Anarquía Coronada

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Cuba hoy: Patria, pueblo y soberanía // Julio César Guanche

El presidente Díaz Canel acaba de hacer un llamado “a la unidad de los cubanos”, al respeto de los cubanos, despojándonos de cualquier sentimiento de odio…”.1 En la circunstancia concreta, respecto al domingo pasado, es una declaración que puede ser muy importante.

A la vez, existe ya una historia de tres días documentada en videos confirmados que jamás se borrarán de la memoria nacional. Hay que hacer todo el esfuerzo cívico y patriótico para procesar el escenario de modos que mejoren las soluciones, y no empeoren aún más la crisis que vive la nación.

Quién es el pueblo de Cuba

El artículo 3 de la Constitución regula que la soberanía reside en el pueblo: “del cual dimana todo el poder del Estado”. Ese texto —aprobado por 86% de votos— obliga a respetar la soberanía popular y los derechos fundamentales.

El derecho de resistencia se regula contra “cualquiera que intente derribar el orden político, social y económico establecido por esta Constitución”, e incluye todas las vías. Por ser un recurso extremo, requiere el empleo previo de otros recursos.

El primero es buscarle soluciones políticas a la protesta. Luego, declarar el estado de emergencia con garantías para los derechos fundamentales. Saltarse todo eso, y pretender sin más el “derecho de resistencia” sería un uso ilegítimo, y plantearía un escenario completamente trágico para la nación.

El nacionalismo democrático (inclusivo, antimperialista, antixenofóbico) es uno de los contenidos más fuertes de la historia cubana hasta hoy. El contenido popular es su clave. En las calles cubanas no están los esclavistas del XIX, los oligarcas de 1912, los granburgueses de 1952. 

Está el pueblo de Cuba, o parte de él, que es tan pueblo como el resto, guste o no como hable, como actúe o como piense. El pueblo cubano, en su conjunto, es el soberano. El estado cubano está obligado a escucharlo, a respetarlo y a protegerlo.

Los llamados de cubanos a la intervención y a la violencia en el caos

Existe un llamado a la intervención estadunidense por partes del sector extremista del exilio cubano. Pagan por acciones violentas, producen a conciencia noticias falsas, incentivan a incendiar, saquear bienes, matar policías y a “poner el cuerpo” desde la trinchera de sus teléfonos. Cualquiera sea el resultado de esta situación, y de lo que se sufra en Cuba, van a seguir en su lugar.

Esa línea —que en caso alguno es todo el exilio, y menos la diáspora cubana— hará todo lo que tenga que hacer para lograr su versión del ya “se acabó”. Es imprescindible, en mi entender, distanciarse y oponerse a esa agenda por parte del espectro patriótico cubano, por radicales que sean las impugnaciones que se tengan sobre el Estado y el estado de la Isla.

 

En ningún caso, esa zona explica toda la protesta ni transfiere automáticamente su agenda a todos los que protestan. Es imprescindible distinguir y separar el uso instrumental de esas exhortaciones a la violencia civil, de las demandas y sujetos populares que hacen parte del escenario, y reconocer el espectro de las demandas en pugna.

El hecho de la intervención en sí es absolutamente inaceptable, pero más allá de su posibilidad real, la mera percepción de la amenaza de intervención incentiva el cierre de todo el campo posible de críticas hacia lo interno, y lo traslada hacia la defensa compacta de la nación, con justo derecho.

Cuba tiene un serio problema con la política estadunidense, pero también tiene problemas consigo misma y es imprescindible abrir el espacio para encararlos.

Los Estados unidos y el golpe blando

El presidente Biden ha continuado la política de sanciones, y no la ha modificado incluso en medio de la fase más grave de la pandemia. La política de bloqueo es una afrenta a la nación cubana, por ser de orden estrictamente colonial, y es un crimen contra el pueblo cubano. La actitud de Biden contradice la propia política que defendió durante la administración Obama, que aseguró que no podían alcanzarse nuevos objetivos a través de medios fracasados.

El que piense que esta situación empieza y termina aquí, o que solo se explica por el “golpe blando”, confunde el centro del problema.

 

El proyecto del golpe blando ha sido una realidad en varios procesos alrededor del mundo. El que sea agente comprobado de ese interés debe responder por ello, por ponerse al servicio de una potencia extranjera, pero no se puede cubrir toda la protesta social como si fuese una completa creación de tal empeño.

El uso desmedido de ese enfoque comporta un gran peligro político: no deja espacio a la legitimidad de ninguna demanda social que se exprese bajo protesta. Esa comprensión solo puede conducir a la represión de toda protesta. Reconocer la legitimidad de demandas que están hoy en juego es un golpe fuerte contra cualquier pretensión de golpe blando.

Qué se puede hacer

Se pueden y deben hacer algunas cosas ahora mismo. Comparto las siguientes desde la urgencia y la necesidad de ser útil, seguramente insuficientes, pero no irrelevantes.

Detener de inmediato toda represión policial sobre población desarmada, que se exprese pacíficamente. Contener con normas de proporcionalidad, y reglas claras de responsabilidad, las acciones violentas civiles contra personas y bienes. Prohibir el uso de armas letales excepto en caso inminente de peligro de muerte para cualquier persona. Ningún militar vestido de civil en la calle. Ninguna convocatoria a centros de trabajo, unidades del servicio militar, etc, a participar de respuestas violentas contra protestas.

 

Asimismo, procesar solo a personas que hayan cometido delitos graves sobre otras personas o bienes, teniendo en cuenta la gravedad de las consecuencias y el contexto en el que se produjo. Promesa, con garantías, de revisar la actuación policial con sanción firme para casos de excesos, con información precisa sobre los detenidos, retirada de cargos para todos los manifestantes pacíficos, y debido proceso para los actores civiles de violencia con daños calificables acorde a Derecho. Asegurar el servicio de internet. Facilitación de servicios de chequeo de fake news. Convocatoria a la paz social, en sentido fuerte, con ampliación y aplicación de derechos de participación y expresión, como el de manifestación pacífica.

También, adelanto urgente del plan legislativo de todas las leyes pendientes relacionadas con derechos civiles y políticos. Aceleración y puesta en práctica inmediata, con información precisa de sus cronogramas, de medidas de beneficio popular, como impulso mayor a los proyectos de producir alimentos en el ámbito nacional, con suspensión temporal de inversiones de largo plazo, y su recolocación en planes sociales de emergencia (ya se anunciaron medidas de este tipo, pero es necesario mucho más), con medidas renovadas de protección social especiales para los sectores más desfavorecidos como la vejez, los hogares unipersonales de personas con bajos ingresos,  las madres solteras, y los barrios más empobrecidos, con beneficios aduanales para productos de primera necesidad, y con la aceleración de la revisión y aceptación de demandas de la emigración cubana sobre sus derechos en y sobre el país.

 

Ya sabemos que Diubis Laurencio Tejeda ha muerto. Se ha repetido por años que el “primer muerto” sería un beneficio para el programa oficial estadunidense de agresión contra Cuba, pero hay algo anterior a ello: es la ética revolucionaria de la vida, para la que resulta intolerable un solo muerto, sea del “bando” que sea, y “beneficie a quien beneficie” su muerte.

Parte de esa ética es plantearse a fondo la pregunta sobre las causas de la rabia política y el odio radical que hemos visto recorrer el país, más allá de etiquetas como los “odiadores de siempre”, o los “mercenarios habituales”, que solo estigmatizan, esconden y reproducen el problema.

La protesta pacífica es un derecho, no lo es agredir personas ni bienes sociales. Todos los revolucionarios tienen derecho a defender sus convicciones, también de modo pacífico. Ni golpe blando, ni bloqueo, sí democratización, como decía Martí: pan y libertad, que como el verso, o se salvan juntos, o se condenan los dos.

***

Nota:

1 La cita completa es esta: “Díaz-Canel hizo un llamado “a la unidad de los cubanos, y llamando al respeto de los cubanos, despojándonos de cualquier sentimiento de odio, despojándonos de cualquier vulgaridad, de cualquier comportamiento indecente pero por supuesto exigiendo las normas de disciplina, las normas que garantizan en nuestra sociedad esa tranquilidad social. Y ya veremos, cuando en otro momento evaluemos lo que significó este momento y lo que quisieron hacer con Cuba y con nuestro pueblo, (…) cuánta mentira, cuánto odio, cuánta saña, cuánta maldad se calculó para todo esto”.

 
Fuente: OnCuba News
 

De salidas y esperanzas // Marina Chena

“Lucía me pidió que le desconecte el timbre. No espera más a nadie, dice, solo a despistados y mendigos”. Apenas empieza, La última esperanza negra nos hace saber -al modo de Lapoujade- que no tenemos una perspectiva sobre el mundo, sino que “nuestra perspectiva se encaja en otra, nuestro punto de vista en otro punto de vista”. La última esperanza negra es una constelación de puntos de vista. O mejor, una constelación de miradas en el armado de la perspectiva. Un universo de pequeñas historias en el que siempre son otrxs quienes nos dicen cómo es, siente o mira, cada una de las vidas que lo componen. Un artefacto al servicio de la dilución del yo, sin perder la construcción de una profunda intimidad subjetiva.

Cuerpos que parecen haber agotado su repertorio de posibles al punto de necesitar soñar o enloquecer. Lo que la conciencia no da. Desprenderse del amargo gesto de existir en sobriedad. La noche haciendo su trabajo en las cosas y los días. Sabemos hoy de esa atmósfera de fin de mundo, ¿y acaso no somos todxs esos animales desheredados de la especie, buscando el último refugio? Lo que se calla no es silencio, es la lengua de los que conquistaron el mundo y ya no supieron qué hacer en él.

La interioridad infinita. Asfixia y respiración. El mundo exterior como telón de fondo siempre presente y a la vez borroso. La última esperanza negra, la multiplicación de registros anímicos voraces, la inevitable constatación de que sin otrxs la vida no es posible y a la vez el rechazo a todo lo que tenga preestablecido el tiempo y el espacio del encuentro. Desplazarse, moverse, aparecer donde no se está ni sería posible –a simple vista- reconocerse.

La belleza que está en todo lo triste y el amor como medida de las cosas que dejamos de esperar. Pero nunca la estetización del dolor. Las almas plegadas en los interiores de un edificio de departamentos saben que la muerte no es el último aliento. Que el lenguaje no es la escritura. Que el cuerpo no es la palabra. Y sin embargo, no hay muerte sin suspiro, no hay escritura sin lenguaje y no hay palabra sin cuerpo.

Leer La última esperanza negra, es también saber un poco esas cosas y si algo desnuda, es la urgencia de un común donde hacerse un mundo.

Guevara // Rodolfo Walsh

¿Por quién doblan las campanas? Doblan por nosotros. Me resulta imposible pensar en Guevara, desde esta lúgubre primavera de Buenos Aires, sin pensar en Hemingway, en Camilo, en Masetti, en Fabricio Ojeda, en toda esa maravillosa gente que era La Habana o pasaba por La Habana en el 59 y el 60. La nostalgia se codifica en un rosario de muertos y da un poco de vergüenza estar aquí sentado frente a una máquina de escribir, aun sabiendo que eso también es una especie de fatalidad aun si uno pudiera consolarse con la idea de que es una fatalidad que sirve para algo.

Lo veo a Camilo, una mañana de domingo, volando bajo en un helicóptero sobre la playa de Coney Island, asomándose muerto de risa y la muchedumbre que gozaba con él desde abajo. Lo oigo al viejo Hemingway, en el aeropuerto de Rancho Boyeros, decir esas palabras penúltimas: “Vamos a ganar, nosotros los cubanos vamos a ganar”. Y ante mi sorpresa: “I´m not a yankee, you know”.

Interminablemente veo a Masetti en las madrugadas de Prensa Latina, cuando ya se tomaba mate y se escuchaba unos tangos, pero el asunto que volvía era el de esa revolución tan necesaria, aunque hoy se presenta tan dura, tan vestida con la sangre de la gente que uno admirado simplemente quiso.

Nunca sabíamos en Prensa Latina, cuándo iba a venir el Che, simplemente caía sin anunciarse, y la única señal de su presencia en el edificio eran dos guajiritos con el glorioso uniforme de la sierra, uno se estacionaba junto al ascensor, otro ante la oficina de Masetti, metralleta al brazo. No sé exactamente por qué daban la impresión de que se harían matar por Guevara, y cuando eso ocurriera no sería fácil.

Muchos tuvieron más suerte que yo, conversaron largamente con Guevara. Aunque no era imposible ni siquiera difícil yo me limite a escucharlo, dos o tres veces, cuando hablaba con Masetti. Había preguntas por hacer pero no daban ganas de interrumpir o quizá las preguntas quedaban contestadas antes de que uno las hiciera. Sentía lo que él cuenta que sintió al ver por única vez a Frank País: sólo podría precisar en este momento que sus ojos mostraban enseguida el hombre poseído por una causa y que ese hombre era un ser superior. Yo leía sus artículos en Verde Olivo, lo escuchaba por TV: Parecía suficiente, porque Che Guevara era un hombre sin desdoblamiento. Sus escritos hablaban con su voz, y su voz era la misma en el papel o entre dos mates en aquella oficina del Retiro Médico. Creo que los habaneros tardaron un poco en acostumbrarse a él, su humor frío y seco, tan porteño, debía caerles como un chubasco. Cuando lo entendieron, era uno de los hombres más queridos de Cuba.

De aquel humor se hacia la primera víctima. Que yo recuerde, ningún jefe de ejército, ningún general, ningún héroe se ha descrito a sí mismo huyendo en dos oportunidades. Del combate de Bueycito, donde se le trabo la ametralladora frente a un soldado enemigo que lo tiroteaba desde cerca, dice: “mi participación en aquel combate fue escasa y nada heroica, pues los pocos tiros los enfrenté con la parte posterior del cuerpo”. Y refiriéndose a la sorpresa de Altos de Espinosa: “no hice nada más que una retirada estratégica a toda velocidad en aquel encuentro”. Exageraba él estas cosas, cuando todos sabían que acaba de recordar Fidel, que lo difícil era sacarlo del lugar donde hubiera más peligro. Dominaba su vanidad como el asma. En esa renuncia a las últimas pasiones, estaba el germen del hombre nuevo que hablaba.

Guevara no se proponía como un héroe: en todo caso, podía ser un héroe a la altura de todos. Pero esto, claro, no era cierto para los demás. Su altura era anonadante: resulta más fácil a veces desistir que seguirlo, y lo mismo ocurría con Fidel y la gente de la Sierra. Esta exigencia podía ponernos en crisis, y esa crisis tiene ahora su forma definitiva, tras los episodios de Bolivia.

Dicho más simplemente: nos cuesta a muchos eludir la vergüenza, no de estar vivos porque no es el deseo de la muerte, es su contrario, la fuerza de la revolución, sino de que Guevara haya muerto con tan pocos alrededor. Por supuesto, no sabíamos, oficialmente no sabíamos nada, pero algunos sospechábamos, temíamos. Fuimos lentos, ¿culpables? Inútil ya discutir la cosa, pero ese sentimiento que digo está, al menos para mí y tal vez sea un nuevo punto de partida.

El agente de la CIA que según la agencia Reuter codeó y panceó a cien periodistas que en Valle Grande pretendían ver el cadáver, dijo una frase en inglés: “awright, get the hell out of here”.

Esta frase con su sello, su impronta, su marca criminal, queda propuesta para la historia. Y su necesaria réplica: alguien tarde o temprano se irá al carajo de este continente. No serán los que nacieron en él. No será la memoria del Che.

Que ahora está desparramado en cien ciudades, entregado al camino de quienes no lo conocieron.

Fuente: http://contrahegemoniaweb.com.ar

Cuba sin hipocresía // Diego Sztulwark

El presidente de los EE.UU se adjudica el derecho de advertir a Cuba sobre su destino, con lo que la situación de la Isla se vuelve una vez más, un tema directamente internacional. Contra la tradición hipócrita e imperialista que llama libertad a la peor de las servidumbres, es preciso decir dos o tres cosas, para organizar una discusión decente y seria sobre las noticias que llegan desde ayer desde el caribe. La primera: es preciso escuchar de modo directo a quienes desde Cuba intentan pensar de nuevo y desde dentro la Revolución Cubana. En ese sentido reproduzco la entrevista que publicamos el 17 febrero 2021 en Revista Crisis, en Lobo Suelto y en El cohete a la luna junto con Florencia Lance y Mario Santucho a un grupo de jóvenxs intelectuales cubanos de plantean desde hace rato una serie de discusiones indispensables para renovar-profundizar desde un punto de vista de izquierda, socialista y antiimperialista la situación política en Cuba. Digo: es fundamental esa palabra desde la Isla. Y agrego lo que acaba de escribir el poeta Silvio Rodriguez, director de un blog que vale la pena por su independencia de criterio («Sólo de hoy tengo guardados más de 200 mensajes de heroicos anticastristas de la Florida incitando a la rebelión. Me gustaría saber si los que reprueban que se llame al pueblo a defender la Revolución están de acuerdo con esos alaridos de odio y de venganza”).
Segunda cuestión: es evidente que la cristalización política es el enemigo interno que asedia y agobia todo proceso popular y/o revolucionario, por lo que nada es más deseable que asumir la confrontación abierta, honesta y generosa con nuevos sujetos cuestionadores del estado de cosas, emergentes de la crisis extrema que la pandemia acentuó en Cuba y en todxs lados, porque ellxs plantean cuestiones fundamentales a la vez que inventan la existencia -feminismos, culturas juveniles- en un sentido que ningún socialismo autentico, es decir, dispuesto a reinventarse, puede negar. Estos conflictos son indispensables -y por tanto bienvenidos- y cruciales hoy en todas partes. Discutir la política a fondo, reinventarla, teniendo en claro el asunto de la enemistad planteado de los EE.UU (me refiero, desde ya, al insoslayable bloqueo criminal que sitúa a Cuba en una situación de país en guerra), forma parte de una larga y digna tradición democrática popular en nuestros países latinoamericanos. Y algo más. Cuando discutimos Cuba, Argentina o cualquier país del mundo, no podemos perder de vista que se trata siempre de realidades plurales, complejas, contradictorias, atravesadas por toda clase de conflictos y que aún así, respecto de Cuba, enemigxs y amigxs agregamos -justa o injustamente- un plus, porque Cuba tiene -para bien o para mal- una significación histórica especial: la revolución del 59, que conmovió el continente entero. Propuso algo que aun precisamos y a lo que pretendemos ser fieles a pesar de todo: independencia política, el humanismo internacionalista y un comunismo no burocrático (como dijo Julio Cesar Guanche desde La Habana: pan sin terror). Ese plus nos obliga a discutir sin prejuicios, a estar informadxs, a asumir la enorme complejidad de la situación y a no caer en ninguna clase prurito bienpensante que nos aleje de una historicidad popular latinoamericana en construcción.

“Es posible refundar Chile” // Pierina Ferretti

El domingo pasado Santiago de Chile fue el escenario de uno de los actos democráticos más trascendentes que se haya producido en los dos siglos de historia republicana del país: la instalación de la primera asamblea de representantes electos por votación popular con el mandato de redactar una nueva Constitución. Este hecho histórico es el resultado de la revuelta social de octubre de 2019, cuya envergadura inédita logró romper las sólidas barreras antidemocráticas que durante décadas impidieron la representación de los intereses populares en la política. Por eso, en reconocimiento a su origen, la primera jornada de la Convención comenzó en las calles, en las distintas concentraciones convocadas para llegar marchando hasta la sede en que se desarrollaría la reunión. Las imágenes del día fueron expresivas del ciclo abierto: las calles en las que se desarrolló la revuelta popular, ocupadas nuevamente por miles de personas y por los representantes de movimientos sociales, feministas, ambientalistas y naciones indígenas que estaban a punto de inaugurar ese espacio conquistado por el pueblo que va a acabar con la constitución de Pinochet y que va expresar en el ordenamiento jurídico una nueva relación de fuerzas sociales y de clase.

            La trascendencia histórica de la jornada, además de radicar en su carácter inédito y su vínculo con la revuelta, estuvo dada por una serie de momentos en los que asomó con elocuencia el carácter popular y democrático del proceso en curso y que anuncian nuevas formas de entender la política, la democracia y la soberanía de los pueblos.

“Mari mari pu lamgen. Mari mari kom pu che. Mari mari Chile Mapu”

Una imagen dio la vuelta al mundo: Elisa Loncón, mujer mapuche, asumiendo como presidenta de la Convención Constitucional y a su lado, acompañándola, la machi Francisca Linconao, ex presa política y respetada autoridad espiritual. Ambas al frente de la asamblea de todos los pueblos de Chile, con la bandera mapuche en alto. Esa imagen condensa como ninguna la hondura del proceso que se está viviendo. Hace pocos años atrás era impensable que una mujer mapuche -un pueblo perseguido por el Estado de Chile y despreciado por las clases dominantes-, estuviera encabezando el órgano representativo más importante del país. Hoy, sin embargo, no solo es una realidad sino que es un hito que enorgullece y alegra a amplios sectores de la sociedad chilena que ven allí una muestra de que es posible escribir una nueva historia, esta vez protagonizada por los sectores  históricamente postergados, bien representados por el pueblo mapuche.

            La elección de Elisa Loncón es por ello expresiva de transformaciones profundas en la sensibilidad de la sociedad chilena hacia el pueblo mapuche que se han hecho visibles sobre todo en los últimos años, tras el destape de operaciones y montajes policiales destinados a criminalizar su lucha y a casos como el asesinato del joven comunero Camilo Catrillanca, que remeció al país y generó amplio rechazo y la solidaridad de distintos sectores. Actualmente el pueblo mapuche es reconocido a lo largo del país como ícono de resistencia y dignidad y se ha convertido en un referente de lucha para los otros pueblos que habitan Chile, muy especialmente para la juventud popular durante la revuelta de octubre de 2019 hizo flamear la bandera mapuche por todos los rincones del territorio. Esa nueva sensibilidad se plasmó en el amplio apoyo que concitó la candidatura de Elisa Loncón, anunciada el 21 de junio de este año, en la fiesta del Wüñoy Tripantu, como un gesto político. La recepción favorable de la propuesta fue inmediata entre los representantes de movimientos sociales y el Frente Amplio, que manifestaron su apoyo abiertamente y votaron ordenadamente por la candidata mapuche cuando se desarrolló primera consulta de la Convención. Posteriormente, en la segunda vuelta, Loncón sumó el apoyo de los convencionales de la Lista del Pueblo, del Partido Comunista, del Partido Socialista y la mayoría de los independientes, obteniendo una contundente victoria.

            La elección de esta mujer de 58 años, activista por los derechos de los pueblos indígenas y académica de la Universidad de Santiago, fue un buen comienzo para las primeras naciones, pues mostró la adhesión de la mayoría de la Convención a una representante que ha sido clara en plantear la necesidad de proclamar a Chile como un Estado Plurinacional, una de las principales demandas de los pueblos originarios que para convertirse en realidad deberá ser apoyada por dos tercios de los convencionales.

“¡No a la represión!” El ocaso de la política de espaldas al pueblo

Si la elección de Elisa Loncón fue el episodio que trascendió las fronteras, es preciso reparar en el incidente que al comienzo de la ceremonia dio lugar a la primera demostración de fuerza de los sectores del campo popular que ingresaron a la Convención y que anunció inmediatamente una nueva forma de ejercer el rol de representantes del pueblo en un espacio institucional. La tensión comenzó mientras se interpretaba el himno nacional, lo que fue rechazado por los constituyentes indígenas y otros grupos que se negaron a participar de ese acto agraviante para las primeras naciones. Luego, entre pifias y consignas, la ceremonia, que había comenzado a las 10 de la mañana, debió suspenderse porque un conjunto numeroso de convencionales comenzó a protestar contra la represión policial desatada a las afueras del edificio donde estaban reunidos. Convencionales de movimientos sociales, feministas, de la Lista del Pueblo, de naciones originarias, a los que se sumaron los del Frente Amplio y del Partido Comunista, comenzaron a gritar consignas y a impedir el desarrollo del acto. “No más represión! No más represión!” se les escuchaba corear, al tiempo que la encargada de llevar adelante la instancia era conminada a suspender la actividad hasta el cese de la represión policial. De un momento a otro, la reunión tomaba la forma de una asamblea popular, ante la indignación de la derecha y la estupefacción de los grupos progresistas apegados a las buenas formas. Entre tanto, grupos de constituyentes abandonaron el acto y regresaron a las calles a sumarse a las manifestaciones y a exigir el fin de la represión. Pasado el medio día, tras el repliegue de las fuerzas policiales ordenado por el gobierno, se retomó la ceremonia.

            Esta fue la primera demostración de fuerza de una porción significativa de convencionales, provenientes de las luchas populares. Mostraron en esta acción una forma de hacer política que no va aceptar las normas de buena crianza y complicidad con la represión policial propias de las elites. El gesto de estos convencionales y su capacidad para movilizar a la mayoría de la asamblea contra la represión policial fue un acto político de la mayor relevancia y cumplió el objetivo de expresar la disposición disruptiva de una buena parte de los representantes del campo popular presentes en la asamblea.

Memoria, justicia y feminismo

La jornada, que ya había sido larga e intensa, culminó con tres gestos clave. Elisa Loncón, presidenta de la Convención, dirigiéndose a toda la asamblea invita a un minuto de silencio por los muertos en las luchas por la justicia. En su alocución invoca a los muertos del genocidio perpetrado contra los pueblos indígenas en la imposición del Estado nacional, a los asesinados y desaparecidos por la dictadura militar y a los muertos de la revuelta popular de 2019. La invitación de Loncón fue un gesto político  cuya trascendencia es difícil de conmensurar. Si la fundación del Estado chileno a fines del siglo XIX se fundamentó en la opresión al pueblo mapuche y si el Chile neoliberal se erigió sobre la derrota del movimiento popular, el nuevo Chile, que abrió la revuelta social, y cuyo costo en vidas, heridos y prisioneros fue enorme, se construirá sobre la memoria de esas luchas, sobre la justicia y sobre la reparación. Luego del minuto de silencio respetado solemnemente, Elisa Loncón y Jaime Bassa anunciaron como primer punto de la tabla de la siguiente jornada la elaboración de una declaración para exigir la libertad de los presos políticos de la revuelta popular que aún se encuentran encarcelados, en otra señal clara de voluntad de no repetir la impunidad que ha dominado las etapas anteriores comandadas por las elites. Finalmente, el día culminó con la entrega a la presidenta de la Convención de una propuesta reglamento feminista elaborado por activistas y militantes de diversos sectores y agrupaciones. Un coro de mujeres constituyentes, entre bailes y aplausos festivos, cerraron la jornada cantando “¡Abajo el patriarcado que va caer. Arriba el feminismo que va a vencer!”. 

            Sabemos que esto recién comienza y que resta mucho camino por delante, pero las imágenes que dejó la primera jornada de la Convención Constitucional alimentan la confianza, como dijo Elisa Locón en su discurso, en que es posible cambiar Chile. “Este sueño -para recuperar sus palabras- es un sueño de nuestros antepasados. Este sueño se hace realidad. Es posible, hermanas y hermanos, compañeras y compañeros, refundar este Chile”.

Texto publicado originalmente en la serie Chilenisches Tagebuch de Medico International https://www.medico.de/chile-kann-sich-aendern-18285

Querido diario // Julia Piasek

Cuando me mudé de la casa familiar elegí los objetos que me llevaría a la nueva vida de las decisiones. Traje las pocas cosas que junté con sentido después de la adolescencia.
La caja de cartón que más miedo me dio que se rompiera fue una de las tituladas “BIBLIOTECA ARRIBA”.

En el departamento en el que vivo hay dos lugares en los que guardo libros. Abajo, frente a esta computadora en la que escribo, están, desordenados, los que quiero tener al alcance del estiramiento de un brazo. Arriba, en mi habitación, está La Biblioteca en la cual, con una sencilla organización, encuentro los libros que ya leí, los que no leí y quiero leer, y los que creía que quería leer y ahora temo que nunca leeré. También guardo ahí los cuadernos en los que escribí.

Cada cuaderno tuvo un uso particular. Hay algunos en los que hice anotaciones aleatorias: listas de supermercado, firuletes, palabras que rebotaron de una llamada telefónica,  anotaciones de una generala en la que perdí, ideas germinales de textos literarios y obligaciones del día. Las hojas de estos cuadernos están arrancadas, rotas y las que quedaron enteras, fieles a la encuadernación, tuvieron el poder efímero de retener cierta información que fue utilizada en el corto plazo. También guardo los cuadernos en los que escribo cuentos, relatos, poemas y sueños. Su individualidad es que las hojas tienen una potencia única, desconocida por el brillo del Documento1 de Word, donde finalmente termino reescribiendo y editando el texto que guardaré como… en la carpeta informática llamada: “los textos tienen que estar aquí”.
En cambio, los diarios íntimos están formados por una sucesión de cartas en las que sin querer radiografié, a lo largo de los años, mi torrente sensible. A estas hojas nunca vuelvo. Las palabras permanecen tal como las encontré en el momento de la escritura. Fueron como un sudor, un escupitajo, un vómito que el cuerpo necesitó transformar en resto y desecharlo. Su existencia convierte en grafía la historia de mis sentimientos.

La caja más pesada de mi mudanza fue la de los diarios íntimos. No importa si pesaba más o menos kilogramos que las históricas vajillas familiares compradas en un país lejano, para mí esa caja tenía la carga de la vida entera.

Desde que soy chica le escribo al Querido Diario y sospecho que ese fue mi ingreso a la escritura y,  posteriormente, a la literatura. Sus tapas callan la tinta de todos mis secretos, hasta de los secretos que existen en los cuadernos y no en los recuerdos.

Comencé escribiendo, desde el berrinche de la cama, cartas hechas de súplicas y confesiones escritas con lágrimas desplazándose por los cachetes. El Diario era una figura salvadora, que sin responderme, recibía mis palabras. “Querido Diario: ya estoy mejor, alguna ayuda me habrás mandado…”

Por la sugerencia de mi educación  laica y el encuentro de poéticas símiles, las entradas dejaron de ser cartas melodramáticas y comenzaron a ser el registro de eventos ocurridos o pensados mientras ellos mismos sucedían, en un determinado día. Una foto con las palabras como el paisaje.

Escribir en un diario las repercusiones de mis heridas, de mis alegrías, de mis interpretaciones y de mis razones no se me ocurrió a mí, sino que es un componente constituyente de la recurrencia semiótica. Hay gestos culturales que reaparecen a lo largo de las sociedades de diferentes formas. ¿De dónde habré sacado, a los siete años, que para dejar de llorar tenía que escribirle al Querido Diario? No lo sé, pero sin dudas del pasado.

Ahora pienso en la escritura de un diario y aparece en mi mente Querido Diario (2011), un libro de Luis María Pescetti en el que se podían espiar las anotaciones de Natacha, un personaje, niña como yo, al que seguía en todos sus libros. O bien, pienso en la escritura de un diario y resuenan en mí algunos signos de una conversación con un terapeuta al que no puedo ver por estar recostada en un diván. También, pienso en la escritura de un diario e imagino que tiene rasgos similares a una confesión ante un sacerdote, que por juramento no puede  romper con el secreto en cuestión. O mejor aún: pienso que escribirle al Querido Diario es como hablarle al Dios mismo. Padre nuestro que estás en los cielos antecede todo diálogo entre el hombre y Dios, que nunca responde con nuestro lenguaje. Al igual que el Querido Diario antecede todo diálogo entre el hombre y ese ente etéreo que tampoco responde con nuestras palabras.

Pablo Katchadjian, en Amado Señor (2020), le dedica una novela epistolar entera al “Amado Señor”. En estas cartas sin respuesta lingüística, Katchadjian reflexiona sobre y con su receptor, que no existe pero existe cuando él le escribe y lo piensa. El Amado Señor de Katchadjian cambia de forma rápidamente porque nunca tuvo una. Las cartas comienzan a dirigirse a: Amado Reflejo, Amada Mata de Cactus, Amada Boca, Amada Nube de Bacterias, Amado Punto, entre muchas otras. En una entrada, el emisor le confiesa a su Amado Ruido Verdadero que la historia que le está contando la conoce porque en su familia existe un diario que se fue escribiendo de generación en generación. Esa escritura fue la encargada de mantener viva la memoria familiar. Enseguida le escribe al Amado Diario: “tenerte y leerte me hace pensar en qué de todo lo que pasó en mi familia antes de mí sedimentó en mí ”Entonces, escribirle el Amado Diario, o al Querido Diario, o a la Amada Utilidad es casi una intuición, sedimentada en nosotros por la historia previa a nosotros.

En el siglo XVIII, después de la Revolución Francesa, una serie de transformaciones en la producción impresa de los libros produjeron la llamada “Revolución de la lectura”. Los lectores cambiaron su modo de enfrentarse a los libros y empezó a surgir, en convivencia con otros modos de lectura, la lectura silenciosa e individual como forma de entretenimiento privado. Fue en este contexto de intimidad en el cual los lectores comenzaron a sentir cercanía con los personajes de las ficciones que leían y a su vez, comenzó a forjarse una relación con los autores que posibilitaban ese trance. Un caso famoso es el de Las penas del joven Werther (1774). Goethe, el autor, recibió miles de cartas de los lectores que tras leer su novela sintieron quebrantada su intimidad empática, al punto tal de poner de moda el suicidio, tal como lo hace el pobre Werther en la ficción.
En el caso particular de las mujeres-lectoras, el acto de lectura las encontró adentro de sus casas. Los libros comenzaron a desplazarlas de sus tareas domésticas para llevarlas a sus habitaciones donde llevaban a cabo El Acto de La Lectura. Lo privado comenzó ser peligroso porque estaba asociado con el deseo y los mundos posibles a los que la lectura las podría estar llevando. Siglos más tarde, Virginia Woolf escribiría Un cuarto propio (1929), un manifiesto a la necesidad del espacio personal como simbolismo de autonomía económica y emancipación social, ya no sólo para la lectura, sino además para la escritura íntima.

No sé si fue por resabios históricos o por consumos culturales que mediaron nuestras prácticas, mis compañeros de la escuela primaria no escribían diarios íntimos. Era algo yankee y de mujeres. Mis compañeras tenían sus diarios apoyados en las  mesas de luz. Algunos venían con claves y candados que mostraban que, ni aunque fuésemos las amigas más cercanas del grado, podríamos enterarnos de lo que el Querido Diario sí.


Después de la adolescencia, la relación con esa sustancia receptora cambió. Pienso que haberme encontrado con los diarios de la poeta Alejandra Pizarnik tuvo que ver. Recuerdo la sorpresa que me generó que una editora hubiera recolectado y, tras la muerte de la autora, publicado el testimonio de los días de Pizarnik, y que esos textos, a su vez, podían funcionar en un mercado editorial porque a muchos lectores, como a mí, les interesaba leerlos. En sus diarios, Alejandra menciona los diarios de otros escritores: Baudelaire, Katherine Mansfiel, Julien Green, entre otros. Los diarios, hacía tiempo, eran un género literario en sí mismo. Descubrí diarios de viajes, diarios de enfermedades, diarios del dinero, diarios de duelos, diarios de becas y los diarios de los escritores que yo leía.

Pizarnik, un 30 de abril, escribió – documentó-  que es casi imposible escribir un diario con la intención, a priori, de publicarlo. Sin embargo, en La novela luminosa (2005) Mario Levrero lo logra. Si bien el escritor construye el relato de sus días desde la soledad de su casa y, más puntualmente, desde la nocturnidad de su íntima computadora, hay una constante apelación al futuro lector de esos escritos. Esta escritura íntima está pensada para que un otro la lea. Levrero se disculpa por el aburrimiento que conlleva leer esas páginas y a su vez  se excusa con la creencia de que, como sigue siendo su diario un espacio privado, él debe poder seguir haciendo lo que quiera “sin pensar en el lector”. Presenta a al diario como un espacio de libertad. Si nadie se anima a ir a la casa de otra persona a cuestionar el color de las paredes y el orden y desorden los muebles porque es un espacio privado, nadie debería leer un diario para criticar su sintaxis o el aburrimiento que produce la lectura de los eventos narrados, al menos no en búsqueda de una “buena literatura”.
Al convertirse en un género literario en sí mismo, los diarios íntimos comenzaron a coquetear con la ficción. Las personas cercanas a Levrero, sus amigos y parejas, se transformaron en los personajes, con nombres ficticios, de su novela. O bien, en Los diarios de Emilio Renzi, Emilio Renzi no existe, sino que es un personaje, álter ego del escritor Ricardo Piglia. Por lo tanto, Piglia escribió su vida en sus diarios a partir de una cesión de su propia intimidad.

Ahora pienso que el diario es un cuaderno formado por textos cuyos títulos son las fechas del día en que escribo. Desde que sé que puedo ir a una librería y comprar diarios íntimos como compro novelas de ciencia ficción, la escritura íntima comenzó a desarmarse. El Diario dejó de ser el portador de las palabras resultantes de una ofensiva a la intimidad y comenzó a ser el ensayo de mi escritura.

Sé que esos cuadernos tienen la maldición de la eternidad a menos que una catástrofe o un mortal detengan su inercia. No quisiera que nadie lea las cartas que le escribí a mi antigua deidad, pero por ahora no puedo tirarlos ni leerlos. Su función será la de ocupar espacio y cargar, ellos, el peso de los años.

Sé que las cartas al Querido Diario son casi de un manual infantil, pero también siento que, distanciada de la infancia, el Diario se alejó de la intimidad porque dejó  de ser el lugar donde escribir sólo las verdades: aparecieron los artilugios.


Reivindico al Diario íntimo como espacio para la construcción del relato íntimo. No existe intimidad sin mundo, pero si el mundo enmaraña la intimidad al punto tal de ocultarla, el trabajo para volver a la verdad consistirá en, como propuso Julia Kristeva, una revuelta íntima. Una re-vuelta. Volver hacia la autonomía. No es necesario sólo tener un cuarto propio, sino además una hoja íntima, con –nuevos- límites y poros sensibles ante el mundo preexistente.

Crítica de la razón negra // Achille Mbembe

Ensayo sobre el racismo contemporáneo
    

Tres momentos marcan la biografía de este vertiginoso ensamblaje. El primero es el despojo llevado a cabo durante la trata atlántico entre los siglos XV y XIX, cuando hombres y mujeres originarios de África son transformados en hombres-objetos, hombres-mercancías y hombres-monedas de cambio. Prisioneros en el calabozo de las apariencias, a partir de ese instante pasan a pertenecer a otros. Víctimas de un trato hostil, pierden su nombre y su lengua; continúan siendo sujetos activos, pese a que su vida y su trabajo pertenecen a aquellos con quienes están condenados a vivir sin poder entablar relaciones humanas.
El segundo momento corresponde al nacimiento de la escritura y comienza hacia finales del siglo XVIII cuando, a través de sus propias huellas, los Negros, estos seres-cooptados-por-otros, comienzan a articular un lenguaje propio y son capaces de reivindicarse como sujetos plenos en el mundo viviente. Marcado por innumerables revueltas de esclavos y la independencia de Haití en 1804, los combates por la abolición de la trata, las descolonizaciones africanas y las luchas por los derechos civiles en los Estados Unidos, este período se completa con el desmantelamiento del apartheid durante los años finales del siglo XX.
El tercer momento, a comienzos del siglo XXI, es el de la expansión planetaria de los mercados, la privatización del mundo bajo la égida del neoliberalismo y la imbricación creciente entre la economía financiera, el complejo post-imperial y las tecnologías electrónicas y digitales.
Por primera vez en la historia de la humanidad, la palabra Negro no remite solamente a la condición que se les impuso a las personas de origen africano durante el primer capitalismo (depredaciones de distinta índole, desposesión de todo poder de autodeterminación y, sobre todo, del futuro y del tiempo, esas dos matrices de lo posible). Es esta nueva característica fungible, esta solubilidad, su institucionalización en tanto que nueva norma de existencia y su propagación al resto del planeta, lo que llamamos el devenir-negro del mundo.
 
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Achille Mbembe nació en Camerún en 1957. Es profesor de Historia y Política en el Wits Institute for Social and Economic Research (WISER) de la Universidad Witwatersrand de Johannesburgo. Fue profesor de historia en las universidades de Columbia (Nueva York) y de Pennsylvania; y ha dirigido, además, el Consejo para el Desarrollo de la Investigación en Ciencias Sociales en África (CODESRIA), con sede en Dakar. Ha publicado los libros La Naissance du maquis dans le Sud-Cameroun (París, 1996), Sortir de la grande nuit. Essai sur l’Afrique decolonisée (París, 2010) y los influyentes On the Postcolony (Berkeley, 2001) y Crítica de la razón negra (París, 2013 – Barcelona, Ned Ediciones, 2016). Autor de una obra teóricamente novedosa, que renueva los debates en el marco de las teorías poscoloniales y de la colonialidad del poder.

Un llamamiento a la amistad // Santiago Sposito

Hace apenas unos días está circulando, de forma impresa, La No Sufras o la ética del segundeo (Milena Caserola 2021) la segunda novela de Diego Valeriano, feroz escritor del blog Lobo Suelto, entre otros espacios. Para quienes no lo conocen, el mundo de Valeriano esta atravesado por el barrio, la calle, la picardía de las pibas y los pibes, sus triunfos y sus tragedias, un profundo odio a la moral dominante, a la yuta, a los botones; y un irradiante y conmovedor amor por la amistad, por el aguante, por vagar, por segundear al otrx. Su filosofía es transgredir, provocar, pasar por arriba el orden establecido, buscar un nuevo paradigma de relaciones humanas libradas de lo careta.

La No Sufras… es una novela, digamos, contemporánea. Economiza cada palabra. Precisamente en ese recurso encuentra su potencia. Con una prosa en movimiento permanente que se escribe al andar, con vértigo, con ansiedad, como vaciando el cartucho de una ametralladora, Valeriano nos sumerge, nos empapa, nos agobia, en el mundo de La No Sufras y de todxs sus protagonistas. Un grupo de jóvenes, amigxs, giran en torno al universo de un personaje peculiar La no Sufras, o la flaca, o Alejandra. Ella hace de la supervivencia un arte de vida: vive en donde puede, en la salita de un hospital en Malvinas Argentinas, en alguna casilla de José C Paz, en los trenes, en las estaciones, en las calles, en las plazas, de día o de noche. No vive sola, siempre está con pibxs, que son suyos, pero no necesariamente por vínculos de sangre, sino por vínculos más profundos.

Para este grupo de amigxs encontrarse con La No Sufras significará un antes y un después en sus vidas. Un nuevo universo, una nueva atmosfera, una enseñanza. En la narración de Valeriano, cada unx de ellxs se convierte, por momentos, en la primera persona del relato y eso nos permite ver la magnitud de las sensaciones, los sentimientos y los pensamientos que van surcando. Viajes en tren, esperas infinitas donde la flaca nunca llega a horario ni a destino, sin un teléfono donde llamarla ni un lugar donde encontrarla; es la intuición quien genera los encuentros.

Valeriano describe con su estilo único la crudeza de la vida en las barriadas del conurbano: la picardía, la inteligencia de las pibas y los pibes (“los guachines”); rebuscársela cartoneando, laburar en el tren, las vueltas desde Retiro en el furgón del San Martín luego de un día extenuante, con frío o calor, bajo las miradas avergonzadas y punitivistas de algunos; la mirada hostil de las fuerzas represivas, siempre intentando intimidar. Valeriano saca belleza de esa escena, pero no la belleza que acostumbran los medios de comunicación, siempre en nombre de la meritocracia. La belleza la encuentra en el amor, en el aguante, en el estar con ellxs porque sí, en segundearse, en cagarse de risa, en “agitarla”, o simplemente mirar por la ventanilla y desconectar sabiendo que estaban juntos, peleando el día a día.

Pero Valeriano es crudo, no le interesa una narración de amor cliché, la típica historia que habla de los pibes de la calle y lo que pudieran haber sido y no son. No le interesa que algún progre guarde algún vuelto de lo que le sobre después de pagarle al FMI, y largue alguna medida mínima asistencial que casi no sirve para nada, más que para luego jactarse en cadena nacional de que un pibe, entre millones, logró pegarla y salir del hundimiento de la pobreza. Valeriano escupe sobre el papel, nos muestra el frío que se vive en las casillas, cuando no alcanza ni para la garrafa, el frío y lo agobiante de pasar las noches sin dormir, fumando cigarros, con la panza lavada, sin siquiera poder cargar el teléfono porque la energía del barrio está saturada. Así vive La No Sufras, sintiendo el frío en los huesos, dándole mantas y frazadas a los pibes y pibas que no tienen techo donde dormir y que cuando sale el sol, bajo su mirada, sin que ellos la vean, esconden la frazada para poder volverla a usar cuando no estén con ella.

En toda la historia late el amor, es una oda a la amistad, a su calidez. Pero también late el abismo, la tragedia… y llega, y cuando llega nos parte al medio. La bronca, la tristeza, el dolor, lo inexplicable, esa bronca que raja la espalda, se hace carne, desgarra. Desgarra a La No Sufras, la viven los demás protagonistas, y con seguridad la vivirán lxs lectorxs. Valeriano no romantiza nada, teje una fábula, una historia, que conmueve profundamente. Y como toda fábula deja una enseñanza: “no sufras”.

El último tramo se lee con los dientes apretados, con un nudo en la garganta, aguantando la humedad en demasía de los ojos. Aunque, quizá, la mejor forma de leer La No Sufras es entregarnos al viaje, dejar que nuestros sentimientos se hagan y se deshagan, atraviesen y hagan la historia, con sus risas y sus agudas tristezas, estar ahí, latir con ellxs. Intuyo que así Valeriano concibe la escritura. En palabras de Diego Sztulwark: “a la inversa de lo que ocurre con las personas que se convierten a sí mismas en personajes cuando comienzan a publicar, Diego Valeriano se engendró a sí mismo haciendo de la escritura flujo seminal y procedimiento de mundanización”.

Destituyamos el mundo // Comité invisible

Advertencia: lectura no recomendada para quienes sólo sitúen en la idea de destitución fantasmas desestabilizadores que quitan suelo/sueño institucional como único en el que pisar. No recomendada tampoco para quienes no soporten crítica alguna a sus creencias partidarias, ni para quienes deseen lecturas complacientes y casi en términos de reducción de daño. Mucho menos para quienes busquen en los textos verdades reveladas. Lectura recomendada en cambio para abismarse a pisar justito ahí donde un suelo pareciera desarmarse y otro inimaginable comenzase a constituirse. Recomendada también para necesidades de percibir que en el agrietarse de lo ya conocido pueda, tal vez, asomar un más acá de las formas de lo vivo y un más allá que amalgame con fuegos, azares y misterios.

 

80% de los franceses no tienen problemas en declarar que ya no esperan nada de los políticos, los que confían en el Estado y sus instituciones no son menos del 80%. Ningún escándalo, ninguna evidencia, ninguna experiencia personal consigue lastimar seriamente, en este país, el respeto a la institución. Los que se llevan las culpas son siempre los hombres que la encarnan. Si hubo algo, fue error, abuso, incumplimiento excepcional. Las instituciones, similares en esto a la ideología, están protegidas de lo que los hechos desmienten, incluso cuando es permanente. Bastó con que el Frente Nacional prometiera restaurar las instituciones para que, de alarmante, se volviera tranquilizador. No hay nada sorprendente en esto. Lo real tiene algo intrínsecamente caótico que los humanos necesitan estabilizar imponiéndole una legibilidad y, con ello, una previsibilidad. Y lo que cualquier institución procura es justamente una legibilidad detenida de lo real, una estabilización última de los fenómenos. Si la institución nos conforta tanto, es porque garantiza un tipo de legibilidad que nos ahorra sobre todo, a nosotros, a cada uno de nosotros, afirmar cualquier cosa, arriesgar nuestra lectura singular de la vida y de las cosas, producir en conjunto una inteligibilidad del mundo que nos sea propia y común. El problema es que renunciar a hacer esto equivale simplemente a renunciar a existir. Es dimitir ante la vida. En realidad, lo que necesitamos no son instituciones, sino formas. Ahora bien, sucede que la vida, ya sea biológica, singular o colectiva, es justamente creación continua de formas. Basta con percibirlas, aceptar dejarlas nacer, hacerles un sitio y acompañar su metamorfosis. Una costumbre es una forma. Un pensamiento es una forma. Una amistad es una forma. Una obra es una forma. Un oficio es una forma. Todo lo que vive no es más que formas e interacciones de formas.

La cosa es que estamos en Francia, el país donde incluso la Revolución se ha vuelto una institución, que ha exportado este equívoco a los cuatro confines del mundo. Existe una pasión específicamente francesa por la institución con la cual tenemos que arreglar cuentas si es que queremos un día poder volver a hablar de revolución, cuando no hacer una. Aquí, la más libertaria de las psicoterapias ha juzgado correcto clasificarse «institucional», la más crítica de las sociologías se ha dado el nombre de «análisis institucional». Si el principio nos viene de la Roma antigua, el afecto que lo acompaña es de procedencia claramente cristiana. La pasión francesa por la institución es el síntoma flagrante de la perdurable impregnación cristiana de un país que se cree emancipado de ella. Tanto más perdurable, por lo demás, porque se cree emancipado de ella. Nunca hay que olvidar que el primer pensador moderno de la institución fue ese tarado de Calvino, ese modelo de todos los despreciadores de la vida, y que nació en Picardía. La pasión francesa por la institución proviene de una desconfianza propiamente cristiana hacia la vida. La gran malicia de la idea de institución es pretender que nos liberaría del reino de las pasiones, de las vicisitudes incontrolables de la existencia, que sería un más allá de las pasiones cuando no es sino una de ellas, y ciertamente una de las más mórbidas. La institución pretende ser un remedio a los hombres, en quienes decididamente no se puede confiar, pueblo o dirigente, vecino, hermano o desconocido. Lo que la gobierna es siempre la misma tontería de la humanidad pecadora, sometida al deseo, al egoísmo, a la concupiscencia, que debe abstenerse de amar cualquier cosa en este mundo y ceder a sus inclinaciones uniformemente viciosas en su conjunto. No es su culpa si un economista como Frédéric Lordon no puede imaginarse una revolución que no sea una nueva institución. Pues es toda la ciencia económica, y no solamente su corriente «institucionalista», la que se reduce en última instancia a san Agustín. A través de su nombre y su lenguaje, lo que la institución promete es que una cosa, en este mundo de aquí, habría trascendido el tiempo, se habría sustraído del curso imprevisible del devenir, habría establecido un poco de eternidad palpable, un sentido unívoco, emancipado de los vínculos humanos y de las situaciones — una estabilización de lo real definitiva como la muerte.

Todo este espejismo es el que se desvanece cuando estalla la revolución. Súbitamente lo que parecía eterno se hunde en el tiempo como en un pozo sin fondo. Lo que parecía hundir sus raíces en el corazón de los hombres resulta ser sólo una buena fábula para los bobos. Los palacios se vacían y uno descubre en los papeles del soberano dejados en desorden que él mismo no seguía creyendo en esto, si es que llegó a creer. Pues detrás de la fachada de la institución, lo que se trama es siempre algo más que lo que pretende ser, es incluso precisamente aquello de lo que ella pretendía haber emancipado al mundo: la humanísima comedia de la coexistencia de redes, de fidelidades, de clanes, de intereses, de linajes, de dinastías incluso, una lógica de lucha encarnizada por territorios, medios, títulos miserables, influencia, historias de faldas y cornamentas, viejas amistades y odios recocidos. Toda institución es, en su regularidad misma, el resultado de una intensa hojalatería y, en cuanto institución, del reniego de esta hojalatería. Su pretendida fijeza esconde un apetito glotón por absorber, controlar, institucionalizar todo lo que está a su margen y encubre un poco de vacío. El verdadero modelo de toda institución es universalmente la Iglesia. Del mismo modo en que la Iglesia no tiene manifiestamente por objetivo conducir el rebaño humano a la salvación divina, sino hacer su propia salvación en el tiempo, la función alegada de una institución es sólo un pretexto para su existencia. En toda institución es la Leyenda de El Gran Inquisidor lo que se repite cada año. Su objetivo verdadero es planamente el de persistir. Inútil precisar todas las almas y los cuerpos que hay que triturar para llegar a este resultado, y hasta dentro de su propia jerarquía. Uno no llega a ser líder sin ser, en el fondo, el más triturado — el rey de los triturados. Reducir la delincuencia, «defender la sociedad», son sólo el pretexto de la institución penitenciaria. Si, desde los siglos que existe, nunca lo ha conseguido, bien al contrario, y no obstante subsiste, es que su objetivo es otro: es continuar existiendo y crecer cuanto sea posible, y para esto salvaguardar el vivero de la delincuencia y gestionar los ilegalismos. El objetivo de la institución médica no es cuidar la salud de la gente, sino producir a los pacientes que justifiquen su existencia y una definición de la salud correspondiente. Nada nuevo, por este lado, desde Ivan Illich y su Némesis médica. No es el fracaso de las instituciones sanitarias lo que hemos terminado por vivir en un mundo de extremo a extremo tóxico y que pone a todo el mundo enfermo. Es por el contrario su triunfo. El fracaso aparente de las instituciones es, la mayoría de las veces, su función real. Si la escuela genera repudio a aprender a los niños no es de manera fortuita: ocurre que unos niños que tuvieran el gusto de aprender la volverían casi inútil. Ídem para los sindicatos, cuyo objetivo no es manifiestamente la emancipación de los trabajadores, sino más bien la perpetuación de su condición. En efecto, ¿qué podrían hacer con sus vidas los burócratas de las centrales sindicales si los trabajadores tuvieran la mala idea de liberarse verdaderamente? Existe, por supuesto, en toda institución gente sincera que cree verdaderamente que está ahí para cumplir su misión. Pero no es una casualidad si se ve sistemáticamente ante caminos repletos de trabas, es sistemáticamente apartada, castigada, hostigada, condenada pronto al ostracismo, con la complicidad de todos los «realistas» que se quedan callados. Estas víctimas privilegiadas de la institución tienen muchos problemas para comprender su doble lenguaje, y lo que ella en verdad les exige. Su destino consiste en ser tratados en su interior como aguafiestas, como rebeldes, y en sorprenderse de esto eternamente.

Contra la más mínima posibilidad revolucionaria en Francia, se encontrará siempre la institución del Yo y el Yo de la institución. En la medida en que «ser alguien» socialmente se reduce siempre, en última instancia, al reconocimiento de, a la lealtad a alguna institución, en la medida en que tener éxito sea conformarse al reflejo que se te estira en los palacios de hielo del juego social, la institución aferra a cada uno por medio del Yo. Todo esto no podría durar, estaría sin duda demasiado congelado, demasiado poco dinámico, si la institución no se empeñara a compensar su rigidez por medio de una atención constante a los movimientos que la trastornan. Existe una dialéctica perversa entre institución y movimientos, que testimonia su férreo instinto de supervivencia. Una realidad tan vieja, masiva, hierática, inscrita en los cuerpos y las mentes de sus súbditos desde hace centenas de años, el Estado francés no habría podido durar tanto tiempo si no hubiera sabido tolerar, observar y recuperar paso a paso a críticos y revolucionarios. El ritual carnavalesco de los movimientos sociales funciona aquí como una válvula de seguridad, como un instrumento de gestión de lo social y al mismo tiempo de renovación de la institución. Los movimientos sociales le aportan la agilidad, la carne fresca, la sangre nueva que de forma tan cruel le hacen falta. Generación tras generación, con su gran juicio, el Estado ha sabido cooptar a los que se mostraban dispuestos a dejarse comprar, y aplastar a los que se las daban de irreductibles. No es por nada que una gran cantidad de viejos cabecillas de movimientos estudiantiles han accedido de manera tan natural a cargos ministeriales. Se trata en efecto de gente que sólo puede tener el sentido del Estado, es decir, el sentido de la institución como máscara.

 

Quebrar el círculo que hace de su contestación el aliado de lo que domina, marcar una ruptura en la fatalidad que condena a las revoluciones a reproducir lo que echan fuera, romper la jaula de hierro de la contrarrevolución, tal es la vocación de la destitución. La noción de destitución es necesaria para liberar el imaginario revolucionario de todos los viejos fantasmas constituyentes que lo entorpecen, de toda la herencia engañosa de la Revolución Francesa. Es necesaria para hacer un corte en el seno de la lógica revolucionaria, para operar una partición en el interior mismo de la idea de insurrección. Pues existen las insurrecciones constituyentes, las que terminan como han terminado todas las revoluciones hasta este día: volcándose en su contrario, aquellas que se hacen «en nombre de…» — ¿en nombre de quién? El pueblo, la clase obrera o Dios, poco importa. Y existen las insurrecciones destituyentes, como lo fueron mayo de 1968, el mayo rampante italiano y una gran cantidad de comunas insurreccionales. A pesar de todo lo bello, vivo, inesperado que pudo pasar en él, Nuit Debout, del mismo modo en que antes el movimiento de las plazas español u Occupy Wall Street, mantenía todavía el viejo prurito constituyente. Lo que con él se puso espontáneamente en escena no fue otra cosa que la vieja dialéctica que pretende oponer a los «poderes constituidos» el «poder constituyente» del pueblo con la invasión del espacio público. No es por nada que en las tres primeras semanas de Nuit Debout, en plaza de la República, no menos de tres comisiones hayan aparecido que se atribuían la misión de reescribir una Constitución. Lo que aquí se repite es el mismo debate constitucional que se juega con ventanas cerradas en Francia desde 1792. Y parece que algunos no se cansan de esto. Es un deporte nacional. Ni siquiera se necesita refrescar la escenificación para volver a ponerlo al gusto del día. Hace falta decir que la idea de reforma constitucional presenta la ventaja de satisfacer a la vez el deseo de cambiarlo todo y el deseo de no cambiar nada — no son, finalmente, más que algunas líneas, modificaciones simbólicas. En la medida en que se debatan palabras, en la medida en que la revolución se formule en el lenguaje del derecho y de la ley, las vías de su neutralización son conocidas y están preparadas.

 

Cuando marxistas sinceros proclaman en un panfleto sindical «¡nosotros somos el poder real!», es una vez más la misma ficción constituyente la que opera, y que nos aleja de un pensamiento estratégico. El aura revolucionaria de esta vieja lógica es tal que en su nombre las peores mistificaciones consiguen hacerse pasar por evidencias. «Hablar de poder constituyente es hablar de democracia». Es con esta mentira hilarante como Toni Negri inicia su libro sobre el tema, y no está solo para pregonar este género de estupideces al margen del buen sentido. Basta con haber abierto la Teoría de la constitución de Carl Schmitt, a quien no se lo cuenta precisamente entre los grandes amigos de la democracia, para darse cuenta de lo contrario. La ficción del poder constituyente conviene de igual modo tanto a la monarquía como a la dictadura. «En nombre del pueblo», ¿este lindo eslogan presidencial no dice nada a nadie? Uno se avergüenza de tener que recordar que el abate Siéyès, el inventor de la funesta distinción entre poder constituyente y poder constituido, este truco de magia de genio, nunca fue un demócrata. ¿Acaso no decía él, en su famoso discurso del 7 de septiembre de 1789: «Los ciudadanos que se nombran a representantes renuncian y deben renunciar a hacer ellos mismos la ley; no tienen voluntad particular que imponer. Si dictaran voluntades, Francia no sería ya este Estado representativo; sería un Estado democrático. El pueblo, lo repito, en un país que no es democracia (y Francia no sabría serlo), el pueblo no puede hablar, no puede actuar más que mediante sus representantes»? Si hablar de «poder constituyente» no es forzosamente hablar de «democracia», éstas son dos nociones que conducen siempre, tanto una como otra, las revoluciones a un callejón sin salida.

 

Destituere en latín significa: poner de pie aparte, erigir aisladamente; abandonar; apartar, dejar caer, suprimir; decepcionar, engañar. En donde la lógica constituyente viene a estrellarse contra el aparato del poder, cuyo control intenta tomar, una potencia destituyente se preocupa más bien por escapársele, le retira toda posibilidad de dejarse tomar por él, en la misma medida en que gana en toma sobre el mundo, que al margen ella forma. Su gesto propio es la salida, tanto como el gesto constituyente es típicamente la toma por asalto. En una lógica destituyente, la lucha contra el Estado y el capital vale en primer lugar por la salida de la normalidad capitalista que en ella se vive, por la deserción de las relaciones de mierda consigo mismo, con los otros y con el mundo que en ella se experimenta. Así pues, en donde los constituyentes se colocan en una relación dialéctica de lucha con lo que reina para apoderarse de ello, la lógica destituyente obedece a la necesidad vital de desprenderse de ello. No renuncia a la lucha, se apega a su positividad. No se ajusta a los movimientos del adversario, sino a lo que requiere el incremento de su propia potencia. No tiene que ver, por tanto, con criticar: «Ocurre que o bien se sale de inmediato, sin perder el tiempo criticando, sencillamente porque uno se coloca en un lugar distinto a la región del adversario, o bien se critica, se conserva un pie adentro, mientras que se tiene el otro fuera. Hace falta saltar fuera y danzar por encima», como lo explica Jean-François Lyotard para saludar el gesto de El Anti-Edipo de Deleuze y Guattari. Por otro lado, Deleuze anotaba lo siguiente: «Se reconoce de modo sumario a un marxista en que dice que una sociedad se contradice, se define por sus contradicciones, y particularmente sus contradicciones de clase. Nosotros decimos más bien que, en una sociedad, todo se fuga, y que una sociedad se define por sus líneas de fuga. […] Fugarse, pero al fugarse, buscar un arma». La cuestión no es luchar por el comunismo. Lo que importa es el comunismo que se vive en la lucha misma. La verdadera fecundidad de una acción reside en el interior de sí misma. Esto no significa que no exista, para nosotros, una cuestión de eficacia constatable de una acción. Significa que la potencia de impacto de una acción no reside en sus efectos, sino en lo que se expresa inmediatamente en ella. Lo que se edifica sobre la sola base del esfuerzo acaba siempre por derrumbarse por causa de agotamiento. De forma típica, la operación que el cortejo de cabeza hizo sufrir al dispositivo procesional de la manifestación sindical es una operación de destitución. Con la alegría vital que expresaba, con la agudeza de su gesto, con su determinación, con su carácter afirmativo tanto como ofensivo, el cortejo de cabeza atrajo hacia sí mismo todo lo que continuaba vivo en las filas militantes y destituyó la manifestación como institución. No con la crítica del resto de la marcha, sino haciendo un uso distinto al simbólico del hecho de tomar la calle. Sustraerse de las instituciones es todo salvo dejar un vacío, es positivamente ahogarlas.

 

Para empezar, destituir no es atacar la institución, sino la necesidad que tenemos de ella. No es criticarla —los primeros críticos del Estado son los propios funcionarios; en cuanto al militante, cuanto más critica el poder, más lo desea y más desconoce su deseo—, sino poner todo el empeño en lo que ella supuestamente hace, fuera de ella. Destituir la universidad es establecer lejos de ella lugares de investigación, de formación y de pensamiento más vivos y más exigentes de lo que ella no es —no es difícil—, ver afluir aquí los últimos espíritus vigorosos cansados de frecuentar a los zombis académicos, y solamente entonces darle el golpe de gracia. Destituir la justicia es aprender a arreglar nosotros mismos nuestros desacuerdos, y aportarles algo de método, paralizar su facultad de juzgar y ahuyentar a sus esbirros de nuestras vidas. Destituir la medicina es saber lo que es bueno para nosotros y lo que nos enferma, arrancar a la institución los saberes apasionados que sobreviven en el cajón y no encontrarse ya nunca solo, en el hospital, con el cuerpo entregado a la soberanía artística de un cirujano desdeñoso. Destituir el gobierno es hacerse ingobernables. ¿Quién habló de vencer? Superar lo es todo.

 

El gesto destituyente no se opone a la institución, no dirige contra ella una lucha frontal, la neutraliza, la vacía de su sustancia, marca un paso de distancia y la mira expirar. La reduce al conjunto incoherente de sus prácticas y hace un corte en medio ellas. Un buen ejemplo del carácter indirecto de la acción de una potencia destituyente es el modo en que el partido entonces en el poder, el Partido Socialista, fue arrastrado en el verano de 2016 a anular su universidad anual en Nantes. Lo que se constituyó en junio en Nantes en el núcleo de la asamblea «À l’abordage !» realizó lo que el cortejo de cabeza no había conseguido hacer durante todo el conflicto de la primavera: llevar los componentes heterogéneos de la lucha a encontrarse y a organizarse juntos más allá de una temporalidad de movimiento. Sindicalistas, nuitdeboutistas, estudiantes, zadistas, universitarios, jubilados, miembros de asociaciones y otros artistas se pusieron a preparar, para el PS, un comité de bienvenida bien merecida. Los riesgos eran grandes, para el gobierno, de que renaciera allí, con un grado de organización superior, la pequeña potencia destituyente que le había amargado la vida durante toda la primavera. Los esfuerzos convergentes de las centrales sindicales, la policía y las vacaciones para enterrar el conflicto habrían sido en vano. El PS se retiró entonces y renunció a librar batalla ante la amenaza que representaban la positividad misma de los vínculos que conformaron la asamblea «À l’abordage» y la determinación que de ella emanaba. De forma idéntica, la potencia de los vínculos que se articulan en torno a la ZAD es lo que la protege, y no su fuerza militar. Las más hermosas victorias destituyentes suelen ser aquellas en que simplemente la batalla nunca tiene lugar.

Fernand Deligny decía: «Para luchar contra el lenguaje y la institución, la clave es tal vez no luchar contra, sino tomar la mayor distancia posible, a riesgo de señalar su posición. ¿Por qué iríamos a pegarnos contra la pared? Nuestro proyecto no es el de ocupar la plaza». Deligny era manifiestamente lo que Toni Negri vomita como «un destituyente». Constatando a dónde lleva la lógica constituyente de combinación de los movimientos sociales con un partido que apunta a tomar el poder, la destitución tiene que ser el buen partido. Se habrá visto así, en los últimos años, a Syriza, esa formación «salida del movimiento de las plazas», hacerse el mejor retransmisor de las políticas de austeridad de la Unión Europea. En cuanto a Podemos, todos habrán podido apreciar la radical novedad de las peleas por el control de su aparato que enfrentaron a su número 1 y su número 2. Y cómo olvidar el enternecedor discurso de Pablo Iglesias durante la campaña legislativa de junio de 2016: «Somos la fuerza política de la ley y el orden. […] Estamos orgullosos de decir “patria”. […] Porque la patria tiene instituciones que permiten a los niños ir al teatro y a la escuela. Es por esto que somos los guardianes de la institución, los guardianes de la ley, porque los humildes sólo tienen la ley y el derecho». O esta edificante perorata de marzo de 2015, en Andalucía: «Quiero hacer un homenaje: ¡vivan los militares demócratas! Viva la Guardia Civil, esos policías que ponen las esposas a los corruptos». Las últimas lamentables intrigas politiqueras que conforman a partir ahora la vida de Podemos han arrancado a algunos de sus miembros esta constatación amarga: «Querían tomar el poder, y es el poder el que los ha tomado». En cuanto a los «movimientos ciudadanos» que pretendieron «okupar el poder» apoderándose por ejemplo del ayuntamiento de Barcelona, les han confiado ya a sus viejos amigos de las okupas aquello que todavía no pueden declarar en público: tras acceder a las instituciones, sin duda «tomaron el poder», pero desde aquí no pueden nada — salvo frustrar algunos proyectos hoteleros, legalizar una o dos okupas y recibir a lo grande a Anne Hidalgo, la alcaldesa de París.

 

La destitución permite repensar lo que se entiende por revolución. El programa revolucionario tradicional consistía en tomar de nuevo en sus manos el mundo, en una expropiación de los expropiadores, en una apropiación violenta de lo que es nuestro, pero de lo cual se nos había privado. Pero hay un problema: el capital se ha apoderado de cada detalle y de cada dimensión de la existencia. Ha hecho un mundo a su imagen. De explotación de las formas de vida existentes, se ha transformado en universo total. Ha configurado, equipado y vuelto deseables las maneras de hablar, pensar, comer, trabajar, salir de vacaciones, obedecer y rebelarse que le convienen. Haciendo esto, ha reducido a casi nada el trozo de lo que uno podría, en este mundo, querer reapropiarse. ¿Quién quiere reapropiarse las centrales nucleares, los almacenes de Amazon, las autopistas, las agencias de publicidad, los trenes de alta velocidad, Dassault, La Défense, las firmas de auditoría, las nanotecnologías, los supermercados y sus mercancías envenenadas? ¿Quién contempla una recuperación popular de las explotaciones agrícolas industriales en las que un solo hombre explota 400 hectáreas de tierras erosionadas al volante de su megatractor pilotado vía satélite? Nadie sensato. Lo que complica la tarea a los revolucionarios es que aquí también el viejo gesto constituyente ya no funciona. Tanto es así que los más desesperados, los más empeñados en querer salvarlo, han encontrado finalmente la artimaña: para acabar con el capitalismo ¡basta con reapropiarse el dinero mismo! Un negrista deduce esto del conflicto de la primavera de 2016: «Nuestro objetivo es el siguiente: ¡transformación de los ríos de dinero-mando que salen de los grifos del BCE en dinero como dinero, renta básica social incondicional! Hacer que vuelvan a descender los paraísos fiscales a la Tierra, atacar las fortalezas de las finanzas offshore, confiscar los depósitos de las rentas líquidas, garantizar a todas y todos el uso de la clave de acceso al mundo de la mercancía — el mundo en el cual realmente vivimos, nos guste o no. ¡El único universalismo que nos gusta es el del dinero! ¡Quien quiera tomar el poder que comience tomando el dinero! ¡Quien quiera instituir los commons del contra-poder, que comience asegurando las condiciones materiales a partir de las cuales esos contra-poderes pueden efectivamente ser construidos! ¡Quien quiera el éxodo destituyente, que considere las posibilidades objetivas de sustracción a la producción de las relaciones sociales dominantes inherentes a la posesión de dinero! ¡Quien quiera la huelga general y renovable, que reflexione en los márgenes de autonomía salarial concedidos por una socialización de la renta mínima digna de este nombre! ¡Quien quiera la insurrección de los subalternos, que no olvide la potente promesa de liberación contenida en la consigna “Tomemos el dinero”!». El revolucionario que estime su salud mental, antes que llegar a tales extremos discursivos, puede únicamente dejar detrás suyo la lógica constituyente y sus ríos imaginarios de dinero.

El gesto revolucionario no consiste ya, pues, a partir de ahora, en una simple apropiación violenta de este mundo; el gesto se desdobla. Por un lado, hay mundos que hacer, formas de vida que hacer crecer a la distancia de lo que reina, incluyendo a la distancia de lo que se pueda recuperar del estado de cosas actual, y por el otro, hay que atacar, hay que puramente destruir el mundo del capital. Doble gesto que a su vez se desdobla: evidentemente, los mundos que se construyen sólo mantienen su distancia con respecto al capital por la complicidad en el hecho de atacarlo y de conspirar en contra suya, evidentemente, ataques que no llevarían en su corazón otra idea vivida del mundo no tendrían ningún alcance real, se agotarían en un activismo estéril. En la destrucción se construye la complicidad a partir de la cual se construye lo que conforma el sentido de destruir. Y viceversa. Es solamente desde un punto de vista destituyente como se puede aferrar todo lo que hay de increíblemente constructivo en los actos de destrucción. Sin esto no se comprendería que un pedazo entero de manifestación sindical pueda aplaudir o cantar cuando finalmente cede y se derriba el escaparate de un concesionario automovilístico o cuando es reducido a pedazos algo de mobiliario urbano. Ni que parezca tan natural para un cortejo de cabeza de 10 000 personas romper todo lo que merece serlo, e incluso un poco más, a lo largo del recorrido de una manifestación como la del 14 junio de 2016 en París. Ni que toda la retórica antivándalos del aparato de gobierno, tan perfeccionada y en tiempo normal tan eficaz, no dejó de resbalarse sin convencer a nadie. Los destrozos se comprenden, entre otras cosas, como un debate abierto en público sobre la cuestión de la propiedad. Hace falta darle la vuelta al reproche de mala fe «rompen lo que no es suyo». ¿Cómo quieres romper algo si, en el momento de romperlo, la cosa no está en tus manos, no es, en cierto sentido, tuyo? Recordemos el Código Civil: «En materia de muebles, la posesión vale por título». Precisamente, aquel que rompe no se entrega a un acto de negación, sino a una afirmación paradójica, contraintuitiva. Afirma en contra de las evidencias establecidas: «¡Esto es nuestro!». Los destrozos, por tanto, son afirmación y apropiación. Manifiestan el carácter problemático del régimen de la propiedad que rige ahora todas las cosas. O al menos abre el debate a propósito de este punto espinoso. Y apenas existe otro modo distinto de emprenderlo, en la medida en que uno se apresura a cerrarlo desde que es abierto pacíficamente. Todos habrán notado, por lo demás, hasta qué punto el conflicto de la primavera de 2016 habrá sido un divino intermedio en el proceso de putrefacción del debate público.

Nada salvo una afirmación tiene la potencia de cumplir la obra de la destrucción. El gesto destituyente es por tanto deserción y ataque, elaboración y saqueo, y esto en un mismo gesto. Desafía en el mismo instante las lógicas admitidas de la alternativa y del activismo. Lo que se juega en él es un anudamiento entre el tiempo largo de la construcción y el más entrecortado de la intervención, entre la disposición a disfrutar de nuestro pedazo de mundo y la disposición a ponerlo en juego. Con el gusto de correr riesgos se pierden las razones de vivir. La comodidad, que atenúa las percepciones, se deleita de repetir palabras a las que vacía de sentido y prefiere no saber nada, es su verdadero enemigo, su enemigo interno. No es cuestión, aquí, de un nuevo contrato social, sino de una nueva composición estratégica de los mundos.

El comunismo es el movimiento real que destituye el estado de cosas existente.

 
 
  • Revista Adynata
    Publicado en el libro Ahora / Maintenant Pepitas de calabaza, traducción Diego Luis Sanromán, 2017.

El discurso del Sr. Neylas. Notas sobre El peronismo de Cristina de Diego Genoud – // Diego Sztulwark

“¿O vamos a entender ahora la política como renovación parcial de las cámaras legislativas o los vaivenes de las internas peronistas? En este país hay que hacer la revolución. Sobre esa base se puede hablar de política. De lo contrario…”.

Ricardo Piglia, 1985

00- Distinción. En tiempos no tan lejanos, se creyó conveniente distinguir “lo político”-división, conflicto e invención- de “la política” -dato permanente, sistema de instituciones, estabilización de la representación-. Si no prometía superar los marcos de la academia, la distinción alcanzó, sin embargo, una cierta utilidad para detectar las relaciones que se dan entre ambos polos: los mecanismos de neutralización -la política como enfriamiento y contención-, o bien de conflicto entre ambos, cuando lo social se politiza de modos inconvenientes, pero también los momentos en que lo político circula de modo vivo por la sociedad atravesando a la política misma. Actualmente la reivindicación de la política se ha vuelto unánime. Se habla tanto de política que ya no se la distingue de la comunicación. A tal punto se pavonea, que hasta el santo desconfía. ¿A qué viene tanta comunión entre quienes se odian? Las sospechas apuntan a un tipo de escenificación de las contradicciones más profundas como de aplazar y reconducir todo efecto disruptivo. La política no se vuelve comunicación sin que lo político quede envuelto en un pesado silencio: lengua inaudible y reverso de todo lo comunicable. La política arrincona, lo político se repliega en las exigencias de supervivencia. En épocas como estas, escribir sobre política es una trampa, o una dócil participación en la escena bien dispuesta por el discurso de los medios. O bien es otra cosa. Para decirlo con una imagen exageradamente clara: no se trata de periodismo como investigación del crimen para reponer la ley, sino de un tipo de periodismo -de noble tradición- que busca la escena del crimen como formando parte de la ley misma y que, por tanto, escribe desmontando las ilusiones y creencias que fomenta el orden. Con esto en mente -el periodismo como practica que desea iluminar el conflicto que la ley viene a pacificar-, leemos El peronismo de Cristina, libro de Diego Genoud que se desliza entre escenas, maniobras y personajes del llamado peronismo, entre 2015 y 2020.

1. Periodismo. Hay una escena notable en una película alemana reciente, El joven Marx. Un importante industrial alemán, el Sr. Neylas, es abordado por tres jóvenes que lo interrogan por el trabajo infantil en fábricas. Uno de ellos es el hijo de un querido amigo suyo: el Sr Engels. El grupo se completa con Mary Burns, proletaria irlandesa que trabajaba en una fábrica del Sr Engels, en Manchester, y el periodista Karl Marx. El Sr Neylas, propietario de fundiciones, considera que emplear niños es “duro pero necesario”, ya que “sin el trabajo infantil no seríamos capaces de competir”. Por lo demás, le resulta absurdo dar explicaciones de carácter personal por el hecho de recurrir a contrataciones irregulares a fin de eludir el pago de salarios justos. Un mínimo de conocimiento de economía política -razona- permite comprender que el monto salarial no obedece jamás a criterios personales sino mas bien a mecanismos objetivos, como son las determinaciones del mercado. Acota el Sr. Neylas, a título completamente subjetivo, lo siguiente: “no puedo ser el único que deje de contratar niños. Iría rápido a la bancarrota”. Y La bancarrota es inadmisible: “así funciona la sociedad”.

Marx: no se trata de “la sociedad”, sino de las “las relaciones de producción existentes”. Usted, Sr. Neylas, “no es la sociedad”.

Sr. Neylas: – “No sé qué quiere decir con relaciones de producción”. Y mirando a los ojos al periodista, completa: lo suyo “me suena a hebreo”.

El Sr. Neylas declara no comprender la diferencia -marxiana- entre sociedad y relaciones de producción, diferencia que le suena a “hebreo”, lengua de un crimen que para un burgués cristiano es cómodo de atribuir al judío, a un pasado mítico. Para Marx, en cambio, situar esa diferencia supone, ante todo, que el crimen se comete actualmente, y que el periodismo -y luego la crítica de la economía política- debe investigarlo produciendo las distinciones conceptuales necesarias. El campo de entendimiento del Sr. Neylas forma parte de un tipo específico de personificación de esas relaciones sociales, que se identifican a sí mismas como “la sociedad”, del mismo modo que la presencia de Mary Burns, en un salón burgués en que se prohíbe la presencia de mujeres, personifica de un modo nítido el antagonismo.

2. Comunicación. El discurso del Sr. Neylas es una presentación muy sintética de aquello que del discurso burgués no ha dejado de triunfar. No, quizás, bajo la forma de un capitalismo nacional-industrial. Pero sí en el punto en que la comunicación y el dinero se revisten mutuamente en una extensa red de signos que operan produciendo la identidad -la idea de una inocencia- entre sociedad y acumulación. Unión imaginaria de una comunidad en torno al capital, y la cómoda exclusión del hebreo, como el culpable a priori, que cargando con toda la culpa expía a la comunidad. De ahí la reconducción de la frase de Marx hacia el gueto, asimilado a un hermetismo de tipo talmúdico. Lo que Marx inquiere es estructuralmente incomprensible para la sociedad concebida como estructura sin crimen. ¿Quién es el criminal sino aquel que atenta contra un orden indiviso? El discurso del Sr. Neylas perdura incluso allí donde la burguesía como clase nacional industrial declina. Y en ese triunfo revela por sí mismo la íntima comunión entre comunicación y economía política. La lucha perpetua de las fuerzas de la civilización y del progreso por borrar de una vez toda inadecuación, y el conflicto no es más que un intento por eludir el carácter criminal del mundo del capital. Inadecuación propia de lo político como lucha de clases, que el periodismo aprendió a narrar con la máxima sofisticación en el texto político más agudo y penetrante: El 18 brumario de Luis Bonaparte. Si el discurso de la comunicación triunfa, es por escases de procesos revolucionarios que nos hagan pensar de otra forma. Se trata de un discurso –Guy Debord lo captó en 1967 como lógica del espectáculo- que opera reduciendo lo político a la política, que narra despojando a los protagonistas -sus peleas y sus contextos- de las fuerzas históricas que personifican. Son historias contadas desde la ley del vencedor como única razón comprensible.

3. Coyuntura. Leemos el libro de Diego Genoud no para refrescar la memoria de los episodios recientes -que tenemos muy presentes-, sino, en todo caso, para ver si comprendemos algo de lo que nos llega como flujo continuo de datos, y como sensación molesta de estar, a pesar de tanta conexión, perpetuamente mal informados. Leemos haciendo preguntas a la escritura para que nos revele conexiones que nos ayuden a entender mejor lo que nos sucedió durante estos años, lo que nos pasa ahora: ¿por qué Macri y los suyos, no lograron consolidarse en el control del estado? ¿qué se puede esperar de la coalición actualmente en el gobierno? Preguntamos a partir de la adopción de cierta secuencia cronológica como punto de partida elemental:

2011, CFK arrasa en las elecciones presidenciales con casi un 54% de los votos;

2013, Massa divide al peronismo bonaerense y comienza el declive del Frente para la Victoria;

2015, Macri gana la presidencia por casi tres puntos porcentuales;

2017, Macri revalida en elecciones de medio término;

2019, agosto: Macri pierde en las PASO por paliza. Octubre: la fórmula Fernández-Fernández es electa en primera vuelta.

Esta secuencia reduce la narración política a episodios pertenecientes al exclusivo terreno de lo parlamentario -el juego electoral y sus circunstancias-, y concluyen en el reiterado esquema de la polarización. Y en el orgullo que los principales agentes de la política sienten por la salud del sistema de representación, tal y como se lo construyó luego del 2001. Las preguntas que nos hacemos intentan ampliar la mirada hacia la zona no electoral de la política, y a la pregunta por el sistema político no como dato natural de partida, sino más bien como efecto deseado de la propia práctica política. Apuntan a desplazar las fronteras en las que se suele confinar la lectura de lo político en la coyuntura de estos últimos años: 1- Lo político en tanto anomalía que no se reduce a la política electoral (muy presente en el año 2017); 2- Los modos en que lo político es conducido a la representación (2018-19); 3- Las tensiones extremas que insinúa la pandemia (2020/21).

4. Peronismo. Nacido para mediar tensiones, procesar mutaciones y marcar límites a arbitrariedades sociales, el propio peronismo carga con el recuerdo persistente, sino amenazante, de 2001. Alejandro Horowicz llegó a contar la existencia sucesiva de cuatro peronismos (siendo el cuarto, un asunto de poder más que de programa). David Viñas consideraba que la perdurabilidad del peronismo en la vida de la lxs argentinxs se debía menos a una determinada coherencia política y más a una particular capacidad de expresar un modo del ser nacional. Y León Rozitchner escribió que al general Perón había que considerarlo en el extremo opuesto al del general Videla en el arco de la dominación burguesa que va del tiempo a la sangre. El peronismo sigue ocupando el centro estructural de las tres posiciones que determinan el juego de la política: el clasismo de tipo patronal, antiperonista clásico, que quiere borrar definitivamente toda mediación en la dominación de clases (formado políticamente en el espacio de intersección entre el radicalismo y el macrismo, con sus versiones más o menos agresivas); la voluntad de mediación, que va tomando formas diferentes según coyunturas, y que se expresa en las diversas tendencias del peronismo, muy distintas entre sí (desde hace casi dos décadas conducidas, con mejor o peor fortuna, por el kirchnerismo); la amenaza perpetua de la crisis desbordada, con la consiguiente emergencia de una lucha de clases por fuera del sistema político, como ocurrió en 2001, como por momentos se esboza en las luchas colectivas vinculadas a movimientos socio-ambientales, feministas o del ámbito de la precarización laboral, y como ocurre en los picos de las luchas que se observan en Colombia y sobre todo en Chile.

5. Fronteras. Si Cristina consigue liderar el peronismo y darle una fisonomía nueva, incluso luego de la derrota del 2015, es porque se había convertido simultáneamente -citamos palabras de Genoud- en garante de casi todo: “para el sistema político que la negaba, era todavía más importante: el dique de contención de sectores que se aferraban a su estampita para seguir creyendo en la partidocracia”. Fue el kirchnerismo quien aportó una comprensión de la crisis del 2001 capaz de conectar -pasando de un término al otro- desborde y política, reverso y anverso, excepción y norma, por medio de una “lectura institucionalista del desborde social” que, si bien reconocía el valor pasado de la inventiva popular, en el presente se convertía en una amenaza que la “política estaba obligada a conjurar”. Néstor y Cristina Kirchner actuaban como “políticos tradicionales que asumían un rol excepcional de figuras fronterizas” aunque sus adversarios “entre mezquinos y suicidas”, no estuvieran en condiciones de reconocer ese valor ni, por tanto, de agradecerlo. Esta operación de frontera es la clave para comprender el “espacio que edificaron, el sistema de partidos accedía a un grado de legitimidad sorprendente, tanto en relación con el pico de la crisis del 2001 como con una realidad social que nunca logró horadar el núcleo duro de la pobreza y comenzó a degradarse en forma acelerada a partir de 2015. Macri era el principal beneficiario de ese rol de contención que cumplía Cristina. Sin ella, también para él todo hubiera resultado más traumático”.

6. Continuidades. La política que renace luego de 2001 tiene una nueva conciencia del valor de la mediación y de la representación. Ese impulso dura casi una década, y es puesta a prueba a partir del 2013. Si la segunda década del siglo contiene un balance implícito negativo del anudamiento entre promesa de consumo y estructuración de la precariedad, la política como conciencia de la representación responde favorablemente, con un formato de polarización capaz de llevar los desencantos a las urnas, en una escenificación en la que no se perciben los vasos -o ríos- comunicantes entre ambas costas. En 2015 el experimento encuentra su diseño final –el “macrismo”- y dura tan poco -como mucho, dos años- hasta hacerse trizas en diciembre del 2017. Desde entonces, importantes sectores empresariales retoman el sueño menemista -nunca del todo abandonado-, la apuesta a un partido popular del orden, tan bien visto por segmentos importantes del propio peronismo (peronismos del medio, burocracias sindicales, gobernadores de provincias importantes). ¿Cómo olvidar la regia combinación de aquel menemato en el que las llamadas reformas del mercado articulaban adecuaciones geopolíticas, “clima de negocios” y voto popular? Las celebradas columnas políticas de Jorge Asís -tenidas en cuenta por Genoud- popularizan razonamientos en esa línea; y en el extremo de las apuestas, el economista-gurú de la Universidad de Columbia, Guillermo Calvo, anunció en julio del 19 (plena campaña electoral Macri/Fernández-) que sólo el triunfo del Frente de Todos haría posible un plan de ajuste. No deja de sorprender las variantes que puede adoptar el discurso del Sr. Neylas

7. Derrotas. El peronismo político es el efecto de una serie de maniobras. Su unidad, su programa y su liderazgo se definen en una arena táctica en la que  A cada coyuntura adversa, una iniciativa. Sólo ella cuenta como recurso con una conexión consistente con el mundo popular. Si 2015 fue el peor año, porque la derrota electoral derivó en dispersión definitiva del Frente para la Victoria, al 2017 llegó con la consolidación de Unidad Ciudadana, un frente anti ajuste, movimientista, casi basista. Ante el desafío del peronismo del medio en Provincia de Buenos Aires -Felipe Solá, Alberto Fernández, Sergio Massa, Florencio Randazzo- la candidatura de Cristina Fernández terminó de consolidar su primacía dentro del propio peronismo. Vista de cerca, aquella derrota estrecha fue una victoria táctica fundamental: el contraste entre el respaldo electoral de Cristina –“sola y perseguida”, precisa Genoud- y el del de los líderes peronistas involucrados en le operación de deskirchnerizar el peronismo –“los machos alfa”, los llama-, terminó de ordenar la dirección en que se formaría la nueva unidad: “con Cristina no alcanza, sin ella es imposible”. El año 2017 anticipa al 2019: una derrota victoriosa termina por romper el dispositivo montado -dentro y fuera del peronismo- para acabar con Cristina. A partir de ahí, el ingenioso operador de Puerto Madero -proveniente del PJ capital, diseñado en su momento por Carlos Grosso- abrirá las puertas a sus viejxs compañerxs, que no tardarán en encolumnarse tras ella, y será electo candidato a presidente. Y sin embargo, el valor principal de la jugada de Cristina haya pasado desapercibido: su victoriosa derrota del 2017 fue importante también porque la colocó como la única referente -de tipo electoral- capaz de conectar con el descontento popular que irrumpiría en las calles unos pocos meses después de la elección, en diciembre de 2017.

8. Piedras. El 7 de junio de este año -cuando El peronismo de Cristina ya estaba en las librerías-, ocurrió un diálogo inesperado, tan interesante como errado. El diputado nacional y referente económico de Juntos por el Cambio, Luciano Laspina, se desahogó en el programa televisivo de Carlos Pagni, quien había presentado a su invitado como alguien particularmente sagaz a la hora de leer la economía desde la política. Puesto a relatar las razones del fracaso de la estrategia de su propio gobierno -la toma masiva de deuda como complemento necesario al “gradualismo”-, el diputado sintió la necesidad de “hacer una salvedad”, al modo de una “lección para lo que viene”. En sus palabras: “A veces pasa inadvertido en el análisis histórico lo que fue el gobierno de Mauricio Macri”, el hecho que “diciembre del diecisiete fue, creo yo, la primera desestabilización, en Latinoamérica, a un gobierno centro liberal o de centro de mercado, que estaba intentando hacer reformas de consolidación fiscal”. A la pregunta obvia de Pagni “¿Te referís a lo que pasó en la plaza?”, el diputado de Juntos por el Cambio respondió: “Por supuesto, las 14 toneladas de piedras anticiparon lo que después pasó en Chile, a todo lo que le pasa a Colombia y lo que le pasó al propio Ecuador”. La conclusión de Laspina fue la siguiente: “Ese fue un golpe tremendo para el gobierno de Mauricio Macri, porque lo dejó totalmente en shock desde el punto de vista político, y venía de arrasar en las elecciones parlamentarias”. Interesante, decíamos, pero errado. Porque la Argentina no siguió el camino de las calles ni el de las piedras -no siguió el camino de Chile ni de Colombia. Si una ruptura se hizo evidente a partir de la irrupción masiva de la lucha callejera, fue la del gobierno de Macri con su propia base empresaria, que no tardó en comprender que ese presidente no sería capaz de aplicar las reformas prometidas. De ahí, la decisión de ir al FMI para sustituir la falta de apoyo interno en su propia clase. Pero 2017 no fue 2001. Porque incluso en su momento de mayor fragilidad, el sistema político supo conducir la calle hacia la representación. Lo que queda sin pensar en este tipo de desahogos es la presencia misma de la política en su sentido convencional, no sólo como cuenta de votos a las coaliciones mayoritarias sino como algo previo y más fundamental: como mecanismo de conversión de la acción colectiva en acción electoral.

9. Mafia. Lo de las piedras no fue la república sino la organización paraestatal de intimidación y espionaje que operó desde el corazón del gobierno de Macri. Genoud lo describe así: Armado hasta los dientes con todo tipo de recursos bélicos y tecnológicos. La operatoria mafiosa del apriete y el chantaje se ramificaba hacia el poder judicial, los servicios de inteligencia, los medios de comunicación, la comunidad de negocios, las estructuras policiales y difusas (precisas pero encubiertas) relaciones con EE.UU e Israel. De ese trasfondo surgió la operación de los Cuadernos de Centeno y de las causas judiciales armadas, cuyo objetivo último era “sepultar al kirchnerismo”. Genoud arriba por esta vía a lo que puede considerarse como la doble ineficacia del macrismo en el gobierno, a la hora de plasmar el programa político del bloque de poder que apostó por él: No logró destruir el obstáculo populista, y mucho menos plasmar la nueva síntesis nacional, anunciada en el slogan de “el cambio”. El doble fracaso en el cumplimento de sus objetivos devino en la rápida desintegración -durante el 2018- del bloque nacional que lo apoyaba y creó las condiciones del insólito reagrupamiento de la coyuntura del 2019. Sin esa dispersión hubiera sido impensable la vuelta al redil de muchos protagonistas clave del peronismo antikirchnerismo. Pero su arrepentimiento no hubiera bastado para concretar el retorno, si de manera simultánea el kirchnerismo no hubiese concluido por su cuenta que para triunfar en las elecciones del 2019 resultaba indispensable ampliar la oferta electoral. Bajo la consigna de la unidad del peronismo, El Frente de Todos no se constituía como un frente antineoliberal, sino como un frente nacional antimacrista, amplio y heterogéneo, reunión de aquellos que -de organizaciones populares a empresas de capital concentrado- tenían razones para acabar por la vía electoral con el gobierno del presidente Macri.

10. Pandemia. La pregunta que flota en el aire -lo que podría definir la cuestión que define la coyuntura- es difícil de definir en palabras, porque si bien reúne los temas urgentes de la deuda, las tarifas y los salarios, la cuestión a formular tiene que abarcar los efectos de la pandemia que, si bien terminó de romper cierto consenso neoliberal en el diseño de políticas públicas, no destrabó las relaciones de fuerza ni la claridad conceptual en torno a cómo avanzar en un sentido distinto. En otras palabras: ¿puede el sistema de partidos alumbrar un consenso no neoliberal, ser el eje en torno al cual cambie la economía, o bien, muy por el contrario, la falta de líneas claras de avance revierte en el sentido inverso, haciendo del eje actual el patrón de acumulación, la precondición inalterable a la que política debe adaptarse confrontando con la ingobernabilidad crónica que hace fracasar los proyectos conservadores? La política que tiende al centro pretende ignorar que la pandemia agrava las contradicciones previas. Desde el ángulo conservador, todo el problema se plantea en términos de fastidio con unos políticos populistas que desestabilizan a piedrazos para instaurar luego regímenes que consideran autoritarios. Su mirada tiende a obsesionarse con el mismo punto: ¿cómo hacer una política capaz de investir legitimidad a las deseadas “reformas de mercado”? Es la pregunta que divide a macristas de menemistas. Si una parte del bloque conservador se decantó por la agresividad directa, otra parte toma nota de la rápida derrota que Trump sufrió a manos del Covid. La salida de la pandemia, sin embargo, podría darse -según algunos pronósticos de economistas globales- por el lado de la letra “k”, esto es, la partición horizontal de dos tendencias simultáneas: una mitad de la población hundiéndose en la pobreza y la otra abrazada al telecapitalismo.

11. Milagros. “Lo primero que hay que entender es la lógica del poder permanente”. Estas son las cosas que algunas de sus fuentes le explican a Genoud. La referencia vale para el partido judicial y para el poder económico, reguladores externos de la función estabilizante del sistema político de bancas y partidos. Es la paradoja central que plantea Genoud. Los mismos que se benefician de las mediaciones que impiden que la pobreza estalle como anarquía, son los que más asedian a quienes se ocupan de las tareas de contención. Cosa que graficó el papa Francisco con su rostro, en aquel memorable encuentro con el presidente Macri en Roma. El paciente zurcido de mediaciones sociales pacíficas y representaciones institucionales, constituye, en la argentina actual un “milagro de la ciencia política”. Las palabras pertenecen a José Luis Manzano, figura de vanguardia en el proceso de indistinción y fusión de la función de dirección política, operación empresarial. Entrevistado por Diego Genoud -y esta entrevista es uno de los méritos indiscutibles del libro- el ex dirigente del peronismo renovador, antiguo jefe de bancada del bloque justicialista en el Congreso y ex ministro del interior del gobierno de Menem, declara: “Lo que más me conmueve es la sorprendente legitimidad que demuestra el sistema político en el país del que se vayan todos y en el continente de las convulsiones recurrentes”. En palabras de este activo accionista de empresas de energía, enfático defensor de un peronismo de centro izquierda, admirador de Cristina y defensor del actual gobierno de Fernández: “Si no se hubiera construido una coalición de centro izquierda que expresara las demandas de la gente, el corte hubiera sido horizontal” (como en 2001), y “se iba el sistema político para un lado y la gente para el otro”. Es la eficacia de la grieta. “Pensá que en otros países la gente sale a romper vidrieras y a putear”. Según Manzano, fue la capacidad de contención del sistema político lo que se puso en juego durante el colapso del macrismo: “Todo 2019 la gente fue mordiendo el freno”, es decir, aceptando trocar calle por urnas.

12. Clases. Otro entrevistado por Genoud, Horacio Rosatti -ministro de justicia de Néstor Kirchner y juez supremo nombrado por Macri, considerado un político peronista en una corte suprema macrista-, reflexiona sobre el peronismo en sus dos calidades. Como político, describe las virtudes del peronismo como “anárquica” en su trama interna (cualquiera puede entrar, cualquiera puede liderar), “flexible” en su valoración de la idea de “lealtad” (cada militante interpreta libremente a qué cosa le declara su fidelidad) y “adaptativo” a contextos diversos. Pero lo principal para entender al peronismo, dice, es una cierta aproximación a la cuestión social. A diferencia del marxismo -explica Rosatti- el peronismo busca la concordia colectiva, y sabe que para lograrla es preciso considerar la situación de los que menos tienen, “el marco de cierta armonía entre capital y trabajo”. Una perspectiva social diferente a la de la lucha de clases. En cuanto teórico del derecho, el juez considera que “el sistema que establece nuestra constitución para la relación capital trabajo es muy claro: Capitalismo, porque se habla de propiedad privada inviolable, pero no de cualquier manera sino en relación con lo social”. La cuestión de la regulación de las relaciones entre las clases sociales no deja plantearse, y según se desprende el libro de Genoud, el episodio del desalojo de las tierras de Guernica, en octubre del 2020, debe ser tomando cuenta, porque allí se hizo visible un límite fuerte del dispositivo político de gobierno: El gobernador Axel Kicillof, el secretario general de La Cámpora, el Cuervo Larroque y el secretario de seguridad, Sergio Berni, actuaron entonces forzados por la justicia, por buena parte de los intendentes del Frente de Todos y por la presión de los grandes medios nacionales de comunicación, y por la irresistible influencia del mercado inmobiliario. Genoud habla de impotencia política. Y de la decisión de ponerse “en la vereda de enfrente de un ejército de desocupados”. La impotencia vuelta decisión política: “El cristinismo decidió adoptar una costumbre que no figuraba en su manual de campaña: Ubicar a los desesperados en la esfera del delito”. Para conquistar un equilibrio dinámico capaz de navegar entre la presión del bloque conservador y los eventuales desbordes de la crisis, Genoud cree que el peronismo busca un funcionamiento a partir de la conducción en tándem bonaerense: Máximo Kirchner y Sergio Massa.

13. Escrituras. El periodismo no es sólo un oficio sino también un dilema en torno a las estrategias narrativas que organizan el flujo de la información. A la tensión entre datos y literatura se suma el problema mayor de las técnicas de control del lenguaje estandarizado impuesto por las formaciones empresarias de la comunicación. En el fondo -esto lo decía Piglia- toda narración remite a un crimen o un viaje. Por eso la palabra “independiente” no agrega nada. O en todo caso, el periodismo se torna independiente cuando activa estrategias en el orden del lenguaje y en el plano de la organización (tipo de relación con los medios de comunicación). Si leemos a Diego Genoud, no es tanto que comunicador, sino mas bien por el tipo de dramaturgia que pone en acto, en el que personajes, fechas y vínculo relatan el comportamiento de fuerzas -de viaje o de crimen- que es preciso conocer. Y seguramente también enfrentar. La filosofía implícita en Genoud -un residuo de su escritura, unas marcas personales- nos prepara para un realismo distinto al realismo de los poderes, que más tarde o más temprano puede resultarnos extremadamente necesario.

La tecl@ Eñe

El rizomático González. Homenaje a Horacio // Mariano Pacheco*

González es nuestro Horacio: el que llevó el ensayo a las cumbres del lenguaje, como el poeta.

Y siendo argentino, no podían sino estar presentes, en un ensayista de su talla, los dos emblemas fundamentales del enigma nacional: me refiero a Perón y Evita, claro, aunque una Eva y un General atravesados por el rayo gonzaliano, enhebrados por las agujas que entretejen los hilos de la metamorfosis y de la dialéctica, del latinoamericanismo y la gran tradición occidental, lo propio de las luchas de este suelo y la lejanía del exilio (del país, a fines de los años setenta, y un poco del peronismo también, desde los ochenta). Una Eva fantasmagórica “La militante en el camarín” de González, narrada en portugués, publicada en Brasil en 1983, recién recuperada en castellano en 2019 cuando fue publicada por la editorial de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba. ¡Y qué decir de su Perón! Más de 400 páginas de una elocuencia fenomenal, cuando parecía que ya nada se podía decir o escribir sobre el “primer trabajador”.

¿Y el kirchnerismo? Su abordaje como “controversia cultural” lo llevó a repasar, en un ejercicio que en él nunca fue mera acumulación de datos, las polémicas e interpelaciones más diversas que generó el “meteoro kirchneriano” –como lo caracterizó–: de Verbitsky a Sarlo; de Viñas a Forster; de Caparrós a Laclau; de Galasso a Altamira; de Feinmann a Rozitchner; de Casullo a Tomás Abraham, pasando por Carta abierta, Vargas Llosa y 678, sin dejar de tener en cuenta que todo el análisis parte de una pregunta fundamental: ¿fue el kirchnerismo un modo creativo de respuesta a la crisis abierta por diciembre de 2001, donde emergen formas de habitar las instituciones del Estado con políticas porosas a aquella ebullición creativa que emergía de una práctica social que resignificaba antiguos métodos de lucha y formas de organización de las y los de abajo, como piquetes y asambleas, o por el contrario, Néstor y Cristina venían a “poner orden”, a bloquear el ciclo de luchas populares anteriores a su llegada a la Casa Rosada? Preguntas fundamentales que Horacio no dejó nunca de mantener un poco abiertas.

González escribió y habló las mil y una noches… y tardes; y vaya a saber uno cuantas mañanas también. Se metió con la tradición de las izquierdas y de los movimientos nacional-populares; con la filosofía y con el lenguaje; con la narrativa y también con la sociología, desde su modo específico de entenderla. También su modo peculiar de leer el periodismo aún da que hablar; un periodismo lejano a las enseñanzas de comunicación social, pero también, de las escuelas de periodismo, donde la serie  nacional entra en co-relación con la internacional y la Latinoamericana, en un entrecruce permanente entre narrativas y pensamientos de izquierda y nacional-populares, donde fluyen los nombres emblemáticos de tradiciones que pasan a ser simples legados. ¿Simples? Marx, Lenin y Gramsci –también Mariátegui–; José Hernández y Roberto Arlt o Rodolfo Walsh, sin dejar de tener en cuenta los fenómenos que se encuentran “del otro lado” de los modos de contar e informar que cultivamos o que Horacio nos interpela a cultivar: Clarín o La nación, o el nombre que sea, lo importantes no olvidar la importancia de que es preciso develar la trama de poder, problematizar la realidad, asumir esas complejidades como parte de nuestras desdichas nacionales.

La lista de sus libros y charlas se cuentan por decenas. Los temas abordados, también.

Aunque la bajada de “ciencia, ensayo y política en la cultura argentina del siglo XX” que acompaña al título del quizás su libro más emblemático, Restos Pampeanos, da cuenta de la complejidad del pensamiento-González, máquina de producción intelectual donde el debate en torno al “ser nacional” no puede estar ausente.

Revisar/ revisitar/ analizar/ recuperar su obra implicará de todos modos una labor colectiva, intergeneracional, que no puede sino ser a su vez un programa de estudio transdisciplinario que haga honor al modo rizomático con el que Horacio sostuvo esa tarea que tantas y tantos ya habían emprendido antes: la de soldar con el ejercicio de una crítica política de la cultura aquellos elementos de la vida social que la lógica liberal tiende a disociar.

En ese camino seguramente encontraremos nuestras propias tesis para el porvenir. Como insistía González en su libro La crisálida: al fin y al cabo lo importante no es la tesis en sí, sino el derecho a construir una propia lo que vale. Sabiendo que lo más propio es, paradójicamente, lo impropio, lo común, lo de un todxs que seamos capaces de construir.

Horacio como legado, entonces. O más bien: legado González como desafío para el siglo XXI.

 

 

Si querés escuchar el programa completo, con testimonios de Diego Sztulwark, María Pía López, Esteban Rodríguez Alzuelta y un recorte de archivos con la propia voz de Horacio González, podés hacerlo en en el Canal de Spotify de La Parte Maldita:

https://open.spotify.com/episode/5PMq4PJgGWfpUxljwNVkzK?si=_ha1BCeoToepQjCKC-gUsA&utm_source=whatsapp&dl_branch=1

 

 

* Escritor, militante, investigador popular. Director del Instituto Generosa Frattasi.  Conductor de “La parte maldita” (filosofía y rock) en Radio Gráfica.

 

 

Giorgio Agamben // El rostro y la muerte

El siguiente texto fue publicado por Giorgio Agamben en la Neue Zürcher Zeitung el 30 de abril de 2021. El 3 de mayo de 2021 fue retomado en su columna «Una voce» en el sitio web de la editorial italiana Quodlibet.

 

Parece que en el nuevo orden planetario que está tomando forma dos cosas, aparentemente no relacionadas, están destinadas a desaparecer por completo: el rostro y la muerte. Por el contrario, intentaremos averiguar si no están vinculadas de algún modo y cuál es el significado de su eliminación.
Que la visión del rostro propio y del rostro de los demás es una experiencia decisiva para el hombre ya lo sabían los antiguos: «Lo que se llama “rostro” —escribe Cicerón— no puede existir en ningún animal sino en el hombre» y los griegos definían al esclavo, que no es dueño de sí mismo, aproposon, literalmente «sin rostro». Ciertamente todos los seres vivos se muestran y se comunican entre sí, pero sólo el hombre hace del rostro el lugar de su reconocimiento y su verdad, el hombre es el animal que reconoce su rostro en el espejo y se refleja y reconoce en el rostro del otro. El rostro es, en este sentido, tanto la similitas, la semejanza, como la simultas, el estar juntos de los hombres. Un hombre sin rostro está necesariamente solo.
Por eso la cara es el lugar de la política. Si los hombres sólo tuvieran que comunicarse información unos a otros, siempre tal o cual cosa, nunca habría propiamente política, sólo un intercambio de mensajes. Pero como los hombres tienen ante todo que comunicar su apertura, su reconocimiento mutuo en un rostro, el rostro es la condición misma de la política, aquello en lo que se basa todo lo que los hombres se dicen e intercambian.
El rostro es en este sentido la verdadera ciudad de los hombres, el elemento político por excelencia. Al mirarse a la cara, los hombres se reconocen y se apasionan mutuamente, percibiendo similitud y diversidad, distancia y proximidad. Si no hay política animal, es porque los animales, que siempre están en lo abierto, no hacen de su exposición un problema, simplemente moran en ella sin preocuparse. Por eso no les interesan los espejos, la imagen en cuanto imagen. El hombre, en cambio, quiere reconocerse y ser reconocido, quiere apropiarse de su propia imagen, busca en ella su propia verdad. De este modo, transforma el entorno animal en un mundo, en el campo de una incesante dialéctica política.
Un país que decide renunciar a su propio rostro, cubrir con máscaras por todas partes las caras de sus ciudadanos es, pues, un país que ha cancelado cualquier dimensión política de sí mismo. En este espacio vacío, sometido en todo momento a un control sin límites, se mueven ahora individuos aislados unos de otros, que han perdido el fundamento inmediato y sensible de su comunidad y sólo pueden intercambiarse mensajes dirigidos a un nombre ya sin rostro. Y como el hombre es un animal político, la desaparición de la política significa también la eliminación de la vida: un niño que ya no puede ver el rostro de su madre al nacer corre el riesgo de ya no poder concebir sentimientos humanos.
No menos importante que la relación con el rostro es la relación con los muertos. El hombre, el animal que se reconoce en su propio rostro, es también el único que celebra el culto a los muertos. No es de extrañar, pues, que los muertos también tengan un rostro y que la cancelación del rostro vaya de la mano de la eliminación de la muerte. En Roma, el muerto participa en el mundo de los vivos a través de su imago, la imagen plasmada y pintada en cera que cada familia guardaba en el atrio de su casa. El hombre libre se define tanto por su participación en la vida política de la ciudad como por su ius imaginum, el derecho inalienable a conservar el rostro de sus antepasados y a exhibirlo públicamente en las fiestas de la comunidad. «Después del entierro y de los ritos funerarios —escribe Polibio— la imago del muerto se colocaba en el punto más visible de la casa en un relicario de madera, y esta imagen es un rostro de cera hecho a exacta semejanza tanto en forma como en color».
Estas imágenes no sólo eran objeto de una memoria privada, sino que eran el signo tangible de la alianza y la solidaridad entre los vivos y los muertos, entre pasado y presente, que formaba parte de la vida de la ciudad. Por ello, desempeñaron un papel tan importante en la vida pública que podría decirse que el derecho a las imágenes de los muertos es el laboratorio en el que se fundamenta el derecho de los vivos. Esto es tan cierto que quien era culpable de un crimen público grave perdía el derecho a la imagen. Y cuenta la leyenda que cuando Rómulo funda Roma, hace cavar una fosa —llamada mundus, «mundo»— en la que él y cada uno de sus compañeros arrojan un puñado de la tierra de la que proceden. Esta fosa se abría tres veces al año y se decía que en esos días los mani, los muertos, entraban en la ciudad y participaban en la existencia de los vivos. El mundo no es más que el umbral a través del cual se comunican los vivos y los muertos, el pasado y el presente.
Se entiende entonces por qué un mundo sin rostros no puede ser más que un mundo sin muertos. Si los vivos pierden su rostro, los muertos se convierten en meros números que, por haber sido reducidos a su pura vida biológica, deben morir solos y sin funerales. Y si el rostro es el lugar donde, antes de todo discurso, nos comunicamos con nuestros semejantes, entonces también los vivos, privados de su relación con el rostro, están, por mucho que intenten comunicarse con los dispositivos digitales, irremediablemente solos.
El proyecto planetario que pretenden imponer los gobiernos es, por lo tanto, radicalmente impolítico. Más bien propone eliminar todo elemento genuinamente político de la existencia humana, para sustituirlo por una gubernamentalidad basada únicamente en un control algorítmico. Cancelación del rostro, eliminación de los muertos y distanciamiento social son los dispositivos esenciales de esta gubernamentalidad, que, según las declaraciones concordantes de los poderosos, deberá mantenerse incluso cuando el terror sanitario disminuya. Pero una sociedad sin rostro, sin pasado y sin contacto físico es una sociedad de espectros, y como tal condenada a una ruina más o menos rápida.
 

Los (sin)sentidos de la justicia // M. Grazia Paesani

El patriarcado tiene quién lo proteja, por la ley y por la fuerza.

Marta Dillon, 2021

 

Hace algunos años venimos pensando la relación entre el Derecho, la Justicia y las penas de muerte (muertes de pena) que no vemos (Levstein). Sostenidxs por las apuestas textuales de la deconstrucción derrideana y la con/moción que nos provocan las violencias que recaen sobre nuestros cuerpos, empezamos a pensar ciertas paradojas del sentido que se cristaliza para ensayar salidas transitorias, negociaciones o transacciones de lo que el filósofo argelino-francés Jacques Derrida llama un mal menor o una violencia menor. Buscar el movimiento que disloque la oposición entre Derecho/Justicia para observar los roces conceptuales que, al tocarse, se anulan a sí mismos.

Observemos cómo las palabras derecho y justicia se utilizan una y otra sin diferenciarlas. Este uso sinonímico produce movimientos violentos de irresponsabilidad. Si consideramos la movilidad de los conceptos y llevamos al tope el elemento silenciado (en este caso, enceguecido), podríamos dar cuenta de la sacudida necesaria para desmantelar el sentido común. Necesitamos hacer hablar/hacer ver a la justicia, en busca de la construcción de lenguajes otros, para repensar lo que debería ser justo en el ejercicio del derecho. Si la Justicia es la experiencia de lo imposible, si es incalculable, infinita y nunca se hace presente

¿Qué pasa con el Derecho? Si éste, por el contrario, representa la rectitud de una dirección, si es calculable, finito y presentable ¿Por qué pedimos Justicia?

Entre estos opuestos habría una salida, un movimiento, que nos permitiría ensayar una negociación. Necesitamos construir pequeñas lenguas menos abstractas de eso que llamamos justicia, de eso que le pedimos a la Justicia. Porque hasta el momento esa lengua mayor que cristaliza el sentido, no hace justicia por nosotrxs. Si es que hay una posibilidad de negociar, es a través de la política como posibilidad transformadora de la vida (Levstein, Dahbar). Este artículo busca hacer foco en algunos escenarios, para dar advertir lo singular de un acontecimiento y el desenvolvimiento del derecho en la justicia patriarcal.

 

Escena uno. La Justicia es ciega.

Hay tantos sentidos de justicia como prácticas de injusticia. Pero ¿sobre quiénes recae lo injusto? ¿sobre qué cuerpos? ¿qué identidades? ¿qué representa la justicia? ¿qué nos dice la venda sobre los ojos de Iustitia? 

Parece que la justicia es un valor determinado por la sociedad, un bien común, una convención -como el lenguaje. En las tragedias griegas Diké es la personificación de la justicia en el mundo humano, aparece como protectora de la sabia administración de la justicia. La diosa “vigilaba” (podía ver) los actos de los hombres y velar por el mantenimiento de lo justo.

¿Qué implica vigilar? El diccionario de la Real Academia Española define “vigilar” como “observar algo o a alguien atenta y cuidadosamente”. Y acá viene el problema: a partir del siglo XV la representación simbólica de la justicia es transformada, cubren sus ojos con un tejido, lo que cambia la convención: la justicia (Diké/Iustitia) no debía ver para ser equitativa, para ser objetiva, para evitar todo tipo de influencias. Pero ¿a quiénes no ve?

Entre el texto y el tejido, el lenguaje y la venda, hay bordes que se pliegan: pareciera que desmantelar una convención es un problema cuando se trata ampliar derechos, incluir otros sentidos posibles (pensemos en el lenguaje inclusivo). Sin embargo, que la diosa pliegue el borde del tejido que cubre sus ojos -y haga trampa- para mirar a veces, anula su supuesta imparcialidad. Porque con evidencias, la justicia no es imparcial ni objetiva. Es necesario buscar y buscar hasta encontrar el tajo en la venda y el lenguaje, el pliegue del textil y del texto para reconocer el peligro de la venda. La ceguera es un arma que va de lo simbólico a lo discursivo, que atraviesa y lastima a los cuerpos, haciéndose presente en prácticas de justicia para algunos y en prácticas de injusticia para nosotrxs.

La violencia que no ves

Otra escena de la venda aparece acá ¿qué proponen LasTesis al incluir el tejido sobre los ojos de lxs participantes? ¿qué paralelismos podemos leer? La performance participativa de protesta (“Un violador en tu camino”) del colectivo chileno, propone ocupar el espacio público. Un grupo de personas con los ojos vendados denuncia: el patriarcado es un juez que nos juzga por nacer. De frente, otro grupo de personas se ubica para observar la representación.

¿Qué se pone en juego? ¿Quiénes/qué ven/no ven? Lxs performers denuncian la violencia que no ves: violencia en los juzgados, que se traduce en impunidad para los asesinos. La violencia es “no ver”. Lxs observadores de la performance quedan interpeladxs inevitablemente cuando el grupo de los ojos vendados lxs habla directamente, levantan el dedo índice señalando: el violador eres tú. Un colectivo. Un que está en frente. Un tú, que con los ojos descubiertos “no ve”: El violador eres tú/ son los pacos(la policía)/ los jueces/ el Estado/ el presidente. Parten de una acción en la que se exponen los cuerpos e intentan representar la violencia, ahora que sí nos ven.

¿Qué pone en juego ese ver/no ver? LasTesis, probablemente, se cubren los ojos para denunciar la represión al pueblo chileno en las protestas del 2019. Pero, además, el simbolismo de la venda funciona para interpelar, denunciar y enfrentar al sistema patriarcal como modelo estructural. Se pone en evidencia que cualquier identidad alternativa al modelo varón-blanco-cisheterosexual, no son/somos sujetxs de derecho.

 

El Estado opresor es un macho violador.

En los discursos del debate por la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) se puso en juego el lugar que ocupamos para los representantes del Estado ¿a qué ciudadanos representan? Debatiendo la ampliación de un derecho nos infantilizaron, culpabilizaron y buscaron estrategias para violentarnos de todas las formas posibles, afirmando que nuestro cuerpo no vale y nuestra vida no importa; solo importa que cumplamos el rol que nos asignan desde el mandato patriarcal: gestar, cuidar y criar. Reproducir sus normas de generación en generación; acatar sus leyes, aunque sean injustas; y aceptar la violencia estructural, aun sabiendo que continuar con la reproducción es condenarnos a muerte.

Que la Justicia no nos vea, no hace más que demostrar que si hay un movimiento -un intervalo- entre Derecho/Justicia, es la política como posibilidad transformadora de la vida. El problema de la política es su base patriarcal. ¿Qué podemos esperar de esto? ¿cómo negociar violencias menores en este contexto?

Después de seis siglos parece que debemos sacarle la venda a Iustitia para que, de una vez por todas, nos vea. Porque el resultado de esto se traduce en que la culpa no es del femicida, la culpa no es del Estado, la culpa no es de los jueces: la culpa es de Iustitia.

Esa justicia es ciega para nosotrxs, por eso necesitamos que se saque la venda, que nos vigile y observe atenta y cuidadosamente.

Escena dos. La Justicia es sorda.

Hasta la primera semana de marzo del 2021, el Observatorio Ahora que Sí nos Ven registró 55 femicidios. El Observatorio Lucía Pérez registró 62. La Casa del Encuentro contó 50 femicidios, 1 transfemicidio. Este conteo probablemente sea más amplio, pero no hay registros oficiales. Seguimos pidiendo que se consignen los casos como femicidios, transfemicidios, lesbocidios y crímenes de odio, cuando corresponde. La única certeza que tenemos es que hay más muertes que días en la Argentina.

La justicia no es solamente es ciega, también es sorda.

 

Úrsula Bahillo, 18 años (el nombre de Úrsula es singular, pero no es un caso aislado). Miles de denuncias por violencia quedan archivadas en los cajones de las comisarías, las fiscalías y los juzgados. Ante cada femicidio (destacamos que esto no ocurre con otros crímenes) un conjunto de la sociedad se posiciona cuestionando ¿por qué no denuncian? ¿por qué siguen en contextos de violencia? ¿por qué no hicieron o dejaron de hacer lo que yo hubiera hecho en su lugar?

El caso de Úrsula es singular porque la mediatización resultante de las movilizaciones en Rojas (Pcia. de Buenos Aires) y la posterior represión policial a sus familiares y amigxs, anula todas las preguntas del sentido común de quienes no entienden/no ven (o no quieren) el funcionamiento de la violencia sobre nuestros cuerpos e identidades. Úrsula hizo todo eso que el común sentido demanda. Úrsula denunció, testificó, pudo escapar provisoriamente. Úrsula intentó evadir su condena a muerte. A Úrsula la asesinaron de quince puñaladas. ¿Es un caso aislado? ¿es distinto a otros casos? ¿cuántas denuncias escondidas en los cajones habrá?

Úrsula siguió todos los pasos de la burocracia en los mostradores de la comisaría. La misma comisaría que disparó para reprimir la protesta una vez cumplida la amenaza de muerte. Úrsula, en un intervalo del tiempo, pudo escapar de Martínez. Úrsula intentó una salida transitoria a la violencia; sin embargo, el mostrador de la comisaría defendió al femicida: Martínez la buscó, la encontró y la asesinó, tal como había prometido. Una adolescente de 18 años puso en evidencia la falla estructural del sistema judicial y la repugnante complicidad de las fuerzas policiales. Martínez es parte de ese mostrador. Los mismos que se encargan de tomar las denuncias protegen a los femicidas. La justicia es ciega y sorda, pero solo para nosotrxs: La voz de Úrsula en los audios […] es otra estridencia que insiste. […] ella llora y dice […] que la va a matar. Tres meses después, está muerta. Entonces, El patriarcado tiene quien lo proteja. La ley y la fuerza están de su lado (Dillon, 2021)

 

Si es que hay algo así como un intervalo, una posibilidad de negociar un mal menor, es a través de la política como posibilidad transformadora de la vida. Pero la política es patriarcal, por eso se interrumpe la transformación y no hay negociación posible. Si es que hay algo así como un intervalo, un movimiento que disloque la oposición Derecho/Justicia, es una política transfeminista y antipunitivista que deconstruya el paradigma falogocéntrico, para poder construir(nos) sujetxs de derecho. Una política transfeminista que haga de nuestras vidas, vidas más vivibles, como dice Butler. Una política que nos permita la fuga y nos evite las penas de muerte.

Escena tres: La Justicia es muda.


La justicia es ciega. La justicia es sorda. 

La justicia

                   es

                            muda.

 

Si hay algo así como un intervalo entre Derecho/Justicia, a veces es el silencio. Cualquier recurso que nos permite negociaciones o salidas transitorias hacia violencias menores, ante la ceguera y la sordera judicial, es válido. Ponemos en foco una escena de ficción -Crímenes de Familia, Schindel (2020)- que evidencia el vínculo entre el par Derecho/Justicia como trama central.

En esta escena, ¿qué formas toma la (in)justicia patriarcal en la experiencia del derecho? Si el Derecho es presentable y la Justicia es la experiencia de lo imposible ¿cuáles son los bordes de la paradoja? ¿qué hay entre Derecho y Justicia?

El acontecimiento que funda la trama de la ficción (aclaramos que está basada en hechos reales, en un caso que podría ilustrar el funcionamiento del sistema judicial argentino en el marco de violencias de género, la falencia absoluta de la Educación Sexual Integral, la vulnerabilidad de ciertos grupos y el poder de otros) es el nacimiento de un niñx gestado en contra de la voluntad de la persona, tras una agresión sexual. La muerte de esx niñx es la condena que enfrenta la protagonista -Gladys (Yanina Ávila)-, que además tiene otro niño (de 3 años) que en principio se desconoce su historia, pero a medida que avanza la ficción (alerta de spoiler) se reconoce que también fue gestado como resultado de una agresión sexual.

En Crímenes de Familia, Gladys parece ser la única que sabe que la Justicia es la experiencia de lo imposible y reconoce que el derecho, en su caso, no será una posibilidad de la justicia. Este tampoco es un caso aislado. Por eso pensamos que si hay un intervalo entre Derecho/Justicia, que nos permita una salida transitoria hacia violencias menores es la política como gesto transformador de la vida. Pero si la política, el derecho y la justicia responden a lógicas patriarcales ¿qué nos queda?

La protagonista se reconoce como sujeta de no-derecho: sé que mi vida no importa. Este reconocimiento aparece como una posibilidad de negociar un mal menor. Sabe que su vida no importa, sabe que no hay experiencia de justicia ni posibilidad de derecho. Pero sabe también cómo negociar una salida para el niño, encuentra un recurso para interrumpir la paradoja.

Lo imposible de la justicia, en este caso, se corresponde con el silencio de Gladys. Decidir no hablar es hacer justicia. Interrumpir la paradoja da acceso a un gesto político transformador de “una” vida, la del niño (de 3 años). Ya nos sabemos sujetxs de no-derechos, ya sabemos lo que el aparato estatal espera de nosotrxs, ya nos sabemos los discursos antiderechos. El silencio, en este caso, hace temblar los límites de la estructura paradojal derecho/justicia. El silencio, en su espectralidad, produce vacío de sonido, pero no de sentido. Cuando el derecho espera que hable e intenta convencer a Gladys que asuma la responsabilidad por la muerte del niñx, ella calla. Cuando el derecho espera que calle porque ya recae una condenada, ella habla para negociar. Los silencios, en la singularidad de este caso, se relacionan con la responsabilidad: decidir cuándo y para qué hablar o callar. El

 

silencio aparece y funda un derecho, aloja en su vacío/lleno una diferencia diferida -permite a un niño de 3 años un porvenir de vida más vivible. Gladys es condenada a 18 años de prisión. Ella produce el tajo en la trama y en la venda de Iustitia, el silencio anula la paradoja verdad/mentira, inocente/culpable, contradice al Derecho y se anticipa a la generalidad de la Ley y a la expectativa de la Justicia.

La justicia es un gesto político

Esta lectura es una apuesta por enfocar, hacer que cada caso se vea con nitidez para observar su singularidad, pero, además, para evidenciar que si hay algo que pueda ser generalizable es el dolor, la violencia, la falta de derechos sobre el nosotrxs colectivo -ese nosotrxs que no somos varones blancos cisheterosexuales.

¿Cómo inventar una lengua menor que nos evite las penas de muerte, las muertes de pena? ¿cómo empezar la búsqueda de salidas transitorias y negociaciones de violencias menores?

Estas escenas se sostienen en un rasgo común: su singularidad. Pero en un ejercicio simple, podríamos intercambiar los nombres propios que aparecen en este texto y seguiría funcionando para exponer nuestro esfuerzo por sobrevivir. Mientras se sostengan que nuestras experiencias son aisladas, mientras se generalicen las particularidades, mientras Iustitia permanezca con los ojos vendados, mientras no nos escuche y mientras nuestras voces no resuenen más que en las paredes, no hay formas posibles de negociar males menores, ni interrumpir las violencias, mientras tanto seguiremos condenadxs a penas de muerte.

Y a morir de pena.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bibliografía

 

Derrida, J. (1997). Del derecho a la justicia (pp. 11-67) en Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad. Madrid: Tecnos.

Dillon, M. (2021) https://www.pagina12.com.ar/323409-la-sordera-ante-el-femicidio-de- ursula

LasTesis (2019) https://www.youtube.com/watch?v=aB7r6hdo3W4&ab_channel=ColectivoRegistroCallejer o

Levstein, A (2020) “Las penas de muerte que no vemos”. Revista Heterotopías del Área de Estudios Críticos del Discurso de FFyH. Volumen 3, N°5. Córdoba, diciembre de 2019.

ISSN: 2618-2726

https://revistas.unc.edu.ar/index.php/heterotopias/?fbclid=IwAR2FQk6iXsWYJLVOXQAb XCsSSq3qcjl5vitAqMNtsFM8Ob5uTdq_Npjm3dc

Levstein, Dahbar (2020) “Precariedad y (auto)inmunidad para una discusión sobre la vida”. Discurso y precarización: Avatares recientes del neoliberalismo en Argentina. Martínez, Fabiana (Comp.) – 1a edición. Córdoba: Nodo Ediciones, 2020. Disponible en Repositorio Digital Universitario

Schindel Sebastián. Crímenes de familia. Netflix, 2020.

Conectar igualdad 420, vino tinto y sustancia // Diego Valeriano

Una década, un tiempo, un aire, la manera de estar en una, de habitar la época, de respirar, de poder seguir andando. Igualdad 420, vino tinto y sustancia. La década ganada, el consumo libera, las motos acechan. Los planes, las motos, la coca chorra, las zapas, las ferias, las cuotas, las tomas, lo que se pudo, lo que no, lo inimaginable, lo apenas posible, los sueños cada vez más chiquitos y lo político como todo llanto. Los nombres de los pibes que ya no están, que retumban en la memoria, en los murales, en los altares, en sus madres y hermanas. La gorra acechando, protegida, siempre lista. Lo que se dice, lo que se calla, el oportunismo. Las pibas y los guachos que irrumpen transformándolo todo. Rocho, transa, fiesta, gedencia, maldita, vagancia, trapero, música para la plata, plata para la ropa.  Mil formas de huir, de aguantar la intemperie, de no hacer caso, de no ser gato, de no cuidar los hijos de nadie por unos pesos de mierda. Jodita, cachengue, desacato y delirio. L-gante, Luciano, Rossmary, Marquitos, Caro, Polaquito, Milli, los Medina, Clara. Nombres propios que hablan de una época, que la marcan, que la funden, que la escriben.  Nombres, tatuajes, lágrimas y recuerdos. Una década estallada, abrumadora, inmejorable y a su vez imposible, goce y dolor, hambre y billete. Ranchar la época, caer en la escuela, en una fiesta, en el pasillo, en una pieza, en el furgón, en la plaza del vagón, en la tercera de Morón buscando al novio que se llevaron de la casa. Caer, volver a levantarse, morir el viernes, resucitar el domingo, colgarla, perderse, no llegar a horario. Saber que esta época es una guerra. Una notebook, una rola, un plan, unas flores bien chetas, un bolsón de los de la básica, RKT, barrer cordones, viajar al bajo, el roperito, una pipa, la copa de leche, el barrio, la jarra, el mundo, Keloké. 

Arte y Psicoanálisis, en Terapia // Silvia Di Segni [1]

Marisa Rubio en su instalación. Ph Guyot, cortesía Malba

No cabe duda que los atravesamientos entre arte y psicoanálisis nacieron con Freud mismo. La teoría psicoanalítica no es concebible sin su constante abrevar en obras como Edipo Rey de Sófocles, Santa Ana, la Virgen y el Niño de Leonardo da Vinci, diversas obras de Goethe, de Heine y de Shakespeare; la Gradiva de Jensen, los frescos de la capilla de San Brizio de Signorelli se encuentran entre los múltiples disparadores que impactaron sobre el pensamiento freudiano. Estas obras no fueron simples referencias, sino que, claramente, motivaron algunos aspectos de su teoría y lo enriquecieron en la comprensión del ser humano, imprescindible para desarrollarla.

 

 

 

Narcisa Hirsch, El mito de Narciso. Mujeres que hablan con su propia imagen, Transfer digital 16 mm, 1974-2005. Ph S. Di Segni

 

 

En estos días el MALBA reabrió sus puertas para permitirnos acceder a la muestra Terapia, curada por Gabriela Rangel, Verónica Rossi y Santiago Villanueva. Esta se abre con una instalación de Maria Rubio (1976): La mujer de negocios que se lamentaba de no poder vivir en el campo que, en ese contexto, parece remitir a una sala de espera o a una (no)sala de espera ya que éstas no proliferan en los consultorios psicoanalíticos. Luego se despliegan no cronológicamente, como en el Inconciente, distintos períodos del arte sobre los que sobrevuela el surrealismo que abrevó en el psicoanálisis para dar diversas y muy ricas manifestaciones. Distintos ejes se van desplegando: lo siniestro, lo onírico, el arte del encierro manicomial, el narcisismo, la autorrepresentación, el test de Rorschach, la historia y lxs protagonistas de la APA y la relación entre lenguaje e Inconciente.

 

 

Minerva, Autorretrato, óleo sobre tabla, 1946. Ph cortesía Malba

 

El psicoanálisis influyó en diversos movimientos y  artistas argentinxs y diversos artistas lo hicieron sobre psicoanalístas de nuestro medio, como Lautremont en Pichon Rivière. El auge de la “terapia” que nombra esta muestra fue tan grande que ésta no se limitó a los consultorios sino que circuló por las calles y los medios masivos, sobre todo, en Buenos Aires, ciudad que fue llamada “capital mundial del psicoanálisis” desde que convocó para el Congreso Mundial de la IPA, de 1991, a un número inimaginable de participantes difíciles de reunir en otras capitales del mundo.

 

 

Aída Carballo, Sin título, Lápiz sobre papel, 1955. Ph Victoria Webb, cortesía Malba

 

 

Y fue aquí, donde Jacobo Fijtman vivió 28 años en el Hospital Borda y creó su poesía surrealista; donde Oscar Masotta atravesó arte y psicoanálisis con sus anti happenings; donde Emilio Rodrigué transitó la novela y el cine con Heroína, donde tantxs usuarixs de instituciones de la salud mental produjeron sus obras en espacios como la Colonia Oliveros (Provincia de Santa Fe) de la cual Claudia del Río nos muestra bellísimas obras en la Terapia del Malba.

 

 

Alicia D´Amico, Retrato de Marie Langer, fotografía, 1983, cortesía Malba

 

 

La muestra reúne una riquísima colección de pinturas, tintas, grabados, esculturas (algunas de Libero Badii tan poco conocidas como notables)  videos (como el de Narcisa Hirsch que juega con su nombre y la autoimagen) fotografías (como las de Grete Stern que recreaban sueños y los atrapantes retratos de Alicia D´Amico). No faltan, tampoco, las publicaciones antipsicoanalíticas, entre las cuales un volante de 1986 que invitaba a una marcha al Congreso de la Nación de detractores de la terapia, lo que constituye una muestra de la enorme difusión y peso que llegó a tener.

 

 

Emilia Gutiérrez, Alucinación, Tinta sobre papel, 1994, Ph Nicolás Beraza, cortesía Malba

 

Quiero señalar, por último, algo muy importante para mí. Se exhiben allí dos libros atravesados por arte y psicoanálisis: Muerte y destrucción en la obra de Sameer Makarius y Hacia la pintura, de Franco Di Segni, mi padre, que fue artista plástico y trabajó con Enrique Pichon Rivière y con Franz Van Riel en Ver y Estimar coordinando grupos de psiconálisis aplicado al arte.

 

La selección de artistas incluye, y esto me parece muy destacable, un alto número de mujeres. Decidí ilustrar esta nota sólo con ellas, dado que la mayor parte de las veces quedaron excluidas. Para apreciarlas como se merecen, así como también las de sus colegas varones y todo el riquísimo material reunido, hay que visitar la muestra reabierta el 18 de junio hasta el 16 de agosto.

 

 Como la pandemia sigue entre nosotrxs mejor aprovechar lo antes posible la apertura con la reserva de turno.

[1] Dra. en Medicina, UBA, psiquiatra, colaboradora de Leedor. Artes visuales con Meditaciones de una visitante.
Imagen principal: Marisa Rubio en su instalación. Ph. Guyot, cortesía Malba

¿Es posible politizar la anorexia (y nuestra salud mental)? // Emiliano Exposto

1.

A los 19 años tuve mi primer crisis anoréxica. Por más de una década, esa experiencia que suele llamarse anorexia, y que yo nunca supe cómo nombrar porque me habita, atraviesa mi vida, de manera más o menos intensa, intermitente, crónica. Había terminado la secundaria, estudiaba periodismo sin demasiado entusiasmo y no encontraba otro motivo que no fuese la noche ricotera. En el galpón de mi casa en Claypole, en el sur del conurbano bonaerense, comencé a hacer ejercicios de modo compulsivo. En pleno verano, pasaba horas transpirando, usando una máquina vieja y unos elementos caseros. Me ponía una bolsa de consorcio debajo de un buzo negro, con treinta grados de calor. Comía tomates, manzanas y tomaba agua. Adelgace muchísimo. Llegue a pesar cincuenta y dos kilos, midiendo un metro setenta y tres. Sin saber qué significan esas variables numéricas, durante años me pesé dos o tres veces por semana, con poca ropa sin importar el clima, peleando contra ese injusto método de medición llamado “índice de masa corporal”[i]. A cada crisis, seguía un periodo estable y luego una recaída, cada vez más profunda y prolongada. Habiendo socializado estas vivencias entre afectos y amigxs, hoy las crisis son más leves y advertidas.

A los veinte, me mudé. Fui a vivir solo a un departamento prestado en el Abasto, en la Ciudad de Buenos Aires. Fue el peor año de mi vida, un año de aislamiento y mentiras, engaños para evitar las reuniones sociales y sin fuerzas para nada. Estaba haciendo una especie de pasantía en una radio, con unas pésimas condiciones laborales. Miraba recitales y tomaba mate, anhelando las figuras imposibles del glam de los ochenta, esos varones tan violentos como pretendidamente andróginos. Era una lucha difícil, entre mis propios límites, los imperativos sociales de la delgadez obligatoria y la internalización de prejuicios gordofóbicos inconfesados. No hacía dieta, vivía con miedo a la comida: como si estuviera repleta de organismos infecciosos. Al año, volví a Claypole, con cada vez menos pelo, con el rostro amarillento y los tobillos débiles. De aquel tiempo, me quedan huellas: la dificultad de ver colores cuando atravieso una crisis, desbordado entre el alcohol y cierta oscuridad.

Hace unos días me hizo bien un texto revelador de Florencia Lico: “¿Se puede politizar la experiencia anoréxica”?[ii]. Nos invita a politizar nuestra experiencia psíquica y corporal, desigual y diferencial, en el marco de los activismos disidentes y transfeministas, en la estela de los movimientos de la diversidad corporal, mental y funcional. Lico dice: “Pienso la anorexia como modo de sobreadaptación obsesiva a los imperativos de la delgadez obligatoria”. Y agrega: “Las personas con anorexia tenemos muchas ganas de vivir, pero en vez de organizarnos y rebelarnos contra la opresión que nos toca, perdemos mucho tiempo y vida tratando de amoldarnos a sus requerimientos”. Movilizado por su escritura, me pregunto qué acciones y narrativas podemos construir para conquistar justicia psico-corporal

No se sí es posible identificar algo así como la “anorexia” (en universal). Hay anorexias, múltiples y diferenciales, desiguales por motivos de género, clase, racialización, capacidades físicas y mentales, etc. ¿Mi cuerpo anoréxico es un terreno micropolítico? Soy varón, cis, heterosexual, blanco, trabajador cognitivo precarizado, militante de izquierda, con capacidades funcionales hegemónicas. Delgado, y por momentos, extremadamente flaco. En la sociedad de consumo, donde se segregan y expulsan ciertos cuerpos, tengo algunos privilegios. Aunque la delgadez-límite me trajo problemas caminando las calles de Solano o Varela, repleta de miradas injuriosas hacia un rostro pálido, ojeroso y demacrado. Reconociendo los privilegios que otorga la delgadez, Florencia Lico dice: “al cuerpo anoréxico no se lo lee ni se reacciona frente a él de la misma manera que frente a otros cuerpos delgados, y mucho menos que frente a los cuerpos fitness. A las personas anoréxicas también nos ven con ojos de muerte lenta y con mirada patologizante”.

La politización es una estrategia despatologizante. Estoy harto de los discursos que moralizan, estigmatizan, individualizan, banalizan, psicologizan y victimizan la anorexia. Se trata de sacarla del closet del drama privado y del secreto familiar. Movilizar razones, pasiones y acciones a partir de una diferencia psíquica y corporal. Para patologizarla, abundan las trayectorias con psicólogos y médicos. Para banalizarla y vulnerarla, están las censuras y sospechas en espacios políticos, familiares y académicos. De hecho, cuando leí la nota de Florencia Lico, con melancolía y litros de cerveza en el cuerpo, recordé una situación. En 2016 escribí un texto titulado “Mi cuerpo anoréxico”. No era un buen texto, pero valía un fragmento de vida. Lo envié a un certamen de ensayos con una firma ficticia: “Fede Moura”. Luego lo sometí a consideración de un grupo de investigación para ser incluido en un compilado de artículos. Por suerte, decidimos que no fuese incluido en el libro por algún motivo que no recuerdo. Hoy tengo sensaciones raras cuando vuelvo a esa situación.

 

2.

Parafraseando a An Millet en Cisexismo y Salud, le temo al escrache, a la cancelación, pero necesito socializar esta experiencia, politizarla desde mi lugar, con los privilegios, opresiones y resistencias que me atraviesan. Porque sé que no estoy solo, lo intuyo. A nivel internacional, son considerables los números crecientes en las estadísticas de anorexia cisheteromasculina y blanca. Sin embargo, nunca conocí un chabón que socialice esa experiencia, incluso en círculos antipatriarcales. ¿Dónde andan, cómo se están organizando las personas con anorexia? ¿Cómo romper el aislamiento en articulación con los activismos por nuestras diversidades? ¿Con qué alianzas, privilegios, trayectorias y agendas políticas?

De algunas cosas, uno escribe como puede. La anorexia es un problema político encarnado en mi vida. Una experiencia ambivalente, mezcla de líneas de fugas vitales y fatales, de adaptaciones y heridas, de inadecuaciones y violencias (ejercidas y sufridas). Las intensas ganas de ser amado, deseado o reconocido me han generado dolor. La anorexia es de las vivencias que más me marcaron, junto a la militancia, la noche conurbana, la filosofía y el rock. ¿Politizar la anorexia supone visibilizar estas relaciones de poder e impotencia, estas sujeciones y desacatos? ¿Es la anorexia un espacio, más o menos válido, para contribuir con una construcción política en la lucha por nuestra salud y emancipación?

Por suerte, he tenido (y tengo) una red de amigxs, familiares, compañerxs de militancia y afectos que me cuidan. Mi compañera de vida es una persona muy importante en todo este proceso largo y ambiguo. Nunca me falto plata para acceder a un profesional, aunque mi única experiencia con el psicoanálisis haya sido olvidable. Cuando salía de terapia, el mundo seguía siendo el mismo desastre estructural que padecía y del cual también me beneficiaba. El analista me instaba a conquistar un imposible justo medio entre el lleno y los vacíos. Sugería (con las mejores intenciones…) que me esfuerce por resolver las ambigüedades de mi vida. Los laxantes, las purgas y atracones, la sensación de desmayo, el exceso y la ascetis, el consumo de drogas, cigarrillos y alcohol, la debilidad del cuerpo, el frio, la visión borrosa, los disfrutes paradójicos, el temor a ser tocado, las ideaciones suicidas, los colapsos, las hemorroides, los espejos, el terror a engordar, la mentira, la frustración y la ansiedad, la incomodidad con un cuerpo que nunca sentí como propio, el absurdo de una soledad flaca y blanca, el odio, los comentarios de cualquier hijo de vecino entrometido, aprender a soportar consejos nunca pedidos, el insomnio, el malestar. Por todas esas vivencias fui pasando. ¿Si solucionará esas ambivalencias no dejaría de ser quien pude llegar a ser, con mis virtudes y miserias? Uno de los desafíos de socializar estas experiencias es aportar para elaborar una conciencia crítica contra las opresiones psíquicas y corporales del poder.

No hay nada heroico, sacrificial ni banal en mi vivencia anoréxica. No identifico ningún rasgo excepcional en esa experiencia, con sus privilegios y prejuicios. No soy una víctima. El deseo de exteriorizarla, de hacerla pública, dudo que se relacione con una especie de “orgullo anoréxico”. Se trata más bien de alianzas políticas. Retomando a Nicolás Cuello y Laura Contreras en Cuerpos sin patrones, deseo “objetivar” mi anorexia para intentar habitarla de otro modo, y a través de ella, pensar críticamente los estragos corporales y psíquicos del capitalismo. Nuestros cuerpos y mentes son un campo donde se aterrizan diversos modos de explotación mercantil. Como vienen demostrando hace años investigadorxs y activistas de la diversidad corporal, el mercado explota nuestros deseos, malestares y hábitos, expropiando nuestras riquezas vitales con las industrias de la dieta, la belleza y el éxito, la motivación inspiracional y los fármacos, la moda y el fitness. En este “capitalismo magro”, tal vez los cuerpos anoréxicos podamos contribuir con el combate contra esas opresiones.

¿Qué hacer con esta sensación de no encajar en algunos estereotipos de la masculinidad y, sobre todo, con la experiencia de sobreadaptarme a las normativas corporales y psíquicas del capitalismo, a sus moldes gordofóbicos, capacitistas y cisheteronormados? ¿Las crisis anoréxicas puede ser un punto de vista contra los mandatos de la delgadez obligatoria? ¿Una premisa para sabotear normalidades? Desearía que las respuestas sean colectivas.

 

3.

Mi última crisis fue el verano pasado. A los 32 años, esta vez no base mi alimentación solo en tomates, manzanas y líquido, pero transite deseos y excesos similares, los mismos vacíos, miedos y malestares. Tuve alegrías parecidas. Como en otras oportunidades me sacó la militancia y la filosofía. A veces, dice un amigo, la filosofía te salva. Un concepto, un libro, han tenido efectos terapéuticos incalculables. Si bien los imperativos corporales hegemónicos arruinaron parte de mis huesos y músculos (hay días que me duelen hasta los dientes), estoy mucho mejor. A veces disfruto comer con amigxs. A pesar de seguir sin desayunar, almorzar ni merendar, no me duele el cuerpo, me siento menos frágil y cansando, y no se me cae el pelo. Con el estrés mental que caracteriza a gran parte de lxs trabajadorxs cognitivxs precarixs, me va más o menos bien en el terreno laboral y afectivo.

De todos modos, pienso que debemos devolverle su dignidad a la experiencia anoréxica. Sin impotentizarla al prometernos cura, superación o salvación. Habitarla de otra forma, no pretender cerrar nuestras heridas, sino explorar otro vínculo entre vida y política a partir del cual crear posibilidades de autonomía y decisión. Dejar de etiquetarla en diagnósticos extractivos como “enfermedad”, “neurosis” o “trastorno alimentario”. Para esta tarea, el archivo de las luchas disidentes y feministas muestra que nuestros sentimientos están marcados por relaciones de poder clasistas, sexistas, transodiantes, cuerdistas, racistas, capacitistas, etc.

Politizar nuestros malestares es una manera de conectar nuestras dolencias con las causas estructurales de la desigualdad anímica. Una forma de desobedecer los discursos patologizantes, medicalizantes y normalizadores que recaen sobre nuestras mentes y cuerpos. Una táctica para desprivatizar las vidas, para cuestionar esa mirada punitiva que juzga, interpreta, responsabiliza, victimiza, banaliza y culpabiliza. Esas voces paternalistas que infantilizan y avergüenzan (conviví con el estigma del “borracho”, el “falopero”, el “agresivo”, el “flaco enfermo”). Necesitamos destruir estas prácticas de violencia y silencio.

La politización de nuestra salud mental implica una disputa contra la precarización y la colonización de nuestros cuerpos. Las crisis subjetivas son experiencias ambiguas, pueden ser una vivencia devastadora o una oportunidad política, una premisa para politizar nuestra existencia. ¿Nuestros síntomas pueden ser los signos de no encajar en los imperativos de la vida capitalista? ¿Cómo rechazar los mandatos de productividad, autoestima o rendimiento? Mi propia experiencia con la anorexia, con esas crisis con las cuales convivo y no siempre sé cómo habitar, implica algunas ambivalencias: el exceso y el agujero, la ansiedad y la angustia, la inadecuación y la sobreadaptación, la extrañeza de sí. ¿Qué potencias nos permiten las alianzas entre experiencias extremas y cuerpos al límite?

 

4.

Leyendo el excelente texto “¿Qué hay de político en la depresión (y en nuestra salud mental)?” de Fran Castignani[iii], creo empezar a entender la importancia de escribir y politizar nuestra salud mental en primera persona: “la importancia de ensayar y compartir mi primera persona; no porque crea que hay algo especial, novedoso o particularmente interesante en el convivir con la depresión, sino porque tengo la impresión de que no estoy sola con estas emergencias del vivir”. Cuando leo esto, me pregunto: ¿cómo politizar mi anorexia?, ¿supone un arduo trabajo para el cual nunca tuve las ganas, los espacios o lo que sea para realizarlo? Pienso que no hay fórmulas universales, guiones preestablecidos o superioridad moral. El trabajo singular y colectivo implica responsabilidad y prudencia, riesgos y cuidados. Tareas para las cuales mi educación sentimental no otorga muchas herramientas. No quisiera que esto sea entendido como un testimonio, un oportunismo o una romantización. Parafraseando a Castignani, realmente no le deseo una anorexia a nadie. Al socializarla, anhelo que sea un primer paso para forjar una conciencia política colectiva.

Cuando leo textos como los de Fran y Florencia, siento que mis amigxs andan por ahí, que están más o menos organizadxs. Que están hartxs y conspirando. Y me pregunto: ¿cómo politizar colectivamente mi diferencia psíquica y corporal en el marco de estas luchas, en alianza con los movimientos de la disidencia mental, sexual y corporal?, ¿nuestros cuerpos se dirimen entre la patologización de la diversidad y la politización colectiva?, ¿entre el deseo y el rechazo de la normalidad?, ¿nuestras ambigüedades y trayectorias son una premisa para ensayar otras formas colectivas de vivir y de morir?, ¿cómo socializar nuestras experiencias, alegrías y heridas, con sus ambivalencias, como una estrategia útil para tejer redes colectivas?, ¿reconociéndonos en una precariedad emocional desigual y compartida, en virtud de crear relaciones de apoyo, acción y solidaridad?, ¿reapropiándonos de nuestras condiciones de vida, al inventar nuevas alternativas políticas?

 

5.

¿Las personas con anorexia podemos organizarnos, salir del aislamiento y romper el estigma patologizante? Al reconocer nuestros privilegios y opresiones, ¿podemos politizar nuestra vida en el marco de los movimientos por la diversidad mental, corporal, funcional, entre otras luchas? Como dice Florencia Lico, no se trata de reclamar “nuestro derecho a ser anoréxicas”, sino de componer alianzas, dignificar nuestras historias, construyendo acciones y saberes críticos contra la sujeción de nuestros cuerpos y mentes. Contribuir para “que no haya más personas atravesando procesos de vidas corporales invivibles” (Lico).

Para las personas con anorexia, ¿es el campo de la salud mental un terreno donde hacer una experiencia de politización, reconociendo nuestra vivencia psíquica y corporal? Desde mi lugar en la Cátedra Abierta Félix Guattari en la Universidad de lxs Trabajadorxs ensayaré unas líneas sobre activismos y salud mental. No soy un especialista en la materia, no deseo hablar por otrxs. Entiendo que el activismo en salud mental es un movimiento social, cuya construcción evidencia la articulación entre el protagonismo de las experiencias en primera persona y la participación de trabajadorxs y profesionales aliadxs. El libro Pájaros en la cabeza de Javier Erro mapea experiencias actuales de Chile y España. Arma una genealogía y la actualiza. En diversos territorios y colectivos, se están ensayando otros modos de practicar la relación entre investigación, militancia y salud mental, al restituir una historia compleja de luchas antipsiquiátricas, neurodiversas y locas, entre otras. La producción de conocimiento crítico se conjuga con la elaboración de subjetividad disidente y de acción política directa.

El “nuevo activismo en salud mental” apunta a la transformación radical de la sociedad. En la actualidad, la precarización de nuestra vida se halla en el centro de la crisis de la salud mental. La explotación, el endeudamiento, la exclusión, la desigualdad y la violencia, constituyen determinantes sociales que deterioran nuestra salud. La producción masiva de malestar es una condición inherente a la reproducción del capital. Si la opresión y la precariedad son factores estructurales que agravan los padecimientos, la lucha popular por la salud reclama una política anticapitalista, transfeminista, disidente e interseccional.

La salud mental es un campo de batallas, con sus disputas, opresiones y resistencias. Aquí el protagonismo social de las disidencias mentales, sexuales y corporales es muy relevante para conquistar ciudadanías desde una lucha interseccional por los derechos humanos. La salud mental adquiere importancia política estratégica en un contexto de crisis sanitaria, de los cuidados y de la reproducción social. En este marco, los movimientos y activismos del campo son cruciales. Muchxs estamos implicadxs en un proceso donde lxs docentes y trabajadorxs de la salud, lxs usuarios y expertxs en primera persona, lxs comunicadores y artistas, las militancias y activismos, entre otros, libramos una lucha en diversos ámbitos. El combate por nuestros derechos y futuros es aquí y ahora. No hay salud mental desligada de una nueva economía, un nuevo modo de vivir y de morir, una nueva alternativa política.

 

6.

Hay un texto de Deleuze que amo. Un texto en homenaje a su compañera Fanny. Suelo volver a ese escrito buscando claves que no logro descifrar. Trata la anorexia como una historia de políticas menores, como un devenir singular. Dice: “la anorexia es una política, una micropolítica: escapar a las normas del consumo para no ser uno mismo objeto de consumo”. Si bien me resulta un tanto esquivo o pretensioso, puedo llegar a pensar lo siguiente: politizar nuestras vidas quizás implica afirmarnos en todos esos conflictos, crisis o síntomas que sentimos como una inadecuación (¡o una sobreadaptación!) a los mandatos dominantes. Necesitamos hacer de nuestros malestares una potencia de resistencia.

Los estudios locos, las teorías críticas del capacitismo y el cuerdismo, los activismos por la diversidad corporal, mental y sexo-genérica, configuran un archivo para politizar nuestra existencia. En Argentina, la aplicación de la Ley Nacional de Salud Mental es una reivindicación central de los trabajadorxs, usuarixs y militancias del campo. Entre los activismos en primera persona, Orgullo Loco Buenos Aires es una de las experiencias más importantes de los últimos años. En articulación con otros colectivos, actualizan una larga historia. Todo esto nos dice que no hay salud mental sin vivienda, tierra y trabajo; sin participación popular; sin política antimanicomial en todos los frentes de una lucha de clases ampliada, una disputa anticuerdista, feminista, disidente, plebeya, anticapitalista y antiracista.

La salud mental desde abajo se construye en los movimientos, en los grupos activistas, en los márgenes y territorios, en los encuentros más inesperados. En tiempos de crisis, fascismos y revueltas, la salud en general y la salud mental en particular requieren ser reivindicaciones transversales de nuestras luchas. Son ejes para cuestionar la mercantilización y la precariedad, la desigualdad y el empobrecimiento. Si nuestra salud ha sido expropiada, necesitamos alianzas entre diversos frentes de acción. Las personas con anorexia quizás podamos aportar desde un lugar situado, en el marco de una lucha interseccional por la salud mental donde se elaboren acciones de radicalidad y cuidado, emancipación y cambio social.

[i] Sobre estos temas, recomiendo las reflexiones críticas de Lux Moreno en su libro Gorda vanidosa.

[ii] Disponible en: http://revistaanfibia.com/ensayo/se-puede-politizar-la-experiencia-anorexica/?fbclid=IwAR2jKG7lD-_mUG11oZNVkk3KZxvcHYMhXt3Ei6DUaXB5nrki89qfo52uVqY

[iii] Disponible en: https://nuclear.com.ar/2021/06/26/que-hay-de-politico-en-la-depresion-y-en-nuestra-salud-mental/?fbclid=IwAR2ZahI2rKmVUkfyDBx6tM_NtqMubjSU3INWJo1Bv-X6s5F0uFAmULC3x-4

Literatura argentina, medios y economía política // Juan Manuel Sodo

 

1. Alguien, algún amigo o amiga, podría hacer una historia reciente de la literatura argentina. La historia de las transformaciones en los modos de leer, de escribir, editar, reseñar, publicar, premiar, en, supongamos, los últimos treinta años. Entendiendo que esos modos son en sí mismos construcciones dinámicas, conflictivas, ¿cómo han ido alterándose en sincronía con series tales como la precarización del periodismo cultural, el aumento del precio del papel, el alisado de las ciudades, los cambios de signo partidario en la gestión del estado o la pantallización creciente de la vida? En Ficciones culturales -compilación de inminente aparición- he hecho algo de esto, proponiendo una forma de la crítica literaria desde la parodia. No obstante, necesitamos a alguien con vocación investigativa y rigor analítico posta. Capaz de preguntarse, por ejemplo, si en la reducción del lenguaje a medio de comunicación no hay también una financierización; o de indagar relaciones entre parcelización temática de la realidad y economía neo-extractiva.

2. En la contratapa de La última esperanza negra, primera y reciente novela de Pedro Yagüe, publicada por Cordero Editor -historia de una piba pasada de insomnio, una ex trabajadora sexual, un investigador de Conicet y un encargado, vecinos todos del mismo edificio- se postula a la narrativa “como un espacio en el que indagar el modo en que se articulan los discursos y los afectos contemporáneos”. Más allá del proyecto literario en sí, lo interesante es el ejercicio que pareciera proponer el autor: reescribir Vivir afuera, emblemática novela de Fogwill de los noventa, tres décadas después, en clave de encierro. En esa línea, ¿cómo sería, ya que estamos, reescribir los Diarios de Emilio Renzi, aquella Buenos Aires de Piglia de los sesenta y los setenta? Visualizo dos grandes cambios. Uno, considerando el precio de los alquileres, es que el narrador errante ya no podría mudarse tan seguido. El otro, referido a las fuerzas contra las que disputar el espacio público: no tanto las de la represión estatal como las de homogeneización del mercado.

3. Entrecruzo una cosa con otra y pienso en la relación mediática que veníamos tejiendo con la ciudad previa a la pandemia. Reducida a eso que está en el medio del punto en el que estoy y el punto al que voy, prefiguraba ya, tal vez, su actual mediatización. En el último tiempo quedaban cada vez menos lugares de encuentro que no sean o estatales o privados. La ciudad era un espacio para producir y circular, no para estar. Los parques eran gimnasios a cielo abierto. Había la sensación de desposesión, de territorio tomado. En ese punto, a la historia de la literatura argentina que arengaba más arriba le cabría también hacer foco en las estéticas materiales urbanas y sus correspondencias simbólico-culturales. Esa interfaz entre salvajismo cebado y semiótica naif que se expresa, sin ir más lejos, en los uniformes de las policías locales, ¿encuentra su correlato en las formas de la conversación pública, en ciertas maneras cínicas de hablar?

4. Hay una literatura que, por los temas de agenda que toca, pareciera ser casi una rama del periodismo. Otra que por sus tramas eficientes se vuelve una deriva del guión audiovisual. Y otra que, mezclada con sociología a lo Didier Eribon, continuaría a las ciencias sociales por otros medios. La vida sin espectáculo, relatos de Leonardo Novak, o Big Rip, novela de Ricardo Romero, libros editados últimamente por Paradiso y Alfaguara, serían, por morosidad, espesor de prosa y cantidad de páginas a contramano, por suerte, dos economías anti-series. Dicho esto, me corrijo: ¿no hay algo esencializante en la tipología de las ramas, demasiado purismo? En todo caso, si hay una autonomía en cuestión, esa no sería la del campo sino antes bien la del lenguaje literario frente al borramiento de conflictividad que supone la lengua acotada a hashtag y slogan. Sería, claro, otra punta para historizar: cómo el algoritmo en redes o el freelancismo precario ávido de dinero a cambio de contenidos, van planteando una tensión entre escribir y emitir signos.

Horacio González –tesoro-refucilo –y  su escritura en voz alta // Susana Szwarc

   La creación del mundo como parte de una hoja de fresno que se ausenta, una falta que deja la memoria de la sombra que le pertenecía y  que perdura como palabra, dice en el hermoso profundo prólogo que Horacio González escribió para el libro “Guardianes de Piatock ( Miradas sobre Alberto Szpunberg)” y que  comenzó a trabajarse a partir de una idea original de Judith Said. En aquel momento, nos cuenta Judith: “Sebastián Scolnik coordina las publicaciones de  la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, Horacio González es el editor invitado y y todos y todas (entregábamos nuestros textos) bajo la luminosa batuta de Juan Sasturain”, quien empezaba  su función como director de la Biblioteca.

Judith también nos acerca a “los guardianes” la nota de Sebastián Scolnik sobre la (imposible/inagotable) despedida a Horacio González.

Cada una, cada uno va mandando otra nota  y otra y, aunque no se pueda, logramos de esta  manera, amontonarnos.

María Pía López  que había sido directora del “Museo del libro y de la lengua” dice (…)Porque la vida de Horacio González no fue la de un individuo que trazó un surco solitario. Fue la del conspirador, la del conjurado, la del revolucionario, la del que no dejó un segundo de intentar construir una sociedad más vivible. Fue el intelectual más potente de estas tierras, el escritor de obras preciosas y el funcionario más osado que dirigió una institución pública. Lo suyo fue la imaginación política, capaz de abrir, sin cesar, posibilidades para todxs.

La coordinadora del programa de muestras itinerantes , Margarita Ardengo, dice: “Creo que la marca general es que «fuimos parte de algo trascendental y lo sabíamos. Horacio nos hizo sentir que la BNMM era NUESTRA y que éramos responsables por eso. Éramos parte de una revolución cultural; cada uno que trabajaba allí, desde un director hasta el bibliotecario y el operario de calderas.  Y también en el marco de la revalorización del empleado estatal en la gestion K.” Después Margarita pareciera cambiar de  campo semántico y sigue diciendo: “Hay estrellas que son por su brillo y otras porque hacen brillar a las demás. Horacio fue/es las dos”.

Voy diciendo las cosas que otrxs dijeron. Lo que fui encontrando en los diarios, en las redes, en el wasap, en los cafés de tres a cuatro juntos en las veredas, sacándonos los barbijos. En el café donde nos encontrábamos con Horacio.

El miércoles 23 a las 16 horas estoy en la Biblioteca. En ese lugar donde durante años he dado un taller. (Lxs de los talleres íbamos una vez por semana. Nos cruzábamos poco con los otros compañerxs pero había un reconocerse). (Y siempre, entonces,  ese “clima” de sentir que ese lugar nos pertenecía. Estábamos en casa.)

El miércoles 23 a las 16 horas van acercándose las compañeras y compañeros  de la Biblioteca de Horacio González.  Van hablando, van diciendo: compañero,  tesoro,  refucilo,  voz singularísima .  Borgeano-peronista-de izquierda.  Alguien trae a Fernando Pessoa que también acompaña a Horacio González y los tres tienen todos los sueños del mundo. (Agradezco a los compañerxs a quienes  pude escuchar en la explanada y que fueron contando de esas huellas de transmisión amorosa, grandiosa que nos fue donando Horacio González) .

Tenemos sus prólogos en nuestros libros, sus propios libros para leer una y otra vez, su arte (de viajar no solamente en taxi), y sobre todo esa forma de presentar libros, ese tiempo hacia-con los otros, esa forma singular de hilar y deshilar el discurso, de ayudar a re-pensar,  a re-leer, a descubrir que lo aparentemente naturalizado no es tan natural y que es posible mutarlo, transformarlo.  Mientras,  iba escribiendo en voz alta.

Podemos decir, parafraseando una respuesta de Marx en la seriedad de un juego,  que para Horacio González  “nada de lo humano le ha sido ajeno”.  Y si bien la tierra queda profundamente herida con su ausencia, ese -su modo de estar en continuo reconocimiento  de los otrxs-,  nos deja vislumbrar que un mundo mejor es posible.

LAS BATALLAS DE GONZÁLEZ // Diego Sztulwark

Los ojos de Horacio González miran de un modo extraño, levemente desplazados. Fijan la atención en un punto distante mientras escucha. En ese desacople entre ver y oír, que le da un aire distraído, se despliega un espacio de juego y estrategias que jamás entregó a poder alguno: una fuente privilegiada de conexiones inesperadas de las que surgieron escenas políticas fundamentales. González trazó intersecciones entre política y literatura, perfiló un Gramsci para el peronismo revolucionario, creó su base roja en la Facultad de Ciencias Sociales en épocas del menemismo y recorrió, desde ahí, una diagonal libertaria entre kirchnerismos e izquierdas, entre instituciones culturales y organizaciones populares. Fue un inventivo y persistente organizador de la cultura, infatigable creador de revistas y colectivos asamblearios.

Su relación con la lectura fue la más conmovedora. No sólo porque, como se dice, daba la impresión de haberse leído todo. Más que la cantidad –impresionante–, lo suyo fue la lateralidad. Si decimos “se leía todo” nos referimos menos a todas las páginas de todos los libros y más a aquello que ninguna página de ningún libro entrega con facilidad. Quizás la palabra estrategia –en sentido literario y político– está bien elegida: al substraer el peso de tal o cual línea matriz principal, hacía emerger líneas secundarias, subordinadas, sugeridas, de las que brotaban a su vez conexiones inesperadas. Leer, en González, era entrar en contacto con ese flujo inasible y llevarlo hasta sus finales posibles. De ahí que el humor, la burla y la risa fueran en él gestos tan esenciales.

En esta experiencia, los nombres propios son convocados para un teatro diferente. Se lo ve en los textos sobre la relación entre Perón y Cooke. Si Perón es evocado como aquel que en un cierto momento pretendió ajustar el sentido preciso de su nombre para conjurar cierto caos en el orden de las cosas, Cooke, al contrario, vuelve como el artífice de una teoría del desajuste de los nombres en la historia, el que señala que el nombre “comunista”, en la Argentina, no correspondía a partido alguno sino, en todo caso, a un movimiento “maldito”, tan necesario para estabilizar el capitalismo nacional como portador de unos sujetos bullangueros, obreros de una resistencia que boicoteaban y volvían impracticable todo proyecto de hegemonía burguesa. Cooke circulaba en el teatro gonzaliano y apareció en una pregunta que le hizo al ex Presidente Néstor Kirchner por los nombres del peronismo actual en una asamblea pública de Carta Abierta. Cooke habría sido el primero en concluir que con el peronismo no alcanza, pero sin él no se puede. Aunque el complemento que debía llevarlo más allá sería el contacto con el plus subjetivo proveniente de las luchas populares. Sería el nombre del desborde.

Las batallas de González –la más célebre fue su polémica con el escritor Mario Vargas Llosa, pero hubo otras muchas– fueron motivadas por su inconformidad ante los automatismos y las oclusiones del lenguaje, formas insidiosas y minimizadas de la denigración que preceden y acompañan las negaciones más ominosas de lo humano. Y de lo vivo. Su crítica, de contenido fuertemente moral (antimoralista) y político, puede reconstruirse al detalle, pues cada claudicación del discurso universitario, periodístico o militante ante el incuestionado poder del universo comunicacional vino acompañada por un artículo de González en diarios, revistas y blogs –últimamente en Tecla Ñ– mostrando el peso de redes empresariales, militares y geopolíticas en la configuración de ese lenguaje. Este estado de resistencia verbal ayuda a caracterizar esa enunciación original, que ciertos lectores percibieron como un demasiado hermética –barroca, alambicada– pero que puede ser vista también como un intento cuidadoso de poner en funcionamiento una versión nueva y primera de la justicia que, como quería su admirado Walter Benjamin, fuera capaz de adelantarse a la justicia de los jueces, nombrándolo todo, nombres y fechas, salvándolo todo del poder del borramiento y desaparición.

Sobre todo, vale la pena seguir a González en dos grandes escenas libertarias. La primera, en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, Marcelo de Alvear 2230, con su extensión en el café La Giralda –en la esquina con Uriburu– y su producción más perdurable: la revista El Ojo Mocho. Santiago Mitre introdujo su cámara en aquellos pasillos llenos de carteles y panfletos militantes, captando en su película El estudiante la evidente decadencia (el aparato estudiantil de la Franja Morada, la politología liberal del radicalismo), sin captar del todo esta otra escena gonzaliana en la que toda aquella dejadez se convertía en su contrario, dando lugar a un universo utópico, de mesas redondas y reseñas de libros, en el que brillaban los jóvenes Eduardo Rinesi, Christian Ferrer, María Pía López, Guillermo Korn, en diálogo con los viejos izquierdistas de la mítica revista Contorno, David Viñas y León Rozitchner. Ese universo se comunicaba por mil vasos comunicantes con las iniciativas militantes de aquellos días, como la Cátedra Libre Che Guevara, que contó con una inolvidable participación de González.

En diciembre del ‘99 publicó unos de sus libros más recordados y quizás más duraderos, Restos pampeanos, dedicado a Liliana Herrero. Un ensayo sobre el ensayo nacional, es decir sobre la posibilidad misma de que un colectivo nacional “pueda refundar la justicia sobre la base de una memoria emancipada”, partiendo de José Ingenieros y Ramos Mejía a hasta “Santucho y Gombrowicz”. Será necesario, escribía allí González, “una avenencia entre la política y nuevas formas de enunciación del conocer histórico-literario”. El libro estaba escrito sobre la base de retazos publicados en algunas revistas de esos años: El Ojo Mocho, desde ya, pero también Artefacto, La Escena Contemporánea, El Matadero. En diciembre de 2001 Horacio escribió –en conversación con el Colectivo Situaciones– sobre aquella plaza que ni esperaba al líder en el balcón de la Rosada ni aspiraba a tomarla por asalto. La noche del 19 de diciembre, en la calle, en las plazas, cantando “qué se vayan todos”, se había perforado, por una vez, la escena neoliberal más íntima y generalizada: los aparatos de televisión habían quedado encendidos sin nadie que los viera.

Luego del 2003 comenzó a dar forma a la segunda gran escena a partir de una doble apuesta, política –el pasaje que va del antimenemismo al kirchnerismo– e institucional –de la Facultad a la Biblioteca Nacional. De este doble movimiento emerge Carta Abierta, iniciativa política de urgencia –con nombre de inspiración walsheano– frente a un “clima destituyente” provocado por la reacción de las patronales cerealeras ante el gobierno de Cristina Fernández. Su libro sobre aquella apuesta política es Kirchnerismo, una controversia cultural (editado como casi toda su obra por Aurelio Narvaja, colección Puñalada, de editorial Colihue), así como el libro que acompaña el pasaje a la Biblioteca Nacional es Historia de la Biblioteca Nacional, estado de una polémica (editado por la editorial de la Biblioteca Nacional a cargo de Sebastián El Ruso Scolnik, editor también de la nueva época de la revista de la Biblioteca Nacional). Quienes conocimos a González en los ’90, y no imaginábamos que su magia retórica encontrase eficacia alguna fuera de las aulas, quedamos doblemente fascinados al ver el hechizo funcionando con los gremios del área de Cultura.

Lo mismo en la asamblea que en la clase, en la gestión institucional que en la escritura de un artículo, González parecía siempre capaz de sacudirse las jerarquías, o simplemente se escabullía de ellas, para abrir una zona horizontal o igualitaria –pliegue y matiz, dice María Pía López en su libro Yo ya no– en la que recobraba historias y narraciones, eruditas o plebeyas, recombinando con un talento circense que hipnotizaba a su auditorio con derivas inexploradas y justicieras que hoy celebramos como actos de generosidad, porque fueron actos amorosos, capaces de tocar la vida de muchas personas. Fue el gran profesor que supo llevar esa lección a cada sitio (aula, set de televisión, instituciones estatales, mesas redondas, reuniones militantes). Ese fue su estilo, público, disponible a cualquiera, desmesurado, creativo y siempre subversivo de los esquemas. González fue un ser democrático y juguetón, que supo mostrar que siempre hay hacia dónde ir, y que cualquier momento y lugar es el indicado para dar vida a algo verdaderamente nuevo. Un ser político que supo somatizar como nadie este país. Creo que ese es el sentido de un mensaje que me envió Christian Ferrer apenas nos enteramos: “Algo inmenso partió hoy de este mundo”.

El vértigo // Horacio González

Aquellos días que se iniciaron el 19 de diciembre de 2001 significaban la ambición, la ensoñación de que la sociedad pudiera tomar en sus manos todo el aparato o la gestión estatal. Esta es una de las utopías más generosas que acuñó el pensamiento político. La absorción de las instituciones ritualizadas por parte de la sociedad civil, convertida en un antileviatán de libre emprendedores, es una cuerda siempre tendida que habla subterráneamente del origen de lo político. Lo percibimos en aquellos días. Revivir o rescatar el modo originario de la política, reclama buscar un vínculo primigenio mediado por el lenguaje, que implique la huella inicial de la asociación humana. Así fueron esos momentos primordiales. Se buscaba mucho más que sustituir un gobierno, se buscaba pensar la naturaleza misma de los tejidos sociales y culturales que forjan un gobierno.

El origen de lo político se halla en la idea de asamblea o de congreso, palabras equivalentes al acto de caminar. La raíz latina grad proviene de gradi: caminar. A partir de esta palabra común podemos derivar lo que son los momentos terminológicos esenciales de la política: progreso, regreso, digresión, ingreso. Caminar juntos lleva a congreso y hacerlo en el sentido de contraposición o lucha generó agresión. Cada vez que un conglomerado humano entra en un vértigo esencial, en la grandiosa ilusión de una autoorganización, surgen ideas federativas de pequeños núcleos asociativos -a la manera de Proudhon, que sin embargo fue poco recordado en aquellas jornadas del 2001—, en las que se revive la comunidad iniciática. Ese vértigo ocurre en momentos en que se desmoronan las rutinas y cesan las cohesiones previstas. Lo recuerdan momentos célebres de la historia universal -la Guerra Franco Prusiana, que lleva al vértigo que fue la Comuna de París-; los momentos previos a la toma del poder bolchevique, relatados por John Reed -donde en San Petersburgo seguía su vida cotidiana, el recorrido de los tranvías era normal mientras se tomaban estaciones de tren y correos-, o entre nosotros, los días camporistas, unos pocos días en que se aflojaron las maquinarias que acuñan obediencias y previsiones. Caminar juntos y hacer asambleas en tiempos de agresión es un resumen comprimido de lo social que se hace político y puede -o no puede- mantenerse en unidad.

En nuestro 2001 no hubo una poderosa Guardia Nacional como en la París de 1871 ni un partido disciplinado y armado con su doctrina de la «extinción del Estado» como en Rusia, ni una expectativa surgida de una elección que le daba sonoro final a una época, como en la Argentina de 1973, pero hubo un pensamiento asambleario que se abocó a repensar la representación política a partir de una espléndida fragilidad, una dadivosa quimera. No es cierto que un ensueño sea una fuerza inoperante, pero es cierto que, para legarles a los tiempos advenideros la idea del vértigo autonomista, ella debería abandonarse a su prodigioso candor. En ese 2001 la vida real seguía su curso, los procedimientos productivos, financieros y represivos seguían en pie, aunque por la crisis del logos capitalista habían abandonado algunas zonas o reductos en su parcial retirada: ciertas empresas, fábricas, bancos y, por supuesto, calles y plazas, retirándose momentáneamente de la red jurídica propietalista. Esta coexistencia de situaciones que ponía entre paréntesis al sujeto propietario significaba un profundo goce del vacío, mezclado con otros sentimientos profundos que no eran fácilmente interpretables a pesar de obvios. Convivían la expropiación de los ahorristas, la pérdida de la moneda, el utopismo antifinanciero del popolo minuto, el primitivismo del trueque, el grito de hastío extremo postulando el retiro de todas las máscaras políticas, que era el verdadero gesto sobre el que reposaba la situación y cuyo mayor atractivo consistía en su poderosa condición de ininterpretable.

Ese sentimiento primigenio de comenzar otra vez la política negando lo anterior -tema de los que verdaderamente escribieron sobre ella, como Maquiavelo- fue tan fuerte que no hubo nadie que no lo sintiera. Y no hay nadie que no lo siga sintiendo. Como los que viajaban en tranquilos tranvías en la Petersburgo de 1917 aunque los acontecimientos de la historia iban por otra parte, debemos saber que esos momentos de vértigo encantado, de materialismo ensoñado como diría León Rozitchner, ocurren de tanto en tanto en su pura visibilidad creativa y abismal, mientras alrededor sigue pululando la Institución aparentemente aletargada. Mueren manifestantes por disparos que salen del interior de los bancos en plena Avenida de Mayo y los bares siguen abiertos. Y en el debate posterior se dirá «que la izquierda desbarató las Asambleas» o que «no se supo formular la caducidad de los mandatos» por parte de los que en aquel tiempo estaban investidos de representación política.

Esto sugiere dos reflexiones. Era inevitable que las distintas posiciones y los diversos modos de interpretar lo social escindieran o extinguieran asambleas. La comunidad originaria no está antes de lo político «contaminante», sino que lo político existe porque es lo que funda el asociacionismo cohesionado y su contrario, la disensión de lo mancomunado. No obstante, el mito fundador de una asamblea constituyente verificado en ese verano argentino de hace una década no ha terminado; incluso en pequeñas graduaciones, sigue existiendo en toda institución. Una asamblea que transcurre sobre cánones partidarios previsibles también posee un punto de recreación de lo político aunque su trámite pueda estar fosilizado. Incluso bajo el papel determinante que cumplen los medios de comunicación. Y por otro lado, el proyecto de declarar la caducidad de los mandatos —recuérdese la Asamblea en el Teatro Bambalinas en agosto del 2002- era tardío aunque interesante.

Cuando ocurre un acontecimiento de la dimensión de aquel diciembre del 2001, donde la bandera autonomista flameó por sobre todos los credos políticos que la larga historia nacional ya había elaborado, y en una asamblea de asambleas -Parque Centenario- se exploraba la posibilidad de lo desconocido, nunca se actúa sabiéndolo todo. Al contrario, lo político sigue como posibilidad abierta porque en alguna fisura inesperada de la historia la imaginación de las instituciones cesa. Y nos coloca en la paradoja del caminante. La historia reclama congreso soberano y nunca evita la agresión: todas estas palabras salen de la misma raíz. Se sabe menos de esto en los momentos en que parecen caer los dominios estatales; se sabe más cuando esos dominios se van recuperando. Gracias al 2001, la odisea en el espacio de nuestra memoria social, nuestras discusiones continúan en relación a si era preferible saber menos diciendo mociones de orden o bien lanzando ideas bajo las araucarias, o saber un poco más dentro de las texturas sociales recompuestas, que hablan de liberación pero están obligadas a tomarse ellas como precondición de ese magnífico acontecimiento. No es nada nuevo, célebres textos hablan sobre todo esto. Lo bueno fue haberlo vivido.

[publicado en el suplemento especial de Página|12 “De 2001 a 2011: Qué pasó. Qué cambió.” Editado el 19 de diciembre de 2011]

Constelar una cultura // Silvio Lang


Semblanza de Horacio González

No hay, en nuestras tierras, rastreador de textos y texturas mas avezado que él. Tiene en la cabeza la carta topográfica de las fronteras de los lenguajes de la historia de la cultura. Despliega la retórica del glosador con pasión historicista: reaviva y entrecruza las napas de los textos más lejanos entre sí. Geólogo de la cultura que lee como un loco se adentra en la irresolución vital de los textos. Sustrae sus restos como espigador de la cultura. Horacio González, Director de la Biblioteca Nacional, desde el año 2005, lleva sus propios títulos en los bolsillos: de baqueano y de lenguaraz al mismo tiempo.

No hay estación, enclave, istmo o cruce de pasajes de la trama cultural argentina que nuestro baqueno no conozca bien y no se precie de glosar. ¿Cómo hizo? ¿Cómo ha recorrido tanto libro? ¿Acaso, guarda un lazo invisible con los profetas que el desierto les revela secretos?  Alguna vez se le ha escuchado decir en público que «La nación es la infinita tolerancia a los lenguajes».  Incluso a escrito que: “la Biblioteca Nacional es un hilo interno del despliegue de la Nación argentina”.  Y para González la nación son sus textos como “clavijas de la cultura sobre la materia amorfa de la vida”. Pero todo texto es una línea de frontera: “Todo lo que un texto nos puede querer decir, es de lo que él se nos escapa o sobra”, escribe en Historia de la Biblioteca Nacional. Estado de una polémica. Aventurarse en la memoria de la cultura será para González siempre un rebasamiento entre líneas textuales que tantean al presente.

Morador de las fronteras, González, se contela en un tiempo preñado: la generación de 1968. Su gran compadre ha sido Nicolás Casullo. Se reconoce su brillo junto a otras luminarias de esa generación: Juan José Saer, Nestor Perlonghuer, Rofolfo Fogwill, Beatriz Sarlo, Maria Moreno, Cesar Aira, Germán Garcia, Jorge Panesi, Josefina Ludmer, Eduardo Grüner, Alcira Argumedo, Américo Cristófalo, Luis Guzman…

Ahijado de dos grandes retóricos de la nación, David Viñas y León Rozitchner, aunque podría ser Ezequiel Martinez Estrada su inspirador más profundo, y Paul Groussac y Jorge Luis Borges sus fantasmas de toda la vida. Sin embargo, si se lo apura puede ser que González  conteste que quiso ser el Coronel Lucio. V. Mansilla. ¿Pero quién no quiere ser Mansilla? Darse maña en el invierno de la vida ostentando como el autor de Una excursión a los indios ranqueles:

Flexibilidad de carácter para encontrarme a gusto, alegre y contento, lo mismo en los suntuosos salones del rico, que en el desmantelado rancho del pobre; lo mismo cuando me siento en elásticas poltronas, que cuando me acomodo alrededor del flamante fogón del humilde y paciente soldado.

Es que la elasticidad con que los textos se le ofrecen a González  para tramar una praxis de la cultura evoca esa antropología de las pampas que Mansilla nos primerizó a todos con gran arte al punto de encontrar la civilización en la barbarie:

Estos bárbaros, dije para mis adentros, han establecido la ley del Evangelio, hoy por ti, mañana por mí, sin incurrir en las utopias del socialismo: la solidaridad, el valor en cambio para las transacciones; el crédito para las necesidades imperiosas de la vida y el jurado civil; entre ellos se necesitan especies para las permutas, crédito para comer. 

Porque si Mansilla fue el héroe antropológico que descubre el socialismo entre los indios ranqueles, cuyo exterminio funda la nación argentina, Gonzalez, es el hombre que piensa -en el hoy- una nación socialista. “Melancólico” lo llamó Horacio Verbitsky sin darse cuenta que también hablaba de sí y de su trabajo de sepulturero. Ni Gonzalez ni Vertbisky saben cómo finalizar el duelo de una “patria socialista” sin melancolizarse. Pero, ¿quién lo sabe salvo que sea un canalla declarado?

La melancolía es el desamor que, también, recrea lo acaecido y lo eleve como textos culturales y potencia temporal de las sociedades. Hay en la praxis de González, en su escritura y en su política de la Biblioteca Nacional,  una «vigilia operante» como lo ha encumbrado Carlos Astrada al gaucho errante Martín Fierro. Como baqueano, González, abre con la guadaña lenguaraz de sus lecturas la maraña irresuelta de los textos de la nación. Dejando, sin embargo, que todo se vuelva a mezclar de otro modo ni bien cruzamos el pasadizo abierto. «Es una aguja de marear humana; su mirada marca los rumbos y los medios rumbos, con la fijeza del cuadrante”, asi ha descripto Mansilla al mejor baqueano.


La cultura del baqueano 

“No hay arroyo, no hay manantial, no hay una laguna, no hay un monte, no hay un médano, donde no haya estado personalmente para determinar yo mismo su posición aproximada y hacerme baqueano, comprendiendo que el primer deber de un soldado es conocer palmo a palmo el terreno donde algún día ha detener necesidad de operar”. De esta manera Mansilla se autodefine a sí mismo como rastreador de caminos, como soldado pero también como político. González no ha sido inmune a esta máxima mansillezca. Al punto de crearse la necesidad de actualizar y publicar una Historia de la Biblioteca Nacional, para operar y trazar efectos en sus incursiones de director.

 

Hacer la historia del recinto de “las quimeras literarias del país”, glosando sus percances y adversidades institucionales, sus querellas administrativas y tecnológicas, es para González “llegar al núcleo vivo de la polémica sobre la cultura nacional”. En esta Historia de la Biblioteca expresa más que nunca un tema que lo desvela: el drama de habitar el Estado. Es que la naturaleza burocrática del Estado es también una forma de archivo como lo son las bibliotecas. Por eso, para González, la Biblioteca Nacional, es una “urdimbre que recuerda el procedimiento entero del Estado”. Se es parte del Estado, que además, en su faz represiva -siempre latente por ser la infraestructura de su poder-, durante la última dictadura militar, destruyó la idea de revolución, eliminando a una generación y melancolizando a los sobrevivientes. Habitar el Estado es una dimensión dramática de lo imposible, de lo que se resiste a una resolución final simplona. Acaso, un imposible que se parece mucho a la memoria de la cultura a través de los textos que González practica en su escritura fronteriza.

La dirección de González, en la Biblioteca, ha asumido este imposible y desde allí ha producido no pocas polémicas: gremiales, bibliotecológicas, administrativas, intelectuales y políticas. Con la noción de “libro viviente”, que González ha tomado del pensamiento de Antonio Gramsci, hace de ella un instrumento que verifica en la Biblioteca Nacional un pensamiento cultural emancipador. Quizá con el deseo de retomar el ímpetu de proferimiento y organización de las primeras bibliotecas anarquistas de principios de siglo XX, en Latinoamérica, y que, en nuestro país, la experiencia más reciente fue la Biblioteca Popular Florentino Ameghino, de Venado Tuerto, durante los último años de la la última dictadura militar, dirigida por un grupo de jóvenes del pueblo, de donde surgió, luego, la actual Facultad Libre de Rosario.

El redescubrimiento de un libro borroneado en la memoria social se trenza con lecturas que hackean los “soportes” de las nuevas tecnologías. El libro se reactualiza hasta moldearse en un materialismo sensible de actos bibliotecarios: reediciones de libros fundantes, diarios y revistas con polémicas mal enterradas; meditaciones mediáticas de libros perdidos; trucos tecnológicos listos para un museo estrafalario de la memoria editorial; expendedoras automáticas de libros-bolsillo echando unos centavos en la ranura; retornos de la retórica pública mediante payadas asamblearias, tertulias intelectuales, arengas culturales y expoliaciones petulantes; rescate de partituras silenciadas que han diagramado la historia nacional; fabulaciones cinematográficas de la sociedad actual que hace historia… Y un sin fin de materia glosadora y autónoma de los libros como “objetos supervivientes” con que la biblioteca recrea a sus nuevos lectores. Se trata de “un vitalismo adherido a los documentos”, como lo nombra el propio González, en su Historia de la Biblioteca:

Cuando decimos que hay una voz sepultada en los documentos puede consistir en una explicita primera persona que despeja su intimidad en un escrito o, por el contrario, en un rumor acallado, una mudez que reclama intérpretes, que puede haber tenido varias interpretaciones y llega a nosotros con esas alteraciones, esos balcuceos, la indescifrable resistencia a perder su impenetrable singularidad.  

De este modo recrea una praxis cultural que actúa con un “preservadurismo situado”. Los libros que la biblioteca decide revivir son los desechos del pasado que permanecen en las napas profundas del presente. Como esos fósiles en la oscuridad del desierto que iluminados por la luna se convierten en fosforescencias errantes y que los paisanos llaman “luz mala”. Son nuestras “iluminaciones profanas”, en los campos pampeanos, que alumbran recodos insospechados cuando nos movemos. El “libro viviente” que se desplaza como luz mala junto con nosotros forja una retícula de conexiones significativas entre restos lejanos e independientes. González rastrea los desechos para crear el presente. Porque como testimonia el astrónomo chileno Gaspar Galaz, en el documental de Patricio Guzmán, Nostalgia de la luz:

El presente no existe. Todas las experiencias que vivimos en la vida ocurren en el pasado. Incluso, las sensoriales. Todo está un tiempo atrás, aunque sean milenésimas de segundos. Las señales de lo que ocurre se demoran en llegar a la percepción. El presente absoluto más cercano es el de la mente. Y ni siquiera. Porque cuando pienso algo, la señal se ha demorado entre mis sentidos y mi pensamiento. Nos acostumbrados a vivir en el pasado. El presente es una línea muy delgada que si la soplamos un poco se destruye.

Por eso al presente hay que estarlo reiventando todo el tiempo. De ahí, que González , lleve a  la Biblioteca la gran consigna de su libro Restos pampeanos: “recorrer con empeño rastreador”. Este afán astronómico con los textos que traman la nación le permite reconocer que nuestra “conciencia esta rellena -como estopa- de textos ajenos”. La autoconciencia de González es un enredo de pasajeros clandestinos que trafican los restos de las contiendas culturales argentinas. Y las citas, como nos ha enseñado, Walter Benjamin, “son como salteadores de caminos que irrumpen armados y despojan al ocioso paseante de su convicción”.

A esta autoconciencia clandestina del instante de peligro por la traficación de los textos para la creación incesante del presente de una nación, González, la llama “lectura ontológica”. Una lectura que resulta un hecho social por lo que arrastra y enuncia. De ahí, que González ha desarrollado las dotes de gran glosador. Función cultural no menor. Glosador de las redes invisibles que comporta y transporta una cultura consigo misma y su alteridad. Por más que Gonzalez sea un Doctor en Sociologia sus lecturas de brillante fabulador lo reubican en el lugar del autodidacta y de la sabia “docta ignorancia” emancipadora. Porque la “eficacia literaria solo puede surgir de la relación entre acción y escritura”, como nos enseña Benjamin.

La cultura del lenguaraz

“El lenguaraz no puede traducir literalmente, tiene que hacerlo libremente, y para hacerlo como es debido ha de ser muy penetrante”, nos adelanta Mansilla, en su Excursión. Es que no hay reciprocidad y equivalencias entre las lenguas o los ideolectos. Hay, en cambio, desplazamientos, reinterpretaciones o contrainterpretaciones. La traducción que hace el lenguaraz es el reino de la diferencia y la infinita tolerancia a los lenguajes. Como en la lengua de Sassure y como en la nación de González.

González ha visibilizado en la escena pública un habla estatal  muy distinta al idioma ceremonial de otros funcionarios de la cultura. En una entrevista que le hice en el 2008, en medio del conflicto agropecuario con el gobierno, González me explica que: “Una biblioteca tiene que tener un trato fino con su época; pero, al mismo tiempo, debe pronunciar las palabras que se escuchan en su época. Tiene que pertenecer al mundo de la crítica”. Porque para él: “El lector surge en el entrecruzamiento de las polémicas que ocurren en toda sociedad. La polémica es cómo leer, cómo interpretar los legados, cómo hablar”. Es así que: “La Biblioteca debe preservar sus bienes pero no debe preservarse de usar un habla crítica. Un habla crítica no supone ser sediciosa, ni facciosa, ni tangencial, ni tendenciosa; sino que conservando su pluralismo debe de exigir del lenguaje su máximo”.

Es consabido que lo que caracteriza a González a es una habla oscura. “Enigmático ensayista, oscuro y barroco”, le espeta Beatriz Sarlo en, La audacia y el cálculo. “Es que desde temprano me persigue el fantasma de un escribir difíficil”, confiesa el propio González, en Retórica y locura. Sin embargo, Platón en el Fedro ha encontrado el salvoconducto de la manía que une la adivinación, con la locura y ésta con la fuerza política. Esta retórica política oracular es la que habla González. Inspirada fuertemente en el lenguaje de Ezequiel Martinez Estrada. Pero, al contrario de lo que se cree la voz profética del oráculo se adquiere bajo los efectos de la lucidez de que el destino no está resuelto. Se sabe que no se lo puede saber todo. Por lo tanto no se lo dice todo, y por eso de lo dice a medias. El enigma planteado en el oráculo no es una sobredeterminación futurológica si no un presente de decisión que libera y federaliza los caminos a tomar.

Como dijo Napoleón: “En la guerra dos tercios deben concedérsele al cálculo y uno a la casualidad”. Ese blanco de azar, ese no saber del todo el desenlace  ofrece la posibilidad a los seres humanos de inventar un pensamiento y un hacer que lo sustraigan a la sobredeterminación y la repetición. La retórica oracular es la dicción de una política de emancipación. Apela a la potencia del ser parlante y su capacidad de decisión.

Si González renuncia a una “huída feliz del laberinto” como testimonia en Retórica y Locura es porque en su estilo copioso, murmurante y enigmático está implicada una praxis cultural que le permite huir deseoso de la abstringencia de la lengua materna y reelaborar “la oscura sensualidad de un decir excéntrico”, que todo libertario desea. González habla una nueva dicción estatal en las fronteras del Estado. Es su manera de trazarle los límites a la abstringencia estatal y dejar un aire de imaginación pública y social para entregarse “a la felicidad renovada de una antropoligía de la vida cotidiana”.

Estas resultan las líneas retóricas de una práxis cultural destotalizadora como política pública en el corazón de la Biblioteca Nacional. Que si tendríamos que definir a las apuradas la llamaríamos: cultura de frontera. Una cultura de la mezcla, del mestizaje. Cultura del lenguaraz criollo que trenza lo alto con lo bajo, lo noble con lo espurio, lo lejano con lo cercano, lo bárbaro con lo civilizado. Artesanía donde todos los elementos y registros son iguales y distintos al mismo tiempo y, sin embargo, se teje una elocuencia sensible y estratégica.

No tanto porque el mestizaje produzca un nuevo artefacto cultural, sino porque las marcas fìsicas de la memoria cultural colectiva cuando son meditadas siembran una singularidad de sentido. Benjamin dirá una “constelación crítica” donde es preciso que un fragmento del pasado despierte al presente.  González esboza, de esta manera, una teoría de la cultura argentina para despuntar los actos bibliotecarios en acciones culturales y creaciones intelectuales como instrumentos de intervención en la vida pública del momento político. Retomando en ello a Paul Groussac, antiguo director de la Biblioteca Nacional, Gonzalez, propone reformular la teoría bibliotecológica mediante una praxis cultural historizada de las bibliotecas públicas. Como me dijo en aquella entrevista:  “Intentamos hacer una Biblioteca que no sólo espera los lectores sino que los crea interviniendo en los debates públicos de la época”.

Liberar y federar

Si hubo en Francia una cultura de la conversación que se instruyó en los salones literarios y las noches proletarias donde se cocinaron sus revoluciones, nosotros relucimos, en nuestras llanuras, una cultura del lenguaraz -mezcla de indios y conquistadores- que debatió su revolución en tertulias criollas. Revolución que en medio de las armas pensó y fundó una “casa de libros”: una biblioteca pública con función educativa al modo de una sociedad de debate. “Los libros están a mano para dirimir disputas”, dijo su fundador Mariano Moreno. Se trató de la “ilustración popular” como una de las tácticas revolucionarias.

Por eso González llega a decirme que: “Una biblioteca no es contraria a una guerra”. Algo que luego ratificará en Historia de la Biblioteca Nacional: “La biblioteca surge de una interrupción excepcional, del acontecimiento impensado de la guerra, si bien es claro que las mentes cultivadas la preparaba desde antes”. En 1810 lo que hoy conocemos como el Colegio Nacional de Buenos Aires se había convertido en un cuartel y no había donde educarse. Gonzalez, me cuenta que:

Groussac se pregunta cómo es posible una biblioteca cuando esta amenazado todo el campo político, social y cultural; por qué razón en una guerra se funda una biblioteca. La subsistencia penitente de la Biblioteca Nacional durante 200 años es un intento de explicar cómo se funda una biblioteca en una guerra pero como una Biblioteca no es contraria a una guerra, no es el otro polo de la guerra; sino cómo está entrelazada con los tejidos bélicos  de cualquier mundo que le sea contemporáneo. Porque la fantasía que redea a todo biblioteca desde tiempos inmemoriales es su destrucción.

Y rematando el fantasma de la bibliocastía agrega: “No se puede moralizar sobre la destrucción hay que dejar siempre flotando la hipótesis de que se puede entrar en una guerra y la biblioteca puede ser destruida”. González asume el concepto de biblioteca revolucionaria que “se basa no en la circulación de libros en los espacios de lectura y edición previsibles, sino en actos bibliotecarios, cuya validez la explica un estado de convulsión y guerra”, insiste, años después, en Historia de la Biblioteca Nacional.

En una dirección morenista, groussaquiana y nacional popular al mismo tiempo, lo que González verifica es el “estado de una polémica”: si hay un lector, hay un espectador de una historia, que también protagoniza. La Biblioteca actúa como archivo imaginante de los ciclos históricos de la nación y sus proyectos de emancipación. La praxis cultural de la Biblioteca bien podría ser una “iluminación profana” que despierte las políticas culturales oficiales del ciclo kirchnerista.       

* Texto publicado en el revista Mancilla Nº 2, abril 2012.

El cuerpo que nos devuelven los dioses antiguos (Sobre La crisálida, de Horacio González) // León Rozitchner

 

Estas notas no pretenden agotar lo que el libro dice. Retengo de Horacio González lo que más me ha interesado de su experiencia para ampliar la mía con la suya. Por eso, quisiera en estas notas sólo destacar de su libro lo que para mí fue más importante y quizás antes distante: la metamorfosis. No sé si Horacio podrá reconocerse en lo que digo. Pero podrá reconocer, al menos, que permanezco en estado de crisálida todavía.

La visitación del filósofo

El enfrentamiento entre culturas y el derecho a pensar lo que uno quiera se le presentó a Horacio, nos confiesa, en ocasión de la visita que le hizo en su casa un estimable filósofo francés. El filósofo del primer mundo recorre con su mirada la biblioteca de Horacio, “intelectual” argentino que se niega a transformarse en simple remedo del pensamiento europeo, racional y dialéctico. Descubre en su mirada escrutadora a un juez implacable, que pone al desnudo nuestra “falla geológica” inicial en relación con el pensar filosófico. “Nuestras bibliotecas, nuestras casas, nuestros programas de lectura, son visitables pero toda visita los desencanta, los arroja a la trivialidad de los horizontes ya sucedidos” (p.13).

Estas palabras expresan la humillación que siente un hombre argentino que quiere pensar por su cuenta: esa mirada que él percibe como implacable le quita el encanto no sólo a los libros sino también a su casa, y hasta a sus proyectos futuros de lectura. Basta esa mera mirada de un intelectual de la France Eternelle para anonadar y desvalorizar su mundo: un desprecio ontológico hacia lo que es uno. “Hay que seguir hablando con el lenguaje griego, alemán o desde luego francés o inglés en la filosofía” (p.15). El desencanto desvaloriza hasta la propia lengua: anula nuestra capacidad de usarla como productora de pensamiento.

La filosofía, en Horacio, debe recuperar su libertad: “La filosofía habla como lo que no es y dice lo que no le corresponde”. Infractora, habla más allá de sí misma. Horacio quiere mantener vivo al menos el encanto de sus propias palabras para que por las suyas revalidemos las nuestras. Pero para hacerlo debe actualizar un poder significante que la filosofía dialéctica había excluido de nosotros para hacernos dignos de pensar como ella.

Este libro de Horacio surge desde ese ninguneo (como se dice en nuestra habla): “de mi propia revisión […] de la biblioteca que poseo, una vez que pude mirar las previas imágenes que otros le arrojaron”. Horacio tuvo que reponerse y comprender este desprecio para revalorizar lo más propio y originario de sí mismo, que en la filosofía dialéctica, el pensamiento más alto de Occidente, está presente sólo como un momento abstractamente superado. Tuvo que ir a buscar en el pensamiento mítico arcaico, que elabora ideas encarnadas desde la metamorfosis, y comprenderla como forma primaria que labora con imágenes que el cuerpo produce, y desde allí captar lo que la cultura occidental rechaza de sí misma, sobre fondo de qué encubrimiento se elabora luego la razón que impone. Sobre fondo del desdén y la humillación leída en ese mirada de Horacio debe descubrir, para anularla, el aparato teórico que la sostiene. Que a las tesis que fundan el aparato pensante de la filosofía dialéctica les falta lo que ella ha excluido de su propio origen: el fundamento encarnado del cual proviene, sobre el cual se apoya su razón excluyente. Si este fundamento no estuviera negado, la filosofía dialéctica podría pensar de otro modo una realidad humana de la que Horacio no se sintiera excluido. Por eso nos dice que en su libro “explora la tesis del derecho a tener una tesis”, un derecho todavía no contemplado en los Derechos Humanos de las Naciones Unidas.

Lo cual supone que Horacio parte de una experiencia ambigua: está metido en la filosofía dialéctica, pero al mismo tiempo tiene otros amores -y eso se le nota. Para sincerarse él quiere ir al fundamento que nos autorice a todos a pensar sin miedo y sin ser humillados por la cultura ajena, para el caso la europea en la que nos movemos. Su tesis reivindica entonces un andar errabundo: múltiples sendas sin origen común, sin centro, sin término ni jerarquías. “Estas sendas reiteradas se han forjado en formas contingentes, que no pertenecerían a una unidad previa que luego se haya ido bifurcando. […] Nos pareció posible designar esas sendas […] con los nombres […] el de metamorfosis y dialéctica” (p.18). Se trata, como vemos, de un desafío más hondo y mayúsculo: el derecho a pensar como a uno se le da la real gana temas y problemas de los cuales ninguna cultura pueda preciarse de ser la única dueña. Creer que sólo ella ha pensado, sentido e imaginado lo más importante.

Entonces se conectó con el origen de nuestra cultura, en Las metamorfosis de Ovidio. Son historias, relatos, “cúmulo legendario de antiguas narraciones”. Pensamiento mítico “capaz de eximirse a sí mismo de… obligaciones lógicas”: fuentes de reflexión que supone una “conciencia material” frente a la conciencia pura de la metafísica. “En cada momento de una presencia o de un ser hay una forma que le es inherente”: la vida es un transcurrir de formas en constante movimiento. Estas formas visibles pueden describirse, no están nunca quietas, cambian sin cesar, se hallan en actividad continua. La vida es ese esencial cambio de formas. Horacio se reconoce en ella.

Comienzo

El concepto de “metamorfosis” amplía la noción tradicional de cuerpo, ese que contraponemos a espíritu, como si para recuperarlo y ponerlo en juego sólo bastara con saber, a fuer de materialistas científicos de izquierda, que el cuerpo nos incluye en la naturaleza de lo vivo como la ciencia y la dialéctica enseñan. Horacio, al recuperar el pensar de la metamorfosis para la filosofía nos enseña a ir más lejos: el retorno a las fuentes imaginarias y sensibles del pensar abstracto.

Si las filosofías de la dialéctica nos dejan sólo el cuerpo como soporte de la existencia, el materialismo que le agregamos para corregirlas tendría que ahondar en la noción de cuerpo, caja de Pandora de la que al abrirla surgen todos los males del mundo, comenzando con la mujer y la muerte. Quizás la primera metamorfosis obscura que los hombres escondemos sea aquella que por boca de quien ha perdido la razón hizo destellar una verdad escondida: Schreber se despierta una mañana y anhela metamorfosearse en mujer, sentir lo que ella siente. Y a esta metamorfosis se la llama psicótica, sin ver que la verdad más difícil solo puede ser dicha en nuestra cultura por los que enloquecen.

Tesis extraña para la dialéctica, frente a la cual reivindicará el momento escultórico como forma de pensamiento, lugar imaginario donde se asienta el acceso a la verdad en el hombre. Para pensar en serio hay que poner el cuerpo amoroso o gozoso para aceptar perderlo y que se convierta en otra cosa distinta a la que era. Es por la experiencia de este extremo límite como la verdad se afirma: la inversión “a pura pérdida” es la que nos prepara y nos hace dignos de la metamorfosis.

Ese es el desafío de este libro admirable que nos habilita para recuperar nuestra singularidad como necesaria para producir algo. Antes nos decían, en cambio, que sólo pensábamos en serio cuando abandonábamos lo más propio de nosotros al olvido y al desprecio.

Un paso adelante

El libro de Horacio sobre la metamorfosis expone la suya, creo, el trayecto que por su intermedio él mismo ha alcanzado: define una inserción poética en la filosofía. A la ascesis mística del santo, que se metamorfosea para hacerse digno de que el Dios implorado invista la miseria indigna de su carne pecadora, Horacio en cambio nos propone una metamorfosis de nuestro ser pensante, que se descubre apoyado en otros poderes, esos que la dialéctica pedía que se dejaran de lado. Recuperar un pensamiento sensible e imaginativo que el concepto y la razón habían obturado.

Esos poderes negados, y hasta despreciados, son recuperados ahora como el lugar mismo de la reflexión filosófica: las metamorfosis primeras con las que el hombre inviste gozosa o cruelmente su inherencia al mundo, a los hombres, a los animales y a las cosas. Está aún presente, aunque despreciado por la dialéctica racional a la que tendríamos que acceder para pensar en serio. El tránsito de naturaleza a cultura no es un salto del espíritu ni una frase teórica. No es una relación de concepto a concepto sino de persona a persona, o de una forma corpórea a otra forma corpórea. Se actualiza, para el caso, en la visita, por ejemplo, que un filósofo hace a nuestra casa.

Esta experiencia es una praxis sobre su propia constitución como ser humano. Por eso el Horacio del comienzo no va a ser el que se encontrará a sí mismo luego de escribir su libro. Ese punto de partida, el de la humillación, es puesto como fundamento de un interrogante nuevo. Es un momento dramático, que condensa y exige, por la hondura de la ofensa, una transformación radical análoga a las que narra Ovidio de sus personajes: nos sitúa entre la vida y la muerte -de aquello que somos, por lo menos. Ese es el desafío: aceptar esa metamorfosis que Horacio tiene que efectuar sobre sí mismo. [Y de paso cumple con la onceava tesis sobre Feuerbach: se trata de metamorfosear (transformar) al mundo, pero para hacerlo -comprende- se trata de metamorfosearse también a sí mismo. Este es también un momento necesario de la praxis de la filosofía: recuperar en los mitos el encanto de la infancia perdida de la historia. Marx, dialéctico de la metamorfosis de la mercancía en dinero, proclamó sin embargo el triunfo del progreso de la ciencia sobre los dioses antiguos].

De pronto la humillación y el desencanto que entristecen abren una fisura donde el sentido de la razón más propia se revela inquietante: para pensarnos debemos pensar con ella contra ella. Ese sería el problema: descubrir aquello que la cultura occidental vació de sentido y le quitó el encanto, pero que aún sigue vivo, pese a que ella lo hiciera para imponer al mundo que la verdad sea una, y que sea suya. El cristianismo, yo agregaría, tiene algo que ver con esto. El hombre pecador frente a un Dios único y abstracto, que se metamorfosea en la divinidad de Cristo, y de la madre en Virgen, aniquila lo vivo de la dramática humana en lo imaginario.  No son equivalentes a las metamorfosis que Ovidio nos recuerda acompañan la dialéctica destructiva, no a la poética creadora de la metamorfosis. Ese transformismo cristiano con su cielo abstracto y frío empobrece toda creación encarnada. Sirve de soporte para que la racionalidad instrumental abra un campo propio y puro, insensible. Obtura, con la noción de un dios único y del pecado, las verdaderas tragedias y transgresiones humanas que los mitos ilustran y Ovidio nos narra. Cielo de forma vivas: “las metamorfosis están concebidas como una enciclopedia teogónico-científica, donde brilla el catálogo de nombres que clarifican los hechos del cosmos, pues ellos descienden de las efigies humanas que fueron consumidas por la pérdida de la forma”. 

La metamorfosis no luchó contra la dialéctica, pero la dialéctica tiene el objetivo de destruir a la metamorfosis: convertirla en un momento superado de su propio desarrollo. Horacio quiere recuperar poderes que con ella se han perdido o nos sustrajeron. La experiencia de conocimiento implicará siempre la transformación y la puesta en juego del hombre que piensa. Pensar es desarraigarse para reencontrar por fin ese arraigo arcaico perdido desde el cual sea posible una vida entera.

La razón dialéctica también produjo monstruos. Produjo entonces hombres que piensan acotados por los límites de la dialéctica, más bien de la razón instrumental que olvidó su origen. Por eso Horacio debe rechazar la teoría de la “recepción”, que no hace sino producir sujetos sólo receptivos -¿alienados?- a la razón del amo. En el ámbito del saber son los “académicos”. En el campo de la política son los posibilistas. En el campo de la vida son los aggiornados. Es decir, sujetos sólo para pensar, sentir e imaginar dentro de los límites que la cultura imperial ha trazado. La “teoría de la recepción”, nos dice, no es más que la interiorización de este profundo desprecio, humillado, hacia uno mismo.

Pero también Horacio debe encontrar en la filosofía misma aquellos que entrevieron este valor de lo negado. Son los escritores y filósofos a los cuales acude para apoyar su propio camino que ellos ya abrieron. Kafka, Nietzsche, Levi-Strauss, Heidegger, y hasta el mismo Hegel. Aunque disienta con alguno de ellos los considera como aquellos que denunciaron el empequeñecimiento de la filosofía por la dialéctica, y el necesario retorno a las fuentes de la tragedia antigua para comprender la nuestra.

Diferencias

La dialéctica es el pensamiento adulto de la historia, la metamorfosis es, en cambio, el pensar aniñado de “la infancia de la humanidad”. Horacio quiere pensar cómo prolongar lo infantil de la cultura ‘adulta’, las culturas arcaicas, en el presente nuestro. Quiere reavivar en sí mismo un abandono penoso al que no puede resignarse. Y de pronto con la metamorfosis se abre todo el campo de la historia que es vivida y narrada como si fuéramos niños o sólo adultos que olvidaron la infancia. Ambos modos de pensar se muestran como antagónicos. Cuando aparece la dialéctica, la metamorfosis se esconde avergonzada. Cuando aparece el pensar de la metamorfosis, la dialéctica “se abstiene o se agrieta”: se declara impotente ante la irracionalidad despreciada, o se escinde el sujeto. Pero en realidad somos cada uno de nosotros los agrietados o los que nos abstenemos. Con la metamorfosis, en cambio, se recupera otra forma de pensamiento. “El pensamiento de la metamorfosis es uno de los más arcaicos senderos de la imaginación pensante humana. Surge con la propia idea de surgimiento, emerge con la propia idea de emergencia, nace con la propia idea de nacimiento” (p.53), ordenando el Caos primigenio.

Hay pues una concepción del pensamiento que incluye lo impensado por nosotros, o más bien una forma de pensamiento que no circula sólo por los conceptos.

 

Las formas originarias de la razón abstracta. Las metamorfosis.

 

Es muy difícil dar cuenta del libro de Horacio sin transcribir lo que él nos dice: no tendríamos una descripción que lo mejorara.

Diríamos, arriesgándonos, que las metamorfosis son las transformaciones originarias hacia las cuales apunta el pensamiento racional en busca de su origen, para devolverle la relación perdida con las cosas, su cercanía más próxima a lo vivido. Casi un ensueño, que aunque mediatizado como distancia con lo que evoca, se apoya y se prolonga desde las formas reales en que decantó como idea en el imaginario de aquel que las piensa. ¿Cómo conciliar lo imaginario con la filosofía? Se trata de pensar con imágenes y con conceptos, ir desde lo mismo a lo diferente, volver del contenido racional a la forma sensible, recuperar el arraigo en lo vivido del cual la razón se distancia sin abandonarlo.

Horacio nos dice: “hay un pensar en el transfondo del ser que intenta a su vez ser pensado, ocasionando dos desgarrones bien conocidos en filosofía. El primero, buscar los orígenes del pensar supone contar con la alegoría de la naturaleza, del sí mismo y de la diferencia entre lo que es pensar y lo que es pensar sobre el propio pensamiento (en irrisorio acto de metalenguaje). El segundo, buscar los orígenes del propio pensar supone imaginar menos una respuesta sobre el origen de la materia pensante que sobre los surcos típicos en los que recaen una y otra vez los estilos reflexivos. Estos estilos son los que aparecen en las ruinas de la lengua, en las expresiones ritualistas, en las torpezas de la expresión y en los diversos despojos de y en lo que hablamos. Es el pensamiento real actuando en la laboriosa resignación de tener que pensar sin que en el pensamiento surja la conciencia de sí” (p.21). Horacio no puede permanecer en ese planteo primero que supone una “nada sin rostro ni contornos, si no estamos dispuestos a desmaterializar el conocimiento o alejarlo de sus concreciones o figuras realizativas?” (id.). La nada sin rostro ni contornos que desmaterializa al pensamiento expresa lo más propio negado del sujeto, que cree que exista porque sólo piensa desde el ser y la nada.

Si el mito estuvo en el origen de las formas del pensamiento originario, que retenían aún el movimiento de las cosas y los seres, Horacio va a buscar la fuente de su propio pensar poético que sirve, como es visible en quienes, admirados, lo escuchamos y lo leemos, para hacer brotar su pensamiento en el nivel más denso de sentido al cual la palabra llegue. Reconocimiento de poderes antiguos que todavía alimentan su pensamiento. Pero el pensar de la metamorfosis no es un mero pensar con imágenes: sirve a otros fines. Muestra, porque es mímesis, que corresponde a una experiencia diferente desde la cual acceder a otra forma de conocimiento. Y ésta exige un compromiso distinto a aquel que se accede sólo pensando los conceptos racionales de la dialéctica. ¿Pensar con sujeto? ¿Es suficiente decirlo? Las suyas son, pensamos, coalescencias más de cuerpos que se intercambian, y no sólo de imágenes y de palabras que se combinan y se mediatizan, por medio de un pensar con conceptos que les da su contenido racional, y las enlaza desde un orden externo.

 

Imaginar, metamorfosear

 

Pero la metamorfosis es algo más hondo y más profundo: implica que todo el sujeto, desde su corporeidad afectiva, se pone en juego. Va más lejos que la noción de “identificación” freudiana,. porque supone otro mundo de relaciones humanas. El sentido trágico del Edipo griego no es el mismo que circula en el Edipo cristiano que Fred le atribuye. Adquiere su sentido sobre fondo de los mitos y la tragedia antigua: “un ensayo de mímesis absoluta”, otra confianza en el poder de un imaginario ampliado. Uno se transmuta en lo otro: trasvasa desde su propia forma todo su ser a otro ser diferente y se convierte, dejando de ser lo que era, en una forma distinta que anula la anterior y la consume en la nueva. Y esta metamorfosis exige, para llegar a realizarse, asumir la experiencia más dolorosa: dejar de ser uno para ser otro. Esta transformación de los cuerpos es un presupuesto del pensamiento. No hay verdad, es decir movimiento que pase de algo a otro algo, sin que la vivencia exija que cada uno alcance los límites, trágicos o exultantes, que el destino, implacable, impone a los hombres. Horacio está, me parece, a la búsqueda de ese punto incandescente desde el cual plantear una lógica que está más en el orden del existir que en el del yo pienso solamente. En esos límites extremos, en abismo, se produce la transmutación de la metamorfosis. La profundidad del estar afectado nos muestra el lugar donde la verdad por fin se enraíza y desde allí se elabora.

Lo que Horacio describe como “el momento minucioso”, “el punctum en que se da el cumplimiento al sino fatídico”, o “el instante de oro”, “la marca exacta en que la materia bulle en toda la expectativa del pasaje”, no es sino el momento, creo, en el que el mito preanuncia la escena del tormento, por ejemplo el rayo que cae con su verdad traspasando la carne viva de la mujer amante al tener la certidumbre, la certeza absoluta de lo definitivo, la muerte del amado cuyo retorno estaba esperando. El “punctum” es la verdad en acto, el momento en que lo irreparable se ha consumado. ¿Cómo no llamar “verdad” a este reconocimiento insoportable que nos cuesta la vida?

La metamorfosis será luego el arte de la consolación que transforma al dolor y lo consuela. No abre un cielo infinito y vacío para el alma, sino la permanencia transmutada de los cuerpos en la naturaleza viviente que nos acoge y en la que nos prolongamos. No sólo es la transformación en la que adquirimos una forma nueva, sino que en la misma forma está presente, si sabemos animarla, la “verdad” del punctum anterior del cual provenía. La metamorfosis es en cierta manera un silogismo encarnado: si pasa tal cosa es porque antes hubo otra que la requería. Pero para que esto suceda ha sido necesario que la verdad sensible, por más que duela, sea vivida y aceptada. Sin dolor no hay verdad, y sin verdad no hay consuelo. Sin poner en juego la corporeidad del sujeto no hay verdad verdadera, sensible, dolorosa. Pero tampoco hay éxtasis gozoso, que es otro “punctum” de la suprema dicha humana. Este punto también puede ser el “momento donde se verifica el castigo o la honra culposa de los héroes”.

Se dirá que en los dos casos también estas figuras pueden ser asumidas por la verdad lógica, racional, dialéctica, pero lo hace sin tragedia ni dichas humanas. La tragedia es un hecho del ser, no sólo del lenguaje. Al aceptar como consuelo que el otro se transmuta, también aceptamos formar parte del mundo donde todo se metamorfosea, y por lo tanto que también nosotros lo hacemos. Otra verdad, diferente a la dialéctica, circula y avala a la metamorfosis.

Podríamos entonces decir: este “punctum” que da paso a la metamorfosis que consuela es también el mismo “punctum” que fue dejado de lado, superado, cuando dejó paso a la filosofía de la dialéctica y del desconsuelo. Ese umbral sensible del pensamiento fue obturado, superado, por el racionalismo de la dialéctica. Hegel puede hablar de la muerte y decir: “el espíritu conquista su verdad sólo a condición de reencontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento”. Pero aún el desgarramiento absoluto es allí un momento que para el espíritu transcurre en el pensamiento, y que luego supera, no es el de nuestro cuerpo que sufre la muerte como límite absoluto ante la nada. La verdad para Hegel encuentra su “punctum” en ese desgarramiento sólo pensado, desgarro solo racional, punto de partida de su pensamiento. Hay muerte para que haya espíritu y se desarrolle la dialéctica hasta alcanzar por fin la Idea. La fugacidad necesaria de nuestra vida sólo es requerida para que la Idea sea.

“La forma drástica del destino siempre es mitigada por la infinitud cósmica de las formas. Las metamorfosis son un recurso que aminora el sufrimiento”. Y cabe preguntarnos entonces cuál de ambos tiene un contenido más cierto: el valor desconsolador de la verdad dialéctica que al pensar al mundo nos separa del mundo, o el consuelo liberador de la metamorfosis que nos reintegra y nos reconcilia con la vida enigmática de la naturaleza.

 

Confesión

 

[Yo aprendí con Horacio que la metamorfosis tampoco me es ajena. Ese pájaro nocturno que llega desde un largo viaje en cada primavera hasta el árbol de mi casa, y en el cual se posa, cuyo canto solitario quiebra de pronto el silencio de la noche, en él escucho a mi madre muerta metamorfoseada en pájaro nocturno, y vuelve con su canto y me despierta al despertarse en medio de la noche en la que todos duermen, y me llama con su melodía inesperada para consolarme y acunarme de nuevo. Y que se volverá a ir, lo sé, cuando se aproxima el día y luego cuando viene el otoño, repitiendo su primera dolorosa e inolvidable partida, pero con la promesa que ha de volver con la misma certeza que vuelven las estaciones, para animarme a que la espere, porque siempre regresará como pájaro que canta de noche para anunciarme que está junto a mí otra vez viva, mientras yo la evoque y la reconozca, renacida, en su canto. Mi madre vuelve a la vida metamorfoseada en el pájaro que me llama y me canta. Está muerta, sí, también lo sé, pero no está muerta: se ha metamorfoseado en pájaro y en su forma de pájaro sigue viva. Y ese pájaro lleva ahora para mí su nombre.]

La metamorfosis despierta vibraciones más íntimas que los conceptos, y abre un universo encantado que acoge en el magma sensible de las formas creadas por la naturaleza todos los dolores y las penas, pero también los goces. Es lo más propio lo que se actualiza y se siente, o más bien es el todo de uno mismo lo que allí se invierte. Una idea no puede metamorfosearse en otra cosa, salvo que lo haga en otra idea, porque su ser se construye con lo que los hechos decantan, por abstracción, para todos. Pero la plenitud vivida de la cual parte se ha desvanecido. La metamorfosis, en cambio, transforma nuestro ser en otro ser en el cual se prolonga. 

Horacio, que es también poeta, quiere que lo maravilloso del encantamiento poético de su propio imaginario vivo, en acto, acceda junto con el pensamiento para mostrar que allí la coherencia hunde sus raíces en un estrato que el pensamiento dialéctico elude para no sufrir el dolor de una mujer como Alcione (como veremos luego). Por eso Horacio nos sobrecoge como si al hablar él fuera, por su propia poesía y su riqueza, aquel que aún tiene el privilegio excepcional de estar vinculado con los dioses antiguos y germinales de nuestra existencia. Pero también quiere que sepamos que esos dioses antiguos que nos hablan aún siguen viviendo entre nosotros, en este confín aborigen de la tierra.

Asombra la precisión y la poesía de su lenguaje que se ha distanciado del pensamiento formal, porque sus palabras abren un espacio casi nunca transitado: nos dan el saber de la cosa con palabras que envuelven al concepto y lo acogen pero lo forjan y lo transfiguran para darle un destello y una fulguración que antes no tenían. Por la magia metamorfósica de sus palabras alumbra un sentido nuevo en las cosas que nombra y que ya fueron tantas veces nombradas, pero que ahora abren un espacio imaginario, sensual y sensible, diferente, para pensarlas.

Los sueños, preanuncios intensivos.

Los mitos trabajan con la materia de los sueños. Los sueños han sido comprendidos como la vivencia más intensa de una lógica imaginaria y afectiva de la vida que la vigilia, deslumbrada por el presente inmediato, deja de lado. Y son los sueños mediadores para interiorizar los saberes más hondos de la historia humana: réplicas de momentos extremos, únicos de tan intensos y desgarrados, “un ensayo de mímesis absoluta de lo humano, como si poseyeran el don de la réplica incesante de las formas conocidas del mundo, un omniformismo que llevaría a imaginar que esas formas son imperecederas” dice Horacio. “Tenemos la impresión de que la metamorfosis como pensamiento artístico quisiera buscar la mímesis excelsa de un momento de la vida que, gracias a ella, podría ser detenido, inmovilizado. Momento estanco que intentaría quizás fijar el pasaje entre la vida y la muerte, como si ese llamado genérico a la transformación [la metamorfosis] pudiera ser traicionado con el descubrimiento de un punto selecto, de vibrante elaboración, y quieto. […] instantes escultórico, ilusoriamente inmóvil de esas formas que se van turnando como ilimitadas escamas en movimiento”. 

Un punto selecto, de vibrante elaboración, y quieto: amenaza de la reflexión dialéctica que retenga solo la filigrana racional de la vida. La metamorfosis es, por el contrario, nos sigue diciendo Horacio, un momento intensivo de la vida, forma recipiente, donde se presenta entonces la verdad de otro modo, que no pertenece a la vida discursiva y a la dialéctica del mero pensamiento. La metamorfosis es un modo de pensar, es cierto, pero que transforma las presencias y las imágenes de una situación crucial de la vida humana para extraer de ellas, o expresar por medio de ellas, una sabiduría que de algún modo detiene el tiempo en el tiempo. Condensa allí un límite absoluto de las situaciones límites de la vida humana, esas que, como destino, la armonía divina sacraliza luego. No es extraño que el mito de Alcione al cual acude Horacio, para revelar con él su propio pensamiento, sea aquel en el cual la verdad se enuncia como un momento intensivo que pone todo en juego. Y nos muestra cómo una forma se trasmuta en otra.

La historia mítica del rey Ceix y de Alcione.

Ceix emprende un viaje por mar. Alcione, su esposa, temiendo el peligro quiere acompañarlo. El rey, que es su esposo, no acepta que ella lo enfrente. Temìa con causa: la tempestad se desencadena, las aguas destruyen el barco. Pronunciando el nombre de su amada, Ceix muere vencido por las olas.

Alcione espera que Ceix retorne vivo. Pero la diosa, a cuyo templo acude Alcione para implorar su regreso, no puede soportar que siga creyendo que su marido está vivo estando ya muerto. ¿Cómo hacer para que ella sepa en verdad que Ceix ya no existe y sin decirlo en palabras que podrían ser negadas, adquiera la dolorosa certeza de saberlo muerto? Le encomienda la tarea a Sueño, que es el dios del sueño, quien envía a Morfeo para que se le aparezca en su mismo lecho mientras duerme, transfigurado en Ceix. (La metamorfosis aquí exige una metamorfosis previa para que los dioses accedan a los mortales: que Morfeo se metamorfosee en Ceix.).

El sueño trae su presencia viva y Ceix mismo, como sombra, le anuncia a Alcione su propio estar muerto. Presencia real e imagen soñada coinciden: los dioses son su garantía. Es el mismo muerto el que le anuncia, de cuerpo presente, que está muerto. Lo ve pálido, desnudo, y con el cabello todavía mojado del naufragio. Cuando Alcione despierta no hay nadie, pero ya sabe, de un saber profundo y certero, la verdad que despierta antes ignoraba. No puede sobrevivir a “un dolor tan profundo”.

“Fue una sombra, y sin embargo una sombra clarísima, la sombra verdadera de mi esposo.” El sentimiento piensa la verdad sólo si es capaz de actualizar en la ausencia la imagen más honda del amado, su cercanía más extrema. No es el concepto distanciado que un nombre puede evocar con el sonido y al que le cabe permanecer distanciado de aquello que evoca. Es la presencia misma y la intensidad más dolorosa hasta la que hay que llegar para que, desde esa hendidura que tiene la forma misma viviente de lo que se ha perdido, la “verdad” de su ausencia sea cierta. La verdad de su muerte resplandece con la del amado muerto: la hace presente y lo sabe ido. Le da la vida más intensa y le agrega, en la juntura, la inexistencia. Pero también la propia: quiere estar unido a él también en la muerte. Alcione elige no ser para estar unido al no ser de Ceix. Este acto de fidelidad al amado, que enternece a los dioses, puede ser llamado “verdadero”, porque el ser del otro al que estaba unido fue asumido con la vida propia: la distancia fue salvada. ¿Podría haber “verdad” más profunda, no expresada sólo con palabras, fuera de aquella donde la propia vida da caución sin distancia a la figura del amante muerto?

Y el dolor que es de muerte la lleva a la muerte pero también a una figura nueva donde los límites se rompen y una conciliación diferente se crea: Alcione busca al esposo real cuya figura de sombra le anunció su destino, y encuentra en la playa que las olas acercan su cadáver. Para ir a su encuentro volando sobre las olas Alcione se transforma en pájaro: su amor tiene alas. “Unas ligeras alas, increíblemente, han surgido de su cuerpo. Como pájaro desgraciado roza las olas, lanzando un grito de aflicción, lleno de quejas, con su delgado pico”. Con ese pico duro besa la boca de Ceix, que también se metamorfosea en pájaro. Y porque así lo han querido los dioses harán juntos su nido en un remanso que ellos les abren, y los pájaros que de ellos nacen se llamarán alciones.

Pensemos

Los dioses se compadecen de su su sufrimiento “verdadero” porque por él circula la experiencia más honda, pero la vida debe seguir su camino, y de allí la metamorfosis: Alcione se transforma en pájaro, “costo indescriptible de una metamorfosis”. “Costo”, dice Horacio: fue pagada con la propia vida. Para metamorfosearse en pájaro es preciso primero que el dolor alcance aquí el máximo intensivo: que haya hincado sus dientes hasta la médula del sufriente. Esa muerte que cada uno le debe a la naturaleza la metamorfosis la transforma en vida, aunque diferente: “restitución amorosa en el mundo animal”, dice Horacio, porque sigue siendo vida. La mujer se metamorfosea en pájaro y ya no sufre: y los pájaros del aire, que se llamarán alciones, en su forma alada prolongan la vida de esa mujer sufriente, que murió de amor.

Pero la metamorfosis ya estaba germinando en la intensidad con que su afecto le daba su vida al otro. Lo mismo se transforma en lo diferente, y en el alción, ahora sagrado, ella se libera y nos libera del dolor de la tierra. “En ellos, su memoria obscura alude a la cruel remembranza de que han sido humanos. Solo resta el nombre, último filamento de la memoria humana”. Ahora podemos pensar, imaginando y recurriendo a otros seres reales y vivientes, que en ellos el propio sufrimiento podrá redimirse porque lo perdido se ha metamorfoseado en otro ser vivo. El nombre sobrevive en la forma nueva: tampoco perece  y tendrá entonces una vida eterna, tan eterna como lo que sea la vida de los hombres y llamen a las cosas por su “verdadero” nombre. El nombre de las cosas es una prolongación de la vida humana que a través de ellas introduce, tránsito compasivo, la vida histórica en la naturaleza acogedora, y la enriquece.

Hay saberes que necesitan penetrar muy hondo para que sean ciertos:_ debemos encarnarlos en nuestro propio cuerpo. Hay que ganar primero el espacio de las formas ajenas para abrir desde allí la dimensión de la metamorfosis en la cual se prolongó de otro modo aquello que cada forma, cerrada sobre sí misma, detiene y aísla. Esa es, según pienso y quizás deformo, esa verdad difícil que Horacio me descubre en las metamorfosis: el macerarse de los cuerpos para que el saber llegue, en verdad, a serlo. Horacio sabe que el mundo de la metamorfosis ha sido vivida por nosotros antes de leer a Ovidio. Que hay una proximidad imaginaria que la racionalidad conceptual de nuestra cultura ha despreciado y al hacerlo nos ha empobrecido. Donde las parejas de Chagall en “verdad” vuelan por los aires como pájaros.

Horacio no recupera sólo el saber de los eruditos y comentadores de la literatura clásica sino “el pequeño arte de la lectura regocijada y libre”. Este regocijo es el del gay saber nietzscheano. Al participar de lo que la narración de la metamorfosis narra son las propias facultades las que se despiertan y se reconocen más allá de todo comentario sabio. La metamorfosis es un proceso realizado, una mutación de la cual no hay retorno, aunque aprendemos que el mundo es el producto de las metamorfosis que humanizan toda la naturaleza y hacen de ella una liberación compasiva de la historia humana.

Horacio describe a la metamorfosis como una forma de tránsito final, dado por el hecho de que sólo en la muerte uno humano se transforma en lo otro natural, rompiendo la separación definitiva instaurada por la dialéctica entre cuerpo y espíritu. Lo hace para señalar que este hacernos lo otro de la naturaleza está siempre presente, antes de nuestra mente que marcará el tránsito, en cada relación personal que mantenemos con ella. Hay atisbos: somos el perro, el árbol, el gato, el caballo, hasta esa vaca cuyos ojos glaucos y piramidales miraban los míos, uno frente al otro, y yo compartía su tristeza infinita, destinada como estaba a la muerte, sólo semejante a la que uno sentía. La muerte, siendo diferentes, ella animal, yo humano, nos unía en un mismo sentimiento. Somos el ciprés o la tipa o la albahaca cuando la olfateamos, hasta la mosca que revolotea o la cucaracha que aplastamos con pensa de suprimir algo viviente, somos ese pez que se desliza bajo el agua, somos ese pájaro que canta de noche y con el que compartimos una soledad infinita, la soledad de todo lo que vive

Por último

Horacio nos está revelando un encanto ido: lo que cada uno tendría que valorizar cotidianamente en su vida, esas metamorfosis primigenias, imaginarias pero también corporales, que constituyen el fundamento ontológico de un arcaico siempre presente, que nos abren desde la sensibilidad la existencia dolorosa o gozosa de lo otro. Sólo así podremos aspirar a pensar y a vivir en serio algo que será irreductiblemente propio, más allá de toda diferencia de cultura y de tiempos. Donde no existìa la jerarquìa entre lo superior y lo inferior, sino la participación activa que producen las pequeñas metamorfosis para animarlo desde lo imaginario y el afecto. Horacio quiere que la filosofía contenga y prolongue este transformismo en sus ecuaciones racionales y en apariencia neutrales. El fondo de la dialéctica es la metamorfosis, que da de mamar a su pensamiento, “la conversión del éxtasis en concepto”. Ese es el descubrimiento que toma su punto de partida en Ovidio, pero que fue en realidad un reencuentro de lo más propio suyo en las palabras del poeta latino. Horacio nos muestra en este hermoso libro, con la maestría de su inimitable prosa, rebosante de imágenes, de ideas y sobre todo de poesía, cuánto le debemos después de leerlo. Al llegar a la última página uno siente lo inabarcable de un pensar fulgurante, al que sólo podemos acceder por atisbos: dádiva generosa para aprender a generar nuevos pensamientos.

La universalidad de lo racional contra la singularidad de lo imaginario: eso fue lo determinante en el comienzo del libro cuando enfrentó a la universalidad de la filosofía dialéctica en la mirada inquisitora de Rancière (a quien por otra parte admira). Lo separaba a Horacio de sí mismo en sí mismo: en la metamorfosis de su biblioteca universal, creía, transformada en biblioteca rústica, en la cual enfrentaba su propia imagen de escritor argentino. Tenía que recuperar el pensamiento de la metamorfosis para revalidar el propio. Ahora podía mirar su biblioteca en paz: había podido decir lo suyo. Pensar desde su propio ser, sin concesiones, otra vez altivo, con el derecho a pensar lo que a él se le diera la real gana. Se había liberado de la mirada paranóica con la que la razón ajena nos persigue día y noche.

Imagen: Oscar Ariel Cabezas

Una ironía elegante e inagotable. Despedida a Horacio González // Sebastian Scolnik

 

Cayó un día con el Clarín doblado debajo del brazo. En los márgenes de la tapa, unas anotaciones borrosas de lapicera. Seguramente venía del bar, y seguramente se encontró con alguien que le propuso algo y lo anotó en el diario, como solía hacer mientras se ponía el capuchón en la boca y con la otra mano sostenía el papel para que no se pliegue y se entregue mansamente al trazo de su escritura. Una presentación, una entrevista, un artículo. Porque nunca te iba a dejar de garpe. Aun si debía tomar un micro siete horas hacia los más remotos parajes del país o ir a conversar a inhóspitas geografías del conurbano. Siempre decía que sí, a pesar de que después perdiera ese diario anotado con el teléfono de contacto o con la fecha de entrega o de charla pública. 

Ese día entraba a la institución que condujo, primero junto a Elvio Vitali y luego ocupando la dirección por más de diez años. Nos encontró en una oficina donde vegetábamos a la espera de un soplido de la historia que torciera el destino de las cosas, o quizá ya sin esperar nada de un tiempo que se había ensañado tanto con nosotros. Atrás habían quedado años bravos de la Biblioteca, de injusticias y resistencias. Y sin dudar, se mandó. Habló de Luca Prodan y de Groussac, de un Borges no escolar ni ceremonioso y de una Biblioteca que precisaba una épica capaz de hundir sus raíces en su propia historia para desde allí edificar una imaginación que la rescatara de sus rasgos obvios, de su erudición de manual y de la lengua muerta y lisonjera del sentimentalismo cultural imperante. Su programa ya había sido redactado: en el 2000, cuatro años antes de asumir en la Biblioteca, escribió un artículo en el diario Clarín —ese mismo en el que anotaba direcciones y teléfonos— en el que cuestionaba el cierre que Francisco Delich había impuesto a la Biblioteca Nacional para transformarla en un centro de atención a investigadores. En ese texto, Horacio trazaba una cartografía de la lectura que iba de los apuntes que leen los estudiantes universitarios, pasando por todas las formas del conocimiento y el lenguaje popular hasta llegar a la alta cultura.  

Nos propuso volver a editar la revista La Biblioteca, aquella creada por Paul Groussac, y nos convencimos mutuamente de que debíamos fundar una editora pública. La revista se dio el lujo de tratar los temas más difíciles sin ceder a las lenguas burocráticas, integrando las perspectivas más heterogéneas que pudiesen caber sin sucumbir frente al chichoneo de las instituciones ni a su autocomplacencia. No fue una concesión frente al pluralismo, sino una convicción. La editorial se esforzó en pasar el cedazo por las vetas más amplias de la cultura, bajo la corazonada de que en esos recorridos, lejanos a toda canonización, había interrogantes aún sin resolver y sensibilidades que retomar. Cada nombre revisitado era el signo de una potencialidad y alumbraba zonas de un país problemático y desafiante. 

Abrió las salas de la Biblioteca para los públicos más diversos. Invitó a los movimientos sociales a hacer sus actividades y a formular sus reivindicaciones. Vinieron los desarrapados, las Madres y las Abuelas, los intelectuales díscolos y también los consagrados, los artistas y los delirantes. Siempre del lado de las causas perdidas o de los que cayeron en desgracia. Fue lo más parecido a una democracia que hayamos vivido. Porque la cultura no podía restringirse al barrio de la Recoleta, ni quedar en manos de conciliábulos y notables. Tampoco disolver sus especificidades ni sus rastros históricos. La Biblioteca debía abrir sus poros a un pueblo indescifrable que aún lamía sus heridas para restañar su dolor. Y para hacerlo debía reconstruirse desde sus trabajadores, en los que vio el potencial para fundar una nueva utopía laboral, rescatándonos de nuestras biografías quebradizas y de nuestros sinsabores. Porque Horacio no vino solo a reparar derechos laborales en medio de penurias económicas y discriminaciones. Creyó ver en cada uno de nosotros una posibilidad, un saber, una trayectoria que había que rescatar de penumbras y frustraciones. Y para eso, era necesario poner a la Biblioteca en un estado de indeterminación. Difuminar sus bordes para reconocerse en su pueblo y disolver sus fronteras internas para sabernos parte de una comunidad incierta pero palpable: abierta, compleja, conflictiva; siempre viva. De eso se trató la dignidad.    

Su gran libro Historia de la Biblioteca Nacional. Estado de una polémica, que recorrió todos los ángulos de esta pionera institución, dejó abierta la puerta a las controversias por venir. Porque la Biblioteca siempre fue eso: una institución inestable en cuyas vacilaciones se resumían los dramas de un presente acechado por los fantasmas de un pasado incesante y por las amenazas de un porvenir que se cifra en una lengua sentenciosa, tétrica e injuriante. Horacio modernizó la Biblioteca, a pesar de todo lo que de él se dijo por proponer una escucha amorosa hacia sus legados a los que se negaba a reducir a simples algoritmos inertes. Ese pasado merecía una chance más, no como un dato de la sociedad comunicativa, tampoco como el cliché de un mercado esteticista que cultiva un estilo vintage y propaga consumos nostalgiosos. Había que emancipar la memoria de sus destinos más crueles. Y eso le valió, en su momento, reproches e incomprensiones. Aunque el tiempo le haya dado la razón. Porque para recuperar las hebras del pasado, en todo aquello que insiste como irresuelto, había que hablar de otro modo, con otras lenguas distintas a las que imponen las jergas herméticas y codificadas, las determinaciones técnicas y los rigores de la época. Y ese intento, hecho desde la cumbre de una institución del Estado, fue una anomalía. Ser partícipes de esa singularidad nos hizo a todos más libres. 

No sabemos cómo será vivir sin Horacio. Sin su sonrisa ni sus palabras. Sin esos eternos diálogos telefónicos, atravesados por silencios e incertidumbres, que rechazaban el mensaje de texto o la apelación directa como elusión del ritual y la ceremonia implícita en el arte de la conversación. Se lo llevó una peste a la que problematizó desde sus múltiples dimensiones. Hoy estamos atravesando por una tristeza infinita y desoladora. Si uso la primera persona del plural es porque me atrevo a interpretar el sentimiento de congoja de los que laburamos o estudiamos con él o de quienes compartimos deseos y ensoñaciones. Escribimos para conjurar este dolor, para explicarnos aquello que no sabemos cómo pensar, para llenar ese vacío.

Nos quedan sus gestos, sus palabras, su cálida generosidad cincelada con las premisas de un igualitarismo irreductible y ajeno a cualquier vocación paternalista o calculadora. Nos preguntamos quién sostendrá una ironía elegante e inagotable, una lucidez crítica capaz de colorear un mundo abrumado por el fatídico peso de su literalidad y por la horrorosa pasión jerárquica que nos arroja a sus más oscuros dictámenes. Su gran amigo Christian Ferrer dijo: “Algo inmenso abandonó el mundo”. Y si bien muchos poderes respiran aliviados por ello, una multitud lo despide, lo recuerda y lo hace suyo. ¡Hasta siempre, querido amigo!

 

El humor de Horacio González (y el mito) // Pablo Ires

“Quiero decirles que ustedes esta noche no han hecho más que alimentar un mito. Un mito que, no bien atraviese esta puerta, comenzará a derrumbarse”.

En una especie de homenaje que se le hizo en vida, cuentan que HG se despidió de esta manera, con esta frase, exhalada con esa cadencia única, luego de 36 alocuciones que recorrieron su obra y su legado. Una de las interpretaciones que se hizo de esta exhalación de HG, maestro en el arte de la repentización, o como dice un amigo, en frotar la lámpara, es que allí quedó expresada como nunca -algo que, sin dudas, era un componente del estilo HG- “su fortaleza de intelectual crítico, de naturaleza trágica”. Sin embargo, cuando me llegó por primera vez, y ahora que la vuelvo a oír citada, a propósito de su partida, me provoca la misma sonrisa, porque me parece y me pareció una gran frase humorística. Tal vez es falta de sensibilidad para con lo trágico, pero no puedo evitar (re)oírla y (re)leerla de ese modo.

Y entonces, retrocedo más de 20 años, hacia fines de los 90’, ya que ahí se encuentran “localizados” mis recuerdos con Horacio, en esa ¿mítica? Sociales de fin de siglo. Me imagino que en estos días se dirán mil cosas, y como dice Diego Sztulwark, quien pintó de maravillas a ese HG, al que yo también conocí en aquellos años: “todos los que lo conocimos tenemos 3 o 4 anécdotas maravillosas con Horacio”. Y es así, pues si algo lo definía era esa generosidad para el diálogo con todxs, en este caso con un estudiante de Sociología de apenas veinte, seguramente en busca de maestros.

Lo único serio que diré aquí es que me bastaron dos o tres charlas y clases de HG para dar por imposible una sociología que no estuviera permeada, o más bien inundada por la filosofía, y tal vez fue lo que me llevó a trocar mi biblioteca allá por el 2000, y quizás también a fantasear con una editorial de filosofía.

En cuanto al humor de HG, que encuentro en la frase epigráfica, y en la que –creo- se (des)mitifica a sí mismo, van aquí mis 3 o 4 anécdotas con él, que a mi humilde sentir expresan “su fortaleza de pensador plebeyo, de naturaleza tragicómica”.

La primera es quizás la más hermosa, corría el año 1998 y no sé a quién de aquel entrañable grupo militante que fue El Mate, se le ocurrió que coordinara la Cátedra Che Guevara. Yo recién me volcaba a la militancia y desde ya no estaba a la altura de semejante cosa, pero bien, como en ese entonces audacia e imprudencia iban de la mano, asumí el desafío. En una de las jornadas, habíamos invitado a tres “pesos pesados”, Eduardo Grüner, León Rozitchner y a Horacio. El convite era para las 19 hs., creo recordar, y ya entonces el aula estaba colmada de unas 200 personas. Sin embargo, todavía ninguno de los “disertantes”. Pasaron 15 minutos de las 19, y ya mis nervios aumentaban, ninguno de los tres aparecía, recuerdo mirar esa escalera, el ascensor, y lo único que subía era la ansiedad, entramos una primera vez al aula a pedir paciencia. Pasaron 10 minutos más, y ahí un compañero nos informa que Grüner no contesta y que lo descartemos. A todo esto, recordé mi conversación con León R. al invitarlo, y su insistente pedido, que también lo define mucho: “Yo voy, pero quiero debatir con Hebe de Bonafini, me quedé con las ganas desde la última vez que hablamos de decirle unas cuantas cosas, eso es lo que quiero”. Siendo las 19,30 pensé, evidentemente, al no conseguirlo se bajó. Entré una segunda vez a pedir paciencia, la gente ya miraba con cierta desconfianza, pero para mi sorpresa nadie se movía. Quedaba HG, ¿cómo nos podía fallar él que era tan buen tipo, muy allegado, comprometido…?, pero su inconfundible silueta no se dejaba ver… Cuando ya perdíamos la fe (el último pedido de paciencia ya lo tuvo que hacer un compañero más experimentado porque a mí ya no me daba la cara), apareció, con su maletín de siempre, su sonrisa a cuestas. Gritamos al unísono: ¡Horacioooo! Resulta que, volviendo de una actividad en La Plata, se había confundido y había recalado en la otra sede de Sociales, en calle Ramos Mejía, al no encontrar la Cátedra, se tomó un taxi, otra vez empujado por su generosidad… Lo acompañé hasta el frente del aula y lo presenté en dos palabras, aliviado, solo quería escucharlo… Lo que siguió lo recuerdo como una de las charlas más notables que escuché en mi vida. Me quedan huellas dispersas, pero serpentearon allí -al modo en que solo HG hacía serpentear las palabras, los textos, las historias- Sartre, el Che, Althusser, Cohn-Bendit, un palito para Marta Harnecker, Cooke… y mucho más si la memoria fuera menos esquiva, pero valga para la anécdota decir que fue un momento deslumbrante, como solo HG podía lograr. Cuando terminó de hablar, recuerdo haber dicho, entre extasiado y agotado: “Valió la pena esperarlo, ¿no?”.

La segunda habrá sido un año después, habíamos creado con Sebastián Puente, un personaje que se llamaba Oscar Monti. Se presentaba como un estudiante promedio de la carrera, que cursaba y se encontraba con los distintos personajes, sobre todo profesores, de “la facu”. Monti hacía un uso irónico de la crítica, un poco salvaje, desde la comodidad del anonimato. Era una típica travesura universitaria, inocente. Y una de sus víctimas fue HG. Lo que hizo Monti fue remedar el estilo barroco, alambicado, que tanto admirábamos, pero por supuesto exagerándolo un poquito para lograr el efecto humorístico. Acá el recuerdo es de una asamblea nocturna, en la que Rubén Dri reía a carcajadas mientras le contaba a HG como este tal Monti se había mofado de ambos, y recuerdo como si fuera hoy el rostro de Horacio, que se lo tomó muy a bien, creo yo, pero que no dijo ni mu.

La tercera cosa que quiero contar ocurrió en las jornadas de Sociología, que organizó HG en el año 2000. Como todas las cosas en las que estaba metido, fue un revuelo, por primera vez la facultad se salía de los marcos (estrechos y aburridos) del formato académico, y se abría a otros lenguajes y experiencias. En ese entonces, uno de nuestros “deportes favoritos” con un grupo de militantes medio invertebrados, era correr por izquierda a todo el mundo. Transcurría el año 2000 y la situación social del país se colaba por todas partes. Con un grupete decidimos entonces hacer una especie de jornadas paralelas, para llenar las venas resecas de Sociales de sangre, decíamos algo así. Sin dudas, solo lo hicimos porque HG estaba ahí, pero en nuestra cabeza, eso funcionaba como una radicalización por izquierda de las jornadas de HG, un poco como si lo tomáramos como una especie de Perón y nosotros nos tomáramos como… se entiende… Nunca se había vivido algo así en la facultad, grupos de los más diversos la invadieron, personajes de todo tipo, experiencias como las de H.I.J.O.S., experimentos educativos, gente de barrios, y todo cerró con una murga. Recuerdo bien que ciertos del entorno de HG se enojaron, Monti ya hablaba en ese entonces de una “teoría del cerco” que se le hacía en el bar la Giralda a HG mientras comía sus ravioles. Pero la lección de Horacio fue otra, dejó vivir sin inquietarse todo ese bullicio, dejó entrar todo el ruido del afuera, y sin dudas lo disfrutó, ya que toda su vida lo había fomentado, era su modo de estar en las instituciones, gesto de una radicalidad mucho más acuciante que aquella de esos jóvenes traviesos que éramos.

Mi último encuentro con él, casual, data de 2008. Ya no era estudiante, sino un reciente editor, y participábamos con Cactus de una feria que se hacía en los patios de la Biblioteca Nacional dirigida por HG. Se acerca a la mesita que habíamos dispuesto con nuestros libros, y recuerdo su sonrisa algo socarrona acercándose y preguntando: “Qué publicaron ahora”. Dudé en hablarle de Gilbert Simondon, pues siempre con HG había que estar al acecho de que no te “gastara” con que te enganchabas fácil con los autores de moda (como lo hizo unos años antes, tomándome un oral, y me animé a nombrarle un libro recién salido de Jameson… y no le gustó nada… no haberlo leído aún, y me lo hizo notar). Entonces, sabiéndolo lector voraz de clásicos, le nombré a Charles Péguy y su “Clío: diálogo entre la historia y el alma pagana”, esperando que su reacción fuese alguna cita gloriosa, que frotara su lámpara… La respuesta: “No lo conozco, pero cuando llegue a casa lo voy a googlear…” y su risotada posterior… jamás las olvidaré.

Soñar a Forn // Lila M. Feldman

Primero, su muerte. Llorarlo y re-leerlo en partes iguales, en estado de conmoción. Asistir al duelo colectivo que en redes sociales, y en los diarios, sí, en los diarios, porque ese fue su medio por excelencia, extendió un luto inverosímil: el fenómeno rotundo de una escritura tan viva.

¿Habrá sido eso parte de lo que Forn nos legó cuando construyó semejante intimidad escritor-lector? Estamos experimentando la vivencia de haber perdido, mucho antes de tiempo, a alguien de la familia. El Forn de cada uno, y el de todos. El Forn que se hace esperar en cada entrega, metiendo cuentos e historias en el mundo de las noticias. Forn nos narraba las noticias de ayer (el mundo de la literatura), las revivía para el hoy, haciendo de La Historia un cuento, una narración, una ocurrencia que encuentra la ocasión de su vigencia en algún detalle o situación cotidiana. ¿Será eso, entonces? Lo cotidiano como ocasión para recuperar la historia literaria del siglo XX.

Forn era, es –me corrijo- un modo de leer. No sucede tanto, casi nunca. Pero hay escritores que cambian, alteran, transforman el modo de leer, fundan el modo en el que en un tiempo histórico determinado se lee. Pero lo que hoy quiero pensar es que –tal vez es el primero que lo hace desde la literatura, Freud lo hizo desde el psicoanálisis- hay escritores que cambian el modo, no sólo de leer sino de soñar, que inventan una alianza entre soñar y narrar. Escritores que trabajen con el material onírico son tantísimos, tal vez todos, pero Forn propuso (¿lo habrá sabido?) una teoría literaria del soñar. Si el sueño es nuestro propio acopio de narrativas, la literatura también puede ser definida como nuestro capital o acopio de sueños.

A partir de Freud, el sueño es el lugar paradigmático de encuentro con lo más enigmático de cada sujeto. A partir de Forn, el sueño es el lugar paradigmático –en la literatura- de encuentro con los demás. El sueño y su potencia de reencuentro. Soñamos, dice Forn, lo escribe cuando lee a su abuela, o a John Berger, o a Czeslaw Milosz, es encontrarnos con los demás. No tanto para tocarse como para conversar. 

Forn construyó esa imagen acuática del sueño (siempre luminoso y oscuro al mismo tiempo) como lugar donde vivos y muertos podemos reunirnos. Imagen del sueño como lugar plural, donde los muertos visitan a los vivos y donde los que nos sentimos muertos podemos revivir. En todo caso, soñamos para no quedarnos solos. Un sueño es una experiencia que busca ser narrada, un sueño es capaz de inventar historias e imágenes nuevas a partir de viejas huellas. Eso lo saben el psicoanálisis, la filosofía, el arte en general y la literatura en particular, pero también lo sabemos nosotros, cada uno de nosotros, que nos dormimos con historias desde que tenemos memoria y nos despertamos para contarlas.

Tal vez en algún sueño nos reencontremos, Juan. Allí te buscaremos. Junto a la orilla del mar, junto a la orilla del sueño.

Explicar Deleuze ahora mismo: Un esfuerzo más // Jun Fujita Hirose

Hola a todas y todos. ¿Por qué hay que explicar a Deleuze ahora mismo? Como se trata solo de Deleuze en esta pregunta, me siento obligado a contestarla sin retomar los argumentos de mi nuevo libro, que se dedica más bien el dúo Deleuze-Guattari.

En 1967, Gilles Deleuze publicó un libro titulado Presentación de Sacher-Masoch, acompañado de una nueva traducción francesa de La Venus de las pieles, con motivo de rescatar del olvido al novelista austríaco del siglo XIX. Después de la invención inserta por von Krafft-Ebing sobre el concepto de masoquismo a finales del siglo XIX, el término masoquismo ganó gran popularidad, al mismo tiempo que la obra de Sacher-Masoch caía en el olvido. Lo peor es que esto dejó surgir la idea de la unidad del masoquismo con el sadismo, idea que no tiene nada que ver con las experiencias descritas por Sacher-Masoch en sus novelas.

Deleuze escribió Presentación de Sacher-Masoch, entonces, para invitar a volver a los textos mismos del novelista, para deshacer la falsa unidad sadomasoquista, y para restituir el masoquismo al propio Sacher-Masoch. De hecho, el interés de Deleuze por Sacher-Masoch se remonta hasta sus años de aprendizaje: ya en 1961 Deleuze publicó un texto titulado De Sacher-Masoch al masoquismo. Es su primera publicación monográfica dedicada a un novelista. Deleuze estudió a Sacher-Masoch antes de estudiar a Proust, a Artaud o a Kafka. Es decir que Sacher-Masoch era una fuente de inspiración de primera importancia para la filosofía deleuziana en curso de formación.

¿Qué encontró Deleuze en la obra de Sacher-Masoch? En una entrevista realizada en el momento de la salida de Presentación de Sacher-Masoch, el filósofo respondió –cito–: “Su obra está ligada a los movimientos políticos nacionales de Europa central al paneslavismo. Masoch es inseparable de las revoluciones de 1848. Las minorías sexuales que él imagina remiten a las minorías nacionales del imperio austríaco” (fin de la cita). ¿Cómo el masoquismo se relaciona con las luchas de las minorías étnicas en la literatura de Masoch? En Presentación de Sacher-Masoch, Deleuze señala que –cito– “Masoch soñaba que les faltaba a los eslavos una bella déspota, una zarina terrible que asegurase el triunfo de las revoluciones del 48 y unificase el paneslavismo”. Y Deleuze añade que, en este sentido, el novelista hacía un llamamiento: “Eslavos, un esfuerzo más si quieren ser revolucionarios”.

Desde el punto de vista del Sacher-Masoch leído por Deleuze, la lucha de liberación nacional no es suficiente para que los eslavos sean revolucionarios. Para ser revolucionarios, los eslavos tienen que hacer un esfuerzo más, el cual consiste en hacer reinar a una zarina, es decir, a una mujer sobre ellos mismos. La lucha de los eslavos debe ser doble: contra la dominación imperial austríaca y contra su propio sistema patriarcal interno. Y es en esta doble lucha donde los eslavos renacerán cada uno como nuevo hombre, hombre nuevo.

En cuanto a las conductas sexuales descritas en las novelas de Sacher-Masoch, Deleuze dice que se componen de un contrato y de un suspenso: el sujeto masoquista es siempre hombre, masculino. El masoquista firma un contrato con la mujer por el cual él otorga a la mujer todos los derechos. Y con los derechos otorgados, la mujer pone en suspenso toda autoridad paternal o masculina. Es en tal momento suspendido donde se hace la producción de deseo masoquista. En el texto del 61, De Sacher-Masoch al masoquismo, al reconocer que el contrato como dispositivo jurídico tiene su origen en las sociedades patriarcales, Deleuze incluso dice –cito–: “Masoch sueña con servirse del patriarcado para restaurar la ginecocracia y de la ginecocracia para restaurar el comunismo primitivo”.

¿Por qué hay que explicar a Deleuze ahora mismo? ¿Cuál es la relación que tiene la filosofía deleuziana con el ahora mismo? Hay dos lemas particularmente relevantes que marcan nuestro tiempo. Por un lado, desde principios del año 2010, las mujeres indígenas y afrodescendientes en América Latina siguen luchando para defender sus territorios contra el colonialismo interno neoextractivista, diciendo: “No se puede descolonizar sin despatriarcalizar”. Por otro lado, desde septiembre de 2019, las mujeres palestinas siguen saliendo a la calle para denunciar la serie interminable de femicidios y de violencias de género en el interior de la propia sociedad palestina, gritando: “No hay patria libre sin mujeres libres”. Ambos lemas radicalmente renuevan la concepción misma de la lucha de liberación nacional, al definir la liberación de las mujeres como lucha política y no como asunto familiar o privado, ni siquiera social. Con esos lemas, las mujeres minoritarias hablan a sus compañeros masculinos, que están luchando junto con ellas por la liberación nacional, y les exigen a ellos un esfuerzo más si quieren ser revolucionarios.

Aquí está uno de los puntos de intersección fundamental del pensamiento de Gilles Deleuze con nuestro ahora mismo. El tema de un esfuerzo más, que el joven Deleuze sacó de la obra de Sacher-Masoch, atraviesa de hecho todas sus colaboraciones ulteriores con Félix Guattari, de las que trato en mi nuevo libro ¿Cómo imponer un límite absoluto al capitalismo? En este sentido, mi libro se habría podido titular Un esfuerzo más si queremos imponer el límite absoluto al capitalismo. Un esfuerzo más es el tema que nos invita a todas y todos a entrar en el proceso deseante de devenir revolucionario, más allá de las luchas por interés. Muchas gracias.

Fuente: Tinta Limón Ediciones

Chile, de la revuelta popular a la Convención Constituyente. Notas sobre un proceso en curso // Pierina Ferretti*

Acumulación por desposesión política

Hasta octubre de 2019, Chile era presentado como un caso ejemplar de neoliberalismo exitoso. Las elites dominantes exhibían con orgullo el orden que reinaba en el país y el efectivo disciplinamiento de la población. Sin embargo, un alza de 0,04 USD en el pasaje del tren subterráneo en la ciudad de Santiago, hizo estallar por los aires esta imagen y desencadenó un vertiginoso proceso de irrupción popular que sigue abierto. Los comicios celebrados el pasado 15 y 16 de mayo para elegir concejales, alcaldes, gobernadores regionales y los 155 encargados de redactar la Constitución que reemplazará aquella que rige desde la dictadura de Augusto Pinochet, son el hito más reciente y sus resultados alteraron sustantivamente el mapa de fuerzas en la nación sudamericana.
Esta irrupción del campo popular ha puesto en jaque la política elitaria en un país que ha experimentado una sistemática descomposición de su democracia por efecto de la captura neoliberal; porque en Chile el neoliberalismo ha funcionado como un sistema de acumulación por despojo de territorios y mercantilización de la reproducción social, pero también, y sobre todo, por desposesión política del pueblo, por la negación permanente del derecho de las mayorías a elegir democráticamente el destino colectivo y por una continua exclusión de los grupos subalternos y de sus intereses en la toma de decisiones. Los efectos saltan a la vista: Chile es el único país del mundo en que el agua se encuentra completamente privatizada y se transa como una mercancía cualquiera; el 1% de la población más rica concentra el 26% del PIB, mientras que el 50% de los hogares de menores ingresos accede solo al 2,1% de la riqueza; empresas privadas reciben subvenciones del Estado para prestar servicios en salud, educación y pensiones, y obtienen millonarias ganancias.
Bajo estas condiciones, impuestas por la dictadura y profundizadas por los gobiernos civiles posteriores, casi todos de centro-izquierda, la política, entendida como herramienta para la conquista de derechos, representación de intereses y consecución de mejores condiciones de vida, dejó de tener sentido para la inmensa mayoría de los habitantes del país. Las cifras son elocuentes: en las presidenciales de 1989, que inauguraban el regreso a la democracia, votó el 87% de la población en edad para sufragar, mientras que en las elecciones del pasado 15 y 16 de mayo, solo el 43% del padrón acudió a las urnas. Cuarenta años de captura neoliberal de la política no pasan en vano.

La revuelta popular que abrió el horizonte


Al contrario de lo que las élites dirigentes pregonaban por el mundo, en Chile no reinaba la paz. La revuelta de octubre, que sorprendió por su carácter explosivo y de masas, estuvo antecedida por una serie de movilizaciones sociales cuya cantidad e intensidad se venía incrementando de forma ininterrumpida en los últimos años. La resistencia del pueblo-nación mapuche frente a la usurpación de sus territorios por parte de la alianza estatal-empresarial; las movilizaciones estudiantiles de los años 2001, 2006 y 2011 que instalaron la demanda por la educación pública y gratuita; el movimiento por un sistema solidario de pensiones; la luchas contra el extractivismo y por la recuperación del agua; las huelgas de trabajadores precarizados del Estado y del sector privado; y la emergencia de un movimiento feminista de proporciones inéditas, fueron claras expresiones del malestar social que se estaba acumulando en Chile y anunciaron la disposición, cada vez más extendida, a la rebeldía colectiva.
Lo que sucede en octubre forma parte de estos ciclos de protesta, pero constituye, al mismo tiempo, un punto de inflexión. Esta vez no fueron sectores específicos de la sociedad los que se movilizaron, sino que era la sociedad misma en movimiento, una inmensa mayoría popular. Si los movimientos anteriores, aún los más masivos, no habían alcanzado un carácter general, en octubre de 2019 es precisamente eso lo que ocurre. Además, las protestas se produjeron de forma absolutamente espontánea, sin mediación de las organizaciones sociales y políticas que tradicionalmente habían representado los intereses de las clases subalternas. En las calles no había banderas de sindicatos, ni del Partido Comunista, ni del Frente Amplio, pero flameaban por todas partes las del pueblo mapuche y las de los principales equipos de futbol. En las concentraciones masivas no se formaban bloques compactos marchando ordenadamente hacia algún punto determinado, no había escenarios, ni oradores, ni líderes. Cuarenta años de neoliberalismo también provocaron el debilitamiento de las organizaciones históricas de los trabajadores y modificaron profundamente la composición social del país, al punto de que los conflictos y contradicciones del Chile actual son expresados de manera mucho más efectiva por el feminismo y los movimientos socioambientales, que por los sindicatos y los partidos de izquierda. Esto marca también el agotamiento de una manera de mirar el alcance de los movimientos de la sociedad que ha predominado en algunos sectores de las izquierdas. El carácter general que adquieren conflictos o problemas que hasta hace unos años atrás podían considerarse locales o sectoriales -medioambientales o cuestiones como la desigualdad de género-, su capacidad de movilizar socialmente a franjas tremendamente amplias de la población, obliga a reelaborar esa idea de “lo social” como parcialidad y “lo político” como totalidad que ha estado a la base de buena parte de las lecturas elaboradas desde el campo de las izquierdas. Hoy, como podemos ver en Chile, son esos conflictos los que han adquirido un carácter general y los actores que se han organizado en torno a esas luchas representan una proporción importante de los nuevos sujetos que ingresan a la disputa política.


Un nuevo ciclo político


La revuelta popular marcó la irrupción del pueblo chileno en la escena política y la apertura de un nuevo ciclo. A partir de allí, se han acentuado rasgos que ya se venían observando en las últimas décadas, como el retroceso del clivaje “izquierda/derecha” y la predominancia de la polaridad “pueblo/elite”, elemento que fue central en la revuelta y en las dos elecciones que han acontecido desde entonces. En el plebiscito de octubre de 2020, el 80% de los electores se pronunció a favor de cambiar la Constitución de Pinochet y de que el órgano encargado de redactar la nueva carta fundamental estuviera compuesto únicamente por representantes electos para ese propósito y no, como planteaban los sectores más reacios a las transformaciones, por un 50% de parlamentarios y un 50% de personas electas, lo que confirmó que una enorme mayoría de la población estaba por los cambios y rechazaba a las elites políticas. La elección realizada hace dos semanas, profundizó esas tendencias con resultados que pocos años atrás habrían sido impensables: dirigentes medioambientales, activistas feministas, candidatos independientes y el pacto entre el Partido Comunista y el Frente Amplio desplazando a los partidos que hegemonizaron la política las últimas tres décadas.
En la elección de constituyentes, la derecha, que se había empeñado en obtener un tercio de los escaños para ejercer veto, solo llega a un 20% y queda sin capacidad de frenar iniciativas. La ex Concertación -coalición de centroizquierda que ha gobernado cinco veces desde 1990- se sitúa por debajo de la derecha, de la izquierda y de grupos independientes, con 25 representantes. Resulta particularmente ilustrativo el desfonde de la Democracia Cristiana, que fuera en el pasado el partido más relevante de la transición a la democracia y que en esta oportunidad solo logra un militante electo. Gran derrota para los partidos tradicionales. El pacto entre el Partido Comunista (PC) y el Frente Amplio (FA), que incluyó a una considerable cantidad de candidatos provenientes de movimientos sociales, celebró una victoria tras obtener 28 escaños en la Convención Constitucional y triunfos notables a nivel local y regional. Rodrigo Mundaca, activista por la desprivatizavión del agua, se convirtió en gobernador de la región de Valparaíso apoyado por el Frente Amplio. Irací Hassler, militante del Partido Comunista, derrotó a la derecha y conquistó la alcaldía de Santiago. Con estos resultados, la alianza entre el PC y el FA se proyecta favorablemente a las parlamentarias y presidenciales que tendrán lugar en noviembre de este año.
Otro de los elementos inéditos de esta elección, además de la paridad de género, fueron los escaños reservados para pueblos originarios, condición que se aseguró luego de fuertes tensiones y de la tozuda oposición de la derecha. La mayoría de los 17 convencionales electos por este sistema son reconocidos dirigentes y líderes de sus comunidades. Destacan la joven abogada Natividad Llanquileo, que ha sido vocera de los prisioneros políticos mapuche, y la machi Francisca Linconao, autoridad espiritual que hace años atrás fue encarcelada producto de un montaje policial. La participación de los pueblos originarios, en un país estructuralmente racista y colonial, abre la posibilidad de avanzar hacia un Estado plurinacional que reconozca su autonomía y derecho a la autodeterminación.
Ahora bien, la mayor novedad estuvo en los resultados obtenidos por los independientes. Es preciso señalar que por primera vez candidatos que no pertenecen a partidos políticos pudieron agruparse en listas y competir en condiciones menos desiguales. Esta posibilidad produjo una avalancha de candidaturas y una enorme diversificación de la oferta electoral. De las 79 listas que se presentaron, 74 fueron de independientes y de los 155 constituyentes electos, 88 (un 57% de la Convención) pertenecen a esta categoría. Dentro de este universo altamente heterogéneo, la gran sorpresa fue la llamada “Lista del Pueblo”, que logró 26 escaños, superando a la ex Concertación y quedando muy cerca del Partido Comunista y el Frente Amplio. Esta lista agrupó a una enorme diversidad de actores: dirigentes territoriales de base, ambientalistas y figuras que se hicieron conocidas en la revuelta popular, y con un discurso centrado en el repudio a las elites económicas y políticas, logró atraer a sectores de la población que anhelan transformaciones pero que rechazan tajantemente a los partidos.
Este mapa no estaría completo si no se mencionara la enorme abstención que se mantiene en Chile. En esta elección, ocurrida en el marco de un proceso de emergencia popular, y en la que habían numerosas alternativas a los partidos tradicionales, un 60% del electorado no acudió a las urnas, lo que indica que todavía una franja mayoritaria de la sociedad no ha vuelto a creer en la utilidad de la política. Que esta situación se revierta dependerá en gran medida del desarrollo del proceso constituyente y de cómo se enfrenten las próximas elecciones de este año: segunda vuelta de gobernadores regionales, parlamentarias y presidenciales. El escenario está todavía muy abierto, pero los resultados de los comicios recién pasados alimentan la esperanza en que esta recuperación de la democracia que está ocurriendo en Chile gracias a la movilización popular, ponga fin a 40 años de desposesión neoliberal.


*Pierina Ferretti es investigadora de la Fundación Nodo XXI. Este artículo fue publicado originalmente en la serie Chilenisches Tagebuch de Medico International https://www.medico.de/chilenisches-tagebuch

Muchacha // Rodolfo E. Fogwill

Nadie le conoce el color del pelo ni el iris de los ojos, ni la forma de cejas ni sus párpados. Yendo de arriba abajo se sabe que tenía ojos de papel, pero no se sabe nada de la nariz ni de la boca, que emitía una voz de gorrión. Bajando más, tenía pechos de miel -seguramente dos- y bajo ellos, le latía un corazón de tiza. Al final del cuerpo tenía pequeños pies, pero se ignora todo sobre las piernas y sobre lo que pudo haber habido sobre, bajo, dentro o entre las piernas. Con esta información, ni el más lúcido analista de los servicios de informaciones sería capaz de orientar a los choferes de sus Falcon para rastrearla; mejor para ella. De lo que hacía, o solía hacer, se conoce tan poco como de su enigmático cuerpito. Como él pedía que no corriese (no corrás más, no corrás más … -pedía-), podemos inferir que los pequeños pies trotarían en un lugar cerrado y que era de noche, cerrada. (Quedate … hasta el alba … quedate … hasta el alba … -rogaba él-).

Corriendo sobre esos pies pequeños, se puede calcular que los pechitos de miel -sin corpiño-, andarían bamboleándose mientras los ojos de papel seguirían entornados y fijos en ese punto inexistente hacia el que convergen todos los que se apuran. Algo debe haber dicho, ella. De lo contrario, no se le habría notado la vocecita de gorrión. Aunque tal vez cantase. Si cantaba: ¿Qué cantaría la muchacha de la canción? Cualquier canción, probablemente. Poco probable sería que ella cantase la canción de la muchacha ojos de papel.

¿Se puede concebir una canción en la que el personaje de la canción cante la canción? Ayer hallé uno. Hoy voy a señalarlo: «La Violetera». El personaje de este cuplé, o choti, es una galleguita que a lo largo de treinta compases va cantando la canción de la violetera. Debe haber más ejemplos, pero «Muchacha… » no es un ejemplo de esto y nadie sabe qué cantaría ella. Como era de noche, hay distintos indicios que sugieren qué estuvo haciendo hasta que el flaco comenzó a cantarle, a imaginarla, buscando que se quede. Nadie sabe por qué quiere que se quede, pero se sabe que amenaza con construirle un castillo en su vientre. No es mala idea: los castillos son lindos y son caros. En ellos viven príncipes y princesas de cuento y pueden guardarse murciélagos, vampiros y otras aves, y hasta pueden oírse por los corredores viejos fantasmas arrastrando bochincheras cadenas de pegar punk. ¿Parece un sueño? Justamente, ese es el tema: él quiere que se quede para hacerla soñar un sueño despacito que se extienda hasta el amanecer. Hasta que el sol los encandile, dice, y la haga reír hasta llorar, hasta llorar. ¿Llorar de risa? No está especificado; no se puede saber. Pero se sabe en cambio que ella sigue corriendo desde hace quince años alrededor del mismo centro agujereado a una velocidad de poco más de treinta y tres vueltas por minuto. Su canción es uno de los temas más logrados de la «música joven». A propósito de este adjetivo, si en lugar de la canción y de la metáfora del castillo, el poeta le hubiera hecho un bebé a la misma muchacha, el joven, o la joven, a esta altura ya estaría en edad de ir a conciertos de Música Joven, y ya habría aprendido a oír y tararear la canción «Muchacha … «, casi como un himno, o un tema piloto.

Como «La Cumparsita» para el tango, la «López Pereira» para la zamba, y «Around the Clock» para el rock, «Muchacha … «, más que «La Balsa», es el tema piloto de la música joven, y prefigura todo el cambio de significado que ella trajo: no sólo anuncia un cambio en la manera de vocalizar y emitir las palabras, y desestima modalidades anteriores de rasguear las cuerdas metálicas y de marcar los tiempos; también trae un nuevo personaje, que viene a reemplazar a la nena (baby) del rock traducido, y a sepultar definitivamente a la mina del tango y a la Mujer del tango y de la canción melódica. Hecha de restos imaginarios y colegiales (papel, madera, tiza), sólo hecha para correr, que se resisten al deseo del varón (que se quede, que se deje dormir, etcétera) como ninguna mina ni mujer de bolero o de tango habría sido capaz de hacerlo.

Las minas siempre se piantan con otro, aunque uno esté encanado por su culpa. Las mujeres son estrellas distantes, inalcanzables, o fatales especialistas en besos sabios de fuego y veneno. Pero la mina y la mujer tiene algo en común: son seres domésticos, y cuando piantan del nido, es porque encontraron un calorcito del hogar más confortable, con más venta. El concepto de Muchacha trae otra cosa: aparece cuando la mina sale de la canción y gana la calle y las chicas -las minas de la facultad, las flacas del club, esas- empiezan a autodenominarse «mina». Para este tiempo, no se podía cantar: minita ojos de papel, ni nena ojos de papel. Esto sonaría tan inadecuado como si el tango propusiera: Doncella que me amuraste… o tíneiyer de mi barrio… ¿De dónde venía la muchacha? Ahora que vive en la canción, se puede recordar que antes estuvo como personaje: «muchacha» era la compañera de aventuras del héroe de las películas de cine y la televisión (el «muchacho»). Y estuvo como categoría en la música tropical, por causa del español anómalo que hablan en Puerto Rico y otras colonias de América. Casi no hay «muchachas» en la realidad. Hay pibas, chicas, flacas y minas, que si están «dadas vuelta» por él, el flaco bien puede considerarlas «namis». Con los años, las minas y las flacas acaban convirtiéndose en mujeres, y ya nadie quiere salir con ellas, porque a diferencia de las flacas y de las minas, a las mujeres hay que llevarlas a comer a restauranes caros y hay que devolverlas pronto a sus casas porque siempre tienen maridos o chicos esperándolas, o tienen «otros compromisos», o necesitan volver temprano, porque han tomado una «muchacha» nueva que todavía no está familiarizada con la casa.»

Un común vivir // Marcelo Percia

Vivir con otros no equivale a un común vivir.

Hace falta advertir que el con otros puede hacer daño.

El con otros puede lastimar a través de la burla, el desprecio, la indiferencia, la desaprobación, la falta de amor, el rechazo, la exclusión, el sometimiento, la manipulación, la discriminación, la desconfianza, el hacer sentir inferior, la desvalorización, el infundir terror.

 

Bajo diferentes acciones, el con otros puede comprimir la vida.

El con otros puede actuar como eco de una moral que ordena, condena, premia.

El con otros puede solicitar uniformidad y acatamiento a la voz de un Amo.

El con otros puede amontonar desemejanzas y obligar al parecido.

 

No en la semejanza sino en la infinita disparidad reposa lo vivo.

 

Conviene reservar la idea de un común vivir para cercanías que no mandan ni prescriben, que no sancionan ni castigan, que no recompensan ni condecoran.

Para cercanías que se saben delicadas y provisorias, gustosas y quebradizas.

 

Conviene reservar la idea de un común vivir para proximidades que no demanden homogeneidad ni festejen lo unísono. Que no fomenten respuestas reflejas de cuando reír y cuando aplaudir.

Proximidades que no obliguen reverenciar, venerar, repetir, lo que un poder espera escuchar.

 

El culto de una autoridad no ayuda a pensar, solo sirve para disputar quién interpreta mejor su voluntad.

 

Homogeneidades comienzan como simplificaciones perceptivas y terminan como atribuciones que constriñen a pertenecer a lo mismo.

 

Escribe Gombrowicz (1951): “Pero ante todo, estos sentimientos de admiración y de éxtasis, ¿surgen de nosotros o entre nosotros? Si en un concierto estallan aplausos, eso no quiere decir que cada uno de los que aplauden esté entusiasmado. Un tímido aplauso provoca otros, se excitan mutuamente, hasta que por fin se crea una situación en que cada uno tiene que adaptarse a esa desquicia colectiva. Todos se comportan como si estuvieran entusiasmados, aunque nadie se sienta  entusiasmado, al menos hasta tal punto”.

Emociones, ¿surgen de nosotros o entre nosotros?

No brotan de fuentes personales ni de pluralidades individuales entramadas, tal vez se trata de oleadas que golpean sensibilidades que se estremecen sin saber del todo por qué.

Cierto: cuando un auditorio estalla en un simultáneo aplauso no todas las sensibilidades sienten ni celebran lo mismo.

Las coincidencias se presentan como efectos temporales antes que como sincronías sentimentales.

 

Lo unísono, a veces, sobreviene como una decisión de anclar la vida, por un momento, en un solo tono: un fingido silencio que suspende los sonidos del mundo.

 

Escher, "Bond of Union" (1956) | Arte

M.C Escher, Bond of Union, 1956

 

No se resuelve la cuestión de un común vivir diciendo que hay que respetar el ritmo de cada cual o las diferencias de cada quien. Ni repitiendo que se está a favor de la singularidad, del deseo, de la palabra de cada sujeto. Volviendo a confundir sujeción con soberanía.

Eso no alcanza.

Como escribe Horacio González (1996): “Deberíamos pensar otra cosa y no sabemos qué. Ese no saber es lo que nos interesa”.

 

Se necesitan imaginar composiciones pasajeras. Rompientes de pasiones que se impulsan y expanden hasta desaparecer absorbidas en la arena. Urdir singularidades como súbitas conversaciones entre lenguas intraducibles. Presumir atonalidades, barullos, algarabías indisciplinadas. Estimar juegos rítmicos entre disonancias que se aproximan en los desacordes.

No se pretende poetizar la idea de una singularidad no individual, se quiere volver más amable la inadecuación entre lenguaje y vida.

 

Conviene reservar la idea de un común vivir para disparidades que no se ajustan a los lugares asignados.

Vagabundeos que no se someten a consignas unificadoras.

 

¿Hay una vida así?

Tal vez en algún momento de la amistad y el amor, en la inesperada alegría de la fiesta o la de un juego no reglado.

 

Pichón Riviere sostenía que un conjunto de vidas separadas por una multitud de diferencias necesitaban una tarea en común para agruparse.

Entendía que la homogeneidad de una meta conjugaba y potenciaba heterogeneidades.

Sin embargo, se insiste aquí en un común pensar sin finalidades preconcebidas. Pero tampoco como deriva y naufragio.

Un común estar como la sola partida, el solo desprendimiento, el solo desasimiento.

Ya no la figura del objetivo común ni las metáforas de la navegación y el naufragio.

Un común estar como comienzo de un exilio o una separación de las restricciones que la idea de mismidades individuales impone.

Después de todo el artificio de una mismidad funciona como reducción o limitación o privación que persigue sustraer un poco del vértigo de lo vivo.

 

¿Se puede estar así en la vida, en la enseñanza, en la clínica?

¿Para qué insistir en la preposición de un común vivir en lugar de decir como todo el mundo una vida en común, una vida en comunidad, una vida en sociedad?

Porque quizás algún día se pueda o, al menos, para que no se naturalice una limitación actual como límite o cerco para un vivir venidero.

 

Se trata de prevenir fanatismos colectivos.

Violencias con y sin uniformes. Indolencias que dañan y matan.

 

Necesitamos pertenecer a algo aunque esa filiación estreche, comprima, amordace.

Insistimos en ir hacia lo común para buscar amor.

No sabemos otro modo posible de sosiego.

La amenaza de no reconocimiento actúa como presión para la integración comunitaria: extorsión normalizadora.

 

No se trata de vivir con otros, sino de vivir con otras vibraciones incapturables, con otras disidencias inclasificables, con otras soledades irreductibles, con otras aflicciones inimaginables, con otras complicidades imprevisibles, con otras formas de abrazar, con otras recepciones de lo no sabido.

Entonces, vivir en proximidad de lo incapturable, lo irreductible, lo inimaginable, lo imprevisible, lo siempre extranjero y no sabido.

 

Una de las meditaciones  de John Donne (1624) en sus días de enfermedad dice:

“Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. / Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo. / Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, / como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. / Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, / porque me encuentro unido a toda la humanidad; / por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.

El escritor inglés escribe este fragmento en momentos en que siente la proximidad de la muerte. Escucha el sonar de las campanas de la catedral como anuncio de una existencia difunta próxima de la suya.

Las metáforas de la isla y el continente y de la parte y el todo recorren el pensamiento de lo común.

Lo mismo pasa con la imagen de que todas las vidas están unidas en el instante de la muerte. Como dicen los versos de las coplas de Manrique (1501): “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir…”.

 

No conviene repetir que se es parte de un todo como los órganos de un cuerpo.

Lo común se siente como embriaguez de cercanías y necesidad de las lejanías, se experimenta como mareo, como cuando se comienza a girar con los ojos cerrados no sabiendo si confiar en los sentidos.

Conviene discutir la idea componentes de una totalidad cuando se trata de pensar lo común.

Se necesita rehusarse a considerar lo común como una materia completa y entera de una existencia conjunta que se divide en elementos individuales.

Hace falta pensar la vida como demasía en la que se está, se lo sepa o no, en tanto sensibilidades expuestas y desamparadas en una común exposición y desamparo.

 

Escribe Rilke (1905) en El libro de las horas un poema, Hora grave, que dice: “Quien llora ahora en cualquier parte del mundo,/ sin motivo llora en el mundo, llora por mí./ Quien ríe ahora en cualquier parte de la noche,/ sin motivo ríe en la noche,/ ríe de mí./ Quien va ahora a cualquier parte del mundo/ sin motivo va por el mundo,/ y va hacia mí./ Quien muere en cualquier parte del mundo,/ sin motivo muere en el mundo,/ me mira a mí”.

Conmueve lo que escribe Rilke. Se advierte cómo esa ilusión de mismidad se ve traspasada, como las demasías desbordan territorios posesivos del mínimo yo. El llorar de todos los llantos, el reír de todas las risas, el ir de todas las partidas, el morir de todas las muertes, pulveriza angosturas de las conciencias, sus posibles resguardos y duplicaciones.

La gravedad de las horas necesita de una común recepción y, a veces, ni siquiera eso alcanza.

La gravedad de las horas, la enormidad de lo que estamos viviendo, todavía no puede pensarse.

Nunca antes la atracción de las cercanías se había tornado tan peligrosa.

Muertes y contagios aceleran pulsaciones, musculaturas ateridas chocan contra los fríos muros del encierro.

Conviene plantar una diferencia entre la ira y el odio. Mientras el odio desea dañar, la ira dice basta a lo que daña.

Manos maliciosas no implantan deseos de destrucción.

Odios, que brotan de la desesperación, exigen salvación matando.

Cuando las rutinas contenedoras del mundo del capital fallan, crueldades agazapadas -que anidan en las indolencias naturalizadas- se desatan.

 

Un acto de crueldad, en cualquier lugar que estalle, llama a que pensemos no en una personalidad maligna, sino en el mundo que lo hizo posible.

 

Hablas de las derechas se aferran a la ilusión inmunitaria del odio. La aversión como desmentida de la intemperie planetaria. Las consignas “déjennos circular” o “las escuelas no transmiten tanto el virus” expresan necedades y confusiones destructivas de pasiones individualistas.

 

En el último año comenzamos a representar una vida en común según la metáfora de las burbujas.

Burbujas protectoras, porosas, flexibles, livianas. Burbujas refugios de supervivencia.

Una banda de rock estadounidense The Flaming Lips (algo así como labios en llamas) realiza en 2020, en medio de la pandemia, dos recitales en Oklahoma en los que quienes asistieron escucharon y bailaron encerrados en burbujas plásticas.

Cada burbuja tenía espacio para tres convivientes. Contaba con un altavoz para escuchar el concierto, una botella de agua, un ventilador a pilas, una toalla, un cartel con la frase «tengo que orinar” y otro con la de “hace calor aquí».

El tiempo en que una vida que respira puede permanecer en estos espacios es de una hora y diez minutos.

 

Otredad -2019-2020

Otredad -2019-2021, Pedro Fz., fotografía

 

La idea de burbuja conmueve la ilusión de individualidad. Subvierte fronteras corporales, concibe islotes no personales, instala una interioridad no interior.

Una delgada silicona simula una piel común.

Un globo de aire en el que se acompasan latidos de varios corazones.

Sabíamos burbujas de clase, burbujas coloniales, burbujas de género, burbujas hetero-normativas, burbujas familiares, burbujas universitarias, burbujas urbanas, burbujas de impunidad.

Ahora también sabemos burbujas inmunitarias.

Tal vez algún día se sepa lo que ya se sabe: todo lo vivo reside en la sola burbuja planetaria.

 
 
El pensamiento europeo inventa la ficción de otredad como frontera de nieblas, como frente de tormenta, como horizonte inalcanzable.

Conviene pensar lo que se llama otredad sin contornear superficies de cuerpos capturados.

No alcanza con sumar clasificaciones: el otrola otrale otre.

Se necesita pensar en soplos que expanden misterios e íntimos suspiros.

No se pretende una poética de las otredades, sucede que no hay otra manera de decirlo: se trata de ternuras de aire, brisas de fuego, desgarraduras de agua.

Repentinas proximidades entre existencias que, mientras conversan y se acarician, no se conocen, ni se identifican, ni se comprenden.

Empatías, simpatías, antipatías, sirven, a veces, para aplazar la incógnita interminable de una vida.

Suelen cubrir con relatos convencidos ese lugar de no saber.

Hay atracciones inmediatas y rechazos automáticos, también cercanías que estremecen y emocionan sin que medien historias y explicaciones.

Sensibilidades traspasan fronteras: a eso se llama afectación. Pero esas demasías emocionales aturden sentidos, aceleran latidos, transpiran en las manos. Se sueñan y deliran.

Empatías, simpatías, antipatías, se vivencian como narrativas que rescatan a las sensibilidades del desconcierto.

El inaudible musitar de las cercanías no corresponde al rubro del conocimiento.

Se trata de proximidades silenciosas entre cordialidades que saben desconocerse respetando lo irreductible. Absortas ante esos extraños pliegues de lo vivo.

 

Desde antes de nacer, amorosas acogidas que abrigan, acarician, apalabran, accionan para que una ávida existencia, para no sucumbir, se abrace a la ficción de una interioridad.

Movimiento paradojal de invención de una interioridad forastera: una interioridad fuera de sí.

 

Un poema de Wislawa Szymborska (2012) se llama ABC, dice así:

“Ya nunca sabré / qué pensaba de mí A. / Si B. llegó a perdonarme de verdad. / Por qué C. aparentaba que no pasaba nada. / Qué papel jugó D. en el silencio de E. /…Qué esperaba F., si es que esperaba. / Qué aparentaba G., a pesar de estar segura. / Qué quería ocultar H. / Qué quería añadir I. / Si el hecho de que yo estuviera a su lado / tuvo alguna importancia / para J. para K. y para el resto del alfabeto”.

Este texto podría recordarse como el abecedario de las soledades. Todas sus preguntas van precedidas de un “ya nunca sabré”.

Tal vez se trata de eso: imaginar un común vivir entre cercanías que nunca se supieron, ni se saben, ni se sabrán.

Un común vivir que, sin embargo, sí sepa un común desamparo y la común intemperie planetaria.

Y que también sepa un radical rechazo de lo que daña llámese individualismo o capitalismo, sujeción o normalidad.

La tecla Ñ

 

Reflexiones sobre Terapia. Una visita en el MALBA // Ruth Rajchenberg y Carolina Wajnerman

Visitamos la muestra Terapia del MALBA. Fuimos listas. Atentas. Sabíamos que, siendo el MALBA un museo, podía haber habilitaciones e inhibiciones. Conversamos entre nosotras, nos repartimos las fotos y las tareas. Una parte por semana, compartida en nuestras redes sociales. Esto es lo que quedó. Pregunta-pregunta y respuesta-respuesta. Un diálogo ping-pong en cuatro partes. Filos punzantes para caminar en la paz del museo. Concientizaciones no siempre recibidas. Hilos de poder. Invisibles.

 

Parte 1

Por Ruth Rajchenberg

 

En el año 2019, defendí mi tesis de Doctorado en Teoría comparada de las Artes en la UNTREF, con un trabajo de investigación en arte y salud mental. Me dedique a indagar los cruces entre estos dos campos, buscando echar luz sobre la historia en la que se asienta el Arte Terapia en nuestro país, afectada por la inserción del psicoanálisis en la cultura y del arte en los hospitales y servicios de psiquiatría.

De ahí se derivan dos claras líneas: por un lado, la de lxs artistas que se sienten convocados e inspiradxs a crear obra por la psicología, el psicoanálisis, los hospitales y sus usuarixs. Por otro lado, la de lxs usuarixs de los servicios de salud mental, que producen arte, desde un ámbito no legitimado por los cánones, pero sobre el que recae un fetiche, una etiqueta: la de la inspiración artística y la locura. No son lo mismo los artistas locos, que los locos que hacen arte.

 

Mientras lxs teóricxs del arte se siguen preguntando acerca del lugar de las producciones artísticas de los “locos” dentro de las categorías del arte contemporáneo, lo que sucede en los talleres de arte adentro de los hospitales es una pena. Estos están siempre desfinanciados, por el hecho de que la hegemonía médico-fármaco-céntrica no deja espacio institucional validado para aquello que es considerado una terapia complementaria: la expresión artística.

Parece haber vacíos de significación y de sentido en ambos campos, lo cual no sería un problema si la pregunta reflexiva llevara a la reconstrucción en la acción. Sin embargo el resultado es, como siempre, la deflación y el abandono de las personas que padecen etiquetas diagnósticas en el terreno psiquiátrico.

 

El Arte Terapia continúa denigrada y lo que es peor, desfinanciada. ¿Quién pone plata para comprar materiales artísticos de calidad y pagar sueldos a lxs coordinadorxs de talleres en las instituciones de salud mental públicas? Nadie. De todos modos, el museo de Arte Contemporáneo en esta ocasión muestra sus producciones, les otorga un lugar junto a artistas legitimados que se dedicaron a esta temática en su obra.



Parte 2

Por Caro Wajnerman

 

INCREPARON A MI AMIGA. 

Parecía una charla amable.

 

¿En qué se parece la terapia con ir un museo? ¿De qué buscan diferenciarse tanto el territorio de la terapia como el del museo?

Con música funcional y aires palermitanos, la muestra “En Terapia” del MALBA evoca en su inicio a los aires de “Villa Freud”, armando una sala de espera de terapia. Fuimos con mi amiga Ruth Rajchenberg, y entramos rápidamente en la lúdica sobre ese código, diciendo al chico que nos recibía que estábamos allí por turno de terapia. 

 

(Quizá es el esperar en la sala, el inicio del artificio que produce una suspensión de la realidad…)

 

Unos minutos después de entrar a la primera sala de exposiciones, me doy cuenta que detrás, una mujer le estaba hablando a mi amiga con un tono amable, explicativo. Me dio curiosidad y me acerqué a escuchar. Llego a la parte final de la charla: 

 

– “Te lo digo para concientizarte”. 

Ruth responde: – “Gracias por concientizarnos”. 

Fin de la charla. 

 

Altas paredes, espacios amplios impolutos, suelen caracterizar a los museos de arte en todo el mundo. Un espacio de paz y abstracción de las lógicas urbanas. Los techos de los consultorios no sé si siempre suelen ser tan altos. Sin embargo, la distancia de la cabeza al techo se amplía cuando la técnica utilizada incluye acostarse en un diván. Hay dispositivos terapéuticos que traen consigo una operación, desde antes de la impronta del corona: mantener cierta distancia entre los cuerpos, y de las situaciones que se nos impregnan. Y vienen con música “funcional”, para que acompañe las abstracciones del caos. 

 

Ruth me contó que la increpación que realizó la mujer en esa voz tan calma sosteniendo el autocontrol, consistió en decirle que, cuando la sobrepasó en el camino desde la sala de espera “de terapia” del museo hacia la primera sala de exposiciones, Ruth había avasallado el espacio individual de la mujer. Un espacio que, según esta última, debía respetarse, considerando especialmente que se trataba de un espacio como el museo. Es que la mujer había ido a buscar allí justamente una paz que proviene de mantener esa distancia, esa abstracción, que en la ciudad no se alcanza. Por suerte, pudo atajar los caballos de su furia para dirigirse a Ruth en voz amable y pedagógica, y evangelizarla.

 

Pero Ruth no se quedó nada calma ni tranquila cuando la mujer se fue. Le dije a Ruth cuando me explicó la situación: “Ya está sucediendo”. Es que este hecho nos estaba mostrando lo que sabíamos que encontraríamos: una determinada lectura sobre lo terapéutico. Se trata de la estética palermitana institucionalizada de lo terapéutico. Una quirúrjica del ascetismo social. 

 

No apoyarse. No tocar. Barbijo colocado en todo momento en su lugar. Clasificaciones entre salud y enfermedad mental (ver Reflexiones N° 1 de Ruth Rajchenberg). 

 

Lo sano y lo enfermo, lo movido y lo quieto, lo social y lo individual, lo caótico y lo ¿ordenado? Hay terrenos que pretenden abstraerse y abstraernos, como lógica de salud. Una distancia que no siempre se trata de promover una perspectiva que nos mantenga en contacto, que nos interpele, nos sane. Por eso, las increpaciones son tales, aunque se realicen en voz amable onda museo.

 

Parte 3

Por Ruth Rajchenberg

 

El hecho de que los textos curatoriales de la muestra, se den el lujo lingüístico de nombrar a los sujetos involucrados en estas prácticas como “Enfermes mentales”, es un detalle que merece atención. La escritura inclusiva en clave de género, aplicada a la, ya en desuso, nominación de enfermedad mental, pone en evidencia el terreno pantanoso entre quehaceres y decires en el campo de intersección del arte y la salud mental.

 

La nominación expone de manera grotesca, la controvertida cuestión de la inclusión. Estamos de acuerdo en que siempre hay que trabajar para evitar las prácticas que excluyen ciertas identidades de los espacios compartidos, en este caso del museo. Sin embargo la controversia se plantea en relación a quiénes son los excluidos que necesitan ser incluidos mediante acciones concretas. Sabiendo que diversxs somos todxs nos preguntarnos ¿cómo son las maneras de incluir? Tanto las identidades no masculinas (evidenciada en el remplazo de las vocales por la letra “e”), como de las personas neurodivergentes, pujan por sostener un espacio especial para la diversidad en la sala de exhibición.

 

Esto se hace evidente cuando nos encontramos con una habitación especial para obras producidas por los usuarixs de la Colonia Oliveros de Rosario. El montaje de estas imágenes es llamativamente diferente a las del resto de la muestra. El cuarto, con paredes pintadas de azul y el piso alfombrado, recuerda a las habitaciones acolchadas de los neuropsiquiátricos que representan en las películas. Las obras, colocadas una junto a otra a la misma altura de la vista, en contraste con el damero de imágenes que interactúan en otras secciones de la exhibición, expone una lectura lineal y unidireccional de esta parte del relato.

 

Acompañadas por las descripciones psicopatológicas en primera persona de lxs artistas, las obras del cuarto azul, nos relatan una sola cosa: la obra visual de una persona con diagnóstico en salud mental, será siempre primero “locura” y luego arte. ¿Acaso el color elegido para las paredes sea una referencia a El dormitorio en Arlés, de Van Gogh, el artista en el puesto uno del ranking del estigma arte-locura?

 

No debemos olvidar que, más allá de toda romantización del loco como genio creador, locura es sinónimo de marginalidad y precariedad de recursos. Este modo de exhibición hace referencia al “Arte de los enfermos mentales” de Hans Prinzhorn, el psiquiatra alemán que en 1900 conformó la emblemática colección de obras de internos de instituciones psiquiátricas de encierro, retomada luego por los artistas surrealistas. Parece un homenaje anacrónico, que nos exige la pronta problematización de las categorías de análisis y sobe todo, de los “modos de mostrar” tanto a las obras como a quienes las producen.

 

Parte 4. Dilemas del poder en el museo.

Por Caro Wajnerman 

 

Lo que se respira en la muestra “Terapia” del MALBA, es uno de los halos posibles de lo terapéutico. Esto es lo que sospechábamos con Ruth antes de ir al museo -emplazado en una de las zonas donde se ubica la clase alta en la ciudad-. Las terapias, es decir, las formas específicas y organizadas del cuidado más institucionalizadas, se condicen con roles y modos particulares. Hay una cultura de “la” terapia, asociada a determinados rituales y mitos fundantes, una institucionalidad en versión hegemónica. El inicio de la muestra, la sala de espera instalada por Marisa Rubio, nos permitía saber a qué terapéutica se remitía la propuesta. Invitándonos a una calma de música funcional con sala para esperar en la comodidad de muebles lustrados. Pero no todas las terapias tienen la misma impronta. Los dispositivos terapéuticos se despliegan en diversos escenarios, y es por eso que actualmente contamos con gran variedad de territorios que podemos concebir como terapéuticos.

En las partes anteriores de este escrito, pudimos desplegar diferentes aspectos que hacen a dilemas del poder en relación a la muestra: concepciones sobre el arte y lo artístico, el lugar de la diversidad mental o neurodiversidad, cruces con el género, la dimensión cultural, entre otras.

Pero no todo es hegemonía terapéutica en la muestra. Nos llamó la atención especialmente descubrir que se organizó una Marcha contra los psicoanalistas, “Contra la represión, por el delirio”. Dicha marcha se organizó porque “estamos en contra de todas las formas de la represión mental, se extiende en las familias y en la información y culmina de adultos sobre un diván repleto de pájaros que concurren diariamente a castigarse e inmolarse en la culpa que los parió”.  Esta marcha fue organizada por Los Tolchokos (Helmostro y Gusano), un martes 13 (de mayo). Sin dudas, esta manifestación tuvo que partir de una crítica a un aspecto nodal de poder en juego. Cabe destacar que en la muestra aparecen, aunque en un popurrí mixturado, referencias a terapéuticas como el psicodrama o la psicología social, así como lecturas críticas acerca de la relación entre arte y locura. 

En la salida del museo –o la entrada misma, es decir, por fuera de la muestra, en el espacio callejero- había una instalación muy interesante. Una especie de sube y baja con la particularidad de que de un lado había una silla para una persona y del otro -por una compensación producida entre un lado y el otro- podían sentarse unas 11 personas. Probamos y comprobamos que era posible un sistema equilibrado especialmente para que el peso de 11 personas fuera equivalente al de una sola. ¿Alguna semejanza con la realidad? Ninguna coincidencia.

 

Operación Fede Bal // Pedro Yagüe

A fines del 2018, Federico Bal estrenó una obra junto a su padre en la que pretendía mostrar una forma renovada del teatro de revista. Parte de la trama consistía en exhibir las diferencias generacionales en torno al humor. Lo interesante de la operación era que, durante la obra, Santiago Bal (el padre) contaba chistes escandalosamente machistas para luego ser criticado por su hijo, quien le explicaba las razones por las que ese comentario ya no causaba gracia. Lo cual en buena medida era falso, ya que el público disfrutaba tanto del chiste del padre como del comentario correctivo del hijo. Me acordé de esto por culpa de Alberto Fernández. La burrada que dijo sobre los barcos, los indios y Lito Nebbia, desató una ola de memes en los que todos pusimos en boca del presidente nuevos comentarios racistas que nos divertían. Es decir, llevamos a cabo la operación Fede Bal: encontramos el modo de enunciar libremente chistes xenófobos a partir de una lógica que nos pone en un lugar distante, como si los estuviéramos criticando. Quizás la operación Fede Bal sea algo característico de nuestra época. Una distancia irónica que nos permite disfrutar de aquello que supuestamente criticamos. 

Un tanteo intuitivo // Valeriano

Si es fiesta, fiesta; si es agite, agite; si es vagar mejor aún; si es deserción, que así sea. ¿Cómo podría ser otra cosa? Huir como una rocha, colgarla la noche entera en esa esquina, saltar del andén. Segundear, vagar, caminar por la vía muerta hasta perderse. No tener nunca más miedo, ni preocupaciones, ni culpas. La mochila lista, la SUBE cargada, la mente pilla, una buena nota. No dejar rastro, que nadie se de cuenta, borrar todo. Ni futuro, ni trabajo, ni curriculum, ni esperar paciente a ver que onda lo poco que toca. Ni diseño de rutinas, ni zoom, ni ascenso social. Ni barrer cordones, ni hacer una cola de una cuadra para ese trabajo horrible, por ese bolsón de tan poquitas cosas. Ni flashear causas perdidas, ni abstracciones de otros, ni gato de nadie.  Dejar de intentar encajar en esta nueva normalidad , en este mundo horrible donde nadie segundea a nadie, donde todos señalan a todos. Romper todo sabiendo que todo ya está roto. Pavear sin rumbo, no hacer caso nunca más. Encontrar una oportunidad en esta que les está pasando, que les pasa ahora, una posibilidad de algo nuevo, sin las esperanzas chamuyo de siempre. Construir otras esperanzas más cercanas, más gozosas, más posibles. Arrancar como otra forma de decir ternura, vida, huida. Nunca más garrones ajenos, segundear y vagar. Hacerlo como único gesto, como lo que sirve ahora, como forma de acompañar la vida. Una búsqueda de atajos permanentes a la nada o a un kiosco 24 horas, al mundo entero o al transa, a la parada del 136, a lo de una amiga, al infinito. Un tanteo intuitivo, un tiempo todo roto, una lectura del mientras tanto, un encuentro con amigas y amigos para encontrar una fuerza, para que todo alcance lo máximo que pueda alcanzar, para que lo que se desvía, se desvíe de manera gozosa, plena, festiva, imposible.

Tiempo de imaginar lo inimaginable| La revuelta chilena y el doble cerebro que es necesario ejercitar // Bifo

Traducción: Luca De Vittorio

Chile no es un lugar cualquiera. Quienquiera que haya vivido los acontecimientos de los movimientos sociales de los años 60s y 70s Chile significa el lugar en el cual la contrarrevolución global comenzó el 11 de septiembre de 1973.

Un golpe de Estado guiado por un general fascista de nombre Augusto Pinochet derriba con la fuerza de las armas el gobierno socialista de la Unidad Popular, asesina al presidente Salvador Allende, y masacró treinta mil personas en el curso de los años siguientes al golpe. La intelectualidad chilena fue forzada al exilio por decenios.

Pero Pinochet no estaba solo: el criminal nazista fue apoyado y protegido por el presidente Nixon y el secretario de Estado Henry Kissinger, y las medidas económicas impuestas por el dictador se convirtieron en el laboratorio del neoliberalismo. Quien cree ahora que el capitalismo liberal y el nazismo son dos cosas distintas no ha entendido lo que significó el golpe de Estado de Pinochet a nivel global: la ruptura violenta de la democracia social y la inauguración de un agresivo sistema de privatización, de reducción de salarios y de devastación sistemática del planeta.

Nos cuentan todavía la fábula de un conflicto entre democracia liberal y nacionalismo agresivo. En realidad se trata de dos modelos complementarios y los regímenes fascistoides aplican políticas ultraliberales. La primera cosa que hizo Trump apenas llegó a la presidencia fue precisamente una reforma de impuestos que entregó posteriormente recursos a las grandes agencias financieras privadas.

Chile es un país cultural y tecnológicamente avanzado.

En los años de Allende inició el ensayo de Cybersin, un sistema de redes electrónicas que tenía las características conceptuales de aquello que después sería llamado Internet.

También Cybersin fue destrozado por la furia liberal-fascista.

En 1980, después de haber eliminado cada resistencia con la cárcel, la tortura y el exilio, Pinochet implementó la Constitución que permaneció en vigor hasta finales del pasado año. Una Constitución centrada en el primado absoluto del privado y la anulación de los derechos laborales.

Al final del decenio del 80´, el denominado retorno a la democracia permitió a los chilenos elegir sus representantes, pero no cambiar las reglas sociales privatizadoras sancionadas por la Constitución.

Hasta que, el 18 de octubre del 2019, en las estaciones del Metro de Santiago, con una protesta estudiantil en contra del aumento de los precios del transporte, inició una revuelta que se extendió por meses en todas las ciudades del país. 

Una revuelta de radicalidad extrema que involucró a millones y millones de personas en una serie de impresionantes movilizaciones de masa que desembocaron en la demanda de una nueva Constitución.

El 25 de octubre del 2020 se realizó el referéndum que sancionó por una grandísima mayoría la cancelación de la Constitución liberal-fascista.

El Covid19 golpeó con violencia la vida colectiva, pero los chilenos no han dejado de perseguir el proyecto de una transformación radical.

El 15 y 16 de mayo del 2021 se celebraron las elecciones de la asamblea constituyente.

Votó el 42.5% del electorado (6.108.676 personas). Los electos son 77 mujeres y 78 hombres cuya edad media es de 42 años.

37 electos son de Chile Vamos, una formación de extrema derecha.

25 de una lista de centro que se llama Apruebo.

Los otros constituyentes, correspondientes al 70% pertenecen a la lista Apruebo Dignidad, Frente Amplio y Partido Comunista, y a la Lista del Pueblo.

Estas formaciones son declaradamente favorables a una constitución fundada en los derechos sociales y abocada a la redistribución del ingreso dentro de una perspectiva igualitaria. Entre estas formaciones la Lista del Pueblo (27 escaños) es aquella que representa las instancias más radicales de tipo indigenista ecologista igualitario, y es aquella por la cual han votado en su mayoría movimientos sociales. Aquí la fuente (https://2021.decidechile.cl/#/ev/2021

Contemporáneamente se celebraron las elecciones para la comuna de Santiago: la alcaldesa es una treintañera del Partido Comunista.

El programa en el que se inspiran estas fuerzas es: garantías de los derechos sociales y laborales, reconocimiento de la autonomía de la población indígena, una educación pública de calidad (los colegios privatizados han sido uno de los temas en los que los movimientos se han repetidamente movilizado en los últimos decenios). Tal vez alguien recuerda la prolongada revuelta estudiantil del 2011.

No es necesario decir que el proceso constituyente chileno es un evento del todo en contratendencia. Es estupefaciente el silencio absoluto de la prensa y la opinión pública europea (si se admite que esta exista, aunque me parece que no).

Naturalmente debemos esperar la reacción del sistema financiero global y la reacción de la casta militar que no ha sido reformada desde los fines del pinochetismo.

Pero precisamente por esto es necesario hacer todo lo que podamos para que la información sobre Chile comience a circular, y es necesario también comprender que el proceso constituyente nos concierne a todos, porque es la última ventana abierta en el mundo antes de que la oscuridad se vuelva completa.

Desde la primera semana de julio comienza el trabajo de la asamblea constituyente: se trata de reescribir la carta sobre bases igualitarias, antiautoritarias, de transformar a Chile en un país pluri-cultural, feminista, radicalmente ecologista.

Hace algún tiempo me ejercito en pensar con dos cerebros.

El cerebro del probable ve el dominio de las corporaciones globales resquebrajar definitivamente en todas partes la sociedad. Ve el fascismo difundirse por Europa: los generales franceses amenazan con la guerra civil. El nacionalismo madrileño y el catalán especularmente se preparan para el enfrentamiento. En Italia el hombre de Goldman Sachs extiende la alfombra roja sobre la que avanzan el partido racista de Salvini y el partido fascista de Meloni.

De Ucrania a Bielorrusia, de Palestina a Irán, al guerra se perfila en las fronteras de Europa.

El genocidio continua en el cementerio mediterráneo.

Las catástrofes ecológicas se subsiguen al ritmo cotidiano.

Buques cargados de sustancias toxicas en llamas en el Golfo Pérsico y en el Océano Índico.

No hay un fulgor de esperanza en el panorama del cerebro probable.

Sin embargo el cerebro de lo posible mira la revuelta chilena, mira el proceso constituyente, y no deja de mirar lo inimaginable como posible.

Es tiempo de imaginar lo inimaginable.

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Un emergente global

Revuelta chilena, un emergente global?

Asamblea para vincular y formar comités y grupos, que dan visibilidad y respaldo a la revuelta popular y al poder constituyente en Chile y el mundo.

El GRIP (Gruppo di Ricerca Intercontinentale sulla pandemia) convoca en asamblea a varios grupos provenientes de Italia, Suiza, Francia, Argentina, Uruguay, Brasil, México, Bélgica y Chile con los que venimos en contacto en estos tiempos.

La fecha es el 26 de junio de las 11 a las 14 horas en América Latina y de las 16 a las 19 horas en Europa.

En este grupo trabajamos desde marzo del 2020 los fenómenos sociales, clínicos y de grupo, que se están desarrollando en torno a la ‘sindemia’ del coronavirus, que consideramos un evento que ha evidenciado muchos de los conflictos ya presentes en nuestro mundo globalizado.

Creemos que el mundo en el cual denotamos los procesos en los cuales estamos inmersos, nos ayude a establecer amplios horizontes de comunicación y acción. El lenguaje da forma al imaginario colectivo.

Ya hemos convocado varias asambleas abiertas para reflexionar sobre algunos de estos aspectos, y consideramos la revuelta popular chilena como un emergente global que nos muestra nuevas e ingeniosas formas de lucha y de gestión política y social.

Nos sentimos ligados a estos procesos y proponemos continuar así porque creemos que se debe expandir esta agrupación creadora nacida de la revuelta popular chilena, porque muestra como se puede afrontar el miedo y el terror que el neoliberalismo inocula contra la rebelión a las situaciones sociales de desigualdad y sufrimiento.

Atravesar un proceso constituyente como aquel que se está abriendo en Chile significa necesariamente crear planes de coherencia y organización entre fuerzas diversas: organizaciones de la sociedad civil, partidos políticos, distintas agencias de organismos colectivos y de inteligencia, singularidad y multiplicidad.

La revuelta chilena y el modo en que ha sido construido un poder constituyente es una novedad, una invención política que la convierte en este momento un emergente de una situación universal.

El proceso iniciado con la revuelta del 2019 abre una perspectiva que va mucho más lejos que los confines de Chile. Producir conexiones y radiaciones de esta experiencia es un modo de llevar visibilidad y dar coherencia a nuestro trabajo en los grupos y las instituciones.

“No era depresión era capitalismo”

Este lema se ha visto escrito en los muros y en los carteles llevados por los jóvenes chilenos en una revuelta popular que no fue frenada por la represión criminal lanzada por las fuerzas de gobierno. Una revuelta en varios niveles de la vida cotidiana que demuestra que es posible otro modo de vivir.

Una horizontalidad multitudinaria se está demostrando en las acciones de la mayor diversidad de grupos independientes que se expresan, combaten y elevan sus demandas.

Así se produce un movimiento, una onda, en la cual la vibración emotiva es combinada con una semiótica que inaugura nuevos eventos.

Por este motivo, desde el GRIP, convocamos a una asamblea para el sábado 26 de junio.

Buscamos desde la zona latina de los dos continentes, hacer el punto sobre las condiciones de subjetividad post-pandemia, de imaginar como la evolución caótica del próximo futuro pueda abrir una ventana de activación a la solidaridad y al placer de vivir, a la igual redistribución de la riqueza, y a la feliz frugalidad contra el cinismo y la fuga del agujero negro de la depresión.

La experiencia chilena nos muestra un modo para desmantelar el sentido común impuesto por el neoliberalismo.

En Chile nació el ciclo neoliberalista con el golpe del 11 de septiembre 1973 de Pinochet, y en Chile comenzó a morir con la revuelta del 2019 y el proceso constituyente.

Se puede abrir un nuevo horizonte a todo el planeta.

Hasta pronto

Hay un fusilado que vive // Diego Sztulwark

La frase “hay un fusilado que vive” pudo llegarle a Rodolfo Walsh del pasado tanto como desde el futuro. Navegaba la eternidad antes que el escritor lograra fijarla en el papel, en el prólogo de Operación masacre. Año 1957. Mismo año en que, según Héctor G. Oesterheld y Francisco Solano López, una misteriosa encarnación interrumpió de madrugada el trabajo solitario de un guionista e historietista, convertido de golpe en testigo de un narrador absoluto, capaz de dar testimonio de las tragedias y las resistencias de todos los tiempos. Por comodidad, el insólito viajero elegía llamarse Juan Salvo. Aunque bien podría haberse hecho llamar Juan Carlos Livraga, sobreviviente de los fusilamientos clandestinos de José León Suarez. O Rodolfo Walsh, cuya escritura captó con exactitud los detalles de la masacre. El 57 fue un año de espiritismos. El film de Hugo Santiago, Invasión, transcurre en ese mismo año por sugerencia de Jorge Luis Borges, guionista del film, para quien el 57 era ideal para situar una ficción. Lo consideraba un año vacío de historia, desprovisto de significación política. Apto para recibir su sentido de otro tiempo. La carga esotérica del 57 proviene, sin embargo, del año 56. Es allí donde hay que posar la mirada. Si invertimos los números mágicos, daremos con los 75 años exactos que se cumplen hoy de aquellos fusilamientos –“diez fusilados inocentes por la policía provincial”, se lee en el diario de trabajo de la investigación de Operación masacre, de Enriqueta Muñiz- ocurridos la noche del 9 al 10 de junio. En el prólogo al diario de Muñiz, Daniel Link escribe sobre Walsh lo siguiente: “una inteligencia de izquierda no es algo a lo que se llega fatalmente sino un punto de vista que hay que construir y sostener cuidadosamente”. Una meticulosidad en la construcción de un difícil punto de vista de izquierda, de eso se trata.

El revés de la trama // Diego Sztulwark

00. Fotos. Hará un poco más de un año que, en medio del estallido que está transformando a Chile para siempre, circuló por las redes sociales la imagen de un grafiti callejero que decía algo así como: “A leer la Ética de Spinoza”. Una serie comienza a formarse cuando, hace unos pocos días (estamos en junio de 2021), circuló otra foto, proveniente de las recientes manifestaciones populares en Colombia, en la que se ve a una mujer joven sosteniendo un cartel escrito también a mano en el que se leía: “Explicar Deleuze ahora”. El punto que llama la atención es la irrupción de trazos filosóficos, porque estos nombres −Spinoza, Deleuze− implican lecturas, y remiten a ciertas maneras de la explicación; parecen venir de otro mundo, pertenecer a otra escena. Seguramente una escena universitaria. Lo propio de este tipo de tumultos urbanos, aspecto que confirma su alma libertaria, es volcar las bibliotecas a la calle. De este vuelco estamos hablando, de una nueva disposición entre cuerpos y enunciados que afecta decisivamente los modos de lectura, que reubica al pensamiento llamado filosófico entre el rigor meditativo (situación convencional de estudio) y la apropiación revoltosa de la lectura militante. En un texto sobre el 2001 argentino, el pensador italiano Paolo Virno se refería a un tipo de lectura, paciente y generosa, capaz de interesarse tanto en “la Historia universal de la eternidad de Borges como en el estudio de los piqueteros”. Un lector propiamente filosófico, que entiende la filosofía como un encuentro entre ficción y lucha de clases. Las fotos muestran una nueva manera de concebir la filosofía: se lee en y desde la atmósfera callejera de la revuelta. Esta serie de apenas dos imágenes debería colocarse dentro de una serie mayor, cuyo punto de partida es aquella conocida fotografía del Che Guevara leyendo en la altura de la copa de un árbol, sobre la que escribe Ricardo Piglia en El último lector.

01. Consignas. En su nuevo libro La segunda venida, Franco “Bifo” Berardi delinea la función precisa de la filosofía de este tiempo. Acorde con el tono teológico-poético del título, la concibe como una actividad dedicada a descifrar cuestiones inadvertidas en la madeja del presente. Entendámonos: el tiempo presente es tendencia, neoliberalismo y, en el extremo −al que estamos arribando−, suicidio sistémico. Esta función de la filosofía fue encarnada por Rosa Luxemburgo. Fue ella quien, con la consigna “Socialismo o Barbarie”, enseñó a postular un posible −socialismo− contra una tendencia bárbara. El posible, que debe ser creado (pensado y realizado), resulta anticipado de un modo casi somático. La lectura filosófica extrae de la tendencia del capital una alternativa histórica. Encuentra, en la lucha antagonista, la coincidencia de una nitidez con una urgencia. Un siglo después, como es notorio, la barbarie no ha dejado de triunfar. En estas condiciones más bien angustiantes Bifo escribe, para situarnos hoy, “Comunismo o Extinción”.

02. Citas. Fue en Colombia que el discurso de la llamada extrema derecha introdujo la cita filosófica guattariniana. Siendo Guattari célebre compañero de Deleuze, es razonable conjeturar que el cartel de la foto –“Explicar Deleuze ahora”– sea una respuesta, o un pedido de respuesta, a esa derecha. Una derecha que es sanguinaria, tanto en Colombia como en Chile. En efecto, fue el ex presidente Uribe quien puso a circular el enunciado en cuestión (la “revolución molecular disipada”) como noción clave de una estrategia represiva. Según se sabe, la cita de Uribe proviene de un ideólogo ultraconservador chileno de nombre Alexis López Tapia. Se confirma, entonces, el eje Colombia-Chile. Un eje contra-filosófico. Que lee –y leer siempre es apropiarse de enunciados– en función de asegurar la tendencia neoliberal. De allí, insistimos, el cartel: ¡Explicar a Deleuze! O a Guattari. Explicar, en este contexto, es devolver. Devolverle a la filosofía su lenguaje. En esta línea escribe Bifo:

“La revolución molecular no tiene absolutamente nada que ver con una táctica de combate. Más aún: cuando se habla de revolución molecular, se habla, de hecho, de un proceso que no puede estar dirigido ni programado, ya que no es un efecto de la voluntad racional, sino justamente una expresión del Inconsciente, del deseo que no tiene nada que ver con las formas políticas establecidas ni con la astucia de algún marxista oculto en algún sitio en el bosque. Muy por el contrario, la revolución molecular es un borbotón del inconsciente social que puede ascender cuando la voluntad organizada de la política pierde su poder, cuando el deseo irrumpe en el dominio del orden represivo.” (Ver acá el texto completo)

03. Lecturas. Entonces, no hay enunciados inocentes. Toda lectura es lucha de clases. Por eso Walter Benjamin, admirador de Luxemburgo, escribe sobre la necesidad de una “lectura a contrapelo”. Lo que David Viñas llamaba el “revés de la trama”, un dispositivo crítico, de tipo histórico-literario, que viene muy a cuento. En su libro De los montoneros a los anarquistas, de 1971, Viñas lee, en esta clave, un capítulo central de la Argentina. Un capítulo que vale por sus analogías posibles. Se trata del período que va de la Batalla de Pavón (1861), que consolida el avance arrollador del “burgués conquistador” (la oligarquía en su fase ascendente), hasta los preparativos del centenario. La tendencia se presenta como síntesis que vincula armamento moderno, poder económico porteño y liberalismo europeo. Se materializa como sucesivas victorias militares contra el indio y gaucho. La utopía burguesa era la democracia liberal ilustrada fundada en la inmigración europea blanca, es decir, en un repoblamiento del país, una sustitución racial. El revés de la trama muestra otra cosa: una modernización capitalista violenta, un sometimiento de la fuerza de trabajo a un régimen semiesclavista, la apropiación/concentración de la tierra, y una ideología darwiniana, autoritaria, positivista, racista. El revés de la trama son los conventillos y la huelga. Ferroviarios y obreros tipógrafos en primer lugar. La lucha de clases proletaria sustituye la oligárquica guerra de las razas.

04. Contrapunto. En 1909 aparece Simón Radowitzky. Nacido en Kiev, en 1891, contemporáneo del soviet de Petrogrado, nacido en una familia judía y testigo rebelde de los pogroms zaristas, migra en 1908 a Buenos Aires. A sus 18 años se erige como contracara del jefe policial del gobierno de Alcorta, el coronel Ramón L. Falcón, hombre de impecable coherencia represiva al servicio de Sarmiento en la guerra contra las montoneras de López Jordán en Entre Ríos, vinculado al general Roca en la Campaña del Desierto y sanguinario masacrador de huelgas obreras. “Mártir de la burguesía argentina”, lo llama Viñas. La bomba justiciera que acaba con Falcón es leída por Viñas como una acción de venganza simbólica por el asesinato del jefe de las montoneras, Chacho Peñaloza (1863). El revés de la trama, en este caso, de la trama oligárquica, torna comprensible la tendencia y la aparición de una nueva lucha de clases. 

05. Analogías. El revés de la trama remite al trabajo sobre lo contradictorio, en la misma línea que la tarea de la filosofía de Bifo. En el dispositivo crítico de Viñas, se presta especial atención al procedimiento de la analogía, que permite inscribir trama y revés de trama en el mismo momento histórico en que en otros lugares del planeta ocurren sucesos de similar significación. La analogía permite ver en los hechos locales y nacionales, lo internacional. Comprensión de la tendencia global, e internacionalismo. Cinco décadas después, en La segunda venida, Bifo estudia un espacio inmediatamente global tomado por la guerra, poblado por el fascismo, dominado por las finanzas. Ese global emerge de un cruce entre método crítico antagonista proveniente del obrerismo italiano −que liga tendencia y lucha de clases−, a una particular preocupación por la evolución de la coyuntura norteamericana (el libro fue escrito sobre el final de la presidencia de Trump). Se trata de un global sin analogías, una captación de la tendencia desde su final, una esferización de la lucha de clases. En Bifo la lucha se presenta como el dominio progresivo de una infoesfera (espacio global codificado por los efectos de una fusión entre capital e información) sobre una psicoesfera, subjetividad, mundo psíquico planetario, recubierto por el malestar. Psicoesfera que es, en el revés de la trama, explotación de los trabajadores de la web, pero también conciencia resistente del Sur Planetario. Es en la psicoesfera que bullen las materias de un posible, los sueños de todos aquellos que, para resumir, querrían otro final.

06. Vida. Pero no hay solo eso. En la psicoesfera está también la distorsión provocada por la claudicación de las izquierdas y la humillación que el neoliberalismo provocó en la clase obrera blanca: el neofascismo de los trabajadores blancos. Supremacismo que, cree Bifo, caracteriza ante todo a un Norte Planetario y a una raza en decadencia, sexualmente impotente, arrasada por máquina autómata del semiocapital. A diferencia de otros planteos, que, como sucede con Maurizio Lazzarato, ven complementariedad entre neofascismo y máquina de guerra capitalista, Bifo identifica fuerzas en estado de guerra civil. Blancos humillados que toman las armas en defensa de un mundo y unas creencias de superioridad agredidos por la propia tendencia suicida del autómata. El global apocalíptico de Bifo avanza en su marcha hacia la nada barriendo con razas, clases y Estados. Disolución que −y este es un dato central− amenaza la integridad misma de los Estados Unidos. La tendencia, tal y como la lee Bifo, da lugar a la formación de un nuevo gobierno extraestatal: el FAGMA (articulación de Facebook, Apple, Google, Microsoft y Amazon). Gobierno de un mundo cadavérico, trama infocapitalista cuyo revés es la vida misma. Ahí donde gobierna el ensamble entre algoritmo y big-data, la multiplicidad de la vida representada como información manipulable se unidimensionaliza. Vida progresivamente virtualizada. La hipótesis cibernética es aniquilación del cuerpo y el cerebro comunista. 

07. Leviatán. El mundo que narra Bifo es el del apocalipsis. El capitalismo, que supo ser productor de bienes y valores, ha entrado durante las últimas décadas (las décadas neoliberales) en una fase decadente y, en ese sentido final, en una fase en la cual su acción produce un solo efecto: disecar toda fuente de vida. La marcha mortífera es indetenible. El dominio ya no es ejercido por los humanos, sino por un autómata infotécnico que traduce todo fenómeno orgánico en algoritmo matemático. Ese es el mecanismo íntimo de la dictadura de las finanzas y del automatismo lingüístico. El tránsito de la constitución estatal al gobierno del autómata se da sobre una misma línea de evolución mecanicista que estaba ya presente en Thomas Hobbes. El nuevo Leviatán liquidó la autonomía burguesa de la política y se presenta ahora como control directo sobre los procesos vividos, sobre lo que Miguel Benasayag ha llamado “la singularidad de lo vivo”. Gobernar es extraer de la vida orgánica un algoritmo informático. 

08. Profecías. Y, al mismo tiempo, un nuevo imprevisto que interpretar: Chile. El régimen político del país que fuera la vanguardia y fortaleza sudamericana del neoliberalismo parece desmoronarse. Ahí se concentran las preguntas. Como hace cincuenta años, Chile aparece como el lugar de un experimento incierto. La disolución de lo político convencional es favorable al ejercicio de la filosofía según Bifo. Porque la política funciona como régimen visual de lo “probable”. Permite “ver lo que ya conocemos” a condición de impedir ver lo que precisamos ver: esos posibles que solo la filosofía descifra. La política es impotencia pura si no es interceptada por la filosofía. Chile, entonces, como momento luxemburgiano. Y entonces, se entiende qué cosa puede ser la segunda venida: la esperada contraofensiva de la psicoesfera, la revancha de la subjetividad libre contra el autómata simplificador. El comunismo −una nueva neuroplasticidad− logra responder a la razón cínica. La conciencia reacciona sobre la información. Si el apocalipsis es el anuncio de extinción en manos de una “tecnologización inhumana” creada en Auschwitz e Hiroshima que concentra lo no humano en lo antihumano, en el revés de trama de lo automático Bifo ve materializarse un nuevo posible: la distribución del tiempo, la liberación del trabajo y la insubordinación a la ideología cibernética. El profeta anuncia la filosofía. Toca averiguar ahora si la nueva política, que esa filosofía anticipa, será capaz de actuar a tiempo. 

Caja Negra editora

De #blacklivesmatter a la liberación negra // Keeanga-Yamahtta Taylor

Escrito al calor de las movilizaciones contra la violencia policial que estallaron en 2015 en Estados Unidos, y convertido rápidamente en referencia obligada dentro y fuera de los movimientos, este libro pone en perspectiva histórica el presente y señala los desafíos futuros de la lucha por la liberación negra. Si el éxito de #BlackLivesMatter consistió en poner en evidencia en las calles y en las redes el carácter falaz del mito de la sociedad posracial (que la llegada a la presidencia de Obama habría venido a consumar), y en señalar los modos en que el control policial, el encarcelamiento masivo, la presión tributaria y financiera y la segregación urbana perpetúan el racismo institucional.

Taylor profundiza el análisis iniciado por las luchas y traza los desafíos que este “destello de libertad” tiene por delante en la construcción de un movimiento. Con ese horizonte se remonta hasta el punto donde quedaron las luchas por los Derechos Civiles y las experiencias del Black Power para elaborar un análisis detallado de las estrategias de neutralización de aquellos movimientos, signadas por la represión directa durante los años sesenta y setenta pero también por la promoción de políticos negros a la representación política nacional y los gobiernos locales desde los años ochenta, que fue consolidando un discurso celebratorio del “daltonismo racial” que la eclosión del movimiento #BlackLivesMatter derrumbó.

#TintaLimón 

Mientras del otro lado siga habiendo cuerpos // Lucía Naser

 

La historia de la pandemia ha sido la historia de lo que no podemos hacer. Desde aquel 13 de marzo de 2020, hemos pasado horas entre recuerdos, lamentos y duelos. ¿Qué pasa con las cosas que sí estamos haciendo? ¿Qué vemos al quitar el foco de lo cancelado y reenfocar en todo aquello que sí está sucediendo, que sí está formando cuerpos?

Escribo desde la experiencia de docencia virtual durante la pandemia y de diálogos con otros docentes sobre las suyas. Escribo entendiendo que educaciones hay tantas como educadores y contextos, pero también que algunos trazos gordos de esta virtualidad pandémica nos atraviesan a muchos, y estamos empezando a poder nombrarlos.

LO QUE SÍ

No nos enseñaron a vivir en circunstancias no elegidas, porque nos educaron para creer que queremos las circunstancias en las que vivimos. Pero la pandemia y la crisis hacen ese amor insostenible. Quizá de ahí viene esta sensación de tedio, un mal entendimiento de la impotencia, una decodificación errada de la tristeza. A veces confundimos im-potencia con aburrimiento. Pero el deseo y la urgencia de que esto se termine no podrá salvarnos de experimentarla. Esto no nos está pasandosomos esto que sucede. De esto aprendemos (aun sin quererlo) y en este aprendizaje nos transformamos, de modo que, para siempre, seremos un poco pandemia.

Mientras creemos no entender nada, procesamos informaciones. Transitamos como podemos, no sin un enorme gasto energético. Energía para sobrellevarla, energía para superar cada día el miedo, energía para activar redes colectivas, para duelar a la gente que muere. ¿No se sienten cansados últimamente?

Estar frente a la computadora consume muchísima energía. Todo un cuerpo organizado para sostener una cara frente a un monitor. Venimos acarreando una muletilla:esta vida virtual es una vida sin cuerpo. Pero hay peores noticias: hay un cuerpo y está ahí, siendo y haciendo vida y materia en un on-offline intermitente. Es que, antes que nada, atrás de todo, hay un cuerpo.

Cuerpo real en entorno virtual. Sentado, en lo posible solo, rodeado de silencio. Necesita calor externo. Tiene la atención volcada no a una máquina, sino al universo de información que, potencialmente, espera a través de la máquina. Viaja sin moverse. La cabeza está alineada con la cadera y los isquiones fijos y centrados en la silla. Las vértebras alineadas, rodillas a 90 grados. Mesa fija, silla quieta, cuerpo sentado.

La experiencia deja viejos el problema del oculocentrismo y la educación bancaria. Inauguramos la era ojo-y-culo-céntrica: posición que los cuerpos conocen –y aguantan– cada vez más. A la centralidad de la visión como sentido reinante en un mundo de imágenes se acopla un centro quieto, atornillado, interactuando con el mundo desde una perspectiva única.

Ver sin ser vistas y ser vistas sin ver. Las posibilidades son muchas, pero la posición es la misma. El ojo-y-culo-centrismo diseña un cuerpo frontal, estacado, en el que pelvis y cabeza están organizados en relación con un cuerpo plano e interactivo. Participo sabiendo que no seré tocada y, aun así, me siento extremadamente vulnerable: atrapada.

El centro del cuerpo es un centro energético, sexual, donde la pulsión de vida late, pero mi pensamiento es otro cuando pienso con el culo encerrado, quieto todo el día, sin ver otros culos, sin roces, vibraciones, cansancios, calores, olores. Ojos y culo centrados, frontales y alineados, civilizados, disciplinados. ¿Cómo leo la energía de otras desde esta quietud? Fracaso.

APRENDER SIN QUERERLO

La percepción no es un aparato biológico o maquínico sin aprendizaje, al que llevamos de acá para allá como una cámara de filmar. La percepción aprende y crea mundos y pensamientos.

Salgo de dar clase, entro a una reunión gremial y me mudo a un ensayo abierto vía streaming sin cambiar ni un centímetro de posición, de entorno ni de software. Extraño el tiempo que lleva ir a un lugar. Algunos hablan de «plataformización de la educación»; creo que el término aplica a uniformización de las relaciones sociales. Coordenadas claves de nuestra percepción e interacción se transforman radicalmente y aún sin ser claro qué, es imposible que no estemos aprendiendo.

Siento agobio. Sin embargo, aburrido es el adjetivo más lejano a este tiempo. La libertad de movimiento y de reunión está limitada y eso mengua los encuentros y, junto con ellos, la energía que da la convivencia social. Pero, a su vez, la vida está enormemente intensificada. La mera cercanía de la muerte basta para intensificarla, resignificando cada bocanada.

El mundo entero está experimentando la muerte. El acontecimiento permite ver las muy diferentes relaciones que, con la muerte y con el duelo, están entablando diferentes culturas y regiones del planeta. También quedan a la vista los modos desiguales en que lo global afecta a unos y otros. A algunos los agarra con demasiados siglos de entierros continuados, otros miran con espanto mientras firman cheques para intentar salvarse. Algunos educan para saber duelar; otros, para evadir la muerte con fe, obediencia e indiferencia. La muerte despliega una pedagogía a través de los cuerpos: es imposible de interpretar y, por eso, el animal que habla no sabe qué hacer con ella.

JUNTOS Y SOLOS

La virtualidad redujo espacios de convivencia y eso afecta algo fundamental: el encuentro entre pares. La formación y colaboración colectivas no pueden ser, solamente, eso que pasa cuando alguien a cargo dictamina, en un espacio normativizado como una clase, que así será. El entre pares necesita encuentros, sucede en los pasillos, fuera de los espacios formales, en gestos y complicidades que a veces ni llegan a ser palabras.

En la virtualidad, el codo a codo se vuelve cara a cara. La esfericidad de las rondas, una cuadrícula de rostros intermitentes. La frontalidad refuerza el imaginario de la competencia y la vigilancia: principios del poder. Como el pequeño empresario, los navegadores de a pie tenemos que poder sobrevivir y aprender rápido en este medio. Cuando nos encontramos nos con-frontamos, sosteniendo el mínimo de encuentro necesario para dar por válido que estamos ahí.

Paradójicamente, en Zoom, el panóptico docente –por el cual desde el pupitre se ve a todos– se revierte: la docente es la más expuesta. Y no todos tienen datos para poder «aparecer». La dificultad en las conectividades y el acceso real a la educación virtual reproduce (aún más) las desigualdades sociales. Como docente dudo: ¿dónde termina la autonomía del estudiante (como parte de una pedagogía emancipatoria) y empieza la soledad neoliberal (trasplantada a la educación como forma de contribuir a la naturalización del capitalismo)?

Cuanto más solas pensamos, más solas pensamos que podemos estar.

¿QUIÉN ESTÁ AHÍ?

¿Cómo se relaciona la despersonalización que implica el tapabocas y el distanciamiento social con los procesos de despersonalización que tanto la sociedad industrial como la sociedad de masas neoliberal producen y reproducen? En el mundo precarizado del trabajo y en el fragmentado mundo social, la otra cara de la despersonalización neoliberal es la pérdida del derecho a la intimidad o al anonimato. ¿Qué diferencia la legalidad del tapabocas de la ilegalidad del pasamontañas?

La situación confunde: por un lado, se ve una despersonalización de la educación y una homogeneización de los procesos de enseñanza-aprendizaje. Por otro lado, la virtualidad y el aula en casa operan en el sentido contrario. En la clase en casa, la casa se cuela por la ventana, trae los mundos afectivos e íntimos de los estudiantes y entornos –y los propios–, trae situaciones y relaciones que, demasiadas veces, no tenemos herramientas para acompañar ni recursos para resolver.

Abrir la educación virtual no solo implica cierres, sino aperturas. No se puede abrir sin querer dejar entrar, y la virtualidad trae muchos mundos a la educación, así como lleva la educación a mundos a los que está poco habituada. En el entramado social también se dan combinaciones raras que indican que las formas de aparecer y desaparecer de los sujetos son complejas y en permanente disputa.

El monitoreo es clave para los mecanismos de control. Nunca sabemos cuándo la vigilancia está ahí, y, entonces, la tenemos en cuenta todo el tiempo, hasta interiorizarla. Y si no la interiorizamos, si tenemos vidas no tradicionales y pensamos que podemos salir del armario porque vivimos en una sociedad abierta, con leyes que protegen lo diverso, en seguida la fuerza represiva estará ahí para vigilar y castigar, para decirnos que, en todo caso, mejor nos ocultemos.1 Si no podemos ser vistas haciendo algunas cosas, quedan dos opciones: hacerlas anónimamente (lo que igual intentará ser criminalizado) o no hacerlas. No todas podemos afrontar las consecuencias de algunos actos, incluso legales.

Por su lado, las redes sociales desbordan de aparente personalización; sin embargo, sus efectos implican, para la gran mayoría de los usuarios, una enorme despersonalización. La croata Dubravka Ugresic dice que vivimos en la cultura karaoke: quien performa es, generalmente, un anónimo que quiere ser reconocido en la voz de otro. Según ella, hoy día el yo se volvió tedioso: las posibilidades de teletransporte y metamorfosis prometen más que quedarse excavando en su polvareda. La cultura del narcisismo mutó en la cultura karaoke o es, quizás, su consecuencia.2

Recorro las redes en las que los influencers y seguidores no paran de crear contenidos increíbles. La vida contemporánea es una enorme escuela de actuación. La conciencia performativa de estar actuando y siendo vistos desde la misma pantalla donde vemos series e ídolos de cine y reguetón, la presencia de la cámara, el erotismo de su dominio hacen de todo esto un gran intensivo de artes escénicas. Las redes crean expertos en coreografía, actuación ante cámaras y edición. Dentro y fuera de línea, no paramos de aprender sobre la performatividad de las relaciones sociales. Y de actuarlas.

Quizá la educación está, al fin, sintonizada con lo que pasa en la sociedad. Quienes se están formando en estos años entenderán mejor que nosotros los efectos de estos cambios. Ellos son los que experimentan la escuela o la universidad desde el mismo dispositivo con el que se enamoran, charlan con amigues o compran cosas.

SALIR DEL ESTADIO

Quizá no todo es tan Peñarol y Nacional, víctimas y culpables, elegir o acatar, suspender o continuar, presencial o virtual. Las dicotomías tientan más en momentos de crisis, pero la crisis pide desarmarlas para darnos de bomba con todo lo que no entra en ellas. Fuera del dualismo hay mucho que hacer. Todo está mucho más inestable de lo que parece y eso nos involucra. No entendemos y, sin embargo, estos fenómenos no existen sin nosotres, igual que las capitales no existirían sin las periferias.

Con la vida como centro,3 nuestras vidas pueden dejar de ser medios para la continuación a cualquier costo de la máquina sistémica. En este momento, una pedagogía radical puede resultar revolucionaria y una disciplinante puede resultar brutalmente embrutecedora. Que no podamos todo no significa que no podamos nada. Los actos de pedagogía radical no tienen por qué ser grandes actos, no tienen por qué ser heroicos ni tener las respuestas a todas las preguntas. No tienen por qué ser entretenidos ni captar atención, porque van donde la atención está para, como dice Val Flores, «considerar productivamente la vulnerabilidad y el poder de nuestra lengua, la incomodidad como una poética del hacer pedagógico».4

Estos actos ni siquiera deben tener el éxito garantizado, porque ellos enseñan sobre todo a intentarlo, fracasar y volver a intentarlo. Podemos transformar la continuidad de la educación a cualquier costo, humano y pedagógico, en una educación que (nos) enseñe lo más humano: dejarnos afectar por las intensidades que nos atraviesan. El cómo está por inventarnos. 5

1. Véase: https://sintep.org.uy/comunicado-publico-ante-el-despido-de-dos-maestras-por-publicaciones-personales-en-sus-redes-sociales/.

2. Dubravka Ugresic, 2011, citada en «Quando o lugar da fala se transforma na fala do lugar», de Helena Katz, en Ágora, Modos de ser em dança. Vol. II, Gilsamara Moura y Douglas de Camargo (orgs.), San Pablo, Aluminio, 2019.

3. En ocasión de este 3J Ni Una Menos, se publicaron textos y manifiestos que plantean preguntas y necesidades urgentes y cruciales en el contexto de prácticas docentes y pandemia desde una perspectiva feminista. En este texto resuenan muchos de ellos. Véase por ejemplo:  https://zur.uy/la-educacion-en-pandemia/

4. Pedagogías transgresoras II, varios autores, Santa Fe, Bocavulvaria Ediciones, 2018.

5. Algunas de las reflexiones contenidas en este texto fueron compartidas en el XIII Coloquio Internacional de Teatro, FHCE, Mayo 2021.

Desde Uruguay para Brecha

Clonazepam y circo: La última esperanza negra // Javier Massa

Me enteré medio de casualidad. Una historia en redes sociales, o algo así. No recuerdo bien; tampoco importa. Hacía años que no nos veíamos, desde aquellos tiempos en que compartíamos la misma camiseta dentro de una cancha de fútbol, defendiendo los colores de la Facultad de Sociales, allá por principios de los ’10.

Debo admitir que siempre sentí una secreta admiración por él: por su manera de trabajar en cada entrenamiento, por el respeto a todos los compañeros sin importar quién fuese o cómo jugase, por su seriedad a la hora de clausurar el andarivel izquierdo en la defensa, porque “cerraba el culo y jugaba” (como decía Adri), porque ya desde esa época me di cuenta de que tenía un manejo distinto de las palabras y de las ideas.

Nos juntamos a tomar un café una típica tarde de otoño: frío, viento y lluvia. Literatura, pura y viva literatura. Me habló de su nueva novela, La última esperanza negra, y de su primer trabajo, Engendros, libro que prometí leer. Tardo, pero llego. Siempre llego. Solo ténganme un poco de paciencia.

Regresé a casa contento por haberlo visto, por sentir que había recuperado cierto fragmento de un pasado muy grato de mi vida que retornaba de forma más adulta, quizá hasta melancólica, retazos de lo que fuimos resumidos en un café y una novela.

No es fácil escribir. No es para cualquiera. Requiere de cierta desnudez, de abrir la mente y el corazón a un mundo que no nos enseñó a abrirnos, sino más bien todo lo contrario; de una obsesión con la obra que oscila sin grises entre el entusiasmo más prometedor y desánimo absoluto. Uno está luchando consigo mismo todo el tiempo. Quizá por todo esto esa misma tarde, al regresar a casa, me senté decidido a leer su novela: porque valoraba (y entendía, por sobre todas las cosas, entendía) el esfuerzo y la dedicación que había plasmado en su obra.

Voy a ser claro en algo desde un principio: La última esperanza negra no es (solo) una simple novela, sino que es también (y sobre todo) un manual de sociología, una síntesis precisa y brutal de los tiempos en los que vivimos. Yagüe no necesitó de grandes escenarios ni historias fantásticas bélicas para reflejar una marca de época: le alcanzó con cuatro personajes, un edificio y un caño roto. Para qué más, si se pueden entender los fenómenos sociales con afinar un poco el ojo y hablar con el encargado de tu edificio, o con el vecino del 3ro “B”. Allí está la verdadera sociología: en la calle, en el barro. Podemos debatir tardes enteras si el concepto de tipo ideal de Weber es aplicable o no a las sociedades posmodernas, sí, pero mientras tanto se nos rompe un caño y debemos lidiar con ello, con el plomero, con nuestros vecinos, con sus dinámicas, con nuestra soledad. ¿Por qué actúan así y no de otro modo? ¿Por qué quienes vivimos en determinado ritmo histórico actuamos (más, menos) de manera similar?

Todos y todas conocemos alguna Lucía en nuestras vidas. Algún Javier, algún Sergio; quizá alguna Virginia, por qué no. A todos se nos ha roto un caño y hemos tenido que negociar con vecinos/as no muy deseables ni equilibrados. Todos nos hemos sentido solos incluso estando acompañados. Todos extrañamos a alguien. Todos creemos que el vecino que la va de intelectualoide es un pelotudo y un inútil (Sandro se refería a Javier como “el pensador”: las manos las tenía para agarrarse la cabeza nada más). Todos hemos tenido sueños que el mundo (no quisiera ser tan reduccionista, pero no vale la pena entrar en detalles, al menos ahora) se ha encargado de despedazar. Todos hemos amado y no nos han amado; y viceversa. Todos deseamos viajar por Italia con un amigo. Todos en algún momento de nuestras vidas exigimos que nos dejen enloquecer, que al menos nos permitan esa libertad. Todos estamos atados a las consecuencias de las crisis, los vaivenes del dólar, de los medios de comunicación y los discursos sociales. Me animo a definir a La última esperanza negra como un libro de crisis, de cómo afrontamos ese contexto social del cual no podemos escapar aunque queramos, de cómo nos afecta en todos los ámbitos de nuestra existencia: emocional, económica, psíquica y hasta físicamente. Pregúntenle a Lucía, si no.

Yagüe logró percibir lo que late en la piel de la experiencia social como un todo y trasladarlo a la construcción de sus personajes que funcionan en términos de abstracciones generales, una especie de inconsciente colectivo resumido en 172 páginas. Porque todos tenemos algo de Lucía, algo de Javier, algo de Sergio, algo de Virginia. No son personajes encontrados en la base de una montaña con los que te cuesta empatizar porque de alguna manera te interpelan, te señalan, te denuncian.

Pero hay un concepto capital que recorre la obra de principio a fin y que me gustaría desarrollar levemente: la soledad.

Recuerdo que una vez una chica salteña con la que salí un tiempo me comentó lo sorprendida que estaba de cómo en una ciudad como Buenos Aires, repleta de gente y ruido, de consumos y estímulos constantes, se podía estar tan solo. Nunca olvidé esa reflexión. Recuerdo que sus palabras retumbaron en mí y fueron extendiéndose en mi pecho como una mancha de vino derramada en el mantel de navidad; yo, que en ese momento era mucho más chico e ingenuo, nacido y criado en esta gran urbe de cemento y bocinazos, nunca había tenido la lucidez (o el valor) de darme cuenta de semejante observación.

La recuperación de este concepto en La última esperanza negra no funciona solo en términos acotados a la ciudad de Buenos Aires, sino a toda ciudad en general, a la idea de metrópoli en tanto sistema de organización, vinculación y existencia. De allí que cada uno de los personajes se mueve en un mundo de individualidades citadinas, cargando sus penas como una tortuga arrastra su caparazón, tortura de TV y pastillas, de carreras académicas más cercanas al ego y al poder que al conocimiento, de neurosis obsesivas iracundas, de ansiedad y miedo, de un pasado que no nos deja en paz, de cuerpos devenidos en mercancías, de placeres fetichizados y zanahorias en el horizonte, de denuncias de corrupción y fiebre verde, de rumores de renuncias y crisis económica, de amores que fueron y ya nunca serán, de clonazepam y circo. 

Sobre jugar a los jueguitos // Chuca

Hubo una época dura en mi vida que se ve que no era tan mala porque salí de ahí gracias a un Family Game que encontré en un placar. Había cinco juegos, pero solo funcionaban, aunque soplé, dos: el Mario Bross y el Tetris. Y como tenía una cordillera de tiempo libre, me la pase jugando a esos dos games. Dos clásicos que cada uno se encarga de mostrarle al otro que no hay fórmulas para ser un gran vídeo juego, ni para quedar en el recuerdo. Porque son estructuralmente diferentes, algo que, gracias al freestyle del thc, me di cuenta. Por un lado, el Mario Bross es un jueguito que consiste en liberar a una princesa. Que con ese fin noble y caballero, que tiene nada más y nada menos que al valor de la libertad propulsando hacia adelante al fontanero, te hace avanzar, pasar niveles mientras venís viendo como crece tu épica y la posibilidad de ser un héroe. Y si perdés, tenés otra oportunidad. ¡Otra vida! Pero por el otro lado, también jugaba al Tetris. Un jueguito ruso en el cual no se puede ganar nunca. Lo único que se puede hacer es demorar la derrota, perder más tarde y alargar la agonía. Y que cuando perdés, no hay otra vida. La vida es una sola, te dice. No hay final feliz. No hay libertad. Hay tragedia. La tragedia de la vida al estilo ruso. Que todo se pone más rápido, que te estresas, que no podes con todo eso que se te cae y listo: a curtirse. A curtirse a la URSS. Entonces así andaba: entre el Mario Bross y el Tetris, entre la idea de la liberación y la tragedia de la vida, entre la posibilidad de ser un héroe y la imposibilidad de acomodar fichitas. Yo pensaba que iba a salir de esa época con una certeza nueva para agregar a mi pack de certezas, pero no. Lo que me quedó de esos días fue la sensación del movimiento que es vivir: la ambigüedad. Es que a mi la gente que mejor me caen son los que agrupo bajo el nombre de “los optimistas trágicos”. Los OT. Que son las personas que saben muy bien que todo esto es al pedo, en vano, mortal, pero que sin embargo y con absoluta conciencia de lo anterior, juegan el juego, compran fichitas, como si las cosas fueran determinantes y aceptan, con estilo y en secreto social, el pacto ficcional que hay que tener para poder vivir. Pero no los optimistas a secas, esos que todo bien todo el tiempo, que la alegría, que el amor, que la ilusión. Con esos me pasa el efecto contrario de lo que buscan y como decía Homero, no el de la Odisea sino el otro: me aburrooo. Es que en la alegría, o en la tristeza sola, no hay tensión. Como me dijo Pato que le dijo su profesora que le dijo Hebe Uhart: los cuentos empiezan si hay un «pero». Como cuando alguien en un cuarto solo, de noche, juega un poco al Mario y otro poco al Tetris, otro poco al Mario y otro poco al Tetris y, en eso, mientras la luz de la tele pega en el techo y alguien que fuma un puchito desde otro edificio se pregunta: ¿qué será esa luz?; algo de su relación con el mundo se vuelve elegante y fresca, y no resuelve nada, pero tiene ganas de, y, con eso, ya le parece suficiente para ir viendo qué onda con todas estas cosas.

 

* Este texto pertenece al libro «Metodología de la dispersión», publicado en mayo del 2021.

IG: @ale.chuca FB: Alejandro Chuca

Sueño y vigilia de las mujeres // Lila María Feldman

 
“¿Cuántas veces moriste antes de haber podido pensar: soy una mujer, sin que esa frase significara entonces sirvo?”
Helene Cixous.
 

Hay hitos a lo largo de la Historia, que fundan particulares modos de leer y escribir, hitos que reescriben la cultura toda. Hay acontecimientos en La Historia que son acontecimientos significantes. El #niunamenos de la mano de los movimientos feministas es uno de ellos.

Elena Ferrante, escritora italiana, tiene un libro cuyo título es “La Frantumaglia”. Nombre que designa un estado particular, que ella conoce a través de su madre, quien inventa esa palabra, que podríamos ligar al sueño, a lo onírico, materia intangible hecha de dolores, fantasmas y silencios, con la que escribimos y vagabundeamos en pensamientos, a veces eso que nos permite descubrirnos “otras” de las que somos, otras en las que somos, a veces las que querríamos ser, las que no pudimos ser. Elena Ferrante habla de la frantumaglia para aludir a lo que la lleva a escribir. Se trata de un neologismo, es una palabra inventada (gesto tan apropiado para hablar de una “inexistencia”, a la vez que potencia de la escritura como lo que permite hacer que algo que antes no existía, pase a existir). Y luego rescata una palabra que sí posee existencia pero cargada de un sesgo peyorativo: vigilancia. Vigilar, estar en vigilia, atentas, despabiladas (contracara o contraluz de frantumaglia). Vigilar en la pluma de Elena Ferrante adquiere otro sentido, un sentido importante para nosotras. “Vigere, estar en plenitud de fuerzas, este verbo que indica el extenderse de la vida, está en la raíz de vigilante, de vigilia y –me parece ahora- ilumina de sentido la palabra vigilancia”. Vigere es expandirnos con todas las propias fuerzas.  Sigue escribiendo Elena: “El cuerpo femenino (y el cuerpo de la multitud feminista agrego yo) ha aprendido la necesidad de vigilarse, de cuidar la propia expansión, el propio vigor”. “Me gustan mucho las mujeres vigentes que vigilan y se vigilan precisamente en el sentido que intento describir”. Ella escribe sobre esas mujeres, no porque sufren precisamente, más bien porque luchan. Vigilarnos, estar vigiles, nos recuerda -a veces cuando estamos en el fondo de un pozo, en ocasiones en las que prima la frantumaglia- la necesidad de vivir. Se trata de afirmar y reafirmar el derecho a la vida. La multitud feminista expande, realiza esa vigilancia, palabra que ahora podamos tal vez despejar de su carga policial para devolverla y restituirla al sentido y potencia que Ferrante propone. La vigilia feminista, sabemos nosotras de qué se trata. Sabemos de tantos vigores, luchas y conquistas que allí se sostienen. En vigilia, reafirmar el derecho a la propia vida, a la de cada una y la de todas, expandir nuestra fuerza para que resuene lo que hicimos con el lenguaje: volverlo a crear, para que en él se amplifiquen los ecos de cada una de las matadas de la historia. #Niunamenos es la palabra, toda junta, que nos junta para gritarlo cada vez, y cada vez, hasta que no falte ninguna. El lenguaje se amplia, se revuelve, se revoluciona, cuando una palabra se vuelve necesaria, imprescindible. Cuando visibiliza una inexistencia y una opresión. Cuando hace existir.

Cada vez que -aún hoy- se dice o se escribe  «crímenes pasionales», o se hace referencia a las pasiones para dar cuenta de un crimen, me pregunto: ¿Por qué se puede asumir el carácter político y la condición de genocidio de ciertos crímenes y no de otros?

Todas las ferocidades criminales arraigan en pulsiones y pasiones. Esas mismas que nos constituyen. Sin embargo, el derecho de una mujer, y de las disidencias sexuales, a vivir y a gozar son aún puestos en cuestión y las maquinarias visibles e invisibles que atacan ese derecho y que causan exterminios (junto a violencias y torturas de todo tipo) tienen otro precio, no suelen ser nombrados y visibilizados como lo que son: genocidio a lo largo de la historia toda. Porque son pasiones…

Hay quienes se revuelven contra tantos dispositivos masivos de exterminio, y saben llamarlos por su nombre, lo saben, mientras naturalizan otros. Los feminicidios no son crímenes pasionales. No son desgracias. Son matanzas. Están dirigidos a una, y a todas. Niñas, adolescentes,  mujeres y disidencias.

Si no, hablemos también de los «crímenes pasionales» del nazismo. De todas las guerras y matanzas y exterminios.

Ese sistema que permite que ello ocurra y se naturalice se llama Patriarcado.

Las palabras importan. El lenguaje importa.  “Lo que puede un cuerpo en el lenguaje” escribe Meschonnic leyendo a Spinoza. Y agrega: “Escribir solo es escribir si modifica nuestro lenguaje”. Seguimos escribiendo y  gritando #niunamenos

Y seguimos preguntando (aunque la lista sería interminable) ¿Dónde está Tehuel?

De los nombres, del nombrar // Agustín Jeronimo Valle

1- Cada tanto se repara en el hecho de que nuestro nombre, que nos identifica y distingue, no lo elegimos nosotros. Si alguien nombra nuestro nombre no podemos ignorarlo -si nombra nuestro nombre nos nombra, porque se supone que somos nuestros nombres. Pero no decidimos nosotros cómo nos llamamos, es decir que, como decisión, nuestro nombre no es nuestro. 

Nuestro nombre es marca de la potestad ajena que nos nombró. Pero después, durante la vida, una vez que no está solo la decisión de otrxs, sino también la presencia nuestra en el mundo, vamos recibiendo -adoptando- otros nombres, o sobre-nombres. Si va arriba, el sobre-nombre, quizá sea porque es superior al nombre. ¿Correcciones, mutaciones? Conviven, nuestros nombres. Y el nombre-nombre (el de la Ley y de los padres, de los padres solicitados por la Ley), quizá pasa a ser uno entre varios nombres que, todos, nos nombran. 

Cada trescientos sesenta y cinco días, hay uno en que se nos festeja como individuos. Cada ciclo solar tiene un día del calendario marcado con nuestro nombre. Esa marca tiene un ritual, cantar una canción, el feliz cumpleaños. La canción es siempre igual, todos la sabemos, repetimos lo mismo, el canto es idéntico salvo cuando hay que decir lo específico, nombrar a quien cumple años, identificarlo como singular en la identidad común del ritual. Allí, en ese momento, cuando hay que nombrar a quien cumple años, el canto idéntico se desgrana en un amontonamiento de nombres y sobre nombres distintos, en simultáneo. Allí no hay consenso unánime sobre cómo nombrar a quien cumple; de quién es el día. Algunos nombres hacen más fuerza, otros más tenues; algunos se imponen; algunos a veces arrastran al resto… A veces se espera para ver si alguien marca cuál será el nombre dominante, y en la canción se hace un pequeño hiato, una pausita antes de nombrar, como el pateador de penales que suspende el pie en el aire un microsegundo esperando ver a dónde va el arquero. 

Quizá ese montón, esa indecidible yuxtaposición de nombres distintos de “la misma” persona, sea lo que mejor nos nombre. Una prueba de que somos muchxs; de que nadie es uno. Porque los distintos nombres que nos nombran no nombran al mismo sujeto, no nombran exactamente a la misma persona. Vistos desde cada nombre, somos otrx. Cada nombre es uno de nuestros modos de ser. 

¿Podemos hacer la lista de cómo somos nombrados y nombradas? Y, acaso, un paso más: pensar quién somos, cómo somos vistxs en cada distinta forma de nombrarnos. 

 

2- Por otra parte, es un gran acto de poder, nombrar. No por nada la Iglesia se arrogaba el poder de bautizar; luego su poder bautizante quedó superado por la identificación dada por la institucionalidad disciplinaria; y ahora… Como sea, nombrar es un acto de poder, pero, acaso, también de potencia (poder como poder-sobre otra cosa, y potencia como poder-hacer cosas). Andar dándole nombres a las cosas es, en buena medida, ponerle otros nombres; poner nombres -a cosas, a personas- implica depreciar el o los nombres que tenían. 

Una cultura fuerte tiene gran ejercicio nominalizador. Para nosotros, esto se llama así. Y cuanto más específicas son las cosas nombradas, más crece el mundo nuestro: más cosas merecen la distinción de un nombre. Más entes, existentes, hay. Más pliegues de nuestro mundo. Verbigracia, la comida de un pueblo (cosa que se ve mucho en México, por ejemplo). Tiene mayor entidad una cosa con nombre propio que una variación de otra cosa. Una ensalada: ¿se la nombra enumerando sus ingredientes, o le damos nombre a cada diversa combinación? Porque además de “renombrar”, dar nombres puede aumentar la cosidad -o bueno, perdón, la entidad- de nuestro mundo. 

Pensar y escribir (y el y nombra aquí a una conjunción de dos momentos de un proceso) quizá sea actividad de nombrar el mundo. En los nombres dados de las cosas nos arrolla lo dado, el estado de las cosas -el statu quo-. Vivir sin nombrar es vivir a pura adaptación, a pura obediencia. Pensar y escribir -más allá, más acá de toda imagen de “autor” o incluso de “obra”- es un modo de ejercer el íntimo trabajo poético de traducción de las cosas, de su sentido. Qué es esto para mí, siendo ese “mí” un sujeto que puede ser colectivo (¿no se nombran de otro modo las cosas por ejemplo a partir de una revuelta como la chilena, no pasan a ser efectivamente otras, es decir a tener otros efectos?). Es más, hay que ver si alguna vez un sujeto no es un punto de vista -punto perceptivo y expresivo- de factura rigurosamente colectiva, a veces con y otras sin conciencia de sí. Escribir como resistencia a que el mundo sea potestad ajena sin más. No hay zona de lo real con la que no podríamos hacer el ejercicio de ver cómo la nombramos, cómo la contamos.  Nombrar las cosas, sí, pero nombrar también el ritmo, la temporalidad de las cosas, nombrar su tono, su timbre; porque, acaso, sobre todo nombramos con el espacio que está entre las palabras. 

 

¿Es el estallido colombiano el comienzo de un incendio mucho mayor? // Issac Marcet conversa con Diego Sztulwark

 

Escuchar acá. 

Todos estamos agotados por la pandemia del Covid. Un estudio del Consejo General de la Psicología de España alertaba hace poco de que más del 40% de la población dice tener síntomas de depresión, y otro 30% dice estar sufriendo problemas de ansiedad. Según los expertos, las pandemias futuras de la enfermedad mental serán más terribles, si cabe, que las pandemias víricas.

Muchos nos hemos quedado sin empleo, endeudados, sufriendo los efectos secundarios del Covid. Muchos de los nuestros, han muerto. Ante esta crisis, la más grande a la que nos hemos enfrentado las generaciones más jóvenes, nuestros espíritus han ido rompiéndose poco a poco por el camino. Por eso, cansados como estamos, buscamos soluciones rápidas y simples a la situación compleja a la que nos enfrentamos.

El filósofo político Diego Sztulwark dice que eso es precisamente lo peor que podemos hacer: el querer volver a ‘la normalidad’. Según él, toda crisis representa una oportunidad inmejorable para la creación de nuevos espacios de pensamiento crítico. Más que combatir los síntomas —como lo haría un psiquiatra al uso—, a los síntomas hay que aprender a escucharlos, aliarse con ellos y, con suerte, aprender cuáles fueron los engranajes del sistema que los creó en primer lugar.

Sordos como estamos, vivimos en una sociedad intensamente medicalizada. En España se medican a diario 2 millones de personas con ansiolíticos y en México se ha multiplicado x 2 el consumo de antidepresivos y ansiolíticos durante la pandemia. En un viaje que hice a Ciudad de México, meses antes del confinamiento, en una cena alguien le preguntó a un amigo cuál era la droga favorita entre la juventud de la capital. Él, fríamente, respondió que los antidepresivos. “Tomamos antidepresivos como si fuesen caramelos”, nos dijo, “porque esta ciudad es demasiado dura para nuestra sensibilidad”.

En Colombia, sin embargo, estamos siendo testigos de otro tipo de reacción. La crisis social que estalló hace un mes en el país presenta los síntomas virulentos de una sociedad deprimida y bajo una profunda ansiedad. La gota que colmó el vaso fue el proyecto tributario y de reforma a la salud propuesto por el Gobierno de Iván Duque. Entre otras cosas, el gobierno colombiano pretendía gravar con el IVA servicios públicos y productos básicos hasta ahora exentos, como el azúcar, el chocolate, la sal o el café. La ciudadanía colombiana, harta tras más de un año de confinamiento, decidió salir a las calles a manifestarse. La respuesta de Duque no fue la esperable: el gobierno colombiano se enfrentó con violencia a su propio pueblo. Tres semanas después ya han muerto decenas de personas y los heridos se cuentan por millares. 129 personas han desaparecido durante las protestas, según la Fiscalía General de la Nación.

El gobierno de Duque decidió ceder ante las protestas retirando su proyecto de reforma tributaria. Pero lo que no se imaginaban los dirigentes políticos era que la ciudadanía no iba a tener suficiente con la erradicación del síntoma: la ciudadanía ahora está clamando por un cambio sistémico. Sus últimas peticiones han sido las de erradicar la desigualdad económica o el fin de la corrupción. Los ciudadanos colombianos están exigiéndole a su gobierno que les escuche; que escuche profundamente los síntomas de la enfermedad de su malestar.

Según la revista científica Psicothema, varias investigaciones han llegado a la conclusión de que solo en el tratamiento del trastorno bipolar y la esquizofrenia, la psicoterapia se muestra menos eficaz que los psicofármacos. En todo el resto de trastornos, como la ansiedad o la depresión, las intervenciones terapéuticas de naturaleza fundamentalmente verbal se evidencian como el tratamiento más eficaz. Pero incluso los síntomas psiquiátricos pueden ser tratados con éxito desde la comunicación dialógica (el diálogo igualitario entre personas), como demuestran los modernos encuadres de terapia familiar y sistémica —en especial el llamado Modelo de Diálogo Abierto desarrollado por el psicólogo finlandés Jaakko Seikkula—, con tasas de recuperación en psicosis bipolares y esquizofrenias de cerca de un 70% prescindiendo en todo momento de los psicofármacos y la psiquiatrización. Ante los problemas complejos del ser y de la democracia, cómo no, la escucha atenta a los síntomas y el diálogo abierto siguen siendo la base para la salud.

Quise hablar con Diego Sztulwark precisamente para eso: para aprender a escuchar políticamente y psicológicamente. Dos actividades íntimamente ligadas la una con la otra. En nuestra charla hablamos del estallido de Colombia, de neoliberalismo, de la Grecia clásica y del rol del filósofo en los tiempos de incertidumbre y de caos.

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Foucault, las palabras y los sexos // Roger-Pol Droit

Traducción de Mariana Carrizo [*]

La publicación de 400 páginas inéditas de un gran pensador del siglo XX, vaya que merece atención. Michel Foucault, su historia de la sexualidad y su posterior estudio sobre las costumbres paganas del mundo cristiano revelan una sorprendente actualidad.

Hecho peculiar: un libro entero, casi completado una vez muerto su autor, aparece con 38 años de retraso. Nueva rareza: su trabajo erudito, denso, acerca de los Padres de la Iglesia (Clemente de Alejandría, Casiano, Agustín) y su relación con los pensadores paganos (Aristóteles, Plutarco y Musonius Rufus) entra en resonancia directa con los debates engendrados por movimientos en redes como “Balance ton porc” y #Metoo. Las discusiones de los primeros siglos cristianos sobre la virginidad, el matrimonio, las normas eróticas aceptables o no, se hallan plagadas de consideraciones sobre la violación, el pudor, la castidad, las prácticas tolerables o no entre los sexos, por lo que están en consonancia con las discusiones corrientes de hoy en día acerca del acoso y las relaciones hombres-mujeres. He aquí la magia de Michel Foucault. El cuarto y último volúmen de su Historia de la sexualidad- Las confesiones de la carne[1] finalmente hace su aparición. Está confirmado: este demonio de pensador no tiene igual a la hora de hacer brotar de los archivos los resortes inadvertidos de nuestro presente. Para comprenderlo, es necesario hacer un desvío….

Biblioteca de Historias: Historia de la sexualidad 4. Las confesiones de la carne. Por Michel Foucault. Ediciones Gallimard.

Durante su vida fue una estrella. Sus cursos en el Collège de France desbordaban de gente. Sus libros aparecían en las tapas de los diarios y semanarios. Sus múltiples intervenciones en la vida pública (antipsiquiatría, lucha de prisioneros, la revolución iraní) eran conocidas y comentadas. Michel Foucault encarnó durante alrededor de veinte años una nueva figura del intelectual. Pasó de las bibliotecas a los estudios de grabación, de universidades americanas a seminarios japoneses, sin olvidar la redacción, paciente y erudita, de obras que pronto se revelaron explosivas. Se diferenció de sus mayores, Sartre o Camus, abandonando su postura de conciencia moral universal, influenciada por el marxismo, para transformarse, mediante un estudio caso por caso, en un aliado de batallas puntuales, llevadas a cabo todos los días por “los anónimos”.

Mentado por la publicación, en 1961, de su Historia de la locura en la época clásica, pronto reconocido y celebrado por Las palabras y las cosas (1966), elogiado por Vigilar y castigar (1975), el filósofo comenzará su vasta y singular historia de la sexualidad.

 

Este proyecto ocupó casi diez años de su vida, antes de que el SIDA prevalezca en 1984. Hoy, el último volúmen de esta vasta investigación, preparada para la publicación pero no finalizada, llega a las librerías, por tanto, con una notoriedad más amplia que la que alcanzó en vida. Es que, en efecto, Foucault es hoy más leído, estudiado y considerado. De manera diferente, sin embargo: el electrón libre devino un clásico, el rebelde una referencia. Sus textos figuran en todos los manuales de filosofía para estudiantes de escuela media, sus trabajos son objeto de análisis en el mundo entero, y la biblioteca de la Pléyade, en 2005, consagró dos importantes volúmenes a sus obras. Más que una estrella es ya, más bien, una constelación.

Alterar los sistemas de poder: estableció: “Yo no estaré en la Pléyade, soy perfectamente consciente de que no haré una obra, y que no publicarán mis obras completas”, me dijo en 1975 en una serie de entrevistas[2]. Foucault se negaba a ser un “autor”: este es el supuesto que guarda el sentido último de su propio trabajo. Fue un cuidadoso del estilo, un enamorado de la escritura, pero nunca se proclamó escritor. Combinaba una parte de provocación, con un deseo de reconocimiento, sin duda, proclamado y negado a la vez. Pero, sobre todo, tenía la voluntad de ser un pensador efectivo, más que un esteta. Quería ser un “artífice”, un instalador de bombas, un experto en explosivos capaces de hacer saltar barreras. Soñaba con poner a disposición de quién las necesite las herramientas para intervenir y alterar los dispositivos de poder. Esta concepción “instrumental” del trabajo intelectual resulta ser una clave decisiva para comprender sus investigaciones. Nos permite comprender que fue un historiador, pero de una forma poco habitual, un filósofo, pero no cómo suele entenderse usualmente y, también, evidentemente, un escritor, pero no a la manera de Jean D’Ormesson… Su único objetivo: contribuir mediante sus libros a perturbar los sistemas de poder, mostrar cómo estos sistemas se establecen y tienen lugar en nuestras palabras, nuestras cabezas, nuestros cuerpos, nuestros sexos.

Esto debido a que el poder no es para Foucault una figura abstracta, una simple idea. No será ya esa autoridad ideal inaccesible, que reside en las nubes y que delega su fuerza a un representante -monarca, emperador o Estado republicano. Devenido “micropoder”, éste se propaga por todas partes, activo de la manera más concreta, diseminado en los horarios de trabajo, la disciplina de los cuerpos, los gestos cotidianos. También reside en las maneras de juzgar, de sentir, de vincularnos con los otros y con nosotros mismos. Por lo tanto, las maneras de delimitar lo verdadero de lo falso, lo razonable de lo extravagante/raro, lo normal de lo patológico, lo decente de lo obsceno, han de comprenderse, por tanto, como mecanismos de sutil discriminación y fina coerción. Lo que pone en juego cada una de estas particiones no es una “verdad” inmutable, existente por ella misma, sino una relación de fuerzas, variable según los momentos de la historia, las tensiones de la sociedad, las rupturas y cambios en sus representaciones. La locura, por ejemplo, no es un mal funcionamiento del “espíritu”, entendido como una realidad siempre idéntica. Éste ha sido configurado y entendido de forma diferente en la época de Sócrates que en la de Erasmo, y que en el siglo de Freud. Utilizamos la misma palabra para referirnos a él, pero esa engañosa o falsa fijeza o mismidad oculta la heterogeneidad de  saberes, así como los distintos agenciamientos de poder. Aquí, el “loco” es escuchado como un sabio o un mensajero divino, allá confinado como un peligro que hay que descartar, o bien como un enfermo al que sanar.

La voluntad de saber

Foucault tomó prestado este principio de “genealogía” de Nietzsche, de quien fue un gran lector y continuador inventivo. Todas sus investigaciones se inscriben en esta estela, y particularmente la última. Centrado en la sexualidad, renueva profundamente las perspectivas de Nietzsche sobre el cuerpo, el deseo y, sobre todo, la construcción del individuo. Esto dado que Foucault es la constitución de la subjetividad misma la que Foucault acaba por ver como el resultado de los micropoderes, descubriendo su acción en el dominio de las prácticas y los juicios acerca del sexo. ¿Qué significa ser uno mismo, conocer las propias inclinaciones sexuales, gobernarse a sí mismo moralmente, saber cómo dejarse llevar o refrenarse, sentirse defectuoso o virtuoso? Contrariamente a lo que se cree, éstas no son situaciones standard, inmutables desde la antigüedad a nuestros días. Foucault fue descubriendo, poco a poco, los vínculos complejos entre concepciones de placer, el anclaje íntimo del poder, y la constitución de sujeto. He aquí porqué su Historia de la sexualidad es cualquier cosa menos una enciclopedia de prácticas eróticas.

Porque lo esencial no reside en saber, según las épocas, quien se acostaba con quién, cuantas veces, en qué posición. Ni tampoco qué actividades sexuales estaban completamente permitidas, cuáles eran meramente toleradas, o rigurosamente prohibidas. Claro que estos elementos deben tenerse en cuenta. Sin embargo, lo que verdaderamente hay que tener en cuenta es la manera en la que estos discursos y reflexiones sobre el sexo delimitan, según los siglos, la relación con uno mismo y con los demás. La subjetividad no es algo dado, un dato natural y originario. Ha sido fabricada de manera diferente en la llamada Antigüedad pagana, luego en la Europa cristiana, alrededor de múltiples discursos relativos al matrimonio, al adulterio, a la procreación, a la masturbación, a la homosexualidad. ¿Discursos represivos? A veces. ¿Normativos? Siempre. Sin embargo, también incentivadores. Lo que llama la atención de Foucault desde un principio es el inmenso dispositivo de palabras desplegado en occidente alrededor de la sexualidad. Como si, antes que una experiencia de placeres, esta fuera objeto de innumerables exámenes, juicios e innumerables glosas. El sexo para nuestra civilización, por tanto, consistiría en decir, al menos tanto como en hacer. Este es el leitmotiv del primer volumen de Historia de la sexualidad, la voluntad de saber, publicado en 1976. Con entusiasmo, el filósofo establece allí postulados contrarios a los discursos progresistas dominantes del sesenta y ocho.

¿Una sexualidad escrutada permanentemente?

El sexo, ¿es mudo? ¿Es sofocado, censurado, convertido en algo vergonzoso desde que la moralidad judeo-cristiana, decimos, extendió su capa de plomo sobre una pretendida libertad antigua? ¿Ha sido canalizado, encuadrado por la burguesía para mantener las multitudes trabajadoras en el trabajo? ¿Ha sido al fin liberado, devuelto a su poder subversivo por la revolución sexual? ¡No! tres veces no, enfatiza Foucault. Esta representación de la “represión burguesa” que prolonga la asfixia cristiana de la sexualidad es simplista. Peor: impide ver lo más interesante, la inmensa y paradojal incitación a hablar continuamente de sexo que atraviesa la cultura occidental -¡incluso para afirmar que no se debe hablar al respecto, que está prohibido, que es indecente, secreto!-. He aquí, entonces, el asunto que el último Foucault explora sabiamente: un sexo infinitamente hablado, más que reducido al silencio, finamente organizado y controlado, más que reprimido, estimulado y trabajado, más que censurado. Esta sexualidad, que se supone contiene la verdad sobre la humanidad en general, y sobre el individuo, en particular, es permanentemente escudriñada e interrogada, de diversas y múltiples maneras, desde griegos y romanos hasta nuestros días. Y Foucault tuvo el sueño, un poco loco, de diseñar el mapa en su Historia de la sexualidad.

Las vicisitudes de esta obra son, también, asombrosas. Por supuesto, el campo es inmenso, complejo, y los textos, innumerables. Sin embargo, eso no explica las profundas modificaciones que tuvo su itinerario. El primer volumen, en 1976, anunciaba una secuela en cinco episodios, que se dividían, escalonándose, en el advenimiento del cristianismo (2- La carne y el cuerpo), la era moderna (5- Los perversos, 6- Poblaciones y razas) pasando por la Edad media y la edad clásica (3- la cruzada de los niños, 4- la mujer, la madre y la histérica). Pero Foucault no publicó la secuela sino hasta ocho años después del comienzo, luego de modificar la cronología de su investigación, el plan de la misma, y en gran parte su perspectiva. Esto debido a que comprendió, en el camino, cuánto había heredado el mismo cristianismo de pensadores anteriores. Tuvo que volver a montar su investigación de varios siglos, hacerse helenista, equiparse, con marcha forzada, del bagaje erudito necesario. Esta hazaña, cumplida especialmente en companía de Paul Veyne y Pierre Hadot, merece la pena ser recordada y retomada. Finalmente aparecen, en 1984, poco tiempo antes de la muerte de Michel Foucault, dos volúmenes: El uso de los placeres, y El cuidado de sí que luego se convierten, respectivamente, en los volúmenes II y III de la “nueva” Historia de la sexualidad. El cuarto y último volumen está casi listo. La muerte llega. No es hasta hoy que nos llega esta pieza faltante del rompecabezas.

Las sorpresas de este último volúmen

Lo que se descubre allí es apasionante, sobre el registro de la historia tanto como en el de la actualidad. Porque la que se descubre es una historia poco conocida. Foucault muestra cuán equivocado es imaginar que una gran libertad pagana fue sofocada por una austeridad cristiana que supuestamente condenaba toda vida sexual. ¡Este no es el caso! Los filósofos de la antigüedad, desde Platón a Marco Aurelio, ya abogaban por una supervisión estricta de las prácticas sexuales. Las prescripciones cristianas no son, de golpe, más minuciosas ni más represivas. Al contrario: los Padres de la Iglesia a menudo  toman y repiten al pie de la letra las frases de los filósofos. Conservan prácticas ya formuladas, tales como la condena del adulterio, del matrimonio en segundas nupcias, las obscenidades entre esposos… Sin embargo, hablan de otro tipo de experiencias: dejan de considerar las relaciones de los placeres y de la moral, para preocuparse de la carne y la concupiscencia. En lugar de codificar los comportamientos, focalizan su atención en la interioridad del sujeto, en su relación con su propio deseo, en el consentimiento íntimo o de renuncia al mal.

Respecto del registro de la actualidad, la sorpresa está viva. Al acercar estas «confesiones de la carne » a nuestros debates actuales, nos veremos sorprendidos por una cantidad de coincidencias y contrastes, que traen consigo una claridad inesperada. La cuestión del consentimiento, por ejemplo, está en el corazón de esta investigación. Los textos hablan del consentimiento a sí, del consentimiento al propio deseo; nuestras discusiones apuntan al consentimiento al deseo del otro. Los Padres de la Iglesia hablan del fin de la diferencia de los sexos en el otro mundo, nosotros hablamos de eso mismo, pero en este mundo. Hay, así, cantidad de pistas de reflexión en este entrecruzamiento entre los Antiguos y de los posmodernos. Otra razón para leer a Foucault.

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Frédéric Gros**

¿Por qué este libro esperó 38 años tras la muerte de Foucault para ser publicado? ¿Era su voluntad? ¿La de los propietarios de los derechos?

Frédéric Gros – La voluntad de Michel Foucault era ciertamente publicar Las confesiones de la carne. La prueba: deja en 1982 en ediciones Gallimard un texto completo en forma de manuscrito, que luego corrige, parcialmente, y entrega mecanografiado. Pues no se trata de un texto que habría renunciado a publicar. Simplemente, decidió preceder a esta publicación con un libro sobre la experiencia sexual entre los antiguos. La escritura de lo que se convertirá en El uso de los placeres y El cuidado de sí le llevó dos años, y la muerte lo sorprendió antes de terminar de corregir el libro sobre la experiencia cristiana de la carne. Los propietarios de los derechos consideraron que como el manuscrito formaba parte del fondo del BnF, había llegado el momento de proponer una edición.

-¿Por qué aparece hoy? ¿qué ha cambiado?

Desde 1984, los trabajos de edición de Foucault se multiplicaron: la edición de sus artículos, entrevistas, etc. (Dits et écrits); la edición de sus cursos en el Collège de France; la recuperación de sus textos publicados en la Biblioteca de la Pléyade. Era sin duda razonable esperar finalizar esas empresas para publicar este inédito mayor.

-Más allá de todo lo que ya se ha publicado, ¿hay mucho aún por descubrir en los archivos personales de Foucault?

Desafortunadamente, no dispongo de una vista exhaustiva de los archivos de Foucault adquiridos por BnF. Son más de 40.000 hojas. Puede que su exploración aún reserve algunas sorpresas. Hay, por ejemplo, con un cierto número de cursos que dictó o en sus primeros años de docencia (Lille, Clermont-Ferrand, etc.) o, más tarde, en universidades extranjeras (Túnez, São Paulo, etc.), pero también fragmentos inéditos sobre Nietzsche o pintura.

[*]«Estudiante avanzada de la Licenciatura en Filosofía, miembro del Centro de Estudios en Filosofía de la Cultura y del proyecto de investigación “Mal(estares) en la sociedad occidental: dimensión propositiva de prácticas y discursos intersticiales en escenario posoccidental” de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional del Comahue, Neuquén, Argentina. mari.carrier@gmail.com

* * Frédéric Gros, filósofo, profesor de Ciencias Políticas en Paris, consagró una parte de sus trabajos a Michel Foucault, colaborando particularmente en la edición de los cuatro volúmenes de Dits et écrits (Gallimard) y dirigiendo ambos volúmenes de la Pléyade.

[1]« Histoire de la sexualité 4 – Les Aveux de la chair». Editado por Frédéric Gros*. Gallimard, 438 p., 24 euros.

[2] Algunas reagrupadas por Roger-Pol Droit en «Michel Foucault, entrevistas». Odile Jacob Ediciones (2004), 160 p.20

Nunca tuvimos tu amor – Carta abierta a Charly Garcia // Alejo di Risio

“la llave que yo tengo puede abrir

tan sólo el corazón

de los extraños”

 

A Charly García: 

No siempre es fácil pensar un fenómeno o hito artístico de una época, menos si todavía te atraviesa tanto. Hasta ahora nunca me animé a decirte nada, ni a mostrar mi amor. Estoy seguro de qué cosas me convocan, y atraen, de vos. Al fin y al cabo formás parte de ese universo personal con el cual nos hemos criado y que ya son casi familia. Incluso al curar las listas de canciones que componen el universo sonoro que nos hace más vivible el cotidiano. No fue que me hayas acercado al piano, ni a la música, ni a la poesía. O tal vez todo eso también, pero ya no pienso en vos como artista, creo que me exceden otras cosas. La afectación, la conmoción; esos desgarros en el pecho que nos regalaste (o vendiste más barato) desde siempre. 

 

De gente virtuosa de la música clásica está lleno. De cantautores, o artistas muy buenos también. Tal vez había menos en los tempranos setenta, pero tampoco importa tanto, porque no imagino a quienes vinieron después si no hubieras marcado rumbos. También debe haber muchos que escupen poesías increíbles sin quererlo; que les sale así, un poco porque así viven. Pero me parece que de compositores y productores que saben entender su época la lista se reduce mucho más, probablemente sean un puñado los que están activos cada década. Pero todavía mucho menos que esos son los trovadores de un pueblo, que saben regalarle las palabras que le faltan para sentirse menos solos. Pero vos, Garcia; vos elegiste ser todas las anteriores. Curaste nuestras heridas y nos encendiste de amor.

Hay personas que logran formar parte de todas las familias, meterse en cada casa, formar parte de cada red de vínculos, de todas las rancheadas. A veces escriben ficción, a veces filosofía o poesía, a veces juegan al fútbol. Alguna vez Mercedes Sosa dijo que Atahualpa era el máximo juglar de nuestra tierra. Pero vos sos de los que saben construir las palabras que saben dar fe, materializar las catarsis que generaciones enteras necesitan. Quienes saben ser la voz del inconsciente colectivo cargan la responsabilidad de crear momentos y lugares donde la gente pueda vivir esas cosas que asombran, los grandes misterios de vivir, ya que no felicidad en soledad. Transportan sentidos que inundan sus acciones, el karma de vivir bajo la luz constante de la atención pública. De no poder desistir aunque te digan que ya no hay nada más que hacer, todo mientras se busca el placer de estar vivo.

Creo que mitad por casualidad, mitad por convicción, estuviste siempre ahí. Siempre cerca. Tuvimos tu amor, que muchas veces nos salvó y nos sirvió. Que quisiste curar tus heridas y, casi sin querer, curaste las nuestras. Que desde hace tantos años, en tus mil vidas y canciones transmitiste una irreverencia única; una que no necesita a nadie, a nadie a su alrededor. En su eterna adicción por lograr titulares polémicos, hasta la televisión de vidrieras siempre buscó tergiversar tus frases enigmáticas en titulares amarillos. Respondiste con sátira todo eso que no te interesaba avalar, y te reapropiaste de esos sitios para transgredir. Eso genera no sólo fanatismo, genera conexión, inspira devoción. Las ironías que fueron y son parte de nuestra cultura, parte de nuestra religión.

Porque si hay algo que te caracterizó, camaleónico García, son esas mil facetas. Tu irrefrenable capacidad de cambiar junto a nosotrxs a lo largo de los años, de transitar los lugares ciertos sin perder nunca identidad, o capacidad de condensar en sonidos lo que nos pasa. Me dan bastante rechazo los compilados de tus canciones. Siento que quiebran la cronología, desarman una linealidad temporal entre tu voz y lo que sucedía a su alrededor que veo fundamental.

En esa atemporalidad está el deseo de quienes lloran que el pasado está equivocado. La melancólica historia nacional que se piensa como eterna tragedia, pregón de esa porción de la argentina que tiene nostalgia por el futuro que nunca fue. Que te incluye en esa batería de cosas por las cuales indignarse, quienes fueron educados con odio hacia este país por lo que es, en contraste de quienes lo amamos profundamente a pesar de todo lo que es. Creo que llevaste, junto con tantas otras voces nuestras, una cuota de mártir en saber recibir las culpas y el veneno de quienes te culpan de arruinar todo por dejar un camino sin andar. 

Construcción de chivo expiatorio, acusaciones a quien se arruinó a sí mismo, quien fue envenenado por la soberbia nacional. Que con la misma soltura con la que te califica de loco y no opina sobre tu vida, opina sobre adicciones, locura, salud mental, genialidad. Flashea que como buen rockero estallaste por volar demasiado cerca del sol, en la cúspide de tu carrera, pero que sobreviviste. No te moriste como las estrellas del rock supuestamente deben morirse, lidiando con la presión pública, la fama, la adicción y los excesos. 

Adivinó que nunca te interesó demasiado vivir como digan. Cumplir vaya uno a saber qué imágenes de futuro que las personas necesitan encuadrar con las del pasado, para que mañana sea como ayer otra vez. Si romper las expectativas, si cagarte en sus pretensiones conservas no es intransigencia, si eso no es lo que llamamos rock, si vos no sos el rock ¿el rock dónde está? Se escapaban tus gedencias, tus demonios, y así aparecían los nuestros. Nuestros ídolos no pueden ser perfectos, sólo pueden ser reales. 

Tal vez en pandemia se confunden aún más dos tipos de dolores que rodean a cualquier muerte. La pérdida y la ausencia. Las despedidas, los velorios, los entierros son procesos que pueden ayudarno a lidiar con la pérdida y el final de alguien. Pero el dolor más complicado es el de lidiar con la ausencia, que no encuentra momentos específicos, el que aparece por oleadas, el que te azota cuando te dan ganas de compartir alguien con el que ya no está. 

Siempre creí en los homenajes en vida, y cuando el Flaco se nos fue, entendí lo que significaba perder a quienes no conocemos, pero siempre nos acompañaron. Y no voy a esperar, porque nunca entendí nada del fútbol en términos deportivos, pero cuando se fue mi tía en Abril, cuando Maradona pasó a la eternidad, cuando mi viejo se fue en diciembre y yo me pude despedir, cuando tantas partidas y tanto caos a nuestro alrededor no amaina y cuando presiento el fin de un amor, cómo no escribirte García querido. Amar con contradicciones, disputar a los símbolos populares, claudicar el deseo de tener razón, abrazar el dolor, rendirse al afecto. Algún día ya no habrá confusión, nos rescataremos con el tiempo, y vamos a ver cómo nos diste tu amor, y ese día habrá perdón, sabremos que nos diste el tuyo y no necesitaste el nuestro, aunque igual lo veamos en vos. 

Tal vez mi deseo más grande es que puedas estar ahí para cuando te vayas. Sentir ahora el amor que vas a recibir en el después. Que veas y formes parte de los festejos a tu vida, los funerales de Aquiles, tus discos a todo volumen resonando en cada parlante, maratones que van a durar semanas, de canciones que durarán por siempre. No te puedo prometer que Argentina no va a llorar por vos, pero sé que no le tenés miedo a ese momento, que hace rato soñás con el fin, cuando todo termine. Por eso te lo digo así, abiertamente, porque se que de este lado vas a seguir estando siempre a nuestro lado. Que a la muerte le dedicaste tu primer canción, pero la enfrentaste cada semana. Deseo de corazón que puedas ser libre de verdad, y si esa es la única forma, acá estamos para despedirte y, mucho más, para agradecerte siempre. No quiero perder tanto la fe, si estas palabras me la pudieran dar, ojalá me ayuden también a agradecer. Gracias Charly. Gracias. 

 

Pompas de jabón // Javier Massa

El escritor, el artista en general, está conectado con la muerte desde el mismo momento en que se reconoce como tal. Siempre está despidiéndose. Cada página es un pequeño “hasta nunca” en clave, parte de un “adiós” mayor que podría ser toda su obra, o estas frases. Esta es, en parte, una de mis despedidas. 

Escribe para eternizar algo, para decir lo que la vida no le alcanza para decir; pinta para reflejar su angustia, crear nuevos mundos más justos y mejores que éste; canta para celebrar la vida y hacer más elegante la necesidad de gritar; hace poesía para acariciar la belleza. No pretendo ganarle a la muerte, no soy tan arrogante ni estúpido, pero puedo agregarle valor a la vida, crear mi propia visión estética del mundo, o simplemente pasar las horas absurdas derramando tinta en un papel jugando al escritor como cuando niño en el comedor de mi vieja casa. 

Aún recuerdo con espeluznante precisión de detalle el estar tirado boca abajo sobre la alfombra en el comedor del departamento en la calle Carranza, escribiendo en un cuaderno palabras sin sentido pero que, concatenadas, simulaban un libro escrito. Quizá mi vida no sea más que eso, una simulación constante: simulo ser escritor, simulo ser músico, simulo ser bueno, ser hijo, ser amigo, ser amante, ser lector, ser inteligente, ser animal, ser humano. Simulo ser. 

Escribo con vergüenza, como un adolescente que toca por primera vez a una mujer. Me arrimo a las palabras pidiéndoles permiso para utilizarlas, con miedo de que vayan a delatar una supuesta falta de talento, o de respeto. Siento la necesidad de dejar registrado todo lo que pueda surgir de mi interior turbulento y confuso para materializar algo, para que este transcurrir diario no se me escape tan fácil de entre las manos. 

Escribo porque temo, porque estoy vacío tanto como todo lo que me rodea, porque no hay un solo minuto que valga la pena ser vivido en esta tierra si no se escribe, lee, ríe, canta, baila, ve cine, toca el piano, el saxo, el sexo. Y así y todo, con la arenilla corriendo hacia abajo en los relojes del tiempo, con los ojos que cada día ven menos y los pelos que comienzan a quebrarse y caer, escribo para sentir que algo vale la pena ser contado, o quizá solo escribo para sentir, para no asumir que estoy muerto incluso estando vivo, que no hay nada delante en el camino del niño que alguna vez fui. Y cómo reía. 

Escribir es para pobres diablos como yo que anhelan ser escuchados y admirados y queridos, pero no quieren a nadie. Escribir es el castigo elegido, la autocondena que se inflige cualquier infeliz para demostrar su inconformismo con la vida, con la condición de ser humano, con la prepotencia del devenir. Escribir es para quienes viven en un mundo de ideas y abstracciones que anteceden a los sentimientos. Es el arte de quienes nos manejamos en burbujas mentales, como los niños que corren en la plaza para atrapar (y romper, porque pocos seres existen en este mundo más dañinos que los niños) las pompas de jabón barato que lanzan los mimos y los payasos, perfecta analogía entre los dioses y nosotros los humanos. 

¿Qué será la realidad (permítanme rebajar el nivel de esta conversación) sino burbujas que brillan coloridas como arcoiris en las tardes lluviosas de verano desde lejos, pero que se deshacen en un santiamén en cuanto uno quiere alcanzarlas y mostrárselas a sus padres o a sus abuelos, más no sea para que nos feliciten y nos den una palmadita que se parezca tanto al amor que nos condene eternamente (continúo rebajándome, sepan disculpar) a una búsqueda tan sin sentido como necesaria? 

Burbujas que flotan a nuestro alrededor y nos indican cómo comportarnos y qué decir porque todo ya fue dicho y soñado; burbujas que se escriben en mayúsculas como Justicia, Patria, Iglesia, Estado, Amor (estoy decidido a rebajarme hasta los infiernos), Dios, República, Comunicación, Naturaleza, Amistad, Matrimonio, Familia, Hijos, Bien, Mal, y dentro de todas ellas existen otras miles, millones de burbujas que están aunque no las veamos, les juro que están, y nos hacemos los distraídos porque es más cómodo, total para qué hacerse problema.

Y nos acercamos a ellas como aquellos niños que alguna vez fuimos y no queremos dejar de ser, a pesar de la burbuja Adultez; queremos atraparlas y protegerlas y ver cuánto duran en nuestras manos, y la desilusión al verlas reventarse con tanta facilidad es tal que las próximas burbujitas que veamos, aunque pequeñitas, las miraremos como desde lejos sentados en los bancos de la plaza Benito Nazar comiendo sanguchitos con los abuelos, jugando con algún desconocido que durante un buen par de horas será nuestro mejor amigo, espalda contra espalda en las vicisitudes de los juegos de la plaza hasta que nos despidamos y nunca más volvamos a vernos. 

Esa tarde habremos comprendido mucho más que simplemente correr unas burbujas de jabón líquido con unos amiguitos del barrio; habremos comprendido que cuando damos un paso al frente para cazar alguna pompa de realidad, tan bella y cotizada, tan aparentemente consolidada, se revientan al mínimo contacto, se deshacen en nuestras manos cuando pretendemos mirar detrás de bambalinas. Habremos entendido que es todo tan frágil que ni siquiera vale la pena escribirlo, salvo que seas un pobre diablo que busque ser escuchado; y así, ad infinitum.

¿Dónde, cuándo y cómo hoy? // Jun Fujita Hirose (Fragmento de ¿Cómo imponerle un límite absoluto al capitalismo? Filosofía política en Deleuze y Guattari” – Tinta Limón Ediciones 2021)

Historia

La denominada crisis del COVID-19 es un verdadero momento de destrucción creativa. Una destrucción creativa consiste en una doble transición simultánea, de potencia hegemónica y de materia paradigmática. En la historia moderna, la hegemonía pasó de Portugal a España, de España a Holanda, de Holanda a Inglaterra y de Inglaterra a los Estados Unidos, al mismo tiempo que la materia central y estratégica de la organización económica pasó del oro a la plata, de la plata al viento, del viento al carbón, del carbón al petróleo. El capitalismo, en cuanto apropiación directa de la producción por el capital, apareció en la segunda mitad del siglo XVIII, con la transición de Holanda a Inglaterra y del viento al carbón, y efectuó por sí mismo un nuevo cambio a finales del siglo XIX, cuando la acumulación del capital llegó al límite bajo la hegemonía inglesa, con el carbón como materia principal. A posteriori, el capitalismo quedó en manos del régimen estadounidense y petrolero durante más de cien años.

En realidad, ya desde la segunda mitad de los años sesenta, el régimen estadounidense y petrolero estaba en una crisis estructural, pero el capital conseguía acumularse y valorizarse al abrir brechas, primero con la financierización de la economía, a partir de finales de los años setenta, y luego con la integración al mercado mundial de las fuerzas de trabajo chinas y de países exsocialistas, a partir de principios de los años noventa. Solo que estas prótesis no estuvieron exentas de una importante pérdida de eficacia: de un lado, los mercados financieros se encontraron saturados en la segunda mitad de los años 2000, tras haber multiplicado al máximo sus productos derivados, por lo que el capital exigió que los bancos centrales tomaran las medidas de expansión cuantitativa (quantitative easing), incrementándose la base monetaria del conjunto de los países de la OCDE de 3 billones de dólares a 14 billones entre 2007 y 2019; del otro, las nuevas fuerzas de trabajo, integradas a la economía global, alcanzaron su máximo desarrollo posible en la segunda mitad de los años 2010, al mismo tiempo que los mercados mundiales de bienes llegaron a su saturación. Por agotamiento de la capacidad de innovación, las principales técnicas de organización de mercados de bienes pasaron a las de obsolescencia programada, incluso en el mercado de los Smartphone, mercado creado en 2007. De ahí la situación de estos últimos años, en la cual prácticamente solo las políticas monetarias de expansión cuantitativa permitirían que el capital se siguiera valorizando.

La crisis del COVID-19 es el estallido definitivo de un régimen de acumulación que estaba en crisis permanente desde hace cincuenta años. El capital aprovechó una pandemia para destruir un régimen obsolescente y crear uno nuevo con el fin de revitalizar su proceso de acumulación. La destrucción creativa a la cual estamos asistiendo es la segunda desde la aparición del capitalismo, y consiste en la transición de los Estados Unidos a la República Popular China a nivel hegemónico, y del petróleo a los metales raros (el litio, el niobio, el coltán, etcétera) a nivel material. Con la crisis del COVID-19 se está instaurando un nuevo régimen de acumulación del capital, bajo la hegemonía china y con los metales raros como materia paradigmática.

Lógica

A propósito del programa denominado Next Generation EU –plan de recuperación comunitario del orden de 750 billones de euros–, Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, anuncia en noviembre de 2020: “Nuestro plan de recuperación nos ayudará a convertir el desafío de la pandemia en una oportunidad para una recuperación liderada por la transición verde y digital”. Las clases dirigentes del mundo están de acuerdo por unanimidad en poner en marcha la “transición verde y digital” de la economía mundial. No solo los planes de recuperación o de estímulo anunciados y/o ya implementados por diferentes gobiernos bajo la crisis del COVID-19 pretenden favorecer un nuevo desarrollo económico basado en la descarbonización y la digitalización –más allá de un mero rescate de los sectores dañados a raíz de las medidas sanitarias tomadas (confinamiento, distancia social, etcétera)–, sino que estas medidas mismas ya favorecen de modo espectacular e irreversible la transición digital en todos los niveles de la vida económica, en todas las regiones del planeta. Las multinacionales digitales registran récords de ganancias en 2020, en contraste con una inmensa pérdida de ganancia en los ramos clásicos tales como la industria automotriz, el transporte aéreo, el turismo, el comercio tradicional (o sea, no electrónico), etcétera. ¿Cuál es el punto común que une la transición digital a la verde? Ambas exigen una producción eléctrica masiva y una extracción intensa de los metales raros y, en particular, de las tierras raras. Si los países del Sur ya han estado llevando a cabo megaproyectos extractivos desde la primera mitad de los años 2000, la transición verde y digital necesariamente intensificará ese proceso neoextractivista y ratificará definitivamente el “consenso de los commodities” (Maristella Svampa), que ya ha reemplazado al “consenso de Washington”, consenso neoliberal que dominó la década de los noventa con la imposición de sus programas de ajuste estructural a los países del Sur. La transición verde y digital es depreciación de los viejos capitales ligados al régimen petrolero y creación de nuevos capitales potentes al mismo tiempo.

La crisis del COVID-19 no frena en absoluto la ampliación de los mercados financieros por medio de la expansión cuantitativa, sino todo lo contrario: la está acelerando de manera exponencial. Los planes de recuperación son financiados principalmente por la emisión de bonos públicos, y una gran parte de estos son monetizados, es decir, comprados por los bancos centrales, por lo que la base monetaria total de los países de la OCDE ya se incrementó de 14 billones de dólares a 24 billones solo durante 2020. Y las masas monetarias creadas de ese modo confluyen en su gran mayoría en los mercados de activos, y ya están generando burbujas financieras e inmobiliarias de dimensiones inauditas. La crisis del COVID-19 no deprecia solo los viejos capitales, sino que también los “zombifica” por medio de los planes de rescate y de las políticas de tasas de interés bajas o cero, como si la máquina capitalista mundial buscara un soft landing (aterrizaje suave) sobre el nuevo régimen chino y de metales raros. Las “empresas zombis” ya han estado proliferando en el contexto de la crisis financiera iniciada en 2008 (el caso más conocido y representativo es el de la General Motors, estatizada de facto por medio del bailout en 2009). La zombificación de las empresas no rentables en términos de producción se opera en respuesta a la exigencia de las clases rentistas, que reciben los dividendos y otros beneficios financieros; y la conservación de empleos en forma de bullshit jobs que resulta de ella no vale más que en su calidad de criterio de especulación. De hecho, muchas empresas rescatadas por los Estados con la inyección de subsidios COVID-19 remuneran a los accionistas por vía de dividendos y/o de recompras de acciones propias, al mismo tiempo que anuncian masivas supresiones de empleo, como lo venimos observando con las norteamericanas Halliburton, McDonald’s, General Motors, la francesa Danone, etcétera.

La crisis del COVID-19 no deprecia solo los viejos capitales, sino que también los “zombifica” por medio de los planes de rescate y de las políticas de tasas de interés bajas o cero, como si la máquina capitalista mundial buscara un soft landing (aterrizaje suave) sobre el nuevo régimen chino y de metales raros.

¿Por qué China? No cabe la menor duda de que hoy los chinos son los únicos capaces de abarcar la economía global desde un verdadero punto de vista de largo plazo. China no es del Norte ni del Sur, sino el único país bisagra entre ambos, lo que la dota de una potencia singular en el contexto geopolítico actual. De hecho, ¿qué otro gobierno, fuera del chino, tiene capacidad de concebir, propo- ner y llevar a cabo una reconfiguración cartográfica mundial tan radical y prospectiva como la “Iniciativa de la Franja y la Ruta”? El Partido Comunista Chino es el partido del capital. La China de Xi Jinping puso en marcha la transición verde y digital de la economía mundial tras haber establecido firmemente su control sobre el mercado de los metales raros. Los populistas antichinos tienen toda la razón en llamar “virus de Wuhan” o “virus chino” al nuevo coronavirus, dado que se trata del virus de destrucción creativa con que se opera la transición hegemónica de Estados Unidos a China. No es sorprendente, entonces, que el gobierno estadounidense y sus gobiernos aliados rechazaran, primero, la toma de medidas sanitarias contra el COVID-19. Que estos gobiernos resistentes terminaran por reconocer la pandemia significa que todos los gobiernos del mundo, tanto del Norte como del Sur, tanto de derecha como de izquierda, se mostraron decididos a comprometerse en el proceso de transición o de reconversión bajo la dirección de la vanguardia china. El “consenso del COVID-19” se formó así, de modo ecuménico y unánime, porque lo exigió no solo la economía china, sino la economía capitalista mundial en su conjunto.

Todos los gobiernos del mundo, tanto del Norte como del Sur, tanto de derecha como de izquierda, se mostraron decididos a comprometerse en el proceso de transición o de reconversión bajo la dirección de la vanguardia china.

Programa

Una destrucción creativa marcha a doble velocidad heterogénea: el capital se desplaza más rápido que el trabajo. La creación de nuevos capitales no absorbe de inmediato las fuerzas de trabajo desprendidas de los viejos capitales en destrucción. Aquí yace una primera potencialidad revolucionaria enorme. Como lo mostraron los movimientos piqueteros argentinos en los años 2000, la desocupación puede cobrar exterioridad dinámica e irreductible con respecto al plano del capital y volverse una máquina de guerra. Si los Estados capitalistas, desde el inicio de la crisis del COVID-19, intentan axiomatizar los flujos de trabajo desocupado por medio de subsidios sociales, esos flujos pueden contrautilizar estos al invertirlos en los procesos de fortificación de la exterioridad (rechazo al trabajo asalariado) y de su autonomía (autovalorización). Los Estados multiplican los planes subsidiarios para los hogares y las empresas, no solo para desarmar de antemano la naciente máquina de guerra, sino también para sostener el poder adquisitivo con el fin de suavizar lo más posible la recesión de corto y mediano plazo debida a la destrucción de los viejos capitales. La contrautilización de los subsidios sería, en este sentido, conversión revolucionaria de los flujos de poder adquisitivo en flujos de potencia creativa. También es necesario tener en cuenta el carácter discriminatorio de los subsidios en su modo de distribución actual. El Estado japonés, por ejemplo, no les reconoce a los sin papeles el derecho a los subsidios familiares COVID-19, y les paga solo a los jefes de hogar, es decir, a los varones en los casos de familias heterosexuales. Los flujos de trabajo desocupado pueden entrar en un devenir-sin-papel y en un devenir-mujer a través de las luchas por una distribución universal e igualitaria de subsidios familiares y otros planes sociales.

La desocupación puede cobrar exterioridad dinámica e irreductible con respecto al plano del capital y volverse una máquina de guerra.

La máquina de guerra metropolitana constituye una verdadera amenaza para el capitalismo cuando funciona en conexión con las luchas de pueblos minoritarios para defender sus territorios contra los proyectos neoextractivistas –esenciales para la actual transición de régimen de acumulación del capital–. La explotación minera de metales raros y otros recursos naturales, así como la construcción de megacentrales hidráulicas, responden perfectamente al interés de clase de lxs trabajadorxs metropolitanxs desocupadxs o precarizadxs, ya que precisamente de estas dependerá su reincorporación al mercado de trabajo. Sin embargo, la máquina de guerra, o la desocupación o precariedad como exterioridad autónoma dinámica, puede invertir la subordinación del deseo al interés de clase y permitir que lxs desocupadxs y precarizadxs metropolitanxs se alíen con las luchas antiextractivistas que se han estado expandiendo en todo el Sur desde finales de los años 2000. Aquí se encuentra la posibilidad de un nuevo internacionalismo revolucionario.

Las mujeres indígenas y afrodescendientes latinoamericanas, en sus luchas contra el colonialismo interno neoextractivista dicen: “No se puede descolonizar sin despatriarcalizar”. Esta consigna rima con el convencimiento expresado por el Frente de Liberación Homosexual argentino en su manifiesto titulado “Sexo y revolución” y publicado en 1973: “Ninguna revolución es completa y, por lo tanto, exitosa, si no subvierte la estructura ideológica íntimamente internalizada por los miembros de la sociedad de dominación”. La descolonización se opera en la economía política, mientras que la despatriarcalización se hace en la economía libidinal. Y si la primera no se puede cumplir sin la segunda, es porque la entera economía política colonialista se organiza en base a la economía libidinal patriarcal, que establece y mantiene distribuciones binarias jerárquicas entre los flujos en todas partes y en todos los niveles, partiendo de la de masculinidad-feminidad y sirviéndose de esta como modelo: hombre-animal (civilización-naturaleza), mayoría-minoría (centro-periferia), capital-salario (burguesía-proletariado), etcétera. La economía política colonialista se entrelaza con aquella libidinal patriarcal de modo tan inextricable y profundo que se habla de “colonización del útero” (Silvia Federici) o de “feminización de la Tierra” (las ecofeministas). Por “despatriarcalización”, las mujeres indígenas y afrodescendientes no entienden “equidad de género” ni “igualdad de género”, a diferencia del feminismo liberal preconizado y promocionado por la tecnocracia de género, sino devenir-mujer en cuanto proceso en que se desmantela la propia lógica de género. Al igual que las maricas combatientes bonaerenses de los años setenta, ellas saben que “todos los devenires comienzan y pasan por el devenir-mujer” (MM279): a partir y a través de la despatriarcalización se liberan todos los flujos moleculares, humanos y no humanos, vivos y no vivos, de las binarizaciones molares para afirmarse en sus multiplicidades singulares inmediatas. La despatriacalización impone el límite absoluto a la economía política colonialista, es decir, al capitalismo, mientras que las luchas descoloniales sin despatriarcalización, incluso al salir victoriosas, siempre dejan que emerjan nuevas binaridades asimétricas en alguna parte, con las cuales el capital sigue consiguiendo acumularse. La acumulación del capital se hace en cualquier lugar donde se generen diferencias de potencia entre flujos.

En el momento actual de destrucción creativa del capital, se están formando dos grandes máquinas de guerra en paralelo: la de lxs trabajadorxs metropolitanxs abandonadxs por los viejos capitales en destrucción o depreciación y la de los pueblos minoritarios que luchan en los mismos puntos de crecimiento de los nuevos capitales.

¿Cómo se conectan una con otra? Esta es la pregunta más urgente que todxs debemos hacernos. Lo cierto es que no debemos dejar que el capital se apropie de la máquina de guerra metropolitana para masacrar a los pueblos minoritarios en defensa de sus territorios y de sus comunidades; tampoco debemos dejar que el capital, bloqueado en su desarrollo industrial por el enfrentamiento con la máquina de guerra minoritaria, desemboque en una continuación ampliada de la financierización de la economía por medio de una expansión cuantitativa ilimitada, lo cual no solo multiplicaría empresas zombis, bullshit jobs y productos de obsolescencia programada, sino que precarizaría aún más la vida de las masas empobrecidas del mundo, al convertir todas las cosas –incluso las necesidades primarias– en objetos de especulación. Si el capitalismo perece, lo hace por ahogo. Él solo se ahoga cuando las dos máquinas de guerra se articulan en alianza transversal y obstruyen de antemano todas las salidas posibles para el capital. Si la crisis del COVID-19 es un gran corte relativo que la máquina capitalista mundial está operando sobre sí misma, el internacionalismo de máquinas de guerra operaría un corte absoluto sobre ese corte reflexivo capitalista.

FUENTE: Tinta limón Ediciones

La No Sufras // Celia Tabó

Atraviesa la noche en bicicleta. Ella es cósmica. Atraviesa el caos sin que el caos la atrape. Ama sin saberlo –es amada con fulgor–; abraza con los ojos; alimenta con gestos; escucha con las entrañas y al final te dice “no sufras”. La sigue una corte de guachines aprendices, pibas con destino incierto, vagabundos y segunderos. Nómade urbana, eterna zombi, su vida transcurre en andenes y coches de tren, en recovas, en plazas, en caminos nocturnales. Afirma la vida a cada paso –leona, loba, zorra, siempre pájaro–, y su cuerpo entero sale por su boca cuando da órdenes y también cuando da consuelo con palabras simples. Dejarse robar y compartir es casi lo mismo. Fuegos escasos. Pérdidas sin retorno, dolores inconsolables. Alejandra, La No Sufras, es el poema de la virtud de amar.

Valeriano rompe el lenguaje con la enunciación de una verdad que no es la de la lengua acomodada a sus leyes sino a un modo de vida. Utiliza la palabra que se escurre entre sus mandatos, abandona la norma y, sin artilugios, va directo al grano, con un buen jab de challenger suburbano.

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Los Pincén (cuarta parte) // Emilio Jurado Naón

Si la familia no se elige, se la erige. Un día Emilio Jurado Naón descubrió que era pariente de Julio Argentino Roca. Tiempo más tarde, hizo el segundo descubrimiento en esa línea: su tío abuelo Bebi Roca había escrito, sobre las historias de la familia, el libro de memorias Los Roca y los Schóó. Así surgió el proyecto a largo plazo de Los Roca y los yo: una colección de textos, diversos en género, registro, tono y extensión, que se alimenta del libro de su tío abuelo (al que busca pervertir, desvirtuar e hipertrofiar) y de la cual Tópico de los dos viajeros (Palabras Amarillas, 2020) fue el primer volumen publicado. Si bien la figura de Julio Argentino es gravitante en el proyecto de Jurado Naón, los distintos episodios del proyecto indagan, como lo hizo Bebi, en anécdotas, acontecimientos y personajes tangenciales (o bien transversales) a la familia Roca. Es el caso del texto que se presenta a continuación, “Los Pincén”; suerte de diario de lectura ensayístico que escarba en torno a un genealogía de caciques pampa y su construcción, por parte de los Roca, como enemigo a someter y, a la vez, reflejo distorsionado de la cultura que detentan como propia.

 

Los Pincén (cuarta parte)

de Emilio Jurado Naón

 

Cito, in extenso, el pasaje:

 

Ocurrió lo siguiente: mi muy querida nieta Milagro, hoy señora de Colombo, estudiaba abogacía y su apellido de soltera, Roca, resonaba sonoro en el aula al ser leído por el bedel al pasar lista para constatar presentes y ausentes. Un día, al término de una clase se le aproximó un sujeto mas bien maduro para ser estudiante, cuadrado de cuerpo, retacón de altura, con frente estrecha, cara achinada, cubierto el cráneo con renegrido cabello y tapizadas las mejillas con largas chuzas a guisa de patillas. Vestía campera, pantalones vaqueros y calzaba sin medias, unas rústicas ojotas.

–¿Usted es Roca? – le preguntó el sujeto de sopetón a modo de simple presentación.

–Si, señor, fue la respuesta de mi nieta –¿En qué puedo serle útil?

–En decirme dónde está sepultado un antepasado ilustre: mi bisabuelo. Dónde descansan sus huesos. –Yo soy Pincén y me han dicho que fue enterrado en uno de los campos de los viejos Roca. Sepa que estudio Derecho para revindicar en justicia las tierras de Trenque-Lauquen que fueron y son de mi familia, aunque ahora están usurpadas por los «huincas».

Milagro que no sabía nada de nada; pero como índole es persona muy comedida y servicial, quedó en tratar de averiguar algo en la familia para ayudar a un compañero del aula y procurar sacarlo de unas dudas, que, al parecer, lo angustiaban. Por eso, en busca de auxilio, me comentó el asunto y me pidió que, como más anciano y sapiente de las cosas del pasado de los «Roca», quizás podía orientarla para dar con alguna pista sobre el final del cacique y el póstumo destino de sus restos mortales. Por eso, en atención a ella y a la curiosidad que me despertó el tema, me puse en campaña para tratar de averiguar algo que pudiera facilitar una respuesta mas o menos verdadera al Pincén siglo XX.

 

Rondan los leones pero no en pie de ataque. Al umbral de la cueva uno se relame las uñas. Bosteza. Se estira.

 

La cultura, imparable en sus generaciones, ha pulido el habla y el trato del indio. Ya no suena estentóreo el grito de Pincén en la folclórica frase “¡Toro Bayo!”; antes bien, ha claudicado un poco, se ha dulcificado aunque toque una nota baja, al fondo, la firme nota del resentimiento: “¿Usted es Roca?”

Del grito estentóreo de Ta-Pincén al resonar sonoro de Roca entre las paredes del aula, Pincén Siglo XX traspone el trayecto y se arrima civil –civilizado– a la heredera, Milagro, depositaria del apellido y entonces, él sí no como ella, detenta una determinada contextura física: maduro, cuadrado y retacón; ojos achinados, frente estrecha, cráneo cubierto de renegrido cabello y largas chuzas le tapizan cara; campera y vaqueros componen su atuendo, además de una par de ojotas rústicas que calza sin medias. ¡Se ha formado un personaje! El hálito naturalista acudió a la pluma de Bebi, historiador vernáculo, y qué bien suena cráneo al tratar los cuerpos ajenos –sin mencionar el tapiz de curtiembre en que se ha tornado la común barba de tres días. El término chuzas aparece, sin embargo, y me hace acudir al diccionario. (Hubiera esperado alguna palabra animaloide como crencha, muy común en la literatura argentina del siglo XIX, ya que es un término equino que se aproxima a crin en su sentido pero tiene una resonancia hermosamente más roñosa –un dejo de pegote, sebo y sudor). Chuzas, que Bebi inserta en la caracterización de Pincén XX para aludir –para eludir– a las patillas de este achinado alumno que se ha fugado del redil, son “cabellos largos, lacios y duros”, perfecto (RAE), pero también, en Argentina y Uruguay, puede ser una “lanza rudimentaria y tosca” –lo cual marida bien con aquellas “rústicas ojotas” y, de más está subrayarlo, con el aire total a desierto que exhala el sujeto– o bien, chuza, puede referir al “espolón de un gallo”. Ahora sí, lanzas y espolones a los bordes de la cara, “a guisa de patillas”, Pincén XX se inviste de complexión guerrera. Su pregunta, aunque medida, –“¿Usted es Roca?”– se pronuncia en mandíbulas configuradas para la batalla. Un chasquido de saliva bélica debe haber resonado sonoro entre las paredes del aula aquella vez –Bebi no lo oyó pero sonaron– las cuentas de un rosario de huesos huecos, palabras a cuentagotas que los Pincén han ido depositando en el rumiar lento de la inculturación debida.

 

A una amiga le causó simpatía el proyecto cuando se lo conté. Dijo parecerle genial el hecho de que el descendiente progre de los Roca escribiera un libro contra la matanza.

Progre, eso desanima: la formulación del adjetivo me suena del todo equívoca. No se trata, creo, de progresismo sino de digestión. Y en esta digestión –larga, obstaculizada, durísima– la postura que se busca es la de la sinceridad del texto. Hay una batalla, hay posiciones, hay estrategias, hay objetivos. En el diagrama de esta situación, el progresismo es imposible.

 

Luego de este prolegómeno Milagro se eclipsa, desaparece del texto, absorbida, seguro, por la materialidad corporal de Pincén XX. La anécdota deriva en investigación y no se sabe a dónde fue a parar Milagro, quien volvería a hacer de mensajera para su compañero de aula.

Es posible que la descendiente Roca –ahora de Colombo– haya escuchado con atención a Pincén, los argumentos, las demandas, los pedidos; haya memorizado, recorrido con la vista al ras el cuerpo, la vestimenta, el pelo en distintas partes del cuerpo, las partes del cuerpo abiertas al aire, libres, como los dedos del pie, franjas del cuello alrededor de la campera que no cubría como debiera; puede que haya correspondido a las razones del interlocutor con asentimientos suaves, silenciosos, atentos, educados, preciosos, mientras el resto de la clase descomprimía la sala y un ruido de sillas chirriaba metálico en torno a contrapunto de una charla creciente en los pasillos; que haya dicho sí, sí, claro, con gusto, mi abuelo esto, mi abuelo aquello, se la conseguiré la información que precisa, y analizara como respuesta en el semblante de Pincén una sonrisa breve al margen y los ojos negros duros, firmes, como una roca que, no, como una lanza, no, como el cuero, que es duro duro, a menos que se lo someta a un proceso complejo; es posible, también, que haya visto a su compañero de aula finalizar el intercambio mediante una casi imperceptible genuflexión a la par de un pase de magia con los ojos, aterrizaje y desvío, cerrazón de párpados al tiempo que le daba la espalda enfilando hacia la puerta en un andar endurecido, chueco, clanco; puede que haya quedado Milagro a la espera de la descompresión absoluta del aula mientras juntaba parsimoniosa las biromes, cuadernos, los libros, con la pizarra enfrente víctima del manoseo de tinta a medias deleble, dedos, trazos, rayones de nombres y letras reducidas por el roce de un codo, fechas, capas verdosas en un asomo de obstinación para dejar cuenta de anotaciones pretéritas, clases concluidas, signos y cuadros sinópticos que resistieran, con últimas partículas de alcohol y tinta, a evaporarse; tal vez haya sentido reverberar la panza, o apenas más arriba de la panza, en una reverberación que era más acidez que hambre, más hueco sólido que sana movilización de tripas; puede ser que Milagro haya emprendido la vuelta a casa con paso cansino y un pensamiento de estar por engriparse, debilitamiento otoñal, pobre alimentación en época de exámenes, precaución escasa, falta de abrigo ante abruptas temperaturas, cambiantes, imperiosas; puede que se haya palpado en la garganta el tamaño de las amígdalas con suavidad al tragar mientras taconeaba por pasillos huecos y de iluminación aprehensiva, acomodando al hombro la cartera que insistía en deslizarse sobre la blusa, afuera, como la filtración de nariz que atajó el dedo índice en movimiento instintivo coincidente con una sola y seca inspiración corta que cortase el charco aguachento y frío de moquera; capaz haya sido así o capaz haya acelerado el paso hasta la salida hasta volver a ver el sol, aunque agotado, hecho tono nomás, ruborizado alrededor de los edificio y entre las ramas pinchudas de fresnos calvos, quebradizos; por un instante, tal vez Milagro haya torcido el cuello y visto el recibidor de la universidad vacío, luego del éxodo, al funcionario de maestranza leyendo la sección deportes en una banqueta junto al balde y el lampazo, y haya oído un tric-trac de llaveros al fondo de la facultad; es posible que haya levantado la vista hacia columnas neoclásicas y sentido el murmullo natural del roce entre las plumas, una superposición de aleteos, picotazos, garras que resbalaban contra la piedra y guañidos que parecían de ratas pero eran nomás pichones, como puede que hubiese evidenciado el tumulto gris con pintas blancas, el guano en gotas viejas sobre las baldosas, el vuelo raudo, enlentecido en el instante previo al aterrizaje torpe de las palomas gordas para acercar una rama, migas, una costra de budín o pochoclo a los pichones; que haya suspirado es probable, o un chucho de frío o un desperezo o nada, sólo reanudar la marcha escalinatas abajo y raspar vereda intentando reponer cuál era el colectivo que la llevaría a casa, presa o retenida tan sólo por una suspensión, arrimada a la orilla en una laguna de memoria; laguna, tal vez haya meditado el asunto de la laguna mientras proseguía la caminata por una avenida que ya conocía de sobra y una efervescencia de tránsito y luces propia del horario, el día, la zona, laguna, por qué se habla de una laguna cuando, hasta que el problema mismo del olvido se hubiese disuelto en sí, en el líquido de esa laguna que se traga a sí, al llegar, su cuerpo por sí sólo, a la parada del colectivo; puede que, al verla, la parada del colectivo le haya dado la impresión de ser exactamente eso, una parada de colectivo, y que, en consecuencia, la mejor forma de ponerla en palabras fuese parada de colectivo, el más simple, el más eficiente, el más fiel entre los mejores términos evocables para dar con justicia en el término justo, compuesto por palabras justas; o puede, por el contrario, ser que haya visto un caño negro con cartel arriba y números, texto, indicaciones y publicidad que le hubiesen inducido una mayor profundidad a la laguna de sentido, un corchete en la memoria, de cuyo fondo –un fondo profundo y hueco que pareciera no tener, paradójicamente, fin, ni un tope, ni paredes, ni tampoco consistencia– lumínico y con terminaciones iridiscentes hubiese surgido, hacia afuera, sin sospecha de vínculo con el caño negro, su tabla de plástico con inscripciones blancas, Bebi, el abuelo de la sonrisa, en pausa y mudo, el gesto frecuente de Bebi por el cual toda la familia lo reconocía pero del cual tal vez nadie hubiese hecho referencia antes, una elevación del labio, una pequeña arruga, o el estiramiento de comisuras o algo en los ojos que, o un conjunto de todo eso al mismo tiempo y uno atrás de otro, un gesto típico de Bebi, irrenunciable, inimitable, Bebi reverberando en degradé como una foto del álbum familiar en pleno proceso de revelado.

 

En un taller de escritura, al participante se le pide que dé una opinión crítica acerca de tal libro. “Es tierno”, argumenta para concluir la exposición sinuosa. “¿La ternura es un valor?”, otro de los talleristas inquiere. El primero dice “sí” –naturalmente, las cejas se le levantan en arco y asiente con delicadeza.

 

La ternura no es un valor, a menos que hablemos sobre el punto de la carne.

Tenro, dicen en portugués, y la lengua castellana se tuerce en la pronunciación que enroca r con n.

La ternura es un valor que el texto solo podrá admitir, exhausto, después de muchas vueltas –como quien no quiere la cosa.

 

¿Cuándo termina este sufrimiento? Me ha sido revelada la verdad pero el don incluye una condena: “no podrás salir del asunto”. El ancla del libro me retiene en un punto alrededor del que giro y me mareo; me pongo miope, las luces se borronean como si les hubieran pasado un pulgar por encima, no sé si están lejos, cerca, a media distancia, si están o me quedaron prendidas a la cara interna de los párpados. Ni Bebi mismo le dio tanta importancia a los Pincén: los resolvió de un plumazo y fue a enrollarse en el plumón que lo esperaba sobre el catre. En opuesto, el acolchado que yo tengo cuenta varios ciclos de pliegue y despliegue sucesivos, y ya las plumas se le escapan y patinan rasantes hasta cualquier rincón del monoambiente con la vitalidad que le insufla cada chiflete bicho que entra por la puertaventana.

 

                                                        —¿Usted es Roca?

Intenta descifrar los colectivos –la luz de los carteles, el número, el color– entre la mezcla pastosa de tonos y luces que ejecutan las dieciocho treinta en la ciudad al combinar faroles de escaso rendimiento con un eficiente atardecer de mayo. Piensa que es Milagro, que sabe que es Milagro, ella. Pasa un micro pero no sabe si es el que tenía que tomar porque nadie lo paró, ni ella lo hubiera hecho por prudencia o miedo a equivocarse en vano. Le arden los ojos. Por la alergia, por el estudio, por el síndrome del ojo seco. No sabe. Le arden y cree verse los párpados hinchados en un borde del área visual. La tierra tiembla, entonces; ella piensa, “La tierra tiembla”, y le suena a una película antigua, pero en efecto la tierra vibra, ronronean las baldosas, lo puede sentir bajo los pies, a través de los zapatos con plataforma, a través de las plataformas, las medias, hasta las rodillas, que el temblor, la vibración o el ronroneo hacen flaquear, vencen y fuerzan a inclinar el cuerpo a un lado. Amaga pero no cae, cambia la postura de las piernas. Milagro espera el colectivo.

 

Bajo las veredas y el pavimento hay piedras, tierra, raíces en trozos, chapitas viejas y, más abajo, se abre un hueco de aire, rodeado por lozas cóncavas, columnas que sostienen la cúpula, luminarias encendidas las veinticuatro horas, más y nuevos carteles, publicidades a repetición en televisores de segunda, gente que visita el subsuelo por kilómetros de seis de la mañana a once de la noche, gente que se acumula en los andenes, como Pincén, a la espera de que la formación se detenga y, como Pincén, ven al tren pasar y frenarse, como Pincén, dan con la puerta o la puerta da con ellos y bufan sus hojas, la puerta se abre luego, entran, se apretujan o, como Pincén, consiguen diligentes un asiento y se desploman luengos, como Pincén, que se desploma, relojea a los compañeros de cabina, que son pocos, adormecidos, introyectos, se sube los auriculares a la cabeza, los ajusta y enciende el reproductor

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febrero 2016 – abril 2017

 

 

 

*Dejamos los links de la primera, la segunda y la tercera parte del texto.

*La imagen es de el peñi Lorenzo Cejas Pincén, descendiente del cacique Vicente Pincén del territorio rankülche, en puelmapu.

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