Anarquía Coronada

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Diego Sztulwark

Para la tradición de los oprimidos el hambre es un crimen // Diego Sztulwark

La vigencia de la tradición de los oprimidos depende sólo de ellos mismos. Como queda hoy a la vista, no hay ley ni gobierno que por sí mismo pueda garantizar en el presente que esa tradición no sea liquidada. En partes porque el acto de mismo de la aniquilación tiene algo de incesante, y requiere completar cada vez el borramiento de las marcas que la memoria conserva. De ahí el negacionismo. Pero hay más: porque los aniquiladores de hoy crean en el presente la tradición de los vencedores: las masacres actuales -la del hambre, insoportable, lo es- y las que están en preparación (Rosario como excusa para revalidar a las FFAA en tareas de represión interna) tejen con las antiguas un tenebroso continuo.
De allí que la tradición de los oprimidos sea por una parte esencialmente contra-narrativa, pero también reacción contra un presente desesperante y sin salida (sin futuro). Acorraladxs y en peligro, ese pasado de luchas es la única actualidad que abre un porvenir. Pero incluso ese pasado está bajo amenaza.
Si un valor profundo tuvo diciembre de 2001 fue precisamente articular la tradición de los oprimidos con la lucha contra el hambre y la desposesión y con un tipo de coraje físico no ya individual sino de masas. Pero entonces se venía de un proceso de acumulación de resistencias, y ahora estamos, a la inversa, en uno de destrucción. A toda luces, se hace preciso marcar un punto de inflexión.
Anudar contra-narración, denuncia del hambre y la desposesión y presencia de lo colectivo masivo es precisamente lo que se proponen en todo el país las marchas del próximo 24 de marzo: un paso importante, más allá de toda retórica, en la elaboración de ese indispensable punto de inflexión.

Lo insoportable y la transformación // Diego Sztulwark

 

¿Gregorio Samsa ya no soportaba ser un humano cuando se transformó, repentinamente, en una suerte de escarabajo? Difícil saberlo. Por de pronto, ninguna instancia subjetiva consciente obró en él algo así como una toma de decisión al respecto. Simplemente despertó una mañana en su cama, luego de un sueño inquieto, transformado. Quizás, hastiado de ser un vendedor viajante, de someterse a su jefe para pagar deudas familiares y de vivir la vida burguesa de su familia (de la que era su sostén económico), un buen día su cuerpo decidió por él (mientras soñaba).

Si así fuera, el relato de Kafka (que Borges correctamente llamaba “La transformación”, aunque sus editores titularon “La metamorfosis”) bien podría ser leído como un relato sobre la lenta formación de una auto-conciencia que tarda en comprender la mutación que ya le ha sobrevenido. Su biógrafo, Max Brod, cuenta que el escritor leía en voz alta fragmentos del relato a sus amigos entre risas. El humor como asimilación de lo inusual. Porque, a diferencia de lo que habitualmente se supone, en Kafka es el cuerpo quien actúa de modo veloz, mientras que la conciencia resulta un procesador demasiado lento. Se entera siempre tarde de lo que ya le ha ocurrido.

 
 

Por un par de meses, Samsa descubre su cuerpo de insecto y retiene recuerdos de humano. Se entusiasma cuando su querida hermana deja en el suelo un plato con su alimento preferido -leche dulce con pan-, que sin embargo ya no logra saborear. Ahora le repugna y, en cambio, le encanta el queso podrido. La memoria de haber tenido otro cuerpo retarda la consumación plena del proceso transformativo. Pero la transformación es inexorable. Al cambio del cuerpo (caparazón, patitas ligeras) le corresponde un cambio de afectos (ya no le gusta lo que le gustaba, sino lo que antes despreciaba) y de percepciones (Gregorio ahora disfruta de ver a su familia desde el techo).

En Kafka la mutación no parte de la reflexión intencional del sujeto, y lo insoportable se impone como condición de cualquier elección. La aparición de un nuevo deseo, así como la muerte del deseo anterior, no ocurren sino en un cuerpo nuevo y bajo el influjo de una redistribución de las potencias. En otro relato, un poco posterior, Un informe para una academia, el protagonista, un conferenciante, trata sobre su “simiesca vida anterior”. El proceso de transformación es aquí más avanzado, puesto que el mono de la academia no sólo habla sino que es, además, capaz de narrar las mutaciones que ha atravesado durante los cinco años que lleva ya el proceso de su propia transformación. Herido por cazadores humanos en la selva, atrapado y trasladado en un barco, Pedro el rojo -así lo llamaron sus captores- no tardó en comprender que debía desprenderse de sus recuerdos de juventud si quería encontrar una salida: “Es a propósito que no digo libertad”, puesto que sobre ella “los hombres frecuentemente se engañan”. Y así como la libertad es uno de los sentimientos más elevados, “también el correspondiente engaño es de los más elevados”. Rojo parece venir a aclarar lo que en Samsa -seguramente por haber hecho el trayecto inverso, perdiendo junto a la forma humana la capacidad de narrar- no podía ya explicar. Y es que el deseo de quien se transforma no es exactamente un deseo humano. Dice rojo: “No; yo no quería libertad; solamente una salida”. Sólo que en sus circunstancias, esa salida no podía conquistarse por medio de la fuga. De haber sido “un partidario de la ya mencionada libertad, seguramente habría preferido el océano a la salida que se me mostraba en las turbias miradas de esos hombres”. ¿Y Cuál era esa salida? Imitar a los humanos, adquirir su lenguaje: “cuando se quiere encontrar una salida se aprende”. Y el único medio de salir de la jaula fue para Rojo hacerse “un Europeo”.

 

 

La animalidad humana, iluminada por Kafka como la dimensión material del deseo entrampado que no cede, es la búsqueda desesperada de un camino posible ahí donde precisamente ya no queda ninguno. Al punto que quizás pueda afirmarse que no hay gran distancia entre un deseo político y el modo mismo en que el mundo se nos vuelve en ciertos contextos intolerable. Y que mientras haya tolerancia, dígase lo que se diga en el plano de las retóricas, no habrá realmente una novedad transformadora. Todo lo cual puede ser pensando efectivamente, dicho sea de paso, no sobre fondo de un crudo desastre sino sobre la base de una comunidad cultural movilizada que se ocupe del sentido de los cambios -de la metamorfosis del campo social- a partir de un entramado artístico y literario imposible de sostener sin salas de cine, de teatro, de bibliotecas, de universidades y una amplia infraestructura pública que los sostenga a partir de una intensa apoyatura colectiva. Es también en relación a la defensa de esa trama que hablamos aquí de lo insoportable, de Kafka y de la transformación.

 

La novela del DNU y el 24 de marzo // Diego Sztulwark

Si derogar el DNU es impugnar el programa de gobierno, al invocar la constitución como argumento limitante el parlamento le comunica al ejecutivo dos cosas: que en términos legislativos Milei es considerado como un presidente votado por el 30 y no por el 55% de los votos; y que su programa, ampliamente votado -primero por el 30% y luego por el 55%-, no es compatible con la vigencia del orden institucional.
Así planteado el conflicto, si Diputados confirma la derogación del DNU no son tantas las opciones que se abren. O bien el gobierno abdica de una parte de su plan político, aceptando su condición de minoría, e inicia negociaciones para un nuevo programa de gobierno con los gobernadores (lo que sería el final del período jacobino para el partido de los hermanos Milei); o bien se marcha a un enfrentamiento entre poderes, cosa que el ejecutivo sólo podría afrontar consolidando una base activa en la opinión pública más próxima al resultado obtenido durante la votación de la segunda vuelta. ¿Es posible reunir semejante apoyo pasados ya los tres meses de tolerancia concedidos a un gobierno que comienza, y sin que se haya alcanzado el más mínimo alivio en el plano de ingresos ni de los consumos, ni el menor logro en el manejo de la inflación?
Desde ya, el rechazo parcial del DNU no tiene nada de golpista ni de definitivo. Alcanza con reparar en la virtual mayoría legislativa dispuesta a acompañar varios de los temas de fondo que Milei propone para advertirlo. Pero al menos permite confirmar lo que se veía desde antes de la segunda vuelta: que el plan político oficial deberá enfrentar demasiado obstáculos -además de los reparos del propio sistema, los de la sociedad hambreada y despojada- para su eventual realización plena.
Sobre las razones por las que parte del bloque de clases dominantes obstaculiza selectivamente las iniciativas del gobierno, parece haber una discusión de fondo sobre cómo se avanza con las reformas de mercado. Para una mayoría de actores del sistema, se trata de garantizar un mínimo de atención a las condiciones de la reproducción del conjunto -gradualismo político y social-, para el partido de los hermanos Milei, en cambio, se trata de imponer una aceleración inédita, único medio de que una minoría ultracapitalista pueda crear situaciones de hecho y cristalizar reformas irreversibles.
Lo que haya de verdad en el capítulo conspirativo, atribuido a la vicepresidenta Villarroel, depende enteramente de las opciones institucionales que emerjan de este juego de violentos vaivenes.
Por otra parte, para comprender el valor del triunfo parcial obtenido ayer por la oposición parlamentaria es importante tomar en cuenta lo que ya había advertido CFK en sus off de los últimos 30 días: que había que frenar en el Parlamento (puesto que no en la calle) a Milei antes de que éste estuviera en condiciones de llevar a cabo cualquiera de las variantes que analiza para la pseudo-dolarización de la economía. En todo caso, es preciso que la calle irrumpa, para evitar que el juego parlamentario se convierta en un nuevo espacio de pacto con el gobierno. ¿Será el próximo 24 un paso en esa dirección? ¿Y qué se puede esperar de un ejecutivo que no se resigna a buscar las fuentes de una eficacia política lastimada, en caso que quiera mantenerse a la ofensiva?

Spinoza, Rosario y la potencia de la lectura emancipada // Diego Sztulwark

Leer la Biblia como se lee cualquier otro libro era para Spinoza una práctica de libertad que no menguaba su relación con Dios sino que, al contrario, la realzaba. Y le permitía confrontar con quienes hacían del libro y de Dios mismo un asunto de superstición y sumisión a un mandato teológico. Pues, sometido a un poder embrutecedor, el supersticioso cree poder “hacer a la naturaleza entera cómplice del delirio”. Pero una lectura sumisa no es aún una verdadera lectura. Spinoza escribió en su Tratado Teológico-Político que la Biblia se abría en su máxima riqueza cuando se la leía con el mismo método que se utiliza para interpretar a la naturaleza. Trasladado al texto, el procedimiento interpretativo debía poder discernir con la mayor claridad posible el juego de las intenciones y de contextos presentes en su autores (pues el texto bíblico no pudo haber sido escrito por Dios ni por Moisés), y el despliegue de las causas y los efectos en la organización de la narrativa. Para leer de este modo la condición sine qua non es no retirar la vista del texto mismo (es decir: resistir a cualquier mediación intelectual de una autoridad teológica). La ambición spinoziana de separar teología de filosofía se ponía pues en acto en la práctica misma de la lectura. Quedando del lado del lector el atreverse a poner en marcha una práctica capaz de hacer emerger un sentido.
La potencia de la lectura emancipada de la Biblia le permitió a Spinoza encontrar un saber que, en formato religioso, permitía una primera aproximación al orden de las leyes de la naturaleza. Pero para llegar hasta allí, era necesario atravesar la mistificación de una imperativa “voluntad de Dios”.
El lector spinozista es el que traza la alianza más exigente con la naturaleza. Una alianza que supone afrontar una y otra vez el miedo y la esperanza con que los poderes nos vuelven políticamente sumisos y obedientes. ¿Sobrevive hoy la querella metodológica en torno a la lectura? La pregunta va dirigida tanto a las personas que se apegan a los hechos de la realidad a partir de un principio de “revelación” (los entusiastas que sienten que la “ven”), como a aquellos que buscan perplejos en medio del oscurecimiento de las percepciones las vías para comprender el empobrecimiento actual del mundo. Las espantosas noticias que llegan estos días de la Ciudad de Rosario vuelven a disparar la cuestión intelectual de un modo urgente. Mientras crece el estado de conmoción surgido de ver a una ciudad paralizada por el terror -Rosario como un espejo que adelanta-, la Publicística oficial nos impone un cuadro mistificado de situación que no admite ser considerado sino solamente obedecido. Según se nos indica, asistimos a un enfrentamiento “bukeleliano” entre unos “delincuentes terroristas” (defendidos por los zurdos, los derechos humanos y el garantismo, como si se tratase de pobres víctimas) y la “ley” (en defensa de la cual es urgente convocar la intervención de las Fuerzas Armadas, rehabilitándolas a participar en asuntos de seguridad interior). Sin embargo, una mínima aproximación al fenómeno (como puede verse por ejemplo en el artículo “Un Rosario de balaceras, miedo y falopa”, de José Garriga Zucal y Diego Murzi publicado hace tres días en la Revista Anfibia) nos presenta un panorama completamente diferente: la expresión “delincuentes terroristas” remite a bandas barriales, narco-policiales, que operan en estrecha relación con circuitos financieros en los que el dinero del narco se mixtura con el negocio inmobiliario y sojero. Y lo que se presenta como un conflicto tajante entre la ley y el crimen remite a la crisis de larga data del doble pacto entre política y policía, y entre policía y bandas, que articula la “gestión del delito complejo” en buena parte de las ciudades del resto del país.
Por estos días el legislador de Rosario sin miedo, Juan Monteverde (votado por casi uno de cada dos ciudadanos en la última elección a intendente), insiste en que sin un diagnóstico complejo y real de la situación, sólo aumentarán la violencia y la confusión. Sin bloquear la circulación del dinero narco, sin urbanizar los barrios populares de modo urgente y masivo y sin una reforma de la policía provincial que la depure de corrupción y le de respeto ciudadano, la retórica represiva no hará sino agravar más y más la situación. La vida pública argentina está siendo agobiada por un aparato de lectura oportunista y dogmático que tendiente a aniquilar la capacidad de elaborar respuestas colectivas a problemas urgentes. Rosario es una muestra insoportable de cómo el miedo, la superstición y la desidia devienen para un nutrido colectivo humano cuestiones de vida o muerte. 

Licuadora y forma Estado // Diego Sztulwark

 

Una metáfora ha triunfado. Es la metáfora de la licuación. Su sentido transformativo es convocado para publicitar el pasaje desde un régimen político agotado hacia una nueva forma estatal. De ahí su hiper-presencia en boca de políticos, economistas y analistas mediáticos. Se engolosinan con esa palabra, que en su origen designa el cambio en una substancia de su estado gaseoso a líquido. Así, licuar el gasto público, las jubilaciones y/o los salarios sería parte de una transformación material de mayor alcance, en el que habría que contabilizar otros flujos en alza, como tarifas, ganancias y rentas del gran capital en revalorización. 

Hace pocos días el presidente explicó que entre licuadora y motosierra no habría diferencia de naturaleza sino sólo de grado: intensificando la licuación se arribaría a la intensidad motosierra. Todo un vocabulario de época condensado en estos artefactos mecánicos. Y de hecho, es curioso lo que se descubre al reparar en el uso doméstico de las licuadoras. Pues ellas no convierten lo gaseoso en fluido, sino cuerpos sólidos en líquidos (como sucede con los licuados de fruta, por ejemplo). El electrodoméstico licuadora somete cuerpos orgánicos diversos al corte que les asestan pequeñas cuchillas actuando a altísima velocidad. Filo cortante y aceleración. Este arte de la licuación completa la metáfora, acercándola a la picadora de carne. Licuar, picar, cortar. Cada artefacto ostenta en el lenguaje actual el aparataje metafórico correspondiente a un verbo infinitivo. Su efectividad política procede precisamente de la pluralidad de niveles en los que operan. Actúan a la vez como incisiones pedagógicas, gestos imperativos y piezas de espectáculo. Como en la vieja tradición del comunicador Bernardo Neustadt, para quien la jerga periodística debía dotar a la política neoliberal de imágenes conversacionales capaces de integrar la razón del ajuste junto al sentido común de las familiares “amas de casa” (la célebre Doña Rosa). Así, licuar o cortar, palabras que remiten a acciones ordinarias, asumen una función articulatoria que las vuelven coextensivas de las licuaciones y recortes que se propagan como “recetas” desde en las fórmulas inmateriales de las finanzas. 

Y bien, todo esto se nota en la columna de esta mañana de Carlos Pagni. Allí se exponen con sencillez los tres puntos principales del plan de reformas que interesan en este momento al gobierno: “declaración de la emergencia económica y delegación de facultades parlamentarias al Poder Ejecutivo; desregulación minera y energética, y régimen de garantías para grandes inversiones”. Traduzcamos rápido: una cuota de poder excepcional legalizado, intensificación del neo-extractivismo y protección política de los tres poderes al gran capital. Con este programa como norte, las élites moldean el rumbo de una transformación y la forma que desean imprimirle a la estatalidad. Pensando en esto, el presidente sacó a relucir la semana pasada un instrumento político preciso: un “pacto” gracias el cual una mayoría de gobiernos provinciales puedan negociar, a cambio de beneficios económicos, su propia integración al plan político. De prosperar tal integración, las provincias arrastrarían consigo una mayoría parlamentaria (de la que el ejecutivo carece), alineada menos en torno a partidos y más en función del poder de los gobernadores. Sólo falta resolver, dice Pagni, la distribución de los costos de la próxima etapa definida por feroces aumentos de tarifas y licuación de jubilaciones. Pacto y licuadora, entonces. 

La expectativa de las élites en pugna consiste en superar la crisis por medio de una actualización -que es también una licuación- del orden estatal de acuerdo a las pautas de integración que se deducen del mercado mundial (Argentina tiene aquello que “el mundo” necesita). Dicha pugna al interior de la casta ocurre bajo presión de una notable aceleración, pues según ellos mismos creen el tiempo con que cuentan -determinado por los límites de la paciencia popular- no será mucho. Tres son los consensos operativos bajo los cuales aspiran a contener la lucha de clases en medio de esta transición violenta: el máximo aprovechamiento de la frustración del gobierno peronista 2019-2023, cargándola por entero a la cuenta de los feminismos, las organizaciones populares y los pensamientos de izquierda (trípode de la enemistad última de la publicística extremo-derechista); la máxima penetración del lenguaje de la economía política neoliberal en el lenguaje colectivo (recorte y licuación de todo afecto en el lenguaje), como modo de convalidar en la sociedad los salvajismos de la política (tal y como ocurrió según combinaciones diversas en 1976, 1989 y 2015); y una demolición sistemática de las capacidades de la vida popular para extraer balances críticos agudos de las propias derrotas (de estos últimos cuarenta años o incluso 20 años), sin los cuales cuesta el doble insuflarle a las resistencias del presente un carácter de ofensiva política desde abajo. Ante semejante contexto, este mes de marzo, con sus grandes fechas del 8 y el 24, emerge la posibilidad de acciones masivas y reflexivas, articuladores de un dramatismo urgente y de un hartazgo que busca y no deja de buscar su hora.

 

 

 

 

 

El discurso de Milei Presidente // Diego Sztulwark

El mensaje en cadena nacional del presidente Milei del pasado 20 de diciembre fue masivamente considerado en virtud del contenido desbordante y agresivo de las desregulaciones anunciadas en el Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) que acaba de entrar en vigencia. Sin embargo, la escena en cuestión -la primera en la que Milei argumenta medidas concretas como presidente- fue más amplia y ofrece otro ángulo de análisis, uno de los cuales es específicamente conceptual.

Acompañado de su Gabinete de Ministros y de unos pocos asesores estrella, Milei dio lectura a una pieza neoliberal-burocrática poblada de giros como “estabilización vía shock”, “programa de ajuste fiscal” y “sinceramiento de los valores de mercado”. Todas frases que encarrilan las explosivas consignas de su campaña en una tradición discursiva conservadora demasiado conocido.

Los anuncios vinculados al DNU fueron precedidos por un diagnóstico general -que incluye expresiones como “la peor crisis de nuestra historia”-, que apunta a refutar lo que llama las “recetas fracasadas”. Milei emplea la imagen de la receta no en el habitual sentido médico sino en uno culinario (“el problema no es el chef, sino la receta”, dice). La suya es una rebelión contra las combinaciones y las proporciones. No se trata de insistir con la misma idea sino de cambiarla. Pero para eso hay que saber por qué sujetos políticos tan distintos se han dejado conquistar a lo largo de la historia por ella. Y no solo en la Argentina sino literalmente “en todo el planeta”. La referencia hiperbólica se vuelve un balance del entero siglo XX.

La integralidad del fracaso a que se refiere Milei no es específico. Su fuerza está en la generalidad que podría ser verificada “en lo económico”, tanto como en “lo social” y en “lo cultural”, pero también en un nivel humanista (puesto que el presidente agrega una consideración sobre el costo de aplicar estas recetas en términos de “millones de vidas”). ¿A qué “receta” se refiere concretamente? La respuesta no se hace esperar: a una doctrina “que algunos podrían llamar izquierda, socialismo, fascismo o comunismo, y que a nosotros nos gusta catalogar como colectivismo”. De tan veloz el barrido podría ser confuso (¿izquierda y fascismo serían dos nombres del mismo gregarismo?; ¿en qué sentido sería en sus términos China un “fracaso” en “lo económico”?). Lo falaz no es necesariamente improvisado. Esta ideas, que no sabemos bien como se procesan en su cabeza, remite claramente a cierto balance que ciertas corrientes ultra-liberales han hecho hace más de cinco décadas de lo que estuvo en juego (frente diversos “estatismos” como el nazismo, el stalinismo y el keynesianismo) sobre todo durante la segunda guerra mundial y la posterior guerra fría.

Expuesta por Milei y traída al presente argentino la “doctrina fracasada” permite reunir experiencias de las más diversas -y contradictorias entre sí- bajo un criterio único: la presencia invasiva del Estado. En efecto, colectivista es para él prácticamente toda remisión a “una forma de pensamiento que diluye al individuo en favor del poder del Estado”. Un enunciado tan cerrado no admite tan mal cualquier tipo crítica que solo cabe admitirlo como proveniente de una voluntad autoritaria cuya vinculación con el saber es taxativa y volcada a un uso imperativo. La noción “Estado”, por ejemplo, no admite distinciones básicas entre formas estatales distintas (por ejemplo entre fascismo y comunismo). Pero la cosa no acaba ahí. La negación a especificar formas estatales diversas tiene una utilidad ulterior. Sirve para subordinar de modo casi imperceptible lo colectivo a lo estatal. Como si no existieran formas de colectivismos no estatales. Esta doble subsunción de lo colectivo en el Estado y del Estado en Estado Fascista-Comunista (en realidad, stalinista) constituye la principal operación ideológica de Milei a la hora de determinar la enemistad política. En efecto, para entender al presidente es preciso suspender la conciencia crítica y admitir que la expresión del estatismo colectivista es “el fundamento básico del modelo de la Casta”. En la retórica del nuevo oficialismo, el enemigo no es -como pudo insinuarse en la campaña- el mundo que emana de los privilegios económicos, sino uno que irrita más a Milei: el de quienes adhieren a una doctrina totalitaria contra la iniciativa del individuo privado. La Casta no es una Clase Dominante, sino un obstáculo burocrático que la Clase Dominante debe sacudirse.

La caracterización oficial del presente adopta aires de enfrentamiento de tipo revolucionario, en nombre de los “individuos que componen la nación” en exitosa insubordinación contra la “razón de Estado”, que hasta aquí los había sometido. El enemigo opresor, sin embargo, merece una descripción más detallada: ¿quiénes son los miembros de esta casta que manda sobre lio individuos sin ser clase dominante, como creen los marxistas?. La respuesta del presidente es inequívoca: se trata de “los políticos”. Un manojo de pseudo planificadores que imponen sus propios caprichos por sobre los deseos de las personas libres. La casta política no es una mera banda de corruptos a encarcelar puesto que la corrupción que les concierne es ante todo la de una doctrinaria. Una referencia presidencial da la idea exacta del modo en que la doctrina hace cuerpo entre funcionarios y líderes: “los políticos son Dios”. Y aunque no queda del todo claro si la afirmación es irónica (los políticos “se creen” dioses) o descriptiva (la doctrina los ubica en la cima absoluta del sistema de decisiones), la palabra Dios sirve para dar fuerza teológica al rechazo: la maldad de la doctrina se localiza en una creencia que enaltece al político por sobre las figuras (correspondientes a una teología no corruptible) del mercado. El pecado del político está inscripto en la doctrina que dice que el Estado es del político (que el Estado es político). Se trata de un pecado que se consuma en el acto mismo suscribir y sostener la doctrina. La sorpresa en cuanto a la definición de la casta es doble: por un lado, al caracterizar la pertenencia al grupo no a partir de la naturaleza de sus privilegios sino por la adhesión a una doctrina; y por otro -y esto es quizás lo decisivo-, porque entonces el problema de la enemistad cae ya no sobre los políticos ni sobre el Estado, sino la doctrina que hace de ellos una fuerza que compite con el mercado en cuanto al mando sobre la sociedad.

La casta es entonces un núcleo doctrinal extendido y encantado, el hecho maldito correspondiente a una Idea Estatista que otorga al político un poder pseudo-divino que se manifiesta por medio de “intervenciones” y “regulaciones”, usurpando el protagonismo que el sistema bien entendido le reserva a los agentes del mercado. Milei anuncia su cruzada contra este sacrilegio. Enarbola una suerte de teología liberacionista en la que late la tesis apenas callada según la cual el verdadero Dios es el Mercado (en el libro El loco, Juan González cita la idea de Milei según la cual “si el universo fuera regulado por el Estado ya hubiera fracasado”). Se trata de una teología apenas contenida. Milei se cuida bien de no pronunciar las palabras que sugiere: ni se respalda en Dios para atacar la falsa divinidad estatista, ni se deja deslizar libremente por la inclinación de su desprecio a la democracia cuando aborrece a “los políticos”. Esa contención discursiva es lo evita que la suya sea una cita completa a los golpes de Estado del pasado.

En todo caso, su diagnóstico es claro: las “intromisiones del Estado” son la causa de la “peor crisis de la historia”. Se trata, el nuestro, de un país que se ha dado a la “emisión (monetaria) desenfrenada”, que gasta más de lo que puede recaudar. Se trata entonces de poner freno a lo ilimitado y de bloquear las incursiones ilegítimas (de la casta sobre la lógica del mercado). Como dijo estos días un periodista partidario del liberalismo extremo: la normalidad no surge del libre juego entre las cosas, sino que hay que provocarla. El nuevo gobierno interpreta su misión como un cambio de raíz (un cambio operativo de doctrina) cuya dramaticidad se expresa -como en una revolución- en términos de lo inminente. La temporalidad de la “urgencia” se refiere a la velocidad con las que necesariamente hay que cambiar el “rumbo” antes de desembocar en la hiperinflación. La “necesidad” se justifica en la evitación del desastre. A tal fin, el gobierno anuncia que dicho cambio “comienza hoy”. Y lo hace con la rúbrica de una liberación inmediata del peso del Estado sobre los individuos.

La situación aparenetemente paradojal según la cual un Jefe de Estado anuncia el repliegue de su propio poder de regulación -pública- se despeja apenas queda claro que dicho Jefe no aspira en lo más mínimo a una dilución anarquista del poder estatal sino más bien a una concentración estratégica del poder del Estado en favor de un tipo de re-regulación que obedece a la doctrina de los mercados y que se funda -como aclaró el sumo sacerdote Federico Sturzenegger, el llamado “cerebro” del DNU- en la “competencia” y la “libertad”. El presidente Milei se postula así como el impulsor de una abrupta transición doctrinal: se trata de terminar con un país en el cual no se puede comerciar, trabajar ni estudiar sin pedir “permiso” al Estado.

La figura de Milei es doble y transicional. Se quiso León que ruge contra los políticos que okuparon el Estado rivalizando doctrinariamente con el mercado y ahora se quiere el primer representante genuino en el poder de esos individuos mercantiles que provenientes de todas las clases se presentan como aplastados por los sucesivos gobiernos del último siglo. El pasaje de León a Presidente pro Grupos empresariales (mundo del cual proviene) es lo que presenta como la consumación de una revolución (es decir: como la resolución al problema de la revolución en la Argentina, que el progresismo considera caduco hace décadas). Arropado en los más ricos (como otros presidentes de nuestra historia) y votado en segunda vuelta por más de la mitad del país, Milei lleva al extremo el papel de quien ocupa el viejo Estado para derrocarlo desde dentro, emancipando en ese acto al único cuerpo social aceptable: aquel formado por la interacción mercantil de los individuos y grupos empresariales concentrados. Esta emancipación -que ahora debe fundar nueva institución- tiene presentación epigráfica: “no más regulaciones”.

Si la idea de la revolución revolotea las cabezas afiebradas de la derecha extrema es porque la derecha en su versión menos radical no hizo sino acumular frustraciones. Y porque el pensamiento en términos de cambio de doctrina (lo que algún alumno de Pensamiento Científico del CBC sabrá nombrar como “cambio de paradigma”) promete que la reorientación de las intervenciones estatales obrará en un sentido emancipación liberando a la población de cualquier clase de mediación intrusiva. Esta promesa libertaria
se construye sobre la base de una enmienda -o denegación- conceptual de la más rica de las fuentes de la llamada “doctrina fracasada”. La concepción marxiana del Estado supone -no importa en cual de sus variantes- un compromiso orgánico entre institución jurídica y reproducción de relaciones sociales de producción. La nueva doctrina expuesta por el presidente Milei impugna recoge y reconoce este compromiso pero negando que esas relaciones sociales sean de explotación. Milei no es un adherente a la lewkowicziana consigna de “Pensar sin Estado”. Su crítica no se refiere al Estado sino al ilegítimo que la doctrina fracasada hace de él, (imponiendo una falsa razón, una razón inmoral por sobre la razón de los mercados). En el discurso presidencial la explotación social deja de pertenecer al capitalismo y es atribuida a la prepotencia de los políticos que oprimen a los “hombres de bien”. Hace un par de décadas John Holloway explicaba que el Estado no posee otra realidad que la de ser la expresión jurídica fetichizada de la explotación social. Milei reforma ese razonamiento anunciando que la explotación no forma parte del corazón de las relaciones sociales capitalistas -al punto que ellas mismas serían fuentes de la libertad-, y que los padecimientos sociales deberían desaparecer con la anulación de los mecanismos de captura que hacen del Estado un mecanismo de extracción/obstruyendo de los intercambios colectivos.

Esta denegación de la mediación capitalista -contribución específica de la figura Milei- favorece la ilusión de una disolución de toda mediación social. Se hace pasar la “desregulación” de aquello que el Estado regulaba por emancipación de toda intermediación opresiva. Este es el secreto de la “revolución” de Milei y de la naturaleza profundamente contra-revolucionaria de esta revolución. La promesa de la disolución de toda mediación social ya no quiere esfuerzos, ni sacrificios, ni construcciones. Y por tanto tampoco de la construcción de fuerzas heterogéneas ni de una nueva sociedad. El suyo no es sino un nuevo intento de identificar sociedad y capital, haciendo del Estado un instrumento interno de ese proceso imaginario inevitablemente fallido de adecuación. El fin de la “regulación” no tiene otro significado que no sea el de la adaptación sin tapujos ni eufemismos de la densidad de lo social a las exigencias de los actores más poderosos de un mercado subordinado y oligopolizado (cuna en al cual mamó el propio Milei).

El revolucionario Milei dice: “en una sociedad libre todo está permitido”. La frase no busca oponer una voluntad insurrecta a una ley injusta. Sino depurar el orden jurídico toda remora “colectivista”. Esta depuración -que tiene el espesor normativo de una reforma constitucional- se ampara en una comprensión conservadora del espíritu liberal de la Constitución Nacional, según la cual por libertad hay que entender una reducción de la vida a vida propietaria. No otra cosa hay que escuchar cuando el presidente dice “hombres de bien”. Es esta humanidad de vocación propietaria la que es evocada como sujeto de una épica resistente -y constituyente- que identifica “la expansión del Estado” a la destrucción de la riqueza.

Desde un punto de vista histórico, Milei se refiere a una Argentina que habría sido en el pasado una potencia liberal hasta que cayó en el siglo XX, y en la maldición del “déficit fiscal”, expresión económica del vampirismo de la Casta. Dicho déficit fiscal es la señal que permite reconocer el funcionamiento del poder de los políticos sobre la sociedad y sobre los mercados y a la vez la fuente recurrente de las sucesivas crisis del país. Para entender el carácter político de dicho déficit hay que prestar atención a la secuencia que expone el presidente: hay una clase política improductiva que se sirve de la función de representación política para apropiarse mediante el robo de la riqueza socialmente producida. La alusión al robo (que tiene por función ideológica desplazar la plusvalía sistémica capitalista por una suerte de plusvalía evitable y por tanto inmoral, propiamente política) introduce una de la distorsión de los equilibrios económicos bajo la forma de un faltante o déficit una y otra vez ocultado en un juego de máscaras y desplazamientos por el mecanismo de la refinanciación vía deuda, el de la emisión monetaria y/o por el de la suba de impuestos (todas expresiones del robo y convergente en el atentado contra la propiedad). El remate del razonamiento es efectista: la Casta (cuya política provoca tasas altas de interés, reducción de inversión de capital y depreciación salarial) bloquea el desarrollo del capitalismo. Toda la radicalidad de esta derecha se resume en este punto: en el no reconocimiento de la Casta en la reproducción del capitalismo argentino. La derecha extrema es como un patrón que viene a denunciar a los políticos como si fueran ineficaces en su función, corruptos en su comprensión de las cosas, y perniciosos para el mundo de los negocios. Y esto se nota cuando Milei explica que a la Casta se la reconoce por la inflación, que no sería otra cosa que una secreción del colectivismo. La Casta sería entonces el fenómeno por el cual los políticos que usurpan la dinámica de la libertad y la producción asumen un poder que estropea las percepciones, opacando el sistema de precios, entorpeciendo el cálculo económico, devaluando el salario y dificultando el crecimiento por la vía de impuestos expropiatorios. La Casta es casi la causa de la ausencia de inversión de capital. El Estado-Casta es la pieza clave de una obra maestra del discurso ideológico. En tanto que causante de todos los males, absorbe todo aquello que habría que corregir (anulando de paso la crítica marxista del funcionamiento del capital). La acusación sobre el Estado-Casta como gran culpable absuelve al pueblo y a los empresarios, ofrece una oportunidad a los políticos de cambiar de doctrina a tiempo y ofrece un chivo expiatorio y permite creer en que muerto el perro muerta la rabia. Refutada la “doctrina fracasada” e introducidos a cambio conceptos como los de “capital humano” el país liberaría por fin sus fuerzas productiva, revertiría el empobrecimiento de la mitad de un país potencialmente rico y reconstituiría una fuerza de trabajo hoy condenada a la precarización y la informalidad.

Y bien, para revertir este “modelo de decadencia” y “opresión”, el presidente propone entonces un plan cuyo primer paso es un DNU que apunta a romper ataduras y a desarmar el andamiaje jurídico institucional que lo sostiene. Se trata de un conjunto de reformas agrupadas en un proceso de desregulación económica para el crecimiento compuesto por unas 300 medidas entre las que enumera la derogación de las leyes de alquileres, de abastecimiento, de góndolas, de compre nacional, del observatorio de precio del ministerio de economía, de la ley de promoción industrial, de la normativa que impide la privatización de empresas públicas y la conversión de estas empresas en sociedades anónimas para su posterior privatización, modernización del régimen laboral (bajo el modelo de la libre contratación y restringiendo el derecho a huelga), refirma del régimen aduanero y levantamiento de toda prohibición de importaciones, derogación de ley de tierras, eliminación de restricciones a las prepagas, modificación de la ley del futbol para promover sociedades anónimas y una decena de modificaciones a códigos y leyes en favor de la libre empresa. El DNU en cuestión, que entrará en vigencia el próximo 29 de diciembre, no es -según anunció el presidente- sino el primer paso dentro de un camino más largo. Otro de esos pasos es la anunciada convocatoria a sesiones extraordinarias para tratar un nuevo paquete de leyes enviado por el ejecutivo, redoblando la presión sobre el Congreso -que tiene la potestad jurídica de rechazar este DNU-, para este decida si respalda u obstruye el proceso de cambio que precisa de acciones urgentes en medio de una crisis sin precedentes.

El presidente, que califica su propio plan como el conjunto de reformas “más ambicioso de los últimos cuarenta años” (es decir desde la postdictadura) para “poner en marcha la fuerza de producción de los argentinos”, une así definitivamente su destino al de las mayores empresas en una apuesta que se presenta a sí misma como audaz, cuya necesidad y urgencia se justificaría en el vértigo que supondría la lucha por subordinar de modo más estricto los términos de la actividad política a los de la acumulación de capital (aprovechando el desprestigio del político en favor de una relegitimación empresarial). Esto no es del todo cierto. El carácter “audaz”, y dramático de la “necesidad y urgencia”, son propios de la lógica estructuralmente destructiva que asume la valorización del capital. Da toda la impresión de que el giro-fantoche que impone estos días el nuevo gobierno encubriendo torpemente el estado de excepción -propio de esta lógica estructural de la valorización- demandará algo más que una pobre “teología de la liberación capitalista” presente sobre el final con la cita habitual de Macabeos: “que las fuerzas del cielo nos acompañen”. Creo que el gobierno no cuenta con ese “mas”. Pero tampoco cuentan con él aquellos impugnados como pertenecientes a la “casta”. Quizás haya que tomarle la palabra a Milei, y enfrentar la “audacia” del nuevo gobierno contra de signo opuesto capaz de vencerlo en el campo de la doctrina.

 

Rosario, Ciudad Futura // Diego Sztulwark

Tomado directamente la revista que editaba en Italia Antonio Gramsci, ese nombre, “Ciudad Futura”, cobija en Rosario una experiencia inédita: una organización militante conformada por movimientos sociales que se plantean las tareas políticas correspondientes a una nueva generación. Su conformación, hace una década, supone una nueva actitud para la izquierda: un saber sobre la trampa montada sobre toda voluntad de transformación, un deseo de conectar con la desesperación (la personal y la colectiva), una práctica de comunicar el lenguaje descriptivo con la búsqueda de una salida concreta. Una izquierda que percibe desde el conflicto, y se propone como creación de otro mundo. Ser de izquierda es tener al menos dos ideas simultáneas: una analítica actualizada sobre el poder (una noción de enemistad) y una racionalidad diferente, que parte de lo que resiste.

A cuarenta años de la instauración de la democracia, y en momentos en que la propia vicepresidenta plantea la existencia un Estado “paralelo”, un poder judicial “mafioso” y una marionetización de la dirigencia política, se hace evidente que las fuerzas políticas en el poder resultan como mínimo impotentes para realizar tareas elementales como cuidar ingresos populares, enmendar instituciones y combatir las ilegalidades de los poderosos. Rosario emerge en este contexto no como una excepción, sino como un concentrado sintomático: la circulación ilegal de mercancías en rutas y puertos se corresponde con la ilegalidad absoluta del uso de las armas para proteger, disputar y ampliar negocios. Es el país entero el que se mira a sí mismo en la tragedia de esa ciudad del presente.

Ahí donde las reformas democráticas resultan bloqueada por arriba, una Ciudad Futura no puede menos que proponerse crear instituciones desde abajo. Ahí donde el oportunismo extremo y la inercia de las burocracias políticas se torna criminal, una Ciudad Futura se propone crear bloques de espacio tiempo concretos capaces de hacer trabajar a todas las instancias del estado bajo el control popular de lo vecino. Allí donde la tradición de lxs oprimidxs resulta por completo amenaza, una Ciudad Futura mantiene viva la tradición que va de la Madres al 2001, del 2001 a los feminismos populares. Una Ciudad Futura es aquella que procesa el miedo y lo convierte en poder colectivo. Más que un partido, la discusión militante que presencié ayer sábado 11 de marzo (si, en esa fecha histórica, en Rosario funcionaba un plenario horizontal, con voces de universidades y barrios, llenas de angustia y esperanza) fue un numeroso colectivo pensando, un colectivo elaborando estrategias, un ejemplo sin modelo (un ejemplo que se difunde, que ya funciona en varias ciudades de la Provincia de Santa Fe). Un germen, un instrumento apto, un principio diferente de lo político.   

Lo que saben los cuerpos, amor e inmanencia en León Rozitchner // Diego Sztulwark

“Para una sociedad de productores de mercancías, cuya  relación de producción generalmente consiste en estar en la relación con los propios productos en cuanto son mercancías, y por lo tanto valores, y en referir sus propios trabajos privados unos a los otros en esta forma objetiva como igual trabajo humano, el cristianismo, con su culto al hombre abstracto… es la forma de religión más apropiada.” Karl Marx, El Capital

“¿Apropiada para qué?” León Rozitchner, “Marxismo o cristianismo”

“La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existen las finas y espirituales. A pesar de ello estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos. Acaban por poner en cuestión toda nueva victoria que logren los que dominan. Igual que flores que tornan al sol su corola, así se empeña lo que ha sido, por virtud de un secreto heliotropismo, en volverse hacia el sol que se levanta en el cielo de la historia. El materialista histórico tiene que entender de esta modificación, la más imperceptible de todas.”  Walter Benjamin, Tesis 4, Sobre el concepto de historia

Con León Rozitchner la filosofía se sumerge de lleno en el saber de los cuerpos como fundamento. ¿Qué saberes son esos, de qué cuerpos se trata y por qué interesa encontrar un fundamento en ellos? No nos formulamos preguntas que puedan encontrar una respuesta en el espacio de la teoría pura –esa pureza ya nos desvía-, sino en una experiencia que hace de la escritura una cierta afirmación dentro de un campo estratégico. En otras palabras: la filosofía a la que aquí referimos resulta inseparable de una escritura que se sabe en guerra y que apunta a descubrir su propia eficacia no en la mansa congruencia entre pensamiento categorial y mundo analizado, sino en la necesidad imperiosa de despertar nuevas fuerzas, de suscitar afectos diferentes.

Antes que un esquema conceptual formalizado, amor e inmanencia señalan un movimiento resistente que habría que poder captar en su tensión específica; más que pensarlos como piezas lógicas o elementos retóricos funcionan como verdaderos condensadores críticos. El amor es lo otro tanto del odio asesino y la violencia criminal como de ese amor que los cristianos hacen surgir de Cristo y que los burgueses conservan en su relación con el dinero. Este amor, que nos es dado en la primera infancia, es derrotado en nuestro ingreso a la cultura. Y no lo recuperaremos a través de una mediación –la gracia de Dios, el hechizo de las mercancías o el espíritu vuelto Estado- sino en procesos efectivos de lucha. La inmanencia, completamente desplatonizada en Rozitchner, funciona como un fondo vivido o principio práctico desde el cual se puede operar un corte y una demarcación con respecto de los modos trascendentes del amor, modos que encuentran su punto de apoyo en las tecnologías de dominio sobre las subjetividades. Ese deslinde permite trazar la distinción entre saberes abstractos (que dicen) y saberes de los cuerpos (que al decir transforman).

Sin pretensiones de exhaustividad, es posible diferenciar tres períodos o momentos en el pensamiento de León Rozitchner. En el primero, coincide su afirmación inicial junto a la influencia de la revolución cubana, la emergencia de una nueva izquierda y con la búsqueda, en la Argentina, de un modo nuevo -ni “anti” ni “pro”- de pensar el peronismo.

El segundo período se inicia con la derrota política de las izquierdas en el cono Sur de América y con la necesidad de una revisión de los modos de pensar que han llevado a la derrota. Período de exilio y dictaduras e intermedio histórico, en el que se trata de buscar las armas intelectuales y morales para comprender la miseria de un período caracterizado por la extensión del terror militar. Este período no se distingue nítidamente del que le sigue, ya que la reflexión sobre los efectos del terror y el exilio será una presencia permanente en la obra de Rozitchner.

Y aún así vemos aparecer un tercer momento determinado por una inmersión en lo subjetivo arcaico, que actualiza el problema de la crítica de la religión y encuentra ahora, en la materialidad de lo materno ensoñado, un nuevo fundamento ausente hasta entonces en el campo político.

  1. Un largo trayecto

La obra de Rozitchner puede leerse de un extremo a otro como un esfuerzo por penetrar en este saber de los cuerpos y por escribir a partir de allí, desde ese esfuerzo, desde ese saber. El asunto ya comenzaba a plantearse con toda claridad en su tesis doctoral sobre Max Scheler, convertida en libro a su vuelta de París, Persona y Comunidad, y un trabajo escrito en Cuba a comienzos de los años sesenta, Moral burguesa y revolución. Rozitchner había viajado como profesor invitado a la isla, donde estrechó lazos con el líder del peronismo revolucionario, John W. Cooke, con quien discutiría tiempo después, en 1966, en su célebre artículo “La izquierda sin sujeto” (publicado en la revista La Rosa Blindada), sobre la cuestión del liderazgo (“la forma humana”), comparando las características de Perón con las de Fidel Castro. Cuestionaba allí el problema de la coherencia del hombre y de la mujer de izquierda, resuelta en el plano puramente simbólico, sin enfrentar el problema de la persistencia del poder burgués en el nivel de lo afectivo. En aquellos primeros años sesenta, la Revista de la Universidad de La Habana publicó otro artículo suyo, “La esencia del ser genérico en Marx”, una lectura de los Manuscritos de 1844. Allí Rozitchner retomaba el argumento del “ser genérico” alienado bajo el mando del capital y recordaba los textos en los que el joven Marx proponía tomar la relación del hombre con la mujer como índice de realización de esa esencia genérica humana. Como parte de este período dominado por la influencia de la revolución cubana, Rozitchner escribe Ser judío, una discusión con las posiciones de la Comisión Tricontinental a propósito de cómo situarse frente a lo judío y el conflicto de Medio Oriente del año 1967.

Las categorías que aparecen con insistencia en este período: cristianismo, judaísmo, peronismo, izquierda y revolución, son todas categorías históricas que intentan elucidar, en el campo político, el problema de la relación entre saber y afecto tal y como aparecen en relación con la verdad. En otras palabras: ¿concebimos el problema de la verdad como producto de una “revelación”, o se plantea el problema del acceso al conocimiento como elaboración ligada a la praxis humana? La activa participación de Rozitchner en las primeras revistas de la llamada “nueva izquierda argentina” –además de la ya nombrada La Rosa Blindada, en Contorno (revista de la que formaba parte) y su colaboración inicial con Pasado y Presente–, confirman el modo de proceder de Rozitchner: se trata de articular una serie de problemas fundamentales sobre el vínculo entre saber y potencia a propósito de coyunturas histórico-nacionales bien determinadas. A esta secuencia pertenece la polémica con el profesor de historia de la filosofía antigua, Conrado Eggers Lan, sobre el carácter antagónico entre las concepciones del amor cristiano y marxista.

1.1 La polémica con el cristianismo

Foto de Conrado Eggers Lan

La polémica se inicia con un artículo que Rozitchner publica en la revista Pasado y Presente[1] donde critica una entrevista que el centro de estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras le había hecho recientemente al profesor Conrado Eggers Lan.[2] El interés por estos viejos escritos es múltiple. En el texto más significativo de la polémica, “Marxismo y cristianismo”, Rozitchner despliega, con una argumentación intensa, una vía de pensamiento alternativo al de la metafísica en la que abrevan por igual el cristianismo y la burguesía. La crítica de Rozitchner replantea el problema de la coherencia conceptual a partir de una noción de coherencia afectiva, en la cual los sentimientos juegan un papel fundamental en la conexión con los objetos, los cuerpos y las relaciones sociales. Esta vía no dejará de desplegarse hasta concretarse, hacia el final de su vida, en la fórmula de un materialismo ensoñado. Un interés adicional de este texto, uno de los menos leídos y conocidos de Rozitchner, es su carácter de temprano antecedente de su reflexión de los años noventa sobre Agustín y la cuestión cristiana. Leer hoy “Marxismo y cristianismo” permite interrogar en radicalidad la actualización de lo cristiano como pretendida alternativa al neoliberalismo, sobre todo a partir de la fuerte iniciativa política del consagrado Papa argentino.

A esta polémica dedicaremos toda la segunda parte del presente artículo.

1.2 Más allá del individualismo burgués

Durante los años setenta, Rozitchner se sumerge de lleno en los problemas que la dominación capitalista conlleva para la consumación del proyecto revolucionario en la Argentina. No se trata solo de la denuncia de la desposesión material que el capital realiza sobre la riqueza social producida por el trabajo, sino también de una desposesión subjetiva sin la cual la otra, la objetiva, no sería viable. Movido por esta preocupación, en 1972 publica su voluminoso libro Freud y los límites del individualismo burgués, donde intenta comprender la trampa que la burguesía instala en el sujeto cuando articula simultáneamente el dominio social (una distancia exterior y objetiva) y el sometimiento individual (una distancia interior y subjetiva). Bajo los efectos de una serie de insurrecciones producidas hacia finales de la década de 1960 -muchas de ellas célebres como el “cordobazo” y el “viborazo”- y ante la respuesta del régimen, que acude al ejército de “ocupación nacional” -como escribe Rozitchner en el prólogo del libro- se trata de leer a Freud con Marx para desarmar esta trampa que paraliza la eficacia de los militantes (esta articulación será pensada en abierta confrontación con las tesis objetivistas de la historia como “procesos sin sujeto”, presente en el entonces influyente estructuralismo de Louis Althusser), desplegando un psicoanálisis político.

Durante la segunda mitad de los años setenta, con la derrota política que interrumpe estos proyectos, y ya exiliado en Caracas, Rozitchner se propone penetrar en las relaciones entre política, guerra y subjetividad buscando profundizar su comprensión de aquello que en la práctica revolucionaria es causa de una ineficacia en el orden de la confrontación militar de las fuerzas. Son los años de reflexión sobre Clausewitz, y de descubrimiento del paradigma de la guerra como criterio de eficacia –más exigente y menos permisivo que el de las ciencias sociales, donde el error se perdona y el acierto no implica victorias colectivas. En su lectura del teórico prusiano, Rozitchner descubrirá –y así lo expone en su curso en México sobre Freud y Marx, publicado luego bajo el título Freud y el problema del poder– un encuentro inesperado con aquello que había vislumbrado años antes leyendo a Freud.

Tanto en Clausewitz (su teoría del duelo) como en Freud (su teoría del edipo) Rozitchner encuentra una comprensión radical del papel de la resistencia y del enfrentamiento como clave de lectura de una subjetividad que va más allá del individualismo burgués. La experiencia de un enfrentamiento imaginario infantil en el edipo freudiano registra una experiencia inicial del antagonismo, que no se borra del todo por el hecho de terminar en derrota –lo que explica la docilidad con que los sujetos ingresan a la cultura–, y actúa como fondo, inicial y lejano, que toda resistencia adulta actulizará, otorgando eficacia material a sus actos en el campo político. Al borramiento de esta experiencia de un enfrentamiento inicial, le corresponde el distanciamiento entre mundo subjetivo y política efectiva que Rozitchner reprochará al psicoanálisis de Lacan.

Del mismo modo, el descubrimiento de la tregua en la teoría de la guerra de Clausewitz conlleva un descubrimiento de la resistencia y de la política que la guerra, entendida como duelo entre jefes, no permitía comprender: “la política aparece entonces como resultado de una guerra anterior que abre al campo de la paz”, destruyendo la apariencia de una guerra separada de lo político. La tregua que se abre a la política no es sino “la continuidad de un enfrentamiento que la guerra dejó pendiente”, tregua que será aprovechada por las fuerzas resistentes o que las mantendrá adormecidas: estas alternativas definen dos tipos de políticas.[3]

Rozitchner enfrenta durante este segundo período el problema de la comprensión del borramiento de lo resistente-subjetivo, sin el cual cualquier coherencia constituida en el nivel puramente simbólico intelectual carece por completo de potencia transformadora. En este contexto, la lectura de Clausewitz, desarrollada en su libro Perón, entre la sangre y el tiempo, le permitirá elaborar un paradigma de la guerra como clave de pensamiento de lo político capaz de enfrentar el peso de sucesivas coyunturas, desde la guerra de las Malvinas hasta las ideologías del consenso correspondientes al período de “transición democrática” y, además, le dará nuevas claves para leer retrospectivamente las causas de la derrota política y militar del peronismo y las izquierdas. Junto a la idea de tregua, la elaboración de la “defensiva estratégica” pasa a adquirir un papel fundamental en su crítica de la “violencia de derecha” (que abarca a las organizaciones revolucionarias armadas de la época anterior), no a partir de un llamado abstracto al desarme frente al orden vencedor, sino a través de la demarcación de unos contrapoderes, una contraviolencia poseedora de contenidos prácticos y morales específicos, y antagónicos respecto de la violencia asesina.

La arquitectura filosófica de este segundo período se vuelve del todo explícita en el prólogo de Perón –texto escrito a fines de diciembre de 1979– en el cual se hace más evidente el esfuerzo teórico por encontrar en la tradición instrumentos aptos para revertir el peso de la derrota, que es el peso del terror en el país, y abordar un pensamiento diferente sobre la guerra, la política y la subjetividad. Esos fundamentos resistentes serán rastreados en una poderosa relectura de Maquiavelo, Spinoza,[4] Clausewitz, Marx y Freud. En ellos, Rozitchner encontrará soporte para comprender los efectos paralizantes e individualizantes del terror pero, sobre todo, para reencontrar la inmanencia con los saberes del cuerpo como índice de activación de la resistencia como experiencia que liga lo individual con los contrapoderes colectivos.

La intensidad de esta reflexión se prolongará luego al menos hacia tres direcciones: en la escritura de su libro sobre Simón Rodríguez, en la que lo plebeyo y lo anticolonial aparecen como oportunidad de un segundo nacimiento (en contraposición nunca del todo explicitada con el peronismo); en su libro sobre la guerra de las Malvinas, en donde expone sus razones para no apoyar la aventura encabezada por las Fuerzas Armadas, en polémica con buena parte de la inteligencia de la izquierda argentina en el exilio mexicano, en donde se trata el problema nuclear de las fuentes de la coherencia política; y sus cursos, ya citados, de inicios de la década de 1980, en México, sobre Freud, Marx y Clausewitz. La guerra y el exilio, temas con los que volvió al país, fueron motivo de varios artículos publicados en la revista Controversia.[5]

1.3 Fin del exilio

De vuelta al país, Rozitchner retoma la actividad docente en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (en los años noventa será candidato a rector) y como investigador en el CONICET. Son los años que la politología llamó de “transición democrática”, de fortalecimiento de los organismos de derechos humanos y de claudicación del gobierno de Alfonsín, que había dado lugar a los juicios históricos a la cúpula de la dictadura militar y luego a una serie de leyes de impunidad que amplió el posterior gobierno neoliberal de Carlos Menem.

Inmerso en ese clima, Rozitchner publicó una serie de artículos sobre los efectos del terror sobre la naciente democracia, denunciando en particular el papel de la cúpula de la iglesia católica en la represión. Muchos de esos textos han sido publicados como ponencias o artículos en diferentes revistas, y otros han aparecido en el diario Página/12. Los primeros dieron lugar al libro Las desventuras del sujeto político, y los segundos a El terror y la gracia.

Por esos años comenzaba ya a surgir la cuestión de lo materno como clave para comprender la determinación del campo de lo político-imaginario en abierto antagonismo con el terror, cuyo fundamento subjetivo funcionaba en coalición con la palabra divina de la “madre” iglesia que inspiraba a la mano asesina. Las madres de la Plaza de Mayo se presentan en su lucha de aparición con vida de sus hijos y nietos desaparecidos como señalando la verdad del proyecto de la dictadura y del neoliberalismo que se extendería en el país y en la región. La ciudadanía no debía entenderse en un reconocimiento simbólico-legal, de tipo formal, sino como desplegándose a partir de un reconocimiento de la materialidad efectiva de los cuerpos, que tanto el terror militar como el económico destruían.

1.4 El retorno de lo teológico político

Durante los años noventa, años de pleno menemismo y de desaparición del llamado campo socialista, Rozitchner escribe un asombroso trabajo de análisis de las Confesiones de San Agustín: La cosa y la cruz. Buscaba comprender allí la eficacia de larga duración de la subjetivación cristiana, que en la coyuntura de la fusión romana entre catolicismo e imperio dio lugar a una innovación en las formas de sometimiento político, creando tecnologías capaces de

La cosa y la cruz, editado por la Biblioteca Nacional en el año 2015

interiorizar el terror en los sujetos, alcanzando un nivel de penetración inédita en la conformación del campo afectivo e imaginario. Esta historia larga de la dominación es la que, perfeccionada y mutada con el origen del modo de producción capitalista, dará lugar al fenómeno de la contemporánea globalización del capital cuya clave aún conserva.

Esta inmanentización de la dominación produce un verdadero corte y funda un nuevo tipo de ser, en el que se reformula la dialéctica entre resistencia interna y ley del poder teológico o político estatal como viniendo del exterior. Precisamente la crueldad de los poderes cristianos consiste, para Rozitchner, en la creación de una interioridad subjetiva en la que ellos se inscriben para controlar desde allí lo que los sujetos experimentan como verdad. Rozitchner encuentra en la confesión agustiniana el documento más elocuente en lo que a la conversión subjetiva cristiana concierne. En ella, el fundamento materno de una afectividad resistente será trastocado en lo más hondo y en su lugar se constituirá un poder masculino y abstracto, un Dios universal cuya esencia consiste en la incesante degradación de la materia sensible, a favor de un Logos Espiritual, descualificante y cuantificador, que a la larga se concretará en el mando de la ley del valor sobre los cuerpos trabajadores. Lo que Rozitchner elabora, desde entonces, es la lógica de esa transmutación del amor materno como saber de cuerpo y lógica ensoñada y primera del sentido, en materialidad devaluada al servicio de un dios masculino e inmaterial, único y universal; de un orden que aunque secularizado, se seguirá rigiendo de acuerdo a estos patrones.

1.5 Marx y la infancia

Vemos entonces hasta qué punto la obra de Rozitchner va produciendo saltos sin abandonar el problema de la “forma humana”, presente ya en “La izquierda sin sujeto”, y en sus obras sobre Freud o Perón. Lo que se introduce ahora es la larga duración, la persistencia de una subjetivación cristiana sin la cual la misma constitución del capitalismo probablemente no hubiera sido posible. En síntesis: la condición de posibilidad de la explotación social es la separación inherente a la subjetivación cristiana entre una dimensión material-devaluada y una inmaterial-jerarquizada que obra como razón última y medida de todo intercambio. Las categorías que en la obra de Marx son fundamentales, como valor de uso y valor de cambio, no proceden simplemente de una lógica económica y de un tipo de saber científico moderno capaz de describirla, sino que expresan el desarrollo de una esencia de la separación que se ha cristalizado como institución, regla y mando. No es posible comprender el poder del dinero sin aquello que Marx enseña en el pasaje sobre el fetichismo de la mercancía y su secreto: que la conciencia teórica del sujeto crítico que penetra en la dinámica del capital, permanece impotente en su deseo de transformación del orden del capital ante la eficacia mágica que reviste a las cosas sensibles de poderes suprasensibles. El secreto de la forma mercantil se encuentra en su premisa: el modo separado, cristiano, de producir mujeres y hombres.

Rozitchner vuelve entonces a leer a Marx y escribe sobre él cosas importantes, sobre todo en dos artículos (“Marx y la infancia” y “La cuestión judía”) recogidos luego en su libro Marx y la infancia.[6] Para Rozitchner, Marx aparece ahora en el corazón mismo de la reflexión sobre el trato que la cultura hace de esa materialidad a la vez real e imaginaria de lo materno. Sin una comprensión de este nivel originario, perdemos el registro de la razón que preside la producción de humanos. Lo materno y la infancia aparecen como la instancia en la que se juega el acceso a la comprensión de la clave más radical: la de una materialidad ensoñada de la que se desprende un sentido sentido, que no se deja envilecer ni doblegar, en abierto antagonismo con la arquitectura de un orden que devalúa el sentido sensible del cuerpo y lo subsume a un principio o logos abstracto.

En ese antagonismo entre un sentido ensoñado y otro patriarcal, colonial, inmaterial y cuantitativo se pondrán en juego las cuestiones políticas fundamentales: la definición de los géneros y la sexualidad; el valor del cuerpo sensible en el trabajo; el entero sistema de criterios y valores para jerarquizar poblaciones y modos de pensar y conocer. Marx se ha enfrentado abiertamente con esta esencia cristiana en su texto Sobre la cuestión judía, texto de juventud que Rozitchner lee ahora en su madurez retomando sus trabajos sobre los Manuscritos de París. Si algo es criticable en Marx, escribirá Rozitchner, es pues su incapacidad para mantenerse firme en la elaboración de un concepto de “esencia genérica” que hubiera permitido, de ser desarrollado, romper con la racionalidad científica, ella misma de fondo cristiano. Ese desarrollo, que Marx perdió en el camino, reaparecerá en Rozitchner en su libro El materialismo ensoñado, compilación de ensayos de algunos de sus últimos escritos entre los que se encuentra “La mater del materialismo histórico. De la ensoñación materna al espectro patriarcal”, que Rozitchner imaginaba como introducción a su Marx y la infancia.

 

1.6 La crítica y la religión

Rozitchner parece haber retomado por su cuenta aquella formula feuerbachiana del jovencísimo Marx según la cual la crítica de la religión contiene las premisas de toda crítica. La crítica no puede quedar reducida al nivel sociológico del análisis, sino que debe indagar en el inconsciente mitológico, en la estructura de origen religioso que llegará a elucidarse a partir de lecturas sintomáticas de sus textos teológicos fundacionales. Adentrarse en esa mitología supone una analítica –incluidas todas las evocaciones freudianas que tiene esa expresión– del tipo de condensación afectiva que domina la razón última del orden de nuestras sociedades, por más que se trata, como las nuestras, de sociedades racional-científicas, es decir: laicas y capitalistas. Su interés por el mito cristiano se justifica enteramente al interior de esta problemática.

Según Rozitchner, en la medida en que el fondo mitológico de nuestra cultura globalizada viene determinado por la esencia cristiana, cuyos principios fundados en la separación son desplegados (esto mismo decía Nietzsche en su Genealogía de la moral) no ya solo por la religión sino fundamentalmente por la racionalidad científico-técnica, y en que el fracaso socialista muestra que no es posible enfrentar esta realidad desde una comprensión limitada de la política, reducida a saberes sociológicos y a medidas económicas, se tratará, en sus últimas intervenciones, de releer la entera tradición crítica contra Descartes, Hegel y Heidegger, buscando en la infancia y en lo ensoñado un fundamento perdido por completo en la práctica política de las izquierdas y para la tradición filosófica que triunfa en la universidad (existen apuntes críticos de Rozitchner en sus archivos sobre la obra de Derrida, Deleuze, Levinas, Agamben, Lacan, Laclau, Žižek), pero presente de modo fragmentario en mitologías no cristianas dispersas en el territorio latinoamericano.

1.7 Coyuntura kirchnerista

Durante el período posterior a la crisis del 2001, ya en pleno kirchnerismo, Rozitchner ensayó aproximaciones a la coyuntura a partir de las claves de lectura que venía elaborando. Dos textos muy diferentes entre sí revisten particular importancia en este sentido. El primero de ellos es una intervención a propósito de la polémica –conocida como la polémica del “no matarás”– provocada en torno a una carta escrita hace una década por el filósofo Oscar del Barco, en la que se convocaba a una reflexión sobre la violencia revolucionaria de los años sesenta y setenta. Publicado por primera vez en la revista El ojo mocho, el artículo de Rozitchner “Primero hay que saber vivir. Del Vivirás materno al No matarás patriarcal”,[7] ataca el empleo del “no matarás” bíblico (y levinasiano) como regulador del problema de la violencia política a la vez que propone una lectura crítica de las organizaciones de la izquierda armada en la Argentina, a partir de la noción de violencia de derecha y contra-violencia (o violencia de izquierda). La diferencia entre ambas violencias, argumenta allí Rozitchner, se funda en el tipo de realidad sensible que cada una de ellas moviliza: mientras la violencia del poder realiza las categorías cristianas (la degradación del cuerpo sensible), las de la economía política (subordinación de toda dinámica vital a la valorización del capital) y las del individuo separado (los otros aparecen como dato segundo respecto de la propia existencia), la contra-violencia invierte los términos. Se trata de un contrapoder que valoriza lo corporal sensible (y por tanto no apunta al sacrificio propio ni ajeno), trastoca los valores de productividad de la economía (y por tanto no reproduce relaciones de competitividad y utilitarismo) y parte de la presencia de los otros como premisa y no como momento secundario. Los fundamentos de la crítica de la violencia asesina hacen juego con los de la experiencia de lo materno ensoñado, para refutar a las filosofías del consuelo (la referencia crítica a la filosofía de Levinas es constante en el texto) y a las posiciones nihilistas que parten de la inexistencia de fundamento para la rebelión.

El segundo de estos textos es una larga entrevista que le realizó el Colectivo Situaciones,[8] en la cual se exponen las posiciones políticas adoptadas por Rozitchner frente al gobierno de Néstor Kirchner. En la conversación, Rozitchner comenta el conocido episodio en el cual el entonces presidente argentino ordena al jefe del ejército descolgar el cuadro oficial del General Videla exhibido en la ESMA, símbolo máximo del genocidio. Rozitchner confería a esa escena un valor fundante e inconcluso. Veía en el gesto de Kirchner una denuncia sin vuelta atrás de la complicidad que el poder político había adquirido con el terror militar en la represión de las fuerzas populares, a lo largo de décadas y, al mismo tiempo, señalaba que ese gesto solo encontraría una efectuación material amplificante si daba lugar a un desmontaje de la fenomenal concentración de la propiedad que tuvo y tiene en ese terror su condición excluyente de posibilidad.

 

1.8 Vitalismo del pensamiento

La filosofía de León Rozitchner se despliega como una serie de reacciones coyunturales a diversos acontecimientos, una serie de intervenciones a propósito de las cuales se despliega una densa trama conceptual y literaria, y no como una categorial que va ajustando su sistematicidad en el espacio que la academia ofrece como lugar separado de la vida práctica. Ese rasgo coyuntural no define en Rozitchner un ámbito especializado de su pensar, como podría ser la filosofía política, sino un tono vital que desborda géneros y formatos, y cuestiona la necesidad de toda separación entre el pensador, lo pensado y la situación que lo implica y lo fuerza a pensar. Esta intensidad del pensamiento de Rozitchner, la cara vivida del saber del cuerpo en quien lee y escribe, constituye una de las riquezas más evidentes de su obra. Este vitalismo de pensamiento ha dado lugar a notables desproporciones entre los motivos puntuales que lo motivaban a escribir,[9] y la enorme movilización de energías intelectuales que ponía en juego en cada uno de sus escritos. Esta desproporción hace sospechar que hay un caudal de pensamiento en sus textos que no se agota ni queda circunscripta a las situaciones específicas que lo motivaron. De hecho, muchas de sus premisas argumentales siguen mostrándose activas en relación con problemáticas que no trató de modo directo.

En el carácter resistente del saber de los cuerpos hay claves de las que otras filosofías del post-fundacionismo carecen para pasar del diagnóstico cultural y la racionalización sociológica de procesos a una analítica y un deseo de activar afectos y enfrentar todo aquello que obstaculiza la constitución de fuerzas. En las nociones de amor e inmanencia de Rozitchner –en las que el saber del cuerpo no es tema de tesis sino operatoria afectiva– hay un potencial problematizador del que carecen las filosofías que mejor nos ayudan a comprender la arquitectura de las sociedades de control, post-represivas o de seguridad que teorizaron Deleuze y Foucault.

  1. Amor cristiano. Amor en Marx

En lo que sigue, comentaremos el texto principal de la polémica con Eggers Lan, no para mostrar que en ese texto temprano ya estaría todo dicho ni para producir hipótesis críticas sobre continuidades y rupturas en su obra, sino para rastrear, en un texto inicial y contundente de Rozitchner –que fue reeditado muy recientemente–[10] la relevancia que el amor y la inmanencia poseen desde el comienzo en la problemática del saber de los cuerpos.

2.1 Eggers Lan

En una entrevista concedida a la revista del centro de estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA,[11] el profesor Conrado Eggers Lan, antiguo fundador de la Democracia Cristiana con la que había roto políticamente, argumentaba a favor de la compatibilidad entre el cristianismo y el marxismo en su lucha común contra un orden dominante que, con todas sus variantes, es el mismo desde desde que Constantino oficializó al cristianismo dándole larga vida a las estructuras del Imperio romano. La diferencia de matices consiste en que el cristiano pondrá el énfasis en la actitud interior que debe haber en esta lucha, mientras que el marxista acentuará el carácter social de dicha lucha. Al hacer de la fe una fuerza política contra las injusticias, el cristianismo histórico de Eggers se percibía como adecuado en aspectos importantes a la teoría revolucionaria del marxismo. Incluso se puede intentar una concordancia en el plano metafísico cuando ambos sitúan la actividad espiritual en la vida concreta de los hombres y las mujeres. Esa unidad que para Marx se quiebra por la división del trabajo en tareas corporales y espirituales.

Ni siquiera el ateísmo de Marx, mero ateísmo ético, constitye un auténtico obstáculo para la correspondencia que Eggers propone. Si una diferencia persiste, no obstante, entre cristianos y marxistas es, para Eggers, el hecho de que el cristianismo está movido por la fuerza del amor del que Marx, más proclive al odio, estuvo privado. Falta a Marx un principio trascendente, humano-cósmico, fuerza de amor universal sin la cual queda impedida la total coherencia de una doctrina que por su misma esencia reclamaba ese amor. Esta carencia marxiana se halla en el origen de los fracasos revolucionarios marxistas y de las contradicciones que las caracterizan, como por ejemplo aceptar y hasta reivindicar en nombre de lo humano y de la sociedad la destrucción del hombre y de la sociedad. El razonamiento de Eggers concluía en que el amor cristiano ofrecía a los marxistas la solución para sus dificultades, abriéndoles las posibilidades efectivas del camino revolucionario.

A los pocos meses de la aparición de la entrevista a Eggers, Rozitchner inicia la polémica con un artículo titulado “Marxismo o cristianismo”,[12] publicado en la revista Pasado y Presente. En pocas palabras, lo que Rozitchner reprocha a Eggers es que en su pretensión de aproximarse a la izquierda en el plano político, pone en marcha un proyecto de subsunción de la racionalidad de Marx en la del cristianismo. Al tomar los conceptos marxistas, lo hace de modo parcial, incluyéndolos en el interior del “campo de sentido propiamente cristiano, que mantiene la separación entre materia y espíritu”. En su lucha contra la derecha católica, Eggers se acerca a la izquierda sin trastocar las premisas metafísicas de la metafísica cristiana.

El hecho que Egger cite positivamente a Max Scheller, sobre quien Rozitchner acababa de escribir su tesis de doctorado, permite comprender mejor el juego de parentescos que se establece con el capítulo III, “El amor en la perspectiva schelleriana”, del ya citado Persona y comunidad.[13]

2.2 Contra la vieja metafísica

En la primera parte de su argumentación, Rozitchner ataca el texto “Praxis y metafísica”, ponencia que Eggers había presentado en unas jornadas de filosofía realizadas en Horco Molle (Tucumán) sobre el tema “Posibilidad de la Metafísica”. Rozitchner le reprocha allí a Eggers su indiferencia ante la potencia de la crítica de la economía política iniciada por Marx, al hecho que la crítica rompe los supuestos de la vieja metafísica a la que permanece aferrado. El punto principal a retener aquí es el siguiente: al fundarse en las relaciones de producción, la crítica marxiana inaugura una concepción de la materialidad de las relaciones humanas “inmediatamente significativa” de la verdadera “relación concreta que une a los hombres entre sí”. Marx crea un nuevo tipo de unidad donde la vieja metafísica separaba, dualizaba. Esta unidad reúne, dice Rozitchner, “dos extremos hasta entonces disociados: la intimidad y la sociedad”, ambas constituidas por “categorías económicas e históricas”.[14]

Leyendo a Marx de este modo, Rozitchner apunta directamente al núcleo de la metafísica que separa la exquisitez de lo íntimo-espiritual de lo cruel-materialista. La operación es sofisticada, dado que es esa metafísica de la separación la que dirige a Marx la crítica de una pretendida reducción de lo espiritual a lo material. Lo que Rozitchner aclara es lo siguiente: la razón por la que en Marx no procede tal reducción es porque para que esta se produzca se necesita haber realizado con anterioridad la operación propiamente metafísica entre espíritu y materia. Cosa que, es lo que Rozitchner nos enseña, Marx jamás hizo. Desde el punto de vista de la metafísica, esa separación es necesaria. Por lo tanto, lo que ella discute es si el espíritu vale más que la materia (como ella cree), o si menos (como le atribuye erróneamente a Marx). Esta ignorancia sobre el pensamiento de Marx, este borramiento de su descubrimiento filosófico fundamental, es lo que está aquí en juego. Desde el punto de vista de la metafísica se trata de jerarquizar el valor del espíritu ante la materia. Desde el punto de vista marxista se trata de algo muy diferente: de anular la operación de escición y conducir lo espiritual a la materia de la que parte y en la que se verifica.

2.3 Tesis 11

Al hacer de la materialidad de la relaciones humanas una burda materia, la metafísica no puede leer a Marx de modo parcial. Es lo que, a juicio de Rozitchner, sucede con Eggers, por ejemplo, cuando lee la célebre “Tesis 11” sobre Feuerbach, en la que Marx dice que los filósofos se han dedicado a interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo. ¿Cómo lee este texto Eggers, según Rozitchner? Postulando la actividad de un agente transformador puramente espiritual sin su necesaria inscripción en la materialidad social e histórica (abstrayendose de la lucha de clases efectiva). Y esto es porque los respectivos fundamentos son incompatibles. Los principios cristianos que operan en la metafísica ordenan la experiencia a partir de una separación a priori en la cual lo activo es siempre lo otro de lo corporal; lo individual se diferencia tajantemente respecto de lo hisórico-social y lo espiritual no se deja confundir nunca con la riqueza de lo material-sensible.

Esta incompatibilidad metafísica sí repercute en el plano político, proporcionando lecturas como las que Eggers hace de la “Tesis 11” en términos de autotransformación subjetiva, antes que a una dialéctica de lo subjetivo-objetivo que pueda preparar en el campo de las fuerzas efectivas un proyecto de liberación, partiendo de la materialidad histórica atravesada por concretas relaciones de explotación y dominio.

2.4 El problema de la verdad

Todo esto impacta de lleno sobre el problema de la verdad, que en Marx se plantea como el de la transformación material de los hombres y mujeres en un mundo cuya estructura “se revela verdaderamente en la economía como fundamento objetivo del cual dependen privilegiadamente todas las otras relaciones humanas”.[15] Toda transformación, para ser verdadera y radical, debe entonces proponerse la modificación de esa base material que está ya articulada con lo que en hombres y mujeres aparece como lo íntimo-espiritual, concerniente a la transformación personal.

La “ensoñación subjetiva” de Eggers (nótese hasta qué punto la palabra ensoñación habrá de cambiar su sentido con el paso de los años) se aprecia en todo caso, escribe Rozitchner, en la sustitución de la crítica de la economía política por el método de la reducción fenomenológica y del yo trascendental, que aspira a liberarse de todo supuesto para acceder a la experiencia íntegra de lo humano. Ese modo de proceder, lo hemos visto, supone -erróneamente- que la crítica de la economía política abarca solo una parte del hombre, la parte material o económica, la parte “histórico social”, y no su integralidad, que se completa con su actividad subjetiva, espiritual. Con esta reducción-subsunción, la metafísica logra imponer sus valores, despojando la materia marxiana de toda riqueza histórico-objetiva y de todo criterio de verificación vinculado al proceso de la praxis, que Marx y Engels presentaban en La ideología alemana como ligado a la producción de medios para la satisfacción de estas necesidades; la creación de nuevas necesidades; la reproducción a partir de la relación sexual.

El problema de la verdad, entonces, se plantea en Rozitchner en torno al descubrimiento marxiano que habilita una comprensión “del valor creador que posee la singularidad material humana de cada hombre”. Cada individuo descubre su pertenencia a un “todo material del cual depende y que hace posible su existencia”. Y por lo tanto “cada hombre contiene, en su génesis individual, el secreto del proceso histórico que le abre la comprensión vivida de su presente alienado” en el proceso de “producción material (histórico-económico) de sí mismo y de los otros hombres”. El método fenomenológico que Eggers propone aspira en cambio a un tipo de “conocimiento inmediatamente absoluto”, despojado de supuestos (históricos); acceso directo a un mundo “sensible y concreto” cuya condición paradójica sería la depuración de toda referencia a su materialidad histórico-económica. La única materialidad que sobrevive a esta reducción lo hace a título de mero “receptáculo”, o “asiento del espíritu revelado, lugar de la intuición volitiva, soporte de valores”. Una materialidad existencial, sí, pero de una existencialidad exclusivamente cristiana, sin rastros de aquella otra materialidad que “el hombre construye a través de un proceso histórico-económico”. La reducción fenomenológica salva solo el resultado, echando a perder la riqueza inicial del proceso.[16]

2.5 El otro y la salvación

En Marx no hay lugar para una salvación meramente individual, desprovista de su inserción en el mundo. Toda transformación debe pasar por la de las relaciones sociales. El problema de la “verdad” en Marx remite a la posibilidad de verificar las transformaciones en la realidad. De modo tal que toda transformación subjetiva para Marx, dice Rozitchner, debe “penetrar hasta las raíces de la propia constitución material”. De modo que la salvación no puede pasar, para los marxistas, por el enlace amoroso que une a hombres y mujeres con Dios sino con la forma humana y con la “cualidad sensible” en la que lo humano encuentra una posibilidad de máximo despliegue.[17]

Esta “forma máxima de mi amor”, escribe Rozitchner, es la que proporciona la medida última de toda relación afectiva: “en este acto de la más precisa singularidad –amar a otro– converge la más amplia universalidad”.[18] Por eso decía Marx en sus escritos de 1844 que:

La relación entre hombre y mujer es la más natural de las relaciones entre uno y otro ser humano. En ella se revela, pues, hasta qué punto el comportamiento natural del hombre se ha hecho humano, hasta qué punto la esencia humana se ha convertido para él en esencia natural, hasta qué punto la naturaleza humana ha pasado a ser su naturaleza. Y en esta relación se muestra, asimismo, la necesidad del hombre con respecto a la necesidad humana, hasta qué punto, por tanto, el otro hombre se ha convertido en necesidad en cuanto tal hombre, hasta qué punto es, en su existencia más individual, al mismo tiempo, un ser colectivo. La primera superación positiva de la propiedad privada.[19]

El aspecto material-sensible del mundo constituye, en Marx, “el fondo de toda relación de amor”,[20] y en esta relación amorosa –sostiene Rozitchner– viene incluída una acción transformadora opuesta a todo aquello que se manifiesta como obstáculo que se opone a este amor. El amor se confunde con la praxis desde el momento en que no hay amor que no suponga el problema del acceso al otro y, por lo tanto, el de la modificación sensible entre los amantes de un amor afectado por las obras y acciones de los otros.

Si hay dos amores, cristiano y marxista, es porque hay al menos dos modos de concebir al otro: como “totalidad simbólica, abstracta” (en la separación cristiana de lo “espiritual” y lo “material”, del que solo interesa lo espiritual, aquello que cada hombre tiene de absoluto, aquello que le permite reconocerse en lo divino, desvalorizándose “el continuo material que uno en una universalidad posible, concreta, a los otros”);[21] como “totalidad concreta, genérica” (ligada a la actividad singular-sensible en las relaciones intrahumanas, no a partir de la presencia de lo divino, sino de la presencia de los otros en cada acto de la propia sensibilidad humana).[22]

Esta distinción entre amor cristiano –donde lo primero es la presencia de lo divino y absoluto en el yo–, y amor marxista –que encuentra lo relativo histórico como formando parte desde el inicio del yo, y que por lo tanto experimenta el amor en esta presencia sensible, concreta y material de los otros como premisa– será uno de los argumentos centrales de la noción de contra-violencia que Rozitchner va a esgrimir en la polémica ya mencionada con Oscar del Barco.

2.6 El odio

En el amor marxista, a diferencia del cristiano, lo espiritual solo existe como historicidad y grabado del “proyecto humano en la materia”, y permite “reconocer concretamente –pues mi afectividad está ligada al mundo– la presencia de aquel que se opone al otro o la de aquel que posibilita su máxima realización”. De allí que el odio surja, en Marx, como parte este mismo proceso afectivo, como la “medida de la inhumanidad que otros hombres han hecho surgir en mí mismo”.[23]

Hay sin embargo un odio cristiano. Se trata de un odio inconfesado y duradero, dirigido a una cualidad humana inmodificable. Un odio así es inhumano, es lo inhumano mismo en lo humano. Esa inhumanidad, que es propio del odio antisemita (odio ontológico que no apunta a ninguna cualidad en particular sino al hecho mismo de que el judío lo sea, es decir, al hecho que guarde relación con la historia de un pueblo) es impensable en el amor marxista, que parte de la presencia material sensible de los demás en uno mismo y desde allí se despliega como amor a la forma humana. Como en Spinoza. El odio inhumano es el reverso de aquello que en el amor cristiano es universal y abstracto, de aquello que en esa amorosidad pone a los amados siempre a distancia respecto de la relación íntima que cada quien guarda con Dios. Por eso, sostiene Rozitchner, “decimos que el sentido de la espiritualidad cristiana es inhumano, por más divino que sea: para ser verdadera esa espiritualidad no necesita de los demás hombres en su creación sino en su pasiva adhesión. A los otros hombres se acercarán después”.[24]

La denigración de lo material-particular presente en la metafísica cristiana es por tanto el lugar de preservación de esta posibilidad de lo inhumano en lo humano, que será la clave en su libro Ser judío. Allí, Rozitchner argumenta que en la experiencia judía, en tanto determinada por padecer la acción de esta inhumanidad de lo humano, se hace posible un tránsito (que el judío burgués no recorre, asimilándose al amor cristiano primero y luego al neoliberalismo) hacia la izquierda. Ese tránsito a la revolución surgiría en él como posible al oponerse a ese odio inmutable, a esa inhumanidad de lo humano presente en el padecimiento común más amplio de mujeres, obreros, negros. Esta senda del judío hacia la insurgencia no le es permitida al cristiano antisemita que permanece aferrado a lo absoluto.

Décadas más tarde, Rozitchner retomará una argumentación similar en su relectura de Sobre la cuestión judía, de Marx, sobre el que escribirá un importante ensayo ya mencionado. Lo que el judío puede iniciar como transición a la izquierda tendrá la fuerza de lo vivido elaborado, no de lo meramente simbólico. A esa materialidad subjetiva que arraiga en lo vivido y en lo elaborado subjetivamente, Rozitchner la denominará “índice de verdad”, y su lógica tendrá muchos puntos en común con la de los “devenires minoritarios” de los que hablarán en la década de 1980 Gilles Deleuze y Félix Guattari. En ambos casos se origina una simpatía por la acción de lo heterogéneo respecto del orden de la sociedad burguesa, la rebelión de todo aquello que esta sociedad necesita domesticar.

2.7 Filosofía de los afectos

Mientras que el amor cristiano se pretende por encima de la lucha de clases –entre hombres no hay sino enemistades ocasionales– y escapa al vínculo entre “el amor y el dinero, lo transhistórico y lo histórico”, Marx piensa la afectividad humana a partir de la “significación de la propiedad privada y el dinero”, en el trabajo y el intercambio. Señala, como antes lo había hecho Spinoza en su Ética, que la “movilidad esencial de la afectividad” depende de las relaciones singulares y precisas que establecemos con las mujeres y los hombres así como con las cosas. En esa movilidad, todo sentimiento se corresponde con una relación y debe ser captado en esa vinculación histórica-concreta con el objeto referente al cual el sujeto experimenta su afectividad. Es “la cualidad que el objeto suscita en el hombre” la que activa desde lo sensible un sentido, una significación para esa relación.[25]

La presencia de la teoría spinoziana de los afectos en esta lectura de Marx no se hace explícita en el texto. Y no lo será hasta mucho más tarde, cuando se trate de reflexionar abiertamente sobre los fundamentos subjetivos de la resistencia al terror, en el prólogo ya citado de Perón. Si reparamos en esta presencia de una callada inmanencia afectiva de la potencia es porque ella permite esclarecer –tal vez como ninguna otra– el hilo rojo que se entreteje hasta llegar a su materialismo ensoñado. En todos los casos, lo que está en juego es un rechazo visceral a toda devaluación de la dimensión material-sensible del cuerpo. En todos los casos, la lucha de clases exige ser llevada no solo al plano de la coherencia simbólica, sino en el de una revaluación de la dimensión sensual del sujeto.

2.8 Amor y dinero

En la sociedad capitalista, el “objeto por excelencia” –la “forma humana” – está mediado de modo irremediable por un “objeto máximo”, un operador de trascendencia que todo lo impregnará escindiendo la cualidad de la cantidad y el uso del cambio. Ese “objeto máximo”, el dinero, no designa cualidad sensible humana alguna sino el mero hecho de ser poseedor. Intercambia toda “cualidad” sin reparar en ninguna. Pone en juego una equivalencia generalizada de cualidades y pasa entre ellas sin importar que resulten contradictorias. El dinero funda una “fraternidad de los incompatibles” y “obliga a los contrarios a abrazarse”.[26]

Al sustituir la “materialidad mínima del hombre” desde la cual se pone a prueba el valor o la cualidad, el dinero provoca una distorsión sobre la subjetividad humana, y el amor marxista no será sino afectividad comprometida en un enderezamiento del mundo capaz de volver a expresar la “resonancia personal que se produce cuando una cualidad humana se pone en relación con otra cualidad humana compatible” (amor) “y no con otra cualidad contradictoria” (odio).[27]

Los sentimientos revelan, así, verdaderas afirmaciones ontológicas. A través de ellos contactamos con lo universal concreto del que emerge toda significación humana. Sin este juego de los afectos no habría modo de hacer del valor de uso un criterio de verificación para la praxis. Por tanto, es sumamente relevante comprender hasta qué punto la eficacia del advenimiento del valor (de cambio) consiste en esa abstracción que desconecta “en el seno de la satisfacción y la afectividad más subjetiva la dimensión más colectiva de lo social”.[28]

Es en este preciso punto de inserción entre economía y sentimientos donde el mundo capitalista se da la mano con la metafísica cristiana, dando lugar a una “estructura afectiva que se adecua a un mundo donde impera el dinero” (y en consecuencia sin punto de encuentro con el amor en Marx) junto a un racionalismo que solo aspira a reformar la realidad en el plano de lo “simbólico”. Y será esto lo que Marx rechace del humanitarismo cristiano y/o burgués: el hecho de expresar las estructuras de relaciones en las que reinan la propiedad privada y el dinero.[29]

2.9 Política cristiana

La prédica cristiana bloquea la posibilidad de elaborar la contradicción moral en el mismo plano en que se de la material. Es aquí donde la escisión entre espíritu y materia rinde su fruto político disfrazado de lo más alto, del más puro amor. De este modo, se logra inducir la conclusión según la cual “la lucha de clases en su específico plano de lucha histórico-económica resulta entonces no ser una lucha también espiritual”;[30] “a través del ‘espíritu’ despoja precisamente a los sometidos de su único tesoro, de su única brújula en el medio hostil que lo rodea: el odio, es decir la exacta respuesta para la exacta agresión que se les realiza”.[31]

En el amor cristiano, en el que cada hombre recibe su verdad de la revelación divina como adecuación afectiva entre su propia conducta y lo que la divinidad le revela, se niega el esfuerzo marxiano por encontrar el elemento material-afectivo de esta verificación. En Marx “todo sentimiento posee inteligibilidad”, y por eso no existe en el marxismo la diferencia entre “la evidencia leída a la altura de la afectividad o de la racionalidad lógica”. En otras palabras: no hay oposición entre lo afectivo y el pensamiento racional, ambos abrevan en una misma objetividad del mundo humano.

  1. Conclusión provisoria

Es posible establecer sobre esta base un eje Spinoza-Marx-Rozitchner. Ese eje funcionará del modo siguiente: opondrá a la acción denigratoria que la metafísica cristiana –y la economía política que la concreta– ejerce sobre lo corpóreo sensible creando individuos separados y “unidos como separados” (como dice Guy Debord), una revalorización de lo sensual como instancia dadora de sentido y de significación a las relaciones vividas, incluidas las enteras relaciones sociales.

Es posible plantear en esta dirección al menos dos cuestiones de suma relevancia para el pensamiento político contemporáneo a partir de esta lectura de la obra de Rozitchner: por un lado, la posibilidad de extender y aplicar a los dispositivos propiamente neoliberales la misma crítica que ya se dirigía a la metafísica cristiana y a la práctica de la sociedad burguesa, es decir, una particular consideración sobre el tipo de desposesión subjetiva que acompaña y posibilita toda desposesión material, objetiva. Se trata entonces de profundizar en la crítica del enlace entre sociedad capitalista en su fase neoliberal y pervivencia de lo teológico político. Por otro lado, el saber de los cuerpos ofrece un camino para el pensamiento político dominante de los últimos años fundado en el postestructuralismo y, en particular, en la teoría populista de Ernesto Laclau, capaz de pensar la articulación de las demandas populares, pero resulta impotente a la hora de cuestionar cómo estas demandas se constituyen y qué contenido adquieren bajo el efecto de dispositivos neoliberales que operan sobre ellas. Lo que Rozitchner llama “coherencia afectiva”, en cambio, se orienta a verificar el lazo que organiza el sentido a partir de considerar las relaciones sociales, la creación de significaciones en el plano de los afectos y la creación de conceptos.

El saber de los cuerpos, inseparable de esa revalorización de lo sensible y de una experiencia insurgente de los afectos, se coloca así en la base del entero mundo de las “nociones comunes” de las que habla Spinoza en su Ética. Su elaboración deviene inseparable de esta batalla crítica. Inmanencia en Rozitchner es insurgencia. En sus últimos escritos será este tejido sensual de la significación, sin la cual todo enlace con las cosas del mundo se torna abstracta, la que dará lugar a un materialismo ensoñado.

Bibliografía

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—. “Cuando el pueblo no se mueve, la filosofía no piensa” En Colectivo Situaciones, Impasse: dilemas políticos del presente. Buenos Aires: Tinta Limón Ediciones, 2009, pp. 95-134.

[1] Rozitchner, León. “Marxismo o cristianismo”. Pasado y Presente. Revista trimestral de ideología y cultura, año I. no 2-3, Julio-Diciembre 1963, pp. 113-133. En Pasado y Presente: edición facsimilar, Tomo I, Primera época (1963-1965). Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional, 2014, pp. 163-183.

[2] “Cristianismo y marxismo. Reportaje al profesor Eggers Lan”. Correo de C.E.F.Y.L. no I. 2, Octubre 1962, pp. 1-2. Departamento de prensa y difusión CEFYL-FUBA. Publicación del Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras,  Buenos Aires.

[3] “Clausewitz y Freud: la guerra y el poder. El duelo como esencia del conflicto”. En Rozitchner, León. Freud y el problema del poder. Buenos Aires: Losada, 2003, pp. 159 y 160. En el mismo libro se exponen sus ideas sobre Freud.

[4] Sobre las referencias de Rozitchner a Spinoza volveremos luego. Bellamente evocado en el prólogo del Perón, queda excluido luego en Freud y el problema del poder. Sin embargo, en sus clases en Caracas Rozitchner daba un curso sobre el Tratado teológico político, leído en el contexto de lo que entonces se llamaba el “tercer mundo”. En su obra posterior, Spinoza no dejará de volver, se multiplicarán las referencias sueltas, pero no habrán desarrollos sistemáticos.

[5] Ver: Gago, Verónica. Controversia: una lengua del exilio. Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional, 2012.

[6] Rozitchner, León. Marx y la infancia. Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional, 2015, pp. 23-97 y 141-201.

[7] Rozitchner, León. Levinas o la filosofía de la consolación. Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional, 2013, pp. 161-203.

[8] “Cuando el pueblo no se mueve, la filosofía no piensa”. En Colectivo Situaciones, Impasse: dilemas políticos del presente. Buenos Aires: Tinta Limón, 2009, pp. 95-134.

[9] De esas desproporciones se quejaba en su momento Eggers Lan. ¿Tantas páginas y páginas de densa escritura para discutir con una breve entrevista que no pretendía desencadenar semejante fárrago argumentativo? Esa desmedida, esa inmoderación es, sin embargo, el índice más contundente de un exceso de pensamiento, de un carácter intempestivo de su argumentación, de un movimiento de las ideas que lleva siempre más allá de la situación histórica puntual y conecta, o puede conectar productivamente con problemas y situaciones que no eran las que se proponía discutir en su momento. Un ejemplo posible surge al pensar en los discursos de Francisco/Bergoglio mientras leemos la argumentación de Rozitchner contra Eggers.

[10] El texto “Marxismo o cristianismo. Polémica con Eggers Lan” fue recientemente editado en el tomo de la Obra de León Rozitchner titulado Escritos políticos.

[11] Fechada Castelar, 3 de septiembre de 1962.

[12] La polémica consta de los siguientes textos: Rozitchner, León. “Marxismo o cristianismo”. Pasado y Presente. Revista trimestral de ideología y cultura, año I. no 2-3, Julio-Diciembre 1963, pp. 113-133. En Pasado y Presente: edición facsimilar, Tomo I, Primera época (1963-1965). Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional, 2014, pp. 163-183. Eggers Lan, Conrado. “Respuesta a la derecha marxista”. Pasado y Presente. Revista trimestral de ideología y cultura, año I. no 4, Enero-Marzo 1964, pp. 322-328. En Pasado y Presente: edición facsimilar, Tomo I, Primera época (1963-1965). Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional, 2014, pp. 376-382. Rozitchner, León. “Respuesta de León Rozitchner”. Pasado y Presente. Revista trimestral de ideología y cultura, año I. no 4, Enero-Marzo 1964, pp. 328-332. En Pasado y Presente: edición facsimilar, Tomo I, Primera época (1963-1965). Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional, 2014, pp. 382-385.

[13] Rozitchner, León. Persona y comunidad. Ensayo sobre la significación ética de la afectividad en Max Scheler. Buenos Aires: Biblioteca Nacional, 2013.

[14] Rozitchner, “Marxismo o cristianismo”, p. 114.

[15] Rozitchner, “Marxismo o cristianismo”, p. 115.

[16] Idem, pp. 117-118.

[17] Rozitchner, “Marxismo y cristianismo”, pp. 119-120.

[18] Rozitchner, “Marxismo y cristianismo”, p. 120.

[19] Marx, Carlos. “Manuscritos Económico-Filosóficos de 1844”. En Marx, Carlos. Escritos de juventud. Traducción de Wenceslao Roces. México: Fondo de Cultura Económica, 1982, tercer manuscrito, p. 617. Un mayor desarrollo de esta cita de los Manuscritos del 44 se encuentra en “La negación de la conciencia pura en la filosofía de Marx”. En Rozitchner, León. Marx y la infancia. Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional, 2015, pp. 99-139. En especial pp. 105-107.

[20] Rozitchner, “Marxismo y cristianismo”, pp. 120-121.

[21] Esta manera de pensar la otredad y la salvación como separación converge con el régimen de lo teológico político en la obra de Henri Meschonnic en el que lo que domina es una discontinuidad de lo sensible del cuerpo respecto al signo y a la lengua. Ver: Meschonnic, Henri. Spinoza poema del pensamiento. Traducción de Hugo Savino. Buenos Aires: Tinta Limón Ediciones y Editorial Cactus, 2015.

[22] Rozitchner, “Marxismo o cristianismo”, p. 121.

[23] Ibid.

[24] Ídem, p. 128.

[25] Ibid.

[26] Rozitchner, “Marxismo o cristianismo”, p. 122. Rozitchner roza aquí la lógica de la complexio oppositorum que Carl Schmitt (Catolicismo y forma política) atribuía en el orden político al catolicismo y aquí, Marx mediante, se le reconoce al dinero.

[27] Rozitchner, “Marxismo o cristianismo”, p. 123.

[28] Rozitchner, “Marxismo o cristianismo”, p. 124.

[29] Ibid. Es un poco el proyecto crítico de Frederic Lordon: Marx y Spinoza, las estructuras de relaciones y los afectos tal y como el capitalismo las recrea como base de una percepción crítica.

[30] Rozitchner, “Marxismo o cristianismo”, p. 125. Esta conclusión hace juego, casi palabra por palabra, con las tesis sobre el concepto de historia (la tesis 4) que hace epígrafe de este artículo.

[31] Ibid. El joven Hegel escribía que el cristianismo era la religión del amor y el judaísmo la del odio. Tal vez Eggers haya dado en el clavo al señalar esta diferencia como fundamental, aunque sólo con la explicación de Rozitchner esta verdad se vuelva inteligible.

Sobre la consigna política // Diego Sztulwark

Mientras tanto, cerca del palacio de Táuride, el sargento Fedor Linde leía absorto. Arrumbado en un sofá del Regimiento Preobrazhensky, no prestaba la menor atención a los ruidos que provenían de los disturbios callejeros. Afuera los cosacos disparaban furiosamente contra la multitud. De pronto una bala rompió el vidrio de la ventana y Linde se aproximó a ella. Sus ojos se detuvieron en una joven atropellada por el caballo de un cosaco. La vio resbalar y caer debajo del animal. La oyó gritar. Un grito sobrehumano que penetró en Linde: «hizo que algo en mí se conmoviera. Salté encima de la mesa, y grité salvajemente: «amigos! viva la revolución! Tomad las armas! están matando a personas inocentes!. A nuestras hermanas y hermanos». Fueron miles los soldados que reaccionando ante la voz de Linde, provocando el motín de la guarnición de Petrogrado: «dijeron que había algo en mi voz que hizo imposible resistir mi llamado; me siguieron sin darse cuenta de dónde o en nombre de qué causa iban; se unieron a mí en el ataque contra los cosacos y la policía». El 27 de febrero triunfaba la Revolución Rusa. Todos los partidos políticos se unían contra la monarquía zarista, que luego de gobernar durante siglos se desmoronaba tras ocho días de agitación.

¿Quién gobernaba entonces Rusia? En un ala del Palacio de Táuride, sede del Parlamento, funcionaba el gobierno provisional del príncipe Lvov con apoyo del partido de los liberales rusos. En otra ala mandaba el Soviet de Petrogrado, formado por diputados obreros, soldados de origen campesino, mayormente gobernados por socialistas y mencheviques. Poder formal y poder efectivo en un mismo edificio. Lvov, aliado de Inglaterra y Francia, era partidario de participar de la guerra, mientras que los soviets querían la paz. Lo bolcheviques -minoritarios en los soviets, sostenían las consignas «Paz, pan y libertad” y “todo el poder a los soviets”. Así las cosas, hasta las jornadas de julio, en los que una frustrada insurrección obrera con fuerte participación de los marineros del soviet Kronstadt resultó violentamente reprimida por el gobierno provisional. La crisis de julio provocó un brusco giro en la situación. La sustitución de Lvov por el socialista Kerensky, que contaba con el apoyo de la dirección del soviet, y el encarcelamiento y/o el exilio para cientos de dirigentes bolcheviques.

Clandestino en Finlandia, Lenin redacta un breve texto explicando cómo y porqué aquel cambio de circunstancias imponía un cambio en las consignas. Después de todo, ¿qué son las consignas, sino la dinámica de la correlación de fuerzas, relaciones de fuerzas llevadas al lenguaje? Las consignas, creía Lenin, captan en unas pocas palabras el nexo que permite discernir las alteraciones del campo social y trazar nuevas delimitaciones políticas en la lucha por el poder. En su artículo “A propósito de las consignas” escrito en julio del ‘17, el jefe bolchevique escribe que “cada consigna debe dimanar siempre del conjunto de peculiaridades de una determinada situación política”. Se trata de discernir a cada paso dónde está el poder formal y donde el efectivo y de delimitar objetivos, enemigos y aliados en cada fase del proceso revolucionario. De ahí que la validez de las consignas sea siempre fechada. Para Lenin la consigna “todo el poder a los soviets” es verdadera para el período que va del 27 de febrero al 4 de julio. La represión de julio torna imposible la revolución pacífica y fuerza al proletariado revolucionario a preparar el enfrentamiento armado. Para ello, el partido debe reorganizarse y dirigir su agitación hacia los campesinos. A ellos debe explicarles la importancia de derribar al gobierno. Tarea favorecida por las condiciones penosas impuestas por la guerra.

Al cumplirse los primeros cincuenta años de la toma del poder de octubre del 17, Isaac Deutscher dictó una serie de conferencias en la Universidad de Oxford. Allí reflexionaba sobre la paradoja de las temporalidades convergentes en los procesos revolucionarios. Si Marx había advertido sobre un cierto retraso de la conciencia colectiva respecto a la social, la insurrección obraba como adecuación, súbita traducción de las contradicciones objetivas en el sujeto bajo la forma de ideas, aspiraciones y pasiones condensadas en la acción. Esta operación de traducción supone una conexión entre duraciones y velocidades muy distintas: la del arduo gradualismo y la de la preparación de un clima moral y político y el abrupto salto hacia delante de la acción transformadora. 1917 fecha este entrecruzamiento entre tiempo procesual y ocasión histórica. Y la noción misma de traducción alude a las consignas, puesto que son ellas las que actúan llevando al lenguaje el poder transformativo proveniente de la interacción de los cuerpos y es por medio de ellas que la intervención verbal traza nuevas delimitaciones. El lenguaje entero puede ser entendido como el conjunto de las consignas en curso en un momento determinado, el poder de las palabras de expresar las mutaciones inorgánicas que recorren una sociedad, provocan a su vez modificaciones instantáneas, que pueden fecharse rigurosamente.

La potencia de las consignas consiste, entonces, en conectar internamente transformaciones provenientes de las circunstancias externas con las alteraciones producidas en las palabras mismas, poniendo al lenguaje en relación inmediata con su afuera. Esto es lo que admiraban Gilles Deleuze y Félix Guattari en lo que llaman los “enunciados leninistas”, que no se limitan a poner en juego las fórmulas marxistas de la Primera Internacional, que buscaban delimitar a las masas desposeídas como clase proletaria. Lenin produce una nueva diferenciación: produce un corte sobre el cuerpo proletario para distinguir en él un tipo particular de partido de vanguardia. Cuando el líder bolchevique escribe que la represión del cuatro de julio cesa la verdad de la consigna “todo el poder a los soviets” está produciendo una nueva determinación según la cual en tiempos de guerra ya no alcanza con proponer a las masas una dirección de clase (el Soviet). El 4 de julio anuncia esa transformación: el cuerpo del partido debe ser reorganizado.

Si Lenin pudo ser leído por Deleuze y Guattari como un maestro del lenguaje y un politizador de la lingüística es por su modo de “deducir” las variaciones verbales de la suma de particularidades de una situación política determinada, y por su modo de comprender el poder productivo que esas alteraciones verbales organizaban en términos de acción colectiva. Lo que los franceses aprenden del ruso son los procedimientos con los cuales la política trabaja a la lengua desde dentro, haciéndole variar no sólo el vocabulario, sino también la estructura de las frases. Lenin no politiza el lenguaje -que es político en sí mismo-, sino a la lingüística. No ve la lengua como estructura cerrada, sino como pragmática abierta. Por supuesto, los “enunciados leninistas” no poseen eficacia por fuera de ciertas prácticas y circunstancias precisas, que vuelven cada tanto sobre la memoria política en épocas en las que se reivindica el derecho a soñar convulsiones. Mas que optimismo, pesimismo organizado. Lo dijo en algún lugar Walter Benjamin: si aún creemos en el futuro es sólo por amor a los desesperados.

 

¿Es antipolítica la izquierda? // Diego Sztulwark

00. Escuchamos hace tiempo, y ahora es ya un estruendo, que lo que crece en la opinión pública es la “antipolítica”, entendida por lo general como una capitalización ultraderechista de una bronca extendida con el régimen político calificado como tradicional. 

01. Por ultraderecha hay que entender varias cosas a la vez. Por un lado, es un dispositivo de orden social que desea reestablecer las jerarquías sociales -toda clase de supremacía: de clase, sexual y hasta étnica- en condiciones de desmovilización popular, en la que la sobredimensión de lo mediático no encuentra el contrapeso de la calle. Por otro, una táctica neoliberal para reencauzar el resentimiento social creciente con el propio neoliberalismo.

02. La mayor fuerza de la antipolítica neofascista es funcionar como una política de la verdad: al denunciar como falsa y eufemística la lengua políticamente correcta de las políticas convencionales, que hablan de igualdad pero generan desigualdad, se sitúan por medio de la desinhibición discursiva -y con relativa facilidad- en el inverosímil sitio de la transgresión.

03. La antipolítica nos muestra una división en la propia derecha política y social, puesto que una parte de ella sigue apostando a los pactos de dominación vigentes, mientras que otra parte lo considera insuficiente y radicaliza su posición en la lucha de clases para asegurar -desde el lenguaje mismo- lo que, según creen, ya no garantiza el pacto tradicional de dominación. Veremos a dónde cae la apuesta política de las burguesías y sus socios mayores del mercado mundial.

04. El motor de la antipolítica es la interpretación que la ultraderecha da a la evolución subjetiva de la crisis social. Esa evolución puede rastrearse sin problemas a partir de la convulsión de 2001, que mostró que el pleno empleo de calidad era una ilusión en la fase neoliberal del capitalismo, y que no cabía ya deducir ciudadanía de empleo. Diciembre del ‘17 (las toneladas de cascotes arrojadas desde Plaza de los dos Congresos a quienes aprobaban la reforma previsional, o el comienzo del fin del reformismo macrista en el gobierno) constituyó el último aviso sobre la imposibilidad de resolver esas crisis con políticas abiertamente neoliberales. Al no leer la pandemia como desastre capitalista, los políticos tradicionales se pusieron del lado errado de la mecha: cuidando las vidas en el estrecho espacio que dejan las incuestionadas relaciones sociales en crisis. Lo mismo se pretende con la actual espiral inflacionaria.

05. La izquierda política en la Argentina no tiene expresión unitaria. Una parte significativa esta en el kirchnerismo -el kirchnerismo no sería lo que es sin esa izquierda- y otra parte (creciente) se ve representada por el Frente de Izquierda y los diversos partidos de izquierda no peronista. Pero hay más: porque una parte importante de la izquierda argentina actúa autónomamente, es decir, a partir de acciones organizativas y verbales no alineadas desde lo partidario ni lo electoral. Esas izquierdas (peronistas y no peronistas, autónomas) expresan a su manera la existencia de colectivos sociales organizados -sindicales, territoriales, de intelectuales, de género- cuyas estrategias se encuentran ante el desafío de la crisis.

06. La crisis desmadrada tiene dos destinos extremos. La antipolítica reaccionaria o una reconfiguración de las izquierdas, de la radical a la tibiamente progresista. Sólo que los movimientos son inversos. Ahí donde las derechas se amalgaman, verticalizan y endurecen, las izquierdas solo podrían actuar eficazmente revisando sus premisas identitarias, abriéndose a la acción virtuosa de la movilización popular, dispuesta a reconfigurarse para viabilizar pulsiones igualitarias actualmente pospuestas.

07. La izquierda progresista se equivoca al llamar anti-política a las subjetividades de la crisis. Por el contrario, la antipolítica es la lectura antidemoctática y reaccionaria de las pulsiones igualitarias que la crisis podría adoptar. Sólo que la igualdad de la que tanto se habla, no cabe en las actuales relaciones sociales neoliberales de existencia.

08. La izquierda es y no es una antipolítica. Es una antipolítica convencional, y de no serlo deja de ser de izquierda. Y esto por la sencilla razón de que en la izquierda late el saber sobre la correspondencia orgánica entre forma política y modo de acumulación y de explotación social. Pero es también su contrario antagónico, porque sólo la reacción a esa relación entre política y economía actúa como cuestionamiento político -si, propiamente, noblemente político- a un sistema que la antipolítica neofascista defiende de modo abierto.

09. Lo único que le falta a la izquierda -a las izquierdas todas, por separadas ya que no podrían unirse por libre iniciativa- para disputar la crisis con la antipolítica reaccionaria es una política de la verdad a la altura de las circunstancias. Ya que si las fuerzas políticas convencionales son cínicas al afirmar que la igualdad es posible por la vía de los votos -y no de una radical movilización de cuerpos, instituciones y lenguajes- la política de la verdad neofascista es sincera en su cinismo.

10. La política de la verdad de la izquierda no vendrá de arriba, ni como táctica electoral ni como acierto en el plano de la gestión. Todo eso podría ayudar y mucho, pero no sustituye el impulso que viene de abajo. La izquierda no es antipolítica, ni política del sistema. Incluso la palabra izquierda podría aquí estar sobrando. Lo que falta, en cambio, es un tipo de pragmatismo de la radicalidad capaz de enhebrar una narración popular de y para la crisis, sin la cual las fuerzas democráticas quedan estructuralmente a la defensiva.

11. La izquierda -las izquierdas todas- derrocha su propia posibilidad si se acomoda en un lugar interpretativo racionalista y sensato, cuando se trata de hacer de la interpretación la dimensión meditante de un acto de transformación.

 

Fuente: La Tecl@ Eñe

Algunas potencias (y ambigüedades) que destacan en una lectura de El Antiedipo // Diego Sztulwark

00. El libro de la fuga. Jamás hubiera logrado penetrar en las más de cuatrocientas páginas de El Antiedipo sin el presentimiento de su fuerza liberadora, que afortunadamente precede a su comprensión. Quizás había leído ya la reflexión que Deleuze hacía sobre esta anterioridad que condiciona la experiencia de la lectura. A propósito de sus cursos universitarios decía lo siguiente: “duraban dos horas y media: nadie puede estar escuchando a alguien dos horas y media”, por lo que no estaban dirigidos a ser comprendidos en su totalidad. Un curso es antes bien “una especie de materia en movimiento” de la que cada quien “toma lo que le conviene”. Mas aún: “hay quienes se duermen a la mitad, y no se sabe por qué misteriosa razón se despiertan en el momento que les interesa”. Un curso, dice Deleuze es ante todo una emoción. “El problema no es seguirlo todo, sino despertar a tiempo”[1]. Leemos El Antiedipo. Capitalismo y Esquizofrenia, pienso, porque necesitamos ante todo -aun hoy- escapar a las redes de un cierto “interpretacionismo del todo” presente tanto en los reduccionismos psicoanalizantes del deseo como en los de un marxismo encapsulador de los imaginarios, cultor de prácticas en zonas cerradas, y oscuros claustros de partido o grupo. Una primera potencia de El Antiedipo, la más directa, es la de ser un libro en fuga que habilita la fuga, y lo hace al mismo tiempo en el doble nivel de los afectos individuales inconscientes (Freud) y de las fuerzas colectivas en sus luchas (Marx).

 

01. Filosofía del deseo. Dos décadas después de mayo del 68, Deleuze reflexiona sobre las repercusiones inmediatas que tuvo la publicación en 1972 de El Antiedipo: “fue una gran ambigüedad, un mal entendido”. Sus autores pretendían decir algo nuevo sobre “el deseo”, querían mostrar que el deseo no funcionaba como una relación sujeto-objeto, sino como descubrimiento de una multiplicidad: “no deseo a una mujer sin desear a su vez un paisaje que está envuelto en esa mujer”[2]. No que la persona deseada forme parte de un contexto más amplio, un ser bello en un paisaje atractivo (como en la publicidad), sino que ella -la mujer del ejemplo de Deleuze- envuelve en sí un paisaje deseado. El deseo no es la satisfacción que un sujeto espera de un objeto, sino un proceso de actualización de un mundo virtual, que existe como envuelto en alguien deseado. Por lo cual deseo -esto es lo que venían a anunciar- es proceso que constituye un mundo.

 

La filosofía del deseo (y la política del 68) se presenta como procesual y constructivista: traza multiplicidades a partir de dos operaciones: sustrae lo múltiple a lo Uno; establece conexiones entre heterogéneos (devenires). Pero al mismo tiempo lleva adheridas consigo la “ambigüedad y el malentendido”. Porque junto al proceso constructivo se da el contrasentido que consiste en asumir el deseo como “espontaneidad” y como “fiesta”[3]. Este carácter ambivalente de El Antiedipo ha sido señalado en más de una oportunidad por Franco “Bifo” Berardi[4]. ¿Es el deseo una “fuerza” (plena y festiva, espontánea y juvenil y pujante) o un “campo de fuerzas” en el que el deseo adopta diversas posiciones posibles?

 

Deleuze por su parte propone la noción de “agenciamiento deseante” (elaborada junto con Guattari) para caracterizar el tipo de consistencia que atribuye a las multiplicidades entendidas como procesos constructivos. Se los reconoce por constar de al menos cuatro dimensiones, pues involucra siempre un espacio en el que los cuerpos se disponen, un cierto estilo de enunciación o maneras de hablar, unos modos de entrar en la situación y de armar territorio y una manera de irse o de salir de ellos, es decir, un cierto tipo de movimiento de desterritorialización. La filosofía del deseo encuentra, en la teoría de los agenciamientos, tres criterios prácticos para la política: 1. Criterio analítico/cognitivo: que surge de la atención que prestemos a la variación de cada una de estas cuatro dimensiones o líneas del agenciamiento (aparición de nuevas formas de armar territorio, de disponerse los cuerpos, de enunciados inéditos, de líneas de fuga); 2. Criterio ético: que orienta a cada quien a encontrar y/o crear los “agenciamientos” que convienen, sea a título individual tanto como colectivo[5]; 3. Criterio de enemistad: consistente en la identificación situada o coyuntural de aquellos poderes que destruyen, impiden o bloquean la constitución de agenciamientos.

 

02. Ni estructuras ni humanismos: maquinismos. Ni pesimismo tecnológico ni optimismo humanista, El Antiedipo enseña no la oposición real, sino más bien la interrelación ontológica entre naturaleza y técnica; humano-máquina. En sus cuadernos de trabajo previos a la redacción de El Capital -conocidos como los Grundrisse– Marx se refiere al proceso por el cual la automatización del sistema de máquinas en la gran industria capitalista desposee a lxs obrerxs del control de los tiempos productivos y les expropia el alma, al tiempo que la nueva fuerza productiva, el trabajo intelectual, crea las condiciones para la reducción del tiempo de trabajo como medida del valor. El nuevo fundamento de la riqueza social, “el individuo-social”, encarna el despertar de los poderes de la ciencia y de la cooperación cognitiva capaz de independizar la creación de riqueza del sometimiento al tiempo de trabajo como medida. En otras palabras, solo en tanto que órgano del capital, el sistema automático de masas se opone al conocimiento como liberación del trabajo. El “maquinismo” de El Antiedipo puede ser leído como analítica de las articulaciones a través de las cuales la articulación entre máquina social, máquinas técnicas y máquinas deseantes (inconsciente) ocupa el entero plano de inmanencia. Esta potencia de diagnóstico de El Antiedipo remite a la capacidad del esquizoanálisis de evaluar las direcciones de los flujos moleculares del deseo, según las cuales resulta capturado por el funcionamiento técnico-social (polo “paranoico” del deseo/en el que el inconsciente actúa como “teatro”), o bien logra escapar/invertir su dirección (hacia el polo “esquizofrénico” del deseo/donde el inconsciente actúa como “fábrica”), invistiendo nuevos conjuntos maquínicos[6].

 

03. Los N sexos. La sexualidad es para el esquizoanálisis -ciencia de las múltiples direcciones del deseo- la materia en base a la cual constituir índices analíticos sobre lo que hay de sometimiento o rebeldía en individuos y grupos. No es que El Antiedipo crea que “las perversiones e incluso la emancipación sexual nos proporcionan algún privilegio”, ya que siempre se corre el riesgo, en esta clase de discurso reivindicatorio, de inventar para la sexualidad “formas de liberación más sombrías que la prisión más represiva”. No es tanto un festejo de la sexualidad en sí misma[7], sino más bien el valor de lectura que se encuentra en las cargas libidinales reaccionarias o bien revolucionarias del campo social, que hacen de las relaciones sexuales deseantes “el índice de las relaciones sociales”[8], entre humanos. Siendo el sexo no humano la instancia molecular en lo humano molarizado (varón y/o mujer), esta sexualidad no humana es una cuarta potencia de El Antiedipo. Los N sexos en cualquiera -mujer y/o varón- constituye el modelo mismo de una potencia molecular que explica la formación, tanto como las mutaciones, que soportan y desorganizan la estabilidad de lo molar tomado en sus binarismos. En otro lugar -leyendo a Foucault- Deleuze se servirá de este modelo y denominará “teoría izquierdista del poder”[9] a la reflexión sobre la microfísica del poder, en cuanto capta que son las masas cualitativas y concretas las que mejor explican la constitución, las variaciones y las crisis de los grandes conjuntos -clases sociales, aparatos de estado- sostenidos en narraciones siempre dependientes de grandes poderes.

 

04. Axiomática capitalista. Tal y como lo muestran en sus respectivos libros Guillaume Sibertin-Blanc[10] y Jun Fujita Hirose[11], EAD es un libro marxista. No sólo porque sus autores se hayan declarado “fieles al marxismo”, sino más bien por lo que entendían por una tal fidelidad: “no creemos en una filosofía política no centrada en torno al análisis del capitalismo”[12]. Leemos al respecto, en el extraordinario libro de Fujita, la siguiente cita de El Antedipo sobre la lógica del capitalismo: “lo que con una mano descodifica, con la otra axiomatiza”. La descodificación del flujo de trabajo, manual y mental, se opera en la continua liberación de las disposiciones corporales y cognitivas de sus antiguas ataduras precapitalistas para adecuarlas a procesos de máxima productividad de capital. Mientras por “axiomatización” hay que entender sometimiento ilimitado de la capacidad productiva del flujo de trabajo a la producción de capital. Los axiomas, variables según las coyunturas, se ocupan de asegurar la conjugación entre flujos trabajo y flujos dinero-salario, a fin de extraer plusvalía. Descodificación y axiomatización son operaciones de desplazamiento de los límites recurrentes -e inmanentes- a la lógica de la acumulación capitalista, imposibles sin “una regulación cuyo principal órgano es el Estado”[13].

El Antiedipo es, en la síntesis de Fujita, la postulación de una política anticapitalista que consiste en invertir la concatenación causal fundada en el interés de clase -que alinea el comportamiento de los agentes de la producción deduciendo su conciencia subjetiva del sitio objetivo que cada cual ocupa en el proceso de producción capitalista-, por un corte deseante que subvierte la lógica causal, haciendo de la lucha movida por el interés el comienzo de una ruptura subjetiva mayor.

 

05. En castellano. La primera edición de El Antiedipo en castellano de que tengo noticias es del año 73. El efecto en los lectores argentinos, según entiendo, fue enorme. Sobre todo en el campo del psicoanálisis, en el que ya había una rica tradición de revistas y grupos de estudio. La práctica de apropiación creativa de lecturas provenientes de Francia tuvo en Argentina al escritor Oscar Masotta –en primer lugar en relación con el existencialismo y luego con Lacan- como exponente destacado. Sin embargo, de los cruces entre Marx y Freud, el más original fue el libro de León Rozitchner, Freud y los límites del individualismo burgués (1972). Si El Antiedipo pensaba a partir del 68 francés, el Freud de Rozitchner lo hacía a partir de los efectos de la Revolución Cubana del 59 y del Cordobazo, del año 69. Sólo que en Rozitchner no se trataba, como en El Antiedipo, de distinguir al Freud revolucionario que piensa la potencia subjetiva del deseo del Freud burgués que lo encierra en el Edipo familiarista, sino de completar al Freud que piensa críticamente las masas artificiales con un pensamiento sobre el devenir revolucionario de esas masas, cuando logran atravesar Edipo a partir de la clave del enfrentamiento, que ya no se resolverá en sometimiento individual imaginario sino en proceso político colectivo. ¿Cómo funciona El Antiedipo en castellano? Las filosofías provistas de palabras inventadas -como es el caso de El Antiedipo: “agenciamientos”, “cuerpo sin órganos” o “máquinas deseantes” – tienden a poner en circulación una jerga. Tengo la impresión de que las jergas surgen del esfuerzo por entender el lenguaje de una filosofía, correspondiente al estudio de libros. Pero creo también que una tradición lectora más creativa debería procurar una traducción personal de esas nociones herméticas para conquistar el propósito del libro vivo, que logra actuar sobre el mundo. Es lo que Deleuze reclamaba a los psicoanalistas: salir de la “interpretosis” por medio de una relación literaria con el lenguaje.

 

06. Máquinas de guerra. Entre quienes mejor piensan hoy las potencias propiamente políticas de Deleuze y Guattari, encuentro tres nombres claves: Jun Fujita Hirose, Maurizio Lazzarato y Franco (Bifo) Berardi.

Brevemente, en Bifo se trata de narrar el presente tomado por una distopía hecha realidad. Las imágenes catastróficas, que culminan en la pandemia y en la guerra, tienen el mérito de delimitar problemas que los discursos críticos habituales olvidan o están interesados en ocultar: en particular, el fracaso de la voluntad política progresista y de izquierda por regular el horror. Pero esta profecía del apocalipsis funciona en Bifo como un llamamiento a crear experiencias fundadas en el goce, el placer y el disfrute, para las cuales sugiere dos tipos de experiencias: la comuna de productores aislados o la insurrección. Sólo ellas se le aparecen como provistas de la aptitud necesaria para tratar con la depresión. El esquizoanálisis funciona en Bifo como instrumento diagnóstico sobre la muerte del capitalismo y el avanzado estado senil de las culturas blancas del norte, cuya agonía arrastra violentamente a imaginar el fin del mundo. La tarea que se plantea Bifo es la de pensar fuera del “horizonte de la expansión”. Se trata de un llamado a asumir que el capitalismo (neoliberalismo/extractivismo) ha entrado en una fase irreversible de extenuación, y que la voluntad política progresista se ha demostrado inepta para frenar la catástrofe y mitigar sus efectos.

Por su parte Mauricio Lazzarato ha propuesto en sus últimos libros retomar la noción de “máquina de guerra revolucionaria” en función de un programa de lecturas que apunta, por un lado, a producir un campo de saberes que fusionen los estudios sobre acumulación de capital y prácticas de la guerra[14], y por otro a corregir lo que considera como la “miseria de la estrategia” en el modo en que la academia recobra el “pensamiento del 68”. Retomando la noción de estrategia de Foucault y la de Máquina de guerra de Deleuze y Guattari, se propone dotar a esta tradición filosófica de un espesor político revolucionario del que a su juicio carece[15].

En cuanto a Jun Fujita Hirose, su ya citado libro sobre la filosofía política en Deleuze y Guattari actúa en una zona intermedia entre la abstención de voluntad estratégica de Bifo y el desprecio de Lazzarato por el potencial político del pensamiento del 68. Su propuesta consiste en considerar la fase actual como la de un desesperado intento del capital por recomponer su tasa de ganancia en un movimiento que supone la formación de una nueva hegemonía en el proceso de acumulación global[16] en términos sumamente agresivos, imposibles de ser resistidos desde las políticas de los gobiernos llamados progresistas. Esta consideración lleva a Fujita a considerar la actual coyuntura global en términos de la formación de máquinas de guerra tanto urbanas -formadas por pobres y desocupadxs, al modo de lo que fue el 2001 argentino- como  rurales, en lucha contra la explotación neoextractiva, protagonizada en muchas zonas del planeta por subjetividades fuertemente reanimadas por los feminismos.

 

07. La política del lado de la lectura. El Antiedipo sigue siendo un libro poderoso, porque las disidencias con las que se alía siguen actuando hoy. Pero lo es en un mundo completamente transformado. La primera vez que lo leí entendí muy poco, pero me alcanzó para sentir el alcance salvador de esa libertad que Deleuze y Guattari proponían contra las mil caras de la normopatía (capitalismos, fascismos, heteronormativismos, abusos interpretativos, arrogancias teóricas, familarismos). Los últimos años lo he leído en grupos, incómodo por la enorme densidad de su escritura, pero también feliz al contactar con lo que aparece cada vez como “sujeto de la lectura”, expresión que utiliza Henri Meschonnic para dar cuenta de lo que sucede en toda re-lectura: se va abandonando la obediencia al texto en favor de un sujeto al que las frases le resuenan, lo interrogan, lo hacen pensar. La potencia política de ese librazo que es El Antiedipo, no es la del manual para la acción, sino la del ensayo político clásico (como puede serlo el Tratado Teológico Político de Spinoza), que es la de insistir en la pregunta por las profundas razones de la obediencia y suscitar un deseo no menos profundo de libertad”.

 

 

 

Este texto recoge palabras pronunciadas en el encuentro: “La potencia política de Deleuze y Guattari. A cincuenta años de El Antiedipo”, organizado por la Universidad Nacional de San Marcos, Lima, Perú celebrada el 4 de abril de 2022.

 

 

[1] Abecedario de Deleuze, la penúltima entrevista, 1988.

[2] Deleuze, Abecedario.

[3] Deleuze, Abecedario.

[4] La concepción juvenilista del deseo que Bifo atribuye a El Antiedipo no permitiría pensar su contracara depresiva, ver Franco “Bifo” Berardi, Félix. Narración del encuentro con el pensamiento de Guattari, cartografía visionaria del tiempo que viene, Ed. Cactus, Bs. As., 2013; y la celebración del deseo como aceleración anticipa los motivos de una estética propiamente neoliberal de los flujos financieros, ver El tercer inconsciente. La psicoesfera en la época viral, Ed. Caja negra, Bs. As., 2022.

[5] Al respecto, Deleuze admite la dificultad de mantener unidos los dos criterios de experimentación y prudencia que constituyen la ética de los agenciamientos deseantes. Se trata, dice, de un “desfiladero estrecho”, consistente en dos principios: a. dar la razón a las personas sobre sus procesos deseantes (no ser “padres” de nadie, no ser “policía” de nadie), y al mismo tiempo, b. no aceptar que las personas se autodestruyan en nombre del deseo. Deleuze, Abecedario.

[6] Tema que econtrará su desarrollo en las “máquinas de guerra” de Mil Mesetas, segundo tomo de capitalismo y esquizofrenia.

[7] “La sexualidad se me aparece más bien como una abstracción mal fundada”, en carta de Deleuze a Arnaud Villani; Gilles Deleuze, Cartas y otros textos, Cactus, Bs. As., 2016.

[8] “ningún “frente homosexual es posible en tanto que la homosexualidad es captada en una relación de disyunción exclusiva con la heterosexualidad”; Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Antiedipo. Capitalismo y Esquizofrenia, Ed. Paidós, Bs-As, 1995.

[9] Gilles Deleuze, El poder. Curso sobre Foucault. Tomo II, Ed. Cactus, Bs. As., 2014

[10] Guillaume Sibertin-Blanc, Política y Estado en Deleuze y Guattari. Ensayos sobre el materialismo histórico-maquínico, Ed. Los andes, Bogotá, 2017.

[11] Jun Fujita Hirose, ¿Cómo imponer un límite absoluto al capitalismo? Filosofía política de Deleuze y Guattari, Tinta Limón Ediciones, Bs. As., 2021.

[12] Gilles Deleuze, Conversaciones 1972-1990, Ed. Pretextos, Valencia, 1999.

[13] “El Estado capitalista  es el regulador de los flujos descodificados como tales, en tanto que son tomados en la axiomática del capital”, Deleuze y Guattari, El Antiedipo.

[14] Mauricio Lazzarato y Éric Alliez, Guerras y capital. Una contrahistoria, Tinta Limón Ediciones, La Cebra y Traficantes de Sueños, Bs. As, 2021. Su propuesta consiste en ampliar el campo de saberes hasta poder incluir en una misma contra-historia la acumulación de capital y la guerra como lógica social permanente, a partir de leer a Karl Marx teniendo presente la íntima relación entre lucha de clases y subsunción real del trabajo en el capital; de leer a partir de Carl Schmitt que la crítica de la economía política no sería suficiente para dar cuenta de los problemas planteado, y sería preciso más bien incluir lo político, entendido como la guerra y las relaciones de enemistad constitutivas de la esencia del estado; de leer a Carl Von Clausewitz y sus inversiones entre fines y medios, guerra y política. La “contrahistoria” de la que hablan Alliez y Lazaratto es, pues, la genealogía de la íntima relación entre capitalismo y despojo, financierización y colonización, liberalismo y guerra. La correlación inmanente entre acumulación de capital y producción de guerras se corresponde con la creación de tecnologías que arrasan el alma, subordinando procesos cognitivos y vitales a fines económicos-políticos-militares de la máquina capitalista. Pero la máquina social capitalista no se reduce a sus aspectos técnico-cognitivos, sino que funciona racializando a las clases sociales, agrediendo a las mujeres y a todo devenir minoritario de las sexualidades y cosificando a la naturaleza. El prólogo que los autores escribieron para la edición en castellano tiene el mérito de enfatizar la secuencia propiamente sudamericana de la guerra-del-capital contra la población, y recuperar, tomando seriamente la secuencia chilena abierta en 2019 como laboratorio abierto para constituir un saber vivo, políticamente activo, recapitulando toda la experiencia que -como ocurre hoy con el 2001 argentino- creíamos perdida.

[15] Mauricio Lazzarato, El capital odia a todo el mundo, fascismo o revolución, Ed. Eterna cadencia, Bs. As., 2020.  

 

[16]  En su libro ¿Cómo imponer un límite absoluto al capitalismo?, Fujita lee lo neoliberal no como causa sino respuesta del capital a la crisis. Neoliberal sería la reorganización violenta de las relaciones sociales y socioambientales para detener la caída de la tasa de ganancia, y no como cree el progresismo político, una política errada de las derechas políticas para relanzar el crecimiento. Según Fujita marchamos hacia un nuevo régimen de acumulación global que supone al menos dos desplazamientos: uno geopolítico, hacia una mayor centralidad de China, y otro energético, puesto que la llamada transición verde e informacional en curso supone la articulación entre telecapitalismo y neoextractivismo solo posible sobre la base de la intensificación de la minería sobre tierras llamadas “raras”. En este contexto la dinámica coyuntural de las políticas de nivel nacional pierden vigor y lo político sólo puede ser relanzado a partir de la formación y alianza entre máquinas de guerra.

El mundo en que despertamos // Diego Sztulwark

¿Cómo enhebrar una mínima claridad en medio del aturdimiento que producen las alarmas sonando en Kiev, ante el avance militar de Putin que lxs amigxs más entendidxs descartaban hasta último momento? Lo primero, seguramente, sea terminar de despabilarse. El atontamiento en el que hemos permanecido, ese estado de perplejidad en el que creemos que el horror anunciado “no puede” suceder, se ha vuelto a demostrar como lo que es: una ilusión. Por tratarse de un sentimiento previo a la tragedia, debería disiparse con el correr de las horas. Lo segundo que podríamos hacer es sacudirnos el mandato según el cual quien no sabe sobre la historia de Ucrania ni sobre la guerra actual debería callar. Ucrania es ahora mismo el nombre de una historia que nos abarca, y por tanto, sepamos lo que sepamos, nos toca sentir, pensar y decir lo que podamos. Cierto que ya desde su sonoridad, Ucrania es un nombre lejano, pero no se trata de un pueblo “sin historia” (expresión utilizada por cierta tradición hegeliana para nombrar a los países sin Estado, objetos, por tanto, de invasiones coloniales). Si atendemos a sus resonancias, no será difícil asociar esa geografía a la memoria trágica de no pocas familias rioplatenses (una multitud de migrantes provenientes de esa zona de la ex URSS que linda con Polonia, hacia donde marchaban esta mañana miles de personas que desean huir de las bombas y los tanques) pero también -al menos en mi caso- al nombre de Román Rosdolsky (nacido en la ciudad de Leópolis, próxima también a Polonia), enorme pensador marxista que discutió aquella expresión de “Pueblos sin historia” al interior de aquella tradición comunista de la que Putin no es de ningún modo heredero. Hace unos pocos días un amigx me hizo leer un texto de Pablo Iglesias -el referente de Podemos- sobre la proclama del presidente ruso del reciente 21 de febrero: “Putin atacó a Lenin y ya les digo que el hecho de que el presidente de la Federación Rusa ataque a Lenin en un discurso que vieron millones de rusos, en el contexto de una grave tensión militar, no es un asunto baladí. Putin cargó contra el federalismo, contra el pacifismo y contra el respeto de la plurinacionalidad propio de los bolcheviques que, al menos mientras Lenin mandaba, defendieron incluso el derecho de autodeterminación de los pueblos. Putin dijo ayer nada menos que Lenin era el arquitecto de la nación ucraniana y atacó incluso el talento geopolítico del Lenin de la paz de Brest-Litovsk. El Lenin consciente de la realidad de la correlación de fuerza militar con Alemania frente al poco racional optimismo de Bujarin y Trotsky fue, para Putin, un cobarde. Llamar a Lenin cobarde en Rusia es, para muchos rusos y para cualquier comunista, una provocación. Con una ironía innegable, Putin sugirió además que para continuar el proceso de “descomunistización” de Ucrania quizá Ucrania debería desaparecer. En gramática parda castiza a esto se le llama una macarrada. Putin mandó ayer al infierno cualquier mínimo reconocimiento a la política internacional soviética y adoptó sin complejos un discurso nacional-imperialista de estilo zarista. Y ciertamente eso da miedo a cualquiera. Pero ojo, eso no hace de la OTAN una reserva moral y militar democrática ni convierte al corrupto gobierno ucraniano, que ha atacado los derechos civiles de buena parte de sus ciudadanos, en la encarnación de una resistencia popular anti-imperialista. Y tampoco resta lógica geopolítica a los deseos rusos de tener a la OTAN lejos de sus fronteras. A esa izquierda deseosa de encontrar un bando al que dar un poco la razón ética y moral hay que decirle que, desde el fin de la Guerra Fría, eso se ha hecho muy complicado. Ni la (supuesta) izquierda otanista ni el rojipardismo tienen fácil dar argumentos presentables a la hora de explicarnos quiénes son los buenos y quiénes son los malos”.

Esta mañana, buscando entender qué es lo que está sucediendo, leí un texto de Raúl Sánchez Cedillo, activista y filósofo madrileño (atento seguidor de la política europea y traductor de buena parte de la obra de Toni Negri). Según Raúl: “toda guerra siembra fascismo, lo refuerza, lo acelera. Guerra moderna y fascismo son indisociables. Dejad de hacer el payaso eligiendo bandos en la masacre. Esta guerra cambia las reglas del juego en la UE, eliminando todo proceso democrático que afecte a las elites capitalistas”. Raúl cree que lejos de tratarse de un episodio breve y sin consecuencias, hay que observar lo sucedido esta madrugada en el contexto de una Europa cada vez más volcada hacia la ultraderecha: “Hay muchos Sí y No a la guerra que piensan que será un episodio corto. Se equivocan. En esta guerra se crean los cuadros del fascismo y militarismo europeo que sustituirán las ambivalencias de la extrema derecha europea y rusa con una “decisión” mortífera rotunda en escenarios que les favorecen cada vez más. Esta guerra destruye los cimientos del Green New Deal europeo y los transforma en una economía de guerra capitalista donde el chantaje del extractivismo energético lleva las riendas de la situación, tras el probable fin de Nord Stream 2 y la subida de los precios de la energía. La UE vive en una montaña de deuda que hoy se convierte en deuda de guerra, para la guerra, para el pillaje extractivista”. Se trata por tanto para él, de abordar una posición práctica, más que declarativa: “La respuesta es el sabotaje de cualquier esfuerzo de guerra, tanto militar como informativo. Una respuesta que también será prolongada y que tiene que ser el corazón de los proyectos políticos en el post Podemos, pero que solo puede ser un proyecto europeo en estrecha conexión con las hermanas y hermanos del mundo eslavo. Esta guerra tiene que ser el detonante de la fundación de una nueva Transnacional contra la guerra y el fascismo en todo el planeta, y por lo tanto contra un capitalismo planetario que acelera su proceso de destrucción de la vida en este planeta. Hay que mirar al horror a la cara, prepararse y preparar para que nadie más sucumba a la fascinación fascista por la guerra y la revancha, y conjurarse para una guerra prolongada contra la guerra y el fascismo capitalistas. La única política realista posible”.

Vuelvo a Buenos Aires, donde lxs amigxs hasta ayer no paraban de hablar de gasoductos y estrategias de ingeniería y geopolítica (la disputa por Europa), charla que en el fondo no dejaba de recordarme el modo en el que se hablaba hace cuarenta años, en los inicios de la guerra de las Malvinas. ¿Alguien recuerda el creel, aquel recurso natural estratégico que explicaría las razones últimas del conflicto? El día que estalló la guerra, con mis compañerxs de escuela (de 10 años) hablábamos sobre los alineamientos posibles de la URSS contra Inglaterra y EEUU. No fue sino muchos años después, cuando leí por primera vez “Malvinas, de la guerra sucia a la guerra limpia”, de León Rozitchner, que terminé de asimilar la diferencia entre la guerra como delirio popular de las derechas y una autentica guerra de liberación, cuyas premisas efectivas son la movilización popular autentica contra poderes coloniales y un deseo profundo por lograr una paz transnacional. ¿Cómo fue posible suponer que el general Galtieri podría encabezar una guerra anticolonial y por tanto popular mientras los sótanos de la ESMA están llenos de esa juventud militante que deberían ser, precisamente, la protagonista de una guerra de liberación? El coraje difícil de aquel libro de Rozitchner se resume en una frase de aquel escrito en el exilio caraqueño durante los meses de la guerra: “deseo que las fuerzas armadas argentinas sean derrotadas”. En otras palabras, Malvinas es un nombre lacerante para pensar nuestra propia relación con la guerra.

¿Y qué dicen hoy los especialistas en relaciones internacionales en los medios de comunicación? Escucho al académico de la universidad Di Tella Gabriel Tokatlian quien en una entrevista radial repasa las razones históricas del conflicto (en resumen: Rusia resiste bases de la OTAN en sus fronteras) y marca una diferencia fundamental con la época de la guerra fría: “estamos ante una fenomenal transición de poder”. Esa transición es una novedad respecto de lo que ocurría en el sistema de equilibrio bipolar estable pulverizado hace décadas. Para Tokatlian, el gobierno argentino debería defender como marco de resolución del conflicto bélico, y sin ninguna clase de alineamientos globales con las potencias en pugna, dos principios: el derecho internacional y el multilateralismo. Reaccionar de golpe, aún sintiendo que la realidad nos queda tan lejos como grande, quizás sea el mejor ejercicio posible, sobre todo si sospechamos que el mundo que hoy se nos muestra es también el nuestro (mundo en que las potencias emplean la deuda como forma de saqueo), el que se nos pretende imponer, aquel en el que tenemos que encontrar -por que no las hemos hallado aún- las formas efectivas de una resistencia social y política.

 

Mañana del jueves 24 de febrero

Política del síntoma // Diego Sztulwark

Bajo el título Filosofía como forma de vida, Pierre Hadot planteó una serie de cuestiones importantes sobre los griegos y el catolicismo que aquí dejaremos de lado. Solo nos interesa el título. Y nos interesa a condición de pervertirlo… comenzando por la palabra filosofía: en lugar de filosofía como saber, emplearemos el término como deseo de pensar cosas y pretensión de encontrar un discurso propio (aún cuando ese “propio” esté hecho de préstamos). Digamos entonces que por filosofía entendemos aquí la existencia de una cierta verdad y de un cierto lenguaje propio. Vamos a forzar también la idea de forma de vida inscribiéndola en el problema enorme al que, por falta de mejor léxico, solemos llamar neoliberalismo. Neoliberalismo, es decir, una forma de capitalismo particularmente totalitario, en el sentido en que se interesa por los detalles mismos de los modos de vivir. Lo neoliberal no designa un poder meramente exterior, sino una capacidad de organizar la intimidad de los afectos y de gobernar las estrategias existenciales. Llamamos neoliberalismo, entonces, al devenir micropolítico del capitalismo, a sus maneras de hacer vivir. La filosofía como forma de vida revista, en este contexto, interés político: la cuestión es, en última instancia, la pregunta por la capacidad de inventar un vivir no-neoliberal.

Esto quiere decir que para hablar de una política no neoliberal es necesario hacer un rodeo por las micropolíticas no neoliberales, que aquí pretendemos vincular a lo que Hadot llamó “ejercicios espirituales”. Hadot explica en sus textos que no es fácil asumir una forma de vida: se trata de un aprendizaje, requiere una ejercitación. La filosofía antigua, dice Hadot, no se caracterizaba, como la moderna, por esa vocación de fascinar a partir de una solvencia lógico-discursiva. Lejos del sistema, su orientación apuntaba a la articulación del discurso con todas aquellas disposiciones no discursivas que conforman la existencia. O sea, al problema de cómo el discurso puede acercar a las personas a modificar algo del mundo afectivo: las angustias, el miedo, la relación con la muerte. Si la filosofía puede ser una forma de vida es porque la vida no nace de modo espontáneo a la verdad, sino que accede a ella a través de transformaciones (y ejercitaciones). La forma de vida, o la vida virtuosa, es el objeto de una búsqueda persistente. Para Spinoza, la “vida virtuosa” resulta inseparable de las instituciones colectivas. El “mejor Estado” (es decir, la vida común que ofrece seguridad y libertad) y la vida virtuosa resultan inseparables. No hay abismo alguno entre micro y macropolítica.

Volvemos al neoliberalismo como fenómeno de interiorización del mando. En él, el campo de la obediencia se extiende bajo la forma de una cierta libertad: “somos libres de hacer lo que queremos”, es la proclama del discurso emprendedor. Una libertad que obedece a una suerte de orden que nos viene del propio tejido: imposible eludir el mandato de ser productivos en un espacio llamado mercado. La voz de orden ha sido inmanentizada y actúa como compulsión a desarrollar estrategias de valorización sobre nosotros mismos, a participar activa y voluntariamente de los dispositivos de valorización mercantil.

Lo que queremos es hacer aparecer entonces una determinada polaridad, una tensión entre lo que llamamos modos de vida (“libertad” neoliberal) y forma de vida (procesos de transformación). Los nombres –modos, forma– pueden sonar arbitrarios, pero facilitan hacer la distinción. Los modos de vida surgen del mundo neoliberal en cuanto nos damos cuenta de que el neoliberalismo es, sobre todo, una edad del capital en la que este no realiza sus mercancías sin crear en simultáneo un universo de deseos donde esas mercancías actúan como signos que encarnan la realización de esos deseos. No hay ganancia sin producción de modos de vida. De ahí la vigencia de la fórmula de Foucault: el neoliberalismo es la extensión del cálculo económico a todas las esferas extraeconómicas de la vida.

Si el modo de vida es producido en el mismo movimiento en el que se produce el capital, la forma de vida supone, en cambio, una transformación –subjetiva y política– con respecto a esta condición de partida e introduce lo que cierto psicoanálisis estaría dispuesto a llamar el sujeto de una verdad. ¿En qué tipo de práctica y de ejercicio, en qué tipo de uso del lenguaje, en qué relación con los otros, en qué relación con el deseo alcanzamos hoy en día esta nueva libertad?

En su hermoso libro Hijos de la noche, el filósofo Santiago López Petit escribe sobre la relación entre Artaud y Marx. Según él, la forma de vida es inseparable del síntoma, o sea de todo aquello que en nosotros aparece como incapacidad de cuajar, de adaptarnos al mando neoliberal (mando que ordena: “disfruten, gocen, consuman, sean productivos”). López Petit invierte la mirada y se pregunta: ¿Qué pasa con todo aquello que hay en la vida que no cuaja con eso? ¿Qué hacemos con nuestras anomalías (enfermedades, angustias, pánicos, etcétera)? Su pregunta, por tanto, apunta a todo aquello que en la vida es fragilidad y que no admite ser resuelto como mera adecuación plena al mando.

Aquí se alcanza una cuestión de sumo interés: el síntoma y la fragilidad, la anomalía deseante y, en general, los fenómenos de autonomización de las maneras de cooperación pueden resultar vías de politización de las formas de vida en la medida en que padecen la agresiva intolerancia del mando neoliberal, que no es sino el esfuerzo –como indica Toni Negri– por evitar que se abra la brecha entre realización de mercancías y deseos. El mando neoliberal es –y su devenir fascistoide lo vuelve obvio– como una tentativa autoritaria que busca impedir su propia crisis. Crisis por incapacidad de subjetivar neoliberalmente a una parte de la sociedad. Crisis en el sentido de no poder producir aquellos mundos deseantes en los cuales el consumo de sus mercancías es realización. ¿Es posible sostener que se da una correlación práctica entre impotencia capitalista de gobernar la vida (deseos) y crisis de rentabilidad empresaria? ¿Es la autonomización de las formas de vida un factor potencial influyente en las crisis de reproducción del neoliberalismo?

Si así lo fuera, el problema del síntoma se volvería crucial en el plano de lo político, y el régimen de lo sensible sería redescubierto como objeto de todo tipo de ofensivas y contra-ofensivas. Para seguir polarizando, entonces, se puede decir que al régimen de visibilidad neoliberal –la transparencia, la exigencia de exposición de los disfrutes–, se le opone una política de la escucha del síntoma. Mientras que el síntoma es tratado por los neoliberales vía coaching ontológico, el poeta Henri Meschonnic propone una alianza con el síntoma fundado en una audibilidad de aquello que se resiste a la adaptación. Escuchar una verdad en aquello que no se adecúa a ese mundo de visibilidades.

Es muy evidente que la política emancipatoria en la Argentina, al menos desde la última dictadura hasta ahora, tuvo sus grandes momentos en estas formas de escucha del síntoma: de los organismos de derechos humanos al movimiento popular de mujeres, pasando por las organizaciones piqueteras. Nuestra época neoliberal plantea una relación directa entre trama sensible de la vida y orden social y político. Y dado que las formas de vida replantean el problema de la igualdad y de la libertad en términos de transformación, de la capacidad de atravesar las crisis e innovar en las formas colectivas, es allí donde deben espejarse los ejercicios espirituales de nuestro tiempo: en torno a los consumos, a los usos del tiempo, a los modos de habitar territorios, a las formas de concebir el amor. Se trata de ejercicios sobre las posibilidades de desligarnos del poder de mando, que habilitan la pregunta sobre quiénes somos, quién es cada uno, a partir de los malestares –porque el malestar es fortísimo: el malestar de la violencia, de ser borrado, de los modos de visibilización, de no ser retribuido–. Mapear desde el malestar puede llevarnos a desplazamientos significativos, puede ayudar a parir forma de vida, a bosquejar posibles deseables.

Suely Rolnik ha escrito cosas muy sabias sobre el malestar. Ella enseña que el neoliberalismo es un tipo de poder que aplaca, asigna y estabiliza modalidades subjetivas. Las micropolíticas neoliberales ofrecen los medios para eludir la desestabilización de sus sujetos. También para ella el neoliberalismo es una tecnología micropolítica que tiende a evitar la crisis y a sostener el control mediante determinados mecanismos de consumo (consumo de pastillas, de discursos, etcétera). Rolnik opone al sujeto neoliberal, con su larga historia desde el cristianismo pasando por el cartesianismo y la colonización, a una corporeidad vibrátil a la que llama “fuera-de-sujeto”. ¿Qué es ese otrx? La producción de nuevos territorios existenciales o de mundos de referencias nuevas. Otra vez: la productividad del ejercicio espiritual (ahora entendido como micropolíticas no neoliberales).

Si el discurso neoliberal ha recurrido a la potencia del vitalismo emprendedor, las formas de vida se reconocen en una especie de impotencia propia que antecede a cualquier potencia. Una especie de imposibilidad –o de “estupidez”, dirá también Deleuze– que es propia de los comienzos de cualquier nuevo poder-hacer. Quizás esta impotencia sea la que nos conduce a las descripciones más ricas de lo que es un ejercicio espiritual. Descubrir que lo que realmente interesa, a veces, es algo de lo cual estamos todavía muy separados. Es un deseo de algo, o el presentimiento de algo que uno puede hacer, pero también es el atravesamiento de no saber cómo hacerlo. Tal vez la conciencia de la impotencia que conllevan los procesos de creación, la detección de una cierta vulnerabilidad sea exactamente lo que el neoliberalismo odia en la vida. La escucha del síntoma como punto de partida. Situarnos en esos lugares donde, para hacer lo que queremos hacer, pasamos primero por no entender. Por no saber cómo. Por ser los únicos que no entendemos. Como escribe Ricardo Piglia en Los diarios de Emilio Renzi: “Soy el único en esta ciudad que no sabe escribir”. El único que no puede resolver estos problemas del amor, de la angustia, o estos problemas de la vida. Ese no poder, tomado en una escucha, es ya signo de elaboración procesual de una potencia. 

El neofascismo tipo Bolsonaro y su programa (la destrucción del Amazonas, la reforma laboral, la privatización, el racismo, la persecución a las mujeres, a las diferencias sexuales), el recurso a una prótesis militarista y fundamentalista, expresa la fuerza de la crisis y el intento de cerrar la brecha mediante el odio al síntoma. Pensando en este escenario, donde el neoliberalismo no solo es desagradable porque bloquea la virtud y desatiende el síntoma, sino porque además destruye y degrada, porque ataca de manera violenta, organizada e institucional; pensando desde ahí se hace evidente lo que decía Spinoza: no es posible pensar la virtud de la vida sin la vida en común. No es concebible aislar los ejercicios espirituales de la dimensión colectiva y de la lucha social.

Por eso es importante retener nombres como Trump, Bolsonaro o Macri. Son nombres importantes en tanto que articuladores políticos de una crueldad en la vida. La reflexión sobre las formas de vida, su polarización con los modos neoliberales de vida, se politizan apenas se advierte que ya forman parte, y de un modo no marginal, de la contemporánea lucha de clases. ¿Cómo saber que esa lucha ha comenzado? Una hipótesis: cuando los modos de vida neoliberales son pervertidos por la vía plebeya, por la vía de una irreverencia, de una gestualidad sin programa que plantea una y otra vez las condiciones mínimas de la igualdad.

Un año del desalojo de Guernica. Berni se tiene que ir, tiro mi piedra // Diego Sztulwark

Texto publicado el 02 de noviembre de 2020

La discusión sobre si es legítimo criticar al gobierno o hay que permanecer cerradamente leal, es reaccionaria, estúpida y anacrónica. Estamos ya varios pasos más allá. Quienes dimos apoyo por medio del voto y la argumentación pública al actual gobierno nacional y provincial tenemos sobrados derecho, no sólo a opinar, argumentar y a putear, sino también a exigir. Tiro esta piedra contra Berni porque creo que hay que exigir ya mismo su renuncia por todos los medios posibles (y porque todo lo que compartimos en privado tiene que hacerse público, en favor de los acuerdos mínimos para que en es país haya algo asi como una democracia ¿o sólo los grandes medios y los grandes propietarios tienen voz en este país?). Las razones son tan evidentes que avergüenza tener que recordarlas. Voy a las inmediatas y más preocupantes. El desalojo a la toma de Guernica fue una guarangada, una falta de respeto y el inicio de una política inaceptable de subordinar la vida a la concentración trucha de la propiedad privada.
Si hace falta documentar cada una de estas afirmaciones puedo comenzar de este modo: que el desalojo fue arbitrario violento y cruel es algo que está relatado en la voz de las y los compañerxs que estuvieron allí haciendo postas médicas y ayudando a heridos, pero también en la de Diego Morales, abogado del CELS, explicando lo violento del desalojo y la existencia de alternativas.
Incluso cuando se revisa la propiedad de la tierra de las tomas aparecen cosas increíbles, como ésta que encontraron los investigadores de Edipo sobre vinculaciones con altos cuadros del terrorismo de estado de la última dictadura.
Y aún si no se quiere escuchar estas voces autorizadas, siempre se puede consultar directamente este miserable e irrespetuoso video, del Ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires. 
Los testimonios posteriores del Ministro Larroque y del Gobernador Axel Kicillof no hicieron más que confirmar que el desalojo no fue sólo una torpeza, una imposición de la justicia o efecto impuesto por no se qué maléfica y poderosa “izquierda”, sino una decisión política inadmisible, que es preciso revertir cuanto antes, dado que como es de público conocimiento, toda política democrática comienza por evitar la represión a la conflictividad social y en buscar caminos para la organización popular. Ya muy difícil es el contexto internacional, muy reaccionaria es la oposición política y muy consolidado está el patrón de acumulación sostenido en la violencia -patriarcal, sexual, clasista, racista, xenófoba- de la deposición de toda riqueza natural y social como para encima tener que soportar este tipo de estupideces. Es decir: reivindico el derecho de todos los votantes del Frente de Todos de participar directamente en la impugnación de este tipo de política y exigir la renuncia inmediata de Sergio Berni. Es inaceptable que la propia gobernación siga alimentando a este aspirante a Bolsonaro, cuyo único mérito es mostrarse a la derecha de Paricia Bullrich (por no nombrar el capítulo de la bonaerense, la huelga policial chantajista y la muerte de Facundo). Tiro mi piedra contra Berni e invito a todos lo que sienten parecido a activar desde su lugar un repudio público. Berni se tiene que ir, tiro mi piedra.

Carri y el carácter flotante de lo plebeyo // Diego Sztulwark

En su libro Isidro Velázquez, formas prerrevolucionarias de la violencia, Roberto Carri investiga las rebeliones populares espontáneas a partir de un caso de bandolerismo social sucedido en el Chaco durante los años sesenta. Sus protagonistas: Isidro Velázquez y Vicente Gauna.

Velázquez, “honesto peón rural de origen correntino, sufrió una serie de hostigamientos por parte de la policía de Colonia Elisa (Chaco), que culminaron con su detención y posterior fuga de la cárcel local”. Desde entonces, “comenzó una vida fuera de la ley y durante más de seis años tuvo en jaque a toda la policía provincial”. A pesar de que la acusación oficial contra él es de robo, reiteradas versiones insisten en que se trata de una persecución arbitraria, “un típico acto de violencia policial injustificado” que deriva en un alzamiento contra la ley. Entre los años 1962 y 1967, Velázquez –prófugo de la justicia– junto con Gauna –un “salvaje irreductible”– serán los bandidos que roban a los ricos (secuestran estancieros) y se burlan de las fuerzas del orden interpretando fugas desopilantes y acciones espectaculares. La leyenda, oriunda del pobrerío rural y de la comunidad indígena de la zona que les brindaba apoyo, le atribuye a Velázquez poderes especiales como el de volverse invisible para escapar de las emboscadas, así como su capacidad de dominar al enemigo con la mirada.

Carri se propone desentrañar el fenómeno que representa la popularidad de Velázquez: la enorme simpatía y la solidaridad activa que despertó entre los sectores más pobres de la población –“criollos de origen correntino, santiagueños e indígenas”–. El odio de estos sectores se proyecta sobre Velázquez, un rebelde individualista, convirtiéndolo en un héroe que enfrenta al régimen colonial dominado por los grandes propietarios blancos y sus fuerzas armadas. El autor caracteriza a estos trabajadores pobres que apoyan a Velázquez como un “proletario total”, muy diferente de las fracciones obreras urbanas integradas en la industria moderna, a las que la teoría revolucionaria (y a su modo también el desarrollismo) otorga el papel central del proceso emancipador. Junto a la desposesión total, este proletariado rural se caracteriza por su condición deambulatoria, migrante. En la página 44 de la edición de Colihue, puede leerse el siguiente texto: los trabajadores del monte, en su mayor parte provenientes de la provincia de Corrientes -principal exportadora de carne humana del país junto con Santiago del Estero- y en segundo término paraguayos y santiagueños, no pueden volver a su lugar de origen y deambulan por la provincia en busca de trabajo. Los más audaces van hacia las ciudades cercanas o al sur a engrosar la población de las villas miseria. Esta población que ha dejado de ser rural, todavía no se ha incorporado a la actividad económica urbana, forma un semiproletariado flotante de carácter semirural y semiurbano a la vez. En estos hombres y en los integrantes de las colonias indígenas va a encontrar Isidro Velázquez el mayor apoyo”.

El autor plantea elementos para una teoría no populista de la rebelión plebeya en torno al carácter deambulante de este semiproletariado. La historia de la violencia colonial es la historia de una tentativa por imponer al indio nómade la razón sedentaria y fijarlo en la explotación extrema del obraje. Hay en este estado de flotación un potencial de no obediencia que Carri capta sobre todo como la conservación de una solapada propensión a la venganza (a Velázquez se lo llama popularmente “el vengador”). La memoria de la desposesión y la criminalización del nomadismo (el hombre de piel oscura que se lleva a la mujer blanca, dice Carri) hacen del prófugo armado una figura límite o de contrapoder, una condición migrante o de vagabundeo que contrasta con la integración del proletariado urbano que trabaja en la industria, base del vandorismo.   

Pero esta efervescencia plebeya no da lugar a revoluciones triunfantes, y Hobsbawm la califica de “prepolítica”. Carri no acepta este punto de vista. Le parece que las izquierdas formalistas ignoran el potencial político contenido en esta flotación semiproletaria, un magma explosivo en el que convive el odio del indio, el pobre y el migrante ante la tentativa colonial de fijarlos en el espacio de explotación, junto a un estado de sospecha ante la integración en el Estado moderno del desarrollo (también en Marx se encuentra la indicación sobre el potencial revolucionario de la comunidad agraria, la que no necesariamente ha de ser disuelta por el moderno capitalismo, como se afirmó en nombre del marxismo durante décadas, sino que puede jugar un papel importante en la lucha por su superación, tal y como podemos estudiarlo en los apuntes marxianos publicados bajo el título Comunidad, nacionalismos y capital, textos inéditos de Karl Marx, editados por la Vicepresidencia de Bolivia en 2018).

Carri escribe sobre Velázquez siendo un joven sociólogo de 28 años. El libro, publicado originalmente en 1968 por la editorial de Ortega Peña, tiene un sentido polémico contra los reformadores progresistas que practican un tipo de pedagogía moral, modernizante, que pregona la extensión de las buenas formas sin reparar en la necesaria reforma de las estructuras materiales; se opone a las izquierdas formalistas que conciben la revolución según un prolijo guion o modelo que se despliega según reglas predeterminadas; y está en contra de los bandoleros sociológicos “que utilizan el conocimiento técnico al servicio de la coacción y el mantenimiento de orden”.

La sociología tercermundista de Carri –lector de Franz Fanon y del Eric Hobsbawm de Rebeldes primitivos– se interroga sobre el papel de las revueltas en las condiciones específicas en las que un moderno capitalismo prolonga relaciones sociales de tipo colonial basadas en la división de dos sociedades sin comunicación entre ellas, y sobre la utilización de la violencia policial como principal instrumento público de estabilización y, a la vez, de racialización de la pobreza, estrechamente asociada al color de la piel. Para Carri, la violencia de quienes soportan la desposesión total es justa.

La peligrosidad política del fenómeno Velázquez es percibida con claridad por las fuerzas del orden. “Después de muerto Velázquez se producen impresionantes desfiles populares frente a sus restos y los de Gauna” prohibidos por la policía. Y no solo eso. A partir de entonces se adopta la fecha del primero de diciembre como día de la policía loca: “es una revancha que toman los vigilantes ante el desprecio y el dolor del pueblo”.

¿Y Gauna? Carri lo describe como un “delincuente total”, un ser asocial que sigue a Velázquez –hombre de buenas formas y sensibilidad popular– por razones puramente delictivas, pero que desempeña, sin embargo, un papel fundamental en la constitución del sentido radical de la campaña: “el carácter irreductible de Gauna, en cierta forma, impide a Velázquez arribar a acuerdos con la ciudad, con la civilización”, preserva al héroe de la política local. Gauna, sujeto cruel y enemigo de la sociedad, bloquea la posibilidad del pacto y de la traición, y garantiza la fidelidad de Velázquez al pueblo, al tiempo que es él quien pone en peligro la vida de los hacendados y comerciantes. “Velázquez es más peligroso desde que Gauna está junto a él”.      

La fuga al monte, el apoyo popular, la vida nómada, la capacidad de escondite y las acciones espectaculares hicieron de Velázquez un precursor capaz de encender e intercomunicar un sentimiento de rebelión colectiva. Velázquez fue la expresión de la rebeldía comunal, encarnación del odio popular y de un profundo sentimiento de redención, la personificación más acabada de un deseo de venganza largamente postergado.

Leo este libro de la colección Puñalada (Colihue), a cargo de Horacio González, en cuyo epílogo Eduardo Luis Duhalde recuerda la trayectoria militante del autor, su paso por el Peronismo de Base y por Montoneros, y su desaparición, a los 36 años, en manos del terrorismo de Estado. Fue publicado en 2001. Seguramente es una casualidad.

¿Dónde están los amigos y las amigas? // Diego Sztulwark

Uno no siempre tiene la suerte de conocer a sus verdaderos amigos y amigas. Hacen falta, pero ¿dónde encontrarlos? La pregunta deja de ser absurda ni bien se descarta una idea demasiado personal: la amistad concebida como el lugar de una intimidad compartida o una comunidad de gustos, tan Facebook, tan estanca. Recompuesta sobre la necesidad de un aprender a vivir –individual y colectivamente–, la amistad fue pensada como una verdadera estructura del ser en común (amigos/as son aquellos que entran en relaciones de utilidad común; según Spinoza, la “sinceridad” brota de esta comunidad), y como complicidad lanzada a la desobediencia (son “los amigos” de los que habla, por ejemplo, el Comité Invisible, aquellos con los que nos damos ánimo para desafiar el estado actual de las cosas).  Amigos y amigas son, por lo tanto, aquellos con quienes reunimos los ánimos necesarios para huir de nuestro tiempo. O quizás, como lo recuerda Agamben, amigos y amigas sean aquellos a quienes aún desconocemos, pero con quienes permanecemos unidos por el modo de padecer el presente. Serían entonces todos aquellos con los que se comparte una particular afinidad en el modo de soportar los obstáculos que la época les impone. Y se los busca a través de ciertos textos, músicas o películas. Ya era así para Maquiavelo: en una carta bastante conocida cuenta cómo practica sus relaciones de amistad con los muertos por la vía de la lectura de los sabios del pasado. A los amigos/as se los descubre muchas veces de un modo impredecible. Así nos lo recuerda en sus clases Deleuze, cuando les dice a sus alumnos que busquen sus propias moléculas en los textos. Esta afinidad molecular que caracteriza a la amistad es prediscursiva o, en todo caso, difícil de decir.

Henri Meschonnic parece merodear estas cuestiones cuando descubre la noción de un sujeto de lectura. No se trata del sujeto que lee, sino del que relee. A diferencia de la mirada que reconoce un texto, la segunda lectura hace surgir inquietudes propias del lector, las repercusiones inesperadas del texto; el lector se vuelve “sujeto” al descubrir en la lectura sus propios relieves vitales (sus propias preguntas). No es la precedencia del texto ni la del lector lo que cuenta, sino la transformación que la lectura opera en quien entra en este tipo de ejercitaciones. La cuestión viene de lejos y surge de modos muy diversos entre aquellos que han intentado hacer de la lectura una práctica de vida y no un trabajo pesado de elucidación de un sentido trascendente. Quizás la idea misma de amistad se juegue la desteologización del mundo que este modo de leer supone. Así parece creerlo Pierre Hadot, quien descubrió en los “ejercicios espirituales” de las viejas escuelas de la filosofía griega una idea profunda, que impactó fuertemente en Foucault y en algunos psicoanalistas como es el caso de Jean Allouch. Según Hadot, se es sujeto a partir de prácticas de transformación (ejercitaciones) que nos hacen merecedores de nuevas verdades (y aquí los amigos y amigas pueden pasar por maestros, psicoanalistas, amores, libros o simplemente uno mismo, escribiendo).

Quien anda en busca de esta clase de amistades tal vez se reconozca en la figura del “amateur apasionado” que emplea Félix Guattari para dar cuenta de esta búsqueda explícita entre afinidades moleculares y tácticas de lectura. En La revolución molecular,[1] escribe: “Hay dos maneras de consumir enunciados teóricos: una es la del universitario que toma o deja el texto en su integridad, la otra es la del amateur apasionado, que a la vez lo toma y lo deja, manipulándolo a conveniencia, intentando utilizarlo para determinar sus coordenadas y para orientar su vida. La única actitud admirable en este campo es tratar que un texto funcione”. ¡Manipular los enunciados teóricos para hacerlos funcionar de modo tal que sea la propia vida la que reciba orientación! El amateur apasionado es la versión bricoleur y activista del sujeto del poema. Es el militante buscando los medios de darse nuevas posibilidades de vida. Según Guattari, “desde este punto de vista, lo que permanece vivo en el marxismo y en el freudismo no es la coherencia de sus enunciados, sino la enunciación rupturista. Una cierta forma de deshacer el hegelianismo, la economía burguesa, la psicología universitaria, la psiquiatría clásica, etc”. Las prácticas de lectura aspiran a elevar “el coeficiente local de transversalidad”, detectando en los diferentes colectivos o grupos un núcleo erótico capaz de convertirlos en sujetos de una política local. Los otros del “esquizo-análisis” –textos, amigos, amigas, etc. – adquieren el potencial de modificar incluso la “causalidad inconsciente” en cada sujeto individual.

Los amigos/as, como  la escritura, pueden conducirnos a prácticas de anonimato, en las que lo personal ya no cuenta como vida privada sino en tanto podemos experimentar en ella “potencias impersonales”. Así lo afirma Érik Bordeleau en Foucault Anonimato (Cactus, 2018). Sin un nos-otros no hay como resistir al gobierno de la individualización que aniquila toda experiencia del común. Deseamos el anonimato, afirma Bordeleau en un cruce atractivo entre los textos de Foucault y los de Santiago López Petit. El libro podría haberse llamado también “perder el rostro en el lenguaje”. Sus cinco capítulos giran en torno a la tentativa de Foucault por pensar la resistencia no como reacción sino como pulsión de substracción y contragolpe sobre la línea misma de las relaciones de poder. Si el poder subjetiva de determinado modo (servidumbre), la resistencia opera una desubjetivación (pérdida del rostro). Este modo de pensar la resistencia como pulsión interna a los dispositivos de poder deviene de inmediato constituyente: la escritura y el lenguaje cómo líneas de descentramiento –un murmullo-  y prácticas de desplazamientos y transformaciones que nos vuelven merecedores de nuevas verdades (como en Hadot), en constante fricción con el poder. Bordeleau propone un Foucault volcado sobre la cuestión de la existencia y el problema apasionante de lo “plebeyo”. Transcribo entera una cita de Foucault que él comenta:

No existe sin duda la realidad sociológica de “la plebe”. Pero existe siempre alguna cosa, en el cuerpo social, en las clases, en los grupos, en los mismos individuos que escapa de algún modo a las relaciones de poder; algo que no es la materia primera más o menos dócil o resistente sino, sino que es el movimiento centrífugo, la energía inversa, lo no apresable. “La” plebe no existe sin dudas, pero hay “lo” plebeyo. Existe lo plebeyo en los cuerpos y en las almas, en los individuos, en el proletariado, y en la burguesía, pero en una extensión, unas formas, unas energías, unas irreductibilidades distintas. Esta parte de plebe no es tanto el exterior en relación a las relaciones de poder, cuanto su límite, su anverso, su contragolpe; es lo que responde en toda ampliación del poder con un movimiento para desgajarse de él; es pues aquello que motiva todo nuevo desarrollo de las redes de poder. La reducción de la plebe puede hacerse de tres formas: por su sometimiento efectivo, por su utilización como plebe o cuando ella se inmoviliza a si misma en función de una estrategia de resistencia. Partir de este punto de vista de la Plebe, como anverso y límite del poder, es en consecuencia indispensable para hacer el análisis de sus dispositivos; a partir de aquí pueden comprenderse su funcionamiento y sus desarrollos. No creo que esto pueda confundirse  de ninguna manera con un neopopulismo que substanciaría a la plebe o con un neoliberalismo que cataría sus derechos primitivos[2].

Foucault Anonimato permite orientar una noción existencial de la resistencia con eso que Guattari llamaba una política local, en donde el re-sistir se vuelve la clave de un con-sistir que fuerza a la filosofía a pensar –sin idealizaciones, lo cual no es nada fácil– lo que López Petit llama  una “interioridad común”. Esta torsión de la filosofía hacia la desubjetivación y hacia las operaciones de composición de un “entre” nos devuelve a los ejercicios espirituales de Hadot, para quien Foucault corría el riesgo de presentar los “cuidados de sí” y su concepción estética de la vida como obra de arte de un modo dandy.  Pero Bordeleau no tiene necesidad de nombrar a Hadot ni de corregir a Foucault. Alcanza con haber acertado en la cita de lo plebeyo.

Ya no somos amigos de los ríos, pero tal vez debamos aprender algo sobre ellos. Suelly Rolnik llama “sujeto” a la configuración racional-cristiana y colonial-neoliberal que bloquea posibilidades de captación de la vida. En un reciente libro 8M/Constelación feminista (Tinta Limón Ediciones-2018), Rolnik relata una historia iluminadora: un río contaminado logra abrirse camino bajo tierra para resurgir limpio más adelante. El río puede sobrevivir, concluye ella, porque no es un “sujeto” sino simplemente viviente. En lugar de desmoronarse y preguntarse “¿y ahora qué voy a hacer?, estoy destruido, no puedo vivir de otra manera, no soy nada”, el río, puesto que “no tiene sujeto”, actúa como vida amenazada, es decir: sigue “bajo otra forma, transfigurándose, creando otro lugar, de otra manera; el río cumple así su destino de vida, que en su esencia es un proceso de transfiguración para seguir perseverando”. Una transfiguración perseverante, es una buena fórmula. ¿Dónde encontrar a los amigos y las amigas? Tan lejos, tan cerca.

[1] Felix Guattari, La revolución molecular, Madrid, errata naturae, 2017.

[2] “Poderes y estrategias”, entrevista a Michel Foucault, publicada en Les révoltes logiques, núm 4. Primer trimestre, 1977. P . Tomado de Microfísica del poder, Ediciones La Piqueta, Madrid, 1979.

A clase con el profesor Deleuze // Diego Sztulwark

Es necesario haber errado mucho, haberse comprometido con bastantes caminos para percibir, a fin de cuentas, que en ningún momento se ha abandonado el propio.
 
Edmond Jabes
I
No sólo historiador de la filosofía o pensador con constelación propia, Gilles Deleuze fue un gran profesor. Relativamente tardía es la valoración de esta dimensión de su personalidad, para la cual sus textos no nos preparaban. Le debemos a editorial Cactus el formidable descubrimiento. Es lo que ratificamos con la edición de un nuevo volumen de la serie Clases: El Poder, Curso sobre Foucault (Tomo II).
 
Maestro como no tuvimos –no se vea ingratitud con nuestros años universitarios a los que bien consideramos: durante la segunda mitad de los años 90, era más estimulante la Universidad de Buenos Aires que una beca en París–, no resulta fácil reponerse de la amarga sensación de no haber asistido a sus cursos.
 
No podemos leer sus clases sin realizar el esfuerzo mental de situarnos allí. El sentimiento es ya familiar y nos invade en la lectura de cada uno de ellos (¿cómo pasar indiferente por esa experiencia que es En medio de Spinoza?). Y sin embargo, Deleuze no ha tenido una relación fácil con la enseñanza. En un bellísimo texto de homenaje a Sartre, lo llama maestro de su generación. Pero Sartre no fue, como él lo sería más tarde, profesor universitario.
    
II
En su curso sobre Spinoza, Deleuze elogia la ausencia en la Ética de la figura del maestro. Partidario del “pensador privado”, solía repetir la ocurrencia de Spinoza según la cual el maestro debería, en todo caso, pagar para tener derecho a enseñar. 
 
En sus textos sobre Nietzsche, abundan las referencias a la indignidad de quien cree saber por los otros, cosa en especial peligrosa cuando se trata de maestros que pretenden orientar vocacionalmente a los jóvenes.
La idea de la educación que aparece en sus libros es radicalmente antipedagógica: en sus Diálogos rechaza direccionar sus palabras a personas consideradas según niveles (o grados) de enseñanza, y en todas sus obras insiste en una protesta contra la figura pueril del maestro escolarizante, cuyas preguntas sólo buscan obediencia.
 
En particular aleccionadora es la interpelación directa que realiza a sus alumnos durante una clase de enero de 1981: “cada uno de ustedes encuentre los autores que les hace falta… encuentren sus moléculas… si no las encuentran ni siquiera pueden leer… nada más triste en los jóvenes en principio dotados que envejecer sin haber encontrado los libros que verdaderamente hubieran amado… es preciso que, en última instancia, sólo tengan relación con lo que aman”. La filosofía como cuestión de sensibilidad.
 
La no-pedagogía es un motivo profundo en Deleuze. Si bien la potencia nace de los encuentros, no hay preparación alguna para la potencia sin una soledad (que no es desolación): el maestro debe acompañarnos al desierto y dejarnos allí. Sin esa inmersión nomádica, jamás aprenderíamos a desarrollar afinidades con los signos del mundo.
 
III
Y bien, volvemos a hacer la experiencia. Abrimos el libro en la primera clase de El Poder. Deleuze comienza a hablar de Foucault: “Ven que lo que quiero decir es que la única continuidad histórica, que iría desde el pasado al presente, es la práctica. ¿En qué sentido? Práctica de la lucha, práctica del saber, práctica de la subjetividad. Eso es lo que establece la correlación entre las formaciones históricas aquí y ahora”. Imposible no sorprenderse. Los ecos de estas palabras nos alejan de las tesis universitarias y nos acercan a las conversaciones sostenidas hace casi dos décadas en Marcelo T. de Alvear 2230.
 
Deleuze desarrolla una exposición referente a Kant y a sus tres preguntas clave: ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo conocer? y ¿Qué puedo esperar?. Foucault, que admiraba en Kant la preocupación por situar el pensamiento históricamente, retoma para sí estas preguntas a su modo: ¿Cuáles son hoy los nuevos tipos de lucha? ¿Cuál es el rol del intelectual? ¿Hay nuevas subjetividades?.
 
No se es filósofo sin una determinada actualidad, sin que determinadas singularidades se nos den como respuesta concreta a cada una de estas preguntas. Al nivel de las luchas, la coyuntura de Foucault no se comprende sin el surgimiento de una serie de organizaciones no centralizadas, desplegadas por fuera del PC y de la CGT franceses. Se trata de una larga historia que va de la autogestión de la década de 1950 en la Yugoslavia socialista, a la transversalidad del 68 francés (Guattari) y la autonomía obrera italiana de los años setenta (Mario Tronti).
 
En cuanto a la pregunta referida al saber, lo que cuenta es la explosión de la bomba atómica a finales de la Segunda Guerra Mundial. Lo que impresiona a Foucault es el papel que desempeñaron los físicos que se oponían a la bomba (Oppenheimer, por ejemplo, hablaba en nombre del laboratorio en el que estaba”). Se trata de la figura del intelectual específico que luego inspirará a Foucault la formación del GIP (Grupo de Información sobre las Prisiones) y del vínculo con las Panteras Negras. En ruptura con el intelectual “universal” –que enuncia juicios de valor–, Foucault comienza a hablar “en nombre de una vida singular”.
 
En el nivel de las nuevas subjetividades, lo que le interesa a Foucault son “las comunidades americanas, el interés por formas solitarias tanto como comunitarias”, una manera de “eludir la identificación” (sobre este punto Deleuze es escueto, pero hay bastante información en las biografías de Didier Eribon y James Miller).  
 
IV
Pero todo ha cambiado. Avanzados en los años ochenta, Deleuze se encuentra en la “noche sin preguntas”. Foucault ha sido el último de los filósofos con coyuntura. De modo que leer a Foucault es penetrar en el modo en que intentó operar en ella.
 
Ya desde los primeros años setenta –en plena formación del GIP–, Foucault asume tareas prácticas. Pone en juego su olfato, “algo va a pasar acá”. El filósofo deviene militante: “Es muy difícil comprender lo que sea una política sin estar atravesado por esas evaluaciones… lo difícil es decir ‘eso es importante, no va a abortarse’. Hubo una gran evolución política de Foucault al decirse que allí había algo. Como si en el letargo del post-mayo, se volviera a encender un foco, pero extrañamente en las prisiones”.  
 
La coyuntura concluyó en una derrota. Y Deleuze presenta su hipótesis al respecto: “Una de las razones del silencio, de la especie de abatimiento, de desesperanza que tuvo Foucault más tarde, mucho más tarde, fue lo que se puede llamar la derrota de ese movimiento”. Y no es que no se hubiesen concretado cambios a nivel del régimen penitenciario. Pero Foucault “hubiera querido que haya todavía más, quedó bastante abatido”. La filosofía no tiene respuestas en momentos como estos.
V
Pero Deleuze está decidido a salvar un tesoro del desastre. Autonomía y transversalidad, los rasgos centrales del ciclo de luchas terminado (no concede a Foucault la idea de derrota), constituyen para él algo más que meros episodios transitorios. No hay que congelarse en las circunstancias: “Las luchas transversales no datan del 68”. Las coyunturas luminosas lo son por el hecho de que dejan entrever algo eterno: “Podemos preguntarnos si después de todo la historia no se hizo perpetuamente a través de luchas transversales”.
 
Se dirá que fuerza un salto demasiado brusco por fuera de la situación: “¿No ha sido la historia perpetuamente un tejido, una red de luchas transversales, antes de que esas luchas fueran centralizadas?”.
 
“Lo que he intentado exorcizar es una respuesta central a la pregunta ¿Qué es el poder?”. Y si Foucault nos interesa es porque fue “el único en haber hecho una teoría izquierdista del poder”. Porque a su pregunta sólo puede convenirle “una respuesta transversal que desmigaje el poder en una multiplicidad de focos”.
 
Y bien, para poder pensar esto hace falta una microfísica del poder, “no hay que partir de los grandes conjuntos”, las grandes instituciones. Porque los grandes conjuntos se dan “ya hechos”. “No es que no haya Estado, no es que no haya ley, es que son expresiones estadísticas de una agitación de otra naturaleza”.
 
Para comprender esta respuesta de Foucault hay que comprender hasta qué punto la estrategia se da en él como una polémica con el estructuralismo. La estrategia –Deleuze ve en esto un parentesco con la micro-sociología de los deseos y las creencias de Gabriel Tarde– es siempre molecular. 
 
VI
Si las relaciones de fuerzas son moleculares, los grandes conjuntos efectúan un “diagrama” de las fuerzas. Sólo que el término diagrama es utilizado una sola vez por Foucault. ¿Cómo es posible que un término fundamental tenga una presencia casi fantasmal? 
 
Deleuze no se explica esta situación sin acudir a una teoría de la lectura: Un libro, dice, “nunca es homogéneo… está hecho de tiempos fuertes y de tiempos débiles… y no estoy seguro de que la distribución de los tiempos fuertes y de los tiempos débiles sea la misma en dos lecturas, en dos personas que leen con pasión”.

Poema y política en León Rozitchner // Diego Sztulwark

 
Durante los últimos años de su vida, León Rozitchner leyó a Heni Meschonnic, poeta, traductor de la biblia judía y pensador del lenguaje. Meschonic nació en París en 1931 y falleció en Villejuif durante 2009. Rozitchner nació en Chivilcoy en 1924 y falleció en Buenos Aires en 2011. Tanto el uno como el otro forjaron poderosas intuiciones sobre el carácter ético y político de la articulación entre afectos y lenguaje. Y compartieron una visión: la de una auténtica guerra abierta en las sociedades y en las culturas del occidente capitalista entre las experiencias que singularizan a los sujetos y la persistencia de una teología política que trabaja para el borramiento de lo sensible insurgente, como lugar de elaboración de las verdades en la historia.
No hubo influencia directa entre ellos. Y, sin embargo, al leerlos juntos se tiene la impresión de una cierta retroalimentación. Aunque no cabe exagerar. León Rozitchner ha reflexionado sobre el fondo del drama latinoamericano y argentino y su obra está ligada a la tentativa de constituir un campo político de izquierda capaz de transformar las persistencias del terror sobre la economía y la subjetividad. Nada de esto forma parte de las preocupaciones de Meschonnic. Partir de las zonas de mutua afinidad no supone asimilarlos ni desconocer poderosas distancias entre ellos, una de las cuales concierne al modo en que se plantea la cuestión de Israel. Puestos a medir distancias, es posible encontrar un océano entre ambos.
A pesar de lo cual las zonas de convulsión resultan intensas y vigorizan momentos centrales en la constitución del debate político: la derrota del socialismo en la disputa por la subjetividad; lo perdurable de lo teológico político en el neoliberalismo actual; la exigencia que un fracaso ejemplar impone sobre los modos de valorar; la cuestión de la violencia.
 
Palabra intensiva
La obra de León Rozitchner es poema en el sentido que Henri Meschonnic da al término. A diferencia de la poesía que es un género literario y depende de reglas de rima y métrica, el poema es enunciación y ritmo. El peso cae sobre la oralidad, la carga afectiva que el cuerpo transfiere al lenguaje. Meschonnic encuentra la definición de poema en el comienzo del Tratado Teológico Político de Spinoza. Se trata del lenguaje en tanto que es capaz de modificar modos de vida y de modos de vida que afectan al lenguaje –de historicidad, forzando su apertura al infinito.
El poema desafía la milenaria organización de lo teológico político en la cual el mundo se presenta como discontinuo. Discontinuo marcado por el señorío autónomo del signo sobre el ritmo, del lenguaje que olvida y borra la singularidad de los cuerpos y del concepto que desprecia por completo al afecto.
Hugo Savino, poeta y traductor argentino que continua a Meschonnic, ha escrito que el poema (a diferencia de la poesía) sólo funciona a contra-solemnidad y a contra-consenso. Ética y políticamente implica un anti-borramiento: traza en la escritura un continuo afecto-concepto, cuerpo-lenguaje, ritmo-signo, ética-política. La Ética aprendida de memoria, como aliada útil. Spinoza en el bolsillo de la campera.
Y aún así, incluso cuando la filosofía ha repetido que no se sabe nunca lo que puede un cuerpo, ha desdeñado agregar lo que puede un cuerpo “en el lenguaje”. Cosa que sucede cada vez que profesores eruditos y especializados se acogen a un saber sin preguntar cuánto del saber de los cuerpos (saber de la potencia común) se prolonga en aquello que las palabras hacen.  
Escribió León Rozitchner que “los filósofos llegan a la filosofía exhaustos de pasiones”, con la palabra demasiado distanciada “del canto y de la música, de la resonancia sonora y sinfónica del mundo”. Se preguntaba en aquel texto (Justificado para no ir un congreso de filosofía) cómo hacer para que “lo que tenemos de poético” hable en la filosofía sin hacer como Heidegger, que le pedía a los “poetas que le abran el camino para que al final el filósofo les haga decir en nombre del Ser lo que a él se le canta”.
Buscaba Rozitchner una experiencia de creación de sentido –en la poesía o en la filosofía– capaz de unir un “espíritu a la llamada materia” y de poner en juego “al sujeto que piensa”. “Palabra intensiva” le llamaba, o “lengua materna” cargada de sentido afectivo antes incluso del acceso a la significación simbólica. Por eso Rozitchner escribe Madre y retuerce el significante: “mater”, “materialismo”, “materia”. Busca la vía de articulación del lenguaje con la materia como fundamento de un saber relativo a los cuerpos; que no los despoje.
 
La traducción primera. Rozitchner lector de Meschonnic
Cuanto más apto sea un cuerpo para hacer o padecer más cosas a la vez, más apta que las demás será su alma para percibir a la vez más cosas. Esto es claro de por sí. Salvo que la devaluación del cuerpo afectivo lo vuelva difícil. Y se pierda de vista la aptitud propia de un cuerpo para unir sus afecciones. Por afecto hay que entender las afecciones del cuerpo, con los que se aumenta o disminuye, se ayuda o se estorba, la potencia de actuar del cuerpo y, al mismo tiempo, las ideas de estas afecciones.
No se piensa de otro modo si no se siente de otra manera, y para ello hay que resistir  a la denigración de lo sensible. Si “el afecto es el que contiene al sentido” y cuando pensamos no sentimos que se “conmueve al cuerpo” nos perdemos “la prolongación ensoñada del cuerpo materno que es el “elemento” o el “éter” que da sentido pleno al pensamiento aunque sea abstracto”.
Este materialismo ensoñado encuentra en el maternaje las premisas de una lógica del sentido transindividual (que Freud ya señalaba en los “juicios de atribución”) en el que “cada uno es primero el traductor de sí mismo: de la lengua materna de la infancia a la lengua adulta y social constituida: a la del padre”. Pero esa primerísima traducción de la experiencia afectivo-sensible “que el niño efectúa aprendiendo de la madre que le habla” y que será luego lo que sostenga y funde en él la palabra, dice Rozitchner, falta en Meschonnic. Y así lo escribe en un fragmento: “Meschonnic: Biblia, traducción y lengua materna” del 23 de abril de 2010, 3 a.m.; perteneciente a “Génesis: la plenitud de la materialidad histórica (y otras escrituras impías)”, Obras de León Rozitchner, Edición de la Biblioteca Nacional).
No habría lenguaje concluye Rozitchner “si previamente en cada ser que nace no se hubiera abierto en su propia experiencia -y siempre en relación con el otro, en este caso necesariamente la madre- esta capacidad de discriminar y crear, en el flujo sensible, esos nudos de sentido que el afecto y el sentimiento denotan y recortan sobre fondo del sentir del cuerpo.
No se trata de la subsunción de la diferencia simbólica en lo uno indiferenciado de lo sensible, sino la comprensión de la diferencia ya en el nivel de los afectivos. Al captar la cualidad en el lo sensible se preara el acceso a una relación sentida con el mundo del lenguaje adulto.
 
No hay sujeto sin combate
Traducción y poema son vías de despliegue o de singularización. Tanto Meschonnic como Rozitchner usan a gusto la palabra sujeto para referirse al resultado de este proceso al que no se llega sin lucha contra las instituciones del “discontinuo”.
No hay sujeto sin combate. Porque en el orden teológico-político o burgués-neoliberal, la subjetividad se encuentra distanciada de sí misma y de los otros por efecto del terror. El sujeto –sea del poema, sea el de la elaboración de verdades históricas– no se realiza sin establecer una ligazón entre afecto, lenguaje, ética y política.
Lo cual supone confrontarse con la lógica de la propiedad privada, porque en ella sobrevive y a partir de ella se reproduce el terror que distancia y separa. Una izquierda que no comprende este capítulo es una izquierda sin sujeto.
 
“¡Qué rápido sale la izquierda de la depresión!”
Todo fracaso se vuelve enseñanza si se es capaz de penetrar en él para comprender qué fue lo que en el combate no se pudo elaborar sobre el modo en que se conjugaban las relaciones de fuerzas; y entender cómo ingresó el poder enemigo en el modo de sentir obstaculizando la acción en el campo histórico objetivo. 
Durante los años ´60 y ´70, escribe Rozitchner (El espejo tan temido): “la guerrilla fue vencida entre nosotros porque prefirió, eligiendo por todos desde la categoría del enemigo, recurrir a una fuerza que en su materialidad misma era alucinada. Y al ser vencida fuimos todos juntos vencidos… fueron vencidas con ellos todas las fuerzas de signo distinto, esas fuerzas humanas más complejas y sutiles, y más amorosas que el lento trabajo de masas estaba construyendo”.
¿Qué es lo que nos pasó? Se pensó –dice Rozitchner– “la coherencia del mundo exterior sin preguntarnos casi nunca por la nuestra”. Y ¿qué sería pensar la violencia de otro modo? “Sería meter de otro modo el cuerpo en ella, no para morir, es cierto, sino para reabrir en nosotros lo que el miedo selló”.
¿Y qué es lo que el miedo guarda bajo su sello sino el hecho de que “cuando cuestionamos la realidad que nos niega la razón o la acción, nunca nos preguntamos porqué carajo caímos en el error…no hay verificación interior del fracaso exterior?
Es el espejo tan temido, el problema de la izquierda. La atribución de los errores pasados a ciertos esquemas intelectuales que pueden ser sustituidos por otros sin mayores consecuencias, sin que se cuestione –y se imponga reelaborar– la organización del sujeto militante que piensa. Y sino “¿por qué seguimos teniendo ideas tan contundentes y cerradas si estas ideas no contienen en su propio decurso ese descubrimiento que asume una nueva responsabilidad, objetivada y reconocida, al ser expuestas?”
Derrota ejemplar
Y bien, ¿de dónde extraeremos las condiciones de un nuevo pensar sobre todo cuando el “deseo de las masas” no coincide con el nuestro? ¿Qué hacer? ¿Qué no hacer? Pensando seguramente en la actitud de la revista Contorno frente al peronismo de los años ´50 afirma Rozitchner (Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia): “no apoyamos en su momento a las masas argentinas, nos mantuvimos adheridos a nuestros deseos, y por lo tanto no deseamos el triunfo de Perón…”. No se lea arrepentimiento en esta dolorida reflexión. Porque lo que cuenta es la lección que se extrae de estos hechos en los que el grupo pudo verificar “que no elegimos objetivamente por los enemigos de la patria al no elegir a Perón”. 
Es descubrimiento de uno mismo y del colectivo como sujeto que no se piensa a partir de las “condiciones estratégicas, económico-políticas, alejadas de la puesta en juego –y en duda- de la subjetividad y de lo imaginario… como si no fuesen constitutivos de lo real”. Al contrario, el punto de partida es desde ahora uno mismo (persona y grupal) como lugar donde se elaboran las verdades históricas.
Y si se pudo durante la guerra de Malvinas “tomar como índice de verdad a “las masas” como expresión de los “justos intereses populares” porque ellas están donde nosotros no…” (se refiere Rozitchner al “Grupo de discusión socialista” que durante el exilio en México apoyó a su manera la guerra), fue esta “una verificación conquistada demasiado a la ligera”, comparable a correspondencia “que existe entre la revelación de Dios y la verdad del hombre de fe: es una correspondencia sin lucha y sin riesgo”.     
 
Por una taamizacion general del lenguaje
Es el “sabor” (y el acento), dice Meschonnic, lo que anima el sentido en el poeta y en el traductor: taam en hebreo refiere al “gusto de lo que uno lleva en la boca” cuando se come y cuando se habla.
El hebreo bíblico conserva, según Meschonnic, la lengua como canto y ritmo. Es lo antiguo judío como lo “otro” del signo, al que acude para salirse del reino circular del signo enfocado sobre sí mismo. Ese “otro” surge de la añeja distinción entre lo cantado y no cantado que retoma la pan-rítmica bíblica del Ta´ am (su plural es te´amin). Meschonnic subraya la importancia de construir lo universal a partir del plural, y no borrando la multitud de singularidades.
La taamización generalizada del lenguaje es un golpe bíblico a la filosofía. Por ejemplo a Hegel, que en su Fenomenología del espíritu produce, según Meschonnic, el borramiento de la cosa (cuerpo) en el concepto y en el lenguaje, además de afirmar la unidad político-teológica entre lenguaje y religión.
 
El modelo espiritual de occidente
El poder de la religión se hace más evidente allí donde el socialismo como acción política resultó insuficiente e incapaz de alcanzar el “núcleo donde reside el lugar subjetivo más tenaz del sometimiento”.
Marx, escribe Rozitchner (La cosa y la cruz, cristianismo y capitalismo (en torno a las Confesiones de San Agustín), no supo verlo claramente. Le faltó plantear la cuestión en el nivel de la producción del “hombre por el hombre” y no como hecho de conciencia.
En efecto, la religión actúa ya en la hechura primera de lo sensible duradero en el humano; “ese “Amor” y esa “Verdad” de la Palabra divina que sólo los elegidos escuchan… exige la negación del cuerpo y de la vida ajena como el sacrificio necesario que les permite situarse impunemente más allá del crimen”. Esa “negación del cuerpo y de la vida ajena como sacrificio necesario” que se comunica.
Desde el cristianismo vuelto imperio hasta el postmodernismo neoliberal lo que funciona es una tecnología religiosa (aun cuando hoy haya sido secularizada) cuyo objetivo es el preparar el “infinito abstracto y monetario del capital financiero” y la “exclusión mística de la materia” que se ha vuelto “modelo espiritual del Occidente” y que sólo se nos aparece de lleno en el ocaso de la revolución.
El desafío a la subjetividad se radicaliza y la política y la filosofía se ven exigidas a atravesar la prueba más difícil: la alcanzar ese “núcleo” tenaz del sometimiento. Es en ese punto que el materialismo ensoñado aparece como encuentro entre clínica analítica y filosofía; entre poema y política.    
 
Primero hay que saber vivir
El hombre y la mujer de derecha tienen resuelto desde el vamos la cuestión de la coherencia: “sabe de antemano que hay coincidencia entre lo que sienten respecto del otro y lo que piensan”. Diferente es la experiencia del hombre o la mujer de izquierda, cuya coherencia se constituye de otro modo y depende de buscar a veces sin encontrar ese principio diferente. ¿Por qué? Porque a una subjetividad cuya coherencia es formulada como un absoluto-absoluto y para la cual lo relativo-histórico viene siempre tarde y de afuera, se opone una subjetividad que constituye como absoluto-relativo, jugando lo relativo-histórico un papel verdaderamente constituyente.
Esta distinción se vuelve política con suma claridad con la participación de Rozitchner en la polémica en torno al “no matarás” iniciada por el filósofo Oscar del Barco a partir de una carta pública en la cual ofrecía un amargo balance de la experiencia de la violencia guerrillera de los años ´60 y ´70.
El argumento de León Rozitchner (“Primero hay que saber vivir. Del vivirás materno al no matarás patriarcal”) se revelaba contra el borramiento que el “no matarás” hacia la diferencia de puntos de partida. En efecto, en la levinasiana apertura al mundo, el primerísimo comienzo del “vivirás” materno –único principio inmanente histórico desde el vamos”– ya ha desaparecido. Y en su lugar aparece lo sagrado bajo la forma del rostro de otro protegido por mandato bíblico del “no matarás”.

Y entonces se recurre a “palabras de la lengua paterna que vienen desde el mundo histórico para superponerse y sobre-agregarse a otra lengua silenciada, la materna, un sentimiento enmudecido por el grito del Dios-Padre”. Por el contrario en el principio inmanente del “vivirás” se afirma, para Rozitchner, que “allí, en lo materno, no existe es cierto la Infinitud que la salvación en Dios-Padre pide y nos promete si renunciamos a su cuerpo. Pero en su cobijo y afecto estaba el germen de toda ética que tome a la mater-ialidad como punto de partida”. 

Sin el “vivirás” quedamos separados de lo mas propio, de las premisas sin las cuales ya no se podrá plantear de otro modo el problema de la relación entre violencia y política.
 
Política contra filosofía
La idea que excluye la existencia de nuestro cuerpo no puede darse en nuestra alma, sino que le es contraria. Y el fundamento de la virtud es el mismo esfuerzo de conservar el propio ser. Del mismo modo la felicidad consiste en que el hombre pueda conservar su ser.
Nada hay, pues, más útil para el hombre que el hombre y nada pueden los hombres, más valioso para conservar su ser, que el que todos concuerden en todo de suerte que las almas y los cuerpos de todos formen como una sola alma y un solo cuerpo y que todos se esfuercen, cuanto pueden, en conservar su ser y que todos a la vez busquen para sí mismos la utilidad común a todos ellos.
Con enunciados como estos se prepara la ruptura de Spinoza quien “contrariando la razón cartestiana, los desafió a todos igualando a Dios con la Naturaleza”. Cada modo finito se sitúa en el continuo divino –causa de sí, trama constituyente que a todos les concierne– desteologizado. La vida virtuosa es transición entre la conservación del propio y descubrimiento de una utilidad común a todxs.
Se forman así las premisas para pensar de otro modo el problema de la política y la violencia. Unas premisas bien diferentes de aquellas que asumen como comienzo lo discontinuo, que parten del borramiento que hace lo teológico-político.
Esto es exactamente lo que Henri Meschonnic reprochará a Heidegger y al nacional esencialismo y León Rozitchner a Levinas: aceptar que la singularidad del querer vivir esté en el comienzo; aceptar en su lugar un vacío, una abstracción o un universal (Ser o hay)
Borrada la diferencia que resiste sólo queda espacio para lo Uno del poder. Y por violencia no se pensará más que como violencia Una. Por más repudiados que resulten, ese Mundo y esa Violencia no podrán ser ya desafiados. Sin no se habilita otro punto de partida, resistente o insurgente, la “contra-violencia” permanecerá impensada.
Hasta que las tensiones sociales y las luchas se agudicen –y no dejan de hacerlo, incluso abrumadoramente. Y nos despabilen respecto del hundimiento actual en la violencia –y la crueldad- derechista. Violencia que no por odiada resulta menos amenazante. Al punto que si no encontramos como responderle a partir de un principio diferente no contaremos siquiera con representaciones de pensamiento distintas a las que la derecha le impone a las izquierdas.
 
Contra-violencia
El punto de partida para reafirmar las premisas de otra subjetividad y de otro pensamiento en torno de la violencia lo encontramos, en efecto, en el carácter agónico de la lucha política (“acepto que me maten o me defiendo”, escribe Rozitchner).
Retomando la distinción de las subjetividades de izquierda y de derecha en el contexto de la discusión con del Barco, Rozitchner organizará una distinción similar entre una violencia de derecha: es asesina, teológica, que “privilegia la muerte sobre la vida”; y una violencia de izquierda, defensiva o “contra-violencia”.
Ambas surgen de prolongar –por otros medios– la subjetividad de la que parten y a la que ayudan a constituir: la violencia asesina se manifiesta con nitidez en aquella coherencia –que se manifiesta también en el lenguaje y en los afectos- que se constituye como un absoluta sí mismo (sea como persona, familia, grupo, clase o nación, da igual). Para ella no hay otro co-constituyente. Si hay otro se trata siempre de una presencia aparecida en un segundo momento y esa presencia sólo cuenta realmente cuando cuenta con el poder necesario para imponérsele.
La contra-violencia proviene de una racionalidad distinta, en la cual el absoluto singular de cada quien no alcanza a separarse de –y a la larga se sabe fundado en– la relatividad (histórica) de los otros, que nos constituyen (y a quien constituimos) desde el comienzo. Allí la violencia asesina no arraiga sin pervertir su principio, porque el matar asesino supone denegar en el nivel de lo sensible esta copresencia fundante y desgarrar el tejido de la utilidad común imponiendo una afirmación del tipo absoluta-absoluta.
Abandonar la producción de este tipo de distinciones implica cerrar el campo mismo de lo político y elevar la violencia-Una a “esencia metafísica” que “arrasa así con los límites del discernimiento vital” y que disuelve “toda experiencia de la verdad que circula en los hechos históricos”.
Pensar la “contra-violencia” es un desafío imprescindible para la formación de las izquierdas políticas de todos los tiempos. Sobre todo cuando, como lo recuerda Rozitchner, durante los años ´60 ´70 la izquierda ha participado del enfrentamiento con un pensamiento de derecha en torno a tres criterios fundamentales: “1. La de que todo combatiente  tiene que asumir primero que cuando entra en la guerrilla debe desvalorizar su propia vida; 2. No haber diferenciado que en la contra-violencia la violencia ha cambiado de cualidad; que tampoco debe ser la misma violencia, sólo que ahora apuntaría en dirección opuesta; y 3. No reconocer que la disimetría de las fuerzas exige contar con una actividad colectiva mayoritaria de los rebeldes antes sometidos para imponerse, y sobre todo que la vida en lo que debe preservarse para lograr incluirlos en un proyecto digno”.    
Se abandona la premisa que permite constituir un sujeto y una política diferencia si se  renuncia al hecho según el cual “mantener el valor de la vida como un presupuesto es el punto de partida de la eficacia ética en toda acción política” y si “la muerte aparece no será porque la busquemos, ni en nosotros ni en los otros”.
Y a esto no se llega por razones teológicas sino de otra índole, movidas menos por la obediencia y más por la fuerza con que se busca y se alcanza la vida virtuosa, invención de modos de vida por la vía del lenguaje, pero de un lenguaje cuya representación ya no es la de la lingüística ni la del ser, sino una abierta e histórica, determinada por el juego de los cuerpos, ética y política. Esa representación es lo que Meschonnic asume como poema y Rozitchner elabora como un materialismo ensoñado.

Para hacer frente a estas derechas, no alcanza con la defensa de la democracia y los gobiernos llamados progresistas // Entrevista a Diego Sztulwark

Pandemia e interrupción

¿Qué desafíos habitan este tiempo de pandemia a nivel social, esta interrupción omnipresente?

No creo que haya habido realmente una “interrupción”, aún si la pandemia ha afectado nuestra vivencia del tiempo histórico. En lo inmediato, los automatismos financieros, comunicacionales e informacionales siguen dominando el cotidiano de muchas personas. Y no han aparecido mecanismos de reproducción social alternativos al neoliberal. Si la noción de “interrupción” me sigue pareciendo importante es en el nivel de una indagación. Porque es evidente que algo ha sucedido, algo ha cambiado. Quizás sea un cambio en el nivel de las creencias. Lo vemos en lo relativo a la tan esperada “vuelta a la normalidad”, o bien a las tentativas de una “nueva normalidad”. En las enormes dificultades de instalación de esa anhelada normalidad. Se ha vuelto esquiva, intangible. Hay un elemento de no certeza, una mayor conciencia de la fragilidad de nuestra existencia.

La “interrupción” no da cuenta de un final, pero sí nos recuerda del carácter finito y no asegurado de la vida individual y colectiva. Por lo que, si vamos a usar la noción de interrupción para describir la experiencia de la pandemia, me parece que habría que considerarla menos una noción descriptiva del estado de cosas, menos como llave de un discurso crítico, y más como una afección de la percepción de la realidad. Lo que sí es posible es que esa afectación de la percepción traiga consigo un potencial reflexivo, ético y político, en la medida en que favorezca ciertos interrogantes sobre la naturaleza de los mecanismos de reproducción, sus límites, sus efectos indeseables. Mi impresión es que el nivel de reflexión y ético de esta experiencia -la falta de reposo en el carácter automático de la realidad- se expande en una infinidad de conversaciones sobre el cotidiano. En esas conversaciones anida quizás la capacidad de una nueva narrativa sobre los cuidados, sobre lo público, sobre la relación con el dinero y con el tiempo. Pero por el momento no veo que esas conversaciones encuentren traducciones interesantes -ni tampoco da lugar a nuevas síntesis colectivas- en el plano de la política convencional.

Derechas y desafíos

Pareciera haber un devenir hacia posiciones más radicalizadas de extrema derecha a nivel global, en algunos casos, fomentadas también desde los grandes emporios mediáticos, con ingredientes xenofóbicos, racistas, nacionalistas y ultra conservadores que promueven abiertamente la dimisión de los gobiernos «constitucionales». En este sentido: ¿Es suficiente manifestar el compromiso de defender el «sistema democrático» por parte de las fuerzas progresistas?, ¿Es esperable una recreación de los gobiernos populistas de la década pasada con otros rostros?, ¿O se impone, a través de diversas fuerzas sociales, una nueva forma de vida, que no tiene nombre aún, y a su vez, no cuenta con el poder suficiente para hacerse escuchar y ver?

Cada vez más se habla de estos nuevos rostros de las derechas, que a veces ganan elecciones (Trump, Bolsonaro), otras organizan golpes (Bolivia) y muchas otras, intervienen como discursividad intolerante (Argentina). Pienso que este tipo de fascismo tan particular podría ser estudiado desde la lógica del miedo, de un delirio de los propietarios, un tipo de racionalización de la crisis en términos de asegurar el orden, la propiedad y las jerarquías. Este delirio de los propietarios se extiende a todo aquel que acepta vivir la fragilidad de los enlaces y las estructuras en términos de amenaza de sus derechos y/o posesiones. La experiencia de la posesión, en ese sentido, atraviesa a todas las clases sociales. Se trata de un delirio transversal, aunque particularmente encendido entre las clases dominantes. Me pregunto si ese miedo no dio lugar ya a un nuevo tipo de comportamiento dominado por el anhelo del aseguramiento: aseguramiento de la tasa de ganancia decreciente; de los consumos a las mercancías, del control del aparato represivo, de la subordinación de la fuerza de trabajo cada vez más precarizada. Estas dinámicas de la seguridad parecen estar actualizando las formas más brutales de la violencia sobre la tierra y sus derivados, sobre las comunidades y los cuerpos. Las formas más groseras de sexismo, clasismo y racismo son reavivadas en estas tentativas de aseguramiento.

¿Y de qué formas se enfrenta a este nuevo formato ideológico de las derechas?

Me parece que para hacer frente a estas derechas, no alcanza en lo más mínimo con la defensa de la democracia y los gobiernos llamados progresistas, por la sencilla razón de que estas fuerzas aseguradoras no hacen sino desinhibir los pactos preexistentes a nuestras democracias. No hacen sino sacar a la luz las desigualdades que las democracias no quieren, no saben o no pueden cuestionar. El repliegue sobre lo políticamente correcto y la defensa de la democracia son signos de impotencia, que no permiten encarar aquello que en las nuevas derechas es agresivo y desafiante. Me resulta absurdo responder a la movilización desfachatada del odio, que se presenta a sí misma como transgresión al orden, con una apelación abstracta a la igualdad, o al respeto de las leyes y las instituciones. Como si no fuera esta misma idea puramente retórica de la igualdad y el carácter completamente retrógrado del aparato jurídico lo que efectivamente hay que cuestionar.

 

¿Cómo debería jugar «lo político» frente a esto»?

Sucede que lo político se encuentra en retraso respecto de estas tareas. Y ese retraso se torna muy peligroso. De hecho, la falta de reacción política en un sentido de transformación estructural, no hace mas que regalarle a la derecha el lugar de la disidencia y el procesamiento del malestar, lo que no deja de ser completamente absurdo dado que la derecha no es transgresora sino exhibicionista, no cuestiona nada, solo reivindica y exhibe aquellas jerarquías que la llamada democracia no se atreve a revisar. Si miramos de cerca el panorama de las últimas semanas en la Argentina, por ejemplo, se ve con claridad la dificultad en la que quedan colocados los gobiernos llamados progresistas.

Veamos lo que ocurrió por ejemplo con el tratamiento que dio el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires a la toma de tierras ocurrida en la localidad de Guernica…

Desalojo en Guernica, Buenos Aires

¿Cuál es tu mirada al respecto en cuanto al proceder del gobierno bonaerense?

Vemos que ha sido incapaz de entrar en diálogos con las organizaciones de la toma, el gobierno eligió el camino de hacer cumplir la orden de desalojo promovida por el poder judicial. El desalojo quedó a cargo del ministro de seguridad, Sergio Berni, quién utilizó el hecho para lanzar su campaña política con el discurso del aseguramiento militar de la propiedad privada (https://www.clarin.com/politica/video-spot-sergio-berni-desalojo-guernica_3_P_yyCDdZX.html). Lo de Guernica es sólo un ejemplo, aunque un ejemplo especial, puesto que permite plantear interrogantes fundamentales sobre el futuro. La dinámica del proceso cambia de naturaleza cuando los gobiernos acompañan en la formación de organización y extraen de ahí una narrativa histórico política, o cuando conceden a las fuerzas conservadoras, que tanto peso tienen sobre la realidad, políticas represivas de la conflictividad social, asumiendo una narrativa fundada en la pulsión aseguradora que recorre por dentro a todas las fuerzas en el gobierno. Cuando hablo de cambio de naturaleza me refiero a la idea misma de la democracia: no es igual una democracia que se abre como una posibilidad para expandir las luchas, y encuentra ahí ocasión para su propia innovación institucional, que una vivida como puro formalismo jurídico y aplicación de las leyes vigentes.

Reflexionar sobre el Todo

Me interesó un concepto tuyo, vertido en una entrevista reciente y es el de «lo dado» como forma de control y aceptación social. ¿Podrías sintetizarlo?

Es un poco el mismo razonamiento que hacíamos sobre la democracia. La gestión de lo dado se justifica en la complejidad de la situación, y en la dificultad de producir transformaciones desde la gestión del estado. De ahí la idea de una democracia a defender, o unas instituciones a respetar. Y no a crear.

Si la política se torna pura gestión, pura defensa, pura adecuación, puro respeto a reglas, deja de inventar, de traducir lo que se produce en el campo de la innovación colectiva. ¿Cómo se ve esto? Cada vez que se desoyen las luchas populares como si fueran pre políticas, inmaduras, incapaces de tener en cuenta la realidad. La política agobiada por la crisis se torna impotente y tiende a blanquear -y no a transformar- las relaciones de fuerzas provenientes de la dinámica de la acumulación del capital.

El filósofo Henry Bergson, que escribió su obra a comienzos del siglo XX, hacía esta distinción entre un Todo dado y un Todo Abierto. Para él, los movimientos de la realidad expresaban siempre un cambio en el Todo. La naturaleza Abierta del Todo exigía un acto de creación. Mientras que el Todo dado, cerrado, sería mas bien una ficción, una representación reaccionaria de la realidad. Tal vez esta reflexión sobre el Todo permita organizar el esquema que venimos planteando: la percepción afectada por una cierta fragilidad, una cierta sensación de “interrupción”, podría animar una nueva comprensión de la naturaleza Abierta, mientras que las dinámicas del “aseguramiento” actúan en el sentido de reforzar la experiencia del Todo-ya-dado. Y se plantean actuar de modo tal que ese Todo no sea nuevamente abierto.

Medios masivos de manipulación

Hay una tendencia no nueva a pensar que lo que «nos muestran» los medios es lo que pasa y es de lo que importa hablar. Esto se ve mucho actualmente en las redes y lo vivo como un profundo síntoma de reducción de la palabra y el pensamiento de muchas personas que, incluso, tienen buenos valores y están comprometidas socialmente. ¿Qué elementos se te ocurren interesantes para romper esa inercia y cómo los aplicarías?

No me parece muy interesante la teoría de la manipulación, según la cual los medios de comunicación mienten y crean una realidad que las personas consumimos pasivamente. No me parece que se corrobore en el espacio político. Por supuesto que hay mucha mentira y mucha manipulación, pero evidentemente el fenómeno es bastante más complejo. De hecho, la mediatización abarca todos los niveles de la experiencia, y no solo el consumo de información política. Si volvemos a lo que reflexionábamos sobre el Todo-dado o el Todo Abierto, seguimos siempre tomados por el mismo tipo de desafío: ¿Cómo romper el efecto del Todo-dado, reforzado por cierto uso masivo de medios y redes?

Me parece que las experiencias de politización, del pasado y del presente, tienden a problematizar y a inventar una relación abierta entre capas de realidad. Una relación abierta en el sentido de hacerlas interactuar, dando lugar a zonas híbridas o mixtas de elaboración de sentido y de experiencia.

Diversidad y resistencia

Siempre rescatás esa especie de hilo conductor histórico que existe en la Argentina entre grupos revolucionarios de los 70, movimientos de derechos humanos contra la dictadura, ruptura en 2001 y aparición de movimientos sociales, feminismos, etcétera como tensiones y oportunidades. ¿Cómo pensás que actuó el kirchnerismo con esa herencia emocional y por qué?, ¿tienen margen de maniobra los movimientos que se hicieron oficialistas entre 2003 y 2015?

El rescate de una línea de tiempo fundada en desobediencias y rebeliones nace de una cierta manera de atravesar la llamada “transición democrática” argentina a partir de la dinámica viva de la lucha de las Madres de Plaza de Mayo y los organismos de derechos humanos y atraviesa la experiencia de la llamada crisis del 2001. Lo que hay de vivo y oxigenado en la Argentina de las últimas décadas proviene de esa línea de tiempo. En torno a lo que llamás “kirchnerismo” se articularon algunas personas, grupos y movimientos que aspiran a traducir en la política convencional esa línea de tiempo. Desde mi punto de vista, el hecho que esa traducción haya sido débil y no haya producido transformaciones de fondo, implica dos tipos de consecuencias.

¿Cuáles serían las principales consecuencias sobre este punto?

Por un lado, que la política convencional implica lidiar con relaciones de fuerzas imposibles de modificar desde la gestión de lo existente. Y en segundo lugar, que es preciso contactar con un reverso de lo político donde personas y grupos crean sensibilidades y estrategias diferentes. El problema de los movimientos que se vuelven oficialistas es que maltratan este reverso. Lo consideran pre-político. Y se dedican a infantilizarlo. Pienso que la agresividad capitalista en aumento tiende a escindir a las fuerzas políticas transformadoras en dos movimientos disociados: por un lado, a nivel de lo político convencional, la participación en frentes políticos defensivos, por otro, a nivel de un reverso de lo político, una resistencia a los modos de mando y de vida propiamente neoliberales que no encuentra expresión, traducción ni representación propiamente política.

Paulo Freire ya hablaba en los años 60 de la necesidad del ascenso social de los trabajadores, pero teniendo en cuenta que había una construcción pedagógica que hacía que, al ascender, se volvieran conservadores para cuidar sus bienes y eso se verificaba en sus elecciones políticas futuras. ¿Aprendimos la lección?

Lo que aprendimos, me parece, es que el problema de la educación y de la toma de conciencia se ha vuelto más complejo, y que las formas pedagógicas de la emancipación son ineficaces cuando están separadas de experiencias más generales de cuestionamiento al orden. Lo hemos visto en torno al consumo.

En 2015, cuando Macri ganó las elecciones, muchas personas razonaron que el problema fue la falta de explicaciones ligadas a los beneficios materiales de la década previa. Estas personas pensaban que la experiencia política consistía en el lazo entre dos procesos complementarios: por un lado, el acceso al consumo, y por otro, las explicaciones pedagógicas que apuntan a la conciencia. Y bien ¿Dónde estuvo el error, según este modo de pensar?

¿En dónde ves estos «errores» que comentás?

Algunos concluyeron que falló la explicación (¡la gente no supo “entender”, por fallas del maestro!). Otros directamente echaron la culpa a los supuestos beneficiados (el pueblo se mostró desagradecido con quien lo benefició). Hubo finalmente, quienes concluyeron que los beneficios, quizás no fueron tantos, ni tan sostenidos. En todos los casos, aquella derrota política quizás nos permita plantear el problema de otro modo: las modalidades de consumo son ya, ellas mismas, explicaciones sobre el mundo, la sociedad y el deseo. Y no hay modo de sustituir estas explicaciones por otras, sin afectar los modos mismos en que se produce y se organiza la experiencia neoliberal del consumo.

Tercera información 

 

Imagen de pensamiento: Deleuze y el cine // Diego Sztulwark

Gilles Deleuze encuentra en el cine un poco tiempo en estado puro. Se puede escapar de la unidimensionalidad televisiva del presente viendo y leyendo las imágenes creadas por los grandes cineastas. El cine introduce el movimiento en la imagen, y en el pensamiento. De ahí el juego que permite ir del cine a la filosofía y de la filosofía al cine. Lo que importa es ese ir y venir.
Con Bergson, Deleuze introduce en el cine la noción de movimiento como acceso a un Todo-Abierto, que se vuelve visible a partir de sus cambios continuos. La exigencia creativa le viene al cine precisamente de ser el arte de la imagen-movimiento, que expresa al todo que muta. Esta búsqueda del tiempo desde el movimiento implica un descubrimiento propiamente cinematográfico del cuerpo tomado en su actividad perceptiva, afectiva y actuante. Y el acceso directo de la imagen al tiempo ofrece un segundo descubrimiento, el cerebro en la pantalla: para lo peor (circuitos hechos de bajeza cerebral, sexo y violencia en la representación) o para lo mejor (nuevos circuitos mentales, en los que el sexo y violencia circulan al nivel de las velocidades del pensamiento).
El discurso del cine remite, para Deleuze, a una materia de signos específica, anterior al lenguaje: bloques de movimiento y duración que surgen de las combinaciones y variantes en el uso de la luz, del espacio y del sonido. Si la imagen cine resulta no solo visible, sino también legible, es porque ya no está atrapada en el presente: ella es, en sí misma, un conjunto de relaciones de tiempo (o de “movimientos aberrantes”). Y su función estética es, precisamente, hacer sensibles, visibles, legibles las relaciones de tiempo irreductibles al presente.
Si el cine involucra desde siempre una política, es por su doble compromiso, siempre renovado, con una industria capitalista de la imagen (que tiende a la unidimensionalidad del tiempo-espectáculo en un presente continuo), y con una liberación de las dimensiones de la imagen, y sus devenires revolucionarios.
Las fuerzas del tiempo se hacen visibles apenas lxs cineastas convierten la luz, el sonido y el espacio en objetos de una creación. En este sentido se dice del cine: es la presión del tiempo sobre el plano. A diferencia del teatro, el cine produce los cuerpos con granos del tiempo. Esa materia granular, virtual, cristalina, apenas si comienza a ser explorada. En ella el pensamiento descubre para sí mismo una nueva imagen, poblada de intersticios, series y disyunciones. La imagen-cine activa una creencia en el mundo como “duraciones coexistentes”.

La ofensiva sensible: una lectura somática de la coyuntura // Amador Fernández-Savater

Foto: Moro Anghileri
Foto: Moro Anghileri

Sobre La ofensiva sensible, Diego Sztulwark (Caja Negra, 2019)

Según su maestro Ignacio Lewkowicz, Diego Sztulwark practica un “modo piojoso” de leer y escribir. ¿En qué consiste? Es una manera de decir lo que uno quiere decir a través de las palabras y el pensamiento de otro. Un contrabando de las intuiciones más propias bajo capa de citas académicas o eruditas convenientemente deformadas. Es el “método” con el que ha sido escrito La ofensiva sensible. El resultado es muy rico, porque regala al lector una gran cantidad de referencias potentes -la “plebe” de Lefort/Maquiavelo, la “forma de vida” de Pierre Hadot, los “saberes del cuerpo” de León Rozitchner, etc.- y a la vez hace pasar sin estridencias un pensamiento original que las retuerce productivamente en el sentido deseado.

Aún así, por alguna razón que no desvela, Diego considera que este “método” es “seguramente insatisfactorio” para dar cuenta “de la exigencia que todo acontecimiento singular impone”. A la espera de una nueva tentativa creadora en el orden del pensamiento y la escritura, vamos a reseñar este libro de un modo “piojoso” también, pero al revés. Si Diego hace pasar sus intuiciones a través de las ideas de otros, nosotros haremos pasar las ideas de Diego a través de algunas palabras e imágenes propias. Un ejercicio de parafraseo. Pero el objetivo es siempre el mismo: mantener las ideas en movimiento, traducirlas y reapropiárnoslas sin fetichismo ni veneración, algo que hemos aprendido en muy buena medida del autor.

 

Batalla somática
Agarramos un hilo posible de lectura piojosa entre otros: la cuestión del cuerpo. El neoliberalismo según Diego Sztulwark no es una cuestión solamente política, económica o ideológica, no tiene que ver exclusivamente con políticas de austeridad, planes de ajuste o fe en el libre mercado, sino también, a la vez, al lado y a través de todo ello, con la producción y reproducción cotidiana de un tipo de cuerpo.

En el corazón de la pelea por conservar o transformar el estado de cosas hay por tanto una dimensión somática fundamental, pero a la que se presta muy poca atención. Hay un límite muy severo en las políticas que no tocan los cuerpos, en las políticas que le dicen a los cuerpos: “no te muevas, no te preocupes, quédate quieto, yo me encargo de dar la pelea por ti”. ¿De qué límite se trata?

Podemos tener a la vez un gobierno anti-neoliberal o pos-neoliberal y una sociedad profundamente neoliberal, cuyos cuerpos y las relaciones que mantienen entre sí y con el mundo están organizados por dispositivos que reproducen un modo de existencia basado en calcular y extraer beneficio de cada encuentro, de cada vínculo, de cada situación, de cada gesto.

El neoliberalismo -noción que el autor considera “insatisfactoria” y sólo útil provisionalmente- no sólo “desciende” del mando político, sino que también “asciende” desde la sociedad al poder a través de los modos de vida. La victoria electoral y el gobierno de Macri -y de otros gobiernos similares- puede entenderse de ese modo como un concentrado, un reflejo, un holograma del triunfo de los modos de vida neoliberales, del cuerpo neoliberal.

 

El cuerpo flexible
A partir de la lectura del libro propongo tres imágenes para contribuir a dar visibilidad e importancia a esa dimensión somática de la transformación social: el cuerpo flexible, el cuerpo agrietado y el cuerpo vagabundo. Son cuerpos en disputa entre las fuerzas en presencia en la coyuntura actual. En medio estarían los agujeros.

El cuerpo flexible es el cuerpo neoliberal, el cuerpo que estamos presionados a darnos a nosotros mismos en tanto que empresarios de sí, gestores de un capital humano que debemos valorizar constantemente, yoes-marca. Es un cuerpo ideal e idealizado de omnipotencia (“sí se puede”), independencia (“yo puedo solo”) y disponibilidad total (“siempre puedo”). Según Diego Sztulwark, esa flexibilidad es en realidad pura docilidad a los dispositivos neoliberales de valorización del mercado. Nada que ver con una plasticidad interesante, una porosidad deseable, una apertura al lado salvaje y desconocido de la vida.

Tres apuntes sobre ese cuerpo neoliberal. En primer lugar, se reproduce a través de todo tipo de dispositivos que funcionan más allá o más acá de la esfera estatal: viajando en Uber, comunicando en Facebook, comprando en el súper, ligando en Tinder, etc. En segundo lugar, se consume más que inventarse. El neoliberalismo propone “modos de vida” ya hechos, listos para “bajarse”, si uno tiene para pagarlos, claro. Cada problema existencial tiene su solución, su receta, su app. Hay una diferencia fundamental entre “modo de vida” (que se consume) y “forma de vida” (que se crea). En tercer lugar, el neoliberalismo es un poder de homologación, de estandarización, de abstracción, nunca de singularización. La única singularización admitida es la “libre elección” de tal o cual perfil en Facebook o en Tinder, de tal o cual producto en el supermercado. Es un error fatal entregarle la palabra “singularidad” al neoliberalismo, que sólo conoce el esfuerzo por distinguirse de las mercancías idénticas.

Por último, el cuerpo flexible neoliberal -que somos cada uno de nosotros- es tan frágil como el cristal. A diferencia de muchos libros de pensamiento crítico, Diego no se regodea en describirnos cómo el neoliberalismo nos tiene atrapados y más atrapados aún cuanto más creemos rechazarlo. No cae en la fascinación del “crimen perfecto” que impregna hoy en día tantas denuncias sofisticadas. Este es un libro estratégico, escrito desde el punto de vista de las resistencias. Porque la crítica no pasa tanto por lo que se dice, como por desde donde se mira.

 

Los agujeros
Describir el neoliberalismo desde el punto de vista de las resistencias pasa por verlo enteramente agujereado. El tejido biopolítico neoliberal -que se presenta como total, pleno, acabado- está en realidad agujereado por todas partes. Tenemos el cuerpo, como dicen los compañeros de Córdoba, hecho un colador.

Una crisis de sentido es un agujero.

Una catástrofe social o ambiental es un agujero.

Una revuelta es un agujero.

Tal vez la afirmación más fuerte de este libro sea la siguiente: sólo es posible ver, pensar y transformar algo a partir de los agujeros. Los “síntomas”, en el lenguaje del autor.

Un enunciado difícil de acoger porque esos agujeros son nuestras heridas. Sólo podemos ver, pensar o transformar algo a partir de heridas íntimas y colectivas, pero eso supone mantenerlas abiertas y duele.

El cuerpo flexible neoliberal, que aspira a la omnipotencia, la independencia y la disponibilidad, es en el fondo frágil como el cristal. Con seguridad más frágil que otros formas de subjetivación dominantes en el pasado. El yo neoliberal se presenta como un conquistador, pero está siempre al borde de la depresión, a punto de venirse abajo, a un par de crisis de convertirse en un payaso como el Jóker.

¿Qué vamos a hacer con nuestro cuerpo agujereado? Esta pregunta es una encrucijada crucial en el libro. ¿Vamos a darnos desde ahí un cuerpo nuevo o vamos a dejarnos ganar por el miedo, a tratar de recobrar la normalidad, a cerrar como podamos los agujeros?

La época, y cada uno de nosotros, recorre esa cuerda floja.

 

El cuerpo agrietado
Empecemos por la segunda opción: el cuerpo agrietado(1). El cuerpo agrietado es un cuerpo agujereado pero que se ha quedado sin recursos -fuerzas propias, redes, alianzas- para darse un cuerpo nuevo, para efectuar transformaciones. Puede ser un cuerpo individual o colectivo, un sujeto o una sociedad, no hay diferencia.

Este cuerpo ya no es el cuerpo flexible neoliberal -triunfador, energético, optimista-, pero no inventa tampoco forma de vida. Está paralizado, muerto de miedo.

Es un cuerpo (que se percibe) de cristal, a punto de estallar en mil pedazos al más mínimo contacto. Huye como de la peste de cualquier encuentro que le ponga a prueba, de cualquier encuentro con algo que no entiende ni domina. Sólo quiere repetir las escenas conocidas, donde sabe desenvolverse, donde sus grietas no se ven desde el exterior.

Se defiende de los agujeros al menos de tres maneras:

-recurriendo a todo tipo de prótesis. La prótesis es la manera de aparentar normalidad cuando ya no existe, cuando todo vacila o se derrumba. Es un dispositivo de orden en el desorden, de equilibrio en el desequilibrio, de control en el caos. Diego enumera: “Tinelli, porno, timba, series, evangelismo, fútbol”. Podríamos añadir: terapias, pastillas, mindfulness… En realidad cualquier cosa puede ser una prótesis, también la militancia política, porque no la configura como tal su consistencia objetiva, sino agarrarnos a ella como un estabilizador, un reparador de sentido, una máscara sin juego.

-la retirada o la ausencia, todas las formas de “desaparición de sí” que describe el libro del mismo nombre de David Le Breton, es decir, todos los modos de desaparecer del mundo y desertar de los afectos, todas las formas de anestesia e insensibilización. Es el Jóker cuando después de sufrir varios tropiezos un día cualquiera, llega por fin a casa, saca cuidadosamente todos los productos del congelador y se mete dentro.

-la victimización, la búsqueda de un culpable de lo que me pasa, la idea de que puedo cerrar el agujero de la crisis localizando y neutralizando a un enemigo, a un chivo expiatorio cuyo sacrificio nos devolverá a la normalidad: mujeres demasiado empoderadas, migrantes, jóvenes de las periferias, etc. Hay que pensar por ahí la capacidad inédita de la derecha actual para provocar daño con sus políticas de depredación y a la vez canalizar el malestar -incluso la protesta- contra ese daño.

El cuerpo agrietado gira hoy a derecha por todas partes, pero no se trata de interpelarlo desde la izquierda, de prometer desde la izquierda una protección real que la derecha sólo fingiría dar, como piensa el populismo de izquierda, sino de salir de él, de salir de nuestra condición victimizada y espectadora, siempre a la espera de algo o alguien que -sin tocar nuestro cuerpo, mediante la delegación y la representación- nos salve de los peligros que nos acechan.

 

El cuerpo vagabundo
La activista brasileña Alana Moraes llama la atención (2) sobre lo siguiente: Bolsonaro ganó las elecciones de 2018 con un campaña dirigida contra los vagabundos. Los vagabundos son en primer lugar los sin techo, sobre los que sectores de la policía quieren tener derecho de disparar impunemente, pero no sólo. Vagabundos son también los indígenas, los negros, las mujeres que se mueven de su lugar, los profesores que enseñan “lo que no deben”… Es decir, cualquiera que no encaje o cuestione la norma de productividad total.

Es vagabundo todo lo que se cuela, todo lo que se escapa, todo lo que se escurre por los agujeros. Todas las formas de vida heterogéneas en algún punto a la norma de productividad total. Todos los otros modos de relacionarse consigo mismo (no como empresario de sí), con los demás (no como obstáculos o competidores) y con el mundo (no como territorio de depredación). Lo vagabundo no evita los agujeros, sino que los atraviesa y pasa, seguramente no a otra dimensión, pero sí a otro plano de percepción.

El vagabundo deserta. El desertor fue la figura subversiva por excelencia de la sociedad disciplinaria: lo que se fugaba del molde principal de todas las disciplinas, el ejército. Lo que se escapaba de la “movilización total” de la sociedad por la guerra. Fueron desertores los judíos, los homosexuales, los gitanos… Pero cuando el capital asume su forma neoliberal, la vida es de nuevo movilizada. Ahora por la guerra económica. Cada aspecto y cada momento de la existencia es susceptible de generar valor, ese es el capitalismo depredador contemporáneo. Lo vagabundo que Bolsonaro quiere eliminar es lo que deserta de la productividad total, de la guerra y el fascismo posmoderno.

Podemos aprender mucho de esos cuerpos vagabundos si nos ponemos a la escucha: es una invitación apremiante de este libro. Aprender y contagiarnos de esas “subjetividades de la crisis” o “subjetividades plebeyas” que saben hacer sin garantías, hacer con poco, habitar la incertidumbre. El fascismo neoliberal -el fascismo como prótesis del cuerpo agrietado- no quiere eliminar los cuerpos vagabundos porque sí, porque sean débiles, como a veces se dice de las mujeres, de los migrantes o de los pobres. Todo lo contrario: los quiere eliminar porque son fuertes en su vulnerabilidad asumida, porque pelean e inventan formas de vida en medio de arenas movedizas.

Jack Kerouac, que vagabundeó mucho él mismo, tiene páginas hermosas sobre los vagabundos norteamericanos: sin idealizarlos, nunca los mira simplemente como figuras desgraciadas de la carencia y falta. Hay un “orgullo” del vagabundo, dice Kerouac, hay un deseo y una pulsión por el vagabundeo. Es el orgullo de una forma de vida soberana, en el sentido de que no recibe su valor de otra parte, sino que crea valor desde sí misma y sobre la marcha, on the road.

Ese es el orgullo que los pone en el punto de vista de los fascismos que emergen hoy. Precisamente quien no se deja sacrificar, quien no quiere sacrificar su vida en el altar de la patria-empresa, se vuelve sacrificable por otros. Es el “parásito”, el “enemigo”, cuya eliminación traerá supuestamente de nuevo la prosperidad y la normalidad.

Vagabundo es una falla en la identificación completa entre vida y capital que pretende el neoliberalismo. Es cualquiera de nosotros cuando elabora una crisis de sentido en términos de una transformación de las formas de vida.

 

Resensibilizar el cuerpo agrietado
Una esperanza para nuestro cuerpo agrietado: los movimientos.

Es muy pobre entender los movimientos simplemente desde la sociología política, como “movimientos sociales” o incluso como “contrapoderes”. Si el corazón de la disputa política es nuestro cuerpo, ¿qué efectos tienen sobre ellos los movimientos? Efectos de resensibilización nos dice este libro, en la estela de Franco Berardi (Bifo) o de Rita Segato. ¿Qué quiere decir esto?

Un movimiento es lo que nos permite sanar nuestro cuerpo agrietado sin recurrir a prótesis estabilizadoras, sin anestesiarnos o borrarnos del mapa, sin entregarnos a la rabia reactiva que busca culpables de nuestro malestar. Sanar aquí es justamente lo contrario de reparar, de negar y parchear los agujeros. Es ganar en plasticidad. Es saber hacer con el no saber. Es hacer de la crisis una palanca para la transformación íntima y social.

Allí donde hay miedo, resentimiento o rabia reactiva, un movimiento puede injertar en el cuerpo individual y colectivo un gusto, un deseo, una apertura y una disponibilidad al encuentro, al movimiento, al pensamiento, a la creación. Allí donde el otro se nos presenta como aquello que amenaza nuestro cuerpo frágil y agrietado, un movimiento puede traer empatía, solidaridad, confianza en que la única salvación posible pasa justamente por el contacto, por entrar en contacto.

Leo este libro desde Europa que ahora mismo me aparece como un gran cuerpo agrietado. Que rechaza por ejemplo a los migrantes que podrían ser -y de hecho son ya, a muchos niveles- un factor de rejuvenecimiento, de enriquecimiento y de revitalización del cuerpo agrietado.

A izquierda y derecha, todos los discursos políticos interpelan al cuerpo-víctima, al cuerpo sufriente, al cuerpo agrietado que pide protección y seguridad. Con diferentes significados, todos los discursos políticos ofrecen prótesis y señalan a algún chivo expiatorio culpable de nuestros agujeros (los migrantes, la élite política, los dos). La derecha es muy eficaz en este discurso, cierta izquierda babea de envidia y coquetea incluso con el racismo y la xenofobia para parecerse a ella.

Los movimientos abren otros caminos, por fuera de esas alternativas infernales. Afirman y despliegan potencias que no son sólo de protección vertical y de tutela, sino de bifurcación cultural, existencial. No simplemente contener con parches la crisis civilizatoria, sino hacer palanca en ella para girarla hacia una mutación civilizatoria. No sólo volver a la normalidad, sino crear nuevas formas de vida. No sólo tapar los agujeros sino mirar, pensar y crear a partir de ellos. Ensanchar las grietas.

En estos movimientos encontramos alianzas entre cuerpos agrietados -que se desagrietan por el camino, pasando de víctimas a afectados- y cuerpos vagabundos a la búsqueda de otras formas de vida. Es mi percepción de los chalecos amarillos franceses por ejemplo. Pero no esperemos ninguna pureza o coherencia en estos movimientos, porque la materia con la que trabajan es el malestar y la energía que elaboran sale de sus heridas, no de la ideología, la conciencia, un programa o un modelo alternativo de de sociedad. ¿Cuanta impureza podemos sostener?

Son movimientos vagabundos ellos mismos porque no saben adónde van, adónde vamos, a diferencia seguramente de otros tiempos cuando existía, fuese contestado o no, una alternativa social como la ofrecida por la URSS. Politizaciones impuras en los que se trata principalmente de estar, implicado, en contacto, a la escucha, aprendiendo, transformándose. Y a cuya lenta construcción de otro vocabulario, de otras formas de acción y de otras imágenes de cambio quiere contribuir este pequeño gran libro de Diego Sztulwark.

Intervención en la presentación de La ofensiva sensible en la librería La casa del árbol de Buenos Aires el jueves 5 de diciembre junto con Diego Genoud, Lila Feldman y Diego Sztulwark.

 

(1) Sobre esta figura del cuerpo agrietado, puede leerse algo más en Introducción a la guerra civil de Tiqqun.

(2) Por ejemplo aquí: http://www.ihu.unisinos.br/159-noticias/entrevistas/583308-a-polarizacao-politica-as-paixoes-da-sociedade-e-a-disputa-pelos-rumos-do-neoliberalismo-entrevista-especial-com-alana-moraes

Exhibición no es subversión // Diego Sztulwark

Los resultados de los enormes pronunciamientos públicos en elecciones y plebiscitos de los últimos días en Bolivia, Chile y EE.UU. dan un respiro ante el crecimiento -en extensión y en intensidad- de un fascismo en plural, que no se explica solo por la expansión de un fenómeno ideológico, sino por la convergencia de varias lógicas concurrentes de aseguramiento posesivo (la correlación entre la narrativa a lo Berni, conjugada con presión por asegurar la privatización de la tierra; o la presencia de “libertarios” de ultraderecha que tienen amenazada la libertad por los protocolos de cuidados públicos, serían ejemplos bien “nuestros”). La discusión sobre estos fascismos ha dado lugar a la percepción de un escenario reactivo, en el que estas “nuevas” derechas en ascenso se adueñan de una agresividad expresiva, de una desinhibición extrema, y en última instancia, de una gestualidad transgresora que las izquierdas fueron perdiendo, encajonadas en una defensiva que las vuelve representantes de los discursos de la sensatez, o que directamente las subordina a una moral mojigata, una distensión muscular que les impide actuar con vigor, y una dependencia de los discursos de la legalidad y de la razón científica que cristalizan en una posición impotente y pacata de simples custodios de lo políticamente correcto. Sin dudas, el desenfado del discurso del odio en la redes sociales y en los territorios trabaja en este sentido. El libro Las revueltas del odio. Gestos, escrituras y políticas, que reúne un ensayo de Gabriel Giorgi y otro de Ana Kiffer (Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2020), aporta al respecto una nueva lucidez analítica considerando los casos de Argentina y Brasil (con interesantes reflexiones sobre la relación entre pasiones y escrituras digitales). Mi pregunta sería la siguiente: ¿No concedemos demasiado cuando otorgamos a la derecha una capacidad disruptiva e innovadora, que los movimientos en general habrían perdido, o bien solo podrían recuperar abrevando en el afecto de un odio comparable? Es cierto que la crisis del orden, cuando es crisis vista desde arriba, tiende a resolverse por la vía de la movilización del odio. Pero no lo es menos que este odio está vinculado al miedo. Un miedo justificado por el riesgo de perderlo todo. Siempre habrá unos “otrxs” a quienes temer y odiar, contra quienes reaccionar a fin de asegurar el orden. Pero este odio no es desacato, sino aferramiento elemental. De allí la insistencia de la pregunta: ¿es realmente cuestionador ese odio? Cuando percibimos un puro odio, sin inscripción en políticas de aseguramiento -ese odio desligado del que alguna vez escribió Santiago López Petit-, estamos ante un afecto libre, susceptible de actuar como fuerza crítica o subversiva. Es exactamente lo que no sucede con estas ultraderechas. Más que subvertir el llamado “pacto democrático” (expresión esta que muestra suficientemente bien la triste concepción que la democracia se ha hecho de sí misma), la violencia de los fascismos actuales es re-aseguradora de pactos más oscuros, fundados en la propiedad concentrada y en jerarquías sociales duras, que preceden y subyacen inmodificables a la conformación misma de estas democracias. Solo los movimientos populares más radicales se han atrevido y se atreven a cuestionar este inconsciente colonial por debajo de las constituciones y los discursos edificantes. Y es más bien contra este cuestionamiento igualitario que se alza la desenfadada defensa de estos presupuestos del llamado “pacto democrático”. De ahí las memorias que el odio actual prolonga respecto de las dictaduras y los colonialismos. Los fascismos no son cuestionadores, salvo de lo “políticamente correcto”. Son más bien aseguradores de las jerarquías de fondo sobre las que esas, nuestras democracias, se fundan. Su indigno coraje consiste en admitir y defender como razonable lo que hasta ahora solo los movimientos populares denunciaban como injusticia: aquello que los discursos progresistas solo nombran con palabras de impotencia, porque son incapaces de descender a la dimensión de guerra real en que se reproducen. Las llamadas “nuevas derechas” revelan lo que ya sabíamos: que tras la fachada de la democracia liberal rige una guerra acentuada. Su lección se dirige a demostrar la impotencia transformativa en que ha caído el campo de las izquierdas. Gabriel Giorgi escribe que “el trabajo fundamental del odio” apunta a “regular y disciplinar el espacio público, el terreno en el que se define lo público en democracia”, el escenario en el que se deciden las igualdades tolerables. En la medida en que las derechas canalizan y modulan, expresan y exacerban el odio y el miedo en un sentido desigualitario, más que transgresoras resultan exhibicionistas. Su tarea es la de exponer a la vista de todos la violencia de un orden racial, sexista y clasista. De asistir la dinámica que asegura la máquina social neoliberal. No vienen a imponer nada nuevo, sino a reforzar y a resguardar. No inventan criterios, sino modos de publicidad y comunicación. Su propósito declarado es intensificar el orden, ampliando su capacidad de hacerse oír, de actuar. Desplazando la legitimidad del uso vertical de la violencia. Aseguran, no cuestionan. Exhiben, no subvierten. Razón por la cual, si se desea derrotar a estos populismos de derechas -como les llaman-, se trata menos de hacer una defensa de la democracia, y más de un profundo cuestionamiento (lo que Gabriel Giorgi llama “contraofensiva”, escrituras desde el odio, pero de un odio en tanto que pasión política que crea zonas compartibles, y Ana Kiffer propone como una contraefectuación no asesina del odio). Cuestionar la democracia por su incapacidad de revertir desigualdades. Cuestionarla porque ella no se atreve a revisar las conexiones entre orden objetivo y deseos fascistas que se incuban en sus sótanos Cuestionarla en sus supuestos desigualitarios, sobre los cuales se reproduce y crece este inconsciente reaccionario.

León Rozitchner lector // Diego Sztulwark

“El coraje de la recreación es la verdadera valentía que se abre en la palabra intensiva: animarnos a retomar como punto de partida lo que quizás más nos haya dolido o más hayamos gozado”
I. Leer como práctica de conocimiento de sí
León Rozitchner solía repetir a Simón Rodríguez, para quien la lectura era una actividad de orden anímico y transtemporal: no se lee sin investir signos objetivados. No se descifran escrituras pasadas sin vivificarlas a partir de nuestras propias experiencias, que es lo único con lo que contamos a la hora de despabilar palabras y frases para encontrar en ellas una vida solapada.
 
Toda lectura pone en juego una dimensión de auto-conocimiento. No sabemos qué podemos, en tanto lectores, hasta que no nos vemos impelidos a entrar en contacto con el esfuerzo de escritura que otrx hizo en otro tiempo y que ahora, deseosos de constituir un sentido, debemos realizar nosotros. No podremos enterarnos de la riqueza que envuelve el jeroglífico hasta que no le comuniquemos una riqueza que nos es propia y que no siempre advertimos de antemano.
La lectura es una práctica de autoconocimiento también por otra razón: sólo la confrontación cuerpo a cuerpo con la positividad del texto hará emerger la propia subjetividad lectora; las operaciones de selección y asociación que la intensión nos demanda para conferirle una significación. Leer implica, en definitiva, un esfuerzo proporcional al invertido en la escritura del texto en cuestión.
II. Con el sudor de tu frente
 Se trata de una operación a dos puntas. Por un lado, se penetra en la coherencia del texto, se busca acceder a una subjetividad, constituir una empatía, conferirle una vida a partir de la propia. Y, por otro, se lo confronta, tratando de comprender a fondo la trampa que esa coherencia –que hay que descubrir– encubre. Lo que interesa de una subjetividad –en esto Rozitchner se asemeja al Nietzsche de Ecce Homo– es la oportunidad que brinda para pensar a fondo una trampa que nos concierne (el “obstáculo”), y proviene directamente del modo en que los poderes actúan en nosotros; una presencia amenazante que advertimos como señal de angustia cada vez que transgredimos ciertos límites que –lo sabemos, porque se nos lo anuncia desde el vamos– se castiga con la muerte.
 
Y si interesa es porque las prácticas –la analítica, la política, la literaria, la filosófica– son campos de operaciones con relación a dicho obstáculo. Lo que cuenta en ellas es la materialización de un deseo celebratorio de las estrategias que permiten superar, componiendo nuevas fuerzas, la presencia paralizante del terror.
Es bajo esta condición que la lectura se vuelve una ocupación meticulosa, que lleva mucho tiempo. Una actividad “de chinos” (o de “judíos”); una labor artesanal que se realiza concepto por concepto. Se lee como se trabaja en una “cantera”. No es posible leerlo todo. La lectura no es, para Rozitchner, una actividad erudita. Si ya cuesta mucho encontrar qué leer, el verdadero trabajo no comienza del todo hasta que no se da con algo significativo en lo que se lee.
III. A la búsqueda del síntoma
Ricardo Piglia señala este carácter “sintomático” de la lectura en Rozitchner, empeñado en el fragmento, en la búsqueda de un “punto ciego”, irresuelto o nunca continuado, a fin de prolongarlo o replantearlo. Esos síntomas, por otra parte, tienen un valor inmediato cuando se los encuentra en autores que han penetrado como pocos en su propia subjetividad para extraer de allí nuevas relaciones con las cosas del mundo. No hay un método establecido para dar con ellos (Scheler, Freud, Agustín, Marx, Perón): se trata de algo intuitivo, se nos dice. Pero a la larga se los reconoce en que sólo con ellos uno puede “apasionarse”. Sus textos van al fundamento y en esa medida desafían al lector a hacer lo propio, abriéndose allí –en el contraste entre formas diferentes de concebir el fundamento subjetivo– un grandioso “enfrentamiento”.
El propio Rozitchner nos lo ejemplifica leyendo a Descartes a partir de una revelación equívoca en la que el padre del cogito afirma que su madre había muerto mientras él nacía, cuando en realidad él tenía en torno a un año cuando ella murió. Para León “ahí está todo”. Pero ¿qué es ese “todo”?: es la repercusión subjetiva de un corte brutal que afecta al pensar y que Rozitchner va a tomarse completamente en serio para postular una distancia del pensador Descartes –una distancia interna en el propio pensamiento– respecto a su ser materia afectiva. Es ese corte el que permitiría explicar, en términos de su acceso subjetivo a la razón, el origen de un modo de pensar la materia como mero objeto de análisis y medida. Cuando Descartes escribe sobre la primera idea que tiene el “yo pienso”, se refiere no a una engendrada por su existencia afectivo-corpórea, sino a la que colocó en él un dios creador, como dejando en nosotros, sus criaturas, una huella de la perfección que el pensador recupera en el nivel de la percepción intelectual pura. Es esta denegación de la materia afectiva (y con ello de la natura spinoziana) en los orígenes mismos de la modernidad burguesa lo que le permitirá establecer los decisivos vínculos que unen cristianismo y racionalismo (es el proyecto de Rozitchner en La cosa y la cruz); el proyecto teológico, el científico y el del capital poseen un mismo fondo común, sin el cual no es posible comprender la efiacia del complejo de dominación patriarcal que el ateísmo estándar, el universitario, no sabe leer. O mejor: no sabe cómo leerlo al modo político en que lo leía León Rozitchner, activando un cuerpo en filigrana contra los filósofos de academia (como él mismo lo explica en su artículo “Justificado para no ir al congreso de filosofía”) convocados por el gobernador Gioja, de San Juan.
IV. Refutar para comprender
León Rozitchner lector es inseparable de una escena de confrontación vinculada a la escritura. Se lee a un adversario al que se respeta (o admira) y al cual se desea desafiar en su coherencia última. No es una enemistad lo que se funda: juntos podrían conversar sobre la diferencia subjetiva irreductible que ambos encarnan. Lo difícil es lograr esa proximidad necesaria –empatía incluso íntima sin la cual el desafío no se concretaría– al borde mismo de una hostilidad sin acuerdo posible.
La posición es política y analítica: enfrentarse al otro para que diga lo suyo, como condición para poder decir lo propio; todo un meticuloso arte de la escucha y de la sensibilidad, para llegar a captar lo que de la verdad del otro resuena en la propia. Confrontación atrevida que no pone en juego la afectividad del otro sino para descubrir, suspicaz, el modo en que su racionalidad escamotea un sometimiento que, sin embargo, sostiene su propia subjetividad. Es esta historia de confrontaciones con el obstáculo –la presencia en el propio sujeto de signos de la dominación política– lo que interesa, porque es penetrando en ella que se comprenderán los misterios del sometimiento, y se les contrapondrán –de eso se trata– elaboraciones de un saber rebelde como parte de la experiencia de constitución un contrapoder histórico.
En articulación con la escritura, la lectura se transforma en un dispositivo analítico-crítico inmanente al acto bélico implicado en cualquier resistencia; presente en todo deseo de liberación.
Radicalizada por la escritura, la actividad de la lectura abre al plano de constitución de las subjetividades, a la condensación de los imaginarios. Porque es recién en la escritura que el desafío de la lectura se resuelve en hallazgo pleno de la propia subjetividad como lugar de “elaboración de verdades históricas”, como solía decir. Y este descubrimiento es doble: León Rozitchner era egiptólogo al empeñarse en descifrar signos de raigambre mitológica, y en hallar en ellas las determinaciones estructurantes tanto de la psiquis individual, como de las determinaciones subjetivas de las coyunturas histórico-políticas. Para él, ambas iban juntas.
Y este “van juntas” es ya una rebelión contra todo lo que mantiene separado lo objetivo respecto de lo subjetivo, y lo material respecto de lo espiritual. Todo el problema es, en cierto modo, cómo zafar de ese corte que interrumpe la prolongación deseada que va de lo subjetivo a lo objetivo y de lo individual a lo histórico. De ahí que el Materialismo ensoñado, última obra de León Rozitchner, sea una filosofía práctica de la conjunción. Y el problema de la lectura sea el de cómo acceder a esta no separación, venciendo sobre la teoría del sentido de los poderes (cristiano-burgueses) que obstaculizan (introducen una distancia subjetiva en nosotros mismos y objetiva respecto de las riquezas del mundo) este tránsito inmanente.
León Rozitchner esperaba que un día, cuando la ciencia progresase lo suficiente –en el buen sentido, es decir, aquel no “progresivista”–, los grandes libros deberían adjuntar una biografía de sus autores: no un retrato escolar, sino una narración del modo en que cada uno de ellos había vivido su intento de realizar este tránsito.
V. Contrera sí, gorila no
 Leer es hacer política, lo que en la Argentina de su tiempo equivalía a leer a Perón y al peronismo. Horacio González disfrutaba en alguno de sus textos de imaginar a Rozitchner “deviniendo” Perón en la escritura. Con menos humor y comprensión se ha vuelto un tópico identificar a León Rozitchner con el antiperonismo. Esto no es cierto. Como decía David Viñas, ellos –la generación Contorno– nunca fueron gorilas, siempre fueron “contreras”, que no es lo mismo. León Rozitchner puso la atención en el amor entre Perón y los trabajadores argentinos. ¿Qué clase de amor es ese? ¿Qué arma y qué desarma? ¿Cómo ese amor dispuso a los trabajadores para esa guerra que es la lucha de clases? No es posible leer la política como guerra sin hacerse a fondo estas preguntas.
VI. ¿Qué hacer con León Rozitchner?
Piglia se interesaba también por el Rozitchner escritor. En sus conversaciones León se lamentaba frente al hecho de que en filosofía no sea posible adoptar una posición marginal en la escritura. No al menos de un modo tan fluido como en literatura. Objetaba, a fin de cuentas, la dureza de la frontera entre ambos campos. Piglia, en cambio, parecía inclinarse a reconocer en Rozitchner un derecho al margen conquistado políticamente en la reivindicación de la condición periférica del campo cultural en que se reconocía.
 
¿Cómo leer a León Rozitchner? Piglia me dice que espera de las generaciones venideras que sean capaces de leerlo con la misma penetración y contundencia refutativa con la que él se había  devorado a los autores con los que se metía (una larga lista –además de los ya citados–: de Del Barco a Althusser, de Simón Rodríguez a Descartes, de Marx a Heidegger, a Hegel a Derrida, de Spinoza a Lacan, de Deleuze a Levinas, de Eggers Lan a Clausewitz).
No creo que estemos en condiciones de refutar a León Rozitchner. No al menos en lo inmediato. Sobre todo porque un nuevo encuentro con su obra, diferente al modo en que fue leído por ejemplo en los años setentas y ochentas, está recién en curso, e impone operaciones de apropiación distintas a las que él mismo aplicó a sus descuartizados.
León Rozitchner significa en sí mismo, aquí y ahora –al menos para algunos de nosotros– un argumento de resistencia a la atmósfera de denigración subjetiva, despótica y neoliberal, que desautoriza a cada quien a tomar la palabra sin otro respaldo que su propia subjetividad. Este clima se reproduce de modo específico en el ámbito llamado intelectual. En este contexto, poner a disposición su obra como pensador argentino-universal sigue siendo un modo muy concreto y efectivo de intervención política.
Leer a Rozitchner tal vez suponga más una operación de actualización de muchos de sus problemas que de refutación de sus posiciones. Sobre todo de aquellos problemas que se planteaban en sus combates de manera programática, y que hoy constituyen su mayor vigencia: me refiero a la cuestión de los afectos en el campo político y subjetivo, en particular el de los afectos del terror y del amor.
¿Mantiene vigencia su reflexión sobre el terror, generalmente vinculada a las dictaduras y a la guerra? ¿Vale la pena, realmente, insistir en ellas para iluminar plenamente el momento actual, dominado por modalidades propiamente neoliberales de estabilizar y conducir las subjetividades? Pienso que sí, aún si para continuar esas investigaciones haya que profundizar sobre los modos en que se difunde actualmente el terror en nuestras sociedades, a través de la multiplicación de todo tipo de fronteras. Para Rozitchner el terror militar sobrevive en la concentración de la propiedad privada y en las operaciones destinadas a conservar este estado de cosas. Lo que hoy llamamos el gobierno –o la dictadura– de las finanzas. En este aspecto, la tesis sobre el vínculo entre los efectos sociales del terror militar y la incapacidad de la política de avanzar sobre esa concentración mantiene una vigencia pavorosa.
La segunda cuestión, referida al amor, fue planteada por León Rozitchner en polémica con el filósofo cristiano Eggers Lan: ¿hasta qué punto es compatible el amor de Cristo con el amor que se recrea en la lucha de los movimientos sociales contra las distintas formas de opresión? “El Papa ama a todos –escribió un flamante Francisco en 2013–, ricos y pobres, pero tiene la obligación, en nombre de Cristo, de recordar que los ricos deben ayudar a los pobres, respetarlos, promocionarlos”. Si la vocación transformadora del Movimiento de sacerdotes por el tercer mundo de los años setentas podía abrir un espacio común, la actual restauración mediática de un conservador “amor a los pobres” pone las cosas en otros términos y actualiza, de un modo tal vez inesperado, las posiciones que asumía Rozitchner ya a comienzos de los sesentas. La irreductibilidad de este amor con el amor en Marx alumbra un fundamento diferente que parte de la inmanencia radical de las luchas y la resistencia tal y como en ella se afirma la potencia amorosa de los cuerpos. La misma idea se encuentra en la tesis IV de Sobre el concepto de historia de Walter Benjamin.
 
* * *
León Rozitchner decía que había aprendido a leer en Paris, en las clases de Paul Ricouer –un cristiano no marxista con el que leía renglón a renglón los Manuscritos de Marx de 1844. Su vida intelectual fue un intensísimo ejercicio por extraer todas las consecuencias posibles de ese aprendizaje

El presente salió editado en noviembre de 2015 en la revista digital Nuevos Trapos texto retoma la conversación sostenida por León Rozitchner y Ricardo Piglia en uno de los capítulos de la serie “León Rozitchner, es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa”. Para ver el capítulo en cuestión cliquear aquí: https://www.youtube.com/watch?v=oktOFC8Cou4

Gustavo Rearte y el origen de la Tendencia revolucionaria del peronismo // Diego Sztulwark

Hace algo más de medio siglo, se creaba la primera Tendencia del peronismo revolucionario de la mano del dirigente Gustavo Rearte. Un libro reciente, La patria socialista (Ediciones en Lucha, Buenos Aires, 2020), creado por militantes de ese movimiento -Eduardo Gurucharri, Jorge Pérez, Edgardo “Cambá” Fontana y la fallecida Sara Alfaro-, reúne por primera vez valiosos documentos y testimonios de la corriente que bregó durante una década y media por la unión de la estrategia armada, la lucha de masas y la organización político-ideológica.

La corriente fundada por Rearte tomó nombres y senderos distintos desde el lanzamiento del MRP -el 5 de agosto de 1964-, pasando por la JRP y su sucesor el MR17, el FRP y la fusión de los dos últimos en el FR17, previo a la derrota bajo la última dictadura.

Creado a instancias de un Perón exiliado en Madrid, a través del financista Héctor Villalón, y sometido a los vaivenes de sus disputas con el neoperonismo liderado por el dirigente sindical Augusto Vandor, el MRP surge con la intención de agrupar a la militancia combativa del peronismo en una única organización, con el propósito inmediato de dinamizar el retorno del líder, a cargo por entonces de las estructuras sindicales burocratizadas. Muy pronto, la Juventud Revolucionaria Peronista siguió su camino y, como otras vertientes de la militancia, recibió la influencia de la Revolución Cubana. Rearte viajó a la isla en 1966, al tiempo que consolidó su afinidad con la Acción Revolucionaria Peronista (ARP) de John William Cooke. Mientras, colaboraba con el entonces nuevo delegado de Perón, el mítico mayor Bernardo Alberte, quien perdería en abril de 1968 la jefatura táctica del movimiento, por haberse recostado sobre su ala revolucionaria. Eduardo Gurucharri publicó, en 2001, Un militar entre obreros y guerrilleros, una biografía política de Alberte que incluye su correspondencia con Perón. 

Luego de los estallidos populares de 1969, la organización de Rearte pasó a denominarse Movimiento Revolucionario 17 de Octubre. El intento de constituir una organización nacional que articulase la lucha armada con la lucha de masas es argumentado en el texto de Rearte  “Violencia y tarea principal”.

Rearte, de sólida implantación territorial en el peronismo de La Matanza, y otros notables referentes de la resistencia peronista como Jorge Di Pascuale “vieron con aprensión y a despecho del optimismo predominante, el primer retorno de Perón al país”, en noviembre de 1972. Unos meses después, en julio de 1973, fallece Rearte con apenas 40 años. El MR17, la organización heredera tras la muerte de su líder, apoyó la candidatura de Perón, reprobó públicamente el atentado contra el secretario general de la CGT, José Rucci, y el asalto del ERP al cuartel de Azul, condenó la acción de la ultraderecha peronista y desistió de participar del acto del 1ro. de Mayo de 1974, en desacuerdo con el rumbo del gobierno.

Luego, el MR17 impulsó la unificación de los sectores del peronismo revolucionario afines al suyo. En mayo de 1975, concretó la fusión con el Frente Revolucionario Peronista de Armando Jaime y Juan Carlos Arroyo. El FR17 llamó a la resistencia popular contra el gobierno de Martínez de Perón y el golpismo militar.  En lo ideológico, reivindicó su adhesión al marxismo como teoría de análisis de la realidad.

El congreso clandestino del peronismo revolucionario, convocado por la JRP, del cual surgió la Tendencia, se realizó el 17 (en FOETRA) y el 18 (en el sindicato de Farmacia) de agosto de 1968. El texto del llamamiento corrió por cuenta de Rearte. Este proponía la inminente unidad de las organizaciones peronistas dispuestas a asumir una estrategia revolucionaria de la lucha armada, apegada a la lucha de masas. Dirigentes clave como Jorge Di Pascuale (del gremio de farmacia y de la CGT de los Argentinos), Juan García Elorrio (director de la revista Cristianismo y Revolución), Alicia Eguren y John W. Cooke (de la ARP) y el mayor Alberte se sumaron a los preparativos. Una de las consecuencias inmediatas del encuentro fue la publicación del mensuario Con Todo. Su primer número salió con una hoja suplementaria, escrita de urgencia por Alicia Eguren, anunciando el fallecimiento de Cooke, el 19 de septiembre de 1968, el mismo día en que resultaba abortado el intento guerrillero de las FAP en Taco Ralo, Tucumán, menos de un año después de la caída del Che en Bolivia. 

En agosto de 1967, se había celebrado en La Habana la Conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS). Aquel encuentro se proponía apoyar activamente las luchas contra las dictaduras proimperialistas de América, y nombró como presidente honorario al Che, ya instalado en Bolivia. La delegación argentina de siete miembros, presidida por Cooke, tuvo una fuerte representación del peronismo revolucionario, cuyos principales dirigentes -entre ellos Cooke y Rearte- dieron a Guevara garantías de apoyo en caso que llegase a la frontera argentina.

La tendencia revolucionaria del peronismo fue la corriente que con mayor intensidad registra, en la Argentina, el doble proceso de una revolución democrático-burguesa o de “liberación nacional” interrumpida (peronismo), y una naciente revolución de proyección continental (la Cubana). Entre Madrid y La Habana, entre Perón y Guevara, se gestó una sensibilidad específica, de nítida presencia en la correspondencia entre Perón y Cooke, contra la que reaccionó la derecha peronista y la burocracia sindical, primero, y luego el Plan Cóndor, dimensión regional de la doctrina de seguridad nacional. 

Entre los textos preparatorios del Congreso del MR17, en octubre de 1974, la corriente de Rearte expone su balance de la derrota en Bolivia y realiza una crítica explícita a la doctrina foquista de Guevara. Si el Che acertaba en desarrollar la lucha armada y oponerse al pacifismo de los partidos comunistas, erraba sin embargo al reducir la lucha armada al foco rural: “La experiencia demostró que la mera instalación de un foco guerrillero no aseguraba el desarrollo de condiciones subjetivas” de la revolución. El grupo de Rearte insistía en su camino de vincular la estrategia armada con la lucha ideológica y la organización política, con el trabajo entre las masas, en particular obreras, y prestaba particular atención a las diferencias específicas entre distintas regiones del continente.

Respiración Umbral: virus y literatura // Conferencia virtual con Franco ‘Bifo’ Berardi

LA CRIATURA 2020 – CUMBRE PERFORMATIVA – FASE #1

Sobre la “Interrupción” (notas para una conversación mantenida el 26-6-20 en la APPG) // Diego Sztulwark

Es imposible, al menos para mí, pasar por alto la coincidencia de que este encuentro se realiza un 26 de junio. Hace 18 años se producía la masacre de Avellaneda, en la que fueron asesinados Maximiliano Kosteki y Darío Santillán -ambos militantes de la Coordinadora de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón-. Como sabemos, la matanza fue planificada por el poder político del Estado en respuesta a las demandas de normalización política provenientes del poder económico. No es mi intención, ahora, hacer el análisis de las graves implicancias políticas que este episodio tuvo en la coyuntura política, cuestión muy bien abordada por  Mariano Pacheco en Desde abajo y a la izquierda (Editorial Las cuarenta, 2019). Más bien pretendo extraer alguna orientación de esta coincidencia para nuestro encuentro de hoy.

 

El filósofo Henri Bergson afirma que hay que instalarse de un golpe en el pasado para constituir allí recuerdos, actualizando capas de pasado, virtuales que permanecen puros o en reposo, hasta que una solicitud del presente las despierta. Pero puede suceder, al contrario, que un fragmento de pasado no nos permita amoldarnos del todo al presente. Incluso cuando el presente parece haber cambiado en algunos aspectos.

 

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El título de este encuentro es pretencioso. Me doy cuenta ahora que lo releo: ¡Política y filosofía! Me gustaría aprovechar esta incrustación de un recuerdo de hace 18 años en el presente, para despejar esa pretenciosidad. Me gustaría hacerlo trayendo de mi memoria tres frases. Pertenecen a tres personas, filósofos y/o políticos, en un sentido bastante especial. La primera pertenece a Rodolfo Walsh. Y dice algo así como que en los hechos hay más riqueza que en la ficción. Los hechos merecen ser investigados y expuestos con las técnicas expresivas más avanzadas. Esos son los argumentos que Walsh le expone a Ricardo Piglia, a comienzos de los años setenta. Entiendo que se refería a una literatura capaz de comprender las virtualidades que portan los hechos, de leer en estas nuevas líneas de actualización. Una política en los hechos.

 

La segunda frase que me viene a la memoria es de León Rozitchner, y proviene de un antiguo texto, escrito seguramente en La Habana, a inicios de los años sesenta. A propósito de la invasión de Bahía de los Cochinos, Rozitchner hace su lectura del grupo atacante en Moral burguesa y revolución, concluyendo que el asesino es la verdad de ese grupo. El asesino es la verdad del grupo. Pienso en el ex comisario Franchiotti -el asesino de la masacre de Avellaneda-, y en la serie de los asesinos, portadores de una verdad más amplia, una verdad de grupo, o institucional, o de Estado. Es imposible pensar -nosotrxs latinoamericanxs, nosotrxs argentinxs-, sin mantenernos atentos a este tipo de frases. No hay asesino sin grupo. Es lo que dice hoy la antropóloga Rita Segato cuando afirma que no hay violador individual, porque toda violación se asienta en compañía de un amplio inconsciente patriarcal.

 

La tercera frase que  me viene a la memoria cada 26 de junio pertenece a otra tradición, la de la filosofía radical europea, y está escrita por un militante y pensador que aún vive y produce. Me refiero a Toni Negri. Es una frase del año 1992. Esta no la cito de memoria, sino que la transcribo literalmente. Dice así: “El ritmo de la transición de una época de desarrollo capitalista a otra se halla marcada por las luchas proletarias. Esta vieja verdad del materialismo histórico ha sido continuamente confirmada por el implacable movimiento de la historia y constituye el único núcleo racional de la ciencia política”. Las luchas proletarias, entonces, constituyen el “único núcleo racional de la ciencia política”; se trata de una verdad importante, porque no es obvia. Bajo la apariencia de una continuidad del dominio capitalista, hay crisis y transformaciones. Y la ley que las explica es la lucha proletaria. Me parece obvio el eco con lo sucedido hace 18 años. Quisiera que lo que vamos a conversar hoy, entonces, no pierda del todo de vista estos ecos. Esta fecha. Este recuerdo. Estas frases.

 

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Forzados por la pandemia y, sobre todo, por la experiencia de la cuarentena, prosperan las imágenes de la interrupción. La interrupción, en una primera impresión, choca de frente con las imágenes de la movilización. La interrupción del movimiento -es evidente- tiene algo de molesto, insatisfactorio, frustrante. Y más aún, por su vinculación con un fenómeno inédito que nos aproxima a la experiencia de la supervivencia. Es desde ahí que nos toca pensar. Pensar la interrupción no elegida. Interrupción como efecto de la circulación de un virus, y del hecho de que vivimos en unas coordenadas precisas, de un neoliberalismo radicalizado, que se hace presente, ante todo, en su desconsideración para todo lo que no aumente la ganancia. Se presenta, por lo tanto, chocando con los imperativos de cuidados que la crisis actual demanda.

 

Una primera idea, entonces, en y desde la interrupción, sería aquella que intenta pensarla como un deseo de interrupción de los automatismos con los que hemos pensado los dispositivos de dominación propiamente neoliberales. La interrupción del neoliberalismo ¿es un deseo, es un sueño, es la realidad de un colapso generalizado de las economías? Los automatismos están en el corazón del asunto. Y un pensamiento de la interrupción apunta, entonces, a plantear preguntas al respecto.

 

La doble crisis -sanitaria y económica- cuestiona hasta cierto punto los automatismos neoliberales. Por más que la información fluya y las finanzas se pretendan independientes de la producción de valor, lo cierto es que cuando las personas no pueden ir a trabajar ni pueden circular, bancos y empresas -esas entidades a las que en el neoliberalismo se les suele atribuir la fuente de toda potencia- se muestran ahora frágiles, y solicitan a los Estados apoyos y salvatajes. Su fuerza actual es completamente frágil. Bancos y empresas se presentan como la lógica del capital. Y el capital se muestra como la única vía realista de reproducción social. Por lo que el tiempo actual es también el del capital que se esfuerza por imponer y/o reforzar nuevos automatismos a la vida.

 

Pero, por otro lado, el juego de la potencia y la fragilidad afecta a la movilización popular, que ha quedado suspendida en muchas partes y que busca recomponerse de diversas formas. En síntesis, el bloqueo de algunos movimientos y de algunos automatismos nos enfrenta a la pregunta, quizás ahora con más urgencia que nunca, sobre los límites del proyecto de una recomposición de la norma neoliberal sobre la vida. Pregunta que implica su reverso inevitable: ¿qué nuevas posibilidades surgen del encabalgamiento entre crisis irresuelta del capital y tiempo de interrupción provocado por la pandemia?

 

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Traigo dos citas, dos imágenes teóricas pertenecientes a la filosofía crítica del sigo XX, para pensar la relación posible entre interrupción y potencia. Siguiendo un orden cronológico, me referiré primero a la “imagen dialéctica”, de Walter Benjamin, y luego a “la imagen-cristal”, de Gilles Deleuze. En ambos casos, el punto de partida es un rechazo del tiempo empírico, del modo como se presenta el tiempo histórico.

 

En Sobre el concepto de historia, Benjamin denuncia la experiencia del tiempo vivido como normal en el continuo histórico, por ser un tiempo hecho de derrotas de los oprimidos. Se trata de un tiempo de incesantes triunfos de las clases dominantes, de unos triunfos sucesivos que apuntan a liquidar no solo cualquier desvío en la historia, sino también cualquier recuerdo de un pasado diferente, capaz de inspirar nuevas ideas. El continuo de la historia, el triunfo de las clases dominantes, tiene por resultado la aniquilación de todo posible que no se adapte a la “norma” de los triunfadores en la lucha de clases.

 

El dominio del capital, lo que hoy llamamos el neoliberalismo, la reducción de los posibles a aquellos proyectos de existencia que ofrezcan ganancias, implica la liquidación de todas aquellas formas de vida que los oprimidos intentan e intentaron poner en juego sin suerte. El triunfo de las clases poseedoras, por lo tanto, anula todo pensamiento que tenga como premisa otra vida, otra sensibilidad, otro modo de producir, otra política.  

 

De manera simultánea, se abre otra temporalidad, un reverso del tiempo, para los sujetos que se encuentran en peligro ante el avance enemigo. Esta experiencia del peligro activa la posibilidad de visiones extraordinarias. Se trata de unas “imágenes dialécticas”, en las que las subjetividades acorraladas, amenazadas, perciben -intentando resistir un presente ominoso- o entran en contacto con aquellos “posibles” nunca realizados por sus antepasados. Es la tradición de los oprimidos. Las “imágenes dialécticas” interrumpen el continuo, reabren posibilidades insospechadas. La comunicación entre el peligro actual y posibles olvidados trastoca la experiencia del tiempo. En lugar del tiempo abstracto, homogéneo y vacío, el tiempo con el que el capital mide el trabajo como valor, aparece el tiempo mesiánico, el tiempo-ahora, un ahora cargado de un poder explosivo. El pasado irredento descubre un presente lleno de virtualidades. El futuro previsible deviene porvenir.

 

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En sus estudios sobre cine, La imagen-movimiento y La imagen-tiempo, así como en sus cursos sobre el cine (publicados por primera vez por la editorial Cactus, como Cine 1, Cine 2, Cine 3, y se prevé la publicación de Cine 4, último tomo de la serie, para el año que viene), Deleuze presenta la “imagen-cristal” ligada no al tiempo empírico sino al tiempo del acontecimiento.

 

La imagen-cristal expresa la potencia de los movimientos aberrantes. Su formación se da en el preciso momento en que la imagen-movimiento se agota o bloquea. El cristal remite al reflejo y la coalescencia en que entran dos imágenes. Si la imagen movimiento se desplaza sobre un plano actual, si va de actual en actual, la imagen-cristal se constituye cuando por una imposibilidad de discurrir en el movimiento actual, ocurre una prolongación de lo actual en lo virtual. La imagen-cristal reúne la imagen actual con “su” virtual. Las nociones de “actual” y “virtual” provienen de la obra de Bergson: lo actual del presente del acto coexiste en el tiempo con lo “virtual” reflejo del acto, que conserva el instante, que constituye el recuerdo. Según explica Deleuze, el régimen cristalino supone la crisis del régimen orgánico. Hay una relación necesaria entre la imposibilidad de reaccionar a ciertas situaciones (situaciones que Deleuze llama “intolerables”, demasiado terribles o demasiado bellas) y la acentuación de la videncia, de una experiencia radical de los sentidos. La ruina de los esquemas sensorio-motrices conlleva a un descubrimiento del tiempo y el pensamiento. La interrupción del movimiento puede conducir a una suerte de “contemplación”. Contemplación del movimiento. Descubrimiento de la estructura actual-virtual del tiempo. La contemplación puede ser reflexión sobre la potencia. Eso que en los automatismos del tiempo empírico circula por los carriles previstos por los automatismos del capital.

 

Tanto en Benjamin como en Deleuze, se hace posible pensar una particular relación entre interrupción y potencia, entre cierre y apertura del tiempo histórico. En ambos casos, la interrupción, más que oponerse al movimiento, se opone a los automatismos. Y a los clichés. Son pensamientos que restituyen virtualidades al movimiento. Son pensamientos sobre la revolución en un tiempo en el que la revolución pareciera ser impensable.

 

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Durante estos primeros meses de pandemia y cuarentena en nuestro país, la lucha política no ha cesado. Se trata de una lucha política que gira alrededor de los intentos del capital por imponer sus (nuevos y viejos) automatismos. Lo vemos tanto con respecto a la cuestión de la deuda, como con las ya mencionadas presiones para que la tan cacareada intervención estatal se oriente a la salvación de las grandes empresas para el mercado. En el fondo, se trata de un enorme esfuerzo por imponer un orden ruinoso, de demostrar que los cuidados solo pueden sobrevivir en el marco de la preservación de la lógica del capital. Esto supone, como lo hemos visto, la aceptación sumisa de una determinada temporalidad, pero también la preservación de lo que podemos llamar el monopolio del vocabulario. Salvar el monopolio del léxico es un imperativo fundamental para imponer un tiempo de orden. La crisis es un desafío para el capital. Un desafío a su temporalidad y a su control sobre el lenguaje. Veamos más de cerca el problema de la temporalidad en la política actual. Luego abordaremos la cuestión del control del vocabulario.

 

En los últimos meses, hemos visto a los neoliberales pidiendo más Estado. Esto suele pasar en todo el mundo en momentos de crisis. Más que un pedido, se trata de una intervención destinada a asegurar la naturaleza del Estado como lo que es: el garante de las relaciones sociales capitalistas en su última instancia. La disputa por la temporalidad se enmarca, por lo tanto, en torno al Estado. 

 

En efecto, alrededor de las nociones de “Estado fuerte” o “Estado protector”,  hoy existe un clamor prácticamente universal (exceptuando a quienes ven en el Estado un puro dispositivo de excepción, es decir, de control, y que solo quisieran desactivar su soberanía): el panorama general se orienta a pedir más y más intervención estatal. Pero ese clamor esconde un antagonismo de muy difícil resolución. Mientras los neoliberales piden que esa intervención sea “excepcional” (el tiempo de la excepción es el tiempo delimitado, es el tiempo que solo se abre para normalizar lo que la situación tiene de anormal, bajo acción del control soberano), destinada a restituir las grandes tendencias que subordinan vida a neoliberalismo, desde el punto de vista de la reproducción social, se hace necesario que la excepción dé lugar a un nuevo tiempo, en el camino justamente opuesto: en lugar de medidas transitorias para salvar la lógica del capital (lo que en Brasil, Chile o EE.UU. conduce directamente a una “necropolítica”), es necesario un nuevo diseño institucional que priorice la reproducción de la vida humana y planetaria. En lugar de una vuelta a la normalidad es necesario señalar un nuevo punto de inflexión. La batalla por la concepción del tiempo es, entonces, uno de los puntos fundamentales, y está asociada a la radicalidad con que la experiencia de la interrupción permita ir, más allá de las normas provisoriamente suspendidas.

 

Lo mismo podemos decir sobre la lucha política por el monopolio del vocabulario. Desde que el presidente Alberto Fernández se pronunció en favor de la “vida” y la “salud” contra la prioridad de la “economía”, los neoliberales no dejaron de responder que este modo de plantear las cosas era inconsistente, y que de manera inevitable la economía se refería a la vida misma, a la reproducción de la vida. El presidente quedó así sospechado de “idealismo”, mientras que los economistas y empresarios asumieron el papel de los “materialistas”. Esto es así por efecto del monopolio del léxico político en manos de los neoliberales. Lo cierto es que hoy la salud es la zona estratégica más dinámica de la economía. Pero para afirmar esto, la propia noción de economía es la que debe ser reinventada. Al decir que se prioriza la salud, se inicia un movimiento que debe ser profundizado a través de una reforma de la economía, hasta que esta quede por completo al servicio de la reproducción de la vida. Si esto no ocurre, entonces, el riesgo de un idealismo ruinoso comienza a ser una amenaza real. Entre los virtuales que afloran durante la interrupción, está la cuestión de la diferencia entre reproducción de la economía capitalista -que no crea riquezas, sino valor- y formas de cooperación que permiten reproducir la vida. Luchas de las últimas décadas permiten hacer la diferencia. Lo que nos conduce a la última cuestión, que es la de la invención de economías. Cuando hablamos de un nuevo lenguaje, nos referimos a crear una nueva economía. Cada vez es más evidente que la reproducción social necesita nuevas economías, preexistentes o por inventar.

 

Es evidente que en estas últimas semanas, la disputa por el tiempo (excepción o nuevo tiempo), y por el vocabulario (salvataje o expropiación) se exasperan, y la clase de los poseedores vuelve a sentir la presencia fantasmal de una amenaza a la que identifica como populista, ¡a pesar de que los llamados populistas no parecen haber amenazado jamás ni la propiedad ni la ganancia! El sólo hecho que el gobierno nacional intervenga una empresa -en concurso de acreedores, que ha estafado al estado- y haya anunciado que enviaría al Congreso (en que la oposición está sobradamente representada) un proyecto de expropiación, obró como detonante para una movilización en defensa de la propiedad privada en plena cuarentena. ¿Quién cuestiona aquí y ahora la propiedad privada concentrada, al punto de que sus poseedores sientan la necesidad de defenderla en las calles? Ese fantasma tiene raíces profundas y difíciles de identificar. Se trata de un inconsciente propietario aterrado, que se expande a través de redes sociales y medios de comunicación entre sectores medios y desposeídos, por los mismos vasos comunicantes que nutren el miedo en torno a los discursos sobre la seguridad. Imposible penetrar en ese inconsciente eludiendo el acontecimiento fundamental del carácter violento y explotador que la dinámica de acumulación de capital mantuvo luego de la última dictadura y, simultáneamente, de la memoria de luchas sociales que no podemos dejar de evocar este 26 de junio. 

 

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Si antes he traído dos citas clásicas, ahora quisiera recurrir a dos citas actuales, pertenecientes a libros editados en los últimos meses. Ambos pueden resultar insumos útiles para insistir en revisar, desde la interrupción, el paradigma de la movilización. El primero de ellos es El capital odia a todo el mundo, de Maurizio Lazzarato (Eterna Cadencia, 2020). El segundo es Cine-capital. Cómo las imágenes devienen revolucionarias, de Jun Fujita Hirose (Tinta Limón Ediciones, 2020). Ambos dirigen su crítica a una cierta idealización del capitalismo como serie de “automatismos” (financieros, tecnológicos, cinematográficos). Ambos enfatizan en la necesidad de pasar de una crítica de forma a una crítica de fondo del capitalismo. El primero, Lazzarato, señalando el carácter de máquina de guerra del capital. El segundo, Fujita, señalando el borramiento de la potencia de las imágenes en provecho de un cine-capital expropiatorio.  

 

Para Lazzarato, se trata de dejar atrás el cuestionable pensamiento del 68, al que le reprocha una miseria de la estrategia. Los seguidores de Foucault, dice, han teorizado la dominación neoliberal como un conjunto de dispositivos que producen subjetividad por la vía de automatismos “biopolíticos”, a través de las finanzas y las tecnologías, ignorando por completo que el neoliberalismo es, ante todo, un acto de guerra. En lugar de la dominación objetiva de los dispositivos, Lazzarato invoca a la máquina social capitalista como una máquina de guerra asistida por subjetividades muy concretas (desde los fascistas hasta los técnicos que la reparan y reforman cada vez). En su opinión, no hay reforma de izquierda posible para el capital neoliberal, que en ausencia de amenaza revolucionaria, solo apunta a aumentar su tasa de ganancia y a declarar la guerra a las poblaciones. La única opción que queda, dice, es retomar el camino de la estrategia revolucionaria, constituyendo una máquina de guerra anticapitalista, en base a movimientos populares tal y como esos movimientos surgen, más allá del pensamiento europeo de las últimas décadas.

 

Fujita lee el ya citado estudio de Deleuze sobre el cine para descubrir allí, en la imagen-cristal, el doble papel del dinero y su íntima relación con el control sobre la temporalidad. El cine depende, como se sabe, de un flujo de capital que es siempre dinero virtual, capaz de actualizarse en imágenes. Hay una relación interna entre cine y capital. Pero, al mismo tiempo, esa actualización del dinero en las imágenes restringe al cine ya que, como todo producto del dinero, debe garantizar altas tasas de ganancia. Por eso, dice Fujita, la actualización de las potencias de las imágenes en el tiempo vienen cargadas de un poder explosivo. No tanto en el cine que muestra la pobreza, porque ya todos vemos la pobreza, sino porque en cualquier momento el poder de actualización de las imágenes podría desprenderse de los límites que le impone el dinero-capital, y pasar a mostrar imágenes sobre la fuerza nueva que podría hacer de la potencia del dinero una potencia creativa, ya no atada a su pasado capitalista.

 

Leyendo a Lazzarato y a Fujita se tiene la impresión de que la interrupción libera virtuales, pensamientos y hasta posibles nuevas relaciones, pero que esas nuevas imágenes aún no se convierten en fuerzas capaces de pasar del cuidado de la vida y del planeta, a un nuevo modo de organizar la economía y la vida colectiva. Los dos señalan el papel productivo de la crisis y la interrupción de los automatismos, pero también parecen darse cuenta de que no hay ideas claras sobre cómo retomar la acción revolucionaria sin caer en un cliché. Cine y filosofía quizás estén comenzando a plantear preguntas que la política, consumida por la gestión inmediata, no se atreve a plantear. No tanto porque sean actividades “optimistas”, sino porque su tarea es precisamente inventar posibles.

 

26 de junio de 2020

 

El virus, la crítica y el “Estado fuerte” // Diego Sztulwark

La crítica

Desde siempre, la palabra de quien habla en nombre de la filosofía ha sido motivo de burla, recelo y también de admiración. La arrogancia e impostura asociadas a la pretensión del decir filosófico ­-aspirante al saber- han concitado, sin embargo, particular atención cada vez que el discurso teórico pudo mostrar alguna clase de utilidad para alguien cuando articula la creación de conceptos con la creación de formas de vida. Esa exigencia de practicidad pesa sobre la intervención filosófica en el espacio público, sabiéndose bajo la atención examinadora y suspicaz de unxs lectores que la someten a la pregunta práctica: ¿Para qué sirve semejante discurso?

 

El capital de Karl Marx marca un punto de inflexión en la historia de esta relación entre discurso teórico y vida práctica. La operación, presente en su “Crítica de la economía política”, surgió al cabo de una larga batalla contra la religión que se desplazaba entonces a comprender y transformar las relaciones de producción. Esta fusión entre discurso reflexivo y deseo de revolución caracteriza el nacimiento y la fuerza de la crítica moderna, que en la obra de Marx llegó a penetrar en el misterio fundamental de la sociedad capitalista: el poder de un “objeto endemoniado, rico en sutilezas metafísicas y reticencias teológicas”, cuya circulación perturba a la conciencia humana creando la impresión duradera de una doble realidad. Este objeto circulante, llamado “mercancía”, se presenta como un cuerpo particular revestido de una realidad fantasmagórica que anima sus movimientos. La función de la crítica moderna es mostrar no solo cómo se produce semejante desdoblamiento -de procedencia teológica-, por el cual una existencia material sensible aparece como portadora de una misteriosa realidad espiritual o suprasensible -“valor”-, sino también, y sobre todo, develar que esa realidad suprasensible no es propiedad natural del cuerpo mismo de la mercancía –fetichismo-, sino en la medida en que ese cuerpo expresa relaciones sociales capitalistas de producción.

 

Un siglo después, Guy Debord, autor de La sociedad del espectáculo, aplica el mismo método crítico para dar cuenta, en las condiciones del capitalismo tardío, de la evolución de este “objeto endemoniado” que circula ahora bajo la forma de la “imagen” en condiciones de producción maduras: “Todo lo que antes se vivía directamente, se aleja ahora en una  representación”. El mundo devenido espectáculo es un poderoso “instrumento de unificación” que reúne en el régimen de lo visible todo aquello que la imagen-mercancía separa en el orden de la vida. Como en Marx, el poder metafísico de la imagen “física” no surge de su propio cuerpo, sino de su aptitud para viabilizar la división que recorre la constitución misma de lo social.    

 

¿Hasta qué punto la intervención filosófica actual retoma el uso de los procedimientos de la crítica moderna para dar cuenta de la circulación de un nuevo “objeto endemoniado”, virus físico a cuya realidad metafísica se le atribuye el milagro de la interrupción momentánea de la sacrosanta dinámica de la economía de mercado? ¿Quiere aún la filosofía investigar en qué medida este cuerpo mínimo expresa las postmodernas relaciones de producción, abriendo el campo de aquello que sería deseable transformar en las relaciones humanas, con lo humano y lo no humano?

 

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Rita Segato vinculó recientemente la circulación del COVID-19 a lo que Ernesto Laclau denominó el “significante vacío”. A diferencia de la tradición que de Marx a Debord lee sintácticamente al objeto “endemoniado” para descubrir en él la clave de comprensión de las relaciones de producción, el “significante vacío” pasa por alto este reenvío a la materialidad productiva de los cuerpos y apunta de modo directo a las leyes del lenguaje en las que se dirime la lucha interpretativa. La reacción de Segato consiste en devolver significación a la materia microscópica del virus, para escuchar ahí, en esa voz inaudible de lo no-humano, un sentido previo que pertenece a la materia primera sobre la que se constituye toda disputa política. Una voz que se limita a recordar que la humana no es la especie única en esta tierra ni le cabe aspirar a la eternidad. Y que su propio futuro se dirime en su capacidad de imaginar, mediante el empleo de la crítica y el reencuentro sensible con la materia, un continuum virtuoso con la vida no-humana

 

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Marzo impulsó a lxs pensadores críticos a la escritura. Algunxs de ellxs, los maestros de la argumentación occidental, reconocidos por sus aportes previos, tendieron a justificar la validez de sus aportes y a comunicar el uso de sus nociones clave en la nueva coyuntura global provocada por la llamada zoonosis. La intervención más resonante, y quizás también la más polémica, fue la de Giorgio Agamben, para quien la reacción de los Estados contra la pandemia ejemplifica, de modo lineal, su lección sobre la figura del Estado de excepción como clave de comprensión de los dispositivos de control. A la respuesta escéptica del pensador Jean-Luc Nancy, que llama a tomar en serio la gravedad de la pandemia, siguió la defensa del profesor Roberto Esposito, para quién la filosofía debe advertir sobre el paradigma biopolítico de poder que domina la acción de los Estados. El interés académico del diagnóstico se agota en el pesimismo ontológico de los autores. Otro contrapunto resonante fue el de Byung Chul-Han contra Slavoj Ẑiẑek. Si este último ve en el colapso sistémico en curso la oportunidad de un nuevo comunismo, el primero, en cambio, lee un capitalismo reforzado por las tecnologías y formas disciplinarias puestas en juego en países del oriente del plantea. En ambos casos, lo que falta es la identificación de sujetos de transformación. Tampoco Alain Badiou encuentra novedades subjetivas en la situación. Para él, asistimos a la mera repetición agravada del mismo fenómeno (la propagación de epidemias y catástofes), y el coronavirus se deja explicar con los saberes ya disponibles. Solo Judith Butler se atrevió a plantear una posibilidad diferente, al insinuar que en torno a la gestión desigualitaria del aparato sanitario estadounidense podría renacer un nuevo deseo de igualdad, comunicado quizás por el propio virus. 

 

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También se manifestaron, con notable repercusión, una variedad de escritorxs cuya palabra descansa en enarbolar diversas estrategias de subjetivación ligadas a minorías activas, grupos autogestivos y militancias alternativas o movimientos sociales. Estos autores aportan descripciones sobre las mutaciones en el plano de la vida ligadas tanto a los afectos que moviliza o bloquea la crisis, como a la reconfiguración de los espacios, el papel de las redes, o las tácticas del pensamiento para encontrar sentido ante lo que se presenta como un nuevo apocalipsis desde una perspectiva emancipadora. Paul B. Preciado, Verónica Gago, Franco Berardi (Bifo), o Amador Fernández-Savater, entre otrxs, han narrado en tiempo real la pandemia y, en nombre de los diversos movimientos sociales, llaman a colocar en el centro nuevas experiencias estéticas, terapéuticas o políticas fundadas en los cuidados, en la suspensión de la sujeción financiera (la deuda), o la huelga de alquileres, la reapropiación de artefactos tecnológicos y de redes sociales y en el acceso común a bienes y disfrutes. Intentan, también, anticipar y  desarmar las jugadas con las que podría responder el aparato de control. Su especificidad es la de dar cuenta del desafío de sostener politizaciones ligadas a micropolíticas de la existencia estimuladas y, a la vez, amenazadas, advirtiendo sobre la formación de bloques represivos constituidos como amenazas a las condiciones precarias de vida.

 

Cabe destacar por su calidad investigativa, dentro de esta serie de intervenciones, la del colectivo Chuang, cuyo texto, “Contagio social: guerra de clases microbiológica en China”, ofrece una lectura de las líneas de fuerza y fragilidad, así como de las zonas de emergencia desde las cuales investigar la posibilidad de rupturas y de creación de alternativas políticas y subjetivas, a partir de una analítica aguda e informada de las condiciones actuales de producción.

 

Finalmente, los escritos de Oscar Ariel Cabezas (desde la sublevación en Chile) y Maurizio Lazzarato enfatizan la importancia política de las subjetividades organizadas como clave para la crítica. Si el primero toma la sublevación en Chile como fuente de un saber de los cuidados que el aparato estatal chileno intenta liquidar mediante la represión sanitaria, el segundo toma muy en serio el hecho de que la “máquina de guerra” capitalista, por más crisis que padezca, no puede admitir ninguna clase de reforma a menos que se le oponga la amenaza concreta de una máquina de guerra revolucionaria que la enfrente.   

 

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En el contexto sudamericano, hubo, sobre todo, dos intervenciones que vale la pena comentar por el modo específico de enlazar la reflexión en torno a la pandemia con los procesos políticos o las coyunturas nacionales.

 

Vladimir Safatle da cuenta de que en Brasil la derecha enfrenta la pulsión demente del neofascismo liderado por Bolsonaro, frente a una izquierda completamente neutralizada y sin estrategia ni disposición al combate. Safatle afirma que Bolsonaro es capaz de esconder los cuerpos de los muertos por el coronavirus, encarnando y radicalizando -junto al bloque económico que lo apoya- el inconsciente esclavista del Estado brasileño. El descuido sanitario de la población y la precarización económica de los trabajadores consuman el rasgo suicida que, según Safatle, es la gran novedad del Estado brasileño en su fase actual. El neofascismo no busca gobernar la crisis sino movilizar al país, según una racionalidad que proviene de sus estructuras necropolíticas, que considera sujetos a cuya muerte no iría ya ligado el luto ni el dolor. ¿Pesimismo ontológico u oportunidad urgida de pensar todo de nuevo?

 

Por su lado, el ensayista y profesor argentino Horacio González retoma y analiza con detenimiento el debate filosófico en boga, para referirse a los modos como los distintos discursos públicos abordan la crisis, trazando transversales que permitan crear un espacio de vacilaciones productivas introducidas por la novedad de las circunstancias -no necesariamente “acontecimientos” a la Badiou- y, al mismo tiempo, rescatar el filo crítico (esa función del pensar que Walter Benjamin identificaba con la advertencia de un “aviso de incendio”), amenazado o directamente ahogado cada vez que se moviliza la unanimidad salvífica de la población y su ciega identificación con el Estado. Aislado en su casa y desde el acuerdo con la decisión de la cuarentena preventiva, González se pregunta, sin embargo, por ciertas dimensiones de ensayo para leer la barbarie del control total que poseen estos experimentos sociales, abriendo el lugar para distinciones centrales (más próximas a las formuladas por Butler que por Agamben) entre los lazos colectivos -entendidos como cuidados públicos y sanitarios- y aquellos promovidos por la perspectiva securitista y policial, afines a cierta idea de una “guerra al virus”, expresión fomentada por el presidente francés. A esta distinción promisoria entre cuidados públicos y control, González añade la necesidad de distinguir qué máquinas productivas merecen ser reactivadas luego del impasse si, como cree necesario, se trata de salir de él poniendo en juego nuevos sistemas de traducción o interfaz no capitalistas entre hombre y animal (retomando al colectivo Chuang). Esto implica, en el ritmo de su escritura, una tercera distinción -hecha en amable discusión con textos del psicoanalista Jorge Alemán- sobre el destino de la metafísica. Esto último para Alemán resulta inseparable del gran movimiento hacia la muerte de la ciencia, la técnica y la economía capitalista, mientras que en González, al contrario, merece ser rescatada de ese movimiento, para encontrar en ellas ese poder de sustracción del mundo de la física sin el cual el propio pensamiento queda, como diría Henri Bergson, cerrado sobre la faz práctica de la existencia, sin percibir el Todo Abierto de la vida.  

 

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¿Qué elementos quedan en limpio a la hora de pensar en torno a este “objeto endemoniado”? En mi caso, adulto que vive en Buenos Aires y está, como todxs, obligado a un aislamiento que entiendo necesario, solo cuento con tres fuentes de insumos para pensar lo que sucede, por fuera de los afectos más íntimos: mis clases de filosofía y política en grupos de estudio, que ahora practico por medio de un dispositivo virtual; mis intercambios de impresiones con amigxs de otras ciudades; la actividad de edición del blog Lobo Suelto, que comparto con Facundo Abramovich y León Lewkowicz y que implica la lectura diaria de reflexiones diversas sobre el asunto.

 

Se trata de una reflexión que parte de confesar su propia ignorancia sobre las implicancias científicas y las consideraciones sanitarias que forman parte del gran cálculo de riesgos (una buena definición de gubernamentalidad biopolítica foucaultiana) que organiza hoy a cada uno de los Estados. 

 

Detecto tres rasgos principales en la experiencia subjetiva de la incertidumbre que acompaña a la pandemia. El primero es lo inédito (que no quiere decir sin antecedentes): las personas que conozco no vivieron algo comparable, a pesar de que en el pasado hubieron virus y pandemias amenazantes. Lo segundo, que deriva de lo anterior, es la inducción deliberada por parte de las lógicas preventivas de los Estados -cada uno según sus cálculos- de un estado de supervivencia, en que cada quien debe velar en una primera instancia por sí mismo, olvidar redes y estrategias colectivas de vida, antes de saber si contará con asistencia pública, antes, también, de saber cómo ser útil a lxs demás y de poder anticipar mínimamente el tiempo por venir. Lo tercero podría llamarse sincronía casi planetaria de las almas y las conductas, como no se veía desde hace décadas.

 

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El “Estado fuerte”

La interrupción de los circuitos de movilidad de tantos millones de personas conlleva una aparente suspensión de la temporalidad. Un examen rápido de la situación, sin embargo, alcanza para comprobar que no estamos ante un mero paréntesis ni mucho menos ante una detención del tiempo: asistimos, en realidad, a un colapso de las estructuras que sostuvieron la “normalidad” previa. La magnitud de la destrucción, aún por determinar, impone nuevas relaciones entre las palabras y las cosas, y entre las cosas y el dinero. El nuevo contexto ya no puede organizarse en torno a un llamado al orden, sencillamente porque las bases de aquel orden han sido seriamente perturbadas. Bajo el apacible paisaje de una ciudad ralentizada se presiente el movimiento hacia los extremos. Y es que tanto los partidarios de sostener a toda costa los esquemas neoliberales de reproducción social, como quienes advertimos su inviabilidad y deseamos su destrucción en beneficio de impostergables reformas radicales, necesitamos dar forma a mecanismos de intervención contundentes sobre una temporalidad en descomposición, apenas contenida por la cuarentena.

 

La cuarentena es, en este sentido, tiempo retenido o bien de elaboración pasiva, que evita un desenlace violento de las contradicciones presentes. Y, como tal, fue defendida en estos dias por el presidente argentino Alberto Fernández bajo la fórmula: “Es la hora del Estado”. Una vez más, y quizás esta vez de modo más justificado que nunca, el “Estado fuerte” emerge como figura aclamada. Pero se trata de un clamor recorrido por una ambigüedad asfixiante: el “Estado fuerte” no será más que una congestión de demandas contradictorias (salvar bancos y empresas o ponerse al servicio de una economía de base comunitaria), sin ser tan fuerte como para soportar la sobrecarga de una tensión tan insoportable. Es necesario tomar nota de las violentas contradicciones que se incuban en esa consigna, e intentar distinguir aquello que permite que por “Estado fuerte” entendamos una cosa -la salvación estatal de bancos y empresas, la extensión e intensificación del poder de control- o todo lo contrario a ella -un incremento de lo público capaz de hacer saltar la forma Estado tal y como la hemos conocido hasta el presente-. Esta contradicción extrema se hace presente a cada paso, al tiempo que la aclamada fortaleza del Estado está llamada a convertirse en fuerza de rescate de las dinámicas de la acumulación del capital, si es que no se asume desde el comienzo la necesidad de un nuevo lenguaje para asumir los criterios de su construcción.

 

Un ejemplo de la extrema tensión en la relación entre las palabras y las cosas, y entre las cosas y el dinero, se evidenció en el anuncio de Fernández de la primera prolongación de la cuarentena obligatoria. Por entonces, el presidente argentino explicó que priorizaba la vida, en términos de salud, a la economía. Acto seguido, los neoliberales, gustosamente subidos al clamor del “Estado fuerte”, respondieron con una pregunta supuestamente -o más bien, tramposamente- “materialista”: ¿No es la vida, acaso, también economía? ¿No es un error “idealista” del presidente priorizar la salud en detrimento de esta indispensable materialidad económica, cuando la vida depende por igual de ambas? Lo que interesa en este ejemplo es el modo como entra en juego la materialidad en el lenguaje, determinando la materialidad misma de la disputa. En la retórica de Fernández, priorizar la salud (“la vida”) implica defender el gasto público para afrontar circunstancias excepcionales, y “que los empresarios ganen menos” (en sus palabras). Para los neoliberales, que acuden siempre a las arcas del Estado, y lo hacen tanto con mayor violencia en tiempos de crisis, se trata, en cambio, de enseñar qué es la economía, definiéndola como producción de la materialidad misma de la vida (incluida la salud), movida irremediablemente por la valorización de capital.

 

En tiempos de crisis, los neoliberales aceptan la idea de un “Estado fuerte”, imponiéndole, sin embargo, una tarea y un límite. La tarea: salvar bancos y empresas, ya que no conciben la reproducción social por fuera de la reproducción de las categorías del capital. El límite: el gasto público dedicado en el pico agudo de la crisis a garantizar momentáneamente la reproducción social, por fuera de la lógica de producción de valor, no debe perturbar el reencarrilamiento de la dinámica social hacia la acumulación de capital. En definitiva, la fuerza del Estado fuerte es, para los neoliberales, un asegurador ante el serio peligro de desfundamentar la comprensión capitalista de la vida, de la cual el lenguaje de Fernández, que opone salud a economía, no se desembaraza.

 

Es esta la tensión (apenas tolerable) entre las palabras y las cosas, y entre estas cosas y el dinero, la que llama a recrear el punto de vista materialista de la crisis para atravesar la crisis. ¿Es sostenible, acaso, semejante oposición entre salud y economía? Alcanza con abandonar el diccionario neoliberal de las palabras en español para advertir que la propia dinámica de la crisis empuja, como indica Butler, a comprender “salud” y “economía” de un modo nuevo en el que ya no es posible oponerlas. No se trata de conciliar lo que los neoliberales llaman salud y economía, sino de llegar a captar el sentido que estos términos tienen en las luchas que entretejen la crisis. La recomposición del vocabulario es una premisa fundamental para volver inteligible un principio nuevo de recomposición de las palabras y de las cosas, y entre  las cosas y el dinero. En la medida en que toda forma de vida es un modo de producción, reconstruir el andamiaje público de servicios indispensables para crear vida humana bien puede ofrecer las trazas de una economía no neoliberal. Esto implica identificar la fuerza no meramente en el Estado sino en las fuerzas materiales del cuidado, desde la salud a la educación, hasta el conjunto de redes que permiten crear forma de vida, además de nuevos continuos entre vida humana y no humana.

 

Por otro lado, está el problema de cómo el lenguaje opera sobre el tiempo. ¿El clamor en favor del “Estado fuerte” será interpretado de modo restringido en un conjunto de medidas de excepción, destinadas solo a atravesar la crisis? O, por el contrario ¿se reconoce la existencia de un nuevo tiempo que reclama el diseño de instituciones de gobierno para una nueva época? Si contra el llamado “realismo capitalista”, que no imagina mundo más allá del capital, se ensayara una inspiración no neoliberal ni tampoco apocalíptica del tiempo de las luchas, tendríamos que responder a la pregunta: ¿cuáles serían, en este caso, las categorías con las que pensar estos nuevos diseños?

 

Además de recomponer una idea no capitalista de la economía, sostenida sobre la producción de servicios que creen forma de vida, la discusión filosófica en curso permite incluir en estos diseños dos distinciones clave por igual: la del continuo entre vida humana y no humana, que no puede prescindir del cuestionamiento de la actual interfaz capitalista con la vida animal (de la que habla de modo preciso el colectivo Chuang); y la distinción entre control (el paradigma biopolítico reforzado en la utopía occidental de un modelo “oriental” -en los términos de Byung-Chul Han-) y los cuidados públicos, base comunitaria sobre los cuales pueden pensarse de aquí en más las relaciones de gobierno.     

 

Si algo define la aparente calma del momento es la espera a la activación de nuevas fuerzas. El fin del mundo que hemos conocido y, en general, el deseo de aniquilar las estructuras sobre las que hasta aquí se apoyó la normalidad, llevarían a pensar esas nuevas fuerzas más allá de la idea-Estado hasta aquí conocida, para experimentar con nuevas instituciones comunes, a partir de un reverdecer de la crítica de la economía política tal como la vienen practicando diversos movimientos sociales en lucha. El Estado fuerte activa mecanismos de salvación excepcionales, que bien se podrían convalidar como regularidades habituales para el tiempo que viene. Pasando del aislamiento impuesto por el aparato de coerción, al mismo aislamiento pero regulado por la reflexión comunitaria de los cuidados; del gobierno del miedo a la contemplación de los lenguajes con los que pensar lo que viene; una reflexión que bien puede estar extendiéndose de una imagen restringida a una ampliada de los cuidados públicos (abarcando las formas de producción, circulación y consumos).

 

Las fuerzas que esperamos,  si no quedan secuestradas en el mito de un Estado salvador del capital, remiten, en términos políticos, a un reencuentro con los fundamentos del poder colectivo y los mecanismos de creación de igualdad que en nuestra historia corresponden con el lenguaje de la revolución. Marx escribió que la revolución opone cierto grado de desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad a los modos de propiedad que en determinada fase lo bloquean. Las revoluciones, sobre todo, son momentos de conmoción general, en las que se agitan las condiciones económicas de la producción. Pero también son tiempos en los que se derriban las formas jurídicas, políticas y religiosas, artísticas o filosóficas con que las personas nos explicamos los conflictos. Se trata de un pensamiento muy riguroso, que combina la dimensión objetiva de la crisis con los modos subjetivos de procesarla. Más aún, la crítica de la economía política, como lo vio con toda claridad Georg Lukács, tiende a cancelar la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo, reintroduciendo la subjetividad común como nueva fuerza reorganizadora del conjunto. Marx creía que la humanidad jamás se planteaba enigmas que no pudiera resolver. Quizás sean estas preguntas que nos hacemos el preciso valor de este momento.

 

 

Lo sensible como campo de batalla // Franco Casanga

Reseña de La ofensiva sensible (2019), de Diego Sztulwark

 

Un análisis filosófico de las subjetividades de la crisis y las potencias plebeyas a la luz del fin de ciclo de los gobiernos progresistas de América Latina.

¿Cómo se explica que gobiernos aupados por los sectores populares (clase trabajadora, movimientos indígenas, intelectuales) hoy esten siendo blancos de las protestas de estos mismos sectores populares o, al menos, parte de ellos? ¿Qué mecanismos o dinámicas han hecho que estos gobiernos progresistas que llegaron al poder en base a programas políticos antineoliberales hoy sean considerados más parte del problema que de la solución? ¿A qué se debe el nuevo ascenso de gobiernos reaccionarios y neoliberales en América Latina?.

En su último libro, La ofensiva sensible (Editorial Caja Negra), el investigador y escritor en el blog Lobo Suelto, Diego Sztulwark, señala que no podemos seguir pensando las derrotas de los gobiernos progresistas de América Latina en términos de más o menos apoyo electoral. ¿Por qué? Porque «el neoliberalismo no pierde elecciones». El neoliberalismo no ha necesitado de los votos para seguir expandiendo sus novedosos modos de consumo (modos de vida, según Sztulwark) o para seguir subjetivizando nuestros cuerpos. Pero atención: no es que no se hayan realizado políticas de redistribución en los países donde gobernaron alianzas progresistas (Venezuela, Argentina, Bolivia, Ecuador, Uruguay) así como importantes políticas reconocimiento de derechos fundamentales de poblaciones invisibilizadas por el racismo colonial, sino que estas políticas se han mostrado insuficientes para producir nuevas formas de vida capaces de crear subjetividades populares más allá de la razón neoliberal.

 

Subjetividades de la crisis y políticas del síntoma
En La ofensiva sensible, Sztulwark analiza el ciclo político argentino que comenzó simbólicamente en el corralito argentino de 2001 hasta el triunfo de Mauricio Macri en 2015 dentro de otro ciclo mayor que afectó de similar manera a otros países como Brasil, Ecuador, Bolivia, Uruguay o Venezuela. Para Sztulwark, la crisis es un momento epistemológico que nos sirve para ensayar una reflexión micropolítica de la potencia plebeya. Se trata de indagar a partir del acontecimiento una producción teórica que potencie lo que se despliega en ella sin dejarse replegar a restauraciones ideológicas predeterminadas. Las subjetividades de la crisis, esas sensibilidades que estallan en una crisis,son las formas que habitan la excepcionalidad, la ruptura con la normalidad, expresiones que adoptan un sinfín de repertorios de acción popular a través de las ocupaciones, asambleas populares, recuperación de fábricas, escraches, piquetes, etc. “Si -dice Sztulwark- el modo de vida resuena con los modelos de consumo y de valorización, y la forma de vida supone procesos de autonomía, entre ambos la vida se presenta como malestar o síntoma”. Si el neoliberalismo sigue ganando terreno en nuestras relaciones es porque sigue gestionando, canalizando y controlando nuestros afectos y malestares. A la gestión coaching de nuestras emociones que propone el neoliberalismo, Sztulwark opone una política del síntoma que supone una escucha de los cuerpos afectados, de la lucha colectiva y la rabia detrás de cada condición de vulnerabilidad, pero también de las vidas anómalas, subversivas, incómodas tanto a izquierda y derecha, que surgen en los procesos de ruptura con el sentido común. Quizás, justamente, en esos síntomas (malestares, impotencias) de nuestra cotidianidad están contenidas las nuevas formas de vida capaces de cuestionar los mandatos del capital. Según Sztulwark, una política del síntoma nos ayudaría a mapear y pensar nuevas resistencias, aperturas, potencias, sin deshabilitar nuestra dimensión afectiva, esto es, aceptar “la imposibilidad de relanzar lo político por fuera de una nueva centralidad de lo erótico, lo sensual y lo sensible”.

 

Voluntad de inclusión o el populismo de izquierdas (realmente existente)
En la segunda parte de La ofensiva sensible, Sztulwark analiza las limitaciones de las políticas progresistas de gobiernos como el kirchnerista, pero no desde el punto de vista económico-político, sino desde el punto de vista desde la subjetividad política. La voluntad de inclusión conceptualiza perfectamente esa idea del populismo de izquierdas de articular el malestar social a un contrato vertical de las voluntades. Puede ser que esta conceptualización se base más en los populismos “realmente existentes” que en la teoría de Ernesto Laclau, pero ello no desfavorece la crítica. Las consecuencias de esta estrategia estadocéntrica ha sido la desmovilización de los sectores más rupturistas, junto con una miopía sorprendente en el ámbito de “las micropolíticas neoliberales sobre el ámbito de las sensibilidades”. Una vez agotado el ciclo económico favorable, Macri vino a culminar el proceso de mercantilización de las masas sin el ropaje de la inclusión, sin complejos, como Bolsonaro en Brasil o Trump en Estados Unidos. Ciertamente el kirchnerismo fue una salida redistributiva a la crisis, pero también representó una vuelta al orden, una normalización a través del consumo a los cauces del mandato del mercado. En esta lectura, parece inevitable ver una semejanza con lo ocurrido en la fase Podemos de nuestro último ciclo de movilizaciones en el estado español. Si bien Podemos hoy se encuentra siendo parte (en minoría) de un gobierno de coalición con el PSOE, su fuerza de base popular parece ya demasiado debilitada a causa de la estrategia centralizadora de participación desde arriba. Para el autor, esa “autonomía de lo político acaba por ser una autonomía respecto de la división social: reduce lo político a una teoría técnica y separada de la conducción”.

La caracterización de la voluntad de inclusión ofrecida por Sztulwark es rica en contenido porque tiene la virtud de desplazar el centro de gravedad de la estéril crítica ideológica hacia las potencias en conflicto que se dirimen en los mecanismos de sujeción que operan en el neoliberalismo.

 

Hacia horizontes plebeyos en tiempos de crisis
El tercer y último capítulo titulado “El reverso de lo político”, Diego Sztulwark nos invita a salir de nuestra zona de confort, a suspender los automatismos intelectuales y a descubrir la potencia de existir en la desobediencia. Ante la derrota del progresismo socialdemócrata o populista, el descubrimiento de lo plebeyo aparece como alternativa al cinismo. “El momento plebeyo es el reverso flotante de lo popular: una falla o interrupción en los mecanismo de adaptación y de reacción con los cuales se transita de una situación a otra”. Lo plebeyo como el deseo a no ser gobernado, pero que no necesariamente quiere hacer la revolución. Su efecto descodificador no puede reducirse a una determinación sociológica, “es movimiento centrífugo”.

De la precariedad se alimenta la empresa capitalista, pero también del odio, del racismo y el machismo. Esta separación de un síntoma y su plasmación contra un Otro (lxs pobres, el/la migrante, la mujer) es parte de una persecución a toda experiencia que se salga del mando del capital, un odio contrarrevolucionario. Como señala Frédéric Lordon en su libro Capitalismo, Deseo y servidumbre (2015), si bien el capitalismo no agota la pluralidad de deseos en nuestras sociedades sí que capta y produce “las maneras de desear bajo las relaciones sociales capitalistas”. La investigación militante indaga estas formas de vida no para representarlas ni liderarlas sino para potenciarlas, abriendo el campo de lo decible y sensible. La praxis, la escucha, las contrapedagogías populares, son las fuentes de un conocimiento emancipador.

La ofensiva sensible no intenta ser un manual de cómo hacer la revolución, sino un compendio de reflexiones que quieren dar el combate del pensamiento. En estos días de estados de alerta y pandemias este libro puede darnos cierto respiro, ciertas pistas, de cómo abordar la dimensión sensible que nos recorre como sociedad, no dejarse atomizar por el miedo, socializar la seguridad, colectivizar la impotencia para volverla esperanza común. Porque como indica Sztulwark las crisis, en su inmanencia, tiene algo de fermento y catalizador donde también se generan estrategias capaces de extraer vitalidad.

 

Franco Casanga, Graduado en Filosofía y activista vecinal de L’Hospitalet de Llobregat (Barcelona).

Fuente: rebelion.org 

Diálogos: La ofensiva sensible [Episodio 1] // Sztulwark – Horowicz

Primera de una serie de piezas audiovisuales que produjimos Caja Negra Editora en alianza con Fiørd tomando como punto de partida LA OFENSIVA SENSIBLE, el libro de Diego Sztulwark que publicamos a fines del año pasado. A partir del diálogo del autor con otrxs autorxs buscaremos expandir y profundizar las premisas del libro, confrontarlas con la coyuntura y con otras lecturas y conceptos. En esta oportunidad, el invitado es el historiador y ensayista Alejandro Horowicz, autor de libros como “Los cuatro peronismos” y “El huracán rojo”. Los límites del progresismo, el propio malestar como índice de verdad histórica, la situación actual en Chile, la diferencia entre el peronismo como populismo y como plebeyismo, son algunos de los ejes sobre los que trabajaron. Esperamos que les guste y aspiramos a que sea la primera emisión de CAJA NEGRA TV.
 
Idea y realización: Fiørd Estudio
Música: Países Bajos (gentileza de Priusdiscos)
Muebles y escenografìa: Gonzalo Arbutti

“El neoliberalismo es un gran aparato que opera sobre el deseo y las maneras de vivir” // Entrevista a Diego Sztulwark

 

Por Melisa Molina

 

“El neoliberalismo es un gran aparato que opera sobre el deseo y las maneras de vivir”, dijo en diálogo con PáginaI12 el politólogo Diego Sztulwark. En su libro La ofensiva sensible (Caja Negra), Sztulwark indaga las diferencias entre vidas ligadas a los automatismos del mercado y vidas que no encajan porque asumen su existencia como una pregunta: “Ya sea porque se enferman, porque son vulnerables, rebeldes, oscuros, o porque han tenido alguna experiencia que los ha llevado a desviarse respecto de la norma”, explica. Sztulwark reflexiona sobre quienes para vivir tienen que inventar lenguajes, alianzas y grupos nuevos y por eso entran en procesos de politización: ahí destaca el rol de los movimientos feministas, las comunidades indígenas y los movimientos de trabajadores precarizados que, sostiene, forman el “reverso de lo político” y sin los cuales sería difícil entender fenómenos claves en la crisis del neoliberalismo que vive gran parte de Latinoamérica. En ese sentido, advierte que los gobiernos populistas no han sabido o logrado propiciar un modo de vida diferente al que propone el mercado.

 

– ¿A qué se refiere cuando dice en su libro que “el modo de vida de derecha es tan triste como irrefutable”?

– Tomo este concepto de una tesis que elaboró Silvia Schwarzböck: dice que luego de los ‘70 y de la posdictadura solamente hay vidas de derecha. Es irrefutable ya que es una descripción correcta y permite comprender mucho del presente, pero es triste porque no permite ver la existencia de momentos donde hay una tensión distinta, donde los cuerpos aparecen articulados con el lenguaje de otra manera, donde hay una investigación sobre la propia vida y una no adaptación con lo que es el mundo neoliberal. Me resulta triste todo pensamiento que se limita a hacer una descripción del enemigo sobre nosotros y que sanciona una realidad derrotista. Es triste y también no es verdadera, ya que oculta toda una dimensión que llamaría “la verdad por desplazamiento”, que se crea desplazando lo que se impone, creando resistencias, y que no acepta el mundo tal como es.

 

-En su libro contrapone “modo de vida” a “forma de vida”: ¿cuál es la diferencia entre ambos conceptos?

– Llamo “modo de vida” a toda manera de vivir articulada en relación automática con el mercado, a todo lo que viene dado. El neoliberalismo es un gran aparato que opera sobre el deseo y las maneras de vivir. Necesité distinguirlo de la “forma de vida”, que sería la de aquellos que asumen su vida como una pregunta y no cuajan directamente en ese automatismo, ya sea porque se enferman, son vulnerables, rebeldes, oscuros, o porque han tenido alguna experiencia que los ha llevado a desviarse de la norma. Mi interrogante es qué hacemos con los que para vivir tienen que inventar lenguajes, alianzas y grupos nuevos y por eso entran en procesos de politización. Las izquierdas no lo piensan porque tienen la idea de que lo único posible contra el neoliberalismo es un partido revolucionario que “algún día podremos crear”. Pero el partido de los revolucionarios no será nada sin el partido de los sintomáticos y de aquello que no cabe en los “modos de vida” y que ocurre en el reverso de lo político. Sin eso, es difícil entender una serie de fenómenos que se van dando en las distintas crisis del neoliberalismo.

 

– ¿Qué importancia tienen los movimientos indígenas, feministas y de trabajadores precarizados en la construcción de otras “formas de vida”?

Lo indígena es importante porque tiene elementos comunitaristas, de resistencia, de marcas de una guerra perdida. De forma colectiva hacen ejercicios existenciales que los alejan de las premisas de obediencia que el neoliberalismo impone a la vida. Las tierras sobre las que están no dan lo mismo, el capital las quiere para hacer negocios y sus formas de vida necesitan poner un límite a ese modo de valorización. Por eso no se puede evitar la politización. Otro eje fundamental es lo que sucede con el trabajo precario. En Argentina hay una larga historia del movimiento de precarizados. En la crisis del 2001, el movimiento piquetero fue la irrupción autónoma de una resistencia desde la precariedad ante las formas de dominación neoliberal. Una parte grande de personas que trabajan en la ultra-informalidad hicieron ya experiencias de organización gremial, social, política y de lucha. El sujeto llamado “trabajador precario” va a estar en el centro de las dinámicas de conflicto. Y el tercer movimiento a observar son los feminismos populares. Ellos son capaces de radiografiar la economía desde abajo y percibir todas las formas de explotación informalizadas que recorren el campo social y que implican desde denunciar la deuda como mecanismo financiero de sometimiento hasta comprender cómo la construcción de masculinidades violentas es parte misma de la dinámica de valorización.

 

-Álvaro García Linera dijo, en 2015, que uno de los errores de los gobiernos populares de América Latina fue que lograron una ampliación del consumo pero sin politización de los sujetos. ¿Cómo analiza ese fenómeno a la luz de lo que sucede hoy en Bolivia y en toda la región?

Tomo a García Linera como el intelectual que mejor procesa discursivamente la versión que los gobiernos populistas dan de sí mismos. El balance que él hacía es que se daba una paradoja por la cual los gobiernos populistas incluyeron a los sectores históricamente excluidos en el consumo y, después, esos sectores populares votaron gobiernos neoliberales. Linera dice que faltó, en esa inclusión, clarificación política. Esa lectura es inocente porque si te das cuenta que la forma de consumo produce modo de vida no podés reducir el problema a una relación de consciencia que se resuelva vía pedagogía o propaganda. Los procesos prácticos de subjetivación no van a ser corregidos porque vengan a darte una clase de sociología. Una de las críticas fuertes a estos procesos es que privilegian ocupar el Estado por sobre ocupar la sociedad y transformarla. Hay que preguntarse qué experiencias de consumo hay habilitadas, y producir formas nuevas.

 

-Frente a las movilizaciones en Chile, ¿ve un rol importante de la juventud que, cansada del modo de vida neoliberal, sale a la calle, y que como respuesta el Estado les muestra su cara más represiva sacándoles los ojos?

Estuve en Chile y participé en manifestaciones, asambleas, y di un curso en la universidad. Es una barbaridad lo que están haciendo los carabineros. Mientras estuve allá había 217 chicos sin ojos. Cuando los equilibrios del neoliberalismo se agotan, aparece un odio inmenso a todo lo que se mueve, goza diferente, a lo que no se adecua. Un odio fascista que se estaba incubando y que lo vemos geopolíticamente en la figura de Bolsonaro. Se ve en el odio que tienen las fuerzas de seguridad; en el desprecio de las burocracias; en el racismo y sexismo de los medios de comunicación. En Chile apareció algo formidable que son miles de personas durante días en la calle, decididas a que el régimen post-pinochetista caiga. El descontento es amplio porque es en contra de cómo se reproduce la vida neoliberal. Frente a la estafa, hay un reverso de lo político que estalla, que no tiene representación en el régimen convencional y que pide discutir de cero la constitución del Estado.

 

– ¿Qué importancia tiene el diálogo entre las nuevas y las viejas generaciones para dar la batalla desde el campo de lo sensible y construir subjetividades distintas a las que propone el mercado?

-Cuando empecé a militar en los ‘90, Eduardo Luis Duhalde nos dio un curso de formación a los que estábamos en el secundario y me regaló dos libros: Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon, e Historia y consciencia de clase, de Georgy Lukács, y me dijo: “Los militantes nos deprimimos cada vez que hay una derrota histórica pero leemos estos libros y seguimos. Por eso somos militantes”, después me aclaró que “solamente hay militante entre ciclo y ciclo de lucha”, y que “el militante sirve para comunicarle al nuevo ciclo los saberes conquistados en el anterior”. Militante no es quien dirige, o la tiene clara, porque sus saberes son anacrónicos. Sin embargo, toda generación busca, como dice Walter Benjamin, una cita perdida con las generaciones anteriores. Y si bien es una cita que no se concretará, no podemos dejar de buscarla. Toda generación tiene el poder de apropiarse del pasado para sus fines, redimirlo, pero se trata de saberes que sólo sabrán cómo usarlos las generaciones que actualmente necesitan dar sus luchas y hacerse sus preguntas.

 

Fuente: https://www.pagina12.com.ar/248046-diego-sztulwark-el-neoliberalismo-es-un-gran-aparato-que-ope

 

LA POTENCIA DE EXISTIR: SEMINARIO (casi) COMPLETO // Diego Sztulwark en Chile, 11/2019

Clase I: Pierre Hadot


Clase II: Spinoza y Foucault
Parte 1

Parte 2


Clase III: Maquiavelo

 

La potencia de existir III: Maquiavelo // Diego Sztulwark en Chile

A propósito del 19 y 20 de diciembre // Entrevista a Diego Sztulwark

En dialogo con Sergio Tagle en el programa Bajo el Mismo Sol , Diego Sztulwark analizo el escenario político actual.

La calle y las urnas // Diego Sztulwark

Las elecciones presidenciales de hoy no sorprenderán por sus resultados -justa y previsible paliza a las candidaturas de Macri y Vidal- sino por lo que impone a futuro: traducir el no al neoliberalismo en las urnas en una presión sobre los dispositivos reaccionarios de gobierno de la crisis, que intentarán convertir el voto en una mera legitimación del sistema de partidos.

La región arde, pero sobre todo arde Chile. Ha estallado el emblema mismo del neoliberalismo sudamericano. La insurrección es la base misma de la democracia. No es cierto que la república es el mero respeto por las instituciones: es ante todo la capacidad de crear instituciones nuevas.

Argentina y Chile muestran, en estados distintos de desarrollo, secuencias de politización ancladas en el fracaso de los modos de vida neoliberales. Es la existencia misma la que no se deja atrapar por los requerimientos del orden. Crear forma de vida no neoliberal supone crear instituciones nuevas. Toda conmoción de la tierra invoca una inversión del punto de vista, nuevos esfuerzos literarios, nuevas vías para expandir y concretar la imaginación colectiva.

¿Qué fue el dispositivo revolucionario? Notas sobre El huracán rojo, de Alejandro Horowicz // Diego Sztulwark

Las revoluciones se hacen con malas lecturas

Horacio González, citado en El huracán rojo 

 

Hay historias que piden a gritos ser comprendidas. No solo los acontecimientos que permanecen mudos hasta que se les aporta un sentido, sino también fenómenos demasiado perturbadores, o conmociones excesivas, que despiertan entusiasmos que asustan.  Es el caso de las revoluciones europeas de los siglos XIX y XX. Lo mínimo que se puede decir de ellas es que produjeron más sentido del que es posible consumir. Sería pueril, por lo tanto, resumir la cuestión en la sentencia obvia, según la cual, como todo lo que dura, lo propio de toda revolución es envejecer y transformarse en fantasma. Quizás suceda lo contrario: se necesita mucho tiempo para recorrer su exceso de sentido. En los años sesenta se anticiparon algunas conclusiones como las de Carl Schmitt, quien vio con pesimismo la pérdida estatal del monopolio de la decisión política –esa joya racional del derecho público europeo destinada a la regulación de la hostilidad y la violencia–, y algunas preguntas como las de León Rozitchner: si las revoluciones vencedoras parecen ratificar unas leyes invariables del decurso humano, ¿qué verdad llevan consigo las derrotadas? 

 

Lo (no-tan) nuevo, en todo caso, es el estado de ánimo –si no la tesis– que hace de las revoluciones un puñado de episodios pertenecientes a un pasado inactual, irrelevante aún cuando muchos de sus efectos continúan actuando en el presente. Más allá de los intentos de romantización o diabolización, la pretendida liquidación de la revolución plantea el problema de la perdurabilidad misma del concepto de lo político. El huracán rojo, reciente libro de Alejandro Horowicz, afronta estas cuestiones de un modo sorprendente. Si sus libros dedicados a la Argentina –al peronismo, a la guerra de la independencia y a los golpes de Estado– cautivan por la destreza de la escritura y la firmeza del método, lo que sorprende en esta última investigación es la solvencia con la que se atreve a cuestiones medulares de la historia universal, hasta ahora reservadas mayormente por la academia de los países llamados centrales. 

 

  1. La revolución y sus problemas

 

La clase, en su lucha por el poder, no necesita un instrumento de mediación general, sino muchas funciones puntuales y continuas para gestionar adecuadamente la guerra civil. 

Toni Negri, La fábrica de la estrategia

 

El título dice mucho. Se trata de pensar la revolución como un movimiento violento que arrastra y conecta espacios heterogéneos, un campo de fuerzas cuyas tensiones remiten a la construcción de mercados nacionales como parte de la dinámica de la evolución del mercado mundial; un soplido cíclico y furioso que plantea históricamente (como escribe Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, modelo de escritura de Horowicz) la tarea de ruptura, primero del bloque popular dirigido por la burguesía y luego del movimiento proletario. Ciclo o conjunto de problemas que tienden a concretarse en el triunfo de la Revolución Francesa y, sobre todo, de la Soviética. De modo que 1917 permite explicar 1789, pero solo en la medida en que 1789 plantea las cuestiones que 1917 intenta resolver a su modo, mediante el soviet. Como si les correspondiera a Lenin, a Trotsky y a sus camaradas resolver qué hacer con la cabeza decapitada de Luis XVI. La grandeza y las miserias  de la revolución bolchevique radican, en última instancia, en un mismo drama: el carácter europeo de coyunturas que debieron ser afrontadas a escala nacional. 


Me parece que las principales tesis de Horowicz sobre el fenómeno revolucionario pueden plantearse así: 

 

  • La revolución es un dispositivo que agencia ideas igualitarias en torno a cuerpos organizados, dispuestos a sostenerlas –nivel militar– y a inscribirlas en las estructuras económicas, jurídicas y políticas.  

 

  • El carácter permanente de la revolución, es decir, la tendencia de las luchas por la igualdad, dentro del marco estrechamente burgués –igualdad ante la mercancía, igual pena a igual delito y un hombre un voto–, a profundizarse en la lucha de clases por la igualdad de tipo socialista. De esto se desprende que un socialista no es más que un demócrata consecuente. Esta tensión se encuentra tan presente en la tradición republicana francesa (liberales y plebeyos), como en el bloque socialista soviético (bolcheviques, mencheviques, populistas).

 

  • La revolución es un fenómeno de doble poder –de clase– que comienza por la constitución de una legitimidad –autorictas– y tiende a afirmarse, si encuentra el modo, como poder armado –potestas–. Esta tesis se completa con la idea según la cual, al menos hasta cierto punto, es posible afirmar que, para la Europa de la época de las revoluciones, la cuestión agraria es la llave de la cuestión militar, problema central de la revolución.

 

  • La política es el campo específico de planteamiento de problemas, que no hay cómo resolver sino al interior de determinada coyuntura, y que lo propio del pensamiento revolucionario es plantear los problemas del doble poder (¿Cómo extender el principio de la igualdad hasta desbordar las categorías monárquicas o aristocráticas? ¿Cómo lograr que las mayorías populares autoricen la conversión del soviet en órgano de insurrección y gobierno?). Se trata de crear formas políticas, y para hacerlo es necesario aprender a desdoblar la clase-agente del proceso revolucionario de la tarea histórica que organiza una coyuntura (Lenin: la clase obrera debe realizar la tarea histórica de la revolución democrática, teóricamente asignada a la burguesía). 

 

  1. El “partido de dos”

Sería conveniente negarse a caer en la alternativa simplista entre el centralismo democrático y el anarquismo, el espontaneísmo.

 Félix Guattari, “Psicoanálisis y política”

 

Horowicz se ocupa de seguir las discusiones y tácticas de los socialistas entre revoluciones: de la revuelta europea de 1848 a la Comuna de París, pasando por los debates en el seno de la poderosa social democracia alemana, y de las discusiones que involucraron a Marx y a Engels, el -no tan- hermético “partido de dos”. La lectura política de El manifiesto comunista y las discusiones producidas por las posiciones del viejo Engels (luego de su importante prólogo de 1895 al libro de Marx, La lucha de clases en Francia) contienen ya los elementos que animarán el pasaje que desemboca en la polémica entre socialistas reformistas (Kautsky, Bebel, Bernstein; Plejánov y Martov) y comunistas revolucionarios (Rosa Luxemburgo, Lenin, Trotsky) de comienzos del siglo XX. 

 

En síntesis, El manifiesto comunista expresa el momento jacobino-plebeyo, profundamente ligado a la tentativa revolucionaria de 1848, cuya derrota impone un balance y, por lo tanto, una nueva que el viejo Engels propone en los siguientes términos: el partido obrero de masas, en defensa de la legalidad como agente de constitución de hegemonía obrera dentro del bloque popular, junto al partido armado clandestino (amparado en el derecho de armarse en la defensa de la constitución). 

 

La posición de Engels se traduce en los siguientes términos político-coyunturales: el partido obrero debe tomar posición sobre la cuestión agraria dado que el factor campesino es el que decide las relaciones militares de fuerzas. Tanto en Alemania como en Rusia, el soldado es el campesino y, en general, en toda Europa, se lo instruye en el antisemitismo –“socialismo de los tontos”–.

 

Engels entrevé que el problema político esencial de la revolución en Europa se juega en torno a la transición entre democracia y socialismo. La tarea principal es romper el cerco montado alrrededor de la “democracia pura” o blindada, cuyo objetivo principal es impedir al proletariado revolucionario formar una mayoría. De allí la nueva combinación que propone entre democracia revolucionaria y cuestión militar. 

 

El “partido de dos” no fue unánime. Horowicz presenta a un Marx políticamente más inclinado a la línea jacobina-plebeya, al menos en dos ocasiones. La primera: su valoración de la Comuna de Paris: “Marx reelabora su propia lectura anterior del Estado ‘Boa constructor’ y pasa a defender la flamante experiencia del Estado-Comuna como novedoso instrumento histórico”. Ve en la Comuna la forma política específica popular, la primera experiencia exitosa de la combinación de doble poder y constitución de mayoría: ella es a la vez la forma eficaz de combate –estrategia militar proletaria– y de gobierno –moderna dictadura del proletariado–. 

 

La segunda es su relación con los llamados populistas rusos, que defendían la propiedad comunal de la tierra en Rusia como originalidad que determinaba un tránsito no convencional al socialismo, esquivando el modelo lineal que en ciertos países de la Europa occidental suponía el apoyo a la burguesía como paso previo al socialismo. A Marx no se le escapaba que la intelligentzia populista rusa –tan influyente sobre el joven Lenin– tenía el terrorismo como táctica política inmediata.

 

 

Paréntesis Latinoamericano

Un holocausto de jóvenes latinoamericanos, fascinados por el Che, que terminaron perdiendo contacto con la realidad. 

Alberto Methol Ferré, El Papa y el filósofo

 

Este problema de la táctica revolucionaria consistente en infundir el terror conecta, en general, con el problema de la lucha armada y del partido militar clandestino que, según Horowicz, será siempre una obsesión de Lenin. En el libro, estas cuestiones solo se plantean en relación con la coyuntura europea. De allí que llame la atención que, en medio de la descripción de la correspondencia entre Marx y los populistas rusos, aparezca una referencia al líder revolucionario latinoamericano Ernesto Che Guevara. El argumento de Horowicz es el siguiente: mientras Plejánov se alínea con la perspectiva trazada por Engels, Marx disiente en privado, simpatizando con los populistas. En otras palabras, mientras Plejánov sea el jefe de la incipiente Social Democracia Rusa en formación, la cuestión agraria rusa no será estudiada a fondo (esto ocurrirá recién cuando la jefatura caiga en manos de Lenin), ni por lo tanto se planteará el problema de la lucha armada. De allí que Marx entienda el planteo de Plejánov: “Jugarse la vida en esas condiciones no puede ser otra cosa que perderla y como no es el Che Guevara no lo invita a morir”. El sujeto de enunciación de la frase de Horowicz es Marx. Y, por lo tanto, hay que entender aquí que la diferencia entre Marx y Guevara es que el segundo invita a morir.

 

Una nota al pie de El huracán rojo aclara cualquier malentendido posible. Se trata de la conocida cita de Ciro Bustos en su libro El Che quiere verte, según la cual Guevara instruyó a un grupo de combatientes entre los que se encontraba el propio Bustos: “Hagan de cuenta desde ahora que ya están muertos. Lo que vivan de acá en adelante será de prestado”. La conclusión de Horowicz es la siguiente: “La disposición a morir integra el menú de todo terrorista revolucionario en actividad”. En las conversaciones que mantuve con León Rozitchner, escuché un argumento similar, pero diferente. Rozitchner decía que el problema con Guevara era que imponía su autoridad sobre la base de su disposición a morir, pero no calificaba su política de terrorista (archivo del proyecto León Rozitchner, es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa). Esa frase solitaria da ganas de entrevistar largamente a Horowicz sobre su comprensión de la Revolución Cubana y su tentativa de continentalización.    

 

  1. El partido es un “acuerdo fechado”

El conocimiento se realiza como separación del fenómeno de la esencia, de lo secundario respecto de lo esencial, ya que sólo mediante tal separación se puede mostrar la coherencia interna, y con ello, el carácter específico de la cosa.

Karel Kosik, Dialéctica de lo concreto

 

Lenin es presentado por Horowicz como una suerte de síntesis biográfica entre los dos grandes afluentes del socialismo revolucionario ruso: la sensibilidad por la comuna y el valor por el voluntarismo, el estudio de la cuestión agraria y la preocupación por el aspecto armado de la insurrección; y el marxismo soviético: el estudio de El capital, la postulación de la dirección proletaria de la revolución, y la identificación de los soviets como órgano de la insurrección y de gobierno. 

 

Las 250 páginas finales –la segunda mitad del libro– es una formidable novela política y, a la vez, un ensayo informado al detalle sobre las revoluciones rusas –la de 1905, y las de febrero y octubre de 1917–, en la que se narra el papel de la policía secreta del zar; la marcha de las mujeres por la paz; el papel de los sindicatos y del Padre Gapón; las discusiones internas entre las corrientes del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso entre Bund, Eseristas, Mencheviques, Bolcheviques, Iskra, etc; el papel fundamental de la tradición de los militares decembristas en la oposición de parte del ejército al zar (afluente clave en la constitución del Ejército Rojo) y de los soviets en la flota naval (el acorazado Potemkim); el polémico pero épico viaje en tren de Lenin por Alemania; una historización detallada del papel de Trotsky y del desarrollo del Soviet de Petrogrado; y sobre todo una formidable elucidación sobre la cantidad de veces que debió reconstituirse el partido bolchevique en función de los cambios de coyuntura y los cambios de orientación que Lenin propone una y otra vez, siempre en flagrante minoría.

 

Estas y otras líneas de la coyuntura rusa y europea convergen en el cerebro de Lenin. Su interpretación de la guerra; el papel de las consignas; sus discusiones con sus compañerxs, primero con el viejo Plejánov y Martov (líder menchevique), con Rosa Luxemburgo o con Trotsky, con Kamenev y Sinoviev (históricos camaradas bolcheviques que se oponen a la insurrección de octubre); la rearticulación constante de la estrategia del bloque popular en torno al eje organización (Lenin) contra espontaneidad (Luxemburgo), que implica considerar en concreto el papel de las tendencias a la autonomía proletaria y la relación más que problemática con el anarquismo; el papel de los soviets en cada coyuntura (Lenin insiste con la conducción bolchevique; Trotsky, presidente del Soviet de Petrogrado, con la conducción del Soviet); la relación entre partido-sindicato-comando fabril y soviet (“los bolcheviques usaron los soviets contra los consejos de fábricas”); la relación entre Soviet y Duma, etcétera. 

 

Siguiendo al Trotsky escritor, el genial autor de Mi vida, Horowicz nos devuelve un Lenin que tuvo la desgracia de ser convertido en texto sagrado e ícono de los diversos stalinismos de la izquierda. Con la reconstrucción de sus decisiones singulares (empleando el método spinoziano de lectura, que consiste en conectar el texto con el conocimiento del autor y de los contextos), El huracán rojo logra demoler la hagiografía partidaria, contra la que siguen peleando por buenas y malas razones liberales y libertarios de toda clase, y reconstruye el Lenin político que sigue ofreciendo un interés notable.   

 

  1. El libro de las preguntas

El libro de las preguntas es el libro de la memoria.

  Edmond Jabès, El libro de las preguntas

 

Leer a Lenin. Hacerlo de un modo “menos superficial, menos religioso”, escribe Horowicz. Leerlo como se lee a un escritor socialista que tuvo la “pésima suerte de integrar el paquete de lecturas obligatorias”. Leer a Lenin “no es fácil”. Doble dificultad. A la señalada se agrega otra: los célebres zigzagueos del líder bolchevique, los cambios de posición que hay que seguir al detalle y de modo minucioso, si lo que se ambiciona es “mostrar la coherencia interna, y con ello, el carácter específico de la cosa”, como sugiere Kosik en su Dialéctica de lo concreto. Los cambios de Lenin interesan más allá de Lenin. Interesan los cambios. Interesa la mente que se dedica a captar la evolución de las líneas de ruptura que determinan una coyuntura viva. Interesa, también, la escritura que trata de comprender lo que ocurre en esa mente. No es solo Lenin. Son los bolcheviques. Son las corrientes socialistas. Son las clases en movimiento. Y luego, claro está, son las fuerzas del orden. Pensar lo que piensan los seres tomados por la revolución. En la expresión “leninismo del movimiento”, que emplea Horowicz, se entrevé la tensión entre orientar política y organizativamente las fuerzas de ruptura hacia la insurrección (primero rusa, luego alemana y europea), junto a la tendencia a compensar las inconsistencias del despliegue revolucionario mediante una dictadura de partido. Leninismo del movimiento quiere decir determinación de quiénes son los “amigos del pueblo” (relación amigo/enemigo), estimación del sentido de la paz y la guerra, evaluación dinámica de la relación entre corrientes políticas y clases sociales, así como elucidar en cada ocasión la relación conveniente entre partido, sindicato, soviet, duma y comité de fábrica.  

 

Después de septiembre de 1917, se acelera la formación del doble poder, se activa la escuela realista de la política revolucionaria. Décadas de saberes conspirativos y luchas de masas maduran el kairós de la insurrección. Los bolcheviques encabezan la preparación militar de la ofensiva. La guerra europea deviene guerra civil. La autorictas armada del soviet (autodefensa) es el punto de partida para una insurrección armada cuyo mando militar será el partido. Es la famosa “toma del poder”. 

 

El huracán rojo es un libro de las preguntas. Busca en el “pasado revolucionario” la discusión sobre “este presente reaccionario”, en el que las decisiones de las mayorías son bloqueadas por la defensa del interés bancario. La idea de revolución desaparece luego de que el capitalismo se hubo servido de ella. Solo que si desaparece la posibilidad de transformar el presente, es la misma democracia la que pierde todo sentido. El tiempo pasado y el tiempo presente se pliegan. Sobre el final del libro las preguntas se agolpan: ¿Concreta el poder revolucionario, en medio de una despiadada guerra civil, el derecho de la mayoría revolucionaria a gobernar? ¿Qué sucede cuando la mayoría revolucionaria no es mayoría? ¿Cómo se resuelve en esas condiciones la tarea de desplegar un poder soviético sin caer en la dictadura de partido? 

 

Horowicz lee la tragedia del bolchevismo como la imposibilidad de extender la revolución al resto de Europa. La guerra de clases no podía resolverse a escala nacional ni el poder soviético podía imponer a Europa una relación de fuerzas que se correspondiera con el desarrollo político de las clases sociales del continente. Citando a Rosa Luxemburgo, Horowicz permanece fiel a la tesis según la cual la resolución de las tendencias en el nivel del mercado mundial depende de la maquinaria militar. Durante la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas capitalistas establecieron su triunfo sobre una Europa que desoyó el llamado de Lenin: “La guerra se desarrolló en Rusia como batalla por la tierra, y el fortalecimiento de la burguesía agraria terminó siendo una de las consecuencias calculadas de la revolución. Ahora bien, el proletariado había quedado reducido al partido del proletariado, y la reconstrucción de la sociedad de ningún modo garantizaba la reposición de una vanguardia devorada por la guerra civil y la crisis. El precio de la victoria –si la sociedad rusa debía pagarla sola– resultaba excesivo. Ese termina siendo el trágico balance del Octubre bolchevique”. Sencillamente era imposible para los bolcheviques resolver la guerra de clases a nivel continental a partir de un triunfo nacional. 

 

Ahora

La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no lo configura el tiempo homogéneo y vacío, sino el cargado por el tiempo-ahora.

Walter Benjamin, Sobre el concepto de historia

 

La tentativa de liquidar la revolución posee connotaciones bíblicas. La contrarrevolución, según puede leerse en las primeras páginas de El huracán rojo, pretende extraer sus argumentos de cierta interpretación de la estructura íntima del monoteísmo según la cual “la dualidad de poderes teológicos no admite resolución pacífica”. En otras palabras, liquidar la revolución es acabar con la amenaza al principio absolutista. Es el sentido del título del primer capítulo del libro: “De la batalla por el derecho, al derecho a dar batalla”. En otras palabras, la revolución surge como irrupción de un principio alternativo basado en la responsabilidad democrática, o sea, en la extensión de formas de igualdad que solo se expanden batallando contra los dispositivos de restricción patriarcales de raíces teológico-políticas.

 

La derrota de la revolución europea trajo consigo la consolidación del principio autocrático, fundado ahora en la evolución del mercado mundial, que desembocó en la identidad entre espacio global y lógica del capital. Identidad que supone, además, una concentración inédita del poder militar. El huracán rojo puede ser leído, así, como un relato contra-teológico, un llamado a rastrear en la historia de la revolución las claves para comprender las causas profundas del actual impasse de lo político. La cita de los fenómenos libertarios del pasado carece de inocencia: pretende extraer aprendizajes para un presente que parece ser incapaz de superar la neutralización de la democracia como la de toma de decisones de las mayorías. Cualquiera que conozca a Horowicz puede entender lo que esto significa: un llamado perentorio, en tono alzado de voz, a comprender que el problema de la democracia efectiva solo ha sido planteado históricamente de modo revolucionario. 

 

En una reciente charla con militantes preocupadxs por la coyuntura, realizada semanas después de las primarias presidenciales argentinas que pulverizaron a Macri y durante las movilizaciones indígeno-populares que cuestionan las políticas de Lenin Moreno en Ecuador, el autor de El huracán rojo decía que el pensamiento revolucionario nunca fue otra cosa que el saqueo de las ideas circundantes en función de la obsesión por la transformación y, en consecuencia, un saber que se enhebra al ritmo de la lucha política. Por lo tanto, un programa –dijo allí Horowicz– no es sino un mapa de problemas nodales a resolver y, a partir de allí, un mecanismo útil para reajustar discursos políticos a la dinámica política tal y como surge de una toma de partido en favor de la cuestión democrática (que hoy se plantea como lucha de lxs trabajadores precarizados, los feminismos, lxs jóvenes, las comunidades indígenas). Lo que equivale a afirmar que el principal y más urgente desafío político consiste en retomar la iniciativa frente a los consensos discursivos que contienen, inhiben y liquidan toda expresión autónoma de la dinámica política.  

 

 

La insumisión autonomista // Mariano Pacheco y Diego Sztulwark.

Extracto del libro Desde abajo y a la izquierda. Movimientos sociales, autonomía y militancias populares, de Mariano Pacheco 

CAPÍTULO 4. Primera conversación con Diego Sztulwark. La insumisión autonomista.

 

Diego Sztulwark: Yo partiría de hacerme cargo de la colección en la que el sale este libro, donde también hay publicaciones como la de Javier Trímboli y Silvia Schwarzböck que hacen fuertes caracterizaciones epocales. En el libro de esta última, Los espantos. Estética y postdictadura, está presente la idea de que después de los años 70 toda vida es una vida de derecha porque está ganada por la idea de la derrota. Esa idea no me gusta nada, porque no da cuenta de cosas que hemos vivido y hemos pensado, por ejemplo, nosotros. Me cuesta ver nuestras experiencias, sobre todo entre el 96 y el 2002, reducidas a una vida de derecha.

 

Mariano Pacheco: claro, sí, yo lo leí ambos libros, y comparto el malestar ante esa hipótesis del triunfo de la “vida de derecha”, malestar que también me ganó cuando leí Los prisioneros en la torre. Política, relatos y jóvenes en al posdictadura, de Elsa Drucaroff, donde trata de pensar la literatura argentina desde 1983 en adelante. Me hace ruido que Drucaroff hable de la “generación de militancia” cuando se refiere exclusivamente a la generación del 70. El resto, para ella, son generaciones “que crecen a la sombra de la generación militante de los 70”. Me hace ruido ese exclusivismo de los años 70 para pensar las militancias, como si estas sólo se produjeran en momentos de auge o en determinados períodos de alza en la participación popular. Y me hace ruido porque pienso que siempre, aun en el peor contexto, se puede tener una actitud militante ante la vida, así sea para generar pequeños espacios. Nuestra experiencia de algún modo habla de eso. Y también la de los “montoneros silvestres”, de la que escribí un libro: pequeños grupos que en la zona sur del conurbano (no casualmente) resistieron como pudieron durante todos los años de la última dictadura, sin recursos, siendo muy pocos y encima desconectados de la organización, que mantenía su estructura y cuadros de conducción fuera del país.

 

DS: Me acuerdo cuando lo conocí, de jovencito, a Eduardo Luis Duhalde, él me decía: “la militancia es lo que ocurre cuando hay repliegue, porque el militante es el encargado de conservar y transmitir lo que se sabe de la última lucha a la próxima”. Recuerdo eso que decía Duhalde: “cuando te bajonees, cuando te deprimas leéte esto”. Y me regaló dos libros: Historia y conciencia de clase, de Georgs Lukács y Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon. Me los dio como diciendo “estos ejemplares son viejos, los leí en otra época, te los doy como el material que ejemplifica el pasaje de un momento de militancia a otra”. Ahora yo creo que si leemos, por ejemplo, el libro de Javier Trímboli, nos encontramos con que esta vez, del 2001 para acá, más que una época donde hay militancia o no hay militancia, se pasó de un tipo de militancia a otra. Es decir: apareció otro tipo de militancia, la kirchnerista, diferente a la militancia que se había gestado con las luchas sociales hacia finales de los años 90 (a la que llamamos genéricamente “generación de 2001”), que tenía otra proyección posible, o tenía otro interés, diferente al que surgió con el kirchnerismo. ¿Cómo lo ves vos esto que te digo?

 

MP: Sí, yo lo veo así y muchas veces hemos empleado el término de jóvenes-viejos para hablar de los jóvenes kirchneristas. Incluso hablando con viejos setentistas que se hicieron rápidamente kirchneristas, recuerdo que yo les decía esto y ellos me reconocían que era así, que la llegada de Néstor los entusiasmaba a ellos pero no a la juventud. Eso fue igual hasta el 2008/2010, me parece, cuando el kirchnerismo carecía de juventud. Toda la militancia que se había sumado al kirchnerismo, por fuera del PJ o de las instancias más tradicionales, en esos primeros años, era una militancia que venía de los años 70 y 80, pero todos bajo la sombra clara de la lógica política de los 70. Incluso mucha gente que había dejado de militar durante el menemismo, después de 2003 volvieron con todo, y en muchos casos tuvieron una actitud de “acá no pasó nada”. Entonces me parece que en ese volver con todo, no revisaron qué pasó en los años que ellos no participaron políticamente, y es más, lo ningunearon, colocaron a las nuevas experiencias políticas que surgieron desde el conflicto social como “pre-políticas”, como meras experiencias de lucha reivindicativa, económica, de sobrevivencia.

 

DS: ¿Y cómo caracterizarías a la juventud que se incorpora a la militancia kirchnerista después de la crisis con las patronales del campo, después de todas esas medidas como el matrimonio igualitario, la Ley de medios… y el enorme crecimiento de La Cámpora?

 

MP: A mí me cuesta no ser tan duro con el juicio que hago, pero no quiero ser tan duro en el sentido de no parecer soberbio, por un lado, ni tampoco ningunear la nueva experiencia que hacen franjas más jóvenes que uno. Pero en principio diría que ahí lo que se produce es un recambio etario y no generacional, es decir, que esa gente se incorpora y le suma sangre joven a una lógica vieja de hacer política. Pero me parece que hay una cosa muy paradójica, que hay toda una mística muy acartonada. El MST de Brasil dice que la mística, de algún modo, es un proceso de desburocratización absoluta de todos los vínculos y una cosa que pasa por lo sentimental y por unir la razón con la práctica a través de los sentimientos. Para mí, entre 2008 y 2010 se produce una situación en donde franjas juveniles se suman a un proyecto atravesado por una intensa nostalgia, donde sentimiento y razón no se entrelazan. Por ejemplo: los dedos en V, ¿qué quiere decir para una persona joven del 2010? O esa recuperación acrítica que se hace de Perón (digo lo de Perón por poner un ejemplo, y no porque tenga un planteo gorila, más bien todo lo contrario): ¿qué piensan del último Perón? ¿Han procesado/pensado sobre los cambios que fue adoptando Perón a través de los años? ¿Cuál fue el vínculo de Perón con Cooke, cuál fue el vínculo de Perón con la burocracia sindical? Veo muchos pibes y pibas que, a diferencia de la militancia de los años 90 (teñida por cierto setentismo, pero que le prestó mucha atención al estudio de la historia argentina y latinoamericana), tienen –como decía Rodolfo Walsh– un déficit de historicidad; es una camada militante que, en general, carecen de formación política, y de formación histórica en particular, paradójicamente en un momento en el que se supone que volvió la historia y retornó la política.

 

DS: Y a nivel de la participación de militancia en los movimientos sociales, específicamente, ahí habría que hacer como una genealogía más cuidadosa ¿no?

 

MP: Sí, claro, porque paradójicamente la línea de militancia juvenil (por ponerle una etiqueta kirchnerista), no ha estado prácticamente vinculada a los movimientos sociales. Si uno se fija, el movimiento social kirchnerista con más desarrollo era el Movimiento Evita, que luego de la emergencia de La Cámpora como que empieza a ser corrido hasta que se van retirando del kirchnerismo para recostarse en un peronismo más clásico. Y si bien reconocen haber estado esos doce años ahí, no se asumen como kirchneristas, o en todo caso entienden al kirchnerismo como un momento más del peronismo, no como una identidad en sí misma. Entonces ahí sí hay que ser mucho más cuidadoso desde una perspectiva de izquierda (que por lo menos es la que yo trato de defender), en el juicio respecto del peronismo y sobre todo de la historia del peronismo. Ahí es donde me parece que hay algunas cuestiones que también hay que poder discutir, con esos compañeros y compañeras, respecto de que el peronismo no es un bloque, de que el peronismo tiene distintos momentos, distintas fases, distintos personajes y que uno puede a veces reivindicar determinadas aristas del peronismo y no el peronismo en bloque. Ahí me parece que hay algo fundamental: hay que poder hacer una política de selección de lo que se reivindica. Es más difícil, claro, pero es una tarea política de primer orden entender en qué genealogía uno se filia, y en cual no. Porque no es sólo un ejercicio historiográfico: la lectura que se hace del pasado después se expresa, por ejemplo, en los modos que se tiene de hacer política (cómo se entienden los liderazgos, los programas, las estructuras de una organización…). Entonces diría que, en el caso del kirchnerismo, se tuvo mucho gesto hacia el pasado y poca reflexión respecto de cómo reactualizar lo mejor de ese pasado en un presente totalmente distinto, no sólo de la Argentina sino del mundo entero. Recuerdo que una vez, hablando con Alejandro Horowicz, él me decía que el kirchnerismo era peronismo… pero sin programa.

 

DS: Es un poco lo que afirma Javier Trímboli también, ¿no? Eso de que el kirchnerismo, más que una reflexión sobre la revolución, es una reflexión sobre la historia, y que, en vigor, no tenía un proyecto estratégico. Y no lo tenía el kirchnerismo acá, pero en general, no lo tenían los gobiernos progresistas en la región, y muchas veces parece que tampoco lo tiene la izquierda. Cuando Javier dice eso, considera que los gobiernos progresistas tuvieron su interés porque intentaron evitar, o al menos interrumpir parcialmente, la marcha implacable del proyecto neoliberal hacia el futuro de manera lineal. Los gobiernos progresistas fueron, para él, el intento de retener este inevitable camino al desastre y es muy interesante como Javier plantea el asunto porque dice: “en la época de la revolución los progresistas éramos nosotros, nosotros teníamos el futuro y los reaccionaron eran ellos, trataban de frenarnos o de posponernos, en cambio ahora, eso cambió, ellos volvieron a ser los que tienen la idea de futuro y nosotros tratamos de frenarlos sin tener un proyecto de tipo estratégico”. Entonces ahí mi pregunta sería (más allá de la cuestión de la historia), ¿cómo pensar la ruptura del 2001? ¿Quedó ahí algo del orden de un proyecto estratégico por desplegar? Si tenemos la idea que ahí se jugó algún tipo de diferencia fuerte o de pregunta política radical que nos interesa seguir trabajando, que no queremos dejar en el olvido, ¿qué cosa es el 2001 en ese sentido?

 

MP: Ahí hay como dos o tres cuestiones fundamentales como para empezar a hablar sobre el tema. En primer lugar, a diferencia de lo que yo decía hace unos años atrás (que todavía el 2001 estaba presente, es decir, que podía reactualizarse rápidamente ante una crisis), yo creo que hoy el 2001 es ya parte de una historia, una historia reciente, pero historia al fin. Ahora lo que pasa con esto, como dice Raúl Cerdeiras, es que 2001 es el último gran momento político. Cuando uno mira para atrás en la historia argentina, es el momento más cercano que tenemos de cuando las cosas sucedieron de un modo más o menos parecido al que queremos que sucedan, o deseamos o por el cual militamos desde una perspectiva que, evidentemente, entiende a la política desde un lugar muy otro al que la entiende el kirchnerismo, pero también el peronismo más clásico, y las izquierdas más tradicionales. Es decir, que si uno mira para atrás, ya no son los años 70 sino el 2001 el último gran momento para pensar una perspectiva de transformación radical de la sociedad.

 

DS: Disculpá que te interrumpa. ¿Por qué sería el 2001 más un proyecto que un recuerdo motivador? ¿Por qué no hemos elegido proponer un modelo de lo que queremos?

MP: Porque me parece que condensó una experiencia (justamente esa que narro en mi libro De Cutral Có a Puente Pueyrredón, la que va desde 1996 a 2002) en donde se impugnó no sólo el orden, sino los modos tradicionales de hacer política popular en Argentina, tanto por parte de la izquierda como del peronismo. Entonces, más que como modelo, lo podemos tomar como inspiración, en el sentido de que el 2001 no es el resultado de una programación de un grupo de gente sino un resultado que combina estrategias de distintos grupos, situaciones azarosas y crisis del régimen. Creo que el 2001 es programa, pero no programa en el sentido más clásico de “tenemos que dar estos pasos para llegar a determinados objetivos”, principalmente porque corremos el riesgo de pensar que en un futuro (cercano, o lejano, lo mismo da), puede suceder algo parecido a lo que fue el 2001, y yo creo que no, porque estaríamos negando lo que se produjo en el orden del acontecimiento, para volver a pensar con algunos marcos conceptuales que hemos aprendido con Raúl. Sí me parece que hay que mirar ahí, porque 2001 condensó eso: una combinación de experiencias de muchos años con azar, con imprevisibilidad. Ahí (más lejos esta vez de mi maestro Cerdeiras), pienso que no se puede leer a 2001 como algo que simplemente irrumpió sin que uno lo esperara (insisto: solamente, porque es obvio que algo de eso hay, sino no hablaríamos de acontecimiento), sino que hay que poder ligar acontecimiento con historicidad. Porque 2001 también condensa una experiencia previa de muchos años que, de algún modo, ratifica ciertas líneas del movimiento popular, las que insistían en algunos rasgos que después en 2001 se masificaron, como la acción y la democracia directa de tipo asamblearia, los cortes de ruta y formas de protesta que más que en la legalidad pensaran en la legitimidad.

 

DS: ¿Y qué sentís qué pasó con todo eso?

 

MP: Creo que no alcanzó. Igual lo digo asumiendo que habría que repensar un poco más esto de “no alcanzó”. Para mí no es un problema del tipo “nos quedamos cortos”, porque considero que no había condiciones objetivas para hacer mucho más en la coyuntura inmediatamente posterior a 2001, incluso tras la Masacre de Avellaneda.

 

DS: O sea que “no alcanzó” no quiere decir exactamente que nuestra imaginación, o nuestra teoría, o nuestra visión eran erradas o insuficientes, sino que no se movilizó en esa dirección la fuerza suficiente como para que esas imaginaciones y esas ideas se pusieran a prueba realmente…

 

MP: Yo diría: no hay que decir que el 2001 fue insuficiente, en el sentido de que le faltó algo, porque no le faltó nada al 2001. En todo caso, la insuficiencia fue posterior. Como una especie de tragedia de la historia dónde se abren esas perspectivas sin que haya condiciones concretas y materiales, pero también subjetivas.

 

DS: ¿Cuáles fueron esas condiciones ausentes?

 

MP: Me parece que la capacidad organizativa, la experiencia en los militantes que llevaban adelante esas líneas de acción como para poder enfrentar algo más que eso que se había hecho, que era recomponerse desde tan abajo. Creo que ese es un dato central también, muy material. El nivel de recomposición de la resistencia de los 90 parte de tan abajo en condiciones materiales, y también en el golpe subjetivo que implicó el menemismo, y el menemismo enlazado al golpe del 76, que fue muy poquito el tiempo en el cual se incubó eso que después denominamos 2001.

 

DS: Vos sentís que si hubiese habido más tiempo (no solo en el sentido de tiempo cronológico, sino también más maduración) y con una evolución un poco mayor del movimiento, se hubieran diferenciado más unas funciones de tipo estratégicas…

 

MP: Sí, creo que sí. Con una militancia con mayor capacidad de pensar qué hacer ante ese escenario, que ya era un escenario grande y no uno de los pequeños grupos ni de las lógicas que primaron en esos años, se podría haber dado un paso más estratégico. Es interesante que nos metamos ahí para poder pensar cuáles fueron las características de esa resistencia, como para entender por qué 2001 no es insuficiente, pero a la vez no alcanza. Entonces, para mí, el gran problema no es la coyuntura inmediatamente posterior a 2001, en donde se creció, se entrelazó la lucha piquetera con la de sectores medios, hubo vínculos con sectores sindicales, se formaron nuevas camadas de militantes, sino después, cuando ese movimiento entra en reflujo y la recomposición sistémica se produce de un modo muy veloz. Hay un problema también, ahí, del orden de las velocidades. Porque a diferencia de las militancias de los años 70 (y de los coletazos de los 80), la de 2001 es una generación que construye políticamente ya no sobre la base de certezas (el socialismo, el partido, la orga, etc.) sino en medio de una incertidumbre absoluta. Entonces había que inventar. Y toda esa velocidad que se tuvo para actuar en coyunturas álgidas de luchas de masas, de novedosos modos de organización y protesta de los sectores populares, después –cuando el sistema se recompuso y el Estado ganó nuevamente en autoridad– los modos de procesar eso que estaba pasando fueron mucho más lentos. Hubo un desfasaje ahí: las pequeñas certezas que se habían logrado construir en esos años empezaron a tambalear y en vez de inventar nuevas respuestas a las nuevas preguntas que se nos presentaban (cómo habíamos hecho unos años atrás), nos aferramos dogmáticamente a nuestras pequeñas verdades. De algún modo negamos la realidad, o no la supimos/quisimos ver y, obviamente, ahí la asimetría de fuerzas se hizo sentir con todo su rigor: los movimientos sociales contaban con una infraestructura material e intelectual muy endeble, con militancias muy jóvenes y muy fogueadas en luchas frente a un Estado que, o bien reprimía o bien tenía políticas de asistencia social focalizada, pero siempre desde un discurso posicionado en la vereda opuesta a la del movimiento popular en su conjunto. Entonces cuando se produce la novedad de que aparece un gobierno que trae nuevamente una serie de discusiones que pensábamos estaban ya enterradas en la historia nacional, cuando desde el Estado te dicen que no te van a reprimir pero tampoco te va a dar lo que reclamas, te quedas pedaleando en el aire, respondiendo del mismo modo en que lo hacías antes.

 

DS: Eso habría que retomar: 2001 esboza un tipo de política desde abajo y no basada en la certeza, mientras que el kirchnerismo recupera unas certezas que no son elaboradas por los protagonistas de esa política desde abajo.

 

MP: Sí, que están atadas a otro tiempo…


DS: A otra experiencia… ¿a vos te parece que esto de la certeza que se volvió muy fuerte en la militancia, afecta el modo que el 2001 pudo pensar en términos de proyecto histórico?

 

MP: Yo creo que sí, en el sentido que las revoluciones tenían, por un lado, dos anclajes fuertes: una teoría de décadas (por lo menos en el marxismo, aunque los coletazos del mismo están en el movimiento nacional y popular, en el tercermundismo) y, por otro lado, una certeza de experiencias revolucionarias triunfantes. Me parece que la gran desolación de los años 90 pasa por ahí: ya no hay una teoría revolucionaria y no quedan tampoco experiencias exitosas que se puedan poner como ejemplo. Las experiencias que surgen (como el zapatismo), son experiencias que también están esbozando algo nuevo que todavía no lo pueden transmitir muy bien y que se basa en asumir esas incertezas de la época. Quizá se podría decir hoy que se pecó un poco de exceso de confianza en esos datos de lo nuevo y en no pensar la fuerza arrolladora que tenía la historia (entre otras cosas) del peronismo en la Argentina, como queriendo hacer una especie de borrón y cuenta nueva.

 

DS: Hay que inscribir ese exceso de confianza en una coyuntura extraordinaria, en la que el peronismo fue un poco rebasado por el movimiento de masas, ¿no?

 

MP: Y sí, creo que fue la primera vez en la historia desde 1945 en adelante en donde en donde se producen fenómenos populares y el peronismo no está orgánicamente allí.

 

DS: Te propongo pensar algunos fenómenos más en relación a esto que decís: uno, el 17 de octubre del 45. Se podría decir que allí el elemento popular-insurreccional tiene más peso que las instituciones con las cuales luego ese movimiento intentó ser dirigido. No fueron las direcciones consolidadas en los sindicatos las que convocan al 17 de octubre. Hubo un rebasamiento de las formas de representación y de organización, un momento autónomo en el origen del peronismo. Segundo momento: el Cordobazo. Nuevamente la participación supera los intentos de contención, comenzando por el propio peronismo (basta recordar en la polémica televisiva entre Tosco y Rucci). Tercer momento: el 2001, del que venimos hablando. Cuarto momento que te propongo pensar: el movimiento de mujeres, el feminismo popular. Todos momentos en que el elemento popular-insurreccional innovador es más fuerte que el de la estructuración, el de la contención. ¿Estás de acuerdo con que los momentos más ricos son de desborde respecto de las estructuras, que aun arrastrando importantes rasgos de lo peronista, abren a una imaginación nueva?

 

MP: Sí, le agregaría que son los momentos que permiten una irrupción, la puesta en escena de determinadas cuestiones nuevas, pero no son finalmente las que tienen la capacidad de encauzar eso en una dirección, y ahí viene el peronismo.

 

DS: ¿Habría entonces una tensión entre desborde e innovación y capacidad estratégica de consolidar más sistemáticamente la dirección que se insinúa en el plano político convencional?

 

MP: Puede ser, sobre todo si uno piensa en el 45 y el 2001. Lo del movimiento de mujeres lo analizaría en una cronología más cercana si te parece, porque si bien el feminismo tiene mucha historia, y si bien los Encuentros Nacionales de Mujeres comienzan a principios de la postdictadura, creo que el fenómeno que hoy vivimos en Argentina tiene que ver mucho con la emergencia de #NiUnaMenos, y todo lo que eso generó, y ya estamos hablando de un período muy posterior, que son los años cínicos del macrismo. Volviendo entonces a la secuencia histórica anterior (Octubre del 45 / Diciembre de 2001), creo que lo del Cordobazo es diferente a esos acontecimientos porque su epicentro está fuera de Buenos Aires, y si bien es un fenómeno que hay que pensar en serie con otras revueltas locales que se producen a lo largo y ancho del país, no deja de ser un fenómeno provincial, con una dinámica del movimiento obrero muy específica (la de la Regional Córdoba de la CGT), y en ese sentido no me parece un dato menor el peso que tenía allí una figura como la de Agustín Tosco.

 

DS: Si tomamos las coordinadoras obreras y cierto fenómeno sindical de base quizá se pueda extender un poco más la cuestión, ¿o no?

 

MP: Sí, me interesa más pensarlo en ese sentido, porque fue un fenómeno más extendido en el tiempo, pero de nuevo expresa un nivel de acumulación de un ciclo más largo. Si uno piensa del Cordobazo del 69 a las coordinadoras de 1975 hay seis años de mucha intensidad política. De todos modos, está también los golpes de la represión. Quizá lo que habría que pensar es eso: cómo actuar de manera audaz, cuando en el fondo nunca hay el tiempo suficiente para prepararse.

 

DS: Es decir que más allá de lo que se visibiliza en tiempos de una cierta “normalidad” subyace un proceso muy complejo que permite que, sobre todo cuando se logra adoptar el punto de vista de la crisis, el movimiento tenga una capacidad de consistencia, de visibilización y de escucha que en otros momentos no puede tener. Lo cierto es que a diferencia de lo ocurrido durante el Cordobazo, los movimientos actuales ya no son acompañados por mejoramientos sólidos de las condiciones materiales de vida que pudieron acompañar la maduración de la conciencia y la organización.

 

MP: Para mí, lo de las Coordinadoras es el ejemplo más interesante para pensar, porque en realidad, uno tiene en el 45 una historicidad muy fuerte del movimiento obrero, pero ya muy golpeada, donde –por ejemplo– la influencia que pudo tener el anarquismo o el socialismo, ya no estaba presente con la fuerza que había logrado tener en décadas anteriores. Y el partido laborista es una dinámica que se arma muy sobre la coyuntura también. Lo del 2001 es más o menos parecido. En cambio durante el Cordobazo era todo más mezclado, lo nuevo y lo viejo. Y en las Coordinadoras de Gremios en Lucha las dirigencias obreras ya tienen perspectivas estratégicas más consolidadas. Uno lo que puede pensar, en todo caso, son las líneas que tomaron las vanguardias en esa coyuntura: ahí sí podría haber una cosa que sea más autocrítica respecto de qué pasó con unas vanguardias, que sí había, pero que actuaron en una dirección que quizá no era tanto la de acompañar y potenciar el movimiento de masas sino la de imponerle externamente otra lógica, que es la lógica que venía de los años anteriores, de resolver militarmente los conflictos obreros (obviamente muchos compañeros con los que he hablado del tema te dicen que era un clima de época, que incluso el activismo pedía que las vanguardias actuaran para ayudar a destrabar ciertos conflictos, por ejemplo cuando se empantanaban las negociaciones y se destrababan por fin cuando una orga secuestraba un gerente de empresa).

 

DS: Entonces, retomando: ¿qué relación podemos encontrar entre 2001 con una idea de proyecto histórico? Si nos mantuviéramos en la idea de revolución que tiene el Partido Obrero o varias organizaciones trotskistas, que es una imagen más convencional, sólo quedaría concluir: “bueno se intentó hacer una revolución y se falló en el camino”. Pero si estamos hablando de una militancia con menos certezas…

 

MP: Sí, sí, para mí la idea de revolución no es asociable a 2001 de manera directa sino a través de la idea de la revuelta, de rebelión. Lo que pasa que al interior de los distintos agrupamientos que había en 2001, había algunos que seguíamos sosteniendo el horizonte de la revolución pero no pensamos a diciembre de 2001 como momento pre-revolucionario, en el sentido clásico que en el marxismo se emplea el término. Sí veíamos que se estaba atravesando, en el país y en la región, un ciclo de revueltas populares que se podían inscribir en una perspectiva de revolución, que también era una revolución a revisar, porque no era la revolución entendida como se la había entendido en los 70 e incluso te diría en todo el período que va de la revolución bolchevique en Rusia, en 1917, a la sandinista en Nicaragua en 1979.

 

DS: De alguna manera eso es efecto de la presencia del zapatismo, que en 1994 había dicho: “nosotros queremos cambiar todo, en ese sentido somos revolucionarios, pero no tenemos la teoría de la toma del poder”, y en ese sentido no estamos en la imagen de revolución tal como venía. ¿Se puede decir que hay una comunicación entre el zapatismo y ese ciclo de luchas que llega entonces hasta Argentina?

 

MP: Yo creo que 2001, y cuando digo 2001 digo toda esa experiencia que va desde los años 90 hasta los primeros años del nuevo milenio (porque si pensamos Bolivia es más cerca de este siglo que de los 90) no se puede pensar sin el zapatismo. El zapatismo es a nuestra generación lo que fue la revolución bolchevique para las militancias de izquierda del siglo XX, me animaría a decir.

 

DS: Hoy escuchas hablar a dirigentes sociales, por ejemplo a Juan Grabois, y él dice que la revuelta es peligrosa, que la revuelta es un lugar donde mueren los compañeros y donde los sectores de poder preestablecen su dominación; y que la rebelión juega en contra de los sectores populares. En aquel momento se pensaba un poco distinto creo, pensamos que las revueltas iban produciendo una acumulación a favor nuestro ¿Qué pensás que cambió, y por qué?

 

MP: Creo que el compañero Grabois tiene razón en una cuestión, pero sólo en un aspecto de la cuestión. Y es en que es cierto que en la rebelión los muertos, en general, los ponemos nosotros, no los opinólogos de redes sociales virtuales. Pero hay un problema en ese razonamiento: y es suponer que, si evitas la rebelión, las compañeras y compañeros de las barriadas no corren riesgo de vida. Eso es desconocer las violencias que nos atraviesan: los femicidios, las redes de trata, los casos de gatillo fácil, la violencia horizontal entre integrantes mismos de los sectores populares.

Por otro lado, pienso que lo que cambió fue sobre todo la legitimidad del sistema de representación, completamente en crisis en 2001. Cambió fundamentalmente porque la recomposición sistémica no fue meramente coyuntural. Mirá el kirchnerismo: tuvo tres mandatos consecutivos de gobierno de manera ininterrumpida, algo que sucedía por primera vez en la historia argentina (algo que ni el peronismo con Perón vivo había logrado antes). Y también cambió el modo en que las militancias se conciben a sí mismas, conceptualmente y en su intervención. Por eso hay algo ahí que me interesa pensar que es la cuestión de las vanguardias, que sigue siendo un tema que creo vale la pena poner sobre la mesa. Es decir, pensar la incapacidad que las militancias más ligadas la 2001 tuvimos a la hora de proyectar todo ese ciclo en condiciones desfavorables para una línea política de ese tipo. Digo: en los 90 las condiciones materiales de existencia eran totalmente desfavorables para los sectores populares y había una militancia muy joven y con poca experiencia y todo lo que ya dijimos, pero quienes planteamos una línea más ligada a la rebelión que a la acumulación institucional, quienes decíamos que no era en los formatos organizativos que las izquierdas y el peronismo venían proponiendo desde hace décadas sino en otros que había que inventar, quienes promovimos la idea de que no era peticionando con buenos modales sino reclamando con acciones directas y contundentes lo que por derecho nos correspondían y había sido arrebatado por las políticas neoliberales, con todas las limitaciones que pudiéramos tener, teníamos capacidad de crecer, porque nuestra prédica enlazaba con una situación material y simbólica en donde esa línea tenía buenas condiciones para el éxito, al menos parcial, de concretar esa política.

 

DS: ¿Y ahora?

 

MP: Y ahora esas condiciones siguen siendo desfavorables, al menos en tanto no se produzca una crisis. En términos inmediatos es una línea que no parece tener posibilidades de éxito, pero en términos estratégicos no me apresuraría en condenarla; diría que tiene tan pocas posibilidades de éxito como cualquier otra, como quienes piensan que se puede –en el actual contexto internacional y con la “pesada herencia” de esta restauración conservadora en curso– reeditar gobiernos progresistas, de tipo reparadores y redistributivos.

 

DS: Regresando al ciclo de las luchas autónomas, cuando en el 2003 llega Kirchner al gobierno comienza toda una narración que dice que la crisis es el infierno y de lo que hay que alejarse como sea, que sería el discurso de la recomposición ¿Qué hacía que en el 2001 la crisis fuera un factor aprovechable y no un factor de disciplinamiento, de orden?

 

MP: Que la palabra del arriba (para usar un lenguaje zapatista) no tenía autoridad, se le había corroído la autoridad y que las militancias que surgían desde abajo, su voz, cada vez tenía más autoridad entre los sectores populares.

 

DS: ¿Vos dirías que cuando la autoridad del mando se corroe, entonces se abre una oportunidad, o dirías también que hay un momento muy importante de corrosión de ese poder de mando que habría que estudiar mejor?

 

MP: Fueron las dos cosas, en simultáneo. Uno puede pensar –con razón– que la autoridad perdida de ciertos sectores más tradicionales de la política argentina se debió, en gran medida, a las políticas implementadas por el menemismo y que eso comprometió al conjunto de la clase política y de la dirigencia sindical. Pero también uno podría agregar que, al mismo tiempo, hubo militancias que resistieron esas políticas desde un planteo que planteaba la necesidad de seguir corroyendo aún más esa autoridad que se desmoronaba a pasos acelerados. Entonces: durante el ciclo que caracterizamos como de las luchas autónomas, las voces que plantearon que había que corroer la autoridad estatal y generarle crisis al gobierno lograban mucho predicamento a nivel popular. En el momento actual (durante la última década, digamos), en cambio, esos planteos son totalmente minoritarios entre las militancias, más volcadas a priorizar una construcción política de tipo institucional. Y obviamente, entre los sectores populares, la confianza en las instituciones, en la “clase política” (como se decía en 2001) es mucho mayor.

 

DS: Ahora, si vos tuvieses que decir algo sobre los sujetos que convergen en la crisis del 2001, ¿cómo los nombrarías?

 

MP: Creo que fue el movimiento piquetero quien ofició como vanguardia, ya no en los términos clásicos de tipo partido sino como sector social que con sus luchas ayudó a dinamizar la de otros sectores. El movimiento piquetero fue un vector del movimiento popular que logró hacer confluir a su interior a los sectores sociales más golpeados por la crisis económica (los trabajadores que fueron perdiendo sus empleos pero sobre todo las mujeres que siempre realizaron el trabajo en sus hogares y que entonces trasladaron todas sus capacidades para sobrellevar la crisis a espacios colectivos) con militancias jóvenes que, sin ser parte de esos sectores, tampoco eran “clase media”, sino más bien hijas e hijos de familias trabajadoras o sectores medios empobrecidos (principalmente en ciudad de Buenos Aires y conurbano bonaerense). Otros vectores que en 2001 se expresaron con fuerza fueron los trabajadores precarios de la capital, como los motoqueros, o las jóvenes militancias del movimiento de derechos humanos, como HIJOS (también cabe destacar el rol de Hebe de Bonafini, como un faro ideológico en una perspectiva de revuelta).

Paradójico resulta el papel que jugaron las expresiones sindicales, no digo las burocracias sindicales de la CGT devenidas camarillas empresariales, sino esos sectores que venían desde los años 90 protagonizando algunas luchas, como los trabajadores docentes y estatales, que junto con camioneros (que sin romper con la CGT articularon peleas con la CTA y la CC desde el MTA), estuvieron ausente en la insurrección de diciembre y la coyuntura posterior, en el caso del MTA, y presentes en luchas reivindicativas pero muy desprestigiados políticamente ante las jóvenes militancias protagonista de las luchas de aquellos días, en el caso de la CTA.

También comienza a producirse el fenómeno de fábricas recuperadas, que ya tenía su antecedente en la empresa IMPA, y por esos días cobra relevancia a partir de la ocupación de la ceramista Zanón en Neuquén y la textil Brukman en Buenos Aires.

 

DS: Creo que entre sujetos del 2001 no nombraste a las asambleas de la ciudad.

 

MP: Me parece que fue un fenómeno muy efímero, que se plantearon como novedoso algo que venía del movimiento piquetero. La gente reunida en asamblea en un barrio es algo que venía ocurriendo en diversos territorios; lo novedoso es que lo tomen esos sectores, pero al no tomarlo desde una realidad puntual, territorial y con eje reivindicativo de acumulación (como en el caso de los piqueteros), terminó siendo una cosa que no era ni una coordinación de fuerzas sociales, ni un aporte novedoso en una experiencia política. Igual, podríamos pensarlo…

 

DS: También hay que pensar parte de la izquierda en esas asambleas.

 

MP: Sí, me cuesta pensarlo porque no he leído mucho sobre el tema y en ese entonces estaba muy lejos (geográfica y afectivamente) de esas experiencias, aunque políticamente le dimos importancia. Recuerdo haber ido a varias, y de hecho alguna gente se vinculó al MTD de Almirante Brown en donde militaba. Íbamos a Villa Urquiza, a todos lados. Darío también, y no nos perdimos ni una de esas marchas de los viernes de verano de 2002… Pero qué se yo, íbamos a tirar vallas, a ser parte del furor del verano del “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”. Pero como dijo Duhalde, el malo, “llega el frío y se terminan las asambleas”. Y algo de eso hubo. El último acto de masas de las asambleas fue participar en las marchas del 27 de junio y el 3 de julio en repudio por el asesinato de nuestros compañeros Darío y Maxi. Ahí se reactivaron, pero pronto se las comió el reflujo.

De todos modos, yo diría que, fundamentalmente, lo más notable del período fue el movimiento de derechos humanos, con HIJOS y los escraches a la cabeza, y el movimiento piquetero, en sus distintas variantes…

 

DS: ¿Incluidos el sur y el norte del país también?

 

MP: Sí, claro, sobre todo la experiencia de la UTD de Mosconi en Salta, pero también diría, incluso, que sus corrientes más burocráticas e institucionales, como las encabezadas por Luis D’ Elía y Juan Carlos Alderete en La Matanza, con la FTV y la CCC, sumaron lo suyo, aportaron –con los acampes, piquetes y movilizaciones– para ir generando ese clima que en las ciencias sociales después comenzaron a caracterizar como “destituyente”. Incluso esos sectores contribuyeron a la revuelta, tal vez sin quererlo, ya que luego no estaban dispuestos a ir a fondo en esa línea, o querían que eso sea sólo un momento hacia otra cosa, que es lo que se les dio luego con el kirchnerismo. Por eso yo cuestiono mucho la idea de cooptación; más allá de algún sector puntual, no creo que el kirchnerismo haya cooptado, sino que ahí se produjo una convergencia de lógicas que son más que entendibles si uno presta atención a la historicidad propia de la Argentina.

 

DS: Sí, había muchas fuerzas sociales deseando que ocurra esto, no es que fueron cooptadas.

 

MP: Exactamente. De hecho, a mediados de 2018 Carlos Sozzani y José Cornejo sacaron un libro (Resistir y vencer. De los años 80 al kirchnerismo), que fue publicado por Indómita luz, una editorial de la CTEP, en la que rescatan la experiencia de un grupo de militantes peronistas, de la zona sur del conurbano y de la ciudad de Buenos Aires (específicamente, de La Boca, Avellaneda y Quilmes), que pasan de formar parte de agrupaciones como Descamisados a fines de los 80 a rescatar el zapatismo y promocionar los primeros MTD en los 90, pero que hacia fines de la década, cuando nosotros confluimos en la Coordinadora Aníbal Verón, coordinamos luchas con el Teresa Rodríguez y articulamos perspectivas con el MOCASE y otros grupos autónomos (¡te acordás las horas que llevó esa discusión para diferenciar coordinación y articulación!), bueno, esta gente, en todo ese proceso, se integra al Polo social con el cura Luis Farinello, y en el período que va de fines de 2002 a mediados de 2004 (es decir: entre el reflujo de la lucha social de masas y el ascenso político del kirchnerismo) conforman el espacio Patria o Muerte, junto con Quebracho, Emilio Pérsico, el MP Malón y varios sectores del entonces desperdigado mundillo del nacionalismo popular (que entonces se entendía como revolucionario y no democrático). Las diferencias estaban muy marcadas desde entonces. No veo cooptación en toda esa gente. Por algo nosotros fuimos la Aníbal Verón, nos tapábamos la cara, armábamos barricadas y cortábamos rutas mientras, por ejemplo, el FRENAPO juntaba firmas para una consulta popular. Eran estrategias distintas. Ni mejor ni peor, hay que sacar el moralismo del medio de todo esto.

 

Notas para una genealogía de la insurrección // Diego Sztulwark

Prólogo de Diego Sztulwark a Desde abajo y a la izquierda. Movimientos sociales, autonomía y militancias populares (Cuarenta ríos), de Mariano Pacheco

Si el libro que inicia la colección de ensayos en la que se inscribe el presente volumen acuña la ingeniosa expresión “vidas de derecha” (Silvia Schawarzböck: Los espantos. Estética y postdictadura) para designar el tipo de existencia que llevamos los habitantes del mundo posthistórico en el que enseñorean quienes destrozaron el proyecto de las organizaciones revolucionarias de los años setenta, el de Mariano Pacheco se ocupa de lo que podría llamarse “vidas de izquierda” y trata de la contra-historia que nace durante el nuevo siglo abierto por la irrupción del zapatismo el 1ro de enero de 1994, desplegado en nuestro país a partir del 26 de junio de 1996 (la pueblada acontecida en localidades neuquinas de Plaza Huincul y Cutral-Có). Las vidas de derecha transcurren en un universo de postdictadura en el que toda política ha quedado neutralizada mediante el empleo de un dispositivo cultural específico que consiste en eximir a los victoriosos de reflexionar públicamente sobre su victoria en la lucha de clases mientras vencidos quedan a cargo de la narración de lo sucedido. De modo que la de los derrotados se torna testimonio sin política. La cultura de la democracia no tiene afuera: la izquierda se reduce a salón y literatura, sin guerra. Las vidas de izquierda en cambio irrumpen en con el “ciclo de resistencia popular y anti-neoliberal” 1996-2002, creando una contra-cultura antagonista y reintroduciendo el desafío político que el terrorismo de estado había aniquilado.

Pacheco investiga el nexo entre ese enorme potencial de ruptura de la crisis (y por lo tanto de apertura de horizontes) y la emergencia de lo que llama una nueva izquierda autónoma. Ese nexo consiste en adoptar el punto de vista de la crisis, que no se ha agotado ni resuelto. Sino que subsiste como reservorio de percepciones y prácticas subversivas. Las corrientes militantes de la izquierda autónoma sostienen y comunican lo que en la crisis hay de crítica inmanente de la doble relación de representación en la que coinciden los grandes actores de la democracia: la representación política de matriz liberal en la que se juega la legitimidad del estado; la representación propiamente capitalista del valor que sostiene los dispositivos de explotación de lo producido por la cooperación social. La nueva izquierda autónoma expresa de manera militante los rasgos de autoorganización propios de un ciclo de luchas que en su radicalidad apuntan a destituir las técnicas comunicacionales, jurídicas y policiales de la dominación autoritaria por vías democráticas tan características de la geopolítica actual.

Esta es la premisa del presente ensayo de Mariano Pacheco, y es importante que este punto de vista se desarrolle en confrontación con los títulos previos de esta colección (que de por sí constituye una contribución decisiva para la elaboración política de una perspectiva generacional) en la que ya se abordaron las cuestiones de la dialéctica entre mito y creación (Yo ya no, de María Pía López); la relación entre peronismo y revuelta (Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución; de Javier Trímboli) y el vínculo entre militancia y filosofía del acontecimiento (Teoría de la militancia; de Damián Selci). Pacheco retoma todos estos problemas desde el ángulo del antagonismo: discutiendo desde abajo la precariedad conservadora de la mediación simbólica y material kirchnerista; proponiendo retomar los elementos de las luchas autónomas como experiencias capaces de estructurar proyectos fuertemente alternativos al neoliberalismo; cuestionando la política de la memoria histórica que llevaba a anclar la coyuntura del 2003 en 1973, salteándose –precisamente– toda la experiencia que va del 94 zapatista al 2001 argentino; reponiendo el carácter biopolítico de las luchas autónomas como fondo sobre el cual leer la noción badiouana de acontecimiento tal como la estudió de su maestro Raúl Cerdeiras, es decir, arraigada en la capacidad de destitución del marco de representaciones sostenidas por la gubernamentalidad llamada democrática y no en la emergencia de un liderazgo proveniente del sur.

***

La precisión de la investigación de Pacheco (las secuencias fechadas, los escenarios localizados) no surge del puntillismo académico sino de una necesidad profunda: la magnitud de la ruptura, el potencial del acontecimiento 1994-2001 no se verifica sin cierta capacidad de iluminar de otro modo el pasado. Si con Schwarzböck la postdictadura son años de pura vida de derecha (sin “afuera”), el estudio realizado por Pacheco a la luz del acontecimiento los convierte en genealogía de la insurrección.

En ningún caso conviene ignorar lo que se juega en redistribución de nombre y fechas. Sobre todo no conviene desestimar un detalle para nada irrelevante: situar como punto de inflexión el 1ro de enero de 1994, es decir, el alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, conlleva una consecuencia inmediata y profunda: inscribe el nuevo tiempo como parte de un tiempo histórico caracterizado como la “cuarta guerra mundial”. Vale la pena insistir, no es un detalle menor (el 11 de septiembre estallan las Torres Gemelas en NY). Como no lo es colocar al 2001 argentino en ese escenario de guerra. En ambos casos se afirma algo que va más allá del ciclo de luchas y permite caracterizar un ciclo largo, en el que el fundamento del poder político resulta inseparable de la aplicación de una violencia global en nombre de la paz. Es dentro de este cuadro que Pacheco lee la Masacre de Avellaneda, ocurrida otro 26 de junio (esta vez de 2002), episodio clave para entender cierta fisonomía que posteriormente adoptó el kirchnerismo:

No por los asesinatos en sí, por más brutal que haya sido la represión e impactantes las imágenes de los trágicos sucesos, sino porque el 26 de junio de 2002 es el punto de quiebre de ese proceso abierto en 1996. La “Masacre de Avellaneda” se torna central, entonces, para comprender lo que ha pasado durante los últimos quince años en el país, entre otras cosas, porque impuso un doble límite. Por un lado, la masiva respuesta en repudio a la represión que se cobró la vida de dos jóvenes militantes no solo generó el adelantamiento de las elecciones (cuyo ganador, como todos sabemos, fue Néstor Kirchner), y el repliegue político de Eduardo Duhalde, sino también el fin o al menos el aplazamiento, de una respuesta abiertamente represiva a la crisis de 2001. El kirchnerismo fue la salida garantista, redistributiva, en otras palabras, la respuesta progresista que este sistema encontró ante el fuego de los piquetes y el ruido de las cacerolas.

***

Triple importancia del zapatismo, entonces: como fundación,inicia el ciclo de luchas popular y antineoliberal que da nacimiento a la nueva izquierda autónoma; como geopolítica: diagnostica la guerra e imagina alianzas globales; como estrategia, tal y como pudo haber ocurrido con la Comuna de París, el zapatismo inspira procesos de fuerte productividad política en una época histórica caracterizada por el hecho de que la revuelta extrae su potencia de la carencia de esquemas teóricos y modelos de éxito.

Con la simple indicación de “abajo y a la izquierda” basta entonces para repasar los años noventa argentinos como el momento de articulación de una contra-cultura eficaz para enfrentar los dispositivos democrático-neoliberales de la postdictadura. Una nueva articulación entre cuerpos y toma de la palabra, una nueva aproximación entre lucha y narración, tal y como se observa hoy en los feminismos populares. Es en este sentido que 2001 y la consigna “otra política” le permiten a Pacheco comprender el ciclo de los gobiernos progresistas como exaltación de una conservadora “autonomía de lo político” (lo que en este contexto merece una aclaración, puesto que la autonomía de lo político discontinúa la relación entre lucha y política por medio de un dispositivo mediador específico que es la representación, mientras que la autonomía de la que habla Pacheco consiste, por el contrario, en  la reinvención incesante de continuidades y prolongaciones entre cuerpos rebeldes y organización colectiva, entre insurrección e institución).

Y bien, contra esta autonomía de lo político, Pacheco se plantea un plan diferente: la recomposición de un sujeto popular y antineoliberal cuya dialéctica constitutiva debe ser investigada en sus movimientos específicos que van desde las luchas sindicales (huelga) a las las que emergen de los movimiento territorializantes (comunidades, piquetes, por recursos naturales), pasando por las que se dan en la esfera de la reproducción (como la lucha de las mujeres). Siguiendo la hibridación de estos procesos, Pacheco logra dar cuenta de la formación de nuevas experiencias de sindicalismo popular, como lo es la experiencia de la CTEP. Esa investigación presta atención, además, a la dimensión subjetiva de estos procesos constituyentes (el papel intelectual de la teología de la liberación o del punk como foco de agitación o “proceso de radicalización sin estructuras”), y a la capacidad de combinar trabajo político concebido como alternancia entre tejido de modo de vida en ruptura con la hegemonía capitalista y capacidad de intervenciones tácticas en las diversas coyunturas.

***

Como ya sucedía en su libro De Cutral-Có a Puente Pueyrredón, hay en la escritura de Pacheco una enorme riqueza descriptiva. Una interioridad de la escritura con las luchas que lo aproximan quizás más a la actividad extractiva que a la descriptiva. En el tratamiento de los hechos desciende al subsuelo de las memorias militantes y rescata señalamientos que poseen un valor sorprendente, no solo para la situación en la que nacieron sino quizás para toda actualidad imaginable. Como cuando recuerda los objetivos planteados por el núcleo militante del que participaba en los años noventa. Estos era: “generar la imprescindible organización de base”; “promover instancias de coordinación y organización que excedan lo propio”; “formar cuadros y militantes que desarrollen la capacidad de construir y reproducir esta política”; “marcar cursos de acción, desde construcciones de masas y participación en los conflictos, que aporten claridad al conjunto de la lucha popular”. Estos ejes debían plasmarse allá por los fines de los años 90 en la construcción de un Movimiento de Trabajadores Desocupados de alcance nacional: la Aníbal Verón. El objetivo último de este libro quizás sea el de repetir –en el sentido de recordar y actualizar– estos señalamientos metodológicos, es decir: contribuir a desarrollar las funciones estratégicas de organización política autónoma de las multitudes que no llegaron a plasmarse de modo suficiente en torno a la crisis de 2001. Es ahí donde la relectura crítica de 2001 sirve como relanzamiento de la imaginación autonomista:

… en el autonomismo subestimamos mucho lo que el peronismo es a la cultura política popular de la Argentina; pensamos que como ya los nombres de Perón y Evita no aparecían, como el PJ y la CGT eran socios de la gobernabilidad neoliberal etc., el peronismo no estaba presente más en las vidas populares, en sus imaginarios. No nos dimos cuenta, creo, que mucho de lo que nosotros llamábamos bajo el rótulo de “nuevas formas de hacer política” estaban muy teñidas, en algunos casos, de lo mejor que el peronismo supo dar en la historia de este país. Por otro lado, también creo que en nuestras experiencias se pecó de cierto ultra-izquierdismo discursivo, que no tenía una correlación con una práctica ultraizquierdista, porque fue el momento en donde más se habló de poder popular y donde menos se construyó poder popular. Entonces, digo, ahí hubo un problema. Y me parece que ahí es donde pagas caro el hecho de no haber formado cuadros, cuando tus militancias se muestran incapaces de ver cuál es la etapa política que se abre, y encontrar respuestas más creativas, más audaces y acordes a ese cambio por el que atraviesa la Argentina.

Nueva Izquierda Autónoma, para Pacheco, es organización capaz de introducir el punto de vista de las luchas plebeyas en el gran debate de la organización del trabajo, del estado y de la cultura. No se trata para él de un programa futuro, sino de dar cuenta de un fenómeno dinámico que ya ostenta raíces materiales e históricas consistentes (rastreables en cada pico de radicalización de las luchas populares del siglo XX, incluso dentro del peronismo), pero que carece de una adecuada teoría de la organización capaz de desplegar y maximizar su potencial táctico, en el contexto de la actual desestructuración neoliberal de lo social (y también un momento de articulación de las luchas contra el neoliberalismo en momentos en que las políticas populistas se muestran por completo insuficientes para detener su avance y donde, en cambio, se destacan nuevos sujetos en lucha como los feminismos populares o los trabajadores de la economía popular). Si algo resulta innovador, fresco y necesario en este trabajo es precisamente la decisión de intervenir sin prejuicios en los impasses de la constitución de la autonomía, tradición aún para muchos ilegible de las luchas populares. Con este libro Pachecho rompe cierto hermetismo, cierta autoculpabilización que ha acompañado las discusiones dentro de lo que estamos llamando la autonomía. Asume abiertamente su deseo de iniciativa, plantear y resolver las tensiones e irresoluciones que han bloqueado su desarrollo (alguna de ellas clásicas, como es la relación entre espontaneidad y organización, rasgos del siglo de luchas e indicaciones tácticas, ruptura acontecimental y sentido de la historia). Sobre el final Pacheco se vacila sobre un punto esencial: ¿Dio 2001 un tipo específico de intelectual, en el sentido gramsciano del término, es decir, como articulador de las praxis plebeyas? En esa vacilación habría que recomenzar a leer de nuevo este libro, para darse una idea de la riqueza de la experiencia vivida y los problemas que enfrenta toda rebelión verdadera.

El futuro prefiere lo inestable // Diego Sztulwark

I

La única novedad relevante de la coyuntura política argentina del último tiempo es el fracaso del gobierno en su intento de implementar a fondo su programa económico y en concitar adhesiones a tales fines. Ni la candidatura de Cristina ni la de Lavagna se explican fuera de ese contexto. El fracaso es de tal magnitud que no bastaría con un mero cambio de candidato para sostener el peso muerto de su programa inviable. Siendo esta la variable principal de la situación, sería útil intentar darle una explicación propiamente política, es decir, capaz de dar cuenta de las causas de este fenómeno y del juego de poder que este debilitamiento abre.   

Así como el gobierno de Cristina dejó de controlar las prinicipales variables políticas en 2013 (luego de las presidenciales de 2011, aquel célebre 54%, el kirchnerismo perdió todas las elecciones: 2013, 2015, 2017), el de Macri fue derrotado en 2017, meses después de haber sorteado sin dificultades las elecciones parlamentarias de medio término. Mientras aún se escrutaban los votos, el gobierno anunció un ciclo de “reformas permanentes” cuya marcha debió detenerse en unas pocas semanas. A partir de allí, todas fueron malas noticias para el gobierno: el incremento constante y efectivo de la movilización popular, con un radicalización máxima en diciembre de ese mismo año; la restricción del crédito externo por exceso de endeudamiento para financiar su política “gradualista”; su condición de minoría parlamentaria, que si bien se moderó algo con las elecciones de octubre, quedó agravada en la medida en que su propia debilidad política le meguó parte del apoyo incondicional que parte importante del peronismo le había concedido desde un inicio; las corridas cambiarias iniciadas en 2018; y el malestar que produjo en grupos empresarios su torpe manejo de la causa de los cuadernos.

Esta coyuntura condujo al gobierno a considerar, durante el transcurso de 2018, una serie de acuerdos económicos con el FMI de naturaleza eminentemente política. Visto desde el punto de vista del gobierno, los acuerdos son una fuente de poder y de legitimidad indispensables para sostener un gobierno que no encuentra apoyos suficientes dentro de las ofuscadas coordenadas de la política nacional. Se trata de una operación eminentemente política: un acuerdo con los EE.UU. (verdadera autoridad de control del FMI) con el fin de contener descontento al conjunto de las clases y de los grupos locales, con el objetivo de ganar tiempo para llegar a las próximas elecciones presidenciales.  

 

II

La lectura del diario La Nación no deja de ser un ejercicio fértil a la hora de hallar confesiones de clase. El mismo día en que el gobierno presentaba su plan de precios cuidados, Morales Solá advertía que “el dilema fundamental del Presidente sigue siendo el mismo: o hace lo que tiene que hacer o se dedica a ganar las elecciones”. No es fácil encontrar frases tan transparentes para explicar lo que se quiere decir cuando se enuncia que democracia y ajuste son incompatibles. En ese mismo artículo, el columnista aclara que “obviamente, los anuncios fueron negociados con el Fondo Monetario Internacional. Es imposible suponer que se tomarán decisiones económicas, en el actual estado de la economía argentina, sin consultar antes con las autoridades del Fondo”. Por reconfortante que pueda ser verificar de modo tan nítido lo que los discursos críticos venían advirtiendo, el cuadro de conjunto es demasiado frustrante. Ni siquiera quienes defienden al gobierno de Cambiemos procuran disfrazar este humillante estado de cosas.

Ya sin pudor, el columnista emblema de la derecha argentina expresa sin tapujos las mortificaciones que hasta ahora se murmuraban en voz baja: “¿Qué sucedería con la economía si Cristina le ganara a Macri por unos pocos puntos en las primarias de agosto?”. Y es que es cierto: el fracaso del programa de Macri colocó a Cristina Fernández de Kirchner en un lugar expectante, al que tal vez no habría llegado por otros medios, sobre todo si se considera que ella resultó fuertemente debilitada después de la derrota electoral del FpV en 2015. Fue acusada de casos de corrupción; su fuerza nacional se dispersó de modo notable –buena parte de los legisladores que accedieron al parlamento por las listas del Frente para la Victoria votaron las peores leyes de Macri–, lo que quedó del kirchnerismo no jugó un papel estratégico de dirección de la resistencia al programa de Macri durante los años 2015-2017; y durante 2017 tampoco demostró una suficiente potencia electoral propia en casi ningún lugar del país.

Cristina Fernández de Kirchner queda instalada en una situación nueva a expensas del fracaso de Macri: ya no es la jefa de una poderosa fuerza nacional, pero en cambio se está convirtiendo de a poco en la candidata preferida por cuadros políticos no kirchneristas que han protagonizado luchas del último tiempo y, sobre todo, de segmentos mayoritarios del peronismo, de una parte considerable de la iglesia católica y de extensos sectores de la población perjudicados por el programa de Macri. Lo cierto es que, según todas las encuestas, el electorado está crecientemente dominado por corrientes de opinión securitistas, punitivistas y conservadoras, lo cual constituye un verdadero límite para una candidatura de CFK. Esta última esperanza lo lleva a Morales Solá a concluir que “el único estímulo que le queda a Macri es que es él quien controla el Estado”. ¿Para qué lo usará?

 

III

También Carlos Pagni ha confesado sus deseos. El analista estrella de La Nación escribió días atrás que “la relación con el Fondo es el gran trauma de la disputa electoral. También mortifica a Cristina Kirchner. Ella sabe que, en caso de regresar a la Casa de Gobierno, no podrá romper ese contrato. Aquí está el problema: mantenerlo la obligaría a encarar reformas, para sus seguidores, inconcebibles: laboral, previsional, tributaria. Recuerdos de su amigo el griego Alexis Tsipras, que en 2015 ganó un referéndum rechazando un acuerdo con la Unión Europea y el Fondo, pero debió resignarse a pactar un plan de ajuste peor que el repudiado por el pueblo”. Esta comparación entre Argentina y Grecia, que puede ser cuestionada desde varios ángulos, permite verificar, sin embargo, los principales datos del análisis político y aprender algo sobre el funcionamiento de los deseos de los más reflexivos analistas de la derecha.

Por un lado, Pagni reconoce implícitamente que la Argentina es, como Grecia, un país recorrido por luchas y resistencias que tiende a repudiar los planes de ajuste. Viniendo de donde viene, esta admisión resulta significativa: en nuestro país, las clases dominantes no alcanzan a contener con recursos nacional-democráticos los desbordes y resistencias de las demás clases y grupos sociales, y tienden a recurrir a instancias financieras trasnacionales para frenarlas. El acuerdo con el Fondo es un cerrojo político proyectado hacia el futuro y no solo un salvataje económico ante una crisis inminente. Por otro lado, añade al análisis sus propios deseos al señalar que el acuerdo con el Fondo es, ante todo y como sucedió con Grecia, un dispositivo de control irrecusable: “Grecia es una advertencia”, señala. La lección de Pagni es la siguiente: la derrota de Alexis Tsipras se debió a la falta de apoyo de las masas europeas, y no hay un liderazgo político antineoliberal que pueda quebrar el dispositivo político de las finanzas globales en el marco de la movilización del espacio nacional. Gobierne quien gobierne, sugiere, será el FMI quien imponga sus condiciones. 

Finalmente, el texto de Pagni describe una situación que anticipa escenarios desde ya dificiles de administrar. La evolución política que se deriva de su análisis conduce bien a una crisis del precario equilibro actual vía explosión de variables económicas, o bien al desastre social vía implosión, hipótesis utópica del conservadurismo de un disciplinamiento colectivo pocas veces visto, que legitime sin más el poder de mando del FMI.

 

IV

Hay quienes piensan que un gobierno de CFK podría ensayar una opción intermedia. En un reciente artículo, el economista Claudio Katz explica en qué consistiría la apuesta de algunos economistas kirchneristas frente a una renegociación con el FMI, y expone las razones por las que la considera inviable.

http://contrahegemoniaweb.com.ar/argentina-mas-grave-que-grecia-y-lejos-de-portugal/?fbclid=IwAR0QnOhfk_JPc6glLEk66NI19bSEl6MejCWcjLgFO8iY7WSRG8DFmR_ZHU0

Hace unos días, un amigo bien informado advertía, al igual que Katz, que el kirchnerismo no está pensando en una radicalización desde arriba para ganar autonomía política frente al Fondo, y proponía un escenario que considera tan dificil como deseable: “El esquema para mí más interesante es que, al mismo tiempo que Cristina hace su trabajo por arriba, emerja una nueva capacidad de movilización social que presione para modificar los términos del poder aquí adentro, en un sentido democratizador. Allí depende de nuevos sujetos, como el feminismo y otros, que no subordinen todo su potencial y su estrategia a investir a Cristina de legitimidad, sino que abran el horizonte de otra manera”.

Una plaza con esta composición es casi inimaginable, tanto por lo inédito (sería una plaza que no brinda apoyo, sino que exige; que no delega poderes, sino que los exhibe; ¿quiénes serían los convocantes?) como por lo incierto de sus consecuencias (¿Hay en el peronismo y/o en el kirchnerismo en el poder alguna disposición a recrear liderazgos de abajo hacia arriba? La falta de antecedentes no resulta auspiciosa.). El realismo político enseña a no hacerse ilusiones. Hace unos días, una amiga me envió una cita de Robert Musil que me viene a la mente cada vez que se habla de la proximidad de las elecciones de agosto: “En lo inestable tiene el futuro más posibilidades que en lo estable”.

 

Pájaros de la cabeza. Elogio de la autonomía intelectual (A propósito de Amargura metódica. Vida y obra de Ezequiel Martínez Estrada, de Christian Ferrer) // Diego Sztulwark

Consistente en la comprensión del funcionamiento de las cosas, el proyecto crítico se relanza vía arañazos, sin su antigua pretensión de superación. Todo reciclaje destinado a embellecer la escena del pensar es mentiroso y tóxico; desviante, en último término, del único punto de partida saludable: la exigencia de decir rectamente la verdad de lo que somos.  El proyecto de la crítica es, por tanto, político; aun si el lenguaje de la política es refutado como mero vehículo de una voluntad de poder expresado por igual en el estado y en las universidades, en los modelos de consumo y de fascinación por los objetos técnicos o en las militancias y en el mundillo de los intelectuales. Esa voluntad de poder (que se llama “política”) se consuma en la máquina “progresista” del capital. Este saber es el que pulsa en Amargura metódica.

No es necesario haber leído Martínez Estrada para recibir de lleno la sacudida que su pensamiento produce a partir de la escritura, simple a fuerza de cuidada, de Christian Ferrer: “palabra y estilo parecían venir –en aquel notable ensayista– de un potente drama somático”. Inclasificable e incómodo, nunca fue valorado como propio por las tradiciones intelectuales consolidadas. Pájaros e intelectuales caben por igual en el registro desencantado e hilarante de Ferrer. Más próxima a la historia que a la filosofía, su comprensión de Martínez Estrada gira en torno al “amargor de las cosas”, regusto de una prematura madurez del escritor en su comprensión del país.

Quien fuera capaz de radiografiar la pampa, “no disponía de un sistema teórico general ni procuraba conseguírselo”. Pensaba, en cambio, “a partir de estímulos y obsesiones”. A diferencia del universitario (“servidor de una máquina que produce saber”), la autodidaxia de Martínez Estrada se fundaba, dice Ferrer, en “engañarse lo menos posible” respecto de la realidad presente y, sobre todo, en no “entregarse apasionadamente a ningún prejuicio de que el mundo sea distinto de lo que es”. Su mecanismo de pensamiento se cifra en la a amalgama entre la paradoja (“mueca mental […] unión de lo desemejante por la analogía única que pasa desapercibida”) y una incurable angustia personal por la fallida constitución de la Argentina.

Sí, una inadvertida pero evidente falla orgánica, una patología, encuentra Martínez Estrada en el origen patrio, una historia cruel e irresuelta fundada en el fratricidio y la guerra social (la pampa es hembra despreciada y la generalizada insatisfacción sexual es causa de revueltas políticas). Como en su hora Nietzsche, le diagnosticaba al país una incontrolable manía por la “administración técnica y el derroche de esfuerzos” sin “posibilidad de transmutar la psique dañada o el símbolo despotenciado en algún tipo de grandeza”.

Pero no eran pasiones tristes las que motivaban a Martínez Estrada. No hay recelo, ni envidia ni odio en sus expresiones. Tampoco resignación. Más bien, sufría de superabundancia de amor: mecanismo de la crítica para comprender a la Argentina, la amargura metódica consiste en detectar una invariante histórica por debajo de la novedad rutilante. Evita, así, el remanido recurso nacional al optimismo y la reducción del sentido a buena voluntad transformadora, disposiciones ambas igualmente debilitantes en la medida en que posponen y obliteran el enfrentamiento con lo trágico real del presente. Tal invariancia del destino se viene arrastrando desde los comienzos de lo que puede considerase como la historia argentina. Facundo, Rosas, Roca, Yrigoyen, Uriburu, Justo y Perón no son sino “reencarnaciones momentáneas de un estado de cosas irresuelto cuyas tres primeras vértebras siempre fueron el ejército, la iglesia y la burocracia pública”. No es revisionismo histórico lo de Martínez Estrada, sino otra cosa (algo más próximo, quizás, al mundo “en estado de coartada” del que habla Horacio González en Besar a la muerta). Su crítica  del “caudillaje institucionalizado” refiere a un mecanismo simple y siempre actual, que se repetirá una y otra vez a los largo del tiempo: hacer leña del árbol caído. “Todo el mundo se declara caído del catre” mientras “las segundas líneas se trasviste y las terceras se mimetizan con el entorno”.

El cuadro de lo que no cambió es el juego del odio y la frontera. El indio (“odioso obstáculo para los negocios”) es expropiado de sus tierras; el gaucho sabio y libre es reducido a peón de campo como corolario de una fulgurante modernización de la valorización agraria: “el fátum psíquico perdura”, se hace negocios para unos pocos en nombre de todos. Y si la frontera ha sido reabsorbida, no ha desaparecido, sino que ha transmigrado, junto al odio, “a la villa miseria, a los arrabales”, a los asentamientos y a otros bordes; y “a los acuerdos de mafias variopintas ni tímidas ni secretas, y a la pasión por la ilegalidad de políticos y respectivos electores, en fin, a las oficinas estatales, donde se practica el gatopardismo rotativo”.

Y lo peor de todo es que los escritores, de quienes se podría esperar la palabra salvadora, se han involucrado por migajas. Contra su defensa de la escritura como procedimiento de “autodestrucción”, los intelectuales suelen moverse por el “ansia de los hombres de ideas por brindar apoyo a gobiernos, no importa de qué signos, pues eso es cuestión de gustos, sin que redunde en ruptura del círculo infernal de los gobernados”, expresión de la “causa metrópoli contra la historia rural e indígena”.

La “lengua argentina” se le aparecía, como al gaucho, lengua de la ciudad, extranjera. A “la labia de las ciudades le faltaba la conexión con el habla emocional más intuida que hecha responsable ante un canon, y además estaba muerta antes de nacer y desarrollarse, tanto en los ámbitos cultos como después en la escolarización obligatoria”.  Y “así sigue sucediendo hoy”, agrega Ferrer. O bien: “de igual modo, hoy se nos articula al mercado mundial mediante variantes populistas de la instalación, la performance, la intervención callejera y las interfaces con máquinas de información. Un patriotismo de símbolos en épocas de vacas gordas, consignas de orden y menos precio del pobre”.   

Este “de igual modo” (como aquel “sigue sucediendo hoy”) indica bien la relación del ensayo sobre Martínez Estrada con el presente político en el (y al) que de un modo indirecto pero efectivo apunta Ferrer. En efecto, aunque el autor rechaza que su escrito dependa del tiempo veloz y en última instancia banal de lo “actual”, parece indudable que este elogio del intelectual autárquico, intuitivo y desbordado está signado por una admirable disposición polémica con los valores que el presente ha enarbolado en nombre de la batalla ideológica y otros slogans.

La incomodidad con lo efímero y la búsqueda de algo que permanezca es, quizás, el motor más efectivo de esta preocupación por la figura del biografiado. Menos con la voluntad explícita de destituir tal o cual aspecto de la actualidad que de impugnar el modo en que lo ilusorio y acomodaticio de la época devalúa sus posibilidades. Es este desencanto el que se deja atraer por las grandes sentencias de Don Ezequiel, curandero de la sociedad, que decía que había que “hablar del pueblo con el lenguaje de la purificación, no de la seducción”.

¿Saca partido Ferrer del aparente desencuentro “ontológico” entre el pensamiento de Martínez Estrada (“raíz de las cosas todo es oscuro, humilde y humillado”) y la política? Puesto que la terapia que ofrecía al país consistía en ver lo que realmente somos y en aquello que Foucault llamó parresía (tener el coraje de decir la verdad), lo político en juego se reviste de muy diferentes cualidades: el hecho de tener (o aparentar) razón en las discusiones pasa a ser del todo irrelevante y el juego de la clasificación amigo/enemigo queda impugnado dada su indisoluble ligazón con un horizonte de eliminación del adversario que le es propio. Asuntos importantes que se pierden de vista en tiempos de “optimismo” político ya que “todo entusiasta político” pretende en el fondo que el gobierno sea como una superficie sobre la cual se proyectar sus propios deseos en lugar de ver lo que efectivamente es: “el espejismo en política es siempre auto-retrato”.

Con todo, equivocado sería pensar que Martínez Estrada no tuvo ideas (federalistas, utópicas, tercermundistas, incluso ácratas, dirá  Ferrer) o que nunca se consagró a los entusiasmos políticos (como sí sucedió con Fidel Castro, el Che Guevara y la Revolución Cubana). Peros estos pensamientos no son –en el retrato que este libro construye– asuntos de transformación de la realidad, sino armas para demoler ídolos y funcionamientos sociales indignos. Martínez Estrada le permite a Christian Ferrer contar historias: la de la “sociología salvaje” de la Argentina y de la ciudad (previa a la sociología científica de Gino Germani); la de la una historiografía nacional irreductible a la polarización entre cosmovisiones liberales y revisionistas; la de una materialidad del peronismo incomprendida, incluso por el peronismo mismo; la de una crítica de la universidad y de la Reforma Universitaria perfectamente vigente y la de una valoración autónoma de la literatura escrita en el país.

Este capítulo dedicado a la literatura argentina (a la que le faltó “solidaridad con los desdichados” al decir de Martínez Estrada) tiene relatos cómicos de escritores (¡caso Gálvez!) y de la sociedad que los reunió durante años (la SADE); un fervoroso retrato del amor por Hudson y los pájaros, y otro de su  amistad con Victoria Ocampo y de la comunión espiritual con Héctor Murena (a quien se le dedican páginas importantes en el libro), así como de la ruptura con Borges y con los escritores liberales luego de la “fusiladora” y de la tensión con la revista Contorno.

Verdaderamente original e interesante es la historia del Caribe, de Cuba y del anarquismo español-cubano que precede a la parte final del libro. Después de recibir el premio Casa de las Américas, Martínez Estrada vivió un par de años finales y felices en La Habana, aunque murió en la Argentina. Ferrer le reprocha este capítulo de su vida. La ve como una claudicación parcial del viejo, un entusiasmo inconsecuente que lo llevó a desdecirse de muchos de sus escritos. Deslumbrado por los brillos de los comienzos siempre “solares” de un pueblo en movimiento, lo real, dice Ferrer es que “pronto correría sangre”. Y Martínez Estrada  “defendió los fusilamientos” ejecutados por el poder revolucionario.

Y aun así, Ferrer distingue a Martínez Estrada de una larga lista de personas “y figurones” imantados por un “inoxidable romanticismo político” cuyo combustible es la idealización que otorga “sentido a la propia vida más que a la de los demás”. Lo que le interesa de esta época no son sus escritos en favor de la Revolución, sino aquellos que exploran la profecía americanista de José Martí (un “anarquista filosófico”)  o las bellísimas páginas que dialogan con el poeta comunista Nicolás Guillen (que “habla de pueblo sin ser populista”, lanzando un desafío poético-somático a la literatura burguesa). Pero en el fondo y fundamentalmente, el reproche por su aventura cubana que le hace Ferrer a Martínez Estrada es el de un desvío y el de una incoherencia, porque “ponerse al servicio de la revolución cubana” supone “despedirse de la figura del intelectual autónomo”.   

La discusión política es conducida así menos hacia el adversario peronista y más frontalmente con la revolución socialista –cuyos nombres son sobre todo para Ferrer: Stalin, Mao y Fidel. Cada uno de estos líderes es examinado en última instancia bajo el prisma del no matarás en la estela de la polémica que hace unos años propuso el filósofo argentino Oscar del Barco. De trasfondo humanista, la pregunta última es: ¿importan los muertos asesinados?. León Rozitchner, que conoció muy de cerca la experiencia cubana durante aquellos primeros años de Revolución, participó de la discusión propuesta por Del Barco. Lo que Rozitchner propone es un razonamiento ético-político capaz de articular una condena muy firme de la violencia asesina, pero a partir de otros fundamentos e implicancias. En efecto, a partir de tomar en consideración el carácter agonístico de lo político (la cuestión de una “contra violencia” de naturaleza completamente diferente a la de la violencia asesina), Rozitchner plantea una crítica feroz no a la violencia en general –cosa en la que Ferrer tampoco cae, al menos cuando describe la violencia anarquista de comienzo del siglo XX- sino a la presencia de la violencia “de derecha” en los hombres “de izquierda”. De todos modos Ferrer no es del Barco y en este texto que se comenta apunta menos contra la violencia en nombre de las revoluciones que contra la indiferencia de quienes pueden pensar hoy sin hacerse cargo de esas muertes. La intensidad de esa preocupación redunda en una exigencia: no pensar ni vivir como si esas muertes, cada una de ellas, no importaran.

En síntesis, en más de 600 documentadísimas páginas y sin una sola nota al pie, Christian Ferrer construye el elogio del intelectual autárquico dedicado a forzar “las formas cristalizadas de la sociedad”, del escritor que transforma el “ensayo en género dramático” y moviliza una “energía autónoma” distante de las ofertas en pugna y para quien “los cambios sociales comienzan por la conducta recta”, porque quien “ama la política detesta la moral”  dado que el pathos político es menos asunto de ideas que de consistencia ética. Una conciencia así puede constituirse, enseña Ferrer con una palabra: No; y con esta otra: Basta.

¿Que busca Deleuze en el cine? // Diego Sztulwark

Cuanto más nos acercamos a la Tierra, más rebelde a la forma se hace la materia, más rebelde al modelo se hace la copia.

Gilles Deleuze, Cine III

¿Qué busca Deleuze en las imágenes cinematográficas? Un acceso directo a un tiempo no domesticado. Y, quizás, una política. ¿Qué encuentra? Un cristal que permite retener la potencia, verla en su carácter virtual, substraerla del mando productivista. Un vagabundeo. ¿Es poco?

 Acto de creación

La filosofía de Deleuze se refiere a las imágenes en numerosas ocasiones. Lo hace tanto en sus obras sobre cine, literatura y pintura como en aquellas dedicadas a la filosofía y al psicoanálisis. Pero a diferencia de otros pensadores, Deleuze no pretende reflexionar sobre las imágenes al modo de los críticos. Ya sea la imagen en cine, en literatura o en pintura, se trata siempre, para él, de escribir desde sus propias preocupaciones filosóficas. Esto implica establecer las posibilidades legítimas de conexión entre arte y filosofía, asunto al que se dedica junto a Félix Guattari en su libro ¿Qué es la filosofía? Allí se trazan distinciones precisas entre la filosofía como práctica inventiva de conceptos, y el arte como proceso de creación de sensaciones o bloques de afectos y perceptos. Filósofos y artistas se dedican por igual a actividades extractivas: el filósofo procura extraer el concepto del mundo de las opiniones establecidas, y el artista apuesta a extraer el afecto (devenir no humano) del mundo de los sentimientos (demasiado humano), y el percepto (paisaje anterior a lo humano) del mundo de las percepciones naturales.

Crear conceptos y sensaciones, afectos y perceptos, implica una disposición a la huida. Se inventa con vistas al desierto. En cada fabricación está en juego una nueva forma de vivir, de escapar del orden de las formas preestablecidas. El creador deleuziano –filósofo, artista– debe partir, ajustar cuentas con el mundo de los clichés, hacer fisurar el orden, emprender un éxodo mental a través del caos en busca de una Figura, una “nueva tierra”, un pueblo por venir (Paul Klee). Para decirlo en spinoziano: si los afectos son variaciones de la potencia de existir, los perceptos son las visiones que se desprenden con cada variación y los conceptos son las representaciones que formamos tomados en esos devenires.   

En una conferencia de fines de la década de 1980 a estudiantes de cine –“Acto de creación”–, Deleuze afirma que es en virtud de tratarse de procesos creativos que trabajan a partir de ideas que la filosofía y el cine tienen algo que decirse mutuamente. Las ideas son potenciales excepcionales que surcan el pensamiento, y que nacen ya desde el comienzo implicadas o comprometidas en determinado medio de expresión. De modo que no existen las “ideas generales”. Hay ideas en filosofía, o bien ideas en cine. Las ideas en filosofía son tratadas en virtud de una creación específica, que es la creación de conceptos. Mientras que en el cine las ideas están siempre ya implicadas en la creación de sensaciones, en bloques de movimiento y duración.  

La filosofía busca crear forma de vida a partir de su propia trinidad. Deleuze, en las clases publicadas bajo el título Cine III. Verdad y tiempo. Potencias de lo falso (Cactus, 2018), explica que todo concepto es “pulmonar y visionario”, es decir, inseparable del afecto y del percepto: “Un concepto es una inteligibilidad que solo adquiere su sentido por los afectos a los cuales está ligado en tanto que concepto y por los nuevos perceptos que da”. Un concepto es “una nueva manera de recortar el mundo”, los conceptos “inducen nuevas maneras de percibir, de hacer ver. Pero el concepto no es inocente: modifica una potencia de existir, puede disminuirla o aumentarla. Eso es un afecto”.

En busca del tiempo perdido

¿Qué busca Deleuze en su aproximación filosófica al cine? Su díptico Imagen-movimiento e Imagen-tiempo –a lo que hay que sumar los voluminosos tomos que editó editorial Cactus con sus cursos sobre cine– pone de relieve hasta qué punto se interesa por pensar (en particular a partir de su lectura de Bergson) el problema del tiempo de un nuevo modo. El tiempo estuvo siempre en el centro de interés de la filosofía de Deleuze. El eterno retorno nietzscheano y el aión de los antiguos griegos están en el corazón de su conceptualización más consistente sobre los acontecimientos, las diferencias y los devenires.  

¿Cómo es que se pasa, en la historia del cine, de una imagen indirecta del tiempo derivada del movimiento –técnicas de montaje–, a la imagen directa del tiempo? A grandes rasgos, Deleuze interpreta que el cine clásico, anterior a la Segunda Guerra Mundial, trabaja con imágenes-movimiento, es decir, con las imágenes propias del encadenamiento sensorio-motor de las situaciones en las que reaccionamos ante el mundo (imagen-percepción, imagen-afección e imagen-acción), mientras que el cine moderno, a partir de Ozu en Japón y del neorrealismo europeo, ve nacer las imágenes directas del tiempo durante la posguerra. Las imágenes-tiempo surgen, a partir de espacios vacíos o desconectados, de la ruptura de los encadenamientos sensorio-motores, de la aparición de situaciones ópticas y sonoras puras.

El derrape de los encadenamientos sensomotores está directamente vinculado a la aparición de la visión, del cine vidente. Si la imagen-movimiento muestra personajes que perciben-sienten-actúan, es decir, que reaccionan ante las situaciones, la imagen-tiempo nos muestra a personajes arruinados, incapaces de responder, perdidos. Algo excesivo ha ocurrido, algo demasiado importante ha interrumpido los canales habituales de reacción ante las situaciones. Solo pueden ver. Ver, oír. La crisis de la acción da paso a la visión pura, visión del tiempo en estado puro.

Esta bancarrota de la acción que da acceso al tiempo interesa tanto al cine como a la filosofía. La descripción de los personajes visionarios coincide con las que Deleuze suele introducir en sus textos sobre la contemplación. Deleuze está fascinado con la contemplación plotiniana. No deja de citarlo. En Cine III, Deleuze confiesa su envidia por un fragmento de Plotino que cita de modo libre: “Todo es contemplación. Una roca es una contemplación, un animal es una contemplación. Y me dirán que afirmar que todo es contemplación es una broma. Y yo respondo que sí. Pero quizás la broma es ella misma contemplación”. El “alma contemplativa” es muy próxima al visionario deleuziano. Ambos liberan al tiempo de su subordinación al movimiento. Ambos se encuentran en una posición óptica privilegiada. Es como si, para Deleuze, Plotino hubiera descubierto en su meditación sobre el alma el régimen de los cristales. En su clase del 10 de enero de 1984, Deleuze dice a sus alumnos que al poner entre paréntesis la prolongación motora, el ojo accede a “otra función distinta de la que consistía simplemente en ver”. Accede a otra función que propone llamar visionaria y que remite a un régimen cristalino. “¿Qué veo en el cristal? En el cristal veo la cosa misma, o al menos menudos fragmentos sin importancia de la cosa, caracteres extraídos de la cosa y que flotan en el espacio desconectado”.

¿Qué es lo que ve el visionario? Quizás podamos responder: lo virtual de su propia imagen virtual. Si Deleuze no cesa de repetir en sus textos la formula spinoziana “no se sabe nunca lo que puede un cuerpo”, es necesario distinguir allí dos términos inseparables –cuerpo y potencia–, actual y virtual. Todo cuerpo (imagen actual) se define por su potencia de existir (imagen virtual). En otras palabras, un cuerpo es siempre más que sí mismo. Un actual cargado de virtuales. Es el cuerpo y lo que puede, cuerpo y potencia. La contemplación es la posición en la cual el actual accede a su propio virtual sin ponerlo a trabajar. Disfruta de su virtualidad sin exigencia alguna de actualizarla. Shabat. Goce de su propia potencia virtual substraída de todo mando. Es el descubrimiento de su doblez y de sus posibilidades de autovaloración.

El visionario es un ser en estado receptivo. Substraído de los automatismos de la reacción al mundo. Deleuze dice de él: ha visto algo excesivo. Algo demasiado bello o demasiado injusto. Esa desmesura, ese desbarranque de los mecanismos de reacción, lo han dejado sin capacidad de respuesta ante lo intolerable. El estado contemplativo conecta, por fuera del régimen orgánico de la acción, una experiencia de lo intolerable (imposibilidad, vergüenza) con la visión de un nuevo posible.

Resulta tentador extraer de aquí un punto de vista político específicamente deleuziano. Él mismo sugiere esta posibilidad varias veces a lo largo de sus clases publicadas en Cine III. Dos ejemplos. El primero, cuando se refiere a lo que llama “cine del tercer mundo” determinado por el problema de “la construcción directa de una memoria”. Deleuze cree que no se trata para nada de reencontrar unas raíces populares, sino de algo mucho más “molesto” y “agresivo”: “servir de memoria al mundo”. Se trata de inscribir la miserabilidad en la memoria del mundo. “La memoria del mundo y el tiempo son lo mismo”, sería “otra manera de alcanzar la imagen-tiempo”, por medio de “imágenes-tiempo perturbadoras” de “valor político intenso”. Segundo ejemplo, cuando se refiere al neorrealismo y al “nuevo cine político” como un modo específico de “crítica social a través de la visión”. Se trata de un cine que parece decir “he visto lo insoportable”. La imagen-tiempo es una política en la medida en que interrumpe automatismos, conecta con un exceso, permite desprogramar dispositivos de percepción-acción, ver lo intolerable, inventar nuevos posibles. Una política que es una investigación sobre los posibles aún no inventados (los imposibles del presente). De allí que no haya para Deleuze acto de creación que no implique ya un acto de resistencia.

Imagen-Cristal

Bajo el título “Los cristales del tiempo”, Deleuze trata en Imagen-Tiempo el régimen cristalino de las imágenes. El punto de partida es considerar las imágenes a partir del mundo que las rodea. Cada imagen actual está siempre ya vinculada con otras imágenes a partir de circuitos más grandes. Aunque para que estos circuitos grandes existan, estos deben sostenerse en los circuitos más pequeños, aquellos formados por la intimidad que logra una imagen actual con una imagen virtual. La imagen-cristal es “la unión de una imagen actual con su doble inmediato” o su reflejo. La imagen actual se refleja en una imagen virtual que simultáneamente la envuelve. Entre ambas imágenes se produce un “doble movimiento de liberación y captura”. Una imagen actual, escribe Deleuze, “cristaliza” con “su” imagen virtual. En la imagen-cristal, ambas caras se distinguen al tiempo que advienen estrictamente indiscernibles. Cada una toma el papel de la otra. “No hay virtual que no se torne actual en relación con lo actual, mientras este se torna virtual por esta misma relación: son un revés y un derecho perfectamente reversibles”.

En Bergson, lo que es actual es siempre un presente. Solo que un presente nunca pasaría, no se convertiría en pasado, como tampoco un nuevo presente lo reemplazaría si no fuera él mismo ya pasado al mismo tiempo que presente. El pasado coexiste con el presente que él ha sido. Si el presente es la imagen actual, su pasado contemporáneo es la imagen virtual: la imagen en espejo. Lo que Bergson llama pasado es la imagen virtual en estado puro definida en su autonomía. En la formación cristalina sucede que una imagen actual entra en relación con una imagen virtual pura, que no es obligada a actualizarse en otra imagen actual. La imagen virtual permanece virtual a la vez que se torna correlativa de la imagen actual a la que espeja.

La imagen-cristal permite ver la operación fundamental del tiempo: su escindirse a cada instante en presente y pasado o, mejor, su continuo desdoblarse en dos direcciones heterogéneas, “una que se lanza hacia el futuro y otra que cae en el pasado”. Es necesario que el tiempo se escinda al mismo tiempo que se afirma o desenvuelve: se escinde “en dos chorros asimétricos”, uno que hace pasar todo el presente y otro que conserva todo el pasado. El tiempo consiste en esta escisión, y “es ella que se ve en el cristal”. El cristal muestra la perpetua fundación del tiempo no cronológico (tiempo del acontecimiento). Es lo que Deleuze llamará la “poderosa Vida no orgánica que encierra el mundo”. El vidente es aquel que ve en el cristal el “brotar del tiempo como desdoblamiento”.

Cine Capital

Lo que permite ver el régimen cristalino es la adherencia de un plus de potencia inherente a toda imagen actual. Esa potencia es la correspondencia que toda imagen actual tiene con respecto a su imagen virtual. El pasado permanece en su relación con el presente “tan bien adherido como un rol al actor”. Toda imagen actual y todo presente es siempre más que sí mismo. Jun Fujita Hirose, en su libro Cine Capital, parte de este “circuito mínimo compuesto por una imagen actual y una imagen virtual o, lo que es lo mismo, por un acto y su propia potencialidad”. La imagen-cristal es una “imagen empírico-trascendental en la cual se ‘ve’ ese circuito mínimo de acto-potencia”. En ella se afirma y se reconoce como tal la virtualidad.

En el régimen cristalino, las imágenes se liberan de la compulsión a actualizarse y devienen revolucionarias: “el devenir revolucionario de las imágenes”, es decir, su desviación con respecto al “régimen orgánico” y hacia el “régimen cristalino”, libera a las imágenes que reencuentran así su propia autonomía, su posibilidad de autovaloración. Cada imagen reencuentra su propio “más” virtual y se relaciona libre con su propio exceso: la imagen actual es desconectada de sus encadenamientos sensorio-motores y la imagen virtual es emancipada del mando que la obligaba a actualizarse en nuevas imágenes actuales. La imagen-cristal es el goce que la imagen hace de sí.

Fuyita encuentra un pensamiento inexplorado sobre la política, en estas páginas de la obra de Deleuze sobre cine. La imagen-movimiento resulta inseparable de un cine capital, dominado por un régimen orgánico, que somete a las imágenes a una permanente actualización, al tiempo que esconde el fondo dinerario de este encadenamiento: el sueño de Hollywood como ilusión de acceso al mundo, sin tratar con el reverso necesario. Mientras que la imagen-tiempo del cine moderno deviene revolucionaria, tras romper con el régimen orgánico desplazándose hacia un régimen cristalino.

El devenir revolucionario de las imágenes y de las personas consiste en un mismo pasaje del régimen orgánico de la acción, en el que el tiempo está sometido a los requerimientos del presente actual (movimiento), al régimen cristalino de la contemplación, en el que el tiempo se emancipa de la acción para descubrir lo intolerable del mundo y acceder a nuevos posibles impensables en el circulo del tiempo domesticado. Los devenires revolucionarios son aberrancias del movimiento que afectan la manera de captar el tiempo. Tomado en sus dos realidades distintas, una actual hecha de movimiento (actos y palabras), y otra virtual hecha de puros signos ópticos y sonoros (se ve, se oye), los devenires revolucionarios consisten en hacer prevalecer la dimensión virtual del tiempo sobre las exigencias actuales del movimiento. En esa prevalencia se ve lo “intolerable”, se hace posible crear lo que Fujita llama la “posibilidad de otra cosa”.  

A propósito de Visconti, Deleuze dice en Cine III: “Nunca concibió, durante su período comunista, un comunismo sensorio-motor, llamo comunismo sensorio-motor al comunismo oficial de los partidos comunistas”. Y le parece evidente que en La Tierra Tiembla lo que se da es una imagen-tiempo comunista, una “unidad sensible y sensual de la naturaleza y el hombre”, una unidad “puramente sensitiva” de la que “están excluidos los ricos”. El “comunismo de Visconti es un comunismo visionario. No digo utópico, para nada. Porque a mi parecer, este punto de vista de la visión, desprender lo intolerable, denunciar lo intolerable, es extremadamente profundo y muy, muy práctico”.

La ruptura con el régimen orgánico, escribe Fujita, se da al mismo tiempo en el cine y en la política. Es la gran afinidad entre la imagen-tiempo y el 68. En ambos casos se plantea una nueva relación entre personaje y situación. Dice Deleuze en Imagen-tiempo: “Por más que se mueva, corra, se agite, la situación en la cual está desborda por todas partes sus capacidades motrices, y le hace ver y oír lo que de derecho ya no es susceptible de una respuesta o una acción. Más que reaccionar registra. Antes que ser comprometido en una acción, está liberado a una visión, perseguido por ella o persiguiéndola”.

Se trate de Mayo del 68 o del cine moderno, lo revolucionario es descubierto –ya sea en la gente o en las imágenes– como un proceso cristalino en el cual la videncia prevalece sobre la acción, o lo virtual sobre lo actual o, aún más, el tiempo sobre el movimiento. Vagabundeos, agites, flotaciones en espacios desconectados son todas figuraciones deleuzianas en las que se describe el plebeyismo de unas imágenes que comienzan a abandonar toda consigna de sumisión a la producción para comenzar a disfrutar de sí –y a actuar– por su propia cuenta.

Resistencia // Diego Sztulwark

Emergencia! Es el grito atorado de una vida que se desmultiplica en zonas de adaptación y confort y zonas de padecimiento y rabia. ¿Se trata de aprender a gestionar nuestras pasiones? ¿no es justamente este poder de auto-regulación lo que nos ha sido despojado? ¿no este último capítulo, el de la desposesión subjetiva, individual y comunitaria, lo que llamamos, en el fondo, neoliberalismo? ¿hay política posible sin cuestionar esta desapropiación que nos vuelve gobernables, sin apropiarnos de una autonomía pasional colectiva?

En la escisión entre régimen de opinión y desposesión afectiva se juega el registro de lo político contemporáneo. Lo político mas como medio socialización anímica que como revisión de nuestras servidumbres maquínicas. Incluso allí dónde lo político entusiasma. Ni hablar cuando deprime.

Tomados en ese vaivén, en la Argentina -luego de un período de notable entusiasmo- se escucha hablar de “resistencia”. El primer recuerdo histórico que esa palabra evoca es la resistencia obrera, primero anarquista o irigoyenista, y luego mayormente peronista, durante los años sesentas. Aquella resistencia, sin embargo, se desarrollaba al interior de un paradigma represivo, mientras que los poderes actuales, aún cuando no han dejado nunca de acudir a la represión y perfecciones sus medios, operan de manera productiva –modulando positivamente los modos de vida- y movilizante. ¿Qué puede significar, en este contexto, la noción de resistencia?

La transacción neoliberal no se da sin ganancia subjetiva (en términos de consumo, de libertad, acceso a servicios e información). Esta ganancia es el principal obstáculo para una política de transformación fundada en la voluntad de cambio. ¿La resistencia a la normalización de la vida y de la política que experimentamos puede ser vital sin ser política: puede también ser política sin ser vital? ¿Y cómo podría la política, siendo lo que es, ligar con lo desafiante vital?

Lo primero entonces, es aclarar esta noción de lo vital. Que el neoliberalismo reivindica para sí en términos de goce y movilización.  Y que lo resistente no puede concebir sino como persistente no-adecuación. Lo neoliberal es el esfuerzo por difundir códigos de adaptación. Lo resistente por tomar distancia de ese esfuerzo, por resistir el llamado a amar las cadenas. Sin esa resistencia no se crea vitalidad. Sencillamente se la consume.

Han Fallada ha escrito en 1946 un libro sobre la resistencia: Sólo en Berlin[1]. Una pareja de obreros (los Quangel) adherida al modo de vida nazi predominante durante los años 40- 42. Una vida sencilla, sin preguntaba por el destino de quienes caían en desgracia.

Un día como tantos, los Quangel, reciben una carta que les comunica la muerto de su único hijo en el frente de batalla. Una espesa conmoción se apoderó de ambos. Luego, el silencio. Días de silencio. De trabajo, rutina y silencio.  Días que incuban una transformación de alcance inesperado. Otto, el marido, comienza a escribir una postal dirigida a la máquina asesina del Tercer Reich: “Madre: El Führer ha matado a mi hijo…”. Anna, la mujer, comprende que “con esa primera frase él ha declarado una guerra eterna”. Guerra que deberán librar “ellos dos, unos pobres, pequeños insignificantes trabajadores que con una palabra podían ser  borrados para siempre, y al otro lado el Führer, el Partido, con su enorme aparato de poder y su esplendor y tres cuartas partes, incluso cuatro quintas partes del pueblo alemán detrás”.

Un día tuvieron un hijo, el Führer lo ha asesinado y ahora escriben postales. Unas postales que dejarán semanalmente en escaleras de edificios en los que viven médicos y abogados, por las que circulan clientes y pacientes. “Inundaremos Berlin de postales”, dice Otto a Anna: “entorpeceremos el funcionamiento de las máquinas, derribaremos al Führer, pondremos fin a la guerra…”.

El viejo Quangel seguirá siendo el mismo jefe de taller de fábrica, ese hombre “viejo y estúpido”, “poseído por el trabajo y una sucia avaricia”. Nadie sabrá jamás que por su cabeza bullen ideas que no tienen sus jefes ni los trabajadores a quienes vigila. “Todos ellos morirían de miedo si los asaltaran semejantes pensamientos”. El viejo Quangel los tiene, y los engaña a todos.

Y cuanto más postales difunden más mutan sus modos de percibir lo que sucede en su entorno. Ya no aprueban tan dócilmente la persecución de los judíos que, “como la mayoría de los alemanes” los Quangel habían aprobado en “su fuero interno”. Ahora que se habían convertido en “enemigos del Führer” esas cosas adquirían para ellos un aspecto y una relevancia completamente diferentes.

¿Que harían los Quangel cuando ya no debieran ocuparse más de escribir sus postales? ¿ya encontrarían algo por lo que merezca la pena luchar, decía Anna, algo público y notorio, sin tanto peligro? “Peligro siempre hay”, respondía Otto: “de lo contrario no sería lucha”. El peligro acecha, lo huele.  “El peligro no acecha en la escalera, ni al escribir. El peligro está en un lugar diferente que no puedo precisar. De pronto nos despertaremos y sabremos que siempre ha estad ahí, pero no lo hemos visto. Y entonces será demasiado tarde”.

El peligro, escribe fallada, no estaba en los detalles operativos. Sino en el hecho que, como a todo el mundo los Quangel “creían en su esperanza”. No sabían que casi todas las postales iban siendo capturadas por la Geheine Staatspolizei (Gestapo). Cuando los interrogadores policiales le pregunten cómo fue posible que creyese que él sólo, junto a Anna, pudiera derrotar al aparato de Führer, Otto respondió: “usted no lo entenderá nunca”. “Da igual que sólo luche uno o diez mil; cuando alguien se da cuenta de que tiene luchar, lucha, sea sólo o acompañado. Yo tenía que luchar, y siempre volvería a hacerlo. Sólo que de un modo distinto, completamente diferente”.

La historia de los Quangel es tan real como ficcional. Fallada (su verdadero nombre era Rudolf Ditzen;1893-1947) accede a ella a partir de los archivos de la Gestapo. Sus amigos de la recién creada Liga Cultural para la Renovación Democrática de Alemania, fundad en 1945, le habían ofrecido el legajo y proponía que escribiera una novela sobre la historia del matrimonio Hampel (los Quangel). El encargo sólo surtió efecto cuando el escritor se convenció de la singularidad del caso: “no se trataba de una actuación derivada de un compromiso político consciente, sino de la voluntad individual de dos personas corrientes de vida retirada”. Tiempo después Primo Levi escribió que se trataba del libro “más importante jamás escrito sobre la resistencia alemana”.

¿A qué podemos atribuir esta importancia? ¿al relato “micropolítico” de Fallada, que nunca sacrifica los tejidos efectivos entre vidas y hechos al juicio ideológico totalizante? ¿a la captación de una alteración molecular, una desviación afectiva respecto de la norma que hace que un matrimonio del todo ligado al orden se convierta en una autentica máquina de guerra? ¿en la enseñanza de la fuerza que adquieren las batallas movidas por un arraigo involuntario a la vida, por sobre la frágil solidez de los enfrentamientos fundados en motivos de conciencia teórica? ¿al modo para nada estetizante de concebir lo resistente, que no apela a la ostentación de lo “alternativo” sino que hace de las variaciones imperceptibles el arma más poderosa, la que transforma más radicalmente la existencia sin alterar en apariencia la vida cotidiana? ¿del modo en que convoca un desafío vital como exigencia interna de toda acción verdaderamente resistente, es decir, creadora de nuevos hábitos y perspectivas? Tal vez haya que buscar por otro lado: por la des-estereotipización de lo resistente que pone en juego al descubrir en la ruptura de los afectos que enemista con el orden, vivida sin ayuda alguna de fuerzas colectivas en que lo político pudiera reinventarse, no lo “antipolítico” y el refugio en lo individual, sino el punto en el cual lo político mismo comienza a faltar, empieza a estar en falta y por una vez debe inclinarse ante la vida sacudida y abandonar su altanera pedagogía.

La resistencia puede adquirir tal vez la forma de los “precursores oscuros”, aquellos elementos de los que se presume que forman parte del orden sin serlo, partículas que tantean cursos aún inexistentes buscando catalizar un potencial ignorado, ideando encuentros que actualizan nuevas fuerzas. Una ética de precursor supone actuar sin creer en el orden, en continua atención, aún en la oscuridad.

Diego Sztulwark para Internacional Errorista Mayo 2016

UN OSCURO OBJETO DE DESEO // DIEGO SZTULWARK

La primera novedad de un año electoral que comienza a desperezarse es el derrumbe del gobierno nacional y de la Alianza Cambiemos, que no parece suscitar expectativas y por el momento sólo aspira a llegar a las elecciones en condiciones mínimamente aceptables. La segunda es el intento de aprovechar este derrumbe para reconstituir un escenario político despolarizado. En este esfuerzo convergen sectores muy diferentes que van del sindicalismo al empresariado, de radicales a peronistas, de Beatriz Sarlo a Marcelo Tinelli. En un artículo publicado esta semana, Pablo Seman se refiere a un “deseo Lavagna” apoyado “en las potencialidades del presente para superar su actualidad insatisfactoria”. Pero, acota, esas potencialidades requieren, para volverse efectivas, de “algo que no existe pero tiene buenas probabilidades de existir”. Ese algo que se intenta construir se llama “deseo de centro”.

La dificultad de este esfuerzo –cuyos antecedentes más nítidos son Raúl Alfonsín y Antonio Cafiero– consiste ante todo en la imposibilidad de verificar, en la actualidad sudamericana, las dos condiciones implícitas que el centrismo presupone. Por un lado,  la relativa unidad y disposición de las elites a negociar un plan político que, en cierta medida, contemple satisfacer algunas necesidades y deseos de aquellos movimientos populares que cuentan con capacidad de movilización. Por otro lado, la aptitud para crear una política con fuerza que pueda gobernar esa capacidad de movilización limitando su autonomía, subordinándola a una retórica de la sensatez y el justo medio.

El deseo de centro, de un pacto político que dé lugar a una mediación consistente, está desafiado en sus dos supuestos por la coyuntura sudamericana actual. Basta con leer contribuciones como las de Mónica Peralta Ramos –domingo a domingo en El Cohete a la Luna– para comprender con claridad el peso que tiene el avance de Estados Unidos en la región con la finalidad de recuperar espacio para sus empresas (origen del clima de invasión militar en Venezuela, del lava jato brasileño y de la operación de los cuadernos en la Argentina). Ni la capacidad de resistencia del chavismo a toda imposición violenta externa en Venezuela, ni el intento dialoguista ensayado por el PT a través de la aplicación de políticas neoliberales durante la presidencia de Dilma Rousseff estimulan el escenario de pacto que el centrismo imagina.

El desafío al segundo supuesto viene dado por la propia experiencia argentina: la ausencia de un liderazgo político de los movimientos populares no desactivó en ningún momento su capacidad de veto sobre las políticas que atacan sus ingresos. No es realista imaginar que cederían esta capacidad de movilización a cambio de una participación moderada en un gobierno de ajuste con consenso parlamentario.

La ilusión de las fuerzas de un eventual centro –“algo que no existe pero tiene buenas probabilidades”– no es más que el deseo de recuperar, en una maniobra electoral, lo que los dos grandes partidos políticos (aliados a grandes empresas) han perdido luego de una larga trayectoria histórica: el peronismo ya no contiene la fuerza obrera de los sindicatos y los movimientos sociales, el radicalismo no logra representar a los sectores medios. El fracaso de Mauricio Macri por conquistar a los primeros y garantizar ingresos de los segundos, es decir, la inviabilidad financiera y política de la Alianza Cambiemos, reactiva el viejo sueño perdido del centrismo antaño bipartidista: hacer de cuenta que volvemos a los años ’80, que el 2001 no existió.

 

2001 como coyuntura por venir

El 2001 sigue proyectando las condiciones de una resolución democrática de la crisis en la medida en que designa, en un lenguaje comprensible, la capacidad de los movimientos populares para poner límites a la violencia del poder sin disponer de una conducción política centralizada. Esta situación se repite tras la derrota del kirchnerismo en torno al año 2013. La convergencia de la elección de Bergoglio como Papa, el triunfo peronista de Sergio Massa en la provincia de Buenos Aires y la crisis del dólar determinaron un fin de ciclo que conviene analizar. Las sucesivas derrotas electorales del kirchnerismo mostraron cosas importantes desde entonces. A partir de la pérdida de iniciativa y de capacidad de gobierno de Cristina Kirchner sobre las principales variables del proceso político, se produjo una disgregación de las fuerzas que componían el Frente para la Victoria; emergió una coalición de fracciones políticas dispuestas a llevar adelante un programa neoliberal explícito con aptitud para ganar elecciones; las organizaciones populares desplegaron grandes movilizaciones de masas por fuera de toda jefatura política unificada.

Como resultado del nuevo cuadro de situación y luego del triunfo electoral de Cambiemos en las elecciones parlamentarias de 2017, una nueva combinación de organizaciones sociales, sindicales y políticas –izquierda, kirchnerismo, fracciones del peronismo– logró poner en crisis el plan de reformas que se proponía el gobierno. La lucha callejera de diciembre de ese año, si bien no consiguió frenar la reforma jubilatoria, confirmó dos cuestiones centrales: que el gobierno pagaría un altísimo costo si deseaba aplicar su programa en el tiempo comprometido, y que el sistema político no podrá gobernar sin el protagonismo popular en las calles. Algo que el movimiento de mujeres ya venía exponiendo de modo ejemplar.

La reacción de los dueños del dinero ante el bloqueo del programa de Macri fue la corrida cambiaria que no tumbó al gobierno, pero sí terminó de sacar a la luz lo que Jaime Durán Barba y Marcos Peña intentaron disimular: los mercados no desconfían del programa de Macri, sino de su habilidad para aplicarlo en condiciones de resistencia social activa. Esa desconfianza es lo que Macri intentó compensar ubicando al FMI en el centro de la toma de decisiones. El gobierno compró tiempo en el Fondo para llegar a las próximas elecciones y confió sus fichas al impacto que pudiera suscitar la fracasada causa de los cuadernos, que terminó confirmando la impresión de una pudrición general del Estado que compromete al Poder Judicial y a los servicios de inteligencia.

 

Dos plazas

Herido el proyecto oficial y expresado en su debilidad el proyecto de un centro, se esboza la posibilidad de un frente electoral que reúna fuerzas que se oponen a las políticas neoliberales, lo que supone preguntas inevitables sobre el programa y la metodología de la constitución de una dinámica efectivamente democrática y capaz de bloquear las políticas el programa del Fondo. Para imaginar una hipótesis de salida al angustiante bloqueo actual, vale la pena hacer el ejercicio lúdico de distinguir la plaza del 9 de diciembre de 2015 impresa en el corazón de quienes corean “vamos a volver” (Cristina jefa, multitud agradecida), de aquella otra movilización a la que podemos aspirar para diciembre de 2019, asumiendo plenamente el nuevo contexto. Esos millones de personas deseando juntos la liquidación de las políticas neoliberales en base al masivo protagonismo de la calle de estos años, esa ciudad tomada por quienes frenaron los planes de reforma laboral, manifestaron para conseguir un salario social complementario, organizaron los paros de mujeres de los últimos 8 de marzo, ganaron la discusión pública sobre el aborto y desarrollan iniciativas contra la cultura de la violación y femicida, organizaron la resistencia contra la economía neoextractiva, marcharon los 24 de marzo y quienes protagonizan la lucha contra la represión racista en los barrios y en las comunidades, toda esa composición de una deseable “nueva tierra” ya no se reduce a la recomposición de aquella fuerza del pasado. Requiere de una constitución más amplia y radical, más madura y mejor dispuesta a desactivar la reducción de lo político a mera maniobra electoral, a desbordar toda conducción cerrada y rechazar la carga de violencia económica implícita en una precaria estabilización centrista.

 

Diego Sztulward para El Cohete a la Luna 

 

¿Cómo el macrismo organiza nuestros afectos? // DIEGO SZTULWARK Y SILVIO LANG

Hace unos años, apenas se inició el gobierno de Macri, Silvio Lang me invitó a trabajar con colectivos teatrales la ida de neoliberalismo como normalización de la cultural. Ahora que vuelvo sobre la cuestión, tratando de cerrar un libro con los amigos de Caja Negra, descubro hasta qué punto hemos subestimado -foucaultianamente- el aspecto propiamente represivo de la subjetivación neoliberal. No represivo sólo en términos policiales. Represivo ante todo en términos del tratamiento de la vida. El neoliberalismo es represión del síntoma. Su deriva fascista, hoy evidente, estuvo siempre ahí, presente: del coachin al racismo. Esa intolerancia productivista -clasistas, patriarcal- con la fragilidad es su marca más esencial. No hay política capaz de enfrentar lo neoliberal si no es capaz de percibir y rechazar esta, su violencia.

Diego Sztulwark

 

 

Transcripción del primer encuentro del Taller gratuito “La normalización de la cultura”, coordinado por Diego Sztulwark y Silvio Lang, el 21 de mayo de 2016. La organización estuvo a cargo del Taller de Actuación y Creación Escénica, que coordinan Lang y Juan Coulasso, en espacio Roseti, y surgió luego del interés que generó la conversación pública, con Sztulwark y Lang, realizada el mes anterior, bajo el mismo título. Este primer encuentro trabajó sobre la pregunta “¿Cómo el macrismo organiza nuestros afectos?”, a partir de la lectura de la entrevista a Suely Rolnik: “La base del sostenimiento del poder de la derecha es el propio deseo de la población”. En el segundo encuentro del Taller, que se realizó el 11 de junio, y que tuvo como invitados a Verónica Gago, Diego Skliar y al Colectivo Juguetes Perdidos, se trabajó sobre el eje: “figuras de afectividad no neoliberales”.

DIEGO SZTULWARK: Vuelvo sobre uno de los puntos que trabajamos en la conversación pública del mes pasado. Intentaré desarrollarla siguiente idea: hemos subestimado lo neoliberal. Nosotros conocemos al neoliberalismo como etapa del capitalismo desde hace tiempo, al menos desde la última dictadura, y luego durante los gobiernos de Menem, donde se impusieron planes económicos de ajuste y privatización esta vez desde las urnas.

Me parece, de todos modos, que hemos leído lo neoliberal sólo como una cuestión macropolítica, como una situación correspondiente a ciertas coyunturas. Luego del 2001, y de la posterior llegada de una serie de gobiernos autodenominados progresistas en el país y en buena parte de la región, hace ya una más de una década, contamos con cierta perspectiva para preguntarnos si la cuestión del neoliberalismo no tiene, junto a la realidad macropolítica ya señalada, una realidad micropolítica, muy efectiva y de larga duración, que se sitúa en el centro de las posibilidades actuales de subjetivación, en nuestra propia existencia, en nuestros modos de ser.

Podemos decir que el neoliberalismo es una forma de gobierno, no es meramente una racionalidad económica. O podemos también decir que es una forma política de dominio que pasa a través de las categorías de la economía política. Me gustaría resaltar algunos aspectos fundamentales de esta dominación. En las políticas neoliberales, en primer lugar, hay lo que podríamos denominar una “ganancia subjetiva”, en términos de consumo, de seguridad personal, de confort. Es imposible pensar la eficacia de estas micropolíticas sin considerar estas ganancias subjetivas que nos instalan de lleno en ellas.

Otra cuestión fundamental a considerar es el hecho que las micropolíticas neoliberales están en un juego nuevo con la libertad. Esto ya lo explicó muy bien Foucault. Probablemente no recordemos formas de dominación política previas que pongan tan en el centro esta experiencia inmediata de la libertad. Cierto que se trata de una idea de libertad con la que queremos pelearnos, una idea neoliberal de la libertad. Pero de todas maneras, por más que digamos que se trata de una libertad que no aceptamos, no podemos dejar de advertir que el neoliberalismo tiene un juego tan efectivo como perverso con la libertad, en la medida en que cada uno de nosotros está llamado a creer que está eligiendo a cada paso. No hay nadie a nuestro lado con un látigo que nos esté diciendo qué hacer a cada momento. En muchas situaciones no encontramos obediencia,  pero si internalizando esa obediencia en una experiencia puesta en términos de libre elección. Esta experiencia de la libertad es una experiencia de dominación, que con frecuencia se revierte en servidumbre. Haciendo lo que elegimos somos más serviles que nunca. Hay un tipo de libertad-servidumbre y una relación no muy estabilizada entre las dos, es algo que tendremos que tomar muy en cuenta y trabajar más.

En contacto con el punto anterior, cabe subrayar el lado voluntario y hasta activista de nuestra inmersión en los dispositivos neoliberales. Marchamos activa, voluntaria y alegremente hacia los dispositivos neoliberales. Nadie nos obliga a poner en facebook todo lo que pensamos, a exhibir nuestras fotos, a regalar todo tipo de información, a poner a circular nuestras cosas como si de mercancías se tratase mercancía. Es nuestro narcisismo el que goza con este sistema de visibilización. Ya en el siglo XVII Spinoza escribió una frase inquietante: “por qué luchamos por nuestra esclavitud como si de nuestra libertad se tratase”. Esa frase, en el contexto actual, nos puede ayudar.

Otro aspecto que no habría que perder de vista: estos dispositivos micropolíticos obedecen a un mando formado por el mundo de las finanzas. Tenemos algo que pensar respecto al mundo de las finanzas, en la América Latina en estos años. En un período en el que la región intentó salirse del mando más lineal y directo de lo neoliberal, que intentó hacer una experiencia diferente-y hoy podemos discutir sobre sus fracasos y sus éxitos- en la que por años se suspendió la retórica neoliberal, ligada a una  voluntad política de izquierda –genéricamente hablando (Suely Rolnik va a definir a estos gobiernos “progresistas” o de “izquierda” como los partidarios de un mínimo de resistencia a lo neoliberal). No entraría en la discusión si se trata de gobiernos más o menos de izquierda, porque todos estos años sabemos lo que pasó en América Latina. Sí tomaría en cuenta que las micropolíticas no están autonomizadas respecto de la macropolítica. No se trata de dos realidades separadas, inconexas, no hay una instancia verdadera y otra falsa. Se trata de pensar la especificidad de ambos niveles sin desarticularlos. No es posible entender acabadamente el funcionamiento del mando de las finanzas, su articulación con dispositivos comunicacionales, securitistas, la constitución de una soberanía, que parte de la constitución del mercado mundial, sin captar simultáneamente como esos grandes poderes operan en las líneas micropolíticas de nuestra existencia (y viceversa). Ahí hay un elemento metodológico que puede ayudarnos a comprender un poco más la simultaneidad en lo real de la macro y las micropolíticas.

La otra vez intentábamos, para tratar de comprender mejor esto que llamamos “el macrismo” reconstituir una secuencia que partía del año 2001. Todo el tiempo se nos recuerda que 2001 fue un tiempo de crisis. El problema es entender qué se entiende ahí por crisis. Si la crisis es algo oscuro, es una amenaza absoluta, si es indistinguible de un padecimiento sin medida y a la interrupción de los procesos de la reproducción social, como se nos ha dicho todos estos años, tal vez sea bueno recordar otra cara de la misma crisis. Una sobre la que se insiste menos. La de la emergencia de subjetividades que son inmanentes a la crisis. Estas subjetividades de la crisis son aquellas que intensificaron la crisis (en la medida no aceptaban la condición que el poder del capital exigía como solución: más ajuste y más hambre). Estas subjetividades sabían actuar en la crisis. Sabían organizar colectivamente la comida, la seguridad. Sabían actuar colectivamente. Sabían hacer en la crisis. Eran capaces de elaborar estrategias en la crisis. Porque la crisis afectó también la salud de las micropolíticas neoliberales. Y cuando ellas están en crisis, es necesario configurar estrategias de existencia. Ese costado del año 2001 –que sin embargo es parte del saber actual de contingentes sociales enteros-tiende a borrarse tanto por la necesidad del sistema político de ofrecer orden público como por el restablecer micropolíticas neoliberales sobre las que este orden se estabiliza.

Habíamos partido de ese 2001 que tuvo una efectividad política increíble, todos sabemos que después de ese año en la Argentina, los políticos no hablaron más de ajuste, de represión, de privatización y de endeudamiento por muchos años. La macropolítica se cuidó mucho de seguir reproduciendo el discurso neoliberal explícito. Nunca la legitimidad de las retóricas neoliberales fue tan nula, y sin embargo las micropolíticas neoliberales se fueron resituando con una fuerza innegable. Si pensamos en cómo funcionó la voluntad de inclusión que se constituyó en torno al kirchnerismo podremos ver bien esta coexistencia: la inclusión por la vía de las finanzas, por la vía del consumo, por la vía de la activación de un conjunto de dispositivos micropolíticos que ya no intentaban excluir sino incluir socialmente, no produjo las condiciones para una ruptura con el tipo de subjetivación neoliberal que las acompañaba. Sabemos que en la Argentina eso se ha discutido muy mal, ha rodeado de una violencia afectiva incapaz hasta ahora de producir síntesis productivas de largo alcance. Propondría trabajar ese momento, haciendo un análisis de niveles para entender esta voluntad de inclusión.

La voluntad de inclusión tendría por lo menos dos costados, aspectos o niveles. Uno sería el deseo de incluir a los llamados excluidos, dañados, la decisión de reconocer derechos antes negados. En este nivel, vinculado a una intensa movilización social enorme, reconocemos los valores que más nos enorgullecen, la decisión de no pensarse sin los otros. Es todo lo contrario de la indiferencia hacia el otro, de la crueldad. Al mismo tiempo esta voluntad de inclusión tiene una topología, un sistema de lugares, que funciona de un modo colonial: el que quedó afuera es invitado a incorporarse a un espacio que no va a alterarse con su ingreso. Este segundo aspecto de la inclusión supone que el otro que quedó afuera, quien perdió, debe ser recuperado desde el espacio incuestionado que emerge triunfal de las mutaciones históricas recientes. En la invitación a la inclusión del otro, el espacio propio no se altera, sino que se confirma. Es una confirmación absoluta del lugar de la inclusión y un tratamiento del otro como pura víctima, como pura impotencia. No se lee en los otros un saber de la crisis, una sensibilidad de la crisis, una inteligencia de la crisis, como información imprescindible para cuestionar este espacio triunfante de la inclusión. Decíamos en nuestro encuentro anterior, que esta complejidad, la coexistencia de estos dos niveles, explicaba, al menos en parte, la ambigüedad de lo sucedido estos años. Ambigüedad, en síntesis, entre una dimensión crítica, solidaria, ética, que produjo transformaciones interesantes e incluso imprescindibles, y por otro lado esta otra dimensión que limita bastante la eficacia y la posibilidad de pensarse con lxs otrxs. Habría más que decir de este período, por supuesto, pero me parece que ahí hay un elemento.

Otro aspecto que habíamos señalado, creo, para caracterizar esta ambigüedad del kirchnerismo remite al tratamiento del problema de la decisión colectiva.  El kirchnerismo supo denunciar –por primera vez en décadas- la privatización de la decisión política en manos del terror militar, primero y luego de corporaciones económicas y mediáticas. En este nivel, el aporte del kirchnerismo y de quienes confluyeron en el movimiento por la ley de medios es extraordinario. Y al mismo tiempo, sucedió que los mismos argumentos que se utilizaban contra estos los poderes que intentaban secuestrar la decisión política –ser antipolíticos, o destituyentes, no asumir la legitimidad y la autoridad del gobierno como representación política nacional-se descargaba sobre organizaciones, movimientos o personas que tenían el impulso a discutir desde una perspectiva autónoma su derecho a participar de esa decisión colectiva. De nuevo, entonces, una doble cuestión, por un lado: una enorme y beneficiosa pedagogía sobre quiénes y cómo intentan secuestrar la decisión política pública y, al mismo tiempo, un límite para construir una decisión colectiva más abierta, con actores más transformadores formando parte de esa decisión. Discutir esto más a fondo es parte de un balance necesario con vistas al futuro. Sobre todo porque hay una correlación evidente, creo, entre modalidad de decisión colectiva y modelo de desarrollo.

Y llegamos así al final de la secuencia que habíamos planteado al “macrismo” y la plena restitución de una macropolítica neoliberal adaptada a la nueva coyuntura nacional, regional, global. Después de una cantidad de años donde la presencia de la crisis determinaba un elemento de ambigüedad a la situación social y política (porque la inclusión es aún un discurso de la crisis, un tratamiento de la crisis, sólo que en ella no se afirma la subjetividad de la crisis, sino que se la negativiza, se la identifican a un lugar infernal y descalificado, que hay que abandonar), se acabó la ambigüedad. La inclusión deja lugar al lenguaje de la “integración” y la “innovación”, en el que la crisis sólo es invocada como elemento completamente negativo y amenazante, a fin de legitimar las políticas derivadas casi unilateralmente del mando del mercado mundial. El costado ordenancista previo es retomado, pero es abandonado el aspecto de sensibilidad por los otros que la inclusión de algún modo activaba. La crisis no es ya un elemento interno a una dialéctica de la inclusión, sino un elemento a normalizar por las vías que sean. Macri, aparece como la adecuación más perfecta al desarrollo de las micropolíticas neoliberales. Como si estas micropolíticas hubieran preparado el camino para lo que estaban esperando. A pesar de que a Macri le haya costado mucho llegar al gobierno, su triunfo tiene algo de obvio, de “sinceramiento” (otra palabra “Pro”). La situación depende a tal punto de un conjunto de variables bancarias, mediatizadas, la reproducción de la vida depende tanto de mecanismos ligados a estas variables, de la decisión de grandes actores capitalistas, que de algún modo uno se tienta con pensar menos al macrismo como un fenómeno político autónomo, y más como el efecto relativo de una cierta restitución de las micropolíticas neoliberales. Con esta secuencia (2001, kirchnerismo, macrismo) cerramos el segundo punto que retomamos de nuestro encuentro anterior.

El tercer punto que habíamos trabajado –y que retomaremos en nuestra próxima reunión, el 11 de junio- tiene que ver con la noción de “amistad” política, que intenta responder a la pregunta: ¿cómo reconocemos en nosotros y en los otros, afectividades no neoliberales? (porque de ninguna manera se puede aceptar que las micropolíticas neoliberales sean la única realidad!). O también: ¿cómo ponemos en juego micropolíticas no-neoliberales, que no sean mera reproducción de esos dispositivos neoliberales? Para discutir esto van a venir, por suerte, una serie de invitados que van a aportar mucho. Verónica Gago, con quien comparto muchas actividades, autora de un libro que yo creo que deben conocer, porque tuvo un impacto importante, La razón neoliberal (editado en Tinta Limón Ediciones).Verónica trabajó muy intensamente el tema de la migración y el trabajo sumergido durante los últimos años. Toda esa fuerza de trabajo precarizada, generalmente migrante, sometida a situación laboral que linda por momentos con imágenes de esclavitud; pero, al mismo tiempo, con la circulación de componentes comunitarios –en una ambivalencia muy acentuada- en muchas de esas subjetividades. Verónica plantea que en esas zonas “grises” -por llamarlas de algún modo-, en las que no es tan fácil reconocer qué es lo neoliberal (la reducción del lazo social a forma empresa) y qué es lo resistente a ello (formas familiares y comunitarias), hay que rastrear si no se está afirmando otra cosa. Le vamos a pedir a Verónica que nos ayude a ver si es posible distinguir lo neoliberal de lo no neoliberal, no como si fueran dos colores completamente diferentes, sino a partir de aprender a reconocer esa zona de ambivalencia.

Están invitados también el Colectivo Juguetes Perdidos, amigos a los que admiro mucho, que han escrito un libro notable Quién lleva la gorra hoy, también editado por Tinta Limón Ediciones, que vienen trabajando mucho en territorios del conurbano bonaerense intentando percibir qué es lo que pasa con los pibes que no se enganchan ni en una cosa ni en otra -ni en el laburo, ni en el estudio, que viven en situación de “raje”, tensionando la vida barrial y urbana. Los “JP” se interesan por estas estrategias de “raje” como modo de constituir una perspectiva que ya no es la de la inclusión (aunque tampoco desvalorizan el armado de esas redes precarias –eso es para ellos lo real de la inclusión- que permiten desarrollar estrategias), sino desde la potencia de fuga, del tipo de saber que se ha constituido en los barrios a propósito de las maneras de rajar de un conjunto de situaciones asfixiantes en el proceso de normalización –el “engorrarse”- en los territorios. Logran captar así claves importantes, incluso, de lo que ocurre en la macropolítica, como el mismo triunfo del macrismo del que hablábamos. Ahí me parece que vamos a poder pensar un poco más, qué es esta afectividad no neoliberal evitando todo tipo cliché. El punto sería: no estereotipar qué cosa es la afectividad no-neoliberal. Concebirla justamente en sus puntos de difícil interlocución.

Aquí es donde podemos retomar la referencia a la amistad política. Amigo no sería en este sentido tanto quién nos caen bien en lo personal, aquellos con quiénes opinamos igual, con quiénes nos contamos secretos, quiénes nos bancan cuando estamos bajoneados. Esa podría ser la idea de amistad personal, pero la de amistad política tendría que ver con cómo se construye utilidad común, es decir, con situaciones y personas en las que el punto de partida no es necesariamente común. No se trata ni de la confianza previa, ni de pertenecer a los mismos grupos sociales, ni de tener un gusto afín respecto de determinadas actividades. Por ese lado podríamos empezar a discutir un poco más esta estructura de la potencia colectiva, esta utilidad común que llamamos “amistad”. Pienso que la idea de amistad política puede ser útil en este momento. No por nada la trae el Comité Invisible en un libro que se llama “A nuestros Amigos” (de reciente edición a cargo de editorial Hekht). La idea de amistad ya está en La Ética, de Spinoza. Hay una tradición de pensar la amistad como una figura de politización. De eso trataría la próxima reunión.

Además le pedí a Diego Skliar, que es escritor, periodista (con Diego y con Natalia Gennero compartimos una columna radial: Clïnamen, en Fm La Tribu), que asista, que no hable, que esté callado toda la reunión, y al final nos devuelva una lectura, donde podamos trabajar de una manera diferente.

Hoy vamos a empezar a desarrollar algunas de estas ideas. Vamos a detenernos en las micropolíticas neoliberales. Vamos a apoyarnos en un texto, una entrevista de Suely Rolnik, publicada en el blog Lobo Suelto! con el título “La base de sostenimiento del poder de la derecha es el propio deseo de la población”. Suely, amiga querida también, fue un personaje importante de la contracultura brasilera de los años 70. Con la dictadura sufrió la represión y marchó al exilio en Francia, donde se conecta con Gilles Deleuze y Félix Guattari con quien se analizó. Suely regresa a Brasil donde desarrolla actividades como psicoanalista y filósofa (es autora de un gran libro, junto a Guattari, Micropolíticas, cartografía del deseo, Tinta Limón Ediciones) y forma parte activa de las experiencias del Brasil “molecular” de aquellos años, lo que abarca, también, la formación del PT. Suely fue una figura clave también para comprender la relación intensa entre Guattari y la contracultura brasileña.

La propuesta es ir leyendo párrafos claves de la entrevista, ir abriendo preguntas, intentar incluir nuestra conversación en el hilo de las micropolíticas neoliberales, siguiendo la secuencia que planteamos en la introducción.

Una aclaración importante, sobre el lenguaje (en este caso el de Suely). En la medida en que se emplean categorías teóricas (como “afecto”, “potencia”, “sujeto”, “devenir”, etc.) siempre puede dar la impresión de que estas categorías viven como “bien definidas” siempre en otro lado. Como si hubiera en alguna otra parte un diccionario preciso sobre cada una de ellas, un diccionario que siempre está en otro lado, inaccesible. Cuando tenemos esa impresión hablamos sin estar del todo seguros de qué quiere decir, por ejemplo, “subjetividad”, “rizoma”, “inmanencia”. Las usamos, a veces, pero sin tenerlas muy claras, como si su sentido estuviese en otro lado. Les propongo relajar la cuestión del saber. Suely nos está enseñando en vivo y en directo la significación de esas nociones asique, al menos, por esta vez no habría que buscarlas en otro lado, sino que iremos viendo cómo ella las explica y entre todos las vamos completando el sentido. Lo interesante es que ya no va a haber que pensar que hay otra definición mucho mejor que la que estamos usando: Suely conoce muy bien las categorías, las trabaja muy bien y vamos a ver si lo que ellas nos ofrecen nos satisface o no. Entonces no estamos ante el problema de cómo transmitir un saber, sino frente a otro problema: el de saber si lo que se está diciendo nos interesa o no, y cuánto. Y por lo tanto, el de saber si hay algo propio que va para otro lado. Si eso ocurre, ya hay una ganancia en haber hecho el ejercicio de comprensión, porque a partir de ahí se puede decir ¡no!, esto que se dice así no me cierra porque hay un punto que lo quiero pensar de otra manera. La ganancia en esa situación es descubrir una nueva dirección para el pensamiento. Sea como sea, se trataría de tomar algo de lo que vamos discutiendo y empezar a ver para qué sirve.

Con el aspecto categorial de esta filosofía creo se puede hacer lo siguiente (es un consejo que le leí alguna vez a Deleuze): como nadie está seguro del todo si está entendiendo o no, no confiaría tanto de la comprensión pura a nivel de los conceptos abstractos, y más bien se podría apostar a que cada quien se pregunte sobre qué vivencia personal se sirve para apoyar el concepto que se quiere entender. No importa que sea una vivencia noble o más bien inconfesable, no importa que sea infantil, no importa porque no hay que contarlo. Asique vale aunque uno se diga: -¡pero es demasiado tonto lo que estoy pensando! Si se puede encontrar cualquier experiencia o vivencia propia que apoye lo que se está diciendo, va a funcionar. Si no sería como una mala clase de facultad, donde salimos con conceptos medio mal aprendidos, sin saber exactamente si son los que son. Eso les propongo, veremos si funciona.

Le preguntan a Suely por la relación con Deleuze y Guattari. Ella responde que la biografía de ellos hecha por François Dosse, tiene un interés muy grande, porque a pesar de que no nos gusta mucho, tiene algo muy interesante y es que rompe la subordinación de Guattari a Deleuze. Se explica así: Deleuze, gran filósofo, Guattari estaba en prácticas psiquiátricas, militancias. La idea de que la práctica es menos inspiradora, menos noble, etc. primó mucho en ciertas lecturas, sobre todo universitarias de la obra de estos autores. Esa biografía que es muy documentada, tiene el interés de poner a Guattari muy en el centro.

LECTURA ENTREVISTA A SUELY ROLNIK:

ENTREVISTADOR*S: En la biografía de F. Dosse hay un párrafo que dice: «Deleuze tuvo metáforas muy expresivas sobre su trabajo en común. Comparó a Guattari con un rayo en medio de una tormenta. Y él, Deleuze, sería el pararrayos que capta ese rayo y lo hace reaparecer en otro lugar ya de una forma pacífica». ¿Dónde te sitúas tú en esta escena?

ROLNIK: A mí me parece perfecta la imagen que Deleuze inventa para dibujar los lugares que cada uno de ellos ocupan en su obra conjunta. Con sus radares en la tormenta, uno era el rayo y el otro el pararrayos. Guattari era muy vulnerable a las tormentas. De una vulnerabilidad impresionante. Su reacción era rápida como un rayo que irrumpía apuntando donde el deseo podría hacer conexiones capaces de crear un territorio para que la vida lograse encontrar una forma. Algo que per-formatease lo que había causado la tormenta para que la vida volviera a fluir. Una capacidad clínica excepcional. Con igual velocidad, su escritura era el propio rayo que enunciaba el estado de cosas en tiempo real, con palabras salvajes, difíciles de descifrar. Como un pararrayos, Deleuze captaba el rayo y se tomaba el tiempo necesario para la germinación de un territorio más calmado en la escritura y se lo devolvía a Guattari, que a su vez lo re-trabajaba. Así era la dinámica de la colaboración que resultaba en ese fabuloso universo de pensamiento que podemos habitar. Deleuze necesitaba del rayo-Guattari y Guattari, a su vez, necesitaba del pararrayos-Deleuze. Quizá sea eso lo que ha hecho que su colaboración fuera tan fecunda e incesante…”

SZTULWARK: Me parece interesante la imagen de la tormenta, el rayo, el pararrayos, porque ahí Suely ya adelantó, de algún modo, el núcleo de lo que quiere decir. Hay una serie de tormentas (intensidades que nos desestabilizan), hay quién es más capaz de captarlas en tiempo directo (Guattari es su ejemplo). Y hay quien puede modular esa captación (Delezue). Estaba la pregunta sobre qué es en Suely “fuera-de-sujeto”. Ya podemos ir ligando un poco las cosas. La tormenta ocurre fuera del sujeto. ¿Qué es la tormenta?: la aparición de unas fuerzas cuyas intensidades son demasiado violentas para nuestro mapa de referencias. Y no hay manera de captar algo de ellas sin conectar con la propia vulnerabilidad. Guattari, era extremadamente vulnerable a las tormentas, dice Suely. Se puede entender que se refiere a las lluvias y las tempestades, pero también que, lejos de cualquier metáfora, alguna de esas tormentas nos muestran en el cielo cosas que pasan muy materialmente en nuestra vida. Tumultuosas intensidades, difíciles de asimilar, activan nuestra vulnerabilidad, y tal vez somos capaces de comprenderlas, a partir del modo en que nos están afectando para construir en torno a ellas nuevas formas, nuevas maneras de vida, nuevas maneras de existir. Claro que también podemos intentar ser indiferentes, resistir lo más que podamos a esa desestabilización. Esa es la escena que nos trae Suely. Tanto para hablar de la relación D-G  – me gustaría que nos olvidáramos rápido de ellos- como de la base de una teoría de la subjetividad. Creo que la imagen de la tormenta es muy útil para plantear lo que nos quiere traer de la subjetividad. Hay una dimensión de tormenta, y esa dimensión es lo que menos tenemos aceitado, trabajado, refiere a los puntos más frágiles de nuestras subjetividades.

Hago una serie de aclaraciones: Subjetividad = modo de ser, modo de vivir, modo de existir. Entendemos que el modo de vivir, de existir, no está ligado a nuestro organismo, se pueden cambiar esos modos. Y además, esos modos no son estrictamente nuestros: son efectos de una serie de situaciones, de prácticas. Incluiría dentro del “modo de ser”, desde ya, los modos de percibir, las maneras de relacionarnos con los demás y con uno mismo. Por subjetividad entenderemos, sencillamente, la manera misma en que estamos constituidos y nos constituimos. Podríamos incluir todo ahí: percepción, memoria. Tal vez podríamos recurrir a Spinoza nuevamente y decir que “somos modos finitos de una sustancia infinita”. Somos modos de ser, y esos modos pueden ser conocidos por lo que pueden. Una subjetividad se conoce por lo que puede hacer y pensar (por su potencia). Spinoza decía: “por cómo afecta y cómo es afectado conocemos cómo puede un modo”, ahí tenemos una subjetividad.

Suely, sostiene que somos herederos de una larga historia del modo de subjetivación clásico, ella lo llama cartesiano en un momento, y en otro se refiere al producto de una larga historia del catolicismo. Patriarcado, cristianismo, capitalismo, colonialismo. Se trata de fenómenos de larga duración, que actúan sobre los modos de ser que somos. Este modo de subjetivación, dice Suely, articula dos niveles: al primero lo llama “sujeto”. Y lo explica más o menos así: por “sujeto” podemos entender una instancia activa en la que se estabilizan un conjunto de referencias y representaciones útiles para la vida. Pero no hay que confundir “sujeto” con subjetividad. Porque en la subjetividad juega un papel la instancia que denomina “fuera-de-sujeto”, vinculada a la vulnerabilidad de que veníamos hablando. La subjetividad incluye ambos aspectos. Por sujeto Suely va a entender un campo de referencias, todo un modo de representación teórica e intelectual, que nos sirve para organizarnos en el mundo. Categoría, referencias más o menos fijas, el mundo simbólico como tal, lo que desde el marxismo se llamaba: las “superestructuras”. La subjetivación dominante en nuestro occidente está tomado por un inconsciente capitalista, colonial, logocéntrico. Ese tipo de subjetivación, que nos atraviesa, autonomiza al sujeto de dimensión sensible o vulnerable, que en otro tiempo Suely llamaba “cuerpo vibrátil” y ahora llama “fuera-del-sujeto”, que es lo que activamos como vulnerabilidad en las tormentas. Suely no va a diabolizar este aspecto del sujeto, aunque va a atacar el inconsciente colonial. Va a decir: es bastante evidente que tenemos un lenguaje, una forma, yo por ejemplo sé que estoy ahora en el Espacio Rosetti. Eso es una categoría, una referencia. La tengo que tener si quiero venir, si la pierdo no llego. Es muy evidente que es un nivel relevante para la vida, fundamental. No es bien y mal. El lenguaje y sobre todo su uso convencional va a ser el producto del interjuego de los dos niveles. Lo que sí va a cuestionar es que recurramos a un uso abstracto de esas categorías y referencias, que nos aferremos a ellas sin activar el nivel al que llama “fuera-del-sujeto”: ¿qué hay en el “fuera-del-sujeto”? Hay fuerzas, las fuerzas del mundo que no tienen representación a priori. El sujeto tiene un cierto mapa. Es un sistema de orientación que funciona poniendo etiquetas a las cosas. Si creyésemos que el mundo se reduce a esta experiencia tendríamos la ilusión de un modo total y completamente representable. Pero hay todo un aspecto de nuestra subjetividad que tiene que ver con lo que no sabemos. Simplemente porque no hay cómo saber, el mundo no está ya hecho, en vez de pensarlo como un conjunto de cosas ya puestas a las que sólo hay que nombrar, habría un conjunto de fuerzas con las que no nos hemos relacionado aún. Hay un conjunto de fuerzas que operan por ahí mas caóticamente de lo que podemos asimilar, que nos afectan de diversas maneras. Ese es el “afuera-del-sujeto”. Es todo aquello que en el mundo es real y no está representado para nosotros, y que nos afecta desatando tormentas en la estabilidad que siempre tratamos de conquistar a nivel del sujeto (sobre todo cuando el sujeto se apoya en el inconsciente colonial). El sujeto así constituido quiere ser estable. Quiere controlar su situación, tener su mapa, saber de qué se trata la cosa. Al mismo tiempo, de nuevo, está el “afuera del–sujeto”, que son un conjunto de fuerzas que una y otra vez nos lanzan tormentas, que desestabilizan nuestras categorías, que es nuestra vulnerabilidad, nuestro uso de la sensibilidad para conquistar –en contacto con esas fuerzas- un “territorio existencial”, como le llama Guattari.

Suely, trabaja la siguiente cuestión: ¿con qué contamos para atravesar esas tormentas, para extraer de ellas nuevas posibilidades, nuevos territorios y además para actualizar al sujeto, para que sus categorías no sean siempre las mismas? Para que el mapa de referencias se pueda ir actualizando en la medida en que en nuestra experiencia va atravesando tormentas tenemos que asimilar que en ellas se da algo interesante, no son sólo amenaza, no son sólo caos. Son eso, si, pero a la vez nos ponen en relación con lo real del mundo.

En las categorías de las Ciencias Sociales, hasta el año 2001 había un discurso en el mundo, en Argentina, en Francia, en EEUU, que decía que como el neoliberalismo ya no va a dar pleno empleo, va a ocurrir que va a quedar una población fuera, sobrando. Pero esa población no va a poder tener un repertorio de acciones colectivas, porque esas acciones pertenecen al mundo del trabajo. En cambio la gente sin trabajo, en su barrio, dispersa, sin conocerse entre si, culpabilizándose a sí misma, etc., no va a poder ya constituir fuerza política. Esto es lo que decían los mapas orientadores de la sociología dominante. De repente aparece una tormenta, sobre todo para los propios desocupados, es decir, la barbarie que implica que la promesa que a todos nos hacen de que vamos a poder reproducirnos, no se cumpla. O sea, ustedes no van a poder reproducirse socialmente, vitalmente, peor sus hijos. Es decir, el salario, que es la vía de reproducción que se nos ofrece no va a regir más para una parte de la población, sin que se ofrezca nada a cambio. Entonces surge algo no previsto por las ciencias sociales: se organizan desde la “nada” (aparente) un repertorio de acciones colectivas. Hemos hablado de ellas hace un momento como subjetividades de la crisis. Aparece un pensamiento a partir de la desestabilización, de la crisis. Un pensamiento capaz de armar territorios existenciales nuevos, a partir sobre todo de la idea vívida de dignidad. Aparece un tipo de potencia individual y sobre todo colectiva que en un primer momento es muy difícil de asimilar: ¿qué hacen esos tipos ahí, cortando rutas?, ¿son trabajadores? ¡No exactamente! ¿Son del partido político tal? ¡No siempre! ¿Son de la iglesia? ¡Puede que no! ¿Y qué quieren? ¡Dignidad! Esa potencia abre posibilidades de existencia donde lo que había era un espacio mortífero, una existencia sin categoría, en la que la amenaza era completamente brutal. No sólo se crea el piquete, sino una manera de organizarse en los barrios y se empiezan a producir lazos vitales en torno al galpón, al corte, a la olla popular. La idea de que hay una realidad nueva que puede organizar un territorio existencial, que puede constituir posibilidades de vida, acciones de lucha, discursos sobre sí y sobre lo que se desea, hacerse cargo de la alimentación, de negociar con empresas y hasta a la larga poder participar de la vida política.  Con el tiempo –lo sabemos-todo esto puede tener suerte diversa. Puede ser neutralizado, por supuesto. La enseñanza, para lo que estamos pensando, creo, es que por fuera de las referencias y categorías se abren posibilidades para las cuales no siempre tenemos mecanismos previstos. A veces sucede que nos vemos inmersos en la creación de territorios de existencia, entrando en relación con ciertos afectos que nos son nuevos. En esos procesos actualizamos mapas de referencias.

Entonces, el “fuera-del-sujeto”, es este contacto con el mundo que intenta construir territorios a partir de esas fuerzas o de tormentas. ¿Qué es el sujeto cuando está tomado por el inconsciente colonial?: es el conjunto de puntos de referencia que todo el tiempo estamos intentando constituir, estabilizar.

Acá comienza a tomar forma el problema que nos señala Suely. En la medida en que nuestra cultura favorece la consolidación del inconsciente colonial, vivimos en pos de una obsesiva defensa de la estabilización de la instancia sujeto, devaluando el “fuera-de-sujeto”, y por tanto viviendo toda desestabilización como una amenaza. Vivimos pegados a lo que llamamos nuestra identidad. El riesgo ahí parece ser el hecho de volvernos reactivos ante las tormentas. Pienso que las llamadas micropolíticas neoliberales funcionan precisamente en este punto, renovando la herencia cultural occidental, ofreciendo nuevos mecanismos para esta estabilización reaccionaria.

Respondiendo a una pregunta sobre la crisis y el 2001 es necesario aclarar un riesgo de mal entendido respecto al ejemplo que di: si hablamos de la crisis –como la de 2001- no desde el punto de la subjetivación, sino a partir de su objetividad. Lo “sensacional” en la crisis, la crisis como representación de la crisis, tomada categorialmente no se parece ya a la tormenta. Con Guattari este tipo de tormenta o de crisis no remite necesariamente a una objetividad macropolítica. Cuando ponía el ejemplo de 2001 enfatizaba en las subjetividades más que en la objetividad económica o política. Pensaba sobre todo en las subjetividades que  se construyeron ahí, que pueden ser vistas como el relámpago del que hablaba Suely, simultáneo con la crisis –en muchas ocasiones no ocurre así- Pero es una tormenta que se puede dar en distintos niveles de la subjetividad, no hace falta que sea colectiva, puede ser individual, grupal.

SILVIO LANG: Si las fuerzas de la tormenta son fuerzas no representadas, “la crisis” que nos dicen todo el tiempo que existe no entraría en este concepto que estamos trabajando. No liguemos la metáfora de tormenta a “la crisis” de la que hablan los medios comunicacionales, el gobierno de lo neoliberal y la opinión pública. Son justamente fuerzas no representadas. Las fuerzas del mundo que nos afectan y de las que estamos hablando no son “la crisis”.

INTERVENCIÓN: En relación a un ejemplo de costureras y el dueño que se va diciéndoles que si es tan fácil que lo hagan ellas, puede aparecer un nuevo territorio posible pero que exige un modo distinto de funcionamiento que es una activación de una potencia que crea la posibilidad de vivir en dónde antes se moría, de donde se dependía, de donde no había otra opción. Eso exige salir de nosotros, y dejar de estar pensando que no sabemos. Cuando vas a cantar, te dicen: no digas no puedo, eso podés, desafiná, hacé todo lo que quieras, create posibles y ahí vamos a trabajar en ese territorio.

SZTULWARK: Cuando de alguna manera la situación en la que estamos estabilizados no funciona más, hay un momento de muerte, porque el afuera destruye al sujeto, pero al mismo tiempo se empieza a armar un posible (sí o no). En el ejemplo que tomábamos, la ruina de la relación salarial implica una cierta muerte, la interrupción de las formas que nuestra cultura prevé para la reproducción social (básicamente el salario). En el ejemplo que ponen ustedes, de las fábricas recuperadas la cosa parece funcionar de un modo parecido ¿no? Los trabajadores a los que el patrón les tira las llaves y se pasan por una muerte de este tipo hasta que poco a poco comienza a aparecer la posibilidad de utilizar la planta, las máquinas, la labor difícil de reconstituir un mercado, la pelea porque el estado brinde apoyo, etc. Hay una muerte, y surgen nuevos posibles, las dos cosas. De pronto ya no se trata de trabajadores bajo patrón, sino de una nueva fusión entre trabajo y empresarialidad. Se trata de transformaciones en los modos de ser, inseparables de creaciones de territorios existenciales.

Leo un poquito más el texto de Suely: -hay un momento en que le nombran la anestesia de los afectos de la tormenta.

LECTURA ENTREVISTA:

ROLNIK: Sí, voy a explicar un poquito mejor esta idea porque es importante para nuestra conversación. Para descifrar el mundo, disponemos de la experiencia empírica basada en las capacidades de percepción y de los sentimientos del yo; éstas sirven para descifrar las formas del mundo según los contornos actuales de la retícula cultural. Quiero decir, cuando veo una forma, o cuando escucho, o cuando siento algo lo asocio inmediatamente al repertorio de representaciones que poseo de manera que lo que voy a ver, escuchar o sentir está marcado por ello. Desde luego esto es muy importante porque nos permite la vida en sociedad. Pero no es más que una de las experiencias de la subjetividad; es la dimensión de esa experiencia que llamamos «sujeto». En nuestra tradición occidental se confunde «subjetividad» con «sujeto» porque es solo esa capacidad la que tiende a estar activada. Sin embargo, la experiencia que la subjetividad hace del mundo es mucho más amplia y más compleja. Hay otra dimensión de la experiencia que la subjetividad hace del mundo, que llamo el «afuera-del-sujeto»; es la experiencia de las fuerzas que agitan el mundo como un cuerpo vivo que produce efectos en nuestro cuerpo. Y esos efectos consisten en otra manera de ver y de sentir lo que pasa en cada momento (lo que Deleuze y Guattari llamaron «perceptos» y «afectos», respectivamente); es un estado que no tiene imagen, que no tiene palabra”

SZTULWARK: Aparecería una parte de la subjetividad que no habíamos analizado todavía bien. Están las fuerzas del mundo que nos afectan y está el sujeto en nosotros que tiene todas las representaciones. Pero hay otro aspecto, que es eso en nosotros que puede ligar con esa fuerza sin representación, que puede registrar lo que los autores (Deleuze y Guattari) llaman “afectos y perceptos”. Esos afectos no son sentimientos, esos perceptos no son percepciones. No hay imagen, no hay palabra, se trata de una experiencia en cierto modo previa a tener percepciones, sentimientos, etc. Esa instancia la debiéramos pensar un poco, porque según Suely, es la que tenemos menos activada, la parte de la subjetividad que se juega en el rayo-pararrayos de Deleuze-Guattari. Hay una tormenta y hay un sujeto, y en el “entre” hay una capacidad que tendríamos más o menos activada de dar cuenta de lo que ocurre para nosotros, de cómo las fuerzas no representadas nos afectan sin que haya una imagen o una palabra todavía. Hay una base de lo que después puede ser imagen, lenguaje. Pero que todavía no es imagen, no es lenguaje, y sí es capacidad de registrar afectos y perceptos (Deleuze y Guattari en su libro ¿Qué es la filosofía?, en la parte dedicada a la creación en el arte hablarán incluso de arrancar afectos a los sentimientos, extraer perceptos de las percepciones).

La hipótesis que quisiera retomar es que las micropolíticas neoliberales anestesian justamente esa zona. Una micropolítica (o una afectación) neoliberal no sería posible sin una desposesión previa. Una desposesión doble, objetiva (económica) y subjetiva (afectos y perceptos). En lo neoliberal resulta inseparable un subdesarrollado en nuestras capacidades y el modo de registrar sin paranoia ni culpa las tormentas y sus fuerzas. De allí la importancia de detenerse a verificar qué es lo que esas micropolíticas neoliberales hacen con nuestros afectos y a la vez tratar de comprender qué es lo que podemos hacer con esas fuerzas, es decir, cómo podemos, en las condiciones actuales constituir zonas de posibilidad o de existencia. En este aspecto hay un dialogo siempre interesante, que pasa por preguntar ¿qué es lo que sabían/saben las subjetividades de la crisis, lo que no sabe de nosotros la subjetividad neoliberal, esa que se aferra al código, que siempre propone una imagen y un lenguaje, un espacio confortable para la estabilización acrítica y reaccionaria? Creo que por ahí vamos a encontrar el punto de relación entre lo que Suely está trabajando y lo que queremos pensar hoy nosotros. Hay unas micropolíticas neoliberales que dan respuesta a la inestabilidad que una y otra vez nos producen las tormentas. Se nos ofrece estabilizada por medio de pastillas, de diferentes consumos, incluso de filosofías, incluso la de Deleuze (es muy gracioso como habla Suely de un uso “desodorante” de Deleuze).

Por un lado, y retomando lo que ustedes están diciendo sobre la coyuntura, podemos decir Macri es de una sencillez abrumadora, pero esa sencillez es la propia de un buen vocero de esta estabilización neoliberal. En la medida que esa sencillez quiere decir: no hay tormentas, no hay preguntas, dudas, es claro que hay un orden al cual adecuarse y el que no se adecua está en falta. Y el kirchnerismo, en ese sentido, siempre va a ser visto retroactivamente como mal alumno, alguien que no entiende, que no sabe cómo educarse, etc. Y creo que eso va a ser así, no tanto porque el kirchnerismo fuera una cosa o la otra, sino porque tuvo que gestionar, ya lo vimos, otro contacto con la crisis.

Creo que fue muy ambiguo el kirchnerismo. Me parece que aún no estamos en condiciones de hacer una definición suficientemente madura de lo que pasó. Porque por un lado, podríamos decir, hizo una apropiación pobre de las subjetividades de la crisis y por otro se elevó a la subjetividad de la crisis al nivel de gobierno, metió a las organizaciones en el Estado. Meter en el Estado no es sólo cooptar,  es también reconocer. Hay una ambigüedad muy grande, porque la cooptación es una teoría muy pobre. Es la idea que el cooptado es un zonzo. La idea de cooptación la dejaría, y pensaría más en estos términos: hubo un trabajo de composición entre el Estado y poderes de nuevos territoriales que emergieron a partir de la experiencia de lidiar con las subjetividades en la crisis, por los cuales ni el potencial de esas subjetividades terminó dando lo que muchos hubiéramos esperado, ni el Estado volvió técnicamente a ser lo que había sido. Hubo, al menos por un tiempo, una nueva relación, una nueva composición.

Pero bueno, no se trata sólo Macri. Hay varios actores de este nuevo paisaje. Con el riesgo de que me lo reprochen, nombro también al nuevo Papa. No creo que Francisco sea Papa por ser peronista, sino por ser argentino, en el sentido fue un testigo privilegiado de cómo se armó en la Argentina un modelo de legitimidad social y política después de una crisis –objetiva-subjetiva- tan fuerte, y una invención micropolítica tan fuerte. Seguramente fue elegido como alguien que sabe sobre cómo relegitimar instituciones post crisis. Tal vez el Vaticano andaba necesitando algo como eso. Entonces sí hay algo de peronismo, pero también hay un saber que viene de la crisis de 2001, un saber que hasta cierto punto el kirchnerismo supo poner en juego. Hay un saber de la crisis que se ofrece hoy al mundo.

Volvemos al problema, según Suely -pero también según otros autores- relativa a esta zona subdesarrollada, aplastada por el inconsciente colonial, por la historia larga del occidente. Una historia que se remonta al momento en que el imperio romano se hace católico, dice Suely, una historia larguísima, muy parecida a grandes rasgos de la que cuenta Walter Benjamin: Hay un tiempo histórico que se da como un continuo de dominación. Si se quiere tratar de pensar todo esto con la debida radicalidad es necesario hacer una historia larga, como decía también León Rozitchner. No se puede partir del 2001, ni de la última dictadura, se trata de una historia mucho más compleja.

Dentro de esta historia, tan larga y compleja, tomamos un fragmento último, al que estamos llamando neoliberal. Que tal vez parta del 68, o de la década del 70. Entre nosotros, identificamos la dictadura, el menemismo. Hay mucho que discutir sobre las periodizaciones.

LANG: Propongo meternos un poco más con la idea de los perceptos y los afectos para pensar la pregunta que arrojamos “¿cómo el macrismo organiza nuestros afectos?”. Tiene que ver con lo que se planteaba de lo “pobretón” del discurso de Macri, si eso no sería más bien una manera de organizar afectos y perceptos.

SZTULWARK: Si les interesa la referencia de afectos y perceptos en Deleuze y Guattarí, es un capítulo del último libro que hicieron juntos, el ya mencionado: ¿Qué es la Filosofía? Hay una parte allí dedicada a qué significa creación en el arte (porque según ellos hay también creación en ciencia, en filosofía). La secuencia que plantean es más o menos la siguiente: pensar es crear, pero hay planos de pensamiento y creaciones diferentes. En la Filosofía se crean conceptos, pero en el arte se crean sensaciones y las sensaciones son bloques de afectos y perceptos. Afectos y perceptos tienen que ver con la vida no personal, con algo no mensurable en la vida. Hay algo en la vida que no es nuestra mera vida vivida, se trata de esas fuerzas del mundo que siempre nos obligan a ir más allá de nosotros mismos, a través de las sensaciones.

Las sensaciones son provocadas en nosotros por esas fuerzas, esas tormentas en principio no representables. Las sensaciones ponen en contacto esas fuerzas con nuestra sensibilidad, hacen que nuestra sensibilidad se comporte de un modo no habitual. Afectos son las experiencias no habituales –que según Spinoza aumentan o disminuyen nuestra potencia– y perceptos son los paisajes no humanos, de antes de lo humano. Lo que hace falta es un trabajo excepcional de la sensibilidad que es imposible sin la violencia que la tormenta hace sobre nosotros. Nosotros mismos más bien queremos estar estabilizados, pero hay situaciones, tormentas, en las que somos obligados a ver qué hacemos con lo que sentimos y no sabemos del todo sentir. Lo que Foucault dice: sentir de otra manera. Esa violencia se comunica con el pensamiento intelectual y con la memoria, y estamos obligados a pensar eso que estamos sintiendo y que con lo que no sabemos qué hacer. Esa violencia nos atraviesa, desorganiza nuestra sensibilidad, nuestras maneras de pensar, nuestras categorías y nos fuerzan a crear y a pensar sensiblemente, intelectualmente.

Los afectos ya están presentes en La Ética, de Spinoza. Cuando empleamos la palabra “ética”, estamos hablando de Spinoza. Suely también está haciendo una cita sin decirlo de Spinoza. Porque este autor, en el siglo XVII, decía que el problema de nuestro intento de ser felices es que hay un mundo totalmente tomado por finalidades. Todo el tiempo alguien nos dice de qué se trata el juego. Hay un conjunto de normas, de mandatos, de poderes que operan finalizando. Este mundo de finalizaciones serán tomadas por Nietzsche en su crítica de la moral. Un conjunto de valores producidos siempre antes de que nosotros lleguemos y frente a los que solo queda adecuarnos, siendo que ellos nos informan qué es el bien, que es el mal. La Ética, de Spinoza ya quería deshacer ese sistema de la obediencia. No solamente la obediencia interpersonal, sino esa otra que se practica respecto al mundo de valores. Por eso emplea la palabra “ética” que, a diferencia de la moral, traza mapas singulares. ¿En base a qué? A afectos que no son sentimientos personales. Son los afectos que surgen del contacto con las fuerzas. Y en base a perceptos que no responden a percepciones normalizadas, sino a las captaciones que podemos tener de las fuerzas. Con afectos y perceptos vamos viendo en las tormentas qué conexiones podemos hacer, cómo podemos construir un territorio de existencia, para nuestro deseo, para nuestra vida.

La Ética, es la capacidad de crear un mapa existencial en medio de una tormenta. Tormenta producida por el hecho de que la vida no se reduce al sujeto. Hay más vida que sujeto y por lo tanto hay un “fuera-de-sujeto” en la vida. Ahí funciona una ética. Y una ética es un mapa singular. Mapa singular del deseo. Spinoza había escrito que la esencia del hombre es el deseo. El deseo es aquello que hace que querramos las cosas no porque las consideramos, buenas, bellas o justa, sino así las consideramos, justamente, porque las deseamos. En otras palabras: el deseo es productivo, inviste, constituye mundos. Nuestro propio deseo se juega en las tormentas que habla Suely, se juega como capacidad de crear territorios, o bien puede quedar replegado sobre el campo estabilizado de referencias. Es por ello que dirá: no hay deseo sin acción y sin acción el deseo se pudre. Quiere decir seguramente que el deseo que no constituye territorio existencial se corrompe en su quietud, en este repliegue estabilizante.

La cuestión con lo neoliberal es entonces la siguiente: si en la tormenta tratamos de refugiarnos en una suerte de estabilidad y una confirmación del mundo previo, entramos en una serie de trabajos de obediencia a esta organización prefigurada, y nos exceptuamos del trabajo de poner en juego el deseo y poder constituir campos existenciales propios y con otros. El problema con lo neoliberal, en términos de subjetivación seria por tanto la convocatoria a sustituir este trabajo del deseo por una serie de dispositivos (pastillas, tecnologías, formas ideológicas o religiosas de representación)que confirman el territorio previo e inhiben el trabajo de una afectividad y también el lenguaje, puesto que lo que se corta por esta via es la elaboración de un lenguaje propio. Sin contacto con afectos, sin elaboración de un lenguaje, lo que se suprime es toda posibilidad de pensar de otra manera. Ahí estaríamos en el centro de lo que queríamos pensar hoy.

Y bien, si esto es así, no estamos lejos del siglo XVII, y de Spinoza cuando decía: ¡cuidado con los teólogos! Ellos son los que en cada época gestionan las trascendencias. Y lo que estamos viendo es que lo neoliberal funciona a este nivel, al nivel de la gestión de las trascendencias. Estamos tratando de pensar qué formas toman hoy las trascendencias (no decimos que las trascendencias se inventaron con el neoliberalismo). Estas trascendencias son aquellas que sirven para separar, para aislar, para producir estabilizaciones reaccionarias. Suely considera que este momento en el que los gobiernos llamados progresistas pierden las elecciones y son atacados no puede ser explicado por causas meramente políticas, que hay que indagar cómo se fue constituyendo este repliegue acentuado de la subjetividad. Ahí tenemos un punto de contacto entre macro y micropolíticas, y podemos entender nuestro tema, aquel que vincula nuestra coyuntura política y una cierta teoría de las micropolíticas.

Para pensar esto precisamos una caracterización más compleja de lo neoliberal. Foucault trabajó estas cuestiones tempranamente, durante la segunda mitad de los 70, de una manera muy interesante. Ya se nota en esos años -de hecho la cosa viene de mucho antes, Foucault lo cuenta con detalle en El nacimiento de la biopolítica-, que hay en países de Europa una transformación, unos modos nuevos de pensar la sociedad y sus funcionamiento -las micropolíticas. Se trata de un nuevo modo de concebir el papel de los mercado (los mercados son producidos por el Estado y el Estado se legitima a partir de los mercado), una nueva centralidad de la competencia, del riesgo, de las políticas sociales. Agregamos, un nuevo lugar de las finanzas (algo que ya comentamos al inicio). El neoliberalismo reorganiza la relación entre estado y sociedad, de modo que cada vez se va a poner más en el centro la concepción de la vida como fenómeno de mercado y por lo tanto se hará una cierta exaltación de la libertad individual. En el neoliberalismo, dice Foucault, los poderes actúan sobre el medio, sobre las interacciones, produciendo libertades. Y, sobre todo a partir de la experiencia alemana, concluye Foucault, el mercado deviene –como decíamos- la forma de legitimar al Estado. En este diagrama social cada quién pasa a ser concebido –y a concebirse- bajo el modelo de la forma empresa, como alguien que tiene (o que es) un capital,  y tiene que extraer a ese capital renta. La experiencia del trabajador, en este contexto, va a ser convertida en la experiencia del “empresario de sí mismo”, que considerará su salario como un ingreso, diluyendo toda vivencia colectiva, de clase. La vida entera deviene calculable desde el punto de vista de una racionalidad de mercado, y nuestras posibilidades existenciales son conducidas al hacer una marca de nosotros mismos, a administrar nuestros vínculos desde una perspectiva de autovalorización, a introyectar todo el lenguaje de los dispositivos que coordinan este mundo (las finanzas y las tecnologías digitales, los grandes medios de comunicación). No creo que se trate de lo que dicen los neoliberales, que las finanzas se independizan de la producción, sino que ya no contamos con los referentes para comprender cómo es que las finanzas extraen valor, explotan la vida entera, sobre la que constituyen momentos muy duros de mando.

INTERVENCIÓN: Cómo pensar la obediencia, si es la ideología del macrismo la que hace que no se pueda acceder a la tormenta, o es algo más previo, una ceguera, una imposibilidad del sujeto para efectuarse en la tormenta. Desde dónde se opera.

SZTULWARK: Espero que resulte claro que en lo que estoy tratando de pensar la subjetivación neoliberal es en muchos sentidos previa al propio macrismo. A Macri le ha costado, a pesar de todo, llegar al gobierno. Y no le resulta tan, tan fácil gobernar. No creo que como tal el macrismo pueda ser visto como una fuerza subjetivadora independiente. Su fuerza, en todo caso, responde a un juego más complejo que hemos estado analizando, en relación a estas historias viejas, y a esta renovación de las micropolíticas neoliberales que no han cesado de extenderse, y que cada vez más median nuestras prácticas y hábitos. Sin este antecedente –macro y micro-se vuelve incomprensible, al menos para mí, el momento político como el actual. Estaríamos pensando que Macri como un gran productor de subjetividad, diría que no, no veo nada de eso.

Quisiera hacer una aclaración más sobre lo que estamos diciendo. Me parece que es muy difícil hacer análisis de las micropolíticas neoliberales sin que en algún momento se produzca un efecto indeseado, muy pesimista y a la vez muy moralista, que consiste en decir que esas micropolíticas son a la vez invencibles y malas. Si nos subjetivan a tal punto y además son tan nocivas, ¿de dónde vamos a sacar la fuerza para poder cuestionarlas? Mi comentario sería, simplemente, que no es así, que la cosa es más compleja, que a la vez que está todo esto hay otro aspecto, están nuestras resistencias, nuestras invenciones. Pongo por un momento el ejemplo del consumo, del que hablamos algo en nuestro primer encuentro. Si decimos que lo que pasó en la Argentina ha sido una experiencia muy rica y compleja es, en partes, porque al mismo tiempo que se ha logrado incluir toda una vitalidad plebeyas –muy visible a partir del 2001- en las categorías de la economía política –a eso le llamamos aumento del consumo- hemos visto como el consumo se politiza, y ahí se producen cosas muy complejas. Los neoliberales pueden festejar haber gobernado el consumo, y ahora comienzan a restringirlo. Por nuestra parte tal vez debiéramos pensar que cuando los sectores populares se instalan en el consumo –y todos estamos instalados allí- es un error moralizar el asunto. Mas que moralizarlo y hablar del consumismo, debiéramos pensar todos cómo hacer para que esa fuerza que está moviéndose dentro del mercado puede romper sus reglas de mando, romper una cierta idea de felicidad, romper una cierta estructura productiva y comercial. Desbordarla, recrearla.

Si moralizamos las micropolíticas neoliberales perdemos también la capacidad de guiarnos por brújulas éticas, perdemos la creatividad para crear estrategias, quedamos lejos de la capacidad de tocar el mundo material de la afectividad no neoliberal (que es siempre una afectividad sin imagen). Quedamos como cortados, o bloqueados, vemos en ella sólo poder, sólo barbarie, y perdemos toda posibilidad de comprender el terreno de lucha en la que se dan los grises, los rajes, las resistencias concretas, la materialidad en que pueden afirmar los contrapoderes. Porque no es imaginable, creo, que estos contrapoderes surjan fuera del mercado, sin relación alguna con el consumo, sin imaginar determinadas relaciones con las tecnologías.

INTERVENCIÓN: (Reflexión en torno a poder convertirse en un guardián de uno mismo y no un guardia severo para organizar la tormenta)

LANG: Pensaría qué extractivismo hace el macrismo en nuestra capacidad creativa ante las tormentas y ahí incluiría qué es lo que se está cocinando con un personaje como Alejandro Rozitchner. Para poder meternos en qué está haciendo el macrismo con nuestros afectos.

INTERVENCIÓN: Es muy importante la inclusión de la filosofía en un discurso del Pro, es la primera vez que lo escucho.

LANG: Y cómo el neoliberalismo, en la caracterización que hace Foucault del “empresario de sí mismo”, extrae o se apropia de nuestra capacidad creativa. Está funcionando un extractivismo ahí  comandado por las ideas nietzscheanas de Alejandro Rozitchner.

SZTULWARK: Alejandro Rozitchner, hijo de León, ha escrito discursos al presidente Macri –de ahí la idea de que el presidente tiene un “lenguaje filosófico”. Ahí la operación, me parece, que las cosas se plantean justo a la inversa con relación a lo que estamos tratando de pensar. Ellos plantean un cierto “nietzscheísmo”: ¿cuál es el problema con la vida? El problema con la vida son los valores morales que la aprisionan. Ok. Pero ¿cuáles son esos valores morales que pesan sobre nuestra sociedad? Serían, al menos tres: el cristianismo, la izquierda y el peronismo. Son los valores agobiantes de nuestra sociedad, porque no nos permiten –dicen- desentendernos de una carga que son los pobres. Se trata de ideologías “pobristas” (el termino es de Alejandro Rozitchner). Estas ideologías, estas morales nos enlazan a los otros: víctimas, explotados, excluidos, etc., ¿qué hacer frente a eso? Hay que liberar la vida, las fuerzas de la creatividad, respecto de ese peso moral que nos obstaculiza como país, que impide nuestro desarrollo individual y colectivo. Todo este discurso viene un poco tomado del new age, del rock, de la filosofía, del discurso del marketing. Entonces habría que aligerarse de esos pesados valores morales y liberar nuestros valores creativos, colocar la creación individual -como en la propaganda sobre meritocracia de Chevrolet – a favor de nuestro propio progreso. Poner por delante nuestro la idea de un éxito personal al que se llega sólo a través de la creación, pero la creación –este es el gran truco, el gran secretos, la gran perversión- será vista como adecuación a los dispositivos de poder. Entonces todo lo que hemos llamado aquí creación –ese pasaje por la tormenta- se queda sin tormenta. La creación será siempre la exaltación de los ideales empresarios, los valores internos al modelo neoliberal, y lo creativo será un modo de armonización de un modo de vida sin violencia, sin desestabilización (es una idea que funciona sin distinción entre creación artística, de valor económico o de prosperidad individual). Se trata, en definitiva, de aprender a amar los dispositivos de poder. Eso que hoy vemos aquí como un problema, porque no nos permite comprender la desestabilización como un momento esencialmente vital, se invierte en lo justo opuesto. Amar los dispositivos que nos estabilizan, sacarnos de encima este lastre, ese peso de la pobreza y entregarnos a una vida emprendedora, fluida, sana, no neurótica, no enojada y protestona. Hay una mezcla de cierto psicoanálisis, cierta filosofía, cierto neoliberalismo económico. Todo eso da lugar a la figura del coaching. El filósofo deviene coaching del presidente, de la casa rosada. El pensamiento deviene coaching ontológico. El propio Macri aspira a ser coaching político del país: relájense, sean positivos, miren para adelante y mucha creación. Es exactamente lo que cualquier multinacional espera de los gerentes: que sean creativos. Y todo lo que quepa en ese mundo será considerado criminal o patológico. No hay otra.

LANG: Actualmente, en el Ministerio de Cultura de la Nación, lo que era la Dirección Nacional de Industrias Culturales pasó a llamarse Secretaria de Cultura y Creatividad.

SZTULWARK: Es interesante, porque con la idea de emprendedor, lo que se hace es secuestrar la idea de empresa como empresa tal y como la piensa el neoliberalismo. La empresa capitalista como modelo para todo. La empresa como concreción y vía única para la potencia. Se plantea un enfrentamiento muy fuerte con los que pensamos que la forma de empresa neoliberal no es modelo de existencia. Y ellos están diciendo seriamente que sí. Dicen: no tenemos otra forma de hacer pasar la potencia individual y social que no sea por la forma empresa.

LANG: Están reaccionando a todos los que no pensamos en la forma de la lógica de la empresa.

SZTULWARK: Para el consenso neoliberal no podemos pensar la potencia individual y colectiva si no es bajo la forma empresa capitalista. ¿Cómo conciben ellos esta forma empresa? Lo sabemos bien. Primero, a partir de un acceso diferencial al capital: hay alguien que puede acceder a él y hay quien no. Si no partimos de esta desposesión primera, objetiva, socioeconómica, básica en el capitalismo, no se entiende qué es la empresa. No es el libre emprender colectivo. Es algo mucho más concreto, que supone y recrea continuamente una asimetría estructural entre personas que pueden acceder a un capital de inversión y otras que no. Los que sí tienen ese acceso, están en la posición de convocar y coordinar diferentes proyectos. Una empresa es un proyecto, un deseo que tiene alguien con acceso al capital. ¿En qué posición quedan los demás? Son los “reclutados”, aquellos que sin acceso al capital, y habiendo sido desposeídos de otra forma de reproducción, no pueden sino ser incluidos en el proyecto-deseo de otro. De ellos también se espera que activen su deseo, pero ese deseo es un deseo de obediencia. La empresa así concebida responde por entero a esta lógica. A la larga el ideal de la empresa es el del capital mismo, el no enfrentar obstáculos a ese desarrollo. De allí esa perversa idea de libertad como no interferencia, ese ideal no fricción que tiende a cumplirse idealmente en la economía puramente financiera.

Se habrán dado cuenta hasta qué punto este lenguaje empresario y neoliberal, que hace –al menos en el campo ideológico- una referencia muy fuerte a la libertad, al deseo y a la creación moviliza justamente las mismas palabras que hemos estado utilizando nosotros. Son las mismas palabras, pero los conceptos son antagónicos. Hay un campo semántico común entre los neoliberales y nosotros, las palabras son las mismas. No son los mismos los conceptos, no quieren decir lo mismo. Nuestro problema es que estos conceptos neoliberales están desatormentados, es un deseo desatormentado, es una libertad desatormentada. En esa traducción se nos juega algo vital y cotidiano todo el tiempo. Hasta qué punto somos expropiados de nuestras imágenes de creación, de nuestras imágenes de proyectos, de nuestras imágenes de libertad. Hasta qué punto tenemos cosas más concretas que decir que ellos. Cuando imaginamos una libertad en qué sentido es más concreta la nuestra. Cuando imaginamos un campo de deseo, en qué sentido el nuestro es más creativo y concreto que el que se traduce en el código neoliberal. Esa es la disputa política en este momento. Macro y micro, tenemos la posibilidad de mostrar las cosas que hacemos y nuestra forma de sociabilidad y hay una potencia concreta más interesante en nuestra manera de pensar y de sentir que la de ellos, es una pregunta. Es muy difícil hablar del mundo empresario y de este mundo sin pensar que hay una lucha política porque no hay empresa sin desposesión objetiva y subjetiva. El capitalismo es una máquina de desposesión. Cuando la frontera de la soja toma toda la tierra, ocurre que un montón de gente ya no puede tener su tierra, su economía tradicional. Hay un problema muy concreto, pero también una desposesión subjetiva, referida a la capacidad de trazar mapas eticos. De eso se me desposee, se me desposee de la tormenta pero también de la dimensión creativa y de potencia que se da inseparablemente de la tormenta. Esa desposesión es un problema político fundamental, sería la traducción al título de hoy. No tiene que ver sólo con Macri, sino con algo bastante más pesado. Prácticamente todos los partidos políticos de la Argentina han votado el pago de los holdouts y la deuda es un dispositivo neoliberal fundamental, es un mecanismo que tiende a empresarializar a las personas, a gobernar el tiempo futuro. Todo esto es difícil de pensar si no asumimos la idea de lucha política.

Espero que sobre estas cuestiones volvamos el 11, con las ideas de amistad política y afectividad no neoliberal.

Ante la pregunta sobre la idea de “justicia”, que nos hacemos, en cualquiera de esas tres vertientes desdeñadas (peronismo, cristianismo, izquierda), y a la idea de “derechos”, tan cara al discurso de la inclusión, me parece que podríamos ligarla a la definición que da Spinoza en La Ética: el derecho es igual a la potencia. Y si el derecho es igual a la potencia, quiere decir que toda retórica de derechos debe ser valorada de acuerdo a nuestra capacidad de crear agenciamientos para que esa potencia sea efectiva. Entonces cuando el discurso del derecho favorece esos agenciamientos está muy bien. Recuerdo lo que Deleuze dice: “no hay gobiernos de izquierda”, pero hay gobiernos que pueden favorecer en momentos y en procesos determinados la constitución de potencia. Son grandes momentos en la relación entre creación y gobierno. La pregunta está menos –para mí- en una vocación genérica de la justicia y más en cómo una ética nos provee los elementos para constituir agenciamientos de potencia. Es decir: la justicia no en el sentido teológico, en el sentido de que Dios nos creó iguales y no se pueden tolerar las desigualdades, sino mas bien el horizonte de prácticas –cosa que extendería a las organizaciones sociales y populares- que tienden a producir agenciamientos concretos que obliguen a replantear la situación que se declara injusta, en virtud de una potencia presente que ya no puede ser desconocida. Creo que nos faltan contrapoderes, más que discursos. Más aún si los contrapoderes tienen, ineludiblemente, un plano discursivo, junto a uno territorial, a una materialidad afectiva, a un plano ligado a la creación de economías. Todo eso podemos aprenderlo de las subjetividades de la crisis de las que hablamos hoy. Estoy de acuerdo con un discurso de la justicia, como aquí plantean, pero al mismo tiempo con unos agenciamientos concretos potentes, muy porosos y muy creativos a la hora de determinar que cuando vamos a la justicia vamos a tratar de cosas muy concretas.

Marco Teruggi: diario urgente de Venezuela // Clinämen

“Mañana será historia” es el nuevo libro de Marco Teruggi. El periodista, escritor y activista narra el cotidiano venezolano lejos de los discursos que buscan a derrocar a Maduro y a distancia prudencial de las narrativas estatales. Con él charlamos sobre el método de escritura, es decir, un modo de vida y contacto con lo que ocurre en las conversaciones desde abajo.

 

Notas sobre el posneoliberalismo en Argentina // Verónica Gago y Diego Sztulwark (Colectivo Situaciones)

¿Es posible pensar la situación argentina desde la noción de posneoliberalismo? Después de la crisis del 2001, considerada en toda la región como el fracaso y la deslegitimación más profunda del neoliberalismo puro y duro, se abrió un período de grandes modificaciones en términos de significación social del estado, de capacidad política de los movimientos sociales y de reorganización de las condiciones generales del trabajo. Aquí intentaremos analizar tales transformaciones a partir de algunas secuencias que consideramos clave para comprender la dinámica del proceso hasta llegar a la actual crisis global y el nuevo espacio de intervención que se prevé, desde el debate argentino, para los estados nacionales.

 

1.

Proponemos ordenar al menos tres secuencias de la política argentina reciente: si la crisis política y social  de fines del 2001 a la que llamamos “destituyente” puede sintetizarse como el “fin del miedo”, el “fin de la legitimidad neoliberal”, y el “fin del sistema de partidos”  (secuencia 1); a partir del 2003[1] estas variables mutaron en nuevos miedos (cuestión de la inseguridad), un esquema neo-desarrollista y de intervención del estado-nación (favorecido por el tipo de cambio y una reproletarización de la fuerza de trabajo tras el desempleo masivo) y una nueva gobernabilidad (dinámicas complejas de reconocimiento parcial de los elementos emergentes en la crisis y modificación del escenario regional)[2] (secuencia 2). En el momento actual, no es del todo imposible que haya una dinámica “restituyente” que procura agitar “viejos miedos”, forzar un retorno del neoliberalismo aunque de nuevo tipo y apelar al viejo bipartidismo[3] (secuencia 3).

 

De modo que si la crisis del 2000/2001 fue de apertura e innovación, en el segundo momento se visibilizaron los propios límites imaginativos y políticos de los movimiento sociales, los cuales pesan como límites en las políticas que pretenden sustituir el viejo modelo neoliberal: en este sentido, esa falta de imaginación no es abstracta sino que más bien implica sucesivos cierres en las innovaciones sociales. Es lo que llamamos el impasse actual: el bloqueo de las dinámicas más novedosas de la última década. A su vez, el neodesarrollismo, la nueva gobernabilidad y la reconversión de los miedos sociales tienen como límite la reposición de imaginarios ligados a  las décadas previas a la consolidación del neoliberalismo.

Es en este marco del impasse en el que, creemos, debe ponerse a prueba la posibilidad de pensar un posneoliberalismo en Argentina. En dos sentidos: por un lado, el debilitamiento de la compleja variedad de interrogantes sociales que formularon las luchas, tanto en su irrupción como en sus repliegues y persistencias: preguntas en torno al trabajo asalariado, la autogestión, la recuperación de fábricas y empresas, la representación política, las formas de deliberación y decisión, los modos de vida en la ciudad, la comunicación, la soberanía alimentaria y la lucha contra la impunidad y la represión; por otro lado, y paralelamente, la crisis del modo en que el gobierno reconoció estas preguntas —si bien en términos reparatorios: es decir, bajo la forma de demandas a compensar—, al tiempo que subsisten, en muchos aspectos, los mismos actores y dinámicas del largo período de la introducción y difusión del neoliberalismo.

 

2.

Partimos de una tesis (que alcanza al pensamiento de Gramsci y Foucault): las cuestiones relativas al poder y la libertad –es decir, aquello que ha sido pensado durante siglos por la filosofía política– refiere a la relación entre gobernados y gobernantes. Concebimos el neoliberalismo una configuración propia de un cierto modo de relación entre poder (relación entre verdad y derecho) y resistencia (creación de contra-conductas). Si partimos de la relación entre neoliberalismo y biopolítica (que a partir de Foucault acepta buena parte de la filosofía política) podemos comprender por qué no vale la pena insistir con una perspectiva de “autonomía de la política”. Más bien adoptamos la perspectiva –activa hoy en el continente– de bio-resistencias (o biopolítica en el sentido preciso que dan al término Negri y Hardt.)

 

Uno de los límites más evidentes que se desarrolla en Argentina para la comprensión del desafío abierto ante la crisis del neoliberalismo consiste en pasar por alto la diferencia entre “liberalismo” y “neoliberalismo”. Algunas reflexiones sobre esto:

 

  1. Si el neoliberalismo, a diferencia de su antecedente, depende de un sin-número de instituciones y regulaciones (al punto que Foucault lo define como una política activa sin dirigismo, y por tanto objeto de intervenciones directas), la crisis del neoliberalismo no es la crisis del libre-mercado, sino una crisis de legitimidad de esas políticas. Por tanto, hay que iluminar el terreno de las subjetividades resistentes que llevaron a la crisis a este sistema de regulaciones.
  2. El neoliberalismo no es el reino de la economía suprimiendo el de la política, sino la creación de un mundo político (régimen de gubernamentalidad) que surge como “proyección” de las reglas y requerimientos del mercado de competencia.
  3. La total falta de matices y sutilezas del momento argentino actual consiste en el hecho de separar abstractamente las secuencias “liberalismo-mercado-economía” de “desarrollismo-estado-política”, y suponer, paso a paso, que lo segundo puede de por sí corregir y sustituir a lo primero. Pero este modo de plantear las cosas conlleva ya el riesgo de una reposición inmediata y general de relegitimación de un neoliberalismo “político”, por falta de toda reflexión crítica sobre los modos de articulación entre institución y competencia (entre liberalismo y neoliberalismo). La renuncia a la singularidad en el diagnóstico trae como correlato políticas sin singularidad alguna respecto del desafío actual.
  4.  En cierto sentido en todo el continente se juega el mismo problema: ¿puede la reposición del estado y los nuevos liderazgos antiliberales superar al neoliberalismo? Defendemos la tesis de que sólo el despliegue contenido en los movimientos y revueltas de las últimas décadas en el continente anticipan nuevos sujetos y racionalidades que una y otra vez son combatidos a partir de la reintroducción de una racionalidad propiamente liberal desde la “recuperación del estado”[4].
  5. Lo que se discute ahora es el neoliberalismo. Y lo que existe más allá del neoliberalismo es la sustitución de unas instituciones por otras. Entendiendo por instituciones algo más profundo y activo que lo que hemos conocido entre nosotros por andamiaje político-institucional.
  6. Llamemos “institución” poscapitalista (con Virno) a la proyección de un espacio de desarrollo de elementos de una nueva racionalidad vislumbrada fugazmente en las revueltas y en las nuevas subjetividades en el cono sur de América de la última década.
  7. Por último, estas distinciones permitirían distinguir un pos-neoliberalismo de un neoliberalismo de izquierda[5] que integra la deslegitimación del neoliberalismo sólo en términos de discursividad política.

 

3.

Sabemos que la crisis global no se trata meramente de una crisis económica, porque el capitalismo no es meramente economía, sino subsunción de la vida al capital, al lenguaje contable y a la codificación monetaria. Tampoco de una crisis exclusivamente local. Incluso el gobierno argentino, que al comienzo creía que se trataba de una crisis nacional de EE.UU sin consecuencias para nuestro país, advierte ahora las dimensiones inmediatamente trasnacionales del descalabro. Se evidencia un mundo en el cual el mercado tiende a convertirse en segunda naturaleza siempre apuntalado por instituciones que, ahora, se colocarán en el centro de la escena: estados, reguladores internacionales, y diversas tentativas de legalidad global.

¿Es posible que tanta sinceridad confirme las certezas ideológicas de las izquierdas antiimperialistas? La crisis global es reveladora de la pérdida de influencia relativa de los EE.UU y de su pretensión de sostenerse como potencia única (lugar que intentan conservar desde la postguerra fría). Surgen, con toda claridad, nuevas estrategias de desarrollo regionales que, de un modo u otro, forman parte del gobierno de los intercambios sociales. ¿Es posible (y conveniente) desconocer la dinámica fluida y conflictiva que se desarrolla en este plano?, ¿no son las aún tímidas estrategias de integración regional del cono sur, precisamente, una muestra de hasta qué punto existe un nuevo espacio para estas iniciativas?, ¿no deberíamos más bien discutir la naturaleza neodesarrollista con que se intentan caracterizar estas nuevas formas de gobernabilidad?

Las imágenes simplificadas de la crisis sólo sirven para legitimar poderes, y no para abrir espacios políticos. Es lo que ocurre cuando se contrapone, sin más, integración nacional frente al mercado global, evitando pensar la naturaleza de las nuevas formas de regulación global, y las jerarquías y las relaciones de explotación que se preservan en el propio espacio nacional. Las retóricas antiimperialistas corren el riesgo de perder su antigua eficacia antagonista y quedar disponibles para los intentos nacional-desarrollistas de codificar las innovaciones que introdujeron los movimientos sociales de América del Sur durante la última década (destitución de la institucionalidad y la legitimidad neoliberal, eliminación de agendas represivas, etc.).

Tal contraposición, además, impide comprender las conexiones aparentemente indirectas entre las hipótesis bélicas que se elaboran en los EE.UU. como modo predominante de gestionar el orden global, con las fronteras de “peligrosidad” (gobierno del miedo) que se desarrollan en los países latinoamericanos como modo de administrar población (muy particularmente a los trabajadores migrantes).

La identificación simple que se propone entre mayor regulación y gestión democrática puede ser, sobre todo ahora, un camino destructivo para los movimientos sociales. Sobre todo si el contenido de este “retorno al estado” elude discusiones fundamentales sobre la naturaleza de esas “regulaciones”, así como sobre el tipo de instituciones que hacen falta para superar su rol de garante y sostén de la acumulación neoliberal basada en la explotación de directa la vida, del producto de la cooperación social y los recursos naturales.

 

4.

La idea de nación vuelve a estar en disputa. Y su contenido positivo puede ser retomado si se lo abre sobre el continente (y el resto del tercer mundo), y se lo renueva en base a la innovación social que portan los nuevos/viejos protagonismos populares. De otro modo, ¿quiénes se encuentran hoy en mejores condiciones para capitalizar los símbolos de la nación, así como para explotar sus exiguos restos, sino los partidarios de la globalización capitalista (véase el reciente cambio del logo de Repsol-YPF, a YPF, sobre fondo de la bandera argentina)? La nación es uno de los territorios simbólicos viables para la recomposición de un capitalismo que (siempre global) se encuentra en búsqueda de reinventar su poder de mando total sobre la crisis.

La crisis (profunda, civilizatoria) del capital anticipa su tentativa de reorganizar una institucionalidad política y, por ende, los instrumentos de la dominación social (el mundo de nuevas regulaciones por venir). Surge la tarea de constituir y fortalecer espacios de reconocimiento y producción de signos comunes para el intercambio y el fortalecimiento de las resistencias y las perspectivas críticas, instituciones propias a la altura de un antagonismo que (se de cómo enfrentamiento abierto o como conjunto de pactos) requerirá de una comunicación y de una inteligencia autónoma respecto de las instituciones de la reconstitución del capital.

 

En América Latina, lo sabemos, vivimos una situación diferente al resto del occidente. La crisis del neoliberalismo estalló antes, y los nuevos actores dividieron sus fuerzas para continuar con su propio desarrollo y formar parte de una camada de nuevos gobiernos (muy diferentes entre sí, con muy diversa decisión de disputa, de percepción sobre el mundo global-capitalista, y de apertura a las nuevas dinámicas por la base) que los han contenido de diversos modos y en variadas proporciones. Todavía hoy estamos enredados en las ambivalencias de esta doble rueda en la que, por un lado, los movimientos se ven ante la necesidad de autonomizar espacios de elaboración, organización y politización de nuevas dinámicas y, por otro quedan más o menos involucrados según los casos en unas dinámicas gubernamentales que no siempre controlan.

 

5.

Hablar de pos-neoliberalismo significa, para nosotros, la posibilidad de una pregunta: ¿seremos capaces de afrontar estos nuevos escenarios críticamente, a partir de una renovada polaridad entre protagonismos colectivos e instituciones restauradas/reformadas del capital?

En nuestro país la discusión es compleja porque la identificación de la intervención del estado con la democracia y la distribución social ha servido en ocasiones para dar lugar a políticas de contenido progresista (distribucionista). Sin embargo, las retóricas con que hoy se invocan esas políticas se conforman demasiado a menudo con una evocación de un pasado al que habría que retornar. Esta subestimación de las nuevas lógicas productivas y de las subjetividades sociales y políticas contemporáneas abre un espacio para comprensiones reaccionarias (y expropiadoras) de ese pasado y de esas categorías, tan adecuadas a una recolocación de la mediación estatal según las exigencias de la acumulación capitalista como negadoras del potencial implícito del presente.

Las potencias destituyentes de la institucionalidad neoliberal (que en su momento dieron lugar a un sin número movimientos sociales organizados) siguen siendo un interlocutor indispensable de una política auténticamente posneoliberal.

 

 

 

[1] El período inmediatamente posterior a la crisis del 2001, después de una sucesión vertiginosa de cinco presidentes, estuvo caracterizado por la llegada al gobierno del peronismo: Eduardo Duhalde es elegido entonces como presidente por un acuerdo parlamentario, no por elecciones. Su gestión se propuso estabilizar la crisis por medio de la devaluación de la moneda (fin de la convertibilidad un peso/un dólar que había garantizado la estabilidad inflacionaria durante los años ´90) y la masificación de los planes sociales para desocupados. Sin embargo, la represión de los movimientos sociales que terminó con el asesinato de dos militantes piqueteros, Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, obligó a adelantar el llamado a elecciones y mostró la incapacidad de estabilizar el conflicto político. Así, en el 2003 fueron las primeras elecciones nacionales tras la crisis. Los dos partidos políticos mayoritarios se fragmentaron. Tres candidatos provenientes de la Unión Cívica Radical compitieron contra tres del peronismo, saliendo primero, con menos del 30% de los votos el ex presidente Carlos Menem y en segundo lugar, con menos del 25% Néstor Kirchner, apoyado entonces por el presidente Duhalde. Convocada a la segunda vuelta, Carlos Menem desistió de su candidatura y Kirchner debió asumir sin un verdadero apoyo electoral.

[2] El gobierno de Kirchner fue contemporáneo de una rápida recuperación macroeconómica basada en los precios internacionales de los granos (sobre todo de la soja, ya desarrollada a partir de la siembra directa y todo el “paquete tecnológico” asociado a esta modalidad) y el postergado consumo interno. Sus esfuerzos estuvieron dirigidos a renovar –sobre todo en el terreno simbólico discursivo– los modos de concebir la relación entre gobierno y movimientos sociales, como parte de un movimiento más general de recuperación de autoridad para las instituciones del estado, en un contexto de crisis de legitimación de los partidos políticos y los discursos neoliberales. Esa gestualidad se concretó especialmente apelando al recurso del lenguaje de la lucha de los años setentas y, en el terreno de los derechos humanos, con la derogación de las “leyes de impunidad”, la consiguiente reapertura de los juicios a los cuadros de la represión y un amplio reconocimiento a los organismos de derechos humanos. De forma menos acabada, el gobierno promovió a su modo una relación activa con varios movimientos sociales de desocupados, absteniéndose de acudir a la represión para tratar con los movimientos que se mantuvieron a distancia o en la oposición. Pero estas innovaciones, en el terreno de la gobernabilidad, no fueron nunca puras ni completas, sino que se desarrollaron en modo paralelo a un esfuerzo mayor por recomponer, bajo su hegemonía, el viejo esquema sindical y político del peronismo, fundamento de su poder territorial, parlamentario y electoral. No es posible dar por hecho el cuadro de este período sin mencionar, al menos, la conquista, en el contexto de América Latina, de una autonomía geopolítica inédita y de una renovación de los estilos de gobierno regionales, determinados por las resistencias de los movimientos sociales al consenso neoliberal. En este contexto el gobierno argentino realizó una festejada renegociación de la deuda externa.

[3] En diciembre del 2007 asumió Cristina Fernández de Kirchner, luego de ganar en primera vuelta con casi el 50% de los votos. Poco antes, en la ciudad de Buenos Aires, había ganado las elecciones el candidato de la derecha neoliberal, que en la segunda vuelta conquistó casi el 60% de los votos contra el candidato del gobierno. Las premisas explícitas del actual gobierno nacional se fundan en la idea de un (impreciso) nuevo pacto social y político de cara al bicentenario del estado nacional (2010), en procura de institucionalizar la gobernabilidad entre los actores sociales y económicos, sobre la base de una orientación neodesarrollista, la integración continental y la recuperación de la soberanía del estado nacional, la construcción de una economía industrial exportadora, el combate a la pobreza y la continuidad de los logros a nivel de los derechos humanos, quedando relegado el protagonismo de los movimientos sociales. El día 11 de marzo de 2008 el nuevo ministro de economía anunció modificaciones al régimen de retenciones a la exportación de granos, volviéndolas móviles y aumentando las alícuotas.  La radical oposición a la medida de las cuatro organizaciones patronales agrarias (que van de la tradicional y oligárquica Sociedad Rural, a la organización que históricamente representó a los pequeños productores, la Federación Agraria) organizó un conflicto que duró unos cuatro meses, dando lugar a una extensa movilización social, que finalmente se resolvió en el parlamento –a partir del envío del decreto del poder ejecutivo a debate legislativo–, con la derrota del gobierno en la cámara de senadores. Este conflicto, tanto por su magnitud  como por sus implicancias y sus efectos, no fue un conflicto más. Una breve reseña de algunos de sus aspectos se hace necesaria. La racionalidad de fondo de la política de las retenciones es compartida por todos los actores: el crecimiento de la economía argentina apoyado, entre otras cosas, en la enorme renta agraria sustentada sobre todo en la siembra directa de soja. El principal argumento del gobierno para modificar el régimen de retenciones fue considerar que la suba internacional de precios de la producción que exporta el tecnologizado campo argentino exige regulaciones que mantengan precios razonables para el mercado interno de alimentos. Las principales objeciones de los sectores exportadores, opositores a la medida, fue: a) que había que segmentar las retenciones según pequeños, medianos y grandes productores; b) que había que articular una política agropecuaria integral; c) que el gobierno quería obtener recursos para sostener su legitimidad en base a la expansión del gasto público y el subsidio a otros sectores del capital. Durante el conflicto las organizaciones agrarias que reúnen a pequeños, medianos y grandes propietarios comprometidos en el negocio de la soja se opusieron al aumento de las retenciones desarrollando modos de lucha heredados de la fase previa al 2003: asambleas, cortes de ruta y piquetes, el uso de las cacerolas para manifestarse en las ciudades, escraches a legisladores del gobierno y retóricas de autoorganización contra el estado. El gobierno y sus apoyos, junto a los intelectuales que se organizaron para apuntarlo argumentativamente, desplegaron en su defensa, tres líneas discursivas fundamentales: la idea de que las retenciones eran redistributivas y se dirigían a combatir la concentración del ingreso, que la lucha contra las retenciones era golpista, y que había que enfrentar a una nueva derecha mediático-sojera recuperando imaginarios y lenguajes de las luchas populares de las décadas previas. Para una ampliación de todos estos análisis ver el texto del Colectivo Situaciones: “¿La vuelta de la política?”. www.situaciones.org

[4] Otra tesis diferente es la que propone Negri respecto a la potencia de los movimientos de “atravesamiento con distanciamiento” de las instituciones estatales. Ver reportaje a Toni Negri “Cambio de paradigmas”, realizado por Verónica Gago, Página/12, Buenos Aires, 4/12/07.

[5] Esta idea de “neoliberalismo de izquierda” es trabajada por Raúl Zibechi.

La crisis, el protagonismo social y la investigación militante // Diego Sztulwark, Verónica Gago y Sebastián Scolnik (Colectivo Situaciones)

La crisis, el protagonismo social y la investigación militante.

Notas en el impasse[1]

 

Un nuevo protagonismo social viene modificando durante la última década las perspectivas del hacer político en buena parte de América Latina y en particular en Argentina. Lo que intentamos en las páginas que siguen es plantearnos potencialidades y ambigüedades de estos procesos, desde algunas perspectivas denominados “posneoliberales”, esclarecer los desafíos que se presentan al pensamiento en el contexto de la crisis, y proponer el impasse actual como terreno de inquietud, en el que se desenvuelven las prácticas sobre fondo colectivo, anónimo y difuso. Sobre el final, ocho hipótesis para la militancia de investigación.      

 

1

Los movimientos sociales fueron protagonistas en América Latina de una conmoción política que, con diferentes intensidades y escalas, llegaron a cuestionar el mando directo de las elites globales. Para comprender este contexto resulta imprescindible atender a los rasgos centrales del ciclo de luchas que desplegó la acción multitudinaria capaz de coaligar actores tan disímiles entre sí como movimientos de desocupados, poblaciones originarias, pobres urbanos y campesinos y movimientos comunitarios contra la privatización de lo público. En general, estas insubordinaciones desarrollaron sus dinámicas por fuera de los instrumentos tradicionales de organización.

 

Los llamados gobiernos progresistas, así como las premisas posneoliberales[2] de gestión de la vida colectiva que se extendieron por la región en los últimos años, resultan impensables por fuera de este proceso de desobediencia.

 

Pero más importante que el signo de los gobiernos es el hecho de que la irrupción de este nuevo protagonismo social puso en discusión la distribución de los recursos económicos, sociales y simbólicos. A su vez, en algunos países la situación de democratización política (especialmente a través de asambleas constituyentes) dio lugar a procesos de refundación parcial de la voluntad de intervención del estado.

 

Más allá de la discusión sobre la calidad de las reformas (lo que en ellas hay de avances y lo que hay de meras concesiones de las élites), cabe la pregunta por la novedad política de estos movimientos, que tal vez haya quedado formulada de modo más preciso en el “mandar obedeciendo” de los zapatistas que por un lado extiende y vuelve contemporáneo un rasgo perteneciente a las culturas comunitarias (la proximidad y la reversibilidad de las relaciones de mando y obediencia), y por otro provee nuevas imágenes para pensar la relación entre institucionalidad política y poder popular desde abajo (buen gobierno), cuando ya no se postula de manera real y creíble la hipótesis de la toma revolucionaria del poder. Podemos delimitar en la secuencia que va del poder destituyente a la exigencia de buen gobierno el punto más alto de visibilidad de este trayecto singular.

 

En buena parte del continente los cambios son extremadamente moderados y mixturan continuidades profundas del neoliberalismo con una mayor interlocución con la agenda de los movimientos sociales. Llamamos “nueva gobernabilidad” a esta interfase de avances y retrocesos que consiste en una dialéctica de reconocimientos parciales, que posibilita puntos de innovación en la búsqueda de un momento posneoliberal, favorecido por la coyuntura de mayor autonomía regional esbozada en Sudamérica.

 

Y, sin embargo, no alcanza con pensar la relación entre movimientos sociales y gobiernos progresistas a la hora de captar la llamada anomalía latinoamericana. Se requiere incluir la pluralidad de los tiempos y las lenguas de la descolonización, de la comunidad, de la metrópoli enmarañada, con sus periferias y las diversas capas de migración, que constituyen los ritmos de base de cualquier tentativa de creación de nuevas hipótesis emancipatorias.

 

2

La crisis del 2001 en Argentina implicó el fin de la legitimidad de las instituciones del modelo neoliberal tal como había sido anticipado por la última dictadura militar y desarrollado por décadas de una democracia castrada. A partir de mediados de los 90 convergen diversas luchas de tipo asamblearias y dadas a la acción directa (desocupados, derechos humanos, trabajadores de fábricas recuperadas, movimientos de lucha por la tierra, asambleas barriales y de sectores medios perjudicados con la expropiación de sus ahorros) en una compleja coyuntura política que acabó con la caída de tres gobiernos en unos pocos días. El rasgo determinante de este movimiento heterogéneo fue la dinámica destituyente respecto de la institucionalidad neoliberal.

 

A partir del 2003 un nuevo gobierno crea expectativas sobre el proceso político al tejer al mismo tiempo los deseos de trasladar el lenguaje y las demandas de los movimientos al nivel del estado junto al anhelo, igualmente extendido, de normalización de la vida social, económica y política.

 

Seis años después, encontramos en las perseverantes marcas que los movimientos dejaron impresas en las instituciones políticas las claves para comprender la ambigüedad del proceso actual: junto a rasgos de normalización y debilitamiento de los movimientos, permanece vivo el juego de los reconocimientos parciales y ambivalentes. Tal juego de reconocimientos ha permitido recomponer fuerzas para enfrentar a algunos actores poderosos de las élites neoliberales y, al mismo tiempo, ha excluido o debilitado la perspectiva más radical de reapropiación autónoma de lo común.

 

Sobre este campo se juega la reinterpretación constante de los  enunciados democráticos que surgieron de la crisis. Podemos considerar dos axiomas fundamentales: la recusación del lenguaje neoliberal (fundado en la idea de la subordinación a la hegemonía de las finanzas globales y las privatizaciones) y de la represión al conflicto social, apoyado en una recuperación de la narración de las luchas de la década del 70 y de los derechos humanos.

 

La tendencia más fuerte, en este sentido, es la que se constituye desde un paradigma neodesarrollista, capaz de reinterpretar la genealogía del cuestionamiento a las relaciones salariales y a la forma-estado-neoliberal por parte del nuevo protagonismo social, concibiéndolas como demandas de reproletarización. De este modo, una problematización central de nuestra época pasó de ser pensada como necesidad de un “trabajo digno” (consigna creada por los movimientos piqueteros) a ser re-inscripta dentro de la mitología fordista del pleno empleo (bajo el slogan de “empleo decente”). La valiosa información producida por los movimientos sociales (es decir: las formas colectivas de organización del trabajo que tendían a independizar producción de valor de empleo) fue utilizada por el estado para reorganizar su política social y para gestionar la crisis del trabajo.

 

3

Llamamos impasse al atascamiento de las dinámicas de innovación de lo político, que nos arroja a un espacio de consistencia fangosa y a una temporalidad en suspenso, de reversibilidades y desplazamientos inconclusos. Un tiempo que no podemos asumir meramente como “tránsito a”, sino como transcurso mismo de lo paradojal.

 

El protagonismo social se presenta hoy bajo formas de “abigarramiento”, anonimato y “promiscuidad” (término sin ninguna connotación moral), en las que se imbrican  componentes de valorización capitalista y de autonomía: de servilismo y rebelión, de subordinación y activación, de producción de estereotipos y de su desacato.

 

La duración en el impasse cobra una modalidad esencialmente ambivalente: la presencia de lo abierto al pensamiento y las prácticas se nos presenta junto a un simultáneo “encapsulamiento” de las potencias; los hechos y las narraciones se sitúan a medio camino entre el dejá vù y la innovación, entre una sensación claustrofóbica de lo presente como ya-vivido y la intuición de un presente abierto al acto.

 

La lengua de lo político es la primera afectada: se pliega sobre significantes útiles del ciclo de luchas de los 70 y asume las coyunturas polarizadas como dinámica de referencia absoluta. A la vez, su problematización autónoma queda atorada por razones propias cuando prescinde de un balance profundo y realista de las aporías del ciclo de luchas previo.

 

Asumiendo el impasse pasamos de la im-potencia (ausencia de todo posible concreto) a la in-quietud (ausencia de todo conformismo).

 

4

La inquietud en el impasse es acto profano (lúdico, humorístico, antagonista): desacraliza –desplegando un materialismo perceptivo sensible a la mínima variación de los signos y las asimetrías– todo aquello que la lógica productora de estereotipos consagra como jerarquía.

 

Proponemos ocho hipótesis para desarrollar la in-quietud en el impasse:

 

  1. Abrirse paso entre el gueto y la micro-empresa, ambas modalidades de acorralar y encapsular la potencia. No se trata de figuras que podamos rechazar o aceptar de modo inocente. Son técnicas de gestión de la diferencia que activan de inmediato estas dos opciones: el aislamiento, el micro-grupo, la jerga; o bien la aceptación de las reglas del mercado como modo de participar de lo social (el “proyecto personal” o las islas del reconocimiento). Estas modalidades se ofrecen tanto para los “pequeños grupos” como para la gestión individual de la propia vida metropolitana.
  2. Trabajar planteando asimetrías sin estetizarlas. La asimetría se presenta como diferencia real en las situaciones, mientras que la estetización opera una pseudodiferencia sin filo. La asimetría es problematizante (y se aproxima al término de verdad-desplazamiento que presenta López Petit), mientras que la estetización nos tranquiliza con la apariencia de lo ya-resuelto. Ya que la estetización resuelve en el nivel de la apariencia lo que en la realidad permanece como frustrado. Al cancelar el carácter problemático de la diferencia, la estetización –al igual que la estereotipización– suprime la ambivalencia de la asimetría, sea a través de un realismo estigmatizador, sea por la vía de una apología que la presenta como a-problemática.
  3. Ubicar una diferencia entre grupos y colectivo: llamamos grupo a la agregación de personas y colectivo a una instancia de individuación en la cual los individuos participan a partir de su in-completud. En fases en que la potencia deviene pública, el grupo puede fluir a la creación. Pero en momentos de encapsulamiento, en los cuales carecemos de códigos comunes (aunque el capital nos los ofrece bajo la forma de clichés), la disposición a la apertura se dificulta, y nacen todo tipo de patologías grupales-individuales. Lo colectivo, en cambio, es esa apertura pública motivada –y no inhibida– por la falta de lenguajes comunes previos (disponibilidad en la desorientación).
  4. Inversión de la relación entre micro y macro política. Si en la fase previa el valor micropolítico de las luchas era deducible del cuadro macropolítico completo, hoy el mecanismo puede invertirse y la potencia micropolítica abrir espacios ante el cierre “consensual” o “polarizado” del espacio macropolítico. Esta perspectiva implica asumir procesos de politización en el corazón mismo del movimiento paradojal del presente. Por ejemplo, mientras los gobiernos latinoamericanos desarrollan una integración positiva por arriba, por abajo se profundizan procesos de racialización y guetificación funcionales a economías esclavas a gran escala. ¿Cómo desarrollar momentos de desplazamiento o desestereotipización ante la difusión de imaginarios mediáticos (centralmente sobre el trabajo) que compiten con la apertura de efectos democráticos por abajo?
  5. Una nueva relación entre regla y praxis. Si lo propio de la crisis (como espacio-tiempo permanente y no como momento transitorio o deficitario) es la dificultad de imponer reglas exteriores a la praxis –es decir, que la crisis es el momento en que la institución no cuenta con una obediencia a priori (cosa que hemos visto muy de cerca en Argentina)–, se nos presentan ahora al menos tres modos positivos de concebir esa desobediencia de la praxis respecto de la institución: la que enfatiza la “creación” de nuevas instituciones con una relación más interna con la praxis; el “atravesamiento” que supone una potencia heterogénea penetrando y modificando por dentro las instituciones según el juego de la praxis; el “camuflaje”, como modo débil del atravesamiento y diferencia mínima con la crisis.
  6. La fabulación como modo de crear realidad. No ya la oposición ideología/ciencia o alienación/conciencia, sino una capacidad de inventar lenguaje y afectos a partir de los recursos de la imaginación colectiva, en competencia abierta con el orden imaginario capaz de racionalizar el mundo objetivo de las cosas y los afectos (performatividad del capital).
  7. Desarrollar una disponibilidad en la desorientación: en el contexto de encapsulamiento, una nueva transversalidad surge a partir de la inquietud. Consiste en una inclinación hacia los otros que se hace posible a pesar de la carencia de un código previo compartido (es decir, desistiendo/pervirtiendo los códigos que el capital oferta).
  8. La capacidad de reconocer procesos en la discontinuidad. En la promiscuidad, se trata de operar en la ambivalencia de todo signo. De crear, allí, asimetrías. Pero los procesos son discontinuos (por momentos, efímeros) y no siempre se perciben en la distancia, sea ésta crítica o simplemente panorámica. A su vez, la proximidad necesaria respecto de los procesos está siempre ante el riesgo de nuevos encapsulamientos y endogamias. Llamamos inmanencia por cercanía a un tipo de aproximación sensible que intenta restituir capacidad pública, o capacidad de variación (o de desplazamiento), a la potencia común atrapada en cápsulas de realidad.

[1] Para una exposición más extensa de los conceptos ver: Colectivo Situaciones, “Inquietudes en el impasse”. Dicho texto, además, introduce a una serie de entrevistas que el colectivo tuvo con L. Rozitchner, T. Negri, F. Berardi (Bifo), P. Pal Pelbart, S. Rolnik, S. Mezzadra, A. Escobar, R. Gutiérrez, M. Hardt y S. López Petit. El conjunto de estos textos fueron reunidos en el libro Conversaciones en el impasse. Dilemas políticos del presente, Tinta Limón, Buenos Aires, 2009.

[2] El lenguaje del “posneoliberalismo” es deliberadamente ambiguo. Nombra de modo simultáneo dos realidades en pugna: la búsqueda de paradigmas gubernamentales por fuera del liberalismo y la recomposición remozada de un neoliberalismo de poscrisis.

Educación liberadora: pedagogías críticas, colectivas y dialógicas (20/10/10) // Verónica Gago y Diego Sztulwark – Colectivo Situaciones

 

Riobamba, Ecuador / 20 de octubre de 2010

 

RESUMEN

 

1.

El recorrido del Colectivo Situaciones empieza, en el año 2000, con un desplazamiento de la universidad a otros territorios que surgen en nuestro país como situaciones concretas de lucha y pensamiento: movimiento de desocupados, de hijos de desaparecidos, de campesinos, experiencias alternativas de educación. En ellas, era posible experimentar un modo nuevo de plantear los problemas de la transformación social y se hizo necesario inventar un vocabulario que diera fuerza a esos desafíos.

Nos propusimos un “método” que fuimos teorizando en la práctica y en el intercambio con otros; le llamamos investigación militante.

 

2.

La investigación militante trabaja en un plano que denominamos infrapolítica. La infrapolítica va cerca de la política, pero a distancia. Hace política y, al mismo tiempo, desconfía de la política. En esa desconfianza radica su heterogeneidad, su forma singular de actuar. Sabe combinar una racionalidad pragmática (en el sentido que su lógica es de uso, de fuerzas, de tácticas) con una dimensión ética (en el sentido que su punto de partida consiste en declarar que un estado de cosas nos resulta intolerable) que prevalece. Todo empieza cuando decimos: “esto no lo quiero”, “esto no lo soporto más”, “esto no” (por eso domina la dimensión ética).

 

3.

La investigación militante la hemos desarrollado a partir de dispositivos concretos: el taller (donde se producen hipótesis, se elabora una perspectiva, se dignifica los problemas, se da fuerza a las intuiciones como preguntas y donde hay una disponibilidad en la escucha y el trabajo con la palabra), la edición/publicación (para la difusión e intercambio con otros, la circulación de experiencias y materiales de distintos lugares/ ver Tinta Limón Ediciones), la formación de una red de prácticas que despliegan una conversación social, una elaboración situada de las perplejidades y dilemas de una época y también de las nociones elaboradas desde abajo para atravesarla.

Trabajamos con conceptos y afectos, ambos materia de una intervención situada.

 

4.

La dimensión latinoamericana de nuestra práctica tiene una presencia determinante. Podríamos resumir la secuencia del siguiente modo. Inspirados en el zapatismo y su distinción entre cambio social y toma del poder estatal, hemos hablado de “nuevo protagonismo social” a la hora de nombrar la visibilización de experiencias radicales en la crisis argentina de 2001. Las insurrecciones contra el neoliberalismo en todo el continente (que tiene en Bolivia tal vez su punto más decisivo) las hemos podido captar desde esta experiencia vivida. La ola de los llamados gobiernos progresistas en la región abre a una serie de paradojas y dilemas (¿impasse de los movimientos?) que abre una temporalidad y una escala nueva para la investigación militante.

 

5.

En cada momento del colectivo, la investigación estuvo atravesada por la pregunta por cómo ir más allá del núcleo pedagógico clásico que divide y consolida la desigualdad entre quien sabe y quien no, entre quien funciona como sujeto de una relación y quien se posiciona como objeto, entre los saberes autorizados y los marginales, etc.

 

Preguntas para el taller:

  1. ¿Cómo se puede avanzar en prácticas de reconocimiento de la igualdad (en el sentido de no-jerarquía y no de no-diferencia) que escapen a los dispositivos (institucionales y extra-institucionales) de roles que organizan lo social? Esto puede ser fácil de responder en tiempos de grandes luchas pero nos lo preguntamos en el contexto de una cierta normalización de la vida colectiva.
  2. Si la pedagogía tradicional fundada en la jerarquía explicadora del Maestro ha alimentado una imagen de la política vertical, en la que el Estado enseña, ¿qué imagen de la política podemos componer cuando ensayamos formas alternativas de pedagogía o de conversación colectiva?

 

 

Video-conversación con Colectivo Situaciones (agosto de 2009) // LOCOLECTIVO

Conversación con Verónica Gago y Diego Sztulwark, del Colectivo SITUACIONES. Hablan de la formación del grupo y de su visión desde su posicionamiento de investigación militante. Buenos Aires 2009.

http://tintalimon.com.ar/

La corrupción // Diego Sztulwark

A partir de la modernidad, cuando lo político pasa a depender de la construcción de una legitimidad popular, y ya no se deriva de principios teológicos o morales, comienza a problematizarse la soberanía del Estado desde un punto de vista inmanente, sea a través de la ficción de un pacto o contrato, o bien de desarrollos dialéctico-evolutivos que derivan lo político del despliegue de la sociedad. Las luchas obreras y populares, que abren el período que va de la Comuna de París a las revoluciones socialistas del siglo XX, exacerbaron –sobre todo a partir de la Revolución Rusa– una consideración histórico política que cuestionaba el aislamiento de valores tales como la decencia o la honestidad de las prácticas socioeconómicas.

De Marx en adelante, la teoría política no se reduce a la forma Estado ni al supuesto jurídico de un contrato en el que, se supone, se fundamentaría, sino que explora las relaciones estructurales, los mecanismos de explotación y las dinámicas de subjetivación de las clases sociales, es decir, de las luchas. La lucha de clases emerge como criterio político mayor. Fue desde el campo del marxismo crítico que se elaboró la crítica de la URSS como degeneración y burocratización del primer Estado obrero. No se trató de una mera denuncia de la formación de una capa o clase corrupta en el poder, sino de la caracterización profunda de un proceso de descomposición de la subjetividad comunista, de la destrucción del tejido colectivo y libertario del que se esperaba la emergencia de una sociedad sin clases. La corrupción, desde un punto de vista político revolucionario, no se restringía a un juicio moral o  a una tipificación penal sino que remitía a una analítica de la formación y la descomposición de las fuerzas históricas.

Nuestros años 90

La situación política de postguerra fría, con la desaparición de la URSS, abre un período nuevo en el que las clases dominantes ya no son confrontadas con un modelo alternativo de organización de la reproducción social. El empresario, y ya no el revolucionario, pasa a ser el héroe de la sociedad.

El fin de la amenaza socialista reposicionó la crítica no radical del neoliberalismo fundada en valores cristianos. La iglesia latinoamericana fue pionera: luego de denunciar a la teología de la liberación, elaboró un discurso no radicalizado de los males del capitalismo como modo de heredar los temas de la injusticia que luego de la revolución cubana habían pasado a manos de las izquierdas políticas. Pobreza y corrupción fueron desde entonces dos de los ejes fundamentales de la denuncia política, siendo la segunda la que mejor cuajó con el período posterior a la transición democrática: una vez esterilizada la amenaza del partido militar y debilitado el desafío obrero y socialista, el discurso anticorrupción copó la escena política. Se trató de un discurso fuertemente moralista y juridicista, de cura o de fiscal, que en la Argentina menemista de los años 90 fue encarnado sobre todo por Chacho Álvarez, el Frepaso y la Alianza. Este discurso –antecedente del discurso republicano de Elisa Carrió– consumó desde entonces un desarme total del ciclo de politización anterior. Ya no se trataba de politizar el modo de acumulación y de toma de decisiones a él ligado, sino de enarbolar valores de decencia, de gestionar, sin comisión de delitos, la reproducción del capital en el territorio nacional. El consenso anti-corrupción fue generado por las corporaciones económicas, mediáticas, eclesiales y políticas como un medio práctico e indoloro de rotar el personal político sin reabrir la crítica al modo de acumulación. Claro que el capital, en su impulso antiburocrático, no ha dejado de promover la corrupción como modo de agilizar negocios, de aceitar mecanismos, boicoteando los límites políticos que pueda imponerle la representación popular. Ahí está el corazón del asunto. Se le llama corrupción al pago de dinero a cambio de torcer una decisión o transgredir un límite legal, sin presumir que ese forzamiento obedece a una corrupción de tipo estructural, que secuestra mecanismos públicos para transferir plusvalía social a manos privadas a través de los más variados mecanismos financieros de las privatizaciones al endeudamiento. En su modo crítico –ver sobre todo el libro best-seller de la época, Robo para la corona, de Horacio Verbitsky–, el discurso contra la corrupción alcanzaba a caracterizar la coima como el precio que el capital aceptaba pagar para comprar los favores de los partidos de raigambre popular, en el contexto de una disputa entre fracciones (grupos locales devaluadores vs. actores globalizados, dolarizadores).

 

La forma política inconclusa

Muy pocas veces es posible asistir a la coincidencia entre el grado cero de lo político y de la escritura. Tal cosa ocurrió durante la denominada “crisis del 2001”. En varios países de la región, la irrupción de movimientos colectivos en las calles acabó con la legitimidad de las políticas neoliberales. Si bien esta situación fue aprovechada por los gobiernos llamados “populares”, dejó sin realización y como entreabierta la posibilidad de inventar una forma política capaz de superar esta institucionalidad liberal, que depende tanto de una inserción subordinada de los países en el mercado mundial como de modos de satisfacción de las poblaciones sustentados en consumos de por sí limitados por la estructura empresaria –de producción y distribución– que en todos los casos quedaron intocados. Los movimientos sociales más favorecidos por recursos del Estado fueron incluidos en la máquina de gestión del gobierno de los territorios y debilitados en su capacidad de crear formas comunitarias de participación desde abajo frente a la persistencia de una socialidad neoliberal y violenta cuyos mecanismos nunca fueron desmontados. Con la llegada del gobierno de Macri, la precariedad de la mediación progresista fue denunciada como mafia y corrupción, no con el fin de enmendarla, sino de liquidar para siempre la idea de una mediación política popular.

 

Antes los fierros, ahora la guita

La década kirchnerista –que es necesario pensar como parte de un fenómeno de escala regional– introdujo una novedad con respecto al planteo de la relación entre dinero y política. Frente al tradicional financiamiento político por medio de la obra pública y otras contrataciones del Estado (hábitos tan perdurables como el financiamiento de la policía a través de la gestión del crimen organizado), se difundió un discurso militante que justificaba en privado la acumulación ilegal de dinero por medio del uso de fondos públicos, como un camino para dar la pelea a las elites establecidas que controlan todos los recursos económicos, institucionales y mediáticos. Pero allí se mezclaron cosas diferentes. Una cosa fue la transferencia de recursos a organizaciones populares, otra la recaudación para financiar campañas electorales y otra el enriquecimiento privado. La primera fue absolutamente justa, aún cuando resulte discutible el modo como se la hizo (y no se trata de una discusión menor). La segunda se presta a todo tipo de interpretaciones manipuladoras e hipócritas, que evitan dar lugar a una auténtica argumentación sobre la relación entre financiación y acumulación política. Y la tercera  se resuelve íntegramente con el código penal en la mano, respetando garantías de debido proceso y legítima defensa. La confusión de estas tres instancias con el fin de legitimar políticas de supuesta transparencia empresarial es triplemente canalla: primero, porque celebra la dinámica de concentración de capital y no el de la distribución de la riqueza; segundo, porque legitima la ecuación inmunda según la cual el partido de los honestos es siempre el de los ricos; y tercero, porque oculta que los supuestos saneadores morales son los mayores protagonistas (ayer y ahora) del desfalco en el país. La simultánea mediatización de lo político de estos últimos años termina de conformar el cuadro actual: se trata de volver “visible” la corrupción. Mostrar el dinero. El funcionario kirchnerista José López con sus bolsos llenos de dólares y los cuadernos de Centeno dan la talla cinematográfica. Y la dan por lo que muestran tanto como por lo que ocultan, como argumenta la investigadora Mónica Peralta Ramos, desde hace varios domingos, en El Cohete a la Luna, para quien el escándalo de los “cuadernos” resulta inseparable de las operaciones financieras destinadas a posicionar capitales norteamericanos en relación con empresas locales y posiciones chinas en la región.

Quizás lo más grave en esta situación sea la incapacidad de criticar abiertamente la precariedad de esta mediación progresista –la degradación política de esa mediación territorial, gremial, empresarial-  desde una izquierda no abstracta (o no gorila, como le gusta decir al peronismo) y desde movimientos sociales no estatizados. Esta incapacidad acaba por debilitar el planteamiento de un problema urgente: el de la construcción de una mediación popular de calidad, capaz de crear mecanismos públicos de distribución de riquezas y de ampliación y descentralización de la decisión política. Esta pobreza y la degradación de la mediación política está en el fondo de lo que vemos emerger como una profunda crisis de la democracia. Lo que no planteamos a tiempo, por izquierda y con buenas razones, se manipula después por derecha con revanchismo y en función de un proyecto abiertamente antipopular.

 

La corrupción del Estado de derecho

Para Maquiavelo, la república consistía en que el partido de los pobres fuera más fuerte que el de los ricos. La democracia siempre fue pensada por los republicanos como exaltación de la cosa pública o común por sobre el poder de la propiedad privada. Actualmente, cuando las dictaduras militares han dejado de ser el principal instrumento de lucha contra este concepto popular de la democracia, se apela a los instrumentos del Estado de derecho –vigencia de las leyes, existencia de tres poderes, etc.– para liquidar toda participación popular plebeya capaz de desbordar los marcos de la obediencia impuesta por la alianza entre libre mercado y contención de la pobreza. La corrupción de la democracia llega a su extremo cuando es negada en sus mecanismos básicos, incluso los de representación, la presunción de inocencia y de derecho a la legítima defensa. Se trata, no por casualidad, de una realidad regional. Tanto en la Argentina como en Brasil, la incapacidad del bloque en el poder de relanzar un programa de activación de los flujos de capital en el territorio reduce el juego político a la persecución o destrucción del enemigo populista por todos los medios (este es el sentido último de la persecución a Lula y Cristina). Estos nuevos republicanos ya no se interesan en la “cosa pública”. Su consigna, el “respeto por las instituciones”, pasa a tener un único sentido: bloquear toda experimentación de una nueva institucionalidad abierta. En el caso argentino, esta degradación democrática vía manipulación hostil del orden legal vigente, es fácil de entender cuando repasamos la represión a las manifestaciones callejeras y los conflictos gremiales, la violencia policial en barrios, la desaparición seguida de muerte de Santiago Maldonado, el asesinato por la espalda de Rafael Nahuel, la doctrina Chocobar, la detención ilegal de Milagro Sala, el decreto que introduce de lleno a las Fuerzas Armadas en el ámbito de la seguridad interior que la ley les veda. Muchas de estas cosas se dieron también durante el kirchnerismo (y en el Brasil de Lula); la diferencia es que el gobierno de Macri (y el de Temer) no solo las tolera y las soporta, sino que también las impulsa, justifica y celebra.

 

La corrupción de la mediación plebeya

Bajo la consigna de la lucha contra “la corrupción”, los poderes conservadores se proponen desactivar toda política plebeya y hasta populista (plebeyismo controlado desde arriba) a través de la utilización espuria de los instrumentos del Estado de derecho, con el propósito de aniquilar todo impulso democrático que provenga de organizaciones sociales y populares. Su fuerza, la fuerza que le dan los grandes medios de comunicación y las redes sociales, es proporcional a la debilidad de la mediación precaria entre Estado y territorios, entre Estado y capital, entre movilización y sistema de toma de decisiones de los gobiernos populistas, cuyo recuerdo se busca destruir. Esa precariedad es el núcleo real de una crítica al kirchnerismo no derechista, no liberal, no reaccionaria.

El problema pendiente, desde 2001 a la fecha es, entonces, el de la constitución de una mediación activa, con protagonismo popular y comunitario, en base a la coordinación posible entre las luchas de las últimas décadas, tales como los movimientos de derechos humanos, gremiales, de mujeres, de los piqueteros, contra el extractivismo, unidas a los pibes de los barrios, contra el racismo y la represión. Ante el derrumbe de la inconsistente ilusión de los neoliberales de una integración espontánea y satisfactoria de las masas populares con los mercados, pero también ante la asistencia de una mediación pastoral, específicamente católica, comandada por la iglesia –y por los adherentes al pacto de San Cayetano–, incapaz de concebir una articulación verdaderamente dinámica y productiva de las luchas –como se ha visto en la discusión sobre el aborto–, se hace cada vez más clara la necesidad de convocar a todos aquellos que quieran poner freno a este estado de cosas sin quedar presos de la rosca política de los conservadores de toda laya, que solo hablan de unidad para garantizar privilegios y sostener el actual orden de cosas. Desactivar el discurso de la corrupción, en tanto que teoría política reaccionaria, no implica eludir el tema, sino, al contrario, construir criterios propios para pensarlo a fondo, no sólo como perversión moral o infracción a la ley sino también en sus relaciones con los modos de acumulación económica y política; cuestión que, de llevarse a fondo, seguramente redundará en una nueva teoría de la regulación de las finanzas por parte de las instituciones democráticas radicalizadas.

 

 

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