U-kraine: al límite // Julio César Guanche

Un amigo me envía un video de una familia frente a un edificio incendiado en algún lugar de Ucrania. Ambos quedamos consternados por el horror. En mi Facebook, comparto un video de manifestantes rusos contra la guerra desencadenada por su gobierno. Alguien comenta: “Putin, el nuevo Hitler”.

Ucrania nos queda lejos a los cubanos. Es difícil entender el conflicto más allá de las peticiones de paz y de las consignas repetidas. Sabemos algo de cierto. La invasión viola el Derecho Internacional y el derecho de autodeterminación. Solo cabe condenarla sin condiciones. Dicho esto, queda mucho por hacer. Primero, entender qué se está condenando.

Varios manifestantes se han concentrado este viernes en la Puerta del Sol, en Madrid, para protestar contra la guerra en Ucrania. EFE/Zipi

La guerra, y su cronología

La cronología de esta guerra sugiere que no ha empezado hace dos días. Sin embargo, hay líneas de tiempo que confunden más de lo que aclaran. Una opinión común es situar su inicio en la anexión rusa a Crimea (2014), o en la invasión de ese país a Georgia (2008).

Ciertamente, existen cronologías más complejas para entender el conflicto.

Primero, es reconocible una onda larga. En su historia, Rusia ha experimentado al menos tres tipos de imperialismos. La idea imperial —zarista/estalinista— parece estar encajada en la cultura rusa.

Ucrania se ha visto, desde ese lugar, como un “hermano pequeño”, “un niño que debe ser conducido por Rusia”; o como parte, sin más, de Rusia. Con la típica prepotencia imperial, Putin ha negado ahora el derecho de Ucrania a existir como nación. En esa lógica, antes de la invasión, ya había practicado repertorios de guerra híbrida contra Ucrania.

Expulsar las fronteras hostiles lo más lejos posible de su territorio ha sido una constante de la cultura rusa. Ucrania fue clave para las invasiones contra Rusia de Napoleón y de Alemania. Rusia tiene “miedos” históricos a las amenazas contra su seguridad. No es raro: vio morir a cerca de 27 millones de personas en una guerra que aún tiene sobrevivientes.

Segundo, existe una cronología de onda media. Es la “perspectiva de los 30 años”, sugerida por Rafael Poch, que supone ubicar esta guerra en el lapso y espacio possoviético.

Aquí es crucial el papel de Europa y de la OTAN en la conformación de un esquema de seguridad bajo el mando estadunidense. En esta línea cronológica, aparecen grandes zonas rojas. Tras 1991, Rusia recibió la promesa de que la OTAN no se correría “un centímetro al este”. Al día de hoy se ha corrido 800 millas en esa dirección.

En 1995, William J. Burns, actual director de la CIA, escribió en un informe desde Moscú: “La hostilidad a una ampliación precoz de la OTAN se siente casi universalmente en todo el espectro político interno aquí”.

En 2008, un asesor diplomático de George W. Bush escribió que “Putin consideraría los movimientos para acercar a Ucrania y Georgia a la OTAN como una provocación que probablemente provocaría una acción militar preventiva de Rusia […].”

En ese año, Putin aseguró que “si Ucrania ingresa en la OTAN dejará de existir” porque se partirá”. También había zanahorias, no correspondidas por Occidente. En 2009 Medvedev insistió en una antigua propuesta rusa, formulada desde la Perestroika: “preparar un acuerdo sobre seguridad europea jurídicamente vinculante” que pusiera fin a las tensiones de entonces, las mismas que han estallado ahora.1

Es difícil imaginar a cualquier presidente ruso aceptando la presencia de la OTAN en su frontera, con capacidad de poner misiles en Moscú en “cinco minutos”. Aquí radica una ironía trágica: nadie en Europa piensa la seguridad continental sin Rusia, pero nadie parece interesado en hacerla parte de la solución.

De hecho, han pasado más de 30 años desde la primera invitación rusa a un acuerdo, y todas las palabras en esa dirección han caído en saco roto hasta hoy.

Un militar ucraniano en una trinchera en Lugansk el 22 de febrero de 2022. Anatolii STEPANOV / AFP

#NoalaGuerra, pero y el atlantismo…

Vista desde la “perspectiva de los 30 años”, la ideología del atlantismo es una profecía autocumplida: augura problemas que ella misma crea, a la vez que se presenta como solución. Otras ideas de Europa, como la de concebirla como un espacio sin bloques militares, a cambio de un esquema compartido de seguridad europea, sugerida por Gorbachov, fue derrotada a favor de la visión atlántica.

Esto ocurrió en medio de un océano de mentiras. Una de ellas es que el enemigo había sido el comunismo, no Rusia. Así, ya todo estaría bien: otro sapo que se tragó Gorbachov, y también Putin, por cierto tiempo. Otra fue aceptar la partición de Yugoslavia, por parte de Alemania, contra las promesas que había hecho la entonces naciente Unión Europea.

El atlantismo ha buscado mantener siempre a los Estados Unidos dentro de Europa. Sin el viejo continente, la idea de hegemon mundial pierde sentido, y mucho peor, una base crucial de su poder. Es un asunto con muchas dimensiones: la actual guerra de Ucrania hará más dependiente a Alemania del gas estadunidese.

Fijar a Rusia como derrotada de la Guerra Fría, y machacar sobre su imagen de potencia extinta, ahora borracha y desdentada, fue un proyecto político militar concreto: tras 1991 Bigniew Brzezinsk propuso desmembrar Rusia en 4 ó 5 partes.

En el proceso, el complejo militar industrial hizo zafra en Europa (armando a los nuevos miembros de las cinco oleadas de ampliaciones de la OTAN), y en las guerras del Medio Oriente. Desde 1991 hasta ahora, Kiev ha recibido al menos 4.000 millones de dólares estadunidenses en asistencia militar, sin contar el concurso de otros miembros de la OTAN.

En el lapso, también se hizo norma la privatización de la guerra. En Irak, mercenarios ya ganaban mil dólares por día. El Batallón Azov, un grupo neonazi armado, integrado formalmente al Ejército ucraniano, admite mercenarios de una veintena de países, entre ellos, Estados Unidos, Reino Unido y Francia.

En el proceso, los actores atlánticos no mostraron preocupación por la redefinición de fronteras, cuando la interesaron ellos mismos. Tampoco fue difícil recibir dinero por negocios civiles en medio del conflicto, dentro de esquemas “rusos” de tráfico de influencias.

Hunter Biden, hijo del actual presidente, fue director, justo tras 2014 —y hasta 2019—, de la empresa de gas Burisma, la más grande de Ucrania. Habría llegado a cobrar hasta 50.000 dólares mensuales. Su padre afronta ahora esta guerra tras pronósticos de probable derrota demócrata en las próximas elecciones de medio término.

El atlantismo es una ideología de guerra, ganancia y posesión que vende, en condiciones de monopolio, productos exóticos —si seguimos rectamente a John Rawls—, como el “orden liberal” y “sistemas basados en reglas”. La pregunta “qué tal con los habitantes de las regiones” a las que se les venden tales bienes, no se recuerda en Medio Oriente. Tampoco se recuerdan reglas compartidas para la expansión atlántica al Este.

Miles de personas se resguardan en las estaciones subterráneas de Kiev ante los primeros bombardeos rusos. Daniel LEAL / AFP

Rusia, mientras más lejos mejor

Esa pregunta sí resuena ahora para el caso de Ucrania y su derecho a elegir entrar a la OTAN. Está muy bien preguntar a los ucranianos, pero fuese mejor si se comprendiese que esa pregunta tiene una base previa ineludible: la profundísima fractura que existe en la sociedad civil ucraniana, que llegó, nada menos, que a la guerra civil.

La pregunta fuese mejor aún si se escucha en verdad a los ucranianos. Yanukovich, un sátrapa proPutin, le propuso a Alemania algo bastante sensato para muchos ucranianos: un acuerdo europeo a tres manos con Rusia. Merkel le dijo que solo era posible si se excluía a Rusia. Entonces, el también impresentable oligarca Yanukovich, dijo no al acuerdo.

No había que ser muy brillante para comprender que una solución para Ucrania sin Rusia —para empezar, el ruso es el idioma nativo de la mayoría de los ucranianos y varias de sus regiones principales comparten etnia y cultura rusa— es ninguna solución. El rechazo a la propuesta de Merkel le explotó en la cara a Yanukovich.

Tras el “segundo” Maidán, que capturó la legítima protesta social del inicio de la revuelta, ahora con apoyo de Occidente, la zona antirrusa de la política y la cultura ucraniana ha encontrado soporte occidental hasta hoy.

En ello, estas noticias eran desconocidas para muchos de los que hoy se oponen, con razón, a la invasión rusa: desde 2014 se contabilizan 14.000 muertos y centenares de miles de refugiados y desplazados, resultado de la “Operación antiterrorista” que, ordenada por el gobierno de Kiev, militarizó la guerra civil contra actores “prorrusos” y sembró el terror en las regiones en conflicto.

Desde ese año, están incumplidos los Acuerdos de Minsk. Firmados por los principales implicados, buscaron integrar los territorios separatistas prorrusos en Ucrania. El actual presidente, Zelensky, se negó a cumplirlos. Ante su desastre de gobierno — Zelensky ha sido la decepción electoral más grande de la historia reciente de ese país— creció su dependencia de la extrema derecha, que ve esos acuerdos como una derrota ante Rusia.

El presidente pudo preguntar a los ucranianos en busca de opciones. Entre ellas varias nada ominosas, como explorar entre diversas nociones de neutralidad, tipo Finlandia, Austria o Suecia, abiertas a Occidente, pero sin ser miembros de la OTAN. En cambio, Zelenski, dependiente hacia fuera de Occidente, reformó el estatus neutral consagrado en la constitución ucraniana desde los 1990, para facilitar la entrada a la OTAN.

Aparece aquí con todas sus letras un viejo objetivo atlántico: que Rusia quede fuera de Europa. Para ello, no importa lo que piensen los ucranianosdiversos como son, sobre Rusia. Sobre todo, si piensan algo distinto a lo que Occidente piensa sobre Rusia.

También hay aquí otras verdades, estas sí escuchadas. Los programas de apoyo del FMI y del BM —a los que se giró Ucrania tras 2014, dejando sin pagar una deuda de 3.000 millones de dólares con Rusia— han asegurado algo que ha sido ilegal en Ucrania hasta ahora: vender tierra a extranjeros.

Con los nuevos acuerdos, en 2024 se podrán vender hasta 10.000 hectáreas por transacción. El área que calificará para la venta equivale al tamaño de California, o de Italia completa. No es cualquier tierra: Ucrania posee una cuarta parte del suelo fértil de las “tierras negras” del planeta, es el mayor productor mundial de aceite de girasol y el cuarto mayor productor de maíz.

En otros tiempos, se le llamaba a la conexión entre expansión, guerra y capitalismo, imperialismo, pero vivimos tiempos más prácticos. Con todo, condenar la guerra contra Ucrania sin cuestionarse el atlantismo, que la produce de continuo, parece ser lo mismo que pretender cocinar con una olla eléctrica en medio de un apagón.

Los miembros del servicio ucraniano buscan y recogen proyectiles sin explotar después de un combate con un grupo de asalto ruso en la capital ucraniana de Kiev. /SERGEI SUPINSKY / AFP

La extrema derecha nacionalista ucraniana y la “desnazificación”

La transición al capitalismo en el espacio possoviético supuso una orgía de saqueos y corrupción, presentada cortésmente ante el mundo como “privatizaciones”. Ucrania fue alumno destacado de esa clase.

En ese curso, tuvo alternancias entre regímenes prorrusos y proccidentales, y tuvo continuidades: la sucesión del sistema burocrático oligárquico del “antiguo régimen” comunista, trasmutado ahora en un sistema capitalista oligárquico, corrupto y mafioso, que no garantizó democracia, ni desarrollo económico y que recortó a fondo derechos sociales. Hoy, Ucrania es el país más pobre de Europa, siendo el octavo en población.

Ante la crisis social estructural ucraniana, se hizo fuerte un actor interno que ha sido cortejado hasta hoy, empezando por Yanukovich: la extrema derecha nacionalista. Funcionó como mecanismo ideológico de compensación e intercambio: a falta de políticas de distribución, se afirmaron en exclusiva políticas —chovinistas— de identidad.

El nacionalismo es un recurso siempre a mano para curar heridas de la nación. En sus vertientes de derecha, promueve el orgullo y la identificación nacional, a la vez que malinterpreta olímpicamente las estructuras de producción de ofensas, que entiende generadas siempre por un afuera. Ese afuera, desde 2014, ha sido Rusia: la explicación universal para todos los males ucranianos.

Ucrania es quizás el país más tolerante de Europa con la extrema derecha. Donde en otros países tienen que disputar elecciones, sin permiso expreso para la violencia, en Ucrania tiene espacio asegurado para acciones de calle, portar emblemas nazis y difundir discursos fascistas. Sus actores reciben diversos apoyos, entre ellos, desde los Estados Unidos.

El nacionalismo de derecha tiene fuertes raíces culturales y políticas en Ucrania, que ha construido parte de su identidad en contra de Rusia. Una de sus regiones, llamada Galitzia, en la zona ucraniana más cercana a Europa, ha sido pasto histórico de esa tendencia.

Dentro de ella, Stepan Bandera ha devenido “héroe nacional” tras los gobiernos posMaidán. Durante la Gran Guerra Patria, los seguidores de Bandera fueron responsables de matar al menos 70 mil judíos entre 1941 y 1944, colaborando con los fascistas alemanes en contra de los soviéticos.

Tenían frente a sí un argumento: la política stalinista frente a Ucrania, que mató de hambre entre 2 y 4 millones de ucranianos para financiar la industrialización soviética. El hecho, conocido como Holodomor, ha copado la agenda de las políticas actuales de memoria.

El asunto no se trata solo de memoria, más cuando Zelensky es judío. Esa tendencia nacionalista de derecha, parte de la cual celebra abiertamente el nazismo —aunque es un fascismo, siempre, a la ucraniana—, ha conseguido ser política oficial en varios campos: la “descomunistización”, la ilegalización del Partido Comunista de Ucrania y la “ucranización” (que incluye prohibición de uso de la lengua rusa).

Esa tendencia nacionalista de derecha ha secuestrado un viejo apotegma de la cultura ucraniana: somos diferentes y tenemos que arreglarnos de algún modo para convivir.

Tal pacto había sido respetado incluso por los esquemas político-mafiosos possoviéticos en Ucrania, donde existen al menos dos grandes grupos oligárquicos, con anclajes territoriales, uno “prorruso” y otro “proccidental”, conscientes de que aniquilar al otro era el principio de la destrucción mutua.

Sobre esta realidad, Putin ha montado su discurso de “desnazificación”: pretende un cambio de régimen de lo que, según él, sería la “junta pronazi” que gobierna Ucrania.

Putin opera desde un “mito antifascista”, que se ampara en el prestigio de la victoria rusa contra el fascismo, pero que nada debe al consenso antifascista democrático de guerra y posguerra. El antifascismo real fue un discurso antitotalitario. El mito del antifacismo lo usa también hacia un afuera. Mientras, dentro Putin mete presos a los que se oponen a la guerra “antifascista”.

Putin es, también, y a su manera, anticomunista y nacionalista de derechas. Ha renegado de Lenin, como el “arquitecto” del invento bolchevique que habría sido Ucrania. Su antileninismo, no obstante, es lúcido según sus propios intereses: comprende que tiene que oponerse a las propuestas políticas de Lenin sobre la autodeterminación de las naciones.

“Hablando” contra Lenin, Putin está “haciendo” otra cosa: negando cualquier posibilidad de federalismo, de pacifismo y de respeto a la plurinacionalidad. En cambio, está “defendiendo”, sin decirlo, a Stalin, al apoyar la rusificación de Ucrania.

Humo negro en el aeropuerto militar de Chuguyev, cerca de Járkov, Ucrania. Aris Messinis / AFP

No a la invasión rusa, y a ninguna otra

Putin es el agresor directo en esta guerra, por más que la OTAN la haya buscado. La invasión es una continuidad de la política soviética que llevó los tanques a Hungría, Afganistán y Checoslovaquia.

Putin es responsable de los muertos y desplazados que genera el actual conflicto. Cualquiera sea el resultado de la guerra, Rusia ganará algo, y perderá mucho. Ucrania y los ucranianos habrán perdido más. Poner fin a la guerra lo antes posible es imprescindible.

Vasili Nebenzi, embajador ruso en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, aseguró que “Rusia no está agrediendo al pueblo ucraniano, sino al régimen gobernante”. Es difícil concebir mayor cinismo.

Oída desde Cuba, la frase produce escalofríos. Los argumentos para la invasión a Ucrania podrían servir a su vez para una hipotética invasión estadunidense contra Cuba. La frase de Nebenzi, además, contiene otra ironía: es lo mismo que dice el gobierno de los EEUU sobre el bloqueo contra Cuba. Ucrania, al final, no nos queda tan lejos a los cubanos.

***

1 Las citas anteriores se encuentran aquí

* «Ucrania fue un país situado geográficamente en el límite y la confluencia de grandes imperios (turcos, polacos, rusos). Su propio nombre, ‘U-kraine’, significa algo así como ‘junto al límite’, ‘en la frontera’, un espacio al que la autoridad imperial de unos y otros, y sus relaciones de servidumbre, apenas llegan o se perciben como algo lejano y difuminado». cita aquí

FUENTE: Oncubanews

 
 

2 Comments

  1. Gracias por el artículo, muy interesante. Sin embargo, dudo que puedas fundamentar tu alegación de que ha habido una prohibición del uso de la lengua rusa en el muy bilingüe país de Ucrania.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

*

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.