Volver nuestras las calles y exorcizar los 90s // Ana Marangoni

 

Tengo días buenos y días malos. En los malos me pongo pesimista, y leo todo con esa mirada distópica, un poco aterrada y otro poco extrañada. Hay una sensación que me habita, que vuelve, y que me recuerda cosas del pasado. No es que haya vivido demasiado, pero cuando estás más cerca de los cuarenta que de los treinta, te empezás a dar cuenta de que muchas de las cosas que viviste las tenés que explicar. Te das cuenta de que empezás a “saber” cosas, solamente porque te pasaron. Aunque saber, en esos casos, siempre es algo acotado, parcial, cargado de las subjetividades de las desmemorias que forman parte de la propia memoria. 

Cuando era chica y adolescente, en plena década de los noventa, la calle tenía una configuración particular. Había que salir con el DNI, que en ese entonces era una libretita verde un poco molesta. La cana era la cana, o sea, distante, peligrosa, imbatible. Vos estabas en un bar o en un boliche, y siempre podía caer la gorra. Empezaban a pedir los documentos, y si no lo tenías, te llevaban. Así de simple. La calle era propia, y a la vez no. El fantasma de la cana siempre estaba. Un recital, una marcha, un partido, podía terminar en palazos brutales y calabozos. La calle todavía estaba invadida por el poder marcial de los uniformes de la dictadura. Podías estar, podías salir, pero la amenaza estaba presente. La cosa, de un momento a otro, podía terminar mal.

Salir de una dictadura es algo gradual, es un proceso larguísimo, a veces, inacabable. Y en Latinoamérica, a veces parece que nunca terminamos de salir del todo. Quedan los resabios por ahí, y a veces los creemos desterrados, pero al menor descuido resurgen con fuerza y nos dan vuelta la tortilla. Chile hoy esta saliendo de la dictadura de Pinochet, por ejemplo. En Argentina, el estallido del dos mil uno nos devolvió junto a la calle todas las contradicciones de una democracia no resuelta, como nunca había pasado desde su retorno oficial, allá, por el ochenta y tres. Más tarde, la época dorada del kirchnerismo nos devolvió una postal del peronismo clásico, de calles repletas y apaisadas con la alianza de clases, de gente de Lanús o González Catán paseando en familia por la Nueve de Julio durante los festejos del Bicentenario. Se instaló una idea, muchas veces naif pero también potente y genuina, de haber recuperado la calle, y con ella la fiesta, el bombo, las banderas, el humo con olorcito a chori. 

No voy a hablar de Macri, porque a los gobiernos antagónicos no se les reclama; simplemente se les disputa sentidos y, en el mejor de los casos, se les gana. Alberto Fernández suponía esa alternativa para ganar frente a un gobierno que fue perdiendo solo. El gambito de Dama funcionó, y por cuatro años, o dos, Jaque Mate. Entiendo que en Argentina debatir se hace difícil. Para muches, Alberto es peronista, y hay que darle tiempo. Le tocó una pandemia, la deuda con el FMI, pésimos números en la economía, un peronismo frágil, fragmentado y camorrero, empresarios con mucho poder, un contexto regional hostil. Y podríamos seguir.

En pleno macriariato, vivimos en 2017 una de las represiones mas feroces desde el 2001, cuando nos manifestamos contra la reforma previsional. Ese día me acordé de ese miedo fantasmagórico de los noventa, pero hecho carne. La cana nos arrinconaba como si fuéramos ratas. Era nuestra noche de Tlatelolco. Ese día, todes ahí tuvimos miedo de morir. 

Últimamente ando con sensaciones raras. El inicio de la Pandemia nos mandó derechito para casa. Y aun así, comprendiendo el contexto, me asombraba el despliegue policial, que fuera el ejercito el que llevara provisiones a los barrios, o el megáfono de toque de queda de las 12 de la noche. 

El aislamiento pasó, al menos provisoriamente, y las calles volvieron a recobrar vida. Pero el brutal desalojo en Guernica, con Berni como protagonista, me trajo otra vez esa sensación de “cómo puede ser”, de querer entender diferencias entre Macri y Alberto, y no poder encontrarlas. ¿Un Macrismo moderado es igual a un Albertismo más rígido? ¿Cuánto tiene este gobierno de incapaz y cuánto de todo eso que solemos llamar “derecha”? 

El velorio de Maradona me revolvió otra vez el estómago. Me parecía poco verosímil que no se hubiera previsto la increíble movilización de personas para despedir a uno de los símbolos más importantes de fines del Siglo XX en el país. La historia nacional de los velorios colectivos, de figuras como las de Néstor o Gilda, en la historia reciente. El desfile de gente para despedir a Evita durante más de quince días, yendo un poco mas atrás. Despedirse del cuerpo. La procesión. El duelo colectivo. Figuras que condensan sentires, épocas, pedazos de historia. Un duelo de semejante magnitud que terminó en represión, gas pimienta, balazos de goma, corridas y palazos. Y después, un silencio más que incómodo. Supongo que muchos ya estarán diciendo lo que circuló después, que “fue la policía de la ciudad”. Pero si alguien está de acuerdo, algo así solo puede pasar con un gobierno que avala, o con uno que no puede, o no sabe, gobernar. Y la diferencia, hoy, no me importa demasiado. Porque tal vez se trate de una mezcla de ambas razones. 

Lo que sí me importa es el miedo al miedo. El miedo a que el miedo pase a ser, como en los 90s, un fantasma callejero. El miedo a la posibilidad latente de que se pueda pudrir. Y nunca se sabe quién termina detenide o en el hospital, quién pierde un ojo, quién no la puede contar.

Ese miedo me habita, y quisiera se fuese un miedo irracional, una perturbación paranoica, mi propio fantasma de la dictadura deambulando por mi cabeza.

Pero lo suelto, aunque corra el riesgo de ser tildada de fatalista, exagerada o purista. Y lo suelto porque algo me preocupa más que el ridículo, y es que nos demos cuenta cuando ya sea demasiado tarde. 



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