Piglia, historia o novela // Horacio González

La historia, para Piglia, son hechos vagos e indeterminados, que de todas maneras se alojan en un pasado. ¿Pero un pasado, en primer lugar, no es una forma de evocarlo? Por eso, lo que las novelas de Ricardo Piglia tienen de historia –o tienen de lo que corresponde al oficio del historiador–, es lo que pertenece a un conjunto de voces que son inhallables por un lado, y por otro lado ciertas constancias de que alguna vez existieron. Entre una y otra situación encontramos el poderío conjetural de la escritura pigliesca. Así, Ricardo, lo que hace, creo, es bajar al pasado con una escalerilla de sogas ilusoria, para darse cuenta de que no “baja”, que el pasado lo rodea o lo constituye, solo que por vías lejanas, totalmente indirectas. En Respiración artificial aparece ese “método” que consiste en investigar un conjunto de conversaciones del presente, de personajes memoriosos, que se hallan retirados y en soledad, acompañados por sus laboriosas memorias (el senador), y la “historia” se revela allí, o mejor dicho actúa por revelación, en ciertos intersticios súbitos o inesperados. Esto es así porque la forma de pertenecer a ella es inevitable pero también callada, silenciosa, sólo de forma involuntaria se lo dice, a la manera de una confesión forzada.

La evocación del pasado es un arte que sin duda pertenece al historiador –Piglia, como se sabe ha estudiado historia en la Universidad de La Plata, años lejanos hoy–, pero en el caso que estamos considerando el pasado no existe primero y luego se lo evoca. La evocación misma ya es el pasado, y es la única forma bajo la cual existe. Por eso la ausencia tiene un valor esencial en la narrativa de Piglia, pues es lo que le da fuerza a las sobrevivientes astillas de lo ya ocurrido y que existe, sí, pero con el ropaje del ausentista. ¿Cómo es ese ropaje? La narración de Piglia lo elabora, lo teje, con elementos que son rescatados del naufragio. Y ese rescate es una indumentaria imposible, inverosímil, que conserva ese aire improbable cada vez que es invocada. Así sucede incluso en las novelas más “policiales” de Piglia, como Plata quemada. El soplo (o estilo) narrativo de Piglia dice las cosas con un halo supletorio para cada frase, lo que origina un desfocamiento de cada cosa dicha, un ligero corrimiento, junto a la engañosa precisión con la que se expresa Piglia.

Precisión que busca el “historiador”, con un fraseo tajante, objetivo, realista. Pero no hay realismo al margen de la simulación del realismo; de la simulación de lo objetivo. Cuando Piglia ejerce ese arte de la disimulación, o del simulacro, siempre hay de por medio detalles o situaciones de fuerte textura cotidiana, rebosantes de veracidad. Será lo que permita luego borronear la escena, hacerla parte de una serie de referencias encadenadas: alguien cuenta una historia que le contaron, a su vez escuchada de otro. Eso es la “historia” traducida a la literatura, por lo cual los personajes de Piglia no son históricos, sino que “hablan en términos de una historia”. Tal dice que le dijeron, y lo que le dijeron es algo que un tercero escuchó. En medio de tales pasajes donde una voz circula, Piglia escribe con falsas sentencias que parecen verdaderas, con aire distraído, para que no se note que son formidables ficciones.

Se despega apenas unos milímetros de la realidad, pues parece un cronista profesional relatando hechos que alojan una materia apta para el periodista o el cuentista “naturalista”. Pero el “historiador” está en la paradoja de respetar esos “hechos reales” para subirlos a otro plano que no aparece siempre ni se nota claramente cuando aparece. Es el plano de una ficción que tiene elementos de delirio, de alucinación y espejismo. Entonces, podría decirse que Piglia es “historiador” cuando en sus novelas la historia aparece como antihistoria, pero de un modo más “real” de lo que creen muchos historiadores. El modo real en que Piglia escribe la historia –e incluimos aquí la historia norteamericana contemporánea, en El camino de Ida–, es el de una imaginaria objetividad que respeta con la beata fidelidad de un documentalista, hasta que hace estallar en su interior un explosivo inaudible, que cambia en el lector toda su perspectiva. Allí aprende historia con este especial historiador que abandonó el oficio tajantemente para encontrarlo en los misterios de una reconstrucción ficcional donde reviven los fantasmas de Puig, Macedonio, Borges, Di Benedetto, Walsh o Saer, de todos los cuales obtuvo informaciones históricas, y a todos los cuales les devolvió la teoría de sus propios escritos, convertidas en sutiles meditaciones sobre lo que él mismo hace, la secreta torsión de la historia en novela sin incluir la “novela histórica”, incluso aboliéndola.

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