Moderados, radicalizados o tortas fritas // Matías Cambiaggi

 

Existen siempre conceptos guías, faros tenues, capaces de definir por sí mismos, procesos complejos, a veces trágicos, otras, placebos. Uno de ellos, es Revolución.

Apelando al campo fértil de nuestra tradición literaria, Revolución fue casi un sinónimo de Andrés Rivera. Uno de los destacados del selecto grupo de escritores militantes que tuvo nuestro país. Quizás también, uno de los que más pensó sobre la Revolución y no por casualidad, autor de uno de los libros más formidables sobre aquellos años fundantes que alumbró nuestra primera revolución y su elaboración de una voluntad colectiva emancipada, parida por chisperos decididos, antes que por la mano invisible de la historia o la del héroe solitario.

Para Andrés Rivera, la revolución fue obsesión, sueño eterno y título de un libro extraordinario, que, sobre el final de su vida, se volvió balance político encarnado en la figura de su héroe trunco, agotado en las vísperas, tal como le sucedió al proceso político que lo fagocitó tan rápido como su enfermedad.

El cáncer de lengua del orador de la revolución de mayo, tenía, para Rivera, la resonancia de una paradoja. Era el testimonio descarnado de las dificultades de la revolución primera y marca de origen de nuestro país, al mismo tiempo que el testimonio autobiográfico de cierta desilusión de final de viaje para el propio Rivera. Era también añoranza de los capítulos revolucionarios de su propio tiempo, que no pudo escribir. Melancolía de lo que parecía tan cerca y, sin embargo, no fue. Lamentación sobre los yuyos y los gendarmes.  Pero también desafío y señalamiento de lo que permanecía inconcluso, antes que un final desencantado.,

Hijo de la Revolución Rusa y del sueño de los soviets pamperos, Rivera con Lenin, en el epígrafe de su libro máximo, simplificó al extremo lo que fue siempre su propio motor inmóvil: “Todo es irreal, menos la revolución”. La revolución roja comunista, por supuesto. El peronismo, apenas una representación.

Rivera sentía su necesidad de distinguir en medio de la neblina, para hacerle paso al concepto puro que abrazó toda su vida y que sufrió por igual de usos y abusos.

Así de importante era el asunto de la Revolución para Rivera, quien más allá de su intensidad, nunca desentonó con lo más profundo de nuestra tradición nacional, sus preguntas y la falta de respuestas definitivas sobre los sentidos o alcances de lo que aquella palabra clave contenía.

La Revolución, podría decirse, fue por eso el fenómeno rector de la sociedad dispersa desde los comienzos de nuestra américa y su mito de origen. El concepto guía, que en sus variados decires se transformó después en sinónimo de guerra, de promesa de nuevo orden o simple invocación erudita.   

La lucha por el sentido, su polisemia infinita, por algún motivo propio de estas tierras, encarnó en todos: Morenos y Saavedras, desde los inicios y, mucho más acá, en peronistas de las veinte verdades, guerrilleros enamorados de Cuba y Vietnam, burócratas enamorados del estado coorporativo, peronistas, troskistas, comunistas y hasta en milicos asesinos que no se privaron de bautizar en su nombre a sus experimentos desperonizadores, como lo fueron la Revolución Libertadora de Aramburu y Rojas o la Argentina de  Onganía.

La revolución, así, como concepto más que como búsqueda o plan de operaciones, fue de todos y sin discriminaciones, o más bien todos se la apropiaron, como si se tratara de un significante vacío adelantado a las elucubraciones del último Laclau, Sin embargo, todo cambió en los noventa, y el término que tanto mal uso sufrió, desde aquellos años, dejó de ser utilizado en cualquiera de sus posibles sentidos, para tomar la forma de su contracara: la derrota.

 

A partir de allí, siguió un largo desierto que atravesar y ante la ausencia de otros actores, fue una nueva y precoz generación la que asumió sin documentos, mapas ni orgánicas, la tarea de recuperar terreno perdido y construir contraderrotas. Paradójicamente, la misma que había crecido bajo los escombros del muro de Berlín, pero también, por eso, sin la carga de la Revolución como única forma de intervención. La misma que también por eso, demostró la capacidad de escribir una nueva historia, más ligera de programas y estrategias, pero, paradójicamente, más abierta a revolucionar aspectos inesperados de la práctica social y política.

A la vuelta de aquella historia, que sobrevuela aún nuestro suelo, como tantos otros fantasmas que invocamos a fuerza de buscarle el agujero al mate, el presente hostil, a veces desencantado, nos trae reediciones algo más berretas que aquellas encrucijadas que atravesamos en las fronteras de 2001.

“¿Moderados o radicales?” Discuten los intelectuales con las urnas entre ceja y ceja

“Revolucionarios o reformistas” dividió las aguas hace algún tiempo nuestro presidente, asumiendo por supuesto, el bando de los últimos. Nadie, en cambio se asumió en público dentro de los primeros.

Otros debates son hoy más pertinentes, incluso actuales. Otras experiencias. Otras coordenadas.

Sin revolución a la vista, ni esperanza reformista instalada en las instituciones hambreadoras, sin pérdidas de tiempo dibujando líneas entre moderados y radicalizados, hace ya algún tiempo, jóvenes y humildes, humildes jóvenes y las doñas que sacaron pecho por los que se escondían debajo de la cama, encendieron el faro necesario, en las barricadas del 20 de diciembre de 2001, pero también mucho antes, entre mate y mate, intervención, reflexión y torta frita.

Ese fue el verdadero viento de cola que empujó hacia lo imprevisto, lo inesperado el gobierno de Néstor Kirchner.  ¿Se acuerdan?

 

 

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