La revuelta inconclusa de diciembre del 2001
III. No estamos autorizadxs para denominar “revolución” a la revuelta. En primer lugar, porque no hubo algo que pueda ser representado como una victoria política (toma del poder), ni tampoco una derrota histórica (aniquilación de las fuerzas insurrectas). Como no sabemos pensar más allá de estas denominaciones nos conformamos con un lenguaje mediocre (“cooptación”, “romanticismo”) a la hora de relatar lo sucedido. No tenemos cómo hablar de nuestra revolución porque a pesar de haber sido lo más parecido a ella que podamos imaginar (los pobres dicen bastan y voltean al gobierno; evitan una salida reaccionaria; la insurrección coincide con otras que se dan en varios países de la región; todas ellas dan por resultado un “giro a la izquierda” a nivel de los gobiernos) la teoría política y las conveniencias de la coyuntura nos prohíben este tipo de jugueteos.
IV. Nuestro presente se organiza en torno a una dramática disyunción. Tenemos una “revolución” puramente recordada en el homenaje, o bien teorizada por politólogos e historiadores. Y a su lado una revuelta histórica y política que no encuentra el modo de ser narrada, pensada, retomada en la coyuntura actual.
V. La revuelta es inconclusa, entonces, en dos sentidos diferentes. De un lado, porque no encuentra –como hemos visto- lenguaje con la que se retomada. Pero, por otro, porque no encaja con el proceso político actual, ni con quienes intentan utilizarla para fines inmediatos. La revuelta no perdura como horizonte de los oprimidos, ni es reconocido explícitamente como base o poder constituyente de la que emana la legitimidad del gobierno, sino de un modo puramente negativo.
VI. Así, en 2001 hubo una conversión subjetiva, un parte aguas histórico y hasta un punto de inflexión, pero no una revolución. No somos capaces, en un sentido amplio, de celebrar de manera plena, en estas fechas, la irrupción de una potencia popular, bien de abajo, con capacidad de cuestionar las jerarquías perdurables de nuestra sociedad. A diferencia de las revoluciones auténticas, no hubo cambio de calendario. Diciembre del 2001 se recuerda a las víctimas. Se repasan las imágenes de la crisis. Todo eso redunda en un efecto de alivio: hemos salido de aquel “infierno”. O bien como amenaza: “podríamos volver”. Así, con el tiempo, resulta que en rigor, la revuelta del 2001 no existió.
VII. ¿Qué hemos perdido con la revuelta desbordada? Al menos tres cosas. Por un lado, la capacidad de revalorizar la participación desde abajo, desde los pobres y los explotados. Esta dimensión de la política, que a nivel mundial habían relanzado los zapatistas luego del derrumbe del llamado socialismo real, ha sido sepultada ante las exigencias de una coyuntura en la cual se impone por izquierda –ente el gobierno (sea en su defensa o en su crítica). Por otra parte, hemos extraviado nuestra aptitud para pensar más allá de los “relatos” pre-constituidos. De experimentar, sentir y participar desde nosotros mismos las tensiones, contradicciones y antagonismos que recorren nuestra sociedad. Pero hemos perdido algo más, que no tiene menos que ver con el pasado perdido, y más que ver con las luces encendidas en un presente global: la confianza en la política de los muchos, en el modo horizontal del hacer, en la capacidad de afirmar enunciados desde los muchos que trabajan y comunican, toda esa riquísima cultura que hoy se practica y se despliega en las calles de Atenas a el Cairo, de Oakland a Madrid o Jerusalén (para no volver a nombrar a los zapatistas).