Zona de enjambres. De la Revuelta chilena a la hegemonía autoritaria // Mauro Salazar J

Dado el parte médico que estamparon nuestras oligarquías sobre la difunta revuelta (“estallido social”) no es posible reconocer los herederos de su herencia espectral. Lejos de las barricadas y el fetichismo de Plaza Dignidad, nuestro mainstream  condena su desborde y falta de articulación. Aunque es fundamental la crítica realista-normativa, al “desvío mesiánico”, siguen intactas abismantes desigualdades que exceden con creces el binomio malestar-anomia acuñado por  el dispositivo modernizador. La liturgia de octubre, so pena de una violencia insondable, resulta urticante porque impugnó intensamente los mitos del realismo y la gobernabilidad transicional (1990-2014). 

En un tiempo marcado por el agotamiento de las teorías críticas, la “guerra de posiciones” en Chile no infundió ningún “sujeto político de la post-revuelta”, tampoco se activó algún movimiento que reemplace los silogismos del orden a nombre de un nuevo horizonte libidinal. No irrumpió nada similar  a un PODEMOS u otro tipo de vector o articulación que suscribiera una “política post-hegemónica” (viral, imágenes o multitudes). El movimiento del 19 no fue “necesariamente” antineoliberal, sino que se asemeja más a la imagen de un sujeto “lumpen consumista” hibridado con demandas que abundan en cuerpos pobres. A ello alude Lucy Oporto, desde una lectura algo obstinada  y espiritista, exalta las figuras del mal “lumpenfascita”, a saber, el “gran saqueador” (escorial) sería el responsable del paisaje narco-político. 

Y aunque irrumpieron “marginalidades mediáticas”, rebeldías que chocaban como “olas negras”. Nostalgias sobre el nuevo sujeto popular extraviado desde 1973, y devenido en distopía bajo la vanguardia especulativa que cimentó la Dictadura. Las energías “distópicas”, se mezclaron con inmigración, delincuencia, xenofobia, nostalgia por el futuro, e inseguridad por el presente. El colofón fue una abundante epidemiología cristalizada en una cultura del “rechazo existencial”. Y en medio de los flujos de antagonismos, el primer virus posfordista del XXI (Covid-19), fue la forma en que el futuro abstracto existió en un presente enfermo. 

De hecho, sí la revuelta no tuvo rostro, orgánica, ni partido, ello no avala goces, o bien, atributos anti hegemónicos. Y ello al precio de que la (post)hegemonía devela a la hegemonía como una categoría descriptivo-analítica, que ha perdido potencia transformadora en el campo de la articulación. Con todo, aún no damos con el vector o pliegue de una “política post-hegemónica”. Al parecer el recurso del pensamiento crítico (“fuente de libertad”) ha sido liberar la multiplicidad deseante de la axiomática del capital y, evitar equivalencias, traducciones imperfectas, resguardando un  “lugar vacío”, antes de ser “un hegemón” capturado en la máquina institucional -contrariando la concepción deleuziana sobre lo institucional como un campo estriado, protuberante, que cabría disputar. 

Bajo la revuelta chilena, no se dieron las condiciones -ni la inventiva- para gestionar el ansiado nexo entre territorios, cuerpos, subjetividades e instituciones durante el 2019. Tampoco fue mero espontaneísmo el 19 porque octubre tiene complejos eslabones con movilizaciones anteriores (2006/2011) y cultivó una pluralización de antagonismos acumulados. 

En medio de tales contrastes, se alzó el Partido Republicano- y el programa de la “irrebasable despinochetización” coronó nuestro presente en los 50 años de la Unidad Popular. Contra el deseo de transformación, el sujeto de la post-revuelta es la derecha radical – JAK- y su angustiante agenda securitaria capturó las marginalidades mediáticas del 19. 

En tal trama expresiva, no existió mera negatividad, ni claro fervor destituyente, aunque vivimos una huelga general absolutamente inédita. Tampoco sirve de mucho la trampa de los ingresos medios estancados para explicar los sucesos. Ni siquiera la quema de la Torre ENEL puede ser leída como un  hito antineoliberal. Todo este collage fue un orgasmo de espectáculos para el dispositivo matinal y sus rankings de consumo (“mediatización de los despidos”). No podemos obviar a la calle como escenario performativo de los “cuerpos monetarizados”. Hubo hitos aparentemente desaprovechados -calculados- por los partidos de izquierda: el 25 de octubre desembocó en la “Marcha más grande de Chile”, que fue capaz de convocar, solo en Santiago, a más de 1 millón de personas. La movilización histórica reafirmó la magnitud de la movilización y su carácter policlasista apelando a derechos fundamentales que poco tienen que ver con un “Golpe de Estado no tradicional” como suelen decir nuestros administradores cognitivos. Y aunque el dato es abrumador, esa masa de ciudadanos también litigaba desde y contra los enjambres del mercado. Más tarde cayó la Convención (04 de septiembre de 2022) y las revuelta recibía el tiro de gracia. Luego el oscilante electoralismo que nos arrastró a una restauración conservadora ¡todo un oxímoron!

 

¿Qué fue la revuelta? Si hay algo que no ayuda a descifrar sus enigmas, es el populismo mediático -publicitario- que la nombra como “estallido social” -fuego- y mera irrupción de la indiada. Tampoco resulta muy elocuente la holgura de salón que, a nombre de tanto bienestar del milagro chileno (“teóricos de la modernización”), cataloga el proceso como una insurrección por mayor bienestar. Todo se debería -según a tal tesis- a una frustración de expectativas -tesis que aplica a la estética del disenso del  movimiento 2011 y la demografía FA.  La anomia, concitando a Javier Agüero, se devela como una categoría narcotizante, destinado a contener las angustias en el dispositivo de la modernización, a saber, un significante corporativista -anestésico- capaz de bloquear los flujos de metaforicidad en sus apareceres litigantes. En suma, tal término neutralizaba los cuerpos monetarizados del “malaise” en su afán de restaurar el “credencialismo globalizador como índice celebratorio del milagro chileno”. 

 

Ante tal pregunta, cabría sospechar si hoy -más allá de las rebeldías- la potencia de la revuelta (2019) sigue siendo un imaginario sin cuerpo que estaría lejos de representar un “horizonte de sentido”. Y sí, por doloroso que resulte,  debemos admitir subjetividades con afecciones, dadas sus distintas articulaciones con múltiples formas de exclusión material, nomenclaturas de crédito -fragmentación y riesgo- y no así, el sujeto de la lírica destituyente. El dominio neoliberal de la revuelta no ofrecía las condiciones materiales para un “nosotros estratégico”, porque la mayoría fáctica -sin mínimos de convivencia- hacía de la demanda un gesto totalitario contra el capital y sus violencia, como así mismo, negaba toda articulación comunitaria. 

 

En suma, la revuelta neoliberal se identifica globalmente con el Partido Republicano  y la gestión del odio institucional que responde al dogma securitario. Una vez que se esfuman los fetiches de la revuelta (2019), ha irrumpido un conservadurismo mitológico que expresa un orden fáctico donde la Kastización deviene en un proyecto cuasi-hegemónico. 

Tal proceso ha colonizado el sentido común de la chilenidad, a saber, el taxista “con pistolas”, el profesional, el vecino de capa media con rictus marcial, el vendedor minorista, el trabajador despolitizado y la porosidad popular, han suscrito con beatitud al mesianismo conservador. El hito del Partido Republicano, a partir de la escisión de la subjetividad neoliberal, nos alecciona sobre el goce de la “violencia institucionalizada” para legitimar una  “figura monarcal” frente a imaginarios narcotizantes desplegados en la revuelta como irá contra la desigualdad, pero sin ningún deseo de comunidad política. De allí que irrumpa una metabolización sádica, dolorosa y gozosa, ante la masificación del abuso y luego un clamor de orden. Y así, los angustiados, los endeudados, los depresivos, los bipolares, y todos los vulnerables del mercado laboral, luego de la revuelta, buscan placer en una retórica de la limpieza étnica. Quizá una mayoría fáctica echó las bases para una deriva autoritaria que dibujó el sujeto político del nuevo realismo -histérico- en su demanda de orden y participa de diversas formas de enemización. En suma, esa “rabia erotizada” que no se dejó metabolizar colectivamente por los modos expresivos del orden neoliberal, y hace de los otros, un enemigo absoluto que puede ser el terrorista virológico del Covid-19, un desconocido, cualquier anónimo, o bien, el vecino que ha “devenido narco”. 

En suma, será necesario repensar radicalmente los progresismos y sus enigmáticas agendas ante los hechos de violencia, y otras materias asociadas a diseños sobre modernización, subjetividad y campo popular, modelos de ciudadanía, institucionalidad y conflictividad, paradigmas de transformación, formas del intelectual, etc. 

Por fin, a propósito de la “revuelta tanática” del 19, y el frenesí exorcizante de nuestro “laissez faire” oligarquizante, vaya una nimia conjetura. En el próximo plebiscito constitucional, cómo se repartirá los méritos la clase política, y especialmente el “mundo progre” y (FA), si en diciembre (2023) se impone el Apruebo Constitucional patrocinado por las derechas duras. Y qué decir si se impone la opción Rechazo y el corpus constitucional del golpe de Estado sigue intacto en su factualidad jurídica. Todo indica que estamos ante un “neoliberalismo constitucional” que vive asediado por la revuelta, ya no como momento propositivo, sino como aquel “metafórico expansivo” que obra como el acompañante impredecible de la modernización y sus glorias. 

Bajo estos dilemas habrá que asimilar el parpadeo excedentario de la revuelta. Quizá la difunta del 19 no quiere morir, sin antes ser reconocida, como “hija bastarda” de su tiempo distópico. Expulsar tal espectro será la tarea del 17 de Diciembre, para evitar la coincidencia con el número 17. Es decir, volver un día antes del llamado estallido (2019).  

 

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