Fidel 1971. Un asedio a la Unidad Popular // Mauro Salazar J, Carlos del Valle R.

       a Augusto Olivares…

En “Los Diálogos de América” (1971), escena de escenas, Salvador Allende expone las trayectorias de la izquierda chilena en el momento de mayor verdor del proceso cubano ante su líder, Fidel Castro. La Revolución de 1959 fue el faro de las insurgencias para América Latina. En ese marco, existe un esfuerzo por exaltar los momentos vitales de la cultura política chilena. La consolidación del clivaje político, PS/PC, como así mismo, las batallas obreras de la primera mitad del “pequeño siglo XX”. La trama implica una economía de significados que irrumpen en torno a la cuestión social y las idiosincrasias ancestrales. El Salitre, Ricos y Pobres de Recabarren, el Frente Popular, el campo sindical y la Central Única de Trabajadores. Y por los resquemores, la sumisión de las Fuerzas Armadas al dictum Repúblicano. 

El diagnóstico fue necesario para explicar con claridad que Chile no era, en ningún caso, una escarpada Sierra Maestra, ni contaba con un grupo llamado “26 de julio”, compuesto por guerrilleros antibastinianos, Granma, o asalto al mítico “Cuartel Moncada”. Tal fue el subtexto enviado amistosamente a la “Cuba libre”, esencialmente libre de la injerencia americana. Quizá Allende requería dar un golpe de realismo a las cogniciones rebeldes del proceso chileno que exigían “avanzar sin tranzar”. Con todo, dada la ráfaga de sucesos, ello implicaba legítimos afanes por narrar formas de disputas políticas, y conquistas genuinos de la clase obrera y el mundo popular. Cómo pedagogía política fue esencial registrar “El Diálogo de América”, para exponer la peculiaridad, el alcance y sentido histórico del caso chileno. 

En la escena destellan los hedonismos del minuto, aunque “lo imaginal” tiene un goce encarnado en el lacanismo de izquierdas. Salvador, deriva del verbo salvare, y es la coincidencia entre un nombre y un tiempo vivo, encabeza un proceso “aluvional” que requiere articular el polo institucional (partidos e instituciones representativas) con el polo deliberativo (democracia de masas). El presidente abraza, distendidamente, un verbo lumínico y trascendental en años de retóricas póstumas. El comandante cubano, aunque insobornable, mira al Dr. Allende como quién atiende el reproche solemne de un hermano mayor. El líder de la UP, en su generosa oratoria y carisma, se sabe portador de “baños de masas”. Fidel mantiene una mezcla de respeto, perplejidad y pesadumbre por el “excedente de inventividad”. En el rictus examinante de Castro conviven dos nodos, de un lado, la admiración por el noble arte de la metafísica y, de otro, una incerteza insondable por la destinación del proyecto. Hay respeto por la potencia igualitaria del proceso chileno, la metaforización de los movimientos, cuerpos y subjetividades como despliegue de potencias, en trenzas con la alegoría, el acontecimiento y la plaga. El comandante padece asombro, y mantiene una mirada luctuosa -un dubitar infinito- ante el pregón republicano que Allende, cual tribuno, abraza con “tono nerudiano”. Con todo, Fidel detecta discordancias y disyunciones ante una experiencia que se autoproclama anti-imperialista y anti-oligárquica contra la preventiva constitucional (1925) que, a no dudar, amplió un campo de reformas que terminaron excediendo el propio texto de los años 20’. Durante su prolongada estancia en Chile (21 días eternos) recalcó, con tono socarrón y examinante la correlación de fuerzas, haber sido testigo de una “inédita experiencia al socialismo”, aludiendo sutilmente al romanticismo de la vía chilena. El dirigente cubano logró atisbar un exceso de beatitud en el bando de los revolucionarios y un vacío en el inventario de la geopolítica soviética. Entre ecos y despistes, fluye la voz de Allende cuando intenta descifrar los laberintos del tiempo y amaga revertir la rueda suelta de la historia. El compañero Salvador, empapado de convicciones, sabe de entrada que vive en medio de un atajo. Tampoco olvida el clamor de la mesura ante el desbande que invade a los actores de la dramaturgia. Trama irrefrenable e inaferrable invocando la “empanada” de la vía chilena. Más no puede abjurar de las energías utópicas que han sido desatadas ante la arremetida imperialista. El abogado revolucionario toma nota de la palabra empeñada, mantiene el ritual y la táctica ante la asfixia que lee en el proceso. Tampoco escatima elogios ante la importancia de los líderes que se declaran “…dispuestos a morir, [porque] el pueblo está dispuesto a hacer lo que sea necesario. Y ése ha sido un factor muy esencial en todo proceso político revolucionario” -agrega Castro, quién décadas más tarde-. En otro tiempo, le pide a Hugo Chávez que no se suicide bajo el golpe de Estado en su contra, invocando la inutilidad del caso chileno. El líder del PS, devenido en mármol, ya había reservado una “bala moral” (“posteridad”) como estocada de superioridad ética que castigaría la obstrucción política contra el proceso y el repudio al bando de la sedición. 

Luego la perplejidad y un infinito extrañamiento cuando en plena entrevista, Augusto Olivares, a modo de pregunta, habla de los adversarios de la UP (e invoca la objetividad),  aludiendo a los halcones de la oligarquía y su adicción sediciosa con Washington. Fidel hace una lectura síntomal, y amago a desenvainar su espada política replicando un purismo demo-burgués que no encaja en ninguna dialéctica. El dirigente cubano, en su economía gestual y en las intervenciones puntuales, susurraba que se trataba de una social-democracia radicalizada, maximalista, sin “momento de ruptura”. Quizá entendía la estrategia y la táctica, también el  fondo histórico del proceso y su rico acervo cultural del proceso chileno, pero no veía la alteración del sistema de clases. Menos la defensa popular organizada una vez que llegará la noche de “cristales rotos”. Tal vez leyó en el término “adversarios” -empleado por Augusto Olivares- los “Savonarolas” chilenos del siglo XX, y en Allende, al “socialdemócrata valiente”, emplazado por el arrogante Debray, que años más tarde diría desde la comodidad parisina que la Revolución no se hace invocando el significante “patria”. Posiblemente olfateaba que la vía experimental demostraría la imposibilidad final de las revoluciones desarmadas. Allende no sería pueblo, sino el mito de su esperanza. Luego el comandante, en pleno diálogo, exclamó su genuina incomprensión ante el caso chileno ¡Son admirables las dificultades que tienen ustedes! dijo aludiendo a la invectiva de los bárbaros. Con todo, y apelando a su amplitud cultural, optó por guardar silencio ante la inquebrantable posición ética del líder chileno. Pese a la reserva, advirtió con vehemencia los horrores que vendrán cuando caiga el “huracán fascista”. Persecución, exilio y torturas bestiales. Una vez que concluya una trama que contiene raíces e hipérboles,  sucederá una lluvia de aberraciones, y no habrá lugar para metáforas. Solo caerán misiles desde aviones Hawker Hunter. Pero Fidel no podía llegar tan lejos. 

La duda visual de Fidel en Los Diálogos de América (1971), nos conmina a releer la dimensión dionisíaca de la Unidad Popular que se expresa en baile, canto y embriaguez. Un tiempo Baco, sucedido por la resaca de los Dioses. Cabe mirar de reojos los desbandes que implica la brecha creciente entre la retórica anti/oligárquica y los poderíos factuales del Chile hacendal. En el mítico discurso del 4 de septiembre de 1970 hay destellos de una “conciencia trágica”:  

“…y que esta noche cuando acaricien a sus hijos… piensen en el mañana duro que tendremos por delante” (las cursivas son nuestras). Por aquellos días el destino aciago de los personajes consistía en la imposibilidad de intervenir el curso de los acontecimientos y evitar el despeñadero –escapar a la predestinación desatada por las fuerzas indestructibles de la propiedad privada–. Ello tiene su mayor efervescencia entre junio y agosto de 1973. A pesar de la extraordinaria energía utópica del proceso chileno, la Unidad Popular puede ser interpretada desde una tragicidad.

Una vez que asume, el líder de la UP mantiene la consciencia de que no hay posibilidad de migrar hacia un “reformismo radical”, ampliando la base social como lo sugería el realismo PC/MAPU. Para 1970 las predicciones del oráculo fueron desatendidas. El realismo fue declarado un “crematorio para reaccionarios” -cámara de gases- ante la pasión por el “rojo amanecer”. No quedaba más que apelar a un mundo heroico y defender la posición ante el compromiso adquirido. El presidente intuye, pero sin decirlo jamás, que la coalición no tendrá el tiempo necesario -principio de realidad-  para una trama que debía “equilibrar” el “desenfreno pasional” (algarabía, delirios, lo dionisiaco) bajo un apego al realismo constitucional. 

En el telón de fondo, los efectos regionales de la cubanización, dejaba atrás la vía de una “profundización reformista”. La crisis de la receta Cepalina-desarrollista obligaba a establecer giros radicales. Ir más allá del “Estado de compromiso” comprendía cambios primordiales, irrenunciables, pero fatídicos. A la sazón, la Cuba libre ‘pesaba’ más que mil ríos de tinta. La llamada isla de la dignidad era el horizonte de la insurrección latinoamericana. La Unidad Popular, en su afán por conciliar institucionalidad y movilización social, representa un horizonte de sentido necesario en la historia de Chile, pero eventualmente imposible. Cuando la DC abrazó el centro ideológico y quiso trascender el “tibio reformismo” de Frei Montalva mediante un “centrismo centrífugo”, obligó a la UP a desplegar un proyecto de izquierdas que forzó a sus actores a estar a la altura de su verdad histórica. No había otra opción. Aunque podemos admitir un eventual acercamiento inicial hacia el programa populista de Radomiro Tomic, ya a fines de 1972 se trata de un proyecto librado al vacío. La Unidad Popular, salvo este intervalo, se debate en los márgenes de la política.

Tal fue el acompañante macabro de la vía chilena al socialismo, nuestra “divina comedia”. Tomás Moulian sibilinamente se hizo parte de una concepción trágica de la historia y tematiza la Unidad Popular desde el teatro griego –aunque nunca verbaliza fluidamente tal relación–. En su célebre libro, “Conversación interrumpida con Allende” (1998) destila la fatalidad (Sófocles) de las revoluciones y el peso “termidoriano” de la tragedia. Luego ha precisado que una articulación centrista le hubiese dado un tiempo político a la vía chilena. Pero se mantiene un verbo griego. Allende sabía de entrada la necesidad ineludible de trascender el martirologio. Y reconocía, con “metafísica balmacedista”, que la derrota puede ser una opción moral. Una opción posible no es necesariamente “algo” pírrico. Pero el narcisismo mesiánico no acepta golpes de realismo. En los primeros días de su gobierno admite con lucidez que las oligarquías no aceptarán perder sus granjerías. Y no cesarán en aplicar trabas lícitas o mercenarias. Allende deviene en un intérprete de las transformaciones en curso y, a su vez, de los límites históricos de cualquier exuberancia que desestime el “fatídico” peso del realismo. Con todo, conviven pensamiento utópico y pensamiento histórico en las insólitas fricciones partidarias. La izquierda chilena se dibuja como ontología del pueblo, bendita estética de las de las multitudes, aunque sin hegemonía. No hay lugar para gramscianos, ni onto-política. En resumidas cuentas, la Unidad Popular representa un callejón sin salida y por esa vía una “lección moral” para los tiempos.

Por fin, podemos explorar algunos contrastes que hacen más evidente el realismo castrista. La historia nos dice que la izquierda chilena tuvo su “sala de parto” en los locos años 20 (“la cuestión social”). El movimiento chileno heredaba, a su manera, las conquistas iniciales, superando el llamado “Estado de compromiso”, a saber, el período que va desde 1938-1970 basado en el régimen de tres tercios. La experiencia de los años 70´ era enteramente distinta al Frente Popular (1938), como, asimismo, al economicismo desarrollista (Raúl Prebisch). De un lado, el allendismo venía a implementar cambios sustanciales sobre la base de un diagnóstico compartido sobre las profundas desigualdades imperantes en los años 70’. De otro, el imperativo de una ruptura con el predominio oligárquico-hacendal estaba sellada en el programa de gobierno. Todo ello se trataba de encauzar por el institucionalismo del Partido Comunista (“último vagón del reformismo”), aparente “dueño de la cordura” -junto al Mapu- por aquellos días. Al mismo tiempo, el proceso se ensombrecía por la ausencia de diálogo político con la DC Alwynista, sin olvidar que tal expediente era impracticable por la inevitable cubanización del Partido Socialista que tornaba inviable todo acercamiento centrista. La fracción de los “helenos” observaba toda travesía de “realismo”, cual infidelidad al proceso revolucionario. De paso, la Unidad Popular prolongaba la evolución de la izquierda chilena desde 1938 en adelante (el contexto de postguerra y los frentes populares, hasta la constitución del FRAP). De entrada, la bienvenida, el crimen del General René Schneider a manos de un grupo de ultraderecha y, a la sazón, Pérez Zujovic es acribillado por un grupo de la insurgencia izquierdista (1971). A lo anterior, se suma la complejidad de lidiar con los sectores más “radicales” de la Unidad Popular (MIR y otros). Aquellos hijos del desbande, no apegados a la vía institucional –de fuerte inspiración emancipatoria– que conminaron la “abismosidad” del Dante. Una trama de contrastes y guerrillas de retaguardia, que se expresaba en un sinnúmero de revoltosos quiebres. En suma, todo migraba en favor de una operetao bien, pujaba hacia una expulsión de “lo político”.

Como podemos apreciar, la vía chilena se fue quedando sin “campo político”. La tragedia es la cancelación de lo posible, la reducción radical de la “guerra de posiciones” deviene  impolítica. Nos deslizamos hacia el precipicio. En días aciagos el destino de personajes involucrados en un atribulado “espíritu de época”, consistía en la imposibilidad de alterar la destinación y evitar el despeñadero. Pero ya era difícil escapar a la destinación desatada por las fuerzas indestructibles de la propiedad privada. Ello tiene su mayor efervescencia entre junio y agosto de 1973. Pese a su extraordinaria fuerza crítico-emancipatoria, a su riqueza imaginal, la UP como “concepción trágica” de la historia, nos dice que existen “derrotas posibles”, algunas muy necesarias. No sólo por la tristeza pírrica, sino por el alentador potencial ético-político. Por los deseos o pulsiones de vida y las potencias igualitarias. Por fin, un día, de golpe, convocando a Patricio Marchant, “tantos de nosotros perdimos la palabra”

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