Mercado de marginalidad // Juan Pablo Fernández Rojas
Lo marginal, aquello amoral, anárquico e ingobernable. Se encuentra en los bordes, en los márgenes de la sociedad establecida, esa sociedad que deseamos. Pero ahí encontramos algo. Nos ofrece esa dosis de libertad que no encontramos en nosotros mismos, ajenos a lo marginal, pertenecientes a lo estándar, a la familia tipo, a Capital Federal.
¿Qué nos atrae tanto al observar a estos agentes marginales y sus caricaturas televisivas?
¿Cuándo se convirtió en fenómeno el disfrutar esa anarquía/ilegalidad/libertad social y al mismo tiempo condenarla?
A la derecha
Los relatos televisivos son en parte, una expresión de deseo, añoranza o ambición de la porción social que se cree representar. Se podría revisar el progreso de las novelas/tiras/series costumbristas argentinas producidas por Adrian Suar o (canal trece en otros casos), para entender los momentos sociales argentinos (o porteños).
Estas ficciones, nos vendieron diferentes relatos que fuimos adaptando y aceptando en el imaginario general. Desde los títulos y escenarios a los personajes y guiones. Nos querían vender familia, valores, cotidianidad.
Gasoleros, El Puntero, Los Ricos no piden permiso, La 1-5-18. Títulos acartonados y encasillados en instalarse en la popularidad argentina, mezclada con dialecto menos coloquial y más “popular”. Aunque hay que admitir que, ordenado así, es casi una línea de tiempo de la imagen “barrial” tradicionalista argentina que está en el imaginario de la clase media porteña.
Ahora bien, la ficción contemporánea de ese imaginario de lo popular más reciente fue La 1-5-18. Relato centrado en las “dinámicas” de una Villa de Buenos Aires, toma el nombre de la villa 1-11-14. Allí encontramos todos los personajes que creemos y esperamos en un asentamiento popular. Obviamente nos habla mucho más de los propios guionistas, productores y creadores de la novela que de la misma villa en sí. Estos productores delatan el desconocimiento y curiosidad de una parte de la sociedad por estas expresiones urbanas. Más allá de sus errores y rejunte de estereotipos raciales/sociales nos exclama a los gritos que la clase media está en un plano de espectador de pobres.
Okupas (2000), irrumpe en esta representación social con fuerza e impacto para introducir el concepto de la televisión-verdad: encontrar en el televisor situaciones que nos tocan de oído, que vemos y no entendemos, que conocemos por lo que nos cuentan. Aquello que podemos percibir pero no entender. Lo marginal.
Dentro de un ámbito de escenografías familiares para la Ciudad de Buenos Aires, nos muestran aquellos lugares y situaciones que no podemos vivir en carne propia, pero de las cuales de alguna forma somos parte. Es una ciudad escondida pero conocida.
De aquí se logra desprender una serie de relatos y producciones, basadas en aquella televisión verdad (o la imagen de realidad que tenemos de esta).
2001 nos invade, estética, social y culturalmente. Si a Okupas le agregamos una marcha más, sumamos cumbia como banda sonora (en reemplazo de La Renga y Los redondos) introducimos lenguaje carcelario y lo que conocemos como “Berretines”, y obtenemos “Tumberos”.
El inicio de una televisión que da pie a nuevos lenguajes y expresiones sociales. Nos otorgan personajes memorables y odiables, con latiguillos y lenguajes exóticos, expresan con el cuerpo y con el dialecto, situaciones que de otra forma no entenderíamos.
La verdad es que poco importaba el nivel de fidelidad con la realidad habia alli, el valor estaba en el intento de entender aquella marginalidad olvidada o escondida durante la etapa noventera argentina. Esa etapa del 2001 expresaba eso: un intento de visualización violenta de una generación, un grito, un intento genuino de escuchar ese mismo rugido.
El fetichismo propio de esa clase media, fuerza estos relatos marginales llevándolos luego a cierta caricaturización de las realidades. El Puntero y El Marginal nos presentan dos personajes icónicos -Lombardo (Rodrigo de la Serna) y Diosito (Nicolas Furtado)-. Son la máxima expresión de lo que no entendemos, de la no escucha, exactamente lo contrario a Okupas o Tumberos. No es un intento por plasmar o entender algo, sino por exhibirlo como en un zoológico audiovisual, exageran tanto el histrionismo, la estética y el lenguaje, que queda forzado pero al mismo tiempo agradable, son payasos para reírnos/asustarnos de aquello que vemos y no queremos ver. En la calle no paramos a ver al Lombardo de la esquina lavando los vidrios de los autos, los evadimos a pesar del mundo que expresan. Sin embargo, queremos saber más de eso sin que nosotros estemos involucrados, nos fascinamos por su estilo de vida, por su libertad más simple, cruda y violenta. Hay un disfrute de la ilegalidad y una asociación de esto a la marginalidad. Lo sentimos lejano cuando, en el fondo, sabemos que lo tenemos presente y cerca todo el tiempo.
No es una idealización de la criminalidad, sino un disfrute de la amoralidad y la independencia de la ética. Es casi el voyeurismo de lo marginal.
Al final desembocamos en La 1-5-18, el extremo de la banalización total de la marginalidad y una sobreexplotación e idealización de esta. Volvemos a viejos discursos del “en la pobreza y humildad hay bondad” rellenamos de muchos estereotipos y lo completamos con actuaciones ajenas a las realidades pero familiares para el público que lo consume. Una superproducción que se basa en recrear el escenario que trata de plasmar, mucho capital invertido en recrear villas en un estudio de televisión. Pero la crítica no está en que una productora de televisión (como siempre) estereotipe al pobre o idealice la pobreza sino en que hay un público dispuesto a creerlo, a mentirse y experimentar marginalidad a través de la televisión siempre y cuando no salga de esta.
A la izquierda
Posterior al 2001, el progresismo buscó reencontrarse con el territorio: las asambleas, el trueque, participación y los nuevos movimientos y organizaciones sociales estaban presentes. Pero sorpresivamente la clase media pedía un espacio ahí. Una convivencia inédita que, más allá de los resultados, derivó en algunos fenómenos nuevos.
La imagen del “territorio” como expresión social y cultural, la periferia y la marginalidad como tierra rica en conocimiento y recursos humanos, la experiencia política de estos estratos sociales como enseñanza. El progresismo reprodujo en la militancia territorial, la práctica de comunicación y relación con estos sectores y con lo marginal. No eran espectadores natos de las fronteras y periferias, trataban de ser parte. Ahí surge una idealización en lo territorial y foráneo. Nuevamente se pervierte la relación política hacia paternalismo y asistencialismo. Terminó el 2001.
Se idealiza a tal punto esta pobreza o marginalidad que lo convertimos en autoridad.
Esta autoridad tiene dos fuentes: el conocimiento o la representación. Cuando la autoridad se genera desde el conocimiento permite abrir discusiones e intercambios, en este caso la sabiduría del cuerpo aumenta la potencia no solo de su propio cuerpo sino de un colectivo. En cambio, cuando esta autoridad es otorgada desde la representación, cierra discusiones y experiencias: el cuerpo por sí mismo es la autoridad y lo que vale más es el color de piel, el estrato social o el origen étnico.
Dicho de otro modo, le otorgamos verdad y autoridad incuestionable a un cuerpo por ser lo que es. Un filósofo, pensador o escritor, no es una autoridad por ser marginal o villero, por ser extranjero o sexualmente diverso, sino que lo que importa está en la sensibilidad y lo que nos genera.
Sin embargo, experimento el fenómeno de que ante cualquier discusión con un “agente de lo marginal” el progresismo cierra las posibilidades y potencias para preservar ese valor marginal. Como si no se pudiese discutir ideas de pensadores marginales, simplemente por el valor de estos.
No solamente esto: leo que para poder expresar textos o ensayos desde cierta popularidad, nos vemos obligados a emplear palabras y berretines: marginalidad como marca para aportar autoridad. Para validar ideas, tesis o teorías enfrentando lo académico debemos exagerar un lenguaje o forzarlo hacia lo marginal para que cobre más fuerza estética.
¿Un filósofo villero, tiene permitido, para ser tomado en cuenta, dejar de ser el “filósofo villero”? ¿Podemos abandonar el estereotipo que carga nuestro cuerpo? Yo diría que somos conscientes de nuestro propio capital y lo explotamos todo lo posible, pero ¿es eso justo?
¿Hay algo en común entre el espectador de series y novelas marginales, con estos consumidores y lectores de lo marginal? ¿Se puede aplicar un paternalismo desde los dos extremos?
Y desde el otro extremo de la situación ¿estamos preparados los personajes marginales a ser interpelados? ¿Somos capaces de saber que cuando publicamos o liberamos la obra que creamos, deja de pertenecernos? ¿Cuánto de nuestros pensamientos y cuerpos estamos dispuestos a poner en juego para vivir experiencias, trayectos y discusiones? ¿Podemos dejar de llamarnos “filósofo villero” y pasar a llamarnos “filósofos”? ¿Nos podemos o nos pueden permitir eso?
A veces somos rehenes de las apariencias que no nos permiten abandonar, pero que también estamos cómodos utilizando.