Anarquía Coronada

De umbrales y lenguajes. Notas sobre la conflictividad post 19 y 20 (29/06/2004) // Colectivo Situaciones

 

Notas sobre la conflictividad post 19 y 20

Con el asesinato de Martín «Oso» Cisneros y la posterior toma de la comisaría por parte de sus compañeros y amigos parece haberse producido lo que podríamos llamar un umbral de pasaje. Un umbral es una línea que si bien puede ser invisible para quien desconoce el terreno, o para quien anda distraído, es perfectamente reconocible para todos los habitantes de la situación. Se atraviesa un umbral como se cruza una frontera; sin embargo, más que de un límite formal, se trata de un pasaje real entre situaciones. Por eso, cuando se traspone un umbral se ven las cosas de otro modo.

La vida está plagada de umbrales de intensidades diversas y no todos son magníficos o catastróficos. Si acudimos a esta imagen es porque nos permite elaborar la sensación de que las cosas serán ahora –en alguna medida, claro– de otro modo. Suponemos que el golpe militar de 1976 fue un umbral. Sabemos que la insurrección del 19 y 20 de diciembre de 2001 marca otro. Y tal vez la masacre del 26 de junio del 2002 haya señalado uno más.

Y bien: ¿qué sentido tiene este pasaje? Nuestra intuición es que el umbral fue alcanzado por la aceleración de tres series de acontecimientos que hasta el momento permanecieron relativamente independientes entre sí (aunque no absolutamente, porque siempre tuvieron vasos comunicantes, cada vez más anchos), y que tienden, precisamente en el punto en que alcanzan el umbral, a identificarse casi plenamente en un nuevo terreno definido por su entrecruzamiento (como sucedió hace exactamente dos años, el paso del umbral resulta dado por el asesinato de militantes populares).

Estas tres series de acontecimientos podrían resumirse así:

1-De un lado, la dinámica socialmente conflictiva que surge a partir de la abrupta desvinculación (desintegración) entre trabajo asalariado y capital (productivo) y entre estado-nación y ciudadanía. El quiebre interno del capitalismo exacerbó así unos modos de conflictividad surgidos de las llamadas «zonas marginalizadas» (sobre todo por los medios de comunicación, los especialistas y los políticos, quienes resumen la complejidad del asunto hablando de «inseguridad»); 2- por otro lado, la Gran Interna Política y la determinación del kirchnerismo como fenómeno político y; 3- la recomposición -configuración política- del movimiento social, y la elaboración en curso sobre la configuración política post 19 y 20.

La hipótesis que proponemos afirma la confluencia de estas tres series sobre un terreno común o, si se quiere, el armado de una (compleja) coyuntura, a la que arribamos precisamente a partir de la dinámica interna de cada una de estas series, que –cada cual a su modo- fue enfilando hacia este umbral común de pasaje.

1

La quema, ocupación o destrucción de una comisaría por semana por parte de familiares y amigos de algún muerto por acción o desidia policial muestra por lo menos dos tendencias a tener en cuenta.

De un lado, la proliferación de tales comportamientos policiales -a esta altura transformados en operaciones de un poder de facto y autonomizados- que prestan servicios a quien tenga capital para pagar y claridad para orientarse en las sombras.

Del otro lado, la segura disposición de familiares y amigos, que han ido forjando un modo de reaccionar que surge de verificar la impotencia de las vías institucionales.

Claramente, es sobre esta conflictividad que se articula el discurso de la inseguridad: simplificando la complejidad de los elementos en juego supone (maliciosa y concientemente) que se trata de reforzar la represión sobre la sociedad. La eficacia de este discurso de la inseguridad es tal que se ha transformado en un recurso político directo (y no sólo en un negocio rentable) cuya funcionalidad inmediata es absorber la experiencia del 19 y 20. Para ello cuenta con mecanismos sutiles (sobre todo alrededor del fenómeno Blumberg) que consisten en tomar ciertos elementos de aquella experiencia (la convocatoria callejera, sin partido, y la evidencia de la impotencia del estado y sus aparatos) para invertir su signo; es decir, para reconstruir estatalidad represiva.

El círculo vicioso se arma, así, a partir de la dinámica de la marginación social que invade crecientemente la lógica de la lucha social y política. Del gatillo fácil y las bandas carcelarias hasta la acción de los sicarios y las bandas lúmpenes-policiales, es evidente que ya no estamos frente a fenómenos menores. Si se los considera marginales, habrá que considerar a la vez que son los propios «márgenes» los que ya no son marginales. Por el contrario, se trata de una dinámica que cruza transversalmente toda experiencia de construcción político-social y no puede ser ignorada por los movimientos, que cada vez más precisan tender «redes de cuidados» dirigidas a agenciar potencias también en estos barrosos suelos de lo social-desfondado.

Desde el punto de vista de esta primer serie de acontecimientos, el cruce del umbral se manifiesta en la sucesión misma de los hechos del fin de semana último: un sicario asesina a un militante social; la respuesta es una réplica de lo que sucede en todo el país cuando la policía asesina a un joven en algún barrio: se ataca la comisaría. La diferencia relevante con respecto a los hechos que vienen ocurriendo en los barrios es que aquí se ha activado (como en la masacre del 26 de junio del 2002) la fusión de las tres series. El paso del umbral aparece como la creación de un terreno único de conflictividad en el que se presentan entrelazadas las tres dinámicas.

2

La Interna Política Mayor toma un lenguaje cada vez más «setentista«, sobre una base –configuración de contexto y lógica de actores– contemporánea radicalmente heterogénea. Hasta cierto punto este desfasaje (anacronismo relativo del estilo retórico versus actualidad de condiciones, o trama real de los actos políticos) pudo ser atribuido a una maniobra «marketinera» de parte del gobierno. Según una sencilla lógica, el gobierno es tanto mas lúcido cuanto más consciente se muestra de sus dos rasgos políticamente más indiscutidos: debilidad (en el sentido de carecer de una construcción previa sólida) y «azarosidad» (si concediésemos que luego del 19 y 20 la imposibilidad de Duhalde de hallar candidatos mínimamente potables fuera meramente azarosa). De esta conciencia de su carácter doblemente contingente se intenta hacer surgir una fortaleza y una consolidación. De allí el despliegue incesante de una –hasta ahora– eficaz prepotencia discursiva conducente a «actuar» su autoridad. En este sentido Kirchner ha aprendido de Menem y de Duhalde lo que Alfonsín y De la Rua jamás comprendieron: que la Presidencia de la Nación no es un sitio automáticamente revestido de un poder institucional (por el mero hecho de ser «cabeza del estado»), sino que (precisamente por ser cabeza de ese cuerpo) no es más que una ocasión para investirse de unos atributos de mando que no sólo no vienen dados, sino que su advenimiento depende de la persistencia lúcida e incesante de su ejercicio, que trasciende por mucho los mecanismos puramente institucionales. De allí, decíamos, el discurso «setentista» de Kirchner. Se trata (más allá de sus intenciones personales, es decir, de que efectivamente sea una creencia íntima) de un gestualismo orientado a construir cierto poder a su alrededor.

El problema es que a esta altura del partido ese «discurso» (setentista) se ha fusionado con la lógica de los hechos. Sobre todo porque las derechas parecen haberle tomado la palabra –al gobierno– para jugar en ese terreno (que es, para ellas, el de la memoria social aterrorizada) su disputa por el control de las decisiones. De allí la insistencia del diario La Nación en acusar al gobierno de «montonero». Es precisamente en este punto donde el pasaje de umbral se capta bien: como afirmó Escudé en el programa de Grondona, si el gobierno y un sector de los movimientos sociales son «setentistas», entonces la derecha muy bien puede también hablar ese lenguaje y operar como las AAA (y sabemos bien que Escudé es un charlatán y no un temible jefe político, por lo que sus palabras cuentan en un sentido muy estricto: decir este argumento es un comienzo de simbolización que da cause a una posibilidad real). De hecho, esto fue dicho 48 horas después de una acción con indudables resonancias a aquellas acciones paramilitares: como si más que una amenaza, se tratara de una firma. De este modo la derecha empuja y lee en el pasaje del umbral la posibilidad de restituir una polaridad «setentista»: «si Kirchner y los piqueteros son montoneros, nosotros tenemos las AAA y, en el horizonte, una salida aún más represiva».

Pero el lenguaje repetido de los actores no debe ocultar la originalidad de la trama. En efecto, todo esto tiene mucho de deja vu (de suceso «ya vivido»). Cada vez que las derechas no disponen –por las razones que sean- de los instrumentos estatales para una represión que –por las causan que sean- creen imprescindible, se activa este deja vu, por otra parte muy práctico, ya que se trata de momentos difíciles en que las percepciones de los actores pasan a los actos (como el 26 de junio de 2002, o este último de 2004). Se trata de evitar, precisamente, que la continuidad discursiva nos haga creer en una repetición de las situaciones y sus devenires y, por tanto, de los destinos conocidos de los años 73/75 (de Ezeiza a la Triple A). Por decir lo mínimo, basta constatar que las grandes lógicas articuladores de aquella AAA (un poder ejecutivo comprometido con la represión, una cierta articulación del aparato represivo, la convocatoria popular y militante de las diversas corrientes del peronismo, la tensión entre dictadura y democracia como opciones político-institucionales inmediatas, y la polarización político-social, armada, entre unos movimientos revolucionarios y un estado que operaba bajo los auspicios de la guerra fría y contaba con la salud de unas FF.AA. política y operativamente disponibles) se han modificado.

La complejidad de las circunstancias actuales reconoce una multiplicidad de causas, relacionadas con importantes transformaciones en el poder, pero también en las luchas y resistencias. Por lo que uno de los mayores riesgos del momento tal vez sea creer en el lenguaje de la dimensión mediática de la conflictividad político social, creencia que de darse, restringiría (mistificando) el repertorio de nuevas posibilidades de los movimientos. En este sentido el discurso setentista es más un peligro (los viejos ropajes que según Marx, ataban las revoluciones a los muertos) que un rasgo de lucidez.

3

El conflicto político-social se da en torno al modo en que los movimientos van elaborando el kirchnerismo, sus potencialidades, peligros y límites.

Luego del 19 y 20 de diciembre de 2001 asistimos a un formidable intento de desplazar-negar (forcluir) la irrupción de un hecho no estatal como dinámica determinante del juego político. Los movimientos (surgidos antes y después de la insurrección) fueron sometidos a un juego perverso: de un lado se les reconocía ser artífices de un contrapoder activo que había que admitir (momento cumbre del discurso del poder argentino, cuando debe admitir que no posee recursos políticos inmediatos para subordinar esta irrupción), mientras del otro se los acusaba de ser minorías sin propuestas de gobierno (momento cínico, que esconde que las resistencias de los ´90 construyeron un contrapoder que no tenía por vocación metamorfosearse en fuerza de estado, es decir, que aún si lo hubiera querido –y varios de sus componentes así los proclamaron- no lo hubiesen logrado. De hecho, tanto quienes hablaron de toma del poder vía insurrección, como quienes participaron en las elecciones, corroboraron la imposibilidad de una transferencia automática de la potencia de un campo al otro; y precipitaron, en cambio, los efectos opuestos).

El gobierno de Kirchner es sin dudas –sobre todo su «ala setentista»– un producto –orgulloso– de este cruce entre el reconocimiento de la irrupción de los movimientos, y la exigencia de concentrar todo acto político en instancias representativas-institucionales. De allí que la discusión que mantiene con el resto de quienes pujan por reconstruir el mando político sobre la sociedad se desarrolle en los siguientes términos: «no vamos a reprimir a los movimientos, porque podemos desgastarlos por vía pacífica y cooptación». Este conflicto por el reconocimiento y la expropiación de las potencias de los movimientos ha recorrido todo el primer año de gobierno de Kirchner, y no es sino una prolongación de este enorme esfuerzo –que cubre todo el arco del poder– de desplazar-negar la existencia de núcleos activos de contrapoder capaces de polarizar realmente el escenario político, social y económico del país.

Y lo cierto es que el éxito del kirchnerismo va de la mano con la redefinición de la dinámica de las luchas sociales (abiertas durante el período 1997-2003). Es evidente en este sentido, que un ciclo de estas luchas se ha agotado: este cierre se ha operado gracias al modo en que el duhaldismo primero y el kirchnerismo (que es su producto) después, supieron encauzar las fuerzas que se dirigían a un choque cada vez más violento en un cierto «pacto», capaz de desviar el potencial catastrófico de la crisis argentina.

Sin embargo, esa desviación no ha eliminado definitivamente ni a las fuerzas en juego, ni cierta inercia a producir choques frontales. De allí que se dibuje este tercer punto de vista respecto del pasaje de umbral ocurrido el último fin de semana: el kirchnerismo está siendo puesto a prueba, tanto en su consistencia –fuerza- interna, como en sus convicciones respecto de evitar una represión frontal a la tendencia sin dudas creciente (por la profundización de las causas que condujeron a la crisis) de la lucha político-social.

El terreno que se abre tras haber cruzado este último umbral nos coloca cada vez más en el centro de una confrontación con las iniciativas de reconstrucción de la dominación social, confrontación que –y de aquí la importancia de reflexionar sobre la cuestión– se despliega por medios políticos sobre un terreno unificador de estas tres series.

De ahí que sea tan importante resaltar, por un lado, que toda simplificación de las actuales circunstancias limita la captación del sentido de los hechos que se van sucediendo; y por otro, que el hecho mismo de no tomar al estado como centro óptico de todas las elucubraciones (sea por o contra), es decir, de sostener la autonomía de principio como punto de reconocimiento de las potencias de la propia situación, puede permitirnos comprender el modo en que coexisten hoy ciertas tendencias antagónicas:

a- la acumulación de una derecha activa anti-kirchnerista, que se recompone desde lo social –a través del miedo y la ausencia de estado- que impugna la política oficial de derechos humanos del gobierno, su política internacional y sobre todo su decisión de no reprimir directamente (y que pugna por alinear las políticas de estado del país con las iniciativas anti-insurgentes, y recolonizadoras que el imperio difunde en todo el continente);

b- la necesidad del kirchnerismo de dar esa pelea subordinando y/o compitiendo con los movimientos;

c- la incapacidad del kirchnerismo de apropiarse del aparato del estado para imponerse como fuerza política (incapacidad evidente tanto a la hora de contener el conflicto de la «inseguridad», como cuando se trata de intervenir provincias en plena crisis como San Luis, o de desplegar un plan social mínimamente digno, o modificar la estructura productiva y de acumulación del país) y

d- la explosión de una conflictividad social que no se rige ni se orienta por conducciones políticas partidarias, sindicales ni piqueteras, y que funciona por micro estallidos esporádicos de gran intensidad.

e- la persistencia de prácticas que insisten en un desarrollo subjetivo, y por tanto político, en base a la autoorganización elaborada.

Hasta siempre,

Colectivo Situaciones,

Bs. As., 29 de junio de 2004

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