Anarquía Coronada

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Meschonnic, el aguafiestas // Perla Sneh

Pisoteo la sintaxis porque debe ser pisoteada. Es uva. Ustedes entienden.
Henri Meschonnic

Acaso porque no oculta sus rechazos, suele decirse –con mal disimulada exasperación– que Henri Meschonnic es agresivo, que es polémico. Pero quien se aventure a su obra, verá que agresivo es solo una argucia seudomoral para arremeter contra su resistencia al consenso de los mercados culturales. Y que polémica es una noción que precisa definirse con rigor, cosa que Meschonnic no rehúsa hacer, diferenciándola de crítica, que es aquello que él hace y promueve.

Crítica y polémica coinciden en que no hay acuerdo, pero difieren en sus estrategias, en sus epistemologías y, sobre todo, en su ética y su política. Tachar de polémica una reflexión crítica es reducirla a mera táctica de dominación, porque la polémica es, precisamente, una guerra para tener razón, para dominar de un modo u otro: en su ámbito todo es “opinión”, abonada ésta por el poder –mediático, académico, económico u otro– de turno, siempre necesitado de estereotipos. La polémica es la táctica inmediata de quienes se ponen del lado del poder: presupone autoridad para hablar o callar, es decir, de hacer como que no hay qué discutir.

La crítica, en cambio, en términos de Meschonnic, se aleja de la metáfora médica común que sugeriría un supuesto estado de no-crisis. Así la crítica –más cerca del juego etimológico que le es propio: de krinein, juzgar– remite al juicio, tanto en el sentido kantiano –búsqueda de los fundamentos– como en el sentido de la escuela de Frankfurt: situar las cosas con relación a un conjunto, situar lo regional en relación a una teoría de la sociedad. Se trata, entonces, de la búsqueda del funcionamiento de las estrategias, no de la lucha por la dominación: buscar la razón de algo no es lo mismo que tener razón. Es, ante todo, el ejercicio de un punto de vista. Es el esfuerzo por no perder de vista el reconocimiento de la historicidad y de la especificidad de un sujeto. En este sentido, la crítica es neutra –es decir, libre– en relación al poder.

Nada fácil, se ve, en el reino de la “opinión”. De allí que la voz fuerte, a veces destemplada, de Meschonnic es la de quien grita para defenderse: un “esfuerzo por respirar, por llegar a fundar algo que está amenazado”. En todo caso, Meschonnic es “polémico” en tanto trabaja su historicidad, es decir, en la medida que no renuncia a la crítica, con lo que la imputación de polemista deviene profundamente cómica. Como si fuera polémico buscar de dónde viene uno, dónde estamos, quién nos guía.

En el lenguaje es siempre la guerra, suele decir Meschonnic pensando en Mandelstam, que dice lo mismo de la poesía, pero guerra de lenguajes no equivale a guerra de lenguas. Los problemas de lenguaje son siempre políticos, aunque hoy se tienda a simplificar las relaciones entre lenguaje y política, tomándolos directamente. No hay solo problemas de lengua dominante o dominada, sujetos de las relaciones de dominación social, política o económica, el modo en que estas relaciones se producen en el interior de una misma lengua. Cierto: todo eso es importante; sin embargo, no es suficiente, porque carecemos de una teoría política de las relaciones entre el lenguaje y el individuo, lo social, el Estado, una política histórica del lenguaje, con lo que supondría de práctica de enseñanza hacia lo que podemos llamar una democracia crítica.

En esa escena, el ámbito de la teoría –es decir, de la reflexión sobre lo desconocido– será, para Meschonnic, la crítica y no la ciencia; una reflexión indisociablemente anudada a la actividad poética, en tanto las intuiciones poéticas, dice, buscan su lógica; infinita, como el lenguaje: he ahí una declaración intolerable en el reino de las hiperespecializaciones. A diferencia de las disciplinas académicas, compartimentadas –para quienes la política se ocupa del combate entre fuerza y derecho, la ética se ocupa del bien y el mal y nada de esto tiene que ver con la literatura–, el pensamiento del poema, el poema del pensamiento – que mantiene el lazo interno, ¡no la yuxtaposición!, entre epistemología, ética y política– nos enseña cosas vitales en cuanto a la ética y la política. Porque el poema respira lejos de la oposición verso/prosa; vive en la pluralidad interna de los ritmos, cuya regulación métrica no es más que un momento que esconde todo lo que hay de prosa en los versos y de métricas en la prosa. El verdadero problema poético será, para Meschonnic, el de un ritmo sujeto.

Por eso, para pensar el lenguaje hay que pensar el poema, que no es sino la transformación de una forma de vida por una forma de lenguaje y la transformación de una forma de lenguaje por una forma de vida. El poema rompe el signo, rompe los consensos que se toman por verdades, es un terrorista del signo. Por supuesto, eso no es nuevo, lo nuevo es reconocerlo. Lo nuevo es descubrir la fuerza de lo ínfimo, de aquello que, insabido, precipita el inicio de un poema. Y el poema es invención de sujeto. De allí que, en el orden de la práctica del lenguaje, la poesía siempre es crítica: pone en carne viva los conflictos, es la gran crítica de las ciencias humanas. Y nunca será destructiva, siempre es constructiva, constructora de sujetos. En todo caso, la poética será retórica en un sentido estrictamente aristotélico: una manera de actuar. Esa poética, que en términos aristotélicos es retórica, es lo que Meschonnic llama una teoría del lenguaje.

A diferencia del ralo bienpensar que nos inunda, Meschonnic no desconoce que los rechazos existen y –lejos de invocar una desleída bonhomía– no rehúsa admitir los propios. No hay invención de pensamiento sin rechazos o, al menos, cierta imposibilidad de darse por satisfecho con poco. Ese rechazo, esa imposibilidad de avenirse a, son la fuente misma de la actitud crítica. Porque, sin llegar a coincidir con el fascismo de la lengua (Barthes), Meschonnic sostiene que siempre hay coacción en el lenguaje. No se trata de extremar el carácter agonístico hasta una especie de contrario del irenismo, sino de admitir que el lenguaje es el lugar de los conflictos, donde algunas estrategias –como la polémica– enmascaran esto deliberadamente. Por eso Meschonnic argumenta, cita, analiza, combate y debate. Contra el mantenimiento del orden de la mediocridad reinante. En este sentido, podemos decir que Meschonnic –que no le teme a la palabra “enemigo” puesto que también sirve para pensar– es philologos, en el sentido griego, socrático, del término: un porfiado, un cuestionador, un aguafiestas.

Como tal, no se priva de cuestionar –aguar– las fiestas filosóficas. No por algún encono especial con la filosofía (en la que sospecha una teoría del lenguaje reprimida) salvo –y en esto no hay tu tía– cuando pretende apropiarse del poema. Para Meschonnic ciertas frases son imperdonables: “un poema es un filosofema”. Las aguas adversas también arrasan con el ser heideggeriano, que Meschonnic contrapone al je de Benveniste. De Hegel se queda con una cosa: la prosa del mundo, el combate indefinido de los contrarios, el desorden opuesto al “buen infinito”. Por supuesto, hay razones, argumentos, matices. Y no se puede, admite, destruir las nociones como quien se saca de encima a un fantasma; pero se puede –dice, en un giro quizás inadvertidamente freudiano– desplazar los acentos. A eso llama estrategias del discurso, que no son sino estrategias del sujeto.

Lector atento de la Biblia –el Tanaj–, Meschonnic* no se halla en el verbo ser, abono de una tradición centrada en el borramiento de un lugar vacío: seré que seré. Ese futuro alrededor de un vacío es muy otra cosa que el presente occidental y cristiano del indicativo –soy el que soy– piedra de toque de la esencialización que domina nuestro pensamiento. Subvirtiendo la noción de una humanidad abstracta de la que se desprenden, como fragmentos, uno a uno todos los hombres, la vida, dice Mechonnic apelando al hebreo, son los vivos: hay jaím – vida– como manifestación plural de jai, el que está vivo. Porque un fragmento de humanidad no es un sujeto.

El recurso al hebreo –o mejor: al poema bíblico que hace al hebreo– no es, como muchos le reprochan, arcaísmo o fundamentalismo; tampoco es casualidad ni mera adherencia a la tribu. El texto bíblico es lo que se llama Mikrá (o Miqrá), que significa “aquello que es leído” [likr’ó: leer] pero también entraña un llamado [kri’á]. Desde una perspectiva judía, no hay “Biblia” –los libros– sino Mikrá: llamado a la lectura. Ya el nombre mismo cifra una particular relación entre escritura y lectura en todo diversa de la que reina en las lenguas occidentales, que hablan de la(s) Escritura(s), Santas o no. Esa Scriptura supone un campo radicalmente diferente del hebraico, porque alimenta la oposición entre escritura y lectura, entre el acto y la palabra, oposición que bien puede ser cifra de las dificultades para pensar la especificidad de la escritura en el actual pantano de nuestra cultura, embebida del dualismo del signo. Mikrá, en cambio, es, etimológica y funcionalmente, lectura, mas no como opuesto a la escritura sino en tanto supone una asamblea en la que esos textos se leen en voz alta. Mikrá –que es, al mismo tiempo, cuerpo, voz, escucha, palabra, presencia– conjuga indisociablemente oralidad y colectividad. El texto es, así, por su organización rítmica, por su exigencia de voz, por su manera de hacer sentido, literatura oral, lo que no solo sortea el corte occidental entre autor y lector sino que, necesariamente, implica colectividad. Subrayemos: no un colectivo con jefe –Mandelstam lo dice claramente: eso es colectivismo– sino colectividad.

Señalar esto no obedece a un mero afán arqueológico, es una estrategia que puede servirnos ante la actual crisis de la escritura y de la cultura, de allí la vigencia del texto bíblico como ámbito de pensamiento. Para avanzar en ello será necesario –Meschonnic nos lleva de la mano en esto– establecer la diferencia entre lo divino, lo religioso y lo sagrado.

Lo sagrado supone una actitud fusional entre lo humano, lo animal y lo cósmico. Lo divino, en cambio, es el principio de vida que se cumple en todas las criaturas vivas. Y lo religioso es la organización de la vida social en función del calendario de fiestas y las proscripciones y prescripciones rituales.

Lo religioso se reapropia de lo sagrado y lo divino aunque, paradójicamente, nada se opone más a lo divino que lo religioso. Así, leído religiosamente, el texto, objeto de la veneración máxima, se ve debilitado en tanto la verdad teológica actúa como el signo. La fusión de lo divino y lo religioso es lo que llamamos lo teológico-político.

Pero no se trata de ateísmo, problema que Meschonnic ni se plantea. En cambio traduce la Mikrá para recuperar la poética de lo divino que pone en movimiento el texto. El combate del poema y el ritmo plantea el mismo problema que el del recubrimiento de lo sagrado por lo religioso. Meschonnic combate lo religioso, esa catástrofe ocurrida a lo divino. Meschonnic combate las idolatrías del lenguaje, combate a los idóletras. Hay una aventura común en su traducir el texto bíblico y lo que aprende de sus poemas.

Y así como el poema en el reino del signo, lo judío es, en lo social y en la historia, el punto más vulnerable, el más amenazado, porque denuncia la unidad signo-dios-razón. De allí la necesidad de volver incesantemente a los textos bíblicos, ya que la actividad a la que Meschonnic llama poema desborda en esos textos lo sagrado. Esa actividad muestra una antropología del lenguaje radicalmente histórico, incluso cuando habla de lo divino, en tanto se despliega como una oralidad-colectividad. Volver a los textos bíblicos, traducirlos –como hace Meschonnic– es producir nuestra historicidad, contra la oposición occidental verso/prosa para, situar el sentido en el ritmo. Traducirlos es una manera de salir de lo escrito desoralizado. Meschonnic, contra lo fusional, apuesta a lo divino, a un misterio que “engendra lenguaje, no visiones sagradas”. Quizás es a eso a lo que llama “infinito” cuando dice: “Vamos, mientras tengamos nuestro infinito hay esperanza y no estamos solos”.

Inquieta un poco advertir las resonancias de todo esto en los actuales debates argentinos. Poner estos textos en el pensamiento argentino, en el cotidiano penar por lo que nos pasa, es algo más que engrosar algún hipotético anaquel académico, es un acto político. Más de un opinólogo, perdido en sus jergas, haría bien en leerlos. En este sentido, esta lectura, esta traducción de Hugo Savino, esta reescritura que hace de Meschonnic en nuestros discursos es una respuesta. Al modo de Claudel: “responder los salmos”, sin “a”. Al modo en que Meschonnic “traduce Spinoza”, sin “a”, empleando la palabra no como complemento de objeto sino como adverbio: a la manera de, continuando, Savino responde Meschonnic asumiendo en ese lance su propia escritura. Su traducción es un manifiesto. Como si dijéramos: un manifiesto de lectura. Manifiesto es la expresión de una urgencia y la reescritura de Meschonnic entre nosotros es una urgencia. Entraña un riesgo, sí, pero si no lo hubiera no sería un manifiesto. También un poema es un riesgo. Pensar es un riesgo, pero un riesgo ineludible en la Argentina de hoy donde es preciso pensar qué hace que un pensamiento sea un pensamiento. Debemos pensar la relación entre una teoría del lenguaje y una teoría de la historia. Plantear los problemas de lenguaje en el plano político equivale a plantear esa correlación.

Este pensamiento implica una relación interna entre la poética y lo político donde interviene, necesariamente, la ética. Es lo que en algún momento se llamó “compromiso intelectual”. Aquí lo reiteramos pero solo a condición de pronunciar “compromiso” sin ese matiz de elegido por los dioses filosóficos que suele otorgársele e “intelectual” con su valor intrínseco de “oponente” con que el término nació en los días del caso Dreyfus. Zola, Peguy, Hugo, dice Meschonnic, eran la mala con- ciencia de su tiempo. En cambio, muchos de quienes hoy pasan por intelectuales son una especie de buena conciencia de lo cotidiano. Pero se trata de aquello que ya dice Nietszche: una oposición al tiempo que nos toca vivir, un pensar contra.

No faltará entre nosotros quien crea que Meschonnic, porque lee la Biblia, es un gil. No es a él a quien hablamos. O, mejor dicho, sí; también a él le hablamos; con la esperanza de que algún día responda estos versos: las palabras me envejecen o me hacen brotar / me mezclan con otras / y liman nuestras soledades / hasta reunirnos. No por creer en algún supuesto progreso espontáneo, sino porque el tiempo a veces hace su trabajo. Sin duda, hay que seguir buscando y, mientras, reírse y tapar esa risa con la mano. “Amigo”, dice Meschonnic, es aquel que está del mismo lado de la vida, del mismo lado del lenguaje que nosotros. No es una mala manera de pensar a quién le hablamos.

 

Perla Sneh, Buenos Aires, 8 de marzo de 2014.

De: Henri Meschonnic. Conversaciones / Edición a cargo de Hugo Savino, Prólogo de Perla Sneh

* Meschonnic no se detiene en por qué debiera hablarse de “Tanaj” y no de “Biblia”, término que proviene de una expresión griega de los tiempos de la Septuaginta, ta bibliá, los libros. De hecho, no hay “Biblia” –ni en el sentido de “Antiguo” o “Nuevo” ni en el sentido de “Testamento”– en el ámbito hebraico. Tanaj (Tanakh) es el conjunto de textos cuyo nombre es acrónimo de Torá (que designa estrictamente los cinco primeros libros, el así llamado Pentateuco), Nevi’im (Profetas), K(h)tuvim (Escritos): T(a)N(a)Kh. Quizás Meschonnic no lo menciona explícitamente porque lo da por dicho; quizás se cansó de hablarle a los sordos; quizás dice simplemente “Biblia” para ahorrar tiempo: la tarea es enorme y debe seguir adelante

 

Fuente: CUARTA PROSA

Artistas ilegítimos (Una lectura estratégica de Para salir de lo postmoderno, de Henri Meschonnic) // Silvio Lang

El artista solo es artista en la medida en que, lejos de tener el arte detrás suyo, tiene delante de sí, un arte que todavía no existe. El artista es el único que no tiene el arte.

Henri Meschonnic

Aversión al cliché. Meter los clichés en una máquina trituradora para fabricar otra cosa. Extrudirlos con una bomba de metales para que salgan otras figuras. El cliché es lo que creés que te funciona y no ponés en cuestión. Desviar las ideas preconcebidas de todo funcionamiento que te impidan pensar y arrojarse a otro conjunto de experiencias del presente. “La inteligibilidad del presente es lo que está en juego, y la preparación del futuro”, escribe Henri Meschonnic, contra el consenso del pensamiento postmoderno.

Lo postmoderno es lo que ha reaccionado a la modernidad. La modernidad tiene que ver con la poética social. La poética es lo que perdimos y lo que está impensado para nosotros. La poética no es el arte poético y se opone al mito. Ni tiene reglas de composición ni está regulada por un código de interpretación. Una poética es la capacidad, siempre renovada, de ligar un estado de lengua y unas situaciones; un sentido con un afecto; un modo de ser con una institución y con una insubordinación; una manera de relacionarse con un modo de conocer; unos gestos y un tono físico con un bloque de espacio-tiempo; una voz con una historia subjetiva; unos cuerpos con un lenguaje… La poética es el continuo de las diferencias que pueblan una vida social.

O sea que la poética, que se aborda como teoría del arte y de la literatura, es un asunto crítico de la antropología, la filosofía, la sociología, el psicoanálisis, la economía y la política. Para Meschonnic, la poética es un “pensamiento de lo continuo”. Poética y modernidad van juntas. Porque la modernidad no es tanto una periodicidad de la producción cultural y artística, sino una cualidad del pensamiento y el funcionamiento de sus obras que han enfrentado el cerco del presente. El sujeto poético desborda el producto de una época gestada en la conciencia del sujeto normalizado, cuando critica sus funcionamientos y los historiza, e inventa a la vez otros posibles. Es por eso que toda poética es poética de una modernidad.

Nuestro trabajo artístico es la mutación de un sujeto a otro o, mejor aún, comenzar a pensar al sujeto clásico y único como transformación o subjetivación poética. Un modo de hacerse y desviarse a otra forma de vida, de trastornar y transformar la percepción de tu cuerpo y de tu sensualidad; del modo de conocer mundos, personas, saberes; de relacionarte con las prácticas y las posibilidades; de la manera de vivir la afectividad y hacer alianzas. Hay, para Meschonnic, un “pensamiento del continuo” porque la colonización del signo en todos los planos humanos ha hecho de la experiencia, de la política, del significado y del cuerpo un discontinuo. El signo porta un carácter teológico por su dosis de abstracción. Desensibiliza: sustrae al cuerpo del lenguaje, lo separa de la experiencia y de su capacidad de producir sentido sensible. El signo es la central de gestión de lo discontinuo en el capitalismo: desde la abstracción del dinero, las imágenes publicitarias y la conectividad virtual hasta las finanzas.

Sin embargo, el pensamiento de lo continuo apuesta por un ritmo: junturas singulares de los mil planos de nuestra existencia para que pasen por allí intensidades, ganas de vida. La modernidad es la actividad que trabaja en estos ritmos poéticos contra el orden discontinuo en oferta de la época. Un/a artista moderno/a trabaja no para soliviantar el orden ofertado del cerco del presente sino para desbordarlo con relaciones improbables, coherencias impensadas que abren un conjunto de posibles modos de vida.

Un/a artista moderno/a trabaja contra su época y no para adaptarse a ella. No es contemporáneo/a a la época ni a sus colegas. Vive de la alteridad y de lo múltiple, y no de la mismidad de la identidad, la marca y la imagen de sí. Sabe que es incompatible con el código de su contemporaneidad. Por eso está todo el tiempo creando las condiciones y el discurso de existencia de su lenguaje y su vida. Es un trabajo de historización constante para seguir con vida. Hay modernidades como hay historicidades: subjetivaciones corporales que insisten en existir desde su hartazgo y diferencia. Las modernidades de la modernidad son individuaciones críticas-invenciones. “Se trata de situarse como historicidad”, recalca Meschonnic, “de ver lo que cambia verdaderamente, y que hace a la ética y a la política de la poética”.

Mientras que lo postmoderno recicla y compagina los signos de la historia compatibles con la orden del día de la contemporaneidad, y se desentiende de la crítica de los modos de existencia, ¿cómo te situás en tu práctica hoy? Esa es la pregunta moderna. Lo demás es servidumbre a “las autoridades del momento”. Las prácticas poéticas artísticas no son opiniones sobre el mundo sino variaciones de intensidades subjetivantes que abren mundos: “practicar una disociación de ideas” preconcebidas que asuman las condiciones de posibilidad de invención de modos de vida desobedientes; comunidades provisorias haciéndose; performatividades colectivas.

Lo moderno se opone a lo contemporáneo, pero no a lo clásico. Lo contemporáneo es lo académico, que no es más que una “caricaturización” de las intensidades del presente. “El academicismo no cambia nada. Es lo que repite lo que ya fue hecho en su orden”, se define Meschonnic. El academicismo es la mismidad y cada modernidad cuenta con uno. Cuál es la historicidad y la especificidad de cada obra es una indagación ante la cual el academicismo se muestra nulo. Porque la alteridad no lo altera, sino que es objeto de su conquista. Como la propiedad privada, el academicismo vive del robo. El academicismo cultural de toda modernidad es indiferente a la especificidad subjetivante de las obras. No tiene una relación ética-sensible con las modernidades sino moral-reglamentaria.

Las modernidades se incrustan en la historia como operadores de transformación de los modos de individuación social. Incorporarse a un poema, a una forma del lenguaje, a una fisicalidad, a un uso del tiempo y del espacio, a una lógica de imaginación, es crítica e invención social de la poética moderna. Sin una aventura del pensamiento del cuerpo-lenguaje contra el mantenimiento del orden no hay invención posible. Ese pensamiento insurrecto explora una contra (nueva) coherencia de relacionarse con uno mismo, con los otros y con el mundo. Pero no tiene nada que ver con el saber: “El pensamiento es insoportable para el saber. El pensamiento es intempestivo, o no es. Es en lo único que es una aventura. De ahí su acompañamiento: “la risa de la teoría, la amistad, el compartir la aventura”, dice Meschonnic. “Pensar la sociedad por la poética” requiere de alianzas combativas: amistades o formas de vida interseccionadas que van juntas y ríen, porque hacen teoría y camino de lo que no saben.

¿Cuáles son tus alianzas? Es la otra pregunta de la modernidad. ¿Con qué y con quiénes gozás de lo desconocido? “La risa, la relación, aquí, con el placer de vivir este pensamiento, y de pensar este vivir, es una relación con el pensamiento”, nos dice el filósofo. Porque hay “una alegría del pensamiento intempestivo”. Esa alegría de la amistad fundada en el placer de “entrenarse en ver” juntos; “en oír todo lo que uno no sabe que se ve y se oye”. El lenguaje para Meschonnic es más una escucha que otra cosa; la actividad de reconocer diferencias y ritmarlas para hacernos otros. “El goce del ritmo. El goce de lo casi inescuchado. Que está ahí”.

Hay una identidad ilegítima en el/la artista moderno/a. No tiene derecho a existir en el territorio del orden académico y del mercado. Es un/a extranjero/a. “El extranjero no es solo el otro, es también el invisible, lo borrable borrado”. En tanto produce fuera-de-lugares está fuera-de-lugar. No combate por ocupar espacios, privilegios, reconocimiento, poder institucional sino por existir. Es decir, resiste a no ser borrado del mapa por su potencia intempestiva. Y existe creando bloques de espacio-tiempo que no existen aún. Trabaja por lo que está viniendo, no por lo que hay disponible en el mercado del arte ni con la reglamentación o codificación cultural de la época. Es un mestizo del tiempo: está en su presente y a la vez en un futuro imposible o en lo impotente de ese presente. Se desencadenan altas dosis de conflictividad entre lo contemporáneo y lo moderno que el/la artista saca a relucir y resulta insoportable para los otros y otras, y agotador para sí mismo/a. De este modo deviene “sujeto del poema”. Es decir, activa un proceso de subjetivación que transforma las relaciones con uno/a mismo/a y con los otros, corporal e intelectualmente.

Trabajar contra los clichés contemporáneos del postmodernismo que es deducción de producción de realidad del mercado global; pensar lo extranjero, lo que no se ha pensando aún; escuchar lo imperceptible; transformar la visión, los modos de decir, de leer y de oír; rechazar los modos actuales de representación; interseccionar poética y política con sus efectos éticos; conceptualizar el continuo de la experiencia de individuación que producen los funcionamientos de las obras de arte, son las principales acciones que Meschonnic compromete al “sujeto del poema” o a todo proceso de subjetivación moderna.

El significante errante // Henri Meschonnic

Traducción: Raquel Heffes[1]
En las ideas recibidas, en la mundanidad del pensador estrella de cada época, hay violencia. Que no es vista como violencia. El aire del signo sofoca. Aun cuando la inmensa mayoría vive en él sin pensarlo. Rechazarlo es encarnar mi tiempo. Violencia contestataria que en cambio es visible y vista como violencia. De inmediato y desde hace una treintena de años, catalogada como polémica.
En un sentido, en el consenso reinante, no es un problema. Aun teniendo que repetir tantas veces como sea necesario que la crítica no es polémica. Que la crítica es búsqueda de estrategias, de funcionamientos, de historicidades. Heredera, en algún sentido, de la “búsqueda de verdad”. No búsqueda de poder. Diferencia radical con la polémica, que sólo quiere poder. Poder sobre la opinión. En primer lugar silenciando al adversario. Diferencia ética y diferencia epistemológica. La confusión, cuando es interesada, y no beneficia más que a la polémica, pasa a ser un procedimiento polémico.
Silencio que produce una forma de utopía. Como condición de época para la crítica. Pero el poema también tiene su política. El poema termina por poner el silencio de su lado. Es al menos la utopía del poema. De hecho, ése es su trabajo. El ritmo hace el suyo. Y el poema va.
La cuestión de la crítica es un tema difícil. No se eligen las cosas más importantes. No se elige estar o no en el poema. No se elige tal o cual discurso en la medida en que se está comprometido. Hay que distinguir entre varios tipos de polémicas. Hay una polémica periodística, una polémica de ideas, una polémica por las posiciones de poder que proviene de la confusión mantenida entre el plano de las ideas y el plano del poder, poder también en el sentido de la conquista de posiciones en Universidades, publicaciones…  Diferentes estilos de polémica que implican varios niveles de compromiso. Hay una polémica que se puede elegir por poder y otra que no se elige, cuando se trata, precisamente, de oponerse a los poderes, y a la confusión entre autoridad y control.
A modo de epígrafe en Critique du Rythme[2] puse la frase de Mandelstam: “En la poesía, siempre hay guerra.” Válida también para la teoría. Que es la reflexión sobre lo desconocido. En el pensamiento, siempre hay guerra. Basta con situarse en la historicidad, en el advenimiento de lo nuevo, de lo imprevisible, para estar conminado a la lucha contra los poderes de opinión. La negación de la polémica implicaría que no hay guerra. Sería una visión ahistórica del pensamiento, del arte, de la literatura, una ingenuidad insoportable. Decir que no hay polémica, es también ponerse del lado del poder. Crédulos aparte, es sólo desde el punto de vista del poder que no hay lugar para cuestionar las posiciones alcanzadas. Por lo tanto, la impugnación o la subversión, o mejor: la lucha por respirar, legitima la polémica. Que del punto de vista de representantes de las posiciones establecidas haya silencio, no asombra. ¿Cómo se hace? No hay elección. Si me sitúo del lado del significante, en la apertura de lo que hace sentido en el infinito y la historia, no puedo más que resistirme a todo lo que se sitúa en el signo, en tal o cual componenda con la historia, donde la historicidad se engloba íntegramente en el pasado y ya no se abre más a la utopía.
 
La utopía es una paradoja. Tiene varios sentidos. Puede ser en efecto la ausencia de un lugar, un refugio fuera del lugar y del tiempo: dos inseparables. Pero la utopía también puede ser un paso a la conquista del lugar y del tiempo.
Aquí hay una difícil relación con la mística. Por la que el mismo Gershom Scholem resulta ambiguo. Eligió ser historiador, posicionado en la crítica bíblica y la historia de las religiones. Está afuera. La mística es su objeto científico. Pero al mismo tiempo está adentro, y en cualquier momento puede decir que está afuera. No es místico pero puede serlo. No es una crítica: la relación que se puede tener con la historia de la mística, judía en todo caso, no puede no ser ambigua, y la manera más atea de posicionarse en relación a la religión, es estudiar su historia, una manera de seguir en la religión, o en lo religioso. Como la ambigüedad respecto de la teoría es consagrarse sólo a la historia de la teoría.
Hay diferentes maneras de posicionarse en relación al mesianismo. Es el problema tan de moda de recurrir a procedimientos intralingüísticos propios de la cábala que tienen sentido sólo en hebreo y en su propia historia. El problema del valor de demostración de tales operaciones sobre el lenguaje, es que se reducen a lo teológico-retórico. Una forma de solipsismo. El grado sacro, sublime, del solipsismo.
Como si la alternativa fuese el afrancesamiento, la asimilación siglo XIX. Perfectamente ilustrada por la traducción del rabinato de 1899. Desde una veintena de años atrás, una reacción, del todo sociológica, enfrenta a asquenazíes y sefaradíes. Y prácticamente identifica al judaísmo con los últimos. Oposición mitológica entre Oriente y Occidente, entre teología y política. Un nuevo dualismo. Entre un pasado (asquenazí) y un futuro. Sefaradí. Por ir más lejos.
Es la importancia del plural no externo sino interno. Es así que son las lenguas judías. El judío siempre fue al menos bilingüe si no trilingüe. El hebreo y el arameo datan ya de la época bíblica. Y otras lenguas incluso. Con Esther, los judíos que vivían en Persia hablaban esa tercera lengua, la del país. Es importante sobre todo no desembocar en monolingüe. Hay que considerar la condición de metecos.
 
La posibilidad de una cultura, es la de la utopía, la necesidad misma de la utopía para pensar la historia judía, el presente y el futuro. Una utopía no como refugio, sino como agresividad hacia el presente y el pasado. La cultura judía es una utopía en la medida en que su mayor problema es el religioso.
Históricamente, el judío no sería pensable sin lo religioso. Pero ahora es una cuestión vital pensarse no ya en lo religioso sino en relación a lo religioso. Lo que conlleva tantas trampas como lo religioso. Porque todos los conceptos que se emplean aquí son los de Occidente del siglo XIX, el “laicismo”, por ejemplo, que es un concepto cristiano. Y que no tiene otro sentido claro que la separación de la Iglesia y el Estado. La noción misma de laicismo está a un costado de lo que hay que inventar dentro de la historia judía. “Historia judía” por no decir “judaísmo”, porque esta noción antepone precisamente lo religioso.
Pero no sé si se pueden tener ideas claras sobre un problema como éste. Más implicado se está, como sujeto de enunciación, menos puede ser que se vea claro. Sobre todo si hay poema. El poema pone en juego tantos elementos que no se dominan, que es quizá sólo después, que ilusoriamente quizá también se tienen ideas claras. Me parece que la cultura está en nosotros desde siempre. Puede ser más o menos activa, puramente etnográfica –pero también transformadora. No hay más que diferencias de grado entre todas esas maneras de vivir una cultura. Consiste para mí en ese punto donde nace y tiene lugar la tensión entre lo religioso y lo no religioso, entre el pasado y el futuro, entre el aquí-ahora y la utopía, entre  “Oriente” y “Occidente”, entre el signo y el poema.
Daría a creer que allí tiene lugar el discurso sionista, pero es místico de otro modo. Y se sitúa en un plano que no es el de la cultura. Implica desde luego un vínculo muy fuerte con la cultura por el que, por otro lado, el problema de la lengua no se plantea ya que es en hebreo como lengua nacional. Es bastante reciente que en Israel se retomó el interés por el idish. Hasta entonces, la elección del hebreo invertía los términos, y pasaba por el desprecio del idish. Como también de la cultura sefaradí y judeo- árabe.
Históricamente, es un hecho, el sionismo político es esencialmente asquenazí. Inevitablemente, toda una parte de su historia, es monocultural. De donde, en parte, los problemas actuales de Israel. No ha sido la postura  de todos los pensadores sionistas. Ahad Aham, con mucha anticipación, veía también el problema de la relación con los árabes y la cultura árabe. Pero la razón de ser del sionismo es lo político, y una espiritualidad de la tierra.
No una anti-utopía. Una utopía. Paradójicamente, la utopía de la tierra. Santa. Además. Y tres veces santa, para una tierra, es mucho. La utopía es un politopo. No es el no-lugar, ni la negación del espacio. Puede ser también una pluralidad de lugares. Hay que considerar la utopía como politopo, aunque pueda parecer un juego de palabras. Y no olvidar a Ahad Aham o Buber. Pero no tengo que identificarme con el sionismo. Lo que no puedo aceptar tampoco, es todo lo que lo disfraza. Por eso, no necesito ser sionista.
El significante errante recuerda al judío errante. Que está ya en los antiguos fondos, bíblico y abrahámico. Esa errancia es a la vez poética y política. Sobre ella se plancha y se intenta identificarla con la idea cristiana de que es una condena. Es algo muy distinto. En el caso de los fondos bíblicos implica la no fijación en sí mismo, la relación con la tierra y la historia. Esencialmente, el mestizaje. El judío es poéticamente meteco. Necesita reconocerse en la pluralidad de sus culturas, de sus lenguas. Como cualquier otro, siempre. Siempre que hay incidencia de lo nuevo, hay mestizaje, pluralidad. Por el contario, las ideologías racistas y puristas son mono culturales. Lo totalitario es mono, en primer lugar. Lo que hay de histórico en el judío es la pluralidad. Una pluralidad vital, que no es en sí misma una condena. La condena cristiana es propia de la historia del cristianismo.  Pero la idea de paso está inscripta, ya etimológicamente, en el hebreo– ‘ivri.
 
Abraham está en camino, Moisés está en camino. Va hacia el lugar. Quizá lo importante no sea llegar sino ir. Estar en camino no es una condena metafísica. Es un hecho de historia.
Lo metafísico, es darle un sentido a la historia. Cada vez que hay vectorización de la historia, hay al mismo tiempo una prescripción y una trascendencia. Situándome en lo radicalmente histórico, sólo las unidades tienen sentido. Las unidades empíricas y no trascendentes. Los discursos tienen un sentido, las vidas tienen un sentido…
Es verdad que estar en camino y estar aquí parecen contradictorios. No estoy en el exilio. Una vez más, es necesario volver a la contradicción entre dispersión y centralidad. Ubicarlas en su teología, con lo que ella tiene de teológico-político. Empíricamente, históricamente, la centralidad es un nuevo comienzo indefinido, y múltiple. Sin finalidad ni la ventriloquia de lo teológico, el sentido de la historia.
Hablar de finalidad, es meterse de lleno en la teología. Sin embargo el punto de vista teológico es tanto la fuerza más grande como la debilidad más grande. Se encuentra allí el supremo dualismo de la cultura y de la historia judías, el contraste entre el sentido y el no sentido, lo teológico y lo histórico. Lo histórico no es la errancia en el sentido del azar desprovisto de sentido. Y el punto de vista teológico es maravilloso: la seguridad absoluta –si no eso sería un caos. Lo teológico opone permanentemente el orden, su orden, al caos. Es necesario recusar esa trampa tendida por lo teológico, la misma trampa de lo sagrado que representa lo profano como la destrucción de valores, el desorden, la ausencia de sentido. El “infinito malo” de Hegel. Empíricamente, no es cierto que la ausencia de lo teológico sea ausencia de sentido. Simplemente porque las unidades de sentido no son trascendentales en la historia.
En cuanto a la famosa supervivencia del llamado pueblo judío, sí, hay un sentido, en la supervivencia. Supervivencia, extraña palabra por cierto: parece hacer del judío un sobreviviente. Es viviente, no sobreviviente. El primer sentido es muy simple: para el judío, es estar vivo. Lo que tiene sentido. Para él. La vida no necesita un sentido trascendente a ella misma. Que haya una historia tal que el pueblo judío sigue estando vivo, es una paradoja sólo desde un punto de vista exterior a los judíos. La enunciación hace al que vive. En eso, ninguna paradoja. Cada vez que hay una continuidad de la enunciación hay vida, tanto en el plano individual como colectivo. Hay individuos sólo porque hay colectividad. Y sólo hay colectividad si hay individuos.
Una colectividad que hace, de su propia historia, su sentido, o varios sentidos, con lo que eso conlleva de utopía. Entonces, la utopía misma forma parte de la historia concreta. Es la relación misma entre la historia y el sentido, el otorgamiento de sentido. La trascendencia es una de las formas que se le hace tomar a la historia.
Potencia de la nada, y de lo inaudible, paradójicamente. Lo decía Manès Sperber: “El judaísmo se salvó porque de ahí en más no estaba ligado a ningún lugar ni institución, porque no estaba atado a nada que pudiera perderse[3]”. Pensándose “descreído”(p.18) y « herético », pero hasta el “rechazo de toda idolatría” (p.19)
 
 
[1] L’utopie du juif, Desclée de Brouwer, Midrash, 2001 (N.T.)
[2] Critique du Rythme, anthropologie historique du langage, Verdier, 1982
[3] Manès Sperber, Être Juif, préface d’Élie Wiesel, éditions Odili Jacob, 1994, p. 18 (texte de 1978).

 

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