El siguiente texto constituye la introducción del cuaderno PRESAS, una publicación de lavaca y el Colectivo Situaciones, con testimonios de las mujeres detenidas por manifestar en Caleta Olivia y la Legislatura porteña.
Agujero Negro
I.
Si hablamos de un agujero –negro– es para nombrar ese sitio en el que ciertos cuerpos caen en la inexistencia social (fuera del consumo y las garantías legales). Si el agujero es negro es porque impide ver: chupa, atrae, aterroriza; de tan siniestro, pareciera como si no tuviera interior. Porque lo que pasa del otro lado se convierte en otra cosa, se descualifica de un modo feroz, como en una pedagogía trunca, pervertida, que trabaja descomponiendo. El agujero negro es el nombre que en cada momento toma la fábrica de lo insoportable, de los nuevos umbrales de lo intolerable.
El agujero negro no es sólo un lugar, es también una dinámica. Si funciona es porque su procedimiento es percibido por todos: difunde un sentimiento turbador de miedo, horror, rechazo.
Existe también una historia reciente de los agujeros negros: los desaparecidos y la vida destruida de tantos trabajadores de empresas públicas o de las industrias y talleres afectadas por la economía neoliberal de la dictadura primero y de la democracia luego, los jóvenes asesinados, víctimas del gatillo fácil policial. El agujero va cambiando, pero siempre está allí.
Y procede por anticipación: se adelanta a nuestras percepciones. Nos sorprende. Nos mantiene en estado de alerta constante. De manera que cuando creemos que sabemos conjurar un modo del agujero negro, ya tenemos que atender a su metamorfosis, a sus nuevas apariciones. Y entonces, un aspecto fundamental de nuestras vidas consiste en comprender por dónde avanza la grieta de la inexistencia: buena parte de la politización actual pasa por aprender a escapar o a enfrentar este avance de la muerte social organizada produciendo nombres, textos y testimonios para elaborar colectivamente el nuevo horror: «desaparecido», «desocupado», «víctima del gatillo fácil»…
La historia de las resistencias –de todo tipo– nos ayuda a comprender las invariantes de este juego de luces y sombras. Si de un lado su existencia es constante; de otro, es variable: sus mecanismos cambian, sus velocidades y lenguajes se adecuan a las circunstancias. Siguiendo sus líneas de avance se puede reconstruir el modo en que se rearticula en un lenguaje policial, parapolicial, jurídico y judicial, económico, mediático, burocrático.
Al punto en que se vuelve evidente que la oscuridad es una sombra, es decir, efecto de un juego de luces y visibilidades. Un juego de luces y sombras de amplia escala social: la tierra se desnivela. Hay territorios altos y bajos. Hay centros en la periferia y periferia en los centros. Cada quien es peligroso para otros y, a su vez, está en peligro frente a otros. Cada quien participa a su modo en el juego. Pero hay quienes quedan del lado de la sombra total, los que caen en el agujero. Esos a quienes el estado puede secuestrar, desaparecer, a quienes los policiales o los escuadrones de la muerte pueden aniquilar, a quienes la operatoria del mercado puede condenar a la inexistencia más brutal.
Las luces del centro oscurecen las periferias. Las luces de las periferias ocultan sus márgenes. Las calles, los barrios, los pueblos, los lugares de trabajo se tornan sitios de fractura, en donde la noche irrumpe como desde abajo, secuestrando biografías, años de trabajo, expectativas, familias, futuros…
Sus mallas de selección son enormes, al punto que entran en ellas poblaciones enteras: en el mismo momento en que el presidente Kirchner pide perdón en nombre del estado argentino por las desapariciones de los ´70 y habla en nombre de las Madres de Plaza de Mayo y los movimientos populares, se consolidan las zonas bajas, oscuras, el agujero negro más grande que jamás pudiéramos haber soñado. El «setentismo» retórico forma parte de la «luminosidad» actual, en la medida en que elimina de su registro la dimensión política de la guerra social en curso.
¿Cómo se constituyen estos momentos «luminosos», esa organización de la visibilidad social que condena a tantas y a tantos a las sombras?, ¿cómo fue que se pudo decir «por algo será» o «roban pero hacen?, ¿cómo funciona este nuevo juego de luces (hecha de soja, petróleo y «setentismo») forjado a partir de la recomposición post 19 y 20?
Contra quienes están convencidos de que aquellos días –del 2001– fueron los de una locura colectiva, irracional y, por tanto, inefectiva, tal vez quepa preguntarse si el funcionamiento del juego de luces y sombras no debe su fisonomía actual precisamente al desenlace de aquellos sucesos. Como si esas jornadas hubieran terminado de constatar un «fin de juego», momento en que los habitantes de las sombras tomaron la ciudad para decir «¡que se vayan todos!».
Asistimos ahora a la actualización de una nueva distribución de visibilidades. Decir que no pasó nada, que nada ha cambiado, sería desconocer la variabilidad del agujero. El discurso de la «inseguridad» ha reorganizado las percepciones: si antes se hablaba de «sitios peligrosos» por los que convenía no pasar –zonas rojas o bajas– ahora, al contrario, lo que se zonifica son los «sitios seguros». La geografía del desierto, de las sombras, es finalmente aceptada. Y los dispositivos actuales de control son precisamente los modos de gestión de la guerra social.
Tal vez sea redundante insistir sobre el hecho de que en el actual juego de luces y sombras se ha aniquilado, de facto, al espacio público. En la yuxtaposición de lo visible y lo invisible, sólo hay lugar para los discursos mediáticos –institucionales, empresariales– y la parodia cultural y democrática. De modo que la retórica de los derechos humanos y sociales convive sin mayores tensiones con la gestión hiper-jerárquica de las ligaduras sociales (tratamiento policial, parapolicial, penal, patoteril de las vidas).
La emergencia de un nuevo juego de visibilidades luego de las jornadas de diciembre del 2001 ha tomado mucho –sobre todo a nivel narrativo– de los movimientos, pero no ha ido a fondo (lo que tal vez sea más responsabilidad de los propios movimientos) en el desarme de toda esta urdimbre violenta que está funcionando (a modo de un auténtico fascismo postmoderno) como forma de acallar el fenómeno más importante de las últimas décadas por revertir esta lógica del agujero negro: la difusión de prácticas asamblearias constructoras de un nuevo espacio público en barrios, calles, fábricas, esquinas.
II
Barrios, pueblos, cárceles, institutos, calles conforman un gran corredor, una serie discontinua de momentos cuyas variables son de concentración y de desconcentración. Más que agujeros negros hay un ennegrecimiento de zonas enteras de la existencia.
El agujero negro, entonces, es realidad variable pero constante. Variable en sus modos, constante en el tiempo. Él mismo es síntoma evidente de una cadena de explotación social vigente y de la carencia de una democracia con base en la imaginación política de los pobres: de su potencial productivo y público.
El agujero negro actual es seguramente el más vasto de todos los que hemos conocido. Tiene las dimensiones de la guerra social en curso. Su economía interna es la de la producción de la inexistencia humana, con sus zonas baldías y sus áreas de concentración.
La prisión –nexo moderno entre los discursos jurídicos y las prácticas disciplinarias– expresa fabulosamente bien esta variación actual del agujero negro. Se trata de uno de los casilleros más brutales de este mundo sombrío. Carmen, una de las presas de «la Legislatura», detenida sin condena en Ezeiza, dice que las primeras 24hs en su pabellón («el cachibache») fueron más duras, para ella, que cualquiera de sus experiencias callejeras.
La prisión está allí, esperando a los pibes de los barrios, desde su juventud primera. Los habitantes del agujero negro pasan invariablemente por ella. Sitio de pruebas, de endurecimiento, de intensificación al límite de la violencia. Fábrica de un lenguaje, un estilo, un código que circula, luego, en los barrios. La cárcel concentra la calle, la calle anticipa la cárcel: ésta es la oscuridad del agujero, el agujero en la oscuridad.
Parece ser que hubo una época en que la prisión formaba parte de un funcionamiento legal relativamente eficaz. No tanto que la cárcel regenerara: fue desde siempre el sitio en el que se recluía a los «delincuentes», pero también –y al mismo tiempo– una fábrica de la figura misma del «delincuente». Un sitio donde conocer, producir, usufructuar y controlar redes delictivas. Y aún así, se suponía que la cárcel servía para castigar a quienes no comprendían el sistema de la obediencia a la norma: un lugar en el que se sometía a las personas «falladas» a una pedagogía extrema, como un curso intensivo, una violenta –y dudosa– re-normalización. Así, parece, fue alguna vez la cosa.
Pero las cárceles ya no están pobladas de «delincuentes». La propia operatoria que podía ordenar qué ilegalidad es legal y cuál no lo es ya no posee el estatuto universal, activo y productivo de la ley. Y sin ley, ya no hay –propiamente hablando– delincuencia. Cuando los poderes de mando (social, político, económico, «institucional») no hacen sino empujar en función de su propia voluntad de dominio, la «legalidad» se acomoda –momento a momento– a sus propias necesidades. La legalidad va surgiendo como efecto secundario de un sinnúmero de operaciones económicas o políticas. La prisión –como depósito de chicos, de pobres– se ha vuelto un depósito de perdedores, de víctimas menores de operaciones mayores del mercado. La vigencia del término «delincuente» ya no expresa una realidad legal, sino un modo político (penal-policial) de tratar a los habitantes del agujero negro.
El discurso penal se va adecuando a este juego, donde los negocios que se organizan en las fortalezas y se efectúan en los sitios valorizables, van dejando «sobras», «víctimas», «perdedores» de todo rango. No se trata ya del «preso político» de antaño, sino de una nueva prisión (una nueva prisión política) en donde lo político sólo emerge cuando se reconstruyen todos los mecanismos de producción de estos modernos «chivos expiatorios».
Cuando le preguntamos a Carmen si se sentía una «presa política», ella responde con toda ironía: «No. Me siento una estúpida, me manifesté por un derecho y quedé acá»: ¿qué quiere decir esta respuesta? Uno está tentado de recordarle, como si ella lo hubiera olvidado, su propia historia, su experiencia de organización, de lucha. Pero no, no es la de ella una respuesta amnésica: sabe perfectamente por qué está allí: que le armaron «una cama». Será Marcela, otra de las chicas presas de «la Legislatura», quien va a entregarnos la clave para comprender la lucidez de Carmen. Ante la misma pregunta –¿te considerás presa política?– ella responde: «No. Me siento una rehén política». Ellas han quedado secuestradas. Su estadía en la prisión se lee como una captura que se comprende mejor cuando se reconstruye la trama de negocios y poderes reales que están en juego antes que por un cálculo de delitos y derechos. De allí la sensación de que con más astucia la prisión se podría haber evitado.
A su vez, las presas de Caleta Olivia se perciben como presas o rehenes políticas en la medida en que –a diferencia de los «presos sociales»– están allí por haber dirigido un reclamo al estado. La diferencia, en su experiencia, está dada por la acción colectiva y el destino público de su acción: un pueblo que lucha por desbordar las restricciones impuestas por la cadena de explotación; por evitar, por salir, por resistir al agujero negro.
El preso «político» de décadas pasadas era una pieza capturada por el bando contrario. Entre fuerzas que se cohesionaban ideológicamente, la tarea represiva consistía en quebrar la conciencia política del capturado para derrotarlo: la lucha contra el preso era contra su conciencia y contra la conciencia colectiva expresada en su organización. En cambio, el «rehén político» actual -por momentos más cercano al preso social que al viejo preso político- ya no extrae su fuerza de resistencia de esa relación entre conciencia y partido, sino de saberse un preso inmediatamente comunitario, situación que se expresa en la relación con su familia, sus hijos, sus compañeros, su red más inmediata (más o menos extensa) de recursos y afectos. De allí que se lo intente quebrar en el terreno de su constitución comunitaria, amputándolo a través del bloqueo de sus vínculos esenciales. Como si aquello que hace unas décadas se jugaba en el terreno de la conciencia ideológica se desplegase ahora sobre el suelo de una afectividad que se valoriza, se politiza, a partir de acciones, ideas y formas organizativas inmediatamente ligadas a la producción de la existencia individual y colectiva.
III
Las familias de las víctimas se han convertido en el rostro y la expresión del dolor. En ellos se lee el testimonio de quienes caen en el agujero y, por lo mismo, constituyen –incluso a su pesar– una primer instancia de simbolización, de politización del agujero. Ya las Madres, Abuelas e Hijos de los desaparecidos habían recorrido este camino. De alguna manera los familiares articulan un dolor social que los profesionales de los medios no saben o no pueden reconducir. Es como si la politización post 19 y 20 requiriese una publicación, una apertura de la propia intimidad, una politización de ese sufrimiento que, cuando existía el espacio público, no hubiésemos dudado en llamar mundo «privado».
Las familias, los «propios protagonistas», expresan el drama actual. Ellos mismos recrean la polaridad social en juego. A partir del secuestro fatal de Axel Blumberg, por ejemplo, se ha dado consistencia a una percepción que exige reforzar los mecanismos actuales de las sombras y las luces. Este nuevo fascismo no se inventa de un día para el otro, ni se construye meramente de «arriba hacia abajo». Al contrario: no hace sino contraer, formalizar y desplegar a partir de nuevas imágenes, nombres y palabras el modo en que se vienen gestionando los vínculos en todo el territorio de las sombras. Blumberg padre no hace sino explicitar una declaración de guerra (entre quienes «tienen porvenir» y quienes «ya no lo tienen») al tiempo que pretende reorganizar un estado monolítico y disciplinado capaz de llevarla a cabo, en alianza con los medios, el aparato jurídico-penal y el discurso de la «inseguridad».
Pero también están los familiares de los casos del gatillo fácil, o de Kosteki y Santillán o de quienes murieron asesinados durante los días 19 y 20, que prolongan –con su dolor– la línea de resistencia.
Las presas –de «la Legislatura» y de Caleta Olivia– y sus compañera/os se encuentran en este exacto momento en que puede surgir un nuevo estatuto del testimonio. Se trata –como decíamos antes– de los nuevos «chivos expiatorios». Aquellos que están lo suficientemente débiles como para ser objeto de manipulación, pero a la vez lo suficientemente conectados con el cotidiano de lo social como para que cunda el ejemplo.
Las presas, entonces –alterando el juego de visibilidades– están en el justo punto en que un nuevo testimonio político puede articularse. Punto que ilumina, de un lado, una compleja cadena de explotación social vigente y, de otro, la emergencia de un principio cooperativo rastreable en las resistencias y sólo posible en la medida en que estas resistencias sean capaces de producir, en sí mismas, nuevos modos de vivir lo común.
Testimonio también de una institucionalidad anacrónica y desfalleciente que intenta (re)construirse a fuerza de la penalización de su lenguaje y de sus actos, duplicando la cadena de la explotación y esforzándose por encauzar los «desórdenes inaceptables» para el «país en serio», es decir, aquel en el que la trama «legal» vuelva a ser garantía de la articulación con los capitales depredadores de experiencias, recursos, bienes colectivos.
En este cuaderno se encontrará a un grupo heterogéneo de mujeres que hablan de «ellas», pero también –y al mismo tiempo– de los «demás». Porque los cuerpos caídos, condenados a la inexistencia, son también los de los jóvenes (considerados «peligrosos» por definición), los migrantes (sospechados, eternamente, de traer el germen de lo extraño, de la degradación), los chicos –por si acaso– y los viejos –cuyas vidas «improductivas» ya no merecen ser «financiadas».
Aquí, sin embargo, el testimonio es de las mujeres. Si algo se pretende es indagar –precisamente– en la relación entre el cuerpo de las mujeres y las prácticas actuales de exterminio. En este cruce en el que estamos insistiendo entre cadenas de explotación y líneas de resistencia se pone en evidencia el lugar de la mujer, de esa potencia afectiva capaz de trazar un esquema opuesto al de la fuerza bruta policial, de la guerra y el narco: el gesto del cuerpo que alimenta y protege, que impone el cuidado, la visibilidad y la consideración para los condenados y la confianza en lo que puede cada quien. Lo que se juega en esta batalla es, nada menos, que un auténtico dilema entre una política de la atención y los cuidados versus otra –dominante– de la guerra.
La presencia femenina en estos agujeros negros revela, entonces, su presencia en la calle, en las luchas, en el cuidado, en el tejido de redes protagonizando la resistencia a la grieta de inexistencia. Como si en su capacidad de generar existencia humana, los propios atributos domésticos lejos de quedar reducidos a una intimidad esclavizada efectuaran una repolitización de todo el campo de lo social, alterando incluso, los códigos de inteligibilidad del poder.
Esta historia la cuentan las presas de la Legislatura porteña y las de Caleta Olivia. Agregamos también el testimonio de la Ammar (Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina) – Capital, organización que acompaña a las presas. El cuerpo de la mujer y los modos de su exterminio: esta dimensión del agujero negro es la que proponemos recorrer a partir de su palabra, de su testimonio –que no es meramente la palabra del protagonista, sino la palabra implicada, que surge de las intimidades de esa historia–, de cartas y entrevistas, y que se complementa con fragmentos del discurso «legal», y de una serie de coberturas periodísticas que han sido las primeras en acercar estos testimonios.
Colectivo Situaciones
7 de diciembre de 2004