Fantasmas de Don Draper // Pedro Yagüe
Donald Draper, nacido a mediados de los años 20, es el director creativo de una importante empresa de publicidad. Es el mejor en lo suyo: obsesivo y estricto, siempre abierto a la producción de nuevas ideas e imágenes que vender. La publicidad, explica, se basa en la felicidad. ¿Y qué es la felicidad? El olor de un auto nuevo. Es liberarse del miedo. Es un cartel al costado del camino que te grita que todo lo que estás haciendo está bien. Ese es Don: el gran entendedor del mercado, el gran seductor.
Su pasado es un misterio que, con el correr de los capítulos, se descubre: él mismo ha sido destructor e inventor de su vida. Su nombre real no es ése, sino Dick Withman. Hijo ilegítimo de una prostituta y abandonado desde chico por su madre, Dick vivió una infancia infeliz y dolorosa. Durante el servicio militar se vio obligado a participar de la guerra de Corea donde tomó el nombre de un teniente caído, haciéndose también dueño de su historia. De esta manera, moría Dick Withman y nacía un nuevo Don Draper, el publicista, el inventor de sí. Es habitual escuchar en los nuevos discursos empresariales la idea de que la creatividad tiene que ver con la capacidad que cada quien tiene de cortar con su historia y reinventarse. Esa es la gran virtud de Don: el gran destructor de su historia, el gran creador.
Sin embargo, Don no logra destruir su pasado. La historia que él niega lo acecha en sueños, alucinaciones, amores y llantos. En su relación con las mujeres, en esos momentos de desnudez total, Don o no se abre o se abre locamente. Y cada vez que se abre, el pasado regresa con el torbellino doloroso de lo contenido. Con el transcurso de las temporadas, la crisis de Don se acentúa. Su éxito es cada vez mayor, al igual que el pasado que lo acecha. No aguanta más. Hay una angustia que lo excede y que ya no sabe cómo combatir.
Entonces, una tarde, en medio de una reunión, Don mira por el cristal de una ventana y se levanta. Se sube a su auto y se escapa sin rumbo, perdido, hacia alguna parte. Busca a sus amores pasados, a sus recuerdos felices. Pero no están. En medio de esa fuga incierta, llega a una especie de retiro espiritual en California. Se entrega con indiferencia a una serie de técnicas new age. En medio de todo eso, participa de una ronda donde cada uno cuenta sus problemas y dice lo que siente. Don mira, como ajeno, mientras los otros hablan. Uno de los hombres, una especie de oficinista, toma la palabra y dice no saber por qué está allá. Habla del anonimato de su trabajo, de que al volver a su hogar siente que no significa nada para su familia ni para nadie. Entonces se quiebra y llora. Don, conmocionado, se pone de pie, rompe en llanto con él y lo abraza como nunca se lo había visto abrazar a nadie a lo largo de la serie.
Después de eso, comienza un nuevo día. Nuevas ideas y un nuevo yo. Don medita sobre el pasto, ya liberado. Al sol y con el ruido del mar como fondo, se ilumina: ve a hombres y mujeres de todos los países, de todos los continentes y religiones, cantando juntos, en armonía, unidos por el verdadero deseo que a todos hermana. Así inventa la publicidad más icónica de la historia de Coca-Cola. Don volvió a ser el gran creador. No hay angustia ni pasado que lo aleje de su meta. Está listo para volver al mundo. Al menos por un tiempo.
Don Draper es una vida ejemplar. La exigencia de producción de imágenes, de una creatividad compulsiva, lo llevan a la necesidad de borrar su propia historia y, por lo tanto, alejarse de una cierta forma de la experiencia. ¿Qué es la experiencia, sino la elaboración de situaciones presentes a partir del contacto con las marcas históricas de un cuerpo? La exigencia de una destrucción del pasado es también la imposibilidad de convertir lo vivido en experiencia. Las imágenes presentes no pueden ya articularse con la memoria sensible. Si la historia se nos presenta como un obstáculo a vencer para la valorización personal, esto significa, una vez más, que habrá que sacrificar al cuerpo como el lugar en el que los saberes se elaboran en pos de una inserción abstracta en el mercado. Pero el precio es alto, altísimo, y se ve en los padecimientos psíquicos que cada vez se vuelven más fuertes y frecuentes entre nosotros.
Encuentro entonces dos imágenes muy distintas: la creación como una actividad que surge a partir de la ruptura con la propia historia; o la creación como algo que se alcanza cuando uno logra, a partir de la elaboración de lo vivido, la constitución de unos ciertos saberes y prácticas. La primera es la creación abstracta, cada vez más acentuada en nuestros vínculos sociales, amorosos, virtuales, económicos; la segunda es su contrario, la única forma de participar de un mundo que sea un poco más vivible.