El proyecto de autonomía no es una utopía // Entrevista con Cornelius Castoriadis

¿Por qué no le gusta el término “utopía”?

No es que no me guste, es que respeto la significación exacta y original de las palabras. La utopía es algo que no tiene lugar y que no puede tenerlo. Lo que yo llamo proyecto revolucionario, el proyecto de autonomía individual y colectiva (ambos son inseparables) no es una utopía sino un proyecto histórico-social que puede realizarse, nada muestra que sea imposible. Su realización no depende más que de la actividad lúcida de los individuos y de los pueblos, de su comprensión, de su voluntad, de su imaginación. El término utopía volvió a estar de moda en los últimos tiempos, un poco por la influencia de Ernst Bloch, un marxista que, mal o bien, se había acomodado al régimen de la RDA, y nunca hizo la crítica del estalinismo y de los regímenes burocráticos totalitarios: encontraba así una suerte de pretexto, una palabra que le permitía diferenciarse del “socialismo realmente existente”. Más recientemente, el término fue retomado por Habermas, porque después de la quiebra total del marxismo y del marxismo-leninismo, parece legitimar una vaga crítica al régimen actual mediante la evocación de una transformación socialista utópica, con perfume “premarxista”. De hecho es todo lo contrario, pues nadie puede comprender (salvo que sea filósofo neokantiano) como puede criticarse lo que es a partir de lo que no puede ser. El término utopía es mistificador.

¿Qué es el proyecto de autonomía individual y colectiva?

Es el proyecto de una sociedad en la cual todos los ciudadanos tienen una igual posibilidad efectiva de participar en la legislación, en el gobierno, en la jurisdicción y en definitiva en la institución de la sociedad. Este estado de cosas presupone cambios radicales en las instituciones actuales. Aquí es donde puede llamárselo proyecto revolucionario, entendiendo que revolución no significa matanzas, ríos de sangre, la exterminación de los chouans o la toma del Palacio de Invierno. Es claro que tal estado de cosas está muy lejos del sistema actual, cuyo funcionamiento es esencialmente no democrático. Llaman democráticos a nuestros regímenes falsamente, porque son oligarquías liberales.

¿Cómo funcionan estos regímenes?

Estos regímenes son liberales: no utilizan esencialmente la coacción, sino una suerte de semiadhesión blanda de la población. Esta última fue penetrada finalmente por el imaginario capitalista: la meta de la vida humana sería la expansión ilimitada de la producción y del consumo, el supuesto bienestar material, etcétera. Como consecuencia de ello la población está totalmente privatizada. El métro-boulot-dodo [“metro, trabajo y a dormir”] de 1968 se volvió coche-trabajo-televisión. La población no participa de la vida política: no es participar el hecho de votar una vez cada cinco o siete años por una persona que no se conoce, sobre problemas que no se conocen y que el sistema hace todo para evitar que se conozcan. Pero para que haya un cambio, para que haya de verdad autogobierno, es preciso cambiar las instituciones, claro está, para que la gente pueda participar en la dirección de los asuntos comunes; pero también es preciso, sobre todo, que cambie la actitud de los individuos hacia las instituciones y hacia la cosa pública, la res publica, eso que los griegos llamaban ta koina (los asuntos comunes). Pues hoy, dominación de una oligarquía y pasividad y privatización del pueblo no son más que las dos caras de la misma moneda.
Hagamos un paréntesis, un poco teórico. Siempre hay, de manera abstracta, tres esferas en la vida social considerada desde el punto de vista político. Una esfera privada, la de la vida estrictamente personal de la gente; una esfera pública en donde se toman las decisiones que se aplican obligatoriamente a todos, públicamente sancionadas; y una esfera que puede llamarse público-privada, abierta a todos, pero donde el poder político, aunque es ejercido por la colectividad, no debe intervenir: la esfera donde la gente discute, publica y compra libros, va al teatro, etcétera. En la jerga contemporánea se han mezclado la esfera privada y la esfera público-privada, sobre todo desde Hannah Arendt, y esta confusión aparece todo el tiempo en los intelectuales que hablan de “sociedad civil”. Pero la oposición sociedad civil/Estado (que es de fines del siglo XVIII) no basta, no nos permite pensar una sociedad democrática. Para ello, debemos utilizar esta articulación en tres esferas. Retomando los términos griegos antiguos, debemos distinguir entre el oikos (la casa, la esfera privada), la ekklèsia (la asamblea del pueblo, la esfera pública) y el agora (el “mercado” y el lugar de encuentro, la esfera público-privada). Bajo el totalitarismo, las tres esferas están totalmente confundidas. Bajo la oligarquía liberal, hay a la vez dominación más o menos clara de la esfera pública por una parte de la esfera público-privada (“el mercado”, la economía) y supresión del carácter efectivamente público de la esfera pública (carácter privado y secreto del Estado contemporáneo). La democracia es la articulación correcta de las tres esferas, y el devenir verdaderamente público de la esfera pública. Esto exige la participación de todos en la dirección de los asuntos comunes, y exige a su vez instituciones que permitan que la gente participe y que la inciten a hacerlo. A su vez, esto es imposible sin igualdad política efectiva. Es éste el verdadero sentido de la igualdad: una sociedad no puede volver a la gente igual en el sentido en que todo el mundo sería capaz de correr cien metros en diez segundos, o de tocar admirablemente la Appassionata. Pero puede volverlos iguales en cuanto a su participación efectiva en todo poder instituido que exista en la sociedad.
Es esto el proyecto de autonomía, cuya realización, evidentemente, abre problemas considerables. Nadie, solo y de antemano, puede tener la solución de los mismos; solamente la sociedad, si se pone en movimiento, podrá resolverlos. Por ejemplo, es claro que una sociedad democrática es incompatible con la enorme concentración del poder económico que existe hoy. Es igualmente claro que también es incompatible con una pseudo planificación burocrática. También está la cuestión de la libertad en el trabajo. Los ciudadanos no pueden ser esclavos en sus trabajos cinco o seis días por semana, y libres los domingos políticos. Hay entonces un objetivo de autogobierno en la esfera del trabajo: es lo que llamo desde hace más de cuarenta años la gestión de la producción por los productores; por cierto, esto también plantea problemas, por ejemplo, la participación de los técnicos y de los especialistas. Implica también un mercado que sea un verdadero mercado, no como el de hoy, un mercado dominado por los monopolios y los oligopolios, o por las intervenciones del Estado. Todas estas transformaciones presuponen –y van a la par de- una transformación antropológica de los individuos contemporáneos.

¿La cultura de los individuos, en definitiva?

Podemos llamar a esto cultura. Se trata de la relación estrecha y profunda que existe entre la estructura de los individuos y la del sistema. Hoy los individuos son conformes al sistema y el sistema a los individuos. Para que la sociedad cambie, hace falta un cambio radical en los intereses y en las actitudes de los seres humanos. La pasión por los objetos de consumo debe ser reemplazada por la pasión de los asuntos comunes.

¿Cómo puede crearse esta pasión por los asuntos políticos? ¿Cómo estimularla?

No lo sé. Pero sé que ha existido en la historia. Hubo momentos, e incluso épocas, en donde los individuos se interesaron apasionadamente por los asuntos comunes. Salieron a la calle, pidieron cosas, impusieron cierto número de ellas. Si vivimos hoy en un régimen liberal, no es porque este régimen nos haya sido otorgado por las clases dominantes. Los elementos liberales en las instituciones contemporáneas son los sedimentos de las luchas populares en Occidente desde hace siglos, luchas que comienzan con los combates llevados a cabo a partir del siglo X por las comunas para obtener un relativo autogobierno. Si hoy constatamos una atonía, incluso una atrofia de las luchas, nadie puede decir que sea éste el estado definitivo de la sociedad. De todos modos, no hay y no habrá jamás estado definitivo de la sociedad. A penas se había secado la tinta de los textos de Fukuyama cuando su idiotez quedaba ruidosamente demostrada por la historia.
Si se perpetuase el estado de apatía, de despolitización, de privatización actual, asistiríamos ciertamente a crisis mayores. Volverían a la superficie con una acuidad hoy insospechada el problema del medio ambiente, por el cual nada se ha hecho; el problema de lo que se llama el tercer mundo, de hecho, los tres cuartos de la humanidad; el problema de la descomposición de las mismas sociedades ricas. Es la retirada de los pueblos de la esfera política, la desaparición del conflicto político y social permite que la oligarquía económica, política y mediática escape de cualquier control. Y esto, de aquí en más, produce regímenes de irracionalidad llevada al extremo y de corrupción estructural.

¿No choca el proyecto de autonomía, fundado en la participación de los individuos en los asuntos de la colectividad, con los efectos letárgicos de la televisión y de los medios de comunicación?

La televisión actual es un medio de embrutecimiento colectivo. Y en Francia aún no hemos visto nada. Aquí una película se corta dos o tres veces con la publicidad, mientras que en Estados Unidos o en Australia, por ejemplo, los cortes publicitarios duplican o triplican la duración de la película. Esto, además, no es una maldición “norteamericana”. Es el molde capitalista, la publicidad –por lo tanto, los sponsors– dominan los medios de comunicación. En Le Monde Frappat y Schneidermann lo señalan todas las semanas: los programas más o menos interesantes están a la una de la mañana. Si quisiera ponerse la televisión, la radio y los demás medios modernos de comunicación al servicio de la democracia, esto exigiría cambios enormes, no sólo en el contenido de los programas sino también en la estructura misma de los medios de comunicación. Éstos, tales como son hoy, encarnan una sociedad de dominación en su estructura tanto material como social: un polo emisor, una cantidad indefinida de receptores anónimos, aislados y pasivos. El papel de los medios de comunicación es totalmente conforme al espíritu del sistema y contribuye poderosamente con el embrutecimiento general. No tenemos más que recordar cómo fue “cubierta” la guerra del Golfo.

¿Cree que el sistema que critica es un sistema moderno? ¿Vivimos en una era posmoderna, o rechaza usted esta noción?

Ya critiqué el término “posmoderno” en El mundo fragmentado. La modernidad duró aproximadamente dos siglos, de 1750 a 1950. Después entramos en lo que yo llamo la época del conformismo generalizado. La modernidad era el cuestionamiento permanente de lo que estaba establecido, tanto en filosofía como en política y en arte. Desde 1950 aproximadamente, este fenómeno casi ha desaparecido. Fecha arbitraria y esquemática, por cierto, pero fue alrededor de ella cuando el inmenso soplo creador que había animado a Occidente durante dos siglos empezó a debilitarse hasta desaparecer casi por completo.

¿Piensa usted que la idea de progreso ya no existe?

La idea de progreso sigue existiendo, es claro, aunque esté cada vez más apolillada. Es una significación imaginaria que ha durado lo que  ha durado, y que durará mientras pueda durar. Pero como idea es falaz. No podemos hablar de progreso en la historia de la humanidad, salvo en un ámbito, en el dominio de lo conjuntista-identitario (es lo que yo llamo lo ensídico), digamos el dominio de lo lógico-instrumental. Hay un progreso, por ejemplo, en la bomba H con relación al sílex, puesto que la primera puede matar mucho más y mejor que el segundo. Pero en las cosas fundamentales, no podemos hablar de progreso. No hay progreso ni regresión entre el Partenón y Notre-Dame de París, entre Platón y Kant, entre Bach y Wagner, entre Altamira y Picasso. Pero hay rupturas: en la antigua Grecia, entre el siglo VIII y el siglo V, con la creación de la democracia y de la filosofía; o en Europa occidental, empezando por los siglos X y XI, acompañada por una cantidad enorme de creaciones nuevas, que culmina en el periodo moderno.

Pero, con todo, en la noción de progreso está  la idea según la cual la suerte de la generación siguiente ha de mejorarse con respecto a la de la generación precedente. ¿No fue esto mismo lo que suscitó la adhesión del proletariado durante la industrialización?

¿Ha de mejorarse con respecto a qué criterio? El capitalismo ha basado toda la vida social en la idea de que la “mejora” económica era la única cosa que contaba –o la cosa que, una vez realizada, daría el resto por añadidura-. Marx y el marxismo lo siguieron en esta vía.
Durante mucho tiempo, mientras el proletariado luchaba contra su explotación, no tenía como único objetivo la “mejora” de su nivel de vida; pero evidentemente, a la larga, este imaginario esencialmente capitalista, compartido con el marxismo, también penetró en la clase obrera. Es cierto que hubo con el capitalismo una expansión económica fantástica (que, mirando hacia atrás, habría sido inimaginable incluso para Marx). Pero, como vemos hoy, ha sido a costa de destrucciones irremediables infligidas a la biosfera. Y su condición también ha sido la lucha de los obreros por el aumento de la remuneración de su trabajo y por la reducción de la duración del tiempo de éste. Así fue como se crearon los mercados internos, agrandados constantemente, sin los cuales el capitalismo se habría desmoronado por crisis de sobreproducción; así fue como también se reabsorbió el desempleo potencial engendrado por el crecimiento de la productividad. El desempleo actual se debe al hecho de que el aumento acelerado de la productividad del trabajo desde 1940 fue acompañado por una reducción muy débil de la duración del tiempo de trabajo, lo opuesto de lo que había sucedido de 1840 a 1940, donde la duración del tiempo de trabajo semanal se redujo de 72 a 40 horas. Esta obsesión por el aumento de la producción y del consumo está prácticamente ausente en las otras fases de la historia. Como ha mostrado -entre otros- Marshall Sahlins (en Edad de piedra, edad de abundancia), la duración del tiempo de trabajo en las sociedades paleolíticas era de dos a tres horas diarias; y ni siquiera puede llamarse a esto trabajo en el sentido contemporáneo: la caza, por ejemplo, era también una fiesta colectiva. El resto del tiempo la gente jugaba, charlaba, hacía el amor. Lo que se llama “progreso económico” se obtuvo mediante la transformación de los humanos en máquinas de producir y de consumir.

¿Puede encontrarse placer trabajando?

Por supuesto, con la condición de que el trabajo tenga un sentido para quien lo hace; y esto depende tanto de los objetos producidos como de la organización de la producción y del papel del trabajador en ésta.

En Francia hay tres millones de desempleados. ¿Cómo explicar que el sistema social no estalle?

Muy buena pregunta. En primer lugar, no es seguro que el statu quo dure indefinidamente. Luego, el peso del desempleo está limitado, en parte, por la existencia de una red social de protección que no es desdeñable. Y sobre todo, este desempleo alcanza de manera desigual a las diferentes capas y secciones de la población. La miseria apunta particularmente a ciertas categorías –locales, étnicas, etcétera- cuya fuerza de protesta es reducida y cuya marginalización a menudo desemboca en la transgresión y en la desviación, pues su reacción no toma una forma colectiva. Hablamos antes de la condición principal para el crecimiento del desempleo: el mantenimiento de una duración del tiempo de trabajo constante a pesar del alza de la productividad. También hay otra: el abandono de las políticas keynesianas de mantenimiento de la demanda global –hecho que, en gran medida, había condicionado a los “treinta gloriosos” de la posguerra- en provecho de un neoliberalismo estúpido: Thatcher, Reagan, Friedman, los Chicago Boys, etcétera. Asistimos a cosas absolutamente increíbles. Por ejemplo, comienza a observarse ahora en Suiza cierto aumento del desempleo; en respuesta a ello el gobierno federal reduce los gastos públicos. Es exactamente la política de Hoover en Estados Unidos a principios de la Gran Depresión de 1929 a 1933, la política de Laval en Francia (aconsejada por Jacques Rueff) de 1932 a 1933. Se responde a la deflación con más deflación. La realidad de la descomposición mental de las capas dirigentes supera lo que podía prever la teoría de manera razonable.

¿Piensa usted que los ecologistas o los partidos alternativos pueden encarnar esa renovación que estaría necesitando tanto la sociedad?

La corriente ecológica es positiva como tal, pero los partidos ecologistas existentes son totalmente miopes desde el punto de vista político. No ven el lazo indisoluble de los problemas ecológicos con los problemas generales de la sociedad y tienden a convertirse en un lobby ambientalista.

Para concluir: usted que señala la importancia del reconocimiento de la alteridad del otro a nivel individual en su proyecto de autonomía, ¿podría darnos su opinión sobre el “derecho de injerencia”?

El problema es muy complejo. Usted conoce la famosa frase de Robespierre: “A los pueblos no les gustan los misioneros armados”. Nadie puede dejar de observar que la situación es terrible en muchos países del tercer mundo, donde las tentativas de implantación, ya sea del “socialismo”, ya sea del capitalismo liberal, han fracasado. En Somalia y en Etiopía reaparecen los enfrentamientos tribales, sin límites; en India, las matanzas recíprocas entre hindúes y musulmanes; en Sudán, la tentativa del gobierno islamista de imponer por la fuerza la ley islámica a las poblaciones cristianas y animistas del sur; el caos sangriento en Afganistán; en algunas repúblicas de la antigua URSS, la vuelta al poder de los comunistas después de asesinar a los opositores; las despiadadas guerras étnicas en el Cáucaso, o, sobre todo, en la antigua Yugoslavia, etcétera. Nadie puede permanecer indiferente ante estas monstruosidades. Pensamos, y con razón, que algunas significaciones creadas en y por nuestra sociedad y nuestra historia –respecto a la vida y a la integridad corporal, a los derechos humanos, a la separación de lo político y lo religioso, etcétera- tienen, en derecho, una validez universal. Pero es trágicamente claro que estas significaciones son rechazadas por sociedades –o Estados- que corresponden quizás a los cuatro quintos de la población mundial, y que las ilusiones liberales y marxistas acerca de la difusión universal “espontánea” de estos valores están por el suelo. ¿Se puede, se debe imponerlos por la fuerza? ¿Quién ha de imponerlos y cómo? ¿Y quién tiene el derecho moral de imponerlos? La hipocresía de los gobiernos occidentales a este respecto es flagrante. Estados Unidos ha intervenido militarmente en Panamá o contra Iraq porque había intereses específicos en juego –poco importa su naturaleza- pero se opone a cualquier intervención en Haití. El caso de la ex Yugoslavia es horrible, y está muy cerca de nosotros, desde hace un año no se hace más que parlotear sobre el tema. Y por lo menos,  en este caso, se parlotea y se envía “ayuda humanitaria”. Pero si una crisis comparable estallase entre Rusia y Ucrania, ¿se hablaría de injerencia? Mientras nosotros hablamos, en Sudán continúa la guerra que lleva a cabo el gobierno islamista del norte para imponer la charia a las poblaciones no musulmanas del sur. Gran parte de esta guerra es financiada por Irán (que financia también a los integristas egipcios y magrebíes). ¿Por qué ese desinterés por las atrocidades del gobierno sudanés? Porque el islam es un problema demasiado difícil de resolver, porque está el polvorín de Medio Oriente y el petróleo. Los derechos humanos se violan sistemática y cínicamente en China, Vietnam, Indonesia (exterminación de una buena parte de la población del Timor), Birmania. ¿Se va a “injerir” allí? ¿Qué sería este derecho que castigaría a algunos pequeños ladrones y dejaría en paz a los grandes gángsters? Yo creo que el “derecho de injerencia” es un eslogan típicamente kouchneriano *

– ¿En el sentido bueno o malo del término?

– En el sentido kouchneriano del término.

Cornelius Castoriadis / De Una sociedad a la deriva, Katz ediciones, 2006

Traducción: Sandra Garzonio

Entrevista del 28 de diciembre de 1992, con Jocelyn Wolff y Benjamin Quénelle, publicada en la revista Propos (Estrasburgo), n° 10, marzo de 1993, pp. 34-40.>

*Alusión a Bernard Kouchner, uno de los fundadores de la organización humanitaria Médicos del mundo; secretario de Estado, ministro de Salud y diputado europeo, fue también uno de los principales creadores del concepto “deber de injerencia”. (N. de la T.)

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