de disciplinamiento mercantil y dinerario, desarmó el marco político sobre el que descansaba el modo de dominación característico de la década del noventa. La crisis de la deuda se tradujo en un corte de los flujos de capital-dinero y en una crisis de la relación entre el estado y los organismos financieros. Por otro lado, si bien en el mercado de trabajo siguió operando la disciplina mercado, a través de la desocupación y la precarización, a medida que la desocupación se fue reduciendo también se fue atenuando el proceso de intensificación de la competencia y se redujo el grado de explotación de la mano de obra ocupada, mientras que en paralelo fueron recuperando centralidad las negociaciones colectivas, el manejo del salario mínimo desde el ministerio de trabajo y la intervención del gobierno, que aliado a los aparatos sindicales, fue intentando poner techo a las negociaciones paritarias. La devaluación, por su parte, producida tras la quiebra de la convertibilidad, revirtió de hecho la apertura económica y desconectó la formación interna de precios de las mercancías transables respecto del mercado mundial. El estado, gracias a los recursos que recaudaba por la vía de la devaluación, las retenciones y los aumentos de los precios de las materias primas en el mercado mundial, adoptó una política de intervención en el mercado cambiario para sostener un tipo de cambio competitivo, al tiempo que también empezaba a intervenir fuertemente en el proceso de formación de precios del sector energético y de servicios vía subsidios.

Es decir que, tras la crisis de 2001, el modo de dominación política se transforma: el estado acumula recursos, se autonomiza de la economía e inicia una práctica de intervención directa en distintos sectores económicos y arbitraje sobre conflictos puntuales entre clases y fracciones de clase, con el fin de incorporar derechos y demandas insatisfechas arrastradas por los grupos movilizados durante los noventa, politizando los conflictos y asumiendo él mismo un carácter político frente a los distintos sectores en cada intervención. La forma ideológica que asumió este modo de dominación es la ilusión de politización de la economía, que oculta la subordinación al mercado del ejercicio del poder político, el cual pasa a presentarse como si estuviera libre de restricciones económicas, pudiendo aparentemente regular la economía desde afuera en función de sus designios políticos[22]

Este modo de dominación política instaurado tras la crisis de 2001 encontró su primer freno en el 2008, en el conflicto con la burguesía agraria. Para entonces el superávit fiscal se agotaba y para hacer frente al pago de vencimientos de deuda el gobierno intentó imponer retenciones y desviar una porción de renta para pagar deuda, pero fracasó en su intento. En 2012 vendría una nueva reforma de la carta orgánica del banco central que revertiría la de los noventa, con el objetivo de permitirle a la institución financiar los déficits del tesoro con emisión monetaria en un porcentaje mayor. Luego, llegando a 2013 la balanza comercial argentina empezó a registrar déficits crecientes, por lo que los famosos superávits gemelos que sustentaban la estrategia de arbitraje del kirchnerismo habían desaparecido. En el 2014, la devaluación de Kicillof vendría a probar que ya no se contaban con recursos para continuar interviniendo en el mercado cambiario y a fines del año siguiente el gobierno perdería las elecciones.

El gobierno de Macri adoptó una estrategia gradualista al asumir su mandato, por el hecho de no contar con el capital político suficiente para iniciar un proceso de ajuste en toda la línea. La misma estaba sustentada en la apertura de un proceso de endeudamiento con capitales de corto plazo atraídos por altas tasas de interés interna, que debían financiar el ajuste gradual del gobierno y el atraso cambiario. El éxito dependía no sólo de que el gobierno sea capaz de imponer aquel ajuste, subordinando a la fuerza de trabajo a aceptar peores condiciones de vida, sino también de la capacidad de contener el proceso inflacionario antes de que la necesidad de ajuste del tipo de cambio al ritmo de aumento de precios internos presione hacia la salida de los fondos externos que financiaban toda la estrategia. Como el macrismo perdió esa carrera, es decir, como no pudo imponer ese ajuste, ni contener la inflación, ni disciplinar a la clase trabajadora, a mediados de 2018 se produjo una corrida cambiaria y una devaluación, que llevó al fracaso total de su gobierno y a la apertura de un escenario de crisis abierta. Desde entonces el país se encuentra en un espiral devaluatorio e inflacionario del que no encuentra salida. El gobierno de Alberto Fernández busca desplazar en el tiempo la presión hacia la adecuación del conjunto de la política económica a las necesidades de recomposición de las condiciones generales de la acumulación de capital, pero es incapaz de impedir que el accionar del mecanismo de ajuste automático del mercado lleve a un empeoramiento persistente de las condiciones de vida.

Fenómenos como la brecha cambiaria, la rebelión fiscal de fracciones del capital local, la constitución de empresas off-shore, son indicativos de la incapacidad del modo de dominación actual para subordinar a las distintas fracciones del capital a la estrategia basada en el arbitraje estatal con la que el kirchnerismo buscó recomponer las condiciones de dominación política luego del fracaso de la convertibilidad. Es en esta situación de crisis del modo de articulación de las relaciones entre economía y política alumbrado tras la crisis de 2001 que emerge el liberalismo, presionando por un nuevo avance de la economía sobre la política, en este caso, por una economización total de la política: dolarización y eliminación del banco central, si bien son propuestas impracticables, lo que evidencian es la voluntad de reducir a cero la capacidad del estado para intervenir en la economía, privándolo de todas sus herramientas monetarias, cambiarias y financieras. Las condiciones para la autonomización de la política respecto de la economía se agotaron, haciendo sentir sobre el conjunto del aparato estatal la presión estructural por adecuar su política a las necesidades de la acumulación capitalista. La política se vuelve cada vez más política-económica y las “soluciones” que adquieren mayor credibilidad son las que aparentan estar fundadas económicamente. Es por eso, probablemente, que se explique el hecho de que sea un economista excéntrico el que atrae todas las miradas, siendo invitado a conferencias empresarias[23], elogiado por magnates de la burguesía[24] y por cuadros del capital en argentina como Domingo Cavallo[25], quienes optan por ignorar su ridiculez y se concentran sólo en reivindicar el contenido económico de su liberalismo rabioso. 

 

el capitalismo como religión

Si es la crisis del modo de articular la relación entre economía y política vigente durante la post-convertibilidad la premisa que explica la necesidad social de la emergencia actual del fenómeno liberal, es la permanencia de la relación de fuerzas política que alumbró la el 2001 la que explica por qué la derrota del gobierno y su base social tiene que ser forzada políticamente, y porque se transforma en la “misión” de todo un conglomerado social, que va desde Cavallo y Rattazzi hasta los vecinos de las villas de Lugano y Soldati que votaron por Milei. “Existiendo las condiciones, la solución de las tareas se convierte en ‘deber’, la ‘voluntad’ se vuelve libre”[26], explica Gramsci. Basta escuchar a los liberales hablar sobre cómo, de seguirse sus planes, la Argentina se podría transformar en una potencia económica en el mediano plazo, para comprender el fuerte influjo ideológico que brota de esta situación de crisis. Es esa ideología la que más le cierra a todo un diverso bloque social con aspiraciones de ascenso y una confianza irreductible en las posibilidades de desarrollo capitalista del país, y la que los coloca a la vanguardia de lo que se viene gestando como una nueva ofensiva capitalista y un nuevo ensayo de gestión liberal de salida de la crisis argentina.

Antes había dicho que el liberalismo era una ideología en un sentido positivo y descriptivo, es decir, como filosofía de la que se deduce una moral, una norma de conducta correspondiente. Habría que agregar ahora que el liberalismo es también una ideología, pero en un sentido completamente negativo y crítico. El liberalismo hace lo que caracteriza a cualquier ideología en términos negativos: “pretende transformar en criterio universal una necesidad política inmediata”[27]. Esto se puede observar de forma patente en la militancia anti-inflacionaria de Milei y sus libertarianos: presentan una necesidad política inmediata, la reducción del déficit fiscal y la imposición de un criterio fiscalista estricto de manejo del gasto, como una verdad universal, la supuesta explicación de la inflación “en todo momento y lugar” como un desequilibrio causado por la emisión monetaria. Ellos se sienten en el deber moral de militar esta “verdad”, en la que creen ciegamente. Y no sólo eso, sino que además piensan que es una cuestión de “superioridad moral” el hecho de que un gobierno pueda tomar la decisión de dejar de gastar, lo que implica confundir la política, es decir, de la necesidad de administración del «interés general» desde el estado, con la moral, con las normas que rigen la conducta individual. Si tomamos en su conjunto estos criterios ideológicos que caracterizan al liberalismo (la creencia ciega en una verdad universal que en los hechos es una necesidad práctica, la deducción de sus normas de conducta desde una concepción general del mundo, y la confusión de la moral con la política), puede afirmarse que la ideología liberal cumple el mismo papel que cumple una religión.

Sin embargo, el contenido religioso del liberalismo no nace de los principios abstractos de la filosofía liberal, sino de la forma social de libertad característica de la modernidad capitalista, que la filosofía liberal no puede más que tomar acríticamente en su forma general y vacía de contenido histórico para terminar identificándola con la libertad humana en general. Pero lo que el liberalismo entiende como libertad humana en general no es más que la libertad económica bajo condiciones capitalistas, es decir, la libertad de comprar y vender mercancías. La libertad de los individuos en el mercado, para comprar y vender sin obstáculos, cuya conquista histórica representó un avance frente a los límites naturales y gremiales que restringían las posibilidades de desarrollo dentro del modo de producción anterior al capitalismo, se transforma en una nueva barrera materialmente infranqueable a la libertad general una vez que la producción y el intercambio de mercancías dejan de servir directamente a la satisfacción de las necesidades individuales para transformarse en un momento evanescente del ciclo del capital, de la valorización del valor. Militar por la ampliación de las libertades económicas, la extensión y la intensificación de la competencia, sobre la base de las condiciones de producción capitalistas, no implica más libertad para los individuos, que ya no son libres de elegir frente a la misma relación de compra-venta de la que depende su supervivencia, sino más libertad para el capital, más libertad para el accionar de las leyes coercitivas de la competencia al interior de la propia sociedad.

En este punto puede advertirse la potencial tragedia que se cierne sobre la nueva juventud liberal: de tener éxito político, en su mayoría, particularmente la mayoría más pobre, va a terminar siendo devorada por el proceso que ella misma pretende desatar. Queda todavía por verse si la historia le tiene reservado al liberalismo argentino del siglo XXI otro papel que el de ser el catalizador de una nueva ofensiva capitalista reaccionaria y autofagocitante.

[1]https://www.infobae.com/encuestas/2022/04/28/encuesta-quien-seria-el-candidato-mas-votado-si-las-elecciones-fueran-este-domingo/; https://www.clarin.com/politica/cristina-kirchner-javier-milei-nueva-encuesta-midio-cuanta-gente-votaria-7-referentes-clave_0_68gL3CAh9O.html 

[2]https://www.lanacion.com.ar/politica/las-razones-de-rodriguez-larreta-para-endurecer-su-discurso-sobre-los-piquetes-y-los-acampes-nid05042022/

[3]https://www.lanacion.com.ar/economia/horacio-rodriguez-larreta-el-proximo-gobierno-no-va-a-tener-100-dias-sino-100-horas-para-dar-senales-nid28042022/

[4] Para Melconian, dado el balance del banco central, hace falta “que venga Copperfield” para dolarizar la economía argentina, como se puede ver acá https://youtu.be/PxcDzyLJbdw?t=3238

[5] Una excepción tal vez sea la política implementada por Frondizi al asumir, que precipita una crisis inflacionaria sin comparación hasta ese momento, desata una fortísima redistribución regresiva del ingreso y abre el camino para su plan “desarrollista”.

[6] Para esta definición uso al Gramsci de los Cuadernos de la cárcel, ver Cuaderno 10, §. 31

[7] Véase la explicación de la concepción liberal de la libertad que desarrolla en el ensayo titulado Liberalismo, que aparece en los Nuevos estudios de filosofía, política, economía e historia de las ideas

[8] https://twitter.com/jmilei/status/1334493746046656513?lang=es

[9] Esto sólo puede entenderse a la luz de la crisis en la que entró la forma de articular la relación entre economía y política durante la post-convertibilidad

[10] https://www.youtube.com/watch?v=5OuMPC7Onqg&ab_channel=Emancipaci%C3%B3nRosario

[11]https://www.diariotiempo.com.ar/argentina/el-fenomeno-milei-lider-de-la-nueva-derecha-argentina-o-personaje-mediatico/

[12]https://www.laizquierdadiario.com/Los-usos-de-Milei-full-time-en-los-grandes-medios-para-derechizar-a-la-opinion-publica

[13]https://www.perfil.com/noticias/politica/milei-encontro-libertarios-en-cordoba-tuvo-miles-de-asistentes-en-una-clase-publica.phtml

[14]https://www.mdzol.com/politica/2022/4/23/javier-milei-revoluciono-mendoza-con-un-acto-multitudinario-de-cara-2023-238453.html

[15]https://politicahoy.com/opinion/por-que-el-resurgimiento-del-liberalismo-respuesta-a-gabriel-solano-20218617300

[16] Ver, por ejemplo, los argumentos esgrimidos en estas notas de Gabriel Solano (PO) https://www.infobae.com/opinion/2021/08/05/la-rebeldia-solo-puede-ser-de-izquierda/, https://prensaobrera.com/politicas/zurdo-compadre-la-concha-de-tu-madre/, y esta de Matias Maiello (PTS) https://www.laizquierdadiario.com/Y-si-la-rebeldia-es-de-izquierda

[17] Tomo la caracterización de la estrategia kirchnerista elaborada por Adrián Piva en el capítulo sobre la inflación de su libro Economía y política en la Argentina kirchnerista

[18] Con falsa ontologización me refiero a la atribución de formas de vida social históricamente determinadas a las relaciones sociales en general

[19] Para las ideas de este apartado me baso en el trabajo de Robert Kurz El fin de la política, disponible en http://grupokrisis2003.blogspot.com/2009/06/el-fin-de-la-politica_24.html y en los aportes del debate de la derivación del estado, disponible en http://www.elmaraltvater.net/articles/Altvater_Article44.pdf

[20] Tomo esta expresión de Anselm Jappe, quien la usa en el quinto capítulo de su trabajo Las aventuras de la mercancía

[21]https://www.lanacion.com.ar/politica/juntos-por-el-cambio-le-cierra-la-puerta-a-una-alianza-con-javier-milei-nid27042022/

[22] Este desarrollo lo tomamos del libro del anteriormente citado Alberto Bonnet La insurrección como restauración

[23]https://www.infobae.com/economia/2022/04/28/cumbre-del-circulo-rojo-en-bariloche-macri-larreta-milei-y-guzman-les-hablaran-al-grupo-charrua-y-otros-poderosos-empresarios/

[24] Cristiano Rattazzi ha dicho que Milei es “una persona con impecable visión económica”, como se puede ver en acá https://www.youtube.com/watch?v=mEngEY09lm8&ab_channel=LANACION

[25] https://www.lavoz.com.ar/politica/reaparecio-domingo-cavallo-y-lleno-de-elogios-a-javier-milei/

[26] Ver Cuaderno 7, §. 4

[27] Ver, de nuevo, Gramsci, Cuaderno 10, §. 1

Trece observaciones sobre la ultraderecha en Uruguay // Gabriel Delacoste

 

 

  1. No es una nueva derecha. No son nuevos en Uruguay los liberales fundamentalistas ni los militares nacionalistas autoritarios. Una alianza entre ellos, de hecho, gobernó entre 1973 y 1985. A veinte años de la llegada de Le Pen (padre) a la segunda vuelta de las elecciones francesas y a cuatro de que Bolsonaro sacara 57 millones de votos en Brasil, ya no deberíamos sorprendernos. Es cierto que hace diez años no pululaban los libertarians en las redes, ni existía Cabildo Abierto, un partido de ultraderecha capaz de sacar el 10% de los votos. Pero siempre que vemos un hongo salir de la tierra, es porque estaba hacía mucho armando sus redes por debajo. Los nostálgicos de la dictadura que el 14 abril salieron a conmemorar el “día de los caídos en la lucha contra la subversión” no aparecieron de la nada. Y la máquina electoral de Cabildo Abierto es básicamente una extensión de los mundos sociales que rodean a las instituciones militares.

 

  1. Tampoco es algo del pasado. Mientras era perseguido por el nazismo, Walter Benjamin rechazaba la sorpresa de que esas cosas todavía fueran posibles en el siglo XX. Del mismo modo, nada debería sorprendernos de que pasen o puedan pasar en el siglo XXI. La ultraderecha no es meramente un resabio de un pasado superado. Por algo muchos jóvenes (son muchos, aunque no estén cerca de ser una mayoría, como lo muestran los resultados del referéndum de hace unas semanas) se ven atraídos por ella. En la ultraderecha conviven quienes miran al pasado y quienes miran al futuro: hay lectores de Dugin y del Dark Enlightenment, admiradores de Rosas y de Elon Musk, ocultistas y bitcoineros. A menudo, esos intereses conviven en las mismas personas. El misticismo jerárquico premoderno hace una chispa con el futurismo de la singularidad.

 

  1. La palabra ‘ultraderecha’ habla de una posición política relativa. Cuando Guido Manini, general retirado y líder de Cabildo Abierto, acusa al resto de la coalición gobernante de ‘tibios’, se ubica a su derecha. Cuando los libertarians acusan en las redes a los liberales comunes y corrientes de cómplices del zurdaje, también. La palabra ‘ultra’ significa, justamente, ‘más allá de’. Igual que “centro”, estas palabras no nos dice mucho sobre qué piensan o qué hacen quienes se ubican en ese lugar.

 

  1. A pesar de que la ultraderecha se define en oposición a una derecha que no sería “ultra”, no parece haber un límite claro entre la centroderecha y la ultraderecha. En Uruguay, sin ir más lejos, gobierna una coalición de la que forman parte el Partido Independiente (un partido de centro, que se ve a si mismo como socialdemócrata), el Partido Colorado (con una fuerte tradición liberal, republicana e igualitarista), el Partido Nacional (nacionalista, por momentos liberal, por momentos conservador), junto a Cabildo Abierto. Es decir, la derecha de siempre gobierna junto a la ‘nueva’ ultraderecha. Al interior de la coalición, los discursos ultras circulan libremente. Dos ejemplos: la directora de la Secretaría de Derechos Humanos de presidencia, proveniente del wilsonismo (sector del Partido Nacional caracterizado por su oposición a la dictadura), explicó en un evento reciente que el apoyo de “mucha gente” a la dictadura se debía a las “huelgas, paros, ataques sorpresivos, secuestros, robos, saqueos” de los años 60. En el mismo sentido, la senadora Graciela Bianchi, elegida por la lista del presidente Lacalle, habla a menudo, como si fueran los 70, de la infiltración marxista en la educación. En el ya mencionado acto del 14 de abril, estaba presente el senador de Cabildo Abierto Guillermo Domenech, pero también el ex-presidente colorado Julio María Sanguinetti, un dirigente que se ve a si mismo como centrista, moderado y liberal. Lo cual no tiene nada de raro, teniendo en cuenta que los liberales moderados apoyaron masivamente a Bolsonaro en 2018, y el PP se prepara en España para gobernar en coalición con Vox.

 

  1. En la ultraderecha conviven ultraliberales y antliberales. Los ultraderechistas no necesariamente coinciden ideológicamente. Algunos de ellos son nacionalistas, estatistas, desconfiados del mercado. Creen en la conexión del pueblo con la tierra y en la dignidad de la soberanía política. Otros (los libertarians) son individualistas, detestan en el estado y glorifican al mercado. Creen en sociedades basadas en el interés y en la inteligencia producida por la agregación de millones de transacciones. Esta diferencia no menor, en ocasiones, les causa problemas. Pero la mayoría del tiempo son capaces de encontrar causas comunes. Algo que los une, de hecho, es su oposición a los (neol)liberales comunes y corrientes, que llaman “globalistas”. En Uruguay, esto se puede ver en el odio común a los políticos de los sectores moderados del Partido Colorado y en las peleas entre Cabildo Abierto y los medios de comunicación históricos del neoliberalismo, en particular el semanario Búsqueda. Un detalle no menor, sin embargo, es que los libertarians conviven discretamente con los neoliberales en las fundaciones del Atlas Network (la red internacional que coordina y financia a partidarios del libre mercado de todo el mundo). Así, los libertarians se entienden tanto con los liberales como con los anti-liberales. Como si el neoliberalismo hubiera desarrollado un segunda versión de si mismo, que se opone el mundo global que él mismo creó, para no poner todos los huevos en la misma canasta. Este nuevo neoliberalismo está, hace décadas, trabajando en la elaboración de síntesis teóricas entre el ultra-liberalismo y el anti-liberalismo. La principal entre ellas es la llamada ‘paleo-liberal’.

 

  1. En la base social de la ultraderecha pulula un mundo de cosas raras. Navegando entre la frenética actividad de la ultraderecha y sus zonas adyacentes en las redes, podemos encontrarnos a místicos, antivacunas, ex-izquierdistas intentando explicar sus nuevas simpatías con razonamientos geopolíticos, tradicionalistas del idioma español, amantes de la carne roja, adherentes al estoicismo o el hinduismo, revisionistas históricos amateur, junto a vocacionales del trolleo, seducidos por las posturas que causan rechazo entre los bienpensantes. Se da una paradoja: la ultraderecha suele presentarse como representante de un auténtico pueblo, compuesto de gente normal que no quiere cosas raras, burlándose de los vegetarianos, las personas que hablan con x o e, o de cualquiera que no vea como normal. Pero al mismo tiempo, se despliega en una multiplicidad infinita y fractal de nichos y subculturas bizarras. La ultraderecha es al mismo tiempo demagoga y esotérica.

 

  1. La ultraderecha es un fenómeno masculino. Es la construcción de una política de identidad masculina, en reacción al feminismo y los movimientos de la diversidad sexual. Lo que no quiere decir que le falten aliadas. Uno de sus grandes temas, muchas veces implícito pero a menudo explícito, es la ansiedad sexual de los varones jóvenes. De ahí sale el estereotipo de que no cogen. Por algo para explicar el viejo facsismo, Wilhem Reich daba tanta importancia a la frustración sexual. El deseo de ser un Chad o la admiración a grandes hombres como Putin o a Elon Musk, la idea de machos alfa y beta, incluso ciertos hobbies y ejercicios, forman una subcultura que tiende a politizarse hacia la derecha. Esto funciona especialmente en un momento de profunda anomia para muchos hombres, sobre la que la izquierda no tiene mucho para decir.

 

  1. La ultraderecha es un fenómeno internacional, que fluye por internet. Las ultraderechas, a pesar de ser nacionalistas, siempre fueron trasnacionales. Los nacionalistas de ultraderecha rioplatenses que en la primera mitad del siglo XX hicieron una crítica de la Ilustración (el caso más célebre en Uruguay es Herrera) eran ávidos lectores de franceses como Barrès y Maurras y, por supuesto, de unos cuantos españoles y alemanes. Pero la velocidad de internet es más rápida que la de los libros. Las ultraderechas que llegan hoy lo hacen de otras formas, produciendo distintos resultados: los memes circulan en micronichos siempre móviles en las redes, replicando o imitando a Milei, a Vox o a Trump. Y no es menor que en tiempos de encierro (pero ya desde antes) muchos jóvenes se socializaron políticamente en internet.

 

  1. La ultraderecha es un elitismo de masas. Si bien no es raro escuchar a ultraderechistas hablar contra las élites, no están en contra de cualquier élite. El problema es, específicamente, con unas élites que ellos ven como débiles y degeneradas, compuestas de burócratas de Naciones Unidas, activistas trasnacionales (especialmente si son feministas, de derechos humanos o ecologistas), intelectuales (especialmente si son de universidades públicas o de izquierda) y grandes empresas (pero solo si se ‘politizan’, por ejemplo, con políticas de no discriminación o marketing verde). Pero las ultraderechas no desean un mundo igualitario, sino la restauración buenas élites. Los nacionalistas anhelan líderes nacionales fuertes, mientras los libertarians claman por empresarios merecedores de sus trillones. Ambos esperan que este mundo de mediocridad sea roto por el retorno de los verdaderos héroes.

 

  1. La ultraderecha parece un fascismo sin fascistas. Cuando alguien que intenta entender el fenómeno de la ultraderecha aventura alguna caracterización, inevitablemente se le responde ‘pero no podés estar diciendo que toda esa gente es fascista’. Lo primero que podría responderse es que, seguramente, caminando por Berlín en los años 30 (o por Montevideo en los 70), no hubiera sido tan evidente quienes eran los simpatizantes del nazismo en ascenso. Al final ¿cómo debería verse un fascista? ¿no debería verse, justamente, como alguien perfectamente normal? Pero hay una pregunta más compleja ¿qué tal si los memes fascistas pasaran por personas que no necesariamente adhieren a una ideología articulada? Quienes los replican, a menudo, lo hacen de forma irónica, o sin pensar demasiado, como si los contenidos fascistas conectaran con algo del inconsciente político. No se puede asignar el éxito de los discursos de la ultraderecha a la genialidad del puñado de militantes ultraderechistas que existen, por ejemplo, en Uruguay. Con algo están enganchando.

 

  1. La ultraderecha es la vocera del odio a los progres. ¿Y quienes son los progres? No siempre queda claro, pero tienen algo que ver con la izquierda (y especialmente las ‘nuevas izquierdas’ feministas, antiracistas y ecologistas), con el liberalismo progresista (es decir, el progresismo promovido desde los organismos internacionales) y con los intelectuales. En el discurso de la ultraderecha el progre es un personaje complejo: al mismo tiempo es un conspirador hiperpoderoso, un marxista camuflado, deseoso y capaz de destruir la civilización occidental; pero también un estúpido, un blandito alejado de la realidad e incapaz de comunicarse con la gente normal. El progre es, al mismo tiempo, el establishment y un peligro radical. El odio a la izquierda, por cierto, tiene su público. Y no solo entre aquellos cuyos privilegios fueron cuestionados por la izquierda. No hay nada raro en el odio hacia quien prometió transformaciones que no sucedieron. Que también es odio a uno mismo, por haber sido ingenuo y creído, para defenderse del dolor por los sueños rotos. Por algo el sarcasmo y el realismo son tan usuales en el discurso ultraderechista.

 

  1. La ultraderecha logra componer con algunos sectores que vienen de la izquierda. A la izquierda que se había dedicado los últimos años a criticar al progresismo, todo esto la deja descolocada. ¿No éramos nosotros los críticos del progresismo? Pero al estar en contra de la ultraderecha antiprogre, no queda otra que quedar junto a los progres. Algunos, en esta situación, prefieren componer con la ultraderecha antes que ser progres. Para eso asumen, con la excusa de que se trata de posturas populares, sus discursos autoritarios, xenófobos, etc. En Uruguay, es notorio que Cabildo Abierto busca dialogar con las partes de la izquierda que vienen de tradiciones nacional-populares. Se forma así una pinza, en la que la izquierda se divide entre progresistas y populistas: unos hegemonizados por el liberalismo progresista, otros por la ultraderecha. Si la disputa entre progresistas y populistas se impusiera como principal eje de disputa política, la izquierda desaparecería. No es casualidad que, en todo el mundo, los grandes medios de comunicación intentan imponerlo.

 

  1. En tiempos de crisis, la ultraderecha cumple la función de canalizar el descontento hacia una estabilización del sistema. El capitalismo y el autoritarismo logran algo extraordinario: que quienes piden más capitalismo y más autoritarismo sean vistos como antisistema. Mientras, la izquierda, asustada y desesperanzada, se ve forzada a defender el status quo frente a las hordas fascistas. Lo que es comprensible, teniendo en cuenta que éstas hablan, sin pudor, de la violencia que están dispuestas a ejercer. Y cada vez más, la ejercen. Con el beneplácito de muchos derechistas moderados que prefieren un autoritario conocido antes que la incertidumbre de una transformación. Acordarse que quienes estamos en contra del sistema somos nosotrxs es un buen primer paso para desactivar esa operación.

La energía ambivalente del malestar: alquimia, crisis, extrema derecha // Amador Fernández-Savater

Lo que hay que explicar en España no es el auge de la extrema derecha de Vox, sino lo que impidió que se activara antes. Es decir, el crecimiento de la extrema derecha en épocas de crisis es casi una obviedad, una especie de automatismo que no requiere un gran esfuerzo de pensamiento. Es exactamente lo que está pasando desde la crisis de 2008 en toda Europa: Francia, Alemania, Inglaterra, Grecia, Hungría, Italia, Suecia, Dinamarca… Se impone lo normal, lo evidente. Sin embargo, en España la extrema derecha no hizo su aparición hasta 2018. Lo que hay que pensar es el cortafuegos. Lo que hay que pensar es el milagro. Lo que hay que pensar es la excepción. En España se llamó 15M.

 

El 15M fue, más que un movimiento social, un nuevo clima social que desbordaba por todos lados los límites típicos de la movilización clásica. Recogió todo el malestar que dejaba a su paso la gestión neoliberal de la crisis económica que empezó en 2008 -los “sacrificios” exigidos a los de abajo como receta de recuperación- y lo convirtió en energía de transformación. Ese fue su mejor gesto, casi alquímico: acoger la energía del malestar social, que se vivía hasta el momento en soledad e impotencia, y convertirla en la energía alegre y desafiante de la potencia colectiva, de la cooperación, del vínculo social. A través de las plazas como lugar de encuentro, del estar-juntos, del acompañamiento mutuo, de la “complicidad afectuosa entre los cuerpos” que dice Franco Berardi, Bifo.

 

La irrupción de Vox como tercera fuerza política en las elecciones de noviebre 2019 evidencia que la crisis sigue siendo, aunque en otra modalidad e intensidad distinta a 2008, la descripción que mejor describe la situación política y la vida social. Crisis no sólo económica, sino también de referencias y fidelidades, de creencias y valores. Una crisis cultural, en el sentido antropológico de «formas de vida», muy profunda. La novedad sería que, mientras que el malestar de la crisis se activó primero en el 15M y en el voto a Podemos o las confluencias municipalistas (Ada Colau, Manuela Carmena), ahora se estaría desplazando muy hacia la derecha. El malestar de la crisis es una energía ambivalente y ahora es la extrema derecha la que parece llevar la iniciativa de su elaboración.

 

Tras la aparición de Vox, se han podido leer por aquí y por allá comentarios que consideraban refutada la idea de que el 15M había supuesto en España un “cortafuegos” del ascenso general de la extrema derecha que vemos en toda Europa. Es un error gravísimo. El 15M supuso verdaderamente un antídoto de la derechización -canalizando el malestar hacia arriba (políticos y banqueros) y no hacia abajo (migrantes, pobres)-, pero no se puede pensar como una vacuna milagrosa, eterna y que funcionase de una vez por todas. Había que renovarla, actualizarla, para mantener vivos sus efectos. Y eso es lo que no ha ocurrido.

 

El 15M ya fue, es agua pasada. Lo que venga como nueva politización se llamará de otro modo y tendrá otra forma. Pero es muy importante entender bien qué fue. Es decir, qué fue lo que durante los peores años de la crisis neutralizó el virus fascistizante.

 

Resumiendo mucho, podríamos decir que el 15M fue 1) una dinámica de autoorganización popular. Es decir, no un movimiento referido a un sujeto preconstituido (la clase obrera, etc.), sino un proceso de “creación de pueblo”. Porque es la acción colectiva la crea un pueblo y no al revés. Un pueblo es un proceso que se hace, como en el tejido de un patchwork se van añadiendo nuevos fragmentos a la tela. Por ejemplo, en las plazas del 15M no había prácticamente inmigrantes, pero estos se unieron más tarde al movimiento a través de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y la politización del problema de los desahucios. Un “pueblo” no es un efecto discursivo o semiótico, como le gusta pensar a los teóricos de la hegemonía vía Laclau, sino un tejido de vínculos, de encuentros, de afectos. Un común sensible, no un significante vacío.

 

Y el 15M fue 2) un efecto de re-sensibilización social. Donde la crisis ponía en el centro la victimización, el resentimiento, la competencia y el sálvese quien pueda, el 15M puso la activación social, el empoderamiento, la empatía y la solidaridad. El otro, lejos de convertirse en obstáculo o enemigo, se volvía un cómplice para la acción transformadora. Más que un común ideológico, un común sensible en el cual se sentía como algo propio y cercano lo que les sucedía a otros desconocidos. Una nueva manera de decir “nosotros”, abierta e incluyente a cualquiera que estuviese indignado con la situación presente de precariedad generalizada y ausencia de democracia.

 

El asalto institucional

 

El “asalto institucional” de Podemos y las confluencias municipales quería trasladar al poder político -blindado y sordo a los movimientos de la calle- algunas de las demandas y de las nuevas claves nacidas durante el 15M. Sin duda fue una muy buena idea. Sin embargo, durante el proceso se rompió la tensión productiva entre intervención política e intervención social. La disputa en el campo social –que es precisamente donde se “crea pueblo” y donde se modulan los afectos colectivos- se abandona en favor de la conquista del Estado, dejando así el terreno libre a las estrategias derechistas mediáticas y de intervención sobre los territorios de vida.

 

La desactivación del “cortafuegos” 15M -los lazos de acción colectiva, apoyo mutuo, empatía y solidaridad- deja el paso libre a los virus que siempre están ahí durante una crisis económica y social: el miedo, el aislamiento, la amargura, la victimización, el resentimiento, la agresividad, la búsqueda de chivos expiatorios. De esa “pasionalidad oscura” -como llama Diego Sztulwark al clasismo, el racismo y el rechazo de la diferencia- se alimenta actualmente el desplazamiento hacia la derecha extrema y la extrema derecha. La derechización es antes un fenómeno libidinal y

 

afectivo que político o ideológico. Un endurecimiento de la percepción y de la sensibilidad.

 

Se habla del efecto multiplicador que han tenido los medios de comunicación en la aparición de Vox, sirviéndole de agente de transmisión, de resonador. Con toda seguridad es cierto. Pero los medios de comunicación no pueden imponer a la sociedad lo que quieren siempre que quieren. Por ejemplo, era imposible que en un clima social como el creado por el 15M prendiese la idea de que la salida de la crisis pasaba por el rechazo de los migrantes o el endurecimiento del orden. Es en el debilitamiento del clima social generado por el 15M donde calan esas ideas.

 

Ese clima afectivo del 15M se ha retirado o adormecido, debilitada en buena medida por una “verticalización” de la atención y el deseo, depositados y delegados durante el “asalto institucional” en la promesa electoral de la nueva política. Cautivados por los estímulos que venían de arriba (tele, dirigentes, partidos), descuidando mientras lo que sucedía a nuestro alrededor, el clima cambió.

 

Nueva Política

 

En estos últimos tiempos no sólo hemos visto cómo sube Vox, sino cómo baja Unidas Podemos. Ha perdido la mitad de sus apoyos y de sus escaños. ¿De qué nos habla esto? De la decepción y el desencanto que ha generado en un cortísimo lapso de tiempo la Nueva Política.

 

El asalto institucional se hizo cargo en determinado momento de una cantidad enorme de energía que venía del 15M: ilusión, esperanza, deseo. Pero hemos visto cómo ha disminuido conforme la nueva política se iba asimilando a la vieja en sus formas de hacer: personalismo extremo, opacidad en la toma de decisiones, lógica de bandos y camarillas, voluntad de poder por encima de todo, relaciones instrumentales, un canibalismo interno pocas veces visto en un partido…

 

La Nueva Política ha generado en ese sentido una despolitización -desafección, desestímulo, decepción y desencanto- y en el vacío de esa despolitización crece la derechización social.

 

Catalunya

 

Según muchos observadores y analistas, ha sido el conflicto en Catalunya lo que ha “despertado el fascismo” en el resto de España. Me parece más bien que ha sido la forma que ha tomado finalmente ese conflicto. ¿Qué quiero decir?

 

Hay que pensar distinto el desafío independentista. Allí donde todo el mundo ve un asunto identitario o nacional, podemos ver también otra expresión más -ambigüa, difusa, impura- de rechazo al sistema político español y su gestión, autoritaria y neoliberal, de la crisis. Pero la lógica de la representación ha conseguido codificarlo

 

enteramente como una pelea entre dos nacionalismos, excitando así el anticatalanismo histórico latente en toda España. Ha habido una incapacidad (dentro y fuera de Catalunya) por encontrar los modos de hacer ver la complejidad del procés y plantear un conflicto distinto e invitador para las gentes (muchas, muchísimas) que comparten el mismo rechazo fuera de Catalunya. Lo que era “común” -el malestar de las vidas en crisis y el rechazo del neoliberalismo- se rompe y se pierde al articularse en clave nacionalista.

 

Despolitizarse para repolitizarse

 

Ni canalización institucional del malestar, ni canalización identitaria del malestar. La repolitización que viene -mejor dicho: que ya está viniendo, con los movimientos de pensionistas, ecologistas o de mujeres- tiene que pasar primero por una despolitización. Una despolitización positiva, un proceso activo en el que hacernos una “limpia” de una cantidad de creencias y hábitos que hemos adquirido durante la etapa del asalto institucional. Por ejemplo:

 

-la idea de que la sociedad se cambia desde arriba, tomando los lugares del Estado. Cuando ni siquiera las mejoras sociales, si son algo meramente otorgado y no van acompañadas de procesos de subjetivación colectivos (debate, politización, comprensión crítica, otros valores…), contribuyen necesariamente al cambio social.

 

-la idea de que se puede y se debe subordinar todo a la “victoria” y la “eficacia electoral”: la discusión colectiva, las relaciones de igualdad, la democracia de los procesos, la pluralidad, el valor de la pregunta y la crítica, etc. Hemos podido verificar en muy poco tiempo que se puede perfectamente “ganar pero perder”: ganar poder y elecciones, pero perder todos los ingredientes del cambio social por el camino al disociar los medios y los fines.

 

Se trata de hacer de la desafección y la decepción con respecto a la Nueva Política y al nacionalismo catalán un aprendizaje y un nuevo punto de partida. La ocasión para un cambio y un viraje.

 

Disputar el campo social de fuerzas

 

El filósofo Michel Foucault nos propuso cambiar radicalmente nuestra concepción del poder: en lugar de verlo como algo que “baja” desde algunos lugares privilegiados (Estado, instituciones), nos invitó a pensarlo como un “campo social de fuerzas”. El poder viene de todos lados y se juega cotidianamente en millares de relaciones que configuran nuestra manera de entender la educación, la salud, la sexualidad o el trabajo.

 

Las leyes o el poder político no vienen primero, no son los resortes del cambio social, no son su causa, sino justamente los efectos de la disputa en ese campo social de fuerzas. Pensemos en los movimientos obreros, de mujeres, de homosexuales o de

 

minorías étnicas: primero se dieron procesos profundos de transformación de la percepción, los afectos y los comportamientos sociales, que más tarde se registrarían a nivel legislativo o institucional.

 

Lejos de ser una mirada pesimista (“el poder está en todos lados”), la mirada de Foucault tiene implicaciones muy positivas: el cambio social está al alcance de todos, se juega en la vida cotidiana de cualquiera, nuestros gestos, decisiones y relaciones cotidianas cuentan y mucho.

 

Es la disputa en ese “campo social de fuerzas” lo que hemos abandonado en buena medida, dejando vía libre al miedo, el aislamiento, la victimización y todas las pasiones tristes de la que se alimentan las viejas y nuevas derechas.

 

En este “periodo oscuro” que se abre, en el cual el malestar social antisistema es canalizado por derecha, no se trata simplemente de encontrar otra “política comunicativa” (guiños, gestos, signos) mediante la cual hablar a los votantes potenciales de la derecha y la extrema derecha y convencerlos de votar a los partidos de izquierda o progresistas. Así seguimos reduciendo la política a “comunicación electoral”. La derecha y la extrema derecha crecen, no porque tengan una política comunicativa mejor, sino porque son capaces de producir un tipo de subjetividad (creencia, valores, afectos) con las cuales sintoniza luego su mensaje electoral.

 

La pelea por la hegemonía social se disputa en los territorios de vida, en todos los entornos laborales, locales y familiares en los que hacemos experiencia, en los lugares cotidianos donde se configura nuestra manera de ver y sentir el mundo.

 

No se trata necesariamente de abandonar la intervención en la esfera de la representación, pero sí de complejizarla y repensar-rehacer su engarce con la intervención en la vida social. Porque es ahí se juega donde se decide de qué lado va a caer el malestar ambivalente de la crisis, donde se crea pueblo, se modulan los afectos colectivos y se cambian las cosas.

Correr sin ser corridos // Salvador Sebbí

Claro que no estoy en contra de lo asocial.

Estoy en contra de lo no social.

Brecht a Benjamin.

Al comienzo de Los soñadores, película infernal de Bernardo Bertolucci, el personaje principal comenta que era tal la afición que había sabido tener por el cine que se sentaba en primera fila para “ser de los primeros en recibir las imágenes, cuando aún eran nuevas, frescas, antes de que saltaran las vallas de las filas siguientes, antes de difundirse de fila en fila”, como si así pudiera, de alguna forma, contener algo de todo aquello que se le presentaba espectacular frente sus ojos y que expelía tanta potencia que corría el riesgo de, en un pestañeo, escurrírsele.

 

El fenómeno Milei suscita algo similar: sus performances están elaboradas con tan sutil manejo del drama que, como en las grandes piezas ficcionales -y como le sucedía al joven Matthew de Los soñadores-, surge la necesidad no solo de echarle un ojo, sino de seguirlo de cerca, de ir hacia él; ver de qué está hecho, hasta dónde es capaz de ir, correr hasta la primera fila para captar antes que los demás, para entender antes que los demás.

 

Ahora bien, si la tendencia se mantiene, y en efecto se está yendo hacia Milei, ¿cómo no quedar no solo cooptados, impotentes ante ese corrimiento, sino además abonar a él? ¿Cómo hacer, del fenómeno en ciernes, cuanto menos un llamado de atención? Más que encarar la empresa de dilucidar de qué está compuesto el veneno que alimenta al horror, es preferible abordarlo por la forma, palpando sus relieves, tanteando sus muletillas.

 

El año que viene se cumplen cuarenta años de democracia y de una plaza que reunió a todos. Sin embargo, hoy vemos a un tipo sobre una grada que, desencajado, pide por leones, que grita y pide leones. En cada uno, en cada una, duerme un león. Pues bien: ¡hay que despertarlo! Todo, absolutamente todo está en uno mismo. A su espalda, tres tipos lo alientan. De los tres, dos niegan la represión de la última dictadura. En la tribuna, trece, catorce mil personas corean el nombre del tipo. Al término del acto, un móvil periodístico se presenta en el lugar. De los seis jóvenes que son entrevistados, cinco aseguran haber ido solos.

 

La narrativa calza justa para un capital que nos pretende ensimismados, rezando revoluciones del yo y publicando cartografías de nuestro cuerpo -en tanto cuerpo como materia escindida del otro, de los otros, de lo otro.

 

En sus diarios, Witold Gombrowicz dice: “El hombre es un eterno actor, pero un actor natural, porque su artificio le es congénito (…): ser hombre quiere decir ser actor, ser hombre es simular al hombre”. En redes sociales, los influencers dicen: “¡Nada mejor ser uno mismo!” En sus intervenciones públicas, Milei dice: “La gente me apoya porque estoy fuera de la casta y porque soy auténtico”.

 

El pospandemia entrega una época que pronuncia la vuelta al átomo, al mundo como teatro de los solos y a un conjunto de discursos que vuelve a demostrar la supremacía del cómo por sobre el qué. Con estas cartas echadas y tantos tejidos deshilachados, la contraofensiva de nuestros tiempos quizás sea la de dejar de exhibir los trofeos de la vitrina y pegarse un baño de humildad para, con la escucha como principal arma, filtrarse en esa ¿nueva? forma de generar sentido, la del producto acabado, el slogan, la quietud disfrazada de verborragia. Tajear a esa forma e ir manoteando, como en una piñata, lo que sea que se desprenda. Porque, a pesar de que todo se vea oscuro, siempre estamos ante la posibilidad de la interrupción. De interrumpir lo que nos fue dado para correr, esta vez gozosos, por fin, a ocupar las primeras butacas del cine.

Disputar el delirio // Emiliano Exposto

Necesitamos disputarle los delirios a las “nuevas derechas” y fascismos. Tienen un carácter estratégico: un potencial cognitivo. Todo delirio tiene raíces políticas, constituye un índice del campo social. Involucra razas, naciones, géneros y clases. Se deliran las contradicciones y luchas, las crisis, guerras y rebeliones. La disputa del delirio es un operador estratégico importante para una recomposición anímica. El delirio no expresa engaño, falsa conciencia o distorsión patológica, sino que manifiesta el signo más extremo de que las pasiones, imaginarios y conductas están recorridas por una lucha de clases ampliada, surcada por conflictos feministas y disidentes, ecologistas y urbanos, antirracistas y anticapitalistas. No hablamos del delirio como una categoría clínica o psiquiátrica, sino como una fuerza ambigua.

Las clases dominantes y sectores privilegiados tienen su propia política del delirio. Un discurso de odio fascista, unos actos supremacistas y autoritarios. Mediante una representación sensacionalista para una amenaza real, las derechas alucinadas descargan sus violencias con nuestras vidas, reforzando el terror del capitalismo colonial y patriarcal. Acorralan las posibilidades para recomponer nuestras fuerzas frágiles y ambivalentes, acentuando las sensaciones de agotamiento e impotencia, frustración, insomnio y ansiedad entre tanto trabajo, decepción y catástrofe. Los fascismos movilizan un ataque asesino frente a toda tendencia de autonomía con respecto a los imperativos de valorización capitalista. No hay lucha antifascista por fuera de una disputa anímica sobre los deseos, imaginarios y delirios.

En una conversación reciente entre Diego Sztulwark y Amador Fernández-Savater, se dejaba leer la siguiente advertencia estratégica: debemos tomarnos en serio a los delirios fascistas, ya que manifiestan el miedo de las clases dominantes. Son una alucinación de los propietarios. No expresan una falsa percepción o mera anti-política, sino la política clasista de una sensibilidad paranoica y agresiva. La base del delirio es una sensación de amenaza que las clases dominantes sienten ante las nuevas luchas. Un afecto en defensa de la propiedad ante los “comunistas”, los desposeídos y los sectores populares. Un miedo desesperado a ceder en los poderes fácticos.

La ambigua potencia cognitiva y sensible del delirio nos señala un desafío. Hubo un tiempo en que las izquierdas hegemonizamos las fantasías alternativas, proponiendo imágenes de futuros que parecían delirantes, mientras los conservadores defendían el statu quo o el retorno al pasado. Hay un componente delirante en la política radical. Una nueva forma de soñar. La eclosión de una sensibilidad en ruptura con las determinaciones y las leyes históricas. ¿Acaso no existe un vector fantástico en la revolución bolchevique? ¿Y en el guevarismo? Como reverso de las hipótesis estratégicas y discusiones ideológicas, las revoluciones del pasado portaban una potencia sensible cifrada en sus discursos, acciones y fantasías disruptivas.

Al contrario, los delirios fascistas activan pasiones de aseguramiento de la propiedad. El fascismo muestra la imposibilidad de los neoliberales para gobernar la crisis de un modo puramente jurídico y legal. Es una estrategia represiva para salvaguardar el orden capitalista. Este miedo privatizador y supremacista se nutre de las violencias sexistas, clasistas y racistas.

El neoliberalismo está moribundo desde la bancarrota de 2008, acentuada por la pandemia, la crisis y las revueltas, pero en su etapa de utopismo mercantil había captado el descontento de masas. El neoliberalismo fue una reacción ante las luchas emancipatorias del siglo pasado. Por eso su cadáver putrefacto deviene ahora mismo contrainsurgente. Un fascismo generalizado. Solo los movimientos tenemos capacidad de veto para impugnar este autoritarismo del capital.

Los fascismos emergen cuando el capital no puede normalizar las crisis. Ofrecen certidumbre y seguridad en el marco de un mundo fracturado y decadente, mediante una politización reactiva del malestar social. Buscan subordinar las formas de ser disidentes, al subyugar la reproducción social de las vidas bajo la reproducción del capital. El delirio fascista se sostiene en pasiones reaccionarias, en unas acciones violentas generadas por la humillación, la precariedad y la inseguridad. Su agresividad se mide en relación a la anticipación de una amenaza a la cual está respondiendo el poder. Para las izquierdas clásicas, estos delirios son objetos de burla y cinismo lúcido. Pero su importancia política radica en el hecho de que nos pueden dar una lectura a contrapelo de la fuerza de insubordinación de las luchas a las cuales responden.

El delirio de los fascistas, “libertarios” y derechistas constituye un síntoma de la descomposición capitalista. Expresa una respuesta desesperada y alucinada del poder ante la perdida de privilegios. Un temor anticipatorio. El delirio fascista es supremacista, emerge para reforzar la obediencia. Se explicita en manifestaciones antiderechos, en cruzadas religiosas y sexistas. Recorre discursos y actos tan antidemocráticos como grotescos y conspiranoicos. Muestra lo insoportable de los imperativos de mérito, austeridad y competencia. Si bien todos podemos ser tomados por estos delirios, son más intensos en los sectores privilegiados. Porque la violencia fascista es la violencia del capital en defensa de una presunta normalidad enferma.

El delirio fascista es una contraofensiva anímica de las clases dominantes a nivel de las fantasías, deseos y representaciones sociales. En donde las crisis se utilizan como motivo para generar miedo y depresión, ajustar vidas y disciplinar los hábitos sociales. Es necesario un frente antifascista entre las luchas sindicales, populares, antirracistas, feministas o ecologistas, porque los fascismos buscan capturar malestares mediante discursos y acciones que de hecho responden a problemas reales derivados de la catástrofe del neoliberalismo. Captan afectos provenientes de la pobreza estructural, la frustración y las desilusiones populares desatadas por las vacilaciones decepcionantes de los gobiernos progresistas. Todo esto se complementa con unos microfascismos que nos hacen amar la represión para los otros y uno mismo. La micropolítica del capital se apoya en esta guerra social derechista. En resumidas cuentas, los fascismos son la figura subjetiva que representa la catástrofe del realismo capitalista y estatista.

 

Los delirios de las derechas canalizan el odio en un sentido desigualitario. Exponen las violencias xenófobas y antiplebeyas, desnudando la guerra que funda y subyace a la democracia. No vienen a imponer novedad o rebeldía, sino a reforzar el terror neoliberal. Las vacilaciones de los gobiernos progresistas exacerban el supremacismo violento de las derechas y “libertarios”. El avance desbocado de las derechas desestabiliza la ilusión progresista de gestión de las crisis. Los progresismos no son una herramienta para contener a los fascismos. Al contrario, los catalizan. La desmovilización progresista del conflicto social enardece las violencias de las clases dominantes. Estos odios reaccionarios y conservadores condensan el miedo privatizador de los sectores privilegiados. La pacificación de las luchas populares impide el desborde de los de abajo y exacerba a los de arriba. Las derechas fascistas sacan a la luz las desigualdades que las democracias no pueden cuestionar. El imaginario desmesurado de las derechas alucinadas opera como el espejo invertido de la mesura aburrida del progresismo.

 

Las derechas económicas y políticas se alimentan de los delirios de las derechas sociales. La gestión del consenso democrático es infértil para frenar la crueldad. Los fascistas no son insensibles: aumentan la sensibilidad propietaria. Esta se extiende a todo aquel que siente amenazadas sus posesiones y libertades de mercado. Se trata de una pasión transversal, aunque particularmente encendida entre las clases dominantes. Un deseo de orden y subordinación.

 

La derechización de los imaginarios funciona como el subsuelo alucinado de la desposesión, la explotación y el extractivismo. Actualiza violencias sobre las tierras, las comunidades y los cuerpos. La crueldad se torna evidente cuando la dominación entra en crisis. Al perder ciertos privilegios, los sectores dominantes descargan su venganza y resentimiento. De esta manera, las derechas procuran infringir un disciplinamiento sensible al conjunto de la clase trabajadora. Se proponen librar una guerra en términos sexistas, racistas, nacionalistas, religiosos y conservadores. Este inconsciente clasista, colonial y patriarcal viene haciendo cuerpos en diversas manifestaciones anti-igualitarias, en movilizaciones en defensa de la “libertad” y la propiedad, en discursos y acciones contra la recuperación de salarios, vidas y derechos.

 

 

Las subjetividades de la crisis pueden ser capturadas por estas conductas y pasiones fascistas, ya que los delirios derechistas hacen sistema con las pasiones tristes del progresismo. La derecha fascista representa un rencor ante todo deseo emancipatorio. Explotando nuestra tristeza, busca cancelar la posibilidad de los futuros alternativos. El delirio fascista expresa un odio y una violencia asesina contra cualquier línea de autonomía. En este marco, los representantes del partido de la propiedad quieren llevar la delantera en la creación de una política de la depresión colectiva, una gestión del insomnio, las ansiedades y el aburrimiento. Las “nuevas derechas” captan incluso fantasías insumisas de las juventudes y otros sectores sociales. En este sentido, no pueden ser combatidas con los afectos amargos de los progresismos o con la imaginación política deslibinizada de la izquierda tradicional. Mientras las derechas ofrecen chivos expiatorios, blancos de odio y líneas de fuga fatales, la literalidad progresista solo otorga un inclusivismo desinflado. La superioridad moral de la izquierda tradicional convida fórmulas desfasadas y sectarias tan ineficaces como los autonomismos.

 

Si deseamos derrotar esta subjetividad propietaria, colonial y sexista, no podemos restringimos a defender la democracia postdictatorial, repleta de desigualdades, impotencia y muerte. Un deseo desigualitario al servicio de la propiedad privada se muestra cada vez más feroz y en franco crecimiento. El delirio es sensacionalismo de una amenaza real. El pragmatismo estatal administra pasiones tristes, pero en vez de ser un instrumento para enfrentar a las derechas, las vacilaciones progresistas funcionan como un catalizador de la derechización de los comportamientos. Estos procesos ponen en evidencia la imposibilidad, desesperante para el poder, de estabilizar la dominación en tiempos de crisis, pacificando el ascenso del conflicto social. Si queremos restituir la capacidad de soñar futuros después del Futuro, necesitamos una ofensiva por los imaginarios, disfrutes y deseos. Hay que disputar los malestares y delirios de la catástrofe. Para combatir a los fascismos, necesitamos una recomposición anímica colectiva.

El precipicio // Franco «Bifo» Berardi

El enemigo interno

La lógica de la guerra es el horror.

En la semiótica de la guerra, todos los relatos de horror, incluso los falsos, son efectivos porque producen odio y miedo.

¿Por qué sorprenderse si Estados Unidos lanza bombas de fósforo sobre Faluya o si los rusos matan a prisioneros indefensos en Bucha?

¿Estamos hablando de crímenes de guerra? Pero la guerra es un crimen en sí mismo, una cadena automática de crímenes.

La pregunta a responder: ¿quién es el responsable de esta guerra?

¿Quién la quiso, la provocó, la armó y la desató?

El nazi-estalinismo ruso dirigido por Putin, no hay duda. Pero todos ven que alguien más lo ha querido con fuerza y ​​​​lo está alimentando activamente.

Si en febrero la Unión Europea hubiera convocado una conferencia internacional para discutir las demandas de Lavrov, la maquinaria de guerra podría haberse detenido. En cambio, se prefería soplar sobre el fuego.

Un delegado ucraniano que participaba en conversaciones con los rusos declaró con franqueza: “Estoy sorprendido. ¿Por qué la OTAN dijo tan pronto que no intervendría en caso de guerra? Así que invitó a Rusia a escalar». (citado en Limes 3/2022, El fin de la paz, La palabra a los pueblos mudos).

 

Los que participan en una guerra son incapacitados a pensar. Por razones neurocognitivas bastante fáciles de entender, los que hacen la guerra no tienen tiempo para pensar, tienen que salvar su vida, tienen que matar a los que podrían atentar contra su vida.

Y primero debe silenciar al enemigo interior.

El enemigo interno es la sensibilidad del ser humano, la conciencia, si se quiere, Freud habla de ello en un texto sobre las neurosis de guerra escrito durante la Primera Guerra Mundial: el enemigo interno se manifiesta como duda, vacilación, miedo, deserción. El enemigo interno es la voluntad de pensar.

Aquí hoy está todo el sistema mediático y político empeñado en derrotar al enemigo interno.

Ya estamos muy lejos en el proceso de militarización del discurso

público y la clase política y periodística italiana trae disciplinadamente el cerebro a la masa nacionalista. En esa masa se hace difícil distinguir las voces de los periodistas de extrema derecha y las de los intelectuales de formación trotskista.

El sistema de medios ha sufrido una mutación dramática en los últimos dos años. Durante la pandemia se movilizó constantemente con fines sanitarios. Veinticuatro al día nos mostraban ambulancias, delantales verdes, dispositivos de ventilación, y a partir de cierto momento inyecciones, jeringas, y más inyecciones y más jeringas, en un torrente ininterrumpido de ansiedad e intimidación. Alguien avizoró que aquel cerco mediático médico era el preámbulo de una mutación definitiva en los medios. Ahora durante veinticuatro horas vemos espectáculos aterradores, cuerpos mutilados, la huida desesperada y dolorosa de madres e hijos. Durante las veinticuatro horas del día somos testigos de la multitud clamorosa de comentaristas, comentaristas, generales llamando a la guerra y silenciando al enemigo interno.

 

 

¿Qué haría si viviera en Kiev?

Yo también me he preguntado: ¿qué haría yo si viviera en Kiev? Durante días esta pregunta me persiguió. Mi padre participó en la Resistencia italiana contra el fascismo, me dije, ¿entonces no sería mi deber apoyar la resistencia del pueblo ucraniano? ¿No debería luchar por los valores que la agresión rusa pone en peligro?

Entonces recordé que mi padre no era antifascista cuando tuvo que escapar del cuartel de Padua donde era un simple soldado. Nunca se había planteado el problema, el fascismo era una condición natural evidente para él, como lo era para la gran mayoría de los italianos. Cuando el ejército italiano se disolvió después del 8 de septiembre, huyó como tantos otros, fue a visitar a su familia a Bolonia pero sus padres habían huido de la ciudad por miedo a los bombardeos. Luego, con su hermano, decidió huir a las montañas cercanas, quién sabe por qué. Encontraron un grupo de otros evacuados, se encontraron con algunos partisanos y unieron fuerzas. Para defender su vida se hizo partisano. Hablando con los partisanos le pareció que los más preparados y generosos eran los comunistas, y entendió que los comunistas tenían una explicación para el pasado y un plan para el futuro, así que se hizo comunista.

Si viviera en Kiev y hubiera alguien que me explicara que tengo que defender el Mundo Libre, la Democracia, los Valores de Occidente, palabras con mayúscula, desertaría. Pero tal vez decida unirme a la resistencia para defender mi casa, mis hermanos, palabras con minúscula.

Por lo tanto, no puedo responder cuando me pregunto si participaría en la resistencia ucraniana, si dispararía a los soldados rusos o no. Lo que sí sé con certeza es que las principales razones por las que el Mundo Libre llama a los ucranianos a la resistencia son falsas. Y falsa es la retórica de los europeos que nos anima a seguir con el espectáculo.

 

 

El nazismo es una evolución de la humillación.

Se desata una orgía de horror en Europa, como se ha desatado en Siria, Afganistán, Irak, Libia, Yemen desde hace un par de décadas. Pero esos eran lugares distantes, habitados por personas diferentes a nosotros, en realidad, para ser precisos, habitados por personas que odiamos y consideramos inferiores.

Vladimir Putin, quien nunca ocultó su vocación imperial y sus métodos estalinistas cuando fue cortejado por nuestros presidentes, empresarios y periodistas, desató esta guerra porque la mayoría del pueblo ruso reaccionó ante la humillación de los últimos treinta años de la misma forma en que los alemanes reaccionó a la humillación de Versalles en la década de 1930.

El nazismo es una evolución de la humillación, es una promesa de redención agresiva contra la humillación. Y cualquiera que quiera saber la profundidad de la humillación sufrida por los rusos desde la década de 1990 debería leer Second hand Time de Svetlana Aleksievic.

Pero como dice Xi, «una sola mano no hace ruido». La mano de Putin no es suficiente. La otra mano es la de Joe Biden que empujó a rusos y ucranianos a la guerra para recoger cuatro resultados: destruir políticamente la Unión Europea, impedir la creación de North Stream2, volver a las urnas electorales en su país y derrotar a los rusos. enemigo. .

Los dos primeros objetivos se lograron perfectamente.

El proyecto North Stream2 ha sido cancelado por el gobierno alemán, por lo que ahora Europa deberá repostar en el mercado americano, donde el combustible cuesta un poco más, y en cualquier caso no será ni remotamente suficiente para sustituir al ruso.

Políticamente, la Unión Europea ha estado bajo el mando de la OTAN, y obligada a identificarse como nación, que es exactamente lo contrario de lo que habían pensado los fundadores de la Unión.

La Unión Europea nació para salir de la obsesión nacionalista del siglo Veinte, pero en los primeros meses de 2022, la OTAN la transformó en una nación. Y ahora la Nación Europa va al bautismo de fuego de la guerra como cualquier otra nación en la historia pasada.

En cuanto a los otros dos resultados, la cosa es más complicada, porque una mayoría de los estadounidenses desaprueba la política exterior de Biden (nunca había pasado, ni en tiempos de Vietnam, ni en tiempos de Irak, que un porcentaje mayoritario desaprobara del presidente en la guerra). Las preferencias electorales, según las encuestas, no son favorables para Biden. Es probable que los demócratas pierdan las elecciones de noviembre, y más tarde un republicano (ya veremos cuál, pero no descarto a Donald Trump) gane las elecciones presidenciales.

 

En cuanto al último resultado que quería lograr Biden, la derrota de Rusia, las cosas son aún más complicadas. A pesar de la feroz resistencia del pueblo ucraniano, Rusia está logrando lo que pretendía, a saber, la destrucción del ejército ucraniano y el control de los territorios del sureste y Crimea. Que los soldados rusos mueran por miles, e incluso que los generales rusos caigan en los combates, a Putin le importa menos que cero. El sacrificio es el alma del místico nacionalista ruso, como sabe cualquiera que haya leído a Tolstoi o Isaak Babel y Alexander Blok.

Más adelante es previsible que el conflicto se vuelva endémico en territorio ucraniano y que Rusia entre en una fase de catástrofe económica y social.

Pero, ¿han reflexionado los estrategas de la intransigencia antiputiniana sobre lo que significa una guerra de sucesión dentro de la jerarquía militar de ese país que posee 6.000 cabezas nucleares?

 

 

La vida es un paraíso

Según algunas encuestas, el 83% de los rusos apoya la guerra,

No me lo creo, creo que las encuestas que vienen de Moscú no son fiables. Pero es probable que la agresión goce de un consenso mayoritario.

Una minoría creciente de jóvenes rusos también se está orientando hacia las ideas de los ultranacionalistas para quienes la guerra en Ucrania es una autopurificación del alma rusa que es el preludio de aventuras más amplias.

«Gracias, Ucrania, por enseñarnos a ser rusos de nuevo». declara líricamente un idiota llamado Ivan Okhlobystine.

Hay una larga tradición martirológica que desciende del espiritualismo ortodoxo, que pasa por Dostoyevski, y se extiende por el siglo XX, reapareciendo en Vassily Grossman y en el mismo Alexander Solzenitzyn. Este victimismo místico se resume en las palabras del hermano moribundo del monje Zosima en Los hermanos Karamazoff:

«Mamá, no llores, la vida es un paraíso, y todos estamos en el paraíso, pero no queremos reconocerlo, porque si tuviéramos la voluntad de reconocerlo mañana, el paraíso se establecería en todo el mundo. «

El paraíso del que habla Dostojevski es el dolor, el frío, la miseria, la tortura, en fin la cruz. El nacionalismo ortodoxo ruso ama el dolor como prueba de la cercanía a Cristo en la cruz, y ama al pueblo tanto como odia a las mujeres y los hombres concretos: «Qué repugnantes son los hombres». Raskol’nikov dice antes de cometer el crimen sin sentido que debe cometerse precisamente por su insensatez. La ignorancia americana se enfrenta al delirio ruso y no es un encuentro fácil. Los estadounidenses (hablo por supuesto de la clase que posee el poder político y mediático en ese país) nunca han sido capaces de entender la diferencia cultural, excepto como atraso e inferioridad para ser explotados, sometidos o corregidos a bofetadas.

Pero la diferencia cultural rusa sigue siendo irreductible en su mezcla de universalismo salvífico y culto al sufrimiento sufrido e infligido.

La locura rusa y la ignorancia americana han arrastrado a Europa a un precipicio en el que ahora parece difícil contenerse.

 

 

El país líder del Mundo Libre

En el país que lidera el Mundo Libre (con mayúscula, por favor) la policía mata regularmente a tres personas al día, generalmente negros.

En 2020, después del levantamiento de BLM, cuando se trataba de ganar el voto de los negros y la izquierda, el Partido Demócrata Estadounidense se comprometió a reducir los fondos para la policía e invertir fuertemente para mejorar las condiciones de la vida social. Por supuesto, estas promesas no se cumplieron: no cancelar la deuda estudiantil, etc. Pero sobre todo, ninguna reducción en la financiación de la policía. Por el contrario, la financiación aumenta.

En la frontera mexicana, el retroceso de los migrantes ha llegado a niveles que nos hacen lamentar los días de Donald Trump.

Por una u otra razón, el consenso a favor de Biden ha caído a los niveles más bajos. Después de la derrota de Kabul, Biden tenía que demostrar que a pesar de haber perdido la guerra contra el país más destartalado del mundo, Estados Unidos podía ganarla contra Rusia. Por lo tanto, ni aceptó de tomar en consideración las reiteradas solicitudes de Sergey Lavrov, quien repitió muchas veces que Rusia quería discutir su seguridad, sus fronteras y, por lo tanto, la expansión que la OTAN ha estado persiguiendo en los últimos veinticinco años.

Como suelen hacer los viejos cuando se rebelan contra su dolorosa impotencia, Biden decidió enfrentarse a los duros rusos y preparar el enfrentamiento con Putin. Pero al final los ucranianos se quedaron solos frente al criminal estalinista-zarista del Kremlin. Los patrocinadores euro-estadounidenses de la resistencia ucraniana proporcionan las armas y el apoyo de los medios. Pero son los ucranianos los que están muriendo, a quienes una larga historia de opresión ha empujado comprensiblemente a posiciones ultranacionalistas.

 

 

 

 

Una guerra interblanca precipita una nueva geopolítica del caos

Aparte de la psicopatología de la demencia senil, que juega un papel esencial en el colapso psicótico de la raza blanca (ruso-europeo-estadounidense), ¿qué motivación estratégica tiene esta guerra? Biden es categórico: hay que defender el mundo libre, es decir, Occidente del que ha decidido volver a ser líder. Defender Occidente después de cinco siglos de colonización, violencia, robos sistemáticos y racismo no es fácil tarea, y la guerra entre blancos ha precipitado el declive, volviéndolo en colapso.

Lo que comenzó el 24 de febrero es una guerra interblanca, en la que la raza blanca lucha contra la raza blanca, pero de esta guerra surgirá una nueva geopolítica posglobal.

Cuando en 1989 el mundo libre derrotó al campo socialista allanando el camino para la privatización del mundo y la imposición financiera del neoliberalismo, los ideólogos se preguntaron si este nuevo orden era irrevocable y eterno, y por tanto si la historia había terminado, con todos. sus conflictos, sus revueltas y sus guerras.

Francis Fukuyama habló un poco precipitadamente en este sentido, y los liberaldemócratas tartamudearon: democracia y mercado eran una pareja imbatible. Unido a la ley de hierro del mercado, la palabra democracia pronto resultó ser un sinsentido: cada cuatro o cinco años los ciudadanos del mundo libre podían elegir a sus representantes, pero sus representantes no podían hacer nada más que aplicar las leyes del mercado, cuyas lógica automática no puede ser socavada por la voluntad política.

Esta estafa no podía durar, ya partir de 2016 la democracia se reduce a una broma.

 

Alguien, un poco menos estúpido que Fukuyama, escribió un libro para explicar que había comenzado una era de conflicto entre civilizaciones. En El choque de civilizaciones y la reconstrucción del orden mundial, Samuel Huntington esbozó la geopolítica de este choque, que en su opinión debería haber enfrentado entre sí a un cierto número (siete, quizás, más o menos) de bloques de civilización.

De alguna manera, la teoría de Huntington vio en la identidad (étnica, religiosa, cultural) la línea divisoria entre las fuerzas en conflicto, y anticipó las guerras estadounidenses contra los países islámicos, y el choque que se avecinaba entre Occidente y el mundo chino. Huntington no estaba tan descaradamente equivocado como Fukuyama, pero su teoría trivializa un proceso mucho más complejo.

El triunfo de la democracia liberal coincidió con la privatización general de la esfera social y con la precariedad general del trabajo. Su efecto fue el desmantelamiento de la «civilización social», una forma de civilización en la que los intereses de la mayoría son protegidos por normas políticas y sobre todo por la educación que permite suspender la ley natural de la selva.

Junto con muchas otras cosas, el totalitarismo capitalista destruyó la escuela pública. Los procesos educativos que en la segunda mitad del siglo XX motivaron la vida humana en un sentido ético y solidario, promoviendo el humanismo y el igualitarismo, han sido reemplazados por procesos formativos deshumanizadores: publicidad omnipresente, palpitante, ineludible, digitalización dominada por grandes empresas globales que inervan en la actividad cognitiva de los humanos asociados.

Se produjo así el efecto de conformismo más fantástico jamás conocido: la ignorancia y la superstición publicitaria eliminaron toda regla política y toda forma cultural que no coincidiera con la imposición del lucro.

La financiarización integral de la economía, posibilitada por las tecnologías digitales, ha logrado el dominio definitivo de lo abstracto sobre lo concreto.

El capitalismo financiero aparecía como un sistema automático sin alternativas, el trabajo precario se mostraba incapaz de solidaridad y el futuro aparecía definitivamente encapsulado en el presente automatizado.

En este sentido, Fukuyama tenía razón: la historia había terminado, la miseria psíquica se extendía como un furioso incendio forestal y la subjetividad estaba sujeta a una dictadura psicofarmacológica masiva y una datificación digital generalizada.

 

Luego vino la Catástrofe. Tras las convulsiones globales del otoño de 2019 (las extintas globales de Hong Kong, Santiago, Quito, Teherán…) llegó el virus.

Y el virus creó las condiciones para el colapso psíquico que ahora trastorna el escenario mundial.

El caos viral bloqueó la circulación de mercancías y la continuidad del trabajo en gran parte del mundo, pero ahora la amenaza de guerra trastorna la cadena concreta de producción-distribución-consumo y la amenaza atómica trastorna la imaginación deprimida, como un mal sueño del que despertamos solo para descubrir que el mal sueño es realidad.

 

 

Venganza

La guerra entre blancos, paradójicamente, hace que el mundo se divida en líneas sin precedentes, que no tienen mucho que ver con la ideología o la geopolítica, y tienen mucho que ver con la historia de la colonización y la explotación racial.

Cuando se presentó ante la ONU la propuesta de condenar la invasión rusa, los países más poblados -India, Pakistán, Indonesia, Sudáfrica- junto con China se abstuvieron. Por primera vez se perfila un escenario geopolítico que recorre la línea de fractura colonial. Los imperios blancos del pasado chocan o se unen, mientras el mundo no blanco emerge en el horizonte.

Rusia es el comodín, el loco, el elemento interno que funciona como ganzúa para desbaratar el mundo blanco.

Otros elementos locos se ven por ahí, ni siquiera es necesario nombrarlos. Otros se volverán locos.

La guerra interblanca de Ucrania es el catalizador de un proceso de fractura entre el sur y el norte del mundo del que sólo estamos viendo los primeros movimientos.

 

A veces me acuerdo del presidente Mao, de quien nunca he sido seguidor, pero que dijo cosas interesantes. Recuerdo que en la década de 1960 Mao teorizó que los suburbios pronto estrangularían a las metrópolis.

La teoría fue particularmente apoyada por su leal escudero Lin Piao (quien luego fue eliminado mientras volaba en avión unos años más tarde, en 1971),

Pero la visión del Gran Timonel debe entenderse como una alianza estratégica entre los trabajadores del mundo industrializado y la población proletaria o campesina de los países periféricos. El lema de la Internacional Comunista «¡Trabajadores del mundo, uníos!» fue reformado por los maoístas: «¡Proletarios y pueblos oprimidos, uníos!»

En esos años el colonialismo parecía retroceder, y en 1975 la derrota de los estadounidenses en Vietnam parecía el momento culminante de un proceso de emancipación.

Pero las cosas no salieron exactamente como esperábamos: el colonialismo derrotado resucitó en nuevas formas como dominación económica, como extractivismo, como colonización cultural.

La fórmula «el campo estrangulará a las ciudades» puede considerarse retrospectivamente como una alternativa estratégica a la alianza entre los trabajadores industriales y los pueblos empobrecidos por el colonialismo.

Si todo sale bien, dijo Mao, habrá una alianza entre los trabajadores del norte y los campesinos del sur. Si algo sale mal y los trabajadores del norte son derrotados, entonces serán los pueblos oprimidos los que estrangularán al capitalismo imperialista.

Espero que me perdonen por la simplificación caricatural, pero Mao no estaba bromeando. La Gran Marcha había sido precisamente eso: el campo había rodeado a las ciudades hasta que tomaron el poder en un país predominantemente campesino.

Los chinos conservan el recuerdo de la humillación que las potencias occidentales en ascenso infligieron al Imperio Celestial a mediados del siglo XIX. En esto momento los sahinos se proponen de nuevo como punto de referencia de los pueblos empobrecidos por el colonialismo, sujetos durante dos siglos a la explotación y la humillación, que hoy están estrangulando a la metrópoli blanca de muchas formas: migraciones, tribalismos nacionalistas, tendencia a romper el papel del dólar como función monetaria a nivel global.

La perspectiva estratégica «buena» fracasó porque el comunismo obrero fue derrotado por el capitalismo global neoliberal. Queda pues sólo la segunda, la peor: los nacionalismos resurgidos, la venganza.

Por ahora, la venganza se está dando dentro del mundo blanco, con el conflicto entre Rusia y el «mundo libre». Pero el próximo capítulo es el resurgimiento agresivo de los poderes que fueron subyugados en siglos pasados.

¿Podrá Occidente sobrevivir a este doble ataque que se suma a la persistencia de la hostilidad islamista, lista para estallar de nuevo en Oriente Medio, pero también en los suburbios de Europa?

Solo el internacionalismo de la clase obrera podría haber evitado que el enfrentamiento con el colonialismo pasado y presente terminara en un baño de sangre mundial: en los anos ’60 y ’70 una parte decisiva de los trabajadores del Occidente industrial y los proletarios de los pueblos oprimidos por el colonialismo se reconocieron en el mismo programa comunista. Pero el comunismo fue derrotado, y ahora nos toca enfrentar la guerra de todos contra todos en nombre de la nada.

 

 

precipicio europeo

En este precipicio general hay que intentar imaginar la evolución del precipicio europeo. ¿Cómo se aglutinará el proceso de desintegración social cuando la economía se trastorne y la sociedad se empobrezca de una forma impensable hasta ayer? ¿Quién liderará los probables levantamientos europeos?

Por el momento parece seguro que las fuerzas predominantes serán nacionalistas y psicóticas, y viene a la mente la profecía de Sandor Ferenczi, quien en un artículo de 1918 excluyó que una psicosis masiva fuera curable.

Este es el desafío de hoy: ¿cómo se trata una psicosis que ha ido más allá de sus límites individuales y ha invadido la esfera de la mente colectiva?

A estas preguntas no podemos responder hoy de manera coherente, pero debemos plantearnos estas preguntas con urgencia, porque la subjetividad social oscila entre una epidemia depresiva y una psicosis masiva agresiva, y solo una cura eficaz de este cuadro patológico puede evitar el holocausto terminal.

Encontrar esta cura eficaz es tarea de un pensamiento a la altura del presente.

 

Para nosotros, González // Diego Sztulwark (Revista La Biblioteca. Los libros y la vida, Horacio González (1944-2021)

  A Marcelo T. de Alvear 2230, donde comenzó todo.

00. El príncipe, escritura y política. Horacio González mantuvo una atención vital y persistente sobre las relaciones constitutivas entre escritura y política. Siguiendo de un modo muy personal a Antonio Gramsci, volvió una y otra vez sobre la figura mítica del príncipe, zona sísmica sobre la que se funda una rica tradición que ha descubierto en el escritor, el personaje y el libro -Maquiavelo, el príncipe y El príncipe– un yacimiento privilegiado para investigar líneas de movimiento comunes a la operación literaria y a la acción política. Y si Gramsci creó una noción operativa de “traductibilidad”, González extrajo de ella unas enseñanzas originales, que funcionaron en él como una concepción particular y muy suya de la lectura. El sujeto de la lectura de El príncipe descubre su ser político propio elaborando tácticas para la captación y constitución de sentidos allí donde el vacío constitutivo del texto fuerza la presencia de un príncipe lector, convocado también a descubrir los vacíos de su propia coyuntura, aquella desde la cual lee y en relación a la cual el texto adquiere el valor de un instrumento de intervención. Libro y coyuntura, por tanto, en sus respectivos vacíos, provocan o engendran un tipo de sujeto lector arrojado a una particular toma de conciencia de sus estimaciones y apuestas, tal y como el príncipe debe hacerlo para fundar un orden nuevo, estableciendo junto con la acción un tipo de saber subjetivo sobre las condiciones objetivas dadas e incompletas que en el libro -tanto como en el propio tiempo histórico- se nos dan como condición -superficie y enigma- para nuestras diversas formas de contemplación y/o acción. En lo que sigue vamos a leer dos textos de González: “Para nosotros Gramsci”, de 1971, y Maquiavelo y el problema de la lectura”, de 2019. Entre ambos textos transcurren casi cinco décadas en las que pasó de todo.

 

  1. Traducciones malditas. El primer texto de Horacio González de que tengamos noticias sobre el príncipe -“Para nosotros Gramsci”-, trata sobre la “traductibilidad” de las cuestiones estratégicas planteadas por el comunista italiano referidas a la conquista revolucionaria del poder político: ¿cómo leer la reflexión gramsciana sobre la hegemonía -escrita en las prisiones de Mussolini-, desde el lugar específico desde el cual actuaba la izquierda peronista de inicios de los años setentas? ¿Cómo apropiarse desde el peronismo militante de esos textos que hablan de la voluntad nacional-popular, y que circulaban hacía años en el país, editados por intelectuales ligados, cercanos o desprendidos del partido comunista argentino, con quienes se mantenía una querella, precisamente, sobre la centralidad de dicha voluntad? “Para nosotros Gramsci” es el prólogo a El príncipe moderno y la voluntad nacional-popular, una reproducción de la primera parte de la edición italiana de las Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el estado moderno (Ediciones Puentealsina, Bs-As, 1971). En la tapa se ve a una decena de trabajadores apiñados, con banderas argentinas. El prólogo del jovencísimo González, de diecinueve páginas, es un ejercicio de traductibilidad -de importación crítica y polémica- que busca enfatizar, a propósito de Gramsci, el momento cognitivo de la práctica revolucionaria, no tanto como una teoría de los intelectuales a cargo de la creación -lingüística y categorial, pedagógica y mítica- de un pueblo nuevo, sino más bien como organizadores de la cultura, instancia fundamental en la experiencia en la que grupos y clases saltan por sobre su conciencia inmediata corporativa para alcanzar un nuevo zócalo cualitativamente diferente, activo y universal, por medio de una nueva conciencia nacional. El “acontecimiento nacional-popular”, registrado en Los cuadernos de la cárcel, supone un tipo de subjetivación revolucionaria constituida en un doble pasaje simultáneo que va del pasado nacional al presente insurreccional, a la vez que, de lo obrero restringido a la posición económica hacia una nueva figura de lo obrero político capaz de producir hegemonía sobre los grupos y las clases de la nación, en una guerra de posiciones anticapitalista. Son las cuestiones que se planteaba Lenin, pero pasadas por Maquiavelo y su mítica apelación a la unidad revolucionaria de Italia: el Partido Comunista Italiano como “príncipe nuevo” daba lugar a un intelectual colectivo o “príncipe moderno” a cargo de la creación de un nuevo Estado, mediante la educación política de un pueblo-nación. Si González se interesa por esta doble traducción gramsciana que sitúa a Lenin en Italia -traducción oriente/occidente-, y hace de Maquiavelo un bolchevique -traducción pasado/presente-, lo hace a título preparatorio de su propia traducción, que va de la Italia al “tercer mundo” -norte/sur-, y del comunismo al peronismo. Si enseña al Gramsci traductor, es para proponer su propia modificación a la práctica del traducir: gramsciana en sus procedimientos, peronista en sus efectos. “Traducciones malditas”, entonces: porque el intelectual argentino, que debe asumir problemas distintos a los de Gramsci, sólo puede ser gramsciano a fuerza de no serlo del todo, o de no serlo de manera directa. Si los autodenominados gramscianos argentinos toman a Gramsci como una modificación teórica del corpus marxista para preguntarse por su propia posición -en tanto detentadores de esa reflexión teórica- respecto al movimiento nacional-popular del que se sienten ajenos o lejanos, la izquierda peronista se concibe en inmediata relación de interioridad con el pueblo y no acepa depender de una teoría separada de aquella experiencia. Maldita, también, porque la traducción gonzaliana no desea ser absorbida tampoco por la figura del cientista social académico, entregado a una relación de especialización analítica con el saber, desimplicada políticamente. De allí la positiva mención a la “investigación social como arma política”, del sociólogo norteamericano Charles Wright Mills, más próxima de la investigación militante que de la gestión de la teoría, que por aquellos años realiza Juan Carlos Portantiero[1]. En definitiva, las direcciones principales de las traducciones malditas apuntarán al cambio de acentuación que Gramsci hace de las cuestiones leninistas de la nación -el pasaje de la “cuestión nacional” a lo nacional como núcleo mismo de “una línea central de acción”-, y de la táctica política, retomada con un nuevo énfasis en sus dimensiones cognitivas. Ambas modificaciones -la de lo nacional y la de lo cognitivo- le interesan a González como momentos propios de aquello que Gramsci llamó catarsis -término procedente de la tragedia griega que el autor de los Cuadernos de la cárcel indica como momento del pasaje de lo “meramente económico (o egoísta-pasional) al momento ético-político”-, núcleo o estructura dramática de la acción política que organiza la lectura gramsciana de González. La catarsis gramsciana es el salto o transición que lleva consigo el paso de lo objetivo a lo subjetivo que es también el que va de la inercia pasiva a la creación de iniciativas. En palabras de Gramsci: “la fijación del momento ´catártico´ deviene así, me parece, el punto de partida de toda la filosofía de la praxis; el proceso catártico coincide con la cadena de síntesis que resulta del desarrollo dialéctico”[2]. Son estas modificaciones/traducciones de las cuestiones leninistas las que adquieren un nuevo sentido en las nociones gramscianas de hegemonía y catarsis. Nociones que a su vez deben ser salvadas de la apropiación esterilizante que hizo de ellas el propio Partido Comunista Italiano: Palmiro Togliatti, su secretario general, interpreta la reflexión gramsciana sobre el neocapitalismo en función de su propia táctica de “alpinismo reformista” y de Frente Popular (sinónimo de alianzas en las que las fuerzas revolucionarias quedan subordinadas), neutralizando la carga revolucionaria y comunista del evento nacional popular. Traducir a Gramsci supone, por tanto, para González, retener el elemento revolucionario por medio de un sinnúmero de precauciones, incluida la de reprender al propio Gramsci por lo que González considera son sus errores de apreciación histórica. Es lo que sucede, por caso, con el rechazo del italiano al “arditismo”, o formaciones armadas, táctica que Gramsci consideraba -“incorrectamente”- un método de las clases dominantes, porque ignoraba completamente la “experiencia político-militar de las revoluciones en el Tercer Mundo”. Y así como Marx se preguntaba quién educa al educador, en González se intenta una respuesta a la pregunta sobre qué o quién autoriza al traductor -puesto que los modos de traducir a Gramsci entran en conflicto entre sí-, siendo autorizada aquella traducción que puede activar sus enseñanzas sobre un suelo nacional otro[3]. De allí el juego de palabras completo que da lugar al título del prólogo que venimos analizando: “para nosotros, peronistas, Gramsci”. Donde la palabra “peronistas” debe ser escuchada en todo su espesor, porque es en esa escucha que las ideas de Gramsci podrían actuar como “proyecto, anticipación y germen” (cosa que no ocurre con “nuestros izquierdistas”, autopercibidos como “germen en contra del movimiento nacional”). Si hay una izquierda nacional y popular capaz de recibir los saberes nacional populares revolucionarios, esa es la izquierda peronista desde la que escribe González, autoconcebida como “germen” de un nuevo Estado. Por lo que el campo queda dividido entre quienes tradujeron a Gramsci “correctamente”, aunque tomados por la problemática artificiosa del “desencuentro de los intelectuales con el pueblo”, empleando el lenguaje del italiano al modo de un “grosero mimetismo sociológico”, y quienes -como González- sometieron a Gramsci al arte de la traducción maldita, en la que la conexión entre las palabras debe atravesar la prueba de los nombres que le interesan al peronismo -tales como “movimiento nacional, líder nacional, descolonización, violencia popular”-, que Gramsci por razones obvias ignoraba por completo. Se trataba, entonces, de ser gramscianos en la teoría, pero sin el pueblo, o bien de hacer de Gramsci un insumo para unos militantes que ya tenían un pueblo y un líder que, por su vez, ya poseía un léxico político propio muy distinto al de Gramsci (cuestión de la compatibilidad entre Perón y la izquierda que León Rozitchner había señalado en su entonces ya célebre “La izquierda sin sujeto”). “Para nosotros, peronistas” -escribe González-, Gramsci está presente entonces muy de otra manera: “por medio de una comunidad temática en acción. En Cooke, por ejemplo”. Cooke como ejemplo de traductor, una suerte de Gramsci local, autor de la expresión “hecho maldito”, artífice de una comprensión argentina del acontecimiento nacional-popular sin eludir los antagonismos sociales efectivos, estableciendo, habilitando las coordenadas locales de una síntesis nacional de las luchas obreras. Sólo a través de Cooke se torna visible un Gramsci traducido al idioma de los argentinos. Cooke es un Gramsci “que nos permite ser gramscianos”, incluyendo en esa primera persona del plural a “nuestro Viejo General en Batalla” que según aquél joven militante González, percibe la inteligencia del encarcelado comunista italiano, su conmovedora voluntad de hacer la revolución.

 

  1. Espacio vacío de la lectura política. En el año 2015 González publicó sus “Comentarios a los capítulos de El príncipe”, un extenso posfacio a la edición del clásico de Maquiavelo editado ese mismo año por la editorial Coliuhe. Unos pocos años más tarde González entregó una versión reescrita de aquel texto extenso bajo el títuloMaquiavelo y el problema de la lectura”, texto que fue publicado en el número 13 de la revista chilena Papel Máquina (a cargo de María Pía López), en diciembre de 2019. En lo que sigue vamos a seguir de cerca este último texto, con algunos desvíos intermedios. Tal y como advierte desde el título, la cuestión que se plantea González -casi cinco décadas después de “Para nosotros Gramsci”-, es la de la naturaleza de la practica de la lectura. La dedicatoria del artículo -“al que lea estas líneas”- nos constituye en destinatarios del texto, al mismo tiempo que ya desde su comienzo se inscribe en una serie histórica -o escena intemporal- formada por quinientos años de comentarios de El príncipe. En este escrito se retoma el problema de la relación entre acción y conocimiento tal y como se desplaza entre los vértices del triángulo formado por el escritor -el propio Maquiavelo-, el personaje -el príncipe nuevo-, y el libro. Esta condensación de múltiples direcciones lleva a considerar lo político en dimensiones diferentes, como un sistema abierto de correlaciones entre el cálculo pasional, la evaluación de valores morales, la estimación del teatro de apariencias y simulaciones, la atención a los cambios de circunstancias y las consideraciones sobre las diversas formas de gobierno. Y si en tal consideración de lo político, vibra una cuerda de republicanismo popular, ella no surge sólo de las citas de la república romana o florentina, sino también del propio funcionamiento del libro como artefacto, portador de una fisura que sólo puede ser colmada por medio del juicio de un lector capaz de poner en práctica todas las operaciones de las que es susceptible la materia misma de lo político. De ahí que González nos recuerde que Gramsci se refería a El Príncipe como un “libro vivo”. Una extraordinaria foto de Ximena Talento, ubicada en las primeras páginas de la revista Papel Máquina en la que se publica el texto, pareciera ilustrar esta relación con el vacío que González detecta como mecanismo fundamental que afecta por igual a la conciencia del escritor, a la de su personaje, y a la estructura del artificio. Esa fotografía nos enfrenta al espacio de escritura de González, una disposición de objetos que reposan en torno a su mesa de trabajo, en ausencia del flujo vivo de la escritura. Ese escritorio desbordado de libros, un mate y un termo, una pantalla, un teclado y una impresora, bajo unos cuadros o fotos -no se distingue- en la pared y más acá una silla con rueditas. Y sobre el respaldo de la silla, un abrigo. Impregnados de esa foto lo leemos: “todo lector crea un tiempo propio o produce una cierta abolición de la historicidad más palpable”, ¡abstracción que en el caso del lector de El príncipe supone desatender la infinidad de acontecimientos y transformaciones ocurridas durante medio milenio! Sólo saltando los siglos que nos separan de él es posible encontrar en Maquiavelo al “siempre contemporáneo mito del príncipe”, al que Gramsci recurría en medio del gran entusiasmo bolchevique. Pero González imagina otra forma de considerar El príncipe como “libro vivo”. Lo imagina ensamblado a un dispositivo de registro, como la caja negra de un avión, capaz de informarnos sobre las sucesivas capas de sentido y operaciones de lectura de que ha sido objeto -de Shakespeare a Napoleón y de Spinoza a Mussolini-, una suerte de libro perfecto, capaz de enseñarnos cómo funcionó, en cada uno de estos grandes lectores, la reorganización de frases y párrafos, en función de las diversas percepciones sobre las fuerzas que configuraban sus respectivas coyunturas. La escena intemporal da curso a la histórica precisa, cada lectura a una política, siguiendo el curso inesperado en que se presentan las circunstancias históricas, solicitando al lector su mejor disposición para afrontar con ímpetu o prudencia lo desconocido -los rostros de la virtú– el designio divino –fortuna-, buscando en El príncipe la inspiración para una acción específica. Es el lector asumiendo la posición del príncipe, realizando la doble experiencia de descubrir su propia autonomía de lectura respecto del contexto de Maquiavelo -la eterna e imponente “rareza” de sus argumentos-, pero también de la inmersión en un presente histórico como un enigma que hace de lo político un desafío de conocimiento y de transformación referida a lo inesperado, a lo no elegido, y a lo adverso. El príncipe reclama un lector capaz de actuar como príncipe de la lectura, capaz de sobreponerse a las dificultades de la lectura según el modelo de la imposición de la virtú sobre la fortuna. Es el tipo de lectura que González ve funcionando en Louis Althusser y su lectura sintomática, dirigida a interpretar la astucia del príncipe que introduce un vacío entre el sujeto y sus pasiones, fundando el juego de las simulaciones y las apariencias. Y la de Quentin Skinner, para quien la virtú en Maquiavelo es la actitud moral con que intentamos corresponder -y esta correspondencia sería la fortuna misma- a cada solicitud particular que nos reclama cada mudanza de “los tiempos”. El príncipe -político y/o lector- es alguien atento a las variaciones de los tiempos, abocado en cuanto puede a instituir, por decisión propia, una “soberanía en acto”, una definición de lo actual que es también una hipótesis riesgosa sobre cómo tornar favorable las posibilidades nunca del todo anticipables de las coyunturas. Interesa, entonces, el escritor Maquiavelo, pero interesa también lo que Claude Lefort llamó “el trabajo de la obra”, es decir, los enlaces producidos “entre la obra original y esas capas diferenciales que produjeron siglos de interpretaciones”, que hicieron de los lectores de El príncipe otros tantos príncipes de la lectura.

 

  1. Política y tragedia. Antes de seguir con la lectura de González, un comentario sobre la lectura de El Príncipe que hace Eduardo Rinesi en Política y tragedia, Hamlet, entre Maquiavelo y Hobbes (2011), que en más de un sentido actúa en íntima conversación con la meditación gonzaliana. Rinesi parte de dos enunciados que definen a partir de una relación de interioridad lo político como modelo último de la acción humana. Según el primero, hay que entender por “política” una realidad esencialmente ambivalente, afectada por una tensión irreductible entre dos principios: el del “poder” -como conjunto de operaciones institucionales que unifican lo plural en un cierto orden- y el del “conflicto” -la serie de las prácticas que cuestionan ese orden, provocando divisiones. Lo político, dice Rinesi, es tanto el principio que articula la división en un nuevo orden como la inevitable división conflictiva que ningún poder logra conjurar definitivamente. Orden y revolución son las dos metáforas constitutivas e inconciliables de lo político. Hay aquí una primera aproximación a la relación entre política -orden y conflicto- y tragedia -forma o género del pensamiento sobre las ambivalencias y lo irresuelto en el orden de las cosas-, sumamente útil para pensar lo político. Lo que esta primera presentación de la tragedia permite pensar es la acción como elección entre al menos dos principios incompatibles entre sí que operan sobre la situación. Príncipe es entonces aquel que se decide a actuar en una situación esencialmente irresoluble, y cuya decisión no descansa jamás en un saber completo sobre sus circunstancias, razón por la cual la política como modelo último de la acción estará siempre más allá de la conversación y el consejo, el pacto o el contrato. El segundo enunciado ya no refiere a la práctica política, sino a los modos del pensar: lo discursos, los textos clásicos de la ciencia política. Según Rinesi, la grandeza de la tradición filosófica occidental no consiste en la coherencia con la que ha sistematizado su indiscutible deseo de orden, sino más bien en haber sido capaz de atreverse a pensar -contra su propio deseo- “un componente de tragedia del que no se puede deshacer”. La nobleza de la línea antidemoníaca, que va de Platón a Hobbes, radica en sus extraordinarias percepciones sobre aquello que pretendía conjurar: la división, el conflicto, la anarquía, la guerra civil, la revuelta y la revolución, reconociendo en el síntoma el poder de aquello que quería evitar. Un repaso rápido por ambos enunciados, el trágico y el sintomático, nos deja ante la cuestión de cómo se piensa a sí misma la revolución. Porque, si hemos entendido bien, la tragedia concierne -al menos en esta primera presentación- a lo irresoluble al nivel de la situación, antes que a la conciencia del sujeto que debe actuar en ella. Es la situación la que carece de asimetrías orientadoras, volviendo hiper-subjetiva la elección. Lo paradojal, entonces, es que sean las conciencias reaccionarias las que con mayor lucidez comprendan aquello que en la situación permanece irreductible al orden, sin que quepa teorizar la naturaleza positiva del conflicto en tanto portador de asimetrías que preanuncian el orden nuevo. Cuestión que Rinesi advierte con toda claridad al estudiar la doble presencia de lo trágico -en la acción y en los valores- en El príncipe de Maquiavelo. “La originalidad de Maquiavelo” -título de un formidable estudio de Isaiah Berlin que Rinesi sigue de cerca-, consiste en haber formulado un tipo de conocimiento sobre las disyunciones que comunica un cierto – y quizás frágil- motivo para la elección. Desde el punto de vista de la acción, la disyunción (trágica) afecta a la situación (siempre a la situación, y no al sujeto, como ocurrirá más adelante con el príncipe Hamlet) según las célebres ruedas opuestas de la fortuna y la virtú. Rinesi estudia en detalle la argumentación pendular de Maquiavelo sobre este punto, mostrando como se pasa de un polo al otro (en los extremos cada polo se cree capaz de subordinar al otro: la virtú sueña con el control de la contingencia, la “fortuna” tiende a imponerse como “estructura” de la que el sujeto sería apenas una “derivada”) concluyendo en la inexistencia de un “modelo monístico” en cuanto a la acción política. No hay un principio organizador, sino dos principios no coincidentes. Voluntad racional y rebelde realidad se presentan como perspectivas alternas, y no hay -desde un punto de vista neutral o exterior- criterio alguno desde el que seleccionar un tipo de acción en particular. Todo lo que cabe decir es que la acción dependerá del tipo de coyuntura, y del modo en que sea leída por el príncipe. Pero desde la perspectiva del príncipe mismo -perspectiva que interesa a Maquiavelo-, se trata elegir, de recurrir a los medios disponibles, de torcer los datos de la coyuntura para convocar a la fortuna, asunto que concierne al modo en que el propio Maquiavelo asume la tragedia de los valores y que nos permite responder la pregunta que se hace Berlin sobre la originalidad de Maquiavelo. De hecho -se pregunta Berlin- no es fácil entender en que radica la inquietud que despierta El príncipe en sus lectores, sobre todo cuando advertimos que el texto es “claro”, “conciso” y “sincero”. La fascinante “libertad de pensamiento” de Maquiavelo redunda en una escritura desprovista de moralismo, cristianismo, idealismo y esencialismo: “el método y el tono son empíricos”, sin apelar a garantías metafísicas. La única libertad en Maquiavelo, según Berlin, es la de crear formas políticas libertarias contra “el gobierno despótico arbitrario”: Maquiavelo es un republicano. Y no, como han interpretado muchos, un técnico antimoralista. La originalidad de Maquiavelo no es, por tanto -como se ha creído y enseñado- la autonomización de la política de la moral o de la religión, sino el tipo de elección que hizo entre dos sistemas de valores morales y religiosos incompatibles entre sí. Entre la religión cristiana -fundante de los valores morales occidentales- y la pagana -base de una moral romana, republicana- elige con toda naturalidad la segunda. En palabras de Leo Strauss: “describir al pensador Maquiavelo como un patriota mueve a error. Es un patriota de un tipo particular: está más preocupado por la salvación de la patria que por la salvación de su alma”. El error, para Strauss, es oponer y luego elegir entre patria y alma, dos principios que deberían ir juntos. Salvo que para Maquiavelo -para Berlin y Rinesi- la experiencia demuestra que la moral que busca la salvación del alma -cristianismo- es un individualismo que paraliza la decisión política, mientras que en nombre de la patria -moral romana, republicana-, resulta posible educar a gobernantes y ciudadanos en valores tales como: “el coraje, el vigor, la fortaleza ante la adversidad, el logro público, el orden, la disciplina, la felicidad, la justicia” y el equilibrio entre pretensiones y el consiguiente conocimiento adecuado para asegurarlas. El conflicto entre dos sistemas de valores incompatibles no produce en Maquiavelo una incapacidad de elegir, menos aún lo coloca del lado de un rechazo de la moral. Maquiavelo se sitúa de modo firme y natural en una ética política que se ocupa de la salud de la república. De allí la cita de Berlin: “amaba a su ciudad nativa más que a su propia alma”. Maquiavelo no era diabólico, sino un libre pensador que expuso las ventajas de una moral que era social -más adecuada al conocimiento de la política, que versa sobre los afectos humanos-, por sobre una individual (identificada a la impotencia política). Y al hacerlo así, Maquiavelo proponía un modelo de conocimiento cuyos materiales -las pasiones humanas- no son informes e inerciales, sino plásticos, vivaces, cambiantes. La política como saber, así como la ética con la que se actúa en ella, reconoce reglas, las considera, se deja guiar por ellas. Lo que no se le perdona a Maquiavelo, dice Berlin, no es haber descrito realistamente el conflicto político -cosa que se hace desde siempre-, sino el haber develado el punto de falla de las bases mismas en las que pretende sostenerse la filosofía dominante del Occidente: la inexistencia de una “compatibilidad última de todos los valores genuinos”. Si hay una novedad en la política de Maquiavelo, concluye Rinesi, es “la comprensión teórica de que la acción (o inacción) de los hombres se desarrolla siempre en un vacío de determinaciones y de garantías”.

4. Estrategias de lectura. Volviendo al texto que estamos leyendo, “Maquiavelo y el problema de la lectura”, y a la tesis según la cual actúa en El príncipe una cierta fisura productiva, tesis que en Rinesi lleva a una reflexión sobre indeterminación constitutiva de lo político, y que González seguirá pensando como un vacío que recorre la serie de las palabras, impidiendo estabilizar los argumentos, pero también la de las pasiones, planteando una apasionante pregunta sobre si son estas series inestables las que expresan o bien determinan lo cambiante de las circunstancias y explicando, en última instancia, la naturaleza misma del cambio que Maquiavelo atribuye al tiempo histórico. Este vacío es un componente íntimo de la conciencia del príncipe, una condición de posibilidad para la apertura de cursos de acción, y en el texto una incompletud que convoca al lector a hacerse cargo de la obra. Por eso el príncipe moderno no existe sin su correlato, el lector moderno, que comparte una línea de horizonte liberada de finalismos, y por tanto sumido en una estimación continua de sí mismo como lugar de verificación de un saber de lo colectivo. Gramsci ejemplo más eminente. Por que en su practica de lectura modifica el texto que lee (haciendo de el príncipe una representación mítica de una figura colectiva), porque leer es para él una operación de traductibilidad, porque en sus notas y fragmentos crea la hegemonía primero como experiencia de la lectura antes que como estrategia política y porque al escribir bajo censura toma una serie de recaudos múltiples que suponen un tipo de lector avispado sobre los disfraces de la lengua. Y, sin embargo, no es Gramsci sino Leo Strauss el invocado ahora por González, interesado por su investigación sobre los modos de leer entre líneas, quizás más que como intérprete de Maquiavelo. Para el erudito conservador Strauss leer filosofía es distinguir dimensiones, puesto que no hay autor de peso que no se haya visto obligado a ocultar por obligación o prudencia su verdadera enseñanza en un nivel esotérico, escondiendo aquello que sería disruptivo para la moral pública bajo una capa exotérica e inofensiva, que camufla y permite poner en circulación una escritura privada enmascarada, que sólo podrán descifrar aquellos hábiles lectores capaces de percibir lo que en la escritura se hurta al censor. En su artículo “La persecución política y el arte de escribir”, Strauss reflexiona sobre esta prudencia propia del escritor que “sostiene opiniones heterodoxas” y sobre la “peculiar técnica de escritura” que cifra su sentido dirigiéndose a lectores “suficientemente confiables e inteligentes” como para jugar el juego de la máxima astucia, que tienen en mente el “entendimiento y cautela”[4]. Si Maquiavelo es interpretado por Strauss como un maestro del mal, es precisamente por la falta de toda prudencia en la enunciación de una política puesta mas allá de la moral. Porque aquello que en Maquiavelo es amor a la verdad -a la concepción moderna de una verdad sin dios-, en sus lectores no sabios -entre quienes se encuentran los príncipes realmente existentes- sería justificación de la tiranía. ¿Cabría entonces situar el vacío en esa cámara privada que se esconde en cada enunciado, al que sólo ingresa el interprete especializado, munido de una técnica de los indicios que le permite eludir lo dicho como apariencia en el texto para acceder al sentido pleno como lo dicho entrelíneas? Salvo que el propio interprete -como advierte Lefort- puede perderse en el camino. González percibe el juego maquiaveliano del vacío menos como el presentimiento de un fondo esotérico yaciente y más como producción subjetiva en la dificultad de las lecturas. Le atrae la fómula de Lefort sobre el “trabajo de conocimiento”, que busca comprender el carácter histórico de esa producción subjetiva. La labor del conocimiento que Lefort propone para leer a Maquiavelo consiste en clarificar la propia experiencia con relación a la política y la conducta humana -dado que el maquiavelismo es “índice de una representación colectiva”- pero también -y sobre todo-, en trazar un vínculo singular con la verdad que se pretende hallar en la obra de Maquiavelo. Un lector tal es Spinoza, quien -según Lefort- no deja de creer “como lo hará Rousseau, que en Maquiavelo hay un doble lenguaje”, uno que simula servir a los príncipes y otro -particularmente compatible con la propia política spinoziana- que hace conocer al pueblo “la disposición natural de los modos de la potencia, en la cual se manifiesta la división de dominantes y dominados, y que la pérdida de potencia que acompaña a la instalación de un particular en el lugar de la soberanía”.

 

  1. Glosa. Rastrear mas a fondo las ramificaciones de las traducciones malditas gonzalianas implicaría por lo menos cotejar estas reflexiones principescas con sus lecturas de Perón -sobre todo en su Perón, reflejos de una vida. Sobre este libro ha escrito un artículo Eduardo Rinesi -“Perón y el peronismo en la obra de Horacio González” (compilado en el mismo número de la Revista Papel Máquina en el que se publicó el texto de González sobre Maquiavelo que venimos comentado). Rinesi afirma allí que si algo condena González en Perón es “su incapacidad para poner fin al juego desesperante de inversión del significado” que llevaba el arte de la conducción al vacío o la demencia y a la “furia porque hubiera historia”, porque de no haberla, nada ni nadie limitaría el juego del conductor de frases. Perón, escribe Rinesi, se enfurece contra la materia fáctica de una historia que se resiste a la retórica. Y quizás sean estos términos -“materia fáctica”, “retórica” y “furia”- los que querrían ser reorganizados por casi todos los nombres citados hasta aquí -de Cooke a Portantiero, de Aricó a Rozitchner y habría que agregar también, porque para González era importante, a Ernesto Laclau- imaginando modos de constitución política capaces de emanciparse este modo de condensación mítica del líder, y en lo que en ella hay de “sed de absoluto” (expresión que González resalta de su lectura del libro de José Aricó, La cola del diablo: esa “sed de absoluto” que servía a Aricó para criticar a Guevara, pero también a Rodolfo Mondolfo, para identificar negativamente un núcleo decisionista en el príncipe gramsciano). Podría pensarse, siguiendo la última cita de Lefort sobre Spinoza lector de Maquiavelo, que son precisamente los lectores spinozistas de El príncipe quienes habrían intentado diluir esta “sed de absoluto” (entendiendo por ella el peso del elemento teológico presente en su teoría de la soberanía) en la teoría política, pero González no los toma demasiado en cuenta en el texto que comentamos. Sería el caso de Gabriel Albiac que, a partir de la enumeración de ciertos datos o episodios biográficos del canciller republicano perseguido, intenta una comprensión propiamente spinoziana de la dialéctica entre virtú y fortuna, la que redunda en la incompatibilidad entre república popular maquiaveliana y el poder privado de los Grandes. Brevemente: Maquiavelo actuó como “responsable de las fuerzas militares de Florencia”, “funcionario del cuerpo diplomático” y “defensor de la hipótesis republicana de gobierno”, hasta ser encarcelado y torturado en 1513 “bajo acusación de haber participado en una conspiración antimédicea”. Desde una lectura spinoziana, Albiac presenta al maquiavelismo como una “crucial ruptura”, entre la política y el voluntarismo teleológico. Ese “limpio corte” permite concebir lo político como determinación de redes causales que actúan sobre el tiempo y sus ritmos, delimitando situaciones históricas precisas e identificando márgenes de intervención para introducir la fuerza (virtú) en “la cadena determinativa de la fortuna”, todo lo cual supone espejar de modo sostenido las ilusiones, permanencias en las que cristaliza lo teológico-político. Respecto de la militancia republicana -y muy cerca de algunos fragmentos de Lefort- el republicanismo maquiaveliano consiste, según Albiac, en afirmar que “para que un estado pueda imponer su potencia, pueda hacer que la potencia de lo público se imponga sobre la de lo privado, es necesario que los privados renuncien al ejercicio del presente en función de las consecuencias que un futuro imprevisible, un futuro precario, que les haga temer o les haga esperar”. Por su parte, Toni Negri -tanto en El poder constituyente, como en su introducción al Maquiavelo y nosotros, de Althusser- sigue de cerca la relación entre mutación y república en la que la posibilidad de la potencia depende de un juego temporal que recorre la realidad y la reorganiza, juego no lineal poblado de largos silencios, siniestras esperas, y de salvajes asaltos, en la que la crisis italiana determina la situación del príncipe como nueva potencia, o un nuevo paradigma en ausencia de fundación. Justo porque el tiempo histórico de la mutación está definitivamente vacío de significado, escribe Negri en El poder constituyente, “la invocación ontológica está suspendida sobre un vacío de consecuencias, sobre la desesperación de un objetivo inalcanzable”. El príncipe es, por tanto, “el punto de partida de senderos interrumpidos”, y lo político se presenta como “tragedia del poder constituyente”. Una “tragedia necesaria”, puesto que la acción libre descubre sólo retroactivamente los efectos de su acción, y por tanto la acción misma queda afectada irremediablemente por la contingencia, siendo lo trágico político una “complejidad irreductible” que atraviesa toda tentativa de constitución de una “multitud popular”. Esta dialéctica de las pasiones que se conjugan como nuevo real constituyen para Negri la base de un “proceso constitucional convertido en un juego de sujetos productivos” que absorbe el discurso -¿soberano?- de El príncipe en el de la dinámica democrática. Citando a Althusser, Negri concluye que Maquiavelo es el teórico que piensa desde el vacío de las condiciones y de la ausencia de democracia y del principio constituyente, que desde allí arranca el deseo de un sujeto y lo constituye en programa. En la misma línea argumenta en su introducción a la reflexión althusseriana sobre Maquiavelo. El vacío y lo aleatorio definen la profundidad de la crisis y el lugar indeterminado desde el que lanzar la acción. La polémica con Gramsci se centra en que este último evoca a Maquiavelo para pensar la fundación del partido, mientras que “el descubrimiento de la hipótesis de lo aleatorio del proyecto de liberación” supone una aleatoriedad y una historicidad que es ya “punto de vista constitutivo”, entre la desesperación de la derrota y el vacío de toda prefiguración, en el “reconocimiento de la potencia de los cuerpos” -en su sentido colectivo-, que da lugar a las preguntas políticas negrianas: “¿qué significa pensar políticamente?”, cuya respuesta es: “dar soluciones inmediatamente compuestas en y por la colectividad”; ¿qué cosa es un Estado políticamente deseable? “Uno abierto a la acumulación y a la aleatoriedad de lo nuevo”, respuestas estas que nos brindan una comprensión aceptable de la noción de hegemonía. Pero esta clase de argumentos no convencen a González, que, como decíamos, lee a Maquiavelo y a Gramsci desde la Argentina y desde una particular relación con el peronismo. La presencia del spinozismo político fue tratada por González en un artículo, “Toni Negri, el argentino”, en el cual se considera el hecho que “desde Antonio Gramsci que no se daba en el mismo hontanar político al intelectual y al hombre perseguido por sus actividades políticas, que se manifiesta en su obra publicada y es capaz de llamar a nuevos conceptos políticos, convocar a aglutinar realidades bajo nuevos nombres”, aunque plantea dos clases de obstáculos difíciles de sortear. El primero de ellos recae sobre la diferencia de contexto entre ambos países sobre todo durante las décadas de los 70 y 80, aunque es la segunda objeción la que realmente importa y afecta la apreciación sobre el argumento del contexto. Si Negri sitúa la derrota de la clase obrera italiana entre fines de los años setentas y los ochentas, González resalta el hecho de que la derrota del movimiento popular en argentina no es reduce a las luchas en fábricas, sino que se refería a una acción política nacional, que fue atacada con una generalizada acción estatal represiva que incluyó una el desarrollo de una dimensión clandestina. De esta primer diferencia González pasa a considerar un nuevo tipo de lectura gramsciana hecha en la Argentina para comprender el tipo de relación entre institución represiva y sociedad civil, subestimada en la caracterización de las Fuerzas Armadas como ejército de ocupación. Por lo tanto, “era en Gramsci -y no es Spinoza- el que seguía presidiendo los cenáculos de la autocrítica argentina en el exilio”, son nociones como “catarsis” y “hegemonía”, dice González -invocando también a Ernesto Laclau y su noción de “contingencia”-, y no la de “anomalía salvaje”, que es la que interesa a Negri en su prisión, las que permitían criticar concepciones erróneas de las organizaciones revolucionarias de los setentas y comenzar a revertir la derrota en Argentina. Esto conduce a González a considerar su segunda y más profunda objeción, referida al discurso de Negri, que persigue “los surcos de la potencia del ser, que es a la vez indefinido y determinado, denso y múltiple, constitutivo y placentero”, es decir frente a “fuerzas sin negatividad dialéctica ni vacío material que por procesos de autoafirmación y combinación no finalista de actos de ser, expresa la potencia colectiva”. Son todas imágenes teóricas que González percibe -igual que Negri- como opuestas al radical historicismo “bajo especie catártica”, proveniente de la tradición trágica, y que se refiere a un tipo particular de conmoción que acompaña el pasaje a “otro estadio social más extático”. En otras palabras, Negri afirma la coincidencia entre técnica y ontología, entre producción y constitución, mientras González sostiene la vigencia de una dialéctica gramsciana con su afirmación de un historicismo de tipo cultural. El núcleo del argumento de González radica en la afirmación según la cual en Negri no hay “vacío material”, fundamento del historicismo de la cultura, sino “ser inmanente y dado”, apoyado en un materialismo de la técnica. La lectura spinoziana de Negri trae la multitud ahí donde con Gramsci estaba en juego lo “nacional- popular”. Lo que González defiende ya no sólo como su propio marco de pensamiento sino como lo “argentino” mismo sería, entonces, un pensamiento fundado en “una libertad de combinatoria de elementos que ocurren en el seno de una temporalidad” (nunca se estuvo tan cerca de Laclau y al mismo tiempo de Maquiavelo) que actúa “arrastrando figuras ya consumadas de sentido”, figuras que condicionan el “horizonte colectivo” bajo modalidades que hay que saber estudiar. El texto de González es del año 2001, y concluye con la advertencia según la cual sería “torpe” abandonar a Gramsci, cuyo pensamiento “no parece agotado”.

 

  1. El obsequio y el conflicto. El Príncipe comienza con una dedicatoria “al magnífico Lorenzo de Médici” en la que se anuncia que la composición de libro es un obsequio que compite con otros tantos regalos que se les hacen a los príncipes, tales como “caballos, armas, telas bordadas en oro, piedras preciosas y adornos similares”. Pero Maquiavelo estima el conocimiento de la política como un bien aún mas alto. De allí que la dedicatoria de este “pequeño volumen”, apto para “hacer comprender en brevísimo tiempo” lo que a él le llevó una vida de riesgos y perjuicios, sea el regalo más valioso: la narración de un saber vital, un libro personal, un intento de escribir sobre las formas mismas del conocimiento por medio de la composición de un curioso personaje -el príncipe- que se debate entre dos clases de pensamientos, el cálculo de las pasiones y las formas de gobierno, y “los pasajes inesperados” entre estos mundos “heterogéneos y vaporosos”. En El príncipe, Maquiavelo conversa con su personaje y consigo mismo, pasando de la primera a la tercera persona, en un “teatro del pensamiento” o también “comedia ingrata de las pasiones que disputan con las divinidades más altas”, como prueba de ese pensamiento libre al que González llama también “príncipe”, puesto que por tal entiende -citando nuevamente a Skinner- el acto en el cual la confrontación con las propias desgracias engendra señorío. Maquiavelo, en cuanto escritor, explora un juego de mediaciones en las que se constituye el saber que el pueblo tiene del príncipe y el príncipe del pueblo, el intelectual como figura tercera, pero también como figura primera un tipo de conocimiento que es acción, y que ya no consiste en la “aplicación”, sino interés por la noción de “tiempo”, o marcha indetenible que destruye una tras otras las ideas que se habían probado como verdaderas y que hace necesario reunir este infinito en un libro -por eso “viviente”-, en el que lo que siempre está en juego -escribe González- es quién es el príncipe, quién el escritor y quién el lector, puesto que incluso en el pensamiento sobre el poder, definido como “capacidad de establecer las cosas y verlas por ese mismo acto fundador al borde de su propio abismo”, la angustia del príncipe se asemeja a la del escritor: ambos deben lidiar con esa lógica paradojal, que González formula en la siguiente frase: “sin conflicto no hay conocimiento, no hay príncipe”.

 

  1. El imposible clasificatorio. Como lo ha mostrado Ernesto Funes en su libro La desunión. República y no-dominación en Maquiavelo, el juego de las clasificaciones del florentino viene desacomodado, puesto que no hay coincidencia estricta entre el juego de los afectos que recorren la ciudad, y el de los regímenes políticos considerados por la ciencia política. Siguiendo a Claude Lefort en su lectura de la ciudad como lugar de la división entre dos humores de naturaleza inconmensurable -los “grandes” que desean dominar, y el “pueblo” que desea no ser dominado-, Funes enfatiza una desproporción al interior del sistema de correspondencias entre dos afectos -deseo de dominio/de no ser dominado- y formas de gobierno –“principado”, “republica” y “licencia”-, desproporción que se explica por el hecho de que en Maquiavelo actúan varias dinámicas simultáneas, de modo tal que la correlación causal por la que el conflicto de los afectos -o humores- de clases producen determinados efectos institucionales -o formas de gobierno- fundados en el predominio de la dominación de unos grupos sobre otros debe completarse con lo que sería el descubrimiento -o la posición- del propio Maquiavelo: la “desunión” que rompe las relaciones de dominación y actúa como causa eficiente propia y actual de la libertad política, que Maquiavelo vio realizarse en la republica romana, cuyas leyes justas atribuía al tumulto plebeyo. De este modo, el republicanismo popular, y la idea misma de un contrapoder plebeyo irrumpen como elemento desequilibrante, produciendo una falla en el orden clasificatorio que organiza la rueda de los regímenes políticos de la dominación. Falla que vuelve legibles para el nuevo príncipe las asimetrías y por tanto proveyendo los criterios que prefiguran un orden nuevo. En explícito homenaje a Louis Althusser, este príncipe que desborda las clasificaciones es propuesto por Funes como príncipe lector de las condiciones objetivas de la situación, es decir, como alguien capaz descifrar un sentido posible -un diagnóstico y un programa popular de transformación-, y de gestar una intervención efectiva, gesto por medio del cual adquiere cuerpo una potencia subjetiva de ruptura y de institución, capaz de hacer advenir un nuevo proyecto histórico. Pero a todo esto hay que llegar maquiavélicamente -escribe González en el textos que seguimos comentando- a partir de certeros “juicios de circunstancias”, adheridos a la “verdad efectual”, sin despegarnos del “procedimiento de lo real”, lo que supone que aquello que en una situación se presenta como legible -conflicto de humores, circunstancias cambiantes- sólo es legible para un tipo de lector capaz de “mirar frente al precipicio”: “la imagen de Maquiavelo, señalando el vacío, siempre está ahí”. Porque leer, para el Maquiavelo de González, es siempre una batalla contra la fortuna. Y porque todo razonamiento político se produce sobre un fondo abismal, desgarrando la conciencia del príncipe, en cuyo teatro privado hecho de pasiones, cuidados y apariencias, Maquiavelo descubre, en su intimidad de escritor, que cada lector debe vivir por su cuenta, el hecho de que la presencia del vacío hace de cada conciencia -texto o acción- la sede de un continuo cálculo, un balance y puesta a prueba en condiciones de extrema adversidad. Un “barroquismo de gestos que se sostienen sobre la nada”, que se abre en las grietas de la división de lo real. Y por eso, agrega González, a El príncipe es inseparable de otro libro sobre divisiones y simulaciones, escrito por Carlos Marx -el 18 brumario-, su propio “príncipe bonapartista”, un “teatro de pensamiento” en el que la acción deseada no surge sino de la impugnación de aquella que se nos presenta en la figura de Luis Bonaparte, pero que permite captar algo esencial sobre el problema de la variación de la fortuna, asociada a la presencia del tiempo, y por tanto al problema de la “concordancia” de la acción y la “calidad de los tiempos”. O, dicho de otro modo, al engarce entre la “rueda fija de la diversidad de la naturaleza humana” y la rueda imprevisible del tiempo, que no pertenece a la voluntad humana sino al capricho de los dioses. Este engarce que no deja lugar a ninguna clase de “temporalidad interior” ni a “una conciencia inmanente del tiempo” y que apunta a la “felicidad política” como coincidencia entre “carácter y situación”, entre personalidad y coyuntura. El príncipe es una apelación a la acción unitaria del disgregado “pueblo” (italiano), un libro dedicado a descubrir los mecanismos de selección recíproca, que continuamente se operan entre subjetividad y azar, pasado y presente, como una lección sobre el saber último según el cual “la fortuna es la virtú”.

 

  1. Para nosotros, González. En “Maquiavelo y el problema de la lectura” lo político es tratado como actividad introspectiva que condiciona la actividad pública, sin la cual no hay posición subjetiva desde la cual realizar ese complejo razonamiento sobre la institución que abarca el cálculo de las pasiones, de las categorías morales, pero también lo pre-categorial, dado que la estimación de las mutaciones temporales, imprevisible, opera como selección sobre el carácter de la voluntad política. Esa condición previa que tiene la subjetividad respecto de la teoría es lo que González llama “fisura”, como la realidad más persistente en cualquier estructura. De esa fisura dice González: esos somos nosotros, “somos nosotros, lectores”, quienes padecemos los “golpes de la fortuna”, que son las acciones de los grandes escritos “a nuestras espaldas”. En González hay un modo militante de leer, un modo maldito de traducir y una adhesión al “vacío” material como condición última que permite pensar tanto lo político -pues el príncipe no deja de ser, ante todo, la figura que actúa ahí donde la determinación no puede ser nunca completa- como el lenguaje -porque el príncipe no deja de ser el personaje que mejor nos revela las estimaciones de un sujeto en vilo que es el escritor-, y hasta la conciencia -dado que finalmente toda acción es incompleta para quien la realiza. El ensayista que es González se sostiene, en última de instancia, en una reflexión viva de la lectura, política ella misma en tanto que animada por ese vacío que recorre las series, posibilita traducciones y vuelve principesco el arte mismo de leer, aunque más no sea porque al dar con ese vacío circulante, del que nos anoticiamos por el modo en que se desplaza los términos que constituyen las series de las palabras y las cosas, se puede percibir el tiempo histórico como sitio ahuecado, atravesado por una lógica nómade del sentido más cercana a la acción revolucionaria -que González nunca ha despreciado- que a los compromisos del orden. Aunque solo sea porque el estado de vacilación de las conciencias, es también la espera de una ocasión de verificar qué pasa cuando los impulsos más íntimos repercuten con otrxs, enhebrando un tipo de afirmación cuya materia es ella misma materia de lo político. Para nosotros, González es la consigna de quienes, no pudiendo ser gonzalianos -por las mismas razones, quizás, que González no podía decirse gramsciano-, encontramos en González ese deslumbramiento con el carácter titilante, libertario o contingente que va del lenguaje a lo político como punto de partida, crisis y tránsito, y también como horizonte siempre entreabierto por nuevos modos de la lectura.

 

Bibliografía: 

 

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Horacio González, “Pasado y presente: la tragedia de los gramscianos argentinos”, la introducción a la edición facsimilar de la revista Pasado y presente, Tomo Ediciones Biblioteca Nacional, Bs-As, 2014.

 

Horacio González, ““Comentarios a los capítulos de El príncipe” postfacio a la edición El príncipe, de Maquiavelo (edición Coliuhe, Bs-As, 2015.

 

Horacio González, Maquiavelo y el problema de la lectura” en revista Papel Máquina (edición a cargo de María Pía López), Santiago de Chile, diciembre 2019

 

Horacio González, “Toni Negri, el argentino”, en Contrapoder. Una introducción, AAVV; Ed. De mano en mano, Bs-As, 2001.

 

Antonio Gramsci, “Introducción al estudio de la filosofía”, El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce (Lautaro, Argentina, 1958)

 

Eduardo Rinesi, Política y tragedia, Hamlet, entre Maquiavelo y Hobbes, Coligue Bs-As, 2011.

 

Eduardo Rinesi, “Perón y el peronismo en la obra de Horacio González”, en revista Papel Máquina (edición a cargo de María Pía López), Santiago de Chile, diciembre 2019.

 

Isaia Berlin, “La originalidad de Maquiavelo”, en Contra la corriente, ensayos sobre historia de las ideas, ed. Fondo de cultura económica, México, 2006.

 

Martin Cortes: Un nuevo marxismo para América Latina, José Aricó: traductor, editor, intelectual, Ed. Siglo XXI, Bs-As, 2015.

 

Toni Negri, El poder constituyente, ensayo sobre las alternativas de la modernidad, Ed. Prodhufi, Madrid, 2004.

 

Toni Negri, “Introducción. Maquiavelo y Althusser”, en Louis Althusser, Maquiavelo y nosotros, Akal, Madrid, 2004.

 

Claude Lefort, Maquiavelo. Lecturas de lo político; Ed Trotta, Madrid 2010.

 

Leo Strauss, “en La persecución y el arte de escribir, Amorrortu editores, Bs-As, 2009

 

Claudia Hilb, Leo Strauss: el arte de leer, una lectura de la interpretación straussiana de Maquiavelo, Hobbes, Locke y Spinoza, Ed. Fondo de cultura económica, Bs-As, 2005.

 

Gabriel Abiac, Sumisiones voluntarias, la invención del sujeto político: de Maquiavelo a Spinoza, Ed. Tecnos, Madrid, 2011.

 

Ernesto Funes, La desunión. República y no-dominación en Maquiavelo; Gorla, Bs-As, 2004.

 

 

 

 

[1] Solo dos años más tarde, Portantiero resulta el encargado de argumentar la nueva valoración que en la segunda aparición de la revista Pasado y Presente se hace de la relación entre clase obrera y peronismo: “se trata de un dato y no de una teoría”, afirmación que a González vuelve a disgustarle muchos años más tarde cuando, en 2014 y ya como director de la Biblioteca Nacional, la comenta con severidad: “arriesgada frase, alegoría italiana revertida a la Argentina”. Lo que rechaza González no es el movimiento de la revista hacia el peronismo, sino el hecho de que este giro ponga al peronismo como “dato”, preservando para el grupo de la revista el lugar de la teoría. Por lo que disgusto y fascinación van de la mano. Sobre el último número de PyP escribe González: “ya es enteramente Gramsci hablando del peronismo”, “un número cookista” que contiene un elogio al líder montonero Mario Firmenich y una “frase máxima” que parece brotar de “las entrañas legendarias del moderno príncipe”, en la que PyP pronostica que el destino de la reciente fusión de FAR y Montoneros conlleva “una profunda significación en la historia futura de la lucha de clases en la Argentina”. El lector que cuatro décadas después vuelve sobre esta frase debe “contener la respiración”, puesto que se enfrenta al “máximo punto al que ha llegado la apuesta revolucionaria argentina”, esto es “el encuentro de dos historias paralelas, la de los jóvenes armados que hablarán la lengua peronista para, a su vez, disputársela al viejo Perón, y la de las izquierdas de origen comunista que han elaborado una lectura de la crisis mundial con la bibliografía más encumbrada que había permitido la época”. Todas estas citas provienen de “Pasado y presente: la tragedia de los gramscianos argentinos”, la introducción a la edición facsimilar de la revista Pasado y presente, Tomo I Ediciones Biblioteca Nacional, Bs-As, 2014- es una reseña atenta y un reconocimiento al evidente valor de “la revista más prestigiosa de la izquierda argentina”.

[2] Antonio Gramsci, “Introducción al estudio de la filosofía”, El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce (Laurato, Argentina, 1958).

 

[3] La cuestión de la traducción, entendida como operación político-intelectual de resignificación -de importación, traslado y adaptación- de una colección de conceptos desde un espacio cultural central a otro periférico fue motivo de reflexión por parte de los gramscianos argentinos. En el libro de Martín Cortés, Un nuevo marxismo para América Latina, José Aricó: traductor, editor, intelectual, el autor escribe: “En la obra de José Aricó, la pregunta por la traducción se configura como un interrogante acerca de los modos de hacer teoría en América Latina”. La labor de intelectual de Aricó fue la del escritor político, pero, además, y de manera notoria, la del traductor y la del editor. Cortés se refiere a la inmensa obra aricosiana como la del  productor y del  artista de «libros inventados», que organiza «composiciones” a partir de la actividad de agrupar textos y adosarles prólogos y presentaciones, un cultor erudito de un tipo de discurso que consiste en «hablar a través de otros» (de José Mariátegui a Carl Schmitt). La cuestión de la traducción está en el centro del problema que se planteaba el autor de Marx y América Latina: el de la inadecuación entre socialismo y movimientos sociales en América Latina. Problema que Aricó percibía como muy vinculado a la tensión entre lo universal y lo particular, pero también a a un desafío interno a la crítica del capitalismo, cuyo objetivo es la destrucción de un modo de producción global a partir de experiencias y lenguajes que sólo pueden funcionar de un modo situado, adquiriendo un tono propio de acuerdo a cada realidad nacional. Así planteado el problema, la práctica de la traducción se dispara en varias direcciones (ninguna de ellas ausente de la propia obra de Gramsci): hay una traducción que que sucede en el interior de la relación entre  práctica y teoría, entre problema histórico y discurso; otro que tiene que ver con el modo en que ciertas estrategias deben modificarse según diferencias importantes en las diversas formaciones sociales -Rusia no es Italia, Italia no es la Argentina-, y hay una dimensión literaria que concierne a la historia de la cultura nacional. Como sostiene Cortés, la obra de Aricó debe entenderse como una estrategia sostenida simultáneamente en estas tres dimensiones de las prácticas de la traducción. Para eso desplegó una enorme batería de intervenciones -casi todas bajo el nombre colectivo de «Pasado y presente»-, desde una perspectiva «gramsciano-benjaminiana»: una estrategia -dice Cortés- de edición, traducción y escritura que introducía fragmentos de la tradición marxista «bajo el signo de la pertinencia teórico-política», desmarcándose del modelo centro-sucursal que caricaturiza el problema de la posición periférica como posición creativa, que permite trabajar de otro modo los conceptos.

 

 

 

[4] ¿Cómo lee Strauss a Maquiavelo? En su libro Leo Strauss: el arte de leer, Claudia Hilb explica que Maquiavelo es interpretado por Strauss como un diablo, un revolucionario y un filósofo: las tres cosas al mismo tiempo. Es revolucionario porque subvierte las premisas clásicas del pensamiento occidental -el complemento entre biblia y filosofía, entre Atenas y Jerusalén-, pero es diabólico porque es imprudente comunicar abiertamente -y en su propio nombre- un conocimiento sobre la ausencia de fundamento firme para la acción moral -consecuencia de una ruptura con la teología, pero también con toda teleología-, algo que sólo se justifica en quien busca una gloria mayor a la de los propios príncipes fundadores de las ciudades -Maquiavelo aspira a la gloria inmortal de los maestros de los fundadores- y porque si su relación con el conocimiento le proporciona la mayor satisfacción -y en esto se reconoce al filósofo- si experimenta que sólo el conocimiento permite enfrentar el azar, ese conocimiento debería ser protegido -reprocha Strauss-, solo un ser malvado goza publicitando unos conocimientos que superan los límites de la moral. La filosofía de Maquiavelo se oscurece, a los ojos de Strauss, al negar el valor político de la virtud que lo orienta a él en su propia adhesión a la actividad del conocimiento.

 

*Este número especial de la revista La Biblioteca, Los libros y la vida. Horacio González (1944-2021), será presentado en la feria del libro el día 15 de mayo a las 16.30 horas por Christian Ferrer, Graciela Daleo, Miguel Vitagliano y Darío Capelli.

Cordero suelto // Golosina Caníbal entrevista a Gonzalo Pérez Turdera

Entre 2014 y 2015, tuve la idea de realizar pequeñas entrevistas a editoriales independiente de aquel entonces bajo el tag Toda editorial es política. La propuesta era simple: 3 o 4 preguntas, saber criterios de catálogo y alguna curiosidad más. De aquella serie algunos proyectos aun sobreviven; otros en cambio pasaron a otra vida.

En todo caso, para reactivar un poco este espacio, se me ocurrió volver a interrogar a algunas editoriales que surgieron en los años recientes. Esta primera oportunidad responde Cordero editor, un sello que publicó algunos títulos de narrativa argentina y que intenta pensar otras lógicas de lo «independiente». 

Pasen y lean, conozcan a este proyecto editorial a través de las respuestas de Gonzalo Pérez Turdera, uno de sus integrantes.

 

Golosina Caníbal: ¿Por qué la editorial se llama Cordero editor? ¿Cómo eligieron el ícono editorial? 

Cordero editor: Hay una tensión y una amistad entre el Lobo que anda suelto y el Cordero que edita. ¿El ícono? Se armó con las letras de la palabra Cordero. Ahí aparece algo muy de esta época: la imagen que mostramos es una transmutación de lo que somos. Cordero nace para segundear amigos y rajarle a los engranajes de la industria editorial, incluso cuando esta se presenta bajo su faceta «independiente». Queremos salir de ahí. La palabra amigos tiene acá un sentido muy preciso: son esos con quienes se comparte una incomodidad con respecto a la época, con quienes se busca armar un clima, un ánimo común para pensar y hacer. Entonces aparece la idea de Cordero. Si bien yo hago las veces de director, son muchos los amigos que pivotean en el espacio, que lo sienten propio. Me gusta eso, es una de las claves de lo que queremos. Sabemos que nadie nos prometió nada, no podemos reclamar. Pero tampoco le debemos nada a nadie, y eso nos da una gran libertad. 

GC: ¿Qué criterios tienen en cuenta para seleccionar los títulos? 

C: No sabemos muy bien a dónde vamos. Por lo general llegan textos por afinidades previas o imaginadas. Nos gusta que eso dispare una conversación y a partir de eso vemos si surge algo. Te diría que el sentido se va armando de a poco, a medida que la cosa avanza. 

GC: ¿Cómo ven la literatura argentina actual a través de los libros que han publicado? 

C: Por ahora, las tres publicaciones que llevamos en estos meses (la primera fue en mayo del 2021) son bastante diferentes entre sí. Si tuviera que pensar algo transversal a las tres te podría hablar de cierta voluntad de pensar a lo político y a lo social por fuera de algunos consensos medio caricaturales de esta época. Consensos ligados tanto al contenido como a la forma. 

GC: ¿Qué títulos esperan publicar en 2022?

C: Tenemos dos títulos en el tintero para el 2022 y otros dos para el 2023. Pero no queremos mufarla, así que por ahora mejor no anunciamos nada.

 

* Entrevista publicada en Golosina Caníbal 

¿Es antipolítica la izquierda? // Diego Sztulwark

00. Escuchamos hace tiempo, y ahora es ya un estruendo, que lo que crece en la opinión pública es la “antipolítica”, entendida por lo general como una capitalización ultraderechista de una bronca extendida con el régimen político calificado como tradicional. 

01. Por ultraderecha hay que entender varias cosas a la vez. Por un lado, es un dispositivo de orden social que desea reestablecer las jerarquías sociales -toda clase de supremacía: de clase, sexual y hasta étnica- en condiciones de desmovilización popular, en la que la sobredimensión de lo mediático no encuentra el contrapeso de la calle. Por otro, una táctica neoliberal para reencauzar el resentimiento social creciente con el propio neoliberalismo.

02. La mayor fuerza de la antipolítica neofascista es funcionar como una política de la verdad: al denunciar como falsa y eufemística la lengua políticamente correcta de las políticas convencionales, que hablan de igualdad pero generan desigualdad, se sitúan por medio de la desinhibición discursiva -y con relativa facilidad- en el inverosímil sitio de la transgresión.

03. La antipolítica nos muestra una división en la propia derecha política y social, puesto que una parte de ella sigue apostando a los pactos de dominación vigentes, mientras que otra parte lo considera insuficiente y radicaliza su posición en la lucha de clases para asegurar -desde el lenguaje mismo- lo que, según creen, ya no garantiza el pacto tradicional de dominación. Veremos a dónde cae la apuesta política de las burguesías y sus socios mayores del mercado mundial.

04. El motor de la antipolítica es la interpretación que la ultraderecha da a la evolución subjetiva de la crisis social. Esa evolución puede rastrearse sin problemas a partir de la convulsión de 2001, que mostró que el pleno empleo de calidad era una ilusión en la fase neoliberal del capitalismo, y que no cabía ya deducir ciudadanía de empleo. Diciembre del ‘17 (las toneladas de cascotes arrojadas desde Plaza de los dos Congresos a quienes aprobaban la reforma previsional, o el comienzo del fin del reformismo macrista en el gobierno) constituyó el último aviso sobre la imposibilidad de resolver esas crisis con políticas abiertamente neoliberales. Al no leer la pandemia como desastre capitalista, los políticos tradicionales se pusieron del lado errado de la mecha: cuidando las vidas en el estrecho espacio que dejan las incuestionadas relaciones sociales en crisis. Lo mismo se pretende con la actual espiral inflacionaria.

05. La izquierda política en la Argentina no tiene expresión unitaria. Una parte significativa esta en el kirchnerismo -el kirchnerismo no sería lo que es sin esa izquierda- y otra parte (creciente) se ve representada por el Frente de Izquierda y los diversos partidos de izquierda no peronista. Pero hay más: porque una parte importante de la izquierda argentina actúa autónomamente, es decir, a partir de acciones organizativas y verbales no alineadas desde lo partidario ni lo electoral. Esas izquierdas (peronistas y no peronistas, autónomas) expresan a su manera la existencia de colectivos sociales organizados -sindicales, territoriales, de intelectuales, de género- cuyas estrategias se encuentran ante el desafío de la crisis.

06. La crisis desmadrada tiene dos destinos extremos. La antipolítica reaccionaria o una reconfiguración de las izquierdas, de la radical a la tibiamente progresista. Sólo que los movimientos son inversos. Ahí donde las derechas se amalgaman, verticalizan y endurecen, las izquierdas solo podrían actuar eficazmente revisando sus premisas identitarias, abriéndose a la acción virtuosa de la movilización popular, dispuesta a reconfigurarse para viabilizar pulsiones igualitarias actualmente pospuestas.

07. La izquierda progresista se equivoca al llamar anti-política a las subjetividades de la crisis. Por el contrario, la antipolítica es la lectura antidemoctática y reaccionaria de las pulsiones igualitarias que la crisis podría adoptar. Sólo que la igualdad de la que tanto se habla, no cabe en las actuales relaciones sociales neoliberales de existencia.

08. La izquierda es y no es una antipolítica. Es una antipolítica convencional, y de no serlo deja de ser de izquierda. Y esto por la sencilla razón de que en la izquierda late el saber sobre la correspondencia orgánica entre forma política y modo de acumulación y de explotación social. Pero es también su contrario antagónico, porque sólo la reacción a esa relación entre política y economía actúa como cuestionamiento político -si, propiamente, noblemente político- a un sistema que la antipolítica neofascista defiende de modo abierto.

09. Lo único que le falta a la izquierda -a las izquierdas todas, por separadas ya que no podrían unirse por libre iniciativa- para disputar la crisis con la antipolítica reaccionaria es una política de la verdad a la altura de las circunstancias. Ya que si las fuerzas políticas convencionales son cínicas al afirmar que la igualdad es posible por la vía de los votos -y no de una radical movilización de cuerpos, instituciones y lenguajes- la política de la verdad neofascista es sincera en su cinismo.

10. La política de la verdad de la izquierda no vendrá de arriba, ni como táctica electoral ni como acierto en el plano de la gestión. Todo eso podría ayudar y mucho, pero no sustituye el impulso que viene de abajo. La izquierda no es antipolítica, ni política del sistema. Incluso la palabra izquierda podría aquí estar sobrando. Lo que falta, en cambio, es un tipo de pragmatismo de la radicalidad capaz de enhebrar una narración popular de y para la crisis, sin la cual las fuerzas democráticas quedan estructuralmente a la defensiva.

11. La izquierda -las izquierdas todas- derrocha su propia posibilidad si se acomoda en un lugar interpretativo racionalista y sensato, cuando se trata de hacer de la interpretación la dimensión meditante de un acto de transformación.

 

Fuente: La Tecl@ Eñe

Utopía y emancipación // Entrevista a Miguel Abensour

Profesor emérito de la Universidad de París VII y ex presidente del Colegio Internacional de Filosofía, Miguel Abensour pertenece a la generación de filósofos franceses que se adentró en la reflexión política a resultas de la experiencia totalitaria. Fue editor, junto con Pierre Clastres, Cornelius Castoriadis y Claude Lefort, de la revista Libre, que surgió de las cenizas del grupo Socialisme ou Barbarie durante la década de 1970. La obra de Abensour reflexiona en torno al poder como manifestación de la pluralidad humana y el conflicto como fuente de libertad y democracia.

Hay un lugar común en nuestro tiempo que denuncia una conexión directa entre la utopía y los campos de concentración o los gulags, entre los proyectos utópicos y el totalitarismo. ¿Hay algo de verdad en estas tesis?

Se trata de una estrategia para condenar las propuestas utópicas sin argumentos adicionales. Sólo desde el odio a la utopía se puede mantener que está relacionada con el totalitarismo. En realidad, es una tesis añeja, que se remonta a la década de 1830, cuando el movimiento obrero comienza a cobrar fuerza. Tuvo particular importancia durante las revoluciones de 1848, como manifestación de un profundo sentimiento de rechazo de la burguesía hacia la emancipación obrera. Es ese tipo de odio el que hoy sigue vigente. Por otro lado, en el aspecto histórico, no deberíamos asimilar el totalitarismo bolchevique con el nazi. El totalitarismo bolchevique es esencialmente dramático, porque contenía un proyecto de emancipación que se convirtió en su contrario, un proyecto de dominación. Si nos fijamos bien, todo lo que se basaba en la utopía en el momento de la revolución –la crítica de la familia, las guarderías, etc.– fue suprimido en la fase posterior y pasó a ser un instrumento de dominación. En el totalitarismo nazi, por el contrario, no había ningún contenido liberador. La misma idea de una utopía nazi es una estupidez. No sólo la utopía no es la cuna del totalitarismo sino que éste se eleva sobre el cadáver de la utopía. Lo que está en la base del totalitarismo es el mito, no la utopía que, en cambio, desde Tomás Moro, siempre ha estado ligada a la idea de emancipación. Existe, en ese sentido, una señalada ambigüedad en la utopía, ya que es cierto que puede dar nacimiento a un mito –el de la sociedad reconciliada, perfecta y sin conflictos–, pero también lo es que los grandes pensadores siempre han tratado de desmentir esa perspectiva.

Afirma usted que la utopía no consiste en progresar hacia la realización de un mito sino, precisamente, en impedir que acabe convirtiéndose en mito. Se trataría de un movimiento antes que de la cristalización en una idea concreta.

Sí. La defensa de la utopía pasa por la crítica de esa imagen mítica que la arruina y destruye.

Claude Lefort decía que el lugar del poder debía ser un lugar vacío. Algo similar aparece en su concepción de la utopía, que también preserva el vacío en su centro, intentando que no se llene con una narración concreta.

Pero no creo que Lefort se haya ocupado de la utopía. Lefort hizo una crítica del totalitarismo pensando la democracia y la especificidad de la revolución democrática desde ese vacío como punto central. Creo que estamos viviendo un momento de confusión entre la crítica liberal del totalitarismo, que apareció en los años cincuenta del siglo xx, y las críticas anteriores de la izquierda alemana, que denunciaban el sovietismo como revolución desde arriba. Esta crítica se ha olvidado hoy y sólo se conserva la liberal. Y es algo muy dramático para, por ejemplo, pensadores como Hannah Arendt, a la que se tiende a tachar de crítica liberal del totalitarismo cuando, en realidad, nada tiene que ver con eso. Arendt está mucho más cerca del terreno teórico que pisaba la izquierda alemana. Lo mismo ocurre con Lefort, que ataca el totalitarismo desde una perspectiva de izquierdas antiburocrática.

Arendt afirmaba que el totalitarismo desafía toda posibilidad de poder entre los hombres. Usted retoma de modo amplio esa idea: no entiende el poder de un modo positivo, sino como la simple manifestación de la pluralidad humana.

Lo que creo que es muy importante en Arendt, y se nos olvida a menudo, es que ella piensa el totalitarismo como la destrucción del espacio político y de la política en cuanto lazo simbólico. En cambio, lo habitual es considerar el totalitarismo como un exceso y una excrecencia de la política. Y esta idea tiene consecuencias teóricas y prácticas, ya que, desde este último punto de vista, el rechazo del totalitarismo conduce a odiar la política. Por ejemplo, Simon Leys hizo una buena crítica de la revolución cultural, pero se confunde en su interpretación del totalitarismo y termina considerando que la política es un perro peligroso que te puede saltar a la garganta. Desde ese momento, la única opción que queda es la estética… En cambio, si se piensa el totalitarismo como destrucción de la política, el primer objetivo debe ser la reconstrucción del espacio político.

Su visión de la política remite a la idea de lo múltiple, de lo salvaje, de aquello que no puede ser domesticado. Se trata de un poder de fondo que no puede ser sometido a forma alguna.

La política tiene que ver fundamentalmente con la pluralidad. Es la visión de Arendt, y también la mía. Y de La Boétie, quien habla del «todos unos» como esencia de la política, y del «todos uno» como destrucción de la misma. La fragilidad de la política reside en que el «todos unos» siempre amenaza con coagularse en un «todos uno», como afirma La Boétie, «bajo el encanto del nombre de uno». En este sentido, el «todos unos» tiene algo de salvaje, por eso en un breve panfleto contra Marcel Gauchet ataqué el concepto de «política normal». La política, cuando está viva y es auténtica, es decir, cuando es la manifestación del «todos unos», nada tiene que ver con la normalidad, sino que está del lado de lo que Arendt llamaba extraordinary politics. Pensar que esta política extraordinaria corresponde al acontecimiento, que no forma parte de la política normal, es una señal de conservadurismo.

En nuestra democracia, el totalitarismo opera a menudo como una suerte de justificación de lo dado. Así, se dice que recrearse en la crítica de la democracia liberal o pretender superarla nos lleva de nuevo al totalitarismo. También podríamos preguntarnos qué hay de totalitario en esa afirmación…

Estoy completamente de acuerdo, por eso pienso que hay que salir de la oposición binaria democracia liberal/totalitarismo, que se utiliza para tachar de totalitaria toda crítica antiliberal a Thibault, barricada en la Rue Saint Maur, 25 de junio de 1848 la democracia. Necesitamos una tercera categoría, a la que podríamos denominar autoritarismo o Estado autoritario, que nos permita criticar eso que llamo la degeneración de la democracia. Esta tarea es muy importante. Y encontramos elementos para realizarla en la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, donde aparecen los conceptos de autoritarismo, estado democrático y estado autoritario. Por ejemplo, Franz Neumann considera que el totalitarismo ocurre en un no estado mientras que el autoritarismo se desarrolla en un estado autoritario. Es importante, además, recuperar la tesis de Vico, que consideraba que las formas libres de política, como la república, siempre están expuestas a la degeneración. No necesitamos ir muy lejos para verlo. Francia, con la Quinta República y la Constitución de 1958 es un ejemplo perfecto de autoritarismo. Muchos analistas actuales dicen que vivimos en una especie de monstruo que llaman monarquía republicana.

Usted ha utilizado un nuevo concepto, la compacité, para hablar de un cuerpo social totalmente compacto, al margen del cual no existe más que un otro maléfico. Esta es una idea también muy presente en nuestro tiempo, donde siempre aparece un enemigo que amenaza a la sociedad, antes los comunistas, hoy los terroristas islámicos. Un enemigo que sirve para reforzar la cohesión de esa sociedad.

Es un proceso que forma parte de las tendencias totalitarias de los estados democráticos. El enemigo extranjero es el resorte idóneo para pasar de la democracia al autoritarismo, no hay nada más útil para pasar de un régimen a otro. Así, estos estados autoritarios retoman prácticas totalitarias sin que, sin embargo, den lugar a un estado verdaderamente totalitario.

 


William Kilburn, gran manifestación sindical en Kennington Common, 10 de abril de 1848


Desde su punto de vista, lo propio de la democracia salvaje consistiría en abrir el espacio a una acción continua, a un movimiento irrefrenable que no puede reducirse a la unidad de la organización. Pero algunos teóricos de la democracia ven este mismo movimiento que no se deja ahormar como un problema serio, en la medida en que, dicen, no es más que una suerte de deseo imposible de satisfacer y, por tanto, potencialmente destructivo.

La «democracia salvaje» [sonríe] es un concepto que inventó Claude Lefort, no yo. Marcel Gauchet me acusó de tener una teoría de la democracia salvaje, pero fue probablemente una manera perversa de ajustar cuentas con Lefort. En todo caso, lo que he intentado demostrar a través de un análisis del texto de Marx sobre las revoluciones de 1848 es que la democracia, tal y como se manifiesta en sus expresiones históricas, equivale a la desaparición del estado político, es decir, que hay un antagonismo de principio entre la democracia y el estado. Utilizando el léxico de La Boetie, podríamos decir que la democracia está del lado del «todos unos» y el estado del lado del «todos uno». Si se analiza con detalle el texto de Marx, se perciben elementos que apuntan en este sentido: la democracia está siempre jugando en contra del estado. Me parece importante subrayar esto porque ha habido una mistificación de la idea de la «sociedad civil» y del antagonismo entre la sociedad y el estado. La expresión «sociedad civil» ha perdido su sentido político desde Hegel. El conflicto no se da entre la sociedad civil y el estado, sino entre la política y el estado, entre una comunidad política que siempre está haciéndose y un estado que ya está hecho y quiere confinarla en sus límites. Desde esta perspectiva es bien evidente que esa tensión permanente entre la democracia y el estado no debe resolverse desde una especie de aceptación de la disputa o el diálogo. Es mucho más importante que se plantee la posibilidad de una democracia no participativa sino activa, que incluso podría pasar sin el estado.

 


André Adolphe Eugène Disderi, derribo de la Columna Vendôme, mayo de 1871


Así que usted entiende que ese Marx de 1848 señala que la verdadera democracia es la que dedica todas sus fuerzas a la desaparición del estado, que es la forma de dominación presente. Pero si entendemos la pluralidad y el poder que surge de ella desde el lado de la emancipación y el estado desde el lado de la dominación, ¿dónde colocamos a los actores supraestatales plurales –como los especuladores financieros– que están del lado de la dominación? ¿Dónde quedan las formas de dominación no estatales?

No hay que confundir las cosas. La lucha de los especuladores financieros contra el estado es la lucha de una mafia, no de una comunidad política. Esto me recuerda algo que ocurrió en la universidad francesa hace unos años, cuando se planteó la idea de que los estudiantes debían poner notas a los profesores. Cuando la comunidad educativa se opuso, quienes la promovían afirmaron no entender la negativa, máxime cuando provenía de quienes habían participado en el 68. «Pero si esta es una idea sesenta y ochista…», decían. Eso es una confusión total porque en el 68 hubo un ataque a la separación entre quienes detentaban el saber y quienes no lo tenían, entre unos profesores que pensaban que sabían y unos alumnos que debían ser enseñados porque no sabían. Esta propuesta, en cambio, provenía de EE UU y se basaba en el presupuesto de que los profesores deben ofrecer un servicio a los estudiantes y que estos, como clientes, tienen derecho a juzgarles. Lo mismo ocurre con los actores supraestatales. No creo que los grupos financieros que intentan destruir o hacer daño a los estados pertenezcan a tradiciones anarquistas…

Para usted, el papel de la filosofía política consiste en la denuncia de las formas de dominación autoritaria que persisten en los regímenes políticos libres y en la reconstrucción de los movimientos sociales que hacen de la libertad el verdadero núcleo de sus proyectos. Pero ambas tareas, la crítica y la articulación de los movimientos sociales, parecen estar viviendo un momento de declive hoy.

Quizá porque para criticar las formas de dominación autoritaria primero hay que aceptar que existen. Conozco a muchos intelectuales que niegan la existencia de formas de dominación autoritaria, e incluso la relación dominado-dominador, como si la democracia hubiera hecho desaparecer la dominación del mundo por arte de magia. Un primer trabajo a realizar, pues, consistiría en dar a conocer la existencia de estas formas de dominación. Ahí hay mucho trabajo por hacer… En cuanto a la construcción de movimientos sociales, entramos en un terreno peligroso pero muy importante, como es la crítica de la representación. Tendríamos que llegar a preguntarnos si los partidos políticos son una forma que conviene al ejercicio real de la libertad. Habría que recordar que, a principios del siglo xx, se publicaron bastantes obras que trataron de demostrar que los partidos políticos iban en contra de la lógica de la democracia, ya que constituían oligarquías elitistas y dominantes. Es cierto que se trata de un problema complejo, porque a menudo han sido la derecha y la extrema derecha las que han criticado a los partidos políticos. Pero, por decirlo con Arendt, hay una tradición oculta de la crítica de los partidos políticos, una crítica emancipadora, que aparece, por ejemplo, en algunos textos de Simone Weil. Desde este punto de vista, Arendt es una pensadora que nos puede ayudar mucho.

 

Patrulla de la Revolución de Octubre, 1917


Otro de los obstáculos a la crítica de la dominación autoritaria es la reducción de la democracia a la pluralidad. Una tesis que se plantea en diferentes campos de nuestra sociedad, desde el informativo hasta el académico pasando por el político: la democracia correcta parece aquella en la que están representados partidos de diferentes posiciones políticas.

Sí, pero todos estos partidos funcionan de la misma manera… Trotsky decía que la causa de la burocratización era que en el partido había más funcionarios que militantes. Pero se le olvidaba una cosa, que los militantes son también funcionarios…

 

Lissitzky, La fábrica os espera, 1919

 

Para terminar, quería preguntarle acerca del heroísmo en la política. ¿Es necesario reivindicarlo, como hacía Arendt? Usted ha hablado de ese tipo de héroe que no se coloca por encima de la ciudad, sino que acepta su lugar en ella. Recuerda, en ese sentido, las revoluciones de 1848 y 1871, protagonizadas por héroes sin nombre, gentes que se levantan, luchan y regresan después al anonimato.

La política no puede pasar sin heroísmo, sin un mínimo de valentía. Al mismo tiempo, soy consciente de que el heroísmo puede destruir la política. Es una aporía constitutiva de la política. Esto es lo que he intentado señalar respecto del heroísmo jacobino. Por eso retomo la idea del heroísmo anónimo, de esa persona que se alza, que se manifiesta y que acepta estar entre los demás y no por encima de los demás.

 

 

Esteban Hernández , Minerva: Revista del Círculo de Bellas Artes, 2010 / SSN 1886-340X, Nº. 15, 2010, págs. 48-51

Para una filosofía política crítica, Barcelona, Anthropos, 2007

El espíritu de las leyes salvajes, Buenos Aires, Ediciones del Sol, 2007

Voces de la filosofía francesa contemporánea (con Alain Badiou, Patrice Vermeren, Patrick Vauday, Geneviève Fraisse y Claude Lefort), Buenos Aires, Colihue, 2005

La democracia contra el Estado, Buenos Aires, Colihue, 1998

 

Fuente: Cuarta Prosa

Saber lo que se quiere // Juan Manuel Sodo

Mi abuela, como otros viejes de su generación, decía “sabe” en vez de “suele”. Fulano de tal “sabe ir al café todas las tardes”, por ejemplo. No está nada mal, si se tiene en cuenta que en definitiva son las prácticas concretas las que engendran un saber. Mucha de la neura urbana actual tiene que ver con esto. Obligados a tener deseos, es habitual que nos frustremos por no saber lo que queremos. Como si eso fuera posible desde una proyección en el aire. Como si el querer fuese la imagen diseñable de algo a suceder y no el efecto retroactivo de las cosas que ya hacemos. Se quiere (o no) lo que se “sabe”.

Ese imperativo enroscante es carne para los algoritmos, la investigación de mercado y el oraculismo. El algoritmo (robot patriarcal si los hay, en tanto se arroga el poder de decirnos a quién ver y qué no…), al igual que el mercado a través de sus mediciones, pretende saber de uno más que uno mismo. Mientras que los oráculos de moda, en sus versiones futurológicas predictoras tristes (contrarias a las que practican varios amigues), nos dejan en una posición pasiva de espera adivinadora.

En este coctel de des-presentificación (Jodorowsky afirma que quienes consultan, por caso el tarot, lo que en el fondo necesitan conocer es su presente, no su futuro), cabría otro tipo de investigación. Una variante que nada tenga que ver con el marketing, ni con las ciencias sociales, ni con el periodismo, por nombrar a tres de las tipologías ofrecidas en carreras y facultades: a falta de mejor nombre, la auto-investigación. Acaso la única que podamos enseñar aquellos que trabajamos como profesores.

Se trataría de una disposición a la experiencia (entendida menos como un curtirse acumulador de antigüedad que como un modo de estar en las cosas, un índice de presencia), que no pasaría por “mirar adentro” para encontrarse con el “verdadero yo” y así descubrir qué “quiero ser”, sino por mirar afuera para reponer la trama de relaciones de lo que está siendo a través nuestro ahora e inferir saber. A partir de ahí. Del mapa de las afecciones. Una ética cartógrafa, tal vez lo más útil que podamos aportar a nuestros estudiantes en clase cuando la crisis estructural desacredita promesas de ascenso social.

Un darse tiempo para prestar atención a los signos del ambiente en nosotros, que en épocas de crisis económica y sobreabundancia de contenidos tal vez sea el aporte más útil que podamos hacer a nuestros estudiantes.

La jibarización de Walsh // Diego Sztulwark

 (ver en este link, la respuesta de Reato a una intervención anterior de Sztulwark).

El libro de Ceferino Reato Masacre en el comedor trata sobre la violencia política en la Argentina de los años setentas, enfocada como un enfrentamiento exclusivo entre el estado terrorista -como lo conceptualizó Eduardo Luis Duhalde1– y las organizaciones guerrilleras, en particular, la organización Montoneros. Tan reducido y maniqueo punto de partida ha de completarse con la autopercepción del autor como adherente al “ala legalista” de aquel estado terrorista.

La coherencia entre fines y medios se ve refrendada por el modo en que son repuestas las consideraciones históricas y los contextos, siempre adecuados a este enfoque reductivo, que coincide -en esto no hay sorpresas- con el de los cuadros de la represión estatal. El principal fracaso del texto es metodológico: haber sustraído el episodio que se investiga -el atentado de Montoneros al edificio de Seguridad Federal- así como la acción de las organizaciones revolucionarias (y hasta el comportamiento del propio terrorismo de estado) del proceso más abarcativo en el que tales actos adquieren sentido: la lucha de clases durante aquellos años.

Pero además de fallido, el libro tiene algo de siniestro al repetir en el relato la obsesión de la Marina de Massera por capturar a vivo Walsh: Reato supone que si lograra presentar de modo convincente al escritor de Operación Masacre como artífice del atentado a la sede policial -de ahí su dedicación a José María “Pepe” Salgado- podría sino desmoronar al menos agrietar lo que llama “el paradigma oficial” narrativo sobre aquellos años (según el cual no sería aceptable criticar a los siempre buenos militantes guerrilleros). Pero esa pretensión no puede funcionar porque reposa en dos creencias igualmente inconsistentes. Cree Reato, por un lado, que al exhibir a Walsh como un jefe sanguinario, caerá por fin la máscara progresista de quienes admiramos en él a un ser idealizado y sin contradicciones, que sólo defendemos al costo de rebanar de su biografía lo concreto de su compromiso con acciones guerrilleras que han producido víctimas. Puedo entender perfectamente la necesidad de discutir a fondo el problema de la violencia revolucionaria (como se ha hecho en profundidad en este país, y sólo por citar un nombre importante nombro a León Rozitchner), pero no llego a ver cómo la sola referencia a su participación -todo lo clave que se quiera- en aquel atentado dirigido al corazón represivo de una policía torturadora en una dictadura feroz nos haría desistir de Walsh. Ni alcanzo a captar en qué se funda la convicción según la cual los lectores de Walsh no nos habríamos percatado de la importancia que él otorgaba a la investigación de los hechos y al modo en que hacía de la crítica un momento superior de la política.

Investigación y hechos, forman parte de la praxis y de la escritura de Walsh, incluso de sus textos militantes, cuestión que, por otra parte, era compartida con otros compañeros de generación como Osvaldo Bayer o Ricardo Piglia, quienes discutieron públicamente las elecciones políticas de Walsh y de parte de su generación sin por eso desentenderse de un común deseo político y personal (y elijo estos nombre, entre muchos otros, para despejar en dos palabras lo absurdo de aquella expresión reatiana de una “paradigma oficial”). Cree Reato, por el otro, que Walsh perpetró una suerte de golpe de lenguaje capaz de delinear la dirección futura de Montoneros por medio de la redacción de la Carta de un escritor a las Juntas Militares. Allí lee Reato la indicación del camino que lleva a la organización a dejar las armas y abrazar la lucha de los derechos humanos, abrazo y lucha que a su vez evolucionarían hasta derivar en el ya mencionado “paradigma oficial”, eufemismo para referirse a la conformación del gobierno kirchnerista. Es difícil tomarse en serio toda esta elucubración, central por otra parte en el epílogo de su libro, y fácil advertir, en cambio, el objetivo de esta supuesta astucia: instaurar, forzando el reduccionismo su máximo caricatural, una ecuación que afectaría a la política actual: Montoneros = Organismos de Derechos Humanos = Cristinismo, y por tanto lucha armada = lucha no violenta = lucha electoral. Este tipo de ideas (un uso sin sutileza de Carl Von Clausewicz y su prolongación de la política en la guerra) ya podían leerse en un libro anterior de Reato, Disposición final (2012), presentado como una “confesión de Videla”, en la que el general genocida se lamentaba de que fuera demasiado tarde para revertir la victoria obtenida por el enemigo -el prestigio de los organismos y los militantes de derechos humanos- en el terreno de las políticas de la verdad.

Si lo que falla en Reato es el método -cómo no recordar aquel el célebre “déficit de historicidad”-, el asunto no reviste para él mayor importancia. Y no vale la pena engañarse al respecto: Reato no busca tanto comprender, como hacer desmantelar por medio de su escritura reductiva esa misma historicidad (que concibe en línea con Videla como hegemonía de izquierda) que los asesinos hicieron desaparecer antes en los centros clandestinos de detención. De otro modo hubiera esbozado al menos una mínima reflexión para acompañar el pasaje mas ilustrativo de su libro: explicándole a un general “legalista” (Juan Antonio Buasso) la imposibilidad de una represión “por derecha”, Videla le habría dicho: “Ya nos dijo Martínez de Hoz que, si hacemos lo que hizo Chile, nos van a cortar todos los créditos”.

Pero no: ni una palabra meditativa dedica Reato para ayudarnos a comprender la relación expuesta entre el método de la desaparición y la deuda externa argentina, que la citada carta del escritor sí nos ayudó a entender en toda su dimensión política al cumplirse el primer año de la dictadura (sin haber perdido actualidad). El método de la reducción caricatural (inútil para comprender, pero supuestamente astuto políticamente para impugnar aquello que se rechaza del presente) lo lleva a Reato a confundir lo que llama errónea -o astutamente- el “paradigma oficial” (jugando quizás con la “historia oficial”, del hoy cuestionado Luis Puenzo) con el discurso kirchnerista, sin aclarar nunca que aquello que pretende refutar es menos una postura gubernamental y mas una densa narración popular (previa y mucho mas extensa que el kirchnerismo) que bajo el nombre de derechos humanos articula una línea de resistencia plural contra los avances de las derechas: esa línea de resistencia (y las políticas que inspira) es lo que se pretende desacreditar.

Y si nos detuvimos a leer y a comentar este texto es sólo porque lo percibimos inscripto en una serie mas abarcativa (una incipiente ofensiva neofascista), aislada de la cual no hubiera merecido atención alguna. La ultra derecha vive en estado de excitación y secuestro respecto de los cuerpos y los nombres de la revolución. De pronto se hacen llamar “libertarios” y se vuelven especialistas en Walsh, sólo para arrebatar sentidos por fuerza (ya no de la picana, sino de las redes sociales en tanto que apéndices de la máquina comunicacional). Sobre el final de su libro, Reato escribe que sólo los represores fueron conminados a hablar, mientras las organizaciones revolucionarias han callado. Lamentablemente lo contrario es cierto. Todo lo que sabemos de nuestra historia reciente lo debemos a narraciones militantes, de victimas y de familiares. Los vencedores en la Argentina han mantenido en silencio y aún deben muchas explicaciones.

***

Algo más: la obscenidad cuantitativa respecto de la sangre y las víctimas, presente ya en el título mismo (“El atentado más sangriento de los 70”) forma parte de la estética ansiosa de la ultraderecha, apurada por encontrar de una vez una refutación impactante y definitiva. Pero el conocimiento público de los hechos del terrorismo de estado ha dado lugar en nuestro país a una narratividad doliente y colectiva que permitió a la sociedad argentina superar la teoría de los dos demonios y rechazar una y otra vez los relatos de tipo negacionistas. Al cuestionar el número de 30.000 desaparecidxs, Reato se aparta de esta narratividad. Pero no porque no sea perfectamente legítimo investigar el número exacto de desaparecidxs, sino porque pierde de vista la fina relación entre cantidad y calidad envuelta en esa cifra. Preocupado como está por la cantidad de victimas del terrorismo de estado con derecho a cobrar indemnizaciones públicas, Retato niega aquello que tan lúcidamente supo exponer hace unos pocos años en la televisión el escritor Martin Kohan: que 30.000 es un número abierto (ni demostrado ni falso, abierto) a la investigación pública sobre el funcionamiento de la máquina represiva que conserva toda su vigencia como interpelación al estado para que de una vez nos informe sobre qué ocurrió con cada detenidx-desaparecidx, y con cada niñx que aún permanece secuestradx.

1 Por “estado terrorista” entiende Eduardo Luis Duhalde un modelo particular de institución estatal que otorga “carácter permanente y oculto” a “las formas mas aberrantes de la actividad represiva ilegal”. No se trata por tanto de una presentación más del estado de excepción, sino una forma nueva (cuya estructura clandestina es casi tan importante como la pública y que acude al terror como método) que contradice “las bases fundamentales del Estado democrático burgués”. La emergencia histórica del terrorismo de estado como forma política se explica, para Duhalde, cuando el estado tradicional se muestra “incapaz de defender el orden social capitalista y contrarrestar con la eficacia necesaria la contestación social”. Ver: Eduardo Luis Duhalde, El estado terrorista argentino, Ediciones El Caballito, Buenos Aires, 1983.

El Derecho Penal y la protesta social en Cuba //  Julio César Guanche y Harold Bertot Triana

El Derecho Penal responde, por definición, a necesidades de orden y seguridad. Sin embargo, perspectivas humanistas han intervenido históricamente en su ámbito, hasta hoy, para buscar soluciones menos lesivas y restar las consecuencias penales que suponen la alienación del individuo respecto a la sociedad.

En ello, existen varios principios penales que buscan ponerle límites al poder del Estado y a su derecho de sancionar a las personas. Entre ellos se encuentran los de intervención mínima, legalidad penal, culpabilidad y no discriminación. Sobre ellos se han afincado las oposiciones al crecimiento de las tendencias penales conservadoras, opuestas a limitar los poderes sancionadores del Estado.

En esa lógica conservadora (expansionista penal) las políticas penales y técnicas legislativas se orientaron a “flexibilizar” los principios y garantías básicas procesales, a adelantar la punición (el aumento de delitos que sancionan el “peligro” antes que la “lesión” en sí), a endurecer las penas y a crear nuevos tipos penales.

La persistencia de las tendencias expansionistas penales ha sido una constante, incluso a veces una creciente, y son reconocibles hoy en conceptos como “punitivismo”.

El proceso cubano posterior a 1959 se fue insertando, a lo largo de los años, con altibajos, en esa tendencia expansiva del Derecho Penal, aunque haya estado muy lejos de ser un problema exclusivo de la Isla.

También, aunque se estaba lejos de contar con un Derecho penal mínimo, hubo momentos de verdaderas reformas progresistas en la legislación penal. Fue el caso del Código Penal de 1987, que permitió la despenalización de conductas “insignificantes” y la limitación de sanciones penales para determinados delitos. Era un camino que prometía ser alternativa a lo que ahora conocemos como punitivismo.

No obstante, hoy se observan procesos en el país que avanzan en dirección distinta a la de entonces.

La protesta social y el Derecho Penal

En el campo internacional, el consenso más progresista defiende mantener al Derecho Penal ajeno a la protesta social. Busca minimizar la respuesta jurídica violenta frente al delito con orígenes políticos. El Derecho Penal, un Derecho de última ratio, particularmente en este punto, debe ser el último recurso a emplearse.

Con ello, no se priva al Derecho Penal de su misión de proteger bienes jurídicos, pero se afirma que no todos los bienes jurídicos han de ser protegidos por el orden penal.

Más aún, se afirma que existen bienes jurídicos colectivos —como el debate público y la capacidad ciudadana de interpelar al Estado— que se protegen mejor cuando se les trata por fuera del Derecho Penal. También se recuerda que, por su naturaleza represiva, el Derecho Penal posee un déficit de legitimidad “de origen”, a lo que suma sus limitaciones para proveer soluciones sociales al delito.

Existen otros instrumentos coercitivos que no implican la dureza del Derecho Penal, y resultan menos intervencionistas. Es el caso de soluciones, para posibles conductas infractoras que no suponen grave “lesividad social”, propias del ámbito del Derecho administrativo (multas), del Derecho civil, etcétera.

Con el uso del Derecho Penal siempre hay perdedores: pierde la familia, la educación, la sociedad en su conjunto, la noción de desarrollo y el futuro del país. Su uso expansivo supone una derrota para todo el mundo. Otra lógica, humanizadora, debe regir en el Derecho Penal a la hora de imponer penas.

Con este criterio, el Código Penal Cubano (CPC) establece que, al adecuar la pena, debe tomarse en cuenta “el grado de peligro social del hecho, las circunstancias concurrentes en el mismo, tanto atenuantes como agravantes, los móviles del inculpado, así como sus antecedentes, sus características individuales, su comportamiento con posterioridad a la ejecución del delito y sus posibilidades de enmienda.” (art. 47.1)

El principio rector de la adecuación es la proporcionalidad de la pena. La pena proporcional se preocupa de la trascendencia del hecho delictivo para la sociedad. También, y muy especialmente, de la necesidad de la pena para el individuo concreto, o sea, si la pena es idónea y necesaria para cumplir con sus fines.

El caso de Abel Lescay

Cotejemos estos principios con el caso de Abel Lescay (22 años), estudiante universitario de música, a cuya sentencia los autores de este texto hemos tenido acceso, quien participó de las protestas del 11 de Julio (11J) de 2021.

Los marcos sancionatorios para el caso de Lescay se ampliaron al valorarse: a) el carácter continuado de delito de desacato en su modalidad agravada (es decir, de 1 a 3 años de privación de libertad) b) un delito de desorden público; y c) un delito de desacato en su modalidad simple, también con carácter continuado. La sanción conjunta fue de seis años de privación de libertad.

Para adecuar la sanción, los jueces hicieron especial referencia al contexto en el cual los hechos se realizaron: “una compleja y difícil situación epidemiológica por la que transitaba el país con motivo de la pandemia de la COVID-19”. El tribunal entendió esta circunstancia como “agravante”.

La situación global de la pandemia sirvió de pretexto en muchos contextos para tomar medidas que se extralimitaron, cuanto menos, en coartar libertades y en vulnerar garantías procesales. Por ello, ha sido muy criticado, por muy diversos actores, usar la pandemia como recurso justificativo para jueces y legisladores.

En el orden penal, con más razón aún, la relación de unos hechos con la pandemia —una emergencia sanitaria, económica, social y personal—, no puede ser establecida sobre premisas generales que sirvan de saco para cualquier situación, a los efectos de endurecer las penas.

Por otra parte, la severidad de la pena para el caso de Lescay, a juicio del tribunal, obedeció a la persistencia de su conducta, incluso el propio día de su detención. Para el tribunal, fue el que “con mayor irreverencia se enfrentó a las autoridades policiales del mismo territorio donde residía”.

Aunque en la propia sentencia se reconoce que Lescay “manifestó sentirse arrepentido (de) sus actos repetidos e inconformidad con su detención”, ello no impide decir al tribunal que “denota las escasas posibilidades de que enmiende su comportamiento con una sanción de inferior rigor que la dispuesta”.

Para calzar esta idea, se refiere a su “desajustado comportamiento social”. Según el CPC, la conducta social del individuo y los antecedentes penales son vitales para adecuar la sanción. Los límites entre una sanción privativa de libertad y la posibilidad de que sea subsidiada por otra que no conlleve prisión (como el trabajo correccional sin internamiento), depende, muchas veces, de valorar elementos sociales y personales.

En este orden, la sentencia contra Lescay contiene elementos contradictorios. Se plantea que en el caso de “Abel, Omar y Ángel le obra una desajustada conducta social, lo que fue afianzado mediante las investigaciones complementarias y las certificaciones de antecedentes penales obrantes en las actuaciones”.

No obstante, Lescay no tiene antecedentes penales, según la sentencia. ¿Dónde estaba, entonces, el peso para concluir que Abel tenía una “desajustada conducta social”? Según los jueces, descansa en una investigación hecha por una “autoridad competente” que se realizó “en cumplimiento de las formalidades establecidas para estos casos.”

En contrario, los jueces no ofrecieron credibilidad a tres testigos que “atribuyeron al encartado Abel una conducta positiva como estudiante y en su lugar de residencia”. Tampoco dieron crédito a cartas sobre su conducta positiva como estudiante, enviadas por las principales autoridades de la Universidad de las Artes —ISA— (Rector, Secretaría General, Jefe del Departamento de Composición y Presidente de la FEU) y por la Asociación Hermanos Saíz.

Para el tribunal, la “desajustada conducta social” de Lescay es compatible con su condición de “buen estudiante y profesional”. ¿Cómo se puede, ante estas aparentes contradicciones, imponer una pena —al momento de escribir este texto la sentencia aún no es firme, pues falta que concluya el recurso de apelación— privativa de libertad?

¿Qué motivaciones hay para condenar a un joven de esa edad, sin antecedentes, a seis años de privación de libertad por los delitos que se le impugnan? ¿Qué motivaciones pueden existir para no evitar el aspecto “salvajemente racional” del Derecho Penal y someterle a la cárcel? ¿Es posible concebir que, para el caso en cuestión, la prisión de libertad es la única “posibilidad de que enmiende su comportamiento”?

Una respuesta posible se encuentra en todas las mediaciones políticas y judiciales con que —pensamos que en forma equivocada— se pretende dar respuesta estatal al momento político y social tan difícil y conflictivo que vive Cuba.

El desacato como delito

Los hechos probados en la sentencia de Lescay describen conductas constitutivas de varios delitos, entre ellos un delito de desacato en su forma agravada.

La regulación del desacato agravado sanciona hasta tres años a aquella persona que “amenace, calumnie, difame, insulte, injurie o de cualquier modo ultraje u ofenda”, si el ofendido es una persona que ostenta alguno de los más altos cargos institucionales del país. Esta calificación se tomó en cuenta en el caso de Lescay, por insultos contra Miguel Díaz-Canel Bermúdez, Presidente cubano, hecho que puede comprobarse en un video trascendido al público.

La sentencia contra Lescay no menciona la comisión por su parte de actos de violencia física. Sin embargo, el programa Con Filo, de la televisión nacional, aseguró que Lescay reconocía haber tirado piedras (“cosa que él mismo reconoce”, se dijo entonces, a partir del minuto 8.40Con Filo lo hizo, además, en medio del proceso judicial contra Lescay, violando principios éticos reconocidos a este respecto, que exigen no emplear medios estatales para predisponer la opinión pública frente a un caso en proceso.

La sentencia impone la mayor parte de su sanción por otro tipo de delitos, cometidos en ausencia de violencia física por su comisor: ofensas y desobedecimiento a autoridades, correspondientes a desacato, y desórdenes públicos.

Por los problemas que plantea, desde hace al menos un par de décadas una tendencia internacional demanda despenalizar el desacato. Diversas críticas muestran su incompatibilidad con derechos de expresión, y aseguran que usurpa el principio de soberanía popular, al limitar la crítica y la protesta ciudadanas.

Ello no ha impedido habilitar otras protecciones del Estado, y de sus representantes, menos restrictivas para la ciudadanía, como la réplica a través de los medios de difusión, o el establecimiento de acciones civiles por difamación e injurias, como reclamó Rafael Correa en Ecuador.

Como tipo penal, el desacato recoge una idea premoderna, que aseguraba que “los órganos del Estado por el solo hecho de serlo, eran merecedores de toda la confianza y el respaldo de la población.” Esa visión protegía la honra de las autoridades y buscaba dejarles trabajar “tranquilos”. La idea presupone la cultura del secreto y la noción de que el Estado merece obediencia e incluso lealtad, una tesis de carácter prepolítico.

Si la soberanía radica en el pueblo, y las autoridades públicas se deben al soberano, esa protección es una desigualdad injusta en el trato. El desacato resulta una protección a favor del que debe estar más expuesto a la impugnación pública: el funcionario estatal.

Ese tipo de protecciones a la autoridad obstaculizan el desarrollo de discursos críticos tanto como de derechos personales de expresión, conciencia y participación. En cambio, fortifican la autoridad del Estado que ya de por sí cuenta con recursos de poder, decisión e información muy superiores al de un ciudadano, o grupos de ellos.

En América latina, Argentina fue el primer país en despenalizar el desacato (1993). Otros países iniciaron procesos que terminaron por hacerlo: Paraguay (1997), Costa Rica (2002), Perú (2003), Panamá (2007), Nicaragua (2007), Uruguay (2009), Ecuador (2014) y Chile (2001-2005). Otros hicieron lo mismo, pero a través de sus máximos tribunales de justicia, como sucedió en Honduras (2005), Guatemala (2006) y Bolivia (2012). A la altura de 2016, en la región solo penalizaban el desacato, además de Cuba, Brasil, El Salvador, República Dominicana y Venezuela.

Por supuesto, ello no configura un panorama demasiado alentador para la protesta social en el continente. Amén del caso extremo de asesinato de activistas sociales en países como Colombia, Honduras o Brasil, un amplio repertorio de acciones limita la protesta y generan diversos tipos de daños para los protestantes.1 Ahora bien, la figura del desacato aparece cada vez menos dentro de este repertorio represivo.

Por su parte, el nuevo proyecto de Código Penal cubano mantiene el desacato. Repite el marco sancionador, pero aumenta los cargos institucionales protegidos contra el desacato.2 Ese proyecto —que no ha sido sometido a consulta y plebiscito como se ha hecho con el proyecto del Código de las Familias— posee contenidos de expansionismo penal, lejanos del Derecho Penal mínimo, o de la noción de última ratio. Así, está lejos del espíritu humanizador que acompaña las nociones progresistas del Derecho Penal, y se coloca a favor del punitivismo.

La regulación de la protesta social en Cuba y su contexto político

La Constitución cubana protege (art. 56) los derechos de reunión, manifestación y asociación, que a su vez limita a cumplir “fines lícitos y pacíficos”, y cuando se reconozcan “por el Estado siempre que se ejerzan con respeto al orden público y el acatamiento a las preceptivas establecidas en la ley.”

A pesar del mandato constitucional de 2019, aún no existe ley que regule esos derechos. La interpretación dominante después de 1976 exige contar con leyes complementarias para ejercer derechos, en vez de aplicar la Constitución de modo directo.

La Constitución no ampara de modo expreso la protesta. Aún así, la protesta es una forma de ejercer el derecho de manifestación —ambas se asimilan muchas veces en leyes y convenciones internacionales— con un sentido de oposición y reivindicación que no necesita pedir permiso en determinadas situaciones.

Sin derecho a la protesta, el resto de los derechos pueden devenir falacias sobre el papel. La genealogía de esta idea se encuentra en la tradición republicana, revolucionaria y democrática, de la soberanía popular y del derecho de resistencia frente a la autoridad, que reconocieron tanto Carlos Marx como José Martí como Fidel Castro en ocasión del juicio del Moncada. Es parte de la noción de República a la que constitucionalmente se obliga el Estado cubano, y que también está recogida en tratados internacionales, alguno de los cuales Cuba ha firmado, pero no ratificado.

La regulación constitucional de la manifestación favorece de modo asimétrico al Estado, el mismo que sería objeto de la protesta. Por ese camino, aumenta la posibilidad de criminalizar la protesta ante el mero hecho de tratarla de ilícita por parte de autoridades estatales, sin que existan canales efectivos para impugnar tal decisión desde la ciudadanía.

La regulación vigente sobre la manifestación, incluso de poder desarrollarse, conforma una versión de protesta que podría limitarse a condiciones de “tiempo, lugar y modo”. No hay debate en Cuba sobre las formas en que tales limitaciones pueden vaciar el sentido propio de una protesta, e incluso hacerla inefectiva.

Aún menos, existe debate sobre nociones más radicales —revolucionarias— de la protesta que la entienden como acto desinstitucionalizado, que ejerce fuerza para presionar al poder constituido. Apenas existe reconocimiento sobre el espacio legítimo que deben tener expresiones de disrupción frente al sistema político. Es una lógica que afirma un hecho tan simple como potente: un obrero que lance una piedra durante una huelga no elimina el derecho a huelga.

La política estadunidense de injerencia interna, con el objetivo declarado de “cambio de régimen”, es parte del contexto cubano. Es una variable clave, en tanto aporta un elemento diferencial, con el que no cuentan la inmensa mayoría de los países, y que atraviesa el espacio de decisiones que toma el gobierno cubano.

Esta política —de más de 60 años— “ha fracasado en sus objetivos”, como declaró la administración Obama al proponer un “nuevo comienzo” para las relaciones con Cuba. Sin embargo, sigue aplicándose con presupuestos y condicionalidades que son inaceptables en Derecho Internacional. No obstante, responder a ella con políticas restrictivas de derechos humanos, y estrategias represivas de las diferencias, hace parte de los problemas, no de las soluciones.

Cualquier tipo de interferencia arbitraria sobre una comunidad nacional soberana es ilegítima.3 Ser agentes verificados de tal interferencia arbitraria es ilegítimo, e impugna el imperativo moral que reclama el ejercicio justo del Derecho. No existen derechos de participación democrática exigibles si se forma parte, comprobadamente según Derecho justo, de una agenda extranjera de intervención arbitraria sobre cualquier país soberano.

Sin embargo, la legitimidad de la defensa estatal tiene condiciones. A 60 años de 1959, invocar a secas el “derecho de la Revolución —o del Estado— a defenderse”, sin mencionar los correlativos deberes del Estado y los derechos de los ciudadanos, es negar, incluso, contenidos fuertes del propio discurso oficial cubano.

Es desconocer dos constituciones y tres reformas constitucionales aprobadas tras 1959. Es rechazar todo el proceso de institucionalización y los procesos en los que la ciudadanía cubana ha propuesto modificar aspectos de ese orden político. Hacerlo ahora es ir, además, en contra de la promesa constitucional del “Estado socialista de Derecho”, regulada en la Constitución vigente, pero cuya realización parece una contradicción en sí misma respecto al diseño y la práctica del modelo político.

Otros debates pendientes: la justicia ante el Derecho

Otro tipo de debates políticos permanecen ausentes. No existe apenas discusión sobre el “Derecho de los excluidos”: cómo personas en situación de carencia social y exclusión política, que experimentan la violencia de la pobreza y de la falta de representación política a través del Derecho, ven reforzadas su condición y duplicados sus victimismos: por la pobreza y por el castigo legal que reciben por protestar ante ello.

El discurso oficial cubano es ajeno a ideas como estas: No hay democracia alguna sin espacio para la protesta. La apelación al “consensualismo” (“somos mayoría”), y al “constitucionalismo” (“la protección del orden constitucional”) con la que ha explicado la respuesta judicial frente al 11J, replica visiones liberales muy restrictivas sobre la democracia, que desconocen el conflicto como clave de la elaboración de la política, y rehúsan instancias de diálogo social y de canalización política de los conflictos.

Si bien el discurso oficial cubano, señaladamente el de Fidel Castro, ubicó la pobreza como una violación de los derechos humanos, esa idea no se aplica al escenario interno que dio origen al 11J. La pobreza y la marginación son contrarias a cualquier noción fuerte de democracia, y abren derechos políticos sobre las formas en que ambas pueden ser impugnadas.

Por todo ello, la transformación del comportamiento estatal cubano en torno a la protesta social necesita conectar dimensiones como clase social, género, color de la piel, con condiciones de pobreza y desigualdad, con el Derecho; y reconocer la agencia popular en demanda de derechos y de espacio de participación como núcleo de la elaboración democrática de lo político.

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Notas:

1 Entre ellos, se identifican la penalización de conductas; la intervención de Fuerzas Armadas; la abusiva presencia policial en el “control preventivo” de protestas; detenciones masivas, arbitrarias y violentas; la presencia de personal policial uniformado sin identificación visible y de agentes infiltrados; la escasa regulación del uso de la fuerza; impunidad de la violencia policial; vigilancia y trabajo de inteligencia contra movimientos sociales, etc.

2 “Si el hecho previsto en el apartado anterior se realiza respecto al Presidente o Vicepresidente de la República, al Presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular, a los demás miembros del Consejo de Estado o del Consejo de Ministros, a los diputados de la Asamblea Nacional del Poder Popular, al Presidente del Tribunal Supremo Popular, al Fiscal General de la República, al Contralor General de la República o al Presidente del Consejo Electoral Nacional, la sanción es de privación de libertad de uno a tres años.”

3 Aquí usamos ideas que antes escribimos en este texto.

Fuente: Oncubanews

Moderados, radicalizados o tortas fritas // Matías Cambiaggi

 

Existen siempre conceptos guías, faros tenues, capaces de definir por sí mismos, procesos complejos, a veces trágicos, otras, placebos. Uno de ellos, es Revolución.

Apelando al campo fértil de nuestra tradición literaria, Revolución fue casi un sinónimo de Andrés Rivera. Uno de los destacados del selecto grupo de escritores militantes que tuvo nuestro país. Quizás también, uno de los que más pensó sobre la Revolución y no por casualidad, autor de uno de los libros más formidables sobre aquellos años fundantes que alumbró nuestra primera revolución y su elaboración de una voluntad colectiva emancipada, parida por chisperos decididos, antes que por la mano invisible de la historia o la del héroe solitario.

Para Andrés Rivera, la revolución fue obsesión, sueño eterno y título de un libro extraordinario, que, sobre el final de su vida, se volvió balance político encarnado en la figura de su héroe trunco, agotado en las vísperas, tal como le sucedió al proceso político que lo fagocitó tan rápido como su enfermedad.

El cáncer de lengua del orador de la revolución de mayo, tenía, para Rivera, la resonancia de una paradoja. Era el testimonio descarnado de las dificultades de la revolución primera y marca de origen de nuestro país, al mismo tiempo que el testimonio autobiográfico de cierta desilusión de final de viaje para el propio Rivera. Era también añoranza de los capítulos revolucionarios de su propio tiempo, que no pudo escribir. Melancolía de lo que parecía tan cerca y, sin embargo, no fue. Lamentación sobre los yuyos y los gendarmes.  Pero también desafío y señalamiento de lo que permanecía inconcluso, antes que un final desencantado.,

Hijo de la Revolución Rusa y del sueño de los soviets pamperos, Rivera con Lenin, en el epígrafe de su libro máximo, simplificó al extremo lo que fue siempre su propio motor inmóvil: “Todo es irreal, menos la revolución”. La revolución roja comunista, por supuesto. El peronismo, apenas una representación.

Rivera sentía su necesidad de distinguir en medio de la neblina, para hacerle paso al concepto puro que abrazó toda su vida y que sufrió por igual de usos y abusos.

Así de importante era el asunto de la Revolución para Rivera, quien más allá de su intensidad, nunca desentonó con lo más profundo de nuestra tradición nacional, sus preguntas y la falta de respuestas definitivas sobre los sentidos o alcances de lo que aquella palabra clave contenía.

La Revolución, podría decirse, fue por eso el fenómeno rector de la sociedad dispersa desde los comienzos de nuestra américa y su mito de origen. El concepto guía, que en sus variados decires se transformó después en sinónimo de guerra, de promesa de nuevo orden o simple invocación erudita.   

La lucha por el sentido, su polisemia infinita, por algún motivo propio de estas tierras, encarnó en todos: Morenos y Saavedras, desde los inicios y, mucho más acá, en peronistas de las veinte verdades, guerrilleros enamorados de Cuba y Vietnam, burócratas enamorados del estado coorporativo, peronistas, troskistas, comunistas y hasta en milicos asesinos que no se privaron de bautizar en su nombre a sus experimentos desperonizadores, como lo fueron la Revolución Libertadora de Aramburu y Rojas o la Argentina de  Onganía.

La revolución, así, como concepto más que como búsqueda o plan de operaciones, fue de todos y sin discriminaciones, o más bien todos se la apropiaron, como si se tratara de un significante vacío adelantado a las elucubraciones del último Laclau, Sin embargo, todo cambió en los noventa, y el término que tanto mal uso sufrió, desde aquellos años, dejó de ser utilizado en cualquiera de sus posibles sentidos, para tomar la forma de su contracara: la derrota.

 

A partir de allí, siguió un largo desierto que atravesar y ante la ausencia de otros actores, fue una nueva y precoz generación la que asumió sin documentos, mapas ni orgánicas, la tarea de recuperar terreno perdido y construir contraderrotas. Paradójicamente, la misma que había crecido bajo los escombros del muro de Berlín, pero también, por eso, sin la carga de la Revolución como única forma de intervención. La misma que también por eso, demostró la capacidad de escribir una nueva historia, más ligera de programas y estrategias, pero, paradójicamente, más abierta a revolucionar aspectos inesperados de la práctica social y política.

A la vuelta de aquella historia, que sobrevuela aún nuestro suelo, como tantos otros fantasmas que invocamos a fuerza de buscarle el agujero al mate, el presente hostil, a veces desencantado, nos trae reediciones algo más berretas que aquellas encrucijadas que atravesamos en las fronteras de 2001.

“¿Moderados o radicales?” Discuten los intelectuales con las urnas entre ceja y ceja

“Revolucionarios o reformistas” dividió las aguas hace algún tiempo nuestro presidente, asumiendo por supuesto, el bando de los últimos. Nadie, en cambio se asumió en público dentro de los primeros.

Otros debates son hoy más pertinentes, incluso actuales. Otras experiencias. Otras coordenadas.

Sin revolución a la vista, ni esperanza reformista instalada en las instituciones hambreadoras, sin pérdidas de tiempo dibujando líneas entre moderados y radicalizados, hace ya algún tiempo, jóvenes y humildes, humildes jóvenes y las doñas que sacaron pecho por los que se escondían debajo de la cama, encendieron el faro necesario, en las barricadas del 20 de diciembre de 2001, pero también mucho antes, entre mate y mate, intervención, reflexión y torta frita.

Ese fue el verdadero viento de cola que empujó hacia lo imprevisto, lo inesperado el gobierno de Néstor Kirchner.  ¿Se acuerdan?

 

 

El proyecto de autonomía no es una utopía // Entrevista con Cornelius Castoriadis

¿Por qué no le gusta el término “utopía”?

No es que no me guste, es que respeto la significación exacta y original de las palabras. La utopía es algo que no tiene lugar y que no puede tenerlo. Lo que yo llamo proyecto revolucionario, el proyecto de autonomía individual y colectiva (ambos son inseparables) no es una utopía sino un proyecto histórico-social que puede realizarse, nada muestra que sea imposible. Su realización no depende más que de la actividad lúcida de los individuos y de los pueblos, de su comprensión, de su voluntad, de su imaginación. El término utopía volvió a estar de moda en los últimos tiempos, un poco por la influencia de Ernst Bloch, un marxista que, mal o bien, se había acomodado al régimen de la RDA, y nunca hizo la crítica del estalinismo y de los regímenes burocráticos totalitarios: encontraba así una suerte de pretexto, una palabra que le permitía diferenciarse del “socialismo realmente existente”. Más recientemente, el término fue retomado por Habermas, porque después de la quiebra total del marxismo y del marxismo-leninismo, parece legitimar una vaga crítica al régimen actual mediante la evocación de una transformación socialista utópica, con perfume “premarxista”. De hecho es todo lo contrario, pues nadie puede comprender (salvo que sea filósofo neokantiano) como puede criticarse lo que es a partir de lo que no puede ser. El término utopía es mistificador.

¿Qué es el proyecto de autonomía individual y colectiva?

Es el proyecto de una sociedad en la cual todos los ciudadanos tienen una igual posibilidad efectiva de participar en la legislación, en el gobierno, en la jurisdicción y en definitiva en la institución de la sociedad. Este estado de cosas presupone cambios radicales en las instituciones actuales. Aquí es donde puede llamárselo proyecto revolucionario, entendiendo que revolución no significa matanzas, ríos de sangre, la exterminación de los chouans o la toma del Palacio de Invierno. Es claro que tal estado de cosas está muy lejos del sistema actual, cuyo funcionamiento es esencialmente no democrático. Llaman democráticos a nuestros regímenes falsamente, porque son oligarquías liberales.

¿Cómo funcionan estos regímenes?

Estos regímenes son liberales: no utilizan esencialmente la coacción, sino una suerte de semiadhesión blanda de la población. Esta última fue penetrada finalmente por el imaginario capitalista: la meta de la vida humana sería la expansión ilimitada de la producción y del consumo, el supuesto bienestar material, etcétera. Como consecuencia de ello la población está totalmente privatizada. El métro-boulot-dodo [“metro, trabajo y a dormir”] de 1968 se volvió coche-trabajo-televisión. La población no participa de la vida política: no es participar el hecho de votar una vez cada cinco o siete años por una persona que no se conoce, sobre problemas que no se conocen y que el sistema hace todo para evitar que se conozcan. Pero para que haya un cambio, para que haya de verdad autogobierno, es preciso cambiar las instituciones, claro está, para que la gente pueda participar en la dirección de los asuntos comunes; pero también es preciso, sobre todo, que cambie la actitud de los individuos hacia las instituciones y hacia la cosa pública, la res publica, eso que los griegos llamaban ta koina (los asuntos comunes). Pues hoy, dominación de una oligarquía y pasividad y privatización del pueblo no son más que las dos caras de la misma moneda.
Hagamos un paréntesis, un poco teórico. Siempre hay, de manera abstracta, tres esferas en la vida social considerada desde el punto de vista político. Una esfera privada, la de la vida estrictamente personal de la gente; una esfera pública en donde se toman las decisiones que se aplican obligatoriamente a todos, públicamente sancionadas; y una esfera que puede llamarse público-privada, abierta a todos, pero donde el poder político, aunque es ejercido por la colectividad, no debe intervenir: la esfera donde la gente discute, publica y compra libros, va al teatro, etcétera. En la jerga contemporánea se han mezclado la esfera privada y la esfera público-privada, sobre todo desde Hannah Arendt, y esta confusión aparece todo el tiempo en los intelectuales que hablan de “sociedad civil”. Pero la oposición sociedad civil/Estado (que es de fines del siglo XVIII) no basta, no nos permite pensar una sociedad democrática. Para ello, debemos utilizar esta articulación en tres esferas. Retomando los términos griegos antiguos, debemos distinguir entre el oikos (la casa, la esfera privada), la ekklèsia (la asamblea del pueblo, la esfera pública) y el agora (el “mercado” y el lugar de encuentro, la esfera público-privada). Bajo el totalitarismo, las tres esferas están totalmente confundidas. Bajo la oligarquía liberal, hay a la vez dominación más o menos clara de la esfera pública por una parte de la esfera público-privada (“el mercado”, la economía) y supresión del carácter efectivamente público de la esfera pública (carácter privado y secreto del Estado contemporáneo). La democracia es la articulación correcta de las tres esferas, y el devenir verdaderamente público de la esfera pública. Esto exige la participación de todos en la dirección de los asuntos comunes, y exige a su vez instituciones que permitan que la gente participe y que la inciten a hacerlo. A su vez, esto es imposible sin igualdad política efectiva. Es éste el verdadero sentido de la igualdad: una sociedad no puede volver a la gente igual en el sentido en que todo el mundo sería capaz de correr cien metros en diez segundos, o de tocar admirablemente la Appassionata. Pero puede volverlos iguales en cuanto a su participación efectiva en todo poder instituido que exista en la sociedad.
Es esto el proyecto de autonomía, cuya realización, evidentemente, abre problemas considerables. Nadie, solo y de antemano, puede tener la solución de los mismos; solamente la sociedad, si se pone en movimiento, podrá resolverlos. Por ejemplo, es claro que una sociedad democrática es incompatible con la enorme concentración del poder económico que existe hoy. Es igualmente claro que también es incompatible con una pseudo planificación burocrática. También está la cuestión de la libertad en el trabajo. Los ciudadanos no pueden ser esclavos en sus trabajos cinco o seis días por semana, y libres los domingos políticos. Hay entonces un objetivo de autogobierno en la esfera del trabajo: es lo que llamo desde hace más de cuarenta años la gestión de la producción por los productores; por cierto, esto también plantea problemas, por ejemplo, la participación de los técnicos y de los especialistas. Implica también un mercado que sea un verdadero mercado, no como el de hoy, un mercado dominado por los monopolios y los oligopolios, o por las intervenciones del Estado. Todas estas transformaciones presuponen –y van a la par de- una transformación antropológica de los individuos contemporáneos.

¿La cultura de los individuos, en definitiva?

Podemos llamar a esto cultura. Se trata de la relación estrecha y profunda que existe entre la estructura de los individuos y la del sistema. Hoy los individuos son conformes al sistema y el sistema a los individuos. Para que la sociedad cambie, hace falta un cambio radical en los intereses y en las actitudes de los seres humanos. La pasión por los objetos de consumo debe ser reemplazada por la pasión de los asuntos comunes.

¿Cómo puede crearse esta pasión por los asuntos políticos? ¿Cómo estimularla?

No lo sé. Pero sé que ha existido en la historia. Hubo momentos, e incluso épocas, en donde los individuos se interesaron apasionadamente por los asuntos comunes. Salieron a la calle, pidieron cosas, impusieron cierto número de ellas. Si vivimos hoy en un régimen liberal, no es porque este régimen nos haya sido otorgado por las clases dominantes. Los elementos liberales en las instituciones contemporáneas son los sedimentos de las luchas populares en Occidente desde hace siglos, luchas que comienzan con los combates llevados a cabo a partir del siglo X por las comunas para obtener un relativo autogobierno. Si hoy constatamos una atonía, incluso una atrofia de las luchas, nadie puede decir que sea éste el estado definitivo de la sociedad. De todos modos, no hay y no habrá jamás estado definitivo de la sociedad. A penas se había secado la tinta de los textos de Fukuyama cuando su idiotez quedaba ruidosamente demostrada por la historia.
Si se perpetuase el estado de apatía, de despolitización, de privatización actual, asistiríamos ciertamente a crisis mayores. Volverían a la superficie con una acuidad hoy insospechada el problema del medio ambiente, por el cual nada se ha hecho; el problema de lo que se llama el tercer mundo, de hecho, los tres cuartos de la humanidad; el problema de la descomposición de las mismas sociedades ricas. Es la retirada de los pueblos de la esfera política, la desaparición del conflicto político y social permite que la oligarquía económica, política y mediática escape de cualquier control. Y esto, de aquí en más, produce regímenes de irracionalidad llevada al extremo y de corrupción estructural.

¿No choca el proyecto de autonomía, fundado en la participación de los individuos en los asuntos de la colectividad, con los efectos letárgicos de la televisión y de los medios de comunicación?

La televisión actual es un medio de embrutecimiento colectivo. Y en Francia aún no hemos visto nada. Aquí una película se corta dos o tres veces con la publicidad, mientras que en Estados Unidos o en Australia, por ejemplo, los cortes publicitarios duplican o triplican la duración de la película. Esto, además, no es una maldición “norteamericana”. Es el molde capitalista, la publicidad –por lo tanto, los sponsors– dominan los medios de comunicación. En Le Monde Frappat y Schneidermann lo señalan todas las semanas: los programas más o menos interesantes están a la una de la mañana. Si quisiera ponerse la televisión, la radio y los demás medios modernos de comunicación al servicio de la democracia, esto exigiría cambios enormes, no sólo en el contenido de los programas sino también en la estructura misma de los medios de comunicación. Éstos, tales como son hoy, encarnan una sociedad de dominación en su estructura tanto material como social: un polo emisor, una cantidad indefinida de receptores anónimos, aislados y pasivos. El papel de los medios de comunicación es totalmente conforme al espíritu del sistema y contribuye poderosamente con el embrutecimiento general. No tenemos más que recordar cómo fue “cubierta” la guerra del Golfo.

¿Cree que el sistema que critica es un sistema moderno? ¿Vivimos en una era posmoderna, o rechaza usted esta noción?

Ya critiqué el término “posmoderno” en El mundo fragmentado. La modernidad duró aproximadamente dos siglos, de 1750 a 1950. Después entramos en lo que yo llamo la época del conformismo generalizado. La modernidad era el cuestionamiento permanente de lo que estaba establecido, tanto en filosofía como en política y en arte. Desde 1950 aproximadamente, este fenómeno casi ha desaparecido. Fecha arbitraria y esquemática, por cierto, pero fue alrededor de ella cuando el inmenso soplo creador que había animado a Occidente durante dos siglos empezó a debilitarse hasta desaparecer casi por completo.

¿Piensa usted que la idea de progreso ya no existe?

La idea de progreso sigue existiendo, es claro, aunque esté cada vez más apolillada. Es una significación imaginaria que ha durado lo que  ha durado, y que durará mientras pueda durar. Pero como idea es falaz. No podemos hablar de progreso en la historia de la humanidad, salvo en un ámbito, en el dominio de lo conjuntista-identitario (es lo que yo llamo lo ensídico), digamos el dominio de lo lógico-instrumental. Hay un progreso, por ejemplo, en la bomba H con relación al sílex, puesto que la primera puede matar mucho más y mejor que el segundo. Pero en las cosas fundamentales, no podemos hablar de progreso. No hay progreso ni regresión entre el Partenón y Notre-Dame de París, entre Platón y Kant, entre Bach y Wagner, entre Altamira y Picasso. Pero hay rupturas: en la antigua Grecia, entre el siglo VIII y el siglo V, con la creación de la democracia y de la filosofía; o en Europa occidental, empezando por los siglos X y XI, acompañada por una cantidad enorme de creaciones nuevas, que culmina en el periodo moderno.

Pero, con todo, en la noción de progreso está  la idea según la cual la suerte de la generación siguiente ha de mejorarse con respecto a la de la generación precedente. ¿No fue esto mismo lo que suscitó la adhesión del proletariado durante la industrialización?

¿Ha de mejorarse con respecto a qué criterio? El capitalismo ha basado toda la vida social en la idea de que la “mejora” económica era la única cosa que contaba –o la cosa que, una vez realizada, daría el resto por añadidura-. Marx y el marxismo lo siguieron en esta vía.
Durante mucho tiempo, mientras el proletariado luchaba contra su explotación, no tenía como único objetivo la “mejora” de su nivel de vida; pero evidentemente, a la larga, este imaginario esencialmente capitalista, compartido con el marxismo, también penetró en la clase obrera. Es cierto que hubo con el capitalismo una expansión económica fantástica (que, mirando hacia atrás, habría sido inimaginable incluso para Marx). Pero, como vemos hoy, ha sido a costa de destrucciones irremediables infligidas a la biosfera. Y su condición también ha sido la lucha de los obreros por el aumento de la remuneración de su trabajo y por la reducción de la duración del tiempo de éste. Así fue como se crearon los mercados internos, agrandados constantemente, sin los cuales el capitalismo se habría desmoronado por crisis de sobreproducción; así fue como también se reabsorbió el desempleo potencial engendrado por el crecimiento de la productividad. El desempleo actual se debe al hecho de que el aumento acelerado de la productividad del trabajo desde 1940 fue acompañado por una reducción muy débil de la duración del tiempo de trabajo, lo opuesto de lo que había sucedido de 1840 a 1940, donde la duración del tiempo de trabajo semanal se redujo de 72 a 40 horas. Esta obsesión por el aumento de la producción y del consumo está prácticamente ausente en las otras fases de la historia. Como ha mostrado -entre otros- Marshall Sahlins (en Edad de piedra, edad de abundancia), la duración del tiempo de trabajo en las sociedades paleolíticas era de dos a tres horas diarias; y ni siquiera puede llamarse a esto trabajo en el sentido contemporáneo: la caza, por ejemplo, era también una fiesta colectiva. El resto del tiempo la gente jugaba, charlaba, hacía el amor. Lo que se llama “progreso económico” se obtuvo mediante la transformación de los humanos en máquinas de producir y de consumir.

¿Puede encontrarse placer trabajando?

Por supuesto, con la condición de que el trabajo tenga un sentido para quien lo hace; y esto depende tanto de los objetos producidos como de la organización de la producción y del papel del trabajador en ésta.

En Francia hay tres millones de desempleados. ¿Cómo explicar que el sistema social no estalle?

Muy buena pregunta. En primer lugar, no es seguro que el statu quo dure indefinidamente. Luego, el peso del desempleo está limitado, en parte, por la existencia de una red social de protección que no es desdeñable. Y sobre todo, este desempleo alcanza de manera desigual a las diferentes capas y secciones de la población. La miseria apunta particularmente a ciertas categorías –locales, étnicas, etcétera- cuya fuerza de protesta es reducida y cuya marginalización a menudo desemboca en la transgresión y en la desviación, pues su reacción no toma una forma colectiva. Hablamos antes de la condición principal para el crecimiento del desempleo: el mantenimiento de una duración del tiempo de trabajo constante a pesar del alza de la productividad. También hay otra: el abandono de las políticas keynesianas de mantenimiento de la demanda global –hecho que, en gran medida, había condicionado a los “treinta gloriosos” de la posguerra- en provecho de un neoliberalismo estúpido: Thatcher, Reagan, Friedman, los Chicago Boys, etcétera. Asistimos a cosas absolutamente increíbles. Por ejemplo, comienza a observarse ahora en Suiza cierto aumento del desempleo; en respuesta a ello el gobierno federal reduce los gastos públicos. Es exactamente la política de Hoover en Estados Unidos a principios de la Gran Depresión de 1929 a 1933, la política de Laval en Francia (aconsejada por Jacques Rueff) de 1932 a 1933. Se responde a la deflación con más deflación. La realidad de la descomposición mental de las capas dirigentes supera lo que podía prever la teoría de manera razonable.

¿Piensa usted que los ecologistas o los partidos alternativos pueden encarnar esa renovación que estaría necesitando tanto la sociedad?

La corriente ecológica es positiva como tal, pero los partidos ecologistas existentes son totalmente miopes desde el punto de vista político. No ven el lazo indisoluble de los problemas ecológicos con los problemas generales de la sociedad y tienden a convertirse en un lobby ambientalista.

Para concluir: usted que señala la importancia del reconocimiento de la alteridad del otro a nivel individual en su proyecto de autonomía, ¿podría darnos su opinión sobre el “derecho de injerencia”?

El problema es muy complejo. Usted conoce la famosa frase de Robespierre: “A los pueblos no les gustan los misioneros armados”. Nadie puede dejar de observar que la situación es terrible en muchos países del tercer mundo, donde las tentativas de implantación, ya sea del “socialismo”, ya sea del capitalismo liberal, han fracasado. En Somalia y en Etiopía reaparecen los enfrentamientos tribales, sin límites; en India, las matanzas recíprocas entre hindúes y musulmanes; en Sudán, la tentativa del gobierno islamista de imponer por la fuerza la ley islámica a las poblaciones cristianas y animistas del sur; el caos sangriento en Afganistán; en algunas repúblicas de la antigua URSS, la vuelta al poder de los comunistas después de asesinar a los opositores; las despiadadas guerras étnicas en el Cáucaso, o, sobre todo, en la antigua Yugoslavia, etcétera. Nadie puede permanecer indiferente ante estas monstruosidades. Pensamos, y con razón, que algunas significaciones creadas en y por nuestra sociedad y nuestra historia –respecto a la vida y a la integridad corporal, a los derechos humanos, a la separación de lo político y lo religioso, etcétera- tienen, en derecho, una validez universal. Pero es trágicamente claro que estas significaciones son rechazadas por sociedades –o Estados- que corresponden quizás a los cuatro quintos de la población mundial, y que las ilusiones liberales y marxistas acerca de la difusión universal “espontánea” de estos valores están por el suelo. ¿Se puede, se debe imponerlos por la fuerza? ¿Quién ha de imponerlos y cómo? ¿Y quién tiene el derecho moral de imponerlos? La hipocresía de los gobiernos occidentales a este respecto es flagrante. Estados Unidos ha intervenido militarmente en Panamá o contra Iraq porque había intereses específicos en juego –poco importa su naturaleza- pero se opone a cualquier intervención en Haití. El caso de la ex Yugoslavia es horrible, y está muy cerca de nosotros, desde hace un año no se hace más que parlotear sobre el tema. Y por lo menos,  en este caso, se parlotea y se envía “ayuda humanitaria”. Pero si una crisis comparable estallase entre Rusia y Ucrania, ¿se hablaría de injerencia? Mientras nosotros hablamos, en Sudán continúa la guerra que lleva a cabo el gobierno islamista del norte para imponer la charia a las poblaciones no musulmanas del sur. Gran parte de esta guerra es financiada por Irán (que financia también a los integristas egipcios y magrebíes). ¿Por qué ese desinterés por las atrocidades del gobierno sudanés? Porque el islam es un problema demasiado difícil de resolver, porque está el polvorín de Medio Oriente y el petróleo. Los derechos humanos se violan sistemática y cínicamente en China, Vietnam, Indonesia (exterminación de una buena parte de la población del Timor), Birmania. ¿Se va a “injerir” allí? ¿Qué sería este derecho que castigaría a algunos pequeños ladrones y dejaría en paz a los grandes gángsters? Yo creo que el “derecho de injerencia” es un eslogan típicamente kouchneriano *

– ¿En el sentido bueno o malo del término?

– En el sentido kouchneriano del término.

Cornelius Castoriadis / De Una sociedad a la deriva, Katz ediciones, 2006

Traducción: Sandra Garzonio

Entrevista del 28 de diciembre de 1992, con Jocelyn Wolff y Benjamin Quénelle, publicada en la revista Propos (Estrasburgo), n° 10, marzo de 1993, pp. 34-40.>

*Alusión a Bernard Kouchner, uno de los fundadores de la organización humanitaria Médicos del mundo; secretario de Estado, ministro de Salud y diputado europeo, fue también uno de los principales creadores del concepto “deber de injerencia”. (N. de la T.)

Chile Actual. ¿Pueblos de la revuelta o ciudadanías elitarias? // Mauro Salazar

La “revuelta anti-edipal” (2019) activó una “hendidura” entre el dispositivo institucional de la modernización chilena -gobernabilidad, institucionalismo, crecimiento, consensos, (1990/2019)- que precipitó los lenguajes de la post-hegemonía (“lo no identitario”). La sublevación de cuerpos, las escrituras deseantes, la capa media popular y las sexualidades irredentas, emplazaron al orden visual (diagrama pinochetista) develando aquellas prótesis institucionales definidas por la arquitectura política moderna, a saber, soberanía, nación, sujeto, representación, ideología, hegemonía, etc.).

 

La «hegemonía barítona” y las categorías del «mainstream» modernizador, comprenden empleados cognitivos que padecieron la aflicción de las “potencias populares” (2019). Si bien, los espacios fronterizos nos obligan a revisitar los usos y abusos de la categoría «pueblo», aludimos a los empleos exorcizantes del discurso transicional-hacendal a favor de una masa anodina de voces dóciles bajo los “pactos simbólicos” (1990-2019). Sin perjuicio de lo último, ello no admite el uso monumental, lírico y excluyente, ilustrado en la ex Lista del Pueblo, donde migró una apropiación napoleónica-justiciera del término en la actual Convención Constitucional. Pueblo y representación no tienen cabida en la unidad de un concepto. La calle octubrista, y su “alma bella”, giró hacia identidades cerradas, no menos líricas, y solo hay pueblo de acuerdo a un Estado inexistente o un estadio de exclusiones. También es posible una corporeidad -traza- que puede ser nombrada desde un “esencialismo estratégico”, o bien, un significante de la performatividad que emplace la “máquina mitológica” (Portales) en su obcecada captura de la subjetividad. La reivindicación de lo «plural discordante» (Richard: 2021) implica una hermenéutica de la mundanidad y comprende una crítica a la patriarcalización que niega las «fisuras de sentido» de lo popular, los conflictos de frontera entre el adentro y el afuera que nos hablan de intersecciones de sentido y no de identidades pre-configuradas apriorísticamente. 

 

Tras la crisis de la gobernación neoliberal producida por la misma intensificación de los procesos de extracción y acumulación que definen la sobreacumulación de “riqueza abstracta”, la episteme oligárquico-transicional ha sido reducida a fetiches de acceso, servicios y acuerdos mediáticos. La «revuelta anti-edipal» (2019), desplegó “máquinas de deseo” en eriazos simbólicos, movimientos corporales y éxodos territoriales que impidieron la “dominical continuidad” (Torres Apablaza, 2021), abriendo un problema de acceso cognitivo (político) para el mainstream. Con todo, en las últimas semanas, la arremetida proviene de una oligarquía rentista -un inédito comunismo neoliberal- y partidos sin legitimidad hegemónica, pero soberanos de la facticidad neoliberal. La post-concertación, la sedición de “Amarillos por Chile”, y la derecha en un pacto juristocrático (Villalobos-Ruminott, 202o) de tres decenios obviaron la «insubordinación», imputando toda disidencia ciudadano-territorial a nombre del «demonio populista” (Laclau, 2005) 



Los relatos del realismo con sus estéticas reaccionarias han invocado nuevamente la ausencia de “retóricas mediadoras” y la restitución de los grupos medios como el pueblo extraviado de las “oligarquías modernizantes”. Tras ello una pasión por el “arché Portaliano” (Karmy-Bolton, 2022) que por estos días reedita los mitos pastorales, los lenguajes tecnicistas, y la restitución de una ciudadanía pedagógico-patronal. Convengamos que nuevamente ha migrado un revival de “orden ético” frente a una dislocación del tiempo representacional (homogéneo) que la gobernanza de Apruebo-dignidad ha gestionado desde la soberanía técnico-managerial. De suyo el “significante Marcel” (Ministro de Hacienda de Boric-Font) y la focalización como un dispositivo de impunidad. La reificación de la razón técnico-administrativa como epitafio de los “30 años” ha dado lugar a la defensa de la neutralidad (asepsia y transparencia) que es la regla de funcionamiento del neoliberalismo hacendal respecto al quinto retiro (Administradoras del Fondo de Pensiones -AFP-). Y así, hasta abandonar todo programa transformador bajo el progresismo de Gabriel Boric-Font. Ciencia y Técnica como ideología invocando la tradición Habermasiana. Dada la intensificación neoliberal de la cibernética los lenguajes políticos han sido traducidos a la metafísica del capital -la violencia fáctica de la acumulación- y el signo remite circunvalarmente a otro signo. Todo migra a modo de equivalente general (lenguaje de las mercancías) capturadas en una «metáfora de la circulación» -y no así, de la interrupción- de la experiencia plebeya (Rancière, 1996) que se abrió temporariamente (y en su potencia) para el caso chileno. 

 

Bajo el fárrago de los sucesos, existen expresiones estigmatizantes donde el mainstream chileno ha intentado normalizar (silenciar) la demanda popular con sus potencias, perpetuando una misma «comunidad de habla», sin desmasificar las diferencias. En el valle de Santiago, Emilio Durkheim ha sido confinado al mero “control social” (positivismo queer que informa las epistemes gubernamentales) por la vía de la “anomia” que implica la modernización acelerada como fábrica de “cuerpos excluidos”. De suyo, Ackerman y la obsesión politológica por la deliberación respecto a una presuntuosa “norma común” (Joignant y Fuentes, 2015). A ello se suma una obcecada búsqueda de codificaciones normativas que buscan restituir la «pax» -oligarquización del Partido Socialista y el maquillaje Allendista- contra una multitud de pueblos, territorios vernáculos, insurgencias rizomáticas, y minorías indóciles activadas por el «golpe popular» (octubre, 2019) que vino a desbaratar fugazmente (“mediador evanescente” de Arditi) las «cogniciones del orden». La alteración del tiempo histórico-representacional sugiere una relación compleja con la actualidad, un desacato gravado de imtespectividad, donde el presente reúne a una heterogeneidad de temporalidades -experiencia plebeya de la deslocalización en Rancière- que desordena toda narrativa del progreso destinada a codificar dicha multiplicidad en el “arte maquinal” del buen gobierno o el “pueblo destinal” de la modernización (Didi-Huberman 2014; Deleuze 1985; Foucault; 1992). Todo populus transita en el desarreglo de alguna temporalidad. Ello implica una distinción entre el imaginario como aquel mecanismo identitarista o normativo y lo imaginal-político que des-inscribe o libera una “potencia” a modo de una irrupción sin equivalencia contra aquel imago y su representación institucionalista (anestésica).

En el caso chileno la práctica imaginal de la «revuelta», “movimiento anti-edipal”, pese a los traspiés de La Convención en los últimos meses, excedió las categorías identitaristas de la representación centradas en la reificación de las formas visuales, culturales y estéticas y sus formatos institucionales, por cuanto los pueblos sin revolución (americana, cubana o soviética) responden a hitos de auto-designación que se desprenden de dispositivos estatal-nacionalistas. Lejos de una pretendida existencia identitarista, «lo imaginal» ilustraría una potencia popular de afectos, mundanidades y cuerpos expuestos, órganos que hacen posible el «habla político» y que operan por mixturas, escrituras anti-edípicas, o multiplicidad de flujos desterritorializados y líneas de fuga (Deleuze & Guattari, 1981). Una revuelta es la suspensión del tiempo del progreso y sus mitificaciones, a saber, como en La noche de los proletarios (Ranciére 1974 y 2010), donde los actores no interpretan tareas apriorísticamente asignadas, y no encarnan el guion de una historia sacrificial, teleológica e identitariamente organizada. La irrupción plebeya es la des-identificacion re-subjetivamente de «pueblo expuestos vs pueblos figurantes». Esa sedimentación no identitarista, desmitificante de las “piochas republicanas”, donde se ubica la potencia feminista, como parte de aquello que la «maquina institucional» -pastores en el lenguaje de Foucault- no ha logrado capturar o localizar dentro de la revuelta chilena, a modo de cuerpos jurídicos domados en alguna política pública y su carga focal. Hay pueblo porque falta decía Deleuze. Tal como lo indica Giorgio Agamben, cualquier definición del significado político del término está siempre al borde de una definición ambigua. Esto porque “un mismo término designa, pues, tanto al sujeto político constitutivo como a la clase que, de hecho, sino de derecho, está excluida de la política” (2001). Entonces, la ambigüedad semántica revela su condición anfibológica, es decir, su erroneidad inherente respecto al buen sentido o el sentido común, «el término guarda para sí una potencia del error en su nombre tantas veces pronunciado, como si la tradición política quisiera suturar constantemente, de una vez y para siempre, su doble sentido o su mal sentido» (Ramírez Vargas, 2022). Aquí conviene citar el caso de George Didi-Huberman en torno a lo que excede un juego “suma cero” entre las posturas “hegemonistas” o “populistas” que apuestan al carácter irreductible de la representación, y las diversas formas de “autonomismos” que repudian la representación como captura de la potencia plebeya, en una postura postnacional y anti-estatal. Ello apunta a una «dialéctica» irreductible a la mera captura de lo múltiple por lo uno.

 

Sin embargo, las revolturas de identidades que se escondían tras la “capucha” de la Primera Línea (2019), también deberían llevar a la izquierda chilena a desconfiar -o interrogar- que las multitudes de la revuelta en su devenir deseante se unificaron bajo la categoría monolítica del Pueblo destinal como protagonista de las “luchas populares”. Recordemos las palabras de Virno, cuando advierte que la multitud está caracterizada por una fundamental oscilación entre la innovación y la negatividad “…a veces agresiva, a veces solidaria, inclinada a la cooperación inteligente pero también a la guerra entre bandos, a la vez veneno y antídoto; así es la multitud. Ella encarna adecuadamente las tres palabras clave con que se ha intentado aclarar cuál podría ser un entendimiento no dialéctico de lo negativo: ambivalencia, oscilación, siniestro»(Ambivalencia de la multitud)

 

Toda multitud está sujeta a disgregación, corrupción, violencia intestina. Tal advertencia debería servir a quienes mitifican el valor heroico-romántico de un “pueblo pedagógico” al que se le asignó la bondad originaria de defender una posición de verdad absoluta (qua partera) en su rebeldía contra el Reyno de Portales (el armatoste neoliberal, la política institucional y en las últimas semanas, el “asalto del mundo concertacionista”, etc.). Hizo falta que los “pueblos” de la revuelta -emplazados en un futuro anterior- no se diluyera tras una suma de identidades homogéneas alineadas en algún significado último que guía la lucha histórica y social de las poblaciones oprimidas en una única dirección -garantizada- de restitución de derechos a través de la justicia, sino en un conjunto de fracciones a veces inconexas llenas de  las  ambigüedades y contradicciones  que mantienen en su interior la   negatividad de lo impuro como  tensión irresuelta que hace oscilar cualquier esquema maniqueo entre el bien y el mal.  

 

Y sabemos la vieja lección, siempre será necesario asumir que “el Pueblo” no es un sustrato ontológico, ni una positividad, tampoco es una identidad-esencia depositaria de una verdad absoluta de la liberación-emancipación. Es el constructo inestable de una determinada representación de lo popular que está siempre en litigio de mediación e interpretación. Y es que la categoría pueblo debe estar situada en los espacios fronterizos, trenzada por vectores de intensificación. La frontera, como ya lo hemos sugerido, es ambivalente, y uno de sus lados mira siempre al exterior.

 

Como afirma Butler, “es siempre difícil decir si una sublevación representa todo el pueblo, la esencia del pueblo o una pura reivindicación democrática”. Entonces, por mucho que las sublevaciones pretendan representar la voluntad del pueblo, se encuentra en general otro grupo de gente que rechaza verse representada por la sublevación. Reclamarse de la voluntad popular es un combate permanente, una lucha por las formas de hegemonización (control). Aunque una sublevación puede parecer expresar la voluntad popular, debemos siempre preguntarnos de cuál versión de la voluntad popular estamos hablando, a quiénes no incluye y porqué» (Virno, 341) 

 

En el Reyno de Chile, los Centros de Estudios pretorianos, intelectuales de Estado o politólogos de turno, se han enfrentado a un agotamiento interpretativo y epistémico (1990-2010) para descifrar y normar la escisión del «presente hacendal». Y así, los rectorados semióticos, las oligarquías académicas, los escoltas adultocéntricos, y los grupos de intereses –Think Thank- del oficialismo cultural, Chile 21, COES, Libertad y Desarrollo, y el Centro de Estudios Públicos (CEP), persisten en nuevo diagrama oligárquico. Toda la «mayordomía transicional», obviando cualquier «radicalidad ética», aún se mantiene aferrada al tiempo de una «gobernabilidad normalizadora» (1990-2010), so pena que han abrazado con fervor el hito de Mayo (2021) para una nueva Carta Constitucional, superando -pero también mediando- el trazado jurídico legado por la Dictadura de Pinochet y su catolicismo integrista (2/3), y evitando una nueva “Constitución de los vencedores”. Pero el agotamiento de una “hermenéutica política” -y su deuda argumental- no es incompatible con la facticidad de un orden Leviatánico que prescinde del campo argumental. En suma, al final se develan como custodios del mapa del poder y acumulación de capital que instaló la modernización post-estatal (1976- 1981). Según Bhabha, «El pueblo ya no está contenido en ese discurso nacional de la teleología del progreso: la anonimia de los individuos; la horizontalidad espacial de la comunidad; el tiempo homogéneo de las narrativas sociales; la visibilidad historicista de la modernidad, donde el presente de cada nivel (de lo social) coincide con el presente de todos los otros, de modo que el presente es una sección esencial que hace a la esencia visible». Frente al interregno que se avecina, la fantasía de las elites chilenas, pese a estar reducidas a la «factualidad» (“acumulación de capital”), vaciamiento de legitimidad y retratos proyectuales, no han cesado en su afán normativo por soslayar los «gritos de la plebe» y aplacar el excedente de significación y sentido que comprende un «constitucionalismo de enmiendas» («singularidades de vida») que trascienda los dispositivos de «control securitario» expresado en una nueva Constitución política del Estado. Y es que el Partido neoliberal (rentista y abstracto-financiero, sea conservador e incluso en su variante «progresista»), hizo estallar la vida cotidiana luego de tres decenios de contratos modernizantes (servicios, disciplina laboral, vigilancia mediática, realismo político). Y así, aún no se ha dimensionado todo el alcance del «golpe plebeyo» (18/0), pues ahora en una nueva «política del poder» nuestras elites y sus «burocracias cognitivas» se esmeran por suturar, léase institucionalizar, las relaciones entre democracia y mercado -neoliberalismo constituyente- aplacando la fuerza transformadora de la imaginación popular activada en octubre (2019). Tal empeño busca climatizar un fervor retórico para «gestionar» -domesticar- la «subjetividad anti/edipal» del movimiento de pueblos en un «pacto juristocrático» donde el pueblo polisémico persistió en el desplazamiento de mitos, ocultado por la industria mediática, que se tornaría administrable al pueblo constitucional de nuestros teólogos del progresismo (Frente Amplismo). Tal escenario comprende una nueva economía creativa para el campo de las izquierdas, y no la reactividad del testimonio (“lo napoleónico”).



Si bien, un nuevo texto Constitucional implementado desde la Convención Constitucional, y su correlación de fuerzas, cada vez más atrofiada por la amenazante mediática, aún puede ser un indiscutible avance cívico, inclusivo, ciudadano y político para la destitución de la «letra pinochetista», y refrenda la potencia simbólica y ritualista (legitimidad) de la «revuelta derogante» (2019), la actual recomposición institucional abre variados escenarios que han instaurado un «lugar vacío» que de bruces reconoce «tecnologías de gobernabilidad», activando razones técnico-metodológicas, y el identitarismo culturalista. El nuevo ciclo que se inauguró tras el mayo feminista (2018) -con el inédito éxito y naufragio de la Lista del pueblo– más allá de institucionalizar la protesta social con el significante de los «mínimos», podría representar el inicio de “guerras de posiciones” que desplazan las distribuciones de sentido instaladas por la razón partidaria. 

 

La politicidad activada por la «revuelta anti-edipal”, pese a su evanescencia corrosiva, fue una forma de gestionar la angustia existencial de los grupos medios pauperizados (“Pymes devaluadas”) que renegociaron fronteras de sentidos bajo la metáfora «hasta que la dignidad se haga posible». Con todo ulteriormente, dado el vértigo de lo político, las perversiones mediáticas podrían perpetrar escenarios de “excepcionalismo gubernamental” y un “revival de realismo” marcado por un retorno de orden policial, alza de la derecha concertacionista, narrativas de la mesura y procesos modernizantes (Joignant, 2021: Peña, 2021), que abren espacio a la agenda securitaria del conservadurismo en plena “soberanía del espectáculo”. A juzgar por los últimos acontecimientos ello presupone un “pueblo productivo» y gerenciable en una «segunda transición», diluyendo la polisemia de la movilización popular donde pueblos y cuerpos deseantes o distópicos, territorios, imágenes y subjetividades políticas, cultivaron fisonomías irreductibles -pluralismo hermenéutico- amén de la arquitectura constitucional de las elites chilenas. En nombre del «lugar vacío» (efectos de la revuelta) no podemos descartar la nueva llegada de “expertos indiferentes” (semiólogos de la nueva gobernanza), heraldos del management y jurisconsultos liberales (o no) y, porque no, tentaciones centristas vinculadas a un eventual “consenso de las mercancías” que ampliando cuotas de gastos fiscal (focalización ampliada en los lenguajes del bacheletismo») vendrían a configurar un «neoliberalismo con rostro humano». Es verdad, luego del espíritu regulacionista de la nueva Constitución, la modernización del Pinochetismo quedará limitada por hitos regulacionistas, en ningún caso periféricos. Y esto podría tener un horizonte re-legitimador en el campo de las instituciones Portalianas y una restitución de la facticidad partidaria, aunque siempre bajo fricciones. Con todo qué hay del nuevo “pacto juristocrático” (legitimidad) en medio de la furia de las corporaciones mediáticas contra la resistencia de la “guerra de posiciones”. 

 

Durante el plebiscito de entrada para una nueva constitución (2021), se modificaron exitosamente los pactos ciudadanos y populares abriendo un eventual imaginario de transformaciones que ha estado tutelado por los enclaves de la post-transición, las querellas sesgadas, mixturas y presiones atmosféricas contra la Convención. Los mínimos programáticos del progresismo neoliberal (el universo de sus barones y mapa relacional) ha perdido demografía socio-política, pero no necesariamente la dimensión factual, que sin duda hoy hace sentir su capacidad auto-regenerativa (Laguismo empresarial). El devenir elitario del caso chileno en su afán de domesticar la movilización en un campo judicativo -una ciudadanía gerenciable- podría enfrentar el hastío de los movimientos populares que aún no elaboran un vocabulario político que pueda articular a los pueblos, cuerpos y subjetividades (2019) en una dimensión politológica o normativa. Aludimos a ese momento tan ansiado por cientistas políticos y sociólogos de la oligarquía chilena librados a la profesionalización de los objetos del orden. De un lado, tenemos el déficit político de un «viciado parlamento» y, de otro, la ceguera gubernamental (“buen gobierno portaliano”) para entender los nuevos modos de subjetividad que se desplegaron en la «revuelta» (2019) respecto a las relaciones entre el poder institucional, hegemonía y vida cotidiana. Y para muestra un botón: una multitud devocional se apropió de “saberes vagabundos” lacerados por la violencia de la acumulación neoliberal y nuestras oligarquías académicas se quedaron «sin posibilidades hermenéuticas» para descifrar el llamado «estallido social» (2019). 

 

Con todo hoy no existe gramática común que pueda sostener genuinamente la excepcionalidad de la purga, la rabia erotizada y su densidad ética por nuevas «formas de vida». Dicho sea de paso, la «revuelta anti-edipal» (2019) obró como partera de singularidades de vida (“pueblos”): lejos de los juegos de poder del movimiento universitario (2011) y sus eslabones elitarios con la propia estructura política. La ausencia de una post-hegemonía abrió el abismo entre el carácter derogador (2919) y la facticidad constituyente (2022), que incluye una extensa capa media popular que tampoco está en continuidad con la maquinaria de pactos que secuencialmente se ha ido gestando en los últimos meses desde el universo (post) concertacionista. El hito fundamental fue el movimiento congresal del 15 de noviembre (2019) donde mediante un parlamentarismo de facto («Golpe congresal» 2019) se pudo inmunizar el juego de intereses elitarios que se reproduce en distintas velocidades oligárquicas.

 

Si bien las «revueltas” gozan del fulgor de lo inasible, la fuerza de lo molecular-evanescente, y sus agenciamientos deseantes (Guattari), qué cabe responder frente a la melancolía soberana de nuestros «pastores letrados» que, en las últimas semanas, con prisa reclaman un nuevo ciclo de consensos, mesuras y realismos (metáfora del pueblo pedagógico-gerencial) que han llevado al actual gobierno managerial a la metáfora de la Constitución como “¿casa de todos?”. A modo de colofón, la metáfora de la “casa constitucional”, si bien toma distancia de la “multiplicidad de los territorios” (2019), puede ser una posibilidad para que La Convención, sin abandonar su horizonte transformador, evitando la inmolación, asimile las “máquinas de subjetividad y máquinas control” que siguen disputando la agenda político-mediática. Quizá es una forma de articular una política que trascienda el pastiche de la “guerrilla identitarista” entre gatopardismos, “lo napoleónico del gobierno feminista”, las máquinas corporativas y un extraviado principio de realidad. Y todo bajo el afán de la post-concertación que no cesa de concitar la flojera epistemológica de sus funcionarios semióticos, o bien, un Laguismo como “decadencia” para quienes han cincelado un Portales histérico, viscoso, angustiado y des-historizado -que refrenda la fuerza de una modernidad oligárquica (Larraín, 2001). 

 

Quizá hay que iniciar la pregunta por un nuevo «republicanismo salvaje», (Villalobos-Ruminott, 2013), cuestión que comprenderá una política del poder algo domada tras el “declive” del octubrismo monumental, sin negar el valor del nuevo ciclo histórico. Tal imaginario instituyente debe emplazar las lógicas del dispositivo focal-modernizador que el campo institucional ha codificado por más de tres decenios de «mayordomía transicional». Tales necesidades y deseos populares que comprenden un largo y conflictivo proceso de desactivación del “armatoste neoliberal” (focalización des-subjetivante) y nuestra ancestral democracia elitaria. 

 

En suma, la interrogante por el «horizonte post-neoliberal» será siempre un “libro en fuga” que no puede rehuir a la administración jurídica de la diversidad, a su ley adulto-céntrica, ni menos a la exclusión de la demanda popular. En las horas de servidumbre que se vienen en el Reyno de Chile, existe un riesgo inminente de cara a la nueva Constitución (violencia y derecho), pero se mantiene un espacio para la “guerra de posiciones”. La necesidad de eslabonar los entramados de sentido, sin ceder a la diáspora, pero admitiendo el “lugar vacío”, sin abjurar de algún “nosotros estratégico” que haga la diferencia para reanudar un diálogo espectral contra los barrotes del realismo. 

 

Y entre los “ires y venires”, entre los afanes y despistes, se alzó el Artículo 1 desde la Convención Constitucional (11 de abril). Dice así, “Chile es un Estado Social y democrático de derecho. Es plurinacional, intercultural y ecológico”. 

 

Referencias.

 

  • Agamben, G. (2001). Medios sin fin. Notas sobre la política. Valencia: Pre-textos. 
  • Arditi, B. (2010). «Post-hegemonía: la política fuera del paradigma postmarxista habitual,» Política y cultura, Cairo Heriberto y Franzé Javier, Madrid: Biblioteca Nueva.  
  • Arditi, B. (2011). “El populismo como un modo de representación”. En La política en los bordes del liberalismo. Barcelona: Ediciones Gedisa
  • Boeninger. E (1997). Gobernabilidad. Lecciones de la experiencia. Santiago. Ediciones Ucbar.
  • G. Didi-Huberman, G. (2004). Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto. Madrid: Paidós.
  • G. Didi-Huberman, G (2014). Pueblos expuestos, pueblos figurantes. Buenos Aires. Manantial. 
  • Butler, J. (2016) “Sublevación” en Soulévements, Paris, Gallimard – Jeu de Paume, Pp. 34-36. (traducción en revisión)
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  • Deleuze, G. (2005). Derrames. Entre el capitalismo y la esquizofrenia. Buenos Aires: Editorial Cactus. 
  • Joignant, A. Fuentes, C. y (2015). (editores). La solución constitucional: plebiscitos, asambleas, congresos, sorteos y mecanismos híbridos. Santiago. Catalonia, pp. 13-40.
  • Karmy, B. R (2020). “Intifada: Una topología de la imaginación popular”. Santiago: Ediciones Metales Pesado.
  • Richard, N. (2021) Zona de Tumultos: memoria, arte y feminismo. CLACSO
  • Karmy-Bolton, R. El Fantasma Portaliano. Arte de gobierno y república de los cuerpos (2022) En prensa.
  • Richard, N. Residuos y metáforas. La insubordinación de los signos. Cuarto Propio (1994). 
  • Rancière, Jacques (1996). El desacuerdo. Filosofía y política. Nueva Visión, Buenos Aires
  • Ramírez Vargas, Carlos. (2021). “Nos falta esta última fuerza. Nos falta un pueblo”: notas sobre el pensamiento y el pueblo que falta (en prensa). Revista Internacional de Filosofía, en prensa.
  • Peña, C. (2020). La mentira noble. Sobre el lugar del mérito en vida humana. Santiago: Taurus.
  • Peña, C. (2020). Pensar el Malestar. La Crisis de Octubre y la Cuestión Constitucional. Santiago: Taurus.
  • Virno, Paolo (2006). Ambivalencia de la multitud. Colección Nociones Comunes. Buenos Aires
  • Sztulwark, Diego (2022). Algunas potencias (y ambigüedades) que destacan en una lectura de El Anti-edipo. En Lobo Suelto. Buenos Aires.  
  • Torres Apablaza Iván (2021). Octubre y el estallido de la política. Claves genealógicas sobre el orden contemporáneo. En Revista Disenso. Santiago. Noviembre. 
  • Villalobos-Ruminott (2020), S. Hacia un Institucionalismo Salvaje. Universidad de Talca. Vol. 35.






Nancy Fraser y la contrahegemonía en tiempos neoliberales // Mariano Pacheco

Coincidimos con Nancy Frazer en que ante el desmoronamiento hegemónico del capitalismo actual (neoliberal, globalizador y financierizado), se necesita una nueva hoja de ruta de las izquierdas en el mundo. Porque si, como toda forma de capitalismo, el neoliberalismo no es sólo un régimen económico sino también un aparato de organización del orden público, una determinada forma (no asalariada) de organizar las tareas de reproducción social para garantizar la oferta de la mano de obra asalariada, un modo específico de interacción metabólica con la naturaleza (extracción de energías y materias primas para garantizar la producción de mercancías), entonces, los sectores que pujamos por un cambio en sentido emancipatorio necesitamos que la resolución de la crisis actual conlleve una gran transformación estructural del capitalismo, que implique una nueva relación de la economía con el sistema político, de la producción con la reproducción, de la sociedad humana con la naturaleza no humana.

Entonces, siguiendo este planteo, en “Contrahegemonía ya! Por un populismo progresista que enfrente al neoliberalismo” aparece con fuerza la necesidad de enlazar las políticas de redistribución (de los ingresos) con las de reconocimiento (una diversidad no jerárquica), si lo que se pretende aun es unir a la clase obrera, entendida –en términos amplios—como la fuerza dirigente de una alianza en la que se incluyan segmentos de la juventud, los sectores medios, capas profesionales, etcétera. Coincidimos, en el planteo y en la preocupación de Frazer por el imaginario de las izquierdas que se concentran en los movimientos sociales, donde predomina la ausencia de pensamiento en torno a otras formas de organización de los
trabajadores, como son los sindicatos y los partidos. Así, la crisis de perspectiva organizativa se entremezcla con la crisis de programas. “Es como si hubiésemos pasado de la crítica al partido
leninista al espontaneísmo neoanarquista”, afirma esta pensadora feminista en este libro publicado por Siglo XXI editor, en el que retoma ciertos plantes del “Manifiesto de un feminismo del 99%” en torno a la urgencia de reavivar ideas vinculadas a la capacidad de la clase obrera de transformarse en clase dirigente de un nuevo bloque contrahegemónico. Pero de una clase obrera –insiste la autora– concebida interseccionalmente, es decir, no reducida a los trabajadores fabriles (varones heterosexuales de la etnia mayoritaria) sino que también contenga a inmigrantes, mujeres, personas de color y quienes sostienen ocupaciones no remuneradas vía salario.
En este sentido, la “estrategia de separación” propuesta por el “feminismo del 99%” sostiene que es necesario “incitar a las mujeres, migrantes y personas de color menos privilegiadas a apartarse de las feministas adaptadas al mercado, los antiracistas meritocráticos y el movimiento LGBTQ+ convencional, cómplices de la diversidad corporativa y del capitalismo verde”. A esta propuesta de gestación de un bloque contrahegemónico de un populismo progresista, la autora la caracteriza como fenómeno de transición a formas poscapitalistas de sociedad. Pero al ser una propuesta surgida del norte global, cuesta entender si en nuestros sures son totalmente homologable al de los populismos teóricos y los progresismos políticos latinoamericanos, muchas veces contrarios a este tipo de propuestas, por ser consideradas aún muy atadas a los conceptos centrales herederos del marxismo.
En nuestro caso, valorando aquello que Laura Fernández Cordero caracteriza en la introducción del libro como la vocación de Frazer de contribuir “a la producción teórica rigurosa en pos de la transformación social”, entendemos que estas reflexiones aportan a seguir pujando por una elaboración teórico-política situada, en la que podamos seguir pensando en las fuerzas sociales que, desde sus luchas, sean capaces de dinamizar cambios profundos, enlazando las nuevas agendas, imaginarios y métodos de lucha con determinadas tradiciones aún presentes en los pueblos de Nuestra América.

Pensar y aceptar la muerte es la única posibilidad de salir de la histeria asesina y suicida de Occidente // Amador Fernández Savater entrevista a Bifo

¿Qué ha pasado con el deseo –íntimo y social– durante la pandemia? La mirada política tradicional de la izquierda, que relega todo lo relativo a la subjetividad al ámbito privado, no se hace la pregunta. Es entonces la extrema derecha quien canaliza los malestares que recorren hoy los cuerpos.

La pandemia ha provocado un fenómeno generalizado de apagón libidinal, una retirada del deseo de los lugares, los objetos, las actividades en las que estaba cargado. Esa retirada es ambivalente: por un lado, falta de ganas, abatimiento, depresión. Pero también fuga de la competitividad, de la búsqueda de éxito, del consumo. Esa ambivalencia atraviesa hechos como la “gran dimisión”, el éxodo de las grandes ciudades o lo que se oculta bajo la etiqueta mediática del “síndrome de la cabaña”.

Ello nos requiere un cambio de mirada: desplazarse desde los saberes dominantes de la sociología o la geopolítica hacia una psicopatología o psicopolítica, es decir, construir una nueva razón sensible capaz de sintonizar con las corrientes de deseo que atraviesan la sociedad.

Apocalipsis, pandemia y guerra

Bifo: Quería decir dos palabras sobre el libro y su contexto, para empezar. En septiembre de 2020, leí una declaración de la directora de la Agencia de Salud de Cánada que decía: “Skip kisses” (evitad los besos), “in any case you have sexual relations don´t forget to wear sanitary masks” (en el caso de tener relaciones sexuales, no olvidar usar la máscara sanitaria), “anyway in the present condition the best is going solo” (en las condiciones presentes lo mejor es ir solo), una expresión que nunca había escuchado antes.

 

Cuando leí estas palabras, me dí cuenta de que estaba aconteciendo una mutación que iba a afectar la vida social comunitaria a un nivel muy profundo, que va a modificar la percepción del cuerpo del otro, de la piel del otro, de los labios del otro; los labios no son sólo un lugar de acceso al placer, sino también donde el sentido, el significado, se produce y se comunica.

El viejo hippie que soy tuvo primero una reacción de preocupación y pesimismo. Pero después me dije: intentemos no juzgar, no sacar conclusiones apresuradas, sino vivir este proceso, este pasaje, lo que yo he vislumbrado como un umbral, un largo umbral de transformación, intentemos verlo como el pasaje hacia un terreno desconocido.

Durante los dos años de pandemia, mi actividad principal ha sido tratar de entender las mutaciones psíquicas, las mutaciones de la subjetividad social; sobre todo de la generación que está creciendo ahora, que está descubriendo el mundo, que está descubriendo el cuerpo del otro. En esta investigación me he sentido acompañado por un grupo que se reúne dos veces a la semana desde primeros de abril de 2020, el Grupo de Investigación Intercontinental sobre la Pandemia, un colectivo de amigos y amigas, la mayoría de ellos psiquiatras y psicoanalistas, pero también trabajadores sanitarios y psicoterapeutas.

He intentado responder a esta cuestión con la imagen del “tercer inconsciente”, la idea de que estamos entrando en la era del tercer inconsciente. Quien se ocupa seriamente de estas cosas puede reírse de mis palabras, porque el tercer inconsciente no significa nada. No hay un primer inconsciente, un segundo inconsciente, el inconsciente no tiene historia. Pero sí hay diferentes psicoesferas, campos de cruce entre lo social y la psique. Una primera psicoesfera es el inconsciente del que habla Freud, cuando dice que el inconsciente es efecto de una represión y que se manifiesta a través de un malestar de tipo neurótico. Una segunda psicoesfera sería el inconsciente neoliberal producto de la aceleración extrema del universo económico, social, lingüístico, comunicativo y, especialmente, el universo de los estímulos informativos y psíquicos. Ahí pasamos de la neurosis a la psicosis como manifestación privilegiada del malestar.

 

El libro se plantea si hay una tercera psicoesfera, el inconsciente de la pandemia. En estos años la aceleración se ha detenido y ha ocurrido una “psicodeflación”: una disminución de la energía de aceleración que ha caracterizado los últimos cuarenta años. ¿Cuáles serán los efectos de esta psicodeflación? Es la pregunta sobre la que indago en el libro.

Pero ahora, con permiso del editor, me parece que este libro nace ya viejo, porque hemos superado el umbral en una nueva dirección: la guerra. ¿Qué relación hay entre pandemia y guerra? Entiendo la guerra actual como una reacción agresiva a la psicodeflación pandémica, una respuesta a la depresión global.

Amador: Quería traer a colación, para empezar, un texto que leí recientemente de un autor que no frecuento mucho y es el pensador judío Emmanuel Lévinas. Es un artículo de 1946 donde reflexiona sobre la experiencia de los campos de concentración en los que estuvo internado durante la guerra. En un momento dice: “En los campos conocimos la expectativa del fin del mundo”. No se refiere al fin del mundo físico, sino al estallido de las categorías que organizan el sentido de nuestra experiencia del mundo. Y citando al profeta Isaías afirma: “Esperábamos, para después de la guerra, un cielo nuevo y una tierra desconocida”. Lo llama una “sensibilidad apocalíptica”. La palabra apocalipsis tiene dos sentidos: fin del mundo y desvelamiento o revelación. La sensibilidad apocalíptica es la sensación de que lo que hay no se sostiene más y es preciso “un cielo nuevo y una tierra desconocida”.

Pero lo sorprendente, dice Lévinas, es que después de la guerra volvió la normalidad, el mundo se rehizo como si nada. No sólo en la banalidad cotidiana, sino en la repetición de lo peor: en 1946 tiene lugar el progromo anti-judío de Kielce. Lévinas se pregunta entonces: “¿Todo fue vanidad?” (es el título del texto).

Y su respuesta es que no, que hay que trabajar para recoger los efectos del desvelamiento, para que no se desvanezcan y todo sea vanidad de vanidades. Es necesaria una “ingenuidad superior” para no dar por cancelada la experiencia y que los muertos engrosen simplemente la estadística. Es el trabajo de toda una vida registrar y pensar los efectos de revelación.

 

Este libro nace también de una sensibilidad apocalíptica. Bifo tiene visiones en el confinamiento de la pandemia. Ve el fin de un mundo, la posibilidad de otro. Es un libro lleno de signos de interrogación. ¿Será la crisis del coronavirus la ocasión perfecta para un perfeccionamiento del sistema o el punto de arranque de una deriva existencial, cultural, política?

El libro de Bifo es un libro ingenuo en el mejor de los sentidos posibles. Hemos visto a los pensadores más conocidos estos últimos años simplemente reconfirmando sus posiciones previas, sin dejarse interrogar por lo que pasaba. El caso de Giorgio Agamben es el más conocido, pero no el único. Los pensadores no se animan por lo general a esta ingenuidad de no saberlo todo de antemano.

La experiencia que hemos atravesado está aún por contar y pensar. No ha pasado ya porque, aunque no vuelva a haber ninguna mutación del virus, ha dejado marcas profundas en nuestros cuerpos. Marcas de terror, de distancia social, de obediencia, pero también de desvelamiento. Todo eso es lo que está pensando Bifo.

¿Cómo no va entonces a tener actualidad? No hay que ceder al tiempo de la coyuntura, hay que resistir a la vanidad de vanidades, registrar los destellos de revelación, y el libro de Bifo es una herramienta estupenda para ello. 

 

Franco 'Bifo' Berardi

Franco ‘Bifo’ Berardi

 

 

¿Geopolítica o psicopatología?

La primera cuestión que quería plantearte es una pregunta de método o de mirada. En un texto reciente sobre la guerra en Ucrania dices algo que me interesó mucho: “No necesitamos una geopolítica, sino una psicopatología o una psicopolítica”. No necesitamos tanto un pensamiento de las determinaciones macro que nos definen, determinaciones sociológicas, determinaciones políticas, determinaciones históricas, sino también un pensamiento, una sensibilidad, capaz de aprehender las fluctuaciones de deseo, los estados de ánimo, la producción de subjetividad. Otra manera de pensar. Entonces, la primera pregunta sería esta: ¿qué sería una mirada psicopolítica o psicopatológica?

Bifo: ¿Geopolítica o psicopatología? Por supuesto que la geopolítica tiene un papel para entender el mundo contemporáneo, pero el problema es que se limita a describir efectos de superficie. Tenemos que entender qué está pasando a un nivel mucho más profundo: el nivel de las inversiones de deseo, el nivel de la mutación psíquica frente a una aceleración caótica de los procesos sociales.

Para entender la genealogía del nazismo hitleriano hay que captar el sentimiento de humillación que se difundió en Alemania tras el Tratado de Versalles. El miedo y la depresión fueron compensados por una sobre-reacción agresiva. Hay una película de Ingmar Bergman llamada El huevo de la serpiente que narra justamente la genealogía del nazismo, desde el punto de vista de una situación psicótica cotidiana. Al comienzo de la película vemos una muchedumbre en blanco y negro que parece como adormecida, al final esta muchedumbre se transforma en una masa agresiva y lista para la guerra.

Creo que estamos en una situación de depresión epidémica similar. En Italia, entre los quince y los treinta años, hay una multiplicación de los suicidios. Hay una predisposición a la depresión de la que tenemos que hablar si queremos entender lo que pasa. No quiero decir que la guerra en Ucrania pueda ser reducida a un asunto de psicoanalistas. Pero la psique de los rusos, de los ucranianos, de todo el mundo, se encuentra hoy en una situación de depresión y de posible reacción guerrera compensatoria. La geopolítica no explica nada de esto.

 

El retorno de la Tierra

Amador: Me gustaría preguntarte sobre la distinción que haces entre Tierra y Mundo. El Mundo sería ese “objeto” que la política clásica creyó dominar desde descartes hasta Maquiavelo. Pero la Tierra es algo muy diferente, lo indomesticable. El virus sería una manifestación de la Tierra. ¿Lo podrías desarrollar?

Bifo: Tomo esa distinción de un pensador japonés que se llama Sabu Kosho. Sabu escribió un libro titulado Radiation and Revolution. Es el relato de la experiencia de un activista, y filósofo a la vez, que vivió la catástrofe de Fukushima trabajando entre las personas golpeadas por el tsunami. Sabu analiza la reacción después de un acontecimiento tan horroroso y destructivo. Somos en esos momentos, dice, como extraños en un planeta ajeno que no conocemos y donde intentamos sobrevivir.

Propone distinguir entre Mundo y Tierra. ¿Qué es el Mundo? Es el producto de nuestra actividad lingüística, política, económica, productiva, la evolución de la civilización y de lo que podríamos llamar cultura en un sentido filosófico, antropológico. El mundo se encuentra cada vez más desafiado por la Tierra, por el retorno de fuerzas que no podemos dominar: los incendios que destrozan áreas enormes del planeta, las aguas del océano y todo lo que conocemos como catástrofe ecológica, un proceso acelerado hoy por la guerra. Eso es la Tierra, la naturaleza que hoy retorna, incluyendo la naturaleza humana.

El neoliberalismo se afirma desde el principio como darwinismo social, según este pensamiento esencialmente falso, ideológico, de que en la naturaleza sólo sobrevive el más fuerte y hay que aceptar la economía como naturaleza donde los más fuertes ganan. Pero aquí hay una mistificación. Si nos definimos como humanos es porque ha habido una ruptura cultural que nos permite considerar la naturaleza como algo muy hermoso y amable, pero también violento y peligroso. Por eso hemos inventado cosas como el lenguaje, la solidaridad social o el Estado, que odiamos con razón pero que nace ante el problema de la naturaleza como peligro mortal.

La agresividad de la naturaleza volvió porque el neoliberalismo nos dijo que el más fuerte debe ganar. Y el más fuerte es el ganador neoliberal, el más fuerte es Vladimir Putin, la fuerza de los fuertes es la guerra.

Psicodeflación

Amador: Me recuerda todo lo que habla Isabelle Stengers sobre la “intrusión de Gaia”. Me gustaría pasar al tema del tercer inconsciente, el que provoca –¿acelera, radicaliza, manifiesta?– la crisis del coronavirus: un apagón libidinal en toda regla, la psicodeflación. ¿Qué nos puedes contar sobre ese tercer inconsciente? Aunque sea aún un territorio desconocido, magmático, en ebullición, ¿qué tendencias detectas? ¿Qué nos puedes compartir de ese trabajo junto a psicoanalistas y terapeutas que llevas desarrollando durante dos años?

Bifo: El tercer inconsciente se define con respecto a la inflación psíquica de la época neoliberal: una aceleración extrema del cuerpo y de la mente colectiva con el objetivo de un aumento continuo de la productividad, sobre todo de la productividad intelectual, del trabajo cognitivo, una exaltación de la energía como fuerza productiva y capacidad de dominio sobre la realidad. Evidentemente el virus rompe con esta carrera, con esta aceleración.

¿Qué es el virus? El virus es una concreción matérica invisible, un retorno de la materia que la abstracción del capitalismo financiero ha intentado olvidar, suprimir, cancelar. La materia vuelve y rompe la continuidad de las cadenas productivas, de las cadenas de distribución, provocando el great supply chain disruption que dicen los americanos, pero también de las cadenas afectivas.

El efecto de esta desaceleración o psicodeflación es un efecto que se presenta como depresivo desde el punto de vista psíquico, es la sensación de haber perdido algo. Hemos perdido, en primer lugar, la fuerza política de gobierno de la realidad. El virus es un caotizador universal, diría Félix Guattari, un productor masivo de caos. ¿Y qué es el caos? El caos no es una realidad acotada, sino una relación entre la mente humana y el ambiente, el ambiente físico, comunicativo, lingüístico. Hay caos cuando el cerebro no logra elaborar una realidad que se vuelve más rápida y compleja de lo que podemos procesar.

Pero cuando entramos en una dimensión caótica siempre hay estúpidos que dicen “guerra al caos”: guerra al virus, a las drogas, al terrorismo. ¿Y qué pasa entonces? El caos se multiplica por cien. El narco, las mafias, el terrorismo, las catástrofes. El caos se alimenta de la guerra. Guattari nos sugiere aprender a escuchar el caos, a escuchar la voz del caos, aprender un ritmo nuevo, porque eso es el caos, un ritmo nuevo. La psicodeflación ha sido una reacción sana, entre comillas, al caos. Ralentizamos, desaceleramos.

El mundo blanco, el mundo cristiano, lo que llamamos Occidente es muy extenso e incluye a Rusia. Rusia es Occidente desde un punto de vista cultural. La fuerza que mueve la historia y la cultura rusa es la misma fuerza que mueve a los EE.UU. y Europa: la fuerza de la dominación agresiva, la fuerza de la expansión, la fuerza del futuro. La palabra futuro es central para comprender lo que estoy intentando decir. Futuro significa expansión en el pensamiento occidental y el problema es que la expansión se agotó, hoy se ha vuelto imposible, solo podemos expandirnos a través de la masacre, en primer lugar de la naturaleza. El crecimiento económico, este mito total, central, del pensamiento económico, compartido por todos los políticos de derecha e izquierda, hoy significa sólo catástrofe, destrucción, muerte.

 

El futuro se acabó y estamos envejeciendo. El envejecimiento es un hecho absolutamente central en Occidente (también en China ciertamente). ¿Qué es el envejecimiento? Una pérdida de energía, de potencia, de futuro, obviamente. Pero el cerebro occidental no puede tolerar la idea del fin de la expansión. Nuestra civilización siempre ha reprimido el envejecimiento y la muerte como experiencia esencial de la vida humana, lo que en el libro llamo el “devenir nada”. Tenemos que hablar de este devenir nada si queremos salir de la locura de la guerra, de la destrucción total, de la bomba nuclear; porque los viejos prefieren llevarse el mundo entero con ellos al infierno antes que aceptar la muerte y el devenir nada.

¿Qué he aprendido de la experiencia del Grupo de Investigación Internacional sobre la pandemia? Una cosa esencial: contra el pánico solo hay una vacuna y esta vacuna es pensar juntos. Pensar y más aún pensar juntos tiene una potencialidad terapéutica y política enorme. Lo único que podemos hacer en este mundo en el que se confunde el Mundo con la Tierra, en el que no entendemos dónde estamos ni cómo sobrevivir, lo único que podemos hacer para escapar del pánico y la depresión es pensar juntos.

Amador: Qué difícil hacerlo cuando se prohibe el encuentro entre los cuerpos. Lo más duro de llevar en este tiempo ha sido para mí esta dificultad para inventar los modos de pensar juntos. El terror atomiza; y contra Descartes hay que decir que no hay un yo que piense sin un tú que responda. El campo del pensamiento crítico se ha estrechado muchísimo, cualquier duda con respecto al discurso oficial es inmediatamente tachada de delirio negacionista. Y ahora, en la situación de guerra, también impera esta especie de obligación de tomar posición en un tablero previo, de tener que escoger entre Putin o la idea occidental de libertad, que son fundamentalmente lo mismo, como has explicado.

 

Resignación contra la abstracción

Quería volver a la experiencia del primer confinamiento. Una experiencia ambivalente. Por un lado, el terror y la distancia social; por otro lado los aplausos, la solidaridad y la sensación de que lo que hay no se sostiene más. La consigna que circuló entonces, de balcón a balcón, fue que no había que volver a la normalidad porque la normalidad era el problema. En el silencio, en la ralentización, tuvimos destellos de otra vida posible.

Pero mi impresión es que no hemos sabido prolongar ese momento, abrir esa bifurcación. A la salida de ese primer confinamiento, nos quedamos sin voz. Hay un momento en el libro donde dices que si no emerge una nueva subjetividad, lo posible se pierde, se desvanece. Es vanidad de vanidades. Pero, ¿de qué tipo es esa nueva subjetividad? ¿Qué tipo de fuerza puede empujar un pasaje de umbral diferente, prolongar el acontecimiento, impedir que sus marcas se desvanezcan, abrir una bifurcación existencial, otra deriva civilizatoria?

Bifo: Para mí, el primer confinamiento fue una experiencia bastante alegre, pero para muchos jóvenes no lo fue para nada. Los medios atacaron a los jóvenes, les dijeron de todo, les descalificaron y criminalizaron por querer tomarse una cerveza. Pero eran los jóvenes los que pagaban el precio más alto por salvar a los viejos. Como abuelo se lo agradezco mucho, pero no puedo reprocharles que se tomen una cerveza.

De golpe el pensamiento de un cambio de paradigma social se diseminó. En Italia es evidente para todos que la catástrofe sanitaria ha sido sobre todo un efecto de la destrucción neoliberal del sistema sanitario público. Todos pensamos que íbamos a asistir a una vuelta a un keynesianismo, a un pensamiento social de la economía, pero no ha ocurrido así. La idea de que el capitalismo puede ser racional y humano es una ilusión. Lo que ha ocurrido es la radicalización del empobrecimiento y el enriquecimiento privado de los súper-ricos.

¿Por qué ha pasado esto? ¿Cómo podemos evitar las consecuencias catastróficas que ya se están desarrollando? Mi respuesta está contenida en la palabra psicodeflación, pero con una evolución lingüística muy interesante: la palabra “resignación”. Cuando pensé en ella por primera vez me pareció una blasfemia. Mi formación materialista y marxista se rebelaba contra ella. Pero luego leí en un periódico norteamericano la expresión great resignation” (gran dimisión). Como sabemos, cuatro millones y medio de norteamericanos decidieron no volver al trabajo después de la pandemia y lo mismo sucede en China, cada vez hay más personas jóvenes y no tan jóvenes que se preguntan: ¿por qué tengo que tengo que trabajar por un salario de mierda, en condiciones humillantes, inaceptables, idiotas?

La palabra resignation tiene dos sentidos. El primero es aceptar lo inaceptable. Pero el otro es dimitir, abandonar el campo social, el campo productivo, irse para siempre. Este segundo significado me hizo pensar en un tercero: re-signation, la resignificación. Hay que resignificar nuestra relación con la necesidad, con la naturaleza, con nuestras formas de vida cotidiana, resignificar la relación entre lo concreto, lo útil y la productividad.

La primera página de El Capital explica que el corazón del capitalismo es la abstracción, el capitalismo es un proceso de acumulación de valor abstracto, que significa ex-tracto, extraído, el valor que el capital extrae de la vida concreta, de las necesidades concretas, de las potencias concretas de la humanidad. El retorno de lo útil y lo concreto es lo que más me interesa hoy.

La muerte como condición de libertad

Amador: Una última pregunta. Hay una frase famosa de Spinoza que dice: “En nada piensa menos un hombre libre que en la muerte”. Sin embargo, tú dices que hoy, para recuperar la libertad, tenemos precisamente que amistarnos con la muerte, volver a pensarla y hacernos amigos del devenir nada.

Bifo: Puede que Spinoza se equivoque, ¿no? Un hombre libre no piensa en la muerte, bien, pero ¿acaso somos hombres libres? Y además, ¿qué significa libertad? La asociación entre libertad y potencia acaba en formas histéricas del pensamiento de la política.

La histeria de toda la modernidad es la identificación entre libertad y potencia, la idea de que la potencia se manifiesta en el interior de la dimensión de libertad y esta es ilimitada. Pues no, queridos míos, tienes la libertad de lanzarte desde el quinto piso pero te matas. No es verdad que la potencia se manifieste al interior de la libertad, sino al revés: la libertad se manifiesta al interior de la potencia y esta no es ilimitada. La muerte se plantea entonces como un problema que tiene una dimensión filosófica, psicoanalítica y política muy importante.

La modernidad blanca e imperialista ha rechazado el pensamiento de la muerte porque ha pensado la potencia en la dimensión de libertad ilimitada. Esta libertad ilimitada ha sido la máscara de la esclavización de la mayoría de la humanidad, la libertad neoliberal, la libertad norteamericana, la libertad de la constitución americana, una constitución escrita por negreros, por esclavistas. Cuando en la convención que escribió la declaración constitucional americana se planteó el problema de la esclavitud se decidió posponer la discusión. ¿Resultado? Hoy el neoliberalismo reproduce un efecto de esclavitud masiva y generalizada.

Ahora estamos al borde de la muerte de la civilización blanca. Eso nos parece un abismo espantoso y catastrófico, ¡pero no lo es! Porque la muerte es una experiencia de vida. Hay que pensar la muerte como límite, como condición de libertad, la libre muerte, la libertad de morir. Pero estamos fascinados por una pretensión histérica de ilimitación de nuestra potencia, romántica y fascista. Pensar la muerte, ironizar sobre ella, como hace Salman Rushdie en su última novela Quijote, es la única posibilidad de salir de la historia de Occidente, de la histeria asesina y suicida de Occidente, de la idea de la ilimitación de la potencia.

ctxt.es 

La base de este texto es la conversación que tuvo lugar entre Franco Berardi (Bifo) y Amador Fernández-Savater en La Maliciosa (Madrid) el 24 de marzo de 2022.

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Los días 21, 22 y 23 de abril, Amador Fernández-Savater impartirá el taller en línea “Volver a pensar la guerra”, con lecturas de Simone Weil, León Rozitchner y Rita Segato. Puedes inscribirte aquí.

«La derrota es un término que a mí no me gusta» // Diálogo entre Horacio González y Diego Sztulwark

CONVERSACIÓN CON DIEGO SZTULWARK – GONZALIANAS (Colihue 2021)

 

TESTIMONIALES MEMORIAS DEL SUBDESARROLLO

 Septiembre de 2017

La presencia de León Rozitchner. El hecho maldito y el escritor sufriente. De Contorno a El Ojo Mocho. El obsequio de John William Cooke. La filosofía de  lo imposible. Experiencias testimoniales. Hacia una filosofía de la no derrota

–Tomas Abraham dice que, en las escuelas, cuando los maestros hablan de Santiago Maldonado, hacen pedofilia intelectual.

–…

–Y Sarlo festejó eso.

–Ah… ¿Si?

–Dijo “yo no estoy de acuerdo con él, pero es una gran frase, ingeniosa”. Y se sonrió…

–Decir que es una frase ingeniosa…

 

EL HECHO MALDITO y EL ESCRITOR SUFRIENTE

Diego Sztulwark: No sé si empezar por cosas que vos escribiste sobre León.

Horacio González: Acudir a mi memoria es bastante frágil.

D.S.: Yo te recuerdo… Estaba pensando en dos textos muy distintos sobre la relación de León Rozitchner y el peronismo. El primero es sobre su libro Perón, entre la sangre y el tiempo. Y salió en la revista Unidos, junto a otro texto de Mario Wainfeld. El segundo es mucho más reciente y es tu ponencia en las jornadas organizadas sobre León en el Museo del Libro y de la Lengua, en la época en que dirigías la Biblioteca Nacional. Allí repasabas la obra de León y te detenías en su artículo “La izquierda sin sujeto”, en discusión con Cooke. Volvés sobre lo que implicó el pensa- miento de León sobre Perón y sacás una conclusión al final, que decís algo así como que a León Rozitchner no hay que verlo como un gorila, o como un antiperonista, hay que verlo como alguien que está en contacto con un cierto reverso sufriente del pueblo argentino”.

H.G.: Estoy de acuerdo con verlo así. Hay que tener en cuenta quién era León para nosotros, que veníamos del peronismo, en los años de Alfonsín. Ya lo conocía, aunque no personalmente. Había leído su libro Moral burguesa y revolución, que me había impresionado mucho. La revista Unidos, en la que participábamos junto a Chacho Álvarez, figura expuesta a una consideración más amplia, no podía ocultar que tenía una vinculación más directa con el mundo político. Y entonces, ¿cómo debía ser tratado allí un libro escrito por alguien tenido por antiperonista? Allí se generaba un problema. Y si bien no escribí algo favorable, creo que entre líneas se notaba que había un interés.

También había empezado a leer a Ezequiel Martínez Estrada y se me ocurrió, y no abandoné demasiado esa idea hasta hoy, que había un gesto consistente en pensar a partir de un primer sentimiento que alguien tiene, una angustia ante lo sucedido. Un sentimiento del cual trata de extraer una condena moral, bien fundamentada. En el caso de León, había una frase muy dura, que es la frase central del libro: “Perón era el jefe de los enemigos de su clase”. Frase que me interesaba por el tipo de inversión, de retruécano absolutamente condenatorio de la experiencia de los años setenta, que tratábamos de pensar desde la revista. Era el fantasma de León que recorría todo el peronismo. Decía frases inacep- tables, pero que quedaban pendientes y resonando. Porque en realidad, si uno era realmente peronista en forma literal, tenía que rechazar eso. O condenarlo. Pero como se trataba de ir pensando sobre un fenómeno con tantas manos de pintura encima, cuando se descascaraba lo que todo el mundo había puesto en ese fenómeno, aparecía León siempre. Era como un fantasma interno.

D.S.: Entonces, ¿en el peronismo de los años setenta, ochenta se leía a León?

H.G.: En Unidos, sí. La revista cumplió un cierto papel en la lectura que trascendía las fronteras del peronismo. Chacho era una persona lúcida y su interés era releer y subrayar el libro de José Luis Busaniche, Historia Argentina. Es un libro de un historiador difícil de calificar, con mucha información, gran escritura, a mi juicio casi superior a Halperín.

D.S.: Y en el pasaje de Unidos a El Ojo Mocho, ¿qué cambia para vos en la percepción del peronismo? Porque ahí Contorno empieza a jugar un papel muy explícito. Y ya está la amistad con León, con Viñas.

H.G.: Esa es una pregunta difícil de responder, porque el peronismo había formado un bloque cultural con un tejido propio que había emanado del empeño de Perón, al que se lo llamaba creador –él mismo se llamaba así– de una doctrina. Eso imponía un límite. Y al mismo tiempo era un Formidable organizador social. Porque las personas hablaban así, con frases y sentencias y lo que Perón llamaba apotegma, que eran formas de creación de comunidades lingüísticas muy fuertes en el peronismo. Personalmente me comenzó a interesar, en esa misma época, una re- vista que en conversaciones con el Chacho era un tema incluido, qué era ver que fronteras se traspasan. Porque en realidad éramos un grupo que leíamos a Roberto Arlt o a Sartre. Entonces, ¿cómo hacer para ser peronista y tener otras lecturas? Incluso hasta Sartre era interpretado en La comunidad organizada como alguien partidario de un acto llamado la náusea, que introducía toda clase de suspicacias en la vida social e impedía la transformación social. Era un individuo que sentía repulsión por el mundo y solo así podía pensarlo. Perón alude a eso al final del discurso que se le atribuye.

Entonces, enseguida salía el tema de los intelectuales peronistas de los cincuenta. De ahí que también la revista se interesó por hacer cierto balance de Scalabrini Ortiz que venía de otra formación, modernista, de los años veinte, y antes había sido un decadentista en sus cuentos. Después fue un metafísico y después un investigador del tema ferroviario. Pero hay una metafísica antiimperialista. El peronismo no tenía esa ca- tegoría. Estaba Jauretche, que ya tenía un lenguaje muy elaborado a los treinta como poeta de la gauchesca. Fermín Chávez, que era un católico que recogía el mundo facúndico de Saúl Taborda, y entonces lo remitía a una especie de vitalismo cordobés de los años cuarenta, anterior al peronismo, que nunca abandonó.

Y después están todos los personajes que conocemos ahora a través de investigaciones como las de Guillermo Korn, que tenían una formación anarquista o comunista. Todo ese espectáculo enorme de acomodamientos dentro del peronismo, que tenía su doctrina propia. Eran personas que entraban y salían de esa frontera con comodidad y que tenían problemas de todo tipo con Perón, pero tenían la certeza

–que no se abandonó hasta hoy– que, al haber algo de lo popular ahí, no había otra posibilidad que convivir con algo que encima te permitía hablar como vos creías y no recitar frases doctrinarias. Igual, nunca dejó de ser un problema eso: la cita de Perón o la palabra Perón en un discurso y el uso de los emblemas. Es decir, toda la iconografía peronista tenía un peso que estaba implícito, que era como en un bazar donde se podía elegir, según las épocas, alguna más apropiada que otra para el momento. Lo cual hasta Perón mismo hacía. De modo que Unidos se dedicó, más que nada, a tratar ese problema y lo hacía dentro de frases de Perón: “Unidos o dominados”.

Era la renovación peronista. Había una fuerte influencia de Antonio Cafiero. No una influencia directa, pero sí indirecta, a partir de la rela- ción que el Chacho tenía con el propio Cafiero, que era algo así como su persona de confianza. Me parece que había una relación filial ahí muy fuerte. Y bueno, eso son dos mundos… El mundo de León Rozitchner y el mundo de Cafiero. Una revista que intentara conciliar eso…

D.S.:¿Qué se elaboró en vos para pasar de la frase de Perón a tu in terés por Contorno?

El primer sacudón que tuve fue la lectura de Correspondencia de Perón con Cooke, que la leí apenas salieron los dos volúmenes, en los años 71 o 72, que publicó Alicia Eguren. Veníamos de la revista Envido, que luego origina Unidos. Es la misma aliteración, aunque Envido ya tenía una idea del juego nacional y de alguna picaresca, y Unidos era más severa y más política. Envido tenía también una libertad respecto al lenguaje peronista muy grande. Sobre todo José Pablo Feinmann, que proponía un lado latinoamericanista mucho más fuerte, un ideal sartreano latinoamericanista.

D.S.: ¿Qué te impacta tanto del Cooke de la correspondencia?

H.G.: Percibí la libertad con la que hablaba Cooke, de planes de operaciones y todo un sesgo militar donde, sin duda, estaba la figura de Clausewitz. Muchos de los ejemplos de Cooke a Perón eran de la Revolución Rusa, con citas de Trotski, Lenin… Y Perón le devolvía citas de Napoleón. Eso me pareció que era una de las posibles claves para interpretar el desarrollo de los acontecimientos en relación a Perón, que hacía un esfuerzo por leer cartas que no estaban dentro de su lenguaje, pero las leía y las respondía con cierto empeño, con ejemplificaciones que aludían a la historia que él más conocía, que era la historia napoleónica. Y Cooke, aunque no desconocía la de Napoleón, ponía ejemplos de la Revolución Rusa. Y me interesó muchísimo toda la discusión sobre el voto en blanco, donde Perón y Cooke estaban de acuerdo, contra lo que se llamaba la “clase media porteña”, en la que ubicaban a Scalabrini Ortiz y Jauretche. Es decir, a FORJA. En la correspondencia aparece FORJA misma como parte de la clase media. Cooke le dice a Perón “Mire, es la clase media de Buenos Aires, la clase media revisionista, rosista… ¿cómo van a querer votar en blanco? No quieren arriesgarse, son frondizistas”. ¡Todo el empeño de FORJA de aparecer como el núcleo anticolonialista, no rosista, y de todas maneras Cooke los despacha! Y Perón no responde a eso, porque además tenía también una reserva hacia la revista Qué, desde donde acusaban a Cooke de trotskista. Y Cooke varias veces le advierte a Perón “por esto que estoy diciendo no se preocupe, me van a decir trotskista”. La revista Qué estaba llena de improperios sobre Cooke. Y me impresionó la carta de Perón sobre su propia muerte. Porque el peronismo está lleno de cosas de inmortalidad, eternidad, embalsama- miento de cuerpo. El pueblo es un alma eterna… En el libro Conducción política, de Perón, está la idea de que lo que hace el conductor es preparar células minúsculas para el caso de su muerte. Tiene que dejar algo que en cada una de esas microscópicas células esté el germen que reconstruye toda la unidad. Entonces, la idea que él siempre iba a estar en el centro de la unidad no es tan así. Está escrito ya tempranamente, tomado de los maestros doctrinarios prusianos, de que el general puede fallecer en la batalla. Por lo tanto, la doctrina supone una reconstitución. Es una doctrina basada en ejemplos orgánicos. Más bien hay una biología política en Perón. Y sin embargo la carta a Cooke toma una muerte concreta. Y hay un destinatario concreto “en caso de mi fallecimiento su palabra va a ser mi palabra”. En esos momentos hay atentados concretos. Perón se salva de un atentado en Caracas. Eso le dicta la carta, que enseguida es falsificada. Y Cooke se queja “su carta anda circulando, pero cambiando mi nombre…”. Pero es el peronismo, ¿no? Ponían el nombre de otro… Y Perón siempre “no se preocupe, esto lo aclaramos enseguida”.

Después vuelve Cooke diciendo “las instrucciones que me dio la semana pasada son contradictorias con las que lleva tal y cual, le pido que aclare esto…”. Y Perón responde: “Bueno, yo no sabía, esto es parte de mi costumbre. Como usted sabe, tengo que bendecir las distintas corrientes”. Es la única vez –creo– en toda la historia del peronismo que alguien le observa, justamente, el corazón del procedimiento. Para Perón no había contradicciones, había una especie de suma que, en el nivel del padre eterno, un nivel de cierta inmortalidad, donde la contradicción no llegaba, ahí constituía el mito justamente. Pero Perón, incluso así también, le responde y dice “Bueno, disculpe, no va a suceder más”.

Eso interesaba, porque era la única vez que se había producido una fisura interna en un mecanismo que aún hoy permanece indiscutido, al menos así como fue presentado por Perón. Después, fatalmente, en la época de Unidos ya se leía a Foucault y demás, sobre todo “El orden del discurso”, que si bien no hay una condena a la idea de doctrina, es uno de los condicionamientos del discurso. Eso obligaba a personas de militancia universitaria a tener alguna consideración sobre un campo bibliográfico que de algún modo estaba reorganizando la universidad posterior a la dictadura, en la época del alfonsinismo.

De algún modo, en esa época, se puede decir que Unidos era la par- te alfonsinista del peronismo. Eso es lo que vio el Club Socialista. Y se hicieron varias reuniones. Yo asistí a una. Fue bastante tensa. El Chacho era alguien especialista en limar toda clase de tensiones. Terminó tra- bajando con el Club Socialista e hizo una opción en ese sentido, que ya preveía que si quería construir algo interesante en Argentina no podía ser un peronista de la revista Unidos, digamos. De modo que en algún momento lo encontré en el Club Socialista al Chacho, no sé si formal- mente o no. Es decir, toda la visión que tenían Portantiero, Beatriz Sarlo, Emilio de Ípola. Creo que De Ípola la tenía menos. Cuando hicimos El Ojo Mocho, el único con el que hablamos del grupo del Club Socialista fue con él, por un vínculo extraño, que era el modo en que él entraba a las ciencias sociales, no vía Gramsci sino vía Althusser. Y tenía un fuerte cuestionamiento –también– a la carrera intelectual hecha con pautas exteriores al conocimiento. Entonces, como El Ojo Mocho era eso, era la idea de cuestionar el logos establecido, ahí se produjo una vinculación muy firme con De Ípola. Que de algún modo sigue hasta hoy, más allá de las diferencias políticas.

DE CONTORNO A EL OJO MOCHO

D.S.: Te vuelvo a preguntar por tu lectura de los contornistas en el momento de El Ojo Mocho. ¿Qué ves? Hay como un descubrimiento tardío tuyo. De León básicamente.

H.G.: Sí. Ya leía a Viñas con cierto recelo. El recelo provenía de que me gustaba. Lo leía estando en Argentina, antes de ir a Brasil. Me gustaba y me incomodaba, porque yo era peronista, y veía que había temas familiares. Me gustaba su crítica al liberalismo. Y después vacilaba cuando veía que esa crítica al liberalismo tenía como contraparte la crítica al peronismo.

Pero toda su escritura, las novelas Los dueños de la tierra, Cayó sobre su rostro, todo eso lo había leído. Me gustaba mucho el modo de crítica que tenía. Es decir, siempre había una trama social que justificaba lo literario, pero nunca lo subsumía o lo anulaba en nombre de intereses sociales. Siempre había un estilo que intermediaba. Y por lo tanto me parecía la escritura de un gran esgrimista, o de un duelista. Sus enojos, el retrato de Sábato, todo eso me provocaba cierta risa, pero sabía que ahí había algo importante. Y su arbitrariedad me parecía también inte- resante. Cuando la viví personalmente, tuve que tener cierta plasticidad para enfrentarme con sus enojos o arbitrariedades.

O sea, la influencia de Viñas era muy grande. Además, la película El jefe había sido muy vista. Se decía muy claramente que era una alegoría del peronismo. Después en alguna materia la di como algo para ver y me pareció aún más compleja, porque era una alegoría del peronismo, pero también tenía fórmulas de la picaresca.

D.S.: En el momento del menemismo es donde hay una distancia mayor con el peronismo. ¿Ahí aparecen estos nuevos amigos?

H.G: Claro. Al dar clases me encontré con otra generación. Y para mí era sorprendente que no todos fueran peronistas, que algunos estu- vieran en el Partido Intransigente. Era algo portador de la extrañeza no ser peronista, cuando no había otra posibilidad en los sesenta.

Se podía ser del ERP, pero no eran muchas las posibilidades. Y el ERP venía con otra literatura que daba la impresión de que no tenía aún resuelto a qué se referían cuando hablaban del pueblo. Era –teóricamente– más cómodo estar en el peronismo, donde ya estaban resueltas formas de aglutinamiento a las que les faltaría lo que introducía el problema. Si eso que le faltaba se construía –que era una forma más radicalizada de la lucha– tenía que disputar o no con Perón el sentido de la vida popular. Eso fue otro capítulo de la discusión también. Donde Cooke y Alicia cumplen un papel.

Cumplen un papel de no animarse a decir enteramente. Nadie lo dijo con todas las palabras, que lo que Perón había forjado bajo su nombre podía ser un entorpecimiento de lo que él mismo había anuncia- do. Sí se cantó en las calles que la conducción tenía que ser compartida “conducción Montoneros y Perón”. Que tampoco se entendía bien qué quería decir eso. Perón lo entendió en forma literal: una amenaza directa contra su figura y procedió en consecuencia, dando vía libre para des- pojarse de la compañía de los que lo amenazaban.

Todo eso originaba cuestiones difíciles de resolver. Los que vivieron la militancia en ese período, incluso los que no vieron otra cosa, ese gran manchón existencial que hay en Argentina como grave herida que son los desaparecidos, no se les puede preguntar nada sobre lo que ocurrió después. En realidad, son una mirada de hielo sobre el presente, como si dijeran “¿qué pasó?, ¿cómo muchos siguieron en esto cuando estaba por resolverse esta cuestión?”, que en realidad si se resolvía de alguna manera es mostrando que no era posible superar el fantasma de Perón. Si uno ve lo que pasó hasta hoy, ¿cuántos de los sobrevivientes pasaron a ser peronistas? Ese es un fenómeno importante.

D.S.: ¿Cooke no es también la Revolución Cubana?

H.G.: Sí, claro. Por eso la sorpresa de la Revolución Cubana, que junta a Rozitchner con Cooke y con Martínez Estrada. Es un trípode irrepetible. Y Walsh, un poco posterior. Irrepetible también. Se puede agregar al comandante Segundo, Pajarito García Lupo, la agencia Prensa Latina y una figura insólita: Waldo Frank, que había fundado Sur con Victoria Ocampo.

D.S.: Y el propio Sartre…

H.G.: El propio Sartre, Huracán sobre el azúcar. Y Wright Mills, Es- cucha, yanqui. Wright Mills y Sartre era un núcleo intelectual, más la película Memorias del subdesarrollo de Gutiérrez Alea, que se inicia con una frase de León. Y David está en una mesa redonda. ¿Qué es la vida de uno? Una mesa redonda…

Quiero contar una cosa. Liliana encontró, revisando mis papeles, el folleto “Peronismo y petróleo”. Es la intervención de John William Cooke en el Congreso cuando se cancelan los acuerdos de Frondizi. Y me lo dio León. Es interesante la intervención de Cooke.

D.S.: ¿León te regaló esto?

H.G.: Cooke se lo dio en La Habana. Dice Para Rozitchner, con todo afecto, John Cooke”. Lo había perdido y Liliana me lo volvió a encontrar. Es un lindísimo documento, uno de los pocos testimonios materiales que hay de una relación.

D.S.: León contaba de una amistad en La Habana con Cooke. Y también sentía que Cooke no se había animado a decir lo que vos dijiste y que nadie se animó, que es a preguntarse si en Perón no había un obstáculo para la influencia de la Revolución Cubana.

H.G.: Ahí es cuando León le responde en La Rosa Blindada, que no lo nombra en ningún momento –típico de León– y en “La izquierda sin sujeto” declara la imposibilidad de pensar lo que Cooke anuncia literal- mente, pero no tiene el sustento material para poder anunciar: que si se está dentro del peronismo no hay ninguna capacidad de cimentar la afirmación antiburguesa que hace Cooke para el frente cultural. Si León discutió con Cooke, nos pone a todos en una frontera muy exigente, porque Cooke a su vez discutía con Perón. En las cartas pueden verse como hay una discusión silenciosa, que se arrastra, hasta que fatal- mente tenía que terminar por lo inaceptable que era para Perón –según dicen– la fotografía de Cooke con el uniforme del Ejército Rebelde.

La foto de él es una foto de un personaje difícil de considerar un com- batiente. Un hombre más bien rechoncho, que tenía como una metralleta en la mano. Esa foto circuló bastante. Muchos dicen que fue lo que decidió a Perón a la ruptura. Algunos malévolamente. Creo que Pacho O’Donnell señaló que en esa foto se produce la ruptura, pero con Perón diciendo algo más bien despectivo, ante testigos. Eso es difícil comprobarlo.

D.S.: Y hay versiones muy diferentes. Porque García Lupo diría lo contrario, que hubo un encuentro entre Perón y el Che, organizado por Gallego Soto. Tampoco comprobable, pero él insiste y da datos, da fe- chas, en España.

En uno de sus últimos libros hace una investigación sobre Gallego Soto, que habría sido una especie de mediador y testigo de ese encuen- tro. Quiero decir que la idea de que Perón simplemente va a romper tan despectivamente con la Revolución Cubana hay que verla bien.

H.G.: Habría que ver… Porque Perón es bastante inasible. Tiene un núcleo de furia muy fuerte, y una especie de cortesía caballeresca forjada por un oficial del Ejército. Cuando hace el discurso del “5 x 1” cuenta Hernán Benítez que habían acordado la pacificación nacional. Y cuando sale del balcón Benítez le dice: “¿qué pasó?”, y Perón responde: “Perdone, padre, se me fue la mano”. Algo así, no son palabras exactas. Pero ese “se me fue la mano” evidentemente muestra que hay una furia en Perón, que también estuvo el día de la Plaza donde se retiran los Montoneros. El día anterior yo había estado en una reunión en Olivos con Perón, los Montoneros, otros más. Una reunión difícil, pero había como un acuerdo.

D.S.: Eran las juventudes peronistas.

H.G.: De todas las orientaciones, incluso partidos políticos. Había bastante gente. Y si bien hubo una discusión dura, mano a mano, con dos dirigentes montoneros importantes, Mendizábal y Añón, hubo como un acuerdo de que se hiciera el acto del 1° de Mayo en conjunto. A la reunión se llamó bajo el espíritu de una unidad de todos los grupos ju- veniles. Y si bien Perón hizo reproches del tipo: “Estamos en democracia y ustedes siguen con la lucha armada”, de todas maneras –a pesar de reproches duros– parecía que era el paternalismo de quien decía: “que no vuelva a ocurrir esto”. Y como nadie dijo lo contrario, yo ese día me fui con la idea de que efectivamente había implícitamente un acuerdo. Incluso se le pidió a Perón que no hubiera ese anteparo de vidrio. La discusión contra Perón era a favor de que se lo viera en la plenitud de su figura, no mediado por una mampara de vidrio. Era ambigua la rela- ción de Montoneros con Perón. Una reunión tumultuosa no genera un acuerdo duradero…

Lo cierto es que esa figura de Perón marcó la vida de muchas perso- nas, de distintas maneras. Y el tan anunciado momento de la superación dialéctica del peronismo, que Cooke imaginó a la luz de la Revolución Cubana, no se produjo.

D.S.: ¿Qué evaluación hacés sobre el papel del peronismo con relación a la influencia de la Revolución Cubana? ¿Lo recibió, lo tradujo, más bien lo neutralizó, lo bloqueó? ¿O ninguno de esos verbos sirve?

H.G.: Las dos cosas… Lo recibió y mucho. Cooke nunca dejó de ser un peronista, a través de su magnífica frase, una frase de envergadura, incluso creo que está en un comentario que le hizo al Che: “los comu- nistas somos los peronistas en la Argentina”.

Eso cambiaba los términos de la historia argentina, y se hacía al margen de Perón. Es decir, introducía una cuestión que era para que la estudiara León. Introducía una crisis de identificaciones. Si los peronistas se seguirían llamando así, pero encontraban su objeto en una historia comunista, y los comunistas seguían siendo portadores de un nombre que no les correspondía, entonces había un cambio en la historia argentina muy rotundo. Y ese cambio creo que muchos interpretamos que era lo que había que hacer. Llamarse peronista era ser otra cosa que lo que decía la doctrina peronista, pero el nombre era el nombre imantado. Es decir, el nombre se mantenía, prestaba su contenido real, que eran las masas populares y hacía de la historia aquello que el que llevaba el verdadero nombre del comunista no podía ser, por su propia burocratización. Es una de las grandes frases de la historia argentina, muy manoseada, muy reinterpretada.

Cooke era refinado escritor y lector. La frase del “hecho maldito” no puede sino venir de las lecturas de la tradición maldita francesa. Están los apuntes sobre el Che que dejó Cooke, un poco de testamento.

H.G.: Sí. Es de mucha originalidad. Sobre el Che se han dicho muchas cosas, pero en realidad, originales-originales, creo que Martínez Estrada, Lezama Lima y Cooke. Las tres visiones fuera del martirologio oficial.

D.S.: Por el momento en que te conocés con León o lo empezás a leer, no sé cuánta importancia le habrás dado –en ese momento o después– al hecho de que, en el libro de Freud y los límites del individualismo burgués, León le dedica unas páginas a una contraposición entre Jesús y el Che. Cristo era como una especie de refugio individual, mientras que el Che logra convertir para el pueblo cubano una manera de enfrentar obstáculos.

H.G.: Eso sí lo leí. Me parecían atrevimientos de profunda originalidad y que eran difíciles de sostener en una vida filosófica universitaria. En realidad, siempre León se midió con grandes entidades.

D.S.: Que en el año 72 León se ponga a trabajar con Freud puede no tener que ver solamente con una historia de las ideas europeas en Amé- rica Latina, sino también con la manera de continuar con El socialismo y el hombre en Cuba, el problema del hombre nuevo, de la subjetividad, que el socialismo no es solamente distribución de bienes objetivos, no es solamente un problema de justicia económica.

Y está también el problema de la alienación. Lo plantea el Che en el 65.   Y en el 72 León introduce a Freud para preguntarse cómo se forma un militante y cómo entra a jugar el problema de la subjetividad en el proceso de transformación. ¿No viene ahí, en el trabajo de León sobre Freud, también un diálogo implícito con el Che, que tendría bastante significación? Porque querría decir que las preguntas que en un momen- to de alza revolucionaria se puede hacer el Che, después pueden entrar en el plano del debate intelectual con mayúsculas, como una especie de preocupación autónoma.

H.G.: No lo pensé de ese modo, pero me parece muy bueno lo que decís.

D.S.: Diferente al Anti Edipo de Deleuze y Guattari que sale en ese año, pero que están pensados para otro contexto. Acá, León estaría pensando la Revolución Cubana con libros que formalmente podrían compararse, pero habría una pregunta que viene de la Revolución Cubana y del modo que la Revolución Cubana aspiraba a no ser solamente cubana.

H.G.: Veo con mucho interés lo que decís. Creo que es una gran in- terpretación. Te tengo que preguntar yo a vos ahora: ¿cómo llegaste a esa conclusión?

D.S.: Porque el libro empieza preguntándose por cómo se forma un militante.

H.G.: Esto que observás me parece de gran interés, casi una interpretación muy definitiva sobre León…

FILOSOFÍA DE LO IMPOSIBLE

D.S.: ¿Cómo te conociste con León?

H.G.: Creo que cuando le hicimos la entrevista para El Ojo Mocho, con Eduardo [Rinesi] en su casa. Antes en la facultad habíamos tenido un cruce…

Siempre me parecía un personaje de gran calado y de difícil trato. Porque siempre estaba a la defensiva. Y como su tema era el peronismo, me daba cuenta de que peronismo, cristianismo, todas las grandes entidades que hacen a la lógica argentina, era un combate solitario que veía reproducido cada vez que imaginaba que alguien revestía esa condición.

D.S.: Me importaba mucho el tema de seguir con lo que vos habías planteado en las “Jornadas de León”5, que es menos el León Rozitchner que trae las ideas de Francia y más al que está pensando en torno a la Revolución Cubana, que fue su entusiasmo político primero y más formador.

H.G.: En realidad “La izquierda sin sujeto” no da mucha esperanza para ninguna revolución. Y creo que la carta que le escribe a Fernández Retamar vuelve a retomar eso. Y Fernández Retamar le responde con amargura, como alguien que no esperaba que llegara a esa conclusión. Es decir, lo mismo que había en “La izquierda sin sujeto”, que no puede haber una ley que prevea las revoluciones, y muchos menos si no está escrito en ningún lugar el modo de transfiguración de una conciencia, que vive en el mundo burgués.

El antideterminismo creo que lo compartíamos todos… Lo que yo no sabía bien era cómo ubicarme frente a “La izquierda sin sujeto”, que es del 66. Me parece que atraviesa toda la obra de León esa imposibilidad. Hay un obstáculo para la conciencia que se cree antiburguesa, que es cada vez que se quiere apartar de algo no sabe que arrastra consigo aquello mismo de lo que se quiere apartar. Era un entimema, algo que no se propone en términos tales que no se puede resolver, porque ni siquiera hay una dialéctica posible para resolverlo. Eso creo que lo cargó siempre León.

D.S.: En Ser judío ya le está discutiendo a los cubanos la idea de que el judío de Israel, por ser judío de Israel, no tenía transición de la izquierda, en cambio los árabes sí. Entonces, él estaba todo el tiempo preocupán- dose por qué significa la transición a la izquierda, qué significa hacerse de izquierda. Me parece que él desconfía mucho que tuviera que ver con la coherencia discursiva, pedía algo más.

H.G.: Nunca me pareció que quedara claro, que era la tensión que él retrataba la que importaba. Por eso el nido de víboras acompañaba siempre a quien quería escapar de él. Es una expresión de Sartre en La náusea, me parece. De algún modo, León pensaba esa náusea, sin esas palabras. Cómo dejar de ser burgués no es un tema que esté al alcance del burgués, pero el filósofo –que no lo es– que lo toma, la sola pregunta también te compromete con una imposibilidad, y solo te queda describirla, y esa descripción es también la fenomenología de León. La inscripción de los umbrales de ese pasaje, qué pasaría si uno finalmente logra entrar al otro lado, como del otro lado del espejo.

Eso le reprochaba Retamar me parece, cómo no logró pensar que Cuba sí había pasado del otro lado. Es una discusión de profunda actualidad esa.

D.S.: Sí. Creo que León lo pensaba. Cuba para León siempre fue un ejemplo de lo que había que hacer, o de lo que se podía hacer, lo que había que defender a pesar de todo, ¿no?

H.G.: Sí… Y al mismo tiempo no habían conseguido ese pasaje.

D.S.: Creo que es la caída de la Unión Soviética lo que lo pone a León a las puertas de La cosa y la cruz. Es decir, que finalmente el problema del cristianismo había seguido actuando incluso en las subjetividades socia- listas, que habían sido economicistas y no habían pensado la cuestión del mito.

H.G.: No lo leí a León así.

D.S.: Cada uno se construye su León…

H.G.: Me parece muy bien.

D.S.: Tengo la idea que cuando él va a recorrer Europa del Este, la Europa postsocialista, concluye que ahí no se había constituido esta sub- jetividad nueva, el hombre nuevo, lo que se prometía con el socialismo. Y que La cosa y la cruz podía ser vista como la conclusión de ese balance de lo que fue el socialismo, de lo que fue el marxismo del siglo xx.

H.G.: Sí. Evidentemente San Agustín es la figura que aparece como un gran cierre de la conciencia abierta hacia una gran transfiguración. Pero esa gran transfiguración ya en León tiene aspecto de sensualidad amorosa, a la que el comunismo no llegó nunca. Es decir, lo que tiene San Agustín de León –me parece a mí– es la no aceptación de Agustín como un escritor de gran significación en la literatura occidental. El análisis, sin embargo, me parece también de gran significación, en la medida en que corre la relación del capitalismo con la conciencia del protestantismo al siglo vi. Corre varios siglos, lo que ya todo estudiante sabía por lo menos del siglo de la Reforma, el siglo xvi. Corre diez siglos para abajo la obturación de la conciencia.

Y eso es también un antihegel, podríamos decir. La conciencia nace obturada a través de un gran escritor de la Iglesia, que me parece que ahí se insinúa la búsqueda de León en torno de una nueva forma de materialidad, ¿no? Materialidad a través de formas de maternalidad. O sea, el nuevo materialismo sería. Esto que llama materialismo ensoñado.

H.G.: Materialismo soñado. Con un cierto eco althusseriano.  A pesar suyo… Es que todo lo que él dice de Althusser es de una importancia radical. Lo recuerdo bien. Toma el caso Althusser como el artículo que escribió en El Ojo Mocho. “La tragedia del althusserianismo teórico”.

H.G.: “La tragedia del althusserianismo teórico…”. Me parece que es el retrato del intelectual que aplicaría todo intelectual que no revisa en sí mismo esa coalición interna que, para revisarse, precisa salir de sí mis- mo y volver renovado a eliminar todos aquellos materiales internos que inhiben la conciencia dialéctica, la conciencia más transparente. Si eso fuera posible. Porque proponía imposibilidades. Toda la filosofía de León me parece la proposición de un imposible: un mundo sin cristianismo, solo con judaísmo porque el Edipo judío era…

D.S.: Encima un judaísmo inexistente ya, porque no es el de Israel.

H.G.: Eran los resistentes de la Masada. Y que después lo haya visto en Cristina, en su momento final, también no deja de ser una gran origina- lidad. Creo que trastoca más que Cooke la historia argentina. Es mucho más atrevido, y ese atrevimiento no le permitió entrar en ningún régimen filosófico aceptable, aun los más exigentes en cuanto a explorar límites.

EXPERIENCIAS TESTIMONIALES…

D.S.: Cuando se lo propuso a León como candidato a rector de la UBA te escuché, tanto a vos como a él, hablar de la importancia de agregarle la N de Universidad Nacional. La UNBA.

H.G.: Esa fue una idea de León. La idea de la candidatura fue de Viñas. La candidatura de León era meramente testimonial. Y como siempre me pareció que es superior lo testimonial a lo no testimonial… y creo que a León también le pareció. Porque no en vano uno se pasa toda la vida estudiando el cristianismo.

Después el apoyo que tuvo del PCR de la Facultad de Ingeniería –o de las autoridades que de algún modo tenían que ver con el PCR– le daba un tinte de realidad política universitaria que no era lo mejor. Sin embargo, de ahí salían varios votos. Era una candidatura con cuatro o cinco votos, como la de Kicillof, que curiosamente era el joven…

D.S.: En la misma elección los dos candidatos a rector. Como diría León, candidaturas un poco parecidas.

H.G.: Él tenía ideas, en esa época, del Grupo 501, ideas libertarias, ironías sobre el sistema de representación. Pero ahí no fue una ironía, ahí fue marcar el inicio de una carrera política. El otro día vino a almorzar acá. Es amigo de Liliana y yo tengo simpatía por él, pero me olvidé de preguntarle.

D.S.: Te escuché más de una vez reflexionar fuerte sobre la idea de rectorado, el discurso de Heidegger, pero también ideas tuyas sobre la universidad. Y más de una vez te imaginé rector. Ahora que dirigiste una Biblioteca Nacional podrías haber sido rector de la UBA.

H.G.: Lo de la Biblioteca fue… hechos malditos del país burgués.

El rectorado… claro, el eco del discurso de Heidegger llega hasta hoy. Es un discurso nazi con una fuerza enorme que podría tener otro discurso no nazi también, porque son consignas que atraviesan todo el movimiento estudiantil: estudio, trabajo, pero agrega servicio militar obligatorio. Y al mismo tiempo la afirmación de un saber que tiene que ser algo parecido al de su filosofía. Si deslindamos la filosofía de Heidegger de un llamado al saber, evidentemente eso tiene que hacer un rectorado. No se puede decir que sea lo que haga hoy un rectorado o un decanato, ese llamado al saber. En realidad, hace llamados a concursos, y trata de arreglarlos más o menos.

Porque el sistema infernal de la universidad es que el concurso habilita un voto hacia aquel que llama a concurso. Es el modo circular que tiene la universidad. Llamás a concurso, generás un voto, que vota al que llama a concurso. Es el nido de víboras de la universidad.

D.S.: ¿Llegaste a imaginar en aquel momento, con la candidatura de León a rector, alguna ocupación de universidad?

H.G.: No, porque hicimos varios actos en la Facultad de Ingeniería –que fue la Fundación Eva Perón– con el decano y un acto en el edificio de Las Heras, donde hablamos todos. Y la Facultad de Ingeniería tenía un tipo de oratoria basada en una ciencia poco pensada como tal también. Estaba por debajo de Varsavsky, que había pensado una ciencia inmersa en un mundo social complejo. Ahí vimos que había dos lenguajes dife- rentes sosteniendo una única candidatura.

Pero de todos modos, ahí se me ocurrió que Filosofía e Ingeniería tenían que tener una oportunidad de conjunción. Que no podía ser que dos saberes tan importantes, construir un puente y el artículo –“Puente y puerta” de Simmel– no tuvieran nada que ver.

Incluso me permito un recuerdo fresco. El otro día me invitaron a que dijera unas palabras a los ocupantes del Ministerio de Ciencia y dije eso: que no podía ser que un hecho como este, donde había doscientas personas sentadas en el suelo, que recuerda mucho a Mayo del 68, todos cuerpos jóvenes, con su cuaderno de apuntes, con su expectativa de ser científicos, no podía ser que hubiera vías tan separadas para un filólogo y un ingeniero.

Quise decir filósofo, pero leí el caso de una chica que dijo “soy filóloga, dónde puedo serlo si no en el Conicet…”. Es un tema. Macri diría “el país no precisa filólogos”. Siempre hay una tentación de decir –sobre todo en el macrismo– la pregunta: ¿esto para qué sirve? Si no hay una utilidad inmediata basada en ritos financieros. Me pareció que un Conicet, un rectorado, debe pensar un punto de confluencia. Tiene que haber algo en la filología y algo en la ingeniería.

D.S.: ¿Por qué León y Viñas no estuvieron participando de Carta Abierta?

H.G.: Viñas porque sufrió el acoso de la Revista Ñ. Acoso previsible. Fueron a dos reuniones. La pregunta de la Revista Ñ es “¿usted es K?”. Esa es la pregunta mortal. “¿Cómo?, No… si soy K, soy Kafka”, respondió algo así David. La letra k tenía un aspecto contaminante ya en aquella época. Imagínate hoy… Y encima cuando ponen ultra K. Lo contaminante no es suficiente con K y hay que llamar ultra K

D.S.: En ese momento León sacó un par de artículos con Eduardo Grüner en Página/12 sobre la crisis del campo y la 125. Saludaban Carta Abierta y al mismo tiempo proponían algo así como que había que tener también un cuestionamiento a los límites de la situación.

H.G.: Tenían razón, por supuesto… Siempre creí que tenían razón. Yo creo que uno hace política o está en lugares políticos por pereza. Grüner y León tendrían la pereza de decir eso. Por ejemplo, el nido de víboras traza ese límite. Por pereza no damos ese salto que es como el salto del tigre de Benjamin, que León estaba tratando de insinuar. Habría que ver de qué modo lo habría dado él mismo.

Difícil decirlo… Porque es alguien que, en su modo de comportarse en las conferencias, cerrando los ojos como queriendo exorcizar lo que escuchaba… No era posible escuchar lo que él decía… No iba a escuchar nada que pudiera alojarse en alguna concavidad de lo que él decía. Todo su sistema estaba para cerrar los ojos ante lo que le fastidiaba. De todos modos, escuchaba, padecía media hora o una hora de los dos que le precedían y después se sucedía una suerte de aniquilación fenomeno- lógica de todo lo que había escuchado. Eso no hacía a su buena fama…

D.S.: No sabías si se había dormido.

H.G.: No estaba dormido. Estaba diciendo “mi cuerpo no está presente junto al cuerpo de ustedes, y lo que importa es mi cuerpo…”.

UN APELLIDO

D.S.: Quería hablar sobre algo que se banaliza y se estupidiza mucho –capaz haya que hacerlo– y que tiene que ver Alejandro Rozitchner. Cuando hicimos las jornadas en la Biblioteca vino Tomás Abraham y, de una manera bastante mala, dijo que el Rozitchner que valía la pena rescatar era Alejandro, que era el que había leído la filosofía de Deleuze y de Foucault, que se había atrevido a romper con las izquierdas y con el consenso.

Y nos pasa a todos que cuando vemos que Alejandro –con ese ape- llido– ya no solo se sienta al lado de Grondona en televisión, sino que ahora le escribe los discursos a Macri, entre la bronca, la indignación, la subestimación, decimos que es una figura un poco payasesca. Pero ahora que estamos hablando de León, me preguntaba si Alejandro no toma algunas cosas de León: la importancia de lo sensual, la dimensión del disfrute, de una no objetivación del sujeto, pero esta vez muy cínicamente y puesto al servicio del proyecto del capital.

H.G.: Sí. Incluso el rechazo a la unción religiosa y el rechazo al pero- nismo. Esos son dos elementos comunes, pero por supuesto dichos sin envergadura filosófica. Me parece que lo que Tomás Abraham llamaba la filosofía del entusiasmo no tiene –me parece– la posibilidad de convivir con todos los arabescos de León.

Es decir, la Casa de Gobierno no es un ente filosófico y Alejandro no está ahí en nombre de una experiencia filosófica. Para mí es algo incómodo. Igualmente, evito lo que suelo escuchar como reprobación inmediata porque entiendo, o trato de entender, que hay una filialidad oscura ahí presente.

D.S.: Una de las cosas que me irritan, ya no tiene que ver la cuestión del apellido, sino con esta operación continua de agarrar trazados del rock, de las contraculturas, de las filosofías de Nietzsche, de Deleuze, lo que fuera y ponerlas al servicio de una aceptación lisa y llana del orden tan brutal como la que hace. Pero en un contexto donde eso abarca decir, por ejemplo, que la desaparición de Maldonado es una especie de extravío que el gobierno está investigando. Un compromiso con la parte más brutal de este gobierno.

H.G.: En León había un peso de la historia. Creo que todo lo que hace León es una historicidad fuerte, aunque no declarada como tal. En León está la idea de que hay una historia de la humillación universal, hecha por grandes emplazamientos religiosos o emplazamientos polí- tico-religiosos. Hay una teología política en León. Y hay una angustia filosófica. Aunque, como decís vos, puede compartirse una apología de la sensualidad, en León es una forma de vida, que lo demuestra con su paternidad a los ochenta años.

Lo que hace Alejandro es poner un sujeto inmerecido para esas tesis, si realmente creyera en ellas. El sujeto empresarial, una oficina en la Casa Rosada… El ataque al progresismo que es algo que comparte con Tomás Abraham y con otras personas interesantes, incluso. Es lo más fácil que hay. El progresista es el que tiene su libreto ya configurado y su idea no problematizada del bien, por lo tanto siempre sale a la calle por el mismo tema, sea una desaparición o sea la deuda externa. Eso no se resuelve criticando al progresista del modo ritualista con el que actúa. Me parece que se resuelve generando una filosofía crítica más interesante, y con un tipo de relación con el poder, si tenés cierta cercanía, que no se confunda tan fácilmente con una apología. Porque la facilidad de esa confusión está simplemente en el hecho de que es una apología del poder.

Alejandro vino a la Biblioteca Nacional un día. En realidad, siempre tuve una relación cordial y no pienso que sea de otra manera si nos encontramos. Y trajo un montón de libros. Era su tesis de doctorado.

D.S.: Sobre Giordano Bruno.

H.G.: Sí. Eran como treinta o cuarenta libros en francés y en inglés. Y lo sentí como que venía a la Biblioteca Nacional –León venía también– a desprenderse de la filosofía universitaria. Todos sus libros están catalo- gados en la Biblioteca Nacional. Trajo una bolsa llena con los libros con los que hizo la tesis. Lo sentí como un hecho ritual…

HACIA UNA FILOSOFÍA DE LA NO DERROTA

D.S.: Hablaste de lo teológico, de León como algo teólogo, pero tam- bién dijiste historicista. En la discusión con Del Barco, más bien acusa de teólogo a Del Barco.

H.G.: Creo que son como en el cuento de Borges “Los teólogos”, Juan de Panonia y Aureliano. La crítica de León a Levinas francamente la veo muy levinasiana también. Hay un centímetro, un milímetro de diferencia. Y a Del Barco lo que le critica es por qué no lo dijo antes. El tema de León era una cierta atemporalidad que él se atribuye, haber previsto él con El nido de víboras lo que Del Barco no solo no previó, sino que estuvo ahí.

D.S.: Me llama la atención, en esas dos situaciones de León con Del Barco y con Levinas, que lo que parece estar en juego para él es la cuestión de la derrota. Es decir, no aceptar del todo la derrota. A pesar de que él es desde el comienzo, desde “La izquierda sin sujeto”, el que habría avisado que no había victoria posible. Y sin embargo tampoco aceptar la derrota. Es decir, para León, Levinas es la filosofía de la consolación para los derrotados a la salida de la posguerra y Del Barco es el que no piensa la derrota y no permite que se transforme la situación en términos de no quedar tan derrotados.

H.G.: Creo que tiene razón León. Es difícil decirlo después de eso que Del Barco llamó su grito, porque cómo discutir con un grito. Igual creo que de las participaciones que hubo, la de León fue la más profunda, porque fue a la raíz del grito, de la legitimidad del grito…

D.S.: Esta discusión sobre la derrota me parece que en la filosofía de León está muy presente y es difícil no verla. El peronismo es la derrota de la clase trabajadora sin luchar, se entrega al amor de Perón. Y el artículo “La izquierda sin sujeto” lo empieza con una cita de Marx de la Primera Internacional, diciendo algo así como “lo que nosotros les ofrecemos son cincuenta años de lucha”. Lo que el marxismo vendría a ofrecer a la clase trabajadora es un durísimo y larguísimo camino de sacrificio.

Es decir, esa idea de que hay una derrota sin pelear por el lado de un cierto economicismo peronista, que no hubo con qué resistir la dictadura militar o al menemismo, pero también la idea de las izquierdas armadas en León, que inmediatamente no habrían comprendido el problema es- tratégico de la defensiva de Clausewitz, es una especie de lucha nunca del todo dada. Pero también un no acomodamiento a la derrota.

H.G.: León tenía exigencias tales que hacen de su filosofía, una filosofía de la exigencia ética inverificable en ningún movimiento que de entrada tenga las previsiones que él reclamaba. A Perón le hace la crítica de que todo el peronismo lo volcó a la ofensiva estratégica y no a la defensiva. Esa no es una crítica muy severa. Incluso, como se mueve en los propios términos de Perón, que es Clausewitz, la verdadera crítica es que era alguien que introducía relaciones que parecían de liberación y por el contrario las volcaba a su reverso. Entonces, esa me parece que es una crítica más cercana a Martínez Estrada y más cercana a Borges, incluso. Un personaje que al representar al pueblo en realidad eliminaba la propia idea de lo popular. Siempre me pareció cercano al tipo de estructura moral de Martínez Estrada. Y con algo de Halperín también.

Pero la derrota es un término que a mí no me gusta. Porque en reali- dad, no veo derrotas. Tengo la idea de que la historia prosigue moviendo ciertas piezas inesperadamente y generando un puente inesperado. Lo que hubo fue lo que León llama el terror, pero la idea de terror es la idea de historia para él. Se vive bajo condiciones de terror. Por eso asombra- ba siempre cuando decía: “¿qué democracia?”. La democracia tiene un subsuelo, ese subsuelo es el terror que pervive ocultado. Y si es así toda la historia tendría momentos donde el terror sale a luz. Pero no se puede decir del terror que es lo que quiera ser visto. El terror inventa los signos indirectos bajo los cuales puede ser interpretado por la población, pero no quiere ser visto.

Ahora, León no decía tanto eso, como que, en la democracia, que había suprimido el terror, había un hilo interno que nos hacía pedir lo mínimo y actuar con sumo cuidado debido al terror anterior. A mí me parece que esa es una tesis extensiva a toda la idea de la historia, a San Agustín, a Perón…

D.S.: La idea del cristianismo mismo.

H.G.: O la idea del inconsciente en Freud, sería el lugar del terror, el nido del serpentario. Por eso son tan exigentes los modos críticos de León, que toma siempre a su adversario literario y lo remeda, o lo reescribe hasta llegar al golpe final. Es como una gran partida de box. Siempre va mordiendo algo. En ese sentido, es un gran escritor fenomenológico. Escucha la voz adversaria y la va reconstruyendo de modo tal de hacerla entrar en contradicción hasta mandarla al abismo. Le espera siempre el cadalso. Pero primero lo toma en serio. Toma en serio a Perón, toma en serio a San Agustín, a los que demuele.

En ese sentido, la derrota mucho no me gusta porque sería muy clau- sewiztiano pensar así. Ahí tengo un poco de duda. Por ejemplo, toda la discusión actual. ¿Por qué se acuerdan ahora de la democracia cuando eran hombres armados? ¿Hablaban de democracia, la querían, pensaban en los derechos humanos cuando atacaban a militares? Es una discusión fuerte, ¿no? Lo dice todo el macrismo para inhibir los años anteriores. Ahí hay que responder de otra manera evidentemente. No es que no hubiera la idea de derechos de humanos, no es que no hubiera la idea de democracia, no es que de repente Portantiero la descubre en México y la pone en el lugar que tapona su error anterior. Me parece que pensar la historia así es justamente el derrotado, haga o no su autocrítica, desde su pequeñez de derrotado, su conciencia ya hecha añicos, insoportable, y la recubre de una especie de lona donde se protege con los derechos humanos. Ahí me parece que habría que decir más cosas.

No me parece que el ciclo de ascenso y derrota será la única forma de comprender estos acontecimientos.

D.S.: Se podría pensar que en León la idea de derrota era siempre como de describir la situación y no querer acomodarse en ella. Se la podría pen- sar desde cómo se recobra una disposición de lucha. En el caso de León, y esto me parece muy interesante para la Argentina actual, quiere decir que se puede pensar la idea de contraviolencia sin repetir las imágenes de lucha armada de los setenta. O sea, como una contraviolencia y una actitud no derrotada, sin repetir imágenes que todos venimos y traemos asociadas a la peor de las derrotas.

H.G.: Sí… Estoy de acuerdo con lo que decís vos. Me preguntaría en qué momento una generación, que necesariamente tiene que haber pasado por distintos tipos de climas históricos, se puede reiterar la decisión de muchos jóvenes de tomar las armas. No veo que este sea un momento, que se ha cerrado el ciclo de la crítica anterior, y por lo tanto su sustitución por otras formas de resistencia. Pero no son pocos los que piensan que nuevamente se reinicia un ámbito de cerrazón histórica donde muchas personas que se reunían en la galería de Once, como hoy dice Clarín, y se destacaban por tener el cabello lacio peinado hacia los dos costados, se convierten en jefes mapuches que metonímicamente reproducen a los Montoneros, al ERP… Y de algún modo el régimen semiótico-capitalista casi siempre pide un enemigo de esa índole.

D.S.: Lo está pidiendo el gobierno eso. Por eso me parece interesante la cuestión de que no acomodarse a la derrota no es volver a ponerse el ropaje, el cliché exacto de lo que fue conocido por última vez como el terrorista aniquilado, el combatiente aniquilado, sino otra…

H.G.: Totalmente de acuerdo. Para eso, en sustitución de las armas hay que buscar –en la medida en que hay una dialéctica de las armas y el tema de las armas y las letras está tan frecuentado– sustitutos que tengan la misma fuerza retórica que tienen las armas en cuanto a la capacidad de producir muertes reales.

Pero esa es una gran tarea. La idea del rectorado de León estaba asociada a esa idea.

D.S.: Me pregunto si cuando León retoma la cuestión de lo femenino, lo materno, lo sensual –hoy vemos lo de Ni una menos– hay algún diálogo posible entre las Madres de Plaza de Mayo, ese tipo de figuras, y la creación de una imaginación que restituya la idea de contraviolencia, pero no en los términos en los que León diría eran de derecha. No la violencia de derecha tomada por la izquierda.

H.G.: Te respondería sin la menor duda que sí. No sé cuántas habrán leído a León en Ni una menos. Sé de alguien que lo ha leído y tuvo una íntima relación con él. Después Ni una menos excede cualquier tipo de relación interpersonal, pero me parece que si hay una herencia de León es ahí. Sin duda.

De todas maneras, Ni una menos es una categoría política también que atraviesa todos los mundos políticos. Eso lo hace muy interesante. Sin perder su singularidad interroga al conjunto del mundo político. Que es más o menos lo que hacía León.

D.S.: Porque el femicidio viene a ocupar el papel del terror estructu- rante de relaciones sociales, y el problema de la contraviolencia vuelve a plantearse todavía de una manera no clara, pero está en el rechazo a la situación que se genera.

Creo que en el plano filosófico el balance del socialismo llamado real que hace León y la disposición a no entregarse a una derrota, el encuentro con lo femenino –en ese punto– está en algún punto de conversación que yo no sabría precisar.

H.G.: Estoy de acuerdo. Lo que acabás de decir respecto del femicidio es muy importante. Tengo apenas la objeción de qué lenguaje usar para referir eso. Cuántas transformaciones lingüísticas son necesarias para acompañar eso. Algunas no me parecen adecuadas, en la medida que introducen una nueva antropogénesis del lenguaje, algo que ni León mismo en su construcción tan amplia hubiera llegado. Escribía con la elegancia de un filósofo de los más elegantes que hubo en Argentina.

Y después, la otra cuestión, es la idea de crimen pasional, la idea de que dado que condenaríamos cualquier crimen, al agregarle pasional estamos introduciendo un elemento en la tradición cultural de Occidente que merecería una historización mayor. Puesto que, si femicidio es terror, crimen pasional agrega un elemento de pasión que merecería un escalón más de reflexión. Eso digo porque lo leí el otro día en un artículo de Ni una menos.

D.S.: Del libro de Malvinas de León quería conversar algo. La idea de él, en ese libro, de que se puede intentar, o se intentó en Argentina, construir un sistema de coherencias que no dependiera como premisa de lo que él llamaba las masas, claramente las masas peronistas. Se podía ser coherente, o buscar una coherencia, pero consigo mismo. O a través de lo que él sentía. El debate con De Ípola y con todos…

H.G.: Lo leí en Brasil ese libro. Y ahí también me pareció muy limí- trofe lo que decía León. Porque todo el grupo que estábamos en Brasil ya teníamos esa división, que era la misma que estaba en México, que obedecía a la pregunta de si personas que uno repudia pueden hacer algo que alguien no repudie. Es una gran discusión.

Me pareció que León lo resolvía muy rápido. Ahora le presto más atención a lo que él dice, porque en general es un pensamiento de él. Que en Weber aparecía como la paradoja de las consecuencias. Uno puede querer hacer algo que sale al revés y origina un problema ético que te permitiría decir “esto no lo quise, salió de un modo inverso”.

Obviamente, eso pensado dentro de una historia provisoria del pueblo argentino. Puesto en términos más filosóficos, que León –en general– no aceptaba ese tipo de gambito de la historia, que alguien que encarnaba el mal pudiera producir un hecho que permitiera salir de ese mismo en- cajonamiento, ¿no? Y en ese sentido, hay muchos ejemplos de productos de la historia que se originan en situaciones repudiables.

Eso me pareció cuando lo leí, inmerso en el clima Malvinas. Des- pués, como todos los que pensaron eso, cambié de opinión, porque el libro es una fuerte condena a los militares, en el sentido de que nada de lo que es condenado de esta forma por mí, puede nacer un acto que me permita a mí adherirme a él. Esa es una ética de las mayores exigencias. Sería, siguiendo el razonamiento este, una ética absoluta de la convicción.

Christian Ferrer lo situaba –justamente– con Del Barco, por la carta, y con Martínez Estrada, como los tres disidentes. Tomando a León por el libro de Malvinas decía “animarse a pensar no contra el poder sino contra los amigos y las mayorías”.

H.G.: Yo también pienso eso ahora, pero no sé dónde colocarlo en mi pensamiento, porque de hecho cuando tenés que leerlo –y lo leí– no pensé eso. Ahora me parece que lo de las Malvinas es un tema de gran importancia, como el tema indigenista. Es decir, para mí no hay Argentina si no se resuelven esas cosas de un modo totalmente diferenciado de los modos con que hasta ahora se dieron, sea Campaña del Desierto, sea decisión militar sobre Malvinas.

Malvinas es una cuestión lingüística también. Se habla inglés. La cuestión mapuche es también una cuestión lingüística. Por lo tanto, territorialmente la Argentina para mí está mal. Culturalmente también. Pero también está mal territorialmente. Y desde el punto de vista del idioma que se habla, que es el idioma de la televisión, también hay que producir una reformulación, o por lo menos algo que indique que Argentina es un país multilingüístico. Como todas las soluciones eco- nómicas, financieras, comerciales, implican sacar a Benetton y darles la tierra a los mapuches, eso implicaría una guerra, otra Campaña del Desierto, si hubiera un grupo capaz de hacer eso en Argentina en contra del Estado. Y lo de las Malvinas se acerca cada vez más la idea del gobierno de reconocerlas como actor autónomo. Entonces, eso haría de la Argentina otra cosa, de las marchas que habría que cantar, de Sarmiento, conmemorar la batalla de Caseros, Mitre, Roberto Arlt, Borges, habría que pensarlo de otra manera, en la medida que el subsuelo territorial simbólico surgido en todos esos escritos y obras habría desaparecido. Este gobierno tiene esa brutalidad antihistoricista tan grande que habría que repensar todo.

Ahora, la solución no sería recuperar las Malvinas en el modo en que se lo quiso, o cantar la marcha de Malvinas, ni hacer que Benetton se llame ahora territorio mapuche. Me parece que sería replantear elementos muy constitutivos y no con un revisionismo histórico al estilo de tal prócer sí, otro no, sino revisar la historia misma. Eso no es nada diferente a lo que intentó León con el psicoanálisis y el marxismo. Revisar esta historia es algo que implica lo que intentó hacer León me parece: filosofía, psicoa- nálisis, temas político-militares, psicología social…

–¿Terminamos acá?

–Sí, terminamos acá…

–¿Qué van a hacer con todo esto?

–Tenemos para dos o tres años más…

Escribir con el cuerpo, desde el cuerpo, en el cuerpo // Marina Chena

1- Eugenia Almeida dice que se escribe con el cuerpo, no se trata de una actividad mental sino que se hace con la espalda, las manos, los ojos, la nuca, las piernas. Cuerpos que escriben y cuerpos que se hacen en la escritura. Un lenguaje hecho de músculos que se tensan y ceden a la amabilidad o la crueldad de las palabras. Cobijo corporal frente a la herida. Palabras que salvan de la des-existencia. La relación entre escritura y cuerpo es la relación más primaria, si aceptamos que también se escribe cuando la mirada roza otro cuerpo, lo descubre y le hace saber que hay algo que merece ser nombrado, que hay historia, que hay verdad. La lengua materna se aprende por gestos, tonalidades del habla, por el afecto que circula a través de ella y es la única lengua en que podemos hablar de lo más íntimo. Escribir es también entrar en una atmósfera de intimidad, no privada, sino abierta al encuentro de todxs quienes hablan a través nuestro.

2- Rosa Luxemburgo escribió cartas. Cartas de amor y política, de su vida cotidiana, de la cárcel, del amor por las plantas, los libros, la pintura. Escribía con fervor a sus amantes y compañeros de militancia y cuando se lee, se tiene la sensación de transitar el territorio del afecto, de la pasión amorosa y de la política, sin fronteras precisas. Le dice a Paul Levi, su abogado defensor y luego amante Dulce señor, tú y la gloriosa noche todavía tiemblan en mis extremidades, y mi ocupación más importante aquí es cavar a través de los recuerdos con dedos lentos, como en una canasta de flores. Siempre veo tu carita y tus ojos oscuros frente a mí, muy de cerca como entonces. (Kurt) Rosenfeld me dio la mala noticia de que Karski (Marchlewski) ha sido arrestado por su artículo en el Kieler Blatt, en el que insulta al ministro de Guerra. La escritura es una intensidad o -más bien- un modo de intensificación.

3- No solo se escribe con el cuerpo, sino que también se escribe en otros cuerpos. En la reciente presentación de un libro , una mujer que estaba entre el público dijo no todxs pueden seguir leyendo cuando sucede una tragedia. También hay quienes no pueden seguir escribiendo, quienes no pueden hablar o no pueden recordar. Escribirse en otrxs puede ser el modo en que alguien recupere el habla, la voz o la palabra. Ser – en ese sentido – la lengua del/a otrx, su lengua interrumpida por el dolor. Narrar un cuerpo como si se dejara un testimonio. Buscar las palabras, encontrar los detalles, trazarle un contorno. Un cuerpo que ante todo calla, pero que no enmudece. Un cuerpo que todavía cree. Escribir es armar un refugio humano frente al dolor.

4- Extraña criatura del lenguaje, la escritura es capaz de hacer temblar de terror o de goce, produce una herida en quienes tratan a las palabras como cosas y no como la potencia incalculable que así como nos arma nos destroza. El silencio ¿no muestra – acaso- eso mismo? Cuando se instala como un monstruo impotente que por ausencia nos deja desoladxs, pero también cuando se posa, como un cuerpo desnudo, liviano, frente al ruido de un mundo que se vuelve cada vez más hostil? Silencio de las noche pobladas de insectos y las mañanas pobladas de pájaros. Silencio de las voces carroñeras. Si no existiera el silencio sería imposible la escritura. Entre otras cosas, porque para escribir antes que nada se necesita escuchar.

5- Escribir como movimiento que torna precario un equilibrio cualquiera. Precariedad de saber que todo puede de un momento a otro desaparecer, perder su forma, incluso su forma precaria. Incomodidad frente al desequilibrio, dejarse estar ahí, sostener la fragilidad. Intuiciones buscando el cauce como una huella, descubrir que la huella no está, dejarse seguir perdida, retroceder. Desplegar una estrategia de inmersión, ahogarse, buscar la orilla, ser arrastrada por la fuerza centrífuga de un océano, dejar de luchar en contra pero no rendirse. Por fin respirar. Respirar. Respirar. El aire de la escritura.

6- La escritura, respiración común, gracia de lo que vive, clamor de lo que se resiste a morir, gesto de supervivencia. Una música familiar como la voz un niño. Todo lo que se hace para afirmarse en la tierra y distinguir lo verdadero de lo que no lo es, o – dicho de otro modo – distinguir belleza de la falsedad. Escribir es otra forma de mirar.

7- Escribir siempre con otrxs, entre otrxs, expulsadx de sí. Escribirse a sí misma, para entender e inmediatamente olvidar lo que se entendió, volver a buscar. Insatisfacción frente a las palabras cuando no consiguen tocar las vísceras, los huesos, los nervios. Las palabras sin boca.

8- Si es verdad aquello de que estamos hechas de las palabras que nos nombran ¿dónde habría que buscarlas? ¿En qué paisajes? ¿La lengua madre? ¿La geografía de origen? Cuando me preguntan de dónde soy siento que podría responder “soy de la orilla brava, del agua turbia y la correntada” aunque donde me crié no hay río. Soy del litoral, ese paisaje me describe, está en mí y si pienso en la escritura, desearía que tuviera la sonoridad del agua.

 

 

* Intervención en el ciclo: La escritura. Inscripción y deconstrucción de los cuerpos. Organizado por el Colectivo Kayros. Córdoba.

Algunas potencias (y ambigüedades) que destacan en una lectura de El Antiedipo // Diego Sztulwark

00. El libro de la fuga. Jamás hubiera logrado penetrar en las más de cuatrocientas páginas de El Antiedipo sin el presentimiento de su fuerza liberadora, que afortunadamente precede a su comprensión. Quizás había leído ya la reflexión que Deleuze hacía sobre esta anterioridad que condiciona la experiencia de la lectura. A propósito de sus cursos universitarios decía lo siguiente: “duraban dos horas y media: nadie puede estar escuchando a alguien dos horas y media”, por lo que no estaban dirigidos a ser comprendidos en su totalidad. Un curso es antes bien “una especie de materia en movimiento” de la que cada quien “toma lo que le conviene”. Mas aún: “hay quienes se duermen a la mitad, y no se sabe por qué misteriosa razón se despiertan en el momento que les interesa”. Un curso, dice Deleuze es ante todo una emoción. “El problema no es seguirlo todo, sino despertar a tiempo”[1]. Leemos El Antiedipo. Capitalismo y Esquizofrenia, pienso, porque necesitamos ante todo -aun hoy- escapar a las redes de un cierto “interpretacionismo del todo” presente tanto en los reduccionismos psicoanalizantes del deseo como en los de un marxismo encapsulador de los imaginarios, cultor de prácticas en zonas cerradas, y oscuros claustros de partido o grupo. Una primera potencia de El Antiedipo, la más directa, es la de ser un libro en fuga que habilita la fuga, y lo hace al mismo tiempo en el doble nivel de los afectos individuales inconscientes (Freud) y de las fuerzas colectivas en sus luchas (Marx).

 

01. Filosofía del deseo. Dos décadas después de mayo del 68, Deleuze reflexiona sobre las repercusiones inmediatas que tuvo la publicación en 1972 de El Antiedipo: “fue una gran ambigüedad, un mal entendido”. Sus autores pretendían decir algo nuevo sobre “el deseo”, querían mostrar que el deseo no funcionaba como una relación sujeto-objeto, sino como descubrimiento de una multiplicidad: “no deseo a una mujer sin desear a su vez un paisaje que está envuelto en esa mujer”[2]. No que la persona deseada forme parte de un contexto más amplio, un ser bello en un paisaje atractivo (como en la publicidad), sino que ella -la mujer del ejemplo de Deleuze- envuelve en sí un paisaje deseado. El deseo no es la satisfacción que un sujeto espera de un objeto, sino un proceso de actualización de un mundo virtual, que existe como envuelto en alguien deseado. Por lo cual deseo -esto es lo que venían a anunciar- es proceso que constituye un mundo.

 

La filosofía del deseo (y la política del 68) se presenta como procesual y constructivista: traza multiplicidades a partir de dos operaciones: sustrae lo múltiple a lo Uno; establece conexiones entre heterogéneos (devenires). Pero al mismo tiempo lleva adheridas consigo la “ambigüedad y el malentendido”. Porque junto al proceso constructivo se da el contrasentido que consiste en asumir el deseo como “espontaneidad” y como “fiesta”[3]. Este carácter ambivalente de El Antiedipo ha sido señalado en más de una oportunidad por Franco “Bifo” Berardi[4]. ¿Es el deseo una “fuerza” (plena y festiva, espontánea y juvenil y pujante) o un “campo de fuerzas” en el que el deseo adopta diversas posiciones posibles?

 

Deleuze por su parte propone la noción de “agenciamiento deseante” (elaborada junto con Guattari) para caracterizar el tipo de consistencia que atribuye a las multiplicidades entendidas como procesos constructivos. Se los reconoce por constar de al menos cuatro dimensiones, pues involucra siempre un espacio en el que los cuerpos se disponen, un cierto estilo de enunciación o maneras de hablar, unos modos de entrar en la situación y de armar territorio y una manera de irse o de salir de ellos, es decir, un cierto tipo de movimiento de desterritorialización. La filosofía del deseo encuentra, en la teoría de los agenciamientos, tres criterios prácticos para la política: 1. Criterio analítico/cognitivo: que surge de la atención que prestemos a la variación de cada una de estas cuatro dimensiones o líneas del agenciamiento (aparición de nuevas formas de armar territorio, de disponerse los cuerpos, de enunciados inéditos, de líneas de fuga); 2. Criterio ético: que orienta a cada quien a encontrar y/o crear los “agenciamientos” que convienen, sea a título individual tanto como colectivo[5]; 3. Criterio de enemistad: consistente en la identificación situada o coyuntural de aquellos poderes que destruyen, impiden o bloquean la constitución de agenciamientos.

 

02. Ni estructuras ni humanismos: maquinismos. Ni pesimismo tecnológico ni optimismo humanista, El Antiedipo enseña no la oposición real, sino más bien la interrelación ontológica entre naturaleza y técnica; humano-máquina. En sus cuadernos de trabajo previos a la redacción de El Capital -conocidos como los Grundrisse– Marx se refiere al proceso por el cual la automatización del sistema de máquinas en la gran industria capitalista desposee a lxs obrerxs del control de los tiempos productivos y les expropia el alma, al tiempo que la nueva fuerza productiva, el trabajo intelectual, crea las condiciones para la reducción del tiempo de trabajo como medida del valor. El nuevo fundamento de la riqueza social, “el individuo-social”, encarna el despertar de los poderes de la ciencia y de la cooperación cognitiva capaz de independizar la creación de riqueza del sometimiento al tiempo de trabajo como medida. En otras palabras, solo en tanto que órgano del capital, el sistema automático de masas se opone al conocimiento como liberación del trabajo. El “maquinismo” de El Antiedipo puede ser leído como analítica de las articulaciones a través de las cuales la articulación entre máquina social, máquinas técnicas y máquinas deseantes (inconsciente) ocupa el entero plano de inmanencia. Esta potencia de diagnóstico de El Antiedipo remite a la capacidad del esquizoanálisis de evaluar las direcciones de los flujos moleculares del deseo, según las cuales resulta capturado por el funcionamiento técnico-social (polo “paranoico” del deseo/en el que el inconsciente actúa como “teatro”), o bien logra escapar/invertir su dirección (hacia el polo “esquizofrénico” del deseo/donde el inconsciente actúa como “fábrica”), invistiendo nuevos conjuntos maquínicos[6].

 

03. Los N sexos. La sexualidad es para el esquizoanálisis -ciencia de las múltiples direcciones del deseo- la materia en base a la cual constituir índices analíticos sobre lo que hay de sometimiento o rebeldía en individuos y grupos. No es que El Antiedipo crea que “las perversiones e incluso la emancipación sexual nos proporcionan algún privilegio”, ya que siempre se corre el riesgo, en esta clase de discurso reivindicatorio, de inventar para la sexualidad “formas de liberación más sombrías que la prisión más represiva”. No es tanto un festejo de la sexualidad en sí misma[7], sino más bien el valor de lectura que se encuentra en las cargas libidinales reaccionarias o bien revolucionarias del campo social, que hacen de las relaciones sexuales deseantes “el índice de las relaciones sociales”[8], entre humanos. Siendo el sexo no humano la instancia molecular en lo humano molarizado (varón y/o mujer), esta sexualidad no humana es una cuarta potencia de El Antiedipo. Los N sexos en cualquiera -mujer y/o varón- constituye el modelo mismo de una potencia molecular que explica la formación, tanto como las mutaciones, que soportan y desorganizan la estabilidad de lo molar tomado en sus binarismos. En otro lugar -leyendo a Foucault- Deleuze se servirá de este modelo y denominará “teoría izquierdista del poder”[9] a la reflexión sobre la microfísica del poder, en cuanto capta que son las masas cualitativas y concretas las que mejor explican la constitución, las variaciones y las crisis de los grandes conjuntos -clases sociales, aparatos de estado- sostenidos en narraciones siempre dependientes de grandes poderes.

 

04. Axiomática capitalista. Tal y como lo muestran en sus respectivos libros Guillaume Sibertin-Blanc[10] y Jun Fujita Hirose[11], EAD es un libro marxista. No sólo porque sus autores se hayan declarado “fieles al marxismo”, sino más bien por lo que entendían por una tal fidelidad: “no creemos en una filosofía política no centrada en torno al análisis del capitalismo”[12]. Leemos al respecto, en el extraordinario libro de Fujita, la siguiente cita de El Antedipo sobre la lógica del capitalismo: “lo que con una mano descodifica, con la otra axiomatiza”. La descodificación del flujo de trabajo, manual y mental, se opera en la continua liberación de las disposiciones corporales y cognitivas de sus antiguas ataduras precapitalistas para adecuarlas a procesos de máxima productividad de capital. Mientras por “axiomatización” hay que entender sometimiento ilimitado de la capacidad productiva del flujo de trabajo a la producción de capital. Los axiomas, variables según las coyunturas, se ocupan de asegurar la conjugación entre flujos trabajo y flujos dinero-salario, a fin de extraer plusvalía. Descodificación y axiomatización son operaciones de desplazamiento de los límites recurrentes -e inmanentes- a la lógica de la acumulación capitalista, imposibles sin “una regulación cuyo principal órgano es el Estado”[13].

El Antiedipo es, en la síntesis de Fujita, la postulación de una política anticapitalista que consiste en invertir la concatenación causal fundada en el interés de clase -que alinea el comportamiento de los agentes de la producción deduciendo su conciencia subjetiva del sitio objetivo que cada cual ocupa en el proceso de producción capitalista-, por un corte deseante que subvierte la lógica causal, haciendo de la lucha movida por el interés el comienzo de una ruptura subjetiva mayor.

 

05. En castellano. La primera edición de El Antiedipo en castellano de que tengo noticias es del año 73. El efecto en los lectores argentinos, según entiendo, fue enorme. Sobre todo en el campo del psicoanálisis, en el que ya había una rica tradición de revistas y grupos de estudio. La práctica de apropiación creativa de lecturas provenientes de Francia tuvo en Argentina al escritor Oscar Masotta –en primer lugar en relación con el existencialismo y luego con Lacan- como exponente destacado. Sin embargo, de los cruces entre Marx y Freud, el más original fue el libro de León Rozitchner, Freud y los límites del individualismo burgués (1972). Si El Antiedipo pensaba a partir del 68 francés, el Freud de Rozitchner lo hacía a partir de los efectos de la Revolución Cubana del 59 y del Cordobazo, del año 69. Sólo que en Rozitchner no se trataba, como en El Antiedipo, de distinguir al Freud revolucionario que piensa la potencia subjetiva del deseo del Freud burgués que lo encierra en el Edipo familiarista, sino de completar al Freud que piensa críticamente las masas artificiales con un pensamiento sobre el devenir revolucionario de esas masas, cuando logran atravesar Edipo a partir de la clave del enfrentamiento, que ya no se resolverá en sometimiento individual imaginario sino en proceso político colectivo. ¿Cómo funciona El Antiedipo en castellano? Las filosofías provistas de palabras inventadas -como es el caso de El Antiedipo: “agenciamientos”, “cuerpo sin órganos” o “máquinas deseantes” – tienden a poner en circulación una jerga. Tengo la impresión de que las jergas surgen del esfuerzo por entender el lenguaje de una filosofía, correspondiente al estudio de libros. Pero creo también que una tradición lectora más creativa debería procurar una traducción personal de esas nociones herméticas para conquistar el propósito del libro vivo, que logra actuar sobre el mundo. Es lo que Deleuze reclamaba a los psicoanalistas: salir de la “interpretosis” por medio de una relación literaria con el lenguaje.

 

06. Máquinas de guerra. Entre quienes mejor piensan hoy las potencias propiamente políticas de Deleuze y Guattari, encuentro tres nombres claves: Jun Fujita Hirose, Maurizio Lazzarato y Franco (Bifo) Berardi.

Brevemente, en Bifo se trata de narrar el presente tomado por una distopía hecha realidad. Las imágenes catastróficas, que culminan en la pandemia y en la guerra, tienen el mérito de delimitar problemas que los discursos críticos habituales olvidan o están interesados en ocultar: en particular, el fracaso de la voluntad política progresista y de izquierda por regular el horror. Pero esta profecía del apocalipsis funciona en Bifo como un llamamiento a crear experiencias fundadas en el goce, el placer y el disfrute, para las cuales sugiere dos tipos de experiencias: la comuna de productores aislados o la insurrección. Sólo ellas se le aparecen como provistas de la aptitud necesaria para tratar con la depresión. El esquizoanálisis funciona en Bifo como instrumento diagnóstico sobre la muerte del capitalismo y el avanzado estado senil de las culturas blancas del norte, cuya agonía arrastra violentamente a imaginar el fin del mundo. La tarea que se plantea Bifo es la de pensar fuera del “horizonte de la expansión”. Se trata de un llamado a asumir que el capitalismo (neoliberalismo/extractivismo) ha entrado en una fase irreversible de extenuación, y que la voluntad política progresista se ha demostrado inepta para frenar la catástrofe y mitigar sus efectos.

Por su parte Mauricio Lazzarato ha propuesto en sus últimos libros retomar la noción de “máquina de guerra revolucionaria” en función de un programa de lecturas que apunta, por un lado, a producir un campo de saberes que fusionen los estudios sobre acumulación de capital y prácticas de la guerra[14], y por otro a corregir lo que considera como la “miseria de la estrategia” en el modo en que la academia recobra el “pensamiento del 68”. Retomando la noción de estrategia de Foucault y la de Máquina de guerra de Deleuze y Guattari, se propone dotar a esta tradición filosófica de un espesor político revolucionario del que a su juicio carece[15].

En cuanto a Jun Fujita Hirose, su ya citado libro sobre la filosofía política en Deleuze y Guattari actúa en una zona intermedia entre la abstención de voluntad estratégica de Bifo y el desprecio de Lazzarato por el potencial político del pensamiento del 68. Su propuesta consiste en considerar la fase actual como la de un desesperado intento del capital por recomponer su tasa de ganancia en un movimiento que supone la formación de una nueva hegemonía en el proceso de acumulación global[16] en términos sumamente agresivos, imposibles de ser resistidos desde las políticas de los gobiernos llamados progresistas. Esta consideración lleva a Fujita a considerar la actual coyuntura global en términos de la formación de máquinas de guerra tanto urbanas -formadas por pobres y desocupadxs, al modo de lo que fue el 2001 argentino- como  rurales, en lucha contra la explotación neoextractiva, protagonizada en muchas zonas del planeta por subjetividades fuertemente reanimadas por los feminismos.

 

07. La política del lado de la lectura. El Antiedipo sigue siendo un libro poderoso, porque las disidencias con las que se alía siguen actuando hoy. Pero lo es en un mundo completamente transformado. La primera vez que lo leí entendí muy poco, pero me alcanzó para sentir el alcance salvador de esa libertad que Deleuze y Guattari proponían contra las mil caras de la normopatía (capitalismos, fascismos, heteronormativismos, abusos interpretativos, arrogancias teóricas, familarismos). Los últimos años lo he leído en grupos, incómodo por la enorme densidad de su escritura, pero también feliz al contactar con lo que aparece cada vez como “sujeto de la lectura”, expresión que utiliza Henri Meschonnic para dar cuenta de lo que sucede en toda re-lectura: se va abandonando la obediencia al texto en favor de un sujeto al que las frases le resuenan, lo interrogan, lo hacen pensar. La potencia política de ese librazo que es El Antiedipo, no es la del manual para la acción, sino la del ensayo político clásico (como puede serlo el Tratado Teológico Político de Spinoza), que es la de insistir en la pregunta por las profundas razones de la obediencia y suscitar un deseo no menos profundo de libertad».

 

 

 

Este texto recoge palabras pronunciadas en el encuentro: “La potencia política de Deleuze y Guattari. A cincuenta años de El Antiedipo”, organizado por la Universidad Nacional de San Marcos, Lima, Perú celebrada el 4 de abril de 2022.

 

 

[1] Abecedario de Deleuze, la penúltima entrevista, 1988.

[2] Deleuze, Abecedario.

[3] Deleuze, Abecedario.

[4] La concepción juvenilista del deseo que Bifo atribuye a El Antiedipo no permitiría pensar su contracara depresiva, ver Franco “Bifo” Berardi, Félix. Narración del encuentro con el pensamiento de Guattari, cartografía visionaria del tiempo que viene, Ed. Cactus, Bs. As., 2013; y la celebración del deseo como aceleración anticipa los motivos de una estética propiamente neoliberal de los flujos financieros, ver El tercer inconsciente. La psicoesfera en la época viral, Ed. Caja negra, Bs. As., 2022.

[5] Al respecto, Deleuze admite la dificultad de mantener unidos los dos criterios de experimentación y prudencia que constituyen la ética de los agenciamientos deseantes. Se trata, dice, de un “desfiladero estrecho”, consistente en dos principios: a. dar la razón a las personas sobre sus procesos deseantes (no ser “padres” de nadie, no ser “policía” de nadie), y al mismo tiempo, b. no aceptar que las personas se autodestruyan en nombre del deseo. Deleuze, Abecedario.

[6] Tema que econtrará su desarrollo en las “máquinas de guerra” de Mil Mesetas, segundo tomo de capitalismo y esquizofrenia.

[7] “La sexualidad se me aparece más bien como una abstracción mal fundada”, en carta de Deleuze a Arnaud Villani; Gilles Deleuze, Cartas y otros textos, Cactus, Bs. As., 2016.

[8] “ningún “frente homosexual es posible en tanto que la homosexualidad es captada en una relación de disyunción exclusiva con la heterosexualidad”; Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Antiedipo. Capitalismo y Esquizofrenia, Ed. Paidós, Bs-As, 1995.

[9] Gilles Deleuze, El poder. Curso sobre Foucault. Tomo II, Ed. Cactus, Bs. As., 2014

[10] Guillaume Sibertin-Blanc, Política y Estado en Deleuze y Guattari. Ensayos sobre el materialismo histórico-maquínico, Ed. Los andes, Bogotá, 2017.

[11] Jun Fujita Hirose, ¿Cómo imponer un límite absoluto al capitalismo? Filosofía política de Deleuze y Guattari, Tinta Limón Ediciones, Bs. As., 2021.

[12] Gilles Deleuze, Conversaciones 1972-1990, Ed. Pretextos, Valencia, 1999.

[13] “El Estado capitalista  es el regulador de los flujos descodificados como tales, en tanto que son tomados en la axiomática del capital”, Deleuze y Guattari, El Antiedipo.

[14] Mauricio Lazzarato y Éric Alliez, Guerras y capital. Una contrahistoria, Tinta Limón Ediciones, La Cebra y Traficantes de Sueños, Bs. As, 2021. Su propuesta consiste en ampliar el campo de saberes hasta poder incluir en una misma contra-historia la acumulación de capital y la guerra como lógica social permanente, a partir de leer a Karl Marx teniendo presente la íntima relación entre lucha de clases y subsunción real del trabajo en el capital; de leer a partir de Carl Schmitt que la crítica de la economía política no sería suficiente para dar cuenta de los problemas planteado, y sería preciso más bien incluir lo político, entendido como la guerra y las relaciones de enemistad constitutivas de la esencia del estado; de leer a Carl Von Clausewitz y sus inversiones entre fines y medios, guerra y política. La “contrahistoria” de la que hablan Alliez y Lazaratto es, pues, la genealogía de la íntima relación entre capitalismo y despojo, financierización y colonización, liberalismo y guerra. La correlación inmanente entre acumulación de capital y producción de guerras se corresponde con la creación de tecnologías que arrasan el alma, subordinando procesos cognitivos y vitales a fines económicos-políticos-militares de la máquina capitalista. Pero la máquina social capitalista no se reduce a sus aspectos técnico-cognitivos, sino que funciona racializando a las clases sociales, agrediendo a las mujeres y a todo devenir minoritario de las sexualidades y cosificando a la naturaleza. El prólogo que los autores escribieron para la edición en castellano tiene el mérito de enfatizar la secuencia propiamente sudamericana de la guerra-del-capital contra la población, y recuperar, tomando seriamente la secuencia chilena abierta en 2019 como laboratorio abierto para constituir un saber vivo, políticamente activo, recapitulando toda la experiencia que -como ocurre hoy con el 2001 argentino- creíamos perdida.

[15] Mauricio Lazzarato, El capital odia a todo el mundo, fascismo o revolución, Ed. Eterna cadencia, Bs. As., 2020.  

 

[16]  En su libro ¿Cómo imponer un límite absoluto al capitalismo?, Fujita lee lo neoliberal no como causa sino respuesta del capital a la crisis. Neoliberal sería la reorganización violenta de las relaciones sociales y socioambientales para detener la caída de la tasa de ganancia, y no como cree el progresismo político, una política errada de las derechas políticas para relanzar el crecimiento. Según Fujita marchamos hacia un nuevo régimen de acumulación global que supone al menos dos desplazamientos: uno geopolítico, hacia una mayor centralidad de China, y otro energético, puesto que la llamada transición verde e informacional en curso supone la articulación entre telecapitalismo y neoextractivismo solo posible sobre la base de la intensificación de la minería sobre tierras llamadas “raras”. En este contexto la dinámica coyuntural de las políticas de nivel nacional pierden vigor y lo político sólo puede ser relanzado a partir de la formación y alianza entre máquinas de guerra.

Silencio y rebelión: una historia feminista de los afectos // Florencia Abadi

Reseña del libro “Desafiar el sentir. Feminismos, historia y rebelión” de Cecilia Macón, editado por Omnívora, Buenos Aires, 2022, 245 pp.

 

“Desafiar el sentir”, de Cecilia Macón, lleva a cabo una operación doble: por un lado, hace una filosofía de la historia feminista; por otro, una filosofía feminista de la historia. Es decir: historiza el feminismo –un aporte central del libro, que ofrece una lectura de documentos medulares–, y además hace del feminismo un movimiento capaz de brindar la clave de una concepción de la historia y del tiempo, y cabe agregar de la política. Dicho brevemente: esta concepción se caracteriza por una noción de futuro y de urgencia particulares que Macón expone a partir de las prácticas de lucha del feminismo.

Estas dos operaciones avanzan en estas páginas a la par y fundidas. El modo en que se historiza el feminismo tiene una matriz teórica explícita: la reflexión filosófica contemporánea sobre los afectos (que tomó el nombre de “giro afectivo”), pero también la crítica a la temporalidad lineal y al progreso que tiñe cierta filosofía de la historia del último siglo. Con estas herramientas, usadas con extrema sutileza –fuera de los clichés o de los trazos gruesos– el libro despliega su tesis principal: los feminismos, que enfrentaron tempranamente una atribución acusatoria de sentimentalidad irracional a las mujeres, construyeron sus estrategias de lucha no en el rechazo de los sentimientos, emociones o afectos –matices que el libro naturalmente traza–, sino más bien poniendo en juego activamente el papel de los afectos para desafiar el statuo quo entendido precisamente como un orden afectivo (el cisheteropatriarcal). Es decir, para “desafiar el sentir” de ese orden, a partir de otras configuraciones afectivas. El feminismo disputa las configuraciones afectivas existentes precisamente porque, como enseña este libro, la injusticia de género está sostenida en un orden afectivo.

A esta tesis central se agregan otras más puntuales, como la existencia de un lazo entre la demanda del derecho al aborto y las huellas del terrorismo de Estado de la última dictadura (se señala el símbolo del pañuelo, la presencia de las madres de Plaza de mayo, el tipo de lazo con las fundadoras, la denuncia de la responsabilidad del Estado, el lema “Aborto legal, una deuda de la democracia”, etc); o también encontramos una reivindicación del activismo hashtag en las redes –con su aceleración y su archivo accesible y móvil–, activismo muchas veces ridiculizado, y que desafía el modo patriarcal de comprender la política en Argentina, según el cual sin matones nada se logra. En cada una de estas lecturas se expone la filosofía feminista de la historia y el tiempo: el pasado no es meramente citado sino puesto en acción, la urgencia como modalidad afectiva de la demanda presente, y lo que Macón llama “futuro inevitable” (que aparece especialmente en la reflexión sobre la legalización aborto).

Más allá de tesis y subtesis, del trabajo de historización y de la lectura sobre el tiempo y los afectos, algo esencial del libro se juega en la mirada que ofrece de la violencia: no es la estridente de los golpes o los gritos, sino la muda y sigilosa. La invisibilización y el silenciamiento son acá la matriz de la opresión sobre las mujeres. Se nombra ese silencio con una insistencia que pareciera por sí misma intentar remediarlo, reparar el sufrimiento de la humillación que no se exhibe, la cotidiana, la que penetra calladamente en los intersticios de lo social. Ese silencio es quizás el “real” de la opresión, un real que no accede a lo simbólico sino que pulsa desde el cuerpo innominado, y por eso no podemos sino asentir al gesto de este libro que muestra que las estrategias feministas son no solo eficaces –exitosas–, creativas –vanguardistas, estéticas, irónicas–, sino también revulsivas, surgidas desde una náusea, una visceralidad que está directamente enlazada a ese silencio. La visceralidad es en este libro la antítesis de la sentimentalidad desencarnada y desagenciada que se atribuyó a las mujeres, una sentimentalidad que remite a la capacidad de ser afectadas, pero omite la capacidad de afectar.

Si la humillación obliga a poner la lupa sobre afectos como la vergüenza -que Macón nombra de un modo específico, como la vergüenza impuesta-, la estrategia feminista es transformar su efecto paralizante: no avergonzarse de la vergüenza, sino mirarla a la cara, denunciarla, desnaturalizarla, agenciarla. Se trata entonces de exhibir la vergüenza: ostentar la sangre femenina humillada (frente a la sangre masculina enaltecida en el combate). En esta dirección, la clandestinidad del aborto, la vergüenza impuesta sobre él, es símbolo de una clandestinidad más amplia, que toca en su conjunto todas las formas de opresión sobre las mujeres. El aborto libre nos desembaraza en el sentido de que abre a la posibilidad de dejar de avergonzarnos por nuestro cuerpo, por una intimidad que el orden patriarcal quiere sucia, manchada. Las activistas francesas por el derecho al aborto de los 70’, que tomaron de sus detractores el nombre de las salopes, las sinvergüenza, que dijeron “yo aborté” en un país que pocas décadas antes condenaba con pena de muerte el aborto, entendieron que disputaban nada menos que esa intimidad, que tiene en su núcleo también el goce. Porque el placer de la mujer, quizás lo más silenciado en el debate sobre el aborto, es aquello que hace pasar a la lógica patriarcal del desprecio a la envidia.

A partir de este núcleo, Macón reinterpreta la clásica distinción entre la esfera pública y la privada: lo “privado” fue usado para colocar la opresión fuera del orden público, es decir, para ocultar la opresión y obligar a la clandestinidad, para engrasar “la trama de silencio, clandestinidad y ocultamiento” del orden patriarcal. El antídoto feminista: llevar los afectos a la esfera pública. Y esto supone una inversión más: si lo privado fue concebido en términos de lo individual, se trata de construir un colectivo que desoculte el carácter político de la afectividad. Esta lectura problematiza el origen liberal del feminismo, mostrando que el movimiento siempre puso en conflicto la distinción público / privado.

Dicho esto, cabe mencionar que la historia del movimiento que nos ofrece este libro tensa al máximo el arco político, abarcando la Ilustración, el liberalismo, el conservadurismo, el cuaquerismo, el abolicionismo, el racismo. Se trata de una historia marcadamente compleja, que muestra que tanto opresión como rebelión atravesaron las más diversas ideologías, y que permite evitar, advierte Macón, una mirada autoindulgente y celebratoria. En este marco, el libro aborda dos luchas fundamentales, íntimamente vinculadas: la lucha por el sufragio y la lucha por el aborto, dos derechos de las mujeres, que están unidos por un hilo sustancial: la demanda de que se reconozca a las mujeres la voluntad. La voluntad que desde Rousseau funda el derecho al voto –por sobre el conocimiento–, no puede desligarse de la idea de libertad. Negar la voluntad de las mujeres es un modo de excluirnos del “orden mismo de la subjetividad” –en los términos de Macón– de concebirnos infantilizadas y dependientes, res extensa gestante. “Una mujer sin hombre es como un pescado sin bicicleta”, decían las feministas en Mayo del 68’ subvirtiendo este punto nodal, y la ironía expresa no solo distancia crítica, fortaleza, complicidad, sino que repone de por sí la capacidad de aludir y de simbolizar que define el orden humano del que se nos ha pretendido excluir. En la misma dirección puede leerse la estrategia de la simulación del acto de votar que realizaron a modo de performance las sufragistas en Argentina y en el mundo: se disputa la representación (política) poniendo en jaque la representación (metafísica, estética) y se invierte así la idea de simulación como síntoma histérico, se la llena de conciencia, y se revela que la única hipnosis es la patriarcal. Macón propone pensar esa simulación como “pre-creación” (deriva de la noción de re-creación del pasado de Collingwood): mediante la simulación se crea el futuro en el ahora, ya que “pocas cosas pueden agenciar más que señalar y ejecutar como real aquello que se considera imposible”. Preformar el futuro, “tocar el futuro”, hacerlo en la urgencia del presente. Un presente histórico, desnaturalizado, y que lleva en su seno casi dos siglos de conquistas. Porque si en la acción de 1970 en el Arco del triunfo las fotos muestran a la policía condescendiente y risueña, lo cierto es que la condescendencia policial ha desaparecido. “Ahora que sí nos ven”, dice el canto que en el 2018 refrendaba un hito para la política feminista latinoamericana que este libro se ocupa de poner en valor, de pensarlo a la par del acontecimiento. Evidentemente, el búho de minerva se ha desvelado.

Leer Valeriano // Diego Sztulwark

Nido de víboras. No podemos parar de escribir porque a fin de cuentas le damos credibilidad a un impulso o deseo de justicia. No quizás al modo de la política, que hace de ella un modelo a realizar. Sino como aprendizaje. Justicia como investigación sobre qué hacer con la presencia en nosotrxs, de los otrxs. Así, en esa búsqueda, conocí a Valeriano.

Un recuerdo: allá por 2010 caminábamos con un puñados de íntimos en medio de las carrozas de los festejos del Bicentenario. Desfilábamos entre símbolos que seguían siendo nuestros, aunque lo habían sido de tanto defenderlxs en las militancias y ahora se enlazaban ante nosotrxs desde lo alto de una estatalidad en la que no confiábamos. Esa perplejidad estuvo en la base del desplazamiento de nuestra escritura, implícita en la creación del blog Lobo Suelto. Como no éramos siquiera unos pocos, junto a nuestros nombres aparecieron los pseudónimos. Juan Pablo Maccia, Rosa Lugano, Marcelo Laponia, Martín Webb. Cada uno de ellxs habilitaba una investigación sobre los modos en que los discursos de aquellos años actuaban de manera lacerante en nosotrxs. En esos tiempos comenzamos a escribir con Valeriano. 

Hace unas pocas semanas escuche a Rita Segato explicar, a propósito de un caso de violación colectiva, que la justicia y su efectividad punitiva, debían ser concebida como una investigación sobre las estructuras colectivas que mueven a las acciones violentas o aberrantes. Ya que la punición, en su sentido último, encuentra su sentido en la comprensión para la desactivación de esas estructuras. Esa relación entre justicia y comprensión, abre un lugar para el pensamiento sobre la complejidad de lo que somos, como momento reflexivo interno de la practica penal. Me pareció que la creencia de Segato en la justicia se parecía a la que teníamos nosotrxs en la escritura. En ambos casos se intenta deslindar aquello que aceptamos de lo que no, por medio de un proceso cuya calidad depende de la honestidad con la que investigamos sobre el modo en que habitan constitutivamente lxs otrxs en nosotrxs. 

El sujeto, escribía León Rozitchner, como “nido de víboras”.

 

Polo Valeriano. Cada 24 de marzo es lo mismo: le escribo un wasap a Valeriano contándole que voy a la plaza, sabiendo que me va a responder que el no. Que no cree en nada, nada al menos de escala semejante. Cada vez que me entusiasmo con alguna acción colectiva, le mando una señal a la espera de una respuesta del tipo “es un negocio”. No daría un solo paso sin consultar previamente a ese saber escéptico. Mi modo de participar de esa clase de acontecimientos precisa cada vez de ese violento impacto que me permite incluir y tratar mis propios desencantos en cada nueva selección de las creencias en las que vale la pena creer. 

 

La amistad como ejercicio polarizador. Desde ya, polar no quiere decir binario. Porque más que escepticismo-credulidad, la polaridad supone un movimiento de apertura de un campo que habilita matices y yuxtaposiciones. De modo que entre mi credulidad y su escepticismo -polos extremos- surge un acotado espacio para investigar sobre qué clase de credulidad-escéptica o de escepticismo crédulo nos convence (convence cada vez a cada quien). Si este tipo de ejercicios se vinculan con la escritura es porque en ella intentamos explorar la dirección que nos convienen en este espacio plagado de intersecciones, pasible de ser recorrido en sentidos varios. Si hay un contenido político en esta clase de ejercicio, pienso, sería el siguiente: al descubrir la conversación como zona de turbulencias de la que cada quien extraerá correcciones valiosas para su propia orientación corroboramos la pluralidad del sentido y fortalecemos alianzas contra la automatización de nuestras propias voces.  

 

Hay una política en Valeriano que desplaza el binarismo progresista-neoliberal (el idealismo progresista como parte de un negocio neoliberal) y pone en funcionamiento una polaridad excepticismo-credulidad, en la que suspende idealizaciones para poner en valor otras economías. Política Valeriano: borrar el discurso progresista-neoliberal para rescatar lo que ella borra por el lado de la moral -idealización progresista- y del lado del gran negocio -abstracción neoliberal. Borrar lo borrante (lo plebeyo).   

 

Historia. Escribe Valeriano. «La muerte no puede ser el final de tanto». El acento sobre el “tanto”, la marca de la cantidad como eufemismo de la vida actúa ya en el título de su última novela: El vivo, nosotras muertos. Su muerte es la nuestra. Su tanto es nuestrx tan poco. El sigue, nosotrxs finalizadxs. Exceso suyo ya irrevocable. Consumación nuestra. Consumidos en el consumo, mero resto de la máquina comunicacional:  «solo tenemos preocupaciones, ansiedad y opiniones». Ni rastros de lo que hubiéramos querido haber sido. «Si entendemos un poco lo que significa que él esté vivo, poco tendría que importarnos». Por qué entonces Marquitos, hijo de La Flaca, “viviría en nosotrxs, dándonos vida”. 

 

La transmutación general en que el muerto se convierte en fuente de vida, y los vivos  en tributarios de los muertos. Paganismo cristiano. 

Marquitos muerto. La Flaca luchando. Valeriano escribiendo. Nosotrxs leyendo. Se prepara un oscuro día de justicia. 

Valeriano escribiendo: «Verla insistir y no saber ayudarla. No tener el valor suficiente, no abandonar la forma humana, estar tan lejos. Hay noches en que me cae la ficha de lo que pasó y el dolor no me deja dormir. Los recuerdos, las secuencias, lo que no hicimos, lo que tendríamos que haber hecho». ¿Por qué escribir es buscar justicia? Porque «Hacernos cargo de esto que sentimos siempre nos lleva a una instancia distinta de pensamiento». 

La novela interior de Valeriano. «Nadie duele solo, siempre es por otros, siempre es con otros». Valeriano reescribió dentro de esta novela una novela anterior (Eduqué a mi hija para una invasión zombie): «Ser papá fue mirar el peligro de manera real por primera vez, por fuera de mí, como algo sin control. Un tormento nuevo, una pena que se vuelve inabarcable, un terror por algo que ni pasó. La paternidad a veces es un garrón, otras una aventura piola, algo que se da y vamos viendo. También es algo que sabemos que va a doler, que en un tiro no va a estar bueno. En un momento fue entender cómo ella administraba su experiencia, lo que podía lastimarla, los posibles garrones e intentar no ponerme vigilante de tanta angustia que me generaba. Verla saltar al vacío confiando en algo que no se explica bien». Y una novela interior. Del canchereo en redes a la función del testigo. «La sed, la fe y saber que ella y Marquitos son lo mismo».

Tiene que escribir sobre lo que pasó, sobre lo que pasa en La Flaca. Sobre su conversión, de cómo el dolor aflora en estrategia: «Armó mapa, habitó cada rincón, se lo escribió en la piel para no olvidarse, solo mostró lo que no debía permanecer oculto. Se escondió para mirar mejor, para pasar desapercibida se hizo invisible, no cotorreo, no busco cámara, no hizo bandera. Se volvió imperceptible para no ser capturable ni reconocible, fue una más, pasó inadvertida. Animal, cazadora, guachin. Esperó como una garrapata, detuvo el tiempo, lo torció a su favor». 

Transmutación en curso: «ahora la sangre ya no es deuda, la sangre corre, hierve, es otra cosa». 

«El amor ahora es esto».

Entre los que quemaron la casilla hay un flaquito, lo llaman Chiste. Valeriano lo somete a un vasto tratamiento. Para empezar, cinematográfico: «Chiste no espera, no puede hacerlo, tampoco sale al encuentro de las cosas. Da vueltas encerrado en lo que hizo, en el miedo, en su mundito bien chiquito. Piensa en que pedir perdón tal vez haya sido una opción, pero ya no puede. No se rescata cuando el patrullero le tira luces y lo amaga a seguir. Suena de manera tonta la sirena en el medio de la avenida nada. Se pregunta por lo que ocurre en la conciencia de Chiste. Lo imagina sumido en un monologo auto-exculpador: «No se es segundero o traidor, eso sería muy fácil, eso es twitter. Se segundea, se traiciona». ¿“Se segundea, se traiciona”? Valeriano medita sobre esa frase, sobre esa coma incandescente que pone en serie instantes de diversa índole como si no los ligase ninguna clase de responsabilidad. Se hace una cosa, se hace otra. Lo acertado de la coma consiste en disminuir al máximo la desaparición de todo nexo entre las cosas que se hacen. 

 

Para finalizar, trágico: «las cosas son poderosas con nosotros y no nosotros con ellas. Se hace lo que se puede y a veces ni eso. Se quiere segundear y se traiciona, se quiere traicionar y se segundea». Chiste como figura de la voluntad humana humillada por fuerzas más poderosas, dioses que juegan con nosotrxs a su gusto: «Hay veces que la traición no es el primer movimiento. Se llega a ser un traidor por un desencadenante de giladas no medidas del todo, por justo estar en un lugar determinado, por no estar en otro. Preguntale a los pibes que me van a dar la razón de cómo la suerte y la traición es solo cuestión de lugares».

 

Humanismos. El “Conurbano es lo humano hoy”. El humanismo como rama plebeya de la geografía. Habitad mundos infrahumanos de modo tal que en tu acción no despreciéis jamás el mínimo de subjetividad que os podría por encima de toda la humanidad. «Antes de traicionar hay que desertar». Lo humano conurbano es la aptitud del desertor. Héroe es quien es capaz de anteponer la fuga a la traición. Héroe es quien aún puede fugar.   

Con el paso de los años Valeriano se ha vuelto escritor. Dice cosas que parecen salidas de la carrera de letras de la UBA. Arrastra a Piglia al conurbano: «Nos leemos, intuimos las cosas de otra manera, seguimos andando. Andar, leernos, segundear». Hace decir a la Flaca aquello que él ya no sabría decir en su nombre: «No va a aceptar este tiempo bien vigilante que ordena las cosas y aprisiona la vida. Ya no. Ahora entiende que algo nuevo se empieza a armar».

 

Los hechos. Han incendiado la casa de la Flaca mientras dormían y así mataron a Marquitos, que no deja de volver. No hay como soportarlo. No hay cómo ser suficientemente valiente, no hay cómo reaccionar. La novela se vuelve interior: «No lo digo pero lo siento, el temor me gana, soy gato del miedo».

 

«El fuego no era para ellos, pero les tocó». El azar de los encuentros en su versión pavorosa. 

 

«Hay detalles que de a poco voy conociendo, algo previo de lo que sucedió». Parece Walsh. 

 

«Las historias se mezclan, se atropellan, se engordan». Registrar, entender sin enloquecer. Hacer justicia en la escritura. En el barrio se cuentan muchas cosas. Muchas que no son. Es preciso despejar, distinguir. Los hechos, sepultados en esa densa trama narrativa, deben ser discriminados. «Tengo que separar lo que pasó posta de lo que se va inventando». La Flaca «Ale me pide que lo cuente. Que reconstruyamos la historia así nadie olvida nada. Me pide que la acompañe de esta manera, escribiendo».

 

La Flaca precisa que le cuenten lo que sólo ella sabe, sabe y no sabe. Lo que le está pasando de forma tan arrolladora que precisa ordenar. Narra y pide ser narrada. Necesita escuchar lo que ella contó. Que le recuenten. Que le recuerden (re cuerden/re cuerda/re cuore). Le impone a Valeriano la función narrativa. Le pide que vaya escribiendo todo. Como si fuera fácil. Le solicita que vaya registrando la relación del acontecimiento a la mutación. Contá por él, que no está. Contá por quienes ya no seremos. Contá ahora, porque no sabemos como termina esto. Contá como sobreviviente, como el que asiste y ve, como el que debe encontrar las palabras. Contá para que se sepa.

 

No ser Walsh. Valeriano medita: «No creo que me guste escribir, es otra cosa». Ha sido convertido en una suerte de ente contemplativo, atravesado por lo que no entiendo. Tiene que escribir, no le gusta escribir, va a escribir. ¿Qué lo mueve?: «Algo que no entiendo». Y entonces acude a sus amigos escritores: «Con Pedro muchas veces nos colgamos hablando sobre qué es esto de escribir, no lo hablamos abiertamente porque eso sería asumir algo que no queremos, lo hacemos a través de libros, links, notas, hablando mal de escritores y amigos». Escribir sin convertirse en escritor. Sólo porque no se es se es verdaderamente escritor. En eso, no deja de conversar tampoco con El Ruso.

 

La Flaca le insiste. “Hacé el libro de Marquitos”. Le ruega que cuente toda la secuencia de “lo que pasó”. 

 

“Me halaga que confíe en mí para esto, en que hagamos una especie de acuerdo de escribir un libro que sirva para seguir reclamando no por justicia sino por otra cosa que es mucho más real para Marquitos y Lucas, para que sus asesinos paguen, para que se sepa que paso, que quienes prendieron fuego su casa vayan presos. Que el Chiste es un alto gil, un traidor, un desagradecido”. 

 

La Flaca Marquitos están antes, durante y después. Para Valeriano escribir es incorporar, o atravesar esa temporalidad en la escritura.

 

Pero Valeriano no puede escribir lo que le piden. Acaba escribiendo otra cosa. Su reflexión está tomada por la imposibilidad de separar el héroe de la injusticia contra la que se rebela.  Porque qué otra cosa es para él la injusticia sino la incorregible condición por la que todo encuentra su principio último de intercambiabilidad en el dinero? La injusticia tiene la misma estructura que la realidad: «todo es billete». Todo: policías, jueces y tranzas se igualan en la circulación de la moneda. 

 

Walsh ya era un escritor cuando se topó con “un fusilado que vive”. ¿Valeriano qué era antes de toparse con la tragedia? A diferencia del héroe escritor, Valeriano es el no escritor atemorizado, al que la Flaca le mete presión. Su miedo es miedo a que se le note. Porque no está seguro de poder decir algo verdadero en protesta de que todo sea billete. Para pensar contra la realidad se «requiere una complejidad y emocionalidad que no tengo, que no encuentro».

 

Escuchar. Escuchar como quien cruza una frontera. 

 

La flaca, dice Valeriano: «Me cuenta bien los pormenores de cómo los asesinos quedaron libres, en dos minutos me hace una certera descripción de lo que es el poder judicial y su reiterada forma de cagarse en los que menos tienen. Es una descripción tan exacta que si la transcribo la arruino. Hablar con ella siempre es luminoso, angustiante, intenso. Es aprender. Pero aprender banda. En realidad primero es resetear y después aprender»

 

El caos no existe en la naturaleza, dice Bifo. Es impotencia de la mente para entender y acostumbrarse. Es retracción ante lo excesivo que causa pánico. Valeriano medita que «la crueldad, esa crueldad sin límites es imposible». 

 

«La bronca contra el chiste de los transas que los llevó a quemar el rancho se me escapa, puedo hacer un relato, pero se me escapa. Entiendo, pero en un punto se me escapa». 

 

Se escapa, le resulta incomprensible, inaceptable. El polo escéptico busca en qué creer. Escribir es vencer el pánico, crear un orden para el caos. Encontrar creencias a la altura de la tarea. 



“historia si, vida no”. Antes de traicionar hay que desertar, se dice a sí mismo Valeriano: “Por suerte no escribí lo que me pidió. Por suerte para mí, la acompañé algunas veces, hablamos otras, sentí la presencia de Marquitos, casi que entendí eso que dice Ale sobre que el tiempo no es lineal, que las cosas son poderosas con uno y no uno poderoso con ellas. Por suerte a veces soy su amigo». 



«La mayoría de las veces el tiempo nos aleja, cada quien hace la suya, cada quien sigue su juego. Muchas veces me agarra como culpa y le escribo, le prometo que estoy con lo del libro, le preguntó por la causa, por suerte ella nunca contesta».

 

Ella no contesta, y él sí está con el libro. No con el que cree que debería hacer, sino con este, que sí ha sido escrito.

 

Un antiguo antecedente a Valeriano es “Pura Suerte, Pedagogía Mutante”, un cuaderno editado en blanco y negro hace una década en base al trabajo realizado por el grupo Barrilete Cósmico en el conurbano oeste de Buenos Aires. Allí se decía: “no forzamos modos de vincularnos”, “no tenemos una misión, ni nada”. Procesos discontinuos, si. Pero efectivos.

 

En Valeriano no hay nada mas estúpido que creérsela, nada mas vergonzoso que aceptar su deseo de escribir, porque en esa escena se ve como figura separada del fondo. «Hay cosas que son muy claras cuando estamos juntos, cuando andamos, cuando estamos en una. Son tan claras que se me hacen inexplicables, hay otras que cuando estoy cómodamente escribiendo se me vuelven estúpidas. Mi voz suena estúpida, mi búsqueda de no sé qué también, la investigación militante mucho más, está especie de solidaridad desde la escritura, todo esto que resulta snob, tilingo, sobreactuado. Una especie de movimientos que son la nada. Cuando no estoy en una, cuando no ando por allá acompañándola, siendo amigos, sumando fuerzas todo se me hace muy goma, muy gil, muy vida civil. Lo único que no es estúpido es estar en una con ella». 

 

¿Hasta dónde debemos creerle a esta máscara del escritor que dice que no escribe para poder escribir, que afirma no quiere lo que quiere para poder lograrlo? 

 

¿Y qué importancia tendría creerle? Ha escrito el libro sobre Marquitos. Ha escrito en él: «Su risa es más tenaz que el fuego»

El punto ciego de la critica política // Diego Sztulwark

“Estaba como poseído esos días”. Así recuerda el psicoanalista Bernardo Luis Hornstein al filósofo León Rozitchner, su compañero de exilio caraqueño, durante los días que no interrumpía por nada del mundo la redacción de su libro, Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia, el punto ciego de la crítica política. Redactado íntegramente durante el lapso relativamente breve que va de la invasión argentina el 2 de abril a la firma de la paz el 10 de junio de 1982, el ensayo pertenece a la selecta serie de escrituras que, como Los Pichiciegos de Enrique Fogwill, alcanzan la vibración en diapasón con relación al acontecimiento que piensan.

Como recuerda en su último libro Horacio González, Humanismo, impugnación y resistencia, Rozitchner debió pagar un alto costo por criticar “la totalidad de la empresa militar y sus apoyos”. Y más en general, por practicar un estilo de intervención que no hacía concesiones, sino que más bien se colocaba como “sombra doliente de lo popular”.  ¿Y qué otra cosa podía sentir, sino dolor, ante la celebración masiva de la guerra que se desplegaba en el país? ¿O no eran estas celebras Fuerzas Armadas las mismas que habían aniquilado a sus amigxs y lo condenaban, como a otrxs, al exilio? Si la multitudinaria Plaza de Mayo que el 2 de abril vivó entusiasta la iniciativa bélica de la Junta Militar a solo unos pocos días de los reclamos públicos por demandas sociales y democráticas enarbolados por la CGT quizás podía comprenderse tomando en cuenta los efectos manipuladores de la comunicación y el terror. Más difícil era explicar el apoyo que la aventura militar encontraba entre los intelectuales.

Durante el primer mes de la guerra el director de El Diario de Caracas, el periodista argentino Rodolfo Terragno —luego ministro de Alfonsín— conjeturaba que “cualquiera fuera el usufructo que, de inmediato, los militares argentinos hicieran de su éxito, esas consecuencias generales quizás ofrecieran a la sociedad argentina mayores posibilidades de cambio que el caso subsiguiente a una derrota”. En la Argentina uno de los más conocidos intelectuales de la izquierda comunista, Ernesto Giudici (desprendido del PC en el año ’73) hablaba de “guerra justa” y desde el exilio de México un grupo de importantes intelectuales argentinos había puesto en circulación un documento que sostenía que “la soberanía argentina sobre Malvinas abre la posibilidad de una lucha popular en el interior del país para impedir que los gobernantes de turno la desbaraten en los hechos mediante la entrega en cambio, la pérdida de la soberanía implica la consolidación a largo plazo del dominio imperialista sobre un área cuya importancia Inglaterra y los Estados Unidos vienen a confirmar con sus acciones” (dicho documento se tituló: “Por la soberanía argentina en las Malvinas: por la soberanía popular en la Argentina”, y llevaba la firma de Grupo de Discusión Socialista, constituido entre otrxs por José Aricó, Sergio Bufano, Gregorio Kamisnky, Emilio de Ipola, Néstor García Canclini, José Nun y Juan Carlos Portantiero).

Es este último documento el que detona el ensayo sobre Malvinas y lo lleva a Rozitchner a redactar la frase del escándalo: «Deseo que las fuerzas armadas argentinas sean derrotadas», que hacía de la junta militar y su sistema de apoyos el enemigo principal. Escándalo, digo, no porque ese deseo pudiera albergar complicidad con fuerza imperial alguna, sino porque sorprendía a las fuerzas progresistas y de izquierda deseando el éxito de aquellos que lxs habían forzado a la derrota, el aniquilamiento y el exilio. En otras palabras, desear aquella derrota implicaba enfrentar la operación de la dictadura que hacía surgir una guerra “limpia” de una guerra “sucia”, guerra que por tanto que las fuerzas democráticas sólo podían apoyar si estaban dispuestas a suprimir su propia historicidad.

Si no se estaba dispuesto a suprimir la diferencia en nombre de la cual se padecía el exilio y desde la cual se quería seguir pensando, era inevitable, para Rozitchner, interrogar aquello que la guerra ponía de manifiesto: ¿cómo era posible suponer que el general Galtieri al frente de la Junta Militar encabezaría una guerra anticolonial, mientras la juventud militante llamada a protagonizar ese tipo de gestas emancipatorias estaba siendo destrozada en los sótanos de la ESMA y Campo de Mayo? ¿Qué fuerza material daría sustento a aquella retórica de la recuperación de la soberanía nacional, simbolizada en las islas, si ni siquiera se expropiaban las riquezas nacionales en manos de las potencias imperiales a las que se decía enfrentar?

Malvinas fue y sigue siendo un nombre lacerante para pensar nuestra propia relación con la guerra. El “punto ciego” para la “crítica política” de los progresismos y las izquierdas emergentes de la derrota de los años ‘70. Porque si la guerra es siempre prolongación de la política por otros medios, pensar Malvinas suponía advertir el terrorismo de Estado como guerra hacia adentro, como condición de aquella guerra hacia el exterior. Al saltearse esa continuidad, Malvinas permanecía como un fragmento impensado, congelado y sin conexiones, nunca integrado en función de una comprensión de la experiencia colectiva, y por tanto —y en esa medida— disponible para narraciones patrioteras al servicio de las derechas.

Más que un libro de historia, el de Rozitchner es un tratado de investigación política, que no pretende juzgar los errores inherentes a la acción política —siempre riesgosa en lo que tiene de apuesta—, sino indagar a fondo el misterio más profundo de los poderes, que es su saber sobre cómo actuar en el interior de las fuerzas resistentes, conquistando su deseo e influyendo sobre sus modos de pensar. Hay, en este sentido, una evolución precisa entre el conocido artículo que Rozitchner escribe en los años ‘60 en polémica con John W. Cooke, “La izquierda sin sujeto”, y estas reflexiones sobre la guerra de las Malvinas. En ambos casos el filósofo plantea una cuestión de tipo metodológica que apunta a captar la eficacia de todo pensar político en un doble frente: en confrontación enemistosa con las fuerzas de la derecha, cuya coherencia es siempre la de los poderes que confiscan una y otra vez el fundamento de un poder popular; pero también contra las abstracciones alucinadas de una izquierda que le teme a su propia eficacia, que no sabe salir de la derrota en el plano de los afectos, y que por tanto desea y piensa en esa abstracción que la derecha ha preparado en ella para confinarla en una eterna impotencia. Si Rozitchner escribe todo en tiempo real, mientras la guerra aún se encuentra en curso, es porque supone que es precisamente el riesgo para la propia vida que la guerra implica, lo que hace de ella una ocasión verificadora extrema de las ideas con las que “los cuerpos piensan”.

La intensidad dramática de la escritura disidente de Rozitchner apunta, entonces, a mantener la diferencia aniquilada por la dictadura en el campo político, enhebrando otras líneas de continuidad, una contra coherencia resistente que señala otro principio de soberanía popular, apoyado en el cuidado y no en la aniquilación de los cuerpos. Por eso señala (visionario) a las Madres de Plaza de Mayo y no a las Fuerzas Armadas con sus sistemas de respaldo, como recurso clave para la recomposición de una forma política de contenido opuesto no sólo a la propuesta sustentada en el terror por los militares, sino también a aquella otra, constituida por la atomización de las relaciones mercantiles que persistía adherida a la democracia inaugurada a partir del año ’83.

De modo que Malvinas nombra la inepcia de una política progresista que no ha encontrado el modo de afrontar la oscuridad de esa zona en la que se deciden las relaciones de implicancia mutua entre guerra y política. Eso es lo que descubre Rozitchner tomando el documento del grupo de México como síntoma de un tipo de realismo que “se regula sólo por las contradicciones estratégicas” en el nivel económico-político, desechando el papel activo que lo subjetivo y lo imaginario juegan como índice de “nuestra inserción en cada acontecimiento”, que revelaría que lo político no es tratado como mero saber objetivo sobre los hechos de la economía y de la guerra sino también actividad que restituye potencia imaginativa a las fuerzas populares como fundamento de la democracia, actividad que consiste crear nuevos sentidos, menos opresivos, para esos hechos.

El cohete a la luna

Malvinas // Diego Sztulwark

De Malvinas varias cosas. La primera es esta .El 3 de mayo de 1982 un grupo de ciudadanxs argentinxs distribuyó un documento de cuatro carillas titulado “Malvinas: detener la guerra injusta”. El texto llevaba la firma de Grupo Cívico, preservando la identidad de sus miembros, pues la dictadura cívico militar negaba los más elementales derechos políticos. En el documento se lee que el desembarco en Malvinas fue parte de una maniobra para “desviar el curso de conflictos sociales”, que “Argentina no puede pretender derechos de soberanía nacional (aspiración “legítima”) sin la vigencia efectiva de la soberanía popular” y que “nuestro verdadero problema es la recuperación de nuestros derechos humanos y políticos”. No se trató de una iniciativa aislada. Con el título de “Constitución o desastre nacional”, otro documento firmado por el mismo grupo el 18 de julio de 1982 cuando la “la aventura de Malvinas” había ya terminado, se refería al “patrioterismo infantil y oportunista” de “casi todos los dirigentes políticos y gremiales del país”.
Entre quienes redactaron estos documentos se encuentran el ya fallecido Ovidio Palazoli y Enrique Carpintero, quien me facilitó las copias aclarándome que fueron muchas y muy valientes las personas que participaron de la escritura, la impresión y la distribución de estos materiales.
Son muchas las razones por las que vale la pena rescatar hoy, a cuarenta años de la guerra, estos documentos. Van algunxs
1. Porque, como decía León Rozitchner en su libro «Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia. El punto ciego de la crítica política», sigue pendiente la crítica del modo de pensar de quienes apoyaron la guerra -muchos de ellxs autopercibidxs como parte de una izquierda o progresismo a cargo de la critica política- sin detenerse a meditar sobre el hecho que la guerra no podía ser anticolonial si el gobierno que dirigía el desembarco en las islas era el mismo que torturaba en los sótanos de la Esma y Campo de mayo a los militantes que hubieran protagonizado en una gesta emancipatoria, ¿Cómo podía confiarse una guerra supuestamente antiimperialista a una Junta Militar que se mostró como garante nacional de esos mismos intereses frente a las fuerzas populares en el país?
2. No haber pensado esto en su momento no es tan escandaloso como negarlo ahora, cuarenta años después. Porque aquellos fragmentos de nuestra historia que no alcanzamos a pensar críticamente resultan, por eso mismo, destinados a ser utilizados por las derechas para reactivar ilusiones populares reaccionarias. Siempre es así (volvió a ocurrir con la convertibilidad de Menem Cavallo, si, el mismo Cavallo que ya trabajaba para aquella junta) y es cada vez mas asíl
3. El «grupo cívico» demuestra que siempre hay condiciones para resistir. Ellxs no tenían ninguna información especial. Como se relata en la novela de Hans Fallada, «Sólo en Berlin», incluso en la ciudad tomada por los nazis una pareja de trabajadores repartía cartas anónimas denunciando la guerra.

Walsh y la prensa clandestina // Horacio Verbitsky

En 1985, Horacio Verbitsky publicó el libro Rodolfo Walsh y la prensa clandestina (1976-1978). Allí explicaba que “desde la clausura del diario Noticias, en agosto de 1974, donde creó una sección sin precedentes de información sobre los barrios, Walsh no desarrollaba tareas periodísticas. Vinculado primero con las Fuerzas Armadas Peronistas, FAP, ingresó luego a Montoneros, donde no se ocupaba de la prensa. Sin embargo, la reflexión política iniciada en 1975 lo llevó a la formulación de propuestas que la incluían”. Walsh se preguntaba “qué podía hacer un periodista para desarrollar en su campo específico esa porción de resistencia popular”. Primero, no ceder al terror. Segundo, expandir a otros esa liberación. Finalmente, organizar a quienes estuviesen dispuestos “con medios simples pero efectivos”. Recuperando las experiencias de la fundación de Prensa Latina (Cuba, 1959, de la que Walsh participó) y de WAFA (Líbano, 1973, que conoció durante un viaje como enviado de Noticias), proponìa a los incrédulos: “con una máquina de escribir y un mimeógrafo es suficiente”. ANCLA no hacía propaganda política, sino “difusión popular” para un periodo de resistencia. Esperaba efectos subversivos del hecho de colocar “la verdad en manos del pueblo”. Sus cables se enviaban por correo a redacciones nacionales y a corresponsales internacionales. A diferencia de ANCLA, que aparecìa todas las semanas y era escrito por colaboradores, Cadena Informativa se publicaba dos veces por mes, era ìntegramente escrita por Walsh, constaba de textos breves, fáciles de reproducir, y se enviaba a personas de diferentes ocupaciones.

Rodolfo Walsh y la prensa clandestina (1976-1978) reúne varios cables de ANCLA y partes de Cadena Informativa. Aunque a Walsh lo asesinan en 1977, los textos publicados llegan hasta 1978, gracias a la actividad de sus colaboradores. Entre estas colaboraciones se encuentran dos trabajos de Verbitsky. El primero, “Historia de la guerra sucia en la Argentina”, distribuido a fines de 1976, es una descripción detallada de los procedimientos que se llevaban a cabo en la ESMA. El segundo, publicado a mediados de 1978, es un estudio sobre José de San Martín, también distribuido clandestinamente. El texto -”un espejo ofrecido a las Fuerzas Armadas, responde a las mismas concepciones de resistencia popular y análisis de los problemas del país”- se difundió con la firma del Centro de Estudios Arturo Jauretche.

PARA DESCARGAR EL LIBRO

Walsh y la prensa clandestina HORACIO VERBITSKY

Una introducción a la vida no fascista (Prefacio de Michel Foucault a la edición estadounidense de El Anti-Edipo)

(Traducción y notas: Federico Yamamoto)

 

Durante los años 1945-1965 (me estoy refiriendo a Europa), había una forma determinada de pensar correctamente, un estilo de discurso político determinado, y una ética del intelectual determinada. Uno tenía que estar familiarizado con Marx, y no dejar que los propios sueños se aparten demasiado de Freud. Y uno debía tratar los sistemas de signos –el significante– con el mayor de los respetos. Estos eran los tres requisitos que hacían aceptable la extraña ocupación de escribir y enunciar una cuota de verdad sobre uno mismo y sobre su tiempo. 

Luego vinieron los breves, apasionados, jubilosos y enigmáticos cinco años. A las puertas de nuestro mundo, allí estaba Vietnam, por supuesto, y el primer gran golpe a los poderes establecidos. Pero aquí, al interior de nuestros muros, ¿qué era exactamente lo que estaba ocurriendo? ¿Una amalgama de políticas revolucionarias y antirrepresivas? ¿Una guerra librada en dos frentes: contra la explotación social y la represión psíquica? ¿Una oleada de libido modulada por la lucha de clases? Tal vez. En cualquier caso, fue esta interpretación dualística tan familiar la que se arrogó los eventos de aquellos años. El sueño que, entre la Primera Guerra Mundial y el fascismo, lanzó su hechizo sobre las partes más soñadoras de Europa –la Alemania de Wilhelm Reich, y la Francia de los surrealistas– había vuelto y prendido fuego la realidad misma: Marx y Freud en la misma luz incandescente. 

¿Pero, fue realmente eso lo que ocurrió? ¿Se retomó el proyecto utópico de los treinta, esta vez a nivel de la práctica histórica? ¿O hubo, por el contrario, un movimiento hacia luchas políticas que ya no se conformaban al modelo prescrito por la tradición marxista? Hacia una experiencia y una tecnología del deseo que ya no eran freudianas. Es verdad que se levantaron las viejas pancartas, pero el combate viró y se expandió hacia nuevas zonas. 

El Anti-Edipo muestra, primero que todo, cuánto terreno ha sido cubierto. Pero hace mucho más que eso. No pierde tiempo desacreditando viejos ídolos, aunque sí se divierte mucho con Freud. Lo más importante, nos motiva a ir más lejos. 



Sería un error leer El Anti-Edipo como la nueva referencia teórica (ustedes saben, esa tan anunciada teoría que finalmente abarca todo, que por fin totaliza y nos devuelve la confianza, aquella que nos han dicho “necesitamos desesperadamente” en nuestros tiempos de dispersión y especialización en los que falta la “esperanza”). Uno no debe buscar una “filosofía” entre la extraordinaria profusión de nociones nuevas y conceptos sorpresa: El Anti-Edipo no es un Hegel relumbrón. Creo que El Anti-Edipo puede ser leído mejor como un “arte,” en el sentido implicado, por ejemplo, en el término “arte erótico.” Informado por las nociones aparentemente abstractas de multiplicidades, flujos, arreglos, conexiones, el análisis de la relación del deseo con la realidad y con la “máquina” capitalista brinda respuestas a preguntas concretas. Preguntas que no tienen tanto que ver con por qué esto o aquello, sino con cómo proceder. ¿Cómo introducir el deseo en el pensamiento, en el discurso, en la acción? ¿Cómo el deseo puede y debe desarrollar sus fuerzas dentro del dominio político y crecer en intensidad en el proceso de desbaratar el orden establecido? Ars eroticaars theoreticaars politica

De ahí los tres adversarios afrontados por El Anti-Edipo. Tres adversarios que no tienen la misma fuerza, que representan grados distintos de peligro, y que el libro combate de maneras diferentes: 

(1) Los ascetas políticos, los militantes tristes, los terroristas de la teoría, aquellos que quieren preservar el orden puro de la política y del discurso político. Burócratas de la revolución y funcionarios civiles de La Verdad. 

(2) Los pobres técnicos del deseo—psicoanalistas y semiólogos de cada signo y síntoma—que quieren subyugar la multiplicidad del deseo a la ley doble de estructura y carencia. 

(3) Por último pero no menos importante, el gran enemigo, el adversario estratégico es el fascismo (mientras que la oposición de El Anti-Edipo a los anteriores es más bien un compromiso táctico). Y no solamente el fascismo histórico, el fascismo de Hitler y Mussolini—que fue capaz de movilizar y utilizar tan efectivamente el deseo de las masas—sino también el fascismo en todos nosotros, en nuestra cabeza y en nuestra conducta cotidiana, el fascismo que nos hace amar al poder, desear aquello mismo que nos domina y nos explota. 

Diría que El Anti-Edipo (y sus autores me perdonarán) es un libro de ética, el primer libro de ética escrito en Francia en mucho tiempo (tal vez eso explique por qué su éxito no estuvo limitado a una “audiencia” particular: ser anti-edípico se ha convertido en un estilo de vida, una manera de pensar y de vivir). ¿Cómo evitar ser fascista, aun (especialmente) cuando uno cree ser un militante revolucionario? ¿Cómo librar nuestros dichos y nuestros actos, nuestros corazones y nuestros placeres, del fascismo? ¿Cómo revelar y poner en evidencia el fascismo arraigado en nuestra conducta? Los moralistas cristianos buscaban las huellas de la carne alojadas en lo más profundo del alma. Deleuze y Guattari, por su parte, persiguen los rastros más tenues de fascismo en el cuerpo.

Ofreciendo un modesto tributo a San Francisco de Sales**, uno podría decir que El Anti-Edipo es unaIntroducción a la Vida No-Fascista

Este arte de vivir contra toda forma de fascismo, ya sea actual o inminente, conlleva cierto número de principios esenciales que sintetizaría de la siguiente manera si fuera a hacer de este gran libro un manual o guía para la vida cotidiana: 

• Libera la acción política de toda paranoia unitarista y totalizante. 

• Desarrolla la acción, el pensamiento y los deseos por proliferación, yuxtaposición y disyunción, y no por subdivisión y jerarquización piramidal. 

• Deja de creer en las viejas categorías de lo Negativo (ley, límite, castración, falta, carencia), que el pensamiento occidental sacralizó durante tanto tiempo como una forma del poder y un acceso a la realidad. Prefiere lo que es positivo y múltiple, diferencia en vez de uniformidad, flujos en vez de unidades, arreglos móviles en vez de sistemas. Cree que lo que es productivo no es sedentario sino nómade. 

• No pienses que uno tiene que estar triste para ser militante, incluso si aquello contra lo que uno está luchando es abominable. Es la conexión del deseo con la realidad (y no su retirada hacia formas de representación) lo que posee fuerza revolucionaria. 

• No utilices el pensamiento para fundamentar una práctica política en La Verdad; ni utilices la acción política para desacreditar, como mera especulación, una línea de pensamiento. Utiliza la práctica política como un intensificador del pensamiento, y el análisis como multiplicador de las formas y dominios para la intervención de la acción política. 

• No le demandes a la política que restituya los “derechos” del individuo, tal como los ha definido la filosofía. El individuo es producto del poder. Lo que hace falta es “des-individualizar” por medio de la multiplicación y el desplazamiento, combinaciones diversas. El grupo no debe ser un lazo orgánico que una individuos jerarquizados, sino un constante generador de des-individualización. 

• No te enamores del poder. 

Incluso podría decirse que a Deleuze y Guattari les importa tan poco el poder que trataron de neutralizar los efectos de poder ligados a su propio discurso. De ahí los juegos y trampas desparramados a lo largo del libro, que hacen de su traducción una verdadera proeza. Pero no son las trampas tan familiares de la retórica: ésta se dedica a influenciar al lector sin que él sea consciente de la manipulación, y en última instancia a persuadirlo en contra de su voluntad. Las trampas del El Anti-Edipo son las del humor: tantas invitaciones para que uno se fastidie, para que deje el texto a un lado y se vaya dando un portazo. A menudo el libro lo lleva a uno a creer que todo es diversión y juegos, mientras algo esencial está ocurriendo, algo de extrema seriedad: la localización de todas las formas de fascismo, desde las más enormes que nos rodean y nos aplastan hasta las más diminutas que constituyen la tiránica amargura de nuestras vidas diarias.

Notas:

* Extraído de Anti-Œdipus. Capitalism and Schizophrenia, traducción del francés al inglés realizada por Robert Hurley, Mark Seem y Helen R. Lane, Minneapolis, University of Minessota Press, 1983, pp. 11-4. Este prefacio fue escrito por Foucault directamente en inglés.

** Sacerdote del s. xvii y obispo de Ginebra, conocido por su Introducción a la Vida Devota.

Piglia, historia o novela // Horacio González

La historia, para Piglia, son hechos vagos e indeterminados, que de todas maneras se alojan en un pasado. ¿Pero un pasado, en primer lugar, no es una forma de evocarlo? Por eso, lo que las novelas de Ricardo Piglia tienen de historia –o tienen de lo que corresponde al oficio del historiador–, es lo que pertenece a un conjunto de voces que son inhallables por un lado, y por otro lado ciertas constancias de que alguna vez existieron. Entre una y otra situación encontramos el poderío conjetural de la escritura pigliesca. Así, Ricardo, lo que hace, creo, es bajar al pasado con una escalerilla de sogas ilusoria, para darse cuenta de que no “baja”, que el pasado lo rodea o lo constituye, solo que por vías lejanas, totalmente indirectas. En Respiración artificial aparece ese “método” que consiste en investigar un conjunto de conversaciones del presente, de personajes memoriosos, que se hallan retirados y en soledad, acompañados por sus laboriosas memorias (el senador), y la “historia” se revela allí, o mejor dicho actúa por revelación, en ciertos intersticios súbitos o inesperados. Esto es así porque la forma de pertenecer a ella es inevitable pero también callada, silenciosa, sólo de forma involuntaria se lo dice, a la manera de una confesión forzada.

La evocación del pasado es un arte que sin duda pertenece al historiador –Piglia, como se sabe ha estudiado historia en la Universidad de La Plata, años lejanos hoy–, pero en el caso que estamos considerando el pasado no existe primero y luego se lo evoca. La evocación misma ya es el pasado, y es la única forma bajo la cual existe. Por eso la ausencia tiene un valor esencial en la narrativa de Piglia, pues es lo que le da fuerza a las sobrevivientes astillas de lo ya ocurrido y que existe, sí, pero con el ropaje del ausentista. ¿Cómo es ese ropaje? La narración de Piglia lo elabora, lo teje, con elementos que son rescatados del naufragio. Y ese rescate es una indumentaria imposible, inverosímil, que conserva ese aire improbable cada vez que es invocada. Así sucede incluso en las novelas más “policiales” de Piglia, como Plata quemada. El soplo (o estilo) narrativo de Piglia dice las cosas con un halo supletorio para cada frase, lo que origina un desfocamiento de cada cosa dicha, un ligero corrimiento, junto a la engañosa precisión con la que se expresa Piglia.

Precisión que busca el “historiador”, con un fraseo tajante, objetivo, realista. Pero no hay realismo al margen de la simulación del realismo; de la simulación de lo objetivo. Cuando Piglia ejerce ese arte de la disimulación, o del simulacro, siempre hay de por medio detalles o situaciones de fuerte textura cotidiana, rebosantes de veracidad. Será lo que permita luego borronear la escena, hacerla parte de una serie de referencias encadenadas: alguien cuenta una historia que le contaron, a su vez escuchada de otro. Eso es la “historia” traducida a la literatura, por lo cual los personajes de Piglia no son históricos, sino que “hablan en términos de una historia”. Tal dice que le dijeron, y lo que le dijeron es algo que un tercero escuchó. En medio de tales pasajes donde una voz circula, Piglia escribe con falsas sentencias que parecen verdaderas, con aire distraído, para que no se note que son formidables ficciones.

Se despega apenas unos milímetros de la realidad, pues parece un cronista profesional relatando hechos que alojan una materia apta para el periodista o el cuentista “naturalista”. Pero el “historiador” está en la paradoja de respetar esos “hechos reales” para subirlos a otro plano que no aparece siempre ni se nota claramente cuando aparece. Es el plano de una ficción que tiene elementos de delirio, de alucinación y espejismo. Entonces, podría decirse que Piglia es “historiador” cuando en sus novelas la historia aparece como antihistoria, pero de un modo más “real” de lo que creen muchos historiadores. El modo real en que Piglia escribe la historia –e incluimos aquí la historia norteamericana contemporánea, en El camino de Ida–, es el de una imaginaria objetividad que respeta con la beata fidelidad de un documentalista, hasta que hace estallar en su interior un explosivo inaudible, que cambia en el lector toda su perspectiva. Allí aprende historia con este especial historiador que abandonó el oficio tajantemente para encontrarlo en los misterios de una reconstrucción ficcional donde reviven los fantasmas de Puig, Macedonio, Borges, Di Benedetto, Walsh o Saer, de todos los cuales obtuvo informaciones históricas, y a todos los cuales les devolvió la teoría de sus propios escritos, convertidas en sutiles meditaciones sobre lo que él mismo hace, la secreta torsión de la historia en novela sin incluir la “novela histórica”, incluso aboliéndola.

Entrevista de Ricardo Piglia a Rodolfo Walsh: «No concibo el arte si no está relacionado con la política»

En 1970, Ricardo Piglia  entrevistó a Rodolfo Walsh  sobre sus cuentos, el lugar de la novela en la sociedad de aquellos años y los libros de “denuncia”. La búsqueda de nuevas formas narrativas, la influencia del Che Guevara, la relación ineludible entre literatura y política, incluso del ensayista cubano, Miguel Barnet. 

1. Estilo y autobiografía

—Empecemos con este cuento  (“Un oscuro día de justicia”), ¿cuándo lo escribiste, en qué época lo escribiste?

—Este cuento lo escribí… me acuerdo de la época en que terminé de escribirlo, lo debo haber terminado en noviembre de 1967 y debo haber empezado a escribirlo a mediados de ese año; me acuerdo de la fecha porque en octubre del 67 murió Guevara y yo terminé de escribirlo más o menos un mes después.

—¿Cómo lo ves vos dentro de la serie de los Irlandeses, qué idea tienes sobre esos cuentos?

—Claro, bueno, en la serie de los Irlandeses, que por ahora son estos tres cuentos, evidentemente hay una recreación autobiográfica pero, quizá, no tan estrecha como podría parecer. Lo autobiográfico es nada más que un punto de partida, una anécdota y a veces ni siquiera una anécdota entera sino media anécdota. Porque yo estuve en dos colegios irlandeses, uno en Capilla del Señor, que era un colegio de monjas irlandesas en el año 37 y después en el 38, 39 y 40 estuve en este otro, el Instituto Fahy de Moreno, que era un colegio de curas irlandeses. En este sentido hay una realidad mixta, ¿no es cierto?, porque hay un mundo de irlandeses pero al mismo tiempo es la Argentina, y es indudablemente en la Argentina, es decir, hay una burla acerca de uno de los personajes, no sé si en este cuento o en cuál de los cuentos, que dice que uno de los personajes pretendía ser descendiente de reyes y no de humildes chacareros de Suipacha. Cada tanto eso está, está porque estaba, el mundo se vivía así, doblemente…

—Dicotómicamente.

—Exacto, hay una evidente dicotomía. Por otro lado hay una cierta evolución de la serie, en este cuento aparece… una nota política, la primera más expresamente política, porque había una connotación política en todos los otros pero mucho más simbólica e inconsciente. Quiero decir, hay una evolución en los cuentos; aquí, en este cuento se empieza a hablar del pueblo y de sus expectativas de salvación representadas por un héroe, es un héroe externo, es decir, no deposita sus expectativas en sí mismo, sino en algo que es externo, por admirable que pueda ser…

Creo que la clave de la iluminación, de la comprensión sobre la relación política en este caso entre el pueblo, por un lado, y sus héroes, por el otro, está en el final, cuando dice “…mientras Malcolm se doblaba tras una mueca de sorpresa y de dolor, el pueblo aprendió…”, y después, más adelante, cuando dice “…el pueblo aprendió que estaba solo…”, y más adelante “…el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza…”

Creo que ese es el pronunciamiento más político de toda la serie de los cuentos y muy aplicable a situaciones muy concretas nuestras: concretamente al peronismo e inclusive a las expectativas revolucionarias que aquí se despertaban o se despertaron con respecto a los héroes revolucionarios, inclusive con respecto al Che Guevara, que murió en esos días, te das cuenta, la agente que te decía: “si el Che Guevara estuviera aquí entonces yo me meto y todos nos metemos y hacemos la revolución…”.

Concepto totalmente místico, es decir, el mito, la persona, el héroe haciendo la revolución en vez de ser el conjunto del pueblo cuya mejor expresión es sin duda el héroe, en este caso el Che Guevara, pero que ningún tipo aislado por grande que sea puede absolutamente hacer nada, es decir, cuando se delega en él lo que es una cosa de todos no se da el proceso, no se puede dar.

Creo que ésa es la lección que ellos aprenden ese día; no es un tipo venido de afuera porque no hay ninguna connotación peyorativa para el tipo que viene de afuera, que pelea, se juega y es un héroe. No deja de ser un héroe por el hecho de que el otro lo cague a patadas, pero lo que ellos aprenden es que ellos, en una segunda instancia, si es que ellos se la quieren cobrar con respecto al celador, se tienen que combinar entre ellos y ellos cagarlo a patadas entre todos. Esa es la lección.

—Una especie de metáfora política…

—Que se me hizo consciente después, en este tipo de relato donde yo recupero cosas muy viejas y que tienen una vida propia muy poderosa; yo no necesito legislar por anticipado lo que va a pasar, eso pasa y después vuelvo y lo interrumpo y a lo sumo hago algunos ajustes.

—Volviendo un poco atrás, ¿qué perspectivas le ves vos a la serie de los Irlandeses? ¿La vas a seguir? ¿La ves como una sola historia?

—Sí, yo pienso seguirla. Hay un par de temas más que tengo pensados por allí y seguramente si me pusiera saldrían muchos más en vez de un par. En ese caso asumiría la forma de esas novelas hechas de cuentos que es una forma primitiva de hacer novela, pero bastante linda. Habría un par de historias adicionales ya pensadas, una de las cuales será de adultos, es decir, es un cuento contado por chicos pero que es de adultos. El título es “Mi tío Willie que ganó la guerra”. Es una historia contada por los chicos en una circunstancia especial: están enfermos en la enfermería. Hay una peste de escarlatina y un chico cuenta la historia de un tío que va a pelear a la guerra mundial, entonces la historia ahí se le escapa: comienza a ser una historia de adultos, después vuelve al narrador final, pero la historia se les escapa. Esa sería una de las historias.

Hay otra historia probable con la intervención y participación del diablo, también en la misma enfermería. Probablemente yo calculo a muy grosso modo que la historia puede crecer, pero yo no quiero darle un crecimiento infinito. Es probable que la historia final la integren seis o siete historias que constituyan una novela hecha por cuentos, todos episodios transcurridos en un año, hasta el último día en el colegio.

—¿Vos veías esto desde el principio, viste la posibilidad de esta serie cuando empezaste a escribir el primer cuento?

—Es medio difícil. Evidentemente la intención de escribir sobre esto yo la tenía hace mucho, es decir, yo tengo borradores o apuntes sobre la vida del colegio que datan de hace muchos años, quince años tal vez, pero como eran muy malos, nunca los retomé. De golpe, en el 64 escribí el primer cuento, yo no sé si en ese momento tuve la intención de escribir más que ese primer cuento, pero ya cuando escribí el segundo la idea de la serie apareció sola.

—También se conecta con cierta tradición de la literatura en lengua inglesa, digo, porque es un poco cierto mundo del primer Joyce, un poco el tono de Faulkner. Sobre todo en la textura de los cuentos, esa escritura que podríamos llamar “bíblica” de algún modo. En este sentido los veo con una personalidad propia en relación con el estilo del resto de tu obra, que tiende a ser más ascético.

—Exacto, puede ser. Yo ahí en ese caso más que con Joyce, si bien evidentemente en el Retrato [del artista adolescente] y en algunos cuentos e inclusive en el Ulises, ya ni me acuerdo, haya algunas historias que transcurren en un colegio de curas, fijate que si yo tuviera que buscar alguna influencia en la forma, es decir en el tipo de estilo que vos llamaste bíblico, es decir en el tipo de desarrollo de la frase, lo buscaría tal vez más en [Lord] Dunsany, que temáticamente no tiene nada que ver. Y yo a Dunsany lo he leído en traducción, salvo algún cuento; no sé si te acuerdas aquellos Cuentos de un soñador, esa forma creciente, envolvente; eso me impresionó mucho, mucho, cuando lo leí hace muchos años.

Ahora, es cierto que son diferentes de los otros. Evidentemente si queremos calificar el modo de escritura o la tentativa que hay en el modo de escritura hacia un uso ampliado de la palabra, es decir, una amplificación de los recursos hacia un lenguaje; si quisiéramos calificarlo de algún modo épico que es lícito usar en el sentido de que las anécdotas y el medio son muy pequeños y entonces vos puedes usar un lenguaje grandioso y grandilocuente para historias de chicos que no me lo permitiría quizá si tuviera que escribir una historia épica, entonces tal vez usaría un lenguaje muy reducido.

Contra una concepción burguesa de la literatura

—Otra cosa que me interesa ver es la relación entre cuento y novela, digamos, en términos generales, esta especie de novela fragmentaria que vos propones. Es una novela que se va leyendo en textos discontinuos, es el lector quien reconstruye distintos momentos que van formando una sola historia y, a la vez, cierta particularidad en la estructura narrativa que siempre se ordena alrededor de una acción breve; incluso relatos largos, como cartas, están armados sobre pequeñas situaciones. Yo no sé si vos has pensado sobre esto.

—Sí, yo he pensado cosas muy contradictorias según mis estados de ánimo o, en fin, pasando por distintas etapas. El mayor desafío que se le presenta hoy por hoy y que se le presenta sistemáticamente a un escritor de ficción es la novela.

No sé bien de dónde procede eso, por qué esa exigencia y hasta qué punto la novela es la forma más justificable, porque hasta cierto punto tiene una categoría artística superior, aunque hay excepciones; a (Jorge Luis) Borges, por ejemplo, nadie le pide una novela.

Por otro lado esto nos lleva a un problema mucho más general sobre el cual habría que indagar, es decir, no he terminado de convencerme ni de desconvencerme. Habría que ver hasta qué punto el cuento, la ficción y la novela no son de por sí el arte literario correspondiente a una determinada clase social en un determinado período de desarrollo, y en ese sentido y solamente en ese sentido es probable que el arte de ficción esté alcanzando su esplendoroso final, esplendoroso como todos los finales, en el sentido probable de que un nuevo tipo de sociedad y nuevas formas de producción exijan un nuevo tipo de arte más documental, mucho más atenido a lo que es mostrable. Eso me preguntaron, me hicieron la pregunta cuando apareció el libro de Rosendo. Un periodista me preguntó por qué no había hecho una novela con eso, que era un tema formidable para una novela. Lo que evidentemente escondía la noción de que una novela con ese tema es mejor o es una categoría superior a la de una denuncia con ese tema. Yo creo que esa concepción es una concepción típicamente burguesa, de la burguesía y ¿por qué? Porque evidentemente la denuncia traducida al arte de la novela se vuelve inofensiva, no molesta para nada, es decir, se sacraliza como arte.

Ahora, en el caso mío personal, es evidente que yo me he formado o me he criado dentro de esa concepción burguesa de las categorías artísticas y me resulta difícil convencerme de que la novela no es en el fondo una forma artística superior; de ahí que viva ambicionando tener el tiempo para escribir una novela a la que indudablemente parto del presupuesto de que hay que dedicarle más tiempo, más atención y más cuidado que a la denuncia periodística que vos escribes al correr de la máquina.

Creo que es poderosa, lógicamente muy poderosa, pero al mismo tiempo creo que gente más joven que se forma en sociedades distintas, en sociedades no capitalistas o en sociedades que están en proceso de revolución, gente más joven va a aceptar con más facilidad la idea de que el testimonio y la denuncia son categorías artísticas por lo menos equivalentes y merecedoras de los mismos trabajos y esfuerzos que se le dedican a la ficción.

En un futuro, tal vez, inclusive se inviertan los términos: que lo que realmente se aprecie en cuanto a arte sea la elaboración del testimonio o del documento, que, como todo el mundo sabe, admite cualquier grado de perfección. Evidentemente en el montaje, la compaginación, la selección, en el trabajo de investigación se abren inmensas posibilidades artísticas. Digo esto porque pienso en trabajos como el de [Miguel] Barnet, por ejemplo, no tanto en el segundo como en el primero, Biografía de un cimarrón… E inclusive aquí mismo, cuánta gente hay de cuyas vidas uno contaría la historia con mucho gusto realmente y sin limitaciones en cuanto a lo que puedes conseguir.

No se trata de firmar el certificado de defunción de la novela o de la ficción, pero es muy probable que se pueda caracterizar a la ficción en general como el arte literario característico de la burguesía de los siglos XIX y XX principalmente, y por lo tanto no como una forma eterna e indeleble, sino como una forma que puede ser transitoria.

En este sentido es necesario volver siempre y tomar como marco de referencia las cosas que a uno le hicieron creer. No hablo de las cosas que a uno le hicieron creer cuando iba a la escuela, sino de las cosas que a uno le hicieron creer después, cuando ya grande empezaba a escribir, a relacionarse con la literatura.

Cosas que a uno lo condicionaron, lo frustraron, lo inhibieron…, y son frustraciones e inhibiciones que llegan hasta el día de hoy por más que uno trate de sacudírselas hasta cierto punto ¡Cuando pienso en las imbecilidades que realmente uno oyó repetir durante décadas y que incluso tímidamente repitió o no refutó acerca de la relación entre el arte y la política! Pensar que aquí hasta hace poco tiempo hubo quien sostenía que el arte y la política no tenían nada que ver, que no podía existir un arte en función de la política, algo que formaba una vez más parte de ese juego inconsciente en la medida en que las estructuras sociales funcionan también como inconscientes; es parte de ese juego destinado a quitarle toda peligrosidad al arte, toda acción sobre la vida, toda influencia real y directa sobre la vida del momento…

Yo hoy pienso que no sólo es posible un arte que esté relacionado directamente con la política, sino que, como retrospectivamente me molesta mucho esa muletilla que hemos usado durante años, yo quisiera invertir la cosa y decir que no concibo hoy el arte si no está relacionado directamente con la política, con la situación del momento que se vive en un país dado; si no está eso, para mí le falta algo para poder ser arte.

No es una cosa caprichosa, no es una cosa que yo simplemente la siento, sino que corresponde al desarrollo general de la conciencia en este momento, que incluye por cierto la conciencia de algunos escritores e intelectuales y que realmente se va a ver muy clara a medida que avancen los procesos sociales y políticos, porque es imposible hoy en la Argentina hacer literatura desvinculada de la política o hacer arte desvinculado de la política. Es decir, si está desvinculado de la política, por esa sola definición ya no va a ser arte ni va a ser política.

Por eso, lo que yo dije antes no debe tomarse como un descarte aislado de las formas literarias tradicionales de la novela, del cuento, para reemplazarlos siempre y definitivamente por el testimonio, pero sí pienso que va a haber que usar esas formas de otra manera. Pienso que ya no se van a poder usar inocentemente con una serie de convenciones que prácticamente ponen a toda la historia en el Limbo. Me siento incapaz de imaginar, no digo de hacer, una novela o un cuento que no sea una denuncia y que por lo tanto no sea una presentación sino una representación, un segundo término de la historia original, sino que tome abiertamente partido dentro de la realidad y pueda influir en ella y cambiarla usando las formas tradicionales, pero usándolas de otra manera. Por otra parte, es evidente que el solo deseo de hacer propaganda y agitación política no significa que vayas a elegir la literatura para desacreditarla, es decir, porque hay otras maneras: si por ejemplo el cuero o el tiempo no te dan, puedes hacer política de otra manera, no necesitas ponerte a escribir una mala novela que le dé la razón a la derecha, que diga: “Ven, esos tipos no saben escribir novelas”.

Escritura y lucha política

—¿Cómo te instalarías desde esa perspectiva si tuvieras que leer la literatura que sale en este momento en la Argentina?

—Yo estoy muy atrasado, porque debo confesar que leo muy poco; es decir, leo bastante más política que literatura. Creo que el grueso de la literatura argentina, tanto de derecha como de izquierda, incluyendo -supongo- la mía, salvo en los dos libros de testimonios, está todavía de este lado de la franja divisoria que yo tracé hace un rato, es decir, ha sido literatura hecha por burgueses, aún por burgueses opositores, para consumo de la clase burguesa y para afirmar todo el sistema. Creo que del grueso de la literatura nuestra se puede decir esto, independientemente de sus valores como arte literario; es inútil que esto parezca una acusación contra los demás escritores, porque debiera empezar por mí, pero ¿qué es lo que refleja nuestra literatura? Refleja los conflictos de la pequeña clase media, y ni siquiera los conflictos reales de raíz económica, su lucha por el poder, los generalmente llamados conflictos espirituales, íntimos, eróticos, amorosos, alguna parcela de eso.

Nosotros no tenemos en nuestra literatura una lucha obrera claramente representada, digamos; no hay ningún cuento, aunque debe de haber alguno, que hable sobre una huelga o una revolución o sobre la Resistencia o sobre lo que está pasando ahora; no tenemos nada. Si nuestra literatura fuera sometida a un marciano, un visitante de afuera, para que a partir de ella desentrañara la realidad argentina, ese visitante se formaría una idea totalmente exótica; quiero decir que más verdad se encuentra en los diarios, porque por lo menos está la foto. Pienso que eso va a cambiar, debe haber ya signos de cambio, pero por ahora…

—De todos modos pienso que esos cambios habría que ligarlos no sólo a la voluntad personal de los escritores, sino también al momento de la lucha de clases en la Argentina. Quiero decirte: no es casual que nos planteemos esa problemática, esta discusión en este momento, a un año del Cordobazo. La movilización de las masas les replantea constantemente a los intelectuales el problema de sus posibilidades y de sus maneras de actuar, participar en la lucha del pueblo.

—Es cierto. Ahora, en ese sentido, los escritores de ficción, dentro del campo de los escritores y de los intelectuales, hemos ocupado una posición de retaguardia porque esto que yo digo en relación con los escritores de ficción no es enteramente cierto en relación con los ensayistas, por ejemplo. No es enteramente cierto porque tipos como Scalabrini Ortiz en 1940 ya eran escritores, no hay ninguna duda, aunque él había empezado escribiendo un cuento. Esos tipos sí fueron una vanguardia. Lo que yo te digo de los escritores era cierto de los estudiantes hace cuatro o cinco años, y la capacidad de ellos de reaccionar con hechos frente al proceso y la de maniobra que tiene un estudiante es mucho mayor que la que tiene un escritor, porque el estudiante reacciona cuando cambia una idea; pero vos cuando cambia la idea tienes que escribir un libro, que es más difícil que tirar una piedra, y entonces el movimiento es más difícil y parece más serio.

No creo que haya un atraso, sino que, en efecto, el proceso es más duro para los escritores que nos hemos criado en la idea de la novela burguesa; esa novela que uno quiso escribir desde los quince años no sirve para un carajo y en realidad lo que hay que escribir es otra cosa.

—Digamos que de algún modo entonces lo que hay que enfrentar al mismo tiempo es una idea de la literatura.

—O por lo menos desacralizarla un poquito, porque evidentemente Occidente ha hecho del escritor una imagen tan monstruosa como la de la actriz: es la prostituta del barrio. Son sagrados los tipos. Ahora, para desacralizar a los tipos tienes que cuestionar todo, para la utilidad de lo que están haciendo y sobre todo para poder desafiarlos con su propia ambigüedad, salvo Borges, que preservó su literatura confesándose de derecha, que es una actitud lícita para preservar su literatura y él no tiene ningún problema de conciencia.

Vos viste que desde la derecha no hay ningún problema para seguir haciendo literatura. Ningún escritor de derecha se plantea si en vez de hacer literatura no es mejor entrar en la Legión Cívica. Solamente se plantea el problema de este lado; entonces vos tienes que hablar, tienes que decir eso con los escritores de izquierda.

Hay un dilema. De todos modos no es tarea para un solo tipo, es una tarea para muchos tipos, para una generación o para media generación volver a convertir la novela en un vehículo subversivo, si es que alguna vez lo fue. Desde los comienzos de la burguesía, la literatura de ficción desempeñó un importante papel subversivo que hoy no lo está desempeñando, pero tienen que existir muchas maneras de que vuelva a desempeñarlo y encontrarlas. Entonces, en ese caso, habrá una justificación para el novelista en la medida en que se demuestre que sus libros mueven, subvierten.

Por otro lado, mientras uno está fuera de todo contacto con la acción política, ya sea directa o por el medio que te rodea, uno está alienado en el concepto burgués de la literatura. Eres un inocente en realidad, vos estás en realidad compitiendo con estos tipitos a ver quién hace mejor el dibujito cuando en realidad te importa un carajo, porque vas a estar compitiendo con estos tipos… hasta que te das cuenta de que tienes un arma: la máquina de escribir. Según cómo la manejas es un abanico o es una pistola y puedes utilizar la máquina de escribir para producir resultados tangibles, y no me refiero a los resultados espectaculares, como es el caso de Rosendo, porque es una cosa muy rara que nadie se la puede proponer como meta, ni yo me lo propuse, pero con cada máquina de escribir y un papel puedes mover a la gente en grado incalculable. No tengo la menor duda.

Contra la burocracia existencial, nada que esperar // Juan Sodo

¿Qué tienen en común una reunión de cátedra, la jornada institucional de un colegio, un congreso académico, el plenario de una agrupación o la juntada de un grupo de amigues a quienes no los une la reflexión sobre un hacer compartido sino el pasado? El reforzamiento asfixiante de los lugares en los que cada uno ya estaba. Una inercia aplastante hacia la repetición. Ahí no se va a pensar nada. Las posiciones quedan fijas de antemano. Las decisiones están tomadas. Sin importar mucho las prácticas (puede ser dar clases, coordinar talleres, escribir o investigar), las instituciones y sus agentes parecieran tender cada vez un poco más hacia su propia reproducción. Y así nos vamos burocratizando. El objetivo de la reunión es que se haga la reunión. 

Por momentos tengo la sensación de vivir clandestino. Cuando me postulo en el mercado del amor, las potenciales compañeras no deben darse cuenta (tan rápido) que mi economía no tiene ninguna posibilidad de crecimiento ni proyección. En la universidad, ni los estudiantes ni los otros profesores deben notar que en verdad no sé demasiado sobre las materias, autores o áreas del conocimiento de las que hablo. Lo que sé, en todo caso, es componer una situación de aprendizaje con los materiales que hay (textos, tiempos, personas), producto, no de mis años “de investigación” (los de cuando era becario doctoral especializado en temas) sino más bien de los “de auto-investigación”: el período que se abrió cuando me mudé a Buenos Aires y, al decidir no seguir carrera, quedé boyando en un espectro de rebusques precarios, que terminó arrojando un mapa de la ciudad, de los trabajos, de los campos culturales (intelectual, periodístico, literario), del estado, y de todo eso en mí. Es decir, un saber cartográfico experiencial que a priori ahí no cabría tanto y que genera la autopercepción del andar disociado.  

En el marco de esa especie de closet mental-laboral, este verano leí Nada que esperar. Historia de una amistad política, libro de Sebastián Scolnik publicado en tridente editorial por Cordero editor, Lobo Suelto y Tinta Limón. El libro, de graciosísimas cuatrocientas páginas, es una autobiografía colectiva de los noventa y la primera década de los dos mil, escrito, entre otras cosas, contra: los lenguajes de la política orgánica, sus criterios de eficacia y sus lógicas transitivas de acumulación; la caricaturización de la autonomía; la mediatización del pensamiento y la conversación que suponen las asambleas partidarias, las formas del reportaje periodístico y las ciencias sociales. Son especialmente bellos los pasajes en los que el Colectivo que integra el autor se encuentra a elaborar prácticas con otros (como HIJOS, el Frente Amplio de Uruguay, la comunidad educativa Creciendo Juntos o el MTD Solano), en un contexto de total desfondamiento, y leemos sobre cómo se fue amasando eso que entendemos por investigación militante: 

“No era una discusión en la que cada quien quisiera imponerle su perspectiva al otro, ni en que las opiniones previas guiaran la conversación, sino un encuentro en el que todos dejamos de ser lo que éramos, al menos por un rato, para permitirnos ser atravesados por un torrente de problemas y puntos de incertidumbre”. “Nunca en toda nuestra vida política la atención estuvo en un estado de inocencia tan radical. Como si fuéramos niños aprendiendo una lengua (…) Pura materialidad del signo, ejercicio máximo del entendimiento, capacidad de ligar los hechos con las palabras sin ninguna estructura previa de sentido”. “Pensar era producir afectos y conceptos, enunciados y proyectos. Porque sólo se puede conocer amando (…) No había objeto ni exterioridad del conocimiento, sólo intentos de conquistar una virtud en la que el mundo se nos revelara como invitación y posibilidad concreta de vivir de otro modo”.

¿Cómo volver a la vida civil después de toda esa manija?, plantea el final de Nada que esperar, no sin cierta amargura metódica. Tal vez hoy la pregunta circule en dirección contraria. ¿Cómo rechazar la vida personal? ¿Cómo pasar de la amistad social a una ética de la interlocución? ¿Cómo comunicarnos con los demás a partir de lo material concreto que hacemos y no en base a aquello a lo que en abstracto adherimos o repudiamos? ¿Cómo sacarle el cuerpo a las cartas ajenas? Y como siempre, el gran problema: qué instituciones (re)inventar, a la altura de los saberes informales, de autoconocimiento, vitales que todes tenemos, capaces de promoverlos y ponerlos en valor, así, porque sí, sin tanto acuerdismo con nosotros mismos, sin tanta negociación.  

Contra el régimen de opinión // Gonzalo Pérez Turdera

En pocos días sale de imprenta “Él está vivo y nosotras estamos muertos”, tercer libro de Cordero, tercer libro de Valeriano. Tal como figura en la contratapa, Valeriano nació desde la escritura y desde ahí se hizo mundo. Escribir, para él, es “mentir frente a la mentira”. Nos gusta esa frase y, sobre todo, el modo en que se encarna en sus novelas.

¿Qué significa para nosotros esta necesidad de mentir frente a la mentira? Algo molesta y ese malestar nos arma un terreno común con Valeriano. Vivimos pendientes de la opinión, de la propia y de la ajena, ansiosos por cosas que no nos interesan ni nos cambian, pero de las que necesitamos hablar. El régimen de la opinión, su imperativo cada vez más fuerte, se nos impone por todos los medios. Es una de las tantas formas de delegar la afectividad. Cuando esto pasa solo existen dos imágenes: la esperanza y la frustración. Solo queda la pasividad del espectador, la impotencia del vacío, la queja, la adhesión al delirio, la crueldad. ¿Somos capaces de elaborar ficciones que nos permitan pensar y armar mundos por fuera de todo esto? Ahí aparece Valeriano.

Contra el régimen de la opinión, Valeriano encuentra una imagen: fabular. No sabemos bien qué somos, pero lo rechazamos. Fabular es una forma de escapar de las formas abstractas y mortíferas de nuestra vida actual. Es salir de ahí para no convertirse en un espectro, en alguien que delega el estado de ánimo y las ganas a las formas en que el mundo nos ofrece. Aunque no sirva, aunque no sepamos a dónde nos lleva, siempre se puede fabular. Mejor eso que estar pendientes de la última noticia. Si se deserta, es porque el cuerpo no puede hacer otra cosa. Porque no da más, no aguanta. Necesitamos salir de ahí.

¿No ficción, nueva narrativa, realismo? “Él está vivo y nosotras estamos muertos” nos mete en la lucha de una madre no ya por justicia sino por otra cosa. Un recorrido que habla de lo justo, de la policía, de los transas, de cómo una madre enfrenta todo eso, de la sinrazón y la locura. Habla de lo que sabemos, pero lo dice de otra manera. Lo verdadero, lo imposible, lo que va a seguir pasando. Ni opinión, ni ensayo, ni ficción, Valeriano nos sumerge en una fábula, abre un mundo lleno de vida que funciona como un espejo de nuestra propia muerte. 

 

* Gonzalo Pérez Turdera dirige las publicaciones de Cordero Editor.

Walsh // Diego Sztulwark

Los tantas y tan buenas obras sobre Rodolfo Walsh siguen siendo indispensables. El valor y la actualidad de su combate literario, periodístico y político puede medirse de muchas maneras, una ellas -y de las más vigentes- es el de la enemistad. Esa palabra viene a cuento, dado el esfuerzo quizás inútil, pero incesante con que se pretende estropear los efectos de su obra. David Viñas escribió que el autor crítico se enfrenta siempre a una sanción. Walsh es el escritor argentino que mas intensamente asumió esta lección fundante de nuestra historia. No hubiéramos creído necesario escribir estas líneas hoy, al se cumplirse 45 años de su desaparición, si no fuera porque nos topamos -sin buscarlo- con una nota dedicada al autor de Operación masacre, escrita por Ceferino Reato en la edición virtual del diario La nación de hoy.

Allí se lee: “Un hombre ya bastante calvo y encorvado de cincuenta años, que debía usar gruesas lentes por su miopía, con un aire ausente de profesor de inglés jubilado, era la obsesión del Grupo de Tareas creado por el almirante Emilio Eduardo Massera para luchar contra los montoneros en la Capital y la zona norte del Gran Buenos Aires”.

La derecha cronica el último combate de Walsh. Facundo Pastor, Ceferino Reato. ¿De qué se trata?

Escribe Reato: “Se había convertido en la persona clave del aparato de Inteligencia de Montoneros, en contacto directo con la jefatura del llamado Ejército Montonero y la cúpula nacional de ese grupo guerrillero”. La frase tiene su relevancia, dado que la expresión “persona clave” corrige aquella otra -Jefe de inteligencia de Montoneros- tan repetida entre vociferantes sujetos de su misma condición. En Vida de Perro, Horacio Verbitsky me lo decía con una frase insuperable: “si hubiéramos estado en la jefatura, las cosas hubieran sido muy de otra forma”.

La narración de Reato -autor de una larga entrevista a Jorge Rafael Videla, Disposición final (Sudamericana, Bs-As 2011)- se concentra en el tiroteo final:” “Cuando uno de los rotativos, de los marinos que no pertenecía Grupo de Tareas 3.3.2, le gritó “¡Alto, Policía!”, Esteban (Walsh) sacó de su portafolio la pistola Walther, modelo PPK, calibre 22, que su mujer le había regalado para su cumpleaños dos años atrás. La variante más corta de la serie de pistolas semiautomáticas alemanas PP, popularizada por el agente James Bond en sus diecisiete primeras misiones; el arma que uso Adolf Hitler para suicidarse”.

¿Suicidarse?

Sigue Reato: “No era que pretendía enfrentar con esa pistola al grupo de tareas, que había sido reforzado con más de treinta personas para capturarlo; solo quería provocar un tiroteo mortal para evitar que lo llevaran con vida a la ESMA, ese infierno al que había descripto tan precisamente en un despacho de su Agencia Clandestina de Noticias (ANCLA), seis meses antes”. Quizás Reato tenga fuentes provenientes de la marina, no lo se. Pero aseguro que para quien quiera aproximarse a la tensión de ese enfrentamiento, la escena en la que Walsh decide no entregarse (aunque algunos confundan combate con suicidio, quizás porque no captan la dimensión colectiva del acto en cuestión) está infinitamente mejor narrada en el epílogo de El negro corazón del crimen (Alfaguara 2017), valiosísima novela de Marcelo Figuras sobre Walsh. Porque revela hasta qué punto la ficción política, cuando investiga las es estructuras de sentido de la acción resulta tan superior en captación del dramatismo de una situación que el tipo de periodismo sacerdotal que busca organizar culpas y pecados a partir de información proveniente quizás de las cloacas de los vencedores (quienes que no han han aportado datos corroborables sobre el final de Walsh, ni de sus papeles por ellos secuestrados).

Así es el relato de Reato: “Hoy bajamos a Walsh. Se parapetó atrás de un árbol, y se defendía con un 22. Lo cagamos a tiros y no se caía el hijo de puta”, le contó el subcomisario Ernesto Weber, 220, a Ricardo Coquet, otro de los guerrilleros secuestrados en la ESMA. Su cuerpo fue llevado allí y permanece desaparecido; por lo que se sabe, unas horas después, fue quemado en el fondo del establecimiento”.

Esto, dice Reato, es “lo que se sabe”.

Todo esto para concluir: “Estos fueron los hechos. Luego, vendría el relato oficial”. Se equivoca Reato. Llama relato oficial a lo que no lo es. Lo que sí hay es una extraordinaria producción literaria y filmográfica de militantes, compiladores y escritores que afortunadamente goza de extraordinaria salud. Como lo muestra el documental de Fermín Rivera, RJW, estrenado ayer nomás en el cine Gaumont. Ejemplo de esa enorme producción histórica, es la notable biografía Rodolfo Walsh, la palabra y la ficción (Página 12 y grupo Norma, Bs-As, 2011) de Eduardo Jozami o Rodolfo Walsh en Cuba (Cienfuegos, 2013), de Enrique Arrosagaray (clave para entender la historia política en la que cobra sentido la relación entre técnicas de inteligencia y formación ideológica y política en Walsh).

Según Reato el llamado “relato oficial” ocultaría un hecho de sangre que habría sido planificado por Walsh como parte de la inteligencia de Montoneros: “Walsh había diseñado nueve meses antes el ataque con una bomba vietnamita contra el comedor de la Policía Federal, en el centro de la ciudad de Buenos Aires, en el que murieron veintitrés personas y hubo ciento diez heridos”. El propósito de estas líneas es nítido: Walsh, aclara Reato, fue asesinado por la marina argentina, no por ser el autor de la Carta a las Juntas -que distribuía en el momento en que fue capturado-, sino en “represalia” por este atentado: “Como si hubiera sido un defensor de la democracia, la libertad y los derechos humanos”. Lo “oficial” del relato consistiría en la tendencia de quienes producen aun hoy obras sobre Walsh a “disimular con un tono épico sus años de combatiente montonero, en los cuales estuvo convencido de que por la revolución socialista o comunista valía la pena morir y también matar”.

En nombre de aquello que aun nos falta saber, Reato no se dirige al estado para que investigue ni a los protagonistas del terrorismo de estado. Su investigación histórica es una tentativa sacerdotal de confesión (y una ilusión de beatifica conciliación). Ignoro si Reato habrá leído y qué pensará de la notable pieza escrita por Horacio Verbitsky el año pasado, desarmando meticulosa y documentadamente ese tipo de pretensiones. En el prólogo definitivo a su libro Ezeiza (Editorial las Cuarenta, Bs-As, 2021), Verbitsky muestra hasta que punto los escritos de Walsh a la conducción de Montoneros constituyen no sólo una muestra de lucidez política y militante, sino también -y este motivo de reflexión es el que en definitiva importa- un modelo de la crítica que a diferencia de la autocrítica-confesional como peaje a la ciudadela conservadora. La (auto)crítica en Walsh se basa en un criterio tan sencillo como profundo: señalar razonadamente aquellos hechos inaceptables en tiempo real, cuando aún puede incidirse en el curso de su desarrollo. ¿Encontramos algo parecido entre los simpatizantes del terrorismo de estado? La autocrítica walshiana se distingue así del arrepentimiento -afecto que según Spinoza supone duplicar el error, pues supone equivocarse dos veces- y permite comprender lo que importa comprender: el núcleo de verdad que subsiste en la acción de quien sabe leer la mutua presencia de la política en la guerra y de la guerra en la política, y en la escritura de quien descree en las fronteras acomodaticias entre literatura y vida. Los reatos de la vida nos explican que tales fronteras deben respetarse y para ello nos recuerdan el final de Walsh. Walsh, el atravesador de fronteras es uno de los nombres privilegiados para seguir en contacto con esa “sociedad comunista”, como esperanza última de cada lucha democrática tomada en serio.

Buenos Aires, 25 de marzo 2022

El golpe es presente, el terror es actual // Agustín J. Valle

1- El golpe y el terror son parte del presente; el 24 de marzo de 1976 nombra una clave de la constitución de lo que ahora nos agobia, el realismo del capital, la percepción del estado de cosas -el estado de la desigualdad- como dato natural inamovible, el poder de las elites (locales y articuladas con centros de poder capitalista foráneos) como fijeza en torno a la cual se circunscriben los posibles políticos. Si la única verdad es la realidad de la concentración de la riqueza y el poder, la política resulta una administración de los posibles realistas (por no decir Realistas). No se puede ni soñar… (Dicho sea de paso, quizá el apego de cada quien a la Actualidad conectiva -apego insomne, ansioso, cefaleico- sea la expresión molecular del apego molecular al posibilismo.)

¿De qué maneras se gestan los posibles, de qué modos pasamos a concebir -a flashear- posibles? Seguramente sean múltiples (y frágiles por naturaleza y en este momento minoritarias…); seguramente re-unirnos en multitudes (grandes o pequeñas) con sentidos que exceden a la funcionalidad del orden dado en las vidas, sea un modo, de sentir y apreciar una potencia irrepresentada en la Realidad, de recordar (volver a pasar por el cuore) la capacidad de soñar y agitar, de ejercer ahí memoria, no solo del terror, no solo para gritar Nunca Más, sino memoria de la potencia extra-ordinaria contra la que el orden (que no es entelequia, tiene sus agentes y beneficiados más allá de los milicos asesindos: los dueños de la tierra, la banca…) aplicó su sadismo estratégico, la potencia de sentir que el mundo es nuestro, de humanxs en igualdad.

2- No son 30mil”, dice una pared acá en Paternal. Contradice, en realidad, porque está escrita manchando una pintada previa. La derecha se define por ser reactiva (pañuelo celeste contra el verde…). Orden-sobre los cuerpos que, por naturaleza, son previos a todo orden. Incluso, sí, al orden que los produce: de ahí el temor eterno del orden hacia sus cuerpos hijos. Aunque gane, la reacción corre siempre de atrás a la vida. De ahí su saña: la crueldad y la tortura son y fueron de ellos. Quienes peleaban por la revolución mataban, y esa decisión es cuestionable, discutible y quizá condenable, pero no torturaban, ni violaban, porque mataban sujetos que eran obstáculo de un deseo de vida inclusivo e igualitarista. El sadismo es el goce triste del poder: goza por su dominio, odiando porque sabe, de fondo, que algo siempre se le escapa, que ese cuerpo -la vida que lo atraviesa- no termina nunca de ser suyo; el sadismo busca alcanzar lo que se le escapa. Por eso el orden domina y mata pero nunca deja de temer y odiar.

No son treinta mil, dicen y hacen síntoma: obvio que no sabemos cuántos desaparecieron, justamente porque los desaparecieron. Treinta mil es una cifra sensible, en medio del imperio del número. Un número cuya verdad no es mercantil, ni burocrática ni informática. Mensurado por el dolor, es un número cuyo grito compartido hace, de la tristeza, rabia, y hasta alegría de ser tantos gritando: treinta mil compañeros desaparecidos, presentes. Alegría de ser multitud presente. Treinta mil, treinta mil, treinta mil, presentes. En el imposible de la cuantificación burocrática, hay un espacio afectivo abierto.

Del imposible hicieron las Madres su consigna, Aparición con vida. No busca producir lo que dice, la consigna. No: produce el espacio subjetivo de su enunciación. Abre una experiencia y una fuerza política rompiendo, primero que nada, el imperio del posibilismo.

No se sabe con exactitud cuántos desaparecieron, precisamente por lo siniestro del mecanismo genocida; pero esas Madres, con un imposible de consigna, presentifican el deseo vital de sus hijas e hijos, deseo vital que el orden torturó, violó y desapareció hasta donde pudo. Son las Madres de todos y todas los que nos sentimos interpelados por el deseo de fraternidad que el Gran Padre quiso desaparecer. La saña del orden era contra algo que portaban esos cuerpos; cuantificar esa fuerza es imposible; las Madres, con una lucidez política impresionante, evitaron organizar su dolor como propiedad privada. Así pues nos encontramos: el orden quiso desaparecer algo que no puede circunscribirse a un número exacto de cuerpos individuales, las Madres hicieron del dolor un espacio abierto a la pulsión fraterna, donde entra cualquiera, sin más requisito que la implicación afectiva. Están las Abuelas, están las Madres, están los Hijos, y hermanas y hermanos somos todxs.

Hermanas y hermanos somos todes, todes les que estemos, les presentes; al menos un rato, al menos hoy: que sea nuestra potencia fraterna la que mida el mundo. Son treinta mil -presentes- porque somos nosotrxs -presentes-.

 

Foto: ARGRA

Notas volubles en tiempos demasiado solemnes // Luchino Sívori

1.PIGLIA Y POLANYI

¿No hay una ventana abierta a la derecha de la estantería? ¡Qué delicioso parar de leer y mirar fuera!

Virginia Woolf.

 

En una entrevista hecha en los años 90, Piglia afirmaba que existía desde los 60 una suerte de contraposición algo demasiado animada entre los críticos literarios, rivalidad que al final del camino terminaba aseverando que la “literatura había muerto” desde el surgimiento del postmodernismo y su metaficción. El antagonismo (que algunos creen todavía sigue en activo) era el famoso “literatura o vida”, que en lenguaje vulgar hoy traduciríamos como ficción versus realidad.

Días después de haber leído esa entrevista, arribé a un concepto que poco o nada tenía de relación con la hipótesis de Piglia. Se trataba del término en inglés embeddedness, que en español podríamos traducir como “injerto”. Me llamó la atención no el significado per se del término, sino la particular lectura que había hecho de esa palabra el economista e historiador austro-húngaro Karl Polanyi, desde ya muchos años antes que la entrevista del escritor de Los diarios de Emilio Renzi. Haciendo un uso algo rudimentario del glosario de la obra del centro-europeo, llegué a una definición del concepto sajón que podríamos resumir más o menos así: 

Embeddedness se refiere al grado y alcance por el cual la actividad económica de un lugar concreto depende de factores e instituciones no económicas (Karl Polanyi)”. 

 

De nuevo, a simple vista nada podía indicar que una cosa tuviera que ver con la otra. Sin embargo, en un alto de mi introspección algo llamó mi atención. ¿Podían estar, en una suerte de conexión más allá de las apariencias, implícitamente conectadas una y otra: la hipótesis Piglia y la tesis Polanyi?

Economía y literatura, unidas. Me senté en mi escritorio, y acomodando varios papeles comencé la búsqueda de todo aquello que tuviese que ver con cómo la literatura no era un adentro sino más bien un “desde”, un “contra”, un “hasta” la vida, y en qué medida mi diario personal, mi correspondencia con amigos, la biografía de Nabokov o la curvatura de una firma funcionaban más como un framing, la antesala de lo que luego será considerado ficción o realidad por sus autores.

 

2.VOZ

La variación de la voz con el correr de los años siempre me ha llamado la atención: su degradación, su envejecimiento gradual. En la mayoría de los casos, se vuelven airosas, aletargadas, tensas… y predecibles. ¿Puede tener que ver esto con el paso del tiempo, la previsibilidad? Quizás los años nos den justamente eso en las cuerdas vocales, datos acumulables, experiencias cuantificables, que luego, como un algoritmo de un buscador digital, se adelantan, quitándonos la palabra de la boca (sic). 

El problema con semejante predicción no es el ofrecimiento intempestivo en sí; tampoco las marcas en el camino por el que uno deberá someterse si no quiere desbarrancar, sino el que ese Pasado que vuelve en forma de sonido -voz, tono, acento, quiebre, vocalización-, esa vibración en el aire del tiempo, se adelante demasiado y nos deje detrás.



3.ESCRITURA

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Hay una opción en los procesadores de texto digitales que permite a los autores guardar un archivo sólo para poder “ser visto”, sin posibilidad alguna de poder editarlo o comentarlo. Se me ocurre hacer lo mismo con todos los primeros borradores de la escritura: después de todo, en las primeras versiones, decía Piglia, está todo lo que vendrá. 

También podría ejecutarse la misma limitación pero solamente para el autor del texto; podría ser leído por el resto de los seres humanos, menos para él mismo, que no sabría nunca cómo quedó del todo. Un texto evasivo e inaccesible puede devolverle al escritor la inocencia perdida.

 

4.VERSIONES

Hace tiempo llevo escuchando versiones de canciones más o menos conocidas. Me seduce la idea de hacer lo mismo con los libros, o con la gente. Versiones de «Cien años de soledad», o de mi madre. La versiones de lugares no serían como esos decorados estilo Miami o Emiratos Árabes, plásticas y brillosas, sino verdaderamente Pierre Menards del barrio de Once, o Sevilla. Caminaría y viviría en ellas versionándolas, y versionándome mientras tanto a mí mismo. Todo sería un enorme cover, una relectura in situ, como vivir dos veces la misma infancia o la primera borrachera pero de formas distintas: una hermenéutica aplicada. 

En lugar de tener una simple segunda oportunidad, plana y trillada, o un descarte por elección a través de una comparación pretenciosa y solemne, un frente a frente desde los dos lados del espejo, una lectura (vida) sin fin. 

 

 5.USER EXPERIENCE WRITER

En un curso de escritura digital de un conocido mío de hace muchos años, se estudia un concepto técnico comunicacional llamado “dolor significativo del usuario”. Presuntamente, esta técnica sirve, según sus ideólogos que a primera vista podrían parecer psicoanalistas trasnochados, para mejorar la experiencia que las personas tenemos con las distintas interfaces digitales, como las famosas apps.

Leyendo a Rodrigo Fresán en relación a la semi autobiografía semi ensayo Desde dentro, del escritor inglés Martin Amis, el autor llegó a la conclusión, luego de una segunda lectura, de que “se escribe para dejar de pensar en eso sobre lo que se está escribiendo”. Eso a lo que se refiere Fresán no dista mucho del “dolor significativo del usuario”, la única diferencia es que mientras los profesores del curso de mi amigo lo utilizan para mejorar la user experience de los internautas, el escritor de literatura lo hace para llevar a cabo un trueque letal: vida por escritura.

 

Materialismo e impotencia // Lobo Suelto

Lo social es oscuro. ¿Qué o quién no lo es? Hace no tantos años, lo político era entrevisto, por los habitantes del palacio, como un juego de linternas y faroles. Se confiaba en las redes sociales y los focus group para echar luz sobre un océano, insondable. Así fueron llegando las formas más sofisticadas de la visibilización del mercado, siempre a la delantera, a los despachos oficiales. ¿Qué permitían ver aquellas luminarias con sus técnicas de medida y conteo? No es tan difícil saberlo: un flujo de individuos perpetuamente reconstituidos a partir de conexiones y consumos híper asistidos por aplicaciones. En plena excitación, los observadores olvidaron que las mediciones de las conexiones no reemplazan la  composición inestable de pasiones propia de lo político, que desde el Siglo XVII fascina a la filosofía. Hobbes pensaba que el estado podía dar forma a una pluralidad de humanos, que serían como su materia o sus piezas; Spinoza, en cambio, pensó el estado como pieza de una composición cuya comprensión surgiera del modo mismo en que los humanos entretejen sus afectos. Siglos después, la sociedad reconstituida por funcionamientos de mercado dio una vuelta entera a la filosofía política del siglo XVII, quedando el estado en el papel de defraudatorio. No, como dicen los fascistas de la hora, porque serían «chorros» quienes lo ocupan, sino porque el único valor que el estado puede tener aquí y ahora en este mundo, es la protección de las personas y las comunidades: como mínimo, la preservación de sus ingresos directos, como valor de la existencia y como calidad de lo público. Pero esta exigencia, propia de un mínimo materialismo democrático, no parece posible cuando, en nuestro mundo real, los estados aceptan funcionar -con menores o mayores resistencias- como reproductores, en suelo nacional, de entramados globales que exigen la explotación de la tierra y los cuerpos: deuda y guerra como disposiciones centrales que los abordan y recorren.

Pero, entonces, frente a este problema profundo -que es el desfondamiento de la perspectiva materialista-democrática- se nos pide “moderación”, una resignación a la espera de “mejores momentos”, que viene de boca de quienes durante la última década (por ser breves) han repetido hasta el cansancio que la política -la convencional, la que remata toda militancia en el voto- es un instrumento para transformar la realidad: ¿deberían desdecirse de su vieja creencia ante el panorama actual, que reduce todo tiempo histórico a la inmediatez, de la firma o no firma, de lo negativo o positivo, invirtiendo el instante del decisionismo soberano en el instante de la obediencia divina? Es la impotencia del decisionismo democrático como tal lo que actúa a ambos lados de la fractura, sin que al decir “ambos lados” estemos igualando la posición de lxs moderadxs con la de los pro-audacia, porque no podrían resultar simétrica la actitud de quien busca ligar con una fuerza de rebeldía con otra que, al contrario, no la considera conveniente ni posible.

En el fondo, lo que a los “moderados” les cuesta definir es si promueven una retracción tácita frente a la derecha a esperas de una mejor oportunidad de radicalización futura, o si consideran que esa derecha ha triunfado y, por tanto, llaman “moderación” a una radicalidad disminuida como la única posible. Sea como fuere, la idea de retroceder de a poco para retroceder mejor (dado que la alternativa exterior es siempre aún peor) está movida por un mandato de responsabilidad histórica y supone inspeccionar cada deseo, duda, balbuceo, asfixia o rechazo como inadecuado y políticamente improductivo. Se trata de un tipo de realismo que nos llama a asumir que las cosas, o bien “son como son”, o bien como quiere la derecha. La razón del pesimismo -que conocemos bien y hasta cierto punto es la nuestra- pierde toda su gracia cuando adopta la forma del llamado al orden. Walter Benjamin llamaba a organizar el pesimismo como fuerza de rebelión, no de resignación. Su punto de verdad es, sin duda, la “complejidad”. Pero de nuevo: la complejidad adquiere un sentido ideológico insoportable cuando se la enarbola como fetiche de la impotencia. Tienen razón los “moderados” al decir que la radicalización abstracta es inútil y autocomplaciente. Pero la moderación abstracta es derrota lisa y llana. Porque ahí donde la radicalización gira en el vacío cuando es de la sola voluntad subjetiva, la moderación que no percibe la dimensión inconformista de un materialismo democrático actúa como rendición incondicional en el plano de los conceptos.

***

 

Y si fuera cierto -como sin duda lo es- que la acción necesaria ante el colapso no puede ser un voluntarismo, no por ello aceptaríamos sin chistar la idea de “acción eficiente” como última palabra de la politología post ideológica. Porque todavía faltaría considerar otro aspecto: política es también un modo de conocimiento de lo social -seguramente el más sofisticado de todos. Sólo ella es capaz -y esta creencia es la razón última que nos mantiene apegados a ella- de estudiar la oscuridad de lo social como premisa de la acción. Y por eso no es fácil descartarla sin más: porque aún teniendo en cuenta su ostensible impotencia transformadora no es fácil descartar el saber que en el pasado le permitió activar lenguajes capaces de sacudir, sino las estructuras últimas de la dominación, si al menos el misterioso rincón que en cada unx de nosotrxs se prepara para la obediencia y la pasividad. ¿No fue (y quizás en ciertas circunstancias podría volver a ser) la política, desde ese punto de vista cognitivo, un esfuerzo colectivo e intelectual por derrotar el miedo primero, abriendo luego espacios de fraternidad para que asomen fuerzas aún incipientes? Cada vez que se nos explica que no hay otro camino, nos preguntamos: ¿quién habla?, ¿la voz de la sapiencia o la de la ignorancia? ¿Hay modo de distinguirlas, de reconocerlas, o se trata de una y la misma voz? Esa voz que fue escuchada (por medio de un silencio que aturde) durante el desalojo duramente represivo de las tierras ocupadas en Guernica… ¿En nombre de qué habla esa voz? ¿De la prioridad del «desarrollo» ante las alternativas ambientales? ¿De una paciencia, una letanía que pide  «aguantar», una vez más, un aumento de los precios y de las tarifas? ¿De la necesidad de sostener el accionar policial como sucede una y otra vez, cada día, con policías como la bonaerense?. Se trata de una voz ambigua, que pide moderación en nombre de la transformación, paciencia en nombre de la urgencia, y unidad política sin los recaudos que toda alianza que se dice no-neoliberal debería tomar. 

***

Lo que avergüenza no es la impotencia -que no nos es en nada ajena-, sino su confusión como clarividencia. Y su escalada en cinismo funcionarial (en el sentido de que el cinismo es un tipo de mensaje constituido en complicidad con la lógica de poder preestablecida). Como lo explicó recientemente Paolo Virno, la impotencia contemporánea no es carencia de riqueza subjetiva, sino todo lo contrario: ausencia de institución capaz de articularla. Razón por la cual el facilismo de “correr por izquierda” no aplica. Ningún puñado de consignas va a resolver el problema de la oscuridad que determina hoy lo político. Podemos, en cambio, aferrarnos al más elemental realismo materialista y tratar de poner un límite a la influencia de las tesis idealistas que el partido neoliberal hace avanzar cada vez a mayor velocidad. Esas tesis sostienen que las ideologías de clase ya no funcionan, que sólo habría preferencias individuales, mediáticamente asistidas. Bien, algo de eso hay, es innegable. Y sin embargo, por alguna razón a desentrañar, sucede que las llamadas clases dominantes tienden a coincidir en sus preferencias con sus intereses estratégicos. Y en ausencia de políticas “revolucionarias” los sectores populares no parecen alcanzar niveles de desorientación tales que no perciban el deterioro de sus condiciones de vida. 

El materialismo quizás no sirva como para establecer una línea recta entre intereses económicos y conciencia política, pero al menos permite comprender con claridad lo bien distribuida que está la percepción sobre el papel político del dinero: nadie parece estar al respecto tan despistado como para no advertir cuando le quieren cambiar dinero por palabras, de esas que son sólo palabras. 

 

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Solo quien pierde este mínimo criterio orientativo -que aquí llamamos “materialismo democrático”- puede sorprenderse por la recurrente aparición de las piedras. Ellas nunca han desaparecido de nuestra historia. Frente a ellas, ¿es posible responder con una respuesta meramente policial o penal? Si se parte de un saber vastamente difundido, y que hacemos nuestros, según el cual las piedras a las fuerzas represivas son siempre respuestas -más o menos afortunadas- a una violencia anterior, la respuesta es “no”. Esa clase de piedra es -si no siempre, demasiado habitualmente- una acción segunda (y por torpe o inapropiada que nos parezca, no podemos hacer de cuenta que ella es causa y no efecto). No es que pongamos en duda que los piedrazos son formas de violencia. Lo que hacemos es, más bien, recordar que la palabra “violencia” remite -como bien sabemos- a cosas muy distintas (y que por tanto demandan diversos tratamientos), no todas desdeñables ni todas fáciles de identificar en sus responsabilidades últimas. Y no decimos esto aquí y ahora para relativizar el problema mayor de nuestro presente, que sigue siendo el de la violencia que destruye cuerpos, tejidos y derechos. Al contrario: nos interesa delimitar esta violencia asesina para rechazarla en todas sus formas. Ella es el enemigo mismo. Y es en razón de esta enemistad que nos parece demente llamar “violencia”, sin más, a un piquete o a una pedrada en una escena de protesta social, o para retroceder ante la represión policial. La comunicación que mezcla de ese modo las palabras es una comunicación ya usurpada por el poder: como tal, sólo exige obediencia. Al confundir ataque y defensa, mando y resistencia (al liquidar esta palabra, “resistencia”, volverla inconcebible como práctica social).

No se trata, seamos claros, de tolerar la acción inapropiada y torpe -las llamamos así por ser amables-, de quienes arrojaron “esas” piedras (un grupo desprendido de una masa; que apunta al despacho de Cristina Kirchner, es decir, a quien comandó el voto en contra del acuerdo, y no al Congreso en general). ¿Pero cómo se discute con estos proyectiles? Es imprescindible distinguir la piedra que trae consigo la explicación de sus motivos, de aquella que responde a operaciones inconfesables. Hay en la piedra una teoría de la lectura: su significación surge del contexto, y se explica en la micropolítica de la que surge. Vale la pena recordar a Merleau-Ponty, que exigía a la izquierda no confundir el acto violento que apunta a desarmar la violencia de estructuras enteras, con el acto violento -el estalinismo mismo- que conduce a reforzarlas. Ya no estamos en el mundo en el que se escribió Humanismo y terror, pero sigue siendo indispensable distinguir el acto que quisiera abolir la destrucción, de aquel otro que sólo desea instaurar una gramática patotera. Hace poco tiempo escuchamos decir a Rita Segato: si la justicia olvida la indagación de las estructuras que operan detrás del acto violento, si disuelve esta investigación para concentrarse en el solo acto de punir, asistiremos entonces al triunfo de esas estructuras violentas.  

 

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El saber político se desgasta aceleradamente cuando se torna mera justificación. Sucede exactamente eso cuando se argumenta que, por ausencia de movilizaciones colectivas, no es posible llevar adelante transformaciones en la estructura económica, política ni penales de nuestras sociedades. La teoría de la sociedad como oleaje, con sus momentos activos y pasivos, que puede ayudar a describir la dinámica fluyente de la vida popular, se torna caricatural cuando en boca de los gobernantes se la emplea para justificar la falta de vocación transformadora. El argumento tiene su “momento” de verdad en un sorprendente autonomismo invertido, que afirma que no pueden llevarse adelante cambios profundos porque no existe ahora -como sí habría existido previamente- una magnitud suficiente de respaldo popular previa en que sustentarlos. Lo cierto es que ni la pandemia, ni la guerra actual parecen favorecer ánimos agitativos en los liderazgos actuales. Autonomismo al revés: de un modo paradojal se reconoce tarde y mal la teoría política que cuando la movilización se imponía, se intentó negar. Porque ni antes se reconoció que las dinámicas de cambio por arriba debían ser leídas como prolongación (y no como sustitución) de las de abajo, ni ahora se procura el mínimo de coraje que pudiera convocar una movilización como la que se admite que falta. Y si solo hoy, cuando ella falta, la reconocen como motor, ¿no nos estarán diciendo, acaso, que es ése lugar el que (nos) falta ocupar y activar? ¿Y cuál es esa calle, hoy? ¿Cómo se ocupa y se gana la calle, cuando la calle que los políticos dicen (con razón) que falta no es la que ellos mismos convocan, aunque tampoco lo sea (por razones de una obvia historicidad) la de la derecha reaccionaria? La calle que nombran como “ausente”, es una cuyo valor metafórico consiste en abrir discusiones y en hablar de otra manera. Así que, si eso buscamos, comencemos por hablar de otra manera desde ahora (dado que no fue interesante el modo en que hemos hablado hasta acá), a ver si cambiando de dirección, las palabras se encuentran con la calle que falta.

Cuanto más se nos dice que la derecha no deja de vencer (lo que, en cierto sentido, es cierto) más miramos a Chile ¿Puede la excepción chilena funcionar como ejemplo, o acaso su singularidad  -por lo que tiene de extremo- la priva de su aptitud para la influencia y la enseñanza? Porque esa política que dicen querer a partir de la movilización y que acá no pudo darse, allá se da de maneras que nos sorprenden. Y que nos harían relativizar la idea de que todo se corre ineluctablemente a la derecha. “No somos chilenos”, nos recordarán, con toda razón. Pero veamos: allí se movió la calle, se abrió un proceso constituyente y el pinochetismo perdió el control total del proceso político. Nada será fácil allí, pero al menos parece haberse interrumpido lo peor. ¿Nada de eso nos ayuda a pensar -siquiera como ráfagas de lo impredecibles de lo social- que las esperanzas trasandinas contienen a una derecha que -incluso si creciendo- ha perdido por el momento la iniciativa? Dejar fijada la mirada en la derecha, ¿no nos deja congelados -hechizados por ella- cuando pasamos del análisis realista al derrotismo según el cual ella siempre ya nos ha ganando? ¿O no “avanza” ella también cada vez que confundimos estrategia defensiva con retroceso? 

 

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No hace falta explicar que el FMI es una instancia de dominación geopolítica por la vía del dinero. Tampoco hay dudas de que Macri fue al FMI para activar un dispositivo de poder sobre la soberanía nacional (y regional), a fin de asegurar modos de extracción/explotación de valor y de subordinación social. Pero estas verdades no son las que se discuten hoy en la política argentina. ¿Qué es entonces discutir? Discutir es actuar como si fuese no sólo deseable, sino también posible salir de esa situación. Tal discusión excluye desde ya a quienes nos llevaron a esta situación, y a quienes respiran aliviados ante la existencia de estos dispositivos de aseguramiento del orden. La única discusión es la que se inicia cuando se percibe la dialéctica interna -no por difícil evitable- entre ruptura con dispositivos de orden y nuevas relaciones sociales. Es allí que la discusión comienza y sólo allí vale la pena abrir el abanico de tácticas y matices. Por lo tanto, no basta con decir que se defiende una unidad, indispensable, sino que es preciso plantear qué tipo de problemas debe enfrentar la misma. Pero con demasiada facilidad se reduce la unidad a acuerdos entre dirigentes y fracciones. Como si dirigentes y fracciones detentaran de por sí la clave de la unidad estratégica, la que logra articular una praxis que los trasciende. 

Por otra parte, quienes piden moderación apoyados en la constatación de la falta de movilización, ¿cómo leen la secuencia de la política popular que viene de las huelgas contra las privatizaciones de inicios de los noventas, los piquetes de fines de esa década y la formación de economías populares, que reúnen una amplia militancia que, cada vez más, decanta en la búsqueda de una institucionalidad para este nuevo sujeto social que, siendo clase trabajadora, ha quedado definitivamente por fuera del espacio salarial tradicional, por lo que en el movimiento de esa formación se dan todo tipo de discusiones? ¿Es o no es eso movilización? Ese estado de clase social en formación bien podría funcionar, entonces, como magma en que los sentidos con los que el poder define la clase (racialización, etnización, sexualización) sean cuestionados. 

Es inevitable que el desarrollo de este sujeto en formación sea parte creciente de todas las discusiones del momento. Incluso aquella que atañe al problema de la unidad, políticamente concebida. Más cuando algunos de sus dirigentes, formando parte del gobierno, se encuentran en la misma paradoja del espacio que se autopercibe como peronista: rechazan un liderazgo por su pertenencia de clase y porque no es proclive a la escucha y a la horizontalidad, pero que es, también -al menos lo fue hasta el momento- quien ha concitado mayor fervor en la propia base de sus movimientos. En esas condiciones, lo que está en discusión es aquello que se dice cuando se habla de lo «popular» tal y como proviene constituido desde abajo. No es fácil el trazado de fronteras nítidas -en el que muchos se empeñan- entre «popular» y «progresista», porque esa frontera supondría resolver de un modo nuevo la relación entre palabra dicha en nombre de otros que, si hablaran, quizás dirían otras palabras, situación que sólo es posible resolver por medio de una porosidad de esas fronteras. De otro modo, debería darse en la organización popular una relación entre dirigentes y dirigidos que no reproduzca las mismas distancias que critican cuando señalan la verticalidad estatalista de la razón progresista.

Lo cierto es que la importancia de la politización de las organizaciones populares es un tema fundamental de lo que se llama la «democracia». Nada más clave que el modo en que se forman estas organizaciones. De qué tipo de criticidad serán capaces cuando vuelvan los impulsos de una movilización desde abajo. Pero esa criticidad vendrá de la mano de prácticas y discursos indecidibles, y no de rigurosas educaciones meritocráticas que reproducen el prejuicio según el cual la virtud es disciplina y la disciplina es inclusión subordinada en el salario.

Entonces, no podemos sino declararnos confundidos, porque al menos a nosotrxs nos resulta evidente que tanta sensatez no sintoniza -ni puede hacerlo- con un social tomado por el caos y la locura. ¿No deberíamos pedirle a las prácticas que desean ser transformadoras una sensibilidad distinta? ¿Pero se trata de pedir? ¿Hay a quién? Quizás haríamos mejor en fantasear con un tratamiento menos penoso para los desajustes y desquiciados que nos caracterizan, siendo el desquicio, quizás, la premisa desde la cual reconocer aquellos fragmentos dispersos que desde lo social podrían, quizás, componer un momento de introspección y reparo.

 

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¿Y qué es entonces «hablar de política» hoy? ¿Por qué hablamos de ella si nos decimos desinteresadxs, al menos del modo en que se suele hablar mayoritariamente? La misma pregunta se formulaba hace un par de décadas Ricardo Piglia, cuando rechazaba un modelo de habla que es el del «ministro de interior». Como si hablar de lo que nos pasa nos pusiera de inmediato en el lenguaje del gabinete. Si así fuera, no habría más militancia (en el sentido de verdades sostenidas en el entusiasmo), sino sólo carreras, aspirantes a ministeriables. Porque las militancias -a diferencias de los ministros- surgen tanto de las subidas como de las bajadas del ánimo y de las “oleadas”, más que de la dura rosca de cada día, que existe en cualquier sociedad y por eso no ganamos nada al condenarla moralmente, aunque tampoco ganaríamos nada al asumirla como modelo de todo lo decible y lo pensable. 

Escribimos estas líneas pensando en que mañana es el regreso de la marcha del 24 de marzo y el viernes se cumplen 45 años de la desaparición de Rodolfo Walsh. No son los aniversarios lo que cuenta, sino su potencial alegórico, que no dejan de ser oportunos estos días en los que necesitamos algo o mucho de inspiración política.

Lobo Suelto, Buenos Aires, 23 de marzo de 2022

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