Saber lo que se quiere // Juan Manuel Sodo

Mi abuela, como otros viejes de su generación, decía “sabe” en vez de “suele”. Fulano de tal “sabe ir al café todas las tardes”, por ejemplo. No está nada mal, si se tiene en cuenta que en definitiva son las prácticas concretas las que engendran un saber. Mucha de la neura urbana actual tiene que ver con esto. Obligados a tener deseos, es habitual que nos frustremos por no saber lo que queremos. Como si eso fuera posible desde una proyección en el aire. Como si el querer fuese la imagen diseñable de algo a suceder y no el efecto retroactivo de las cosas que ya hacemos. Se quiere (o no) lo que se “sabe”.

Ese imperativo enroscante es carne para los algoritmos, la investigación de mercado y el oraculismo. El algoritmo (robot patriarcal si los hay, en tanto se arroga el poder de decirnos a quién ver y qué no…), al igual que el mercado a través de sus mediciones, pretende saber de uno más que uno mismo. Mientras que los oráculos de moda, en sus versiones futurológicas predictoras tristes (contrarias a las que practican varios amigues), nos dejan en una posición pasiva de espera adivinadora.

En este coctel de des-presentificación (Jodorowsky afirma que quienes consultan, por caso el tarot, lo que en el fondo necesitan conocer es su presente, no su futuro), cabría otro tipo de investigación. Una variante que nada tenga que ver con el marketing, ni con las ciencias sociales, ni con el periodismo, por nombrar a tres de las tipologías ofrecidas en carreras y facultades: a falta de mejor nombre, la auto-investigación. Acaso la única que podamos enseñar aquellos que trabajamos como profesores.

Se trataría de una disposición a la experiencia (entendida menos como un curtirse acumulador de antigüedad que como un modo de estar en las cosas, un índice de presencia), que no pasaría por “mirar adentro” para encontrarse con el “verdadero yo” y así descubrir qué “quiero ser”, sino por mirar afuera para reponer la trama de relaciones de lo que está siendo a través nuestro ahora e inferir saber. A partir de ahí. Del mapa de las afecciones. Una ética cartógrafa, tal vez lo más útil que podamos aportar a nuestros estudiantes en clase cuando la crisis estructural desacredita promesas de ascenso social.

Un darse tiempo para prestar atención a los signos del ambiente en nosotros, que en épocas de crisis económica y sobreabundancia de contenidos tal vez sea el aporte más útil que podamos hacer a nuestros estudiantes.

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