Teoría del instante. La democracia como problema // Diego Sztulwark

«después sigue la pared sin abandonarla y encontrarás una salida».

Franz Kafka

 


Comienza a concluir un año electoral. Nos volvemos especialistas en superficies. A pesar de la evidencia en contra, confiamos en el aparato de lectura que nos provee la pantalla. Porque la superficie en cuestión no es epidérmica. ¿Qué se publica en los portales? ¿Cuánto suben los precios? Finalmente habrá que creer que Javier Milei tenía razón. Sino toda, al menos una parte de ella: es el mercado el que dice la verdad, el número el que explica.

Verdad a medias, en todo caso, porque además de los mercados aparecen otra clase de dinámicas: dinámicas de las profundidades. Que se refieren o, más bien, remiten a los cuerpos. Cuerpos cualitativos, dominados por pasiones. Temores y esperanzas que actúan formando y descomponiendo también cuerpos colectivos. Las inflexiones de una multitud que se articula y desarticula siguiendo flujos mixtos, hechos de afectos y automatismos informacionales. Durante las elecciones, dicha afectividad se manifiesta como ya intervenida, inmediatamente cuantificada: nos enteramos de quiénes somos por medio de la lectura de esos números.


Alguna vez Jacques Rancière llamó “postdemocracia” a esta intervención del número como medida por sobre lo supernumerario de la democracia. La idea era que la democracia suponía un todos-cualquiera en el que cada quien poseía un poder semejante al de los demás. La política misma depende de esta igualdad subyacente entre los muchos. La necesidad de la igualdad de poder debía subsistir incluso como premisa de las desigualdades jerárquicas que vemos funcionar en toda sociedad. La democracia puede ocurrir en un instante único, siempre que ese instante sea decisivo. Es lo que ocurre, por ejemplo, durante el momento del sufragio (en otra época podríamos haber puesto el ejemplo más interesante y lejano de la huelga general). En el instante del voto actuamos al unísono y como si poseyéramos una cierta igualdad de poder. Este hecho de valer como cualquiera, es decir, este participar de una multitud sincronizada a título de una supuesta igualdad es al que apelamos cuando imaginamos la democracia. La magia se concentra en un instante igualitario, en el que los poderes parecen disolverse dando lugar a lo que solemos pensar como el poder del pueblo. La “postdemocracia” actúa recubriendo ese instante ensoñado a partir de la acción de técnicas de poder específicas que actúan justo antes y justo después del instante popular. La política postdemocrática es la política como control -más que como represión- del acontecimiento. La intervención sobre el instante es ejercida desde un Antes -una estructura de clases, unas relaciones de explotación, una escandalosa desigualdad de recursos materiales y simbólicos, una dinámica de desposesión y terror- que prepara el terreno para prevenir los posibles no deseados del acontecimiento; y de un Después, -una estructura de clases, unas relaciones de explotación, una escandalosa desigualdad de recursos materiales y simbólicos, una dinámica de desposesión y terror- para su interpretación. Antes y después denotan el tiempo de la esterilización democrática.


La democracia, por tanto, y sobre todo desde el punto de vista del análisis de lo electoral, cuenta en su favor con el poder de un instante. A ese instante es al que debería bastarle para la formación de un mandato popular. Se trata de un instante agobiado. Sobre él se cierne un espeso tejido de consultoras, focus groups y una insoportable trama encuestológica, reforzada por una continua red comunicacional particularmente proclive a actuar como vocera de esa fina capa sensible que son los humores financieros, cuyas variaciones monetarias nos informan sobre los escenarios amenazadores -y, por tanto, de los peligros- de votar contra las expectativas del capital. La postdemocracia puede ser entendida como la síntesis de diversos flujos cuantificados que hacen del instante del sufragio una instancia difícilmente suprimible para la legitimidad del sistema. Aunque cada vez se critique más abiertamente el sistema electoral argentino compuesto de tres instancias -las PASO, primera y, eventualmente, segunda vuelta-, la recurrencia a la cita de ese instante eventualmente incómodo, pero también potencialmente controlable, forma parte de los costos aceptados y de las molestias intrínsecas al orden político en que vivimos.


La nuestra es una democracia nacida de la desactivación represiva del campo popular, pero también de la derrota militar de la guerra de Malvinas. La combinación de estas coordenadas llevó a Alejandro Horowicz -autor de un interesantísimo libro de reciente publicación: El kirchnerismo desarmado– a hablar de una “democracia de la derrota”. Una democracia así concebida es una en la cual se vote lo que se vote acaba triunfando siempre el mismo programa de gobierno. Antes de 2001, ese programa constaba al menos de dos invariantes: la impunidad de los cuadros del terrorismo de Estado, y la fuga del excedente productivo a través del sistema financiero. En este contexto democracia quería decir “parlamentarización de la dominación”. La principal novedad política de esta modalidad de imposición de la voluntad del bloque de clases dominantes sobre el conjunto de la sociedad era -y sigue siendo- que la participación electoral sustituye a la imposición por la vía de las armas. La solución de las crisis de gobierno ya no pasa por la intervención del partido militar en cuanto brazo armado del Estado (porque ese partido ha sido descompuesto por el terrorismo de Estado y por la ya citada derrota bélica ante las fuerzas armadas británicas). El Parlamento -entendido como libre juego de competencia y acuerdos entre partidos políticos- se convierte desde 1983 en el espacio de resolución de las crisis de gobierno, tal como ocurrió tanto en 2001 como ahora, en 2023.

 

La primera de estas crisis fue la de 2001. Tomando prestada de Carl Schmitt la idea de que la excepción es más interesante -más instructiva- que la norma, es posible afirmar que durante la crisis del orden jurídico se evidencian los mecanismos resolutivos efectivos sobre los cuales la normatividad se reestructura. 2001 no fue solo una crisis del partido de gobierno (La Alianza), sino una descomposición (una crisis sucesiva de cinco presidentes)
que amenazó al conjunto del sistema político (“que se vayan todos, que no quede ni uno solo”) que amenazó convertirse en una crisis del Estado. La normalización llegó de a poco. Luego de la represión policial y del llamado eclesiástico a la unidad, el parlamento consagró una serie de acuerdos entre la UCR y el PJ (sobre todo de los líderes bonaerenses de ambos partidos: Raúl Alfonsín y Eduardo Duhalde) que consagró a un senador derrotado en las urnas como el titular de la primera magistratura. El asesinato de los militantes piqueteros Kosteki y Santillán en junio de 2002 supuso el adelantamiento de las elecciones -el acortamiento del mandato parlamentario de Duhalde- y la trabajosa constitución de un nuevo gobierno legitimado por el voto popular (la renuncia del ganador de la primera vuelta, Menem, al ballotage, hizo que Néstor Kirchner debiera asumir en 2003 con el 22% de los sufragios). La consigna de construir un “país normal” formó parte del esfuerzo por reconstituir un poder presidencial a partir de lo que Horowicz llama la recuperación de la palabra pública, solo posible como parte de una serie de reparaciones materiales e históricas. El kirchnerismo fue todo esto (la formación de una nueva corte suprema y la anulación de las leyes de impunidad a los genocidas) sobre la base de una coyuntura económica que permitía respaldar esa recomposición dentro de los marcos intocables de un sistema de poder económico basado sobre todo en la exportación de granos y minería. Ese ciclo se corta durante el conflicto con la patronal del campo en 2008. La derrotada iniciativa de imponerle a esta patronal nuevos términos de recaudación impositiva a sus exportaciones no fue otra cosa que la exhibición del núcleo duro de los poderes sobre los que actúan los mecanismos de la postdemocracia.

Pero hay más. Habría que retener la secuencia desplegada desde el final del gobierno kirchnerista (Massa derrotando al candidato de CFK, Martin Insaurralde, en 2013 en la Provincia de Buenos Aires; Scioli candidato impuesto por eso que se da en llamar “las circunstancias”; la significativa victoria de Macri en 2015 y su revalidación parlamentaria de 2017 con la subsiguiente crisis de su programa de reformas durante la protesta callejera de diciembre del 2017 y el consecuente endeudamiento con el FMI durante 2018; la postulación de Alberto Fernández como candidato presidencial y el armado del Frente de Todos en 2019; la pandemia y la incapacidad del nuevo gobierno peronista de proteger salarios e ingresos; el nuevo contexto de la guerra en Europa y la emergencia de una extrema derecha en el país),
para comprender con claridad una cosa: la argentina no volvió a tener, a pesar del desbarranque, un estallido como el de 2001. El sistema parlamentario fue eficaz en ese plano. El costo de este “éxito” (así lo consideró José Luis Manzano en entrevista con Diego Genoud publicada en su libro El peronismo de Cristina) fue someter a la mayoría de la sociedad a una implosión administrada.


Por implosión administrada puede entenderse una política de gestión precaria de la precariedad social. Leandro Bartolotta e Ignacio Gago, integrantes del colectivo Juguetes Perdidos, se han dedicado a mirar de cerca este fenómeno dando lugar a lo que llaman una “sociología política de la implosión”. En su libro Implosión. Apuntes sobre la cuestión social en la precariedad (Tinta Limón 2023), proponen una sociología que se abre paso despejando los espectros del estallido, por medio de una exploración micropolítica atenta a los afectos que circulan y dan vida -una vida ciertamente extenuada- en los barrios populares allende los barrios acomodados de la ciudad.

Implosionar es estallar hacia adentro una determinada estructura por causa de una violenta presión externa. El término fue muy usado en su momento para explicar el final de la URSS. Con la expresión “sociedad ajustada” Bartolotta y Gago dan cuenta al mismo tiempo de los dos factores involucrados en la fórmula de la implosión administrada: la sociedad es la implosionada y el ajuste como norma es la fuerza externa que presiona hasta quebrar las sus invariantes estructurales. La sociedad ajustada es la sociedad neoliberal vista en su dinámica efectiva. Allí donde el ajuste no es considerado en su aspecto técnico-administrativo (desde un pensamiento sobre las cuentas del Estado) ni como parte de una denuncia de la ideología de los grupos políticos que lo justifican. Lo que interesa sobre todo a los autores es el ajuste como un término que recoge y a la vez desborda el significado que le dan políticos y economistas. Ajuste no es responsabilidad fiscal ni racionalidad del padre de familia que no gasta más de lo que gana, sino una política activa de redistribución regresiva de poder social. Desposesión de la riqueza y del poder colectivo. El ajuste es una dimensión activa -configuracional y destructiva- de la vida neoliberal. Su lógica específica es productiva desde el punto de vista en común: produce precariedad social. Y la precariedad tan creciente como naturalizada e inmodificable impone lo que los autores denominan un régimen “totalitario” de existencia. La precariedad totalitaria se instaura de un modo inopinado, irreversible, omni-abarcador. El ajuste, visto como una operación de fuerzas, da lugar a un fenómeno propiamente político (o infra-político) nunca del todo considerado como tal. Porque lo totalitario de la precariedad tiende a refutar -a esterilizar- lo democrático como referencia de legitimidad del sistema de reglas de los partidos políticos y el Estado. Este totalitarismo en el que se sumerge de modo creciente a poblaciones enteras supone la imposición de formas de trabajo y de barrialidad asfixiantes. El tono afectivo de la vida totalizada en la precariedad, dicen Bartolotta y Gago, es el cansancio. Una fatiga que surge del cuerpo a cuerpo con el mercado. Pero también del cuerpo a cuerpo que supone tener que defender cada mercancía adquirida, siempre amenazada. A diferencia del estallido -el espectro de la “antipolítica” que obsesiona a la política desde 2001- la implosión no abre, sino que cierra, nuevos escenarios. Su temporalidad es la cámara lenta, su espacio la dilatación. Ella no aúlla, murmulla. Y esta es quizás la gran diferencia con la mirada que propone Carlos Pagni en su libro El Nudo, en particular sobre su descripción del conurbano. Mas que un conjunto de demandas postergadas, opacidades perceptivas y poderes reaccionarios, Bartolotta y Gago prestan atención al particular timbre auditivo que una comprensión de la vida precaria demanda. La sonoridad de la implosión pasa por debajo del umbral de escucha de la política instituida. Ahí donde el estallido destituye, la implosión desgasta. Donde el esfuerzo del Estado por evitar el estallido sin provocar transformaciones sociales es leído por el periodista como conurbanización, la microsociología política pone la escucha en la implosión administrada como premisa desde la que leer los efectos de una política consensuada del ajuste e indagar sobre la condición desesperante de las vidas sumergidas y sobre sus estrategias en el totalitarismo de la precariedad social.

 

2001 era, para el historiador Ignacio Lewkowicz, el año de un corte decisivo. El estallido nos hacía entender algo más profundo que una mera crisis de gobierno. Nos anoticiaba de una catástrofe aún más profunda, porque concernía no solo a la objetivad histórica, sino también a la subjetividad de quien procuraba comprenderla. En su libro Pensar sin Estado (2003), Lewkowicz empleó el término catástrofe como una palabra-umbral (o categoría-umbral) capaz de dar cuenta de las dimensiones objetivas y subjetivas de la crisis. El uso de la imagen del “umbral” resulta clave: nos anoticia de un pasaje del plano categorial a uno experiencial. A diferencia de la crisis como trauma -intromisión de un factor disfuncional para la estructura que como tal puede resultar tratable/asimilable- o como acontecimiento -irrupción de un elemento hasta entonces impensado y desleído cuya nominación permite organizar un nuevo esquema-, la catástrofe sería una forma de la crisis que adquiere los rasgos del diluvio. Esto es: no admite la sobrevivencia de la vieja estructura de asimilación ni se caracteriza por la emergencia de una lógica sustitutiva que habilita organizar una consistencia sustitutiva. El estallido no era solo crisis de gobierno sino, sobre todo, catástrofe social: anuncio de un nuevo diagrama de fuerzas (al que dio el nombre de “era de la fluidez”). Dicho diagrama se presentaba ante todo como un sistema de destituciones del diagrama anterior y era necesario plantear una serie interrogantes acerca de las operaciones de pensamiento capaces de proveer estrategias para habitar el nuevo espacio.

2001 no era un acontecimiento referido a lo estatal sino una afección del pensamiento. Suponía la refutación de un mundo. Lewkowicz llamaba “condiciones estatales” al universo en ruinas configurado por la antigua potencia soberana, y “condiciones de mercado” a la realidad que emergía producto de la potencia “líquida” del capital financiero entendida como desborde del orden jurídico. La ética implícita de Pensar sin Estado no era politicista sino nietzscheana. Se trataba de entender un nuevo capítulo del desfundamento operado ante la “muerte de Dios”. En la catástrofe solo puede haber política en la medida en que se refunde profundamente la comprensión de lo que ese término nomina. Otro texto del mismo historiador, publicado además de modo simultáneo a Pensar sin Estado, “Condiciones postjurídicas de la ley” (Deseo de ley, Primer Coloquio Internacional, 2003) definía a las destituidas “condiciones estatales” como un efecto jurídico de la potencia soberana del Estado. Es esta potencia soberana la que articula en el derecho la ley simbólica que permite definir aquello que se define como “humanidad” y el conjunto de las reglas sociales. Es la aparición de una potencia heterogénea la que provoca la mutación que vivimos hace ya décadas. Según Lewkowicz esa mutación ocurre cuando el propio capital experimenta una transformación de “productivo y real”  a “financiero y virtual”. Mientras el primero se regulaba por “la ley de la ganancia media”, el segundo “funciona sobre el imperativo de ganancia infinita”. Este imperativo de infinitud, montado sobre el andamiaje tecnológico de las comunicaciones y la información, es el que constituye la dinámica de un “substrato fluido” sobre el que deben hacer pie hoy día los propios estados. Bajo “condiciones de mercado”, la fluidez sustituye/destituye al sentido. En ausencia de toda consistencia sólida -decía Lewkowicz- el sentido no debe ser supuesto sino instaurado y sostenido por prepotencia de la subjetividad. La temporalidad instaurada por la catástrofe es la de una “sucesión sin sentido”. Sin un tiempo progresivo que garantice la institución, la organización roza de modo ineludible la desesperación. En el presente diagrama de fuerzas la operatoria de la institución debe ser garantizada cada vez. La fórmula empleada por Lewkowicz tiene resonancias sugerentes: “para perseverar hay que alterarse” (en contexto del ‘68 francés, Deleuze pudo leer a Spinoza bajo la fórmula conatus = devenir, inaugurando una línea distinta de interpretación sobre las operaciones de la potencia). La pregunta que hacía Lewkowicz al final de su texto era la siguiente: si bajo las nuevas condiciones la excepción deja de ser excepcional “¿qué tipo de poder es el del capital financiero que la impone sin decidirla?” Durante los primeros años de kirchnerismo, la respuesta fue un decisionismo político que supo aprovechar una situación económica favorable para una formidable reconstitución de la autoridad del Estado. A dos décadas de la asunción de aquel gobierno, se hace indispensable extraer conclusiones de la aparente decadencia a la que ha arribado este ciclo político. La práctica de gobierno, en las actuales “condiciones de mercado”, depende cada vez más de una la acción de una densa red de automatismos financieros-comunicacionales (como lo viene explicando Franco Bifo Berardi) y por la guerra (como insiste desde haces ya unos años Mauricio Lazaratto).


Este pasaje por la implosión y la catástrofe nos sirven para caracterizar la crisis y volver sobre la cuestión de la democracia. La democracia de la derrota, pensada desde el 2023, supone la reproducción de los dos factores que la determinan. El estallido de 2001 no resultó ser una fuente de inspiración para una política capaz de provocar una ruptura con el modo de acumulación. Luego de 2001, la política devino mediación precaria para contener la precariedad social. Este tipo de gestión mal-trata cada uno de los problemas centrales del país: de la informalidad y la irrupción de mecanismos de acumulación sostenidos en el crimen, a la pérdida de ingresos y el bloqueo de la capacidad de una afectividad colectiva capaz de dar respuestas desde abajo a la desposesión. En otras palabras: la postdemocracia es al potencial disruptivo del instante electoral, lo que la implosión administrada al potencial disruptivo del estallido. En ambos casos la política consiste en evitar la sorpresa y controlar el acontecimiento. Es un tratamiento paliativo de la catástrofe.

 

Y, aun así, es irrenunciable para las militancias sostener su creencia en la política como una práctica de transformación social. La distancia entre la política efectiva y la política a la que se aspira es otra manera de señalar el perímetro del problema. De hecho, fue la derecha extrema y no la militancia progresista, populista o de izquierda la que mejor supo escenificar la desesperación colectiva, y por unos cuantos meses vivimos con espanto el crecimiento de la amenazante figura de Milei, que emergía como el instrumento elegido por los humillados para intentar humillar a los humilladores. Derrotado éste en la primera vuelta y sin pretender adivinar qué ocurrirá en la segunda, es viable imaginar que el espacio configurado por la decepción política pueda ser reactivado en el futuro por otras figuras. Las razones por las que la derecha realmente existente -el macrismo- no creció con el derrape del peronismo del 2021 señalan a la vez la insuficiencia descriptiva del término “derechización” y las condiciones para la aparición de un fenómeno nuevo y más radicalizado, que no crece como demanda de ajuste sino de revancha contra la casta ajustadora. Milei es el síntoma más caricatural -y por tanto más nítido- de la implosión social, y de los efectos subjetivos que produce en medio de la catástrofe el gobierno de los automatismos informacionales-comunicacionales. Y, por su parte, Massa es el síntoma del éxito del sistema en evitar el estallido. Ahí donde Massa garantiza mejor unas condiciones realistas de reproducción que Milei, actuó como una amenaza a las coordenadas ideológicas clásicas. Al punto que con un poco de humor podría decirse lo siguiente: ahí donde Milei supo apropiarse por derecha del gesto izquierdista de rechazo a las élites y Bullrich no supo enunciar de modo fluido el programa de la Fundación Mediterránea (ni articularla a una propuesta de reconstitución de lo social), Massa apareció como el centrista que mejor garantizaba un voto por izquierda. Al anunciar luego de las PASO que se podía alcanzar el equilibrio fiscal recortando gasto público que beneficia a grandes empresas y que convocaría a acuerdo político y a un gobierno de unidad nacional, el ministro de economía comienza a recorrer el camino sugerido durante el último año largo por Cristina Fernández: un pacto en torno de la economía bimonetaria, el de la renegociación con el FMI y el de la violencia política (pacto del que ella misma está excluida por la irritación que causa entre los convocados a pactar). 
El hecho de que la capacidad de reacción electoral de una parte de la sociedad (que el peronismo se auto adjudica con exagerado orgullo a pesar de realizar la peor elección presidencial para una primera vuelta) parezca alcanzar para desactivar la amenaza inmediata de una derecha extrema en el poder no debería hacernos creer que las condiciones que produjeron el fenómeno amenazante se han revertido o diluido. Milei no tuvo responsabilidad alguna en el empobrecimiento sostenido del país ni en la transferencia constante de recursos de abajo hacia arriba de la última década de la política argentina. Es síntoma y no causa de la esterilización postmodemocrática. Es también, si se quiere, un balance crudo, que nos informa que ni el momento democrático de la elección ni el estallido de 2001 han alcanzado para sacudir a la política de su impotencia. Y, sin embargo, anida en ellos la ilusión igualitaria del instantes libre capaz de activar un caudal de inspiración. Esa ilusión es clave para forjar nuevos instrumentos conceptuales y organizativos. Es solo una ranura por la que se cuela una luz política capaz de despejar la niebla opaca que nos desorienta en la noche de lo común expropiado y nos acerca a la experiencia de su redención. O al menos a un lenguaje capaz de conectar de modo virtuoso con la desesperación. Dejarle la desesperación de nuevo al peor de los enemigos equivaldría a no haber escuchado el último aviso.

 


Buenos Aires, 31 de octubre de 2023.

(para La Tecl@ Eñe)

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