Anarquía Coronada

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Diego Sztulwark - page 2

Video-conversación con Colectivo Situaciones (agosto de 2009) // LOCOLECTIVO

Conversación con Verónica Gago y Diego Sztulwark, del Colectivo SITUACIONES. Hablan de la formación del grupo y de su visión desde su posicionamiento de investigación militante. Buenos Aires 2009.

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La corrupción // Diego Sztulwark

A partir de la modernidad, cuando lo político pasa a depender de la construcción de una legitimidad popular, y ya no se deriva de principios teológicos o morales, comienza a problematizarse la soberanía del Estado desde un punto de vista inmanente, sea a través de la ficción de un pacto o contrato, o bien de desarrollos dialéctico-evolutivos que derivan lo político del despliegue de la sociedad. Las luchas obreras y populares, que abren el período que va de la Comuna de París a las revoluciones socialistas del siglo XX, exacerbaron –sobre todo a partir de la Revolución Rusa– una consideración histórico política que cuestionaba el aislamiento de valores tales como la decencia o la honestidad de las prácticas socioeconómicas.

De Marx en adelante, la teoría política no se reduce a la forma Estado ni al supuesto jurídico de un contrato en el que, se supone, se fundamentaría, sino que explora las relaciones estructurales, los mecanismos de explotación y las dinámicas de subjetivación de las clases sociales, es decir, de las luchas. La lucha de clases emerge como criterio político mayor. Fue desde el campo del marxismo crítico que se elaboró la crítica de la URSS como degeneración y burocratización del primer Estado obrero. No se trató de una mera denuncia de la formación de una capa o clase corrupta en el poder, sino de la caracterización profunda de un proceso de descomposición de la subjetividad comunista, de la destrucción del tejido colectivo y libertario del que se esperaba la emergencia de una sociedad sin clases. La corrupción, desde un punto de vista político revolucionario, no se restringía a un juicio moral o  a una tipificación penal sino que remitía a una analítica de la formación y la descomposición de las fuerzas históricas.

Nuestros años 90

La situación política de postguerra fría, con la desaparición de la URSS, abre un período nuevo en el que las clases dominantes ya no son confrontadas con un modelo alternativo de organización de la reproducción social. El empresario, y ya no el revolucionario, pasa a ser el héroe de la sociedad.

El fin de la amenaza socialista reposicionó la crítica no radical del neoliberalismo fundada en valores cristianos. La iglesia latinoamericana fue pionera: luego de denunciar a la teología de la liberación, elaboró un discurso no radicalizado de los males del capitalismo como modo de heredar los temas de la injusticia que luego de la revolución cubana habían pasado a manos de las izquierdas políticas. Pobreza y corrupción fueron desde entonces dos de los ejes fundamentales de la denuncia política, siendo la segunda la que mejor cuajó con el período posterior a la transición democrática: una vez esterilizada la amenaza del partido militar y debilitado el desafío obrero y socialista, el discurso anticorrupción copó la escena política. Se trató de un discurso fuertemente moralista y juridicista, de cura o de fiscal, que en la Argentina menemista de los años 90 fue encarnado sobre todo por Chacho Álvarez, el Frepaso y la Alianza. Este discurso –antecedente del discurso republicano de Elisa Carrió– consumó desde entonces un desarme total del ciclo de politización anterior. Ya no se trataba de politizar el modo de acumulación y de toma de decisiones a él ligado, sino de enarbolar valores de decencia, de gestionar, sin comisión de delitos, la reproducción del capital en el territorio nacional. El consenso anti-corrupción fue generado por las corporaciones económicas, mediáticas, eclesiales y políticas como un medio práctico e indoloro de rotar el personal político sin reabrir la crítica al modo de acumulación. Claro que el capital, en su impulso antiburocrático, no ha dejado de promover la corrupción como modo de agilizar negocios, de aceitar mecanismos, boicoteando los límites políticos que pueda imponerle la representación popular. Ahí está el corazón del asunto. Se le llama corrupción al pago de dinero a cambio de torcer una decisión o transgredir un límite legal, sin presumir que ese forzamiento obedece a una corrupción de tipo estructural, que secuestra mecanismos públicos para transferir plusvalía social a manos privadas a través de los más variados mecanismos financieros de las privatizaciones al endeudamiento. En su modo crítico –ver sobre todo el libro best-seller de la época, Robo para la corona, de Horacio Verbitsky–, el discurso contra la corrupción alcanzaba a caracterizar la coima como el precio que el capital aceptaba pagar para comprar los favores de los partidos de raigambre popular, en el contexto de una disputa entre fracciones (grupos locales devaluadores vs. actores globalizados, dolarizadores).

 

La forma política inconclusa

Muy pocas veces es posible asistir a la coincidencia entre el grado cero de lo político y de la escritura. Tal cosa ocurrió durante la denominada “crisis del 2001”. En varios países de la región, la irrupción de movimientos colectivos en las calles acabó con la legitimidad de las políticas neoliberales. Si bien esta situación fue aprovechada por los gobiernos llamados “populares”, dejó sin realización y como entreabierta la posibilidad de inventar una forma política capaz de superar esta institucionalidad liberal, que depende tanto de una inserción subordinada de los países en el mercado mundial como de modos de satisfacción de las poblaciones sustentados en consumos de por sí limitados por la estructura empresaria –de producción y distribución– que en todos los casos quedaron intocados. Los movimientos sociales más favorecidos por recursos del Estado fueron incluidos en la máquina de gestión del gobierno de los territorios y debilitados en su capacidad de crear formas comunitarias de participación desde abajo frente a la persistencia de una socialidad neoliberal y violenta cuyos mecanismos nunca fueron desmontados. Con la llegada del gobierno de Macri, la precariedad de la mediación progresista fue denunciada como mafia y corrupción, no con el fin de enmendarla, sino de liquidar para siempre la idea de una mediación política popular.

 

Antes los fierros, ahora la guita

La década kirchnerista –que es necesario pensar como parte de un fenómeno de escala regional– introdujo una novedad con respecto al planteo de la relación entre dinero y política. Frente al tradicional financiamiento político por medio de la obra pública y otras contrataciones del Estado (hábitos tan perdurables como el financiamiento de la policía a través de la gestión del crimen organizado), se difundió un discurso militante que justificaba en privado la acumulación ilegal de dinero por medio del uso de fondos públicos, como un camino para dar la pelea a las elites establecidas que controlan todos los recursos económicos, institucionales y mediáticos. Pero allí se mezclaron cosas diferentes. Una cosa fue la transferencia de recursos a organizaciones populares, otra la recaudación para financiar campañas electorales y otra el enriquecimiento privado. La primera fue absolutamente justa, aún cuando resulte discutible el modo como se la hizo (y no se trata de una discusión menor). La segunda se presta a todo tipo de interpretaciones manipuladoras e hipócritas, que evitan dar lugar a una auténtica argumentación sobre la relación entre financiación y acumulación política. Y la tercera  se resuelve íntegramente con el código penal en la mano, respetando garantías de debido proceso y legítima defensa. La confusión de estas tres instancias con el fin de legitimar políticas de supuesta transparencia empresarial es triplemente canalla: primero, porque celebra la dinámica de concentración de capital y no el de la distribución de la riqueza; segundo, porque legitima la ecuación inmunda según la cual el partido de los honestos es siempre el de los ricos; y tercero, porque oculta que los supuestos saneadores morales son los mayores protagonistas (ayer y ahora) del desfalco en el país. La simultánea mediatización de lo político de estos últimos años termina de conformar el cuadro actual: se trata de volver “visible” la corrupción. Mostrar el dinero. El funcionario kirchnerista José López con sus bolsos llenos de dólares y los cuadernos de Centeno dan la talla cinematográfica. Y la dan por lo que muestran tanto como por lo que ocultan, como argumenta la investigadora Mónica Peralta Ramos, desde hace varios domingos, en El Cohete a la Luna, para quien el escándalo de los “cuadernos” resulta inseparable de las operaciones financieras destinadas a posicionar capitales norteamericanos en relación con empresas locales y posiciones chinas en la región.

Quizás lo más grave en esta situación sea la incapacidad de criticar abiertamente la precariedad de esta mediación progresista –la degradación política de esa mediación territorial, gremial, empresarial-  desde una izquierda no abstracta (o no gorila, como le gusta decir al peronismo) y desde movimientos sociales no estatizados. Esta incapacidad acaba por debilitar el planteamiento de un problema urgente: el de la construcción de una mediación popular de calidad, capaz de crear mecanismos públicos de distribución de riquezas y de ampliación y descentralización de la decisión política. Esta pobreza y la degradación de la mediación política está en el fondo de lo que vemos emerger como una profunda crisis de la democracia. Lo que no planteamos a tiempo, por izquierda y con buenas razones, se manipula después por derecha con revanchismo y en función de un proyecto abiertamente antipopular.

 

La corrupción del Estado de derecho

Para Maquiavelo, la república consistía en que el partido de los pobres fuera más fuerte que el de los ricos. La democracia siempre fue pensada por los republicanos como exaltación de la cosa pública o común por sobre el poder de la propiedad privada. Actualmente, cuando las dictaduras militares han dejado de ser el principal instrumento de lucha contra este concepto popular de la democracia, se apela a los instrumentos del Estado de derecho –vigencia de las leyes, existencia de tres poderes, etc.– para liquidar toda participación popular plebeya capaz de desbordar los marcos de la obediencia impuesta por la alianza entre libre mercado y contención de la pobreza. La corrupción de la democracia llega a su extremo cuando es negada en sus mecanismos básicos, incluso los de representación, la presunción de inocencia y de derecho a la legítima defensa. Se trata, no por casualidad, de una realidad regional. Tanto en la Argentina como en Brasil, la incapacidad del bloque en el poder de relanzar un programa de activación de los flujos de capital en el territorio reduce el juego político a la persecución o destrucción del enemigo populista por todos los medios (este es el sentido último de la persecución a Lula y Cristina). Estos nuevos republicanos ya no se interesan en la “cosa pública”. Su consigna, el “respeto por las instituciones”, pasa a tener un único sentido: bloquear toda experimentación de una nueva institucionalidad abierta. En el caso argentino, esta degradación democrática vía manipulación hostil del orden legal vigente, es fácil de entender cuando repasamos la represión a las manifestaciones callejeras y los conflictos gremiales, la violencia policial en barrios, la desaparición seguida de muerte de Santiago Maldonado, el asesinato por la espalda de Rafael Nahuel, la doctrina Chocobar, la detención ilegal de Milagro Sala, el decreto que introduce de lleno a las Fuerzas Armadas en el ámbito de la seguridad interior que la ley les veda. Muchas de estas cosas se dieron también durante el kirchnerismo (y en el Brasil de Lula); la diferencia es que el gobierno de Macri (y el de Temer) no solo las tolera y las soporta, sino que también las impulsa, justifica y celebra.

 

La corrupción de la mediación plebeya

Bajo la consigna de la lucha contra “la corrupción”, los poderes conservadores se proponen desactivar toda política plebeya y hasta populista (plebeyismo controlado desde arriba) a través de la utilización espuria de los instrumentos del Estado de derecho, con el propósito de aniquilar todo impulso democrático que provenga de organizaciones sociales y populares. Su fuerza, la fuerza que le dan los grandes medios de comunicación y las redes sociales, es proporcional a la debilidad de la mediación precaria entre Estado y territorios, entre Estado y capital, entre movilización y sistema de toma de decisiones de los gobiernos populistas, cuyo recuerdo se busca destruir. Esa precariedad es el núcleo real de una crítica al kirchnerismo no derechista, no liberal, no reaccionaria.

El problema pendiente, desde 2001 a la fecha es, entonces, el de la constitución de una mediación activa, con protagonismo popular y comunitario, en base a la coordinación posible entre las luchas de las últimas décadas, tales como los movimientos de derechos humanos, gremiales, de mujeres, de los piqueteros, contra el extractivismo, unidas a los pibes de los barrios, contra el racismo y la represión. Ante el derrumbe de la inconsistente ilusión de los neoliberales de una integración espontánea y satisfactoria de las masas populares con los mercados, pero también ante la asistencia de una mediación pastoral, específicamente católica, comandada por la iglesia –y por los adherentes al pacto de San Cayetano–, incapaz de concebir una articulación verdaderamente dinámica y productiva de las luchas –como se ha visto en la discusión sobre el aborto–, se hace cada vez más clara la necesidad de convocar a todos aquellos que quieran poner freno a este estado de cosas sin quedar presos de la rosca política de los conservadores de toda laya, que solo hablan de unidad para garantizar privilegios y sostener el actual orden de cosas. Desactivar el discurso de la corrupción, en tanto que teoría política reaccionaria, no implica eludir el tema, sino, al contrario, construir criterios propios para pensarlo a fondo, no sólo como perversión moral o infracción a la ley sino también en sus relaciones con los modos de acumulación económica y política; cuestión que, de llevarse a fondo, seguramente redundará en una nueva teoría de la regulación de las finanzas por parte de las instituciones democráticas radicalizadas.

 

 

Mendoza y el sentido común de la disidencia // Alicia Maldonado y Diego Sztulwark

 Los días martes 14 y miércoles 15 de agosto, hemos presentado en Mendoza Vida de Perro, acompañado de otras actividades. La primera de ellas fue una visita junto a Horacio Verbitsky al edificio en el que funcionó el Centro Clandestino de Detención y Tortura D2, lugar donde hoy funciona, sin apoyo oficial, el Museo y Espacio para la Memoria. Nos recibieron viejos compañeros que estuvieron allí detenidos. Nos rodeaban imágenes de rostros de muchos otrxs que aún siguen desaparecidxs. Motivados con la presencia de Horacio, surgió una charla larga e intensa sobre el pasado pero también sobre las nuevas formas bajo las cuales operan actualmente las fuerzas represivas del Estado, incluyendo la articulación mafiosa con los sectores más conservadores y reaccionarios de la sociedad. Con el fin de domesticar cuerpos disidentes y apagar todo intento de rebelión y cuestionamiento a este régimen de despojo y muerte, se ha desatado una cruel cacería contra militantes feministas en la ciudad, al punto que transitar solas con el pañuelo verde implica el riesgo de golpizas, escupitajos y agresiones verbales en colectivos y otros espacios públicos.

La presentación de Vida de Perro se realizó por la tarde del 14, en la sala BACT Luis Triviño de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Cuyo. El acto comenzó con la toma de la palabra de los sindicatos docentes y no docentes que se encuentran en paro. Esa fue la primera señal de una jornada que iba a testimoniar expresiones de resistencia y ansias de innovación política en un contexto de aceleración de la crisis. La presentación fue coordinada por Mario Vargas, destacado activista del movimiento de la disidencia sexual.

Uno de los ejes de discusión más relevantes fue el de la tensión, distancia o conexión posible entre formas de politización de los años setenta, de la época del 2001 y de las actuales. Porque no funciona igual la politización de quienes se formaron en las ideas clásicas de la revolución, la de quienes reinventamos las militancias en una practica de autonomía mientras la idea de revolución se deshacía, y la de quienes crean acciones transformadoras inmersos de lleno en un imaginario de tipo conectivo. El diálogo generacional junto el estado del balance político reflexivo y cuestionador que habilita Vida de Perro interpeló a los asistentes como actores directos de este proceso, aún en medio de cierto desconcierto y hasta de la angustia que por momentos genera el macrismo. El diálogo urgente se dio en todas sus formas y sin pedir permiso: en medio de la presentación, tomó la palabra una joven militante feminista que reconoce entre el público a su acosador y exige, entre gritos y denuncias, que este se retire del lugar puesto que está harta de compartir espacios con personas que disfrutan enviando mensajes hostigadores, morbosos y de explícita connotación sexual a alumnas y compañeras. La tensión entre organizadores y asistentes inundó todo el espacio, pero la manada feminista que surge espontáneamente ante los escraches actuó para fijar posición, rodearon a quien denunciaba ¡y con ese gesto quedó claro que no se callan más! En ese contexto y fuera de micrófono, Verbitsky pidió que desde la mesa no se interrumpiese la escena. Quería ver “cómo se desarrollaba”. Hasta que un cierto momento –el acusado no se retiraba y las chicas estaban a punto de abandonar la sala–, el Perro le pidió al acosador que se retirara: advirtió que ahí, en ese momento, eran ellas o el viejo militante abusador.

Tras los aplausos continuó la actividad y la firma de libros entre gestos de cariño y con la tensión cada vez más acompañada de risas. Luego, a la salida, la charla no podía sino girar en torno a las agresiones sufridas por “les chiques” (para usar el lenguaje que reivindican como inclusivo), a ese cuerpo colectivo y deforme que va por las calles de Mendoza, exhibiendo modos de vida trans y respondiendo al amor pseudo romántico con formas de lo que llaman “poliamor”. Con menos de 25 años, “les chiques” reivindican un vivir en comunidad y sin patrón. De todo esto se conversaba en una nutrida cena en la que cayó, por arte de magia, el querido Diego Valeriano, quien comentaba al oído, mientras las escuchaba hablar: “Nunca la militancia se fusionó a tal punto con la vida cotidiana, eso no llegamos a conocerlo nosotros”.

Por la mañana del 15 fuimos al Barrio Cano, donde funciona una de las más consistentes y creativas articulaciones de organizaciones sociales libertarias y militantes que hayamos conocido, liderada por un grupo de mujeres jóvenes que viven amenazadas por la policía del barrio y en una atmósfera reaccionaria que se alimenta de misoginia, machismo, nacionalismo, xenofobia, clasismo y racismo.

Nos conocimos en noviembre del año pasado, en una charla organizada en la universidad de Mendoza sobre el pensamiento de León Rozitchner, y fue entonces que salimos a recorrer la impresionante feria de mujeres y disidencias sexuales que todos los sábados por la mañana se desarrolla en la plaza y cuyas vecinas se han constituido como autoridades electas, luego de 20 años de nula participación comunitaria de este barrio tradicional que es, además, patrimonio cultural de Mendoza. Por entonces, luego de aquella visita a la feria, hicimos un encuentro con organizaciones amigas que luchan contra la violencia institucional, un encuentro/conversatorio de lujo que puso palabras de modo colectivo que allí no se rinde nadie y que, a pesar de todo, para adelante solo hay más lucha y organización.

La preocupación por la violencia ejercida por la policía hacia las militantes feministas del Cano y el hostigamiento permanente hacia sus actividades era tal, que hace un par de meses un grupo de chicas y chicos del barrio visitaron una experiencia de Florencio Varela (coordinación hecha por lxs compañerxs del Centro de Participación Popular Monseñor Angelelli) donde, bajo el paraguas del CELS, se ensayan prácticas de defensorías territoriales, una experiencia nueva y muy estimulante para los activistas barriales porque permite articular saberes legales, acompañamiento a las víctimas y articulación con organizaciones sociales en el mismo territorio.

El 29 de junio pasado, Flora, Alicia y Camila, sufrieron una golpiza dentro de la comisaría del barrio Cano a manos de vecinas PRO-VIDA. Este hecho no hizo más que corroborar el peligro que ya veían inminente ante la negligencia del Estado, a pesar de las reiteradas denuncias. La violencia e impunidad de los hechos, y la votación en el Senado por la pronta despenalización del aborto que por esos días se estaba discutiendo, hicieron que hasta la vicegobernadora visitara a Alicia en su casa y escuchara durante horas los relatos del actuar policial y los ataques callejeros a quienes usan el pañuelo verde.

En este contexto, la visita del presidente del CELS al barrio, el pasado miércoles 15 de agosto, tenía un sentido especial. El encuentro fue muy emotivo. Había unas dos decenas de organizaciones sociales/políticas de derechos humanos y barriales, desde los experimentados abogados del xumek hasta un grupo de activistas que anunciaron el lanzamiento de la Correpi en Mendoza. La complejidad del diagnóstico sobre la violencia en los barrios, junto a la sofisticación creciente de la capacidad de articulación y elaboración de estrategias, dejó en los presentes la sensación de que no se trata solo de una etapa de resistencia, ni de esperar que la rosca política resuelva por sí sola los destinos políticos del país. Más bien es cierto lo contrario. Una rebeldía cada vez más popular, más insumisa y sobre todo más inteligente y más sensible comienza a colocar sus premisas, el tejido de lo que Raquel Gutiérrez Aguilar llama “el sentido común de la disidencia”.

 

Trabajos de singularización // Entrevista con Diego Sztulwark

por Guillermo García Pérez

El Nobel a Dylan transformó lo que parecía ser una vieja discusión sobre la literatura: de su lugar (impreso o electrónico) a su naturaleza (¿se canta?). Lo que podría desdoblarse en una discusión de mayor calado, ¿hay un principio-literario latente en cualquier escritura? Además me gustaría plantear una pregunta que podría pasar por ingenua, pero no sé si ha planteado de forma suficientemente compleja. ¿Qué buscas en una lectura filosófica?

Mi sensación es que a la literatura se llega, pero no como se llega a un campo disciplinario, no como se llega a un espacio institucional, no como se llega a una zona prefigurada por unas reglas determinadas, sino que se llega por la vía de una singularización subjetiva; cualquiera que se singulariza en la escritura, o en la lectura, entra de lleno en lo que llamaríamos un experiencia literaria y en esa medida está en condiciones de tomar la literatura como problema. Por otro lado, no siempre busco lo mismo. Respondo con el mismo nivel de ingenuidad que notas en la pregunta: busco hacer un trabajo de singularización, de articulación entre las cosas que necesito entender, decir, pensar y hacer. Me parece que nos encontramos en un momento de extraordinaria importancia y al mismo tiempo de suma fragilidad en el terreno subjetivo. Esa idea de un momento delicado determina el trabajo de contacto con la filosofía. En otro momento te hubiera dado una respuesta más clásicamente militante: los textos como instrumentos de formación y transformación, de aproximación transformativa a la realidad. Sin abandonar la idea del texto como arma, en este momento la impresión que tengo es que una lectura que no me haga entender algo mas de la existencia, de cómo llevar la vida, es inútil, estéril.

La escritura filosófica, ¿tendría que aspirar a alcanzar cimas de estilo? Creo que fue Le Clézio quien señaló que no hay un buen libro que esté mal escrito. Es significativo por provenir de alguien que también juega entre los bordes entre conceptos e imágenes.

Me parece extraordinaria la idea de que todo buen libro necesariamente está bien escrito. Todo buen libro, si es bueno porque tiene buenas ideas, tiene que inventar sus maneras de decir. Henri Meschonnic transforma el problema del siguiente modo: ¿hasta qué punto la creación de una escritura es realmente un problema de estilo? El artista, dice Meschonnic, es el único que no tiene estilo. Porque el estilo sería algo así como una cierta “forma” que permite referirse a aquello que ya fue creado. Pero el problema del creador sería el opuesto: ¿cómo deshacerse del estilo para crear algo nuevo? Llegar a un “no-estilo”, que era también la preocupación de Deleuze y Guattari en su último libro juntos, sería tal vez la exigencia más alta, la menos artificiosa, la más compatible con la idea de una singularización subjetiva en el pensamiento y la escritura. Creo que se puede retomar el asunto del siguiente modo: un libro no es bueno porque esté bien escrito, sino que está bien escrito porque es bueno. Me parece que la preocupación por la creación en la escritura surge del hecho que escribir y pensar no son dos tareas diferentes, es decir, no es que uno por un lado piensa y luego traspasa mecánicamente lo ya pensado al lenguaje como un mero instrumento de comunicación. Volvería a la idea de que pensar es singularizar y que escribir es descubrirse como pensador. En ese sentido lo que decíamos del no-estilo, de la invención de la escritura –como hacen Deleuze y Guattari– es parte de una creación de formas de valorar, como decía Nietzsche. Habría una diferencia entre escrituras que pugnan por atribuirse los valores dominantes y aquellas que elaboran nuevos valores.

Pienso en Canetti, en el propio Deleuze, en León Rozitchner. También, por poner el ejemplo de un autor vivo, en Jean-Luc Nancy. ¿A quién considerarías en un abanico de filósofos-autores?

Puesto así, yo respondería León Rozitchner. Me parece necesario hablar de él. En primer lugar, porque me parece que entre los argentinos hay una cuenta pendiente con su obra, que me resulta imprescindible; no creo que hayamos tomado consciencia todavía de su inmenso valor. Amigo suyo, Ricardo Piglia advertía que para Rozitchner la escritura y la lectura formaban parte de un mismo trabajo: como psicoanalista –inmerso en los problemas freudianos– creía que leer era enfrentar obstáculos y elucidar síntomas. No hay inocencia en la lectura. Se lee para descubrir los puntos en los que las coherencias fallan. Leer es buscar la trampa, el punto en que las subjetividades escamotean su propia verdad. Y al mismo tiempo se escribe porque no se puede hacer el ejercicio radical de la lectura sin poner en juego la propia coherencia, aquello que le pasa a uno cuando lee y cuando vive. La máquina Rozitchner es al mismo tiempo de lectura y de escritura. Se la reconoce por el trabajo de lectura minuciosa, palabra por palabra, por su enorme penetración en el texto, acompañado por la queja de lo difícil que es leer realmente a un autor, el tiempo que lleva; la imposibilidad, por tanto, de leerlo todo y la desconfianza, por ende, con el citador erudito, que parece haber hecho sus lecturas con demasiada rapidez. Digámoslo así: en León Rozitchner la lectura es un trabajo. Y la escritura, en la medida en que está tomada por ese trabajo, se distrae completamente de las modas, del llamado “debate contemporáneo”. Por eso Rozitchner discute con la misma dedicación con Freud, Perón o San Agustín. Es un modo de trabajo en el que el pensamiento es tomado por un desafío que la lectura, vivida como confrontación, le impone.

¿Podríamos revisitar bajo esta lente a autores que parecen excesivamente sistemáticos? ¿No es ésa, por ejemplo, la aproximación por la que Spinoza ha vuelto, por las lecturas renovadoras de su sistema?

A mí Spinoza es quien más me conmueve. Deleuze escribió que Spinoza es un gran escritor en la medida en que todo gran filósofo –es decir, todo gran creador de conceptos– lo es. Admiraba sobre todo la Ética, los escolios y el capítulo quinto, sobre la libertad, en el que veía una «velocidad infinita». Y es cierto que es posible leer hoy la Ética y encontrar allí momentos que son extraordinarios. Es el libro que más leo. Dudo de si nuestro lenguaje tiene la capacidad de denunciar de manera tan directa ideas tan radicales. Como aquella que llama a destituir todos los finalismos. Igualmente importante me parece la última oración de la Ética, que señala que si bien podemos alcanzar la felicidad, hay que trabajar mucho para eso ya que «todo lo excelso es tan difícil como raro». A casi cuatro siglos de su escritura, una lectura detenida de la Ética sigue siendo extraordinariamente impactante. Aunque también hay que decir –como lo hacía el propio Rozitchner– que la escritura de Spinoza tiene aspectos demasiado técnicos. Spinoza emplea por momentos el lenguaje de su medio, cartesiano y escolástico: «esencias formales, esencias objetivas». Ese lenguaje oscurece un poco el trabajo de lectura de los afectos en Spinoza. Creo que el que mejor plantea el problema del lenguaje de Spinoza es Meschonnic. Como lingüista y poeta Meschonnic tiene recursos para detectar las zonas inexploradas respecto de un problema tan importante como es el del lenguaje de Spinoza. En su libro afirma que en el lenguaje –en este caso el latín, pero el latín singularizado por Spinoza–encontramos «marcadores afectivos» del pensamiento de Spinoza. Por un lado Meschonnic muestra la diferencia entre el latín de Spinoza, el de Bacon y el de Descartes, mientras que por otro denuncia que los filósofos actúan como profesores “de instituto” cuando explican a Spinoza. Sacrifican sus afectos tal y como aparecen en su lenguaje. A Spinoza se lo enseña, se lo explica como si su filosofía pudiera ser comprendida a partir de una arquitectura lógica (substancia, atributos, modos, etc.). Sistematicidad lógica y pedagogía explicativa son las formas de no leer a Spinoza. Meschonnic indica que no entiende la lógica de Spinoza sin acceder a estos marcadores afectivos en el lenguaje, inflexiones en los que su discurso se carga de potencia en ciertos énfasis, de ciertos combates que se van jugando en su escritura. De esto surge una conclusión fascinante: que Spinoza es un escritor contra lo teológico-político de su época. Deleuze decía al respecto que un escritor que es maldito en su época lo es en todas las épocas y yo estoy completamente de acuerdo al menos en lo que respecta a Spinoza. Me parece maravilloso y absolutamente actual mostrar que un cuerpo pensante que es capaz de cargar el lenguaje con afectos para crear modos de vida, para producir historicidad, para transformar el lenguaje y transformar la vida, está entrando en una guerra en la que está en juego lo divino mismo. Porque lo divino es la fuente de la vida, y esta fuente está en el corazón de una guerra en este tiempo tanto como en el de Spinoza. Si lo divino es capacidad de dar vida llamamos teológico-político a la sacralización de lo que da vida. Es lo que Spinoza denunció como el sistema de la trascendencia. ¿Cuesta mucho reconocer el mismo gesto en Marx cuando escribe que el modelo de la crítica de la religión es el modelo de toda crítica, para dedicarse luego a hacer precisamente una “crítica” de la economía política? ¿No es el feminismo radical una comprensión acertada de este sistema en términos patriarcales? Meschonnic, como Rozitchner, es un pensador de la guerra. Para él de un lado está el sistema de la trascendencia, lo teológico político. Del otro el sistema de la historicidad. Lo que en Spinoza es una inmanencia absoluta. Spinoza escribe Deux sive natura, cuando concibe a Dios como Naturaleza hace pasar el pensamiento de un lado al otro. Desacraliza la fuente de la vida. La historiza. La vuelve a presentar como una potencia de los cuerpos, como una creación al nivel de los modos de vida. Spinoza me parece un escritor inmenso en la media en que logra resituar lo divino en asunto mundano como un acto del pensamiento y la escritura, es decir, en el plano en que la producción de los modos finitos se hace cargo de crear existencia. Y un gran escritor quizá sea el que se hace cargo –difícil decir esto y no pensar en Walter Benjamin– de los combates que atraviesan su tiempo, tomando la iniciativa en el campo del lenguaje.

¿Qué hacemos en este escenario con los textos políticos? ¿Puede ofrecer la coyuntura puntos de fertilidad creativa? ¿Qué nuevos valores deben ponerse a circular a partir de ella?

Las coyunturas son fundamentales, para bien o para mal. No me siento capaz de pensar algo si no es bajo la presión de una coyuntura, incluso cuando lo que uno quiere es salirse de ella. Me parece que la importancia es doble: se piensa bajo presión de la coyuntura, en la medida en que ella nos enfrenta a determinados problemas también para salirse, para rajar de ella. Pienso de nuevo en Spinoza que interrumpe la redacción de la Ética para escribir un texto de coyuntura como el Tratado teológico-político. Con respecto a los valores a circular, me parece que estamos desafiados a proponer una crítica izquierdista del neoliberalismo. No podemos abandonar esta tarea en manos de los racistas convencidos, de lo teológico-político. Me parece que nos toca asumir el problema de los tipos de desposesiones materiales y subjetivas de nuestro tiempo (cada tiempo tendrá las suyas). Está la desposesión objetiva, la tierra, el tiempo de vida, el cuerpo. Pero esta desposesión es coextensiva, co-constitutiva de una desposesión subjetiva. Un tipo de expropiación de nuestras capacidades colectivas para elaborar y sostener criterios, para saber qué encuentros queremos, qué intercambios, qué economías, qué reglas, qué modos de vida. Se trata de una desposesión de la capacidad de decidir. También en Tinta Limón trabajamos mucho en esto. Allí está el libro absolutamente fundamental de Verónica Gago, La razón neoliberal; los trabajos de nuestra amiga Raquel Gutiérrez Aguilar, los trabajos de la genial Silvia Rivera Cusicansqui y sobre todo la intervención de la antropóloga argentina Rita Segato. Rita ha propuesto la hipótesis teórica mas importante para comprender el papel fundamental de los feminicidios como parte central de una pedagogía de la crueldad que crea mando tiránico en las prisiones, en los barrios bajos, en la producción, en familia sexual. Es una muestra contemporánea de la fuerza del pensamiento contra todos los cliché, sobre todo los de los llamados “progresistas”. Todos estos trabajos, no por casualidad de mujeres escritoras y activistas –imposible no recordar que en Tinta Limón hemos publicado hace años Calibán y la bruja de Silvia Federici– apuntan a problematizar la articulación entre estas desposesiones y a indagar en una nueva cartografía de resistencias. Otro ejemplo de esto, también en Tinta Limón, podemos verlo en microsociología –tardiana– de los barrios plebeyos de Buenos Aires que realiza el Colectivo Juguetes Perdidos, en especial en su libro Quién lleva la gorra. Rescato al escritor que pregunta por aquello que Santiago López Petit llama «interioridad común», es decir, para encontrar o activar esos puntos de encuentro capaces de poner un límite a estas desposesiones. No es posible pensar sin pensar contra algo. Y ese algo, me parece, lo ofrece la coyuntura. Es lo que dice Rozitchner: «si el pueblo no lucha la filosofía no piensa», porque el sujeto que se descubre como capaz de elaborar verdades históricas es el que piensa y resiste. Y eso, me parece, es algo que se constata cuando chocamos con nuestros límites. Si ese choque no llega pierde un poco el sentido de lo que intentamos hacer cuando leemos y escribimos.

¿Qué piensas del acercamiento de un pensador como Toni Negri, al que a veces se acusa de simplificar esta máquina de lectura-escritura?

Me parece que no se le puede pedir a todos lo mismo. Para mí Negri es un maestro, y no sólo por La anomalía salvaje, un libro extraordinario. Creo que primero hay que situarlo en el campo del pensamiento político contemporáneo; si no hacemos esa ubicación no vamos a entender que Negri es un pensador muy comprometido con la coyuntura (hay que pensar que su libro está escrito en la cárcel). Es difícil asimilar sus tesis en abstracto. En un texto como Estrategia del conatus, Laurent Bove propone que el intento de Negri es invertir a Heidegger, es decir, proponer que entre nosotros y la muerte no media un proyecto vacío, que no hay una suerte de libertad indeterminada, sino que hay un lleno de afectos, un lleno de resistencias, de cuerpos. Y que hay que resituar esto que el capital nos expropia todo el tiempo. En un momento en que el neoliberalismo reunifica lo que se entiende por cultura, y donde lo único que parece responder a la cultura liberal es la cultura católica-conservadora del Papa Francisco (sobre el que también habría que hablar), el intento de Negri es colocar la ontología a favor de la revolución; para eso construye un dispositivo que destroza la ontología del capital. Cuando nosotros pensamos en la centralidad de los cuerpos, de los afectos, más que ir a un cognicismo o a un corporalismo sencillo, estamos disputando con lo teológico-político cuáles son las premisas de un pensamiento complejo, sofisticado, articulado, contingente, a crear. Desde ahí consideraría a Negri como un pensador sofisticado.

Este año publicaste el libro Buda y Descartes. La tentación racional, junto a Ariel Sicorsky. ¿Cómo lees a Descartes? Sus Meditaciones metafísicas pueden abordarse no sólo desde su importancia histórica (se han celebrado y refutado lo suficiente), sino desde su belleza.

Hubo un momento en el que yo me cansé del hábito actual de refutar a Descartes. Lo primero que intentamos hacer es no hacer una caricatura de Descartes; es demasiado fácil construir la caricatura del racionalista para después destruirlo. Todos los autores de los que estamos hablando se vieron obligados a escribir sobre Descartes: el primer libro de Spinoza fue sobre él, el propio Negri tiene un libro bellísimo llamado Descartes político, Rozitchner tiene unos textos extraordinarios sobre Las pasiones del alma. Son textos muy críticos, para nada caricaturales, es decir, tenemos una buena cantidad de interlocutores de Descartes que son serios y que saben que hizo algo importante. Lo que intentamos hacer nosotros en primer lugar es jugar a que Descartes tuvo que meditar, tuvo que entrar en un juego de introspección seria, antes de descubrir su punto de Arquímedes: el «pienso luego existo». Nos preguntamos por qué la filosofía había sido primero básicamente cartesiana y, después, cuando se vuelve posmoderna, tan fácilmente crítica de su pensamiento, sin haber reparado en el gesto introspectivo, meditativo. Descartes representa un momento extraño, porque concentra el problema de la razón habiendo experimentado antes qué pasa cuando soñamos, en qué podemos creer y en qué no, qué se percibe y qué es evidente. Es un gesto muy extremo: quitarse de encima todas las garantías a las que podía haber acudido para no radicalizar tanto la duda. Además es un escritor fabuloso, deconstruye y pone en duda cada vez más, hasta que en un momento dice: estoy desesperado, puse todo en duda y ya no tengo dónde volver, me voy a dormir y espero que mañana cuando me despierte pueda seguir este trabajo. Empezamos a ver que el racionalista tenía un fondo cristiano fuertísimo, una relación con los sueños fuertísima, que había estado en contacto con la mística de su época. Hay otras cosas muy notorias de su vida, como que le enseñó matemáticas a su zapatero o que tuvo su hija con la asistente de su casa, que murió muy joven, es decir, empezó a aparecer un personaje real, mucho más interesante que lo que después se construye como caricatura. Y la oposición con Buda permitió preguntarnos si el suelo mitológico del budismo de la India, a diferencia del cristiano sobre el que pensó Descartes, más la capacidad de Buda de ir a fondo, sin imágenes que encontrar ni sujetos que construir, no implicaría, de un lado, recuperar la potencia como tal de la meditación, de la introspección y de la lectura. Y del otro lado también encontrar el punto de terror de Descartes, ante la posibilidad de que todo se diluya. Nuestra idea era preguntarnos, con Sloterdijk, qué significa superar el cartesianismo y qué significa comprender que culturas no cristianas o no racionalistas, de Oriente, puedan ofrecernos imágenes alternativas.

Un libro como Hijos de la noche de Santiago López Petit podría darnos nuevos nortes. Es un texto hermético que, sin embargo, ofrece imágenes de potencia incomparable. ¿Cómo te vinculas a lecturas como ésta?

A Santiago lo conozco, lo admiro y lo leo desde hace muchos años. Me parece que es su mejor libro, casi diría que sus libros anteriores son preparaciones de éste. Me parece que hace un par de gestos que me resultan fundamentales: en algún momento él habla de «Artaud con Marx», es decir, ya no encontraremos al proletario en una figura productiva, hay que buscarlo en las situaciones en las que nosotros no cabemos, porque en su tesis el capital se ha vuelto mundo y se nos presenta como la realidad. No hay escapatoria, estamos ante una realidad que no podemos transformar, de la que no nos podemos distanciar, en la que todo el tiempo estamos cayendo y recayendo, no hay un principio de potencia en el cual se pueda hacer una distancia o construir una alternativa. Santiago liga eso con su propia experiencia, con su enfermedad, de una enfermedad que no tiene la gravedad, por lo menos hasta el momento, de ser una enfermedad fatal, pero que es una enfermedad que lo distancia del mundo, de sus afectos, de sus posibilidades, que lo extraña; llega entonces a la conclusión de que la enfermedad es el único elemento de politización y de resistencia que la realidad tiene en él. Y se pregunta cómo hacer para evitar el solipsismo, para evitar la soledad, para politizar el malestar. Mi impresión es que ahí encuentra un punto de autenticidad que le permite recusar la mentira literaria, la mentira filosófica y la mentira militante, es decir, todo aquello que no es capaz de hablar desde lo que no cabe, desde aquello que no nos acomoda, desde aquello que no nos sirve para hacer carrera, para producir renta o para constituirnos como marca ante los demás. Y recupera un rechazo fundamental cuando pide más rabia y más estrategia para hacerse cargo de lo que no funciona.

En Tinta Limón han publicado libros que podríamos llamar de archivo: un volumen tan singular como La noche de los proletarios de Rancière, pero también los textos de Silvia Rivera Cusicanqui. ¿No son estos también ejemplos de escritores-lectores que encuentran potencia literaria donde no se supone que existe?

Sí, es otro interés importante para nosotros: una literatura que documenta, pero no que documenta porque reduce el lenguaje una operación simple, de mero registro o panfletaria, empobrecida, sino porque justamente hace lo que proponía Rodolfo Walsh: pone todos los recursos filosóficos, narrativos, sensibles, al servicio del archivo. Acabamos de publicar un libro sobre la masacre de Ayotzinapa, Una historia oral de la infamia, de John Gibler, un libro entero sin palabras suyas, en donde sólo articula los testimonios de los muchachos que estuvieron en esa trágica noche. Es una línea muy importante para nosotros, tiene que ver con tomarse en serio los movimientos de la sociedad, las dinámicas de resistencia. Esos documentos, envueltos en una exigencia sofisticadísima de escritura, son una tarea de la organización política actual.

¿Podrían funcionar aquí métodos como el de Bachelard, que acude a textos de grandes autores pero también a autores menores, siempre y cuando le ofrezcan imágenes fértiles? ¿Podemos leer filosofía, y encontrar potencia literaria en ella, si alimenta nuestro imaginario?

Eso es justamente lo que se puede pedir a un texto, que nos ofrezca conexiones para seguir pensando, imágenes para poder entrar en zonas en las que no sabíamos cómo entrar. Rita Segato, en una entrevista reciente, hacía una distinción entre la destreza intelectual y la imaginación teórica. Explica que la destreza intelectual es algo que tienen los intelectuales colonizados: aprenden a hablar de autores, a relacionarlos, a traducirlos, a hacer constelaciones formales, pero la imaginación teórica es la capacidad de crear categorías, de crear imágenes, lenguajes, para dar cuenta de las experiencias que estamos viviendo. Al limitarnos a relacionar autores, estamos delegando a esos autores la imaginación teórica. Todo autor que nos habilita a convertirnos en imaginadores, a ser nosotros los escritores, los que nos animamos a darle forma a nuestra experiencia, permite que lo político, lo ético y el lenguaje se unan en la construcción de modos de vida.

* Una versión más breve de esta entrevista apareció en la edición 117 de La Tempestad

 

Muertes Políticas: una escritura para Santiago Maldonado // Diego Sztulwark

Una muerte política

Toda vida política, insubordinada, arrastra consigo un riesgo y una enseñanza. Un potencial de enfrentamiento con poderes asesinos y otro cognitivo que desmitifica zonas veladas del orden. Las muertes políticas no pueden, por tanto, ser tratadas como meras víctimas. Sería ignorar lo que ellas envuelven: un compendio libertario de saberes peligrosos y problemas irresueltos que un tiempo histórico prefiere acallar. De allí la naturaleza disyuntiva de estas vidas interrumpidas con violencia, como las de Santiago Maldonado o Rafael Nahuel. Esos saberes resultan aplastados por la industria de la memoria y por la concepción de peritajes a los que el Estado, responsable de esas muertes en la abrumadora mayoría de los casos, reduce el problema de la verdad. Esto plantea la cuestión antagonista de cómo continuar, en el orden de la investigación y la escritura, con el desafío que cada muerte política deja sin desplegar.

El caso de los asesinatos de Maxi Kosteki y Darío Santillán provocó una investigación y un libro, Darío y Maxi, dignidad piquetera. El Movimiento de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón reconstruye en esta obra la coyuntura, el contexto de lucha, el dispositivo represivo y las responsabilidades. Puede decirse algo similar del libro ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?, de Diego Rojas. Walshismo. Es decir, una escritura que documenta y prolonga una lucha. La función poética de tales escrituras tiende a eludir la romantización heroica, la criminalización patologizante y el olvido. Su tarea es establecer las conexiones posibles entre el archivo y el propio inconsciente de la escritura (una forma no estatal de la memoria) asomando al vértigo de la nada, esa insignificancia que amenaza a los cuerpos y los condena al olvido a la indignidad del mito de lo heroico, cuando borra y sustituye lo que las existencias políticas sintetizan, y cancela el principal desafío de este tipo de escrituras: retomar sobre sí la naturaleza del campo de batalla a punto de perderse con la aniquilación de la vida política en cuestión. Una escritura así se declara combatiente frente al olvido, pero también frente al miedo

Hechos y contexto

Los hechos: el 1 de agosto de 2017 se conoció la desaparición de Santiago Maldonado –joven procedente de Buenos Aires que solía viajar ganándose la vida como artesano–, en medio de una represión contra una comunidad mapuche de la Patagonia argentina, a cargo de la Gendarmería Nacional. Durante meses creímos, a partir de los testimonios de la comunidad, que Maldonado había sido capturado por la Gendarmería. Pero esto no resultó del todo aclarado puesto que, tras la aparición del cuerpo, los estudios forenses realizados hasta la fecha establecieron que este estuvo durante meses en el río. Mientras tanto, durante ese mismo lapso en el que hubo una extraordinaria movilización social organizada bajo la pregunta “¿Dónde está Santiago Maldonado?”, el gobierno hizo todo lo posible para confundir y evitar que las cosas se esclarecieran.

El contexto: el conflicto entre las fuerzas de seguridad del Estado y las comunidades mapuches en lucha se centra en el reclamo de tierras ancestrales del Sur del país ocupadas por grandes empresas como Benetton (producción ganadera, de lana, monocultivo forestal) o los grupos Roca, Bemberg, Lewis y otros. En todos estos casos, la apropiación de tierras es irregular e implica conflictos con las poblaciones desplazadas.

Estas disputas se han masificado e intensificado durante los últimos años debido al valor creciente de estos territorios. Para comprender la dinámica de este conflicto, es necesario intentar captar la superposición de dos lógicas complementarias: la concentración de la propiedad en torno a una economía extractivista, que cada vez más se desplaza hacia las fuentes de energía, y la tentativa de encuadrar como “terrorista” toda resistencia a la expropiación de territorios. De modo simultáneo, el gobierno de Mauricio Macri aceptó el diagnóstico del Comando Sur de los EE.UU. que incluye la lucha de los mapuches en la lista de nuevas amenazas a la seguridad del Estado. Es decir, se parte de la idea de que las comunidades mapuches y sus luchas por la tierra son estructuralmente criminalizables. La represión ilegal en la cual perdió la vida Maldonado estuvo comandada sobre el terreno por Pablo Noceti, jefe de Gabinete del Ministerio de Seguridad, abogado de jefes militares de la última dictadura y apologeta del terrorismo de Estado. Ya había antecedentes serios. Durante el mes de enero del mismo año, hubo otra dura represión de la Gendarmería contra una comunidad mapuche en lucha. Como ahora, en aquella represión la Gendarmería actuó mas allá de toda orden judicial, pero con nítido apoyo político. Esta situación se inscribe en una serie represiva más amplia como lo fueron la represión a los docentes que intentaban poner una carpa en la plaza del Congreso en su lucha por salarios y defensa de la educación pública, a las mujeres convocadas por el movimiento Ni Una Menos en lucha contra los femicidios, a los trabajadores de Pepsico en lucha contra los despidos o a los grupos piqueteros que reclaman la emergencia social y alimentaria. Esta serie culmina con el asesinato por la espalda de Rafael Nahuel por parte de la Prefectura y la declaración en apoyo de lo actuado por las fuerzas de seguridad por parte de la Ministra de Seguridad, y la masiva represión de diciembre de 2017 en el mismo momento que el Congreso Nacional aprobaba una reforma del sistema previsional. En todos los casos –hay más–, la violencia oficial forma parte de una política comunicativa, que está dirigida a la producción de una cierta “normalidad” a través de la amenaza y el miedo.

La violencia estructural

Ante este estado de cosas muchos nos preguntamos qué se entiende hoy por democracia en nuestro país, dado que la definición de democracia como vigencia del Estado de derecho nos resulta demasiado estrecha. Lo cierto es que la crisis política se viene arrastrando de lejos, y en la fase actual el gobierno está comprometido en un proceso de concentración de la riqueza de muy difícil aceptación popular. El modelo en curso –acumulación por desposesión, neoextractivismo, hegemonía de las finanzas y apelación al orden– no encuentra oposición política que demuestre tener un programa o plan político alternativo. Solo la calle resiste. ¿Entonces?

El problema de la violencia no ha dejado de plantearse como una cuestión absolutamente central en la historia del país. La desaparición de Maldonado, el conflicto mapuche, nos llevan a recordar la tesis del gran escritor David Viñas, autor de un libro clave publicado a fines de los años setenta, Indios, ejército y fronteras, para quien la conquista de la Patagonia, la guerra contra el indio y la expropiación de sus tierras no solo conforman las bases fundacionales del Estado, sino también la mentalidad de las clases dominantes del país (incluyendo lo que él denomina los “intelectuales colonizados”).

Hay una historia que es necesario tener presente porque sus líneas básicas siguen actuando en nuestros días. El bombardeo a la Plaza de Mayo y el derrocamiento del gobierno de Perón, sostenido por una movilización popular significativa, promovió décadas de violencia. Durante la última dictadura militar –1976/1983– se constituyó un “Estado terrorista” (es importante esta caracterización temprana hecha por Eduardo Luis Duhalde en un libro que lleva precisamente ese título). El terrorismo de Estado aplicó la violencia no solo para desarticular a las organizaciones armadas revolucionarias (cosa que logró en torno al año 1977), sino para remodelar quirúrgicamente la estructura social del país. Para decirlo pronto: impuso un modelo de acumulación fundado en la valorización financiera (cuestión que explica muy bien el economista Eduardo Basualdo y su equipo) y la difusión del terror como amenaza de aniquilación en el interior del cuerpo social (inevitable citar de nuevo la obra de León Rozitchner), y blindó la relación entre concentración de la riqueza y defensa armada de la propiedad privada, cosa que ninguno de los gobiernos democráticos posteriores alcanzó a poner en discusión. La democracia posterior a 1983 se funda sobre la base de una total falta de voluntad en cuestionar las principales líneas de continuidad de esta violencia en la que se sustenta la concentración de la propiedad privada. Bien mirada, esa relación entre economía y terror sigue siendo el problema principal de la democracia argentina: la imposibilidad de cuestionar la concentración de la propiedad de la tierra, del control de los alimentos, de los medios de comunicación o de las finanzas.

Ofensiva sensible de masas

La dinámica expropiadora del capital se completa con formas estatales y paraestatales de violencia. Pero hace ya años que a la pedagogía de la crueldad de los poderes se le responde con enormes movilizaciones. De 2001 para acá, la exigencia de las luchas sociales plantea la pregunta por los modos de superar una visión cada vez más restringida de la democracia. A contramano del proceso político, cada vez más reaccionario, en los últimos años se profundiza esta tendencia a las manifestaciones masivas: contra el beneficio del 2×1 a los genocidas condenados, por la aparición de Santiago Maldonado, contra la reforma del régimen previsional; las convocadas por el Movimiento de Mujeres, y las movilizaciones de trabajadores que no han escaseado y que tienen el interés renovado de combinar, como nunca antes, demandas conjuntas de trabajo en blanco con trabajadores de la economía informal popular. Lejos de una sociedad derrotada, asistimos a una renovada capacidad de movilización y organización. El interés de este activismo colectivo se redobla cuando lo percibimos en el nivel micro –en experiencias educativas, entre trabajadores de la salud, redes de trabajadores sociales o de artistas–, desplegado como una enorme tela de araña de procesamiento, de ruptura con la perplejidad, de resensibilización del campo social y de fermento de nuevos escenarios.

Dossier Santiago Maldonado, elaboración colectiva de La luna con gatillo, Resumen Latinoamericano, Contrahegemonía web, Lobo suelto y La tinta.

Fotos: Colectivo Manifiesto para La tinta. 

La vuelta al Perro // Diego Carballido

Entrevista a Horacio Verbitsky y Diego Sztulwark. Diego Carballido para Sin Cerco  

 

—¿Por qué ahora un libro con su historia en primera persona? 

Horacio Verbitsky (HV): —Eso habría que preguntárselo a Diego (sonríe). En realidad, me insistió durante un tiempo para hacerlo y siempre le decía que no. La noche de las elecciones presidenciales, con el triunfo definitivo de Mauricio Macri, me llamó y me dijo: “¿Ahora sí?”. Y accedí.

—Por lo tanto, ¿Macri tiene cierta responsabilidad?

HV: —Creo que sí. Le dio una cierta urgencia al análisis y a la reflexión, sobre todo para tratar de entender por qué sucedió algo así.

Las respuestas de Verbitsky se dan entre un puñado de periodistas que nos quedamos al final de la conferencia previa a la charla donde junto con Diego Sztulwark, Laura Hintze de la cooperativa La Masa y Rocío Novello de la Universidad del Hacer mantendrán un diálogo abierto con un auditorio de la Asociación Empleados de Comercio totalmente colmado.

Verbitsky, el “Perro” o simplemente Horacio, es el principal protagonista de una entrevista que se prolongó durante casi dos años, constituida por asiduas charlas pactadas con el autor -Diego Sztulwark- y que dieron como resultado “Vida de Perro”. El libro compila la historia de Verbitsky a lo largo del último medio siglo y ayuda a comprender o a sumar nuevos interrogantes respecto a los sucesos más importantes de nuestra historia como país.

—¿Cómo se construye, después de estos últimos tres años, una alternativa popular?

HV: —En primer lugar, diciendo que no. Y en la sociedad hubo muchos no. El avance del proyecto de Macri está complicado porque la resistencia social no le permite avanzar a la velocidad que él pretende. El gobierno nacional va a llegar a su último año de mandato con una situación de crisis de difícil manejo y con mínimas posibilidades de un segundo mandato.

En la solapa del saco gris de Verbitsky se observa un pin con el rostro de la luna de George Méliès en su película de comienzos del siglo XX, “Viaje a la luna”, que a su vez coincide con el logo del portal web que dirige Horacio, luego de su repentina salida del diario Página/12, Cohete a la Luna.

—¿Cómo se lleva con esta nueva etapa de su carrera, luego de pasar del periodismo gráfico al exclusivamente digital?

HV: —Personalmente, muy bien. Estoy muy contento del cambio y trabajando con una alegría que no sentía en los últimos años en el otro medio, pero también es cierto que estoy trabajando mucho más a esta altura de mi vida que a los treinta años. Lo cual, es un poco aberrante dada la edad que tengo, pero mientras pueda hacerlo, lo hago con mucho placer.

—¿Y en qué situación se encuentra la libertad de expresión?

HV: —Hay muchas restricciones, sobre todo tratando de estrangular económicamente a los medios. Desde el manejo de la pauta oficial hasta la existencia de amenazas. Yo me fui de Pagina/12 cuando el Presidente dijo que era una de las personas que impedía el despegue del país y estaría mejor si me metieran en un cohete que me mandara a la luna. Algo dicho de esa manera, viniendo de alguien de apellido Macri cuyo origen proviene de Calabria, es una amenaza que de ninguna manera se puede menospreciar.

 

El libro que lleva como subtítulo “Balance político de un país intenso, del 55 a Macri” es un apasionante recorrido por momentos claves de nuestra historia reciente. Perón, la dictadura cívico militar, Montoneros, Walsh, Bergoglio -más conocido como el Papa Francisco-, el regreso de la democracia, los años noventa, el 2001, el kirchnerismo y la aparición de la figura de Mauricio Macri son solo algunos de los acontecimientos sobre los cuales el periodista autor de “Robo para la Corona” tuvo cierta participación, o una mirada cercana, y los vuelca en esta especie de autobiografía. Su relato suma nuevas cuestiones a sucesos complejos, como por ejemplo su injerencia en los famosos escritos de Rodolfo Walsh destinado a la cúpula de Montoneros donde realiza una crítica al accionar de la agrupación armada, una vez iniciada la dictadura.

Verbitsky es un personaje acostumbrado a ser el eje de críticas hacia su persona y su conducta a lo largo de los años. De acuerdo con su criterio, cada vez que alguna de sus investigaciones toca sectores de privilegio dentro de la esfera del poder económico o político automáticamente comienzan a surgir las versiones sobre su accionar en el pasado. Tal vez, una de las más polémicas en el último tiempo lo ubicó como colaborador de las fuerzas armadas en pleno proceso militar. Al respecto, Sztulwark no tiene ninguna duda: “Nunca hubiera escrito un libro de alguien que tuviera la mínima sospecha de haber colaborado con la dictadura. Jamás. Lo hubiera denunciado y punto; sin tener la menor complicidad”. Y agrega: “Antes de entrevistar a Horacio, leí el libro de Gabriel Levinas ‘Doble agente’ y me pareció una canallada. Es un horror absoluto confundir indicios con pruebas. Levinas deduce que -Verbitsky- al no ser exiliado o porque no lo mataron fue un colaborador y en respaldo de eso muestra un conjunto de generalidades que perdí mucho tiempo en chequearlas y contrastarlas. Sin embargo, no es el primer libro contra él. Hay uno de Carlos Manuel Acuña, alguien que se formó en la Escuela de Inteligencia de la Nación Argentina y fue funcionario de las dictaduras de Onganía y Videla, también involucrado en casos de lesa humanidad. Acuña lo acusa de ser alguien financiado por la Fundación Ford”.

—A lo largo de las numerosas entrevistas que tuviste con Horacio para poder hacer este libro, ¿cambió la imagen que tenías de él?

Diego Sztulwark (DS): Desde que salió Página/12, en 1987, todos los domingos de mi vida leí las columnas de Horacio. Cuando me iba de vacaciones pedía los diarios para leerlos y después comencé a leer sus libros. Hace varios años, fue invitado por el peronismo a dar una charla por la presentación del aula Rodolfo Walsh en la Facultad de Ciencias Sociales de Buenos Aires y yo militaba en una agrupación de izquierda. Como éramos tan admiradores de su trabajo, cuando salió quisimos saludarlo y nos corrió con la mano para pasar. Me quedé con esa imagen, la de una persona antipática y fría, pero al mismo tiempo admirable por su trabajo de investigación, intelectual y por su coherencia política. En el 2013, a partir de una serie de conflictos donde estuve involucrado, en el sur de la provincia de Buenos Aires, decido escribirle a él por ser el presidente del CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales) para pedirle ayuda. Su reacción fue de una gentileza y simpleza tal que me sorprendió y ahí empezamos a tener un intercambio. A partir de eso, le sugerí que desde el 2013 la crisis del kirchnerismo era imparable, por eso consideraba necesario pensar qué había sido esta experiencia de lucha social contra el neoliberalismo, desde el 2001, con mucho protagonismo de movimientos sociales y por qué esas crisis habían dado lugar a gobiernos como el de Macri. Me parecía que había que legarle a las futuras generaciones, que se iban a sumar a la lucha social y política, algún balance complejo. Horacio no me dio una respuesta concreta, pero la noche en que Macri le ganó a Scioli, lo llamé y le dije: es el momento. Y dijo que sí. Por eso, en marzo de 2016 pactamos dos mañanas por semana durante meses para armar una entrevista década por década, del 55 hasta el segundo año de Macri. Fuimos tomando el tema de sus investigaciones, Walsh, Prensa Latina, el trabajo que realizó en organizaciones revolucionarias en los ’70, la prensa clandestina en la dictadura, la presidencia del CELS y así fuimos haciendo una especie de balance histórico. Fue descubrir a alguien que tenía una predisposición que no imaginaba, inclusive se expuso a un contrapunto porque yo fui bastante crítico del kirchnerismo y en el libro esas diferencias se reflejan. Diría que se armó una amistad política que no pensé posible.

—El relato que hace Verbitsky sobre los años previos y durante la dictadura, junto con su relación con Montoneros, le suman más complejidad al análisis de esa época.

DS: —En el libro se muestra la crítica que hizo Walsh a la conducción de Montoneros en los años donde se jugaban la derrota político militar, parte de esos escritos fueron escritos por Verbitsky. Y ahora muchos le piden que se arrepienta de la lucha de los años setenta, cuando en realidad la crítica él la hizo cuando la tenía que hacer. No es un problema de arrepentimiento, criticar la línea política de una organización no es pasarse al campo del enemigo y quiero mostrar que su crítica no es arrepentimiento. Autonomía y agenda propia no significa que alguien no se comprometa en los procesos. O como dice él: “Ser objetivo no es ser neutral”. Se puede ser objetivo en los análisis y no ser neutral en la lucha de clases.

—En el libro sobrevuela la intención de convertirse en un balance del campo popular, con sus vaivenes a los largo del último medio siglo ¿Tenés alguna conclusión  al respecto?

DS: —En ese aspecto, tengo una diferencia con Horacio. Él sostiene una teoría política clásica, relacionada con la conducción de Cristina Fernández y a mí me parece que no podemos volver a cometer el error de una conducción política cerrada que no sea permeable a los sujetos en lucha en cada período. Durante el kirchnerismo se maltrató a sectores sociales importantes que estaban en lucha contra el neoextractivismo, eso para mí fue un error político que discutimos con Horacio. Él lo explica por la necesidad de extraer una renta -sojera, minera,etcétera- para producir un mínimo de reparación y redistribución social. Creo que tiene razón pero al mismo tiempo hay que incluir a todas las personas que están resistiendo contra el modo de acumulación y proponerles una salida de este modelo. No en lo inmediato, pero a mediano plazo. No se los puede ignorar ni tratar como enemigos y muchos menos reprimir. Si eso ocurre no me parece una política democrática para América Latina. Porque en el continente el problema de la democracia desde mi punto de vista lo marcan los sujetos que luchan contra los rasgos más violentos de  los modos de acumulacion

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La noche de las “no preguntas” // Diego Sztulwark

El período actual es muy malo, entonces las preguntas se desunieron de nuevo en una especie de noche de la no-pregunta.

Gilles Deleuze

Bajo el peso de un cierto moralismo, se exige a las personas que vivan como piensan, que actúen según lo que dicen, en fin, que sean coherentes entre lo que sostienen con las palabras y con los hechos. Se exige una adecuación entre la estética, la ética y el pensamiento de cada quien según determinado principio o modelo. En un bellísimo diálogo, “Los intelectuales y el poder”, Deleuze le dice a su interlocutor, Foucault, que para él, el pensamiento y la práctica son dos modalidades de un mismo modo de ser, y que ideas y acciones del cuerpo se relevan en la creación de modos de existencia. Más que coherencia con respecto a un modelo, planteamiento de un cierto problema. Bajo esta última modalidad, a un obstáculo de las prácticas le sobreviene una idea que abre caminos, y a un atoramiento del pensamiento lo desbloquea una nueva práctica. La relación entre pensar y obrar, así concebida, recuerda la teoría de Spinoza sobre los dos atributos –pensamiento y extensión– para una misma substancia. En la segunda parte de la Ética puede leerse: “El alma humana y el cuerpo son una y la misma cosa, que se concibe bajo el atributo del pensamiento ora bajo el atributo de la extensión”. No se trata de una comunicación entre substancias, sino de un juego de relevos o expresiones de un mismo movimiento. Esta ya era la preocupación de la princesa Elizabeth de Bohemia, que en su correspondencia interrogaba al filósofo René Descartes sobre “cómo el alma del hombre puede determinar los espíritus del cuerpo para que hagan acciones voluntarias”, siendo que ambas pertenecen a realidades diferentes (es un uppercut al dualismo, tal como titularon Mary Bardet y los amigos y amigas de Cactus a la reciente edición de este epistolario).

Tras la refutación del dualismo y de la idea de una coherencia –o comunicación– regulada de acuerdo con un cierto modelo, se abren otras posibilidades al pensamiento. David Lapoujade denomina “aberrantes” a aquellos movimientos que exigen ser concebidos de un modo completamente nuevo. La aberrancia no es la incoherencia ni el error, sino la presencia en la vida de unas fuerzas del “afuera”, esto es, heterogéneas respecto al sentido y la experiencia. Se trata de fenómenos de fuga. Lo que Deleuze ha llamado lo “anomal”. Aquello que escapa del par normal/anormal para darse su propia norma, su propia forma. Lo “animal”, en cierta forma (lo animal no domesticado). Así, la filosofía es llamada a actuar como una etología –estudio de la vida según afectos– y como cartografía –sustitución de la relación sujeto/objeto por una nueva atención a los movimientos de la tierra–. Lo aberrante no implica una fascinación por el movimiento, ni la satisfacción por curiosidades sociológicas sobre las mutaciones del capital. Lo aberrante designa un tipo específico de movimientos. Movimientos que no se deducen de la lógica en que se asienta la experiencia habitual y el espacio del sentido. Aberrante es la desterritorialización, la conmoción que conmueve a la naturaleza y arrastra al pensamiento a imaginar un nuevo pueblo, una nueva tierra.

A falta de fundamentos trascendentes, los modelos actuales son deducciones provisorias, derivadas de la actividad axiomática del capital. En su libro Política y estado en Deleuze y Guattari. Ensayo sobre el materialismo histórico-maquínico, Guillaume Sibertin-Blanc explica la importancia de esta teoría del capitalismo como axiomática: se trata de una conjugación de flujos decodificados por medio de la cual el capital desplaza una y otra vez sus límites, de crisis en crisis; una destrucción y un relanzamiento concebido a nivel del mercado mundial y efectuado por cada Estado por la vía de la adjunción (polo populista) o substracción (polo neoliberal) de axiomas. Si todo Estado funciona como una máquina milagrosa de la que se espera todo tipo de soluciones, el Estado específicamente capitalista, explica Sibertin-Blanc, ya no es el Estado de los imperios, capaces de sobrecodificar los flujos, sino un aparato de conjugación inmerso en un espacio que lo trasciende.

Todo esto para decir que los modelos de coherencia que se nos ofrecen ya no son universales teológicos sino deducciones realizadas a partir del modo como el capital relanza sus líneas de acumulación. Y que lo aberrante, ayer como hoy, sigue siendo aquello que, imposibilitado de derivar su potencia ni su legitimidad de las operaciones del capital, está llamado a presentarse por sí mismo. A cuenta y riesgo. Seguramente es esto lo que lleva a Lapoujade a hablar de un “todo” constituido por su propio “afuera”. Un todo que ya no se define por una frontera respecto de su exterior, sino –paradójicamente– por su afuera. Un todo que no expulsa sino que se interesa en particular por lo heterogéneo, por lo impensado en el propio pensamiento, por aquello que provoca la constitución de nuevos sentidos.

En su libro Realismo capitalista, Mark Fisher advierte que podemos imaginar el fin del mundo con más facilidad que el fin del capitalismo. El capitalismo tiene más realidad que el propio mundo. Ese es un todo sin “afuera”. La máxima victoria del fetichismo del capital. La filosofía de la aberrancia, con su Todo-Afuera, busca reintroducir la diferencia diferenciante allí donde el realismo capitalista parece organizarlo todo. Una tensión plebeya capaz de deformar la realidad capitalista. Un afuera que actúa dentro, un todo definido por sus fisuras.

Los movimientos aberrantes no aspiran al fundamento. Desde que Dios ha muerto toda forma está en posición de morir. La axiomática del capital provee símil-modelos y sugiere formas de vida sobre la base de una disimulación general de la muerte que los recorre. Su vitalismo no tiene nada de nietzscheano en este sentido. Una fórmula de Foucault permite advertir un tipo de vitalismo muy diferente al que deriva de la axiomática social capitalista. Se trata de extraer un “vitalismo” sobre fondo de un “mortalismo”. ¿Cómo extraer una potencia de vida a la muerte del fundamento? Extraer es resistir. Es la condición de lo aberrante: una relación provisoria con la forma (Todo), acechada por la muerte (Afuera). Si el vitalismo del capital consiste en olvidar esta muerte y colocar en su lugar un pseudo-fundamento (precisamente, la axiomática del capital), de modo tal que la forma sea vida plena, vida exacerbada –o pura–, vida productiva, ultra valorizante –cuyo fracaso es el malestar, la angustia y la fragilidad–, se entiende que la filosofía haya reaccionado respondiendo con la oscuridad de la noche. Donde lo negativo expresa el peso mortífero de los poderes sobre la vida singular. Se abraza la muerte como si de la verdad de la vida se tratase. La filosofía, esa noche de las preguntas, bien puede dejarse arrastrar por una noche nueva, otra escena en la cual el pensamiento, llamado a dar cuenta de aquello que lo fuerza a pensar –su exterior o su afuera–, sienta deseos de despejar su propio adosamiento en contacto con nuevas relaciones con la muerte. Lo cual no es posible sin un mínimo de violencia ética e intelectual. Deleuze ejerció esa violencia en su texto “Sobre los nuevos filósofos y sobre un problema más general”. Allí caracteriza la filosofía del poder de su tiempo –hace cuatro décadas– con los siguientes rasgos: introducción del marketing literario o filosófico, rencor al 68, adecuación a formatos mediáticos, un “conformismo de promoción” y un acentuado martirologio (los nuevos filósofos “viven de cadáveres”). Ese “pesimismo”, esa “impotencia”, se distinguen nítidamente de los “resistentes”, de los “grandes vivientes”. Hasta François Jullien –invitado ilustre de la “Noche de la filosofía”, esa quermés neoliberal– acaba de publicar un libro al respecto: Vivir existiendo, una nueva ética. También él se pronucia contra un vitalismo de tipo coaching (la preparación para una vida sin suciedades), en nombre de una nueva alianza con la literatura para estimular la indagación de aquello que en la vida es singular, ambiguo, del orden de la interrogación. Nos quedamos con las ganas de preguntarle por la filosofía del “entusiasmo” de su anfitrión, Alejandro Rozitchner, un pensador de la-vida-feliz-en-la-medida-en-que-se-enganche-a-los-mercados capaz de mantener el optimismo mientras se derrumba la mampostería sobre la que creía poder apoyarse. La relación entre noche y filosofía concierne también a la cuestión mayor sobre “la máquina de matar”, de la que habla Santiago López Petit en su libro El gesto absoluto. Máquina cuyos materiales son los mismos que conforman la vida: “ilusiones, tristezas, alegrías, enfrentamientos, deseos, frustraciones, envidias y amistades”. Más que de perder la inocencia se trata de redescubrirla: un poco como escribe el psicoanalista de niños Esteban Levin, que identifica la infancia –o lo “natal”, de cualquier edad– como el repliegue último de “lo revolucionario”, juego donde la pérdida ocurre durante el momento mismo en el que un movimiento plástico permite imaginar nuevas formas.

El materialismo ensoñado y la crítica política // Diego Sztulwark

  1. Animar la letra

“Leer Rozitchner hoy”, “contra la servidumbre voluntaria”: esta es la invitación. O, de otra manera, ¿qué aporta la obra de León Rozitchner a la necesidad actual de recrear la crítica política? Se trata de esclarecer a partir de sus textos –y probablemente también de sus gestos- unas claves que contribuyan a elaborar el tiempo que viene, elementos para una nueva potencia política.

Leer a Rozitchner es leer a un lector inquietante, virtuoso en el arte del desciframiento y el desafío. A tales fines utilizó la escritura. La escritura como parte de su estrategia global de combate. De un cuerpo a cuerpo que supone un esfuerzo y un desgaste. De allí su idea del lector como alguien que se dedica a resucitar ideas, como decía Simón Rodríguez. El lector debe invertir un esfuerzo proporcional al demandado por el autor del texto que leemos.

Refutar para comprender: la polémica para Rozitchner, más que un género, se da como la apertura de un espacio mental, un modo de abrir el pensamiento. El combate remite a la coexistencia de al menos dos verdades no coincidentes. El combate del pensamiento responde a una exigencia de emancipación propia y colectiva. Propia, porque es la propia coherencia la que se expone, se descubre y se crea en el combate. Y colectiva, porque el acceso a esa singular resulta inseparable  del modo en que se afronta la trampa política en la que se ve confinada la propia subjetividad.

La práctica de la lectura que comenzamos a poner en juego, entonces, no es la de un mero leer. Leer es poco. Se trata más bien de un re-leer, como dice por ahí Henri Meschonnic, un autor, poeta, ensayista y traductor que puede ser útil para confrontar con Rozitchner. En el releer no se repasa el texto sin que aparezca la singularidad del lector. El re-leer hace sujeto. Lo que Rozitchner llamaba un núcleo histórico de elaboración de verdades. Un sitio desde el cual desafiar de un modo no banal los “posibles” prefigurados con que nos habla nuestra época.

Ricardo Piglia dijo alguna vez que los admiradores de Rozitchner debíamos hacerle a él lo mismo que él le hizo a los autores a los que se dedicó (es decir, descuartizarlos). Se trataría menos de ubicar a Rozitchner en un lugar útil para nuestro contexto; menos, digo, de preguntarnos por el valor de sus categorías, y más de averiguar qué tipo de presente emerge (incluso, que tipo de Rozitchner emerge) desde el desafío y el combate.

El problema no es si darlo o no la razón a Piglia, sino cómo dársela. Dado que en la lectura de Rozitchner la polémica exasperada es inseparable de un acto de amor (lo hemos oído más de una vez decir que no puede uno confrontarse con Perón, por ejemplo, o con Agustin sin ponerse en su lugar, sin convertirnos un poco en ellos). En el fondo, se trata de un problema de “extractivismo” ¿cómo realizar la operación de extracción/apropiación  de aquellos  rasgos del pensamiento de Rozitchner que necesitamos retener, sostener y desplegar en la elaboración de la critica política del presente?

Alcanzo a entrever al menos tres momentos necesarios para esa extracción/apropiación: el primero pasa por recuperar una obra que la industria de la filosofía local suele considerar inadecuada o arcaica; el segundo, por identificar como aparecen esas betas o rasgos de pensamiento en sus textos, en algunas líneas que recorren sus trabajos, particularmente aquellas que desembocan en sumaterialismo ensoñado y finalmente, el tercero pasa por la apropiación de aquellos elementos para impulsar una la crítica política renovada por las intuiciones alcanzadas en esta filosofía de la ensoñación

II – Preparación del materialismo ensoñado en las grandes obras previas de Leon

Además de ser el título de su último libro, la formula materialismo ensoñado[1]condensa el resultado alcanzado por Rozitchner tras una larga búsqueda. A su modo, constituye un punto de partida que permite comprender desde el final buena parte de sus trabajos anteriores. Si rastreamos en los prólogos de sus principales libros, seguramente encontraremos esos momentos de constitución en el movimiento de su desarrollo, siempre a partir de la crítica política: a comienzos de los años 70 como advertencia; a fines de los 70 como balance; durante los años 90 como esclarecimiento.

En Freud y los límites del individualismo burgués[2], del 72, la cuestión se plantea en términos eminentemente políticos: ¿qué es formar a un militante? se trata de comprender, en los efectos del Cordobazo, el pliegue, la inseparable correlación entre la distancia exterior, que es la de la explotación social y la dominación histórica, y una distancia interior “que abrió la burguesía en nosotros”, es decir, en la propia izquierda. Marx y Freud iluminándose mutuamente.

En efecto, encuentra Rozitchner que el punto ciego del marxismo ha sido el “nido de víboras” de la subjetividad, ese escenario íntimo en el que también se despliega la lucha de clases. Al considerar como pura objetividad lo que había que pensar también como producción de subjetividad, se perdía en la critica política una dimensión esencial, inherente al proceso de producción del hombre por el hombre (incluyendo de modo muy especial en esto la producción de la mujer) en nuestras sociedades capitalistas.

No hay militante, por lo tanto, sin un atravesamiento subjetivo-objetivo, sin elaborar el terror, la amenaza de muerte que tempranamente se nos hace presente en la constitución misma de esa distancia interior/exterior.  Esto es lo que Roztichner argumentaba unos años antes en su artículo la Izquierda sin sujeto[3], en polémica con su amigo John W Cooke.

Ahora bien, si el marxismo de aquellos años era pobremente objetivista, el freudismo sin Marx conduce a un subjetivismo deshistorizado: “hasta que la teoría psicoanalítica no vuelva a encontrar el fundamento de la liberación individual en la recuperación de un poder colectivo, que sólo la organización para la lucha torna eficaz”, el aparato psíquico “será, en cada uno, una máquina infernal montada por el enemigo en lo mas propio”. La tesis de fondo, dice Rozitchner, es que el sujeto es “núcleo de verdad histórica”.

En el prólogo de su libro Perón entre la sangre y el tiempo[4], del 79, acude Rozitchner a Spinoza.  “De él se dijo: “cada filósofo tiene dos filosofías, la propia y la de Spinoza”. Su filosofía está detrás de cada uno de nosotros”. Rozitchner impartía durante esos años de exilio un seminario en la universidad de Caracas sobre el Tratado teológico político. Pero el Spinoza del que trata aquí Rozitchner no es tanto el objeto de una erudición universitaria, sino el interlocutor con el que hay que vérselas para trazar un balance del peronismo y de la derrota política de la revolución en argentina. Sigue así: (Spinoza) “nos invita a convertirnos en el lugar donde se elabora, como experiencia de vida, lo que la mera reflexión sólo enuncia como saber”. Pues ese “mero saber” es impotente si no contiene una referencia a lo que se elabora como “experiencia de vida”. Se trata, continua Rozitchner, de “enfrentar entonces el riesgo de un nuevo e ignorado poder”. Porque el saber que se elabora en la experiencia es inmediatamente político: “por eso nos advierte(sigue la referencia a Spinoza): “nadie sabe lo que puede un cuerpo. El saber se despliega sólo luego de descubrir y ejercer este poder. El poder colectivo se revela desde el propio cuerpo individual amplificado cuando superamos la cerrazón sensible que el terror nos impuso al separarnos de los demás”.

Aquello que en su libro sobre Freud se marcaba como límite a superar, en el Perón se entrevé positivamente, pero bajo el modo de una posibilidad perdida. Mientras tanto la escritura de Rozitchner va enhebrando una filosofía. Una filosofía no teológica del acontecimiento en la que el juego de emergencia y conexión entre las singularidades se despliega sin atravesar vacio alguno, en y como praxis histórica en torno al/los cuerpo(s).

En el prólogo de La cosa y la cruz, cristianismo y capitalismo[5]del 97, se lee que  “el capitalismo triunfante, acumulación cuantitativa infinita de la riqueza bajo la forma abstracta monetaria, no hubiera sido posible sin el modelo humano de la infinitud religiosa promovido por el cristianismo, sin la reorganización imaginaria y simbólica operada en la subjetividad por la nueva religión del Imperio romano”.

Si en el Freud y en el Perón el problema (a la larga trágico) era el menosprecio por parte de las izquierdas –las que se decían peronistas y la que se dicen revolucionarias- de la cuestión subjetiva, en su libro sobre Agustin la critica al marxismo se amplía: lo que se busca, ahora, es comprender el problema de la subjetividad a partir de la subsistencia de lo teológico-político.

Al considerar al poder religioso como mero “hecho de conciencia” el marxismo realizaba una crítica insuficiente y se privaba de comprender cabalmente su importancia en la producción material-sensible del humano, que es previa a la producción de mercancías que El Capital describe. Esta incomprensión, dice Rozitchner, tiene mucho que ver con el fracaso del socialismo en el mundo, su acción política no alcanza el núcleo donde reside el lugar subjetivo más tenaz del sometimiento”.

Se impone entonces la tarea de penetrar en ese núcleo último de sometimiento, identificado con el “cristianismo” (de un modo que recuerda tanto a Nietzsche como a Foucault) “con su desprecio radical por el goce sensible de la vida”. El cristianismo es la premisa del capitalismo, sin el cual este no hubiera existido. Puesto que para que haya un sistema donde paulatinamente todas las cualidades humanas, hasta las más personalizadas, adquieran un precio –valor cuantitativo  como “mercancía”, forma generalizada de la valorización de todo lo existente- fue necesario previamente producir hombres adecuados al sistema en un nivel diferente al de la mera economía. La tecnología cristiana, organizadora de la mente y del alma humana, antecede a la tecnología capitalista de los medios de producción y la prepara”.

Con su lectura de las Confesiones de Agustín, Rozitchner realiza su proyecto crítico, que apunta a comprender las inconsistencias del materialismo marxista a la hora de sostener políticas emancipativas. No se cuestionan los fundamentos de la globalización capitalista si no se alcanza a rozar siquiera su fundamento mitológico, el Edipo Cristiano (diferente del Edipo mitológico griego, judío o de la Pacha mama), que actúa predefiniendo los términos de la reproducción humana. En el corazón de esta mitología cristiana se encuentra el cuerpo de la madre virgen, que constituye la  primera máquina social abstracta productora de cuerpos convocados para la muerte”.

III.           El poema

La escritura del materialismo ensoñado se toca con aquello que Meschonnic denomina “poema”[6]. Ambos sitúan al lenguaje en relación con el modo de vida y con el cuerpo como dispositivo anti-ontológico. Ambos apuntan por igual al combate contra lo teológico político, contra esa antigua y persistente fuente de la separación de lo simbólico que hace reinar al signo sobre el ritmo. Ambos auspician una recomposición de un continuo ritmo-signo, realizando la crítica del ritmo al signo y ambos se interesan por extender este continuo a un plano ético y político.

En Rozitchner, sin embargo, el trazado de ese continuo resulta inseparable de dos condiciones esenciales: el combate histórico político explicito (se trata para él, lo hemos visto ya, de vencer el obstáculo que se nos presenta como distancia “interior”/“exterior”); y la localización del cuerpo y del ritmo de un modo concreto en el movimiento de la crítica que busca  desactivar el carácter abstracto que se le ha dado al cuerpo, sobre todo al cuerpo femenino y al “maternaje”. Mutuamente implicadas, ambas condiciones desafían desde lo sensible y lo sensual de los cuerpos el requisito sin el cual en la adultez será imposible todo intento por constituir un poder colectivo efectivo, que a partir de su contenido democrático deshaga una y otra vez la amenaza que el terror impone como obstáculo insuperable.

La lengua del materialismo ensoñado es materna (en un sentido que no es el de la lengua paterna o nacional, sino que es lengua de los afectos y de sus primeras síntesis), y en ella se subvierten los términos y las relaciones del orden simbólico que definen el ámbito de la significación. En lugar de una distinción jerarquizada en la cual la vigilia se impone sobre el sueño, lo objetivo sobre lo subjetivo, la adultez a la niñez y la cultura a la naturaleza, la ensoñación implica toda una lógica de sentido fundada en un movimiento que prolonga el sueño en la vigilia, e lo subjetivo en lo objetivo, la niñez en la adultez y la naturaleza en la cultura. Lo absoluto propio en lo relativo histórico.

En el corazón de este materialismo advertimos ese atravesamiento del spinozismo que Rozitchner realizó en el exilio[7]. En su temprano combate de lo teológico político, cuando Bergoglio no soñaba aun con ser Francisco, Rozitchner ya indagaba en esa capacidad de organizar experiencia y producir orientación anterior a la conformación de la conciencia teórica, esa “aptitud propia de un cuerpo para unir sus propias afecciones”, a la que se refiere Laurent Bobé en su maravilloso libro sobre Spinoza, La estrategia del conatus[8].

La palabra estrategia acompaña la formación misma de la potencia del cuerpo, anterior a su conciencia adulta, desde sus primeros enlaces (el hábito, la memoria, la re-cognición y el principio del placer). En efecto, leído en clave del materialismo ensoñado el primer género de conocimiento de que nos habla la Etica de Spinoza, ofrece las claves para comprender los vínculos entre la dimensión imaginaria y la actividad con la que el cuerpo organiza sus primeros sentidos.

Y lo mismo sucederá en el nivel de lo colectivo en el que se despliega el combate entre democracia y poder teológico político. También allí se decidirá la capacidad de elaborar una potencia constituyente capaz de desafiar las razones del discontinuo, la coherencia del orden constituido.

IV.

Creo que nos faltan menos sus categorías y más algunos rasgos del pensamiento de Rozitchner. Sobre todo su vocación por hacer de la filosofía una práctica capaz de afrontar obstáculos concretos, eludiendo retoricas pringosas y dirigiéndose al nudo de los problemas.

Podemos apreciar esa impronta en una serie de posiciones adoptadas por Rozitchner en diversas coyunturas (Malvinas[9], emblemáticamente), aunque prefiero referirme a dos coyunturas actuales, comenzando por la coyuntura política argentina de los últimos años.

Para la época del conflicto entre el gobierno y los exportadores de granos, allá por el año 2008, Rozitchner argumentaba que en la medida en que el índice efectivo de la democratización procedía de la conquista de un poder colectivo, cabía tomar muy en serio la escena en la cual Néstor Kirchner ordenaba descolgar el cuadro de Videla, porque en ese gesto quedaba denunciada públicamente la complicidad entre política y terror como fundamento de poder opresor. En la medida en que ese gesto fuese prolongado por otros, se creaban las condiciones para nuevos protagonismos sociales. Pero gesto, señalaba Rozitchner, indicaba una dirección precisa a recorrer. Su efecto debía ser reactivado por otros tantos gestos capaces profundizar su alcance hasta alterar esa materialidad histórica aun organizada por el terror: la economía, las relaciones de explotación y la estructura de propiedad de la tierra[10]. Si esa profundización se castraba, la posibilidad incipiente de un poder colectivo claudicaba.

La otra toma de posición reciente de Rozitchner concierne al conflicto de medio oriente, durante la ofensiva del gobierno de Israel a la franja de Gaza durante el 2009, la denominada operación “plomo fundido”. En aquella ocasión Rozitchner publicó un artículo llamado Plomo fundido sobre la conciencia del judaísmo, en el que se preguntaba lo siguiente: ¿No se inscribe en cambio esta masacre cometida por el Estado de Israel en la estela de la “solución final” occidental y cristiana de la cuestión judía? ¿Han perdido la memoria los judíos israelíes? No: sucede que se han convertido en neoliberales y se han cristianziado como sus perseguidores europeos, que, luego de exterminarlos, empujaron a los que quedaron vivos para que se fueran a vivir a Palestina con el terror del exterminio a cuestas”.

En ambas coyunturas se trata de afrontar el problema del neoliberalismo menos como expresión de una mera ideología o un conjunto limitado de políticas económicas y más como una razón del mundo preparada al calor de las grandes elaboraciones teológico-políticas del occidente.

Subrayo dos orientaciones  de la crítica de Rozitchner. La primera remite a la concepción de la nación como lucha por la conquista de un territorio compartido, no como categoría jurídica abstracta, o identidad mística. El origen está en todas partes, decía, y lo concreto en torno de la nación no es nunca una esencia, sino una materialidad que se nos ofrece como punto común de partida, cuando no resulta –como sucede con el neoliberalismo vencedor- privatizada.

La segunda se refiere a la noción de “judío” tal y como Rozitchner la fue labrando con el tiempo. Encuentro en ella menos la preocupación por elucidación de una figura teológica positiva y más el ejercicio de quien afila las armas de la crítica buscando en el origen escamoteado un movimiento de los inicios que no se nos birla en la esfera de lo simbolizable. De allí su interés  por una serie de capítulos que van del Génesis bíblico a la “fábrica del cuerpo” en Spinoza; y de la producción del hombre por el hombre (y sobre todo de las mujeres) en Marx al origen de la subjetividad en Freud y que resultan en una elevada revaloración del “maternaje” como sitio de elaboración de una resistencia a una cultura –y a una política- de muerte y en un saber para la clínica y para las practicas que renueva, que es lo que nos proponíamos, los fundamentos de la critica política .

(Ponencia presentada en el “Encuentro Leon Rozitchner contra la servidumbre voluntaria”; Museo del libro y la palabra, Biblioteca Nacional/Agosto 2014)

[1] León Rozitchner, El materialismo ensoñado, Tinta limón ediciones; Bs-As, 2011.

[2] León Rozitchner, Freud y los límites del individualismo burgués, Ed. S.XXI, Bs-As, 1972

[3] La izquierda sin sujeto es un artículo de León Rozitchner publicado en 1966 en la revista La rosa blindada, en polémica con John  William Cooke. Vale la pena volver a leerla con ojos actuales. Ver:  http://www.rosa-blindada.info/b2-img/LeónRozitchnerLaizquierdasinsujeto.pdf.

[4] León Rozitchner, Perón entre la sangre y el tiempo, lo inconsciente y la política, ediciones Biblioteca Nacional, Bs-As, 2012.

[5] León Rozitchner, La cosa y la cruz, cristianismo y capitalismo (en torno a las confesiones de San Agustin), Ed. Lozada, Bs-As, 1997.

[6] El poema en Meschonnic remite a un uso del lenguaje que constituye modos de vida y a unos modos de vida capaces de inventar lenguaje. El poema no remite a un género formal de escritura, sino a una carga oral en la enunciación, a la creación de historicidad y al ritmo que da vida al lenguaje, y a una extensión que partiendo del continuo entre ritmo y signo, se extiende a una ética y una política. Pueden consultarse al respecto dos libros Henri Meschonnic, Ética y política del traducir (traducido por Hugo Savino y editado por Leviatán, Bs-As, 2009) y La poética como crítica del sentido (compilación de textos varios, traducido por Hugo Savino, presentado por Isabel Goldemberg y Savino, y editado por Mármol izquierdo editores, Bs-As, 2007).

[7] Spinoza acompaña evidentemente a Rozitchner.Sin que pueda decirse que se haya especializado en su pensamiento, Rozitchner dio clases sobre Spinoza. Ocurrió en su exilio en Venezuela. El curso se llamó “Tratado teológico político. Combate contra el absoluto”. De ese curso solo queda –al menos hasta donde pude averiguar – unas cuantas páginas mecanografiadas, un conjunto de fichas que resumen cada capítulo del TTP, seguido por unas fichas agrupadas bajo el titulo “Etica y política” refieren a lo objetivo y lo subjetivo  -“relación Marx y Freud”; “spinoza moderno, o somos nosotros los antiguos?”; “la coherencia del sujeto tiene que ver con la coherencia de la realidad”; “contraposición Scheller y Spinoza”; “relación entre lo absoluto y lo relativo”; “no hay transformación de la realidad que no implique la transformación del sujeto”; ¿cómo leer a Spinoza hoy?” y sigue..). Luego hay una serie de apuntes muy breves reunidos bajo los títulos: “Filosofía del subdesarrollo. Spinoza. Etica”; “Spinoza para marxistas. Para subdesarrollados…en una editorial subdesarrollada”; “La paulatina subjetivación de la realidad verdadera” y “Análisis del desconocimiento de las fuentes” .

[8] Laurent Bove, La estrategia del conatus. Afirmación y resistencia en Spinoza, Traducción de Gemma Sanz, Buenos Aires, Cruce Casa Editora, 2014.

[9] León Rozitchner, Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia, el punto ciego de la crítica política, Bs-As, Lozada, 1985.

[10] León Rozitchner “Cuando el pueblo no se mueve la filosofía no piensa”, entrevista del Colectivo Situaciones, en Conversaciones en el impasse, dilemas políticos del presente, Tinta Limon Ediciones, Bs-As, 2009.

«Es interesante la exigencia de pensar sin modelos» // Entrevista a Diego Sztulwark

Fin del gradualismo y los desafíos de la unidad // Diego Sztulwark

Si en diciembre de 2017 se acabó el triunfalismo de Cambiemos, ahora se acaba el gradualismo. Según La nación, es la hora del «pragmatismo». Es decir, de buscar aliados políticos (dentro de cambiemos, en el peronismo, en el sindicalismo) para acelerar un programa fundado en la reducción de salarios y baja general de ingresos de la población (con el consiguiente aumento del disciplinamiento colectivo). Devaluación/dolarización, o movilización para defender el consumo popular. Según lo que se responda a esta clase de preguntas se podrá discutir, de aqui en más, qué clase de unidad (unidad «opositora», unidad «peronista» o unidad «contra el ajuste») política surgirá como reacción y defensa ante la ofensiva de las clases dominantes.
Una impresión personal: la unidad necesaria, al menos para quienes tenemos menos de 50 años -unos cuantos!- es aquella que adopte como referencia fundamental (mas allá de lecturas y posiciones diferentes adoptadas en las coyunturas recientes) las grandes luchas del 83 a la fecha: derechos humanos y antirepresivos, movimientos sociales y territoriales, reclamos sindicales (sobre todo las de contenido antiburocrático), luchas contra extractivismo y movimientos de mujeres. 

Apuntes sobre “Vida de Perro”, conversaciones con Horacio Verbitsky // Santiago Giménez

Sin pretender ser un libro de historia, sin pretender ser una biografía, sin pretender ser una teoría política, “Vida de Perro”, conversaciones de Horacio Verbitsky con Diego Sztulwark, siembra pistas sistematizadas para comprender y aportar un balance del presente político a través de diálogos que se inician en 1955 y llegan a la actualidad.

El director del Centro de Estudios Legales y Sociales, periodista y escritor, presentó estas “Conversaciones con Diego Sztulwark” en la Feria del Libro. La obra dialoga con la biografía de Verbitsky como una excusa para que el lector pueda mirar los procesos históricos y analizarlos con él.

Así, “Vida de Perro”, que apela al seudónimo con el que el periodista es conocido, ofrece un balance político de un país intenso, del 55 a Macri, aporta una historicidad mediante análisis, datos, preguntas sobre las resistencias, las revoluciones, las derrotas; habla de la derecha argentina sin caer en la comodidad de subestimar al enemigo y sin sobrestimar las fuerzas propias.

Verbitsky encierra una contradicción: afirma que sus modos de pensar y de sentir no han cambiado desde los años 70. “El Perro” vive pendiente del presente, del corto plazo en el que todos vivimos, pero tiene visión a largo plazo de los procesos. Según él, le pasa lo mismo que a la Iglesia Católica, tiene una visión a futuro.

El libro está dotado de un índice que recorre los bombardeos a la Plaza de Mayo,  la CGT de los Argentinos, Rodolfo Walsh, la resistencia peronista, Perón vuelve, las elecciones de 1973, las críticas a la conducción de Montoneros, ANCLA y la cadena informativa, la Iglesia Católica, Jorge Bergoglio (ahora el papa Francisco), el golpe cívico-militar de 1976, la argentina posdictadura, el juicio a las juntas, los organismos de derechos humanos y el alfonsinismo.

También la presidencia del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), las leyes de impunidad, Menem, los indultos, la corrupción del menemismo, la caída del bloque soviético, Página/12 y Papel Prensa, la crisis del 2001, el duhaldismo, la llegada del kirchnerismo, la derogación de las leyes de obediencia debida y punto final, la desaparición de Julio López, la industrialización, los sindicatos y la izquierda, Milani, La Cámpora, la llegada de Macri y el Cohete a la Luna, su actividad periodística más reciente.

El libro se inscribe en la necesidad de una reflexión política a partir de la llegada de Mauricio Macri a la presidencia. El método de Verbitsky encuentra un balance como contrapunto a cierto aturdimiento de quienes se sienten avasallados y atacados por la derecha, o de quienes quedan capturados en las operaciones y lenguajes de medios de comunicación y en el espectáculo que banaliza la perspectiva histórica de los hechos.

A partir de esta historicidad construida en los diálogos el libro se abre a preguntas: ¿cómo investigar a la derecha? ¿cómo describirla? ¿cómo comprenderla? ¿cómo caracterizarla?

Late la necesidad de un diálogo generacional, de un balance, un análisis que implique reafirmar posturas. “Vida de Perro” abre el camino a un repertorio para relanzar la lucha para encontrarle el sentido al tiempo histórico, para revisar las trampas que causaron derrota y frustración, para entender que el ejercicio de escribir no es más que vivir un tiempo en continua excepción, donde el pasado vuelve en datos, archivos, memorias que entran en tensión con el sentimiento de fracaso y enseñan a construir anticuerpos.

Diego Sztulwark, autor de este libro, recuerda aquel comentario de Eduardo Luis Duhalde: “la militancia es la tarea de mantener viva la memoria histórica en los procesos de derrota”. Quizás esa sea la clave para entender este balance histórico.

FUENTE: Comuna 

Vida de Perro, balance político de un país intenso, del 55′ a Macri // César González

Marx (1818-1883) // Diego Sztulwark + El joven Marx (película!)

En Tréveris, Alemania, hace exactamente dos siglos, nacía Karl Marx, el acontecimiento fundador de la crítica moderna, la renovación de la crítica spinoziana -esto es “terrena”- de las trascendencias: la crítica de la economía política (bajo esa rúbrica escribió casi todos sus textos entre 1844 y 1967). Marx elabora y plantea una crítica que apunta a demostrar que lo propio del dominio burgués es la separación entre instancias económicas, jurídicas, ideológicas y políticas. Su crítica a Hegel (Crítica de la filosofía del derecho) ofrece el modelo de toda crítica de los universales; los Cuadernos de París (Manuscritos económicos y filosóficos de 1844) iluminan la operatoria de la explotación social como acción de separación y discontinuidad de la praxis humana; El 18 de Brumario de Luis Bonaparte sigue siendo un ejemplo de análisis político, una investigación impecable sobre la relación entre estructura de clase y singularidad de los acontecimientos humanos; los Grundrisse (Elementos fundamentales para la crítica de la filosofía política) y luego El capital identifican el trabajo vivo como fuente del valor y proveen el método de la cartografía material que permite comprender la articulación capitalista de la cooperación social -la teoría política del capital- como clave de la lucha de clases. Según Toni Negri, la lucha de clases es la única premisa efectiva de una ciencia política, y Sartre sostuvo claramente que mientras perdure el capitalismo el horizonte del pensamiento será marxiano.

Una de las proezas de Marx fue subsistir al «marxismo-leninismo». La actividad de la crítica práctica, que relanzó Marx con fuerza única, crea categorías de pensamiento como armas hacia el interior de las luchas contra el fetichismo del capital. De la Comuna de París a la Revolución Rusa, de la China a la Cubana, de Rosa Luxemburgo a Antonio Gramsci, de Mariátegui al Che, de Cooke a Tosco y Rozitchner, del Cordobazo al 2001, del Movimiento de Mujeres a las luchas piqueteras, Marx -el espectro y los textos de ese enorme escritor irónico y libertario- sigue actualizando cartografías y elaborando estrategias contra el mundo organizado por el capital. Uno de sus grandes lectores, Walter Benjamin, escribió: “A nosotros, entonces, como a cualquier otra generación anterior, se nos habrá dotado de una débil fuerza mesiánica a la que el pasado tiene derecho. Ese derecho no cabe despacharlo a bajo precio. El materialista histórico lo sabe.»

https://www.youtube.com/watch?v=8wY8ScoTQQg

Diego Sztulwark a propósito de la publicación de su libro de diálogos con Horacio Verbitsky // Mariano Pacheco

En la semana en que se presenta Vida de Perro. Balance político de un país intenso, del 55 a Macri, conversamos con Diego Sztulwark, autor del libro en el que recoge dos años de diálogos con Horacio Verbitsky, publicado recientemente por Siglo XXI y editorial Tinta limón.

Rodeado de libros de filosofía y política, en el sitio en donde coordina sus grupos de estudio en la ciudad de Buenos Aires, Diego Sztulwark nos recibe para mantener una charla fugaz, entre mate y mate, y compartirnos un ejemplar del libro que acaba de publicar. En este diálogo breve pero intenso el ex integrante del Colectivo Situaciones (actual redactor del Portal Lobo suelto y columnista de La luna con gatillo) se mete de lleno en una tarea que –compartimos- se torna vital para el devenir de las experiencias de lucha y organización que se vienen sosteniendo en la Argentina de postdictadura.

¿Qué repercusiones tuvo en vos el hecho de haber revisitado todas esas experiencias del periodismo y la investigación de la que Horacio Verbitsky fue parte? Digo: más allá de lo que fueron esos momentos, que despertó en vos en términos de pensar el periodismo y la investigación en la actualidad.

A mí la figura de Verbitsky siempre me resultó fascinante. Digo: fascinante no en el sentido de que uno admira a alguien, sino de que pude ver ahí un estilo de presentación de la información y un estilo de confrontación que no venía del mundo periodístico propiamente dicho sino de una tradición militante, sea lo que sea que uno puede opinar de los períodos militantes de Verbitsky. La que me interesó fue eso centralmente: la investigación como una zona de rigor, en la que se trata –por ejemplo– de problematizar como operan las derechas, cómo actuar los poderes, y ser capaz de ofrecer una información sistemática para disputar, en el plano de la comunicación, cosas que también se están disputando en el plano de la calle, de la lucha social y sindical. Creo que eso hoy no se ve en el periodismo dominante, quizá sí se lo puede ver en determinados medios alternativo o periodistas particulares, pero no es la línea dominante en el periodismo actualmente. Y cuando uno se pone a ver de dónde viene todo eso, se topa inmediatamente con la figura de Rodolfo Walsh. Y pensando en él, se me ocurrió en que era posible trazar ea línea, la que va desde Prensa Latina con la Revolución Cubana –no entendida como fenómeno nacional sino como uno continental, regional– donde empieza a entenderse, en el plano de la comunicación, la información y la difusión, hay una disputa específica que dar (en el caso de la Revolución Cubana, con el imperialismo); y cómo a partir de ese fenómeno, una serie de intelectuales-militantes de ese período se comprometen con esa tarea. Siempre me pareció que había una relación entre esa experiencia, y la experiencia de la formación de las áreas de Información e Inteligencia, como la que desarrollaron Walsh y Verbtsky primero en las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) y luego en Montoneros, pero que puede verse en casi todas las formaciones guerrilleras. En todos los grupos revolucionarios en realidad estuvo siempre muy presente esta necesidad de la información y la inteligencia o como la querramos llamar. Y después también está todo el período de la prensa clandestina, de ese intento de seguir actuando autónomamente desde los movimientos populares –aún en los peores momentos– para librar esa lucha específica en el plano de la información y la inteligencia.

Sería pensar ese ciclo de las luchas revolucionarias de los años 60 y 70 previos al aniquilamiento vía el terror de todas esas experiencias…

Claro. Y desde 1977, la aparición de los organismos de derechos humanos, que también tienen una zona de investigación, más vinculada a lo jurídico, es cierto, a diferencia del período anterior donde la información está vinculada a la revolución. Toda esa lucha vinculada a investigar el genocidio creo que es una lucha muy vigente. No estoy de acuerdo con quienes plantean que es algo ligado sólo a los años 70. Me parece que hay toda una posibilidad de gestar figuras penales para los actores económicos que fueron parte del vínculo entre terrorismo de Estado y acumulación de capital. Insisto: me parece un tema no cerrado aún. Pero también la Iglesia, y los cuadros civiles, empresariales, que todavía no se ha encontrado la figura penal de cómo tipificarlos para juzgarlos. Yo creo que eso sigue siendo una tarea y que los organismos de derechos humanos de algún modo heredan ese hilo rojo de la investigación. Pero no sólo los organismos, porque después aparece el movimiento piquetero, y el Ni Una Menos y todas las militancias más ligadas a los movimientos sociales que a las organizaciones políticas como en los años 70. Y todas esas organizaciones enfrentan de algún modo el mismo desafío: poder entender contra quien pelean, comprender en el plano de la información y de la comunicación qué es lo que está en juego. Y yo creo que ese hilo rojo que va desde la Revolución Cubana hasta los movimientos sociales, de Prensa Latina a los intentos actuales de disputar es ese plano intelectual (de la información, la comprensión, la comunicación, la inteligencia), es una lucha estratégica de los movimientos sociales. Tampoco creo que sea una tarea de especialización burocrática sino que es algo que nos corresponde a todos: comprender que es una tarea estratégica, que hay una historia viva de estas funciones. Y creo que es una tarea poder proponer, a las organizaciones sociales, que se preste atención a este plano. En ese sentido no es que importe tanto la figura Horacio Verbitsky sino un método de trabajo, que tiene una historia muy larga, y que uno no querría que se pierda. Tampoco conservarla como es, pero sí rescatarla para pensar que hay ahí para actualizar, para recrear.

Vos también que te dedicas a coordinar grupos de estudio de filosofía: ¿ves que se produjeron ahí algunos cruces entre el pensamiento crítico occidental – por decirle de algún modo- y esta tradición crítica del periodismo nacional/Latinoamericano?

El cruce no se produce en Horacio Verbitsky, pero sí en compañeros que trabajamos esto. Cuando empezamos a trabajar, Horacio me dijo: “vos sos muy filósofo, muy abstracto, no sé si vamos a poder trabajar juntos”. Pero al final, lo que empezó a pasar –me parece– es que esa articulación le gustaba, pero no la quería hacer él. Entonces de algún modo me ofrecía que la hiciera. Es decir, tratar de teorizar un poco sobre esta dimensión de la investigación con elementos no tan tradicionales de la militancia de los 70, que tuvo una serie de categorías que pueden haber sido muy operativas para ese período -y que incluso hoy pueden tener alguna vigencia- pero que queda claro que si son sólo esas categorías falta incorporar mucho material.

Yo creo que sí, que el archivo europeo, por decirlo de algún modo, ese que va desde Spinoza a Marx, de Marx a Mayo del 68, tiene una potencia enorme. Un archivo, por otra parte, que seguramente los mismos europeo no sepan usar ya, pero que en la situación Latinaomericana –vinculado al último ciclo de luchas de los movimientos sociales– es muy susceptible de ser apropiado desde nuestra condición, nuestra experiencia, nuestro lenguaje. Creo que sería muy sectario de nuestra parte decir que hay cosas que pueden tener un valor pero que no las vamos a usar porque vienen de afuera. Ningún lector de Mariátegui, como fui yo toda mi vida, podría tener una mirada tan sectaria como para sostener que hay que descartar esa dimensión internacional o cosmopolita del conocimiento, de la conexión entre las luchas y las imágenes del pensamiento.

En este sentido, para mí, para mi formación, un autor argentino que fue clave es León Rozitchner. Y todo el período de trabajo con Verbitsky en mi cabeza estuvo esta comunicación con Rozitchner. ¿Por qué? Porque siempre una investigación empírica conecta con un plano más general de conceptos y de ideas que permiten pensar esa investigación. Y voy a poner un ejemplo: Verbitsky tiene una obra –para mí bastante desconocida y muy fundamental– que son los cuatro tomos sobre la historia política de la Iglesia argentina. Unas 1.600 páginas muy documentadas sobre el papel de la Iglesia en el siglo XX en el país. Básicamente, el momento en el que la secularización incompleta de la Argentina liberal, por presencia de la clase obrera migrante, lleva a la burguesía a aliarse con una iglesia a la que estaba combatiendo. Y a tomar de la Iglesia una ideología general del control, unas jerarquías naturales que se traducen luego en jerarquías sociales, y a delegar la represión del movimiento obrero en ese saber de la Iglesia. Entonces sucede que se produce ese ensamble, en donde las clases dirigentes –que no llegaban a ser laicas en el sentido europeo– le dan a la Iglesia la tarea de adoctrinar a las Fuerzas Armadas para la represión de un movimiento obrero que, cada vez más, era migrante y con ideas libertarias. Entonces, ese proceso que va desde comienzos del siglo XX a la ESMA, es una historia donde resulta muy difícil diferenciar Iglesia y Fuerzas Armadas. La doctrina de la tortura, la contención de los cuadros militares, toda la concepción anti-revolucionaria de las Fuerzas Armadas, viene muy elaborada en relación con ciertas corrientes de la Iglesia (vaticana, pero también francesa). Mientras yo leía esos tomos, tenía en mi cabeza La cosa y la cruz, el libro de Rozitchner, una investigación que tiene en su horizonte un período mucho más largo, porque es prácticamente una historia del cristianismo, entendido como una gran metafísica que separa cuerpo y alma y denigra la materialidad del cuerpo a favor de una inmaterialidad del alma. En Rozitchner entonces, el cristianismo tal como se constituye a partir del siglo IV –cuando se transforma en una religión de imperio y pasa a ser una tecnología de producción de subjetividades controladas – es una preparación del capitalismo. Por eso para mí, poder leer una tesis filosófica tan compleja y tan documentada como la de León Rozitchner, puesta en relación con una investigación empírica (como las 1.600 páginas de Verbitsky, en donde se recorre un archivo enorme y al mismo tiempo muy situado), me permitió indagar en por qué nuestro pensamiento crítico tiene tanto horror con las derechas eclesiales. No sólo porque nos gusta leer a Niestzsche y sus críticas al cristianismo, sino también porque esas lecturas nos permiten entender cómo se armó la picana, y cómo se puso a funcionar ese dispositivo que reventó a nuestros compañeros. No son cosas distintas. Entonces, la posibilidad de ensamblar el pensamiento crítico tal y como nosotros necesitamos pensarlo dadas las cosas que vivimos, con una investigación empírica, rigurosa, con datos, lo que permite es armar una fuerza del tipo discursivo, intelectual, que no está separada de la fuerza de política callejera. O por lo menos, como decía León, deberíamos apostar a que aquello que se juega en el plano de la calle sea lo mismo que se juega en el plano de las ideas.

Vida de Perro… se presenta este miércoles 2 de mayo en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Horacio Verbitsky y Diego Sztulwark conversarán de 18.30 a 20 horas en la Sala Carlos Gorostiza.

“Esto es un retroceso horrible, pero no borra lo que se avanzó” // Horacio Verbitsky y Diego Sztulwark

Adelanto del libro Vida de Perro, conversaciones de Horacio Verbitsky con Diego Sztulwark
Una extensa conversación con el investigador Diego Sztulwark le sirve al periodista y dirigente del CELS para ofrecer su mirada crítica sobre la historia y la actualidad argentinas. Desde el golpe de 1955 hasta la presidencia de Macri, realiza un balance de su experiencia vital, política y profesional. En este adelanto se ofrece un contrapunto entre los modelos kirchnerista y macrista y una mirada sobre el caso Maldonado.

Fuente: Pagina/12

Entrevista completa a Diego Sztulwark sobre Vida de Perro // Facundo Abramovich y León Lewkowicz

Las fuentes, sobre las que tanto se insiste, están en todos lados, son públicas en su abrumadora mayoría. El asunto es cómo uno hace asociaciones: eso es lo que importa. Y ese modo de asociar no ha cambiado demasiado desde los años setenta.

H.V en Vida de perro. Capítulo 1.

Una revista literaria o el asalto a un cuartel tienen para él la misma función, siempre que haya alguien que sea capaz de conectar un hecho con el otro. En un sentido es un clásico pensamiento paranoico. Como los locos, los revolucionarios profesionales están convencidos de que «todo tiene que ver con todo».

Ricardo Piglia. Los Diarios de Emilio Renzi. Años de formación

Teníamos la experiencia pero perdimos su sentido, acercarse al sentido restaura la experiencia

T.S.Elliot

¡Un último secuestro, no!

¡El de nuestro estado de ánimo, no!

Un Perro sin bozal y un filósofo-militante se escapan de sus casas. No se conocen y no esperaban encontrarse. Ya finalizaba el 2015. La derecha festejaba en sus casas, bajo llave – ¡la inseguridad! – y con champagne, la victoria de la Alianza Cambiemos. Amplios sectores del progresismo y la izquierda, en sus cuartos, lloraban y enviaban mensajes de whatsapp dándose explicaciones autocomplacientes. La calle deshabitada.

Sin querer queriendo, se cruzan. Un diálogo que pareció imposible durante años -entre quienes realizaron críticas al kirchnerismo y quienes apoyaron el Proyecto abiertamente- empezó a verse posible y, progresivamente, a darse. Hizo falta, lamentablemente, aquella calle deshabitada y una desmoralización de meses. Pero el Perro y el autonomista decidieron abrir un espacio de productividad que hoy, en estos días, se hace público bajo el nombre de Vida de Perro. Balance político de un país intenso, del 55 a Macri, coeditado por Siglo XXI y Tinta Limón. El “Perro” es Horacio Verbitsky. El filósofo-militante es Diego Sztulwark. Uno dice que fue peronista y -cuenta en el libro- dejó de serlo en 1973. El otro, ante la pregunta, se enuncia marxista-lennonista: según él, las dos personas que marcaron la percepción de la humanidad.

Son 30 años los que lo separan, son diversas sus trayectorias y las elaboraciones. En definitiva, dos generaciones, dos lenguajes, dos estilos acuden a una cita en común: reflexionar sobre cierta sensibilidad política argentina y sus mutaciones. No los une el amor sino el espanto a una derecha clasista, patriarcal, eclesiástica, asesina que, con audacia, juega en estos días a la democracia. También los une haberse construido por fuera de las academias y una obsesión por la comprensión de las sucesivas coyunturas.

Se trata, en última instancia, de no consumir los discursos enemigos, de no digerirlos tan fácilmente. En otras palabras: construir una “frialdad” que permita atravesar las malas épocas. Quizás eso sea la amistad. La frialdad no es la frigidez, la primera consiste en comprender la tristeza para salir de ella. Como en el boxeo, se trata de mantener la compostura en el ring a pesar del avance enemigo, de no bajar la guardia luego del primer arrebato recibido, eso sería entregar la partida.

Nos animamos a repetir: el libro es un esfuerzo sistematizado de realizar un aporte a la comprensión del presente a partir de las imágenes que relampaguean en estos instantes de peligro. Son años y años de trabajo revisados y puestos en discusión.  ¿Un libro de historia? No. ¿Una biografía de Verbitsky? Tampoco. ¿Un libro de teoría política? Ni siquiera. Es mucho más que todas esas categorías que las librerías banalmente utilizan para catalogar. Sólo un lector desapercibido o un programa automatizado podrían decir eso. Es, sí, un excelente aporte a la discusión política: completo y realizado con el rigor que la coyuntura y la historia reciente merecen. En definitiva, un esfuerzo por no subestimar al enemigo ni sobreestimar las fuerzas propias. Tampoco al revés. Un libro, ante todo, necesario para todxs lxs que deseamos (y luchamos por) una coyuntura distinta. Un libro-tarea: debe escribirse, reescribirse, tachar, borrar y sobre escribirse.  El primer ejercicio ya lo tomaron los autores. Su presentación será el 2 de Mayo en la Feria del Libro.  A continuación, la conversación completa con Diego Sztulwark.

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Lobo Suelto: Acaba de publicarse tu último libro: Horacio Verbitsky, vida de perro. Balance político de un país intenso, del 55 a Macri. La iniciativa del libro es tuya porque veías la necesidad de hacer un balance de la historia reciente argentina, por un lado, muy tomada por la experiencia del kirchnerismo, pero dentro de un proceso que comenzó en 2001 y culminó con la victoria de la Alianza Cambiemos en 2015. No son pocos los/las interlocutores lúcidos que tuvo el kirchnerismo y que ha sabido integrar, siempre de modo complejo y muy elaborado, los sectores políticos de gran trayectoria, sean del mundo partidario, del territorial, del sindical e incluso, del mundo “cultural”. En este sentido, una pregunta inmediata es ¿por qué Verbitsky? La otra es, ¿Por qué empezar el análisis desde 1955?

Diego Sztulwark: Me parece que la figura de Horacio Verbitsky sintetiza elementos imprescindibles para las discusiones políticas que nos debemos o que me interesan: décadas de una analítica rigurosa de fenómenos políticos y un sentido muy fuerte de la historicidad. Por otro lado, el bombardeo a la Plaza de Mayo de 1955 crea una fecha que permite anudar un acontecimiento fundamental en la historia del país y un momento clave en la toma de posición vital de Verbitsky. Por entonces, un adolescente estudiante del Colegio Nacional de Buenos Aires a quien le tocó ser testigo de los hechos. En esa plaza y en ese momento, con su biografía, entró de lleno en la crueldad de la historia argentina. Además, dentro de la reciente historia política argentina, está muy claro que 1955 es el año en el que se determina un nivel altísimo de violencia, que condicionará durante décadas cualquier tipo de acción política. Fueron años de interrupción sistemática de la posibilidad de acceso al gobierno por la vía electoral, es decir, de que las mayorías elijan el gobierno. El peronismo quedó proscripto y desde entonces, hasta 1973, no habrá elecciones presidenciales libres -cuestión que después, también, se descomprimiría muy rápido. O sea que entre 1955 y 1983 se da un período político muy especial en el país.

L.S.: ¿Cómo surge la idea de trabajar con Verbitsky?

D.S.: Alrededor de unos tres años atrás, me puse en contacto con Verbitsky por cuestiones completamente secundarias con respecto al libro y lejos de encontrarme con este personaje supuestamente inaccesible –un poco el mito que circula sobre él–, me di con alguien que respondía a mis correos electrónicos con mucha amabilidad. Eso me llevó a pensar en que podía proponerle algo que me parecía muy necesario: escribir un libro en el que hiciera un balance de distintos procesos políticos vividos en el país, que no estaban reunidos de modo sistemático y al alcance de un lector que quisiera formarse políticamente. El contexto era el debate del kirchnerismo, que había tomado un montón de temas muy valiosos en sí mismos –derechos humanos, derechos sociales, historia–, y era muy importante que los abordara, pero resolviéndolos de una manera que me incomodaba por diversas razones.

Hacia el fin del kirchnerismo, pensaba que las personas más sensibles que habían estado metidas en ese proceso y comprometidas en su defensa, podían ganar una libertad de pensamiento y hacer un balance no estricto del kirchnerismo o de cómo el kirchnerismo abordó esos temas, sino de estos procesos largos que merecían ser pensados con más tiempo y en toda su complejidad. Se me ocurrió que lo podía hacer Horacio por el hecho de que es una mentalidad ultra analítica y porque, además, tiene el hábito de hacer informes semanales desde hace años y años, como lo fueron sus columnas en Página/12 y ahora en El Cohete a la Luna. O sea que era él quien podía hacer ese trabajo.

Durante mis primeros años de militancia, había leído Contraderrota. Montoneros y la revolución perdida, un libro de Roberto Mero de conversaciones con Juan Gelman, que me había impresionado mucho. Se me ocurrió entonces proponerle a Horacio ese formato: una conversación apoyada en un índice que contuviera todos los procesos históricos recientes que había que revisar.

La noche en la que Scioli es derrotado por Macri, por un punto en la segunda vuelta, le escribí diciéndole de manera más clara que teníamos que hacer eso, y él me respondió de inmediato que «sí, lo vamos a hacer». Pero, añadió, «soy un señor mayor, dejame que sea yo el que marque los tiempos». La cuestión es que en abril/mayo de 2016 nos pusimos a trabajar sobre el libro que conserva esta estructura: recorre procesos políticos desde 1955 hasta acá, toma la biografía de Verbitsky como excusa –no hay una investigación a fondo sobre su vida– lo que permite que, a través de su mirada, podamos repasar una cantidad muy grande de fenómenos. Creo que empieza en 1955 porque es muy marcante para la vida de Verbitsky como lo es también para la vida del país.

L.S.: Ya respondiste por qué te interesaba este libro a vos. Ahora, ¿por qué pensás que Verbitsky se abre a dialogar con vos? Sobre todo, viniendo de otra tradición, de otra generación.

D.S.: No sé por qué Horacio aceptó, la verdad. Quizás porque insistí mucho. Y porque le interesa la cuestión generacional. Tengo la edad de sus hijos. Quizás perciba cierta legitimidad en las posiciones que sostuvimos estos años junto a otros compañeros.  Y porque surge de un interés genuino. Si hay más motivos, yo no los conozco.

Quiero agregar que, cuando empezamos el libro, Horacio era otro. Él era el columnista de Página/12, hoy ya no. Fue censurado por el gobierno -con nombre y apellido. El libro alcanza a narrar esta mutación.

L.S.: Lo pensás, decías, como un aporte  a la formación política de viejas y nuevas generaciones. ¿Por qué la necesidad de ese aporte? ¿Viste que “faltó algo”? ¿Parte de alguna sensación con respecto al modo en el que las discusiones se venían dando?

D.S.: Recuerdo mis comienzos en la militancia. En una ocasión tuve un encuentro con Eduardo Luis Duhalde, quien más adelante fue secretario de Derechos Humanos durante el gobierno de Néstor Kirchner, y me regaló en ese momento Historia y conciencia de clase de Georg Lukács y Los condenados de la tierra de Frantz Fanon. No los había comprado para mí en la librería, sino que me regaló sus propios ejemplares, marcados por él: “Mirá -me dijo- la militancia es la tarea de mantener viva la memoria histórica en los procesos de derrota”. Y me entregó esos dos libros. No se trata tanto de que uno crea que a la militancia «le falta algo» (ni siquiera sé si este libro va dirigido a la militancia), lo que sí me parece más claro es que en la Argentina no deja de haber olas de plebeyismo social, de resistencia política, de derechos sociales, de gente que lucha por cosas y que hace falta que la historicidad –la que nutre a los contrapoderes en la Argentina y les permite tener mucha riqueza– esté todo el tiempo nutriéndose de análisis, información, complejidad, preguntas. Se trata de que aquel que se introduce en la lucha social y política pueda contar con materiales sobre la historia nuestra, las preguntas, el pensamiento. No es que yo diga «a la Cámpora le falta tal cosa», como si uno tuviera las cosas resueltas y quisiera corregir a los demás. Por ahí Horacio puede darse el lujo de decir «yo tengo cierta edad, un largo recorrido y ahora le hablo a los jóvenes». Para mí es más una tarea de producción de insumos para luchas.

L.S.: Tampoco este es un libro de historia. Con frecuencia vos planteás una diferenciación entre historia e historicidad. ¿Por qué este libro es de historicidad y no de historia?

D.S.: Para el poeta Henri Meschonnic, el historicismo es la capacidad de entender un fenómeno reenviándolo a sus condiciones de posibilidad, y otra cosa es la historicidad: no solamente las cosas están fechadas en su nacimiento, sino que estos nacimientos son una obra, son algo que intenta escapar del presente, que intenta no obedecer el mundo tal y como es, que intenta crear algo nuevo. Entonces, a mí me parece que este libro habla, por un lado, de la historia de las desobediencias en la Argentina de un modo un poco paradójico: se refiere a las luchas, a los modos de no-obedecer, de resistir, de hacer revoluciones, pero también habla de las derrotas, de todo el peso que implica asumirlas, habla de la derecha. Verbitsky es un gran investigador de la derecha. Por ese lado también hay una tarea, una pregunta que nos queda a nosotros: ¿Cómo somos capaces de investigar al poder, a la derecha, de comprender la derecha, de caracterizarla, en función de esta historicidad, de estos desvíos, de estas desobediencias?

Creo que hay una línea que el libro intenta recorrer –no sé si quedó tan clara como a mí me hubiera gustado– la que empieza a trazarse con Prensa Latina, la agencia de noticias que se armó a partir de la Revolución Cubana, que se ocupaba de informar en contra de los monopolios imperialistas de la información y, además, de investigar. Fue en esta escuela de investigaciones antiimperialistas donde se formaron una cantidad de cuadros políticos que después alimentarían la inteligencia de las organizaciones revolucionarias armadas, de la guerrilla. Muchos de esos cuadros, como el caso de Verbitsky en la Argentina, se dedicaban a hacer la prensa clandestina y las tareas de inteligencia clandestina durante la dictadura.

Tirando de ese hilo, ya en democracia, se puede ver el trabajo de investigación no solo del lado del periodismo militante, sino y sobre todo, de los organismos de derechos humanos (todo lo que tiene que ver con los juicios, con la reconstrucción de los crímenes). Y ver si hoy eso se puede reinventar para entender cuáles son las tramas financieras, policiales que están organizando la violencia en los barrios, así como ejercen la violencia de la acumulación del capital, hoy, con el neoextractivismo. Hay un hilo rojo de la investigación militante, política, que yo intento que en el libro se vaya contando, capítulo tras capítulo. Para mí es fundamental: eso es la historicidad.

L.S.: A fines del año pasado, trajiste varias veces, una idea de Lenin, que trabajaste en textos, que decía que en los momentos de avanzada enemiga lo importante era el repliegue organizado, es decir, marcar el límite del retroceso (político, moral, intelectual, social) para volver a apuntar al enemigo. Era la idea opuesta a la desbandada, a que cada quién corra para distintos lugares, lo cual permite al enemigo avanzar sin límites. Lo que vos llamás “balance” -palabra que confiesa tu trayectoria militante-, la necesidad del balance, ¿es el repliegue? ¿Es poner un límite de retroceso y volver a apuntar las armas contra los enemigos?

D.S.: La necesidad de un balance responde a varios motivos. Ante todo, el hecho de que Verbitsky tuvo simpatías explícitas con el gobierno kirchnerista y que, de una u otra manera, tuvo afinidad con muchas de sus políticas; esto es público y además está muy claro en el libro. Yo nunca fui parte del kirchnerismo y siempre mantuve muchas críticas hacia éste, más allá de mi colaboración con la Biblioteca Nacional, porque Horacio González es un personaje extraordinario y había creado un clima libertario único en el que no sólo se podía participar, sino incluso tener mucha identificación con algunas banderas que había tomado el kirchnerismo. Yo no estuve en la plaza el 9 de diciembre y tampoco en las plazas de auto-festejo del kirchnerismo. Entonces tenemos dos posiciones distintas. Esto está planteado en el libro: Verbitsky quería que en 2003 ocurriera en el país lo que ocurrió, mientras que algunos de los que nos habíamos entusiasmado en 2001 con la emergencia de sujetos sociales nuevos, surgidos bien de abajo, teníamos una perspectiva por completo diferente. Eso marca una distancia.

Sin embargo, me siento muy identificado con el modo en el que Verbitsky se ubica después de 2015, con una actitud que yo distingo de gran parte del progresismo que se deprime, se hunde en el lamento, hace una especie de repliegue caótico a la opinión fácil, una desbandada, o simplemente se ponen a ver Netflix. Creo que Verbitsky es portador de una historicidad que va mucho más allá del kirchnerismo, una historicidad que encuentra a lo largo de la historia argentina, en sus acontecimientos insurreccionales –el papel de los migrantes en el peronismo, las masas en la calle, en el 69, en 2001, los movimientos de derechos humanos y de mujeres. No creo que se pueda vivir con el ánimo político de acuerdo sólo a cómo les vaya a los gobiernos progresistas. Hay indicadores mucho más importantes del estado de ánimo: la capacidad que las sociedades tienen de recrearse, de luchar, de crear imaginarios, de crear espacios de libertad, de resistir. En ese sentido, no veo un país derrotado.

Esta es una larga discusión que también tuve con León Rozitchner en su momento. Él me decía que la Argentina es semejante a un país derrotado. Puede serlo porque el terrorismo de Estado fue tremendo y sus efectos siguen ocurriendo, y está claro que hay una gran dificultad para modificar los modos de acumulación, de propiedad. Pero coincido bastante con Verbitsky en que hay una historia plebeya, de luchas, de insurrecciones y que es desde ahí que vale la pena plantearse las cosas. De lo contrario, la otra posibilidad es, simplemente, no creer que las luchas sociales y las luchas políticas son precisamente luchas, y creer en cambio que la política es un estado de no-conflicto en el que las cosas tienen que estar siempre dispuestas a favor nuestro y que, cuando eso no ocurre, tenemos el derecho a deprimirnos. A mí, esa visión me entristece y me sorprende. Me llama mucho la atención que en la Argentina haya gente que piensa así. No sé sobre qué bases formó su cultura política la gente que piensa eso.

L.S.: Volvamos a tu necesidad como lector. Recordábamos que en los videos que grabaste con Rozitchner te dice que para entender la obra de cualquier escritor hace falta tener su biografía al lado. A vos, como lector de Verbitsky de hace 30 años, ¿cambió en algo tu modo de leerlo al conocer su vida, su biografía? Es una biografía que, siempre de forma muy lamentable, es cuestionada, discutida, puesta en duda, atacada, con la clara intención de vaciar de legitimidad su producción.

D. S.: Comencé a leer a Verbitsky cuando se lanzó Página/12, en mayo/abril de 1987, yo tenía por entonces 16 años. Me había impactado muchísimo. Recuerdo la crisis de los carapintada –Semana Santa de 1987. En los informes de Horacio sobre los militares quedaba claro que se trataba de una persona que manejaba una información muy precisa, que sabía cómo hacer análisis con esos datos y que escribía con un estilo que intentaba abrir escenarios de análisis para gente que necesitaba entender y actuar. Desde entonces lo leí siempre: podría asegurar que no se me escapó una sola de sus columnas. De chico, cuando no estaba en casa los domingos, le pedía a mi familia que me guardara el diario.

Fue una sorpresa muy grande cuando encontré La educación presidencial en una librería. Es su libro sobre la coyuntura de 1989, que cuenta el fin de Alfonsín, pasa por La Tablada, los apagones de luz generalizados en Buenos Aires, la hiperinflación, los saqueos; la hipótesis de Verbitsky sobre los hechos es que esa erosión no era para terminar con Alfonsín, sino que era el intento de las clases dominantes para disciplinar el peronismo que venía con Menem. Me impresionó muchísimo. Era una persona que estaba pensando en términos políticos, en términos de bloques, de clases dominantes. O sea que a Verbitsky lo leí siempre. Después, cuando estábamos en la militancia universitaria, en El Mate, más de una vez, antes de empezar nuestros plenarios, leíamos sus notas de coyuntura del domingo. Así que era realmente un orientador.

Desde ese punto de vista, lo que tengo que decir es que siempre le tuve confianza. Se trata de la confianza que genera un autor que escribe cosas útiles para uno. No es una confianza apoyada en su biografía, no sabía nada de su vida. Pero si todas las semanas me ofrece un análisis tan convincente, tan completo (aún sin coincidir con muchas de sus parcialidades), si no hay polémica en la que pueda sea refutado, si una y otra vez es útil para la gente que quiere hacer cosas, mi confianza se funda en ese plano, y no en que yo supiera algo de su vida.

Cuando empezaron a salir todas estas cuestiones que lo acusaban de haber sido colaborador de la Aeronáutica o de las FF.AA., o que la Fundación Ford financiaba el C.E.L.S., todo ese veneno que larga la derecha y repite gente de izquierda, me resultó muy irritante. Siempre me parecieron semejantes al tipo de comentarios que se hacen sobre los judíos, los comunistas. Una cosa muy genérica, muy sucia, sin asidero concreto.

L.S.: Policial, incluso

D.S.: Muy de fuente policial, siempre sin confirmar. Cuando Horacio aceptó la idea de hacer el libro, un poco preocupado por estas versiones, lo consulté a Luis Mattini. Le dije: “¿Vos qué harías?». Me contestó: «¿Vos tenés pruebas? ¿Hay alguna mínima prueba de que lo que se dice sobre Horacio pueda ser cierto?». Respondo: «No». «Entonces no lo tomés en serio. ¿Sabés cómo se actúa entre compañeros? Si hay alguna prueba, te preocupás. Por rumores, no». Entonces me puse a leer todo lo que hay contra HV. Encontré un libro de Carlos Manuel Acuña, Verbitsky. De La Habana a la Fundación Ford, que es el primer intento de vincular a la Fundación Ford con HV. El autor es un tipo formado en la Escuela Nacional de Inteligencia, funcionario del gobierno de Onganía y de Videla, que estuvo metido en una operación muy complicada con la DINA chilena y zafó de ir a juicio por delitos de lesa humanidad. Murió ya hace un tiempo. O sea, un cana. Entonces me puse a leer el libro, que es muy malo. Pero ahí está la base de los argumentos que después encontré en boca de compañeros de izquierda.

Mucho tiempo después, ya investigando para Vida de Perro, me encontré con la gente del C.E.L.S. Gastón Chillier, director ejecutivo del C.E.L.S., me dejó muy claro que cuando Verbitsky llega a la institución, la Fundación Ford ya hacía aportes financieros –aportes muy valiosos para la tarea del C.E.L.S. que yo admiro– y que ese financiamiento es cada vez menor con respecto al conjunto de los aportes que reciben. La usina de los rumores me parece detestable. La hipótesis de Acuña es que la Fundación Ford maneja dinero del Departamento de Estado de los EE.UU., tendiente a que viejos cuadros de la guerrilla ataquen la soberanía de los Estados nacionales latinoamericanos. Como estos Estados basan su soberanía en –escuchen bien– dos pilares: las FF.AA. y la Iglesia, cada vez que alguien diga que las FF.AA. y la Iglesia fueron parte de una dictadura, estarían siendo financiados por la Fundación Ford para desarticular la soberanía estatal.

Y no se piensa ni un poco en que la soberanía de los Estados nacionales no tiene nada que ver con esas herramientas de la dominación (las FF.AA. y la Iglesia) sino con la creación de instituciones populares, plebeyas, fuertes. ¡Y ahí los organismos de derechos humanos son mucho más importantes en la construcción de la soberanía que las FF.AA. argentinas, que se endeudaron, privatizaron, entregaron el país! Bueno, en fin, no se puede tomar en serio el asunto.

Después se publicó el libro de Gabriel Levinas, que lo trata a Verbitsky de agente de Inteligencia sin la menor prueba, solo con indicios muy manipulados. Son juegos para unos medios de comunicación ultracomplacientes: aparece un documento en el cual se dice que, durante la dictadura, la Fuerza Aérea le habría efectuado un pago a Horacio Verbitsky por el asesoramiento en la escritura de un libro. Esto se debe a que HV colaboraba con el comodoro Güiraldes, un señor que se había retirado de la Aviación en el año 1951. Había sido presidente de Aerolíneas Argentinas y manejado aeropuertos. Era un amigo de su padre. Cuando Verbitsky se desvincula de Montoneros, o más o menos por ese período, acepta trabajar para ganar un dinero con Güiraldes, y esto lo toma Levinas para afirmar que había una colaboración con la dictadura y que las FF.AA. tenían controlado a HV.

Hablamos a fondo con Horacio sobre esto. Leí El poder aéreo de los argentinos, un libro que no tiene absolutamente nada que ver con la dictadura, que no trata más que un proyecto sobre cómo pueden fortalecerse las aerolíneas civiles nacionales, y donde se agradece a HV por ayudar a organizar el material. Efectivamente, Güiraldes le pagaba a HV de su bolsillo para que lo ayudara a organizar el material sobre aviación civil a un amigo de su padre. Con esto ¿Güiraldes lo protegió en la dictadura? Es presumible que no hubiera podido protegerlo aún de haberlo querido. Y es muy probable que nunca haya sabido en concreto de su militancia. Quiero decir: se toman unos indicios que sirven para armar un programa de televisión y se lanza una acusación brutal. El libro de Levinas tiene un prólogo de Alejandro Katz –colaborador habitual del diario La Nación– en el cual se lee ¡que por fin se demuestra que HV no es alguien que pueda estar juzgando la colaboración de las personas en la dictadura! Katz reivindica una ontología del ser humano gris, adaptado a todo. Hay una incomodad de ciertas personas con la memoria histórica como algo vivo y justiciero en el presente, una capacidad de historizar. Se trata de un intento de bloquear la perspectiva de determinar las responsabilidades civiles del terrorismo de Estado, que no se agotan en los militares. Las complicidades económicas, empresariales…

Todo esto no quiere decir que yo crea que a Horacio Verbitsky no haya que criticarlo: en el libro, por ejemplo, reconstruyo la crítica que le dirigió David Viñas en tiempos de Robo para la corona. Viñas, uno de los intelectuales más admirables del país, le hace críticas muy atendibles. Por ejemplo, en los momentos en los que Verbitsky se convierte en una nube de meros datos que no permiten construir categorías para comprender de qué se está hablando; los momentos en que, como sucedió durante el menemismo, se recuesta sobre una postura de fiscal liberal.

L.S.: Viñas lo advierte a Verbitsky, diciéndole que el discurso de la corrupción despolitiza, banaliza.

D.S.: Lo que quiero decir es que hay que deslindar. Una cosa es la crítica canalla, que intenta acallar a un investigador porque está tocando ciertos intereses y porque perturba el imaginario de ciertos sectores políticos. Otra cosa es la crítica que se hace entre personas que están intentando formular análisis consistentes al sistema. Ahí habrá cosas de HV que nos pueden gustar y otras que no.

L.S.: Vayamos, por un rato, a los años setenta. Verbitsky y Walsh no tuvieron una relación fácil con Montoneros, sobre todo con la conducción política. Los documentos de Walsh son también los documentos de Verbitsky.

D.S.: Recuerdo que estaba conversando sobre los documentos críticos de Walsh a la conducción política de Montoneros y preguntándole por fragmentos específicos, me dijo «esos fragmentos los escribí yo». ¿Cómo, si están atribuidos a Walsh?. Bueno, el problema es que, según Verbitsky, cuando Walsh escribe esa carta se nutre de una serie de discusiones con varios compañeros de los cuales uno es él. Así que esa crítica no era estrictamente personal de Walsh. En el libro está muy contado y documentado. Pude acceder incluso a los manuscritos de Verbitsky de la época, los apuntes de sus críticas de entonces a la conducción de Montoneros. Fue todo un poco casual. El 24 de Marzo del 2016 una periodista llamada Claudia Peyro escribe una nota contra los setentistas que no se autocritican, y para hacerlo cita fragmentos del documento de Walsh. Es bastante obvio que Verbitsky es el blanco de su crítica. Y es cómico que los párrafos que cita son justamente aquellos párrafos escritos por Horacio!. Es interesante la situación: le piden a Verbitsky que haga autocrítica. Y el responde algo que yo admito. Que la crítica fue hecha en su momento, cuando sería para salvar algo concreto! Ese gesto para mi es fundamental, porque se logra separar lo que es la crítica con el arrepentimiento.Es indigno que se le pida a una generación combatiente que se convierta en generación arrepentida.

L.S.: El debate No Matarás.

D.S.: Sí, aquella carta de Oscar del Barco y esa contundente respuesta de León Rozitchner contra la ideología mistificante del consuelo. Eso también está en el libro. La posición de Verbitsky no quedó reflejada en aquella discusión de 2006. Creo que su posición puede resumirse en lo siguientes términos: no hay como elaborar el problema de la violencia en los años setentas sin considerar de un modo muy radical el contexto histórico. En condiciones en las que la política era violenta Montoneros planteó su posición política respecto a la lucha armada. La idea de arrepentimiento no cabe, porque supone ignorar las condiciones sobre las cuales se adoptaron aquellas desiciones. La posición de Verbitsky sobre la violencia es clara:  no hay arrepentimiento respecto de la lucha  armada pero tampoco la concibe como posibilidad legítima en el contexto actual. Una cosa es la lucha política en un horizonte revolucionario, dominado por el accionar de las fuerzas represivas, y otra en un horizonte democrático, aunque sólo sea a nivel de la vigencia de las instituciones democráticas. El libro va registrando un cambio de realidad. No es un cambio personal, es un cambio epocal. En el caso de Verbitsky hay casi un rechazo a discutir el problema de la violencia, cuestión que para mi debe discutirse haciendo la diferencia entre contraviolencia política y lucha armada tal como se la concibió durante los años setentas.

L.S.: ¿Cómo fue tomado por tu generación el tema de la lucha armada? Se bautizan en la vida política en los años de La Tablada.

 D.S.: Y no sólo La Tablada. También centroamérica: Nicaragua, el Salvador, Cuba obvio. Era un imaginario muy potente. En los ochentas no era pensable el discurso de los derechos humanos como realidad asumida por el estado. Ni que los movimientos sociales tuviesen recursos del estado. Para nada, dominaba la teoría de los dos demonios, impunidad, etc. No creo que lo decisivo sea reivindicar o no la lucha armada. Tiene razón Luis Mattini cuando dice que la violencia de los setentas fue parte de la intensificación de la lucha de clases. Tiene razón Verbitsky cuando dice que la violencia fue parte de la condición histórica para hacer política a partir del 55, no fue la decisión abstracta de un grupo de personas de introducir la violencia por razones meramente ideológicas. También tiene razón León Rozitchner cuando dice que esa violencia, muchas veces, no fue elaborada desde el punto de vista de una defensiva estratégica popular sino que se la hizo con categorías de derecha. Dicho esto, el problema no es el de hacer una evaluación de todo eso, sino más bien el de cómo distinguir el problema de la violencia del de aquellas tácticas de la lucha armada o, para decirlos de nuevo con el lenguaje de Rozitchner, distinguir contra-violencia y foco armado. ¿Por qué? Porque si nosotros pensamos que la violencia es siempre cierta táctica de la lucha armada estamos imposibilitados de pensar formas de  auto-defensa ligadas a la conflictividad actual. Entonces, es más interesante pensar qué es una contra-violencia en democracia, que discutir si nos interesa la luchar armada o no. La lucha armada, tal como está planteado el problema, es decir, en términos de reividicar o condenar lo ocurrido en los años setentas, no es un una cuestión del presente.  Estamos obligados a pensar todo esto en otros términos: las formas de una contra-violencia capaz de desactivar la violencia de arriba.

1983-2001: 20 años de democracia (que no conmovieron a nadie)

L.S.: En el capítulo sobre la Iglesia argentina, aparece la idea de secularización incompleta, que parecer trazar todo el recorrido. La Historia política de la Iglesia Argentina puede ser leída junto con La Cosa y la Cruz de León Rozitchner. Verbitsky narra históricamente la hipótesis que subyace en ese libro de León. En la historia que el libro describe, pueden leerse dos periodos: 1955-1983, caracterizados por la violencia política, y 1983-2017 que, envuelto bajo el signo de la democracia, la violencia parece estar ausente.

D.S.: Entre el 55′ y el 83′ las cosas se dirimen por las armas. De ahí en adelante, aunque las armas las monopolice el Estado, las cosas no se dirimen de la misma forma. Se dirime –lo que se dirime- en la lucha política. Eso cambia las condiciones del problema, y de ahí viene el protagonismo del movimiento de los derechos humanos, el movimiento de mujeres, del movimiento social. Eso muestra hasta qué punto la acumulación de fuerza en la lucha democrática no se puede subestimar.

También estoy de acuerdo con que leer La cosa y la cruz con los libros de Historia política de la Iglesia Argentina da un fenómeno muy interesante de convergencia, entre una perspectiva filosófica, abstracta, de largo plazo, y una muy ubicada históricamente, en el siglo XX argentino, que puede mostrar la relación entre el Terror -del cual habla Rozitchner- y las formas concretas que eso fue tomando en la Argentina.

Ahí tenemos dos pensamientos convergentes: momento de las armas y del Terror/ momento llamado ‘de la democracia’, ya aterrorizada.

L.S.: ¿Qué actualidad guarda la discusión en torno al peronismo? Pertenecés a una generación para la cual definirse como “peronista” o como “no-peronista” no parece tener una relación primordial en la auto-proclamación ideológica de uno (o eso parece). Es decir, la generación que creció en la versión menemista del peronismo y se “educó” políticamente en esa década con un peronismo arruinado. El PJ pasó a un lugar meramente institucional, y puede ser importante su disputa pero no parece tanto pasar por el sujeto la discusión. En la iglesia, quizás, se puede pensar algo parecido. Verbitsky, de todas formas, hace una afirmación muy llamativa: «Las discusiones en la Argentina entre las clases sociales, entre la burguesía y la clase trabajadora, acaban pasando por la línea católica.».  

D.S.: Primero el tema del peronismo. La idea de que la lucha de clases se da entre peronismo y anti-peronismo, como si el peronismo fuera el proletariado y el bloque liberal fuera burgués, es una lectura parcial de un razonamiento muy lúcido de J.W. Cooke. Obviamente Cooke no llegó a ver al menemismo, esa escena del peronismo agota la frase de Cooke, la desactualiza. Pero en su época, el decía que la lucha de clases era peronismo anti-peronismo, si se entiende, al mismo tiempo, que hay lucha en el propio peronismo. Entonces hay unas derechas peronistas que se arrogan la dimensión popular-plebeya del peronismo pero para regularla, limarla, limitarla y, muchas veces, para reprimirla. Entonces en el propio peronismo hay una posición que es muy retardataria, limitativa y represiva. Creo que hay que mirar con esa complejidad. El propio Verbitsky dice que «fue peronista hasta Ezeiza» porque  «no quiero ser parte de un movimiento donde me maten por la espalda». Está todo dicho: el peronismo es una realidad muy importante del país, es una identidad popular muy fuerte, es evidente que durante muchas décadas movimiento obrero y peronismo fueron realidades yuxtapuestas. Pero no creo que sea la situación de hoy, no creo que el movimiento obrero actual se pueda reducir al sindicalismo peronista. Hay mucha experiencia de delegados jóvenes, de gente de izquierda, con una politización más autonoma. Lo cual no quiere decir que el peronismo no pueda, cada tanto, dar lugar a experiencias en su interior muy revulsivas, interesantes y combativas. En todo caso, la idea de peronismo y anti-peronismo congela subjetividades, remite a una cartografía demasiado fija. Lo que es interesante es cómo se van produciendo las subjetividades, que sean o no peronistas no me parece la linea de demarcación fundamental. Pero tampoco lo era para Cooke: el decía que los anti-peronistas son enemigos, pero los no-peronistas no necesariamente. Entonces, cuando Cooke pensaba al peronismo como una radicalización por izquierda, el movimiento que pensaba era del peronismo a la izquierda y no del peronismo al peronismo. Al peronismo se lo puede ver como el máximo que se puede permitir como experiencia de politización popular o puede ser un espacio donde surgen politizaciones contradictorias. Y cuando las politizaciones que surgen son libertarias o ponen en el centro la cuestión de lo común, del cuestionamiento de la propiedad privada, es evidente que el mundo de las izquierdas tiene todo que ver con esos momentos. Ahora, no vale la pena congelar identidades políticas cuando la subjetividad nace de la propia lucha y del propio movimiento social. Y muchas veces se juntan peronistas con no-peronistas, como en la CGT de los argentinos, la CTA, el movimiento piquetero. Es una mezcla de composiciones y eso es más interesante. La lucha de clases como un movimiento vivo que va subjetivando de maneras variables y que a veces puede ser una política reaccionaria reducir eso a peronismo y anti-peronismo.

L.S.: Claro, al mismo tiempo -esto es un tanto obvio-, del 83 hasta nuestros días las identidades político-partidarias perdieron bastante peso. No hubo fenómenos de convergencia entre identidades ideológicas o políticas y movimientos sociales, sindicales. No tan claros, por lo menos.

D.S.: La dictadura, en ese sentido, es un punto de inflexión. Y la crisis del peronismo del 74/75 también. De todas formas, siempre hay que pensar al peronismo como una identidad política mucho más gelatinosa que un partido político. Y cuando fue el 2001, la posibilidad de surgimiento del kirchnerismo, tuvo bastante que ver con la capacidad del peronismo de, por un lado, proveer cuadros para una experiencia que vuelva a retomar el lugar del estado, el verticalismo y la conducción política. Por otro lado, es un peronismo que no puede dar nada de sí, para hacer tiene que tomar de otro lado: Menem tomó de la derecha neoliberal, el kirchnerismo tomó de los derechos humanos. Esa es una inversión, el peronismo ya no es una fuerza política que tiene aliados sino que el peronismo es una especie de identidad popular, lugar de una realidad muy fuerte en el país, pero que se regenera tomando algo que no produce, lo toma de la sociedad. Esa capacidad del peronismo de tomar de la sociedad, muestra lo vivaz que es pero, al mismo tiempo, que no tiene linea. Esto hace que en nombre del peronismo puedan pasar cosas muy contradictorias.

L.S.: Hace unos días, el Partido Justicialista fue intervenido. Y no pasó nada. Parecería que el macrismo ha logrado domesticar al peronismo, liderarlo en términos prácticos y subordinarlo.

D.S.: Sí, conseguir que los gobernadores, una buena parte de la burocracia política peronista cogobierne con el macrismo. Este peronismo ya dió muchas vueltas, pasó el menemismo y el kirchnerismo entero. Pareciera una especie de burocracia política que aún conserva vasos comunicantes con la sociedad, pero que es muy dudoso cuáles son y no sabemos cuanta salud tienen. Lo que sí hay que verle al peronismo es esa gran capacidad de acomodarse a las corrientes sociales. Entonces, cuando las corrientes sociales son más progresistas, el peronismo da una cara. Y, cuando viene más macrista, da una cara acorde a eso. Después de Menem, eso hay que registrarlo. El peronismo no le da un programa a la sociedad, se va reconstituyendo en torno a los programas que creen que en ciertos momentos son realistas para gobernar.

L.S.: Tengo que confesar cierta incomodidad que sentí leyendo la discusión del final del kirchnerismo. Por momentos, me pareció que Verbitsky abandona sus categorías más «estructurales» que expresan, en determinado momento, ciertas posibilidades y clausuras de los gobiernos. En particular, me pareció que por momentos confía en el «pleno empleo» o en la «industrialización» y, si bien es crítico del kirchnerismo en un montón de aspectos, acaba sobrevalorando el hecho de que Scioli haya sido candidato o, más bien, la falta de construcción de cuadros políticos por parte de Cristina. Ve allí una virtud de Lula, que construyó su reemplazo en la figura de Dilma. Con el diario del lunes, con el reciente «golpe institucional» y  encarcelamiento de Lula, podríamos decir que ello no alcanzó.

D.S.: Verbitsky se apoya mucho en los informes económicos de Eduardo Basualdo y su equipo económico. Que tienen una concepción fundada en ésta posibilidad de «reindustrialización», de un mercado interno fuerte, de un estado nacional- popular muy presente, que son categorías elaboradas en los años 70s, que a ellos le siguen funcionando y que, desde ahí, han hecho análisis que han influenciado y convergido mucho con la CTA en su momento y con una parte del FPV. Lo que decíamos de Carta Abierta, en alguna medida valen para todos los intelectuales que de alguna u otra manera simpatizaron con el kirchnerismo: se dedicaron más a explicar los horizontes que el gobierno abría contra la derecha, que a pensar horizontes estratégicos. Al mismo tiempo, hubo al menos una subestimación de la importancia de las críticas a la acumulación de tipo neo-extractiva, a formas de explotación de la naturaleza, de la energía, del agua, de la minería. Me acuerdo que en un momento del diálogo con Verbitsky, el me preguntó, terminando la conversación, «¿Qué te pareció a vos?». Yo le respondí que desde chico que leo sus notas y sus libros y siempre me habían resultado mapas conceptuales para entender la coyuntura, un ejercicio de cómo leer la coyuntura. Y que cuando él se hizo kirchnerista y yo no, siempre me había quedado la duda de por qué, si me gustaban tanto sus líneas de análisis, podíamos llegar a posiciones políticas tan diferentes. Conversando con él, me daba a mí mismo las siguientes respuestas: el modo de vivir el ciclo de luchas sociales más fuertes, 1998-2003, hizo que, desde mi punto de vista, la «solución» que se le dio coyuntura fue muy conservadora. Pero, desde el punto de su lectura eso no fue así. Al mismo tiempo, él no se subordinó al kirchnerismo, sino que el gobierno hizo gran parte de lo que él quería

L.S.: ¿Qué sentiste en el nacimiento y desarrollo de Carta Abierta? ¿Por qué tu decisión de no participar ahí desde un comienzo? Tampoco Verbitsky lo hizo.

D.S.: El por qué del alejamiento de Verbitsky de esa experiencia, no lo sé. Pero en una de las conversaciones él me dijo que vio muy importante la aparición de Carta Abierta, más que todo el proceso posterior. Él se mantuvo siempre en la primer línea de la confrontación política y quizás vio Carta Abierta como un lugar que agrupaba personas que habían quedado durante décadas fuera de esa línea de fuego. No sé si esa discusión le interesó. Si sé que, en los momentos de la crisis con el Campo, donde la derrota del gobierno era muy fuerte y parecía que la derecha iba a poder acosar al gobierno, la aparición de Carta Abierta la vio muy bien.

Yo tenía muchos amigos en la primera convocatoria de Carta Abierta, por ejemplo León Rozitchner. Pero no me sentí cómodo para ir, sentí que la pulsión principal era defender al gobierno, más «al servicio del gobierno» y eso no me convocaba. La edad de mucha gente que participó, no sentí que trajera un lenguaje renovado. También había gente muy cercana, como María Pía López, con quien siempre estuve cerca y me contaba lo que pasaba en Carta Abierta. Nunca los consideré enemigos ni adversarios, pero sí estaba interesado en otra perspectiva y lo sigo estando. ¿Qué pasa cuando grupos de amigos, realmente amigos, personas que realmente uno valora y quiere, lanzan una iniciativa política donde uno no ve interés o no cree que es el esfuerzo que hay que hacer? Hubo momentos donde el aparato cultural del kirchnerismo, con 678 o Carta Abierta, eran un lenguaje que consistía meramente en denunciar a la derecha y muy poco en elaborar una posición nueva que abriera posibilidades con lo que estaba pasando.

Creo, de todas formas, que fue importante en el momento que apareció. Y sí es una iniciativa libertaria, de una generación que volvió a tomar la palabra y defendió cosas que son justas. Por otro lado, en la medida en que se fue elaborando la teoría política del populismo, se convirtió en una teoría que compite contra la teoría neoliberal, compite contra un marxismo muy clásico pero, también, contra una filosofía más plebeya. Y ahí me parece un obstáculo: en la medida en que lo nacional-popular se organiza desde arriba, desde el Estado, que ese sea el centro de toda la tensión y preocupaciones, tiene aspectos de bloqueo. Hay cosas que desde Carta Abierta no se pudieron pensar y después se vieron que eran fundamentales: cuestiones vinculadas a la violencia, a los territorios, al género. Cosas muy importantes que ya veían y Carta Abierta restringía su agenda y lenguaje a lo que el gobierno planteaba. Me parece que una teoría política tiene que estar mirando lo que nace como movilidad social, no sólo defender unas políticas de estado contra el enemigo.

L.S.: Hay una idea de Verbitsky que es lo estructural de la corrupción desde el ’83. Está en el libro, cuando hablan de la relación de las organizaciones sociales con el kirchnerismo. Verbitsky dice que la corrupción que se atribuye a este último grupo -pienso en Milagro Sala, Madres de Plaza de Mayo- no es corrupción, pero ve un déficit organizativo en una relación tan dependiente con el Estado. Parece darte la razón.

Por otra parte, en tu artículo ‘Lula, nosotros y el problema de la corrupción’ decís que cuando se ataca a las organizaciones sociales, se ataca la historicidad de desobediencias que las atraviesa. ¿Ves que ahí haya un acuerdo con Verbitsky en estos dos puntos? Y, por otro lado, ¿qué eficacia ves en el discurso de la derecha actual, que liga directamente corrupción con organizaciones sociales?

D.S.: Verbitsky escribe un libro muy importante que se llama Robo para la corona. Es un libro escrito en los primeros años del gobierno de Menem, y es una investigación repleta de datos sobre el fenómeno de la corrupción. El título es sacado de una frase de José Luis Manzano, un importantísimo legislador joven del peronismo luego ministro de Menem, que dijo «yo robo para la corona», es decir, que el robo no era sólo corrupción inmediata y personal, sino que una forma de financiamiento y estructuración política. Hay un capítulo muy importante, que toma datos del equipo económico de Basualdo, en el que se dice que hay que entender el fenómeno de la corrupción en un contexto de un conflicto entre grupos económicos locales, que precisan del financiamiento del Estado, y acreedores internacionales, que manejan el negocio de la deuda. Son –dicen- las dos grandes fracciones -devaluadores/dolarizadores- que pugnan por influenciar en la economía argentina. Así, bajo esta idea de que hay que entender a las coyunturas políticas como momentos de unificación, conflicto e intento de predominio de una fracción sobre otra, las privatizaciones y toda la política económica del gobierno de Menem se entiende como el intento de resolución de ese conflicto en el seno de las clases dominantes. Y la corrupción es inherente a ese modo de acumulación, es estructural, porque es la forma o el aceite con el que se dirime ese conflicto de clase.

A mí me parece que si se analiza Robo para la corona visto desde hoy como el efecto de la disputa entre grupos de poder por el modo en que el Estado juega un papel en la acumulación de capital transfiriendo recursos públicos (plusvalía colectiva) hacia el bloque en el poder, lo que se está haciendo es describir un mecanismo de explotación social. Entonces, empezamos a des-banalizar el discurso de la corrupción. Del ’89 para acá, con la caída del muro y de la Unión Soviética se produce el ocaso de la lucha de clases como un proyecto histórico -un socialismo alternativo al capitalismo de las burguesías-, lo que en América Latina coincide con un contexto en el cual los golpes de Estado ya no están vigentes. Es entonces que el discurso anticorrupción aparece como el código aceptable por las grandes instituciones de la gobernabilidad occidental (empresas, aparato judicial, iglesia, partidos políticos, medios de comunicación), para suceder al personal político. ¿Cuándo queda desprestigiado un partido político? Cuando hay causas de corrupción contra ellos. Lo vemos en Perú, Estados Unidos, Francia, Brasil, etcétera. La anticorrupción como máximo de discurso dentro del plano político. Es un discurso que permite la disputa entre las élites políticas sin que se abra el espacio crítico a la acumulación del capital. Y hoy sirve para destrozar la experiencia de los llamados gobiernos progresistas.

El discurso anticorrupción, durante el menemismo, lo utiliza el progresismo -de ahí sale el programa del FREPASO. Es un progresismo muy limitado al espacio de politización que las clases dominantes abren: no se puede discutir la convertibilidad, ni el uno a uno; lo que se puede discutir es por qué Menem anda en una Ferrari o las valijas que le dieron a tal ministro. Ahí, tres cosas. Primero, hay un consumo de masas de hechos indignantes, que hace que la visibilidad del problema de la corrupción se reduzca al problema moral y al Código Penal. Por otro lado, hay una ideología general de las clases dominantes que dice que hablar de política es hablar de corrupción. En tercer lugar, hay un fenómeno sustraído de la visibilidad pública, por el cual la corrupción es estructural a un modo de acumulación.

¿Qué es lo que pasa con la llegada de gobiernos progresistas? Sucede que esa manera de dirimir los problemas internos de las clases dominantes, se utiliza en contra de estos gobiernos, que reclaman unas autonomías relativas respecto de los poderes. Ahí, yo creo que cambia un poco el sentido de la palabra corrupción, porque ya no estamos hablando de ese tipo de corrupción que es fundamental para aceitar los mecanismos neoliberales de privatización y de despojo del patrimonio público, sino en un contexto de mucha circulación de plata, y donde hay una cierta cooperación entre el Estado y los movimientos sociales. Es un cuadro diferente.

En ese contexto nuevo, las clases dominantes deciden, en primer lugar, que decir que los gobiernos progresistas son corruptos permite destruirlos, manteniendo consensos entre sí -porque no tienen consensos absolutos entre sí, pero se pueden poner de acuerdo acerca de una cosa- y sin que esto sincere que el motivo fundamental que los unifica en contra de esos gobiernos, lejos de ser la corrupción (puesto que ellos tienen ‘corrupciones peores’ o mismo porque sus cuadros están dentro de esos mismos casos de corrupción), es el hecho de que la autonomía de estos gobiernos progresistas viene dada por la crisis del neoliberalismo y el protagonismo de sectores plebeyos, que tuvieron un espacio de participación (mayor, menor, mejor, peor) estos años.

Decir que los movimientos sociales son corruptos ni siquiera tiene sentido, porque la corrupción es, básicamente, el hecho de que vos puedas cobrar un dinero por influenciar una política pública. Al nivel del movimiento social, en todo caso, lo que hay es un problema de una cierta debilidad o inmadurez –arbitrariedad, autoritarismo, ingenuidad, etc- en cómo entrar en relación con el Estado y cómo procesar ese manejo de recursos. Creo que Verbitsky admite que los movimientos sociales resultaron estatizados, y que eso no es nada positivo. , se sometieron al esquema de gobernabilidad que el Estado les proponía. No fueron lo suficientemente capaces, con gobiernos que eran más amigables, de discutir qué uso, cómo se entra en relación con ese dinero. Ahora, el derecho de las organizaciones sociales a percibir dinero del Estado hay que defenderlo, la idea de que todo lo que estuvo mal ahí se resuelve con el Código Penal es un discurso moralista e hipócrita. Y se lo hace para desmontar lo que -bien o mal- hay aún de luchas sociales, y para desprestigiar a los referentes de esas luchas, nos gusten o no. No se puede aceptar ese discurso. Que además proviene de delincuentes notorios. Y la izquierda partidaria, que habla de corrupción sin darse cuenta que el uso de la palabra corrupción hoy es una categoría específica de una política específica (desmontar la democracia utilizando las instituciones del Estado de derecho), no está entrando en contacto con esto. Es la idea de que un juez Moro en Brasil te oriente la coyuntura política, pueda desarmar gobiernos que, incluso represivos o neoliberales, asustan a las burguesías.

Me parece que es un aprendizaje muy importante de estos últimos años, nosotros tenemos que tener un lenguaje crítico propio. Tenemos que discutir la corrupción de los gobiernos progresistas, pero que sirva para fomentar un reparto mayor de dinero a los movimientos sociales, mayor autonomía política en las instituciones y, al mismo tiempo, desarmar estas avanzadas de la oligarquía. Ni defender a los gobiernos progresistas como si fueran nuestros -porque no lo fueron ni lo son- ni defender el discurso anticorrupción tal como es, porque ‘robaron y tienen que ir en cana’. El asunto no es ese, sino que con ese discurso se está reorganizando el sistema político, y nosotros tenemos que participar con un lenguaje nuestro. Si decimos ‘Cristina corrupta’  o ‘Lula corrupto’ estamos trabajando para la derecha, estúpidamente.

L.S.: En el capítulo sobre macrismo, se recupera el debate que tuvo Verbitsky con, por lo menos, la dirección de las organizaciones sociales, en torno a la firma de la Ley de Emergencia Social, un acuerdo que suponía beneficios beneficios para la CTEP y demás organizaciones populares, a cambio de ‘paz social’. En ese momento, se tomó a Verbitsky como un enemigo de la CTEP, como alguien que estaba en contra de que el movimiento popular obtenga acuerdos con el gobierno. En el libro esto se matiza muy bien: no hay ningún problema al respecto, sino que lo que él ve es que hay un peligro de acuerdo político que termine subordinando a la CTEP al gobierno.

D.S.: Yo creo que lo que hizo Verbitsky en aquella nota fue advertir los riesgos de confiar en el macrismo. Era una advertencia que él creía que tenía que hacer al movimiento social. Creo que fue una nota mucho más contra el macrismo, que estaba repartiendo palos en Jujuy y negociaciones con algunas organizaciones, que una crítica a la legítima lucha de todo movimiento social, por transferir lo que se pueda de riqueza social a sus bases. Habría que hacer un balance sobre si esto se está dando efectivamente o no, si es que el macrismo es confiable en ese plano.

Después, yo creo que volvemos sobre la ambivalencia del peso de la Iglesia Católica sobre los movimientos sociales. Me parece que yo estaría, también acá, de acuerdo con Verbitsky en decir que es tácticamente importante todo lo que permita construir una legitimidad para que los sectores populares tenga más riqueza. Ahora, no se puede, por eso, negar realidades históricas muy complejas sobre la historia de Bergoglio, por ejemplo. Tampoco se puede dejar de pensar lo que el 8M y otros movimientos han dicho sobre la crítica de la Iglesia al capitalismo: que es parcialmente positiva, parcialmente insuficiente y, vuelvo a decirlo, implica límites para el despliegue del propio movimiento social. Creo que hay que evitar embarrar la cancha ahí. Lo peor que puede pasar es pensar esto como un conjunto de operaciones políticas que embarran la cancha; hay que pensar más en el hecho de que el capitalismo no da pleno empleo, que el programa del 50 y 50 es anacrónico políticamente. Por lo tanto, es fundamental pensar cómo se hace para darle protagonismo a ese enorme sector que ya no es clase trabajadora formal, un sector muy heterogéneo, que va desde la economía popular hasta sectores muy calificados.

¿Cómo se le da centralidad a esta situación? Ahí te diría que la CTEP es maravillosa, porque es una forma de sindicalización de sectores que quedan por fuera de la sindicalización. Creo que todo el debate sobre cómo se sindicaliza eso, cómo se organiza eso, cómo eso tiene centralidad en la sociedad, con qué categorías se piensa, qué luchas se dan, qué marco de alianzas se tiene, son fundamentales. Yo no intentaría ensuciar ese debate. Haría lo contrario, intentaría limpiarlo. Es decir, intentaría mostrar que se trata de un debate estratégico para el movimiento popular, que es una muy buena lectura porque permite salirse de una nostalgia de una clase trabajadora homogénea. Permite plantear problemas más vigentes, implica renovar mucho la teoría política.

Por último, diría que el kirchnerismo no supo pensar esto. Es decir, el kirchnerismo sabe hablarle a ese sector de la sociedad -planes, subsidios, protagonismo a la movilización-, pero siguió esperando que la reindustrialización y la vuelta del Estado homogenice a la clase trabajadora. La verdad es que hay una pregunta muy importante, pendiente, sobre cómo se construye forma política para toda esta dimensión del trabajo.

L.S.: Hay también una relación con el discurso que dio Cristina en Arsenal el año pasado, donde hizo subir a cada una de las personas que venían ‘sufriendo el macrismo’, y hacerlas hablar. Fue el primer discurso corto de Cristina, donde no confronta. Parece haber escuchado a Durán Barba, por lo menos un poco, pero, al mismo tiempo, es una imagen de tratar a la víctima muy pastoral, muy católica. Muy mesiánica también.

D.S.: Sí, la idea de que se perdió el orden que había logrado: las vidas habían quedado desorganizadas. Era una reivindicación de un aspecto más o menos conservador de la idea de su política de gobierno. Era más eso que una lectura de cuáles eran las luchas sociales que estaban emergiendo. Si no, la lucha de los movimientos sociales o del movimiento de mujeres hubiera tenido una centralidad mucho mayor, y no eran discursos dominantes en esa época.

Yo creo que lo que queda pendiente es cómo las luchas sociales pueden protagonizar más, con una perspectiva propia, agendas, desarrollos, formas de representación, formas de liderazgo, lenguajes. La verdad es que no creo que esté faltando eso, creo que se está haciendo.

D.S.: En el libro se leen claras las diferencias sobre el significado del 2001 y el kirchnerismo. También las coincidencias. Verbitsky dice que «otra cosa no podría haber pasado» o que, mejor dicho, cualquier otra cosa hubiera conducido a algo peor. Dice una polémica afirmación: «La fantasía de la izquierda que pedía asamblea constituyente en 2002, y la idea de que estaban en una situación prerrevolucionaria, me parece que no está sostenida en ningún hecho de la realidad, es nada más que una expresión de deseo.”.  Muy distinto a como vos percibías la situación (más allá de lo de situación “pre revolucionaria” etc.).

L.S.: El pensamiento político tiene que soportar una tensión entre un realismo político muy fuerte y una proyección muy fuerte de posibles. Donde el realismo político cumpla su función, pero también esté la necesidad de proyectar posibles necesarios y pensables desde las resistencias. Eso nos faltó. ¿Por qué no se armaron estos años espacios de intelectuales y luchadores sociales con apoyo del estado para pensar una forma de acumulación no neo-extractiva? No en lo inmediato, por obvias razones, pero si en lo mediato. ¿Por qué no se pensaron formas de tomas de decisiones políticas donde los cuadros de las luchas contra el proceso de acumulación estén más en el centro y menos subordinados a esquemas políticos? ¿Por qué no se promovió la toma de decisiones por parte de cuadros provenientes de otras clases sociales? Puede ser que se nos diga que no se podía hacer en la coyuntura inmediata, pero ¿Por qué no se propuso ni se propone a largo plazo? Eso sería abrir escenarios, plantear esquemas estratégicos. ¿Por qué no se hizo? Me diferencio de la izquierda partidaria porque no me limito al reclamo hacia el kirchnerismo sin reclamarme a mí mismo, a las experiencias de las que participe, por qué  no fuimos capaces de abrir esas discusiones, fortalecer esos tejidos. El libro incluye discusiones fuertes, pero no recriminaciones. Se trata quizás de hacer las preguntas que ayuden a imaginar qué podría seri diferente hacia adelante. Cómo podríamos reconstruir un tejido de iniciativas que sean mucho más interesantes.

L.S.:Pareciera que hay dos tipos de relación con la historia: una más nostálgica con la derrota y una, como te dijo Duhalde, de la derrota propiamente dicha, un aprendizaje militante. Respecto a esto ¿por qué pensás que la mayoría del kirchnerismo tomó este tipo de postura más nostálgica, como por ejemplo Página/12, y Verbitsky no?

D.S.: En mi opinión, cuando hay gobiernos que defender lo que suele aparecer es un sistema, como vimos estos años, en el que domina la idea de «no hacerle juego a la derecha». Entonces, no habría que adoptar una posición crítica frente al gobierno sino frente a la derecha que lo acosa. Se produce una suerte de blindaje que consiste en no reconocer los errores propios y ver solo la malignidad del enemigo. Creo que en Verbitsky puede haber algo de esto, pero en general tuvo una actitud mucho más crítica en varios momentos (recuerdo, por ejemplo, el caso Milani, cuando como presidente del C.E.L.S. se opuso directamente a la asunción de este) y en general sostuvo posiciones autónomas. Creo que él es el heredero de una agenda que tiene su propia consistencia, que viene de antes. El propio C.E.L.S. tiene su agenda propia y viene de antes. Y creo que existe esto que podríamos llamar el peso de una historicidad.

En el caso de Verbitsky, hay una suerte de realismo histórico muy fuerte, que hace que todo el tiempo él pueda decirme que las cosas que yo hubiera querido que pasen en este país no habrían podido pasar. Por ejemplo, si vamos a los primeros debates del kirchnerismo: ¿Había que reconocer o no a la CTA como una central autónoma con los mismos derechos de la CGT? Y Horacio me contesta que hubiera estado muy bien, pero que Moyano no lo habría permitido nunca porque había que entender que con el kirchnerismo se iniciaba un nuevo momento de reorganización del sindicalismo y no quedarse con la discusión de la década de los años noventa. Ese tipo de realismo, que marca lo que se podía o no se podía hacer, es una evaluación siempre muy subjetiva y forma parte de las discusiones que podemos tener.  Cuando Horacio me dice que le parece muy bien que Kirchner haya incorporado al movimiento piquetero en los proyectos de inclusión, a mí me parece muy discutible porque son proyectos muy subordinados, que desconocen bastante los saberes de esos movimientos sociales y, además, queda la pregunta por la dificultad que tuvo el kirchnerismo para promover cuadros que habían empezado a foguearse de manera muy importante en esas luchas sociales.

Todo esto me hace pensar que algunas personas que vienen de la experiencia de los años setenta, muchas veces tienen categorías de pensamiento muy formadas, mientras que los que pertenecemos a otras generaciones sentimos la necesidad de introducir nuevas categorías acordes a cómo estamos percibiendo el mundo, sus procesos económicos, políticos, etc. En ese sentido, el libro también intenta dar cuenta de cuáles son las maneras en las que se puede discutir entre generaciones, entre gente que no tiene la misma posición política. A mi juicio, la historicidad son capas de desobediencia, no es la repetición siempre de la misma desobediencia. Me resulta muy interesante ver cómo Horacio apoya abrumadoramente y de forma explícita el 8M, por ejemplo, que está claro que no es un movimiento que podría haber surgido de la sensibilidad, de la mentalidad de un hombre de su generación. Son chicas jóvenes las que están protagonizando esto. Entonces hay momentos donde las categorías que uno tiene de pensamiento tienen que quedar suspendidas.

 L.S.: Volver a la escucha, digamos.

 D.S.: Claro, una escucha que tiene que ser capaz de conmover la cabeza de uno. Y eso no me parece fácil, menos a los setenta años, cuando uno ya publicó muchos libros y tomó posiciones muy duras.

¿Hay una historia?

L.S.: Retomo dos cosas que dijiste antes, para volver a esta idea de las generaciones. En un momento, HV dice que la investigación que hizo sobre Scilingo tiene como consecuencia política la existencia de H.I.J.O.S, lo más disruptivo del movimiento de DDHH en los ’90. Ahí habría un cruce, entre tu generación y su aporte investigativo político. Pienso, ahora, en ex-hijos. En lo que pasó hace poco en El Cohete, experiencias cercanas a vos personal y etáreamente. Son, también, dos momentos de la investigación militante: 1955-1983 y 1983-actualidad. De la clandestinidad al movimiento de derechos humanos, a la democracia. También entra en juego lo que decías: la potencia plebeya como base política del Estado.

D.S.: Exacto. Revolución y democracia. Entre el 55 y el 76 fue creciendo y alimentándose la hipótesis revolucionaria. No solo participaban las organizaciones guerrilleras: mucho movimiento de masas, la Teología de la Liberación, los Sacerdotes Tercermundistas, las coordinadoras obreras, etc. La investigación militante estuvo signada por la hipótesis revolucionaria.  Luego de la derrota militar, en torno a 1977, aparece otra cosa con las Madres de Plaza de Mayo; más adelante, con todo el proceso de politización en democracia, surge lo que dicen ustedes.  Es otro momento histórico. Y una de las cosas que yo me preguntaba sobre HV es qué cambió y qué no cambió en él, desde el momento de la “hipótesis revolucionaria” hasta el momento de la “hipótesis democrática”. Porque también es cierto que muchas personas de los años setenta no aceptaron esa conversión, digamos que preferían la idea de seguir fiel a la hipótesis revolucionaria y no tomar tan en serio el nuevo escenario democrático. Y otros asumieron esa conversión como un arrepentimiento de la revolución. Cuando le pregunto esto a HV, me responde: «Yo no cambié nada, lo que cambió fue el país. Lo que cambió fue la realidad». A mí, algo de eso me interesa, es decir, las discontinuidades como parte de una continuidad de fondo. Me hace recordar a la idea de León Rozitchner según la cual la democracia es una tregua política, y por lo tanto su valor viene dado por las luchas que puedan desplegarse. Desde ese punto de vista habría una continuidad clarísima, más allá del régimen político.

Por otro lado, me parece que hay un cambio de etapa muy obvio, por esta frase que me dijo HV: «Es Fidel Castro el que les pide a las FARC que se desarmen». Es decir, toda la cuestión de la lucha armada tal como se la pensaba en el período previo, caduca. Eso no quiere decir que ya no hay que pensar el problema de la violencia política. Pero sí hay que pensarlo de otro modo.

Verbitsky reflexiona sobre las generaciones. Ve que la generación protagonista de las organizaciones de DDHH es la de los padres y madres de los que produjeron la lucha de los setenta. La gente muy joven fue aniquilada, y son los padres los que retoman la lucha: Hebe de Bonafini, Estela de Carlotto, Adolfo Pérez Esquivel, Emilio Mignone. Una generación de gente que es mayor que Verbitsky asume la lucha de los ochenta. También el libro es para él parte de una concepción generacional. Me dijo: «Acepté escribir ese libro con vos porque tenés la edad de mis hijos». Lo que yo entiendo que me está diciendo es que él quiere ser narrado por gente de otra generación, y leído por gente de otra generación. Creo que esa es su razón para hacer el libro. Y me parece que el tema de las generaciones, desde el 83 hasta acá, hay que pensarlo también con estas figuras: abuelas, madres, hijos.

L.S.: Lo más llamativo sería cómo la familia, la forma familiar, se termina convirtiendo en una lucha, en una posición de combate, en una trinchera. Desde Madres, hijos o ex-hijos.

D.S.: Sí, ahí hay una cosa. Cuando liquidaron la organización revolucionaria, surgieron, en primer lugar, los familiares de las víctimas. En Almirante Cero, Claudio Uriarte cuenta como Massera estaba muy convencido de que esos familiares no representaban ningún tipo de desafío porque era gente que pedía por la vida de sus hijos, pero no estaba en condiciones de pedir cuentas de la reorganización del país. En todo se equivocó Massera. También cuando él dijo, en la alocución suya de los juicios de los 80s, que estaba seguro de que sus hijos iban a estar orgullosos de llevar su apellido. Y hoy vemos con mucha emoción como Mariana Dopazo decide desafiliarse del apellido de Etchecolatz y la justicia argentina no sólo la autoriza, sino que en los fundamentos dice que todos tenemos derecho a no ser hijos de este monstruo, de este tipo.  Creo que primero vino la recomposición política a través de la figura familiar y, después, eso fue ampliándose como un tipo de sensibilidad que fue capaz de hablarle a las luchas sociales diciendo que había una posibilidad de pensar la soberanía política fundado en el cuidado de los cuerpos y no en la destrucción. Ese es el paradigma que al principio lo leímos en función de democracia y dictadura, es decir, una verdadera democracia no aniquila los cuerpos, hoy hay que transladarlo a la cuestión del neoliberalismo. El neoliberalismo es un heredero de la dictadura, un heredero democrático de la dictadura, un delirio democrático de la dictadura, un heredero que opera en estado de derecho, pero es un heredero que actúa con el mismo principio: la soberanía admite la posibilidad de destrucción de los cuerpos. Y los organismos de Derechos Humanos han contado con la posibilidad de re-invertir esa sensibilidad del plano de la re-sensibilización social. Creo que la aparición de los ex-hijos de genocidas, están dialogando con esta situación que todavía no sabemos pensar bien pero que es indispensable trabajar en eso. Porque cada vez que alguien puede decir: yo no quiero amar a unos sujetos que son engranajes fundamentales en el sistema de la crueldad, se está fundando a través de la desafiliación una manera capaz de detectar cuales son los puntos donde la crueldad trabaja chantajeando la afectividad. Creo que lo que vienen a decir los ex-hijos hay que, primero, escucharlo todavía y, segundo, usarlo para entender que no hay «dos versiones» sobre lo que pasó en la Argentina sino una única versión. Y es una versión donde Verbitsky jugó un papel clave y la vuelve a jugar cuando publica a los ex-hijos. Y, después, una cosa que va más allá de lo que estamos hablando: esta necesaria puesta en diálogo del saber sobre la crueldad que tienen los ex-hijos con el saber sobre la crueldad que tienen los que trabajan en talleres textiles o fueron víctimas de abusos, es decir, los que su vida está sometida a ese chantaje. Ese saber afectivo sobre la crueldad es un dispositivo fundamental en la lucha micropolítica contra el neoliberalismo.

L.S: Es como cuando Viñas, en su autopresentación, dice «escribo por humillación y para salir de ella».

D.S.: Eso. Hay que ver lo que era el movimiento piquetero: pibes y pibas jóvenes, con la cara tapada, con los palos, cortando la ruta, bancándose en el barrio y, después, lo indignante es cuando ciertos discursos de cuadros del kirchnerismo decían «con nosotros los jóvenes vuelven a la política». No, no es cierto. Es más bien: los jóvenes del kirchnerismo pueden estar ahí porque los piqueteros abrieron el espacio político que ellos pueden ocupar sin que los maten. Esto me parece fundamental. Verbitsky lo reconoce.

D.S.: En un momento del libro, sostenés que hay una importancia en «no anticipar la palabra sobre aquello de lo que aún no se tienen certezas, y al mismo tiempo evitar toda sobreestimación del dato y de la fuente por sobre la capacidad de asociación mental y de un cierto sentido de verosimilitud». La generación de Verbitsky se destaca por una fuerte confianza en la Historia, en un triunfo revolucionario más temprano que tarde. La nuestra, la de quienes nacimos rozando el siglo XXI, se muestra como una generación entregada a la «posverdad». La tuya parece funcionar al modo de una articulación entre ellas. Vos afirmás sobre tu generación: “Confiamos menos en el heroísmo y damos más tiempo a las interrogaciones. El combate se nos presenta de otro modo». A pesar de ello, Verbitsky es un realista anómalo con respecto a su generación. ¿Vos ves una importancia inmediata en ese realismo, en esa rigurosidad, en la investigación-militante en tiempos en los que la información se consume y la realidad se banaliza de modo permanente?

D.S.: En ese sentido, coincido con Horacio González que tiene una cierta percepción de Verbitsky como si fuera el personaje de un policial negro norteamericano, alguien que está en relación con los hechos, siguiendo pistas, elaborando hipótesis. Me parece que posee un rigor investigativo muy importante, que parte de la escuela de Rodolfo Walsh, quien en los años setenta le dice a Piglia que «hay más riqueza en los hechos que en la ficción». Es decir, la disposición a prestar toda nuestra capacidad de atención a los hechos para descubrir que en ellos siempre hay algo extraordinario, algo que va más allá de lo que uno hubiera podido imaginar; eso es el costado estético o artístico de la investigación: saber que vas a tener que enfrentarte con algo más o menos impensable. Por otro lado, me parece que hay un costado opuesto, de prudencia, que consiste en la cuestión de la verosimilitud (Verbitsky insiste mucho en esto). Las cuestiones que uno investiga deben estar atentas a la verosimilitud de los hechos; el dato que como tal tiene valor está siempre subordinado a la verosimilitud de la narración que se nos cuenta. Hay cosas que son inverosímiles, y que no pueden ser ciertas por más que lo diga una fuente ultra calificada y de ultra confianza.

L.S.: «Se robaron dos PBI».                                    

D.S.: Exactamente. Viene una fuente (un tal Fariña) y anuncia que los kirchneristas «se robaron dos PBI», y un periodista destacado como Carlos Pagni lo reproduce como cierto. Una cuenta elemental te dice que esto no puede ser. Entonces ¿qué es lo que se pone en juego como entrenamiento mental? ¿Lo extraordinario que hay en la realidad, pero no de lo inverosímil que es el efecto de una operación de cuarta, que trata de sustituir toda posibilidad de pensar lo real por discursos de consumo, de pura creencia, de pura fe, que es un poco lo de la «posverdad»? A mí me parece que esa capacidad de nutrir la inteligencia colectiva –una capacidad extraordinaria de no abandonar el mundo de los hechos–, y ese entrenamiento de suspicacia con respecto a las versiones que se nos enfrentan todo el tiempo, crea un cierto tono que es muy interesante y que está preocupado por tratar de entender que la derecha tiene ideas, que el poder tiene ideas. Y de los modos en los que la derecha se mueve y actúa, hay que aprender a reconstruir esas ideas que la derecha pone en acto sin confesarlas jamás, las ponen en acto como operaciones, siempre de manera silenciosa, a través de políticas, de formas represivas, de formas de acuerdo, de operaciones económicas.

L.S.: Pareciera que la historia de nuestras derrotas es la historia de la subestimación del enemigo. Y lo que en el libro se lee con total claridad es ese llamado a no repetir esta historia, ni como tragedia ni como farsa.

D.S.: Exacto, no subestimar a la derecha y pensar seriamente en la derrota. Y también añadiría la necesidad de pensar la derrota sin mistificarla. Cuando se mistifican las derrotas, no se permite la posibilidad de comprender el papel de las fuerzas propias en la realidad. Es cierto que las derrotas son nuestra historia, pero también es cierto que en ellas se configura un campo de realidad en donde las derechas tienen que actuar. Es decir, no todo es derrota. Hay derrotas y también conquistas; hay derrotas y hay puntos de no reversibilidad; hay derrotas y también momentos donde se le pone límite al poder: recordemos el año pasado con el 2×1. Por supuesto, después viene la elección y gana Macri. Uno no diría que lo que pasó con el 2×1 es una «victoria política» pero sí que hay derrotas que no se deben mistificar porque allí se demuestra que, además de la fuerza del enemigo, está la fuerza propia. Creo que el esfuerzo del libro es poder pensar la derrota, la fuerza del enemigo desde las fuerzas propias, desde la historicidad: luchas sociales, luchas sindicales, movimientos populares. Desde ese lugar llamar a un realismo, a una suspicacia, a una cierta viveza. Pero insisto: son derrotas que no son definitivas. Las clases dominantes están lejos de producir la derrota que ellas hoy quisieran. Tienen que laburar mucho para eso. Y nosotros tenemos que laburar mucho para que no lo logren.

Ojalá el libro pueda ser en el plano de las ideas una fuerza que acompañe esta recomposición callejera. El libro, Lobo Suelto, El Cohete a la Luna, y tantas iniciativas de tantos compañeros que están investigando, escribiendo, trabajando, produciendo materiales. Se me ocurre nombrar también el trabajo de Silvio Lang en Diarios del Odio. En fin, es imposible enumerar todos los intentos de manifestaciones y de actividades que tratan de ser paralelas a esta recomposición callejera. Esto también se manifestó en el 8M, que fue una cosa contundente, extraordinaria, con un programa y una articulación de demandas espectacular. Quiero decir: hay una simultaneidad de procesos que me parece que hay que hacer el esfuerzo por ponerlos juntos.

LS: También, de la mano con esto, vos decís que el macrismo es fenómeno nuevo, compuesto de cosas viejas. ¿Podría ser un puente entre estas dos ideas del Terror, de estas dos ‘eras’ de la Argentina? Pregunto, sobre todo, porque es un debate que, desde el 2015, estuvo muy mal encarado. No sé qué tal estará el nuevo libro de Natanson, por ejemplo. Pero en general se traduce en una disyuntiva muy banal: o es muy, muy nuevo o es lo más viejo y podrido.

D.S.: Yo diría que, frente al reflejo de la izquierda de decir que el macrismo es Videla o Menem, era necesario decir «no es así, hay que hacer una caracterización histórica singular de esta derecha, porque si uno va a combatir contra ella como si se combatiera contra Videla o contra Menem, no se va a ser efectivo». Es el propio deseo de pelear contra la derecha lo que lleva a revisar las caracterizaciones.

Enzo Traverso tiene un libro muy interesante, que se llama Las nuevas caras de la derecha. Me parece algo mucho más interesante en el planteo de que hay algo nuevo en la derecha, que en decir que hay una derecha nueva.

L.S.: ¿Es una forma nueva? ¿O hay algo nuevo en el propio contenido del programa de la derecha?

D.S.: Yo creo que hay algo nuevo en el capitalismo. En el papel de la producción llamda inmaterial, el papel de las redes sociales, en la nueva relación tecnología-economía-subjetividad, el nuevo papel de la información. Es un tema súper complejo, que implica, casi, como diría Bifo, una mutación antropológica.

Entonces, que las derechas actuales no sean las derechas disciplinarias de manual (nacionalistas-católicas, etcétera; como describíamos recién a Etchecolatz y a Videla), sino que sean descontracturadas, relacionadas con el yoga, la cultura del rock, mucho más pragmáticas, munidas de  nuevas  técnicas de  investigación de mercado, como los focus group, permite presentar un rostro mas amigable que el que mostraron en la ESMA: no es lo mismo hacerte hablar con la picana que «te entrevisto y te pago unos pesos por participar».

Hay novedad, innegablemente. Lo que no creo que se pueda decir es que haya novedad en el proyecto de subordinación de sectores populares, a las exigencias de valorización del capital. Tampoco hay novedad en el hecho de que, cada tanto, la amigabilidad macrista da lugar a la doctrina Chocobar, el asesinato por la espalda de Rafael Nahuel o al encubrimiento sistemático por parte del Estado de las responsabilidades en el asesinato de Santiago Maldonado. Es cierto que no se está gobernando sobre la base de una represión sistemática y asesina del conjunto de la sociedad. No estamos en la dictadura, no es Videla.

Tampoco es Menem, no se está gobernando a través del peronismo. No se está haciendo una aplicación general de privatizaciones, como sí se hizo en esa época. Esas singularidades históricas hay que saber leerlas. Lo que no creo que se tenga que hacer es, mediante la voluntad de singularizar y precisar la caracterización, aceptarle a Marcos Peña su cosmética y abandonar toda comprensión crítica de las políticas de las elites en el poder. Eso es un error total, porque el discurso con el que se caracteriza necesita ser un discurso crítico. La criticidad es fundamental: decir  hay una nueva derecha sirve si permite ver cómo, a través de estos nuevos discursos, se restituyen las formas más duras de las jerarquías sociales. Si eso no se hace, el discurso deja de ser crítico y se torna complaciente. Vos podés decir «mirá, Marcos Peña es más simpático que Martínez de Hoz». Sí, sí, pero ¿cuál es la relación entre la simpatía de Marcos Peña y la re-jerarquización de la sociedad? Eso es lo que hay que pensar. Si no, la palabra ‘derecha’ se disuelve, y sólo queda ‘nuevo’.

L.S.:  Recién nombraste el caso Santiago Maldonado. Tanto vos como Verbitsky decidieron sostener públicamente el carácter de desaparición forzada del caso, incluso después de la aparición del cuerpo, en base al contexto el que se da su muerte y porque, efectivamente, estuvo desaparecido tres meses, en los que el Estado hizo lo posible por echar la menor luz posible sobre su paradero. Sin embargo, a raíz del mismo hecho -la aparición de su cuerpo- sobrevino una desmoralización absoluta en el seno del mundo de izquierdas que si bien venía de antes, se intensificó. Más aún, fue visible una cierta crisis a la interna de los organismos de derechos humanos -CELS, Madres, etcétera-, donde a cada marcha sucesiva que se convoca éramos menos y se sentía que la habíamos pifiado. ¿Cómo pensás que impactó el caso Maldonado en las militancias y el movimiento de los derechos humanos? Al mismo tiempo, ¿pensás que tu postura fue la correcta? ¿Reafirmás tu posición?

D.S.: Sí, claro, reafirmo mi posición. En una lucha legítima, en una comunidad mapuche, en función del territorio y en base a una crítica al Estado roquista, la gendarmería hace una represión ilegal, reiterada, y, en ese contexto, desaparece Maldonado.  Y el Estado, en lugar de tener un compromiso -ineludible- con tratar de saber qué pasó y sancionar ese conjunto de ilegalidades, se dedica a desinformar a la sociedad. Me parece muy peligroso que las fuerzas represivas de ese momento sean reivindicadas, premiadas.

Luego de que aparece el cuerpo de Maldonado, sucede el asesinato de Rafael Nahuel, y el discurso es que las fuerzas represivas, a priori, tienen razón porque están defendiendo la legalidad -y el que ataca la propiedad privada, ataca la legalidad. Entonces, no veo ahí un punto que me desmoralice, ni que me permita comprender esa desmoralización.

Otra cosa son las discusiones adyacentes, como, por ejemplo, sobre si aplicación de la categoría de ‘desaparecido’ a el caso Maldonado fue la más feliz. Verbitsky explica, en Vida de Perro, que hay una categoría de la desaparición que no implica el carácter colectivo y sistemático. Es decir, que se puede hablar de desaparición sin que se trate de un genocidio o una dictadura. Ahí hay una dimensión de conocer las figuras legales que se utilizan.

Por otro lado, estamos obligados a pensar que las muertes violentas no son siempre en el mismo formato que en la dictadura. Son muertes violentas diferentes. Hay que saber pensar las continuidades y las rupturas. Fuerzas represivas matando luchadores es un continuo, no hay duda. El modo en que eso ocurre, sin embargo, tiene muchas novedades, y esto es muy relevante desde el punto de vista de la investigación y de la comunicación, ser capaz de reconstituir la singularidad en cada una de esas muertes. De hecho, en el caso de la muerte de Maldonado, hay algo que no sabemos: cómo fue, exactamente, su muerte. El Estado convoca una multitud de peritos y, sin embargo, al día de hoy hay dudas. Horacio González dice algo muy importante al respecto: «no es el saber positivista de un perito es que va a determinar, por sí solo, cuáles son las connotaciones y todo lo que tenemos que pensar sobre esta muerte». Me parece que es más complejo el proceso de cómo se establece la verdad.

Ahora, si, a raíz de un muerto político o desaparecido, la izquierda o un sector de la izquierda del kirchnerismo se ilusiona con que se puede hacer una continuidad directa entre dictadura y macrismo, olvidándose de todo lo que venimos diciendo sobre la caracterización de las novedades políticas, es un error y esa ilusión tenía que caerse. Yo creo que hay que poder sostener, al mismo tiempo, la enemistad de clase -la enemistad política con la derecha- sin mistificar, tratando de entender cómo se dan las cosas en este momento. Ni ellos ni nosotros nos podemos clasificar con cómo se daba la lucha social en los años ’70. Ahora,  repito, esas discontinuidades no significan que el macrismo pueda dejar de evocar proyectos de orden que existieron en la Argentina en los últimos dos siglos. Y las luchas sociales no dejan de evocar los momentos de efervescencia social de los dos siglos anteriores. Pero esa evocación es compleja, es sutil. No podemos decir «ellos son los que hicieron la Campaña del Desierto y nosotros los indios». Lewkowicz, Abramovich, Sztulwark. No nos cree nadie. Me parece que es un proceso de historización desmitificante.

L.S.: Claro. Por ejemplo, el 18 y 19 de diciembre del año pasado se vio una continuidad clara, observable, con las imágenes del 19 y 20 de diciembre de 2001, al mismo tiempo una clara ruptura: al día siguiente ya era obvio que no estábamos en tamaña crisis social y, aún si » un huracán atacó la ciudad y cambió el paisaje para siempre» y «se acabó el monólogo del macrismo», todo volvió a una relativa normalidad (no hubo helicóptero, en síntesis).

 

¿Cómo serán las manos del que las mueve gracias al odio?

L.S.: Metiéndonos con el capítulo 6, donde revisan la historia de la iglesia argentina. Se podrían identificar distintos roles que la iglesia católica fue tomando en las distintas épocas, al menos  Uno sería un rol más «social», donde la iglesia trabaja con la burguesía liberal argentina en la construcción de consenso. Una segunda podría ser, un rol más político, donde logran unificar a las clases dominantes y las fuerzas armadas con un mismo programa, en determinados momentos (golpe de 1955, por ejemplo). Otro tercero sería el trabajo en el plano moral, que permite, por ejemplo, justificar las torturas en la dictadura del 76. A su vez, el macrismo se presenta, a primera vista, como una derecha laica, que puede prescindir (y enemistarse con) la jerarquía católica argentina. Dice de sí mismo que, desde el 2001, empiezan a comprender los deseos, las aspiraciones, que le permite a ellos pensar una política neoliberal. Sin embargo, en términos prácticos pareciera necesitar a la iglesia.

D.S.: Vamos a ordenar un poco la pregunta. Por un lado, está la obra de Verbitsky sobre la iglesia, que son 4 tomos y son muy ilustrativos. Creo que es su obra más importante y no fue tan leída como hubiera sido necesario. Tal vez, para una parte de la sociedad argentina resulte muy difícil leer esos libros y haya quedado como libros para investigadores o especialistas. Pero desde el momento en que la iglesia argentina produce un papa, cambia la relevancia que tiene ese estudio, pasa a tener un interés más universal. En esos libros, Verbitsky narra cómo fue la competencia entre una emergente burguesía liberal y la iglesia católica. La burguesía está totalmente volcada en atacar a la iglesia. Hasta que la migración obrera con tradición libertaria empieza a desbordar el marco de esta burguesía liberal, que retrocede y hace una alianza con la iglesia católica, con la idea de un orden estable, de una jerarquía natural. Y lo que cuenta el libro es la larga historia donde la iglesia queda a cargo de adoctrinar a las fuerzas armadas como principal instrumento represivo contra la clase obrera. Es una larga historia que tiene un capítulo muy especial en el que se narra la influencia de militares que estuvieron participando del anti-colonialismo indochino y, sobre todo, en Argelia. Llegan a la Argentina, a través de la iglesia católica, colaboradores del nazismo francés y, son personas que empiezan a elaborar muy tempranamente en el país una doctrina de tortura y represión contra el comunismo. Hay que considerar también el testimonio de Scilingo, que es muy tremendo, porque cuenta que cuando tiraban cuerpos al río, entraban en crisis los cuadros de la represión y los cuadros de la iglesia les decían «esta es la muerte más humana». Como si hubiese una relación muy directa en cómo se llegó a la ESMA desde el punto de vista de la represión militar y el tipo de adoctrinamiento y contención que la iglesia fue ofreciendo. Pero, al mismo tiempo, no se puede perder de vista que la iglesia es anterior al mundo liberal y es crítico del mundo liberal-capitalista, desde siempre -no es una novedad de Bergoglio eso-. El problema es cómo se juzga esa crítica, si se la juzga como crítica radical (la iglesia como alternativa al capitalismo) o si, como podés pensar con Gramsci, la iglesia se convirtió en un intelectual tradicional: surge como intelectual colectivo vincualda a clases dominantes anteriores, pero se adapta a una cierta coalición de las clases dominantes de estas épocas. Eso parece narrar la investigación de Verbitsky: la coexistencia de intelectuales cuya ideología no proviene del capitalismo pero que no hacen una crítica lo suficientemente radical, por ejemplo la propiedad privada como tal.

L.S.: Hay un quiebre que se da en las épocas del peronismo, se abre una época de alianza con la iglesia pero, sobre todo, de competencia de un peronismo cumple un rol social que la iglesia quería cumplir.

D.S.: Claro, el peronismo toma la doctrina social de la iglesia y le disputa la conducción. Entonces con esquemas muy tomados de la iglesia, el peronismo, dice Verbitsky, adopta formas de pensar la comunidad, el mando político, el carisma, la santidad, muy parecidos. Pero la Santísima Trinidad no la pone el vaticano, la ponen Perón y Evita. Lo que me parece importante es que en la Iglesia hay muchas corrientes, siempre hubo corrientes «más sociales», incluso, la Teología de la liberación -que incorpora el marxismo-. Pero cuando hablamos de Bergoglio, estamos hablando de una corriente argentina que sin ser una corriente fascista, sin ser liberal, que generalmente es agrupada como «Teología del pueblo», dio la confrontación con la Teología de la liberación. En el libro lo explica bastante bien Rubén Drí, que fue parte de los Sacerdotes del Tercer Mundo. Esa corriente lo que hace es impugnar el papel del marxismo como elemento de análisis que la Teología de la liberación reivindicaba. Y propone la idea más cultural de un «pueblo» y no la historia de una lucha de clases. Esa sustitución da lugar a una idea de pueblo que converge con una idea mitológica de pueblo que Guardia de Hierro -corriente del peronismo que Bergoglio estaba muy vinculado- había elaborado. Son muy contrarias a la idea de pueblo de John William Cooke, del pueblo como lucha. Ahí no hay que perder de vista que la cristianización es un control pastoral de los cuerpos. Si nosotros estamos pensando, el lugar que cumple el 8M, por ejemplo, el conflicto entre la reivindicación plebeya de la ciudad, de la cultura, del goce, de los cuerpos, del aborto, va de lleno en choque con esta posición pastoral de la iglesia, tradicional y doctrinaria. Entonces lo que hay que pensar es que la Iglesia, cuando hace críticas al neolbieralismo,  tácticamente abre zonas que los movimientos sociales y todos tenemos que aprovechar y es muy interesante cuando ocurre. Y al mismo tiempo, saber que no es una crítica radical al capitalismo y, además, que el peso de esa iglesia, del poder eclesial sobre movimiento sociales como el movimiento de mujeres, es muy peligroso y cuestionable.

El otro aspecto es el macrismo, el tipo de laicismo que el macrismo apuesta herederar, por el lado de lo «new age», de tomar de las subjetividades flexibles, de la contra-cultura, del rock, de la lectura de Nietzsche que hace Alejandro Rozitchner, una suerte de laicismo general que le permite proponerse como gobierno moderno que discute temas como el aborto. Cosas que nunca hubiera hecho un gobierno que es ciego seguidor de la iglesia, en un contexto donde el Papa es argentino. No estaría, igualmente, de acuerdo en decir que da lugar a un ateísmo, la iglesia si ve ahí un ateísmo. Yo no puedo ver un ateísmo porque aceptar que el neoliberalismo en su aspecto laico es un ateísmo, implica suprimir todo lo que el capitalismo tomó en su constitución del cristianismo. Es un debate que planteó León Rozitchner de manera muy aguda y que tiene mucha importancia.

L.S.: El reemplazo de Dios por el Mercado.

D.S.: Claro, misma degradación de los cuerpos, descuido de los goces. Entonces como se toma el individuo consumista como si fuera un ateísmo es complicado. Creo que como lo explican en algún momento cuadros ligados a la teología del pueblo, la derrota del marxismo como enemigo histórico le permite a la iglesia situarse en un lugar de reivindicación de lo social y hasta del «quilombo» social, contra lo neoliberal. Pero a mi me parece que es una discusión que puede derivar en un co-gobierno mixto, del que surge un neoliberalismo con sensibilidad social. Hay partes de éste gobierno que parecen expresar eso, por momentos Vidal pero sobre todo Carolina Stanley. Son zonas de gobernabilidad y acuerdo que se dan sobre una base en las que un gobierno neoliberal con un cierto control de la iglesia puede llegar a haber un cierto mixto de gobernabilidad. En la coyuntura hay que evaluarlo esto, pero surge de un balance de lo que fueron los gobiernos progresistas y, sobre todo, los movimientos sociales más autónomos que no me parece nada interesante. Siempre hay que decirlo con muchos matices, porque siempre hay una cantidad enorme de gente de la iglesia que está siempre trabajando en la base social, con situaciones muy duras, que tiene un acompañamiento del mundo popular que no tienen otros actores, cuyos discursos pueden ser más interesantes. Esa presencia, acompañamiento y conocimiento de lo que son las contradicciones del mundo popular son invalorables. No se puede perder de vista, tienen que ser discursos muy matizados

L.S.: La hipótesis de la secularización incompleta parece fundamental para pensar a la burguesía, pero no sólo a ella, al Estado, al conjunto de la sociedad. Hay un problema ahí.

D.S.: Ahí está el libro de David Viñas sobre cómo la burguesía liberal positivista construye sus categorías al mismo tiempo que lleva adelante la guerra, el genocidio, contra los pueblos indigenas por la integración del estado-nación. Piensan, dice Viñas, el estado nación como gran propiedad. Tiene una gran frase David Viñas: la manera de pensar la gran propiedad de la tierra no es un proceso distinto al momento de creación de esas categorías iluministas. Y que después, como ni siquiera dan lugar a un capitalismo pleno de secularización previa, permiten esta recaída, este acuerdo con la iglesia. Hay algo que pensar en el problema de la tierra y el problema del pensamiento. Que después aparece en Verbitsky claramente en el 55. Verbitsky ve a los aviones tirando bombas sobre la Plaza de Mayo con la consigna «cristo vence», después de que con su padre han estado fascinados con el surgimiento de las villas miserias, sintiéndose como judíos parte de una migración sin tierra, presenciando cómo las fuerzas de seguridad e iglesia eran un sistema de cerrojo sobre la propiedad de la tierra. Pensar eso, también ilumina una forma de asumir al peronismo, que tiene que ver con una especie de multitud argentina, hecha de migrantes que vienen de afuera del país y de migración interna, de una suerte de plebeyismo que está a cargo de los grandes momentos históricos (del 55, 69, 2001). Ahí hay una cosa estructural para pensar. Estos análisis sobre la derecha, sobre el poder, sobre la iglesia, las Fuerzas armadas, no está separado de la idea de la lucha de clases. Como oposición, un plebeyismo por la manera de pensar, de apropiarse de la tierra, de los cuerpos. En donde creo que entra Walsh, porque después se liga con dispositivos concretos de investigación, de analítica de la sociedad argentina, de compromisos políticos. Creo que ahí está el asunto.

L.S.: Volvamos un poco a León Rozitchner, él decía que el cristianismo ‘allana el terreno’ para el surgimiento del individuo capitalista. Haciendo una teoría adyacente (y mala), podríamos decir que el golpe eclesiástico del ’76 abre el camino para que, en 2015, surja una derecha capaz de gestionar el deseo, como veíamos diciendo. Hay algo que no queda claro ahí. Primero, si pensamos al macrismo como vos decís, como consecuencia del 2001, habría que entender qué pasa entre 2001 y 2015. Y segundo, más aún, qué pasa entre el ’83 y el 2015.

D.S.: El hecho de que las derechas puedan capitalizar el descontento social es, hoy, un fenómeno que se puede ver en cualquier país, por lo menos de Occidente. O sea, una derecha que no aparece como responsable de las barbaridades del capitalismo, sino como la que puede denunciar a las élites -supuestas- previas y capitalizar el descontento social.

Entre 1983 y 2001, la derecha argentina no hace, prácticamente, política con cuadros propios -salvo el intento de la UceDé-, sino que gobierna a partir de los gobiernos populares, corrompiéndolos o influyéndolos. Alejandro Horowicz le llama democracia de la derrota, entendiéndolo como un período en el que, sin importar qué partido político gane, el programa es siempre el mismo. La política está suprimida, en el sentido en que la democracia no puede expresar un descontento o alternativas.

El 2001 es un cambio, uno muy fuerte. Ya lo dijimos, hubieron muchos 2001 y, así, una posibilidad de desplegarlo. Quiero decir: el 2001 es el momento en donde el kirchnerismo empieza a hacer una lectura sobre cómo gobernar después de semejante crisis, pero también es el momento en el que surgen Carrió y Zamora, con una fuerza impresionante. Y también es -y este es el punto- donde tiene su fundación la idea de Cambiemos, de un gobierno de CEOs. También hay que pensar lo que cuenta Pablo Vommaro (en el libro Mundo Pro), cómo es que los cuadros de gestión empresarial capitalista deciden salir a hacer política de forma directa, dejando de delegar en los partidos políticos que estaban antes.

La otra cosa que hay que ver es que el 2001, al ser tan múltiple, habilitó lecturas muy diversas. Acá lo importante es la lectura de un 2001 ordenancista que nombrábamos antes. Esta idea de poder meritocrático, de progreso individual, del híper consumo. Vemos acá que buena parte de la Iglesia, de los partidos políticos, del Poder Judicial y de los grupos económicos concentrados parecen compartir un balance del período social y político anterior a 2015 reducido al problema de la corrupción. ¡Como si se pudiera hacer un balance de la complejidad de esta etapa con un único eje -en la corrupción!  Esto es llamativo, porque es una unidad muy rara, entre grupos políticos que no tienen la misma perspectiva del país. Yo creo que es una operación ideológica muy complicada, porque recae sobre la más interesante de las experiencias, que se intentaron hacer entre movimientos sociales-derechos humanos-gobierno. En otras palabras, no sé si fueron interesantes las experimentaciones, pero lo que se intentaba ahí era vincular organizaciones sociales con instituciones. Creo que se está intentando dar por anulada la idea de que un actor colectivo, que no es funcional a la acumulación empresarial, pueda tener peso en la sociedad. Me parece de lo más grave que estamos viviendo hoy, en términos de discurso político.

L.S.: Alguna vez hablamos sobre algunas imágenes que narraban las ex-hijas en sus testimonios. Recuerdo, en particular, que te había conmovido mucho cuando Mariana Dopazo cuenta que Etchecolatz, cada vez que llegaba a su casa, se encerraba a rezar y besar estampitas religiosas. Tiene mucho que ver con el capítulo de Moral burguesa y revolución, de León Rozitchner, en el que cuenta que el rol de los curas en la invasión de Bahía de los Cochinos era justificar, consolar y habilitar a los torturadores en sus acciones, en nombre de Dios. ¿Cuál es el papel de una cierta idea de la Fe, de una doctrina muy fuerte, para sostener a los cuadros de la represión? ¿Qué hay ahí?

D.S.: Es cierto, cuando salieron los testimonios de ex-hijas de genocidas en El Cohete a la Luna, esa situación me impresionó mucho. Sobre todo porque se parece mucho a lo que cuenta Videla en el libro Disposición Final, de Ceferino Reato. Él dice que queda solo frente a la Virgen. El categórico «yo no me arrepiento de nada» se sostiene sólo en la Virgen.

De vuelta, yo creo que Rozitchner es el que más agudamente llego a ver el papel de una idea de amor en la religión, que es muy radial. Es un amor a Cristo. Freud dice, en Psicología de las masas y análisis del yo, que el amor de las masas artificiales es el de los soldados con el general. Es un amor que no pasa transversalmente entre los cuerpos, y que, además, deplora el odio, es sólo amor. Es decir, renuncia a que el cuerpo tiene, como diría Spinoza, amor y odio, que es una dimensión cognitiva básica para un movimiento social, popular, de masas. Experimentar odio por la explotación o la represión, y amor por todos aquellos con los que se va tejiendo fuerza. La renuncia a un amor concreto, en nombre de un amor abstracto, y la renuncia a un odio concreto, por moralización del odio, tiene una larga historia de domesticación.

Entonces, la idea de que haya una Virgen ¿Qué es una Virgen? Es una mujer abstraída de su capacidad de gozar, diría Rozitchner. Es esta idea de que hay una serie de abstracciones, con las que uno se relaciona de manera directa, para poder prescindir de lo que va a hacer con unos cuerpos que va a destruir -mujeres concretas, madres concretas que va a destruir, va a torturar, les va a robar los hijos. Es el papel de la abstracción en la subjetividad, donde lo que se hace es tener relaciones ideales con las imágenes, lo que permite permite una crueldad brutal con los cuerpos efectivos, que están al lado. Me parece que sin eso, sin ese cúmulo de crueldad del que habla Rita Segato, en general, las restauraciones capitalistas no son posibles. Entonces, sí, me impresionó mucho leerlo en Mariana Dopazo, leerlo en libro sobre Videla.

Claro que la Iglesia tiene un discurso del amor, Nietzsche lo trabajó mucho. Pero la Teología de la Liberación decía «bueno, que ese discurso del amor se vuelva lucha comunitaria concreta». O sea, esta lucha para que el amor no sea abstracto, porque el amor abstracto habilita mucha crueldad y mucha dominación. En cambio, el amor concreto permite, como diría Spinoza, ligar cada cuerpo con sus pasiones. Creo que ahí hay un problema general, que me interesa mucho, que quiero seguir rastreando.

L.S.: Siguiendo esto que decís de ligar los cuerpos con sus pasiones, en el libro traés a colación a Methol Ferré -que también lo usás en tus notas-, que dice la función de la Iglesia es esterilizar las distintas corrientes ideológicas que, de alguna manera, ponen en jaque al catolicismo, y, posteriormente, incorporar esos signos a la institución eclesiástica. Pareciera que hay algo que no se puede someter a esta lógica, que es el movimiento de mujeres a nivel mundial y la teoría de género, porque plantea lo más radical que se le puede plantear a la Iglesia: la disolución de la familia tradicional.

D.S.: Methol Ferré dice que la Iglesia se define por tener enemigos, es decir, una Iglesia está viva porque tiene enemigos con quien discutir. Pero la Iglesia discute con amor, sigue, no aniquila. Es dudoso que históricamente sea así. Pero es lo que él dice. Entonces, va mostrando que el enemigo es siempre el ateísmo de cada momento, como pueden haber sido los protestantes en su momento, o la Ilustración. Ateísmo no tomado como no-Dios, sino como quienes disputan el lugar fundamental de la Fe y la Iglesia.

A eso hay que aniquilarlo, porque el ateísmo sólo funciona cuando se liga con núcleo de verdad. Entonces, cuando se dice que la Iglesia se mueve con el amor y no con la aniquilación, significa que va a rescatar el núcleo de verdad, va a separarlo del componente ateo, aislando este último. Lo que tiene que ver la Iglesia, dice entonces, es quién es el que reivindica el ateísmo en este momento.

¿Qué diría Methol Ferré hoy? Que un hedonismo neoliberal es el ateísmo actual. Porque niega lo comunitario, niega la trascendencia, la Fe, los valores. Durán Barba, Marcos Peña, Alejandro Rozitchner serían los ‘ateos’ actuales. Siguiendo tu pregunta, ¿podría ser el 8M el ateísmo actual? Bueno, ahí se pone más interesante la cosa, porque el 8M como ateísmo no se lo puede pensar como duranbarbismo, porque lo que tienen estos movimientos es una experiencia de ruptura con el individualismo neoliberal, con las formas de explotación capitalista, con la organización desde la propiedad privada. Tiene un elemento de ruptura con el patriarcalismo de todos los colores, y eso hay que pensarlo, porque el neoliberalismo, sin patriarcalismo, no se puede organizar.

L.S.: Se trataría, al parecer, de una ligazón comunitaria no jerarquizada.

D.S.: Exactamente. Es lo que Alberto Methol Ferré dice sobre la Revolución Cubana, que es el momento en que el comunismo se vuelve pueblo en América Latina. Mientras la Revolución Cubana estuvo apoyada en el proyecto soviético y había una amenaza general revolucionaria, la Iglesia dio la lucha contra la apropiación de lo comunista por lo ateo. Cuando eso cae, la Iglesia puede permitirse tener mucha menos crítica hacia las revoluciones, incluso hacerlas propias. Y hacerle críticas al capitalismo, ya que no hay nadie más que se las pueda hacer. Pero, justamente, esas críticas no heredan esa radicalidad de ese marxismo.

Lo interesante del movimiento de mujeres es que no es un debate meramente intelectual acerca del capitalismo y el catolicismo, sino que liga realmente con las experiencias de abuso, experiencias de crueldad y barbarie del capitalismo patriarcal. En la medida en que este elemento plebeyo sea dominante en el movimiento de mujeres, lo que se va armando ahí no cuaja como ateísmo neoliberal. Hay, como mínimo, corrientes del feminismo, popular y otras, que están claramente en confrontación directa con el programa neoliberal. Entonces creo que ahí la visión paranoica busca-ateísmos de la Iglesia no es interesante.

Después de Spinoza, la idea de lo divino -es decir, lo que da vida– tiene dos corrientes: inmanente o trascendente. Tanto el comunismo, como el movimiento de mujeres y las luchas plebeyas piensan en un dar vida inmanente. Lo divino es histórico, pertenece a la comunidad y a lo que pasa en el plano de los cuerpos. Esto lo diferencia tanto del catolicismo del Vaticano como del neoliberalismo, que le atribuye la creación de todo al capital, y no a esta articulación de trama de los cuerpos.

L.S.: Está el carácter interminable del libro. Siempre podría haber algo más que agregar. Supongo que al momento de edición y la finalización de la publicación, generaba cierta ansiedad que todo el tiempo estén pasando cosas que podrían ser parte del libro.

D.S.: Verbitsky es una figura extraña en la medida en que su influencia no se deriva de cargos públicos, o riquezas. Su vocación es rozar los fenómenos políticos, en un país vivo políticamente, en el cual los acontecimientos históricos nos tocan: tenemos una gran capacidad de vivir acontecimientos históricos, mas alla del palacio y de los burócratas políticos. En ese sentido este es un libro que podría no haberse terminado nunca (ahora mismo podríamos estar armando un capítulo sobre los ex hijos, exacto), siempre se podría agregar algo más.

L.S.: Y va también contra la actualización constante que Bifo describe: un tipo de actualidad adaptativa. En estos casos la actualización está dada por el concepto mismo: esos acontecimientos hablan del presente y van a hablar del futuro constantemente porque hablan de la matriz histórica argentina

D.S.:  Franco Berardi (Bifo) dice que en el semiocapitalismo estamos todo el tiempo exigidos a actualizar una adaptación al medio. Pero el fenomeno que estamos describiendo es diferente y hasta opuesto: estamos creando experiencia, inventando un lenguaje, modos de hacer, de recordar, de archivar, de denunciar, de conceptualizar. En ese sentido es completamente anti semiocapitalista. Se trata de una velocidad propia: la velocidad de vivir acontecimientos. En Brasil quizás esto se vea distinto: meten preso a Lula y pasa poco y nada. Un amigo me decía en chiste: en Argentina meten preso a Altamira y hay más quilombo que en Brasil. Esa es la vitalidad que intento captar en el libro y creo haberlo logrado, no porque el libro esté bien escrito, sino porque me deprime que no esté lo de los ex-hijos y que falten cosas porque siempre hay más.

L.S.: Desde el 17 de Octubre hasta hoy en día la política nunca fue de palacio, ahí está su vitalidad.

D.S.: En la Argentina, a pesar de que el movimiento popular ha sido quebrado en el 76′ -y que ha sufrido golpes muy fuertes- tiende a reconstituirse, tiende a generar nuevas generaciones de luchadores, tiende a abrir agendas, a producir saberes, a tener una imaginación poderosa, lo vemos con el movimiento de Derechos Humanos, y lo vimos con el Movimiento Piquetero en el 2001. Yo no quisiera dejar de decirlo: personalmente, fue la experiencia más conmovedora que yo viví fue estar en los barrios del sur del conurbano bonaerense en el 2000/20001. Como explicarlo: la idea de que la política no la hacen las élites, que es lucha desde abajo. Pero también ahora con el 8M. Entonces, toda la educación militante de una parte de mi generación, esa que inicia en la política con la «primavera democrática», que sabíamos desde chicos que estábamos en dictadura porque nuestros padres eran militantes, siempre supimos o intuimos que detrás de los poderes públicos actuaban poderes siniestros. Nos criamos con la narración de los derechos humanos, y luego nos medimos con las luchas sociales de la crisis del 2001. Esta experiencia da una idea de la lucha, pero no de la victoria. En todos estos casos de politización se da la misma secuencia: las víctimas se constituyen en sí mismas en figuras de luchas, crean nuevos derechos. Los escraches que organizaba n los H.I.J.O.S, por ejemplo, creaban condena popular en el momento en que el Estado consagraba la impunidad, una máquina de reconstrucción del tiempo histórico, de simbolización, de reposición de justicia.

L.S.: ¿Al lado de qué libro pondrías a Verbitsky, vida de perro, balance político de un país intenso, del 55 a Macri?

D.S.: Primero, al lado de Contraderrota de Roberto Mero y Juan Gelman. Después, también al lado de Del obrero-masa al obrero social de Toni Negri.

L.S.: Si se me permite sugerir, diría que al lado de Almirante Cero, de Claudio Uriarte.

D.S.: ¡Ah, bueno! Yo estaba pensando en el hecho de que son conversaciones para pensar la transición de un momento a otro. Estaba intentando pensar qué libros se parecían en ese aspecto. Para mí, lo interesante que tiene Vida de Perro es que, en el ritmo de una conversación, se pueden pensar transiciones históricas. Ahora, si son los libros que yo tenía más vivos mientras lo hacía, es otra cosa.

L.S.: Hagamos esos dos criterios, entonces.

D.S.: Entonces serían los dos que dije antes, en la medida en que permiten pensar transiciones subjetivas y objetivas; en los que se puede leer cómo un cambio de situación histórica obliga a pensar la propia coherencia.

Libros que me parecen importantes para pensar con Vida de perro  hay un par. Primero, lo que nombré sobre el concepto de historicidad está en los libros de Henri Meschonnic y liga mucho con Walter Benjamin. Por otro lado, para mí la persona que está más presente en el libro es León Rozitchner, ya lo hemos dicho: la crítica al cristianismo, a la lucha armada. David Viñas. Rita Segato también está muy presente. El concepto de crueldad de Segato, principalmente, y el ensamblaje entre patriarcado y capitalismo. Y creo que Cooke también, la idea de poder pensar cómo en la Argentina se restituye lo maldito, cuáles son las formas -enmascaradas, matizadas- en las que aparece y cómo se entra en relación con eso.

También debería confesar que hay una idea althusseriana en el libro: que Verbitsky tiene un método práctico, y que éste está siendo leído sintomáticamente acá, está intentando ser leído como método. Hay algo de la preocupación por la investigación que a mí me parece fundamental, incluso si yo no sé hacerlo. Esto es, tratar de ver cómo la lucha de clases, llevada al plano de la investigación, tiene leyes propias. Todo lo que se considera fuente, verdad, forma de difusión. Todo ese conjunto más técnico de la investigación tiene una potencia práctica muy vigente en Verbitsky, y no sé si ha habido una reflexión sobre eso, porque se ha hablado más sobre su figura. En ese sentido, hay algo althusseriano en decir: en una práctica que funciona, se puede pensar cuáles son los conceptos o el método que está funcionando. Creo que es un chiste que circula constantemente -implícitamente- entre Horacio y yo: «vení y decime vos qué es lo que yo hago, porque yo hago lo que hago, no tengo una reflexión sobre lo que hago. Yo investigo, no teorizo».

Al mismo tiempo, hay algo de lo que dice Benjamin sobre las generaciones: que todas las generaciones tiene un débil poder mesiánico, pero que tiene que ver con una cita perdida entre generaciones. Ninguna de las generaciones puede dejar de ir a la cita, pero nadie sabe dónde está. Es hermoso, dice que las generaciones se buscan para decirse algo pero no se sabe dónde se va a dar el encuentro ni qué se va a decir.

 

 

 

 

Tu aliento vas a proteger, en este día y cada día

(Aunque te quiebre la vida,

      aunque te muerda un dolor)

La lucha de clases, que tiene siempre ante los ojos el materialista histórico educado en Marx, es la lucha por las cosas toscas y materiales, sin las cuales no hay cosas finas y espirituales. Estas últimas, sin embargo, están presentes en la lucha de clases de una manera diferente de la que tienen en la representación que hay de ellas como un botín que cae en manos del vencedor. Están vivas en esta lucha en forma de confianza en sí mismo, de valentía, de humor, de astucia, de incondicionalidad, y su eficacia se remonta en la lejanía del tiempo. Van a poner en cuestión, siempre de nuevo, todos los triunfos que alguna vez favorecieron a los dominadores (…) Con ésta, la más inaparente de todas las transformaciones, debe saber entenderse el materialista histórico.

Walter Benjamin, Tesis sobre la historia (IV)

Necesitamos de la historia, pero de otra manera de como la necesita el ocioso exquisito en los jardines del saber.

Nietzsche

Dos jóvenes se iban de sus casas, esta vez era un sábado 23 de abril por la mañana en Chacarita. Un poco por azar y un poco por Ignacio Lewkowicz, conocían, en una charla, a Diego Sztulwark. En busca de pistas, preguntas y respuestas que los hicieran comprender un poco de lo que estaba pasando en su país -y en Latinoamérica-. También, porque no se sentían identificados con la sensación de derrotismo generalizada. Entendían que, si habían caído ciertas premisas que parecían certeras, era el tiempo de doblegar el esfuerzo en el pensamiento, de tal forma que permitiera salir del estado de susto y tristeza, espanto e incomprensión. Por supuesto, con la necesidad de ampliar – ¡y no abandonar! – las categorías clásicas bajo las cuales se habían formado en su militancia secundaria. Encontramos ello entonces y a un gran amigo, quien ahora les entrega el libro.

***

Hablar de nuestras sensaciones en tanto lectores, implica entrar en diálogo con los autores y sus generaciones. De manera inevitable, con nuestra generación, aunque sea con nuestrxs amigxs y compañerxs. Un conjunto de discusiones que forman parte del libro retornan una y otra vez en nuestros propios temarios y diálogos. Generación, claro está, no es sólo una franja etárea, pero no deja de serlo: es un conjunto de experiencias, procesos políticos y sociales, que se atraviesan con sus especificidades. La historia no la resuelve uno, pero sí, de alguna forma u otra, se resuelve en uno. Esos dilemas, preguntas, aperturas y clausuras, caminos, laberintos -también sus lecturas, subrayados, anotaciones al margen- no dejan de ser parte de una experiencia común al mismo tiempo que individual.

Entramos entonces, en un diálogo con Verbitsky, la generación de los setenta. Setenta en Verbitsky no es setentismo, no es nostalgia, no es un lugar de privilegio, no es un lugar de autoridad y saber. Dialogamos también, con la generación de Sztulwark: “Confiamos menos en el heroísmo y damos más tiempo a las interrogaciones. El combate se nos presenta de otro modo”, dice de sí y de sus compañerxs. Una generación que creció en diálogo directo con lxs sobrevivientes de la crueldad genocida. Si ella es la generación que creció con “el fin de la historia” y, al mismo tiempo, vivió muy intensamente el 2001 -cada quién a su modo- fue absolutamente cortada y bifurcada por el kirchnerismo: heterogéneos programas, lenguajes y planteos se elaboraron, más allá -y a pesar- de 2001. ¿Y la nuestra? Mucho más ambigua, ya no creció en diálogo directo ni con la generación de los setenta ni, tampoco, encontró referentes claros en la generación ‘del 2001’.

Eso, que puede ser evaluado positiva o negativamente, abre zonas de potencia explícitas: no hay conclusiones previas, no hay pasos ni recetas. Se abre, por supuesto, un peligroso escepticismo, que coquetea mucho con la incredulidad posmoderna. Al mismo tiempo, despierta una cierta rebeldía.

Volvamos un poco a Vida de perro. La importancia teórico-política del libro, para nosotros, reside en su capacidad de pasar en limpio un conjunto de saberes, discusiones, elaboraciones que, desde hace mucho, hacían falta. Pero no, y he aquí lo fundamental, una conclusión sobre la historia. Es decir, más un conjunto de advertencias que un conocimiento sobre cómo luchar, cómo pensar y qué decir. Dice Sztulwark ya sobre el final: la historia no se repite, pero enseña e insiste. Bajo este lente puede leerse el libro entero. Esa es, quizás, la única conclusión que nos legan los autores.

***

Hace pocas semanas, la Revista Crisis organizó una conversación sobre Qué historia se enseña en la Argentina, recuperando un dossier de la vieja Crisis setenta que, bajo un formato parecido, preguntaba Qué hay de real en la historia (1973). En el panel estaba Marcos Novaro, quien se presentó como un “pesimista del trabajo de los historiadores” y con serias dudas acerca de si hay “alguna contribución” de parte de la historia -y su enseñanza- a las nuevas generaciones. La exposición del “intelectual”, no sólo fue mediocre sino que alcanzó niveles de macartismo que ni siquiera son habituales en los más “orgánicos” de la derecha. Luego de desarrollar teorías conspirativas sobre el “faccionalismo” de los historiadores -a partir del cual estos se sentirían habilitados a decir cualquier cosa- Marcos Novaro, culpó a la izquierda por producir una historia con una agenda acotada (Derechos humanos, políticas neoliberales y “alguna que otra cosa más”) que “a mucha gente no le sirven para nada”. El “faccionalismo” tiene responsabilidades compartidas, pero hay sobre todo “una gran responsabilidad de los historiadores de izquierda”. Pues la izquierda, afirma Novaro, se aprovecha de un “victimismo” -que define como “el dispositivo ideal para ponerse en la posición de debilidad y decir ‘como el otro es más fuerte yo puedo inclinar la cancha’”. Una idea que existe “gracias a los derechos humanos” y que “ha generado un daño enorme”.

Este libro desgrana, migaja por migaja, los argumentos esgrimidos por él y tantos otros. Los destruye, los desnuda y los deja frente a un espejo, cara a cara con su banalidad. Muchas cosas se podrían decir al respecto, por ejemplo, ver a los “derechos humanos” como un tema más y un “victimismo” implica pasar por alto -y hay que ser ciego para no verlo- el lugar de lucha fundamental que los organismos de dd. hh. han cumplido desde el 83 hasta nuestros días. Incluso, implica negar que, desde hace añares, los gobiernos juegan gran parte de su legitimidad en torno al discurso y las prácticas que sobre los derechos humanos construyen.

Pero hay que reconocerle a Novaro algo: la historia está, efectivamente, en crisis. Se ha despertado una creciente desconfianza ella, la verosimilitud de sus discursos y, subsecuentemente, una desconfianza en el futuro. No podemos hacer oídos sordos a eso. Desde esta perspectiva, Vida de Perro, nos dijo algo: si el neoliberalismo operó en nosotrxs generando un pesimismo de la voluntad, lecturas de libros como éste pueden generar un optimismo de la razón. Eso no implica una confianza ciega en la Historia o en que ella que avanza hacia un lugar. Quiere decir que, incluso en su “realismo histórico” (de Verbitsky)  o “cartografía de posibles” (de Sztulwark), no cesan de señalar luchas políticas y sociales que, en los 60 años de historia que el libro recorre, fueron abriendo experiencias que despiertan un cierto optimismo, un vitalismo, cuando dan cuenta del dinamismo político de nuestro país. Aquellos relámpagos benjaminianos que ya mencionamos. No deja de ser cierto que “los muertos oprimen como una pesadilla el cerebro de los vivos”, pero esta mochila que cargamos guarda herramientas e instrumentos que no podemos dejar nunca a un costado.

El libro es pretencioso, pero no deja de alcanzarse a sí mismo en su pretensión. Otro rasgo curioso de su contenido es que, si bien traza un hilo rojo de la investigación militante, si bien es una investigación sobre la investigación militante, no deja de reflexionar al interior de ella misma. Ese secreto lo confiesa Sztulwark, cada vez que se pregunta a sí mismo si “hay un método” en Walsh, en Prensa Latina, en Verbitsky. Es decir, si es posible pensar una epistemología de las luchas populares y del cotejamiento riguroso de los enemigos. Imposible: cada coyuntura guarda un método en su interior, eso el libro lo recorre muy claramente.  Allí puede leerse, como decíamos, que no es un “libro de conclusiones”. Tampoco es un libro académico: lejos del “conocimiento” absoluto, transmite saberes situacionales.

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La investigación política y militante cumple una función de vanguardia: anticipa al enemigo en su próximo paso, señala, advierte, enfrenta. Pero, como no es académica, no puede pensarse por fuera de la conflictividad social con la cual elabora sus premisas. Decía el propio Walsh que quien se autoproclama vanguardia y no cumple esa función efectiva en la lucha, es una patrulla perdida en el medio de la ciudad. En el fuero investigativo, no se trata de desvelar lo oculto, sino de sacar a la superficie lo que ya está presente, realizando asociaciones. El investigador militante, parafreaseando a Piglia, debe instalarse en la frontera psíquica, límite entre el Estado y la sociedad, y de allí, escribir libros, enviar mensajes. En fin, librar una guerra.

Esta investigación epistemológica sobre un saber del combate, este hilo rojo, no deja de ser un posicionamiento ético-político sobre el “rol del intelectual” en nuestra época, la de la ‘comunión de los santos’. Desde esta perspectiva se lee la historia, nuestra historia.

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Verbitsky funciona pegado al dato, Sztulwark más pegado a las categorías. Por supuesto: ni dato por el dato, ni categoría abstracta. Dos lenguajes muy distintos y, simultáneamente, complementarios. Sin embargo, a pesar de los distintos enfoques propios de sus trabajos individuales, en esta coproducción parecen confluir en un estilo, atados al lenguaje de una conversación política, con las formalidades e informalidades que esto conlleva.

Que los autores provengan de corrientes políticas distintas, en un contexto de avance regional derechista, puede ser leído como un mensaje político: la necesidad de retomar discusiones que puedan aportar a un frente de lucha unitario de todo el campo popular. Y, en su interior, autocrítica y revisiones, discusiones estratégicas pendientes: es este también el lugar donde los autores y el lector se juegan su coherencia. En esa dirección caminan el Movimiento de Mujeres y el Movimiento de Derechos Humanos, en definitiva, los únicos movimientos que logran hacer preguntas al conjunto de la sociedad y pulsear al Estado y la iglesia -desde el 2×1 a la actual discusión sobre aborto. Una gran enseñanza de los sesenta y setenta es el carácter estratégico de la unidad. Muchas discusiones de aquella época pueden leerse en ese sentido.

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El capítulo dedicado a la historia de la iglesia argentina, en las cuales se incluye el rol de Bergoglio en la dictadura, no deben pasar por alto cuando el Papa se presenta hoy como una figura de cuyo legajo sólo forman parte los actos humanitarios. Un capítulo fascinante, donde se narra cómo la burguesía liberal se pliega a la iglesia. Recuerda a las páginas donde Marx dice que la burguesía por miedo a concretar en forma completa su programa, se lanza a los brazos de las fuerzas más conservadoras. De allí, se termina desprendiendo una clave para comprender al peronismo y sus desenlaces. También guarda advertencias sobre nuestra actual coyuntura.

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En fin: “el golpe de 1955, La Opinión, la resistencia peronista, el surgimiento de las organizaciones revolucionarias y la táctica de la lucha armada, Rodolfo Walsh, Perón, López Rega, la dictadura, Malvinas, la posdictadura y los juicios a la cúpula de las FF.AA., las variaciones en el modo de acumulación del capitalismo en la Argentina, el papel de la iglesia argentina –dentro de ese marco, la figura de Jorge Bergoglio, ahora Francisco-, los organismos de derechos humanos –en particular el CELS-, el alfonsinismo, los carapintadas, las leyes de impunidad, Menem, los indultos, las privatizaciones y la caída del bloque del socialismo del Este europeo, Página/12, El Cohete a la Luna, Clarín y Papel Prensa, la crisis de 2001 y las organizaciones sociales, Duhalde, la llegada del kirchnerismo, el nuevo escenario mundial con la emergencia de China, la desaparición de Julio López, la derogación de las leyes de impunidad, la recuperación de la ESMA, la soja y la industrialización, Chávez y el chavismo, el asesinato de Mariano Ferreyra, el sindicalismo y la izquierda, la Cámpora, Milani y la llegada de Macri al gobierno”: todos los temas que recorre. Como si fuera poco, como si no alcanzara.

Un libro que no puede pasar desapercibido en el mundillo de las novedades editoriales, no puede estar en una vidriera, quieto, no puede estar en una biblioteca, apretado; no podemos no enojarnos, reirnos, estar de acuerdo o dejar de estarlo en cada una de sus páginas. No puede ser sólo para eruditos. La historia de los libros es la historia de sus lectores. Y una vida, es, también. un conjunto de libros. No podemos, entonces, caminar sin ellos ni luchar sin ellos.  No pueden ellos caminar sin nosotros ni luchar sin nosotros. El libro como arma de autodefensa contra el presente. La historia que recorren las páginas del libro, la historia del libro, nuestra historia: una línea de combate, para los tiempos que vienen.

Un balance necesario (adelanto)* // Conversación con Diego Sztulwark sobre su nuevo libro junto a Horacio Verbitsky

*Entrevista realizada por León Lewkowicz y Facundo Abramovich.
La siguiente conversación es un adelanto de una entrevista que será publicada en forma completa el último domingo de Abril. Pretende indagar, a través de la mirada de Diego Sztulwark,  coautor junto a Verbitsky de Horacio Verbitsky, vida de perro. Balance político de un país intenso, del ‘55 a Macri – editado por Siglo XXI y Tinta Limón- las motivaciones que llevaron a la realización y publicación del libro. En la entrevista completa se intentará recomponer el hilo argumentativo e histórico que, juntos, los autores recorren.
El libro es un esfuerzo sistematizado de realizar un aporte a la comprensión del presente a partir de las imágenes que relampaguean en estos instantes de peligro. Son años y años de trabajo revisados y puestos en discusión.  ¿Un libro de historia? No. ¿Una biografía de Verbitsky? Tampoco. ¿Un libro de teoría política? Ni siquiera. Es mucho más que todas esas categorías que las librerías banalmente utilizan para catalogar. Sólo un lector desapercibido o un programa automatizado podrían decir eso. Es, sí, un excelente aporte a la discusión política: completo y realizado con el rigor que la coyuntura y la historia reciente merecen. En definitiva, un ejercicio por no subestimar al enemigo ni sobrestimar las fuerzas propias. Tampoco al revés. Un libro, ante todo, necesario para todxs lxs que deseamos (y luchamos por) una coyuntura distinta. Un libro-tarea: debe escribirse, reescribirse, tachar, borrar y sobre escribirse. El primer ejercicio ya lo tomaron los autores. Y aquí trataremos, como ya dijimos, de ver por donde va eso, en conversación con Diego Sztulwark.

 

Lobo Suelto: La iniciativa del libro es tuya porque veías la necesidad de hacer un balance de la historia reciente argentina, por un lado, muy tomada por la experiencia del kirchnerismo, pero dentro de un proceso que comenzó en 2001 y culminó con la victoria de la Alianza Cambiemos en 2015. No son pocos los/las interlocutores lúcidos que tuvo el kirchnerismo y que ha sabido integrar, siempre de modo complejo y muy elaborado, los sectores políticos de gran trayectoria, sean del mundo partidario, del territorial, del sindical e incluso, desde luego, del mundo “cultural”. En este sentido, una pregunta inmediata es ¿por qué Verbitsky?

 

Diego Sztulwark: Alrededor de 3 años atrás, me puse en contacto con Verbitsky por cuestiones por completo secundarias con respecto al libro, y lejos de encontrarme con el personaje inaccesible que se correspondería con el mito Verbitsky, descubrí a alguien que me respondía por correo electrónico de modo muy amable. Su buena disposición me hizo pensar en que podía proponerle la escritura de un libro dedicado a realizar un balance de los distintos procesos políticos que el país había vivido, porque me parecía que no estaban reunidos de manera sistemática y que no había nada al alcance de un lector que se quisiera formar políticamente. El contexto era el debate del kirchnerismo, que había tomado un montón de temas (derechos humanos, derechos sociales, historia) y los había resuelto de una manera que a mí me generaba una gran incomodidad. Cada uno de esos temas me parecía valioso en sí mismo y que se los tomase, pero el camino por el que se los llevaba me parecía incómodo.

Hacia el fin del kirchnerismo, pensaba que las personas más sensibles que habían estado metidas en ese proceso y comprometidas en su defensa, podían ganar una libertad de pensamiento y hacer un balance no estrictamente del kirchnerismo o de cómo el kirchnerismo abordó esos temas, sino de estos procesos largos que merecían ser pensados con más tiempo y en toda su complejidad. Se me ocurrió que lo podía hacer Horacio, por el hecho de que es una mentalidad ultra analítica y porque, además, tiene el hábito de hacer informes semanales desde hace años y años, como lo fueron sus columnas en Página/12 y ahora en El Cohete a la Luna. O sea que era él quien podía hacer ese trabajo.

Durante mis primeros años de militancia, había leído Contraderrota. Montoneros y la revolución perdida, un libro de Roberto Mero de conversaciones con Juan Gelman, que me había impresionado mucho. Se me ocurrió entonces proponerle ese formato: una conversación apoyada en un índice que contuviera todos los procesos históricos recientes que había que revisar. La noche en la que Scioli es derrotado por Macri, por un punto en la segunda vuelta, le escribí diciéndole de manera más clara que teníamos que hacer eso, y él me respondió de inmediato que «sí, lo vamos a hacer». Pero, añadió, «soy un señor mayor, dejame que sea yo el que marque los tiempos». La cuestión es que en abril/mayo de 2016 nos pusimos a trabajar sobre el libro que conserva esta estructura: recorre procesos políticos desde 1955 hasta acá, toma la biografía de Verbitsky como excusa -no hay una investigación a fondo sobre su vida- lo que permite que, a través de su mirada, podamos repasar una cantidad muy grande de fenómenos. Creo que empieza en 1955 porque es muy marcante para la vida de Verbitsky como lo es también para la vida del país.

 

L.S.: Tampoco es este un libro de historia. Con frecuencia vos planteas una diferenciación entre historia e historicidad. ¿Por qué este libro es de historicidad y no de historia?

 

D.S.: Para el poeta Henri Meschonnic, el historicismo es la capacidad de entender un fenómeno reenviándolo a sus condiciones de posibilidad, y otra cosa es la historicidad: no solamente las cosas están fechadas en su nacimiento, sino que estos nacimientos son una obra, son algo que intenta escapar del presente, que intenta no obedecer el mundo tal y como es, que intenta crear algo nuevo. Entonces, a mí me parece que este libro habla, por un lado, de la historia de las desobediencias en la Argentina de un modo un poco paradójico: se refiere a las luchas, a los modos de no-obedecer, de resistir, de hacer revoluciones, pero también habla de las derrotas, de todo el peso que implica asumirlas, habla de la derecha. Verbitsky es un gran investigador de la derecha. Por ese lado también hay una tarea, una pregunta que nos queda a nosotros: ¿Cómo somos capaces de investigar al poder, a la derecha, de comprender la derecha, de caracterizarla, en función de esta historicidad, de estos desvíos, de estas desobediencias?

Creo que hay una línea que el libro intenta recorrer: la que empieza a trazarse con Prensa Latina, la agencia de noticias que se armó a partir de la Revolución Cubana, que se ocupaba de informar en contra de los monopolios imperialistas de la información y, además, de investigar. Fue en esta escuela de investigaciones antiimperialistas donde se formaron una cantidad de cuadros políticos que después alimentarían la inteligencia de las organizaciones revolucionarias armadas, de la guerrilla. Muchos de esos cuadros, como el caso de Verbitsky en la Argentina, se dedicaban a hacer la prensa clandestina y las tareas de inteligencia clandestina durante la dictadura.

Tirando de ese hilo, ya en democracia, se puede ver el trabajo de investigación no solo del lado del periodismo militante, sino, y sobre todo, de los organismos de derechos humanos (todo lo que tiene que ver con los juicios, con la reconstrucción de los crímenes). Y ver si hoy eso se puede reinventar para entender cuáles son las tramas financieras, policiales que están organizando la violencia en los barrios, así como ejercen la violencia de la acumulación del capital, hoy, con el neoextractivismo. Hay un hilo rojo de la investigación militante, política, que el libro va contando, capítulo tras capítulo. Para mí es fundamental: eso es la historicidad.

 

L.S.: Pareciera que hay dos tipos de relación con la historia: una postura más nostálgica con la derrota, y la que es una historia de la derrota propiamente dicha, como te dijo Eduardo Luis Duhalde[1], o sea un aprendizaje militante en la propia derrota. Con respecto a esto ¿por qué pensás que casi todo el kirchnerismo hizo una lectura más nostálgica, como es el caso de Página/12, y Verbitsky no?

 

D.S.: En mi opinión, cuando hay gobiernos que defender lo que suele aparecer es un sistema, como vimos estos años, en el que domina la idea de «no hacerle juego a la derecha». Entonces, no habría que adoptar una posición crítica frente al gobierno sino frente a la derecha que lo acosa. Se produce una suerte de blindaje que consiste en no reconocer los errores propios y ver solo la malignidad del enemigo. Creo que, a pesar de las diferencias con Verbitsky, en general tuvo una actitud mucho más crítica en varios momentos (recuerdo, por ejemplo, el caso Milani, cuando como presidente del C.E.L.S. se opuso directamente a la asunción de este) y sostuvo posiciones autónomas. Creo que él es el heredero de una agenda que tiene su propia consistencia, que viene de antes. El propio C.E.L.S. tiene su agenda propia. Y creo que existe esto que podríamos llamar el peso de una historicidad.

En el caso de Verbitsky, hay una suerte de realismo histórico muy fuerte, que hace que todo el tiempo él pueda decirme que las cosas que yo hubiera querido que pasen en este país no habrían podido pasar. Por ejemplo, si vamos a los primeros debates del kirchnerismo: ¿Había que reconocer o no a la CTA como una central autónoma con los mismos derechos de la CGT? Y él me contesta que hubiera estado muy bien, pero que Moyano no lo habría permitido nunca porque había que entender que con el kirchnerismo se iniciaba un nuevo momento de reorganización del sindicalismo y no quedarse con la discusión de la década de los años noventa. Ese tipo de realismo, que marca lo que se podía o no se podía hacer, es una evaluación siempre muy subjetiva y forma parte de las discusiones que podemos tener.  Cuando Verbitsky me dice que le parece muy bien que Kirchner haya incorporado al movimiento piquetero en los proyectos de inclusión, a mí me parece muy discutible porque son proyectos muy subordinados, que desconocen bastante los saberes de esos movimientos sociales y, además, queda la pregunta por la dificultad que tuvo el kirchnerismo para promover cuadros que habían empezado a foguearse de manera muy importante en esas luchas sociales.

Todo esto me hace pensar que algunas personas que vienen de la experiencia de los años setenta, muchas veces tienen categorías de pensamiento muy formadas, mientras que los que pertenecemos a otras generaciones sentimos la necesidad de introducir nuevas categorías acordes a cómo estamos percibiendo el mundo, sus procesos económicos, políticos, etc. En ese sentido, el libro también intenta dar cuenta de cuáles son las maneras en las que se puede discutir entre generaciones, entre gente que no tiene la misma posición política. A mi juicio, la historicidad son capas de desobediencia, no es la repetición siempre de la misma desobediencia. Me resulta muy interesante ver cómo Verbitsky apoya abrumadoramente y de forma explícita el 8M, por ejemplo, que está claro que no es un movimiento que podría haber surgido de la sensibilidad, de la mentalidad de un hombre de su generación. Son chicas jóvenes las que están protagonizando esto. Entonces hay momentos donde las categorías que uno tiene de pensamiento tienen que quedar suspendidas.

 

L.S.: Volver a la escucha, digamos.

 

D.S.: Claro, una escucha que tiene que ser capaz de conmover la cabeza de uno. Y eso no me parece fácil, menos a los setenta años, cuando uno ya publicó muchos libros y tomó posiciones muy duras.

 

L.S.: Conviven, como vos decías, los dos hilos: esta historicidad propia de luchas y desobediencias, y al mismo tiempo una meticulosa investigación sobre cómo la derecha se fue reorganizando, actualizando en cada coyuntura. En el medio, algo que subyace: la historia de nuestras derrotas es la historia de la subestimación del enemigo (desde Montoneros en la lucha armada hasta 2015). Y lo que en el libro se lee muy claramente es ese llamado a no repetir esta historia, ni como tragedia ni como farsa.

 

D.S.: Exactamente. No subestimar a la derecha y pensar seriamente la derrota. Y también agregaría, pensar la derrota sin mistificarla porque cuando esto sucede no se permiten comprender el papel de las fuerzas propias en la realidad. Es cierto que las derrotas son nuestra historia, pero también es cierto que en esas derrotas se configura un campo de realidad en donde las derechas tienen que actuar. Es decir, no todo es derrota. Hay derrotas y también conquistas, hay derrotas y hay puntos de no reversibilidad, hay derrotas y también momentos donde se le pone límite al poder: recordemos el año pasado con el 2×1. Por supuesto, después viene la elección y gana Macri. Uno no diría que lo que pasó con el 2×1 es una «victoria política», pero sí diría que hay derrotas que no hay que mistificar porque allí se demuestra que, además de la fuerza del enemigo, está la fuerza propia. Y creo que el esfuerzo del libro es poder pensar la derrota, la fuerza del enemigo desde las fuerzas propias, desde la historicidad: luchas sociales, luchas sindicales, movimientos populares. Desde ahí llamar a un realismo, a una suspicacia, a una cierta viveza. Pero insisto: son derrotas que no son derrotas definitivas. Las clases dominantes están lejos de producir la derrota que quisieran producir hoy. Tienen que laburar mucho para eso. Y nosotros tenemos que laburar mucho para que no lo logren.

 

 

[1] En otra de las preguntas que estarán publicadas en la entrevista completa, Diego Sztulwark cuenta una bella anécdota en la que Eduardo Luis Duhalde, ex secretario de Derechos Humanos, le dijo que “la militancia es la tarea de mantener viva la memoria histórica en los procesos de derrota.”

Lula, us, and the problem of corruption // Diego Sztulwark

I wish we were in conditions to create alternative media! We’ll get there eventually, I believe. But you have to understand that we are in Brazil and not in Europe. It’s another universe, another political education, another experience of struggle! But I think that we will get to that situation, because it is the only way to free ourselves from dependence on the official media.

Ignacio Lula da Silva, 1982

The Perestroika of Capital

Corruption is a phenomenon of perversion or devaluation that, in reference to public life, becomes an ethical or political problem of the first order. To look at the recent history of the use of anti-corruption discourse by those who regulate the mechanisms of social control and accumulation we need to go back to the Menemism of the 1990s. At the end of the Cold War, the business, political, and religious elite, along with the communications apparatus, understood the convenience of resolving their internal disputes within a discursive space that did not question the fundamental lines of the triumphant socioeconomic system. Anti-corruption discourse acted to protect the system and replace class struggle in a context in which the threat of coup by the old military party started to lose force. Moral values and the legal code became the ultimate foundation of the political, annihilating the real substance of democratic practice. As if Machiavelli had not taught us anything about the extra-moral reality of politics. Since then, the rotation of political personnel has been settled by means of accusations, with or without proof, of crimes and embezzlement. We see it today in Brazil, in Ecuador, Peru, and in Argentina. It is that simple. The so-called progressive governments, almost all of whom emerged as the effects of the cycle of social struggles between 1996 and 2003, are being wiped off the map by this procedure, which was initially designed to resolve the internal troubles of those who rule.

Robbing for the Crown

Thus there is a clear need for a political thought that is critical of that discourse focused on denouncing corruption. In an initial and aerial review of some things that have already been stated and written about the issue, the following points of departure could be considered:

  1. Corruption of democracy. After the crisis caused by debt in the 1980s, and lasting until the crisis of the end of the 1990s, local elites reached an agreement with the global creditors on a mode of capturing collective surplus value through the state: privatizations, bonus festivals, etc. These function as mechanisms for transferring public resources to the large economic groups and international credit agencies. During that time, corruption was a class resource oriented toward situating the state as an instrument of social exploitation and as internal compensation between factions of the ruling class block. This process of dispossession was carried out in full democracy, by hijacking popular representation. Corruption thus became an indispensable mechanism for the misappropriation of the decision-making process to the benefit of large capital and caused the sterilization of the democratic potential of the rule of law and the parliamentary system.
  2. Corruption of communitarian forms. If we go beyond a focus on political modes, neoliberalism is a way of corrupting communal forms of life. Enzo Traverso refers to neoliberalism directly as an “anthropology.” It is a regime for managing the processes of individuation that blocks and assaults all figures of collective power that are not functional to the entrepreneurial hero. As anthropologist Rita Segato explains (and as the March 8 Women’s Strike movement foregrounds), the violent penetration of this neoliberal subjectification can only be reversed if political bodies – institutions, governments, states – were returned to a popular communitarian jurisdiction.

War against Democracy

The discourse against corruption and in favor of a republic of capital is posed as a war against democracy (even against the republic that, in a classic sense, is an indissoluble effort to liquidate the power of the party of the rich over the public). Its principle apparatuses are, according to a brief text by Hardt and Negri – Declaration –, processes of the mediatization of perception, representation of the political, securitization of life, and indebtedness or the subordination of social cooperation through finance. Private property is the foundation coordinating these four apparatuses that produce individuals devoid of social bonds. Without a critique that goes to the root of this complex machinery, it is impossible to understand how the phenomena of cruelty in neoliberal society are constituted, nor the strategic importance that anti-corruption discourse takes on as a way of delegitimizing any figure of the collective that is formed based on principles that are different from and in opposition to those of neoliberalism.

Destroy Lula!

To destroy Lula is to destroy the pioneering and systematic effort to create a new left based on social movements (https://lobosuelto.com/?p=19295) following the fall of the Soviet Union. Grassroots ecclesial communities, movements of landless campesinos, the powerful metalworkers’ unionism, the intellectuals who had resisted the dictatorship: the PT was formed as a non-Stalinist, mass-based political expression capable of convoking and inspiring social struggles across the continent. And it did so under the powerful leadership of a man born into the poverty of Northeast Brazil, himself a metalworker and union leader. It is true that Lula and the PT distanced themselves greatly from that effort when, once in government, they took pains to transform the novelty of this left into a friendly (and very celebrated) attitude in forums such as that of Davos. On the other hand, during those years the left made numerous criticisms of the PT and much of the left distanced itself from the party. In fact, the PT governments implemented neoliberal policies and repressed, in an absolutely unforgivable way, the movements that came out for free transportation and other demands in 2013. It is essential to fully understand the PT’s limits on these fundamental issues, for which we can turn to Toni Negri’s recent dialogue with important party cadres (https://lobosuelto.com/?p=19305) Despite all of this and due to the historical role that they played both at the national level and the continental level, Lula and the PT continue being an obstacle for the most powerful bourgeoisie on the continent. Destroying Lula, in this precise historical moment, is to liquidate any possible democratic articulation between institutions and popular movements.

The Perfect Crime

The neoliberal regime – that of unbridled capital and its operators – feels capable of carrying out an improbable perfect crime; it has too much confidence in the inactivity of the plebeian floor that acts from below and beyond parties and governments. But perhaps everything could be seen in the opposite way if we start from the movements of the landless, the homeless, the inhabitants of the peripheries, and the women’s movement, that ongoing molecular movement that liberals and conservatives are allied in opposition to, which have created a crisis in the democratic political space in which conflicts have been resolved up to now.  As the psychoanalyst Suely Rolnik wrote recently, it is out of these explosive components that new strategies of resistance will emerge (https://outraspalavras.net/brasil/666381/ ).

#FreeLula

Micropolíticas neoliberales, subjetividades de la crisis y amistad política // Diego Sztulwark

(o por qué necesitamos criticar al kirchnerismo para combatir al macrismo) *

Me piden que me presente. Me presento por lo que hice y hago. Nombro algunas cosas: coordino grupos de lectura y discusión sobre temas políticos y filosóficos, editamos recientemente con Cristian Sucksdorf la obra completa de León Rozitchner (durante la gestión de Horacio González en la Biblioteca Nacional), fui parte del Colectivo Situaciones, participo de la editorial Tinta Limón Ediciones. Con varios compañeros hemos creado diferentes colectivos los últimos años: el Instituto de Investigación y Experimentación Política; el blog Lobo Suelto!, la columna semanal Clinämen, en FM La Tribu.

Como parte del Colectivo Situaciones después del año 2000 hicimos una serie de trabajos con organizaciones sociales a los que entonces llamamos “investigación militante”. Hay una serie de publicaciones de aquellos años. Tinta Limón se nutre de esa experiencia, aunque también ha editado muchos libros de movimientos sociales sobre la realidad política latinoamericana y muchos de filosofía.

Si recuerdo ahora el Colectivo Situaciones es porque me parece que vale la pena comenzar hablando de experiencias que constituyen lo que podríamos llamar las subjetividades de la crisis. Yo llamaría así a todas aquellas subjetividades que producen crisis, saben vivir en la crisis, tienen una inteligencia para la crisis y desarrollan estrategias en la crisis. Sería una primera manera de presentar la idea de que en América Latina y en Argentina hay mucha experiencia en términos de subjetividades de la crisis. Es lo que hoy puede verse cuando en momentos de restricción económica, o lo que se llama ajuste, aparecen unas redes de economías informales de todo tipo, que logran soportar como pueden la disminución del salario, la disminución del empleo, etcétera. Hay mucha experiencia de un saber hacer de la crisis. En torno al año 2000-2001 esto fue muy evidente: se constituyeron figuras colectivas de largo alcance. Podemos agregar el Club del trueque, las fábricas recuperadas, toda la experiencia del cartoneo… Hay mucha experiencia de saber hacer con la crisis y este es un punto que nosotros como Colectivo siempre nos interesó trabajar.

Me gustaría situar el marco general de lo que podríamos charlar y después volver sobre las subjetividades de la crisis.

Pensé tres puntos para plantear. El primero tendría por título: “Hemos subestimado lo neoliberal”. El segundo sería: “Necesitamos entender críticamente al kirchnerismo para comprender el momento actual”, que no es kirchnerista sino macrista, y el tercero sería: “El problema de a qué podemos llamar hoy amistad política”. En el segundo punto, lassubjetividades de la crisis no van a quedar olvidadas.

Respecto al primer punto. En el verano me escribió la antropóloga Rita Segato, que es una pensadora muy relevante; actualmente vive en Brasil e investiga femicidios a nivel latinoamericano. Es además una de las autoras que publicamos en la editorial que mencioné. Ella dice que evidentemente ha pasado en Argentina algo más complicado de lo que podemos entender. Se refiere a cómo llegamos a la coyuntura política actual. Ha habido un vuelco subjetivo estos años que no es fácil de comprender. Si lo comprendiésemos tendríamos más herramientas para entender un poco de qué se trata el actual presente político. Hemos pensado lo neoliberal desde un punto de vista estrictamente macropolítico: normalmente el lenguaje periodístico en estos últimos 10 o 15 años es el lenguaje con el que se piensa la política. Es un límite de nuestra época, pensar la política tan dominantemente a través del lenguaje periodístico de los medios, como si fuera el único género narrativo en el que nos pasa la política. Se ha considerado que lo neoliberal tenía que ver con una coyuntura latinoamericana muy específica, vinculada a lo que se llamó el Consenso de Washington, el ajuste, las privatizaciones, el pago de la deuda externa, un conjunto de medidas macropolíticas que todos conocemos –lo que el menemismo tuvo como programa político y ya había sido instaurado previamente por la dictadura militar.

El problema es que la crisis del 2001 tiene una potencia bastante fuerte de destituir la legitimidad del discurso neoliberal. A partir de 2001 asistimos a una década bastante larga, donde el discurso no puede ser neoliberal, no es neoliberal. O sea, los políticos no hablan de privatización, ni de ajustes, ni de represión: la agenda discursiva 1976-2001 queda silenciada y aparece otra agenda que habla de “consumo interno”, “desarrollo”, “militancias”. La política dice otras cosas que pueden haber generado la ilusión de que el neoliberalismo era políticamente derrotable, superable, es decir que la voluntad de inclusión social que la retórica kirchnerista asumió desde el 2003 con tanta contundencia podía estar dejando atrás, por lo menos en el escenario argentino y a veces podría pensarse que también regional, este fenómeno del capitalismo contemporáneo llamado neoliberalismo.

Visto desde hoy, parece un poco ingenua esa impresión, no sólo porque en el nivel de la política macro lo neoliberal vuelve a instalarse, sino porque todos estos años lo neoliberal subsistió bajo la forma de poderosas micropolíticas. Y este es el punto que me gustaría señalar. El neoliberalismo no es solamente una política que el Estado aplica en ciertas coyunturas, referente a determinada gestión de los recursos, sino que es un conjunto de dispositivos micropolíticos.

Teóricamente no digo ninguna novedad, Foucault trabajó esto muy bien en dos cursos que fueron publicados muy tardíamente, pero que circulan hace unos años ya: El nacimiento de la biopolítica y Seguridad, territorio, población. Hay ya en esos textos una elaboración bastante desarrollada sobre esto. Mauricio Lazzarato, que ya tiene varios títulos en castellano, trabaja en un sentido similar. Lo neoliberal o el capitalismo contemporáneo no como un fenómeno de hegemonía política, no como un fenómeno discursivo, retórico, de partido político que gana elecciones, sino como un fenómeno que no necesita ir a elecciones. Por lo tanto, no hay cómo discutir al neoliberalismo. Va a elecciones, pierde; y hay neoliberalismo igual. Consensuamos entre todos que es una forma horrorosa la imagen empresarial para pensar enteramente una sociedad y sin embargo la forma empresarial de pensar la sociedad vuelve a instalarse. Hay un problema con lo neoliberal que desde el estricto punto de vista macropolítico no se ha llegado a pensar y por lo tanto no se lo ha podido elaborar. Es un problema fundamental.

Para decir algunas cosas básicas de esa política neoliberal, diría que las micropolíticas son dispositivos que subjetivan bajo la forma de la empresa. ¿Qué somos nosotros individual y colectivamente desde ese punto de vista?: empresas. Somos un capital a gestionar, tiene que darnos renta en los distintos aspectos de la existencia, y el neoliberalismo pone en juego para eso un tipo de ganancia subjetiva que es muy evidente para todos nosotros, aunque rara vez creo nos detenemos a reflexionar sobre ello. Esa ganancia se presenta en términos de “libertad”, el neoliberalismo es la primera forma de dominación política que pone en el centro absoluto de la experiencia de la libertad. Somos libres de hacer lo que queremos, nadie nos dice lo que tenemos que hacer. Esa libertad –que puede contrastar con nuestro ideal genérico de libertad, y está bien que contraste, porque el neoliberalismo es ante todo una forma de dominación política– es una manera de dominar en la que servidumbre y libertad se revierten todo el tiempo una a otra al nivel de los dispositivos micropolíticos. Hay una experiencia de libertad en el hecho de que cada quien se las tiene que arreglar, que nadie va a estar diciéndonos exactamente lo que hay que hacer. Cada quien tendrá que vérselas con su capacidad de constituirse a sí mismo como marca, como empresa, según su autovalorización. El mandato es: autovalorizate, como puedas.

Me parece que el éxito de las micropolíticas neoliberales es contundente y ha quedado solapado en la discusión política de la década previa, y al mismo tiempo, cuando Rita Segato preguntaba qué nos pasó como pueblo para pegar este tipo de conversión como la que estamos viendo ahora, planteaba un problema que es imposible de responder sin observar qué ha pasado con estas micropolíticas neoliberales que durante esta década se desarrollaron –muy paradojalmente– junto a una voluntad fuerte de inclusión social. Una voluntad política de inclusión social que se apoyó, que coincidió, que coexistió con unas micropolíticas neoliberales. El poder subjetivador de esas micropolíticas parece haber sido más fuerte que la interpelación en términos de inclusión social, y ahí hay un punto ciego de la última década política que me parece que hay que intentar elaborar.

Me parece que hay que pensar la complejidad del último tiempo de la política argentina y latinoamericana, o de estos gobiernos llamados progresistas o populares, Evo Morales, Lula, Correa, Chávez, Kirchner. La coexistencia, en ellos, de una voluntad de inclusión política que por momentos funcionó como una retórica de los derechos, y que no pocas veces efectivizó derechos muy concretos.

No creo, por tanto, que se haya tratado de procesos exclusivamente discursivos (sabemos que lo discursivo en política raramente es sólo discursivo, porque lo discursivo produce efectos extradiscursivos). Creo que a la voluntad de inclusión social habría que analizarla por lo menos en dos niveles. En el primero plantearíamos el problema de qué es en sí misma una voluntad de inclusión. Y en el segundo, de nuevo, habría que ver hasta qué punto esa voluntad de inclusión se articuló con unas micropolíticas neoliberales. Los límites que le veo a esta voluntad no pasan por el hecho de haber funcionado a partir de una discursividad fuerte. Porque hubo medidas políticas, beneficios y enfrentamientos políticos tangibles y positivos. Me parece que la crítica que podemos formular apunta a la teoría política de esa la voluntad de inclusión, que supo sostenerse doce años, buena parte de los cuales se benefició con altos ingresos y con un contexto regional tan favorable –incluso con una oposición política tan débil. El problema con esa teoría política de la inclusión se plantea cuando no logra ya refrendarse electoralmente.

Cuando digo que hay un problema o que hay que hacer una crítica de esa voluntad no me estoy refiriendo al procedimiento sencillo de la impugnación, de la denigración, de la negación del fenómeno. Estamos tratando de pensar qué analítica nos permite entender su funcionamiento y si es posible entender cómo lograr que ese funcionamiento deje lugar a otros mas consistentes (mas igualitarios, o mas libertarios, si es posible).

En primer lugar, esa voluntad de inclusión social es compleja en sí misma, es ambivalente. Porque combina dos cosas diferentes. Por un lado, remite a los valores más valiosos que podemos compartir, como es la sensibilidad con respecto a los otros que han quedado excluidos del consumo, de derechos básicos, dañados por el proceso de acumulación, o bien durante el proceso dictatorial. Ese aspecto de la inclusión activa lo mejor de nosotros. Pero, al mismo tiempo, la idea misma de inclusión tiene un aspecto colonial. Un aspecto por el cual el otro es bienvenido a una zona previa, que no se va a constituir con la inclusión del otro. Invitamos al otro excluido a ser parte de lo que nosotros somos, o del lugar en el que ya estamos.

Esa distinción entre un territorio firme (los incluidos) y un no territorio (de los excluidos) parece inherente al espacio de la inclusión. Alguien está fuera y lo invitamos a sumarse, sin que esa invitación transforme el espacio al que lo invitamos. Esa idea es un límite mismo del planteo de la inclusión, un límite evidente. Tal vez no sea posible ofrecer pleno empleo en Argentina –es solo un ejemplo- si consideramos cómo evoluciona el mercado laboral, la introducción de tecnologías, la evolución de la productividad, etc. La idea de pleno empleo, que incluye una idea de ciudadanía pensada clásicamente –la inclusión por la vía del salario– puede ser muy limitada.

Aun si el discurso de la inclusión viabiliza cosas tan interesantes como la sensibilidad respecto a todo lo que es dañado, excluido, incluso a los modos mas violentos de explotación, se trata de una idea que conserva los dos aspectos señalados: uno muy justo y activo, otro  muy jerárquico y anulante. El activante viene a movilizar al conjunto, no permite que haya una parte del conjunto que quede negado o cruelmente subordinado sin que se diga nada sobre eso. No se acepta con indiferencia que los otros que quedan en la peor situación. Y por el otro lado es un poco ingenua, me parece, la idea de que esa activación pueda hacerse simplemente por la vía de invitar a los demás a ser parte de un espacio pre-constituido. Esa pre-constitución es un problema. No permite pensar la carencia que esa idea de trabajo, de ciudadanía o de Estado –que la voluntad de inclusión promueve- carece de categorías mentales para pensar cómo evoluciona el trabajo, cómo evolucionan los territorios, cómo evolucionan los consumos.

El problema de la inclusión, así planteado, es que inhibe -en lugar de incentivar- la creación de categorías que den cuenta de la constitución subjetiva de la sociedad compleja en la que vivimos; que incluye economías informales; nuevas formas de soberanías territoriales; una riqueza de producción subjetiva que, es al menos mi impresión, la idea de inclusión no llega a pensar del todo. No sólo respecto de los territorios, sino también respecto del mundo financiero, que es el lugar donde se organiza el mando del neoliberalismo.

Las finanzas constituyen el mando, la racionalidad última de lo neoliberal. También lo financiero es de una complejidad y se liga con los territorios de una manera muy compleja. El neodesarrollismo que hemos tenido estos años no ha desplegado las categorías mentales ni siquiera para poder regular la economía financiera. No me paro en el lugar de impugnarlo, sino en el de tratar de entender qué pasó y hacer un balance abierto; en el lugar de que pensar la política implica poder entender qué es lo que no funcionó de este proceso. También para pensar qué cosas habría que discutir para que sí funcionen en algún momento.

Preguntas sintetizadas: ¿cómo juega la noción de “goce” en lo que estás contando?; ¿por qué te cuidas tanto de criticar al kirchnerismo?; ¿el macrismo es la “etapa superior” del kirchnerismo?; ¿lo mejor del kirchnerismo preparó esto, como la condición de lo que hoy vivimos?

Diego: A la pregunta sobre el goce, es una categoría que yo no conozco, pero sí me parece fundamental el hecho de que las micropolíticas operan en ese nivel, que la compañera llamó del goce. Una hipótesis que se podría pensar es si esas micropolíticas no son doblemente desposesivas. Primero hay una desposesión material, pero también está ligado el neoliberalismo a una desposesión subjetiva. Sería la ilimitación del consumo, consumo como promesa ilimitada que lo ligaría a una desposesión subjetiva donde cada vez somos menos capaces de regular cuál sería la razón por la cual no participaríamos de todo esto. ¿Dónde decimos que no?, ¿dónde dejamos de participar? Nuestra capacidad de gestionar, de administrar, de preguntarnos hasta dónde, cuánto. Por ejemplo, un dispositivo micropolítico fundamental de nuestra época podría ser Facebook. ¿Cuándo dejamos de poner fotos nuestras?, ¿quién nos pide que nos exhibamos tanto?, ¿por qué tenemos que decir todo lo que pensamos?, ¿por qué tenemos que decir todo lo que ocurre?, ¿no hay ningún límite respecto a la exhibición? Hay una desposesión de tipo subjetiva en este caso.

Las micropolíticas neoliberales tienen un juego con la libertad que consiste en el hecho de que nuestro deseo trabaja activa y voluntariamente al interior de estas normas, de estos dispositivos, de estos mecanismos. Poder pensar esa relación en donde la libertad se vuelve servidumbre y donde este movimiento se revierte. Spinoza decía en el siglo XVII, en el prólogo del Tratado teológico político: “¿por qué los hombres luchan por su esclavitud como si se tratase de su libertad?”. El neoliberalismo ofrece mucha posibilidad para hacer libremente de nosotros unos siervos, sólo que el tipo de mando que hay en el neoliberalismo es sobre el medio más que sobre el cuerpo. El medio es el “entre” en el que se generan afectos y opiniones. Muy difícilmente alguien nos diga lo que hay que hacer, somos nosotros los que decimos cómo hay que hacer para estar en Facebook, por qué hay que estar bancarizados, somos nosotros los que estamos una y otra vez ofreciéndonos a una suerte de inversión panóptica. Somos nosotros los que tenemos el deseo de estar ahí y de funcionar así.

Con respecto a los “cuidados” en relación a la otra pregunta diría: cuidado para la crítica y para los devenires. El filósofo Gilles Deleuze decía que no hay gobiernos de izquierda. El concepto de izquierda, en términos micropolíticos, solamente sirve para los devenires, decía. Los devenires precisan cuidados. Acaba de salir un libro del grupo Comité invisible, de Francia (A nuestros amigos), donde ellos tienen este enunciado: “el revolucionario es el que cuida los devenires”. Yo diría cuidado para los devenires y para la crítica, es algo que me parece fundamental, porque no se trata aquí de la polémica. Henri Meschonnic en varios de sus textos hace la diferencia entre crítica y polémica, que son términos que etimológicamente ambos vienen de la guerra. Mientras la polémica es el intento de vencer por medio de la opinión, la crítica es el esfuerzo por develar funcionamientos. Me interesa la crítica y no la polémica. Todo lo que se juega en la guerra para posicionarse frente a los demás, comparto con Meschonnic, con Deleuze y con varios, no me parece productivo. Todo el esfuerzo que podamos hacer para entender funcionamientos, para mostrar funcionamientos y dar lugar a otros, me parece muy importante.

Pienso que en cierta medida el macrismo es la fase superior del kirchnerismo, lo que no niega que tenemos que pensar muy seriamente también sus diferencias. Es decir que pensar la continuidad no anula pensar la diferencia. Ahí entramos en un juego que estamos elaborando, en donde habría que pensar qué hay de continuidad y qué hay de diferencia. Si les interesa doy un paso más sobre esto. Lenin decía que el imperialismo era la fase superior del capitalismo. Quiere decir que el macrismo sería una parte del mismo proceso del cual el kircherismo fue central.

Visto desde hoy, a grandes rasgos tendríamos esta secuencia: 2001 –subjetividades de la crisis; se deslegitima lo neoliberal; todo un proceso signado por la inestabilidad, en el cual se da el asesinato de Kosteki y Santillán–, luego empieza un proceso que estaría designado por el kirchnerismo –una Voluntad de Inclusión, inseparable de ciertos rasgos de acumulación que algunos llaman noextractivista, o neodesarrollista–, y luego por el macrismo –una Voluntad de Orden, de Normalidad. La pregunta podría ser: ¿y no será que el macrismo es fruto maduro de todo este proceso? En ese sentido hablo de fase superior, con respecto al proceso de que emergió luego del 2001. Es algo que ya estaba presente en la racionalidad del proceso de normalización pos crisis aunque no siempre lo habíamos advertido así, y ahora cuando aparece decimos que esto no es una ruptura, es algo así como el producto de la maduración inadvertida de algo que se venía dando. Intentaría ahora explicar un poco este último razonamiento.

Pienso que estas políticas neoliberales sobre las que se fundó la idea de ampliación del consumo no son otra cosa que la difusión en la sociedad de un código de adecuación. Es decir, ahora sí hago una crítica al kirchnerismo no cuidada, sería la siguiente: en el momento en que las subjetividades de la crisis del 2001, en que la vitalidad plebeya que se afirma en el 2001 argentino, 2003 boliviano –hablo a nivel regional–, esa voluntad plebeya que tiene capacidad de impugnación o de destitución del orden neoliberal es incluida en las categorías de la economía política. La inclusión es la inclusión de una vitalidad plebeya al interior del mercado del consumo, de las categorías de la economía política. Esa inclusión es completamente ambivalente, ambigua. Por un lado es disciplinante y llama al orden a las fuerzas que habían mostrado una vitalidad de destitución, pero por otro lado mete conflicto dentro de la economía política, dentro de lo que entendemos por consumo. Esta politización del consumo o esta politización de la economía política, me parece que es el punto más alto o más interesante del período kirchnerista, en el sentido de que a través de las categorías del mercado, fuerzas plebeyas intentan apropiarse parcialmente de la ciudad, del espacio, de la riqueza; con categorías imposibles de llevar al lugar donde esta vitalidad podría ir. Y ahí me parece hemos perdido una oportunidad política. Ahí hemos perdido, kirchneristas y no kirchneristas.

Pregunta: ¿cuál hubiera sido otra?

D: Uds. saben que ya hablar así nos deja débiles. Pero igual lo digo. Creo que la posibilidad hubiera sido la siguiente: entender la inclusión, el aumento del consumo, no como parte de una teoría populista. Sino como parte de una teoría en la cual la fuerza plebeya en el mercado permite discutir más la estructura misma del mercado.

La inclusión, la activación de las fuerzas productivas en el mercado, es la vitalidad plebeya puesta en el centro del mercado. No da lugar al pleno empleo, no da lugar al Estado de los años 50, no da lugar a una inclusión tal como la teoría populista en sus imaginarios tiene que activar. Ni siquiera da lugar a un Estado de bienestar –por lo menos clásico–, porque fíjense que la inclusión pensada como estado de bienestar es a través del salario. En Argentina fue a través del consumo, no fue a través del salario. Y poder pensar que la inclusión es en el consumo y no en el salario, ya nos revela que la figura a incluir no es la del trabajador. Es mucho más compleja esa figura. Me detendría a decir: las subjetividades de la crisis redibujaron los territorios. Las prácticas en los territorios requieren categorías mentales que no son las de las filosofías populistas, ni las de los Estados de bienestar social. Por lo tanto hace falta una invención política a la altura de la composición nueva de los territorios.

Capaz que estaba en juego la capacidad que tenía el movimiento plebeyo de cuestionar la estructura del mercado, participando de él, no impugnando el mercado. Participando del consumo y de la distribución de la riqueza; cuestionar, por ejemplo, quién produce, qué se produce, cómo se produce, que esa presencia de lo plebeyo en el Estado y en la economía, esa vitalidad que en cierto momento hubo, pudiera estar orientada a ir atravesando, redefiniendo, ampliando lo que entendemos por Estado y por mercado. En ese sentido creo que no se puede tomar el kirchnerismo en paquete, porque nos perdemos el conflicto y la politización interna. Intento cuidarme para no quedar inmediatamente puesto como kirchnerista o antikirchnerista, que son una forma de la estupidez general, que no permite entender que desde el punto de vista foucaultiano estratégico de las subjetividades, cómo leemos, qué leemos, dónde vemos la oportunidad de intervención, en relación a cómo y dónde, cómo articulamos lo subjetivo con lo económico político, etc.

Muy desordenado ya en relación al planteo inicial, me meto en el tercer punto.

Las teorías políticas de la última década –me refiero en particular a Ernesto Laclau y Jorge Alemán– despliegan una teoría sofisticada de la subjetividad y la política, aportaron a una reflexión sobre este proceso político que viene después de la crisis del neoliberalismo. Lo que haré ahora es criticarlos a ellos, por lo que podríamos llamar un discursivismo y un politicismo. Discursivismo es pensar que la política ocurre en el nivel del discurso y el politicismo pasa por creer que la política no está hecha con las subjetividades que se dan en la producción.

Sería una crítica doble, al discursivismo, a una cierta idea de que la materia de la política es el discurso, a un tipo de prejuicio en torno a qué se llama discurso. A qué se llama discurso y una reducción de los fenómenos de la política a lo discursivo. En Laclau está muy formalizado: por ejemplo, la escena principal de la política es un significante vacío. No creo estar diciendo contra él nada que él no aceptaría. Dice: la política es discurso. Pienso que hay una discusión ahí, sobre a qué se llama discurso o si se puede sostener que la política es sólo discurso. Es un primer tema a discutir.

El segundo es el politicismo. Llamaría así a tomar las subjetividades dentro de una mecánica política, sin considerar que esas subjetividades al mismo tiempo están en un conjunto de otras mecánicas y que es la misma subjetividad la que aparece en uno y otro nivel. Cómo cambian los territorios, cómo cambian las economías, cómo va cambiando la experiencia de la producción en la sociedad, no son temas ajenos a la política. No es que la política toma una subjetividad que no está construida ahí. No se puede pensar la articulación política sin pensar las estrategias en las que se articula la vida en todas las demás dimensiones.

O para decirlo de otra manera: no se puede hacer política como si las micropolíticas neoliberales no fueran dominantes. No estamos en la discusión entre interlocutores, donde cada uno formula su demanda y alguien las articula. Me parece que es el suelo contemporáneo. Lo que digo es que la teoría política que no hace investigación militante tiene un problema, está más para discutir con Platón que para entender lo que está pasando en la producción subjetiva en los territorios –y en su entrelazamiento con el mundo de las finanzas-, donde los problemas de las personas que hay que elaborar llegan vía los focus group y las encuestas. El teórico-político que se informa leyendo encuestas se aproxima así peligrosamente al político profesional. Acepta docilmente esta mediación desproblematizante. La encuesta misma, su diseño, suele pertenecer a criterios de cuantificación semejante al de la consulta y el estudio de mercado. El apoyo de la racionalidad política sobre esta micropolítica neoliberal es total, porque hay una ceguera respecto a que estas micropolíticas siguen actuando, siguen articulando el pensamiento y se ha olvidado el problema de las militancias. ¿Qué lugar ocupan las militancias territoriales en la producción de pensamiento? No como cristianos que quieren incluir solamente, no para pagar culpas, sino en la producción política. Es algo que cualquier filosofía del antagonismo tiene que saber, si la política es antagonismo y uno se inscribe en un campo, el modo en que ese campo piensa es fundamental, no se puede delegar. Si eso se delega está todo dicho.

Algo más con el consumo. ¿Por qué hay consumo sin salario? ¿De qué lugar sacan la plata para consumir todas aquellas personas que no cobran un salario? La deuda es uno de ellos, perfecto. Entonces qué quiere decir la deuda. La deuda quiere decir que los bancos delegan sobre el territorio un flujo de dinero no regulado. Porque, ¿cómo le presto plata a alguien que no tiene salario? Si voy a un banco, me piden cosas, ¿cómo hacen estas personas para tener un crédito informal para consumir? Los bancos delegan por vía ilegal, no regulada, a entidades crediticias no reguladas –que en Argentina son muchísimas– y le dan plata a la gente con una tasa altísima de interés. Doble complejidad, personas que ingresan al consumo sin estar en el salario. Por lo tanto, los derechos para esas personas no pueden ser a través del salario. La inclusión no es a través del salario, primera ruptura con el sentido común.

La segunda: el capital financiero está por encima de la regulación, no es regulado. Hay un problema específico en el modo en que las finanzas operan como mando del capital sobre la sociedad, que creo que tampoco se ha pensado lo suficiente. Cuando puedo, como entidad crediticia, dar un crédito a una persona pidiéndole como contraprestación que me dé la tarjeta con la que cobra el plan social, estoy explotando el plan social. El capital financiero explota las políticas sociales. Directamente el Estado me da plata porque considera que estoy por debajo de cierto nivel de empleabilidad, de empresarialidad, soy un damnificado, no puedo pensarme como empresa, no estoy a la altura de las micropolíticas neoliberales, no puedo ser el empresario que todos quisiéramos. Entonces el Estado me da una asistencia. Esa asistencia se la queda la entidad crediticia-financiera. Directamente es una agencia que explota la política social.

Cuando digo que hay falta de categorías mentales para pensar esto, o que la falta de investigación militante ni siquiera permite plantear el problema –porque no se les pregunta a las personas cómo están haciendo para vivir– también estoy diciendo que no se organizan experiencias militantes para intentar pensar cómo regular ese mercado financiero, o cómo hacer para que los planes sociales del Estado no sean presa fácil de esa forma de explotación financiera. Estoy pensando cómo se da la lucha política. Y también estoy pensando que el discurso está bien, pero si en la práctica no podemos crear dispositivos que permitan neutralizar formas de explotación, que permitan comprender cómo estamos viviendo en el territorio y a partir de ahí entonces retomar la cuestión discursiva, hegemónica, etc., la concesión es demasiado grande, el dominio de las micropolíticas configurando nuestras percepciones, nuestros mapas, es demasiado grande. Y el nivel de racismo y distancia que hay entre los intelectuales que piensan y la experiencia de la gente en nombre de lo que se habla es un abismo. Es un abismo que hace que los intelectuales hablen en nombre de unas fuerzas, y esas fuerzas ni se enteraron. Entonces hay un problema con la política. A Gramsci, que lo han citado, jamás se le hubiera ocurrido que pudiera haber intelectuales tomando la palabra, sin que esa palabra estuviera elaborando la experiencia de la praxis de esa clase. Hizo falta el post-estructuralismo ahí para desorganizar lo que Gramsci llamaba clase, que hoy podrá no ser clase industrial. La idea de que no hay producción social es un poco fuerte.

Creo que el problema de las categorías mentales para pensar esto viene muy ligado con lo que llamaría investigación militante, es decir poder tocar los problemas para los cuales la teoría no sabe qué decir. El militante que sólo se compromete y el intelectual que sólo problematiza dan lugar a un divorcio tremendo. Lo que estaría tratando de plantear es la experiencia, también muy generalizada, de articulación entre la problematización y el compromiso político.

El otro punto que les quería plantear es el de la “amistad política”. El problema de la amistad viene planteado en el libro del que les hablaba, del Comité Invisible –es un grupo francés de activistas que están participando de lo que está ocurriendo en la Plaza Republique–, A Nuestros Amigos. Spinoza en el siglo XVII, en su libro Ética decía que la amistad es la experiencia de la producción de utilidad común, el amigo es aquel con el que se tiene utilidad común, no es el amigo de la aventura, de la confesión, de los secretos, el que te banca. No se refiere al amigo íntimo, no se refiere a ese tipo de cómplice. Se refiere a todo tipo de experiencia en la cual con los otros lo que hay es producción común.

Por eso Spinoza lo llama experiencia de la sinceridad, que no es la de la confesión de la intimidad. Es la experiencia en la que yo estoy con otro y en ese estar lo que se juega es una utilidad común. Como la utilidad es común no hay insinceridad posible. Creo que hoy la experiencia de la amistad como búsqueda de utilidad común, no del amigo personal, tiene que ver con la capacidad de detectar afectividad no neoliberal. Tiene todo que ver con la posibilidad de construir estrategias en el marco de una afectividad no neoliberal.

Como saben en el Siglo XVII Spinoza escribe la Ética, entre otras cosas, en discusión con el campo teológico y con Descartes. En los dos casos se trata un poco de la misma discusión. Él trata de pensar desde la noción de la potencia, que no admite la distinción entre cuerpo y pensamiento. Por eso estaba tan enfrentado el racionalismo de Descartes como a los dualismos monoteístas. ¿Qué hace Spinoza con la potencia? La potencia es poder hacer, poder pensar, poder hacer. Poder hacer del cuerpo y del pensamiento, que en Spinoza no se separan, por lo tanto la potencia es poder hacer, poder pensar. También se puede llamar potencia a lo que él nombra como perfeccionamiento del deseo. Quiere decir que cada vez más podemos organizar con nuestra potencia los encuentros con los otros. En ese perfeccionamiento de la potencia vamos hacia la utilidad común, dice Spinoza. Porque individualmente el nivel de potencia que se puede alcanzar es bastante bajo. La ocasión de la potencia siempre es el encuentro con otros. Sin que Spinoza diga que lo colectivo o lo social es interesante en sí mismo. Es interesante en tanto viabiliza potencias. Cuando ese encuentro permite aumentar posibilidades de hacer y pensar. Por eso Spinoza tiene una teoría tan original de la democracia. No es para él sólo una forma de gobierno, sino el esfuerzo de articulación que hace un colectivo.

La utilidad común es el hecho de que un conjunto de personas piensan y actúan con cierta conciencia de que en esa acción se está produciendo una utilidad común, porque lo que se está poniendo en juego es una potencia común. Tengo la experiencia de esto que estamos haciendo juntos, yo no lo podría hacer si no es así, si no es con otros. En la política esto es fundamental. Hay signos de que acá hay otra política cuando hay esta experiencia de que somos parte de una utilidad común, que no es simplemente cuánto saco yo. También es cuánto saco yo, pero no es simplemente eso. Lo que saco yo tiene que ver con lo que se está produciendo. Hay una cierta conciencia de que esta producción común está haciendo articulación afectiva, de ideas, está produciendo sociedad. Hay producción ontológica en Spinoza. Eso lo hace muy difícil a Spinoza. La Sociología, las Ciencias Sociales, las Ciencias Políticas, tienen muchos problemas con Spinoza, porque son todas filosofías que lo que hacen es representar términos. Y en Spinoza no hay representación, hay producción. Se producen afectos, se producen figuras, se producen ideas, hay una producción.

Retomo el tema de la afectividad neoliberal. En Spinoza los afectos son aquello con lo que yo elaboro el modo en que otro me afecta. Y los afectos son transicionales. Todo afecto implica una transición a más o menos potencia. Por eso Spinoza tiene todo un capítulo en la Ética, sobre el tratado de las pasiones, que es la descripción de los conjuntos de los afectos. Esos afectos se distinguen en tanto aumentan la potencia o la disminuyen. Cuando aumentan la potencia, va a hablar de pasiones alegres, cuando la disminuye va a hablar de tristeza, de aquello que nos separa de lo que podemos. Deleuze hizo una sofisticación del asunto planteando que los afectos son inseparables de los devenires. No tenemos mucha chance de experimentar afectos más allá de los habituales, si no es en relación a los devenires, devenir animal, devenir indio, devenir mujer. Siempre hay un paquete afectivo otro en relación al cual nosotros podemos deshacernos del modo en que nos ligamos al modelo mayoritario, a la regla, y damos curso a una anormalidad. Es decir a una cierta indiferencia respecto de la norma instalada y a una suerte de producción. A eso lo llama “devenires minoritarios”.

Entonces, los afectos son lo que experimento cuando un cuerpo me afecta. Nosotros somos una pluralidad de afectos, diría Spinoza. Esos afectos están siempre ligados a un poder de afectar y de ser afectados, o sea la estructura de la potencia. Y diríamos con Deleuze, son el juego por el cual yo voy más allá de mis afectos personales o de mis sentimientos y éstos pueden hacer recorridos subjetivos que no estaban preanunciados en mi autocomplacencia, en mi estabilidad.

La cuestión de la crisis creo que habría que pensarla de la siguiente manera. La crisis es un objeto de la disputa política, en el sentido de que no hay política que no defina qué es la crisis para ella. La crisis del 2001, la definí como una tal en la que aparecen subjetividades de la crisis. No creo que la crisis actual pudiera producir esas subjetividades. Como toda política defina una idea de crisis, no diría que la crisis permite pensar. No haría una identificación rápida que diga vamos presto a la crisis, porque si vamos rápido vamos a poder pensar y vamos a poder. No lo diría así linealmente. Soy consciente de que hay un conjunto de políticas que no me interesan, que dicen hay que llevar lo más posible todo al mal y a la crisis. No estoy queriendo decir eso, porque esa manera de pensar no se pregunta de qué crisis estamos hablando, formulada por quién. Porque es una categoría que corresponde a una racionalidad. La crisis del 2001 no es la crisis en general, es una que tiene una historia, que ha producido unas subjetividades que nos permiten entender qué es lo otro de una afectividad neoliberal, algo que no todas las crisis producen.

Diría que la crisis actual está secuestrada por el pensamiento neoliberal. Es el miedo a no poder adecuarnos, a no poder decir; sólo fomenta nuestro deseo de orden. Sólo desea nuestra adecuación a los dispositivos neoliberales, mientras que en 2001 era muy diferente. ¿Qué es lo que hizo el kirchnerismo? Negativizó la crisis. Dijo que esa crisis es lo peor que habíamos tenido, que había que irse rapidísimo de ella, la crisis era el infierno. Y esa negativización de la crisis hace ya una conexión con el macrismo. Del kirchnerismo al macrismo, la lectura del 2001 es 100% negativa, es lo peor que puede pasar. Y efectivamente hay con qué decirlo, hubo un quantum de padecimiento absoluto en el 2001 y lo vuelve a haber cada vez que hay crisis. El problema es que en esa negativización se pierde algo, que son estas subjetividades de la crisis. Que podríamos pensarlo así: eso que se pierde, es eso mismo que después no hay cómo pensar en los territorios, porque no hay categorías mentales para pensarlas. Hay un conjunto de estrategias de la crisis que todo el tiempo siguen funcionando. Y lo que no puede hacer la teoría política es articularse con esa subjetividad.

Mi impresión es que si hoy hablamos de crisis sin hacer este contexto de discusión, sin pensar con mucha rigurosidad lo que estamos diciendo, es una crisis negra, oscura. Hubo un antecedente en el 2011 con la huelga a los policías, primero en Córdoba, luego en el resto del país. La imagen del narcotráfico, saqueo, brutalidad fascista. Eso es una escena oscura, es un reverso de la situación política del 2003 para acá.

Creo que el kirchnerismo tuvo algo muy interesante, después de por lo menos cuatro décadas, que fue el ejercicio de denuncia de cómo las corporaciones se apropian de la decisión pública. Hay una pedagogía kirchnerista, por momentos berreta, pero en esencia muy interesante, que dice: medios de comunicación, corporaciones, las empresas, etc., quieren apropiarse del poder público de decir. Ese aspecto del kirchnerismo no se continúa en el macrismo, por eso decía que hay continuidad y diferencia.

El macrismo es el triunfo de la privatización de la posibilidad de decidir y simplemente hay una racionalidad de las políticas neoliberales y de las empresas a las que todos nos tenemos que adecuar. No hace falta una inteligencia personal para lograr representar y hacer repercutir el conjunto de los códigos de las micropolíticas. Argentina lo estaba esperando. Él llega y va muy bien. El Frente para la Victoria vota sus leyes, la sociedad más o menos entiende todo, a todo el mundo le parece más o menos sensato. Hay un tono de nos relajamos, menos conflicto.

Esto que el kirchnerismo hizo tan bien, para mí, que fue poner en el centro de la discusión que el neoliberalismo privatiza la decisión política, es un asunto de la política de la derecha de siempre, es un tema de Carl Schmitt –soberano es el que decide, el que puede tomar la decisión–. El kirchnerismo tomó muy bien ese punto. Carl Schmitt por ser de derecha no deja de ser genial, muy interesante y cada día más necesario. El problema que veo es que el kirchnerismo suele tomar todo aquello que no se subordina a su dispositivo de decisión política con la misma lógica con las que toma a las empresas a las que denuncia: como una antipolítica. El kirchnerismo vive denunciando una antipolítica. Pero se toma como antipolítica también a todas las subjetividades que no se amoldan al modelo que presenta. Entonces ahí hay un problema, porque lo que es más interesante se da vuelta e inadvertidamente se convierte en lo menos interesante. Politiza la sociedad, teniendo un corazón completamente despolitizante. Porque defiende la decisión política con respecto a sectores del capital pero no extiende la decisión política sobre el conjunto de las organizaciones populares, no la abre, la incluye, pero justamente el problema de la inclusión. Sí lo incluye pero no la abre, entonces el problema de abrir: el problema del mercado, el problema de la producción, todo eso queda pospuesto una y otra vez.

El macrismo en política dice “nosotros no incluimos, integramos”. No veo nada interesante el disconformismo presutamente republicano (en el fondo profundamente clasista) que reprocha la idea de “inclusión” al kirchnerismo en términos de corrupción. No creo que ese disconformismo supusiera una radicalización de los aspectos más igualitarios y libertarios de la voluntad de inclusion, sino todo lo contrario. De un lado se diría, ¿qué le podemos criticar al kirchnerismo respecto a la inclusión? Su precariedad absoluta. Su aspecto colonial, sobre el que ya hemos hablado. Pero no creo que ese sea el discurso de los disconformes que arman el discurso del Pro. Es un disconformismo muy diferente al de quienes desean enfatizar los componentes discursivos de la inclusión más allá del propio kirchnerismo. Creo que el Pro lo que hace es heredar del kirchnerismo un deseo de orden, que ya estaba en muchos casos presente en el propio deseo de inclusión, es el aspecto negativo y reaccionario que está dentro de la voluntad de inclusión. Cuando quiero incluir a alguien también lo puedo estar llamando al orden. Claro, la inclusión es una forma completamente diferente de llamar al orden. No tiene nada que ver con la fascista, o la neoliberal pura –que habla de innovación, integración, etc. Pero hay un aspecto en la inclusión que creo que con el macrismo no dejó de aflorar. Creo que este aspecto ordenancista de la inclusión ofrece al macrismo un cierto hilo con el proceso del kirchnerismo, al mismo tiempo que el macrismo licencia al kirchnerismo, releva el orden via inclusión por el orden vía el orden mismo.

Y creo que el lenguaje del macrismo no hace sino expresar esta innovación en el ideal de ese deseo de orden. Me parece que el macrismo vino a ordenar de acuerdo a un lenguaje, un conjunto de códigos que vienen servidos del mercado mundial. La innovación es muy pobre. Se están incorporando en Argentina tecnologías políticas, tecnologías comunicativas, que muchas veces incluso ya estaban en el kirchnerismo, y se le está dando toda la verdad, toda la razón. Lo que dice la empresa. ¿Qué necesita un vecino?, un policía en la puerta y una adecuación empresarial. ¿El Pro dice algo más?, quiere discutir algo más que no sea la posibilidad de darnos un policía en la puerta y un discurso sobre la empresarialidad. Claro, es un discurso sobre la creatividad, en el sentido plenamente neoliberal.

Hay dos cosas que están en el neoliberalismo y que a veces se cree que no están. Primero está el Estado, no es cierto que en el neoliberalismo niegue el Estado. Foucault lo explica muy bien: el liberalismo quería liberar zonas para el libre mercado, de modo que el Estado pueda aprender las regulaciones naturales de los intercambios del mercado. El neoliberalismo es muy otra cosa, es la presencia del Estado produciendo mercados, no es un “dejar hacer”. Es una sofisticación de las instituciones que todo el tiempo activamente producen mercado. Entonces, por un lado, no es cierto que ser de izquierda es que haya Estado, ser de derecha es que no haya Estado. Ser neoliberal es que no haya Estado, ser kirchnerista que haya Estado, no es cierto. El neoliberalismo es Estado, es una forma estatal, produce Estado y el kirchnerismo no llegó ni siquiera a desarticular aspectos fundamentales del Estado neoliberal argentino.

Respuesta a una pregunta. Vuelvo entonces a la “utilidad común”: la amistad política y la afectividad no neoliberal. Sobre esta última diría dos cosas, la afectividad neoliberal no necesariamente se adecúa a las expectativas de la política. La situación podría ser: está bien, hay afectividad neoliberal, pero es una materia tan inarticulable que al final es antipolítica. Vuelvo a los límites que considero son de la teoría política del kirchnerismo. No pensar que la premisa es la afectividad neoliberal, no la articulabilidad política. Hay un primer desplazamiento perceptivo para poder ver el conjunto de manifestaciones de afectividad no neoliberal que sí existen todo el tiempo. Territorios, incomodidades, la sensación de que no cuajamos, malestares, enfermedades, habría sí que construir todo un discurso sobre qué es esta afectividad no neoliberal, dónde y cómo se manifiesta, y qué significaría construir ahí amistad. Es un primer punto para mí fundamental. Les nombro un par de autores: Santiago López Petit, filósofo catalán, tiene dos libros importantes: Breve tratado para atacar la realidad, otro que se llama Hijos de la noche, los dos son de Tinta Limón. El otro libro es del Colectivo Juguetes Perdidos, el título es Quién lleva la gorra hoy, es un Colectivo que trabaja mucho en barrios, con jóvenes. Otro libro de Verónica Gago, La razón neoliberal. Hay más, pero les dejo estos tres textos que intentan justamente pensar la afectividad no neoliberal, suponiendo que donde hay afectividad no neoliberal lo que cambia es la imagen de la política.

El hecho de que haya un conjunto de sujetos plebeyos en la economía política como hablamos hace un rato, ya eso, de un lado extiende las categorías del neoliberalismo porque entonces todo entra en el mercado, pero al mismo tiempo provoca en el mercado la presencia de conatus estratégicos –Spinoza–, pragmáticas estratégicas, deseos estratégicos, que en el mercado todo el tiempo hacen otra cosa que empresa, hacen otra cosa que sólo empresa. Figuras mixtas, grises, la percepción de la afectividad no neoliberal no es nada evidente, diría, ese es el problema, la percepción de la afectividad no neoliberal no es evidente y hace falta una investigación política. Santiago López Petit, por ejemplo, trabaja mucho sobre el tema de la salud. La enfermedad y la afectividad no neoliberal. Los chicos de Juguetes Perdidos trabajan cómo los pibes en los barrios arman una suerte de fuga de toda propuesta, de toda consistencia y tratan de ver qué pasa ahí. Verónica Gago, en La razón neoliberal, se pregunta cómo es que la industria textil prácticamente entera de la Argentina está sostenida sobre una economía ilegal, con población migrante, y por qué esta población migrante una y otra vez insiste en venir, insiste en apropiarse de ferias, arman fiestas, toda la feria de La Salada.

Es decir, me parece que hay todo un problema con la percepción. Si uno puede ver política en esto, ya ahí dimos un paso. Si la política sigue siendo la escena politicista, todo esto queda ciego, negado. No tiene nada que ver. ¿Qué tiene que ver la feria de La Salada, lo que pasa con los chicos en un barrio y las enfermedades de una sociedad, con la política?, ¿qué diría Laclau? Pienso que ahí hay un problema con la afectividad, que está ligado al problema de la percepción. ¿Cómo hacemos para pensar que la materia de una política no es la clásicamente representable como política? Si esto tiene que ver con la crisis o no, yo creo que estas subjetividades producen crisis. Son productoras de crisis, simplemente porque sus estrategias no son la adecuación al orden. Se reconoce cuando hay afectividad no neoliberal porque es la única que crea estrategias. Todo lo que es neoliberal se adecúa a códigos, saco un manual y dice cómo hago, vida prepaga. En cambio la afectividad no neoliberal crea estrategias.

* Esta conversación tuvo lugar el sábado 28 de abril de 2016 en la Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires (APdeBA) | Departamento de Pareja y Familia. 

 

Lula, nosotros y el problema de la corrupción // Diego Sztulwark

¡Ojalá estuviéramos en condiciones de crear medios alternativos! Ya llegaremos, creo. Pero hay que entender que estamos en Brasil y no en Europa. ¡Es otro universo, otra formación política, otra experiencia de lucha! Pero creo que llegaremos a esa situación, porque es la única manera de liberarnos de la dependencia de los medios oficiales.

Ignacio Lula da Silva, 1982

La Perestroika del capital

La corrupción es un fenómeno de perversión o devaluación que, referido a la vida pública, se convierte en un problema ético y político de primer orden. La historia reciente de utilización del discurso anticorrupción, por parte de quienes regulan los mecanismos de acumulación y control social, remite al menemismo. A la salida de la guerra fría, las elites empresariales, políticas y religiosas definieron, junto con el aparato de comunicación, la conveniencia de dirimir sus disputas intestinas al interior de un espacio discursivo que no cuestionase las líneas fundamentales del sistema socioeconómico triunfante. El discurso anticorrupción obró como un blindaje y sustituyó al de la lucha de clases, dentro de un contexto en el que la amenaza golpista por parte del viejo partido militar comenzaba a agotarse. El código penal y los valores morales se convirtieron en el fundamento último de lo político, aniquilando toda realidad sustancial para la práctica democrática. Como si Maquiavelo no hubiera enseñado nada sobre la realidad extra-moral de la política. Desde entonces, la rotación del personal político se zanja por medio de acusaciones con o sin pruebas de delitos y desfalcos. Lo vemos hoy en Brasil, Ecuador, en Perú y en Argentina. Así de sencillo. Los gobiernos llamados progresistas, casi todos ellos surgidos como efectos del ciclo de las luchas sociales dadas entre 1996 y 2003, están siendo barridos del mapa por medio de este procedimiento, inicialmente diseñado para resolver las cuitas internas de los que mandan.

Robo para la corona

Se hace evidente, por lo tanto, la necesidad de contar con un pensamiento político crítico de aquel centrado en la denuncia de la corrupción. En un primer repaso mínimo y aéreo de algunas cosas que ya se han dicho y escrito sobre el tema se podrían considerar los siguientes puntos de partida:

1. Corrupción de la democracia: luego de la crisis provocada por la deuda en la década de 1980 y hasta la crisis de fines de la de 1990, las elites locales pactan con los acreedores globales un modo de captación de plusvalía colectiva a través del Estado: privatizaciones, festival de bonos, etc. Estos son mecanismos de transferencia de recursos públicos hacia los grandes grupos económicos y los organismos de crédito internacionales. Durante esos años, la corrupción es un recurso de clase destinado a situar al Estado como un instrumento de explotación social y de compensación interna entre fracciones del propio bloque de las clases dominantes. Este proceso de despojo es realizado en plena democracia, mediante el secuestro de la representación popular. La corrupción se convierte así en un engranaje imprescindible de la malversación del proceso de la toma de decisiones en beneficio de los grandes capitales, y provoca la esterilización del potencial democrático del estado de derecho y del régimen parlamentario.

2. Corrupción de las formas comunitarias. Más allá de un enfoque puesto en los modos políticos, el neoliberalismo es una manera de corromper a las formas de vida comunitarias. El investigador Enzo Traverso se refiere de modo directo al neoliberalismo como una “antropología”. Se trata de un régimen de gestión de los procesos de individuación que bloquea y agrede a toda figura de potencia colectiva que no sea funcional al héroe empresarial. Como lo explica la antropóloga Rita Segato (y la cuestión que no cesa de plantearse en el movimiento del 8M), la violenta penetración de esta subjetivación neoliberal sólo se podrá revertir a condición de que los cuerpos políticos –instituciones, gobiernos, Estados– devuelvan fueros comunitarios a las poblaciones.

Guerra contra la democracia

El discurso contra la corrupción y a favor de una república del capital se plantea como una guerra contra la democracia (incluso contra la república que, en un sentido clásico, es un esfuerzo indisoluble por liquidar el poder del partido de los ricos por sobre la cosa pública), y sus principales dispositivos son, según un breve texto de Hardt y Negri – Declaración–, los procesos de mediatización de la percepción, de representación de lo político, de securitización de la vida, y de endeudamiento o de subordinación de la cooperación social por la vía de las finanzas. El fundamento que coordina estos cuatro dispositivos de producción de un individuo desprovisto de lazos sociales es la propiedad privada. Sin la crítica a fondo de esta compleja maquinaria es imposible comprender cómo se constituyen los fenómenos de crueldad propios de la sociedad neoliberal, ni la importancia estratégica que adopta el discurso anticorrupción como modo de deslegitimar toda figura de lo colectivo que se constituya a partir de principios diferentes y contrarios a los del neoliberalismo.

¡Destruir a Lula!

Destruir a Lula es destruir el esfuerzo pionero y sistemático de crear una nueva izquierda fundada en los movimientos sociales (https://lobosuelto.com/?p=19295), a partir de la caída del socialismo soviético. Comunidades eclesiales de base, movimientos de campesinos sin tierra, el poderoso sindicalismo de los metalúrgicos, los intelectuales que habían resistido a la dictadura: el PT se conforma como expresión política no stalinista y de masas, capaz de convocar e inspirar a las luchas sociales del continente, y lo hace bajo el poderoso liderazgo de un hombre nacido en la pobreza del Nordeste, él mismo obrero metalúrgico y dirigente sindical. Es cierto que Lula y el PT se alejaron bastante de este esfuerzo cuando, una vez en el gobierno, se esmeraron en transformar la novedad de esta izquierda en una actitud amistosa (muy celebrada) en los foros tipo Davos. Por otro lado, el PT sufrió durante estos largos años numerosas críticas y desprendimientos por izquierda. De hecho, los gobiernos del PT implementaron políticas neoliberales y reprimieron, de modo absolutamente imperdonable, los movimientos que se pronunciaron, en 2013, por la gratuidad del transporte y otras demandas. Es imprescindible conocer a fondo los límites del PT sobre estas cuestiones esenciales, para lo cual puede consultarse el diálogo reciente de Toni Negri con cuadros importantes del partido (https://lobosuelto.com/?p=19305). A pesar de todo esto y debido al papel histórico que cumplieron tanto a nivel nacional como continental, Lula y el PT siguieron siendo un obstáculo para la burguesía más potente del continente. Destruir a Lula, en este momento histórico preciso, es liquidar toda articulación democrática posible entre instituciones y movimientos populares.

El crimen perfecto

El régimen neoliberal –el del capital desbocado y el de sus operadores– se siente capaz de un improbable crimen perfecto; está demasiado confiado en la inactividad de un suelo plebeyo que actúa por debajo y más allá de los partidos y gobiernos. Pero quizás todo pueda verse de modo invertido si se parte del movimiento de los sin tierra, los sin techo, los habitantes de las periferias, los movimientos de mujeres, esa revolución molecular en marcha contra la que se alían liberales y conservadores, poniendo en crisis el espacio político democrático en el que hasta aquí se dirimían los conflictos. Como acaba de escribr la psicoanalista Suely Rolnik, nuevas estrategias de resistencias surgirán de la mezcla de estos componentes explosivos (https://outraspalavras.net/brasil/666381/ ).

#LulaLivre

Una nueva metalurgia // Diego Sztulwark

 

Hacer agujeros no es simplemente hacer vacío, sino encontrar algo que existe en los agujeros.

 

Anti-Edipo, Mil mesetas y Qué es la filosofía, tres de las principales obras escritas en colaboración por Gilles Deleuze y Felix Guattari, son tratados sobre los movimientos de la tierra (territorialización, desterritorialización y reterritorialización) y de los flujos (codificación, descodificación, sobrecodificación). Los autores, en particular en su último trabajo, ligan la filosofía ya no a una relación entre sujeto y objeto sino a una “geofilosofía” o “geopolítica”. El Anti-Edipo relata una historia universal: la comunidad primitiva, que codifica todo flujo como perteneciente a la tierra, ha debido enfrentar el nacimiento del Estado –Imperio– que sobrecodifica la actividad comunitaria remitiéndola a la propiedad pública representada por el déspota. Basados en abundante bibliografía proveniente de la antropología, los autores afirman que el surgimiento del Estado –esa idea eterna que se encarna de modos diferentes– se dio de una sola vez. El Urstaat: sobrecodificación general de todos los flujos. Junto al Estado imperial nace el sobre-trabajo, la moneda -con relación a los impuestos y a la renta- y el monopolio del comercio exterior. Si la actividad comunal presentía y conjuraba al Estado, el Estado presiente y conjura la temida descodificación general de los flujos, el derrame del que surge el capitalismo.

Deleuze explica en sus clases que tanto en China como en Roma se vivieron fenómenos de descodificación general, auténticos contragolpes a la sobrecofidicación imperial. El esclavo liberto chino o el plebeyo romano eran producidos por el Estado de tipo despótico pero no formaban parte de la sobrecodificación. Eran sujetos despojados de su estatus. El plebeyo romano, a diferencia del patricio romano, no tenía derecho a explotar la riqueza pública y solo se le entregaba una parcela privada. Deleuze ubica el   nacimiento de la propiedad privada y su extensión al comercio y a la empresa en este movimiento de descodificación plebeya. Sin embargo, la descodificación de los flujos no es suficiente por sí misma para explicar el nacimiento del capitalismo. Hace falta aún que estos flujos se encuentren y den lugar a una toma de consistencia capaz de crear una nueva sociedad. El capitalismo surge de una conjunción de los flujos descodificados: de la relación diferencial y de determinación recíproca entre flujos en los que la riqueza se pone como capital y la actividad humana como trabajo. El Estado no desaparece en la nueva sociedad, pero ya no ocupa el lugar de la trascendencia imperial. Deviene inmanente, un operador interior al encuentro entre los flujos descodificados que no dejan de relanzarse en nuevas combinaciones  según una lógica que los autores denominan axiomática.

La axiomática capitalista es una lógica en la cual la instancia que formaliza y conecta no es exterior ni superior a los términos formalizados y puestos en conexión. Si la axiomática capitalista parte del mercado mundial, se efectúa en los Estados, que actúan  adjuntando o bien substrayendo axiomas; proponiendo al capital modelos de realización. El Estado regula y territorializa flujos descodificados. La axiomática capitalista es la oscilación misma entre un polo socialdemócrata o populista (adjunción de axiomas, mercadointernismo) y uno neoliberal o totalitario (substracción de axiomas, prioridad del mercado exterior). Los Estados, heterogéneos entre sí, resultan así isomorfos en relación con la axiomática que se desarrolla en el nivel del mercado mundial. Claro que las categorías de Deleuze y Guattari no pueden leerse como si fueran exclusivamente sociológicas, perdiendo de vista su dimensión deseante. La axiomática de los flujos limita el componente esquizofrénico de la descodificación presente en el capital; la añoranza del Estado actualiza el componente paranoico. Se trata de mostrar, sobre todo en El Anti-Edipo, hasta qué punto el psicoanálisis de época formaba parte de la axiomática del capital, en la medida en que ofrecía una reconducción del deseo hacia las figuras parentales sumisas a la reproducción de las categorías del modo de producción capitalista.

Tanto en Antiedipo como en Mil mesetas la discusión con las izquierdas revolucionarias tenía que ver, precisamente, con la necesidad de retomar la unidad de lo deseante y lo histórico como condición de una verdadera ruptura. La cuestión de si es deseable y posible retomar estas consideraciones metodológicas en función de un plebeyismo actual se plantea sin cesar cada vez que en las calles y en las ideas se abandona la obediencia de la regulación burguesa de la existencia. No se trata de un mero voluntarismo sino de la crisis y el surgimiento de nuevas figuras. Además de lo que hoy ocurre en torno al movimiento de mujeres, hay otras pistas que tal vez valga la pena evaluar: la relación entre trabajo y territorio, y la relación entre alianza y filiación. Como sostiene Deleuze en sus clases, publicadas bajo el título Derrames II. Aparatos de Estado y axiomática capitalista, la relación entre trabajo y territorio, en la medida en que “la crisis actual no es en absoluto una crisis; corresponde exactamente a las condiciones actuales de la formación del nuevo capital”, los contingentes colectivos que no participan de las nuevas zonas de recomposición de la economía (lo que fue el movimiento piquetero, lo que son los trabajadores de la economía popular) quedan situados en una zona de crisis continua, en la que solo resta politizarse para promover derechos –movimientos sociales que buscan adjuntar axiomas– o bien (no se trata de caminos excluyentes) liberar las conexiones del trabajo precario, esa zona de crisis en la que los enunciados y las acciones resultan indecidibles.

En cuanto a la relación entre alianza y filiación, esta tiene que ver con la capacidad de promover desacatos subjetivos en la escena del deseo, en particular en el punto en el que la reproducción de humanos se liga y subsume a la reproducción de las relaciones sociales que genéricamente llamamos neoliberales. La breve pero rica tradición iniciada por las Madres de Plaza de Mayo permite retomar el problema de los vínculos en una clave que no es la de la reproducción del capital: madres no sumisas, madres de revolucionarios, hijos y abuelas. Durante el último año aparecieron los primeros testimonios de quienes dan lugar a una nueva figura: los “exhijos” (los “hijos” de cuadros de la represión durante los años del Estado terrorista). Quizás no se trate solo de la desafiliación de unas víctimas en el ámbito familiar con respecto a los malos tratos de unos monstruos que hoy ya nadie defiende, sino de una posibilidad aún más trascendente, de una acción que permite identificar y desactivar las operaciones de suma crueldad (en el sentido que le da Rita Segato y no Artaud a la palabra crueldad) con las que ayer y hoy se habilita la subordinación de la reproducción de la vida a la de la acumulación de capital. En cualquier caso, plebeyismo ya no es la clase obrera con la que estuvieron en contacto las izquierdas durante el largo período que va de la Comuna de París a la caída del socialismo real. Quizás la nueva plebe no sea una categoría sociológica más, ni se adecúe a los valores morales del progresismo, sino una manera discontinua de contactar con las pulsiones descodificantes que recorren el campo social –mujeres, trabadores irregulares, exhijos– de modo indecidible, es decir, no necesariamente dispuestos a derivar su existencia de los diseños dispuestos por los Estados como modelos de continuación para la realización del capital.

Además de las dos grandes imágenes con las que concibe el espacio (los espacios estriados –estatales– y los lisos –los cielos y los mares, pero también los territorios nómades–), Deleuze encuentra que los metalúrgicos constituían redes móviles que permitían ligar la minería con la fabricación de espadas, es decir, entraban y salían del Imperio. Ni acción de alisamiento ni de resonancia o de estrías, su relación con el espacio consistía en hacer agujeros. Hacer agujeros, es decir, buscar yacimientos. Un espacio agujereado hace posible nuevos descubrimientos.

La caracterización de la derecha // Diego Sztulwark

La simplicidad es para mí un avance total. Yo creo en la inocencia, creo en la frescura y en la inocencia.

Alejandro Rozitchner

Así sucede con la estetización de la política que propugna el fascismo. Y el comunismo le responde por medio de la politización del arte.

Walter Benjamin

La derecha es una posición en la lucha de clases, solo que ni la lucha ni las clases responden a un modelo congelado.Esto plantea la cuestión de cómo no realizar caracterizaciones perezosas o incapaces de actualizar la evaluación sobre las mutaciones y rupturas en la evolución ideológica de los grupos reaccionarios en el poder. En la Argentina o en Brasil, en EE.UU. o en Europa, la misma cuestión se plantea de modos diferentes: ¿Cambia la derecha, se renueva realmente? Y de hacerlo, ¿qué valor asignarle a esos cambios? En otras palabras, ¿con qué criterios diagnosticar la relevancia de las discontinuidades internas que acompañan la renovación del proyecto de dominación de clases?

¿Una clase, dos o ninguna?

Siguiendo la regla según la cual las clases se definen menos por cierta realidad sociológica o cultural –ingresos, consumos- y más por las luchas en las que se constituyen históricamente (subjetivamente), hay quienes afirman que, como nunca antes, ya no existe más que una sola clase, la clase de los capitalistas organizada sobre todo a partir del control de los grandes mecanismos financieros y, a través de ellos, de la actividad productiva y los emporios de la comunicación. Al poder del capital no lo enfrenta el desafío de un proyecto histórico alternativo. La existencia de una clase de los proletarios ya no polariza el campo histórico político al modo de lo sucedido durante el largo período que comienza con la Comuna de París y culmina con el Socialismo Soviético. La ideología neoliberal expresa correctamente la experiencia capitalista de una unipolaridad en el campo social. En su fase actual, el capital está tomado por la creencia de haber quedado solo, y atribuye sus conflictos a su propia incapacidad de autorregulación. Sin embargo, no dejan de constituirse, aquí y allá, un poco por todos lados, unos proletariados que por varias razones quizá convenga nombrar por el momento como lo “plebeyo”. Lo plebeyo como modo de denominar la capacidad popular de desafiar la regulación del capital.

¿Hay derecha democrática?

Luego de décadas de acceso al poder político –control del Estado– a través de golpes militares o influyendo sobre movimientos políticos de raíz popular, una parte destacada de la derecha argentina llegó por fin al gobierno mediante elecciones libres derrotando al peronismo. La novedad de una derecha taquillera, que viene a relevar una década larga de gobiernos autodenominados “populistas”, ha empujado a diversos analistas a discutir el grado de novedad de esta “derecha democrática”[1]. Lo que está en juego es la determinación de las continuidades y discontinuidades del gobierno de Macri con respecto a las dos últimas grandes representaciones de la derecha neoliberal/conservadora: el menemismo y, sobre todo, la última dictadura.

La discusión sobre si Macri debe ser leído como una continuación de la dictadura se planteó decenas de veces durante el último año, a partir de los cantos masivos en diversas movilizaciones de masas (“Macri basura, vos sos la dictadura”), rectificada por el “hit del verano” coreado en estadios y anfiteatros (MMLPQTP). Es tan relevante el hecho –inédito- que la derecha -la Alianza Cambiemos- gobierne dentro del marco del Estado de Derecho (violándolo en diversos sentidos, como cualquier gobierno); que se adecúe perfectamente al régimen parlamentario (con las torpezas del caso); que compita con éxito por la vía electoral (¡un gran avance para los dueños del país!); y que flexibilice sus tácticas en un contexto internacional, regional y nacional que no le permite aplicar su programa de máxima (privatización, políticas desembozadas de impunidad a los cuadros del terrorismo de Estado, apertura radical de importaciones, disciplinamiento represivo de la sociedad), como que la racionalidad fundamental que orienta sus acciones apunta precisamente a esos núcleos que sí establecen una continuidad con las ambiciones históricas de las clases dominantes y con la ideología actual de muchos de sus cuadros provenientes del directorio de grandes empresas y universidades por ellas financiada[2]. Ni la ostentación de una lógica cultural postmoderna, ni la continuidad de los planes sociales heredados del kirchnerismo, ni la estrategia gradualista del ajuste económico -que explican muchos de sus éxitos políticos- alcanzan para relativizar estas continuidades.

Fascismo y postfascismo

El historiador Enzo Traverso emplea el término “postfascismo”[3] para distinguir a las nuevas derechas surgidas durante los últimos años a ambos lados del Atlántico (tanto en Europa, en particular en Francia con el fortalecimiento del Frente Nacional de Le Pen, como en EE.UU. con el ascenso de Trump) y capitalizan parcialmente el descontento con el consenso republicano y neoliberal. Para Traverso, ni Le Pen es propiamente fascista puesto que en realidad se encuentra en una transición incompleta a la democracia, ni es posible suponer que el fenómeno Trump implique una “fascistización

de los Estados Unidos” sino que en todo caso es el resultado de un “rechazo profundo al establishment político y económico” expresado en una “abstención masiva y, a la vez, en un voto protesta conquistado por un político demagogo y populista”. ¿Por qué llamar “postfascista” a una derecha no-fascista? Simplemente porque no es posible caracterizar a estas derechas homofóbicas, antifeministas, antisemitas, racistas y negrofóbicas sin considerar el complejo juego de analogías y homologías que las definen. La noción de postfascismo, a diferencia de la de “neofascismo” –dice Traverso–, no pretende establecer una continuidad histórica ni designar una herencia asumida concientemente. Se trata de formaciones paradójicas que llegan a capitalizar el rechazo del neoliberalismo, aún cuando sus líderes puedan encarnar el modelo antropológico mismo de lo neoliberal. La constelación “postfascista” de la que habla Traverso abarca una tendencia tan general como heterogénea: “el surgimiento de movimientos que ponen en entredicho desde la derecha los poderes establecidos y hasta cierto punto la propia globalización económica”. Estos movimientos no expresan “valores fuertes” (como el fascismo), sino el rechazo de la política reducida a la gestión material de las existencias a la vez que fomentan un programa proteccionista, soberanista e identitario. Entre sus principales rasgos comunes, Traverso enumera: una xenofobia que apunta a migrantes de antiguas colonias; un nacionalismo islamofóbico y antiglobalización y un repliegue nacional antieuropeo. Si el fascismo clásico era nacional-revolucionario y militarista, el principal rasgo del postfascismo –más pragmático– es la “coexistencia contradictoria entre herencia del fascismo antiguo y el injerto de nuevos elementos que no pertenecen a su tradición” (como es el hecho notable de que el líder del FN sea una mujer).

Macri y Macron

En su libro ¿Por que? Natanson pretende superar el estado de “contemplación alucinada” provocada por los sucesivos festejos del macrismo. Advierte que el macrismo no es un accidente histórico sino una expresión de una corriente profunda de la sociedad argentina y que hay, entre sus logros, una recuperación de valores propios del liberalismo. Básicamente dos: el discurso de la igualdad de oportunidades en base al trabajo y el esfuerzo, y la celebración de una energía emprendedora fundada en la apología del individuo creativo y en detrimento de la dimensión colectiva (atribuye las conexiones con las culturas new age a este último rasgo). Este retrato del macrismo no dista mucho del que ofrece Traverso del presidente Macron: expresión de “un nuevo ethos de la era neoliberal: la competición, la vida concebida como desafío y organizada según un modelo empresarial. Macron no es de derecha ni de izquierda, encarna al homo oeconomicus que ingresó a la política. No quiere una oposición del pueblo a las elites, propone al pueblo la elite como modelo. Su léxico es el de la empresa y de los bancos; quiere ser el presidente de un pueblo productor, creador, dinámico, capaz de innovar y de … obtener ganancias”.

¿Por qué? tiene el valor de tomarse en serio las nuevas caras de la derecha argentina y de clarificar algunos rasgos para una nueva caracterización. Tiene sentido leerlo con Las caras nuevas de la derecha que posée el mérito de caracterizar las novedades sin perder las continuidades, y forja así un léxico capaz de comprender las nuevas singularidades sin perder en el camino su potencial combativo. De la suma de estas virtudes puede surgir un lenguaje nuevo. Capaz de entender, para el caso de la Argentina, la conexión subsistente entre proyectos históricos e injertos nuevos.

El lenguaje de la crítica

Solo dos ejemplos de cómo en algunos tramos del libro de José Natanson sentí la necesidad de cambiar las palabras y las formas de conectar situaciones, para lograr con más eficacia el propósito de caracterizar a la vez continuidades y discontinuidades. El primero, cuando analiza la campaña del Macrismo en la ciudad de Buenos Aires con el uso de la consigna “Vos también sos bienvenido”. Natanson expone un spot con “primeros planos de una serie de identidades tipificadas: un taxista, un fan de un grupo de rock”, etc. En la investigación Vecinocracia, escrita por el Taller Hacer Ciudad, se vincula esta campaña con los sucesos previos al violento desalojo de la ocupación del Parque Indoamericano, acompañada por aquella frase de Macri sobre la “migración descontrolada” [4]. La apelación a la pluralidad de perfiles de la ciudad no llega a comprenderse en todo su sentido sin su reverso represivo y racista. El segundo, cuando Natanson explica que al afirmar que la “nueva derecha” ha “optado por un camino democrático” no se intenta relativizar “que los conglomerados empresariales de los cuales muchos dirigentes son accionistas (incluso Macri y Piñera) no se hayan beneficiado de las políticas de regímenes autoritarios”. Aclarado el propósito de no olvidar lo viejo en el afán de caracterizar lo nuevo, me dio toda la impresión de que las palabras “beneficio” o “regímenes autoritarios” eran completamente débiles, sobre todo cuando disponemos de una sólida terminología sobre la responsabilidad –incluso penal– de los empresarios (y no solo) durante el terrorismo estatal practicado por la última dictadura[5].

 

Política y Estética

Las derechas desean ser simples por dos razones: porque se ofrecen para canalizar frustraciones sobre la vida colectiva en el mundo neoliberal, y porque aspiran hacerlo por la vía de la comunicación. Una estetización postfascista de la existencia. En efecto, el neoliberalismo no es una política más. Tan fuerte como el concepto de “postfascismo” es en Traverso el de “modelo antropológico neoliberal”, que el autor compara con una religión política (probablemente continuando al propio Benjamin). El postfascismo conecta con el modelo antropológico neoliberal más de lo que confiesa. Su clave de funcionamiento no es la movilización política sino el manejo de los códigos comunicativos.

Ya no hay respuesta “comunista” (como sugería Benjamin), sino reacción plebeya. Porque la izquierda política no logra superar “el yugo mental” impuesto por el bloque capitalista a partir de 1989 (Traverso). La reacción plebeya, en cambio, es un fenómeno bien diferente al de la izquierda política. Un fenómeno nada “simple”. La gigantesca movilización del 8M lo muestra muy bien: una nueva distribución de lo sensible cuestionador del orden: la politización del arte.

 

1 José Natanson, ¿Por qué? La rápida agonía de la Argentina kirchnerista y la brutal eficacia de una nueva derecha, Siglo XXI, Buenos Aires, 2018.

2 Para una caracterización de la procedencia de los principales cuadros de Cambiemos y su paso del empresariado a la militancia política en términos casi gramscianos, ver Gabriel Vommaro, La larga marcha de Cambiemos, la construcción silenciosa de un proyecto de poder, Siglo XXI, Buenos Aires, 2017.

3 Enzo Traverso, Las caras nuevas de la derecha, Siglo XXI, Buenos Aires, 2018.

4 http://tintalimon.com.ar/libro/VECINOCRACIA

5 Horacio Verbitsky y Juan Pablo Bohoslavsky editores, Cuentas Pendientes. Los cómplices económicos de la dictadura, Siglo XXI, Buenos Aires, 2013. En efecto, este trabajo colectivo aspira a determinar categorías para tipificar las responsabilidades penales de los actores económicos de la última dictadura.

Meschonnic y las micropolíticas // Diego Sztulwark

(Sobre Spinoza, poema de pensamiento[1])

I.

Los textos de Henri Meschonnic afirman una política del poema y de la traducción. Esa política concierne al lenguaje y a su potencia de transformación: a una interacción entre lenguaje, ética y política capaz de crear modos de vida.

Esa actividad concierne al sujeto del poema, que es diferente al sujeto del psicoanálisis o al de la filosofía (pero también al del “amor” a la poesía). El sujeto del poema se singulariza en la oralidad: carga al signo con las fuerzas del cuerpo e introduce afectos en los conceptos. En todo “nominalismo de los vivos” hay sujeto de poema. También lo hay en la risa ética de la teoría, que no es sino una reflexión sobre aquello que aún no sabemos. El sujeto del poema subjetiva el lenguaje contra el orden, transformando y transformándose: inventando vida virtuosa.

Esta política depende de una crítica; de una crítica del ritmo al signo. Del ritmo, sí, que es rastro del cuerpo en el lenguaje. Significante mayor: marca de las fuerzas que animan y hacen decir a las palabras. La crítica del ritmo se rebela contra el reino del signo autonomizado; contra el modo en el que el signo, separado, se vuelve borrante del cuerpo.

Crítica es guerra, sí: pero no polémica. Porque no se trata de vencer, sino de historizar, de mostrar funcionamientos y de inventar. Crítica del genio de la lengua (sea el hebreo o el griego, el alemán o el francés). Crítica del saber interpretativo que extrae sentido de la letra y la palabra. Crítica, en definitiva, del puro signo. Del modo en que el signo puro semiotiza lo social. Crítica de lo teológico político. Del modo en el que lo “semio” (signo espiritualizado) comanda el sentido.

Crítica y política constituyen el territorio de encuentro de Meschonnic con Spinoza en un bellísimo libro que Hugo Savino está terminando de traducir y que presentaremos en breve en Buenos Aires: Spinoza, poema de pensamiento.

II.

Meschonnic corta cabezas a mansalva. Es el escándalo mismo: un poeta masacrando filósofos. Roza lo insoportable. ¿Qué ve este poeta serial en Spinoza? Un antídoto contra la filosofía: el Lado Spinoza de la vida como antídoto contra el Lado Descartes (o el Lado Hegel) de la vida. Que es como decir: Lado Inmanencia contra Lado Trascendencia. Lado Natura (de la radical historización) contra Lado Teológico (en el que se funden lo sagrado, lo divino y lo religioso).

Spinoza como poema de pensamiento es una cima desde la cual reprocharle a la filosofía académica su tentativa por hacer del spinozismo un sistema explicativo, de hacer de Spinoza un hecho pedagógico; y a los intelectuales “comprometidos” (pero también a los estetizantes) por haber cedido a la separación entre política y lenguaje: política sin poema y lenguaje despolitizado son fórmulas de retorno a la heterogeneidad de las categorías de la razón, de inmersión en lo abstracto y de pérdida de potencia de transformación.

Meschonnic encuentra poema de pensamiento en el funcionamiento del lenguaje de Spinoza[2]: en la  la unidad  del afecto y el concepto; en la interacción entre lenguaje, ética y política. Encuentra allí la fórmula del antídoto contra la interminable insistencia que separa la vida humana en cuerpo y alma. Es una cuestión de lenguaje: no hay “unión” sino “unidad” entre cuerpo y alma. Este tipo de indicaciones vuelven atractivo al libro. Un libro que es también problemático porque cuestiona a los comentaristas y pensadores que nos han enseñado a amar a Spinoza.

III.

Leer a Meschonnic no es cosa sencilla. Él mismo enseña que el sujeto de la lectura sólo emerge en una segunda lectura. Dicho de otro modo: es en la relectura que se engendran las preguntas que nos detienen o aceleran, que nos obligan a hacer nuevas conexiones. Sin ese tiempo de las preguntas seríamos devorados por el texto. Por eso leer es entre otras cosas tomar conciencia de las citas con las que funcionamos; poner junto al texto problemas que no son del todo los del autor, o tal vez sí, solo que el lector está llamado a desplazarlos, a introducir su propio replanteo. Sin enfrentarlo a nuestras preguntas, sin confrontarlo con nuestras citas, ¿para qué Meschonnic?

Y el problema es el carácter teológico del signo que no deja pensar, ni saber que no se piensa. Y no se piensa porque este carácter teológico del signo supone una posposición eterna de la sensibilidad sin la cual no es posible la elaboración de nuestras verdades. Es esta eminencia espiritual del signo la que provoca la enemistad de Meschonnic y la que, para mejor comprenderla, me impulsa a extender el planteamiento por medio de citas que no le son afines y que me resultan indispensables. Meschonnic deviene así, un interlocutor tan inesperado como privilegiado para las micropolíticas (asunto que no debería sorprender en la medida en que las micropolíticas conciernen a la dimensión activa de la sensibilidad de toda política).

IV

Por ejemplo, Félix Guattari. También para él se presentaba la cuestión de los signos.  Hace décadas ya selañaba la afinidad entre máquinas semióticas de producción y orientación de flujos y formaciones capitalistas tanto a nivel de la constitución de lo social como del individuo mismo.[3] Era sumamente sensible a la actividad semiótica en el centro del funcionamiento del Capitalismo Mundial Integrado,  en que el signo independizado se torna materia espiritual y anima tanto el mundo imaginario postmoderno como las técnicas de control.[4]

Tras Guattari, Franco Berardi. Bifo retoma esta cuestión del semio-capitalismo como “régimen económico que se alimenta del trabajo mental de un número ilimitado de trabajos precarios y fractales”, una forma de capitalismo “conectivo” en el que la compatibilización digital tiende a colonizar la sensibilidad.[5] El semio-capitalismo define un modo de producción predominante en una sociedad en la que “todo acto de transformación puede ser sustituido por información y el proceso de trabajo se realiza atreves de la producción de signos”. La semiotización de lo social opera coaccionando: toda diferencia será festejada si abandona su capacidad para diferenciarse por su cuenta. Toda diferencia será alentada si se esfuerza por volverse código compatible.

Y Paolo Virno, claro. Interesado en Marx, Virno verifica el ingreso del lenguaje a la producción: “en el postfordismo –escribe– el general intellect no coindice con el capital fijo, sino que se manifiesta principalmente como interacción lingüística del trabajo vivo”.[6]

Conectividad y lenguaje aparecen, así, como operadores fundamentales en el semiocapitalismo. En el semio-capitalismo reina el signo. Y es solo a través del signo así sacralizado que se valoriza el capital, que se produce el mundo como capital.

En el mismo sentido funciona la noción de producción de pseudo-mundos en Maurizio Lazzarato. Para realizar una mercancía -escribe- el capital crea el mundo en el cual los posibles existen como signos (imágenes publiscitarias, por ejemplo) que se actualizan en los cuerpos bajo la forma de cambios en la sensibilidad.[7] La mercancía vale como signo de realización de ese mundo. Suely Rolnik muestra bien cómo la realización del mundo en la mercancía actualiza la promesa del paraíso de la religión.[8] Trabajamos por el éxito, el éxito es la adecuación a signos paradisíacos.

Y Christian Marazzi, que hace foco en cómo funciona el lenguaje en la organización del capital financiero, creando convenciones para que millones de ahorristas de todos los tamaños puedan orientarse sin apelar a referentes corpóreos. El virtuosismo del lenguaje –puesto a coordinar acciones estratégicas y especulativas– ordenando los flujos de inversión.[9]

El capitalismo se vuelve “semio” en el momento en el que el alma abandona al cuerpo, como dice Deleuze para referirse al momento en que la fábrica es abandonada por la empresa, y en particular, por el departamento de ventas.[10] El “semio”, del semio capitalismo, por todos lados.

V.

Walter Benjamin ya lo había visto cuando tituló unos apuntes breves: “el capitalismo como religión”: lo teológico político persiste secularizado. Persiste como política sin transformación y lenguaje ultra-retorizado. Sobre este punto insistía León Rozitchner en sus últimos escritos[11]. Hay una afinidad evidente entre su las críticas de su “izquierda sin sujeto”[12] y las retóricas que se acomodan a lo que Meschonnic ve como el discontinuo teológico, como discontinuo entre cuerpo y signo, como preeminencia del signo, del signo borrante del cuerpo (esa afinidad expresa una común incomodidad frente al estructuralismo).Para Rozitchner la espiritualización del signo, eso que Marx llamaba fetichismo, se opera –castrándolo- en el cuerpo afectivo. Cuerpo contra cuerpo entonces. Cuerpo-Afecto contra Cuerpo-materia devaluada por la exaltación de una razón separada. Cuerpo-Resistente historizado contra Cuerpo-Fetiche espiritualizado por medio de una estetización/semiotización generalizada.

Leer a Meschonnic con Rozitchner permite socializar la potencia política del poema contra aquello que Guy Debord llamaba en La sociedad del espectáculo la unión “de lo separado como separado”.

Me es imposible leer a Meschonnic sin ciertas citas.

VI

Spinoza, poema de pensamiento es el intento por refutar la idea según la cual una filosofía construida more geométrico (como está construida la Etica de Spinoza) excluye la hipótesis de un sujeto creador de sentido. Sólo que este sujeto ya no es el sujeto filosófico apegado a comprender el sentido por medio del signo, sino aquel que surge en la realización de la concatenación potencia-afecto, potencia-concepto, potencia-lenguaje. Es el gran combate del  Tratado Teológico Político: la desacralización de lo divino trascedente.

La vida que este libro de Meschonnic sobre Spinoza pueda tener entre nosotros es aún un misterio. Aunque no es difícil imaginarle vastos territorios sobre los que podría intervenir[13]. En primer lugar, el territorio de la reflexión sobre el lenguaje (una reflexión debilitada según Meschonnic, por el “giro lingüístico”), el terreno de la poesía, del ensayo y del psicoanálisis. En segundo lugar, el de la filosofía y, en particular, el de los estudios sobre Spinoza. En tercer lugar, el territorio del pensamiento político singado por la necesidad de su renovación, sobre todo allí donde los vientos de cambio corren serios riesgos de extraviarse en teorías formalistas, en retóricas declamacionistas y en encierros identitarios.

La actividad del Spinoza de Meschonnic en estos territorios tal vez permita trastocar, hacer trabajar el desencuentro entre el “izquierdismo del pensamiento y su propia incompatibilidad con el intocable signo”. Aprendiendo de Meschonnic a leer en Spinoza el lenguaje como “potencia en acto del intelecto” y como implicación entre “ética y acto de lenguaje”.

Es lo que entiendo cuando leo que el lenguaje vuelve a ser la guerra

[1] Henri Meschonnic, Spinoza, poema de pensamiento; Editorial Cactus y Tinta limón ediciones, Bs-As, 2015-

[2] En su modo de “mal tratar” -es decir, de bien-escribir- el latín

[3] Félix Guattari, Líneas de fuga, por otro mundo de posibles, Ed. Cactus, Bs-As, 2013.

[4] Francisco José Martinez; Hacia una era Post-mediática, ontología, política y ecología en la obra de Félix Guattari, Ed. Montesinos, España, 2008

[5] Franco Berardi (Bifo), Generación Postalfa. Patologías e imaginarios en el semio-capitalismo; Tinta Limon Ediciones, Bs-As, 2007.

[6] Paolo Virno, “Diez tesis sobre la multitud y el capitalismo postfordista”; en Gramática de la multitud.

[7] Mauricio Lazaratto, Políticas del acontecimiento, Tinta Limón Ediciones, Bs-As, 2006

[8] Suely Rolnik, “Geopolítica del rufian”, en Micopolíticas. Cartografia del deseo,  Tinta Limon Ediciones, Bs-As, 2005.

[9] Christian Marazzi, Capital y Lenguajehacia el gobierno de las finanzas; Tinta Limón Ediciones, Bs-As, 2013.

[10] Gilles Deleuze, “Postdata a la sociedad de control”, en Dos regímenes de locos, textos y entrevistas ()1975-1995), Ed. Pre-textos, Valencia, 2007.

[11] León Rozitchner, El materialismo ensoñado, Tinta Limon ediciones, Bs-as, 2011.

[12] León Rozitchner, “Izquierda sin sujeto”, http://www.redroja.net/index.php/pensando-criticamente/2036-la-izquierda-sin-sujeto

[13] Y antes casi no tuvo vida, sólo una pequeña tirada en francés, a cargo de una editorial ya desaparecida

Forma de vida // Diego Sztulwark

Ser valientes para lo más extraño, asombroso e inexplicable

que nos pueda ocurrir.

Rilke

El problema de la forma de vida, de cómo vivir, recorre por dentro la historia de nuestros saberes. Filosofía y vida se han encontrado cada vez que un discurso conceptual estrechó lazos con disposiciones no discursivas, abriendo en el pensamiento un espacio de ejercitación espiritual orientado a decidir sobre los asuntos más difíciles de la existencia. Y al contrario, ese lazo ha vuelto a romperse cada que vez que el discurso conceptual trató de autonomizarse de esas disposiciones mundanas (los morosos asuntos de la vida práctica), dejándose llevar por sus propias ansias de renovación.

Dado que la cuestión del modo de vida se juega en el tipo de articulación que pueda alcanzarse entre discurso conceptual y dimensión no discursiva de los saberes, toda filosofía práctica implica una determinada política de la existencia. Ni el discurso teórico, ni la política como sistema, ni el mero gregarismo dan por sí mismos respuesta al problema de esta articulación. Las políticas de la existencia apuntan a resolver el problema del buen gobierno de las pasiones humanas y al logro de alguna experiencia de la felicidad. En ocasiones estas políticas de la existencia se organizan como verdaderas políticas de poder.

Una rápida mirada a la coyuntura permite distinguir al menos dos modalidades visibles de articulación.[1] Desiguales entre sí, ambas pueden considerarse representativas de una voluntad de poder ligada a la estabilidad y al orden, aún si su atractivo surge de una notoria apelación a la creación, o bien al rechazo de aspectos de la situación actual. Por un lado están las políticas de la inmanencia que enseñan el entusiasmo por el mundo tal y como es. Se trata de evitar una vida frustrada, neurótica o patologizada por medio de una serie de propuestas laicas y positivas que apelan –siempre al interior de la hegemonía neoliberal, a la cual no cuestionan- a la creatividad personal (en clave emprendedora). Su punto fuerte es su cuestionamiento al miedo al mundo tal cual es, al refugio ideologista que justifica la inacción de modo moralista y al encierro en posiciones reactivas frente  a la vida. La idea, en definitiva, de que toda gran salud consiste en aprovechar, con convicción, los posibles que ya están dados.

A pesar de su exaltada apelación a la inventiva, este tipo de lazo inmanente es de naturaleza fuertemente adaptativo y no va nunca más allá de una redundancia respecto de los dispositivos maquínicos que organizan el presente como tal. Esta apelación a superar el miedo es ambivalente, porque en esencia extrae su seguridad de una aceptación de la situación estructural que sería riesgoso cuestionar. La propia idea de inmanencia resulta así empobrecida, en la medida en que se la coloca al servicio de una pura lógica de valorización neoliberal.

Una de las respuestas más fuertes a este tipo de ateísmo liberal vuelto modo de vida hedonista -un individualismo sin trascendencia- la ofrece una cierta teologización de la existencia que retoma, a partir de la fe, los valores comunitarios y de salvación que la política de tipo inmanente desprecia. Se trata de una política de la existencia de tipo trascendente, que tiende a organizar la experiencia en torno a la creencia de una realidad otra, cuyas premisas -religiosas- no surgen de las potencias de los cuerpos sino de la verdad de un mundo otro. Un Amor que protege del odio. En manos de las religiones convencionales, esta política de la existencia presenta una lectura determinista de la realidad social, que escapa a todo cotejo con lo social-histórico y en la que los sujetos reciben consuelo y son llamados a regular su conducta según una óptica moral que no permite superar las formas de terror que limitan sus posibilidades vitales (cuando no son tratados de un modo abiertamente victimista).

A diferencia de otros momentos en los que las militancias políticas y el mundo intelectual de las izquierdas lograban poner en juego políticas de la existencia disidentes capaces de desanudar el sistema de la obediencia, en la situación actual actitudes como el encierro en círculos narcisistas sin confrontación productiva con los otros, o la reducción de la actividad política a una confrontación que pasa casi exclusivamente por el plano de la comunicación -discursos e imágenes- revelan una débil voluntad de poder de las posiciones que antaño se identificaban con la crítica. Sin embargo, si la situación es de todos modos abierta y dinámica, se debe a la subsistencia de una tradición insurgente y callejera,[2] que no ha dejado de renovarse, incluso en las peores condiciones, y que se ha mostrado capaz, una y otra vez, de elaborar el miedo y de retomar aspectos libertarios y comunitarios por fuera de los dispositivos de obediencia en que hoy son capturados.

2.

¿Puede la filosofía terciar en este orden de cosas? De Sócrates a Nietzsche la filosofía ha sido concebida por muchos como una forma de vida no fundada en la obediencia. ¿Quiénes serían los filósofos contemporáneos? ¿Dónde están los buscadores de nuevas articulaciones entre pasiones, discursos y actitudes colectivas? Preguntas como estas surgen inevitables de la lectura de La filosofía como modo de vida, un libro de conversaciones que mantuvo el filósofo Pierre Hadot con sus colegas Jeannie Carlier y Arnold I. Davidson.

Hadot ha dedicado su vida a la filosofía antigua. Entre sus libros traducidos al castellano se encuentraPlotino o la simplicidad de la mirada, una bellísima narración de la mística neoplatónica presentada como un elevado ejercicio de contemplación, capaz de brindar acceso a una sutil disponibilidad, y a una intensa capacidad de atención a sí mismo y a los otros que se revela como una dulzura hacia el mundo.

Su trayectoria personal comienza en la Iglesia Católica francesa, que lo acogió durante dos décadas, hasta que arriba al Collège de France, invitado por Michel Foucault. Siempre le agradeció a la Iglesia su completa formación intelectual, aunque rompió con ella en los años cincuenta a causa de su sobrenaturalismo, es decir: “la idea según la cual el comportamiento puede modificarse sobre todo a través de lo sobrenatural, y que la confianza ciega en la omnipotencia de la gracia permite hacer frente a todas las situaciones”, lo que en la práctica ha significado -cuenta Hadot- la tolerancia con la pedofilia dentro de sus filas. Frente a esos casos, la Iglesia se ha ocupado más de cuidar la conexión del sacerdote con dios que del destino de sus víctimas. Admira a Foucault como historiador de acontecimientos, aunque le reprocha su idea de los “cuidados de sí” entendidos como estética de la existencia: percibe allí un desdén por la dimensión colectiva de la vida filosófica, y el riesgo de un nuevo “dandismo”.

En La filosofía como modo de vida, Hadot se remonta a la distinción antigua entre «filosofía» y «discurso filosófico». Si bien no hay filosofía sin discurso, la filosofía ha sido en su origen algo más, una “elipse que tiene dos polos: un polo de discurso y un polo de acción, exterior, pero también interior”. Hadot recuerda la burla de que eran víctimas los filósofos de discurso que no sabían vivir. Lo que hoy llamaríamos “filósofos de cátedra”. ¿Cómo entender esa burla? ¿Tiene interés volver a idealizar al filósofo y atribuirle unos saberes –¡imposibles!- sobre qué es la vida y cómo vivir? Más sugerente sería leer esa burla como una sanción a  la automatización del discurso, a la pereza filosófica que no se esfuerza ya por articularse con disposiciones existenciales (dando lugar a eso que hoy se denomina “subjetividades”). Menos un problema de verdad –o de novedad- y más uno de búsqueda, de ejercicios.

El filósofo que busca redescubrir el mundo, piensa Hadot, se dice a sí mismo frases capaces de producir un efecto “ya sea en los otros, ya sea en uno mismo”, en unas circunstancias concretas y con relación a unos fines determinados. Su discurso es ante todo un ejercicio “espiritual” (hay que tener muy en cuenta que en la antigua filosofía griega estos ejercicios no eran de orden religioso; el cristianismo de los primeros siglos se los apropió para plantear desde sí una forma de vida que hizo retroceder las posibilidades de una vida propiamente filosófica).

Hadot entiende por ejercicios espirituales una práctica voluntaria de transformación de uno mismo y una preparación por medio del pensamiento para afrontar las dificultades de la vida (examen de conciencia, confesión de faltas cometidas, escucha de nuestro monólogo interior, modos de enseñanza, meditación sobre la muerte, técnicas de escritura dirigidas a modificar el propio yo, formas de limitación del deseo).  Muchos de estos ejercicios, explica Hadot, se inspiraban en la conciencia de pertenecer a un cuerpo colectivo, como sucede, por ejemplo, con el ejercicio consistente en prestar atención a los otros como vía de transformación de uno mismo (opuesto al gobernarse a sí mismo para aprender a gobernar a los otros, que fascinaba a Foucault). Hadot destaca que estos ejercicios, promovidos por las antiguas escuelas, produjo efectos sobre la política y el derecho de su tiempo.

Los ejercicios espirituales –la búsqueda de una ruptura con el cotidiano, el deseo de acceder a una experiencia descentrada respecto del yo y de las preocupaciones inmediatas- nunca han desaparecido del todo. Luego de su absorción en el cristianismo durante la Edad Media, prosiguieron su marcha a través de las filosofías modernas que buscaron desplazar la percepción hacia la naturaleza y el cosmos (Hadot admira particularmente las filosofías de la percepción de Bergson a Merleau-Ponty). Desde entonces los ejercicios se fueron despojando de su ropaje religioso hecho de “imágenes, personas, ofrendas, fiestas, lugares consagrados a Dios y a los dioses”, hasta retomar su fisonomía propiamente filosófica. Las meditaciones cartesianas dan testimonio de este recorrido (Valéry escribió que con Descartes se inicia la novela moderna que narra el drama de las ideas, más que el de los personajes). Luego Spinoza y Kant realizan una crítica “depuradora” de la religión. Ni siquiera la mística pertenece por derecho propio a la religión: Plotino y Bataille -dice Hadot- nos enseñan la experiencia de una comunicación no religiosa con fenómenos místicos.

3.

Esta bella reivindicación de la filosofía como modo de vida va más allá de la filosofía misma en la medida en que plantea un problema que nos concierne a los no filósofos. El propio Hadot permanece cauto con respecto a la capacidad de la filosofía contemporánea para retomar la riqueza espiritual de las antiguas escuelas griegas (una relación más viva entre personas –no tanto entre ideas-, un intento de hacerse presente para uno y para los demás, un aspecto nítidamente terapéutico). Los antiguos filósofos, dice Hadot, escribían sus frases menos para perfeccionar sus sistemas que para influenciar su propio yo.

Hadot nos aproxima a una filosofía situada más allá de la propia filosofía, a una forma de vida que consiste en la constitución de un espacio de pensamiento capaz de decidir activamente las cuestiones mundanas vinculadas a nuestra existencia. Desprovistos de expectativas en la filosofía como tradición, los no filósofos podemos entrever en Hadot una indicación productiva que incluso va más allá de su propia trayectoria: se trata de hacer una vida en la intensificación de ciertas lecturas fuertes, como parte de un ejercicio ético. Más que aceptar las prescripciones de la filosofía antigua (el propio Hadot considera que de los antiguos debemos heredar la ejercitación, no la “neblina ideológica” que la acompañaba), se trataría de preguntar, al modo de un ejercicio introductorio, en qué punto se está en relación con ese espacio propio de evaluación y decisión sobre lo que somos, que es el corazón mismo de la pregunta por la forma de vida.

No se trata de una pregunta formulada en el aire sino en circunstancias bien determinadas por los conflictos y por la amenaza de guerra que conllevan, en torno a los modos de vida (qué es vivir, se vive cómo; y su reverso, la cuestión de las necropolíticas) que recorren de punta a punta la geografía del occidente capitalista. Circunstancias dominadas tanto por el fastidio –como el que siente Hadot- por la esterilización de los discursos autonomizados, como por la necesidad de ejercicios que ayuden a vencer el miedo.

[1] Seguramente se pueden encontrar más fórmulas de articulación de políticas de existencia. Ahora mismo, cuando miramos los cambios que se dan a nivel mundial, la emergencia de una derecha empresarial que cuestiona aspectos de la globalización obliga a afinar este tipo de caracterizaciones.

[2] De la última dictadura militar para acá, han sido los movimientos de derechos humanos, de trabajadores desempleados, de campesinos indígenas y de mujeres los más eficaces para politizar malestares, retomar aportes de las diferentes izquierdas militantes, y problematizar los dispositivos de extermino y obediencia. La labor de los grupos –en la cultura, las ideas, y las militancias- se redime con relación a los momentos insurreccionales que orientan y dan curso a políticas existenciales.

El marxismo plebeyo de John W. Cooke // Diego Sztulwark

A Manuel, el Negro Molina

 

 El verdadero oximorón de nuestros días es el peronismo de base

Miguel Mazzo

 

La primera vez que escuché hablar de John William Cooke fue a través de dos personas que lo conocieron bien: Eduardo Luis Duhalde y Manuel “el Negro” Molina. Duhalde,  compilador de su Obra Completa en cinco tomos,[1] hablaba de “el Bebe” en charlas de “formación” en un local de la calle Perón, a fines de los años ochenta. Lo ubicaba como figura contrapuesta a Juan José Hernández Arregui; ambos representaban dos modos opuestos de cruzar marxismo y peronismo. El Negro, en cambio, hablaba en voz baja y en charlas de uno a uno.

 

El Negro, procedente de Mendoza, llegó a Buenos Aires a fines del primer peronismo. Una tarde de 1955, una requisa militar hizo bajar por la fuerza a un contingente de trabajadores que viajaba en colectivo por la zona de Plaza de Mayo, y el Negro se vio arrastrado a lo que sería su bautismo de fuego en la resistencia, rompiendo veredas y apedreando uniformados en defensa de Perón. Luego fue dirigente sindical de los barraqueros, en Avellaneda (donde Herminio Iglesias era su chofer y juntos salían a tirar “miguelitos”), y apoyó activamente la campaña de Andrés Framini como candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires, en 1962. Mucho más adelante, participó en la fundación de SUTEBA (fue compañero de Mary Sánchez) y fue próximo al ignoto grupo Proa (Partido Revolucionario de los Obreros Argentinos).[2] Cooke aparecía siempre en sus conversaciones de los años noventa. El Negro estaba horneado en ese peronismo obrero referenciado en Amado Olmos y en un marxismo antiimperialista fuertemente moldeado por la Revolución Cubana. Él había sido parte de un grupo de trabajadores seleccionados por el propio Cooke para recibir formación política. Pablo Levin –varias décadas más tarde inspirador de Axel Kicillof– le daba clases sobre El Capital. Bajo el hechizo de las narraciones del Negro, no quedaba otra que sumergirse en la lectura atenta de los libros de Cooke y maravillarse con su escritura. El Negro siguió en contacto con los compañeros y compañeras de la ARP (Acción Revolucionaria Peronista), la organización fundada por Cooke a su vuelta de Cuba, hasta el final de sus días.

 

Durante la segunda mitad de la década de los noventa y como parte de la irrupción de los llamados “movimientos sociales”, comenzaron a circular numeroso trabajos sobre Cooke (recuerdo sobre todo los libros de Richard Gillespie, John W. Cooke. El peronismo alternativo;[3] de Norberto Galasso, Cooke, de Perón al Che;[4] y las páginas de Resistencia e integración de Daniel James[5]). Cooke era parte del debate militante universitario y de las organizaciones sociales. Manuel Gaggero, que lo había conocido bien, hablaba de él en las Cátedras Che Guevara, en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Cooke impresionaba por el uso diestro del lenguaje, certero y literario, por su radicalidad política, sus tensiones con Perón y su amistad con el Che; también por la complejidad de su dialéctica en la que la lucha de clases era concebida como una contradicción entre peronismo y antiperonismo y, simultáneamente, como un antagonismo interno en el propio peronismo. Pero por sobre todas las cosas, cautivaba su tentativa de ligar teoría y práctica política en un mismo movimiento, un marxismo plebeyo (el célebre “hecho maldito del país burgués”) con eje en la experiencia concreta de la radicalización obrera de la época de la resistencia. Años más tarde, ya en medio del conflicto por la 125, Horacio González –siempre interesado por Cooke, y autor de un artículo mítico sobre la correspondencia con Perón publicado en la revista Unidos– le preguntó por Cooke al ex presidente Néstor Kirchner, en el transcurso de una de las asambleas de Carta Abierta, en la Biblioteca Nacional. ¿Era viable ese engarce entre cookismo y kirchnerismo? Otro que hablaba de Cooke era León Rozitchner: habían sido amigos en La Habana y polemizaron sobre peronismo y revolución en la revista La Rosa Blindada.[6]

 

En paralelo a estos recuerdos, el nombre de Cooke siempre estuvo en boca de Miguel Mazzeo: desde su militancia en el grupo Retruco y en el activismo universitario en La Mariátegui, hasta su participación en el Movimiento de Desocupados de la Zona Sur del conurbano y luego en el Frente Popular Darío Santillán, Mazzeo no dejó nunca de investigar y publicar sobre Cooke. Su libro El hereje, apuntes sobre John William Cooke[7] no es una tesis académica sino el resultado de una prolongada pasión intelectual y vital. Se trata de una biografía política y de una toma de partido en el campo de las ideas, de una investigación histórica y de una fuerte afirmación en las discusiones recientes sobre peronismo y revolución (subtítulo del libro Sublunar, de otro historiador de la UBA de la misma generación, Javier Trímboli[8]). Además del repaso sistemático y al detalle de los textos de Cooke en El hereje, Mazzeo realiza una serie de afirmaciones que permiten apreciar la calidad e incluso la vigencia de Cooke como pensador político argentino. Enumero algunas:

 

  1. Los planteos de Cooke no se adecúan a los planteos de la izquierda peronista que asumió como opción al kirchnerismo, ni a las teorías populistas a la Laclau.[9] Mientras que Cooke concibió la transformación social con la dinámica de radicalización popular, las teorías populistas identifican el cambio político con el control del Estado. El peronismo, al que el Bebe le reclamaba las tareas propias de un frente de liberación nacional y social, quedó reducido a un movimiento de regulación de la lucha de clases y, en versiones más progresistas –dice Mazzeo– a gestionar del modo más inclusivo posible los ciclos del capital.

 

  1. La práctica política de Cooke fue la de una pedagogía múltiple y dinámica, explicaba el peronismo a la izquierda y la izquierda al peronismo, y argumentaba ante el propio Perón sobre la necesidad de una palabra suya que autorizara a quienes como él sostenían posiciones socialistas. Esta pedagogía combinaba una fina percepción de la realidad argentina –y del peronismo– como una pluralidad en estado de desfasaje entre las palabras y las cosas, junto a una pasión intelectual por traducir fenómenos difíciles de armonizar en una estrategia revolucionaria (radicalidad obrera, burocracia sindical, ambigüedad entre el carácter encarnado y mítico del liderazgo). Para Cooke –no olvidemos que su muerte ocurrió en 1968–, el peronismo estaba recorrido por una tensión constitutiva que lo volvía incompatible objetivamente (radicalización obrera) y compatible subjetivamente (influencia de la burocracia) con el capitalismo. Se trataba, por lo tanto, de orientar esa subjetividad hacia la revolución (lucha de clases dentro del peronismo).

 

  1. El propio Cooke fue tomado por este proceso de radicalización plebeya que arrasaba el país y el continente. En una carta de 1961, le explica a Perón que en la Argentina “los comunistas somos nosotros”, los peronistas; cinco años más tarde, el mítico “delegado de Perón” sustituiría la conducción estratégica del general por la del Che Guevara (sin que quepa reducir este mix cookeano armado de guevarismo y peronismo a ninguna estrategia de tipo foquista).

 

  1. Si hubo algo así como un “cookismo” –y hasta un “walshismo” –, dice Mazzeo, resultaría completamente incomprendido sin reparar en el “grupo Avellaneda”, referenciado en Domingo Blajaquis y Raymundo Villaflor, emergentes de una cultura obrera autodidacta y politizada, que hacía su propia traducción plebeya del marxismo y que elaboró las premisas del alternativismo expresado por las FAP (Fuerzas Armadas Peronistas) y el Peronismo de Base. Cooke converge con el grupo Avellaneda en la comprensión del peronismo como territorio de disputa entre autonomización y subordinación de contingentes obreros a la influencia de la burocracia –sindical, intelectual y política– que hizo del peronismo un fenómeno de contención de un amenazante movimiento obrero.

 

  1. Las aporías de Cooke se plantearon sobre todo con relación a los dobles de Perón: el Perón de carne hueso (cada vez más alineado con los valores occidentales) y el Perón mítico (invocado por todas las fracciones del movimiento). ¿Cuál de ellos podía ser utilizado a favor de la revolución? ¿Cuál de ellos la frenaba? Mientras que el lenguaje político de Perón era oscilante e “incierto” (finalmente decantó en posiciones abiertamente contrarrevolucionarias), el de Cooke era preciso y buscaba las definiciones que el general evitaba; mientras que la concepción de la política de Perón estaba dentro de los marcos del equilibrio y de la contención, la de Cooke era la del desborde y la ruptura.

 

  1. Si algo enseña la lectura de la lucha de clases en la Argentina de Cooke es a distinguir plebeyismo de populismo. El peronismo supo contener -sobre todo luego del 55, fecha a partir de la cual Cooke da por agotado el programa del 45- dos vertientes antagónicas de lo nacional-popular: una resistencia obrera antiimperialista en constante radicalización, y un sistema de liderazgos estratégicos conservadores, incapaces de ir más allá del horizonte burgués marcado por la intervención del Estado en la regulación del conflicto. Si el plebeyismo es un movimiento de descodificación y ruptura con el mando del capital, el populismo –lo nacional y popular desde arriba– es una praxis de imitación de captura de lo plebeyo y de imitación de lo popular desde abajo. El peronismo, dice Mazzeo, subsiste como fenómeno de simulación.

 

  1. Cooke se hizo marxista de adulto y fue un gran lector del Marx de la alienación y de Lukács. No fue leninista sino un crítico del centralismo y del elitismo de la vanguardia, más próximo a un luxemburguismo de la autodeterminación popular. Sí fue un prematuro gramsciano que concibió al intelectual como organizador de la hegemonía de las clases subalternas. Mazzeo no deja de señalar con razón que Cooke fue injustamente ignorado por los estudiosos del gramscismo en la Argentina, mayormente reformistas y populistas

 

Sobre el final del libro, los apuntes de Mazzeo trazan un perfil –los rudimentos de una biografía– de la compañera de Cooke, Alicia Eguren, una figura tan fascinante como eludida por buena parte de las militancias, y relata una triste escena ocurrida en 2014, en ocasión de la ceremonia durante la que se arrojaron las cenizas de Cooke en el Río de la Plata, con presencias del establishment peronista. Una cita de Horacio González le sirve para sintetizar un sentimiento: “Toda la política argentina media frente a Cooke muestra su carácter incompleto y desdichado”. El libro se abre con un prólogo de Guillermo Cieza y cierra con un epílogo a cargo de Mariano Pacheco: un modo de enlazar al menos tres generaciones en el interés por la singular figura de este  “Trotsky del peronismo”. El cookismo histórico que Mazzeo nos presenta en su articulación política puede valer, ante todo, como introducción a una comprensión actual de lo “plebeyo” como conjunto de desacatos al mando neoliberal y al paternalismo populista.

 

 

[1] Eduardo Luis Duhalde (comp.), Obras Completas de John W. Cooke (5 tomos), Ediciones Colihue, Buenos Aires, 2007-2011.

[2] De Proa, organización clandestina que funcionó entre 1974 y 1977, sólo supe de oídas por Duhalde, Molina y otros amigos. Disponemos de la investigación de Gabriel Rot: Itinerarios revolucionarios, Eduardo L. Duhalde/Haroldo Logiurato. De la resistencia peronista  al Partido Revolucionario de los Argentinos, La campana de palo, Buenos Aires, 2016.

[3] Richard Gillespie, John William Cooke. El peronismo alternativo, Buenos Aires, Cántaro Ediciones, 1989.

[4] Norberto Galasso, Cooke, de Perón al Che. Una biografía política, Buenos Aires, Editorial Nuevos Tiempos, 1997.

[5] James, Daniel, Resistencia e integración: El peronismo y la clase trabajadora argentina, 1946-1976, 2ª ed., Buenos Aires, Siglo Veintuno,Editores, 2010.

[6] En la compilación que hizo de la revista –La Rosa Blindada, una pasión de los ’60. Buenos Aires, La Rosa Blindada, 1998- Néstor Kohan reproduce un fragmento de una entrevista con León Rozitchner en la que este último le cuenta sus conversaciones con Cooke en La Habana sobre Perón: “Él era muy crítico de Perón. Me mostró las cartas, tenía copia de todo. Lo único que no podía hacer, para seguir siendo peronista, era revelar la verdad y decir públicamente que Perón era un cabrón (…). Yo le planteé mis críticas en Cuba y él me reconocía que Perón era un hijo de puta pero que había que pincharlo al viejo para ver si podía inscribirlo en un campo determinado, diferente, de izquierda, y no de derecha. Y no fue viable porque Perón era de derecha. El punto ciego, no sólo de Cooke sino de toda la izquierda peronista, era que lo que decía no podía escribirlo y publicarlo”.

[7] Miguel Mazzeo, El Hereje, apuntes sobre John William Cooke, Buenos Airesel colectivo, 2016.

[8] Javier Trímboli, Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución, Buenos Aires, Cuarenta Ríos, 2017.

[9] El populismo es, para Mazzeo, “una estrategia para diluir los contenidos populares más radicales en una totalidad que los incluye pero que los subordina a través de significantes flexibles”, una “estrategia de regulación de la lucha de clases” y un juego de “polarización social limitada y controlada”.

CONVERSACIONES ANTE LA MAQUINA // El poder terapéutico. Conversación con Santiago López Petit

Para nosotros Florencio Varela, en el conurbano bonaerense, viene siendo un espacio a partir del cual pensamos la conflictividad social, las luchas populares, el devenir narco. Sin embargo, en estos días es noticia porque el intendente Julio Pereyra anunció que instalarán un barrio espiritual financiado por el cineasta David Lynch. Entonces recordamos que en los libros de Santiago López Petit aparece la idea del poder terapéutico. ¿Qué es eso, Santiago?
 
Podemos empezar diciendo que el poder terapéutico es una cara más del poder, que consiste en hacer persistir nuestras vidas en lo que son. Es como un poder que nos mantiene en vida para seguir funcionando dentro de la máquina. Pero no es simplemente un poder de medicalización, es muchas cosas a la vez: medicinas, terapias, un conjunto de prácticas que buscan que carguemos con nuestra vida. Yo lo empecé a teorizar a partir de una experiencia en una cárcel de Asturias, en España. En esta cárcel los presos de algún modo auto controlaban el espacio y los carceleros eran sustituidos por terapeutas. Quien entraba allí, firmaba un contrato en el que admitía que su vida fuera rehecha. Fue una experiencia exitosa y para nosotros fue la matriz para comprender cómo el poder terapéutico se extiende sobre toda la sociedad.
 
Pensábamos que al mismo tiempo hay una espiritualidad de los dirigentes. Ahora mismo, el Papa argentino tiene una importante influencia sobre las elites políticas y empresariales de la región.
 
Se los voy a decir un poco bestia, pero desde San Agustín se postula la existencia de un espacio interior en el hombre, cosa que no se había pensado antes. Un espacio interior en el que el hombre se encuentra a sí mismo. San Agustín lo construye como un espacio del miedo, en la medida en que en este espacio interior me veo ante Dios, que verá si me salva. En ese espacio entra toda la espiritualidad, que luego se hará control. Lo complicado es que el espacio interior, en estos momentos de sobreexposición, puede entenderse también como un lugar de resistencia. En la opacidad, es un salir fuera de una visibilidad absoluta bajo un ojo del poder. Pero abocarse a la meditación trascendental es absurdamente nefasto cuando lo que no hay son casas. Creer que la disposición de los muebles te hará más feliz me parece absolutamente vomitivo. Es el uso de la interioridad para ponerla en función de la propia máquina capitalista. El poder terapéutico busca neutralizar lo político y ubicar en conflicto en cada quién. Es la gestión de los residuos humanos por un lado, y de las vidas precarizadas por el otro. Funciona como un agarradero: en el fondo, con la auto contemplación te ofrecen un bloque de eternidad, lo cual para mucha gente es bastante. Sin embargo, hoy el espacio interior puede ser un lugar para partir, un punto para volver a atacar al mundo. Sospecho que hay algo en vaciarse que puede ser liberador, quitar el miedo y los deseos construidos por la publicidad.
 
¿Hay alguna relación entre esa parte positiva de la meditación, aquella que vacía la vida marca, y tu idea del “gesto político”?
 
Antes la gran dicotomía era “o ser una mercancía o vivir”. Esto era lo que planteaban los situacionistas y muchísima gente en los ‘70. Yo creo que hoy la dicotomía  a la que nos enfrentamos es “ser una unidad de la movilización o ser una anomalía”. Ser una pieza o ser alguien que no va a encajar en esto y que va a pagar por ello. Yo creo que ciertas terapias pueden ayudar a que esta anomalía, que uno debe ser si quiere enfrentarse al mundo, subsista de alguna manera y no se gire hacia la autodestrucción. Este es el punto crucial: si hay un criterio a la hora de cortar las terapias y plantear que pueden ser elitistas, nefastas, ligadas al capital. Ahora, cerrar los ojos ante esto también me parece equivocado. Hay una terapia que indica “relajarse bien para trabajar mejor”. Pero el gesto radical, el gesto revolucionario es dejar de ser uno mismo. O sea, en la política más radical ya hay una forma de terapia que es dejar de ser lo que la realidad te obliga a ser.
 
¿A qué llamás fascismo posmoderno y cómo se relaciona con el poder terapéutico?
 
El fascismo posmoderno es un espacio público pseudo privatizado, es la autogestión de tu propia vida, es un espacio de opinión y decisiones. Durante mucho tiempo para mí el fascismo posmoderno fue esta movilización en la que tú crees que diriges tu propia vida. El fascismo posmoderno, la máquina de la movilización, el vivir en esta sociedad destruye la mente, aniquila, en el fondo tu vida no vale nada. Entonces al poder terapéutico interviene como una aseguradora para que no te hundas. Te mantiene con el mínimo de vida para que puedas seguir vivo y trabajando. Entonces, ¿nos hacemos pieza de la máquina o intentamos en esta destrucción ser la anomalía que se pueda convertir en cierta potencia? Hay terapias que te reconducen dentro de la máquina y otras que pueden hacer de la propia enfermedad un arma. Aquí está la cosa: asumirse anomalía, asumirse una forma del dolor.
 

Sindicalismo turbio // Jun Fujita Hirose en diálogo con Diego Sztulwark

El 22 de febrero, Jun Fujita Hirose, filósofo japonés autor de varios libros -entre ellos Cine- Capital-,[1] envió un “comentario a tu texto” a propósito de la publicación de Vitalismo “turbio” o los movimientos aberrantes en Gilles Deleuze.[2] Un intento de leer políticamente la filosofía de Deleuze a propósito de la salida del libro Deleuze: los movimientos aberrantes, de David Lapoujade.[3] Fujita retoma la noción de un vitalismo “turbio” que reencuentra en uno de los últimos textos de Guattari a propósito de una experiencia sindical chilena, y nos entrega una reflexión que cobra sorprendente utilidad cuando la leemos en la Argentina, unos días después del acto gigantesco del 21F, y mientras se prepara el Paro Mundial de Mujeres para el 8M.

Diego Sztulwark

 

Intentaré retomar desde el punto de vista guattariano la cuestión que planteaste de la aberrancia, a partir de tu lectura del libro de David Lapoujade sobre la filosofía de Gilles Deleuze.

En uno de los últimos escritos antes de su muerte, en 1992, Felix Guattari se mostró muy interesado en las experiencias sindicales de nuevo tipo que se estaban desarrollando por entonces en Chile: “Los militantes del ‘sindicalismo territorial’ no se preocupan únicamente de la defensa de los trabajadores sindicalizados, sino también de las dificultades que encuentran los desocupados, las mujeres y los niños del barrio en el que está ubicada la empresa. Participan en la organización de programas educativos y culturales, se implican en problemas de salud, de higiene, de ecología, de urbanismo” (“Una refundación de las prácticas sociales”, Plan sobre el planeta,[4] p.130). Este es un buen ejemplo de los “movimientos aberrantes”. Imagino que es algo semejante a lo que llamas “plebeyismo obrero” a propósito de la propuesta de John W. Cooke. Es un sindicalismo “turbio”. Guattari añade: “Esta ampliación del campo de competencias de la acción obrera no está muy bien vista por las instancias jerárquicas del aparato sindical” (ibid). El aumento aberrante de la potencia de actuar es así lo que la estructura sindical clásica no puede soportar en el sindicalismo territorial, al cual podríamos calificar de “esquizoide” o de “maquínico”, según la terminología guattariana.

La oposición que Guattari estableció entre “estructura” y “máquina” es conocida. Un sistema maquínico se desarrolla de modo disyuntivo, polifónico (polívoco), es decir, en diálogo permanente con un Todo Afuera, a diferencia de lo estructural cuya articulación es conjuntiva, biunívoca. En una organización sindical «limpia», modelada según la representación estructuralista, los agentes colectivos de enunciación deben quedar sometidos al sujeto del enunciado, es decir, a la conciencia en la cual se encarna el interés de clase (“Nosotros, obreros, reclamamos…”).

Un grupo estructuralmente organizado determina su potencia a partir de la lógica de “ser” (un obrero es obrero), con el objeto de producir un robusto (contra-)poder homogéneo (imponer el reconocimiento del interés de clase al Estado como “modelo de realización” de la axiomática capitalista mundial), mientras que un grupo maquínico busca ampliar o aumentar a lo infinito su propia potencia según la lógica de “y” (los obreros y los desocupados y las mujeres y los niños y…), produciendo de cero una nueva subjetividad a cada adición transversal. Retomando la distinción sartriana, Guattari llama «grupo sometido» a lo primero y «grupo-sujeto» a lo segundo, pero al mismo tiempo dice que, incluso en un grupo sometido, siempre hay líneas de fuga por las cuales los agentes colectivos de enunciación se desterritorializan en o, lo que es lo mismo, se reterritorializan sobre conexiones disyuntivas, procesos maquínicos. Es decir, la estructura es una particular “economía restringida” en la “economía general” maquínica de los flujos. Guattari afirma así la primacía ontológica del “proceso” maquínico sobre el “estado” estructural (incluso allí donde la relación de primacía aparece a la inversa desde el punto de vista epistemológico, tal como se da en el caso de una organización sindical clásica).

El sindicalismo territorial chileno conectó un “medio” barrial con un “plan de consistencia”, y se reterritorializó sobre o creó un nuevo concepto de tierra. Precisamente en este sentido se llamó “territorial”. Sobre el plan de consistencia así creado, la potencia sindical se aumenta a lo infinito en su articulación disyuntiva, maquínica: un obrero se desterritorializa en un devenir-todo-el-mundo, mientras todo el mundo (los obreros, los desocupados, las mujeres, los niños) se reterritorializa(n) al mismo tiempo sobre un devenir-revolucionario, es decir, sobre un proceso deseante no sometido a ningún sujeto de enunciado.

En “El abecedario”[5], Deleuze dice que uno entra en un devenir-todo-el-mundo a partir del momento en el que “percibe el horizonte” y “(se) percibe al horizonte”. ¿Qué se debe entender por “percibir el horizonte”? Es percibir, por ejemplo, el hecho de que en el sistema capitalista el interés de clase obrero no es compatible con el de las mujeres. Como nos repite Silvia Federici, los obreros masculinos no pueden establecer su alianza social con los capitalistas sin esclavizar a las mujeres, sin colonizar los úteros. En este sentido, el devenir-mujer de un obrero es una catexis inconsciente de deseo “contra naturaleza”. Pero la percepción del horizonte también concierne a las propias mujeres. Si bien es cierto que las mujeres necesariamente luchan por su interés (“nosotras, mujeres, reclamamos…”), no lo es menos que en su lucha llega un momento en que perciben el hecho de que su reterritorialización sobre un estado mayoritario no se puede hacer sin dejar que la axiomática capitalista cree otras minorías explotadas y dominadas. Las mujeres mismas deben entrar en un devenir-mujer y, a través de este, en un devenir-desocupado, en un devenir-niño, etcétera. Solamente se pueden hacer estallar los engranajes de la axiomática capitalista mundial cuando todo el mundo se reterritorializa(n) en un devenir-minoritario, en un movimiento aberrante o en un proceso esquizoide, invirtiendo cada uno la subordinación paranoica de la producción deseante a la catexis preconsciente de interés”.

Jun Fujita Hirose, 22 de febrero de 2018

[1] Jun Fujita Hirose, Cine-Capital: cómo las imágenes devienen revolucionarias, Buenos Aires, Tinta Limón Ediciones, 2014.

[2] (https://lobosuelto.com/?p=18771)

[3] David Lapoujade, Deleuze: los movimientos aberrantes, Buenos Aires, Cactus, 2016.

[4] Felix Guattari, Plan sobre el planeta. Capitalismo mundial integrado y revoluciones moleculares, Buenos Aires, Traficantes de Sueños y Tinta Limón Ediciones, 2016.

[5] https://www.youtube.com/watch?v=zmxB7FBvj7w

 

La falla orgánica de la patria (A propósito de La amargura metódica. Vida y obra de Ezequiel Martínez Estrada, de Christian Ferrer) // Diego Sztulwark

Comentar es hacer callar un sentido ya establecido, un sentido fijado. Pero es también hacer callar la percepción inmediata que tenemos del texto para permitirle la posibilidad de hablar por sí mismo.

Edmond Jabès

Consistente en la comprensión del funcionamiento de las cosas, el proyecto crítico se relanza vía arañazos, sin su antigua pretensión de superación. Todo reciclaje destinado a embellecer la escena del pensar es mentiroso y tóxico; en último término, es desviante del único punto de partida saludable: la exigencia de decir rectamente la verdad de lo que somos.  El proyecto de la crítica es por lo tanto político; aun cuando el lenguaje de la política es refutado como mero vehículo de una voluntad de poder expresado por igual en el Estado y en las universidades, en los modelos de consumo y de fascinación por los objetos técnicos o en las militancias y en el mundillo de los intelectuales. Esa voluntad de poder (que se llama “política”) se consuma en la máquina “progresista” del capital. Este saber es el que pulsa en La amargura metódica.

No es necesario haber leído a Martínez Estrada para recibir de lleno la sacudida que su pensamiento produce gracias a de la escritura, simple a fuerza de cuidada, de Christian Ferrer: “palabra y estilo parecían venir –en aquel notable ensayista– de un potente drama somático”. Inclasificable e incómodo, Martínez Estrada nunca fue valorado como propio por las tradiciones intelectuales consolidadas. Pájaros e intelectuales caben por igual en el registro desencantado e hilarante de Ferrer. Más próxima a la historia que a la filosofía, su comprensión de Martínez Estrada gira en torno al “amargor de las cosas”, regusto de una prematura madurez del escritor en su comprensión del país.

Quien fuera capaz de radiografiar la pampa, “no disponía de un sistema teórico general ni procuraba conseguírselo”. Pensaba, en cambio, “a partir de estímulos y obsesiones”. A diferencia del universitario (“servidor de una máquina que produce saber”), la autodidaxia de Martínez Estrada se fundaba, dice Ferrer, en “engañarse lo menos posible” respecto de la realidad presente y, sobre todo, en no “entregarse apasionadamente a ningún prejuicio de que el mundo sea distinto de lo que es”. Su mecanismo de pensamiento se cifra en la amalgama entre la paradoja (“mueca mental […] unión de lo desemejante por la analogía única que pasa desapercibida”) y una incurable angustia personal por la fallida constitución de la Argentina.

En efecto, Martínez Estrada encuentra en el origen patrio una inadvertida pero evidente falla orgánica, una patología, una historia cruel e irresuelta fundada en el fratricidio y la guerra social (la pampa es hembra despreciada y la generalizada insatisfacción sexual es causa de revueltas políticas). Como en su hora Nietzsche, le diagnosticó al país una incontrolable manía por la “administración técnica y el derroche de esfuerzos” sin “posibilidad de transmutar la psique dañada o el símbolo despotenciado en algún tipo de grandeza”.

Sin embargo no eran pasiones tristes las que lo motivaban. No hay recelo, ni envidia ni odio en sus expresiones. Tampoco resignación. Más bien, sufría de superabundancia de amor: mecanismo de la crítica para comprender a la Argentina, la amargura metódica consiste en detectar una invariante histórica por debajo de la novedad rutilante. Evita, así, el remanido recurso nacional al optimismo y a la reducción del sentido, y a la buena voluntad transformadora, ambas disposiciones debilitantes por igual en la medida en que posponen y obliteran el enfrentamiento con lo trágico real del presente. Tal invariancia del destino se viene arrastrando desde los comienzos de lo que puede considerase como la historia argentina. Facundo, Rosas, Roca, Yrigoyen, Uriburu, Justo y Perón no son sino “reencarnaciones momentáneas de un estado de cosas irresuelto cuyas tres primeras vértebras siempre fueron el ejército, la iglesia y la burocracia pública”. Martínez Estrada no hace revisionismo histórico sino otra cosa (quizás algo más próximo al mundo “en estado de coartada” del que habla Horacio González en Besar a la muerta). Su crítica  del  “caudillaje institucionalizado” refiere a un mecanismo simple y siempre actual, que se repetirá una y otra vez a lo largo del tiempo: hacer leña del árbol caído. “Todo el mundo se declara caído del catre” mientras “las segundas líneas se trasvisten y las terceras se mimetizan con el entorno”.

El cuadro de lo que no cambió es el juego del odio y la frontera. El indio (“odioso obstáculo para los negocios”) es expropiado de sus tierras; el gaucho sabio y libre es reducido a peón de campo como corolario de una fulgurante modernización de la valorización agraria: “el fátum psíquico perdura”, se hacen negocios para unos pocos en nombre de todos. La frontera fue reabsorbida, pero no desapareció sino que transmigró, junto al odio, “a la villa miseria, a los arrabales”, a los asentamientos y a otros bordes; y “a los acuerdos de mafias variopintas ni tímidas ni secretas, y a la pasión por la ilegalidad de políticos y respectivos electores, en fin, a las oficinas estatales, donde se practica el gatopardismo rotativo”.

Y lo peor de todo es que los escritores, de quienes se podría esperar la palabra salvadora, se han involucrado por migajas. Contra su defensa de la escritura como procedimiento de “autodestrucción”, los intelectuales suelen moverse por el “ansia de los hombres de ideas por brindar apoyo a gobiernos, no importa de qué signos, pues eso es cuestión de gustos, sin que redunde en ruptura del círculo infernal de los gobernados”, expresión de la “causa metrópoli contra la historia rural e indígena”.

La “lengua argentina” se le aparecía, como al gaucho, lengua de la ciudad, extranjera. A “la labia de las ciudades le faltaba la conexión con el habla emocional más intuida que hecha responsable ante un canon, y además estaba muerta antes de nacer y desarrollarse, tanto en los ámbitos cultos como después en la escolarización obligatoria”. Y “así sigue sucediendo hoy”, agrega Ferrer. O bien: “de igual modo, hoy se nos articula al mercado mundial mediante variantes populistas de la instalación, la performance, la intervención callejera y las interfaces con máquinas de información. Un patriotismo de símbolos en épocas de vacas gordas, consignas de orden y menosprecio del pobre”.

Este “de igual modo” (como aquel “sigue sucediendo hoy”) indica bien la relación del ensayo sobre Martínez Estrada con el presente político en el (y al) que de un modo indirecto pero efectivo apunta Ferrer. En efecto, aunque el autor rechaza que su escrito dependa del tiempo veloz y, en última instancia, banal de lo “actual”, parece indudable que este elogio del intelectual autárquico, intuitivo y desbordado está signado por una admirable disposición polémica con los valores que el presente ha enarbolado en nombre de la batalla ideológica y otros eslóganes.

 

La incomodidad con lo efímero y la búsqueda de algo que permanezca es, quizás, el motor más efectivo de esta preocupación por la figura del biografiado. Menos con la voluntad explícita de destituir tal o cual aspecto de la actualidad que de impugnar el modo en que lo ilusorio y acomodaticio de la época devalúa sus posibilidades. Es este desencanto el que se deja atraer por las grandes sentencias de Don Ezequiel, curandero de la sociedad, que decía que había que “hablar del pueblo con el lenguaje de la purificación, no de la seducción”.

¿Saca partido Ferrer del aparente desencuentro “ontológico” entre el pensamiento de Martínez Estrada (“raíz de las cosas todo es oscuro, humilde y humillado”) y la política? Puesto que la terapia que ofrecía al país consistía en ver lo que realmente somos y en aquello que Foucault llamó parresía (tener el coraje de decir la verdad), lo político en juego se reviste de muy diferentes cualidades: el hecho de tener (o aparentar) razón en las discusiones pasa a ser del todo irrelevante y el juego de la clasificación amigo/enemigo queda impugnado dada su indisoluble ligazón con un horizonte de eliminación del adversario que le es propio. Asuntos importantes que se pierden de vista en tiempos de “optimismo” político, ya que “todo entusiasta político” pretende, en el fondo, que el gobierno sea como una superficie sobre la cual proyectar sus propios deseos en lugar de ver lo que efectivamente es: “el espejismo en política es siempre auto-retrato”.

Con todo, equivocado sería pensar que Martínez Estrada no tuvo ideas (federalistas, utópicas, tercermundistas, incluso ácratas, dirá  Ferrer) o que nunca se consagró a los entusiasmos políticos (como le sucedió con Fidel Castro, el Che Guevara y la Revolución Cubana). Pero en el retrato que construye este libro, estos pensamientos no son asuntos de transformación de la realidad, sino armas para demoler ídolos y funcionamientos sociales indignos. Martínez Estrada le permite a Christian Ferrer contar historias: la de la “sociología salvaje” de la Argentina y de la ciudad (previa a la sociología científica de Gino Germani); la de una historiografía nacional irreductible a la polarización entre cosmovisiones liberales y revisionistas; la de una materialidad del peronismo incomprendida, incluso por el peronismo mismo; la de una crítica de la universidad y de la Reforma Universitaria perfectamente vigente y la de una valoración autónoma de la literatura escrita en el país.

 

Este capítulo dedicado a la literatura argentina (a la que le faltó “solidaridad con los desdichados”, al decir de Martínez Estrada) tiene relatos cómicos de escritores (¡caso Gálvez!) y de la sociedad que los reunió durante años (la SADE); un fervoroso retrato del amor por Hudson y los pájaros, y otro de su  amistad con Victoria Ocampo y de la comunión espiritual con Héctor Murena (a quien se le dedican páginas importantes en el libro), así como de la ruptura con Borges y con los escritores liberales luego de la “fusiladora” y de la tensión con la revista Contorno.

La historia del Caribe, de Cuba y del anarquismo español-cubano que precede a la parte final del libro es verdaderamente original e interesante. Después de recibir el premio “Casa de las Américas”, Martínez Estrada vivió un par de años finales y felices en La Habana, aunque murió en la Argentina. Ferrer le reprocha este capítulo de su vida. Lo ve como una claudicación parcial del viejo, un entusiasmo inconsecuente que lo llevó a desdecirse de muchos de sus escritos. Deslumbrado por los brillos de los comienzos siempre “solares” de un pueblo en movimiento, lo real -dice Ferrer- es que “pronto correría sangre”. Y Martínez Estrada  “defendió los fusilamientos” ejecutados por el poder revolucionario.

Aun así, Ferrer distingue a Martínez Estrada de una larga lista de personas “y figurones” imantados por un “inoxidable romanticismo político” cuyo combustible es la idealización que otorga “sentido a la propia vida más que a la de los demás”. Lo que le interesa de esta época no son sus escritos en favor de la Revolución Cubana, sino aquellos que exploran la profecía americanista de José Martí (un “anarquista filosófico”) o las bellísimas páginas que dialogan con el poeta comunista Nicolás Guillén (que “habla de pueblo sin ser populista”, lanzando un desafío poético-somático a la literatura burguesa). Pero en el fondo y fundamentalmente, el reproche que le hace Ferrer a Martínez Estrada por su aventura cubana es el de un desvío y el de una incoherencia, porque “ponerse al servicio de la revolución cubana” supone “despedirse de la figura del intelectual autónomo”.

La discusión política es conducida así no tanto hacia el adversario peronista sino más frontalmente con la revolución socialista –cuyos nombres son, sobre todo para Ferrer, Stalin, Mao y Fidel. Cada uno de estos líderes es examinado en última instancia bajo el prisma del no matarás, en la estela de la polémica que hace unos años propuso el filósofo argentino Oscar del Barco. De trasfondo humanista, la pregunta última es: ¿importan los muertos asesinados? [1]. León Rozitchner, que conoció muy de cerca la experiencia cubana durante aquellos primeros años de la Revolución, participó de la discusión propuesta por del Barco[2]. Rozitchner plantea un razonamiento ético-político capaz de articular una condena muy firme de la violencia asesina, pero a partir de otros fundamentos e implicancias. En efecto, a partir de la toma en consideración del carácter agonístico de lo político (la cuestión de una “contraviolencia” de naturaleza por completo diferente a la de la violencia asesina), Rozitchner hace una crítica feroz no a la violencia en general –cosa en la que Ferrer tampoco cae, al menos cuando describe la violencia anarquista de comienzos del siglo XX–, sino a la presencia de la violencia “de derecha” en los hombres “de izquierda”. De todos modos, Ferrer no es del Barco y en este texto que se comenta apunta menos contra la violencia en nombre de las revoluciones que contra la indiferencia de quienes pueden pensar hoy sin hacerse cargo de esas muertes. La intensidad de esa preocupación redunda en una exigencia: no pensar ni vivir como si esas muertes, cada una de ellas, no importaran.

En síntesis, en más de 600 documentadísimas páginas y sin una sola nota al pie, Christian Ferrer construye el elogio del intelectual autárquico dedicado a forzar “las formas cristalizadas de la sociedad”, del escritor que transforma el “ensayo en género dramático” y moviliza una “energía autónoma” distante de las ofertas en pugna y para quien “los cambios sociales comienzan por la conducta recta”, porque quien “ama la política detesta la moral”,  dado que el pathos político es menos asunto de ideas que de consistencia ética. Una conciencia así puede constituirse, enseña Ferrer, con una palabra: No; y con esta otra: Basta.

[1] Para escuchar una conversación con Christian Ferrer sobre esta cuestión de los asesinados políticos pero también de la relación indirecta entre “amargura metódica” y el presente: http://anarquiacoronada.blogspot.com.ar/2014/11/clinamen-la-amargura-como-metodo-para.html

[2] La figura de Rozitchner fue incluida por Ferrer en otro texto, junto con Martínez Estrada y el propio Del Barco, en la serie de los disidentes, aquellos cuya palabra verdadera es esgrimida, puesta en juego críticamente, contra el sentido común y contra los poderes, como sucedió con su texto sobre la guerra de las Malvinas, con el coraje requerido para oponerse no solo a los poderes sino también a las ilusiones de las masas.

 

Spinoza ¿Militante? // Diego Sztulwark

Jonathan I. Israel compone una obra desde todo punto de vista formidable. Sus tesis nos interesan sobre manera hoy, en el momento que Europa destila oscuridad, crisis global y amenazas nacionalistas arcaizantes. Hoy, cuando la preocupación por la gobernabilidad, junto al decaimiento del ala radical de los movimientos, exige una activación de la conciencia política.

Su erudito estudio sobre la alta ilustración, entendida como proceso cultural y político de secularización del mundo cristiano, se apoya en tres grandes afirmaciones, todas ellas de elevada significación política:

  1. La ilustración no fue un fenómeno nacional (francés o inglés) sino inmediatamente paneuropeo;
  2. la llamada “ilustración radical”, lejos de resultar menor y/o periférica, constituyó un motor vital para la ilustración en su conjunto (y, en particular, en relación con la ilustración moderada), demostrando incluso una mayor consistencia intelectual sobre el plano internacional;
  3. la centralidad dominante de Spinoza y el spinozismo dentro de esta última corriente (a contrapelo de las versiones mitologizadas de un Spinoza genial pero carente de influencia).

 

La presentación de las dos alas rivales de la ilustración está en la base de todo el argumento: la ilustración moderada, “respaldada por numerosos gobiernos y facciones influyentes de las principales iglesias”, aspiraba, a partir del prestigio de figuras de la talla de Newton, Leibniz o Locke, a “vencer la ignorancia y la superstición” y a establecer “la tolerancia”, a “revolucionar las ideas, la educación y las actitudes por medio de la filosofía” preservando, eso sí, elementos de las “viejas estructuras, consideradas esenciales”, en una nueva síntesis entre la razón y la fe.

La ilustración radical, en cambio, “rechazaba todo compromiso con el pasado, y buscaba acabar con las estructuras existentes en su totalidad”, incluyendo la creencia en un Dios Creador del mundo, capaz de intervenir en los asuntos humanos, pero también con la influencia política de las iglesias así como con las jerarquías sociales (privilegios políticos, concentración de la propiedad de la tierra) fundadas en cualquier principio divino.

El trabajo de Jonathan I. Israel, La ilustración radical. La filosofía y la construcción de la modernidad, 1650-1750,[[1]] no es detallista  solo en la descripción de la formación de las instituciones (las bibliotecas, la clandestinidad, las editoriales, la censura), y de las corrientes intelectuales y tonalidades afectivas del siglo XVII, sino que repara, sobre todo, en las hipótesis en torno a las cuales coaguló el ala “republicana radicalizada” (un movimiento más organizado de lo que se cree) cercana al “círculo” Spinoza: La inherencia del movimiento a la materia (contra la idea de que el movimiento nace del alma o del espíritu); la extensión de la mecánica y de las leyes del movimiento y reposo a la esfera universal de la material extensa-naturaleza (contra la división según la cual la física mecánica explicaría solo algunos movimientos, reservando el resto a las potestades divinas); la dialéctica afirmativa entre institución del poder político y multitud (contra la legitimación divina y vertical de la soberanía); el democratismo igualitario (contra la escisión entre una esfera de libertad de opinión, y un acceso restringido a la tierra); la afirmación de una única substancia eterna e infinita Dios sive Natura (recusando tanto la idea del Dios creador, como el dualismo alma/cuerpo); la afirmación de la naturaleza como campo absoluto de inmanencia (y el rechazo de los milagros); la tolerancia filosófica, republicana y antiteológica (contra la tolerancia teológica, concerniente a la libertad de culto); el combate sobre el fundamento teológico del orden social; y la negación de una autoría divina de la Biblia.

Celebrando la reciente aparición del libro en castellano, uno se pregunta si el legado de la ilustración radical, que como sabemos debe completarse en el plano histórico con una política igualmente radical en relación con la democracia y el igualitarismo, no constituye un momento privilegiado para pensar nuestra propia posición –en ciertos aspectos excepcional– en comparación con la producción intelectual y política europea contemporánea.

En efecto, la mencionada decadencia de aquella Europa ilustrada, que desde su margen izquierdo alimentó radicalidades diversas a partir de sus propios desarrollos de sectas/movimientos (spinozismo en el siglo XVII; marxismo a fines del siglo XIX y comienzos del XX), se nos aparece exhausta, a nosotros que nos hemos visto demasiado tiempo como seres más bien caducos, entre el atraso y la periferia.

Esta cartografía política es la que parece estar por fin mutando. Salvo para quienes se encuentran cómodos en el gozoso (o rentable) lamento victimal de los colonizados, la evidencia se acumula en una nueva orientación, según la cual la crítica ilustrada radical –luego marxiana– puede encontrar hoy, fuera de Europa, las mejores condiciones materiales e intelectuales para su desarrollo.

El desarrollo ya no europeo de un movimiento que se apropie y continúe la crítica desplegada por la ilustración radical de cuño spinozista supone una compleja tarea de reformulación del fundamento naturalista, materialista y republicano-igualitario-radical para nuestros contextos.[[2]] Dicha reformulación supone, desde ya, una recreación del estilo de participación en las batallas culturales y políticas desde una perspectiva extremo-igualitarismo-libertarismo, más atenta a las pulsiones colectivas tendientes a la apropiación de la riqueza colectiva y a la generación de un dinamismo de mayor sensualidad que a la promoción de modas universitarias y editoriales dependientes de los centros occidentales de producción de saberes y mercancías.

Solo un auténtico cosmopolitismo desoccidentalizante o no-europeo[[3]] puede abrir polémicas a la altura de este programa y más próximas a las aspiraciones expresadas por vastos movimientos sudamericanos a lo largo de la última década y media.

La obra de Israel adquiere particular valor a la luz de estas tareas, y destaca su esfuerzo de reconstrucción de las coordenadas culturales y políticas del siglo XVII a partir de una minuciosa exposición del aparato de censura europeo; de un comentario inesperado del papel de las mujeres y de la cuestión de la sexualidad; de una bellísima descripción de la creación de instituciones pan-europeas como las bibliotecas universales; y en general, la confección de un mapa estratégico de los poderes confesionales y estatales desafiados por la izquierda del movimiento de la ilustración (con sus ediciones clandestinas de libros, la circulación de manuscritos, sus revistas y tabernas).

Estas polémicas (constitutivas de nuestra razón política) sobre los poderes de la razón, la libertad y el Estado, constituyen aún hoy un suelo fértil para revisar nuestras posturas y convicciones en el contexto de una necesaria y una más radical ilustración comunista sudamericana.

Un ejercicio de esta índole supone hoy un renovado empeño en la constitución de prácticas no teológicas de la tolerancia (decididamente enfrentada al poder pastoral); la formación de ideas, praxis e instituciones políticas apoyadas en un democratismo absoluto; y una renovada teoría del poder de la materia no ya solo moviente y mutante, sino además ensoñada (como decía uno de nuestros ilustrados radicales: León Rozitchner [[4]], capaz de combatir y sobreponerse al dominio teológico-racional-científico del ensamblaje tecno-capitalista[[5]] y su espiritual ley del valor.

Sin dudas, este debate estalló en nuestros países hace más de una década. La relativa debilidad del movimiento dio lugar a gobiernos en ocasiones demasiado débiles, y cómodos desde una perspectiva recurrentemente nacional. Entre nosotros, la ilustración moderada se volcó de lleno a estabilizar la preocupación por la gobernabilidad en detrimento del programa radical.

Es preciso, al contrario, ampliar la idea de “gobierno” para dar cuenta de una relación más abierta y compleja entre mercado, Estado y multitud a través de la creación de instituciones que escapen a la trampa soberanista. Instituciones que no separen el espacio de la creación y desarrollo del reconocimiento de derechos del espacio de la reproducción en la esfera económica.

Lo que finalmente nos liga a la ilustración radical es el hecho de que la crítica de la teología y de la soberanía trascedente sigue constituyendo la premisa de toda crítica del presente. Israel nos cuenta, por ejemplo las correlaciones elaboradas en el siglo XVII entre libertad de pensamiento y distribución y acceso a la tierra (Alberto Radicati di Passerano, 1689-1737), o la toma de postura a favor de la realización no represiva de la libido sexual de hombres y mujeres por igual (Hadriaan Beverland, 1650–1716).

Es que la ilustración radical, o la crítica de la teología-política no solo se replantea la relación entre libertad e igualdad, sino que reabre la idea misma de la naturaleza humana, hacia nuevos agenciamientos colectivos (“La naturaleza es una y la misma para todos”, dice el autor del Tratado Teológico Político).

La ilustración radical, en conexión con los contextos de radicalización no europeos de nuestro tiempo, abre las puertas para trascender los límites hasta ahora impuestos por el liberalismo en terrenos tan duros como son la definición misma de lo que entendemos por democracia e igualdad.

Es en la obra de Spinoza, mucho antes que en la de Marx, donde con mayor coherencia se ha pensado una ontología relacional[[6]] como base para una alternativa a la tradición liberal. De hecho, la preocupación por el hombre y su estado “natural” como tentativa de determinar los conceptos de democracia y libertad, derramando sobre cuestiones fundamentales tales como el derecho a la tierra, estuvo –dice Israel- en el origen de todos los igualitarismos militantes y revolucionarios.

El ya citado Conde Alberto, o Radicati di Passerano, por ejemplo, creía que la democracia y la igualdad solo se alcanzarían con la propiedad comunal de la tierra, y con la abolición del matrimonio y la familia. Una larga serie de autores de la ilustración radical son revividos para nosotros por Israel: Anthony Van Dale; Balthasar Bekker; los hermanos Koerbagh; Friederik Van Leenhof; Antonio Conti; Ehrenfried Walther Von Tschirnhaus; John Toland; Anthoni Collins; Abraham Joannes Cuffeler; Jean Baptista Boyer, Conde de D`Argens; Johann Georg Watcher; Henri de Boulinvilliers; Bernard Mandeville. Todos ellos nos enseñan que vale muy poco la coexistencia de una intelectualidad libre y de un funcionariado satisfecho ante un pueblo substraido. Puesto que la democracia y la igualdad no son valores para la legitimación de un orden, sino criterios inmanentes a la praxis colectiva que hoy debe fortalecerse en la superación de los años del terror, recuperando aquel saber radical según el cual la sociedad es prolongación y no ruptura y olvido respecto de la igualdad natural que de Spinoza a Rousseau fundamentan la acción colectiva.

Durante el siglo XVIII, comenta Israel, la percepción general es que el spinozismo es la absoluta antítesis del cristianismo, y la autoridad política evidencia una tensión semejante en el mundo intelectual a la que se generó durante buena parte del siglo XX con los seguidores de Marx.

Para entonces, el cartesianismo francés (Descartes, Malebranche) se encuentra en franco retiro de la guerra internacional de las ideas, dejando el tablero estratégico ocupado por cuatro grandes posiciones: el aristotelismo-escolástico, ya en declive; las dos grandes corrientes de la ilustración moderada: el empirismo inglés de Boyle, Newton y Locke, y el racionalismo-cristiano alemán de Leibniz-Wolff; y la ilustración radical, fundamentalmente spinoziana.

El más perturbador de los ataques de Spinoza a la autoridad fue su crítica a la Biblia. Así lo relata el gran teólogo de su tiempo, el suizo Johan Heinrich Heidegger (1633-1698): “Nadie atacó los fundamentos de todo el Pentateuco más desvergonzadamente que Spinoza”, y reclama un esfuerzo proporcional para refutarlo.

Entre los intentos más ingeniosos de la ilustración moderada por aislar a su ala radical y pactar con las cabezas más abiertas el mundo teológico-político se encuentra el “argumento del diseño”, según el cual la mera disposición del hombre a contemplar la naturaleza revela y demuestra la armonía y perfección del mundo y de la creación, y que este ejercicio elemental nos acerca a la redención, esto es, a utilizar los ojos para ver, los oídos para oír, y los demás órganos naturales para similares propósitos demostrables. El argumento del diseño asocia la redención a la finalidad, y propone una negociación aceptable para no pocos científicos y filósofos de la época.

Israel refuta, también, las ideas de la tradición inglesa según la cual es Thomas Hobbes quien inspira el teísmo filosófico británico. Según sus fuentes, también en Gran Bretaña es Spinoza y el spinozismo quien funda, por su radicalismo democrático, el ala radical de la ilustración.

El spinozismo fue considerado en toda Europa como el más articulado y radical ataque a las autoridades bíblicas y políticas de la cristiandad. La contrafigura genial de Leibniz lo certifica, con su proyecto de una filosofía compatible con la unificación de la cristiandad.

Es notable, y este es otro mérito de la obra de Israel, la influencia de Spinoza sobre una pluralidad muy grande de movimientos ilustrados, democráticos y radicales de toda Europa. Surge así otro Spinoza, moldeado en la crítica del cristianismo como modelo de toda “crítica” (al decir del joven Marx[[7]]), incluso –de eso se trata– del capitalismo contemporáneo.

La cuestión de la potencia de una filosofía materialista y subversiva de la inmanencia depende, también en nuestra actualidad, de la capacidad de recobrar el vigor de la crítica forjada como crítica de la teológica. Pues incluso hoy, las viejas metafísicas dualistas que animaron al cristianismo lo siguen haciendo con su contenido espiritual secularizado en las instituciones de nuestras sociedades.

Israel goza repasando la lista de inútiles refutadores que durante siglos intentaron neutralizar –a partir de la denuncia del texto– al spinozismo. Antiguos refutadores (y actuales entusiastas) comparten la misma fe en la filosofía de Spinoza como asunto de pura letra y palabra. Tal énfasis en la explicación erudita[[8]] bien puede descuidar un orden intensivo y menos textualista[[9]] de Spinoza. Un orden capaz, tal vez, de otorgar a su filosofía una actualidad política exquisita (¡Anticristo en tiempos de Francisco!).

El texto de Israel es, además, una valiosa prueba –por si aun faltase evidencia– del valor del registro de lo escrito en el pasado. Del papel de archivo (“archivo” también en un sentido foucaultiano[[10]]) sobre el cual revivimos el riesgo de la escritura clandestina y la productividad de enunciados radicales que socavan la época.

Igualmente iluminador es la reconstrucción de la circulación de los libros y manuscritos clandestino, “raros, costosos e ilegales” escritos por estos eruditos  decididos a cuestionar la autoridad por medio de la filosofía sin esperar, de estos esfuerzos, ninguna recompensa económica o de posición institucional.

La extraordinaria narración de Israel termina en la revolución. En la Francesa. La filosofía radical se encuentra por detrás, como tejido laico, asumiendo una eficacia mundana que las academias suelen rechazar, por pudor y por temor. Por una vez, la filosofía política asume una perspectiva completamente atea del Estado, en la que el poder de los gobernantes no descansa (y no debe hacerlo) sobre algún tipo de separación del grupo dirigente (jacobinismo)[[11]] respecto de su fundamento material; ya que no hay lugar para el “buen dirigente” con independencia de las vicisitudes de la constitución colectiva de deseos y necesidades. El príncipe colectivo deviene multitud en el ámbito de la economía, cuando la reproducción material deja de actuar como esfera “baja”, objeto de condenas morales o de técnicas puramente gubernamentales.

 

[[1]] Editado por Fondo de Cultura Económica, México, 2012.

[[2]] Israel se refiere a la “alta ilustración” (que llegaría hasta 1750) diferente a la de Voltaire y sus amigos que se habrían dedicado más a sistematizar que a agregar ideas, según el parecer del autor. La importancia política de esta lectura, que retoma la centralidad del spinozismo en el proceso de secularización, concierne también a las posiciones de cierta izquierda argentina que discute sobre la ilustración en términos de un mínimo de pedagogía de masas en el combate de las supersticiones del mundo popular. La derrota del marxismo nos haría “volver a Voltaire”. Al contrario, con Israel es Voltaire quien viene siempre “después” a sistematizar y publicitar lo que la batalla internacional de las ideas ha producido, y la lucha igualitarista y libertaria no admite ser regulada por “etapas”.

[[3]] No-europeo de ningún modo puede significar antieuropeo. El “no” (de no-europeo) no supone rechazo a Occidente, sino desplazamiento, apertura de un nuevo espacio desde el cual apropiarse productivamente de parte de la tradición a partir de nuevos (nuestros) problemas.

 

[[4]] A lo largo de su obra, Rozitchner se ha preocupado de diversas maneras por reunir, en su formulación crítica, la distribución de la tierra y el tratamiento del cuerpo pulsional. En el nivel filosófico, esta crítica supone cuestionar el cierre del concepto y del lenguaje teórico  sobre sí mismo, en un discurso abstracto, y su reapertura al fondo sensible y poético que lo sostiene. Rozitchner consideraba que las oscuridades del lenguaje de la obra de Spinoza, así como su apariencia racionalista, se debía precisamente a la ausencia de una tierra no cristiana en la que una ilustración judía (que abarcaría también a Marx) hubiese podido asentarse con una lengua propia mejor desarrollada. La propia posición política de Rozitchner frente al peronismo en la Argentina debe ser interpretada a la luz de esta discusión teórica de largo aliento. Lo que Rozitchner busca, a lo largo de toda su obra, es refundar un materialismo histórico alejado del cientificismo y del teoricismo. Recientemente, Oscar Ariel Cabezas se ocupó de este aspecto de la obra de Rozitchner, en su libro Postsoberanía: literatura, política y trabajo (Ediciones La Cebra, Buenos Aires, 2013). El autor de este estudio expone con agudeza la crítica “materialista” de Rozitchner al capital global -postsoberano- que destrata a la materia viva, aún si queda por elucidar el carácter ensoñado como índice de verdad (y de potencia) de las subjetividades resistentes. Rozitchner concreta con máxima claridad y belleza su formulación en su última obra: “Ensoñación sería la ‘materia’ del ensueño anterior al sueño, el cuerpo afectivo que emana del cuerpo y que hace que cada relación vivida con alguien o algo pueda aparecer como sentida y calificada en su ser presencia como teniendo un sentido” (León Rozitchner, Materialismo ensoñado, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2011).

 

[[5]] Para una rica y minuciosa fenomenología del poder de los emplazamientos tecnológicos en nuestras vidas cotidianas ver: Christian Ferrer, El entramado. El apuntalamiento técnico del mundo; Ediciones Godot, Buenos Aires, 2012. También la obra de Franco “Bifo” Berardi, que ofrece un enfoque directamente político de la cuestión.

[[6]] Nociones provenientes de la obra de Gilbert Simondon -particularmente en La individuación (Ediciones Cactus y La Cebra, Buenos Aires, 2009)- tales como trans-individualidad o equilibrio meta-estable aplicadas a la lectura de Ética iluminan aún más el potencial no-liberal de la ontología relacional en Spinoza.  Así lo comprendió y desarrolló Étienne Balibar en su artículo “Spinoza. De la individualidad, a la transindividualidad”, una jugosa conferencia que dio el filósofo en Rijnsburg, Holanda, en 1993 y que, luego de ser revisada, se publicó en castellano en el Nro. 25 de la revista Confines, de noviembre de 2009, y de modo independiente por la Editorial Brujas, en la ciudad de Córdoba, el mismo año.

 

[7] La recurrencia Spinoza-Marx/spinozismo-marxismo en Israel es explícita, aunque no desarrollada, y descansa en el hecho de que ambos fueron vistos por los poderes europeos como la “más absoluta antítesis y el primordial adversario del cristianismo y la autoridad”. Existe una pluralidad de fuentes para desarrollar los vínculos entre Spinoza y Marx. Los biógrafos de este último se han encargado de señalar la importancia del encuentro del joven Marx con la obra de Spinoza en 1841, cuando se entregó a la lectura del Tratado Teológico Político (Maximilien Ruble, Karl Marx. Ensayo de biografìa intelectual, Paidós, Buenos Aires, 1970). Esas lecturas quedaron registradas en un cuaderno de notas que se acaban de editar en castellano (Carlos Marx, Cuaderno Spinoza, edición a cargo de Nicolás González Varela, por la editorial española Montesinos). La influencia directa de Spinoza sobre Marx es objeto de una abundante investigación en el terreno de la filosofía política contemporánea. Miguel Abensour resume la cuestión de este modo: “De Spinoza, Marx retiene pues no solamente la tesis central del Tractatus Theologico Politicus favorable a la libertad de filosofar, sino la idea de que, para fundar la Res Publica, conviene destruir el nexus teológico-político, ese mixto impuro de fe, creencia y discurso que invita a la sumisión, esa alianza particular de lo teológico y lo político (tal el estado cristiano contemporáneo de Marx) en la que, por la invocación de la autoridad divina, lo teológico invade la ciudad, reduce a la comunidad política a la esclavitud y, peor aún, desequilibra totalmente su ordenamiento superponiendo a su lógica propia una lógica dependiente de otro orden” (Miguel Abensour, La democracia contra el Estado, Colihue, Buenos Aires, 1988). No resulta exagerado afirmar que la idea de una “crítica radical” en Marx se encuentra inspirada en gran medida en la crítica radical de Spinoza a la teología. Fue Gilles Deleuze quien con mayor claridad ha señalado que en la crítica spinozista de la  teología se elabora el modelo más coherente de toda trascendencia (incluida la específica trascendencia inmanentizada del capital).

[8] En efecto, la obra de Henri Meschonnic ofrece una reflexión sobre políticas de la lectura y de la interpretación y traducción de textos, fundada en una teoría lingüística del “ritmo” contrapuesta a la hegemonía del “signo”, cuyo ámbito es, de modo inherente, teológico político. Meschonnic se apoya en particular en la obra de Spinoza para elaborar su crítica al tratamiento de los textos de acuerdo con las modernas teorías linguísticas y de la lectura. A partir de la célebre fórmula “no se sabe nunca lo que puede un cuerpo”, para Meschonnic no se trata de explicar a Spinoza, sino de practicar un spinozismo vivo caracterizado por el continuo (concatenatio) entre cuerpo y palabra (¿Qué puede un cuerpo en el lenguaje?). Una nueva versión de la crítica materialista se esboza en el espacio del lenguaje y de la escritura, destacando el ritmo como momento de singularización subjetiva por sobre la tiranía del signo de las semióticas, demasiado significante, secretamente teológico (La poética como crítica del sentido, Mármol Izquierdo Editores, Buenos Aires, 2007).

 

[[9]] En su análisis de la relación de Goethe con Spinoza, Fritz Mauthner se refiere a la Ética de Spinoza como “mi antiguo asilo”; a ella recurre quien descubre que todo es vanidad, y pasa por inhumano, ateo y ajeno al mundo intentando pensar lo eterno. Aclara de inmediato que él no hubiese “firmado sus escritos” porque Goethe había descubierto que “nadie comprende al otro”, que “nadie piensa lo mismo cuando se pronuncian las mismas palabras”. La confianza de Goethe en la obra de Spinoza “reposaba sobre la calma que había producido” en su vida. El régimen de intensidad sobre el del puro entendimiento lógico textual. Las citas de Goethe pertenecen a  Fritz Mauthner, autor de Spinoza, bosquejo de una vida (Encuentro Grupo Editor, Córdoba, 2011).

[[10]] El archivo audiovisual como objeto de una filosofía que se esmera en considerar la ontología como una sucesión de a priori históricos, tal y como lo explica Gilles Deleuze en su recientemente publicado curso sobre Foucault, El saber. Curso sobre Foucault (Cactus, Buenos Aires, 2013).

[[11]] La historia que vincula a Spinoza con la Revolución requiere –así lo ha pensado Remo Bodei en su clásico Geometría de las pasiones. Miedo, esperanza, felicidad: filosofía y uso político (Fondo de Cultura Económica, México, 1997)- de algunas precisiones: “Spinoza no pide en absoluto a los individuos sacrificarse a sí mismos y a sus pasiones, ni en nombre del Estado, ni en nombre de Dios. Él es el defensor de la utilitas, de la tendencia a la auto-conservación previsora y no miope, que se robustece en alegría, sociabilidad y “amor intelectual” de Dios”; “El esfuerzo de los jacobinos ha sido el de cambiar el problema de la voluntad y de las pasiones de la esfera privada e individual a la pública y colectiva”; “La revolución pretende crear el ‘hombre nuevo’ no tanto a través del control endógeno o exógeno sobre las pasiones, cuando a través de la eliminación de los obstáculos y de los condicionamientos que provocan las desigualdades socialmente nocivas, la impotencia o la prepotencia en el obrar, las ilusiones y los conflictos”; “Spinoza y los jacobinos se hallan, respectivamente, en el origen y los finales de la crítica al Estado absolutista, pero están en las antípodas de la valoración del moi soleil, tanto como sujeto de soberanía, cuando como individuo o ciudadano moralmente responsable”. En definitiva, el problema revolucionario es asumido de maneras diferentes por spinozistas y jacobinos (de un modo que conserva toda la actualidad para nuestra propia coyuntura): “La respuesta spinosista consiste en decir que hasta que un individuo o grupo acumule en sí tanto poder que se imponga a los demás, todo escándalo por tales sacrificios será vano. El único remedio a semejante situación consiste en aliarse los ciudadanos para alcanzar juntos el poder común tal que impida toda excesiva desproporción de sus componentes”; al contrario, “los jacobinos –aun cuando implícitamente habrían aceptado esta solución– siguen, de hecho, en su breve experimento, un camino diametralmente opuesto. En vez de eliminar el miedo y la esperanza del horizonte individual y colectivo, los consolidan; en vez de transformar las pasiones las dividen (combatiendo aquellas frías y tranquilas, ligadas al “egoísmo” y a la indiferencia, y exaltando aquellas calientes, tórridas o “gélidas” ligadas a la amistad, a la fraternidad, al amor por la patria y la humanidad o bien al odio y al terror); en vez de practicar, spinozianamente, una “meditación de la vida”, retornan a una “meditación con la muerte”, reproduciendo, en trágicas circunstancias, el nexo clásico muerte-razón”; resulta que “con el modelo jacobino, la sabiduría filosófica se funde con las pasiones, se vuelve ideología, en cuanto unión de razones y pasiones, de filosofía y sentido común, de jefes políticos y masas. En el intento por influir sobre la naciente opinión pública, la distinción entre verdad y opinión, entre razón y deseo, se adelgaza hasta casi desaparecer. De la figura del sabio se pasa a aquella que quisiera definir del homo ideologicus moderno, el cual utiliza o cree utilizar las pasiones en última instancia  en beneficio de la razón, orientando –según “mitos racionales”, amasados con ilusiones conscientes y esperanzas fabricadas en serie– aquel mismo pueblo que antes había sido guiado a través de “mitos pasionales”. En cambio, “El sapiente spinosiano (que había rechazado el miedo y la esperanza) se transforma ahora en político-agitador-filósofo, en “intelectual” que opera por medio de ellos sobre la razón y sobre la sociedad, con el fin, sin embargo, de extender a todo el cuerpo social aquella libertad y aquella felicidad que Spinoza asignaba al sapiens”; “Spinoza y los jacobinos están además, en el origen de dos opuestas perspectivas de la democracia. EL filósofo holandés basa su reconocimiento del derecho de los individuos a la autodeterminación política sobre el poder efectivo que viene, cada vez, colegialmente conseguido por el cuerpo político; los revolucionarios franceses, sobre principios universales de emancipación humana, que establecen un programa y una dirección en marcha para practicarse en tiempo largos y difíciles y que presuponen un molde rígido o una adecuación del individuo a la “voluntad general”; “Rechazando toda propensión al ascetismo y a la renuncia de sí mismos, Spinoza indica el camino para una democracia no exclusivamente ‘formal’, para una individualidad que no deduzca sus derechos sólo de principios o de leyes universales (que aunque indispensables, pueden entrar en conflicto entre sí), sino del grado de la propia ‘potencia de existir’ lograda en relación y en alianza política con los propios semejantes”.

Vitalismo “turbio” o los movimientos aberrantes en Gilles Deleuze // Diego Sztulwark

Solo el náufrago devuelve a la isla su desierto, para hacer de ella nuevamente una tierra sin hombres.

  1. Devolver a los sonidos y a las imágenes su capacidad de lucha contra los poderes. Redescubrir las potencias de la tierra y sus poblaciones contra el paradigma securitista de despoblamiento. Tomar la palabra para hablar solo por aquello que permanece imperceptible, minoritario, contra aquellos que representan a los otros o hablan de sí mismos. Orientar el pensamiento hacia el sin fondo que se eleva junto con los trozos de ser –simulacros, fallas, partículas– que pueblan, irregulares, las superficies, contra los que pretenden un fundamento (o bien celebran el desfundamento como tal). Dotar de consistencia toda esa inestable heterogeneidad: ni caos ni orden, caósmosis. Tal el programa deleuziano de una anarquía coronada que David Lapoujade reconstruye minuciosamente (en colaboración con Felix Guattari), con elegancia y sin estridencias, en el libro Deleuze, los movimientos aberrantes.[1]

¿Por qué el autor –compilador de dos libros fundamentales de Deleuze: La isla desierta y Dos regímenes de locos– ha creído necesario o simplemente útil volver sobre el archiconocido arsenal de “acontecimientos”, “devenires nómades”, “cuerpos sin órganos”, “planos de inmanencia” y “rizomas”, tan celebrados como inofensivos, que sobreabundan desde hace años en la retórica de medios alternativos, militancias y universidades? ¿Y qué sentido de la oportunidad hay en la reedición de un discurso que pareciera ser parte de la promesa incumplida de la filosofía y la política radical a las rebeldías que animaron a buena parte de la  región sudamericana?

Lo primero que habría que decir es que el Deleuze de Lapoujade es sorprendente. Un abogado, un pensador del derecho volcado sobre cuestiones de jurisprudencia, preocupado por fundar los principios de legitimidad de lo que existe. Un lógico, un maestro de la razón suficiente capaz de dar cuenta de la génesis y el despliegue de todo aquello que escapa a las estructuras y formas acabadas, dedicado a la formalización en los más diversos campos: una lógica del sentido, otra de las sensaciones, otra más para el deseo y una para las multiplicidades. Y finalmente un agrimensor, un filósofo de la tierra y las poblaciones, cuya política pasa por el desierto y las ciudades, lo nómade y lo sedentario, lo molar y lo molecular, lo liso y lo estriado. En Deleuze y en Guattari, pensar y desterritorializar constituyen un mismo movimiento.

Un libro así vale por sus pretensiones. Pero quizás lo que en verdad importa sea el valor de uso que pueda tener para quienes necesitamos sobreponernos del agotamiento de un dispositivo de lectura apoyado en un ciclo de luchas –el de los llamados “movimientos sociales”– que pide ser recompuesto por entero. La filosofía puede animarnos a atravesar una cierta decepción –fracasar más, de otro modo– y proveernos de una sabia suspicacia para abrirse paso entre el orden y el nihilismo pasivo en el que arraiga. Tal el valor de estos movimientos aberrantes: nos hacen entrar en contacto con una nueva fuente del derecho de existir.

  1. Desarmar y recomponer dispositivos colectivos de lectura es un arte directamente político. No porque refiera a los avatares del Estado, sino porque conduce a la génesis de las fuerzas, a la naturaleza misma de lo político como mixto de potencia y legitimidad que afecta todo lo que existe. Los movimientos aberrantes remiten al problema de los pueblos, clases, sexos y formas de vida que permanecen imperceptibles, desconsiderados bajo el imperio del derecho tal y como resulta deducido de la axiomática del capitalismo mundial integrado.

El capitalismo, tomado como máquina global que funciona concretamente a partir de axiomas (que se adjuntan o substraen), oscila entre dos polos: uno flexible y socialdemócrata –o populista–, reconocible por la formación de un mercado interno y por su mejor recepción de las demandas y luchas populares; y otro más rígido y totalitario, que hace depender el funcionamiento social de unos pocos axiomas orientados al mercado exterior y al poder del Banco Central de controlar la inflación. Situar lo político como práctica que hace causa común con todo aquello que no se adecúa al sistema de legitimidades deducidos de la axiomática capitalista (el modo de distribución de la tierra y de las ideas, de los signos y de los cuerpos, del tiempo y de la información) nos introduce en una política –una lógica y una reivindicación– propiamente aberrante.

Esta cuestión afecta de lleno el pensamiento, tomado por las mismas existencias menores, el mismo abismo a-lógico del que emergen cada una de las pretensiones territoriales, catastrales y mentales. El pensamiento en Deleuze, anuncia Lapoujade, se efectúa entonces como un combate que se libra en al menos tres líneas. La primera de ellas se desarrolla en los frentes activos: materialismo vs. idealismo, empirismo vs. racionalismo, spinozismo vs. cartesianismo, etc.; y luego, en alianza con Guattari: esquizoanálisis contra el psicoanálisis, en defensa de un inconsciente fábrica. Se trata de una toma de partido que delimita un campo enemigo y uno de aliados. La segunda es completamente diferente. Ya no se trata del pensamiento tomando partido en un enfrentamiento, sino del modo singular en que se distribuyen las ideas en el propio pensamiento: es el combate que se traba con lo impensado del propio pensamiento, la sensibilidad con que se perciben ciertos problemas, el modo de desplazamiento de esos problemas. En este segundo nivel, más solitario quizás al inicio, pensar es comprender estos desplazamientos, descubrir las coordenadas de un movimiento del que se es paciente más que agente, sin disponer de soluciones preexistentes, y acompañado  por unos aliados que deben ser creados gradualmente. A diferencia de las tomas de partido que establecen posiciones relativamente fijas, este nivel de la lucha nos hace ocupar posiciones nuevas. Se ve con claridad que los combates del pensamiento son en realidad un asunto que concierne a la vida como tal. Esto se torna muy evidente en un tercer nivel, el más peligroso y el más característico de los movimientos aberrantes: en tanto que fenómenos de desborde, estas existencias anómalas o problemáticas traspasan los límites y arrojan el pensamiento hacia una línea de abolición, por la vía de una experimentación/despersonalización en la que la propia vida resulta amenazada. Vitalismo “turbio” de Deleuze –según Lapoujade–, en el que los movimientos aberrantes atañen de modo directo al fluir de la existencia sin eludir la cuestión central de la crueldad y la muerte.

La relación entre vida y muerte está captada en la fórmula con la que Deleuze explica a Foucault: “Un vitalismo sobre fondo de un mortalismo”. También en Nietzsche: la versión del eterno retorno deleuziana, dice Lapoujade, consiste en un doble movimiento mediante el cual la forma personal –con su arraigo territorial– debe morir (lo “mismo” es lo que no retorna) para que las potencias puedan afirmarse libres (nueva vida) como diferencia. Cambio de piel o renacimiento, o Acontecimiento. Se produce entonces una redistribución de las potencias –afectos, gustos, percepciones– sin respetar en lo más mínimo las consistencias o coherencias del pensador (crueldad mortecina de la vida sobre el viviente). Salvador Benesdra nos dice en su novela El traductor:[2] “Lo que quería era acabar con mi vida. Es decir, conmigo, con la vida que llevaba hasta entonces, con mi persona, con mi identidad. Con las cosas en las que había creído, con los gustos que había tenido. Para que cuand o todo acabara de derrumbarse volviera a aparecer esa última compañía infaltable que solo se avergonzaba de mis propias vergüenzas, que solo despreciaba mi propio desprecio de mí mismo, que solo me culpaba por mis sentimientos de culpabilidad, que solo aplaudía como cumbre de todos mis aciertos esa hazaña puramente casual de no haberme pegado un tiro. Quería empezar de veras de cero, aún con toda la arbitrariedad que había en poner en esa cifra el marcador cuando ya había recorrido 37 hitos del camino y me faltaban tan pocos para el final”.

El papel de lo negativo es el de lo insoportable, la incapacidad de tolerar la potencia vital con los cuerpos organizados y los pensamientos ya formados, el presentimiento de que para encontrar la vida hay que atravesar desorganizaciones, muertes. No se trata de la muerte empírica y orgánica –la que “viene de afuera”–, sino de una muerte de las formas personales, un “ya no” destructivo que señala la afirmación de una nueva vitalidad, “vida inorgánica” indiferente a los cuerpos que atraviesa y a los que arrastra y que, siguiendo a Salvador Benesdra, se confunde con el suicidio. Pero solamente se confunde, porque de derecho se trata de un combate múltiple –contra las tesis enemigas, contra nuestras propias formas, contra la deriva suicida de la pasión de abolición–, grito y guerra, fuerza crítica demoledora contra un régimen de muerte, una voluntad de control y de seguridad, un esclavismo maquínico y un despoblamiento de la tierra específicamente capitalista.

  1. ¿Es el pensamiento de Deleuze más oscuro de lo que muchos creíamos? Es preciso que así sea para que nos siga acompañando en una coyuntura más reaccionaria en la que ya no funciona la identificación rápida entre movimientos sociales y ser del devenir. Una buena parte de las luchas del ciclo autónomo que precedió al 2001 comprometió sus esfuerzos posteriores en el terreno de la adjunción de nuevos axiomas (“derechos”). Axiomas que hoy hay que defender ante el vuelco totalitario del Estado. ¿Cómo se lee la filosofía de Deleuze, filosofía orientada a trazar mapas y conectar con lo imperceptible, tan repulsiva de la forma humana –los cuerpos “organizados”, desechos de Edipo, y subjetivados bajo la interioridad propia del Aparato de Estado–, que solo le canta al “pueblo por venir” y a la “tierra que falta”? La noción de movimientos aberrantes permite recorrer el camino imposible, realizar las torsiones necesarias para conjugar una estrategia popular defensiva –defensa de axiomas, de derechos– junto a una ruptura del horizonte de posibles derivados de la máquina axiomática. Del movimiento social a los movimientos aberrantes se produce esta mutación conceptual: la emergencia de nuevos enunciados y visibilidades permite acentuar el carácter de ruptura y disidencia de las luchas defensivas respecto del régimen de sujeción. La “aberrancia” es una noción límite, puesto que nos hace pasar del mundo dado (mundo reconocible de los sujetos y las formas) al de los desvíos (en el cual se hacen perceptibles las potencias y las conexiones moleculares). Se trata de una noción fuertemente política –no es un concepto moral–, un modo de ser extraño a aquellos que se derivan –que extraen su legitimidad– del derecho provisto por los axiomas del capital. Ni neoliberalismo ni socialdemocracia –aunque no den igual–, ni mundo de las formas ni disolución en el caos –que no son lo mismo– sino un “entre” que no surge de la polémica entre los polos sino de seguir la línea sinuosa, un “ni…ni…” capaz de elaborar los “protocolos” de deserción de la forma humana, la ley soberana y el límite descendido de los cielos. Lapoujade comenta estos procedimientos perversos –invertir, plegar, crear simulacros, trazar dobles liberados de sus límites, contra-efectuar– y los compara con los esquizos –huir, fugar, vaciar, tender al límite– que aniquilan los posibles-dados en la medida en que ya no se soportan, parar abrir nuevas combinaciones (“¡un posible, o me ahogo!”). Perversos y Esquizos son los héroes de Lógica del sentido, los creadores de sinsentido –nuevos posibles– en las zonas paradójicas o ciegas del ser, inoculadores de anarquismo en medio de las individuaciones modelizadas emanadas de la axiomática capitalista.

La filosofía de Deleuze no es un optimismo (más bien pesimismo con lo humano), ni un pesimismo (más bien un asombro por “lo que el cuerpo puede”, a pesar de todo). Ni una cosa ni la otra, sino línea spinozista que pasa entre las formas haciendo causa común con todo aquello que es capaz de remontar el pensamiento para plantear nuevos problemas (fascinación de Deleuze por los grandes creadores). Quizás el libro de Lapoujade quiere decirnos una única cosa: en Deleuze no se da un Todo Abierto (un Interior en conquista de su Exterior, ni una “filosofía de lo Uno” como cree Badiou), sino un Todo Afuera, en el que solo hay Todo coincidiendo con el Afuera (sentido de la fórmula deleuziana de univocidad del ser). Los movimientos aberrantes dramatizan esta presencia del Afuera “en” el Todo, la acción de “entre” (o “ni, ni”) y los fenómenos de deformación y subversión asociados a su nueva comprensión de la noción de “límite”.

Esta dialéctica Todo Afuera trae aparejada, además, una nueva percepción del espacio del pensamiento: sustituye la imagen evolutiva por la de las coexistencias, en las que realidades diferentes (como por ejemplo Aparatos de Estado y Máquinas de Guerra) se afirman al mismo tiempo. El Afuera ya no es un mero exterior, sino aquello inconcebible, heterogéneo e informe que, sin embargo, participa de la existencia, incluso en lo más próximo o íntimo. Es lo impensado que el pensamiento no sabe pensar, y al mismo tiempo aquello que solo puede ser pensado bajo su influjo o provocación. Aquello que solo puede ser pensado cuando el pensamiento es llevado hacia sus límites (y lo mismo cabe decir de la sensibilidad:  es el “afuera” o lo insensible que la sensibilidad no sabe captar, y que solo puede ser sentido cuando una violencia la fuerza a llegar a su propio límite). El pensamiento por lo tanto viene de afuera. No es mero funcionamiento de una facultad. Es el producto de una violencia e implica siempre un trastorno, el atravesamiento de una zona de impotencias. François Zourabichvili[3] describe bellamente las figuras que adopta el pensamiento empantanado en esa impotencia: el Idiota no sabe, no puede hacer lo que todos saben (Proust, Kafka o Piglia declaran que no pueden escribir, mientras todos escriben); el Celoso se ha enterado, gracias a signos aleatorios que lo han perturbado, de una presencia inquietante, un problema o una idea, y se obsesiona con ellos. En otras palabras, las potencias se engendran sobre un fondo de impotencias, así como las ideas o las sensaciones se forman a partir de un fondo a-lógico y una materia intensiva. De allí la acertada aclaración de Lapoujade: cuando Deleuze escribe “lógica” hay que comprender “génesis”. Aclaración que tal vez se pueda extender del siguiente modo: cuando aparezca la palabra “potencia” habrá que ser capaz de leer “síntesis disyuntiva inclusiva”, es decir, aparición de ese Todo Afuera, capacidad de conectar lo heterogéneo, “encuentro” como instauración de relación entre cuerpos o términos que hasta el momento no lo tenían. Es la lógica del acontecimiento.

  1. Si interesa este vitalismo “turbio” es porque el vitalismo limpio no ha dejado de caracterizar al discurso del amo, prefiguración neoliberal, performatividad del capital: “crear mundos”, “superar límites”, “vivir auténticamente” son consignas emanadas de una razón mercantil exacerbada cuyo único propósito es hacer de la existencia un continuo de consumo, un consumo no de tal o cual producto, sino de vida como tal. Lo turbio caracteriza una potencia defectuosa, una vida inadecuada al régimen de visibilidad deducido de la axiomática capitalista. Una potencia que se engendra sobre un fondo de impotencias, una vida afectada de improductividad por la fragilidad, la enfermedad y la muerte. La potencia, tal y como la concibe el capital, es la idealización que desde este se hace del trabajo vivo como esclavitud motivada. La potencia de un vitalismo turbio, en cambio, existe en su reverso como crisis de esa idealización, como autonomización de la actividad humana respecto de todo modelo. Un vitalismo turbio se engendra en las zonas de inactividad capitalista. El desarrollo del capitalismo depende de un ejercicio continuo de superación-desplazamiento de sus propios límites (como lo explicaba Marx con su ley sobre la tendencia decreciente de la tasa de ganancia), que consiste en la destrucción de parte del capital y en la creación de nuevas zonas de negocios –una axiomática global, engendrada a nivel del mercado mundial y efectuada en cada uno de los Estados nacionales–. Entre destrucción –descodificación– y creación –nuevas codificaciones–, a la axiomática del capital se le escapan flujos de existencia: unas vidas, unas poblaciones, unas tierras que se valorizan por sí mismas. Los movimientos aberrantes nombran aquellas existencias no deducibles del capital. Su misma existencia plantea entonces un conflicto en el nivel del derecho. ¿A qué derecho pueden aspirar estas existencias “menores” que no son reconocidas en el juego de la axiomática capitalista?[4] Desprovistos de un reconocimiento por parte del sistema de legitimidades fundado en la axiomática (derechos); imperceptibles dentro del rango de percepción que a partir de la axiomática se modula, el espacio formado por los flujos descodificados se puebla de enunciados indecidibles (potencialmente revolucionarios), un desvío sucio –simulacros, dobles perversos, realidades truchas– con respecto a la potencia pura como semblante del dinero.

Atravesando todo tipo de crisis, la lógica del capital aparenta una inconmovible fuerza evolutiva, colonización de un adentro –en el que el trabajo es determinado por cierta relación con el dinero– y un afuera siempre por conquistar –nuevas oportunidades y desafíos–. Una interioridad que los Estados organizan con los restos siempre reconstituidos de un poder soberano –estriamiento del espacio, puesta en resonancia de sus términos– y un exterior que amenaza como destrucción. A este par interior/exterior le corresponde una temporalidad como crisis/innovación, alternativa dramática de la axiomática global (derecho convencional).

Si algo distingue a la axiomática del capital de las existencias menores es la diferencia con relación al límite. Mientras el ensamble capital-Estado organiza un interior regular contra un exterior salvaje, desplazando una y otra vez sus fronteras, los movimientos aberrantes o existencias menores derivan el límite de su propia potencia (llevan lo que pueden al límite); su relación con el límite es de tipo membrana o filtro, es decir, de relación selectiva/creativa con su afuera, con el que no dejan de comerciar bajo todas las formas imaginables. Instauran relaciones fantásticas allí donde no hay relación entre términos, relaciones imperceptibles –pura audición, o visión–, expresiones de un sin fondo, de un Afuera Todo, esbozos de un nuevo derecho.

En otras palabras, la jurisprudencia como fuente del derecho –la expresión de conflictos del y en el propio derecho– revela la presencia de reivindicaciones y luchas que implican nuevas relaciones con la tierra, el cuerpo y el lenguaje. Nuevas poblaciones –no importa cuán minoritarias ni cuan antiguas– que Deleuze piensa como “devenires”, es decir, como mutación, descentramiento de la forma humana, creación de posibles. Esto es así en Diferencia y repetición, donde la diferencia se diferencia de sí misma a partir de una serie de repeticiones excéntricas; pero también en Mil Mesetas, donde las multiplicidades y sus “máquinas abstractas” tienen siempre una cara (o “punta”) desterritorializante, desestratificante. Dos modos de concebir la totalidad. La primera, soberana, que solo se abre para desplazar sus límites con el afuera. La segunda –la “máquina de guerra”, el esquizoanálisis– que actúa instaurando membranas, alisando el espacio, conectando con el afuera. Todo Abierto –apertura relativa– o Todo Afuera –apertura absoluta–. A cada uno de estos modos le corresponde una forma de desterritorialización: la relativa, propia del capitalismo (descodificación y desterritorialización de flujos de riqueza y de actividad humana, conjunción axiomatizada sobre la base de las conexiones del cuerpo social dominado por el dinero, del impulso del dinero-capital por ampliar sus límites), versus la otra, la absoluta (o “nueva tierra”, o “pueblo por venir”; libre conexión entre flujos que huyen de la axiomática del capital).

  1. Lo “turbio” en Deleuze no es un detalle menor, sino lo que puede permitirnos una reformulación del dispositivo crítico de lectura. Lo turbio se impone a la vida en la medida en que ella está afectada desde el inicio por una muerte. La vida “turbia” indica la presencia de la muerte, de la impotencia en la potencia, del sin fondo sobre la superficie. Como lo ha indicado Franco “Bifo” Berardi en varios de sus textos, el capital –de modo privilegiado en su versión norteamericana– es puritano y lee todo barroquismo o pliegue de lo real como distorsión y señal de fracaso tanto social como psíquico. El semio-capital depende de su capacidad de codificar las diferencias, extirpando cada una de las impurezas que obstaculicen la perfecta compatibilidad entre signos. En el mundo “peludo” del espesor de la materia, de las existencias corpóreas, los signos son a descifrar y requieren, por lo tanto, una aptitud sensible o sensual para la comprensión de lo no dicho, puesto que ni los signos ni la relación entre ellos han sido previamente programados. La “muerte” deleuziana (esa muerte no-empírica, que no hay que confundir con la que viene de afuera aunque a veces coincidan) es la distancia o el más allá respecto de este espacio-tiempo preformado o modélico, la percepción íntima de un Afuera heterogéneo, la exploración de relaciones inéditas, la comunicación contra natura entre singularidades propias y ajenas (devenires), la soledad, poblada o desértica, como inmanencia absoluta, plano de partículas-luz de las que se deducen los cuerpos como pura potencia. Ya es difícil entender que en Deleuze ser “de izquierda” sea adoptar las disposiciones necesarias para “querer el acontecimiento”. ¿Hay que agregarle a la fórmula una dificultad extra? Parece que sí, que “ser de izquierda” también puede decirse en el sentido de “querer lo turbio” o “querer la muerte” (en un sentido similar al que se suele atribuir a la idea de “muerte del hombre” en Nietzsche). La distinción entre ambas muertes es entonces fundamental: la muerte que se invoca en la filosofía de Deleuze es el punto exacto en el que el morir es destituido, momento de la “transmutación” donde la muerte es sustituida por una nueva figura vital.

De allí la sensación de falsedad que provocan las izquierdas cuando compiten por la pureza de la vida alternativa o de la potencia auténtica, con consignas que apelan al consentimiento de la voluntad (como “podemos” o “se puede”), que a la larga se adecúan mejor al discurso del tipo coaching. Las existencias “menores” –modos de vivir, de pensar– expresan el punto de vista de aquellos flujos de riqueza y de actividad humana no perceptibles, que han abandonado la forma –han muerto– en provecho de potencias –aberrancias– incapaces de legitimarse desde el punto de vista de la axiomática capitalista.  Quizás haya que leer así la célebre frase de Mil Mesetas: “Antes del Ser, está la política”. Piqueteros y Movimiento de Mujeres en Lucha,[5] Sin Tierra, Zapatistas y Mapuches no valen como renovación de un impulso de las vanguardias del autonomismo –modelos alternativos listos para usar o desafiar políticamente a las elites–, sino como salientes de un subdesarrollo plebeyo (o “runfla”) que atraviesa con potencia toda vida de un nuevo modo –abierto, “disyunción incluyente”– de hacer síntesis (y percibir multiplicidades) que escapan a la dialéctica convencional de las izquierdas; salientes que contactan a partir de sus distancias con otras tantas reivindicaciones minorizadas.

  1. Hay un trasfondo teológico del que la filosofía, la ética y la política (¿y el psicoanálisis?) no acaban de independizarse. La buena forma, la invariancia estructural, lo bien constituido, la idea acabada, la individuación cerrada sobre sí misma: el fundamento. Son otras tantas máscaras de la presencia del buen dios, principio trascendente e instancia garante del orden. Dios Creador, Dios Organizador. Ese dios exige evolución, salud, buena disposición, proyectos sustentables. Es ante él que la pura vitalidad deviene vitalidad pura. Todo orden responde a –y precisa de- una teología.

Tras la muerte de dios nacen las nuevas síntesis disyuntivas inclusivas. El eterno retorno ha destruido la síntesis por convergencias (Dios-Mundo-Yo). La dialéctica concierne ahora al Todo Afuera de la multiplicidad y la disparidad, y se da por igual dentro y fuera del pensamiento, ya que en el nivel de los cuerpos y de las ideas encontramos el mismo proceso de determinación. Este último se inicia por lo indeterminado entendido como coexistencia virtual de diferencias afirmadas en su disparidad; materia continua en la que los términos indeterminados se muestran también como determinables en la medida en que entran en relaciones de determinación recíproca que engendran las formas individuales. A la determinabilidad virtual y la determinación recíproca de la forma individual, Deleuze agrega la determinación completa o acontecimiento ideal, de la que cada individuo no es sino una cierta variación.

Con su habitual ironía, Slavoj Žižek cree ver en Deleuze un “paganismo”. También en Spinoza. Henri Meschonnic sostiene que Spinoza ha inmanentizado la divinidad –el principio de dar vida–. A ese registro –“línea de brujería”– pertenece la lógica de los movimientos aberrantes o demoníacos. Bajo el nombre de acontecimiento se agrupan una serie de fenómenos que manifiestan por su cuenta un poder temporalizante que consiste en redistribuir potencias, siendo el tiempo repetición a-centrada que decide un “antes”, un “durante” y un “después-abierto” a esta redistribución. Una línea diagonal  vuelve coexistente estos tres tiempos. Una actividad turbulenta que sustituye el “porvenir” (personal) por el “devenir” (impersonal). El acontecimiento es diabólico por cuanto hace coexistir en sí mundos “incomposibles”.

De modo que el ser es tiempo acontecimental, distribución impersonal de las potencias. Sucede que nos descubrimos incapaces de amar, de actuar políticamente, de escribir. Esta impotencia es ya una posición ante una tarea que nos importa y frente a la cual no podemos nada. Un “antes” propio del acontecimiento. Luego devenimos capaces cuando ya no dependemos de nuestras capacidades previas, gracias a una redistribución sorprendente que se produce en nosotros. Un  “durante” del acontecimiento. Por fin, notamos que esa nueva distribución de potencias no ha tenido la más mínima consideración por nosotros, algo “ha pasado” a nuestras espaldas, ya no somos los mismos. Un “después” del acontecimiento. El acontecimiento es la diagonal de tiempo que hace coexistir la redistribución entera. Y su forma subjetiva es el “presentimiento”, una cierta capacidad para sentir la simultaneidad diferencial que se activa cada vez que se introduce un fragmento de acontecimiento futuro. El presentimiento capta la influencia de lo que aún no existe sobre lo que existe, y acompaña un movimiento de deserción de la libido respecto del círculo de lo que existe (un asesinato del yo). La percepción del acontecimiento, en el presentimiento, es bajo la forma de la pregunta “¿qué ha pasado?”, y su abordaje antropológico –según dice Deleuze, en una de sus clases–[6] es un ejercicio de “estimación colectiva” (una lógica del presentimiento).

El acontecimiento se revela así como crueldad de la vida. Una destrucción que se lleva a cabo a nuestras espaldas. De pronto ya no queremos ni podemos lo que antes (“¿qué ha pasado?”). Eso que éramos ha muerto. Aspecto aniquilador con el que se afirman potencias de vida sin ninguna clase de consideración por la coherencia en la que nos afincamos. La crueldad es esta desconsideración respecto de aquellos objetos (y formas) a los que se aferran los sujetos. Si lo propio de esta afirmación de lo que difiere es deshacer todo lo que impide la distribución renovada de las potencias, el papel de lo negativo (lo “turbio”) en esta filosofía, dice Lapoujade, es la del duelo por el desgarramiento. Solo que este duelo y este desgarramiento son pensados como la autodestrucción que vuelve posible una nueva circulación para la vida. En todo caso, aquí el arte será el de evitar que este flujo destructivo se vuelva por entero sobre el sujeto aniquilándolo.

Arruinar el juicio de Dios, esa totalidad articulada en base a un fundamento del que se desprenden principios de distribución y selección, que a su vez aseguran –por la vía de la exclusión de lo divergente y de lo que difiere– conexiones legítimas de convergencia de los flujos, de políticas de población de la tierra. Aún cuando ese Dios esté muerto y en su lugar actúe una instancia muy diferente: un sorprendente “proceso maquínico” de producción de orden. Tal es, para Deleuze y Guattari, la originalidad de la noción de axiomática capitalista. Ya no se trata de un principio trascendente exterior-superior, sino de uno que actúa al mismo nivel de lo distribuido. Se trata de una trascendencia inmanentizada.

El acontecimiento vacía el efecto de sistematicidad de la realidad, arruina las síntesis convergentes y reenvía a un plano de inacabamiento y subdesarrollo, a una lógica en la cual las síntesis conectan lo que diverge –series o flujos–, e instaura así relaciones a través de sus distancias. Se trata de la ruina misma de la razón colonial, tan progresista ella, de un afuera como espacio a conquistar desde un adentro siempre incuestionado. La síntesis disyuntiva –capaz de afirmar al mismo tiempo lo que diverge– incluye y ensambla aquello que difiere en su diferencia y que por lo tanto otorga derechos. Anticristo, descodificación, o bien irrupción de una actividad plebeya autónoma que lleva los principios de la desterritorialización relativa –regulación burguesa de los flujos– a desterritorialización absoluta –aberrancia coronada–.

  1. Si todo acontecimiento es político puesto que implica un conflicto de potencia y legitimidad con el orden –fundamento, principio de distribución–, hay también un acontecimiento propiamente político cada vez que lo que está en juego es la adquisición de una potencia de actuar. ¿Cómo devenimos capaces de actuar (políticamente)? Evitemos la respuesta más obvia. El activismo de Deleuze, mucho o poco, ha sido atribuido al encuentro con Félix Guattari. Se trata de una narración que descuida las necesidades interiores del trabajo de Deleuze que condujeron a ese encuentro. Más allá de la historia romántica de un Guattari militante que se asocia a un Deleuze sistematizador, del hombre práctico que se unió a uno teórico, relato promovido entre otros por François Dosse,[7] Lapoujade sostiene que Guattari le permitió a Deleuze encontrar una salida para el impasse de su propio sistema filosófico. Si en Lógica del sentido –escribe Lapoujade– sobrevivían dos planos, uno correspondiente a las profundidades de los cuerpos desde donde se oía la voz esquizo de Artaud y otro a las superficies y al sentido donde jugueteaba Lewis Carroll, la irrupción de Guattari implica una reformulación de la totalidad de su arquitectónica a partir de la introducción del “cuerpo sin órganos” en el corazón del sistema. Se trata de un cuerpo de puras conexiones que rechaza toda unidad organizada. En El Antiedipo, primer trabajo conjunto, se impone un plano único de inmanencia en el cual también se elimina la distinción entre profundidades y superficies; se liquida el problema del sentido en beneficio de la noción pragmática de “uso”; se opera el tránsito del estructuralismo al maquinismo; y se consagra definitivamente el héroe esquizo, aquel que “pasa su tiempo en hacer morir un cuerpo para hacerse otro”, en detrimento del perverso. Es en este sentido que hay política en el encuentro con Guattari.

La potencia de actuar remite a la creación de “espacios-tiempos”, lo que Deleuze llama “posibles”. No los posibles que se nos ofrecen –prolongaciones de la axiomática del capital– sino aquellos que surgen del choque con la imposibilidad, creaciones de posibles justo donde lo imposible resulta insoportable. Junto a Guattari, Deleuze ha remitido esa formación de posibles a los movimientos de la tierra. A partir de allí nace una “geofilosofía”. La tierra, la “desterritorializada”, escriben Deleuze y Guattari en Mil Mesetas, será contraintuitivamente no lo más fijo sino lo más fluido. Ya no lo más formado, “estratificado”, sino lo más informal. La Tierra es ese Todo Afuera, un magma de partículas que no deja de estratificarse por la vía de la molarización (fenómeno estadístico de articulación molecular que da lugar a grandes conjuntos con sus reglas fijas), Tierra a la que se le hacen territorios, Vida Afuera atrapada en la forma de vidas personales. Y al mismo tiempo, ese magma de partículas no cesa de dibujar líneas de fuga, movimientos de desterritorialización, no cesa de sacudirse sus fijaciones. La tierra –el desierto, la isla desierta, la tierra previa a lo humano– se pliega una y otra vez sobre sus poblaciones, de modo tal que Tierra Población desplaza la clásica relación sujeto-objeto. La “geofilosofía” deviene auténtica geopolítica que se ocupa de seguir los movimientos de un Pensamiento Naturaleza en sus territorializaciones y desterritorializaciones, creación de una Tierra Nueva, solo entre-vista por los movimientos plebeyos (de la desterritorialización absoluta). Como lo explica Jun Fujita Hirose,[8]la geofilosofía distingue, dentro de los movimientos de la tierra, desterritorializaciones relativas –reguladas por la burguesía–, absolutas –descodificación general, crisis de la lógica axiomática–, o de auténtico desvío –terremoto o temblor volcánico–. Este más allá de la regulación burguesa puede asumir el nombre de plebeyismo, o multitud que reclama su legitimidad sin pretender derivarla de un fundamento (el náufrago y la isla desierta). Algo que entre nosotros supo percibir John W. Cooke, quien esperaba que ese “gigante invertebrado y miope” declinara hacia un plebeyismo obrero y no hacia la integración en el juego de la axiomática capitalista.

  1. ¿Con qué derecho se afirma lo que se afirma? Deleuze ha compuesto un compendio general de los movimientos que no obedecen a la Forma o al Modelo. Su política opera desde las grietas y las fisuras, violentas por donde se las mire; desde un “por todos lados” propio de los movimientos aberrantes. Las “existencias menores” no son pretensiones –no aspiran al reconocimiento por parte de los principios jurídicos vigentes–, sino expresiones, es decir, testimonios de la presencia de lo anómalo. No hay movimiento social revolucionario, solo movimientos aberrantes. Movimientos portadores de una violencia de arrasamiento, deserción y desertificación que no se dejan confundir con su opuesto, esa violencia asesina y de derecha cuyas categorías son el sacrificio heroico y el aniquilamiento del otro anómalo, una violencia monopolizada que se ejerce en nombre de la Paz del Orden Global.

La violencia del Todo Afuera, afección de las fuerzas sobre los cuerpos, no es destructiva sino deformante (diferencia entre las dos muertes). Teratología micropolítica. Los cuerpos resurgen como monstruos en contacto con el Afuera: es el anticolonialismo de Deleuze. Se trata de una violencia sin la cual no hay idea (violencia del pensamiento) ni ser de sensación (violencia de la sensibilidad). Conceptos, afectos y perceptos son ante todo “gritos”. Y toda creación artística o filosófica supone una relación de forzamiento o perforación de los propios límites (perforar las barreras, el espacio, la propia tierra: buscar lo que yace, yacimientos), comunicación con el afuera, tiempo diagonal del acontecimiento, devenires no humanos de lo humano, muertes impersonales. Un ser de sensación, una idea que se forma a partir de relaciones de determinación recíproca entre partículas virtuales que emergen del sin fondo, requiere del sujeto que siente y piensa una involución, un subdesarrollo, un devenir larvario, una extrema pasividad y paciencia para soportar los retorcijones que liberan al cuerpo de su “organización”, al espacio de sus estriamientos. Solo una rebelión tal ante las facultades y de los órganos permite pensar lo impensable, sentir lo insensible. Es en ese más allá del límite donde pensamiento y sensibilidad se comunican esa violencia, y se plantean problemas inexplorados (en función de disparidades que aparecen como visiones y/o audiciones directas).

Esa violencia –esa aberrancia– es el testimonio de la presencia del otro ya no como un ser del mundo sino como aquel que permite extenderlo. El otro lo es en la medida en que estructura mi percepción envolviendo otro mundo posible: si desaparece, con él se evapora la categoría misma de lo “posible” y el mundo se desmorona. El otro como actividad del Todo Afuera que desmaleza (o bien hacer crecer la hierba). Que invita a desplegar un mapa de comunicaciones transversales, destituyendo las pretensiones de los “sujetos privilegiados”. Más que una búsqueda de sujetos de la emancipación, se trata de hacer causa común con las existencias minoritarias (seres de sensación, ideas; toda la enciclopedia de aberrancias que pueblan la tierra, a pesar de todo). El otro, así concebido –concebido casi al nivel de las partículas–, conlleva el trazado de alianzas insólitas, y escapa al vuelco etnográfico (o narcisista, al decir de Viveiros de Castro) de las prácticas de la investigación militante. Por lo mismo que lo aberrante es el reverso del espacio colonial, su lenguaje no puede ser el de la antropología o la sociología. Sea por exceso o por defecto, por substracción o por desvío, las existencias menores escapan al reportaje periodístico y a todo género de ficción. Lo suyo parece ser más bien la fabulación, un “hacer y hablar por los devenires” en torno a nuevos enunciados y visibilidades presentes en el campo social, bajo la forma de delirios que se desvían respecto del delirio soberano que interpela a sus poblaciones como derivando de un fundamento.

Los movimientos aberrantes, libres, materia no formada, constituyen el objeto cartográfico por excelencia y el contenido mismo de las ideas. Siguiendo su decurso, se abandona el canto a la gloria del cielo que engloba (o funda) y se adentra en los sacudimientos provenientes de la tierra. Más allá de los vaivenes de la axiomática. De los límites y posibles que ella regula. Lo que Lapoujade parece decirnos al oído es que son las percepciones micropolíticas las que engendran la potencia de actuar.

[1] David Lapoujade, Deleuze, los movimientos aberrantes, Editorial Cactus, Buenos Aires, 2016.

[2] Salvador Benesdra, El traductor, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2012.

[3] François Zourabichvili, Deleuze, una filosofía del acontecimiento, Amorrortu Ediciones, Buenos Aires, 2004.

[4] Lapoujade no profundiza en la lectura original que Deleuze y Guattari hacen de Marx. Por eso quizás convenga leer de modo simultáneo el libro de Guillaume Sibertin-Blanc, Política y Estado en Deleuze y Guattari: ensayo sobre el materialismo histórico-maquínico (Universidad de los Andes, Bogotá, 2017), que trabaja en detalle, además, la atención de los autores con respecto a la coyuntura política de los años ochenta. Lapoujade remite continuamente a los trabajos de Sibertin-Blanc, sin dejar de señalar cierta incomprensión althusseriana sobre el continuo de los saberes propio de Mil Mesetas, así como el hecho de considerar solo una mitad de los puntos de vista que Deleuze y Guattari asumen en sus libros conjuntos: el de las “síntesis” (y los maquinismos). El otro punto de vista, el de las “multiplicidades”, según Lapoujade, es mejor captado por Eduardo Viveiros de Castro en Metafísicas caníbales. Líneas de antropología postestructural (Katz Ediciones, Buenos Aires, 2011).

[5] A propósito del movimiento de mujeres, Lapoujade recuerda las célebres líneas sobre el “devenir mujer” del capítulo diez de Mil Mesetas, y su distinción entre una dimensión macropolítica, estratégica o reivindicativa (sujeto de enunciación), y un nivel propiamente molecular, una “microfeminidad” que pasa por debajo de la política molar: “la mujer como entidad molar tiene que devenir-mujer, para que el hombre también lo devenga o pueda devenirlo”. Devenir molecular quiere decir “emitir partículas que entran en relación de movimiento y de reposo” lindantes a esa microfeminidad, que le evita a la mujer quedar atrapada en una máquina dual que la determina en su forma, sus órganos y sus funciones, que la asigna como sujeto.

[6] Gilles Deleuze, Derrames II. Aparato de captura y axiomática capitalista, Editorial Cactus, Buenos Aires, 2017.

[7] François Dosse, Gilles Deleuze y Felix Guattari: biografía cruzada, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2009.

[8] https://lobosuelto.com/?p=7600

‘El traductor’, de Salvador Benesdra, un libro maldito que resiste el paso del tiempo // Diego Sztulwark

  A la Princesa Plumero                                                                    

«Una buena novela no se puede contar por teléfono.» Hugo Savino

 

Aunque se sigan buscando las lenguas del paraíso (lengua de la filosofía, lengua aria, lengua del Edén), el mundo post-babélico es el de la traducción. Henri Meschonnic[1] ha dicho lo suyo sobre las dificultades del oficio. Se suele traducir la lengua más que la obra, aunque es la obra la que crea la lengua. La obra aporta e introduce la violencia inicial que retuerce la lengua, la inviste y la enriquece. La obra es siempre fuga de su propio tiempo. La traducción para Meschonnic es, por lo tanto, un oficio de cara a la modernidad de la obra. Puesto que la modernidad ya no es para él un período específico entre otros sino la actividad capaz de crear efectos fuera de la contemporaneidad.

 

El Traductor de Salvador Benesdra funciona en esas coordenadas. Escrita y situada en los inicios de los años 90 –años sin gloria, de desplomes conceptuales y reestructuraciones empresariales, de repliegues cuentapropistas y de retiros voluntarios– retrata, elude y hace saltar –cierto que por medio del delirio– una existencia ensimismada en duros caparazones indispensables para sobrevivir, un achicamiento del campo de batalla a la propia vida. Ricardo Zevi se propone como un testigo resistente y narrador, un izquierdista heterosexual soltero, un judío sefaradí políglota, un empleado de la editorial Tuba (presumiblemente Página/12). Atormentado por la ruina de las referencias morales de la época que destrozan los supuestos de su oficio –engarces de la vida en la lengua, relaciones de implicancia, presencia de las rebeliones pasadas en la lengua presente–, se desdobla como experimentador y experimento y decide indagar a fondo –en sí mismo y en las recetas del new age llenas de ironías– las nuevas mezclas y proporciones de sumisión y libertad que la existencia admite y propicia en medio del vendaval, en un tiempo de reconversiones y ensimismamientos, forzándose a poner en palabras la entera gradación de afectos que componen una vida.

 

Como si la cumbre del arte de traducir fuera explorar las vías de la comunicación entre seres replegados y sensibilidades distanciadas; entre escena visible y procesamiento individual y silencioso; entre aquello que sucede casi sin palabras, solo recubierto de eufemismos empresariales, y escritura. Porque traducir es siempre escribir. Al situarse como precursor oscuro, artífice de enlaces entre series aún no conectadas, Zevi se descubrirá en el centro de la tormenta y sin reparo intentará dar un sentido a la materia rebelde de la experiencia, atravesando la demencia, bordeando el suicidio. Delirio y restitución literaria: “Lo que quería era acabar con mi vida. Es decir, conmigo, con la vida que había llevado hasta entonces, con mi persona, con mi identidad. Con las cosas en las que había creído, con los gustos que había tenido. Para que cuando todo acabara de derrumbarse volviera a aparecer esa última compañía infaltable que solo se avergonzaba de mis propias vergüenzas, que solo despreciaba mi propio desprecio de mí mismo, que solo me culpaba por mis sentimientos de culpabilidad, que solo aplaudía como cumbre de todos mis aciertos esa hazaña puramente casual de no haberme pegado un tiro”.

 

Escucho hablar sobre Benesdra desde hace muchos años. Algunos amigos cercanos a la producción novelística contaban que había sido militante del Partido Obrero, que se suicidó sin ver publicada su novela, que lo echaron de Página/12, que escribió varios artículos en la revista El Porteño y un libro –una fina ironía– de autoayuda. La solapa de la nueva edición de Eterna Cadencia confirma algunos de estos datos. Leí el libro prescindiendo de ellos, relegándolos a un borroso fondo legendario para dedicar atención exclusiva a la novela. Un libro extraordinario. Como repite Hugo Savino cada vez que puede, es imposible contar por teléfono una buena novela. Es buena por lo que escapa a su trama. Y esto no parece ser esa exigencia musical que muchos le imponen al lenguaje (poética). Tal vez se trate de otra cosa: de un desplazamiento de las visibilidades como potencia más propia del lenguaje. Dejar de decir lo que se ve y mostrar diciendo lo que no se ve. Visibilidades inaccesibles a no ser por medio de la escritura. No retratar la época ni el interior del autor, sino todo aquello de la época de lo que hay que escapar, todo aquello que huye de uno mismo.

 

Ricardo Zevi es un héroe del masoquismo. Su lucidez surge en la medida en que se confronta con el padecimiento propio y ajeno en dosis por momentos ultrajantes. Se trata de crear –por medios literarios– órganos para ver o escuchar la vida. Medios literarios, trabajo de escritura. No autoayuda. Como Gombrowicz, el escritor evalúa la vida en términos de fuerzas, puja y erotismo. Ambos creen indispensable medirse al respecto con Nietzsche, le reclaman el error de postular un superhombre. Un fraude. Sea porque –como cree el polaco– la vida no alcanza la plenitud en su acabamiento (pasaje de la “muerte del hombre” al “superhombre”) sino en su inmadurez, es decir, en la juventud; sea porque –como dice Zevi– aquí, el único “superhombre” de Nietzsche que hemos conocido hasta el momento es una burguesía que solo manda haciendo que los otros trabajen para ella. A la vida se la conoce si se la enfrenta mediante una lucha en la que es imposible evitar cuotas indisimulables de humillación. Ignorar esa imposición ingobernable no enseña, empobrece.

 

Solo la rebelión personal y política, la no resignación ante la esterilidad erótica y cultural, permite hacer el recorrido. Será un marido que corona su amor en la paternidad, pero no llegará al amor de Romina –una misionera adventista salteña a la que conoce en un café– sin pasar antes por una odisea de pastores, putas y clientes en la cual la propia Romina llega a prostituirse por él luego de maratónicas jornadas para vencer su frigidez en su departamento de Congreso (el Periscopio); comprará un taxi una vez despedido de esa empresa “bucanera” progre, único destino para los intelectuales que no quieren rajar del país, no sin antes convertirse en un activista sindical y de practicar todo tipo de piruetas tácticas en asambleas gremiales, en discusiones con las diferentes corrientes de la izquierda y de la burocracia sindical; terminará su traducción del libro de  Brockner, un teórico conservador alemán que razona la alianza entre nacionalismo de derecha y neoliberalismo con perturbadora solvencia (sostiene, por ejemplo, que Lacan introduce el principio de jerarquía entre los anarco-maoístas franceses, y recupera así el psicoanálisis para el control piramidal del deseo), no sin antes repasar la crisis del pensamiento contemporáneo expresado en el lenguaje alambicado de ese fraude que es, para él, el “estructuralismo” francés.

 

No se es capaz de acción sin afrontar un dilema, un nudo nada fácil de desatar pues cada hebra de ese hilo remite a sutiles disquisiciones históricas, introspecciones pasionales, recorridos por los barrios de la ciudad, indagaciones prostibularias (¿Por qué las putas se prohíben gozar con sus clientes? ¿Para no apropiarse de ellos?); desquiciados exámenes sobre cada uno de los trozos de personalidad que componen su propia identidad, tales como las diferencias entre un trotskista (profetas racionalistas), un stalinista (pragmático ideologista), un maoísta (poeta-sentimentalista); o entre un judío ashkenazi y uno proveniente del Sefarad, como el caso del propio Zevi que en el borde extraviado de la sensatez –y antes de ser internado provisoriamente en el hospital Borda– siente el llamado místico de su apellido, Shabetai Tzvi, célebre Mesías sefaradí que durante el siglo XVII desestabilizó las juderías occidentales con una movilización nunca vista en pos de la próxima liberación. En su intento de responder al llamado, erra su destino al intentar conquistar a un califa musulmán que pierde la paciencia y lo obliga a elegir entre su propia conversión pública a la fe de Mahoma o la muerte. El Mesías le pedía que ejerciera la traducción a fondo, es decir, como un acto de recomposición de todo lo que ante sus ojos se desgarraba: sumergirse en las reglas de pasaje y conversión, en los “códigos capaces de traducir el odio de un lenguaje a otro, el amor de un sentido a otro, la visión de un polo a otro, el orgullo del de abajo en los términos del patrón, el deseo del amo en las fórmulas del esclavo, el colectivismo de los individualistas en el individualismo de los comunistas, el derecho de sangre europeo en las fórmulas americanas del linaje por inmigración”.

 

Con enorme carga irónica, El traductor es la historia de una resurrección a través de la búsqueda del placer personal y de una moral provisoria, en medio del trastorno mayor que supone el desplome del mundo bipolar (encrucijada que Oriente no llegó a pensar jamás, ¡la liquidación de uno de los polos que ordenan el equilibro del mundo, del yin o del yang!), la implosión gorvachoviana y el giro yeltsiano-tatchereano-menemista. Es decir, el fin del período del Gran Miedo –para la burguesía–, los 120 años que van de la Comuna de París a la caída de la URSS. ¿Qué hacer en esas condiciones sino fantasear un nuevo y desmesurado ejercicio de traducción entre religiones, sabidurías y concepciones? ¿Cómo no soñar con todo en tendidos de puentes y transiciones que delineen algún principio común que pueda decirse en diferentes lenguas, un “poliglotismo de las ideas” más que de los idiomas?

 

Sobre el final algo se ha aclarado para Zevi, sea en el amor o en las relaciones sociales, ámbitos en los que no ha dejado de chocar con las barreras refractarias que el mundo le ha impuesto. Se trata de asimilar lo que se juega entre el sometimiento admirativo y el dominio irrestricto del otro; de tener una relación positiva y no extorsiva con los propios ideales, abriendo el juego a las pasiones en el instante deliberativo sobre sus actos; de asumir el riesgo de habitar un universo en el que la crueldad y la pornografía desempeñan un papel central en el juego de la libertad y la sumisión, que debe ser practicado en el mundo privado puesto que solo allí amo y esclavo son roles reversibles, y no en el mundo de lo público que se dispone invariablemente al servicio del patrón (jerarquías duras, irreversibles). La lección que Zevi desea compartir, agradecido por que al fin ha logrado superar aquellas barreras mortificantes, es la de la desconfianza y la vergüenza: “Cuando interrogo a esos últimos años que pasé en el Periscopio no lo hago debido a un sentimiento de culpabilidad, sino más bien por el interés pedestremente egoísta de saber quién soy”, lo que incluye saber “cuánto de maldad es indispensable si uno no quiere dejar de ser bueno cuando ya ha agotado los recursos obvios para serlo, cualquiera sea el significado que uno quiera atribuirle a la palabra ‘bueno’”. Unas relaciones capaces de tomar consistencia “sobre el abismo de una posible traición me parece incluso ahora infinitamente más creativa y fructífera que cualquier interacción desarrollada sobre el único registro del amor”.

 

 

[1] Henri Meschonnic, Para salir de lo posmoderno, Editorial Cactus y Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2017.

La calle plebeya // Diego Sztulwark

Fuente: EL COHETE A LA LUNA

El protagonismo popular limita el triunfalismo de las elites

Diciembre de 2001 inauguraba las paritarias callejeras para esa porción creciente de los trabajadores que crean valor sin estar encuadrados en convenios colectivos. No fue espontaneísmo sino sedimentación de una nueva estrategia, un tipo de cuestionamiento social con eje en los espacios públicos, como lo fueron por entonces el piquete y la asamblea o el escrache, y un modo de unir la reivindicación de aquellos bienes materiales que aseguran la existencia con una dinámica destituyente de la legitimidad de las instituciones neoliberales. 2001 fue la ocupación del espacio público en medio de la crisis para crear democracia desde abajo, mas allá del Estado. Diciembre de 2017 es otra cosa, es más la fisura que el corte. Menos el estallido y más la decisión de incidencia de la calle.

Se trata de una calle plebeya que aun cuando no es capaz de desestabilizar los tiempos de la dominación que regulan cotidianamente la vida urbana, introduce una tensión que amenaza limitar el triunfalismo de las elites, cada vez que lo plebeyo lleva consigo la vocación revocatoria de toda autoridad fundada en títulos de propiedad o en jerarquía de color o de género. Aunque sólo fuera por esto, el movimiento callejero fuerza una nueva comprensión sobre lo social; hace fracasar la reducción de la vida política a los tres poderes del Estado e introduce una variable que no ha dejado de insistir a lo largo de nuestra historia moderna: el protagonismo popular.

La reacción inmediata del gobierno y del sistema de medios que regulan la llamada opinión pública consistió en agitar el miedo a la violencia, a inverosímiles grupos terroristas y a golpes de Estado. Las elites en el poder carecen de otro lenguaje capaz de expresar su temor a la calle. La calle plebeya tiene su propia teoría política, diferente de las retóricas del contrato social y de los dispositivos de control urbano. La irrupción de la calle dinamiza el paisaje social y desdibuja la cartografía congelada (macrismo contra kirchnerismo) de la que el gobierno pretende extraer legitimidad para cualquier cosa.

¿Maquiavelo contra Hobbes? En cierto modo sí: mientras la calle plebeya ejerce una potencia cognitiva, redescubriendo en las multitudes una premisa diferente y más adecuada para la profundización de la democracia, el Estado funda sus razones en el principio de la propiedad privada concentrada y en la creación de una atmósfera ficticia de terror que legitima el uso creciente de la violencia represiva aplicada a la protesta social. Más allá de las variantes del dispositivo represivo, lo que inquieta al gobierno no es la existencia de grupos que tiran piedras en las marchas sino el sentimiento de desobediencia de quienes van a las marchas y no se dispersan frente a la acción policial, como así también de los caceroleros que ocupan avenidas y plazas de barrios en los que las urnas habían favorecido al gobierno con amplitud en tiempo electorales.

Este incipiente despertar de la calle es quizás, y en perspectiva, el principal dato de nuestra coyuntura. El dinamismo de la movilización es el mejor antídoto contra el desmoronamiento intelectual y anímico. Con otras palabras, habilita el paralelismo virtuoso entre capacidad de lucha y claridad de ideas. Fue así cuando se intentó aplicar el 2 x 1 para dar impunidad a represores del terrorismo de Estado y en las masivas manifestaciones reclamando la aparición con vida de Santiago Maldonado, muerte que el gobierno pretende hacer pasar —increíblemente— como un accidente y que encuentra explicación en los disparos por la espalda de la Prefectura que recibió Rafael Nahuel, cerca del Lago Mascardi. La reacción de la conducción política de las fuerzas de seguridad y del aparato de comunicación que las acompaña justificó el asesinato, haciendo referencia a un enfrentamiento imposible de probar que constituyó un antecedente directo sobre el modo de responder a la calle: se trata de codificar toda lucha popular —en este caso la de jóvenes que apoyan el reclamo de las tierras y de la autonomía mapuche— como delito mayor contra la propiedad en la que se fundamenta la legitimidad del Estado de derecho.

Además de señalar el lazo indisoluble y evidente entre propiedad y represión (el derecho de facto del Estado a matar a quien lo desobedece), la invocación que se hace de la calle como violencia plantea otro problema: el del uso masivo de discursos substraídos a todo criterio de rigurosidad y corroboración. La llamada “posverdad”, régimen comunicacional en el que cada quien consume la realidad que le conviene según sus convicciones, es una práctica de despotenciación política puesto que la democracia, considerada más allá de una forma de gobierno, es el derecho a nuevas verdades (experimentar ideas y formas de vida). La irrupción de la calle plebeya —tal vez sea efímera, ya veremos— actúa también en este nivel de reivindicación de la política, al menos en potencia. Lo hace, sobre todo, disputando al Estado su capacidad de nominar la realidad: violencia es matar, violencia es expropiar. Y sabemos muy bien quien mata y expropia desde siempre en la Argentina.

Foto de portada: Paola Olari Ugrotte

La ironía y la paciencia (lecciones de 2017) // Diego Sztulwark

Parece que una parte no desdeñable de la partida se juega en el nivel de los ánimos (y las emociones), algo así como quién desmoraliza a quién o, en todo caso, quién atemoriza a quién. Las ideas adecuadas, decía Spinoza, son aquellas que captan una cierta cantidad de relaciones causales, y no se llega a ellas sin una sabia administración de las pasiones. En el fondo, la pregunta del millón es cómo sacarnos de encima cierta sensación de impotencia afectiva que bloquea la disposición a tener mejores pensamientos, aquellos que abren a nuevas posibilidades.

En un giro de ingenio, Giorgio Agamben asocia la capacidad de tener ideas políticas a la experiencia musical (o poética, arte que para los griegos antiguos formaba parte de la música) en la que el lenguaje investiga sus presupuestos no a partir de un pretendido fundamento racional, sino de las diferentes tonalidades emotivas que es capaz de registrar (“los estados de ánimo que preceden a la acción y el pensamiento se determinan y orientan musicalmente”). Nuestra sociedad, afirma el filósofo, es la primera comunidad humana que no está musicalmente afinada, y este desarreglo no está disociado del actual eclipse de lo político. En estas condiciones –las de la imposibilidad de nuestro tiempo de formular un pensamiento propio– no hay otra tarea que la de detener el flujo de las frases y los sonidos para devolverles su sentido musical.  

Con esta preocupación volvemos la mirada sobre 2017, que bien puede ser recordado como el intento, por ahora infructuoso, de componer o actualizar la relación entre ritmo callejero y discursividad política. Una hipótesis al respecto: esta fractura comunica directamente con 2001 y con la idea de una crisis irresuelta. Si toda política desde esa fecha consiste en un diálogo obsesivo con la amenaza de la crisis, aquel diciembre –aquella crisis– tuvo la extraña virtud de exponer una serie de mutaciones que hasta el día de la fecha no son acompañadas por una transformación equivalente en el plano de las ideas.

Hace dos años la presidenta Cristina se despedía de su paso por el gobierno con una Plaza de Mayo desbordada, conmovida por el presentimiento de la fragilidad de una narrativa hiperbólica sobre el papel del Estado como garante de los derechos. Algo no funcionaba en el llamado autonomista a los “empoderados” para que asumieran, mediante una rápida conversión, el papel de protagonistas en la tarea de conservar desde el llano un poder colectivo constituido en base a concepciones restringidas del liderazgo y del poder del Estado como condición de la movilización popular. Fueron los elementos de una cultura plebeya sedimentados en las organizaciones populares y en las militancias, desde grandes sindicatos hasta pequeñas agrupaciones, los que proveyeron desde entonces los recursos y saberes para la ocupación de las calles.   

2001 ya había expuesto el estallido de las condiciones bajo las cuales se había elaborado un pensamiento fundado en una cierta idea de homogeneidad (salarial, contractual, cultural) de la clase trabajadora, y un uso del Estado como monopolio de lo político. La incapacidad de innovación conceptual de las redes que se tejieron durante la crisis en torno a las organizaciones sociales, sindicales y piqueteras que protagonizaron aquellas luchas, se constituyó quizás como el límite principal de las dinámicas democráticas de estos años y, a la larga, como un obstáculo insuperable para la imaginación política de los gobiernos kirchneristas. La carencia de un esfuerzo serio por renovar los modos de pensar al ritmo de la crisis indican con precisión los puntos de fuerza del escenario político actual.

Hay algo de autolimitación generacional en esta historia. Walter Benjamin escribió que cada generación posee algo así como una débil fuerza mesiánica, una relativa capacidad de transformar las cosas por sí mismas. La voluntad de reivindicar y continuar las luchas de los años setenta requería, para inspirar desobediencias de nuevo tipo, de una invención de formas de acción colectivas capaces de actualizar una radicalidad intelectual y política adecuada a la evolución de los problemas que enfrentábamos (y aún padecemos). En lugar de eso, se impusieron formas más tradicionales de ver las cosas, una mirada de la realidad y de la movilización más bien vertical y una retórica ingenua en el modo de plantear la oposición entre Estado y mercados, público a privado e industria a finanzas. El modelo de toma de decisiones permaneció cerrado a las luchas que cuestionaban los modos de acumulación de capital y fue imposible, incluso con los más próximos, abordar la discusión sobre cuestiones tan importantes como los rasgos neoextractivos de la economía. Tal vez haya llegado la hora de plantear con claridad los puntos de contacto entre cierta abdicación generacional de aquella fuerza transformadora y la relativa facilidad con que la derecha no solo ganó un par de elecciones, sino que se apropió de la idea misma de futuro y de cambio.

Así planteadas las cosas, 2017 vuelve como tarea más que como lamento. La tarea ya comenzada es la de asumir por fin el nuevo mapa de coordenadas, la de hacer el esfuerzo por encontrar un lenguaje para problematizarlo (y encontrar un lenguaje es encontrar un mundo). Pero para pensar de otra manera es necesario sentir de otra forma. De este cambio habla Vladimir Jankélévitch en un hermoso ensayo sobre la ironía como capacidad de ausentarse, de situarse “en otra parte” para devenir capaces de hacer “otras cosas”, es decir, de adquirir otra “disponibilidad”. El irónico es “más libre” porque atenúa una “urgencia vital” y se vuelve capaz de “jugar con el peligro”: en las épocas irónicas el “pensamiento recobra el aliento y descansa de sistemas compactos que lo oprimían”. La ironía es, para Jankélévitch, el acceso a la inteligencia sutil.

También Franco Berardi, alias Bifo, repara en la ironía. En este mundo que tiende a organizarse en consonancia con signos previamente compatibilizados (el proyecto deshistorizante de informatización del lenguaje humano), “los movimientos sociales pueden ser vistos como actos irónicos de lenguaje, como insolvencias semióticas”. La ironía como acto sutil de la inteligencia allí donde se es capaz de un tiempo distendido. La paciencia y la ironía, que para Lenin eran virtudes revolucionarias, quizás resulten nuevamente disposiciones útiles, base de una “neuroplasticidad” (Bifo), instrumentos de una nueva entonación.  

Diciembre y la violencia: la aparición de la calle plebeya // Diego Sztulwark

Los cerebros invadidos por la televisión, ella señala de qué se debe hablar: la televisión color… Los periodistas ocupan escena y son autoridad intelectual del momento.

Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi, domingo 8 de junio de 1980.

 

La historia no se repite, pero insiste y enseña. Diciembre de 2017 no se comprende sin diciembre de 2001, fecha de inauguración de las paritarias callejeras que involucra a esa porción creciente de los trabajadores que valorizan sus vidas y los territorios en los que actúan fuera de convenio. Diciembre de 2001 es la sedimentación de un nuevo tipo de cuestionamiento social en torno a la calle (entonces fue el piquete y la asamblea), un modo de unir la lucha por los bienes materiales que aseguran la existencia con creación de modos de vida. Una dinámica destituyente que se nutre de la crisis y que despliega sus prácticas democráticas fuera –o más allá– del Estado. Diciembre de 2001 es más nuestro futuro que nuestro pasado.

 

Diciembre de 2017 es otra cosa. Es más la fisura que el corte. Menos el estallido de la crisis que la incidencia de la calle. En cualquier caso, se trata de una calle plebeya, es decir, una calle que, sin ser capaz de desestabilizar los tiempos de la dominación que regulan cotidianamente la vida urbana, introduce una tensión que limita el triunfalismo de las élites porque lleva consigo -en su eventual persistencia y desarrollo- la marca del grado cero de toda política y de toda institución, el cuestionamiento de toda autoridad fundada en títulos de propiedad o en jerarquía de color o de género. Aunque solo fuera por esto, el movimiento callejero fuerza una nueva comprensión sobre lo social: hace fracasar el modo en que piensa el Estado (un pensamiento gestionario que procede por inventarios, contando términos y creándole representaciones) y esboza en cambio un pensamiento por la vía de las conexiones (conecta potencias en fuga).

 

El temor a la calle es una pasión del Estado. Es uno de los pocos afectos que se le conocen a ese aparato que funciona conjugando la posesión de la tierra, del trabajo, de la moneda y de las armas al servicio de la acumulación de capital sobre su territorio. No se trata de un temor cualquiera sino del horror ante la posibilidad de perder esa potencia de conjugación que le es propia. Se nota en la psicología de los hombres y mujeres del palacio que se esfuerzan cuanto pueden por evitar que el miedo se propague entre las agencias de inversión. En medio del esfuerzo psíquico por controlar la situación, los más altos cuadros del orden padecen fenómenos de delirio persecutorio y llegan a ver inexistentes grupos terroristas y golpes de Estado.

 

El Estado carece de lenguaje para expresar su temor a la calle. De hecho, la calle plebeya tiende a desorganizar sus grandes recursos: la retórica del contrato social y los dispositivos de control urbano. En su desarrollo más propio, la calle plebeya no aspira a constituir una síntesis soberana, sino que es revocatoria y en todo caso productora de nuevas cartografías. Modifica el paisaje social por una vía que escapa a los designios del sistema político, desestabilizando la representación parlamentaria de la sociedad (¡macristas contra kirchneristas!).

 

La potencia cognitiva de la calle (de la multitud) redescubre aquello que permanece escamoteado en tiempos de normalidad: el lugar de fundamento abierto de la cooperación social productiva respecto del poder del Estado. Tras la equivalencia funcional entre Estado y capital, que domina el funcionamiento de la democracia, descubre una equivalencia más profunda y radical entre esas fuerzas colectivas y la invención de nuevas formas políticas. La potencia epistémica de la calle se sitúa del lado de Maquiavelo y contra Hobbes.

 

No cabe sorprenderse por lo tanto si los representantes del Estado –sean por derecha, o de izquierda– reaccionan ante la presencia de la calle condenando “todo uso de la violencia”. Son operadores de una máquina de presentimientos, sensibles a la cuestión de quién teme (¿quién teme, los gobernantes o los gobernados?) en una cierta coyuntura. Coherentes con sus propias premisas, reniegan de la violencia fundante del Estado –la identidad entre el orden jurídico y la concentración de la propiedad privada– y se perciben a sí mismos como representantes de una justicia (la cacareada defensa de la ley), como seres que actúan en defensa del bien común y de la paz. No son las pedradas lo que en verdad los inquieta, sino la desobediencia masiva puesta en acto.

 

 

La desaparición durante meses del cuerpo de Santiago Maldonado, su muerte en un escenario de guerra bajo la feroz represión ilegal de la Gendarmería, que los hipócritas del momento pretenden hacer pasar como un accidente, encuentran su explicación última en los disparos por la espalda de la Prefectura que recibió Rafael Nahuel, cerca del Lago Mascardi. Una vez más, la conducción política de las fuerzas de seguridad y el aparato de comunicación que les hace de eco mienten con alevosía (hablan de un enfrentamiento armado sin presentar una sola prueba) y tratan la lucha de los jóvenes mapuches por tierras y autonomía desde su estricto punto de vista, es decir, como   delitos mayores contra la propiedad en la que se fundamenta la legitimidad del Estado de derecho. Pero no se trata de señalar solamente el lazo indisoluble y evidente entre propiedad y represión (el derecho de facto del Estado a matar a quien lo desobedece). La cuestión de la violencia aparece también ligada a otro problema que es el de la mentira y la verdad: lo que llamamos la mentira oficial es realzada –ninguna novedad– como verdad de Estado a partir de la creación de discursos que aspiran a la verosimilitud.

 

El problema con la irrupción de la llamada “posverdad” no es que legitime las mentiras (de ser así, la verdad sepultada seguiría allí como potencia de develación a rescatar), ni que venga a señalar que toda verdad es el efecto de una cierta política o voluntad que la produce, sino que en nombre de un relativismo autocomplaciente bloquea la introducción de criterios que permiten desplazar ideas y crear verdades nuevas. El efecto de la “posverdad” (cada quien consume la realidad según sus convicciones) es, por lo tanto, el de una despotenciación política, puesto que la democracia, considerada más allá de una forma de gobierno, es el derecho a nuevas verdades (experimentar ideas y formas de vida). La irrupción de la calle plebeya –tal vez sea efímera, ya veremos– actúa también en este nivel (repotenciando la política), al menos en potencia. Lo hace al afirmar que no todas las verdades son iguales ni expresan la misma fuerza.

 

La novedad de la calle no es alumbrar la equivalencia entre verdad y potencia, sino el señalamiento de que toda potencia (como toda nueva verdad) nace por desvío y composición. Lo que implica que la relación entre lenguaje de Estado (contar cada término para representarlo) y lenguaje de la potencia (en desplazamiento y constitución) queda desfasado. En este desfase, el Estado ve socavada su capacidad de definición de la realidad. Aquí se encuentra el origen de la paranoia del Estado. Esto pone en evidencia su incapacidad para enlazar signos proliferantes en sus esquemas de resonancias. La potencia de la calle es peligrosa para el Estado en la medida en que disputa su capacidad de nominar la realidad: violencia es matar, violencia es expropiar. Y sabemos muy bien quien mata y expropia desde siempre en la Argentina.

Por su potencial disruptivo, este incipiente despertar de la calle como fenómeno cognitivo es el principal dato de nuestra coyuntura. El dinamismo de la movilización es el mejor antídoto contra el desmoronamiento intelectual y anímico en que se suele caer cuando se desvanece una poderosa ilusión. El valor de las luchas sociales, en términos de teoría del conocimiento y de los afectos, es también el de romper con las ideas-refugio, que solo sirven para la autojustificación, entre el lamento y el moralismo. La calle nos devuelve al mundo de las estrategias, desmitifica el problema de la organización, porque plantea en concreto qué es lo que podemos llevar a cabo con nuestros modos de hacer, y redistribuye el potencial de protagonismos colectivos. En otras palabras, habilita el paralelismo virtuoso entre capacidad de lucha y claridad de ideas. Lejos de tratarse de un espontaneísmo inconducente, el desborde y la creación de organización popular están en la base de las experiencias más relevantes de nuestra modernidad política: el 17 de Octubre de 1945, el 29 de Mayo de 1969, la lucha por los derechos humanos bajo el terrorismo de Estado, y el 19 y el 20 de Diciembre de 2001.

 

Pocas cosas más tristes y engañosas que el optimismo (el utopismo, que es una de sus formas más cándidas). Las imágenes que recibimos a diario no permiten esperar nada bueno del mundo, no nos es permitido ese lujo. Más que técnicas anímicas necesitamos ideas bien formadas. No aquellas que consuelan sino aquellas otras que aún cuando nos enfrentan sin piedad a la dureza de los problemas y a los fracasos constituyen el modo más valiente y transformador de la acción. Porque las ideas bien formadas tienen el valor de llevarnos a nuevas ideas (¡así como a retirar de circulación las que ya no sirven!). También esto concierne al problema de la violencia del que tanto se habla en estos días. ¿Es preciso asumir el delirio del Estado y preguntarnos si los movimientos populares desarrollarán en el futuro tácticas políticas violentas? Nuestra única violencia es existir, pero se trata de una violencia que ni mata ni busca el sacrificio. La violencia asesina es de derecha, mientras que la contra-violencia solo surge cuando se diferencia sin ambigüedades de la de los asesinos. La contra-violencia, decía León Rozitchner, no mata ni ofrece la vida por razones más profundas que las legales, emocionales o teológicas. No lo hace ni debe hacerlo, porque la naturaleza de su fuerza es inmediatamente colectiva, transindividual y vitalista. La fuerza que radica en el deseo de una vida y de una democracia popular provee mejores afectos, tácticas e ideas. Poner esta radicalidad a prueba supone un desafío organizativo y una prudencia mayor. Nuevamente: no se trata de ninguna clase de optimismo sino de una sabiduría elemental: el gusto por reconocer las extrañas ocasiones en las que florece una posibilidad en medio de lo oscuro. ¿Dónde buscar las ideas que necesitamos, por dónde comenzar? “¿Por los textos o por el mundo?”, se preguntaba Piglia en aquellos oscuros años 80. Tal vez podamos respondernos en estos días: comenzar por la calle sin otra expectativa que la de combatir los malos pensamientos, simplemente para encontrar y verificar, como sucedió en aquel diciembre de hace 16 años, las más adecuadas y menos previsibles de las ideas.

La Jerusalem de Trump // Diego Sztulwark

El Cohete a la Luna, 16 de Diciembre 2017.

En la base de los procesos de formación de los Estados nacionales se encuentra el problema de la distribución de la tierra y de los modos de acceso a ella por parte de comunidades y personas. En su formidable libro Indios, ejército y frontera, David Viñas enseña hasta qué punto los mecanismos de apropiación de la tierra —para el caso, la Campaña del Desierto— corren paralelos con la formación de las categorías mentales de las clases sociales dominantes y herederas de la matriz colonial de la conquista. En el mismo sentido, el intelectual palestino Elias Sanbar afirma que “Palestina no es solamente un pueblo sino también una tierra”. La frase apunta a mostrar el funcionamiento de un modo particular de colonización más preocupada por apoderarse de territorios a los que se concibe como desiertos que por explotar la fuerza de trabajo bajo ocupación. Por debajo de la afinidad geopolítica estadounidense-israelí, dice Sanbar, opera una misma formación inconsciente, una modalidad de ocupación fundada en la fantasía de un espacio despoblado.

La similitud de funcionamiento entre estas máquinas coloniales (religiosas y militaristas) reposa en una comparable negación imaginaria: se concibe la fundación del Estado como el asentamiento de un pueblo sobre un vacío previo. Si la guerra se impone de un modo tan obsesivo, se debe a que no hay cómo reconocer, desde sus propias categorías, el lenguaje de las poblaciones preexistentes que reclaman su territorio obstinadamente poniendo en cuestión la matriz colonial de constitución de lo nacional. Palestinos, pieles rojas y mapuches se sitúan así en la línea de fuego antiterrorista.

El filósofo argentino León Rozitchner escribió hace medio siglo que ser judío no era simplemente saberse relacionado con cierto pueblo subsistente de la antigua Palestina, sino sobre todo haber padecido la mirada fría del antisemita, lo “inhumano en lo humano”. La más radical de las hostilidades es aquella que se dirige a lo que uno es (al ser en tanto que ser, lo que se es y no hay como cambiar). Esa experiencia vivida por los judíos era para Rozitchner un indicador de una transición posible hacia la izquierda: habiendo sufrido el dolor de la negación humana en su ser personal, al judío se le abre el camino a la identificación con aquellos despreciados en su ser negros, indios, mujeres o proletarios. Y palestinos. En lugar de esto, la política del Estado de Israel (y aquí en la Argentina, la de los judíos de la DAIA) se orientó paradójicamente a abrazar el complejo de fuerzas técnicas, teológicas, económicas y geopolíticas que convergieron en las causas del genocidio nazi. Durante sus últimos años, Rozitchner se preguntaba si aun era posible seguir siendo judío (pregunta que en sí misma lo colocaba en el linaje humanista en que se reconocen los textos de Spinoza, Marx y Freud).

Escandaliza pero no sorprende la decisión de Donald Trump de reconocer a Jerusalén como ciudad capital de Israel. Cerrar la ciudad sobre la maquinaria nacional-colonial en lugar de abrirla a circuitos plurinacionales, pluriétnicos y plurirreligiososes un acto incompatible con las condiciones mínimas que la comunidad internacional concibe como base para acuerdos de paz en la región. La política reaccionaria que promueven Trump y Netanyahu no se limita a forzar la guerra en Oriente Medio. Parte de allí, pero se prolonga a nivel global a través de circuitos financieros y de inteligencia militar que la Argentina consume cada día más como una terminal de tecnologías, doctrinas y tecnologías belicistas. No hay diferencia entre política nacional e internacional: la transformación en curso de los Estados de nuestra región se modula bajo el influjo de conexiones con mercados de crédito y promesas de inversiones. No hay contradicción alguna entre neoliberalismo y estado belicista activo: la oferta de oportunidades económicas no es sino un eufemismo para la concentración de capitales, respaldada en un accionar agresivo de fuerzas represivas como última instancia del orden. La Jerusalén militarizada de Trump es el modelo de ciudad espiritual que nos proponen los nuevos cruzados de Occidente.

Por un spinozismo de la resistencia // Entrevista a Diego Tatian por Diego Sztulwark

Diego Tatian ha utilizado la fórmula “cautela del salvaje” para nombrar un rasgo paradojal de la filosofía de Spinoza: el hecho de que uno de los pensadores más radicales juzgara imprescindible recurrir a una cierta prudencia. ¿Sirve este tipo de razonamientos, que en el extremo evocan un conservadurismo revolucionario, para elaborar actitudes firmes y a la vez cuidadosas y sabias, en un momento en el que los poderes se vuelven cada vez más destructivos?

En tus textos sobre Spinoza preferís emplear la noción de democracia, siempre entendida como un proceso vivo de democratización, al de revolución. ¿Cómo pensar una radicalidad no revolucionaria y a qué ideas recurrir para concebir esa clase de democratización en las actuales circunstancias?

Diego Tatian: Hasta hace muy poco -casi diría que hasta el siglo XX-, democracia fue una palabra maldita de la que progresismos e iluminismos se mantenían a distancia, más inclinados por la idea de república. Originalmente, democracia no refiere al gobierno de la mayoría ni a una cultura de la tolerancia, como estamos acostumbrados a representarnos el término en la actualidad. Más bien expresa una forma de ejercicio del poder y un gobierno de clase –la clase de los pobres libres–. Designa el mundo de los deseos populares y plebeyos cuando irrumpen políticamente y se constituyen en una perspectiva política. En la historia de las ideas, es la palabra que desmarca la “ilustración radical” de la “ilustración moderada” (donde la democracia es considerada como una variante del despotismo) según la novedosa reconstrucción de Jonathan Israel. Y como decís, Spinoza es uno de los raros filósofos clásicos (casi el único) que hace propia la palabra democracia confiriéndole una dignidad filosófica hasta ese momento inexistente. Para Spinoza, la democracia es más radical que la revolución –entendida no aún como revolución social sino como deposición violenta del tirano– porque el tiranicidio suprime al tirano pero no las causas que hicieron posible la tiranía que por eso mismo se reproduce. Democracia es la promesa contenida en el derecho natural que procura no solo enfrentar la dominación sino también transformar las raíces de la dominación, y de ahí su radicalidad. Ejercicio colectivo ininterrumpido de una potencia instituyente indeterminada, creativa y necesaria a la vez, que nunca está ahí disponible y ya dada sino que es siempre inminente en la encrucijada del sujeto y el mundo –en la encrucijada de la virtù y la fortuna–. Aunque no disponemos de la política (no disponemos completamente de su advenimiento emancipatorio), la irrupción de una radicalidad democrática, en el siglo XVII como hoy, presupone un empoderamiento popular capaz de producir instituciones que lo expresen, lo estabilicen y lo extiendan.

En tus últimos años trabajaste en la perspectiva de un spinozismo latinoamericano. ¿Qué desafíos tiene un proyecto tal en esta coyuntura precisa?

D.T.: Durante los años de procesos populares latinoamericanos, la filosofía de Spinoza era una cantera de elementos para un constructivismo democrático sustantivo y no puramente procedimental (en conjunción con Maquiavelo y con Marx). Un spinozismo latinoamericano útil para la construcción de una democracia popular debía descentrarse parcialmente –en lo que refiere a la caracterización del Estado como poder irremisiblemente conservador, por ejemplo, o a una contraposición de Poder (potestas) y Potencia (potentia) que no considera la ambigüedad radical de ambos conceptos– del programa de lectura libertario que lleva la marca del Mayo Francés y del que el pensamiento de Negri es tal vez el heredero más importante.

Una interlocución con el spinozismo, en la experiencia política latinoamericana, no podrá prescindir de las mediaciones necesarias para afrontar motivos que se hallan en el centro de la cuestión democrática tal y como ha emergido del Terror, tales como el poder y la justicia (que, como todo lo que acontece en la vida social, Spinoza remite a una trama afectiva concreta, en este caso a pasiones como la ambición y la venganza). El trayecto spinozista en cuestión propone una lectura situada, legataria de una corriente de interpretación y de inspiración que podríamos llamar con la expresión izquierda spinociana, a la vez que en ruptura con ella, o más bien en desvío orientado a componer un nuevo capítulo –un capítulo latinoamericano– en la intermitente tradición inspirada en esa “anomalía salvaje” del siglo XVII, cuyos efectos se extienden desde los primeros libertinos hasta el programa de trabajo que de manera diferenciada inician en los años 60 Althusser, Deleuze o Matheron, y se desarrolla de una u otra manera hasta hoy. Ese capítulo latinoamericano en construcción, que tiene en A nervura do real y los demás escritos de Marilena Chaui su impulso más potente, se articula de manera viva y creativa en torno a la cuestión democrática, cuyo modo de darse entre nosotros convoca el uso inesperado de lo ya pensado y también la novedad y el riesgo de lo que aún no ha sido dicho.

Además, un spinozismo latinoamericano sería en gran medida un trabajo en y sobre la lengua, considerada en su extrema relevancia teórica y política. La tarea en curso y por venir de producir un spinozismo en lengua española y en lengua portuguesa –que no eran irrelevantes para ese filósofo– presentaría no solo una importante contribución a un cosmopolitismo spinozista babélico y plurilingüe –que además de los idiomas occidentales se compone, de manera creciente, por otros como el turco, el ruso o el chino–, sino también instituiría una perspectiva desde donde comprender los acontecimientos políticos por los que transitamos en la marcha de las democracias en la región (aún sin saber lo que puede una democracia), y desde donde abrir el mundo.

En la manifestación y la plenitud de su fuerza productiva en las batallas sociales, es posible seguir la huella de una deriva del spinozismo que encuentra un contenido filosófico en la política y un contenido político en la filosofía; que contribuye a la detección de formas concretas de dominación y considera las luchas emancipatorias que contra ellas hombres y mujeres llevan adelante en las distintas épocas a partir de su inscripción ontológica, en tanto expresión de la potencia infinita que consuma su expresión por la igualdad y la libertad. Podemos en este sentido llamar izquierda spinoziana a una comprensión de la filosofía como “toma de partido” –una de cuyas formulaciones es la que la define como “lucha de clases en la teoría”–. Una comprensión que inscribe la cuestión social en el centro de la filosofía y a la filosofía en el centro de la cuestión social.

Ese trabajo inconcluso, al menos como se venía desarrollando, queda en archivo tras el reflujo neoconservador en América Latina. De ahora en más acaso sea necesario pensar con Spinoza un arte de la resistencia frente a nuevos dispositivos posdemocráticos de dominación para los que aún no tenemos nombre. El que usaba Spinoza es imperium violentum.

Un spinozismo de la resistencia evoca el nombre de Jean Cavaillès,  quien participó en la fundación del movimiento de resistencia “Libération-Sud” y de la red militar Cahors. Fue detenido en 1942, logró escapar y, de nuevo detenido en 1943, fue torturado y finalmente fusilado por la ocupación nazi. En su breve paso por Londres le dijo a Raymond Arón: “Soy spinozista; es necesario resistir, combatir, afrontar la muerte. Así lo exigen la verdad, la razón”. Lo que como una variante del motivo althusseriano (“…Hemos sido culpables de una pasión realmente fuerte y comprometedora: hemos sido spinozistas”) podríamos llamar “una razón realmente fuerte y comprometedora” inscripta en una ontología de lo necesario (en las matemáticas como en el combate por la liberación), es lo que determina el egagément por tanto filosófico-matemático-político de Cavaillès. Su incorporación a la Résistance no fue por tanto resultado de una decisión -ni de una “pasión”- sino de la comprensión de una evidencia, a la manera como se comprende un encadenamiento matemático. El desplazamiento de la filosofía de la conciencia por una filosofía del concepto para la ciencia vale de igual modo para una teoría de la acción, que asume lo ineluctable, la claridad de lo inevitable que se impone al pensamiento. No una decisión del sujeto sino una comprensión del mundo es lo que revela las exigencias del tiempo, que se vuelven así auto-exigencias de la razón.

El spinozismo vivido de Cavaillès mantiene unidas la filosofía y la política –el pensamiento y la vida–, y encuentra en esa conjunción la respuesta a la pregunta ¿qué significa ser un filósofo spinozista?, y también –aunque no sea exactamente la misma– ¿qué es ser un filósofo para Spinoza? Acaso esta pregunta nos interpela ahora otra vez con intensidad –lo hace siempre de ese modo cuando los tiempos son adversos–, y nuevamente nos encontramos ante la necesidad de acuñar una sabiduría de la resistencia en clave spinozista –y esto significa que acompaña de una prudencia y de una calma el compromiso que es necesario sostener, no como una opción en virtud de convicciones personales sino como una claridad de las cosas mismas que vuelve inevitable dónde estar y dónde no. Un compromiso animado por una paradójica alegría de la comprensión ante la tristeza de la devastación –por una potencia del pensamiento activo (o de la acción pensante) ante la impotencia que imponen las dominaciones fácticas–. Y ante todo una experiencia de lo necesario que aloja la imprevisibilidad –como imprevisibles eran para Cavaillès las matemáticas, donde la conciencia no cuenta–.

En buena parte de la región muy ostensiblemente en Brasil y en la Argentina el bloque de poder ha recuperado de modo directo el mando del proceso político. En nuestro país, el gobierno profundiza la linea represiva y agita un clima de violencia y crueldad. (Imposible no pensar en los recientes asesinatos de Maldonado y de Rafael Nahuel.) ¿Cómo se plantea en este contexto el problema de la articulación de una resistencia activa y una cautela efectiva?

D.T.: Hay un primer sentido elemental que tiene que ver con la responsabilidad de una transmisión generacional. Los chicos y las chicas de veinte años que militan o hacen un trabajo político de cualquier tipo, crecieron y se formaron políticamente durante el kirchnerismo, o en todo caso durante los años posteriores a la recuperación democrática. Entre 2003 y 2015, la Argentina vivió años de libertad civil y política tal vez como nunca antes (sin desconocer la violencia institucional hacia los sectores marginados y en los barrios populares, que fue también ininterrumpida). Hoy esa libertad ha quedado en suspenso y hemos entrado a una Argentina diferente para la que aún no tenemos nombre –una condición posdemocrática que en ningún sentido es apropiado llamar dictadura–. Por tanto, un primer sentido de prudencia como transmisión de un cuidado que requiere de protocolos antiguos, y otros nuevos (por ejemplo en el uso de las redes). La cautela es una sabiduría de la acción y del uso del lenguaje en orden a su eficacia y en virtud de una evaluación de condiciones materiales bajo las que se ejercen la dominación y la persecución hacia todo lo que la combate. No tener miedo, tener cuidado. Un principio de crueldad, algo del orden del goce que excede al saqueo económico, ha vuelto a ser habilitado en y por las clases dominantes.

Pero otro sentido más mediato de la prudencia es recuperada por la acción política cuando asume que no se inscribe ya en una ontología de la necesidad (por ejemplo, la necesidad ineluctable de la revolución y de la emancipación humana), sino en una ontología de la contingencia (las cosas pueden ser o no ser; y de ser pueden ser de una manera o de otra). Una sabiduría práctica –que proviene de la vieja filosofía política y que las ciencias sociales dejaron de lado– se integra a la construcción de una potencia de transformación y acompaña las luchas sociales con una conversación sobre los medios y los fines. Esa conversación no obstruye –no debiera hacerlo– las nuevas formas de organización que deben ser aún halladas.

Hace un tiempo decías que hay un problema con la cultura militante “juvenilista” que impide capitalizar experiencias. ¿Podrías explicar esa sensación tuya?

D.T.: Se han aprovechado de modo muy insuficiente las potencialidades de un diálogo intergeneracional. El diálogo entre la experiencia y la experimentación, entre el entendimiento (sedimentado por la experiencia) y la voluntad que cada nueva generación trae consigo. Esa dimensión fundamental de la política fue explorada por Maquiavelo en varios pasajes.

En el Proemio al segundo libro de los Discorsi, Maquiavelo somete a crítica el elogio de los tiempos antiguos, no solo por parte de los autores que los transmiten –la mayoría de los cuales pertenecen a “la fortuna de los vencedores” y ocultan verdades que acarrearían la infamia del pasado en tanto magnifican lo que les depara la gloria–, sino también debido a un ardid de la memoria que impulsa a los viejos a mistificar lo que recuerdan haber visto durante su juventud. Es por ello que, según enseña Maquiavelo, el ejercicio de la capacidad de juzgar los tiempos, actuales y pretéritos, sucumbe al genio maligno de la historia y al “engaño” (inganno). Por haber visto los tiempos antiguos y los actuales, los viejos se arrogan pues la autoridad de compararlos y de ponderarlos. Pero es necesario, dice Maquiavelo, considerar que no solamente cambian los tiempos sino también las vidas, los apetitos (appetiti), los deleites (diletti) y las fuerzas (forze). Lo que en la juventud les parecía bueno, en la vejez les parece malo no siempre por evidencia de le cose sino por hallarse ellos presa del fastidio, que los lleva a “acusar a los tiempos cuando deberían acusar a su juicio”. La postulación de un genio maligno de la memoria y de la historia es la prudencia de la transmisión, que aconseja someter la imitación de los antiguos a la crítica del juicio (en el doble sentido del genitivo) –de la que en este caso sale confirmada–.

El motivo principal de este extraordinario texto maquiaveliano –orientado a “los jóvenes que lean mis escritos”– es el carácter político de la transmisión: la transmisión de un pasado remoto (la historia de Roma) como inspiración revolucionaria, y la de un fracaso reciente por revertir la miseria del mundo. Por una parte, Maquiavelo insta a los jóvenes a desconfiar de los viejos, quienes presentan como sabiduría y experiencia lo que no es sino impotencia, extinción del deseo, cansancio; por otra parte, asume como tarea política la importancia de la transmisión depurada del inganno; adopta para la escritura de la historia la probidad intelectual que procura colocar el pasado a resguardo de cualquier malversación edificante, a la vez que politizar los tiempos antiguos (esto es traerlos a la interlocución del presente) bajo el presupuesto de que no hay transformación de las cosas despojada de una inspiración en el pasado, pero tampoco sin una fortuna generacional que reemprenda y precipite la obra de la libertad: “Porque es deber del hombre bueno –concluye Maquiavelo– enseñarles a otros el bien que por la malignidad de los tiempos y de la fortuna no pudo hacer, para que, siendo muchos los capaces de ello, algunos de los más amados por el Cielo puedan hacerlo”.

El recurso al pasado no redunda aquí en el juicio reaccionario del presente ni en el bloqueo de la invención histórica sino en inspiración de la “audacia” que el capítulo XXV del Príncipe atribuye a los jóvenes y por la cual obtienen la amistad de la fortuna. Esta ruptura con el conservadurismo de i savii d’nostri tempi, que considera el presente como errático desvío de una presunta naturaleza perdida de la sociedad, no prescinde de la prudencia necesaria para distinguir la novedad de la pura repetición. Prudencia (retomo el tema) es lo que resguarda aquí la audacia de su captura en las artimañas del pasado, que muchas veces aparenta lo contrario de sí con el propósito de perseverar como pasado. Audacia acompañada de prudencia es la fórmula maquiaveliana para la ruptura revolucionaria, que presupone la conversación de los vivos y los muertos (¿puede esta conversación acaso prescindir de “los viejos”?), es decir, la virtù como encrucijada de la transmisión y del deseo.

Te comparto una impresión. En estos meses de recuerdo de los cien años de la revolución rusa, quizas sea posible distinguir las “funciones revolucionarias” (o las funciones necesarias para una  transformación social ) con respecto a la forma partido que inventaron los bolcheviques. Tal vez en la necesidad de crear nuevas formas de la intervención política podamos superar la distinción entre democracia y revolución. Para no pensar estas cosas en el aire te pregunto concretamente ¿cómo imaginás que se pueda pasar del desbande lamentoso del presente a una práctica de repliegue capaz de elaborar nuevas formas de politización?  

D.T.: En mi opinión, esa politización por venir deberá estar articulada por conjuntivos, no por disyuntivos de exclusión (la “y”, no la “o”). Explorar el “entre” de lo distinto que se conjunta. Los partidos políticos no agotan la política, ni acaso sean lo más importante, pero no los excluiría taxativamente de un proceso de empoderamiento popular no burocrático que -en caso de darse- deberá nutrirse de otros lados. La primera página del Tratado político proporciona una inspiración: será necesaria una equidistancia del idealismo con el que los teóricos (los filósofos) piensan la política (de manera reaccionaria, moralista, vituperando a los seres humanos tal y como son) y del realismo cínico de los técnicos, manipuladores y gestores de afectividades. Unos son ineficaces y los otros –que conocen su objeto bastante más y mejor–, artistas de la dominación. Frente a esa alternativa –contra ella–, la política spinozista procuraba, bajo el nombre de democracia, construir la perspectiva de una sabiduría maquiaveliana (no maquiavélica) que tome por punto de partida las dificultades que imponen al pensamiento y a la acción la inmediatez de las dominaciones fácticas, sin ninguna concesión moralista (“no burlarse, no lamentarse y no deplorar sino comprender…”). Y subordinar ese registro a orientaciones emancipatorias. El punto de partida es la pregunta ¿qué hay? (no lo que no hay, infinito por definición) y el registro de las posibilidades de lo que efectivamente hay (nunca la fácil insistencia en la adversidad de lo existente). Superar la distinción entre democracia y revolución conjuntándolas a ambas (“revolución democrática”; “democracia revolucionaria”) es una tarea fundamental, y también superar la idea de “hombre nuevo” para una práctica política inmanente a los seres humanos que existen.

Las cosas suceden cuando la insistencia de la virtù militante se intersecta con la fortuna de las circunstancias. No contamos con ninguna garantía de que ello ocurra.

Democracia y revolución // Diego Sztulwark

El siguiente texto pertenece a la compilación de textos editada bajo el nombre «Democracia. Un estado en cuestión«. La tarea fue llevada a cabo por Guillermo Korn y Mariano Molina. Pertenece a una serie de cuadernos cuya edición y publicación debemos a Agencia Paco UrondoRelámpagosNegra mala testa. Agradecemos a ellxs, también, el permiso para reproducir el texto.

“Estamos introduciendo un cambio tecnológico más que ideológico”.

Marcos Peña

Dos períodos (1983/2001; 2003/2017)

Después de la última dictadura militar-corporativa y ya derrotadas las organizaciones revolucionarias, la democracia apareció como bandera de lucha contra el terror y al mismo tiempo como reivindicación del régimen parlamentario de gobierno. Aún hoy llamamos “alfonsinismo” a esa tentativa de conjugación que permanece irresuelta, en la medida en que la llamada democracia no es capaz de convertirse en un medio para desactivar el terror y deconstruir la concentración económica y el antagonismo social que se deriva de él. Las luchas de las Madres de Plaza de Mayo y los organismos de derechos humanos contra la impunidad, de las minorías contraculturales y las organizaciones sociales y gremiales contra el modo de acumulación neoliberal (ajuste, privatización, desempleo, pago de deuda externa, entre otras cuestiones) constituyeron las principales corrientes de democratización durante el período 1983-2001. La democracia se desdoblaba en dos sentidos diferentes. De un lado, el bipartidismo la entendía como defensa de la Constitución de 1853, eufemismo para sostener la tesis principal del programa de la derrota: la idea de una autonomía de lo político restringida por determinantes inamovibles proveniente del modo de acumulación económica, de las invariantes corporativas de lo social y de las restricciones impuestas por el plano internacional. Del otro, los movimientos surgieron como tentativas de romper el dispositivo de la derrota arraigada en las estructuras perdurables de poder. La movilización de Semana Santa contra los militares carapintadas fue el último momento de convergencia entre ambas comprensiones de lo democrático.

 

A partir de allí, la disyunción era inevitable en la medida en que el bipartidismo radical-peronista se comprometía con las políticas de impunidad y declinaba todo impulso autonomista respecto de las corporaciones económicas y los mecanismos de dependencia plasmados en la deuda externa (coyuntura bien descripta en La educación presidencial, de Horacio Verbitsky). El año 1989 fue un desquicio, sobre todo para la izquierda. El colapso de la cartografía de la “guerra fría” –la derrota del llamado “campo socialista”, en particular de la URSS– fue traducido a nivel local por los entusiasmos del Movimiento al Socialismo (MAS) con las masas activas en la Europa del Este –la idea fallida de una generalización de la “democracia socialista”–, el malabarismo del peronismo menemista que con patillas de caudillo federal se alineaba con el triunfador de la “guerra fría” sin ningún tipo de pudor, y la toma del cuartel de La Tablada en defensa de la democracia y sin olvido de la revolución.

 

2001 y el “que se vayan todos” sintetiza las frustraciones de la democracia sin potencia de transformación. La rebelión contra la depredación de lo colectivo dio lugar a la emergencia de unas subjetividades de la crisis. Estos nuevos sujetos, munidos de estrategias de supervivencia y de desacato, protagonizaron la destitución en las calles de la legitimidad del neoliberalismo. Si bien la pulsión insurreccional no desembocó en una nueva concepción del cambio radical, sí logró desconectar la coyuntura argentina (y sudamericana) del giro reaccionario que tomaba en Occidente en torno al 11-S. El fracaso de una estabilización reaccionaria intentada por el peronismo durante la breve presidencia de Duhalde se debe precisamente al choque con el bloque de las organizaciones populares y de derechos humanos que culminó con la Masacre de Avellaneda, el 26 de junio de 2002. Lo demás es muy recordado: el kirchnerismo se constituyó a partir de ese peronismo, munido de una lectura muy aguda de la extenuación del sistema político y de sus recetas neoliberales, y activando una interpelación capaz de movilizar a corrientes que no provenían del peronismo tradicional, como lo fueron algunos segmentos de la izquierda y sectores de trabajadores no sindicalizados.

 

Esta coalición sobrevivió hasta 2013, superando casi como un milagro el conflicto con el campo. Desde entonces, comienzan a abrirse las condiciones para que por primera vez llegue al gobierno, por medio de los votos, un partido político de derecha no peronista y concebido como una organización de intelectuales provenientes de –y ligados a– las empresas. Las instituciones más acertadas de esta transición surgieron hasta ahora del campo conservador antes que de los sectores de izquierda que lideraron la producción de retóricas igualitaristas desde el kirchnerismo, apoyados en la idea de que el Estado es un contrapoder o un generador de igualdad y de derechos para el pueblo. Cualquiera sea la caracterización que se haga de nuestro pasado inmediato, la voluntad de captar el pasaje del kirchnerismo al macrismo debe partir de la aceptación de que, al menos desde 2013, la derecha política se convierte en el principal articulador de la comprensión de las mutaciones en el campo social. Desde entonces el kirchnerismo no hace sino perder elecciones y capacidad de influencia sobre la sociedad. Si el gobierno de Macri introduce una novedad, esta es su dominio de la iniciativa, basada en su capacidad de articular una percepción de lo sucedido en el plano social durante el kirchnerismo. El macrismo es una voluntad de reescritura del campo social desde 2001 hasta la fecha, y en esa reescritura se inscribe la principal fuente de consentimiento de actores sociales y políticos, incluso de varios protagonistas de la era anterior.

 

Historicidad y contrarrevolución

El proyecto macrista no aspira a suprimir el Estado de derecho ni tiene rasgos de pseudo-dictadura política, sino que apunta a solidificar la alianza más descarada y consistente entre democracia y contrarrevolución. Se trata del intento más práctico y meditado de romper una densa historicidad emergente de las luchas protagonizadas por los movimientos de derechos humanos y sociales, como vertiente autónoma y radicalizada del proceso político durante el periodo 1977-2013. Su carácter contrarrevolucionario lo emparenta de modos diferentes con la última dictadura y con el menemismo. A diferencia de la primera, este proyecto no se da en el escenario de la “guerra fría”, así como tampoco se propone ninguna puesta en excepción del orden jurídico y, a diferencia del segundo, no se trata de una mera adecuación a un escenario internacional unipolar, ni de conjugar peronismo y liberalismo. Contra toda apariencia, la contrarrevolución macrista no surge como una respuesta directa al kirchnerismo que no aspiraba a activar la revolución sino la historia, tal como Javier Trímboli lo analiza en su libro Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución. La contrarrevolución macrista consiste, en todo caso, en una épica justiciera fundada en la decisión de las clases dominantes del país de ajustar los comportamientos sociales a las líneas de mando emergentes de las pulsiones del mercado mundial.

 

Hay, sí, por lo tanto, una idea de justicia que no surge ni de la tradición republicana a la que Maquiavelo definía como el poder de imponer la cosa pública al partido de los ricos, ni de una creencia en el orden legal donde la ley es invocada como elemento necesario para ordenar la situación, pero que es siempre demasiado exterior y represiva, es decir, insuficiente para el afán de modelización que se intenta poner en juego. La juridicidad relevante del proceso en curso opera –en una perspectiva más bien foucaultiana– sobre la trama vital de los actores a los que interpela. Surge así una infrajuridicidad inmanente, propia de la economía política, extendida a todas las conductas sociales e individuales. Se trata de la ley, en efecto, pero de la “ley del valor”, cuyo poder coactivo y subjetivador produce resonancias dentro de las potencias del estado neoliberal. De Lenin y Rosa Luxemburgo al Che y Cooke, los revolucionarios no han tenido que esperar a la filosofía posestructuralista francesa para entender hasta qué punto el problema de la creación de una nueva subjetividad pasa por desactivar ese encanto fetichista y esa materialidad coactiva de la producción fundada en la mercancía capitalista. El macrismo es la recuperación de todos aquellos saberes –un deseo de porvenir y de un diseño de nueva humanidad (dos tópicos propios de la revolución)– en términos de una confianza inercial en la alianza entre inversión de capitales y nuevas tecnologías. Los “medios”, tal como hoy los percibimos, se articulan como un efecto de esta alianza.

 

Claro que hablar de contrarrevolución tiene un inconveniente insalvable, puesto que no es posible identificar una revolución previa a la que se procura liquidar o absorber. El gesto futurista, que por momentos esboza la ofensiva actual de la derecha sobre el plano de la sensibilidad y de las ideas, es parte de una estrategia de inscripción violenta de todos aquellos rasgos de una nueva subjetividad en el orden del capital: entusiasmo, deseo de libertad, capacidad creativa, sentido comunitario, disfrutes vitales varios, asuntos retomados de la lengua de la emancipación revolucionaria y utilizados ahora como patrimonio exclusivo de la contrarrevolución en curso. Alejandro Rozitchner es probablemente el más claro entre los intelectuales oficialistas abocados a esta tarea. Quizás convenga decir, como Alain Badiou, que nuestro tiempo es “restauración” (rechazo de toda revolución). Marco Teruggi dijo hace poco que la situación en Venezuela era la de una revolución incompleta respondida por una contrarrevolución completa. Este sentido de la desproporción, sin embargo, no es elocuente sólo del rechazo a la revolución. También expresa algo sobre una cierta atracción reaccionaria que provocan los elementos de las subjetivaciones autónomas. Contrarrevolución, quizás, como labor continua de esterilización comunicacional y refuncionalización neoliberal de todo aquello que surge como elemento de fuga y resistencia a la coacción de la economía del valor.

La teorización de Félix Guattari sobre las “revoluciones moleculares” tal vez sea aún hoy las más acertada para describir una heterogénesis activa y proliferante que adopta la forma de luchas, fugas y transformaciones. El macrismo como fusión de democracia y contrarrevolución puede ser visto como una reacción activa y refundadora ante el influjo que mantuvieron durante las décadas pasadas los movimientos indígenas, comunitarios, de mujeres, de trabajadores de la salud, la educación, el arte, os trabajadores informales de la economía popular, entre otros, sobre un campo social vuelto campo de batalla fundamental, en el momento mismo en que lo neoliberal hace de la subjetividad su principal preocupación. Esta perspectiva permite ampliar el análisis, tanto a nivel regional como temporal. En casi todo el continente, la crisis de la democracia se dio como crisis del neoliberalismo provocada por movimientos sociales que cuestionaron la relación entre producción de valor y obediencia. El hecho de que los gobiernos llamados progresistas no hayan encontrado los medios para crear instituciones capaces de recrear la democracia y la centralidad plebeya, devolvió la iniciativa a la derecha, que pretende resolver definitivamente la crisis apropiándose de ella. La contrarrevolución democrática tiene a su favor imágenes y votos (una decepción con los discursos igualitarios) y encuentra su límite en la miseria de su propia vocación. Las consecuencias de sus políticas, las pasiones de odio de las que se sirven, las tácticas de “real politik” que emplean y la calidad de su personal político permite profetizar: remember 1945, remember 1969, remember 2001.

 

Ofensiva sensible // Diego Sztulwark

En este 2017 en que se cumplen 100 años de la revolución rusa y un siglo de obsesión con la revolución, nos encontramos en un momento de repliegue.1Replegarse no es desbandarse o desorganizarse, no es entrar en esa zona de lamentos en la que muchas veces nos encontramos. Replegarse es reconocernos dentro de una fuerza, dentro de una historicidad y pensar sobre qué lugar ocupamos, como fuerza, en esta coyuntura. Es dar un paso atrás para revisar estrategias. Para esto propongo que pensemos en cinco cuestiones.

DEL NEOLIBERALISMO. La idea de neoliberalismo que tenemos fue impuesta por la dictadura mediante el terrorismo de Estado y luego mediante los votos, durante el menemismo. Esa idea fue derrotada en las calles en 2001. Durante el kirchnerismo tuvimos un período sin retórica neoliberal. Sin embargo, el neoliberalismo está hoy entre nosotros; es más que aquella coyuntura de los años noventa. Una reevaluación crítica de la última década puede ayudarnos a entender mejor en qué consiste su eficacia.

Foucault describe al neoliberalismo como un gobierno de las conductas, de las almas, cuya premisa es que la potencia individual y colectiva se maximiza adoptando la forma empresa. Y que todo aquello que obstaculice esta diáfana forma empresarial del ser es patológica. El discurso actual del oficialismo considera peligroso –corrupción, mafia, terrorismo– todo lo que opaque mínimamente estas formas de hacer sociedad a partir de la forma empresa asociada a la libertad y al progreso.

El neoliberalismo, según Foucault, es la aplicación del cálculo económico a todo lo extraeconómico. Es decir, la ampliación del modelo de la racionalidad de la economía política hacia todos los aspectos no económicos de la vida. Ser neoliberal es calcular todos los aspectos de la existencia como si estuviésemos en el mercado. A la larga esta forma de cálculo nos condena a la obediencia de la coacción de la valorización neoliberal. Y la comprensión del mundo se moraliza.

El neoliberalismo es diferente del liberalismo del siglo XVIII, en el cual el Estado se abstenía de actuar para dejar actuar a los mercados. Lo neoliberal no tiene esa concepción naturalista de los mercados. Al contrario: el neoliberalismo es un fenómeno fuertemente estatal. Se trata de producir y sostener el medio como mercado y la vida como empresa. La concepción que opone Estado a mercado es demasiado simple y caricatural. Lo que vemos hoy es un Estado neoliberal presente y ultra activo.

Como forma de gobierno, el neoliberalismo pone en el centro a la libertad: se trata de una experiencia ambigua de la libertad que proviene de la libertad de mercado. Es una libertad (“nadie me dice lo que tengo que hacer, yo me valorizo a mí mismo”) que a cada paso se revierte como obediencia. La crítica meramente ideológica del neoliberalismo cae en la impotencia cuando se moraliza y pierde su carácter estratégico. Antes que un sistema de ideas, el neoliberalismo es un diagrama de poder sin afuera. Necesitamos pensarnos dentro y contra el neoliberalismo. El afuera del neoliberalismo se construye en luchas concretas, no preexiste. Más que demostrar su falsedad quizás haya que ver si somos capaces de desplazar sus reglas con base en otras estrategias.

Autores contemporáneos, como Franco Berardi, Rita Seagato, señalan que el neoliberalismo (semiocapitalismo, patriarcal) es un régimen de “desensibilización”. La desensibilización es la incapacidad general de comprender lo no dicho, de ir más allá de lo codificado, de tener empatía con los otros más allá de la norma, es la inaptitud para introducir la ironía en un código explícito estructurado. La desensibilización surge tanto de las exigencias de actualización empresarial de la vida (desposesión subjetiva) como del terror y la violencia que subyacen al régimen de la propiedad privada concentrada (desposesión objetiva).

DE LAS MICROPOLÍTICAS. Para indagar sobre estas cuestiones es importante pensar el espacio de las micropolíticas que el neoliberalismo coloniza. Félix Guattari sostiene la tesis de que el capitalismo es micropolítico (macro y micro, ambas cosas a la vez) en la medida en que como régimen de producción no se ocupa de las mercancías sin apuntar más profundamente a la producción de subjetividad. Cada vez más, producción económica y producción de subjetividad se equivalen. ¿Qué implica esto para nosotros?

Simplemente que nosotros: docentes, terapeutas, trabajadores sociales, artistas, periodistas, intelectuales, en la medida en que trabajamos con el lazo social estamos de lleno plantados en el terreno de la producción de subjetividad. Subjetividad es decir producción de modo de ser, modo de vida. Estamos en el centro del campo de batalla. En otras palabras, la creación de subjetividad se da en un campo polarizado. El polo propiamente neoliberal trabaja estandarizando la vida. El polo disidente singulariza, abre a nuevas experiencias y sentidos. Guattari fue sobre todo un inventor de cartografías, un investigador de los vectores de singularización.

Las micropolíticas designan una dimensión de la existencia en la que podemos experimentar –cartografiar y descubrir– procesos y líneas de singularización. Suely Rolnik afirma que la micropolítica es el espacio donde se producen nuevas percepciones y sensibilidades. Un campo de experiencias donde –es lo que propongo– podemos aprender a inventar nuevas estrategias. Si la micropolítica ha sido colonizada por el neoliberalismo, estamos, a nivel de modos de vida, ante una colonización de las estrategias de existencia en términos de obediencia: cuanto más libres somos más obedecemos. Se trata de la constitución de una obediencia voluntaria.

DEL NEOLIBERALISMO Y LAS FORMAS DE VIDA. Consideremos la idea de forma de vida. Hay un filósofo llamado Pierre Hadot, a quien cita Foucault, que habla de la filosofía como forma de vida. Tomo de él la siguiente historia. En un momento de su vida Hadot rompe con la Iglesia Católica francesa, a la que estuvo muy ligado, ya que no toleraba el modo en que procesaba los casos de pedofilia. Observa que en esos casos la Iglesia estaba menos preocupada por el daño comunitario que por la crisis de fe de los sacerdotes. Dado que el problema principal de la Iglesia se revela como una desconfianza en los recursos naturales de la vida humana, la salvación sólo es concebible como una experiencia sobrenaturalista. Sólo el más allá orienta una vida digna. Hadot no acepta esta idea e investiga en la tradición para descubrir modos de vida que traten la vida sin recurrir a una mistificación trascendente. Y descubre que eso está en los filósofos griegos. Ellos (sus diferentes escuelas) no estaban interesados en armar sistemas conceptuales coherentes, meramente intelectuales, sino que sus ideas se orientaban a guiar “ejercicios espirituales”, es decir, a articular enunciados teóricos con disposiciones vitales no discursivas (cómo tratar con el miedo o la muerte). Se trata del problema del conocerse y cuidarse a sí mismo.

La filosofía puede ser entendida entonces como fuente de una articulación entre instancias discursivas y no discursivas que pretende modificar la vida, o aprender a vivir. De lo que se desprende que no merecemos ninguna verdad si no tenemos prácticas de transformación. Esta es la idea de forma de vida. Y es justo lo contrario de lo que nos propone el capitalismo. Lo neoliberal dice: la vida es difícil, mejor obedecer, todo puede ser comprado, consumido. Estandarización pura. Es la redundancia de la forma empresa. No merecemos ninguna otra verdad. Toda pretensión de otra verdad nos condena al terrorismo.

El psicoanalista Jean Allouch vio bien todo esto y plantea una pregunta al psicoanálisis: ¿no son estos “ejercicios espirituales” la genealogía más potente del freudismo? Se trataría de desmarcar toda idea terapéutica y analítica de un mandato de adaptación. Al contrario: la teoría de la subjetividad se resuelve como teoría de la transformación. Es interesante que Hadot ironice sobre la idea de Foucault según la cual lo griego enseñaría a transformar la propia vida, como si se tratase de una obra de arte. El cuidado y el conocimiento de sí, advierte Hadot, no eran separables para los griegos de un cuidado y un conocimiento del cosmos y la comunidad. El problema de la forma de vida viene ligado entonces a la relación entre nuevas verdades y prácticas de transformación.

DE LA COYUNTURA. Intentemos introducir todo esto en la coyuntura regional y argentina. El año 2001 marca una deslegitimación de las políticas neoliberales (y siempre que diga Argentina voy a estar hablando de una buena parte de América Latina); visibiliza unas “subjetividades de la crisis”, nuevos modos de hacer que son producidos en, para y por la crisis. Se trata de un tipo de protagonismo social que liga un momento comunitario desde abajo con la destitución de la salida neoliberal. Y por tanto de experiencias fuertemente estratégicas. Del corte de ruta a la apropiación del plan, a las formas colectivas de hacerse cargo de la salud, del territorio, de la condena social en el caso de los piqueteros, o en el de los escraches, o el modo de hacerse cargo de las fábricas, reconstruir mercados. Se trata de figuras cuya potencia surge de saberes populares, de estrategias en y para la crisis, de una potencia popular.

Las estrategias puestas en juego en 2001 podrían ser pensadas como parte de un “ejercicio espiritual” plebeyo. Toda la dimensión comunitaria y de lucha –de la reorganización de una fábrica al corte de ruta, de la condena social a la invención de una moneda de trueque– implica transformaciones subjetivas significativas. Todas esas subjetivaciones fueron muy importantes y pueden marcarse en continuación con una línea roja que comienza en el 77 con las Madres de Plaza de Mayo, con la invención de figuras que a la larga van resensibilizando el campo social. Que van respondiendo una y otra vez a los efectos desensibilizantes de los poderes (que del terrorismo de Estado al neoliberalismo se nos proponen continuamente). Son figuras de la crisis, no son figuras de obediencia. No piden ser gobernadas sino que ponen límites, ensayan mecanismos diferentes de la decisión colectiva, crean estrategias.

El segundo momento al que me gustaría aludir es al kirchnerismo, al ciclo de los gobiernos llamados progresistas en buena parte de la región y que pusieron en juego una voluntad de inclusión. Es decir, movilizaron una vocación de reparación, con una idea muy fuerte de incluir a los excluidos en el consumo y en los derechos. Muy importante es, en el caso argentino, la conexión con los derechos humanos y con los movimientos sociales, que son dos creaciones de ese período sobre las cuales nos merecemos un balance desde la izquierda, porque lo que no podemos hacer es tener complicidad con los balances miserables que la derecha hace de estos procesos, destinados a aniquilar toda relación positiva futura entre Estado y derechos humanos; Estado y movimientos sociales. La derecha habla de corrupción y moraliza con el objetivo de destruir la historicidad de los movimientos sociales y los derechos humanos.

La conciencia colectiva de las aporías de la llamada “inclusión” por parte de estos gobiernos llegó tal vez demasiado tarde. Los gobiernos “progresistas” que incluyen a la gente en el consumo –algo que desde el punto de vista cuantitativo es enteramente reivindicable– no cuestionaron la calidad de los procesos de consumo. Quiero decir: un consumo es neoliberal por el modo en que subjetiva, en que se articula con determinadas micropolíticas neoliberales. De ahí la amarga reflexión de Álvaro García Linera: ¿cómo puede ser que sectores sociales plebeyos beneficiados con los procesos de inclusión social voten propuestas neoliberales? García Linera se preguntaba hace un par de años: ¿en qué nos equivocamos los gobiernos progresistas que cuando distribuimos riquezas lo que nos surge es un tipo de respuesta que no se puede gobernar en el marco de nuestras ideas y nuestros esquemas?

Arriesgaría que la misma cartografía de incluidos y excluidos implicaba ya un saber y una potencia en los sujetos estratégicos de la fase anterior. Que la idea de excluidos, aun si era verdadera desde el punto de vista del consumo y los derechos, no leía en todas sus posibilidades una cierta potencia popular. Ahí hay algo a revisar: ¿por qué esos sujetos que fueron tan centrales en destituir el neoliberalismo anterior no estuvieron en el centro de la toma de decisiones, en el centro de la nueva imaginación, y sobre todo en el centro de la determinación de lo que se llamó consumo? Porque seamos claros en que aumentos de consumo en países como el nuestro son fundamentales pero también es imprescindible pensar qué tipo de consumo, quién produce, qué empresas, qué modelos de felicidad, qué estrategias, quién toma las decisiones. No son cosas que estén separadas. La idea misma de “inclusión” es limitada cuando no se está dispuesto a plantear críticamente ese espacio en el cual se pretende incluir a los excluidos.

El kirchnerismo supo tratar con la crisis pero lo cierto es que lo hizo negativizándola. Es decir, restando valor a las potencias de la crisis, estimulando cierta idea de orden. La tesis de que recién con el kirchnerismo vuelve la política es errada. ¿Nadie recuerda cómo eran los piquetes del año 2001? ¿No había jóvenes ahí resistiendo y luchando? Hay un racismo interno que es preciso problematizar ahí. Porque hubo protagonismo popular y ese protagonismo tiene que ser reconocido. Finalmente, el kirchnerismo no se conectó ni escuchó a los intelectuales y los movimientos que estaban criticando al neoextractivismo. Ningunear a quienes luchan contra el modo de acumulación es un límite estructural para cualquier proyecto popular democrático.

Finalmente llegamos al macrismo, que plantea la ambigüedad que hay en la instauración de un orden completamente banal. Decir que el macrismo es una banalidad no quiere decir que sea un fenómeno trivial, sino que es un fenómeno de extrema redundancia (¡empresa y policía como receta para todos los problemas!). El macrismo es un problema serio con discurso banal. Es una reforma óptica que conduce todo a la transparencia empresarial. Toda opacidad, todo lo que va por fuera de su régimen óptico, es terrorismo. El caso de Santiago Maldonado fue la lección definitiva de lo que es el macrismo: una calificación del movimiento social desobediente como terrorista.

El macrismo es un fenómeno que supone un cierto fin de lo político, y de toda comprensión crítica de lo humano. Relacionado con el tema Maldonado está también el despliegue de una estética de la crueldad. Rita Segato habla de una pedagogía de la crueldad, que es el tipo de crueldad que se aplica no tanto por fines estratégicos sino sobre todo en términos pedagógicos. En los femicidios se ve con claridad: mostrar la capacidad de crueldad no solamente en lo que va a sufrir la víctima sino en lo que van a percibir todos los que están mirando esa escena. Es un espectáculo que comunica un lenguaje, un espectáculo que comunica quién tiene el poder. La estética de la crueldad que puso en juego el macrismo es también para pensar. Recuerden en marzo de este año el intento de los maestros de armar una carpa y haber sufrido una terrible represión; el encuentro de mujeres, la marcha de Ni Una Menos, la represión en el conflicto de los trabajadores de Pepsico. Son todas represiones a la luz del día. O en la 9 de Julio, mientras un movimiento piquetero está negociando con el gobierno, la policía reprime frente a las cámaras, y en ninguno de esos casos la represión es una necesidad. Es un gobierno que decidió poner en circulación la crueldad como forma de consumo. Me parece bastante difícil de entender lo que pasó con el caso Maldonado si no pensamos que lo que está ocurriendo no es sólo una política represiva sino una pedagogía gigantesca de la crueldad.

DEL REPLIEGUE SIN DESARME. Cuatro ideas de las que podemos partir para evitar que el repliegue devenga desbande.

  1. La unidad del análisis de lo micro y lo macropolítico. Es decir, en 2001 la discusión con muchos compañeros y compañeras era qué importaba, si lo macropolítico o lo micropolítico. Me gustaría ver si podemos pensar que macro y micropolítico son aspectos inescindibles de una misma realidad. Que son dos maneras de mirar que demandan articulación. Se trata de dimensiones distintas, no de ideologías diferentes. No es posible elegir entre una estrategia macropolítica o una estrategia micropolítica. Si queremos pensar el macrismo veremos hasta qué punto su triunfo se debe a la influencia de micropolíticas neoliberales.
  2. ¿Cuál es la imagen de potencia que podemos oponer a la imagen de potencia que el neoliberalismo moviliza, que es una imagen contundente, productivista? Es la idea de podemos más podemos todo. Tenemos que estar todo el tiempo presentándonos como sujetos productivos, plenos, creativos, valorizantes. La potencia es todo lo que podemos y podemos siempre y podemos más. Esto niega que la potencia real de la existencia, la capacidad de hacer y pensar de la que habla Spinoza, es siempre una potencia que está atravesada por lo frágil, atravesada por la angustia, por patologías, por no saber. Es una potencia sin imagen previa. No es el sí podemos, es el qué difícil que es todo. Los que estamos en experiencias colectivas, en militancias, trabajando con los lazos sociales, sabemos que no se puede. Sabemos lo que cuesta todo. No estamos como los idiotas cantando sí se puede, estamos todo el tiempo frustrándonos con todo lo que no se puede. Ese punto de la potencia creo que es un punto fundamental para restituir. Porque si no el tipo de potencia que está emergiendo es una potencia de compra de mercancía, que simplemente lo que va a hacer es liquidar todo el capital que tenemos para recuperar.
  1. La capacidad cartográfica desde abajo. Lo que enseñaron estos años los trabajadores de la economía popular o el movimiento de mujeres. Cartografiar procesos de singularización en la economía, a nivel de los afectos, cartografiar la sociedad, cartografiar las formas de poder, entendiendo que el problema del patriarcado no es un problema de género en sentido literal sino limitado. Que no es un problema de especificidad de una minoría de personas que son llamadas mujeres y que son maltratadas por un problema de formación de algunos hombres, sino que el patriarcado es estructurante de las relaciones, estructurante de las formas de castigo, estructurante de las formas de productividad, estructurante de la idea de premio y castigo. Esta capacidad de mapear desde sensibilidades desplazadas retoma el problema de la crisis, no como negativa sino como escenario fundamental para armar estrategias, para atacar todos los puntos de desensibilización que el patriarcado va produciendo en nuestra sociedad.
  1. La historicidad. El movimiento de derechos humanos se juega algunas disputas fundamentales en este momento. Es muy necesario ir más allá del papel tradicional de los organismos de derechos humanos, porque cambia la naturaleza de la violencia que tenemos que desactivar: la violencia actual es el racismo contra los pibes en los barrios, la violencia actual es el femicidio, son los trabajos precarios. Pero más allá de esta crítica posible, hay que retener que en la coyuntura actual está jugando muy centralmente el cuestionamiento que la derecha hace del rol que los organismos de derechos humanos han desempeñado estos años en términos de sostener la historicidad de las luchas en Argentina. Henry Meschonnic opone “historicidad” a “historicismo”. El historicismo es la capacidad de inscribir cualquier cosa en su fecha de origen; la historicidad es la capacidad de entender cualquier creación como manera de escapar a una época. La historicidad se liga siempre con una desobediencia. Traduce desobediencias pasadas en desobediencias actuales. Pero también crea espacios de sensibilidad para traducir luchas diferentes sin un lenguaje común. Ese es su peligro.

*    Diego Sztulwark es docente y editor. Coordina grupos de estudio de filosofía y pensamiento político. Es co-editor de la obra completa de Rozitchner. Editor del blog ¡Lobo suelto!, participante de la editorial Tinta Limón. Autor de varios libros, algunos de ellos junto al Colectivo Situaciones.

  1. Esta es una versión resumida de la charla “Neoliberalismo y formas de vida. Un repaso por la coyuntura argentina”, presentada el 10 de noviembre en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso, Argentina). El texto recibido por Brecha fue editado por Lucía Naser y es reproducido con autorización de su autor.

Fuente: Brecha, Uruguay.

¿Quién necesita una revolución? (Serie completa) // Diego Sztulwark

Reflexionar sobre la revolución hoy. ¿Por qué? ¿Qué vigencia tiene esa palabra que no es sólo una palabra? ¿Tenemos una deuda con esa palabra-acontecimiento? ¿Es algo antiguo, que debemos olvidar, que ya no nos incomoda, no nos persigue ni la perseguimos, no nos deja insomnes como si lo hizo hasta fines del siglo pasado? ¿Era y es todo una mera ilusión, una fantasía, una Idea o tiene vigencia? ¿Es un deseo? ¿Qué podemos decir a 100 años de los diez días que conmovieron al mundo, del Año I de la revolución rusa? ¿Qué podemos decir a 50 años del asesinato a Guevara? ¿No nos siguen hablando? ¿Ya no nos obsesiona? ¿El enemigo ha vencido tanto que ya ni los muertos están a salvo? ¿Qué es una revolución?  ¿Es, como dicen Deleuze y Guattari, un movimiento de la tierra, una irrupción plebeya absoluta? ¿Las revoluciones están condenadas a fracasar? ¿Utopía o realismo? ¿Quién la necesita a la revolución? Los aniversarios no deben ser sino la excusa para actualizar problemas que nunca dejan de resonar, pensando desde y más allá de la propia coyuntura.  El retroceso rápido de los llamados gobiernos progresistas y frente a una posible -y temible consolidación de los procesos derechistas nos encuentra con un fuerte desconcierto estratégico. La pregunta leninista «¿Qué hacer?» nos deja sin dormir a muchos que anhelamos una coyuntura distinta a la que transitamos. Encontramos, entonces, una excusa para pensar y re-pensar nuestro tiempo histórico y, también, nuestras prácticas e intervenciones.
5 artículos de Diego Sztulwark problematizan en torno a estas y más preguntas. A continuación, la serie «¿Quién necesita una revolución?» completa en Lobo Suelto. De posdata, compartimos, también, un conjunto de «Clinamen», columna que Diego Sztulwark, Natalia Gennero y Diego Szkliar comparten en La mar en coche, transmitido por radio La Tribu y una entrevista a Diego Sztulwark que realizó La luna con gatillo, en Radio Eterogenia.

¿Quién necesita una revolución?  // Diego Sztulwark 

Parte (1/5)

Sobre la revolución se hacen toda clase de preguntas. Hace algo más de un año, en las paredes de la ciudad se podía leer: “¿dónde está la revolución?”, como si esta fuera, también, una desaparecida. No son pocas las páginas que se interrogan sobre cuándo fue que la revolución dejó de interesar, cómo y por qué se pudrió. También se han oído frases provenientes del lenguaje psicoanalítico que sugerían hacer duelo y pasar a otro modo de pensar lo político. La estrategia de Álvaro García Linera, profesor y actual vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, es ir derecho a la Idea, preguntar por la esencia. ¿Qué es una revolución? es el título de su reciente libro, escrito a un siglo de la toma del poder por parte de los bolcheviques. Se trata de un texto didáctico y severo que define el ser de la revolución -un fenómeno excepcional y que actúa por oleajes- en su actualidad, a partir de una minuciosa lectura de los textos que Lenin escribía desde la trinchera. Escrito sobre el fondo de lo que denomina “la revolución de nuestro tiempo”, es decir, una fase de repliegue de los gobiernos llamados progresistas en Sudamérica, la prosa de Linera se monta sobre la del líder bolchevique, particularmente sobre sus últimos textos, como modo de responder a sus críticos de izquierda, a quienes desdeña como intelectuales de café (o de capuchino).

La edición, a cargo de la editorial de la propia vicepresidencia, es realmente bella: una cubierta blanca y la estampa de una estrella roja y una hoz cruzada con un martillo. El epígrafe que inicia el libro es de Antón Semiónovich Makárenko. Se trata de una cita perteneciente a los álgidos meses de 1917, en la que afirma que estaban viviendo “tiempos salvajes”, que con la revolución sus vidas se “purificarían” y que las cosas mejorarían para los jóvenes. ¿Qué nos dicen estas palabras? ¿Son salvajes también nuestros tiempos? ¿No es precisamente esta concepción puritana de la revolución la que ha sido sustituida como gran imaginario colectivo por el del capitalismo como religión? ¿Qué es lo que esperan los jóvenes de hoy?

El encanto último de este texto proviene del estado de homenaje en el que trabajan las precisas categorías analíticas de García Linera. Es su propio papel histórico -intelectual a cargo de la argumentación del proceso en su fase estatal- el que busca impulso y orientación en repetir a Lenin: volver a escribir sobre el Estado y la revolución, el poder dual, los soviets, la guerra civil y, sobre todo, respecto al repliegue del último Lenin en la NEP (Nueva Política Económica). Un propósito y unos esquemas irreprochables, quizás en exceso. Sus tesis: la revolución es un movimiento tectónico, telúrico, volcánico, rarísimo, plural, plebeyo e intempestivo; el leninismo es, aquí, la voluntad política de conducir y, en definitiva, de convertir esas energías plebeyas y revocadoras del viejo orden en poder político centralizado (Estado revolucionario, dictadura democrática del proletariado) atravesando la guerra civil; la transición socialista es básicamente monopolio estatal, poder político en manos revolucionarias (poder estatal como modo transitorio, llamado a “extinguirse” con la generalización de nuevas relaciones de producción que crearán las masas a escala planetaria: el comunismo).  Es la subsistencia de la forma Estado que expresa la de la ley del valor en el socialismo: la estatalización de las energías populares se da en el terreno político y no necesariamente se traduce en una estatización de la economía. Lenin lo explicó en su balance del “comunismo de guerra” en 1921: la supresión coactiva de la ley del valor que rigió los primeros tres años del poder soviético no funcionó, se trató de un “salto” voluntarista que condujo al colapso. La gran enseñanza que García Linera extrae de Lenin se sintetiza en la fórmula control político y elementos de economía de mercado.

Hace poco más de un año, tras la derrota que Evo Morales y García Linera sufrieran en un referéndum acerca de la posibilidad de la reelección como presidente y vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, este último compartió una breve autocrítica en una de sus locuciones. Allí sostuvo que los gobiernos progresistas de la región habían sido eficaces en la tarea de incluir a millones de personas al consumo popular y a beneficiarlas con el otorgamiento de una trama de derechos antes negados, pero reconoció cierta incomprensión sobre el hecho de que segmentos de estas masas beneficiadas se subjetivaran de un modo neoliberal, asumiendo hábitos de clase media y aspiraciones elaboradas en los modos de individuación de las redes sociales virtuales. García Linera concluyó que había faltado trabajo ideológico. En otras palabras, en el socialismo la subjetivación de mercado es inevitable, aunque se puede contrarrestar a través del poder político organizado en el propio Estado.

El problema que García Linera busca entender es profundo y ninguna revolución parece haberlo resuelto de manera definitiva. ¿Cómo evitar que la acción de los flujos de capital, que el propio Estado socialista promueve para sostener la vitalidad de su economía, acabe influyendo sobre el comportamiento de las masas populares restituyendo en ellas un deseo de propiedad privada? La teoría clásica de la revolución responde con la tesis de una dictadura democrática. ¿Tenemos cómo pensar una dictadura democrática que no devenga una dictadura burocrática o directamente capitalista? Una vez que asume, como premisa, que el período revolucionario es el de la institucionalización inevitable de las energías volcánicas de la insurrección popular, lo que llevó a los bolcheviques a la estatización de los soviets de obreros, soldados y campesinos, se plantea de inmediato el problema de la sustitución del centro de gravedad: de arriba (cuadros de dirección) hacia abajo (masas trabajadoras). Del mismo modo, se plantea una aporía entre lo viejo –las formas de autoridad y de intercambio de la sociedad burguesa-, que no termina de morir y lo nuevo –formas de decidir y producir en común-, que no termina de advenir ya que no surge de la concentración burocrática del poder estatal. ¿No debería ser esta la tesis de la institucionalización de la revolución reformada en profundidad buscando colocar los impulsos de lo común en el centro de las instituciones del nuevo poder popular?

La teoría marxista distingue las revoluciones burguesas de las proletarias. Las primeras previamente generalizan sus relaciones de producción y toman el poder político sobre el final, casi como un corolario. Mientras que las segundas primero deben conquistar el poder político para apoderarse de los medios de producción y de cambio, para luego difundir relaciones sociales fundadas en lo común. ¿Cómo evitar, por lo tanto, que la transición socialista sea acosada por un poder dual invertido que brota precisamente de la vigencia de la producción de mercancías? En 1965, el Che Guevara se planteó estas mismas cuestiones acerca de la subsistencia de la ley del valor en el socialismo: “la base económica adoptada ha hecho su trabajo de zapa sobre el desarrollo de la conciencia”. Más que esperar el comunismo se trata de “construirlo”, de modo que “simultáneamente con la base material hay que hacer al hombre nuevo”. ¿Qué está pensando Guevara cuando advierte que el socialismo no debería ser concebido como un tiempo de espera?

La respuesta de García Linera al “trabajo de zapa” de la ley del valor sobre la conciencia de la sociedad en revolución es la voluntad. No la voluntad de personas sueltas, ni la de las masas que es incalculable y opera por ofensivas y repliegues, sino la de una voluntad permanente, organizada, monopólica: la voluntad del Estado. La revolución depende, ni más ni menos, de esta instancia. Ni la insurrección -efímera, incalculable e incapaz de perdurar-, ni el comunismo -tiempo largo y creación radical de las masas- operan en el tiempo presente como fuerza continua en la lucha por defender la legalidad socialista.  La insurrección tiende a quedar atrás como fuente del poder constituyente del Estado. El comunismo tiende a quedar como utopía u horizonte, puesto que lo comunitario no se inventa desde arriba (Estado y comunidad son antítesis inconciliables, escribe Linera). La creación de asociaciones libres de productores a escala planetaria es cuestión de vitalidad popular, y de tiempo. El Estado socialista así concebido es una voluntad que protege las nuevas relaciones de fuerzas respecto de las viejas clases poseedoras desposeídas así como de la enorme influencia del mercado mundial capitalista, mientras gana tiempo para que maduren las nuevas relaciones que él no puede crear. El momento revolucionario es entonces, para García Linera, el de la voluntad férrea, el de la defensa y centralización, el del diseño y mantenimiento de la arquitectura de un nuevo poder que cristaliza las nuevas relaciones entre clases sociales. El problema con esa “voluntad” parece ser el de siempre, “el propio educador necesita ser educado”, decía Marx. ¿Dónde se educa esta voluntad? ¿A quién escucha? ¿Qué referencias prácticas la orientan?

¿Por qué evocar para una tarea actual a una revolución fracasada? Porque en su momento supo despertar unas “expectativas” únicas (aquello que Kant llamaba un “entusiasmo”) entre las clases subalternas del mundo, que se sintieron por primera vez “sujetos de la historia”. La revolución bolchevique ofreció carnadura material para un posible realizable en este mundo. Y si bien su fracaso estrepitoso devoró “las esperanzas de toda una generación”, el proceso revolucionario ruso fue un fenomenal y perdurable acto pedagógico. Su vigencia radica, dice Linera, en una universalidad ejemplar: sus potencialidades organizativas, sus iniciativas prácticas, sus logros, sus características internas y dinámicas generales “pueden volverse a repetir en cualquier nueva ola revolucionaria”. La revolución rusa ofrece la fisonomía de las revoluciones. No tanto el modelo para los levantamientos plebeyos, como la secuencia de hierro que hace que su triunfo dé paso al problema de su institucionalización. La inevitable fijación de lo fluido que consagra un nuevo estado de cosas a largo plazo. Se trata de un período en el cual el principal problema político pasa a ser cómo prolongar el protagonismo de lo plebeyo, amenazado por los cuadros de dirección (nuevo poder burocrático). En otras palabras, García Linera conserva el marco racional de la revolución sin imaginar en concreto –no es el tema de este libro- cómo las racionalidades vivas (comunidades indígenas y populares, por ejemplo) afectan y redeterminan la esencia misma de lo que considera una revolución en marcha.

La revolución definida en abstracto corre el riesgo de perder conexión con la pregunta, menos metafísica y más urgente, que el vice también se hace: ¿Quién necesita una revolución y qué revolución se necesita? Este modo de preguntar resta, seguramente, universalidad a la cuestión de la revolución, pero puede, quizás, permitir una relación distinta –no leninista- con Lenin y con el problema de la revolución. Como decía un malvado profesor: la vigencia de Lenin (la correlación entre formas organizativas y temporalidad de la acción) solo puede pasar por la heterodoxia más extrema, una dialéctica entreverada entre la continuidad del deseo subversivo y la discontinuidad material de los elementos que lo componen.

Quizás valga la pena conservar algunas preguntas, una cierta metodología (presente también en el libro de García Linera) que apunte a concretar un poco la cuestión revolucionaria. Una pregunta crítica: ¿Qué sujetos concretos expresan en la movilización la composición del trabajo “vivo” contra el mando del trabajo “muerto”? Una pregunta estratégica: ¿Cómo se confronta en las prácticas cotidianas el mando del valor de cambio a partir de una reivindicación de los valores de uso? Y una pregunta táctica: ¿Qué novedades emergen de la dinámica que correlaciona la temporalidad y la institucionalidad, en el proceso de radicalización plebeya, que llevan a ocupar el centro de la toma de las decisiones?

Las discusiones más apasionantes aparecen, en el mejor de los casos, cuando se intenta responder estas preguntas sin rodeos, en situaciones precisas, en las que las cuestiones de la esencia quedan relegadas por las cuestiones, más urgentes, de las existencias.

Álvaro García Linera, ¿Qué es una revolución? De la Revolución Rusa de 1917 a la revolución de nuestros tiempos, Ediciones Vicepresidencia, 2017.

[2] Entre los libros a leer como parte la reflexión que suscitan cien años de la Revolución Rusa se encuentra La fábrica de la estrategia, 33 lecciones sobre Lenin”, lecciones universitarias impartidas en 1972 por el profesor Antonio Negri.

11 de Octubre, 2017.

La forma humana y el valor. Medio siglo sin el Che                                                                                Diego Sztulwark

Serie: ¿Quién necesita la revolución? (Parte 2/5)

A Fernando Martínez Heredia

El hombre del siglo XXI es el que debemos crear, aunque todavía es una aspiración subjetiva y no sistematizada.

Che

Si la guerra está en la política como violencia encubierta en la legalidad, se trata de profundizar la política para encontrar en ella las fuerzas colectivas que, por su entidad real, establezcan un límite al poder. La guerra ya está presente desde antes, solo que encubierta. Por eso decimos: no se trata de que neguemos la necesidad de la guerra, solo afirmamos que hay que encontrarla desde la política, y no fuera de ella. Porque de lo que se trata en la política es de suscitar las fuerzas colectivas sin las cuales ningún aparato podrá por sí mismo vencer en la guerra.

León Rozitchner

El presente es lucha, el futuro es nuestro.

                                   Che

I

I

Un libro notable de Alain Badiou, El siglo,propone reflexionar sobre un lapso de tiempo que se pensó a sí mismo bajo la exigencia de transformar al hombre, intensificar la vida, dominar la historia. Entre 1917 y 1976 (la muerte de Mao), el siglo puede ser pensado como comunista, aunque también puede serlo como el siglo totalitario si se lo analiza como aquel cuyas categorías condujeron con reiteración al campo de la concentración y el exterminio. El siglo XX es pensable en simultáneo como el período en el cual las fuerzas del capital, la democracia y las sociedades de mercado se liberan triunfantes. En todos los casos, lo que está en juego de modos muy distintos es la idea misma de transformación. La idea de “hombre nuevo” -el Che Guevara no la inventó, pero le fue esencial- no se afirma en el siglo sino a partir de una acentuada desconfianza en la historia. Si el humano debe forzarse a sí mismo, modelarse en algún sentido, es porque ya no se espera que la historia por sí misma provea un sentido ni que lo lleve a su cumplimiento. Aun cuando hubiere un sentido en la historia, esta no posee los medios para realizarlo. Toda proyección política de una remodelación subjetiva parte de un estado agudo de sospecha, lo que en el caso del Che se acentuaba por su fuerte conciencia de la “excepcionalidad” de la Revolución Cubana.

II

En 1965, el Che Guevara publica “El socialismo y el hombre en Cuba”, en el semanario Marcha de Uruguay, donde plantea el papel de los aspectos llamados “subjetivos” en el proceso histórico de superación del capitalismo y de construcción de una nueva sociedad. Individuo y sociedad, subjetivo y objetivo, moral y material, cualitativo y cuantitativo, son los términos de una dialéctica que propone la cuestión del hombre nuevo como tarea principal de la revolución. “Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material, hay que construir al hombre nuevo”, y el instrumento adecuado para lograrlo, en el nivel de la “movilización de las masas”, debe ser de índole “moral”, sin despreciar el uso adecuado de los “estímulos materiales”, ya que la “más importante ambición revolucionaria” es “ver al hombre liberado de su alienación”.

La formación de unas masas no sumisas, que actúen por vibración y no por obediencia, constituye para el Che la fuerza principal del proceso revolucionario. Ellas son la fuente de un nuevo poder -coercitivo y pedagógico- imprescindible en la tarea de constitución de una subjetividad nueva, libre de la coacción que sobre la humanidad ejerce la forma-mercancía. Pero, advierte, esta fuerza nueva de unas masas revolucionarias constituye un fenómeno “difícil de entender, para quien no viva la experiencia de la Revolución”. Estas masas nunca fueron pensadas por Freud en su célebre estudio sobre las “masas artificiales”. Y no es que los movimientos de liberación que se dan dentro del sistema capitalista no deseen su transformación, sino que estos no devienen revolucionarios, dice el Che, porque viven lo que dura la vida del líder que los impulsó “o hasta el fin de las ilusiones populares, impuesto por el rigor de la sociedad capitalista”.

El freno a ese impulso es la persistencia de la ley del valor, fuente del “frío ordenamiento” que además de regir la producción de mercancías está en la base de un modo de individuación humana. Las masas revolucionarias poseen, para el Che, una potencia expresiva (y cognitiva) capaz de introducir al individuo, “el ejemplar humano, enajenado”, en la comprensión de ese “invisible cordón umbilical que lo liga a la sociedad en su conjunto”, a la ley del valor que actúa sobre todos los aspectos de su existencia (Spinoza había definido el poder de actuar del dinero como el “compendio de todas las cosas”). La conmoción que las masas revolucionarias provocan en el ser social, explica el Che, da inicio a nuevos procesos de individuación porque afectan al individuo en su doble faz de ser singular y de miembro de una comunidad, libera la forma humana y le devuelve a cada quien su condición “de no hecho, de producto no acabado”. No hace falta suponer que el Che conocía a su contemporáneo Gilbert Simondon para aceptar que su pensamiento se orientaba hacia una teoría política de la individuación socialista como apertura del individuo a un común preindividual, que el capitalismo esteriliza por medio de una continua prefiguración (modulación).

¿Qué es la ley del valor? Brevemente: las relaciones laborales de producción entre las personas en una economía mercantil-capitalista adquieren necesariamente la forma del valor de las cosas, y solo pueden aparecer bajo este modo material. El trabajo solo no puede expresarse más que a través de un valor dado. La ley del valor, en la tradición marxista, designa la teoría del trabajo abstracto presente en toda mercancía (en la que el valor de uso se subordina al de cambio), siendo el trabajo la substancia común de todas las actividades de la producción. La magnitud del valor expresa el vínculo existente entre una determinada mercancía y la porción de tiempo social necesario para su producción. La ley del valor es una parte de la ley del plusvalor (explotación) y manifiesta la existencia de un orden que dota de racionalidad a las operaciones de los capitalistas, así como a las acciones tendientes a conservar el equilibrio social en medio de los desajustes y estragos provenientes de la falta de una planificación racional de la producción.[1]

El Che Guevara comprende que el máximo desafío que enfrenta una revolución social tiene que ver con ese persistente mecanismo creador de subjetividad que actúa desde las profundidades del proceso de producción. Para interrumpir su influencia apela a la tensión socialista entre masas revolucionarias y nuevas instituciones, proceso de transformación económico y político que favorece la reapertura del proceso de individuación implicado en la idea de “hombre nuevo” (diremos de ahora en adelante: humanidad nueva). Se trata de una puesta en acto de la cuestión de la pedagogía materialista tal como Marx la esbozaba en 1845: el propio educador es quien debe ser educado. La educación de la nueva humanidad no queda a cargo de una instancia pedagógica esclarecida sino que surge del pliegue -o interacción- entre la vibratilidad de las masas y el carácter permanente inacabado de un individuo articulados en instituciones que conectan fronteras a la influencia de ley del valor.

Fidel Castro, discurso en Cuba

III

La revolución es un movimiento de la tierra. Deleuze y Guattari la llaman “desterritorialización absoluta”. La salida de la tierra de la esclavitud, el éxodo por el desierto, la promesa de una nueva tierra de libertad. La revolución es también un movimiento que afecta el tiempo, porque la constitución de un nuevo poder colectivo supone una nueva capacidad de crear un presente y un futuro. El sabio Maquiavelo decía que la unidad de la república consistía en la capacidad de los pobres en unirse en la formación de una potencia pública capaz de imponer en el presente un temor sobre el futuro a los poderosos. La nueva sociedad en formación, dice el Che, nace en una dura competencia con el pasado en el que arraiga la “célula económica de la sociedad capitalista”. Mientras estas relaciones persistan como un poder muerto del pasado sobre una tentativa vital del presente, “sus efectos se harán sentir en la organización de la producción y, por ende, en la conciencia”.

El sujeto de este proceso -las masas revolucionarias y el individuo capaz de creación- es percibido por el Che como liberación del trabajo, es decir, como capacidad de rebelión de lo que Marx llamaba el “trabajo vivo”, dado que esa liberación no se reduce a lo que el liberalismo entiende como juego democrático. La capacidad de romper las ataduras definidas por la ley del valor no se deciden en el plano restringido de la legislación jurídica, y la cuestión del Estado ya no será planteada en su pretendida autonomía, sino como forma colectiva correlativa a la ley del valor.

Esta comprensión marxiana de la ley del valor lo lleva a una comprensión más leninista que marxista de la ruptura revolucionaria. La revolución no surge, dice el Che, de una explosión producto de la maduración de las contradicciones que acumula el sistema capitalista (como creía Marx), sino de las acciones que “desgajan del árbol imperialista” a países que son como “sus ramas débiles” (como enseña Lenin). El capitalismo alcanzó un desarrollo en el que sus contradicciones y crisis no reducen su capacidad de organizar su influencia sobre la población de modo automático.

Durante el período de transición, dice el Che, se presenta la peligrosa tentación –la “quimera”- de acudir a las armas “melladas que nos lega el capitalismo” (las categorías que se desprenden de la forma mercancía: rentabilidad e interés material individual como palanca de desarrollo, etcétera). Orientado por estas categorías, el socialismo conduce a un callejón sin salida (¿está pensando el Che en la NEP de Lenin?) donde los revolucionarios conservan el poder político mientras que “la base económica adoptada ha hecho su trabajo de zapa sobre el desarrollo de la conciencia”. Para el Che, la construcción del comunismo no debe reducirse, por lo tanto, al estímulo de la base material sino suscitar, de modo simultáneo e inaplazable, al “hombre nuevo” (humanidad nueva). Para ello, la movilización de masas debe basarse en contenidos morales: “Una conciencia en la que los valores adquieren categorías nuevas”, dice el Che, afirmación que parece proveniente no solo de un lector de Marx sino también de Nietzsche, cuando unifica la idea de valor moral con la de valor económico. La crítica del Che fundada en la noción de valor (la reivindicación de los valores de uso junto a la inversión de los valores morales) trabaja en los efectos de las enseñanzas de los grandes maestros de la sospecha.

La revolución –y ya no la crisis- será entonces el espacio en el cual se planteará el problema más difícil: el de la disputa por la producción (material y subjetiva) de las mujeres y los hombres. El socialismo se da para el Che como fluidificación de lo fijo y articulación compleja entre multitudes que marchan al futuro, como espacio de experimentación de esta producción y creación de un complejo de instituciones revolucionarias a cargo de generar conductas libres de la coacción económica, en base a nuevas formas de cooperación y de toma de decisiones. Aun hoy esas formas permanecen relativamente increadas, si bien la experiencia de invención de fronteras al mando del capital es una práctica habitual y frecuente en las luchas sociales de diversas escalas (la lucha social como laboratorio). El propio Guevara era consciente de que esta tarea debía ser llevada a cabo, a pesar de que cierta izquierda escolástica aferrada a dogmas y a esquemas preformados había frenado el desarrollo de una “filosofía marxista”, dejando al socialismo huérfano de una economía política para la transición revolucionaria. (A esta última cuestión se dedicó el Che de un modo más sistemático de lo que en general se conoce.)

IV

La Revolución Cubana introdujo en el continente una polémica directa sobre la “forma humana” correspondiente a la superación del neocolonialismo y el capitalismo. Así lo comprendió Alberto Methol Ferré, pensador latinoamericano que se presenta como próximo a Jorge Bergolio y que fue un relevante asesor de Antonio Quarracino en la polémica contra la teología de la liberación a fines de los años 70. “La Iglesia –dice Ferré- rechazaba al marxismo esencialmente por su ateísmo y su filosofía materialista. No se le oponía en su vocación de justicia social. Y no hay que olvidar que el marxismo encarnó el despliegue en la historia del más amplio e intenso ateísmo conocido hasta el momento. Hasta que no fue sintetizado por el materialismo histórico marxista, el ateísmo no se convirtió en un movimiento histórico organizado”.[2]Ahora bien, en América Latina, recuerda Ferré, el marxismo “tiene el rostro de la Revolución Cubana”. Es ella la que lo torna “realmente significativo”. Cuba “representa el retorno de América Latina” y “Fidel Castro es el nombre de mayor influencia y de mayor repercusión que jamás haya habido en la historia contemporánea de América Latina”, superando incluso a Simón Bolívar. “Cuba fue una suerte de onda anómala”, en la que la “simbiosis Che-Fidel” obró como síntesis capaz de vincular los extremos geográficos del continente. Y fue también una “gigantesca revancha moral de la juventud de América Latina” que acabó por provocar “un holocausto de jóvenes latinoamericanos, fascinados por el Che, que terminaron perdiendo contacto con la realidad”.

Una Iglesia sin un enemigo principal, dice Ferré, se queda sin capacidad de acción. La “enemistad” para la Iglesia es inseparable de un “amor al enemigo”, que busca “recuperar al enemigo como amigo” reconociendo en el enemigo una verdad extraviada en su ateísmo. Y bien, una vez concluida la enemistad con el marxismo (que en América Latina se expresó para Ferré como guevarismo) a partir de su derrota del año 1989, la Iglesia procura recuperar para sí la crítica (ya no radical) del capitalismo y apropiarse de su áurea revolucionaria para combatir a un enemigo nuevo y temible, que ya no es el mesianismo marxista sino un nuevo ateísmo que se comporta como un “hedonismo radical” (un “agnosticismo libertino”): un nuevo consumismo infinito que renuncia a cualquier criterio de justicia y para el cual el único valor es el poder. Caído el marxismo, el enemigo ahora es el neoliberalismo, un ateísmo libertino que hace la apología de los cuerpos sensibles.

V

Un año después de la aparición de El socialismo y el hombre en Cuba, León Rozitchner publicaba en la revista La Rosa Blindada, de Argentina, y en la revista Pensamiento Crítico, de Cuba, “Izquierda sin sujeto”, un artículo que discutía con el peronismo revolucionario de su amigo John W. Cooke, donde contrapone dos modelos humanos a partir de sendos liderazgos de contenidos opuestos: Fidel Castro y Perón. Mientras el último era el “cuerdo”, ya que se inclinaba por conservar a la clase trabajadora dentro de los marcos de sumisión del sistema, el primero era el “loco”, puesto que había catalizado las insatisfacciones y disidencias dispersas en el campo social cubano y había operado, a partir de ellos, una revolución social. Según Rozitchner, la revolución no se consuma con ideas puramente coherentes en la teoría, ni tampoco por medio de logros materiales inmediatos en la práctica. Ambos aspectos deben ser replanteados en torno a una praxis que transforma al sujeto, una “teoría de la acción” que permite por fin un “pasaje a la realidad”. La tarea de crear un “hombre nuevo” (humanidad nueva) en torno a unas masas revolucionarias no era tarea sencilla en la Argentina, y para afrontar esas dificultades Rozitchner se sumerge en la obra de Freud.

Rozitchner había expuesto en sus libros Moral burguesa y revolución, y luego en Ser Judío, su comprensión muy temprana de lo que la revolución cubana ponía en juego en todo el continente; y su obra, al menos hasta el exilio, puede ser concebida como una confrontación filosófica y política sobre la forma humana a partir de una lectura encarnizada de Marx y Freud invocados desde América Latina para el despliegue de una nueva concepción de la subjetividad revolucionaria.

VI

Unos años después, en 1972 y ya pasados 5 años desde la muerte del Che, Rozitchner vuelve a tomar la Revolución Cubana como motivo de una contraposición entre “modelos humanos” antagónicos. En su libro Freud y los límites del individualismo burgués escribe: “Creemos que aquí Freud tiene su palabra que agregar: para comprender qué es la cultura popular, qué es actividad colectiva, qué significa formar un militante. O, si se quiere, hasta dónde debe penetrar la revolución, aun en su urgencia, para ser eficaz”. Y agrega que la teoría psicoanalítica debe volver a encontrar “el fundamento de la liberación individual en la recuperación de un poder colectivo, que solo la organización para la lucha torna eficaz”.

El revolucionario, dice Rozitchner en un apartado llamado “Transformación de las categorías burguesas fundamentales”, es un operador fundamental de la cura en tanto que trastoca la “forma humana” en la que se expresa e interioriza el conjunto de las contradicciones del sistema de producción social. El revolucionario, en la medida en que actualiza el enfrentamiento con lo que lo somete ya no solo en el campo de sus fantasías sino en el efectivo plano histórico, adopta la imagen de un “médico de la cultura”, y así se liga con la de las masas insurrectas que señalan la salida de las “masas artificiales” teorizadas por Freud.

Todo lo contrario de lo que ocurre en el plano religioso, según Rozitchner, en el que Cristo “nos sigue hablando, con su carne culpable y castigada, de inconsciente a inconsciente, de cuerpo a cuerpo, en forma muda”. En la religión “encontramos solo la salida simbólica para la situación simbólica, pero no una salida real para una situación real: nos da la forma del padre pero no la del sistema de producción, donde ya no hay un hombre culpable, sino una estructura a desentrañar”. Cristo forma sistema “con la fantasía infantil, pero no con la realidad histórica”. Rozitchner encuentra entonces en este Cristo de la religión el tipo de forma humana opuesto al del Che Guevara. En tanto que modelos de forma humana, el primero, perteneciente a lo religioso, funciona como el del “encubrimiento” y el segundo, próximo al psicoanálisis freudiano, como el del “descubrimiento”, considerando que los modelos son dramatizaciones, “como los dioses del Olimpo, de las vicisitudes de los hombres”, con diferentes potenciales de acceso al sistema de relaciones sociales que toda forma humana conlleva.

En efecto, para Rozitchner se destacan dos tipos de modelos: “los congruentes con el sistema, los que en su momento fueron creadores de una salida histórica y que sin embargo se siguen conservando más allá de su tiempo y del sistema que los originó, como si fueran respuestas siempre válidas, aunque en realidad ya no (la figura de Cristo, por ejemplo)” y aquellos que, actuales, asumen su tiempo “y la necesidad de su unilateralidad como aquellas cualidades que deberían conquistar por ser fundantes de otras (la figura del Che, por ejemplo)”. Estos últimos asumen su tiempo sin modelos verdaderos y deben enfrentar, por lo tanto, “la creación de nuevas formas de hombre” y de mujer en los que la “necesidad actual, determinada” se exprese. En este último caso, dice Rozitchner, no se trata de un superyó, porque el modelo humano carece “del carácter absoluto que adquieren los otros: la lejanía y la normatividad inhumana aunque sí entran a formar parte de la conciencia de los hombres, como formas reguladoras del sentido objetivo de sus actos”.

Esta distinción le permite a Rozitchner explicitar el carácter político que asume en Freud el superyó colectivo. Si toda forma humana evidencia un sistema histórico en sus contradicciones más propias, contradicciones que mujeres y hombres interiorizan, sin poder zafarse de ellas a no ser bajo la forma de la sumisión, la neurosis o la locura, entonces la única posibilidad histórica de cura sería el enfrentamiento también con los modelos culturales, que regulan las formas de ser individual como las únicas formas de humanidad posible.

El Che Guevara es tomado por Rozitchner, entonces, en 1972, como modelo revolucionario del superyó, contra el oficial. “Siguiendo el caso del Che Guevara, se ve claramente cómo su conducta aparece, en tanto índice de una contradicción cultural, asumida por él hasta el extremo límite del enfrentamiento” y se ve al mismo tiempo cómo, en la dinámica del enfrentamiento, Guevara suscita “la forma de hombre adecuada al obstáculo para que se prolongue, por su mediación, en los otros como forma común de enfrentamiento y lucha”. Rozitchner sostiene que este modelo guevariano, que enfrenta al sistema no en sus fantasías sino en el terreno del sistema de producción capitalista, abre “para los otros el sentido del conflicto y muestra a los personajes históricos del drama, en el cual cada uno debe necesariamente incluirse”.

 VII
A fines de los años 70, León Rozitchner (a quien seguimos tratando de mostrar que su filosofía contiene un dialogo y una elaboración de las más importantes intuiciones del Che) escribe 
Perón: entre la sangre y el tiempo.En este libro problematiza la relación de la izquierda argentina –peronista o no- con la violencia política como parte de una reflexión más amplia sobre la guerra y las ilusiones que conllevan a la derrota (esta cuestión se ahonda en su libro Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia y en su polémica con el filósofo Oscar del Barco). En el corazón de sus preocupaciones sobre el problema de la violencia, Rozitchner no se pliega a una condena a esta, sino que intenta pensarla desde la izquierda: no condenar la violencia por ser violenta sino por no haber hecho la distinción imprescindible entre violencia (de los poderes) y contraviolencia. Rozitchner lee los trabajos militares de Perón, pero también del teórico de la guerra Carl von Clausewitz, y elabora una filosofía de la guerra en la se puede distinguir la diferencia entre una violencia ofensiva, conquistadora, que tiende a utilizar la categoría de asesinato como categoría posible de la violencia; y lo que él llamará una contraviolencia de izquierda, que es siempre defensiva, que siempre parte de la movilización popular y que nunca incorpora como razonamiento fundamental el asesinato. Pasadas varias décadas, podemos corroborar que esas distinciones están más vigentes que nunca. El aumento de la violencia represiva, asesina, o la violencia loca no ha dejado de proliferar sobre el cuerpo de las mujeres, de los jóvenes en los barrios y, por lo tanto, también se activan movimientos de contraviolencia. Esta situación la vemos con claridad en el caso de la desaparición de Santiago Maldonado, como también en la irrupción activa del movimiento de mujeres y de los organismos de derechos humanos. El problema de la contraviolencia sigue planteado, y lo que hay que dilucidar es cómo se resiste a este tipo de violencia asesina. Cómo los cuerpos individuales y colectivos pueden tener categorías, elaboraciones, formas de componer una ética que corte con la violencia opresiva, que corte con la violencia asesina sin repetirla, sin copiarla, sin volverse ella misma asesina y loca, derechista. Se trata de la recuperación del problema de la relación entre violencia y obediencia, en un contexto nuevo donde problematizar estas cuestiones sea un modo de no acomodarse a la derrota. En ese intento de volver a plantear el problema de la violencia se juega la lectura que Rozitchner hace de la figura de Guevara. Frente a una reivindicación de tipo idealista del Che Guevara (la idea básica de un Guevara cristologizado, cuya verdad proviene de una supuesta disposición a hacerse matar), Rozitchner recupera su imagen justamente para analizar el modo de plantear el problema de la violencia en un campo de antagonismos, en el que la violencia asesina, siempre presente, no puede convertirse nunca en el modelo de la violencia revolucionaria.VII

VIII

El neoliberalismo de estos años invoca un cuerpo sensible que ya no aspira a ninguna idea de supresión de las estructuras de dominación –al contrario, para esa subjetividad estas resultan simplemente inexistentes- ni refiere su propia potencia a instancia colectiva o revolucionaria alguna -solo reconoce la empresa y la competencia como dinámicas colectivas legítimas-. Se trata de un ateísmo sin trascendencia –en palabras de Ferré-, aunque dispone de saberes prácticos sofisticados respecto de los procesos micropolíticos de la subjetivación. Unos saberes que excluyen y borran eso que Marx y Freud habían inventado, cada uno por su cuenta en sus respectivos campos: la escucha del síntoma –lucha proletaria o deseo- que conlleva una alianza con un proceso de verdad aún por concretar. La alianza con el síntoma, en el plano social e individual, daba lugar para las subjetividades críticas (que hoy se patologizan) a un nuevo modo de concebir la verdad como aquello a lo que solo se accede mediante la autotransformación del sujeto. Es este sujeto el sujeto de la investigación militante.  Es el sujeto que queda abolido por un nuevo sacerdocio –vaticano o neoliberal-, que vuelve a sujetarlo a su condición natural, orgánica y creada. Doble fijación: a una salud fundada en la estabilidad y a una visión moralista del mundo. El sujeto en tiempos de terror es el sujeto impotente con respecto a los fenómenos de violencia, capturado por la teología política de la propiedad privada, de la cual solo se discuten sus abusos y excesos.

La novedad con referencia a sus presentaciones anteriores es la pretensión de lo neoliberal de revestir las operaciones del capital con un llamado al disfrute, al goce, a la libre elección sobre la realización personal. Se propone una nueva manera de adhesión a la vida capitalista bajo el supuesto de que la vida crítica es difícil y triste, además de sospechosa. Quien no participe del juego transparente del amor a las cadenas es un inadaptado, alguien patológico, tal vez un terrorista. Si todo esto no termina de cuajar del todo es simplemente porque el discurso del capital es muy despótico y es poseedor de una violencia intrínseca fundamental.

La coyuntura argentina actual –últimamente discutida en términos de si la derecha en el poder es más o menos “democrática- quizás pueda ser entendida como la asunción, en el plano directo de lo político, de eso que ya ocurre desde hace tiempo al nivel de unas micropolíticas neoliberales: la disputa por la forma humana. Si prolifera la sensación de una contrarrevolución en marcha, tal vez sea por el modo como se retoman los elementos de esa “humanidad nueva” que para Guevara solo eran concebibles en la ruptura con la ley del valor, como parte de un proyecto de modelización comunista. El actual entusiasmo desbordante con la idea de un porvenir sin rupturas imagina el diseño humano confinado a los efectos de la alianza entre economía de mercado y nuevas tecnologías.

Claro que hablar de contrarrevolución tiene un inconveniente insalvable, puesto que no es posible identificar una revolución previa a la que se procura liquidar o absorber (la coyuntura del kirchnerismono fue revolucionaria). El gesto futurista, que por momentos esboza la ofensiva actual de la derecha sobre el plano de la sensibilidad y de las ideas, es parte de una estrategia de inscripción violenta de todos aquellos rasgos de una nueva subjetividad en el orden del capital: entusiasmo, deseo de libertad, capacidad creativa, sentido comunitario, disfrutes vitales varios, asuntos asociados en el pasado con el proyecto revolucionario -y con la ruptura de la ley del valor- se conciben ahora como sólo alcanzables en términos individuales por medios completamente adaptativos (la inercia que brota de los dispositivos comunicativos, tecnológicos y corporativos  que se trata de sostener a como de lugar).

Quizás convenga retomar el lenguaje de Alain Badiou y nombrar nuestro tiempo como restauración (rechazo de toda revolución). Marco Teruggi dijo hace poco que la situación en Venezuela era la de una revolución incompleta respondida por una contrarrevolución completa. Este sentido de la desproporción no habla sólo del rechazo a la revolución. Dice algo también sobre una cierta atracción reaccionaria que provocan los elementos de las subjetivaciones autónomas. Contrarrevolución, quizás, como labor continua de esterilización comunicacional y refuncionalización neoliberal de todo aquello que surge como elemento de fuga y resistencia a la coacción de la economía del valor. La teorización de Félix Guattari sobre las “revoluciones moleculares” tal vez sea aún hoy las más acertada para describir una heterogénesis activa y proliferante que adopta la forma de luchas, fugas y transformaciones. Los movimientos indígenas, comunitarios, de mujeres, de trabajadores de la salud, de la educación, del arte, de los trabajadores informales, de la economía popular, entre otros, constituyen un campo de batalla fundamental, en el momento mismo en que lo neoliberal hace de la subjetividad su principal preocupación, y permiten retomar en un nuevo contexto la cuestión guevariana de la ruptura entre ley del valor y obediencia.

[1] “En Marx, sin embargo, la ley del valor se presenta bajo una segunda forma, como ley del valor de la fuerza de trabajo” consistente en “considerar el valor del trabajo no como figura de equilibrio, sino como figura antagonista, como sujeto de ruptura dinámica del sistema” en la medida en que se considera –como lo hace Marx- a la fuerza de trabajo como “elemento valorizador de la producción relativamente independiente del funcionamiento de la ley del valor” como vector de equilibrio. (Toni Negri en “La teoría del valor-precio: crisis y problemas de reconstrucción en la postmodernidad, en Antonio Negri y Félix Guattari, Las verdades Nómadas y General Intellect, poder constituyente, comunismo, Akkla, Madrid, 1999). Negri escribe sobre el Che: “Es extraño pero interesante y extremadamente estimulante, recordar que el Che había tenido la intuición de algo de lo que ahora estamos diciendo. Esto es, que el internacionalismo proletario tenía que ser transformado en un gran mestizaje político y físico, que uniera lo que en ese momento eran las naciones, hoy multitudes, en una única lucha de liberación”. (Toni Negri, “Contrapoder”, en Contrapoder una introducción, Colectivo Situaciones y autores varios, Ediciones de mano en mano, Buenos Aires, 2001)  

[2] Las citas a Methol Ferré pertenecen al libro de entrevistas con Alver Metalli, El papa y el filósofo, Ed. Biblos, Buenos Aires, 2013.

El “gran culpable”, ¿Qué Lenin hoy? // Diego Sztulwark

Serie ¿Quién necesita una revolución? (parte 3/5)       

Ya era una transformación incorporal la que había extraído de las masas  una clase  proletaria en tanto  que agenciamiento de enunciación, antes de  que se dieran las condiciones
de aparición de un proletariado como cuerpo.     
G. Deleuze y F. Guattari

Claridad, a nombre de la vanguardia organizada del proletariado y de la juventud y los intelectuales revolucionarios del Perú, saluda la memoria del  gran maestro y agitador ruso.  

                                                                                                        José Carlos Mariátegui

   Para nosotros, los soviets no son importantes por sus formas: lo que nos interesa realmente es la clase de la que son expresión.                                                                                                            V. I. Lenin

El rechazo a Lenin es un signo de los tiempos y tal vez de lo que Walsh llamó “déficit de historicidad”. No hace falta escuchar a sus refutadores más encarnizados, a aquellos que lo asimilan al “totalitarismo”, como si el credo en la libertad del individuo resolviera el escándalo de la explotación social. Alcanza con escuchar a quienes lo reivindican para entenderlo. En el medio hay de todo: el peronismo festeja el óleo del pintor Daniel Santoro, que muestra a Eva Perón castigando a un Lenin bebé desnudo sobre su regazo, mientras que para el pensador post-obrerista italiano Franco Berardi (Bifo), Lenin es el exponente de un catastrófico Cristo oriental, cuya búsqueda de pureza –procedente del espiritualismo ruso- llevó al bolchevismo a desprenderse de las pulsiones del proletariado en favor de la encarnación de una Idea. Si para el peronismo, con la exclusión desde luego de John W. Cooke y del llamado peronismo revolucionario, Lenin es un impulso extremo incapaz de centro, para el postobrerista se trata de un sujeto en colapso psíquico, de una inteligencia depresiva resuelta por la vía de una aceleración voluntarista propiamente masculina. Y hay más. La crítica libertaria acentuará su autoritarismo, el comunismo de guerra, la represión de la rebelión de Kronstadt. No es el caso de Rosa Luxemburgo -asesinada por la socialdemocracia en 1919, cuando el leninismo de Estado aun no se había desarrollado lo suficiente-, cuya polémica sobre la espontaneidad de las masas se asentaba sobre otra base de afinidades comunes. Tampoco es el caso de León Trotsky, cuya profunda admiración por Lenin está reflejada en su extraordinario libro Mi vida. También es diferente el caso de el Che Guevara, que adopta de Lenin –más que de Marx- su compresión de la revolución como excepción, pero lo critica –lo llama “el gran culpable”- cuando estudia la bibliografía de los manuales procedentes de la URSS que circulaban en Cuba en los inicios de los años 60, apuntando sobre los peligros de la teorización leninista de la Nueva Economía Política, que hacía subsistir la ley del valor en el socialismo. ¿Cuándo comenzó a pudrirse la revolución? ¿Con la estatización de los soviets? ¿Con la burocratización del centralismo democrático? ¿Con la llegada al poder de Stalin? Todas las preguntas acumuladas a lo largo del siglo XX –siglo que culmina con la restauración- ahora se levantan contra él, acusatorias.

Como balance del ciclo de las revoluciones subsiste un reproche. La revolución sólo fue una ilusión, lo único real parecen ser sus costos. El realismo se ha vuelto antileninista. Y se llena la boca hablando de “Estado de derecho”. Sin importar lo que hay de ilusión en sus propios razonamientos. Sin pudor por sostener un ideal democrático castrado. Un realismo sin revolución cuyo único efecto verificable es el de incapacitar a la democracia para toda actividad igualitaria. La propia izquierda asume este balance cuando lee a Gramsci sin Lenin, y olvida que Lenin era para Gramsci la hipótesis misma del “príncipe colectivo”. Es la tesis de la traductibilidad. Gramsci interesa justamente por ser un leninista agudo. Es decir, por captar en Lenin a Maquiavelo. ¿Cómo hacen los profesores de teoría política para enseñar la grandeza del florentino sin mencionar al ruso? Hasta Karl Schmitt, el pensador extremo de lo político como comunidad estatal (la política como enemistad entre los Estados), proclamaba la genialidad de su principal enemigo, el inventor de una política distinta, “partisana”, capaz de destruir la politización del Estado por la vía de la politización del antagonismo de clases.

Foto tomada el 6 de octubre de 1918, en Moscú

La cuestión de un realismo político revolucionario proviene de Maquiavelo. Se trata justamente de comprender lo político como aquello que se pierde cuando se activan la ilusión y la utopía, cuestión esta última perfectamente clara para un Gramsci o un Schmitt. Como cualquier otra, la ilusión revolucionaria conduce a la desilusión, esteriliza la estructura cognitiva propia de lucha democrática (la crisis, la lucha de masas, la revolución son también experiencias epistémicas, modos de pensar). Según el autor de El Príncipe, lo propio de los sujetos consiste en proyectar sus deseos y confiar en ellos a costa de los signos que evidencian el peso imponente del orden real que desearían transformar. De allí que la política tenga algo de difícil, una ciencia (o un arte). Maquiavelo llama “fortuna” a esa red viva de encadenamientos causales, en continua recombinación, que determina mutaciones incalculables sobre las situaciones sobre las que se aspira a actuar. El choque entre lo continuo del deseo –ilusión- y la variabilidad de las determinaciones –fortuna- abre para Maquiavelo el saber propiamente político de la “virtud”, que no es otra cosa que la capacidad de activar una analítica parcial (fechada) y local (circunscripta) sobre aquellos movimientos que afectan la situación en el corto plazo, de modo que la acción se ajuste a los posibles que sugiere la cadena de determinaciones. ¿Y Lenin? Mediante su lectura de las luchas de fines del siglo XIX ruso y de La Lógica de Hegel y El Capital de Marx, el líder bolchevique actualiza la cartografía del saber político maquiaveliano, fundado siempre en el antagonismo, en la constitución de un “sujeto finito” -forjador de ideas de corto plazo-, y en un intenso anti-utopismo, como modo de prevenir la absorción de este saber provisorio y de tipo estratégico hacia un plano de trascendencia moral o teológico (“la fantasmagoría del deber ser”)[1].

Luego de décadas de glorificación sobrevienen décadas de demonización. La ortodoxia leninista en todas sus variantes deshistoriza en beneficio del antileninismo. Dos caras de un mismo borramiento. Salvo, quizás, que subsista una recuperación subversiva, libre y desobediente de toda mistificación, capaz de componer un Lenin más allá de todo “leninismo”. ¿Es posible concebir un Lenin cartográfico, fascinado con la espontaneidad de la lucha de masas? ¿Existió eso? Tal vez. Puede rastrearse, es solo un ejemplo, el bellísimo seminario que dictó Antonio Negri, en 1972, en el Instituto de Ciencias Sociales de la Facultad de Ciencias Políticas de Padua, publicado bajo el título La fábrica de la estrategia. 33 lecciones sobre Lenin. Debe haber más. ¿Un Lenin autonomista? Sí. Un Lenin que apuntó a la creación de una forma política a la altura de la espontaneidad de las luchas, de la complejidad de la formación social rusa, de la articulación entre lucha económica y política, y de la afirmación de deseos y aspiraciones proletarias y populares. No se trata de la vigencia eterna de Lenin, puesto que la estrategia se ajusta a una coyuntura y a una determinada “composición de clase” (y la teoría del partido de Lenin se corresponde, según Negri, con la fase de subsunción formal de trabajo en el capital), sino de una lectura que actualiza el punto de vista revolucionario. El Qué hacer debe ser traducido nuevamente. Se ha entendido todo mal. La tesis de una vanguardia “exterior” a la clase trabajadora hizo olvidar que dicha vanguardia es obrera, que la ciencia de partido es el punto de vista de la lucha plebeya -no un nuevo positivismo vulgar-, y que en el Occidente moderno –traductibilidad gramsciana-, donde la subsunción del trabajo al capital ha llegado a ser real, el análisis teórico no tiene porqué provenir de un grupo separado sino de los mismos movimientos en lucha. El propio centralismo democrático, dice Negri, no sería otra cosa que una necesidad dependiente del contexto de la autocracia rusa. Partido de la inmanencia como transición revolucionaria en que la vanguardia deviene “vanguardia de masas”. Un Lenin contemporáneo necesita de nuestra propia contemporaneidad, es decir, de una actualización cartográfica.

Lenin fue leído también como potencia nominalista, una de las “mil mesetas” de Deleuze y Guattari. En A propósito de las consignas (1917) los autores encuentran “un tipo de enunciado específicamente leninista en la Rusia Soviética”. Se trata, dicen, de una máquina de enunciación propiamente literaria. Como en Kafka: escribir es adelantar el reloj: huir, sostenerse y agarrar el mundo. La política trabajando el lenguaje desde su interior. Si la Primera Internacional “inventa” un nuevo tipo de clase (“Proletarios de todos los países del mundo, uníos.”), la ruptura leninista con la socialdemocracia inventa una segunda “transformación incorporal” que extrae de la clase proletaria una vanguardia como “agenciamiento de enunciación” (“a riesgo de caer en un sistema de redundancia específicamente burocrático”). Interesados por fechar acontecimientos, los autores citan a Lenin cuando afirma que la consigna “todo el poder a los soviets” solo fue válida entre el 27 de febrero y el 4 de julio de 1917. Es decir, fue útil para el desarrollo pacífico de la revolución pero ya no para la guerra. Y es que, dice Lenin,  “toda consigna debe ser deducida de la suma de particularidades de una situación política dada”. La idea de que la actividad política es capacidad de escucha y alianza con el síntoma presente en el campo social divido en clases es quizás la más pervertida por las tecnologías de los focus group.

Lo que nos separa de Lenin es demasiado, aunque su nombre permanezca como representante de un realismo revolucionario peligrosamente ausente. No es que no haya aparecido nada desde entonces, pero no es tanto lo que se hizo en nombre de la revolución por fuera del lenguaje leninista. Quizás por el lado de Félix Guattari se puedan encontrar síntesis originales. Su noción de “transversalidad” (y luego la de metamodelización) permite reunir radicalidades diversas. “Ecologías” las llama. Guattari supo sostener una atención múltiple a planos de existencia de los más variados. Su “revolución molecular” se nutría de procesos activos -movimientos sociales, tecnológicos, artísticos, salud mental, mundo “psi”, partido verde, feminismo, obrerismo italiano y un largo etcétera-, en diferentes lugares del mundo como en Brasil y Japón. Toda su obra es un intento de actualización cartográfica de los flujos del capital (Capitalismo Mundial Integrado, época de la subsunción de la vida en el capital) y de subjetivaciones deseantes. ¿Hay lugar en esta proliferación para un realismo revolucionario? ¿Es aún necesaria la organización y la estrategia cuando lo que ocurre es una pluralidad heterogenética que multiplica los posibles de intervención en un campo social tomado por el caos y la complejidad? Estimo que sí, que si la “caósmosis” guattariana acaba con el postulado de una instancia política como instancia privilegiada (fetichismo de lo político), no es porque renuncie al problema principal de la revolución –el antagonismo de clases en la relación social capitalista- sino porque se deshace de estereotipos y nostalgias.

La proliferación de movimientos y subjetivaciones que recorrió el territorio sudamericano durante la última década corre riesgos de perderse, si no emerge un realismo revolucionario capaz de volver a trazar una correlación entre la materialidad de las luchas, las formas de reproducción material y la naturaleza de las instituciones. La revolución no es tanto el diseño  de una voluntad como el movimiento absoluto de la tierra. Movimientos tan reales como incalculables (“fortuna”). El pensamiento político y filosófico de ese absoluto (“virtud”) solo puede ser vivido como algo raro e inminente. De ahí el estado anacrónico de “preparación” en que vive el revolucionario. Prepara una figuración inédita: La de un “príncipe” (como decía del poder colectivo el comunista Gramsci; una “entidad emergente-heterogénea”, siguiendo a Guattari) capaz de dramatizar la afirmación de una autonomía que haga de lo común el fundamento de la “República”. No se trata por tanto de evocar a Lenin eludiendo toda definición sobre nuestra relación con él. No. A Lenin lo necesitamos aún cuando ya no lo asumamos como premisa, como un sistema de fidelidades, citas o esquemas a presuponer. Lo que nos liga a él es una confrontación íntima e inacabada sobre la forma política que permite la afirmación de la autonomía del trabajo vivo. Esa forma política que articula, habilita la decisión colectiva y puede ensayar formas de neutralizar la violencia represiva, sigue pesando, en su ausencia, sobre nuestra coyuntura.

[1] Ver Gabriel Albiac, Sumisiones voluntarias. La invención del sujeto político: De Maquiavelo a Spinoza. Tecnos, Madrid, 2011.

5 de Noviembre, 2017.

Bajo el signo de la distopía // Diego Sztulwark

Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución, de Javier Trímboli. Editorial Cuarenta Ríos

Serie: Quién necesita una revolución (parte 4/5)

Diego Sztulwark

En un repliegue la disciplina debe ser más consciente, y es cien veces más necesaria, porque cuando todo un ejército retrocede no sabe o no ve claramente dónde debe detenerse. Se ve solamente el retroceso; en tales circunstancias bastan en ocasiones algunas voces de pánico para la primera desbandada.

V. I. Lenin

La inteligencia, de los otros, no termina nunca de ser antídoto contra la tristeza, nuestra.

Javier Trímboli

 

Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución, es un libro-pensamiento que habla de y desde un “nosotros” de periferia variable: “nosotros” abarca, en principio, a quienes pensamos bajo la influencia de la revolución derrotada de los años 70. Que sea Javier Trímboli quien asuma esa tarea narrativa constituye un doble acierto. Acierto de los editores (Gabriel Diorio y Diego Carames, Editorial Cuarenta Ríos) al identificar que ese “nosotros” tiene un trayecto colectivo –¿generacional?- para contar: tramado entre la desazón de los años 90 y la actual. Sin un nosotros capaz de pensarse, no hay cómo habitar la escena contemporánea. Y acierto del propio Trímboli, quien propone el signo de la distopía para dar cuenta del trayecto de quienes llegábamos demasiado tarde a la cuestión de la revolución (es decir, la de los años 70) pero demasiado temprano para adiestrar nuestros hábitos al renaciente mundo del mercado. Quizás el acierto sea triple. Esto lo aclara desde el inicio el prólogo de Jens Andermann: Trímboli, historiador, sabe cómo trabajar el archivo para contar la experiencia de este paréntesis.

Ese archivo son las lecturas que Trímboli repone para entender aquellos años. Los años 90, en los que leer era pensar qué hacer con los fragmentos de la derrota: buscar en Rodolfo Fogwill (la vida después de la revolución fallida); investigar la superposición de los 70 en los 90 en los textos de Roberto Jacoby; huir de los balances geométricos sin residuos de Beatriz Sarlo; y, sobre todo, descubrir Restos pampeanos. Ciencia, ensayo y política en la cultura argentina del siglo XX, el gran libro de Horacio González. 2001, en estado de perplejidad ante la aparición de un movimiento de masas que da sus espaldas al peronismo; y desconcierto ante el carácter lejano de esta irrupción: los movimientos nacen alejados de la vida intelectual y universitaria. Distancia geográfica y de clase. El archivo de Trímboli: Mariano Pacheco, Colectivo Situaciones, Ignacio Lewkowicz, María Moreno, Maristella Svampa. De los lejanos inicios del kirchnerismo. 2003: año de la convocatoria “sublunar” de Néstor Kirchner a “una parte importante de estas limaduras desperdigadas”. La línea principal de lecturas aquí parece ser Nicolás Casullo. Sobre estos andariveles transcurre la primera parte del libro.

Sublunar quiere decir sin Utopía. Mundo desprovisto de purezas formales y morales. Delimitación de un ámbito de elucidación de la experiencia de quienes persiguiendo los flecos de la revolución fueron adentrándose en el kirchnerismo. Se trata de indagar las razones internas que llevaron a ese nosotros (que por momentos se reduce al autor mismo) a tomar parte activa del Estado durante el gobierno de CFK. Un balance, bien hecho, en la medida en que ofrece las claves para comprender qué cuerdas tocó en ellos el llamado de Néstor Kirchner. No tanto la revolución como la historia. En otras palabras: no hubo conversión sino convergencia. Por razones diversas, se trataba para unos y otros de hilvanar hilos destejidos, de recobrar la dimensión colectiva de la política. En suma: de salir de los 90, vividos como un círculo vicioso entre vidas al borde del desperdicio y política desangelada (aquí el archivo es Fabián Polosecky).

Historia más que revolución. Porque la revolución había dejado de tener realidad práctica. Sentido sin tarea o bien tarea sin sentido. Y solo la historia conservaba el contacto con eso que se deseaba y se quería seguir pensando. En un contexto en el que resonaban –tan graves como hoy- las palabras de Walter Benjamin sobre el peligro que corren nuestros muertos cuando el enemigo no deja de vencer. Este acento benjaminiano es el más fuerte del libro. Y el más interesante. Sobre el final, esta línea se aclara. Es Benjamin y es Karl Schmitt tal y como los lee y presenta Paolo Virno (el Virno más agambeniano): las potencias sublunares provienen de motivos enteramente negativos. Ya no se trata del paraíso en la tierra, sino de evitar el mal. No de la victoria siempre, sino de suspender el movimiento hacia la catástrofe, de interrumpir todo lo que se pueda el avance enemigo. El kirchnerismo, para Trímboli, fue una experiencia de esa índole. No el “entusiasmo” que produce la revolución (según Kant) sino un pensamiento que vale la pena sostener en su ausencia (y un rechazo al refugio reaccionario en un utopismo que conserva los valores renunciando a la fuerza efectiva).

Libro-pensamiento, porque trabaja sobre las interpretaciones de los hechos. Se ocupa de episodios develando la luz bajo la cual fueron pensados. Una historia que apunta al nexo íntimo que constituye a los sucesos cuando se los lee a partir de las ideas que los trabajan. Lo más interesante del modo de trabajo de Trímboli es esa manera de concebir el archivo: la curiosidad del historiador se orienta hacia la detección de ese pliegue de pensamiento inmanente a los acontecimientos. Ese método es la estructura misma del libro. En primer lugar, para pensar la revista Contorno como inicio del planteamiento de la cuestión “peronismo y revolución” inmediatamente anterior a los primeros ecos de la Revolución Cubana. Y luego, sí, Cooke. Aunque un Cooke más restringido a Perón, lo que no está mal. Aunque se pierde algo importante con relación al Che, que queda una vez más reducido al foco. Otra opción posible hubiera sido seguir las pistas que ligan al Che con las luchas de los trabajadores de la carne, vía Cooke. Ese tipo de enlaces existieron y permiten tensar más aún la “y” (de peronismo “y” revolución). También en Cooke.

La derrota produce un defecto óptico. Lo perdido idealizado bloquea un tratamiento “sublunar” de los asuntos de la revolución. Escinde lo que es necesario sostener al mismo tiempo: mito y razón. Hablamos de la escritura de José Carlos Mariátegui, citado en el libro. En palabras de Alberto Flores Galindo: de crear “otra manera de aproximarse al país”, “otro lenguaje”, en el que sea posible la conexión entre “indigenismo y marxismo”. La derrota depende del modo en que resulta pensada. Aquí el material de archivo es la Carta a las Juntas, de Rodolfo Walsh: la derrota militar no es total si se es capaz de desplazarse, un repliegue en las resistencias populares. Pero ¿hasta dónde y hasta cuándo el repliegue? Para plantear la elaboración de estas cuestiones (la derrota como defecto óptico, el repliegue como fijación), Trímboli plantea dos fechas claves: 1989 –el “congelamiento general de la revolución”- y 2001 -efecto del “éxodo de la política”. 1989, año de la desbandada general, y del menemismo leído como desencadenamiento de una guerra –que no cesa- entre villa y policía y el derroche en el consumo (el archivo aquí es Cristian Alarcón). Y 2001: la lucha de clases pensada como motín, el hartazgo de lo político y emergencia de una sensibilidad anarquista. Las lecturas del zapatismo. Acá Trímboli tiene en mente las discusiones en la revista La Escena Contemporánea. Hay una cuestión óptica en juego, todo el tiempo. El repliegue conserva –congelada- una imagen del cambio que no permite “ver” la mutación de las figuras de la rebelión, la irrupción de nuevas fuerzas o modalidades. 2001 no es un regreso de la revolución, sino otra cosa. Algo que no se entiende desde la revolución congelada. La derrota tiene su carga epistemológica. Y la crisis de 2001 trae una experiencia cognitiva nueva (para esta relación entre crisis y recomposición epistémica, Trímboli utiliza interesantísimas citas de René Zabaleta).

Libro-pliegue contra libro-acontecimiento. La inspiración sublunar es otro nombre para un historicismo radical, que en este caso tiene la enorme ventaja de plantear la importantísima cuestión de la relación entre kirchnerismo y 2001 (cuestión negada por las exaltaciones -¿aún se recuerdan?- de un Néstor mitológico como un “viento que vino del Sur”. Una Ruptura desde la Nada). La impresión -dice Trímboli- es que “es imposible entender de qué se trató el kirchnerismo si se elude eso”. La crisis de 2001 –continúa- “posee una densidad tal que hace que esa luz se vuelva a ver”. Efecto óptico del 2001: permite ver de otro modo. Trímboli destaca allí “esa militancia que se puso al frente de la protesta social de la segunda mitad de la década de los noventa”. E indica que parte de esa militancia “alimentó al kirchnerismo”. Indica la cuestión, pero no avanza más allá. Es decir, no queda lo suficientemente planteada la pregunta sobre qué sucedió (y qué se perdió) cuando aquellas luchas debieron reacomodarse al subperíodo que se abre en 2003. Dice, sí, que con el nuevo gobierno comienza el fin de una sensibilidad autonomista: los hitos de ese desplazamiento son la presencia de Fidel en la asunción de Kirchner, las jornadas de rechazo al ALCA y la llamada “crisis del campo”. Todo el proceso de inclusión del “nosotros” al campo político en vías de reestructuración. En otras palabras: el llamado de Néstor ensambla por fin sentido y tarea: “La política sublunar por primera vez nos atrajo. Leíamos como nunca los diarios; hicimos cálculos electorales de todo tipo; no faltó quien se entrevistara con un barón del conurbano y nos sentamos en despachos de ministerios; gastamos tiempo –demasiado ¿no?- en entender cómo funciona la Corte Suprema de Justicia”. 2003 –masacre de Kosteky y Santillan mediante- concreta el pasaje del pueblo-insurrección a lo que se suponía era el retorno del pueblo-peronista. Y el historiador resalta la naturaleza sublunar del peronismo. Con lo cual 2001 vuelve a quedar donde estaba: encarnando el grado cero de lo político (un estado de pre-política). ¿Qué es 2003? No la revolución sino la reparación. Gobernar es “normalizar”, “reencauzar”. Trímboli cita al Morales Solá -siempre idéntico a sí mismo- de aquellos años, quien explica que el “incordio mayor, el intruso a derrotar” no es “el gobierno de Kirchner” porque resulta “relativamente confiable para acabar con la presencia ya prolongada de este sujeto social –entre zombis y cavernícolas embozados- que saltó a la palestra con el cambio del siglo”.

La gran bifurcación se produce para Trímboli en 2008, con la crisis abierta por la resolución 125 (el gobierno contra “el campo”). La reacción de una parte esencial de las clases dominantes depura y aclara la línea roja. Ya no es la misma del período 2001-2008. Las derechas poseedoras retoman por su cuenta las formas de movilización del 2001. Como sucederá luego con los caseroleros de 2013, se apropian de las formas callejeras y horizontales. No son sino dramatizaciones de las jerarquías propietarias más exasperantes, pero evocando un pueblo. Uno pueblo contra otro. Y ahora sí ese otro es un kirchnerismo lanzado a realizar una política de derechos, inclusión y consumo. Beatriz Sarlo vio en esta dinámica -en los festejos del Bicentenario- la realización de una “hegemonía cultural”. Trímboli se mofa de Sarlo. La regaña. “No olvidábamos que la cancha en la que jugábamos era enteramente la del capitalismo”. Aunque sí admite –recordando aquellos años- un sentimiento distorsionado, una sobreestimación del Estado. El interlocutor en este punto es Eduardo Rinessi. Se trató de un estado de ánimo errado, escribe Trímboli: “convencidos de que el Estado era un sujeto todo poderoso, fascinados por estar recreando su momento peronista, incluso un poco también –pero menos porque era sin masas, también porque avergüenza- el roquista. Nos contentó suponer que calzábamos bien en el Estado, que había compatibilidad”.

El libro funciona disparando toda clase de preguntas y conversaciones abiertas. Trímboli da en el clavo al tomar como un período único el tramo 2001-2015. Un proceso con inflexiones internas, pero un mismo proceso. ¿Cómo resistir la tentación de extender esa unidad heterogénea hasta 2017? ¿No sería aún más desafiante asumir 2015 como una inflexión más del proceso iniciado en 2001? ¿No es posible y hasta necesario aplicar el mismo rigor de las inflexiones y las continuidades internas, que funcionan para explicar el pasaje de la sensibilidad anarquista a la política en 2003, al pasaje de una sensibilidad consumista a una ultra ordenancista en 2015? Entiendo que para el pensamiento bajo el signo de la revolución, el año 2015 le resulte impensable como parte de esta misma secuencia. Pero ¿y si el “macrismo” fuera también un capítulo de esta misma saga bajo el signo de la contrarrevolución? ¿Qué es lo que no funcionó en esta experiencia? ¿Qué le impide al autor leer este trayecto, 2001-2015, como “revolucionaria” (como sí lo hace Álvaro García Linera para el caso de Bolivia)? El historiador responde: la carencia de objetivos estratégicos. Y es que el rechazo de la Revolución como Utopía y luz lunar no liquida el asunto mismo de la revolución, que retorna. Vuelve como ausencia que bloquea la política democrática. Y lo cierto, dice Trímboli, es que el “movimiento real de nuestras sociedades, o limitémonos a la Argentina, fue el de la época, consumista”. Este movimiento real guarda todas las razones de la apuesta a una economía llamada neoextractiva.

¿Sabe el kirchnerismo replegarse? El libro termina justo ahí. Trímboli se declara satisfecho de una experiencia que lo descubrió “clavado en el presente”. Solo que en este presente –lo sabemos bien- ya no es la derecha conservadora la que intenta frenar la revolución, sino que la revolución misma parece haberse convertido en un esfuerzo monumental por interrumpir el tiempo histórico y “postergación del fin del mundo”. El cierre del libro es bello: evoca los efectos durables de los desvíos breves pero intensos. Ellos suelen influir los procesos largos: “veremos”. (Y es cierto. Se trata de volver a “ver”. La persistencia de un “nosotros” depende de la disposición a volver a pulir los lentes).

12 de Noviembre, 2017. 

La travesía de Naruto  (notas sobre el deseo y la decepción política)

Serie: Quién necesita una revolución (parte 5/5)  Diego Sztulwark

I. La tierra

Si uno abandona el marxismo, abandona las últimas esperanzas que se tienen.

Gilles Deleuze

Una serie japonesa de dibujos animados, Naruto, destaca a los ninjas como capaces de ver “a través de la decepción”. Se trata de ir a fondo, de aprender a percibir en la noche cerrada, en medio del triunfalismo enemigo, y de mantenerse activo incluso en la quietud. A ideas parecidas se llega leyendo a Nietzsche: ir a fondo en lo que sea, atravesar el desencanto con los propios ideales, incrementar la potencia afrontando la desilusión. Y puesto que, según Spinoza, querer y pensar son una misma cosa, se puede concluir que el problema de la decepción remite a la constitución y la vitalidad de las fuerzas. Atravesar la decepción, renunciar al discurso utópico, superar las buenas intenciones, desplazarse del moralismo a la estrategia. ¿O acaso el deseo de revolución es deseo de ilusión?

En ¿Qué es la filosofía?, Deleuze y Guattari enseñan a plantear el problema de la revolución de otro modo. Ya no planteando la cuestión del Porvenir de la revolución sino a través de los devenires revolucionarios de la gente. No se trata de una elusión de lo colectivo (pueblo, clase) sino de un cambio de perspectivas más profundo. Cuando la filosofía renuncia a pensar a partir del par “sujeto objeto”, descubre la tierra y sus movimientos. Y los movimientos de la tierra pueden ser “relativos” –regulados por el capital– o “absolutos”, es decir, conmoción plebeya y desvío capaz de crear una nueva tierra. Cierta decepción es necesaria para ir más allá la posición sujeto objeto y para hacernos descubrir los movimientos terrestres. Ideas, afectos y percepciones son asuntos de dinamismo, de velocidades, de aptitudes de las fuerzas. Tierra y conceptos son aspectos de un mismo Pensamiento-Naturaleza (de allí todo ese trabalenguas de territorializaciones, desterritorializaciones y reterritorializaciones). Lo que intentan Deleuze y Guattari es una “geofilosofía”, es decir, una orientación del pensamiento que se atreve a anticipar el desvío plebeyo, por medio de una serie de evaluaciones colectivas, de un sinnúmero de devenires.

La geofilosofía no concibe al pensador como un erudito, un maestro de cátedra o un intelectual de Estado, sino como ser de percepción: un vidente. Un viviente capaz de sentir destellos virtuales. El pensador es una criatura de plegados. Todo en él es al mismo tiempo idea y movimiento de la tierra. De allí la idea de anticipo y de escritura que Deleuze y Guattari atribuyen a lo que llaman “máquinas de guerra”. Escribir es prolongar estas Ideas-Movimientos de la tierra, contactar con el caos, ir al encuentro de las fuerzas que golpean a la puerta, adentrarse en el afuera, crear posibles. Kafka y Foucault: se escribe para conjurar dispositivos de poder, para desensamblarlos. Convertir en absoluto cada movimiento relativo.

Escuchar la tierra supone un desencanto, una crítica, un desmoronamiento de las idolatrías, un no estilo, un más allá de las expectativas y las proyecciones. Una voluntad de perder la voluntad. La “georevolución” como fenómeno de una vida capaz de perder la forma humana se vuelca enteramente del lado de un materialismo radical (Deleuze escribía sobre Marx al final de su vida).

Nietzsche condenaba a los despreciadores del cuerpo y de la tierra. A los amantes de los ideales, a los creyentes del sentido. La risa de Zaratustra es removedora, un anticristo. Cuando se erigen sobre el mundo unos valores superiores, decía, se crea una realidad suprasensible que reviste lo sensible y lo devalúa (Marx también lo decía sobre el fetichismo, pensando en el cuerpo de la mercancía, ese sensible revestido de poderes suprasensibles). Cuando la ilusión se deshace ya no se reconocen valores en lo mundano previamente degradado. De la ilusión a la desilusión, la vida transcurre sin afirmaciones terrenales y el querer, que no encuentra nada válido en qué creer, solo puede querer su propia sobrevida. Cierta decepción se vuelve entonces condición de posibilidad para crear nuevos lazos con el mundo. Ni un realismo sin devenir (decepción de derecha) ni unas creencias en ideales desconectados con los movimientos de la tierra (ilusión desvitalizada de las izquierdas). Ni una cosa ni otra. La fórmula la aporta François Zourabichvili: “cierta decepción”.

II. El deseo

Abandonar la revolución debía tener la misma intensidad que bregar por ella.

Tomás Abraham

 

El deseo de revolución se titula un reciente libro del filósofo Tomás Abraham sobre la relación entre la filosofía francesa –con repercusiones argentinas– y una sed de transformación de la vida. Es decir, sobre Sartre. El tono de Abraham es conocido (no sé cómo calificarlo: ¿transgresor?, ¿“niño terrible”?) puesto que se trata de un personaje público o mediático. El tono del libro es otra cosa. Menos sentencioso y autorreferencial. Un modo narrativo ágil que permite al autor reseñar con conocimiento y gracia los diferentes capítulos de la filosofía francesa desde de la galaxia Sartre (Georges Bataille, Simone de Beauvoir, Maurice Merleau-Ponty, Raymond Aron, Albert Camus, Benny Lévy) pasando por la generación de los Althuser (con su descendencia: Alain Badiou, a quien detesta, Jacques Rancière y Pierre Macherey), Barthes, Foucault y Deleuze (Deleuze sin Guattari), hasta la generación de los nuevos filósofos (de Jean-Claude Milner a André Glucksmann) pasando por la filosofía de inspiración religiosa de Emmanuel Levinas.

Sin confundirlos –ama a Deleuze, detesta a Badiou, etcétera–, Abraham los considera a todos ellos –la entera filosofía francesa posterior a la liberación– como grandes maestros que han ido tramando la ilusión –primero del compromiso, luego del saber, finalmente de los derechos humanos– con consistencia académica. Artistas sublimes que han sostenido la cuestión revolucionaria –¿que viene de Kant? – junto con un virtuosismo arraigado en la tradición de la enseñanza universitaria europea. Abraham admira las piruetas de los franceses. Y eso que los conoció de cerca. La Francia de Abraham es seguramente el último capítulo admirable de los europeos. Uno podría admirar a los italianos (sobre todo a Negri, pero está también Agamben), pero no. No es el caso de Abraham. Lo que le interesa es la estela sartreana y su capítulo argentino resuelto a partir de perfiles desiguales de un puñado de filósofos argentinos (David Viñas y León Rozitchner están mejor retratados por Piglia en los Diarios de Renzi; de Oscar Massota, Carlos Correa y Juan José Sebrelli, se dicen cosas más interesantes; Juan Carlos Portantiero está apenas reseñado por su relación con Gramsci; y a Oscar del Barco se lo considera sobre todo a partir de su carta “No matarás”, en la estela de la obra de Levinas).

Lo que a Abraham le interesa señalar es el carácter “sublime” del acto revolucionario. Se trata de un “deseo” que “como tal no tiene fecha de vencimiento”. La “ilusión”, en cambio, sí es “una entidad perecedera”. Inobjetable. Hay deseos que son capaces de subsistir a la decepción, creando un problema “que no se resuelve con la facilidad con la que Freud conjugó el principio del placer con el principio de realidad”. Quizás la filosofía posrevolucionaria deba afrontar los desatinos a los que conduce una y otra vez este deseo rebelde. El libro de Abraham pretende trazar “un obituario de una insistencia deseante”. ¿Cómo entender esta pretensión? Obituario o no obituario, el interés del libro está en su propósito explícito: “mostrar los modos en que el deseo de revolución se manifestó en la filosofía francesa contemporánea”. Cada capítulo (Ser, Hacer, Deber, Saber, Poder, Creer) es un “calendario de las decepciones”. La filosofía francesa como una anatomía de Sartre. Cada capítulo coincide, en la lectura de Abraham, con las obsesiones del fundador de Les temps modernes, incluyendo la vejez y esa horrible relación final con el célebre líder maoísta Pierre Victor (devenido filósofo judío con su verdadero nombre Benny Lévy) en la que no se entiende –y esto parece complacer de algún modo a Abraham– si el filósofo busca conectar con nuevas rebeliones o abjurar de todas ellas.

III. El saber

Todas las cosas de los hombres están en movimiento, y no pueden jamás quedar quietas.

Nicolás Maquiavelo

Lo que está en cuestión es, entonces, el deseo de revolución. Al cabo de un tiempo posterior a la salida de su libro, Abraham dio una entrevista en la TV, en el canal de La Nación. Allí respondió a la pregunta sobre su propio deseo de revolución, advirtiendo que las revoluciones reales implicaban la guerra civil. Querer la revolución es desear la guerra. En otras apalabras: no es posible pensar la revolución sin asumir la cuestión de la violencia y el terror.

Amador Fernández-Savater ha escrito recientemente contra la imagen de la revolución como obstáculo para reconocer procesos actuales de cambio. La revolución como deseo parece estar sometida al más duro de los exámenes. Ya no se la asocia con la más aguda comprensión crítica de lo real, la que elucida y cuestiona las relaciones de explotación, sino con una distorsión cognitiva. Las preguntas se agolpan: ¿quién desea una revolución y qué revolución se desea? ¿El deseo de revolución es patológico? ¿Y cuáles serían los deseos más adecuados en el terreno histórico-político?

El saber político, tal y como lo expuso Maquiavelo, constituye un arte de reforma del pensamiento. A la virtud política se puede aplicar la última frase de la Ética de Spinoza: “Todo lo excelso es tan difícil como raro”. Contra el pensamiento político conspiran tanto el peso de qué ilusión tiene en la experiencia humana del contacto con lo real –los sujetos suelen quedar atrapados en el orden originado en su propia imaginación proyectada sobre un orden de real–, como el hecho de que lo real mismo actúa mediante una red viva de encadenamientos causales en continua recombinación, determinando mutaciones incalculables sobre las situaciones sobre las que se aspira a actuar (eso que Maquiavelo llamaba “la fortuna”). En otras palabras: el saber político (“la virtud”) surge del desprendimiento que podamos efectuar bajo fondo del choque entre lo continuo del propio deseo (ilusión) y la variabilidad incalculable de las determinaciones (fortuna).

Para Maquiavelo, el saber político no se resuelve nunca en una comprensión total y duradera sino como la capacidad para activar una analítica parcial y local sobre los movimientos de la tierra. La política maquiaveliana se origina en una doble postulación: constitución de un “sujeto finito”, de saberes locales y de corto plazo, adiestrado en la sospecha de su propia imaginación, y un intenso anti-utopismo que rechaza la absorción de este saber provisorio y de tipo estratégico en un plano de trascendencia moral o teológico (la fantasmagoría del deber ser).

El filósofo –francés- en el que piensa Abraham es también, aunque de un modo menos directo, un pensador de las coyunturas (la Liberación; la Revolución Cultural China; Argelia; Mayo del 68, etcétera). El filósofo se inscribe en ellas de un modo u otro. Y al tomar partido corre riesgos muy concretos. Uno de ellos es el moralismo, procedente de la ambición de un saber trascendente, que escape o pretenda controlar ese real ilimitado y mutante que escapa (la fortuna). Si la filosofía de Deleuze, Guattari o Foucault sigue siendo productiva para los no filósofos, tal vez se deba precisamente a su énfasis en la estrategia, la crítica de la moral, la fuga, la cartografía, la creación de territorios existenciales. Por fuera de estas indicaciones –que refieren al movimiento y a la tierra–, el filósofo se convierte en alguien que tiene un saber infatuado sobre la vida y la política. O bien un saber cínico, confinado a manipular la imaginación popular (identificación, interpelación, fijación imaginaria que obra como sucedáneo de la realidad) con el solo fin de reconstruir el monopolio de la política en manos del Estado como fundamento para el orden y la obediencia. Todo lo contrario a un maquiavelismo, es decir, a un dispositivo que apela a la imaginación popular articulándola con una analítica del presente dentro de un horizonte anti-utópico de constitución de fuerza democrática.

¿Es aún capaz de política el filósofo? ¿No fue la revolución, por debajo de las imágenes míticas que de ellas nos hacemos, la más lograda inmanencia del pensamiento al movimiento sin reticencias? ¿Persiste el deseo más como perturbación subjetiva que como capacidad de afrontar problemas históricamente planteados, los más difíciles? ¿La revolución será sepultada como cadáver del idealismo de la voluntad o en la fosa común que comunica con las pulsiones de los vivos, pulsiones sin imagen previa ni modelo que no deja de retornar cuando los desvíos se aúnan en nueva fuerza? Quizás se pueda decir del deseo lo mismo que de la filosofía: solo deviene crítica y libre con relación a problemas concretos. No la libertad, sino la creación de una salida.

IV. Las moléculas

¿De qué sirve ser desdichado?

Jean Paul Sartre

Abraham intuye que su libro desemboca en la cuestión de la creatividad del político. No es reprochable que el maquiavelismo no sea aquí su asunto, pero apena el ninguneo de Félix Guattari, perdido en los mil pliegues del nombre Deleuze. Lo que se pierde con el nombre Guattari es una consideración de la intuición de una “revolución molecular”.  Una mutación desobediente de todo aquello que el capitalismo sostiene en una estratificación continua. No importa cuan fluida es la sujeción capitalista, se trata siempre de desterritorializaciones “relativas”. Lógica axiomática del capital. Guattari se ha esforzado como nadie en recuperar y traducir la pragmática revolucionaria a las condiciones del capitalismo mundial integrado. El movimiento es doble: liberar las multiplicidades de las potencias de la trascendencia (El Estado, La Política), y retomar las funciones que Lenin adjudicaba al partido centralizado (la teorización, la conciencia, la voluntad) para recrearlas en una multiplicidad de focos capaces de singularizar las prácticas de producción de subjetividad.

La revolución molecular parte de un diagnóstico maquiaveliano/marxiano sobre la doble condición de lo real histórico como dinamismo (Polo Singularización: movimiento, flujos) y estratificación (Polo Estandarización: territorialización, codificación). El capitalismo como encuentro entre flujo de riquezas y de trabajo, determinación recíproca sobre el cuerpo del dinero. Mientras que el capital es la subsunción real de la vida y la conjunción axiomática de flujos, la actividad vital se recrea en una pluralidad de prácticas “heterogenéticas”, introductoras de caos y complejidad. El problema de la revolución resulta plenamente retomado a partir de la proliferación de movimientos y subjetivaciones que incluya una analítica molecular de las causas y determinaciones y que cuestione la separación entre objetivo y subjetivo que priman en una lectura reaccionaria o conservadora de la política en Maquiavelo.

El nombre de Guattari importa porque permite concebir de otro modo el deseo y la revolución.  Como importa el nombre de León Rozitchner, cuando le responde a Oscar del Barco que hay razones más importantes para no matar que las del mandamiento paterno (Rozitchner explica que los dos extremos de la violencia de la derecha, esa que repudiamos junto a Del Barco, surge de no criticar a fondo el sacrificio –razones para hacerse matar– y el aniquilamiento físico del enemigo: las razones para no matar surgen de un deseo diferente de vida, un divino-inmanente, antes que de una orden de Dios. Con Rozitchner aprendemos un modo diferente de la guerra en la que no se trata de morir ni de matar). Guattari y Rozitchner juntos, sí: la guerra civil no es una consecuencia de las revoluciones moleculares sino el fantasma que no dejan de agitar los poderes asesinos y su perversa ecuación entre lo racional y lo bestial (claramente expuesto por el político florentino). En la constelación que estamos sugiriendo entre la revolución molecular, el materialismo ensoñado y el problema de la constitución del príncipe colectivo se abren las condiciones para pensar/desear la revolución como el conjunto de las rupturas de que somos capaces, mas allá de la revolución (idealizada) y de los lamentos justificados en supuestas derrotas.

3 de Diciembre, 2017.

Posdata radial:

1 – «¿Qué Lenin hoy?» en Clinamen

2 – Sublunar: entre el kirchnerismo y la revolución // Clinämen (conversación con Javier Trímboli)

3 – ¿Quién necesita una revolución? // Clinamen

4 –  Homenaje al Che: Conversaciones con Diego Sztulwark // La luna con Gatillo

La travesía de Naruto (notas sobre el deseo y la decepción) // Diego Sztulwark

Serie: Quién necesita una revolución 

I. La tierra

Si uno abandona el marxismo, abandona las últimas esperanzas que se tienen.

Gilles Deleuze

Una serie japonesa de dibujos animados, Naruto, destaca a los ninjas como capaces de ver “a través de la decepción”. Se trata de ir a fondo, de aprender a percibir en la noche cerrada, en medio del triunfalismo enemigo, y de mantenerse activo incluso en la quietud. A ideas parecidas se llega leyendo a Nietzsche: ir a fondo en lo que sea, atravesar el desencanto con los propios ideales, incrementar la potencia afrontando la desilusión. Y puesto que, según Spinoza, querer y pensar son una misma cosa, se puede concluir que el problema de la decepción remite a la constitución y la vitalidad de las fuerzas. Atravesar la decepción, renunciar al discurso utópico, superar las buenas intenciones, desplazarse del moralismo a la estrategia. ¿O acaso el deseo de revolución es deseo de ilusión?

En ¿Qué es la filosofía?, Deleuze y Guattari enseñan a plantear el problema de la revolución de otro modo. Ya no planteando la cuestión del Porvenir de la revolución sino a través de los devenires revolucionarios de la gente. No se trata de una elusión de lo colectivo (pueblo, clase) sino de un cambio de perspectivas más profundo. Cuando la filosofía renuncia a pensar a partir del par “sujeto objeto”, descubre la tierra y sus movimientos. Y los movimientos de la tierra pueden ser “relativos” –regulados por el capital– o “absolutos”, es decir, conmoción plebeya y desvío capaz de crear una nueva tierra. Cierta decepción es necesaria para ir más allá la posición sujeto objeto y para hacernos descubrir los movimientos terrestres. Ideas, afectos y percepciones son asuntos de dinamismo, de velocidades, de aptitudes de las fuerzas. Tierra y conceptos son aspectos de un mismo Pensamiento-Naturaleza (de allí todo ese trabalenguas de territorializaciones, desterritorializaciones y reterritorializaciones). Lo que intentan Deleuze y Guattari es una “geofilosofía”, es decir, una orientación del pensamiento que se atreve a anticipar el desvío plebeyo, por medio de una serie de evaluaciones colectivas, de un sinnúmero de devenires.

La geofilosofía no concibe al pensador como un erudito, un maestro de cátedra o un intelectual de Estado, sino como ser de percepción: un vidente. Un viviente capaz de sentir destellos virtuales. El pensador es una criatura de plegados. Todo en él es al mismo tiempo idea y movimiento de la tierra. De allí la idea de anticipo y de escritura que Deleuze y Guattari atribuyen a lo que llaman “máquinas de guerra”. Escribir es prolongar estas Ideas-Movimientos de la tierra, contactar con el caos, ir al encuentro de las fuerzas que golpean a la puerta, adentrarse en el afuera, crear posibles. Kafka y Foucault: se escribe para conjurar dispositivos de poder, para desensamblarlos. Convertir en absoluto cada movimiento relativo.

Escuchar la tierra supone un desencanto, una crítica, un desmoronamiento de las idolatrías, un no estilo, un más allá de las expectativas y las proyecciones. Una voluntad de perder la voluntad. La “georevolución” como fenómeno de una vida capaz de perder la forma humana se vuelca enteramente del lado de un materialismo radical (Deleuze escribía sobre Marx al final de su vida).

Nietzsche condenaba a los despreciadores del cuerpo y de la tierra. A los amantes de los ideales, a los creyentes del sentido. La risa de Zaratustra es removedora, un anticristo. Cuando se erigen sobre el mundo unos valores superiores, decía, se crea una realidad suprasensible que reviste lo sensible y lo devalúa (Marx también lo decía sobre el fetichismo, pensando en el cuerpo de la mercancía, ese sensible revestido de poderes suprasensibles). Cuando la ilusión se deshace ya no se reconocen valores en lo mundano previamente degradado. De la ilusión a la desilusión, la vida transcurre sin afirmaciones terrenales y el querer, que no encuentra nada válido en qué creer, solo puede querer su propia sobrevida. Cierta decepción se vuelve entonces condición de posibilidad para crear nuevos lazos con el mundo. Ni un realismo sin devenir (decepción de derecha) ni unas creencias en ideales desconectados con los movimientos de la tierra (ilusión desvitalizada de las izquierdas). Ni una cosa ni otra. La fórmula la aporta François Zourabichvili: “cierta decepción”.

II. El deseo

Abandonar la revolución debía tener la misma intensidad que bregar por ella.

Tomás Abraham

El deseo de revolución se titula un reciente libro del filósofo Tomás Abraham sobre la relación entre la filosofía francesa –con repercusiones argentinas– y una sed de transformación de la vida. Es decir, sobre Sartre. El tono de Abraham es conocido (no sé cómo calificarlo: ¿transgresor?, ¿“niño terrible”?) puesto que se trata de un personaje público o mediático. El tono del libro es otra cosa. Menos sentencioso y autorreferencial. Un modo narrativo ágil que permite al autor reseñar con conocimiento y gracia los diferentes capítulos de la filosofía francesa desde de la galaxia Sartre (Georges Bataille, Simone de Beauvoir, Maurice Merleau-Ponty, Raymond Aron, Albert Camus, Benny Lévy) pasando por la generación de los Althuser (con su descendencia: Alain Badiou, a quien detesta, Jacques Rancière y Pierre Macherey), Barthes, Foucault y Deleuze (Deleuze sin Guattari), hasta la generación de los nuevos filósofos (de Jean-Claude Milner a André Glucksmann) pasando por la filosofía de inspiración religiosa de Emmanuel Levinas.

Sin confundirlos –ama a Deleuze, detesta a Badiou, etcétera–, Abraham los considera a todos ellos –la entera filosofía francesa posterior a la liberación– como grandes maestros que han ido tramando la ilusión –primero del compromiso, luego del saber, finalmente de los derechos humanos– con consistencia académica. Artistas sublimes que han sostenido la cuestión revolucionaria –¿que viene de Kant? – junto con un virtuosismo arraigado en la tradición de la enseñanza universitaria europea. Abraham admira las piruetas de los franceses. Y eso que los conoció de cerca. La Francia de Abraham es seguramente el último capítulo admirable de los europeos. Uno podría admirar a los italianos (sobre todo a Negri, pero está también Agamben), pero no. No es el caso de Abraham. Lo que le interesa es la estela sartreana y su capítulo argentino resuelto a partir de perfiles desiguales de un puñado de filósofos argentinos (David Viñas y León Rozitchner están mejor retratados por Piglia en los Diarios de Renzi; de Oscar Massota, Carlos Correa y Juan José Sebrelli, se dicen cosas más interesantes; Juan Carlos Portantiero está apenas reseñado por su relación con Gramsci; y a Oscar del Barco se lo considera sobre todo a partir de su carta “No matarás”, en la estela de la obra de Levinas).

Lo que a Abraham le interesa señalar es el carácter “sublime” del acto revolucionario. Se trata de un “deseo” que “como tal no tiene fecha de vencimiento”. La “ilusión”, en cambio, sí es “una entidad perecedera”. Inobjetable. Hay deseos que son capaces de subsistir a la decepción, creando un problema “que no se resuelve con la facilidad con la que Freud conjugó el principio del placer con el principio de realidad”. Quizás la filosofía posrevolucionaria deba afrontar los desatinos a los que conduce una y otra vez este deseo rebelde. El libro de Abraham pretende trazar “un obituario de una insistencia deseante”. ¿Cómo entender esta pretensión? Obituario o no obituario, el interés del libro está en su propósito explícito: “mostrar los modos en que el deseo de revolución se manifestó en la filosofía francesa contemporánea”. Cada capítulo (Ser, Hacer, Deber, Saber, Poder, Creer) es un “calendario de las decepciones”. La filosofía francesa como una anatomía de Sartre. Cada capítulo coincide, en la lectura de Abraham, con las obsesiones del fundador de Les temps modernes, incluyendo la vejez y esa horrible relación final con el célebre líder maoísta Pierre Victor (devenido filósofo judío con su verdadero nombre Benny Lévy) en la que no se entiende –y esto parece complacer de algún modo a Abraham– si el filósofo busca conectar con nuevas rebeliones o abjurar de todas ellas.

III. El saber

Todas las cosas de los hombres están en movimiento, y no pueden jamás quedar quietas.

Nicolás Maquiavelo

Lo que está en cuestión es, entonces, el deseo de revolución. Al cabo de un tiempo posterior a la salida de su libro, Abraham dio una entrevista en la TV, en el canal de La Nación. Allí respondió a la pregunta sobre su propio deseo de revolución, advirtiendo que las revoluciones reales implicaban la guerra civil. Querer la revolución es desear la guerra. En otras apalabras: no es posible pensar la revolución sin asumir la cuestión de la violencia y el terror.

Amador Fernández-Savater ha escrito recientemente contra la imagen de la revolución como obstáculo para reconocer procesos actuales de cambio. La revolución como deseo parece estar sometida al más duro de los exámenes. Ya no se la asocia con la más aguda comprensión crítica de lo real, la que elucida y cuestiona las relaciones de explotación, sino con una distorsión cognitiva. Las preguntas se agolpan: ¿quién desea una revolución y qué revolución se desea? ¿El deseo de revolución es patológico? ¿Y cuáles serían los deseos más adecuados en el terreno histórico-político?

El saber político, tal y como lo expuso Maquiavelo, constituye un arte de reforma del pensamiento. A la virtud política se puede aplicar la última frase de la Ética de Spinoza: “Todo lo excelso es tan difícil como raro”. Contra el pensamiento político conspiran tanto el peso de qué ilusión tiene en la experiencia humana del contacto con lo real –los sujetos suelen quedar atrapados en el orden originado en su propia imaginación proyectada sobre un orden de real–, como el hecho de que lo real mismo actúa mediante una red viva de encadenamientos causales en continua recombinación, determinando mutaciones incalculables sobre las situaciones sobre las que se aspira a actuar (eso que Maquiavelo llamaba “la fortuna”). En otras palabras: el saber político (“la virtud”) surge del desprendimiento que podamos efectuar bajo fondo del choque entre lo continuo del propio deseo (ilusión) y la variabilidad incalculable de las determinaciones (fortuna).

Para Maquiavelo, el saber político no se resuelve nunca en una comprensión total y duradera sino como la capacidad para activar una analítica parcial y local sobre los movimientos de la tierra. La política maquiaveliana se origina en una doble postulación: constitución de un “sujeto finito”, de saberes locales y de corto plazo, adiestrado en la sospecha de su propia imaginación, y un intenso anti-utopismo que rechaza la absorción de este saber provisorio y de tipo estratégico en un plano de trascendencia moral o teológico (la fantasmagoría del deber ser).

El filósofo –francés- en el que piensa Abraham es también, aunque de un modo menos directo, un pensador de las coyunturas (la Liberación; la Revolución Cultural China; Argelia; Mayo del 68, etcétera). El filósofo se inscribe en ellas de un modo u otro. Y al tomar partido corre riesgos muy concretos. Uno de ellos es el moralismo, procedente de la ambición de un saber trascendente, que escape o pretenda controlar ese real ilimitado y mutante que escapa (la fortuna). Si la filosofía de Deleuze, Guattari o Foucault sigue siendo productiva para los no filósofos, tal vez se deba precisamente a su énfasis en la estrategia, la crítica de la moral, la fuga, la cartografía, la creación de territorios existenciales. Por fuera de estas indicaciones –que refieren al movimiento y a la tierra–, el filósofo se convierte en alguien que tiene un saber infatuado sobre la vida y la política. O bien un saber cínico, confinado a manipular la imaginación popular (identificación, interpelación, fijación imaginaria que obra como sucedáneo de la realidad) con el solo fin de reconstruir el monopolio de la política en manos del Estado como fundamento para el orden y la obediencia. Todo lo contrario a un maquiavelismo, es decir, a un dispositivo que apela a la imaginación popular articulándola con una analítica del presente dentro de un horizonte anti-utópico de constitución de fuerza democrática.

¿Es aún capaz de política el filósofo? ¿No fue la revolución, por debajo de las imágenes míticas que de ellas nos hacemos, la más lograda inmanencia del pensamiento al movimiento sin reticencias? ¿Persiste el deseo más como perturbación subjetiva que como capacidad de afrontar problemas históricamente planteados, los más difíciles? ¿La revolución será sepultada como cadáver del idealismo de la voluntad o en la fosa común que comunica con las pulsiones de los vivos, pulsiones sin imagen previa ni modelo que no deja de retornar cuando los desvíos se aúnan en nueva fuerza? Quizás se pueda decir del deseo lo mismo que de la filosofía: solo deviene crítica y libre con relación a problemas concretos. No la libertad, sino la creación de una salida.

IV. Las moléculas

¿De qué sirve ser desdichado?

Jean Paul Sartre

Abraham intuye que su libro desemboca en la cuestión de la creatividad del político. No es reprochable que el maquiavelismo no sea aquí su asunto, pero apena el ninguneo de Félix Guattari, perdido en los mil pliegues del nombre Deleuze. Lo que se pierde con el nombre Guattari es una consideración de la intuición de una “revolución molecular”.  Una mutación desobediente de todo aquello que el capitalismo sostiene en una estratificación continua. No importa cuan fluida es la sujeción capitalista, se trata siempre de desterritorializaciones “relativas”. Lógica axiomática del capital. Guattari se ha esforzado como nadie en recuperar y traducir la pragmática revolucionaria a las condiciones del capitalismo mundial integrado. El movimiento es doble: liberar las multiplicidades de las potencias de la trascendencia (El Estado, La Política), y retomar las funciones que Lenin adjudicaba al partido centralizado (la teorización, la conciencia, la voluntad) para recrearlas en una multiplicidad de focos capaces de singularizar las prácticas de producción de subjetividad.

 

La revolución molecular parte de un diagnóstico maquiaveliano/marxiano sobre la doble condición de lo real histórico como dinamismo (Polo Singularización: movimiento, flujos) y estratificación (Polo Estandarización: territorialización, codificación). El capitalismo como encuentro entre flujo de riquezas y de trabajo, determinación recíproca sobre el cuerpo del dinero. Mientras que el capital es la subsunción real de la vida y la conjunción axiomática de flujos, la actividad vital se recrea en una pluralidad de prácticas “heterogenéticas”, introductoras de caos y complejidad. El problema de la revolución resulta plenamente retomado a partir de la proliferación de movimientos y subjetivaciones que incluya una analítica molecular de las causas y determinaciones y que cuestione la separación entre objetivo y subjetivo que priman en una lectura reaccionaria o conservadora de la política en Maquiavelo.

El nombre de Guattari importa porque permite concebir de otro modo el deseo y la revolución.  Como importa el nombre de León Rozitchner, cuando le responde a Oscar del Barco que hay razones más importantes para no matar que las del mandamiento paterno (Rozitchner explica que los dos extremos de la violencia de la derecha, esa que repudiamos junto a Del Barco, surge de no criticar a fondo el sacrificio –razones para hacerse matar– y el aniquilamiento físico del enemigo: las razones para no matar surgen de un deseo diferente de vida, un divino-inmanente, antes que de una orden de Dios. Con Rozitchner aprendemos un modo diferente de la guerra en la que no se trata de morir ni de matar). Guattari y Rozitchner juntos, sí: la guerra civil no es una consecuencia de las revoluciones moleculares sino el fantasma que no dejan de agitar los poderes asesinos y su perversa ecuación entre lo racional y lo bestial (claramente expuesto por el político florentino). En la constelación que estamos sugiriendo entre la revolución molecular, el materialismo ensoñado y el problema de la constitución del príncipe colectivo se abren las condiciones para pensar/desear la revolución como el conjunto de las rupturas de que somos capaces, mas allá de la revolución (idealizada) y de los lamentos justificados en supuestas derrotas.

De la autopsia a la cartografía // Diego Sztulwark

A fines de los años setenta se redefine el potencial cartográfico del pensamiento. Quizás el hecho más conocido sean los ahora célebres cursos de Foucault: Seguridad, territorio, población y Nacimiento de la biopolítica. Toda la retórica crítica actual sobre el neoliberalismo y los dispositivos de gubernamentalidad surge de ellos.

En simultáneo, Deleuze continuaba su curso sobre los conceptos que estaba elaborando con Guattari y que desembocarían en la escritura de Mil mesetas. Dicho curso fue editado recientemente por Cactus bajo el título Derrames II. Aparatos de Estado y axiomática capitalista. Neoliberalismo y gubernamentalidad, en Foucault, y axiomática capitalista, en Deleuze, son conceptos que intentan forzar una nueva actividad teórica en relación con los modos de comprender el presente.

En la Argentina de esos años, David Viñas publicó Indios, ejército y frontera, un libro histórico que cartografía y desmonta el dispositivo de poder llamado Estado roquista; ese mismo que denuncian hoy las comunidades mapuches en lucha. El roquismo como historia es el prolongador de la conquista española con la colonización criolla de la Patagonia (tierras indias). Dicho dispositivo de apropiación y concentración de la tierra se produce de modo simultáneo con la formación de las categorías positivistas de las clases dominantes argentinas de 1880: el intelectual colonial es inseparable de la subordinación de la nación a los requerimientos del mercado mundial de materias primas. De un modo más profundo, Viñas supone en su texto que tierra y pensamiento son dos aspectos de una misma realidad. Estas descripciones e ideas poseen una vigencia incontestable, aunque no siempre sepamos partir de ellas. Lo que Viñas cuenta es la historicidad de unas fronteras mentales, territoriales, étnicas, lingüísticas y económicas que aun hoy determinan las posibilidades de la lucha de clases.

 

Tierra y pensamiento son un mismo movimiento también para Deleuze y Guattari. Su filosofía es la de los movimientos de la tierra, con sus desterretorializaciones y reterritorializaciones. Movimientos relativos –controlados por el capital–, o absolutos –desbordes plebeyos, nueva tierra–. Deleuze describe en sus clases el capitalismo entero como una axiomática elaborada a nivel del mercado mundial y efectuada por Estados nacionales, diferentes entre sí (según prime el polo socialdemócrata de adjunción o el polo totalitario de substracción de axiomas), pero isomorfos con el capital global. Una axiomática que conjuga flujos descodificados bajo la preeminencia de la ley del valor. Los avatares de la tierra sometida al dinero, y a la violencia apropiadora (violencia que se aplica en nombre de la Paz y el Orden). ¿No es esta lógica la que Jorge Lanata explicaba en un reciente reportaje con Jones Huala?

 

El crimen de Santiago Maldonado , y la que suma ahora la masacre de Bariloche, conjuga todas estas cuestiones y nos coloca ante la necesidad de actualizar estas lecturas de un modo práctico. Los resultados de la autopsia (agregando lo que vamos sabiendo de la salvaje represión de ayer) difundidas el viernes permiten comenzar a armar un rompecabezas confuso. Sin orden judicial y con el apoyo del poder político, fuerzas estatales –Gendarmería– reprimieron una comunidad mapuche en lucha por la tierra y la autonomía. Santiago Maldonado muere en medio de aquella violencia. Lejos de investigar esa muerte, las agencias estatales y de los grandes medios de comunicación ocultaron los hechos y desinformaron durante meses. La guerra de comunicación en torno al caso Maldonado fue perversa se la mire por donde se la mire. El rigor investigativo y comunicativo es la primera baja en la lucha política. Quizás sea hora de desplazar nuestras estrategias. Ya no limitarnos a denunciar la mentira, sino intensificar nuestros instrumentos cartográficos, combinando precisión informativa con actualización de categorías, sensibilidad con las luchas y pragmática con respecto a los niveles jurídicos y comunicativos. Capacidad de movilización con investigación. O dicho de otro modo: llegó la hora de dejar atrás el lamento y pasar del plano moral al estratégico.

26/11/2017

Una conversación sobre Derrames II // Diego Sztulwark y Mariano Pacheco

Un curso de Gilles Deleuze, dictado en la Universidad de Vincennes entre noviembre de 1979 y marzo de 1980, es publicado en la Argentina por editorial Cactus, en su serie Clases, bajo el título:Derrames II: aparatos de Estado y axiomática capitalista.
Resulta complejo, un poco difícil reseñar un libro de más de cuatrocientas páginas, con tanta densidad conceptual en un bloque radial. Pero desde la trinchera radiofónica no queríamos limitarnos al comentario de blog, en palabra escrita, y quisimos traer ante nosotros, y nuestro oyentes, la palabra de quien consideramos uno de los grandes filósofos del siglo XX. Y de nuestro siglo, podríamos agregar siguiendo las pistas de su amigo y compañero de ruta Michel Foucault, quien supo arriesgar: “el siglo XXI será deleuziano”.
Estas clases, de algún modo, pueden funcionar como puerta de entrada y de salida de lectura de Mil mesetas, el segundo tomo deCapitalismo y esquizofrenia, uno de los cuatro libros escritos de conjunto entre Deleuze y Félix Guattari; particularmente de sus últimos tres capítulos, a saber: “Tratado de nomadología: la máquina de guerra”, «7.000 a. J.C: Aparato de captura” y “1440: lo liso y lo estriado”.
El libro muestra de algún modo cómo los cursos pueden funcionar no sólo como espacio de lecturas y debates sobre determinados temas sino también como lugar de experimentación, puesto que muchos de los temas que aparecen en los mencionados capítulos deMil mesetas son trabajados en estas clases de una manera mucho más extensa y profunda.
Para compartir una mirada sobre esta publicación compartimos un diálogo con Diego Sztulwark, quien visitará la provincia hoy viernes 24 de noviembre para presentar este libro, entre otras propuestas.
Fuente: https://lepondregatilloalaluna.blogspot.com.ar/

Neoliberalismo y formas de vida. Un repaso por la coyuntura argentina // Diego Sztulwark

Conversación en FLACSO, Noviembre 2017.

Bajo el signo de la distopía // Diego Sztulwark

Serie: Quién necesita una revolución

Diego Sztulwark

En un repliegue la disciplina debe ser más consciente, y es cien veces más necesaria, porque cuando todo un ejército retrocede no sabe o no ve claramente dónde debe detenerse. Se ve solamente el retroceso; en tales circunstancias bastan en ocasiones algunas voces de pánico para la primera desbandada.

V. I. Lenin

 

La inteligencia, de los otros, no termina nunca de ser antídoto contra la tristeza, nuestra.

Javier Trímboli

 

Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución, es un libro-pensamiento que habla de y desde un “nosotros” de periferia variable: “nosotros” abarca, en principio, a quienes pensamos bajo la influencia de la revolución derrotada de los años 70. Que sea Javier Trímboli quien asuma esa tarea narrativa constituye un doble acierto. Acierto de los editores (Gabriel Diorio y Diego Carames, Editorial Cuarenta Ríos) al identificar que ese “nosotros” tiene un trayecto colectivo –¿generacional?- para contar: tramado entre la desazón de los años 90 y la actual. Sin un nosotros capaz de pensarse, no hay cómo habitar la escena contemporánea. Y acierto del propio Trímboli, quien propone el signo de la distopía para dar cuenta del trayecto de quienes llegábamos demasiado tarde a la cuestión de la revolución (es decir, la de los años 70) pero demasiado temprano para adiestrar nuestros hábitos al renaciente mundo del mercado. Quizás el acierto sea triple. Esto lo aclara desde el inicio el prólogo de Jens Andermann: Trímboli, historiador, sabe cómo trabajar el archivo para contar la experiencia de este paréntesis.

 

Ese archivo son las lecturas que Trímboli repone para entender aquellos años. Los años 90, en los que leer era pensar qué hacer con los fragmentos de la derrota: buscar en Rodolfo Fogwill (la vida después de la revolución fallida); investigar la superposición de los 70 en los 90 en los textos de Roberto Jacoby; huir de los balances geométricos sin residuos de Beatriz Sarlo; y, sobre todo, descubrir Restos pampeanos. Ciencia, ensayo y política en la cultura argentina del siglo XX, el gran libro de Horacio González. 2001, en estado de perplejidad ante la aparición de un movimiento de masas que da sus espaldas al peronismo; y desconcierto ante el carácter lejano de esta irrupción: los movimientos nacen alejados de la vida intelectual y universitaria. Distancia geográfica y de clase. El archivo de Trímboli: Mariano Pacheco, Colectivo Situaciones, Ignacio Lewkowicz, María Moreno, Maristella Svampa. De los lejanos inicios del kirchnerismo. 2003: año de la convocatoria “sublunar” de Néstor Kirchner a “una parte importante de estas limaduras desperdigadas”. La línea principal de lecturas aquí parece ser Nicolás Casullo. Sobre estos andariveles transcurre la primera parte del libro.

 

Sublunar quiere decir sin Utopía. Mundo desprovisto de purezas formales y morales. Delimitación de un ámbito de elucidación de la experiencia de quienes persiguiendo los flecos de la revolución fueron adentrándose en el kirchnerismo. Se trata de indagar las razones internas que llevaron a ese nosotros (que por momentos se reduce al autor mismo) a tomar parte activa del Estado durante el gobierno de CFK. Un balance, bien hecho, en la medida en que ofrece las claves para comprender qué cuerdas tocó en ellos el llamado de Néstor Kirchner. No tanto la revolución como la historia. En otras palabras: no hubo conversión sino convergencia. Por razones diversas, se trataba para unos y otros de hilvanar hilos destejidos, de recobrar la dimensión colectiva de la política. En suma: de salir de los 90, vividos como un círculo vicioso entre vidas al borde del desperdicio y política desangelada (aquí el archivo es Fabián Polosecky).

 

Historia más que revolución. Porque la revolución había dejado de tener realidad práctica. Sentido sin tarea o bien tarea sin sentido. Y solo la historia conservaba el contacto con eso que se deseaba y se quería seguir pensando. En un contexto en el que resonaban –tan graves como hoy- las palabras de Walter Benjamin sobre el peligro que corren nuestros muertos cuando el enemigo no deja de vencer. Este acento benjaminiano es el más fuerte del libro. Y el más interesante. Sobre el final, esta línea se aclara. Es Benjamin y es Karl Schmitt tal y como los lee y presenta Paolo Virno (el Virno más agambeniano): las potencias sublunares provienen de motivos enteramente negativos. Ya no se trata del paraíso en la tierra, sino de evitar el mal. No de la victoria siempre, sino de suspender el movimiento hacia la catástrofe, de interrumpir todo lo que se pueda el avance enemigo. El kirchnerismo, para Trímboli, fue una experiencia de esa índole. No el “entusiasmo” que produce la revolución (según Kant) sino un pensamiento que vale la pena sostener en su ausencia (y un rechazo al refugio reaccionario en un utopismo que conserva los valores renunciando a la fuerza efectiva).

 

Libro-pensamiento, porque trabaja sobre las interpretaciones de los hechos. Se ocupa de episodios develando la luz bajo la cual fueron pensados. Una historia que apunta al nexo íntimo que constituye a los sucesos cuando se los lee a partir de las ideas que los trabajan. Lo más interesante del modo de trabajo de Trímboli es esa manera de concebir el archivo: la curiosidad del historiador se orienta hacia la detección de ese pliegue de pensamiento inmanente a los acontecimientos. Ese método es la estructura misma del libro. En primer lugar, para pensar la revista Contorno como inicio del planteamiento de la cuestión “peronismo y revolución” inmediatamente anterior a los primeros ecos de la Revolución Cubana. Y luego, sí, Cooke. Aunque un Cooke más restringido a Perón, lo que no está mal. Aunque se pierde algo importante con relación al Che, que queda una vez más reducido al foco. Otra opción posible hubiera sido seguir las pistas que ligan al Che con las luchas de los trabajadores de la carne, vía Cooke. Ese tipo de enlaces existieron y permiten tensar más aún la “y” (de peronismo “y” revolución). También en Cooke.

 

La derrota produce un defecto óptico. Lo perdido idealizado bloquea un tratamiento “sublunar” de los asuntos de la revolución. Escinde lo que es necesario sostener al mismo tiempo: mito y razón. Hablamos de la escritura de José Carlos Mariátegui, citado en el libro. En palabras de Alberto Flores Galindo: de crear “otra manera de aproximarse al país”, “otro lenguaje”, en el que sea posible la conexión entre “indigenismo y marxismo”. La derrota depende del modo en que resulta pensada. Aquí el material de archivo es la Carta a las Juntas, de Rodolfo Walsh: la derrota militar no es total si se es capaz de desplazarse, un repliegue en las resistencias populares. Pero ¿hasta dónde y hasta cuándo el repliegue? Para plantear la elaboración de estas cuestiones (la derrota como defecto óptico, el repliegue como fijación), Trímboli plantea dos fechas claves: 1989 –el “congelamiento general de la revolución”- y 2001 -efecto del “éxodo de la política”. 1989, año de la desbandada general, y del menemismo leído como desencadenamiento de una guerra –que no cesa- entre villa y policía y el derroche en el consumo (el archivo aquí es Cristian Alarcón). Y 2001: la lucha de clases pensada como motín, el hartazgo de lo político y emergencia de una sensibilidad anarquista. Las lecturas del zapatismo. Acá Trímboli tiene en mente las discusiones en la revista La Escena Contemporánea. Hay una cuestión óptica en juego, todo el tiempo. El repliegue conserva –congelada- una imagen del cambio que no permite “ver” la mutación de las figuras de la rebelión, la irrupción de nuevas fuerzas o modalidades. 2001 no es un regreso de la revolución, sino otra cosa. Algo que no se entiende desde la revolución congelada. La derrota tiene su carga epistemológica. Y la crisis de 2001 trae una experiencia cognitiva nueva (para esta relación entre crisis y recomposición epistémica, Trímboli utiliza interesantísimas citas de René Zabaleta).

Libro-pliegue contra libro-acontecimiento. La inspiración sublunar es otro nombre para un historicismo radical, que en este caso tiene la enorme ventaja de plantear la importantísima cuestión de la relación entre kirchnerismo y 2001 (cuestión negada por las exaltaciones -¿aún se recuerdan?- de un Néstor mitológico como un “viento que vino del Sur”. Una Ruptura desde la Nada). La impresión -dice Trímboli- es que “es imposible entender de qué se trató el kirchnerismo si se elude eso”. La crisis de 2001 –continúa- “posee una densidad tal que hace que esa luz se vuelva a ver”. Efecto óptico del 2001: permite ver de otro modo. Trímboli destaca allí “esa militancia que se puso al frente de la protesta social de la segunda mitad de la década de los noventa”. E indica que parte de esa militancia “alimentó al kirchnerismo”. Indica la cuestión, pero no avanza más allá. Es decir, no queda lo suficientemente planteada la pregunta sobre qué sucedió (y qué se perdió) cuando aquellas luchas debieron reacomodarse al subperíodo que se abre en 2003. Dice, sí, que con el nuevo gobierno comienza el fin de una sensibilidad autonomista: los hitos de ese desplazamiento son la presencia de Fidel en la asunción de Kirchner, las jornadas de rechazo al ALCA y la llamada “crisis del campo”. Todo el proceso de inclusión del “nosotros” al campo político en vías de reestructuración. En otras palabras: el llamado de Néstor ensambla por fin sentido y tarea: “La política sublunar por primera vez nos atrajo. Leíamos como nunca los diarios; hicimos cálculos electorales de todo tipo; no faltó quien se entrevistara con un barón del conurbano y nos sentamos en despachos de ministerios; gastamos tiempo –demasiado ¿no?- en entender cómo funciona la Corte Suprema de Justicia”. 2003 –masacre de Kosteky y Santillan mediante- concreta el pasaje del pueblo-insurrección a lo que se suponía era el retorno del pueblo-peronista. Y el historiador resalta la naturaleza sublunar del peronismo. Con lo cual 2001 vuelve a quedar donde estaba: encarnando el grado cero de lo político (un estado de pre-política). ¿Qué es 2003? No la revolución sino la reparación. Gobernar es “normalizar”, “reencauzar”. Trímboli cita al Morales Solá -siempre idéntico a sí mismo- de aquellos años, quien explica que el “incordio mayor, el intruso a derrotar” no es “el gobierno de Kirchner” porque resulta “relativamente confiable para acabar con la presencia ya prolongada de este sujeto social –entre zombis y cavernícolas embozados- que saltó a la palestra con el cambio del siglo”.

La gran bifurcación se produce para Trímboli en 2008, con la crisis abierta por la resolución 125 (el gobierno contra “el campo”). La reacción de una parte esencial de las clases dominantes depura y aclara la línea roja. Ya no es la misma del período 2001-2008. Las derechas poseedoras retoman por su cuenta las formas de movilización del 2001. Como sucederá luego con los caseroleros de 2013, se apropian de las formas callejeras y horizontales. No son sino dramatizaciones de las jerarquías propietarias más exasperantes, pero evocando un pueblo. Uno pueblo contra otro. Y ahora sí ese otro es un kirchnerismo lanzado a realizar una política de derechos, inclusión y consumo. Beatriz Sarlo vio en esta dinámica -en los festejos del Bicentenario- la realización de una “hegemonía cultural”. Trímboli se mofa de Sarlo. La regaña. “No olvidábamos que la cancha en la que jugábamos era enteramente la del capitalismo”. Aunque sí admite –recordando aquellos años- un sentimiento distorsionado, una sobreestimación del Estado. El interlocutor en este punto es Eduardo Rinessi. Se trató de un estado de ánimo errado, escribe Trímboli: “convencidos de que el Estado era un sujeto todo poderoso, fascinados por estar recreando su momento peronista, incluso un poco también –pero menos porque era sin masas, también porque avergüenza- el roquista. Nos contentó suponer que calzábamos bien en el Estado, que había compatibilidad”.

 

El libro funciona disparando toda clase de preguntas y conversaciones abiertas. Trímboli da en el clavo al tomar como un período único el tramo 2001-2015. Un proceso con inflexiones internas, pero un mismo proceso. ¿Cómo resistir la tentación de extender esa unidad heterogénea hasta 2017? ¿No sería aún más desafiante asumir 2015 como una inflexión más del proceso iniciado en 2001? ¿No es posible y hasta necesario aplicar el mismo rigor de las inflexiones y las continuidades internas, que funcionan para explicar el pasaje de la sensibilidad anarquista a la política en 2003, al pasaje de una sensibilidad consumista a una ultra ordenancista en 2015? Entiendo que para el pensamiento bajo el signo de la revolución, el año 2015 le resulte impensable como parte de esta misma secuencia. Pero ¿y si el “macrismo” fuera también un capítulo de esta misma saga bajo el signo de la contrarrevolución? ¿Qué es lo que no funcionó en esta experiencia? ¿Qué le impide al autor leer este trayecto, 2001-2015, como “revolucionaria” (como sí lo hace Álvaro García Linera para el caso de Bolivia)? El historiador responde: la carencia de objetivos estratégicos. Y es que el rechazo de la Revolución como Utopía y luz lunar no liquida el asunto mismo de la revolución, que retorna. Vuelve como ausencia que bloquea la política democrática. Y lo cierto, dice Trímboli, es que el “movimiento real de nuestras sociedades, o limitémonos a la Argentina, fue el de la época, consumista”. Este movimiento real guarda todas las razones de la apuesta a una economía llamada neoextractiva.

 

¿Sabe el kirchnerismo replegarse? El libro termina justo ahí. Trímboli se declara satisfecho de una experiencia que lo descubrió “clavado en el presente”. Solo que en este presente –lo sabemos bien- ya no es la derecha conservadora la que intenta frenar la revolución, sino que la revolución misma parece haberse convertido en un esfuerzo monumental por interrumpir el tiempo histórico y “postergación del fin del mundo”. El cierre del libro es bello: evoca los efectos durables de los desvíos breves pero intensos. Ellos suelen influir los procesos largos: “veremos”. (Y es cierto. Se trata de volver a “ver”. La persistencia de un “nosotros” depende de la disposición a volver a pulir los lentes).

 

12 de Noviembre, 2017.

El «gran culpable», ¿Qué Lenin hoy? // Diego Sztulwark

Serie ¿Quién necesita una revolución?

                        Diego Sztulwark                                                                         11/05/2017

Ya era una transformación incorporal la que había extraído de las masas  una clase  proletaria en tanto  que agenciamiento de enunciación, antes de  que se dieran las condiciones
de aparición de un proletariado como cuerpo.     
G. Deleuze y F. Guattari

Claridad, a nombre de la vanguardia organizada del proletariado y de la juventud y los intelectuales revolucionarios del Perú, saluda la memoria del  gran maestro y agitador ruso.  

                                                                                                        José Carlos Mariátegui

   Para nosotros, los soviets no son importantes por sus formas: lo que nos interesa realmente es la clase de la que son expresión.                                                                                                            V. I. Lenin

 

El rechazo a Lenin es un signo de los tiempos y tal vez de lo que Walsh llamó “déficit de historicidad”. No hace falta escuchar a sus refutadores más encarnizados, a aquellos que lo asimilan al “totalitarismo”, como si el credo en la libertad del individuo resolviera el escándalo de la explotación social. Alcanza con escuchar a quienes lo reivindican para entenderlo. En el medio hay de todo: el peronismo festeja el óleo del pintor Daniel Santoro, que muestra a Eva Perón castigando a un Lenin bebé desnudo sobre su regazo, mientras que para el pensador post-obrerista italiano Franco Berardi (Bifo), Lenin es el exponente de un catastrófico Cristo oriental, cuya búsqueda de pureza –procedente del espiritualismo ruso- llevó al bolchevismo a desprenderse de las pulsiones del proletariado en favor de la encarnación de una Idea. Si para el peronismo, con la exclusión desde luego de John W. Cooke y del llamado peronismo revolucionario, Lenin es un impulso extremo incapaz de centro, para el postobrerista se trata de un sujeto en colapso psíquico, de una inteligencia depresiva resuelta por la vía de una aceleración voluntarista propiamente masculina. Y hay más. La crítica libertaria acentuará su autoritarismo, el comunismo de guerra, la represión de la rebelión de Kronstadt. No es el caso de Rosa Luxemburgo -asesinada por la socialdemocracia en 1919, cuando el leninismo de Estado aun no se había desarrollado lo suficiente-, cuya polémica sobre la espontaneidad de las masas se asentaba sobre otra base de afinidades comunes. Tampoco es el caso de León Trotsky, cuya profunda admiración por Lenin está reflejada en su extraordinario libro Mi vida. También es diferente el caso de el Che Guevara, que adopta de Lenin –más que de Marx- su compresión de la revolución como excepción, pero lo critica –lo llama “el gran culpable”- cuando estudia la bibliografía de los manuales procedentes de la URSS que circulaban en Cuba en los inicios de los años 60, apuntando sobre los peligros de la teorización leninista de la Nueva Economía Política, que hacía subsistir la ley del valor en el socialismo. ¿Cuándo comenzó a pudrirse la revolución? ¿Con la estatización de los soviets? ¿Con la burocratización del centralismo democrático? ¿Con la llegada al poder de Stalin? Todas las preguntas acumuladas a lo largo del siglo XX –siglo que culmina con la restauración- ahora se levantan contra él, acusatorias.

 

Como balance del ciclo de las revoluciones subsiste un reproche. La revolución sólo fue una ilusión, lo único real parecen ser sus costos. El realismo se ha vuelto antileninista. Y se llena la boca hablando de “Estado de derecho”. Sin importar lo que hay de ilusión en sus propios razonamientos. Sin pudor por sostener un ideal democrático castrado. Un realismo sin revolución cuyo único efecto verificable es el de incapacitar a la democracia para toda actividad igualitaria. La propia izquierda asume este balance cuando lee a Gramsci sin Lenin, y olvida que Lenin era para Gramsci la hipótesis misma del “príncipe colectivo”. Es la tesis de la traductibilidad. Gramsci interesa justamente por ser un leninista agudo. Es decir, por captar en Lenin a Maquiavelo. ¿Cómo hacen los profesores de teoría política para enseñar la grandeza del florentino sin mencionar al ruso? Hasta Karl Schmitt, el pensador extremo de lo político como comunidad estatal (la política como enemistad entre los Estados), proclamaba la genialidad de su principal enemigo, el inventor de una política distinta, “partisana”, capaz de destruir la politización del Estado por la vía de la politización del antagonismo de clases.

Foto tomada el 6 de octubre de 1918, en Moscú

La cuestión de un realismo político revolucionario proviene de Maquiavelo. Se trata justamente de comprender lo político como aquello que se pierde cuando se activan la ilusión y la utopía, cuestión esta última perfectamente clara para un Gramsci o un Schmitt. Como cualquier otra, la ilusión revolucionaria conduce a la desilusión, esteriliza la estructura cognitiva propia de lucha democrática (la crisis, la lucha de masas, la revolución son también experiencias epistémicas, modos de pensar). Según el autor de El Príncipe, lo propio de los sujetos consiste en proyectar sus deseos y confiar en ellos a costa de los signos que evidencian el peso imponente del orden real que desearían transformar. De allí que la política tenga algo de difícil, una ciencia (o un arte). Maquiavelo llama “fortuna” a esa red viva de encadenamientos causales, en continua recombinación, que determina mutaciones incalculables sobre las situaciones sobre las que se aspira a actuar. El choque entre lo continuo del deseo –ilusión- y la variabilidad de las determinaciones –fortuna- abre para Maquiavelo el saber propiamente político de la “virtud”, que no es otra cosa que la capacidad de activar una analítica parcial (fechada) y local (circunscripta) sobre aquellos movimientos que afectan la situación en el corto plazo, de modo que la acción se ajuste a los posibles que sugiere la cadena de determinaciones. ¿Y Lenin? Mediante su lectura de las luchas de fines del siglo XIX ruso y de La Lógica de Hegel y El Capital de Marx, el líder bolchevique actualiza la cartografía del saber político maquiaveliano, fundado siempre en el antagonismo, en la constitución de un “sujeto finito” -forjador de ideas de corto plazo-, y en un intenso anti-utopismo, como modo de prevenir la absorción de este saber provisorio y de tipo estratégico hacia un plano de trascendencia moral o teológico (“la fantasmagoría del deber ser”)[1].

 

Luego de décadas de glorificación sobrevienen décadas de demonización. La ortodoxia leninista en todas sus variantes deshistoriza en beneficio del antileninismo. Dos caras de un mismo borramiento. Salvo, quizás, que subsista una recuperación subversiva, libre y desobediente de toda mistificación, capaz de componer un Lenin más allá de todo “leninismo”. ¿Es posible concebir un Lenin cartográfico, fascinado con la espontaneidad de la lucha de masas? ¿Existió eso? Tal vez. Puede rastrearse, es solo un ejemplo, el bellísimo seminario que dictó Antonio Negri, en 1972, en el Instituto de Ciencias Sociales de la Facultad de Ciencias Políticas de Padua, publicado bajo el título La fábrica de la estrategia. 33 lecciones sobre Lenin. Debe haber más. ¿Un Lenin autonomista? Sí. Un Lenin que apuntó a la creación de una forma política a la altura de la espontaneidad de las luchas, de la complejidad de la formación social rusa, de la articulación entre lucha económica y política, y de la afirmación de deseos y aspiraciones proletarias y populares. No se trata de la vigencia eterna de Lenin, puesto que la estrategia se ajusta a una coyuntura y a una determinada “composición de clase” (y la teoría del partido de Lenin se corresponde, según Negri, con la fase de subsunción formal de trabajo en el capital), sino de una lectura que actualiza el punto de vista revolucionario. El Qué hacer debe ser traducido nuevamente. Se ha entendido todo mal. La tesis de una vanguardia “exterior” a la clase trabajadora hizo olvidar que dicha vanguardia es obrera, que la ciencia de partido es el punto de vista de la lucha plebeya -no un nuevo positivismo vulgar-, y que en el Occidente moderno –traductibilidad gramsciana-, donde la subsunción del trabajo al capital ha llegado a ser real, el análisis teórico no tiene porqué provenir de un grupo separado sino de los mismos movimientos en lucha. El propio centralismo democrático, dice Negri, no sería otra cosa que una necesidad dependiente del contexto de la autocracia rusa. Partido de la inmanencia como transición revolucionaria en que la vanguardia deviene “vanguardia de masas”. Un Lenin contemporáneo necesita de nuestra propia contemporaneidad, es decir, de una actualización cartográfica.

 

Lenin fue leído también como potencia nominalista, una de las “mil mesetas” de Deleuze y Guattari. En A propósito de las consignas (1917) los autores encuentran “un tipo de enunciado específicamente leninista en la Rusia Soviética”. Se trata, dicen, de una máquina de enunciación propiamente literaria. Como en Kafka: escribir es adelantar el reloj: huir, sostenerse y agarrar el mundo. La política trabajando el lenguaje desde su interior. Si la Primera Internacional “inventa” un nuevo tipo de clase (“Proletarios de todos los países del mundo, uníos.”), la ruptura leninista con la socialdemocracia inventa una segunda “transformación incorporal” que extrae de la clase proletaria una vanguardia como “agenciamiento de enunciación” (“a riesgo de caer en un sistema de redundancia específicamente burocrático”). Interesados por fechar acontecimientos, los autores citan a Lenin cuando afirma que la consigna “todo el poder a los soviets” solo fue válida entre el 27 de febrero y el 4 de julio de 1917. Es decir, fue útil para el desarrollo pacífico de la revolución pero ya no para la guerra. Y es que, dice Lenin,  “toda consigna debe ser deducida de la suma de particularidades de una situación política dada”. La idea de que la actividad política es capacidad de escucha y alianza con el síntoma presente en el campo social divido en clases es quizás la más pervertida por las tecnologías de los focus group.

 

Lo que nos separa de Lenin es demasiado, aunque su nombre permanezca como representante de un realismo revolucionario peligrosamente ausente. No es que no haya aparecido nada desde entonces, pero no es tanto lo que se hizo en nombre de la revolución por fuera del lenguaje leninista. Quizás por el lado de Félix Guattari se puedan encontrar síntesis originales. Su noción de “transversalidad” (y luego la de metamodelización) permite reunir radicalidades diversas. “Ecologías” las llama. Guattari supo sostener una atención múltiple a planos de existencia de los más variados. Su “revolución molecular” se nutría de procesos activos -movimientos sociales, tecnológicos, artísticos, salud mental, mundo “psi”, partido verde, feminismo, obrerismo italiano y un largo etcétera-, en diferentes lugares del mundo como en Brasil y Japón. Toda su obra es un intento de actualización cartográfica de los flujos del capital (Capitalismo Mundial Integrado, época de la subsunción de la vida en el capital) y de subjetivaciones deseantes. ¿Hay lugar en esta proliferación para un realismo revolucionario? ¿Es aún necesaria la organización y la estrategia cuando lo que ocurre es una pluralidad heterogenética que multiplica los posibles de intervención en un campo social tomado por el caos y la complejidad? Estimo que sí, que si la “caósmosis” guattariana acaba con el postulado de una instancia política como instancia privilegiada (fetichismo de lo político), no es porque renuncie al problema principal de la revolución –el antagonismo de clases en la relación social capitalista- sino porque se deshace de estereotipos y nostalgias.

 

La proliferación de movimientos y subjetivaciones que recorrió el territorio sudamericano durante la última década corre riesgos de perderse, si no emerge un realismo revolucionario capaz de volver a trazar una correlación entre la materialidad de las luchas, las formas de reproducción material y la naturaleza de las instituciones. La revolución no es tanto el diseño  de una voluntad como el movimiento absoluto de la tierra. Movimientos tan reales como incalculables (“fortuna”). El pensamiento político y filosófico de ese absoluto (“virtud”) solo puede ser vivido como algo raro e inminente. De ahí el estado anacrónico de “preparación” en que vive el revolucionario. Prepara una figuración inédita: La de un “príncipe” (como decía del poder colectivo el comunista Gramsci; una “entidad emergente-heterogénea”, siguiendo a Guattari) capaz de dramatizar la afirmación de una autonomía que haga de lo común el fundamento de la “República”. No se trata por tanto de evocar a Lenin eludiendo toda definición sobre nuestra relación con él. No. A Lenin lo necesitamos aún cuando ya no lo asumamos como premisa, como un sistema de fidelidades, citas o esquemas a presuponer. Lo que nos liga a él es una confrontación íntima e inacabada sobre la forma política que permite la afirmación de la autonomía del trabajo vivo. Esa forma política que articula, habilita la decisión colectiva y puede ensayar formas de neutralizar la violencia represiva, sigue pesando, en su ausencia, sobre nuestra coyuntura.

 

 

 

[1] Ver Gabriel Albiac, Sumisiones voluntarias. La invención del sujeto político: De Maquiavelo a Spinoza. Tecnos, Madrid, 2011.

La derecha criminal y la objetividad // Diego Sztulwark

 

Amanecimos, como es habitual, con la criminal objetividad de la derecha argentina expuesta claramente y repetida a coro: «Maldonado murió ahogado o por un infarto provocado por un shock hipotérmico. No sabía nadar y las aguas son muy frías en el invierno del sur patagónico. Sólo el interés político o electoral puede seguir insistiendo en la responsabilidad del Estado». La banalidad del mal hecha, una vez más, por Morales Solá en su habitual nota de Domingo en La Nación[1]

Los datos disponibles al día de hoy confirman la figura de la Desaparición forzada:

1- Santiago Maldonado desaparece en una violenta acción represiva de la Gendarmería que entra excediendo una orden judicial a territorio mapuche en conflicto;

2 –  La Gendarmería, el conjunto del Estado y medios afines ocultan información clave para el establecimiento de la verdad y la justicia, desde el comienzo hasta el final.

3 – Gracias a testimonios de mapuches en lucha pudimos saber lo que gendarmería y el estado ocultaron (¡Por ejemplo, que Maldonado sí estaba en el conflicto, que usaba campera celeste, el gobierno y gendarmería no lo reconocieron, aunque tenías las pruebas![2]);

4 – Al mando de la represión (tanto en enero como en agosto) estuvo el alto funcionario del Ministerio de Seguridad Pablo Nocceti, un fascista teórico y práctico del que ya no se habla (cualquiera puede googlear su legajo y sus declaraciones para el espanto). ¿La autopsia no da pruebas de que la Gendarmería haya detenido y golpeado a Maldonado? Puede ser, hay que esperar. No se trata de consumir las mentiras del gobierno y los medios ni repetir especulaciones que circulan sin fundamento sino de entender qué pasó realmente. Mientras tanto espanta el crecimiento de la «retórica centrista», suicida por donde se la mire: nadie es más responsable y objetivo en este país que los organismos de derechos humanos, y en este caso la familia Maldonado.

 

[1] http://www.lanacion.com.ar/2074539-una-muerte-la-especulacion-y-la-responsabilidad

[2] Por ejemplo, la última foto de Santiago Maldonado que Horacio Verbitsky hizo pública: https://www.pagina12.com.ar/69901-la-ultima-foto-de-santiago-maldonado

Homenaje al Che: Conversaciones con Diego Sztulwark // La luna con Gatillo

SEMANA GUEVARA DE LA LUNA CON GATILLO.QUINTA ENTREGA

En esta edición especial de La Luna con Gatillo, a 50 años del asesinato de Ernesto “Che” Guevara, Mariano Pacheco conversó con Diego Sztulwark, columnista de pensamiento crítico y movimientos sociales desde Buenos Aires.

Mariano Pacheco (MP)- Retomamos contacto telefónico, para este especial Guevara de la trinchera radiofónica la idea es que nos convides algunas reflexiones en torno a lo que implicó su figura para nuestras generaciones, es decir, más cerca del cambio de siglo que en los años ‘60 – ‘70.

Diego Sztulwark (DS)- Me parece que la cuestión se podría plantear como la actualidad del Che Guevara, que no es una pregunta fácil de resolver porque es tan múltiple ese personaje, es tan múltiple lo que se jugó esa coyuntura, son tantas las décadas que fueron pasando y en ese sentido también los intentos de lecturas y de renovar uno u otro aspecto de la figura del Che.

Digamos también que abordar la figura del Che es el problema de abordar los años de terror con los que se ha ocultado la enseñanza del Che Guevara -por llamarla de alguna manera- pero también la escolástica estalinista de la izquierda, también la santificación cristiana que se ha hecho del Che, y la mistificación también. No es un tema fácil pero me gustaría proponer, para conversar un poco, que en el Che Guevara se juega algo que sí es muy vigente, muy actual y muy relevante para la coyuntura de la actualidad sudamericana.

En el año 1965 Guevara escribe el texto El socialismo y el hombre nuevo en Cuba. Él explica que la tarea del socialismo, básicamente, consiste no tanto en la distribución económica o la justicia económica que eso va a desuso en sí, sino el tema de la desalienación o la no enajenación del hombre y la mujer, del individuo. La posibilidad de contar con la irrupción revolucionaria, con las masas activas, con las masas revolucionarias, para que ese nuevo poder efectúe transformaciones pero no transformaciones meramente económicas, y tampoco meramente morales. Es una transformación que el Che Guevara llamaba ‘la construcción del hombre nuevo’, y apunta a preguntarse: ¿qué tipo de libertad humana, individual o social existe cuando se rompe con la ley del valor?

Es decir que el Che Guevara tuvo una percepción muy clara y, desde mi punto de vista, medio insuperada sobre el hecho de que la ley del valor y la forma de producción de mercancía es la principal fuente de subjetividad capitalista. Es un problema que por supuesto también se había planteado en la revolución rusa. Y en cualquier revolución o gobierno democrático popular, es decir, mientras las formas de producción sigan siendo las de producción de mercancías, por más que el gobierno o el Estado, o la escuela o la educación (etc.) construyan un discurso anti burgués, anticapitalista y anti individualista en el plano del discurso, la forma de producción -lo que el Che Guevara llamaba el cordón umbilical- que liga al hombre con  la vieja sociedad, con la forma mercancía, sigue produciendo forma humana. Me parece muy luminosa esta percepción del Che que por supuesto vi muy teorizada en el campo del marxismo, no es que es un descubrimiento teórico, pero sí me parece undescubrimiento político.

¿Que puede el poder político hacer para producir un tipo de subjetividad y un tipo de libertad en los individuos y en las masas frente a esta persistente influencia de la estructura llamada ley del valor?

 

MP- Se podría enlazar esta pregunta y este recorrido por ese texto emblemático de Guevara con alguna de las reflexiones que en su momento hizo John William Cooke a propósito del concepto de cultura en el marxismo y en la también emblemática revista ‘La rosa blindada’, ¿no?

DS- Sí, tengo el texto muy presente por supuesto. El texto de Cooke es del año ‘65: una proposición de las bases para una cultura revolucionaria, una eventual cultura socialista revolucionaria. Es un repaso super fresco, de una postura que sería muy compatible con las del Che. Estamos hablando de dos textos del mismo año.

MP- No había reparado que eran del mismo año, pero recordaba esta afinidad a partir de lo que vos estabas reflexionando, de algún modo un guevarista argentino hecho y derecho.

DS- Me parece que sí, que si queremos encontrar en Argentina un escritor de primer nivel, que además es un dirigente político y resistente de primer nivel, que es capaz de hacer una analítica tan sutil como la que estamos hablando, y que sea más un aliado por lo menos desde el año ‘61 – ‘62, ahí estamos hablando de Cooke.

Me gustaría, ya que citaste este texto, contar -y de esto no se cuánto se habrá dicho- que ese texto de Cooke fue el comienzo de una polémica con León Rozitchner que un año después -en el ‘66- escribe, también en ‘La rosa blindada’, como respuesta un texto que se llama ‘La izquierda sin sujeto’. Me parece que si uno leyese de vuelta el texto de Cooke y el de Rozitchner podríamos encontrarnos ahí con un debate estrictamente guevarista dentro de la izquierda Argentina.

Dos posiciones que están asumiendo más o menos este mismo problema: hay que saber que la subjetividad no es un problema subjetivo, el problema de la subjetividad es un problema materialista, subjetivo y objetivo a la vez, que si no se puede alterar la forma de producción no se puede alterar voluntaristamente al sujeto y viceversa. Y esa discusión estaba dada en términos de si en Argentina era posible y cómo.  

Me parece que cuando León hablaba de una izquierda sin sujeto, hablaba de una izquierda que confiaba mucho en una mera transformación en el plano objetivo sin suponer que lo objetivo era parte de lo subjetivo. Una suerte de dialéctica que el Che Guevara se plantea con mucha claridad y que después los filósofos, intelectuales y militantes de izquierda han quedado con ese asunto dando vueltas. Asunto que me parece que después de la última dictadura militar, y con la derrota de las organizaciones revolucionarias, no ha sido nuevamente planteado con claridad.

MP- Como cierre queríamos preguntarte sobre la apropiación de la figura del Che, quizá podríamos decir que el paso de los ’50 años es una fecha para revisitar de un modo más fuerte. En Argentina los 30 años fue una fecha emblemática para el rescate de la figura del Che, podríamos decir que los 40 años pasaron más sin pena ni gloria, qué te parece ahora que pasaron 50 años: ¿qué posibilidades ves de una apropiación crítica de la figura, y no solamente la estampita o la remera?

DS- Por un lado, me hacés acordar algo: nosotros cuando fue el aniversario de los 30 años organizamos acá las Cátedras libres del Che Guevara y fue un fenómeno muy interesante, pero también interesante en cómo se combinó con los encuentros de organizaciones sociales y todo este momento que fue para la coyuntura de Argentina muy preparatorio de lo del 2001. Es decir que ese enganche es interesante hacerlo hoy, hace 20 años la figura del Che y la reflexión crítica sobre los ‘70 y el Che tenía que ver mucho con la cultura de autoorganización del movimiento social y la juventud.

A los 50 años de la muerte del Che creo que nos encontramos con una situación mucho peor, por dos razones. La primera porque me parece que los gobiernos llamados progresistas volvieron a caer en la ilusión de que podía transformarse la sociedad humana sin transformarse la dimensión material, es decir, estamos yendo para atrás en términos revolucionarios cuando pensamos en la figura del Che. Si vos me dijeses una de las cosas con la que veo una vigencia actual y lo que hoy tendríamos que estar trabajando, es precisamente eso, un balance de los años de política progresista en términos de un reformismo, un ilusionismo por el cual se podría suponer que por el hecho de hacer una distribución económica o por el hecho de dar un discurso que es progresista, antiimperialista pero no es crítico, eso puede sustituir la transformación de las formas de producción de valor en la centralidad de los sujetos que cuestionan. Esto me parece lo primero.

Como segunda razón, que me parece por lejos lo más preocupante, es que los gobiernos actuales en Latinoamérica, pero sobre todo el gobierno estrella de Latinoamérica que es el de Macri, porque es igual de reaccionario que los demás pero consigue votos, consigue una especie de aura de ‘cosa nueva’, optimista, que puede remodelar la ciudad en términos neoliberales, está tomando de manera invertida el programa del hombre nuevo. Vamos a decirlo así: si con la figura del Che Guevara se puede pensar una modelización del humano fuera de la ley de valor, el macrismo actual tiene esbozos sobre todo en la figura de Alejandro Rozitchner, y otros optimistas de esta brecha neoliberal que tienen la pretensión de retomar la idea de una modelización humana interna a la ley de valor, completamente. Todos los elementos de novedad económica, moral e histórica que con el Che se plantean en términos de una salida al capitalismo, se los recupera a todos en términos de una inmersión final dentro del capitalismo.

El hecho de que ellos puedan apropiarse de discurso de la ‘nueva humanidad’, por no decir el hombre nuevo, de que la nueva humanidad y la modelización de la sociedad está a cargo de empresarios, CEOS, y los sectores más tradicionales de la clase política argentina me parece que nos tendría que preocupar mucho, pero también nos tendría que dejar ver el carácter contrarrevolucionario que tiene este gobierno, no solamente autoritario, no solamente más o menos democrático-dictatorial.

Sino contrarrevolucionario, actúa perfectamente invertido a los desafíos planteados en la revolución cubana, dispuesto como programas contrarrevolucionario a escala regional.

Para concluir, sólo quiero volver a plantear  que la idea del nuevo hombre del Che no es lo que el estalinismo o el liberalismo quisieron hacer después: una especie de modelización nazi, queremos que las personas sean así o así, como si fuera una especie de voluntarismo que va a rediseñar autoritariamente, caprichosamente la idea de un futuro malo. Sino que lo que plantea el Che es una pregunta: ¿cómo construimos en base a la complejidad de las instituciones y de las masas masas movilizadas un ideal más allá de la ley del valor?

Para mi esa es una pregunta que queda picando, que está irresuelta, y que a partir de la derrota de los últimos años es una pregunta que ha sido más desarrollada en el plano de las revoluciones moleculares, como decía Guattari, ha sido más desarrollada por movimientos sociales, por movimientos indígenas, por movimientos de mujeres, por movimientos de desocupados, por movimientos de jóvenes.

La pregunta que deberíamos hacernos es si este plano de experimentación molecular no tiene que en algún momento volver a preguntarse por este horizonte guevarista del más allá de la ley de valor

Fuente:

*LA LUNA CON GATILLO: Una crítica política de la cultura

Jueves de 19 a 20.30 horas en vivo por Radio Eterogenia (www.eterogenia.com.ar), la radio del Centro Cultural España Córdoba.

https://www.facebook.com/lunacongatillo/

https://twitter.com/GatilloLuna

Fanzine digital de actualización diaria:https://lepondregatilloalaluna.blogspot.com.ar.

**Desgrabación de Agustina Machiavello.

 

Infrapolítica // Diego Sztulwark

 

 

Acabo de leer un excelente artículo de Diego Tatián en el diario Página 12 de hoy, el mismo diario en el cual –ayer- Chantal Moufef explicaba la importancia de los llamados gobiernos populistas de Sudamérica.
Ha vuelto la política, de acuerdo. De acuerdo también en que ha vuelto bajo el modo en que se la había soñado en los años ‘80 y no en los ‘70. La distinción no es menor: la derrota sigue siendo el umbral infranqueable.
Esta política que ha vuelto no está asegurada ni ha logrado aún lo que nos proponemos, por eso hay que estar activos y atentos, de acuerdo, de acuerdo. Hay un piso mínimo: el programa de los años 80. Terminar de separar la paja del trigo en relación a la dictadura como un fenómeno militar, pero también civil. Destronar ciertas posiciones de privilegio que condicionan la democracia argentina. Muy de acuerdo.
Mientras tanto, se nos dice, hay que convivir con ciertas “complejidades” (como la minería, la privatización del petróleo, la concentración financiera, la imposibilidad de desarmar el aparato burocrático-represivo del estado, y el privado, el gatillo fácil,  etc). Hay que comprender estas situaciones como “invariantes” que escapan, aún, al poder político democrático, al menos hasta que podamos encontrar formas alternativas de gestionar eficazmente lo que estos aparatos resuelven a su modo.
Todo eso no lo entiendo, aunque concedo. Dado que jamás creí que se pidiera llegar hasta donde estamos, no me pongo en pelotudo, en izquierda-abstracta, y acepto tomar en cuenta lo real de las relaciones de fuerzas, los antecedentes históricos, los contextos regionales y, digamos, concedo.
De acuerdo en que la política, tal como vuelve, no sólo debe resultar de una declaración de intenciones (alfonsinismo), sino también lograr efectividades, sumergiéndose en el “barro de la historia” (kirchnerismo). Y que una interlocución positiva entre gobierno y demandas democráticas (Laclau, imagino) es preferible desde todo punto de vista a un estado que da espaldas a las perspectivas de cambio de la gente (lo que Mouffe llama “creación de un pueblo”).
Siempre me sorprendió como la gente que “hace” política tiene disponible un saber fundamental a su favor. Un saber sobre qué cosa es la política que surge de participar, de saberse y quererse políticos. Hay un saber supuesto real que nos enuncia este qué que la política sería.
La tapa del diario página 12 de ayer muestra a unos pocos chicos de las tomas de los colegios secundarios bajo un título que incluye la siguiente frase: “somos hijos del 2001”. Buscando dentro, el artículo traduce esta frase en dos tipos de enunciados: “desconfiamos de los políticos”, y nos interesa “la participación política” (piquete y asamblea).
A esta altura, llamaría infra-política (o, aún, micropolítica) a lo real de las experiencias que (con relaciones oscilantes y variables en relación con los “políticos” de los que desconfían) hacen sus cosas (es decir, hacen colectivo, hacen social) sin saber del todo qué cosa es la política. Ampliando y cuestionando las definiciones que, no por casualidad, nos dan quienes “saben-de-política”.
La desconfianza de la que hablan los pibes no me parece un dato secundario o contingente, sino inherente a la infrapolítica. Un dato que habla de lo irreversible de la experiencia y del saber que hizo síntesis durante la crisis del 2001. Esa desconfianza, en mi experiencia, es inseparable de un malestar inocultable en torno a la interpretación “política” de la pervivencia dos-mil-y-unera de la infrapolítica. Casi todos mis amigos y compañeros hablan de política y a veces, creo, conservan la idea de la política como síntesis y convergencia global, escena esencial que reúne y concluye lo que las prácticas y conflictos por separado no sabrían resolver de modo socialmente relevante.
De ahí su lúcido (pseudo)kirchnerismo (más o menos matizado). Malestar, digo, porque yo no logro sentir/pensar igual que ellos, y eso me trae distancias conmigo mismo, y con ellos. De alguna manera pesa sobre mí el haber sido marcado por ciertas impresiones del 2001. Una experiencia que, al hacer surco, deja su marca determinante de un gusto político. Gusto por lo infra-político.
Me “gustan” las prácticas que replantean, reabren y sostienen, ante todo, su desconfianza. Su modo de estar siempre al “acecho”, como los animales (robo esta idea a Deleuze para quien el animal está siempre atento a lo que pueda venir de cualquier lado).
De allí mi incapacidad de soportar el discurso de adhesión K, con sus implícitos tan fáciles de detectar y comprender. Si no te alineás con ellos desde lo subjetivo es porque, en el fondo, o bien sos un liberal, un individualista perdido; o bien sos un nabo que opone abstracciones a lo concreto en un momento iluminador de nuestra historia como nación.
El kirchnerismo me parece, hoy, insuperable desde el punto de vista de la política, y completamente insoportable desde el punto de vista de una infrapolítica.
Pero el asunto es difícil. Para alguien que se acostumbró a afirmarse pensando siempre en colectivo y a hablar en nombre de un “nosotros”, ¿cómo se resuelve esta tensión entre unos “amigos y compañeros” que se entusiasman con esta cara política, mientras que mi “yo” (flaquito e incapaz de ejercer su individualidad) queda del otro lado? ¿En quién confiar, en ellos o en mí? ¿Qué termino afirmar, el yo-flaquito o el colectivo que me es cada vez más ajeno? ¿Con ellos en la macro y conmigo y mis más próximos de los más próximos en la infra-política?
La cosa no funciona así. La infra-política, cada vez me resulta más claro, no renuncia a su desconfianza en la política, sino que hace de ella un arma, una distancia, un espacio diferente.   
Mis amigos, de modo mayoritario, se han vuelto “etapistas” (hay que entender la etapa, que viene luego de otra etapa y va, a su vez, hacia otra etapa; y así segmentan el tiempo a favor de sus apuestas). Pero yo ya no puedo retroceder de mi sensibilidad a favor mi ante-etapismo. A mí me parece evidente que el proceso político retrocede-avanza sin avanzar ni retroceder en bloque. Y al moverse de modo simultáneo en ambas direcciones, desdibuja la idea de un “adelante” y “atrás”. Por eso no acabo de entender muchas cosas que entusiasman a varios de mis más queridos compañeros.
No dejo de advertir que el tipo de imagen del tiempo que surge de esta reflexión es del tipo “neo-trotskysta”, al  llevar a fondo la idea de una temporalidad como intensificación permanente de lo “desigual y combinado”.
Un viejo argumento de la filosofía postrevolucionaria viene en mi apoyo de mi necesidad de una infrapolítica (o al menos eso intento). Me refiero al concepto de contra-efectuación.
La contra-efectuación es una contra-actualización. No tanto el querer lo que ocurre, sino más bien un querer la contra-efectuación de lo actual, “para así querer y pensar mejor el elemento virtual inherente al acontecimiento puro. Querer no lo que sucede, sino algo en lo que sucede”.(*)
Si nos movemos bajo la égida del concepto de revolución, si lo hacemos dentro de una ética de la efectuación de un posible igualitario —libertario— entre los hombres de una época, asumimos como supremo el momento en que tales posibles se inscriben en el estado de cosas, en las situaciones históricas concretas, en las instituciones. La revolución se conjuga con una lógica de la efectuación. Pero, claro está, toda revolución es traicionada. Los ecos trotskistas resultan insuficientes. En el extremo, toda pretensión de revolución auténtica queda anulada.
La revolución —lo que podemos hoy pensar como tal, eso que Laclau y Mouffe llaman “populismo de izquierda”— inscribe logros, avances, amplía derechos. Y no deja de constituir una ética sustentable posible para esta realización acontecimental, no importa lo limitada que nos parezca.
Sea que la revolución ya no es posible, sea que estamos viendo el curso de un nuevo tipo de revolución, la ética de la efectuación sostiene la afirmación de la actual “vuelta de la política” (y el paso de varios amigos a la política).
Volvamos a las razones de la infra-política. Junto con la ética de la efectuación sobre viene una ética posible de la contra-efectuación. Una ética de la repetición afirmada. Que reabre lo que la efectuación realiza (siempre en defensa de la diferencia actual).
La infra-política se liga con lo que cada acontecimiento tiene de “eterno”, y de allí su natural desconfianza respecto de la “política”. Quiere repetir lo actual recubriéndolo de virtualidades. Para que la cosa no muera en la inscripción. Para que siga ocurriendo por siempre, como exceso in-apropiable. Plus que rechaza de plano el cierre que nos ofrece la actualidad cerrada sobre sí misma, con sus puntos-representación a los que sólo queda obedecer.
La infrapolítica es ella misma hija del 2001. Habita un espacio-tiempo simultáneo, coextensivo y no idéntico respecto de la política (revolucionaria) o de la política a secas. Doblando su espesor, se anticipa a la traición inevitable, y se distancia, desconfiada, de ella. Contra-efectúar, me parece, quiere decir sostener, a pesar de todo, dilemas con los que la micro-política insiste contra las “soluciones” de la macro. Ética de la repetición ante toda totalización que realiza la diferencia en sí misma. La infra-política tiende a repetir el horizonte productivo de la diferencia, contra toda subsunción de lo real que nos libera del horror del pasado y nos ofrece una moral estable.
DS, 6 de septiembre de 2010
(*) “…doble obligación de desenmascarar las pretensiones de lo actual por las que quiere ser el único jugador, y de re-activar lo virtual en su proceso infinito de diferenciación respecto de sí mismo”. Ver: (ver en Boundas, “Las estrategias diferenciales en el pensamiento deleuziano”, en Gilles Deleuze y su herencia filosófica, Madrid 2007.

 

El ecuatoriano Pablo Dávalos y sus reflexiones sobre el posneoliberalismo

“El centro del problema no es el neoliberalismo, es el capitalismo”

Pablo Dávalos fue viceministro de Economía del Ecuador cuando Rafael Correa era ministro de esa cartera, durante el gobierno de Lucio Gutiérrez. Asesor de la Conaie, la organización indígena más grande del Ecuador, miembro del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso) y profesor universitario, acaba de publicar su libro La democracia disciplinaria. El proyecto posneoliberal para América Latina (Codeu-Puce, Quito). En sus más de quinientas páginas desmenuza el significado político del giro en el discurso de los organismos internacionales de crédito para la región, marcando un pasaje que va del famoso Consenso de Washington del FMI a los proyectos de “reconstrucción del Estado” impulsados por el Banco Mundial. Dávalos advierte en esta entrevista que ahora “el problema no es el neoliberalismo”, ya criticado por el propio Banco Mundial, sino el “neoinstitucionalismo”, que lo continúa por otros medios. Propone prestar atención al tipo de legitimidad que requieren hoy las políticas extractivistas de recursos naturales y las contrapone al discurso del “buen vivir” (sumak kawsay) consagrado en la Constitución. Propone así un debate intelectual y político sobre qué significa en América latina ir más allá del neoliberalismo.

  

–Una de las paradojas más visibles en Ecuador es que a la vez que es una economía dolarizada, tiene la legislación más avanzada sobre “el buen vivir”. ¿Cómo conviven esas dos realidades? ¿Qué materialidad tiene, más allá del texto constitucional, la cuestión del buen vivir?

–Nosotros utilizamos el dólar para todas las transacciones, no tenemos moneda nacional. La pérdida de la moneda nacional se dio en la crisis financiera que tuvimos en 1999 y 2000. En esa crisis, los bancos implosionaron, produjeron una grave situación de conmoción y el gobierno de ese entonces optó por rescatarlos con recursos públicos, entre ellos, la moneda nacional. Las consecuencias fueron una devaluación y una inflación sin precedentes en el Ecuador que determinaron el fin de la moneda nacional y la adopción del dólar. Los dólares entonces tienen que venir necesariamente por la vía del comercio exterior. Eso ha obligado a que la economía ecuatoriana sea muy abierta con relación a los mercados mundiales. Al estar muy abiertos, somos muy vulnerables. El esquema de dolarización se ha sostenido, básicamente, por las remesas que envían los migrantes. En el año 2006, esas remesas alcanzaron un punto de 3000 millones de dólares, que para una economía tan pequeña como la ecuatoriana es muy significativo. Y, además, por la coyuntura de los altos precios del petróleo: en el año 2008, cada barril de petróleo se incrementó por sobre los 100 dólares, que para una economía que exporta petróleo como la ecuatoriana es también muy significativo.


–Es decir que la dolarización se sostiene por ingresos externos…

–Estas dos fuentes, el petróleo y las remesas, han sostenido la dolarización hasta el día de hoy, lo que ha significado que la economía ecuatoriana se convierta en una economía de rentistas, de consumo, en la que no hay producción. Eso también se puede visualizar en el hecho de que el desempleo –el abierto y el encubierto (es decir el subempleo)– alcanzan al 60 por ciento de la población económicamente activa de Ecuador. Es decir, cada 100 ecuatorianos en capacidad de trabajar apenas 40 ecuatorianos tienen empleo formal. El resto no tiene empleo y tiene que buscar estrategias de sobrevivencia. La dolarización ha trastrocado también el sistema de precios. En este momento, nuestra canasta familiar está sobre los 550 dólares, mientras que el salario mínimo vital está en 240 dólares. La poca industria nacional que queda es más bien complementaria a las importaciones. Esto también ha significado que el poder de los bancos se vaya concentrando cada vez más, porque son los que determinan a quiénes entregan créditos para la dolarización, y en función de esa capacidad de arbitraje se le otorga un enorme poder al sistema financiero.


–¿Qué se plantea desde el gobierno actual frente a esta situación?

–El gobierno necesita dólares y tiene que apostar a garantizar su mayor entrada. Pero como no hay industria, la única forma por la cual esos dólares ingresan es por la vía del endeudamiento y por la vía de la renta de los recursos naturales. No existen otras fuentes. Por un lado, el gobierno ha empezado un agresivo proceso de endeudamiento, sobre todo con China. En los últimos meses del año 2010 ha suscrito convenios bilaterales con China por cerca de 5 mil millones de dólares y ha entregado el petróleo como garantía de pago de esa deuda. Y la otra apuesta del gobierno de Rafael Correa está en ingresar a la extracción de recursos naturales, en especial la minería y los servicios ambientales.


–¿Qué tipo de propuesta surge de los movimientos sociales?

–Ante eso, los movimientos sociales, y en especial el movimiento indígena, han propuesto un nuevo paradigma de vivencia y convivencia que no se asienta ni en el desarrollo, ni en la noción de crecimiento, sino en nociones diferentes como la convivialidad, el respeto a la naturaleza, la solidaridad, la reciprocidad, la complementariedad. Este nuevo paradigma o esta nueva cosmovisión es denominada como la teoría de sumak kawsay o el “buen vivir” y efectivamente ha sido recogida en la Constitución ecuatoriana como régimen alternativo de desarrollo.


–¿Podría definir los puntos centrales de su carácter alternativo?

–En primer lugar, hay que romper las individualidades estratégicas, porque en el capitalismo uno piensa primero en sí mismo, uno dice “primero yo, yo soy ciudadano, yo soy consumidor, yo maximizo mis propios beneficios y utilidades”. La noción de sumak kawsay plantea una solidaridad de los seres humanos consigo mismos, que ha sido rota por el discurso del liberalismo. Pero, a diferencia del discurso del socialismo –que planteaba una relación con una sociedad más grande, y de esta sociedad con el Estado–, en el discurso del sumak kawsay la relación del individuo ya no es con el Estado sino con su sociedad más inmediata, con su comunidad, de donde los seres humanos tienen sus referentes más cercanos. Y esta sociedad a su vez se relaciona con otras sociedades más grandes de tal manera que las estructuras de poder se construyen de abajo hacia arriba y no de arriba hacia abajo. Lo segundo que plantea el sumak kawsay es quitarnos de la cabeza la noción de que más es preferible a menos. Es decir, de que siempre tenemos que producir y tener más según reza el paradigma del desarrollo, del crecimiento, de la acumulación. Y a no ver en los objetos la ontología de los seres humanos.


–Eso supone casi un cambio radical en los modos de vida…

–Por eso lo tercero tiene que ver con la dimensión del tiempo. Nosotros creemos que el tiempo es lineal y, por tanto, creemos en la acumulación. La estructura del tiempo que en este momento pertenece al capital. El sumak kawsay plantea devolverle a la sociedad el tiempo: una noción de temporalidad donde el tiempo pueda ser circular abierto. Un cuarto elemento es conferirle un sentido ético a la convivencia humana. Para el liberalismo puede haber democracia política pero no puede haber democracia económica, por eso la formación de utilidades de las empresas y de los consumidores no tiene absolutamente nada que ver con la ética. El sumak kawsay propone un cambio en ese sentido: ya no puedo enmascarar decisiones sociales en nombre de un consumo individual. Y eso significa que los recursos que han sido producidos por la explotación laboral o la depredación ambiental ya no pueden ser objetos del intercambio social. Hemos ahora logrado cierta legislación, por ejemplo para defendernos de la esclavitud o del trabajo infantil. Pero tenemos que avanzar más allá.


–Cuando se habla de alternativa en el Cono Sur, generalmente se postula al neodesarrollismo contra el neoliberalismo. ¿Cuáles serían los rasgos alternativos a esta vía neodesarrollista que hoy es la que tiene un consenso relativo en la región?

–El centro del problema no es el neoliberalismo. El centro del problema es el capitalismo. El neoliberalismo es una forma que asume el capitalismo, una forma concentrada en el poder que tienen las corporaciones y el capital financiero-especulativo. El capitalismo puede crear nuevas formas ideológicas, políticas, simbólicas, y un modo de reinventarse y lograr legitimidad a través de estas formas que ni siquiera son keynesianas, sino neodesarrollistas. Y fundamentalmente implican pensar que si nosotros explotamos la naturaleza vamos a tener recursos para hacer obra social. Eso es un engaño; como fue aquello que se decía en la época del neoliberalismo: que si privatizábamos absolutamente todo, íbamos a tener estabilidad económica. Finalmente, nunca tuvimos estabilidad económica. Igual ahora: si explotamos todos los recursos de la naturaleza, tampoco vamos a tener recursos para el sector social, ni tampoco recursos para el pleno empleo.


–¿Usted advierte sobre la capacidad del neoliberalismo para reinventarse?

–Estamos viendo cómo América latina entra en un proceso de reconversión caracterizado por la desindustrialización y la producción básicamente de commodities basadas en materias primas, donde los gobiernos utilizan el monopolio legítimo de la violencia para garantizar el despojo territorial, que significa la propiedad de pueblos ancestrales, para poner esos recursos naturales a circular en la órbita del capital. El neoliberalismo, a través del Consenso de Washington y las políticas del FMI y del Banco Mundial, adecuaron las economías en función de las necesidades del sistema-mundo, pero eso no significa que el neoliberalismo haya alcanzado las metas de estabilidad macroeconómica, ni mucho menos. Ahora estamos pasando a una nueva dinámica sustentada en la producción y en la renta de materias primas. Hay que estar atentos a los discursos que quieren justificar estas derivas extractivistas. El sistema que llamamos capitalismo tiene que ser cambiado, con las relaciones de poder que lo atraviesan, con los imaginarios que lo constituyen. El capitalismo tiene que ir al archivo de la historia de la humanidad, porque si sigue simplemente va a poner en riesgo a la vida humana sobre el planeta Tierra.


–Desde su perspectiva, el neodesarrollismo es compatible con el liberalismo. ¿Tiene esto que ver con cierto giro en las “recetas” de los organismos internacionales como el Banco Mundial?

–Es una pregunta muy pertinente, y pongo un ejemplo clarísimo. En América latina, ¿dónde han visto algún debate, algún texto, que critique al neoinstitucionalismo económico? Pero resulta que el neoinstitucionalismo económico es la doctrina, es el corpus teórico-analítico-epistemológico que está conduciendo las transformaciones y el cambio institucional de América latina y el mundo. Los penúltimos Premios Nobel de Economía, Elinor Ostrom y Oliver Williamson, son Premios Nobel institucionalistas. Joseph Stiglitz, a quien seguramente conocen bien en la Argentina, es un Premio Nobel institucionalista. También Douglas North de 1993 o Gary Becker de 1992. El institucionalismo plantea un discurso crítico a los mercados. Hay un texto de Stiglitz que se llama “El malestar en la globalización” publicado a inicios de 2000, donde se convierte en el más duro crítico del FMI y lo acusa de cosas que nosotros desde la izquierda lo habíamos acusado ya en la década del ’80. ¡Pero resulta que entonces Stiglitz era presidente del Banco Mundial! Es decir, trabajaba en Wa-shington en la oficina de enfrente a la del FMI. Esto se explica porque tienes al Banco Mundial realizando estudios a propósito de la reactivación del Estado; hay uno de 1997 que se llama “Reconstruyendo el Estado”, en el que plantea la forma por la cual tienes que reconstruir el Estado y la institucionalidad pública. Pero también recomienda la participación ciudadana, la democracia directa, el respeto a la naturaleza, la eliminación de la flexibilización laboral, etc. Entonces, una de dos: o el Banco Mundial se hizo de izquierda, o la izquierda se hizo del Banco Mundial.


–¿Cuál es su respuesta?

–Es necesario empezar a indagar y a posicionar los debates económicos. Porque en la década de los ’80 teníamos en claro lo que significaba el Consenso de Washington y el neoliberalismo. En la versión de Friedman, de Hayek, de Von Mises o de los neoliberales criollos, como Cavallo. Ahora bien, resulta que el neoliberalismo va cambiando, va mutando; el capitalismo de 2000 no es el capitalismo de 1990, en absoluto. Por eso es que ahora acude a otros expedientes teóricos mucho más complejos, con una epistéme más interdisciplinaria. ¿Y qué hacemos nosotros en la izquierda? ¡Nos quedamos criticando el Consenso de Washington cuando el Consenso de Washington ya ha sido criticado por el mismo FMI e incluso por el Banco Mundial! Y resulta que ahora, en la década del 2010 vemos cómo los cambios teóricos se dan hacia el neoinstitucionalismo y la izquierda latinoamericana no han creado su oportunidad de debatir, analizar y discutir con el neoinstitucionalismo económico. No podemos quedarnos en los marcos epistemológicos que justifican la nueva imposición neoliberal. Por eso, nosotros hablamos de postneoliberalismo, aquí en el Ecuador, para referirnos a la etapa del cambio institucional.
Desde Quito para Página/12 por Verónica Gago y Diego Sztulwark

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