Lo que sigue es un recuento crudo de las ideas e impresiones que nos surgieron de leer su último texto. Hemos tenido algunas dificultades para responder sus preguntas en partes por la cantidad de trabajo con el que nos hemos enredado por aquí, pero también por ciertos obstáculos nuestros para comprender el sentido de algunas de sus indicaciones. En algunos casos, hemos sentido que el uso que hacen de nociones como “política”, “colectivo”, “humanismo” y “vanguardia” se nos escapaba. En otros, simplemente, lo único que surgía de sus preguntas eran nuevas preguntas. En todo caso, su texto nos ha inquietado lo suficiente como para no pasar desapercibido.
Quisiéramos insistir, entonces, en que cuando hablamos de “militancia de investigación”, para nuestro caso, lo hacemos en un contexto preciso, y con la sola pretensión de indicar algo de nuestra práctica. Y al hacerlo así, pretendemos recordar que nombrar una práctica es, al mismo tiempo, inscribirla en una red más amplia de prácticas, sin las cuales la primera no adquiere un sentido, siquiera mínimo y provisorio. De allí que algo de la realidad se pierde en un nombre tan abstracto e impreciso y el modo de recobrar la experiencia no consiste tanto en perderse en lo que el nombre muestra, sino en mirar más ampliamente ese conjunto de prácticas que construyen el entorno concreto de la práctica misma.
Ya hemos hablado de esto de otro modo, cuando les contamos de nuestra “insignificancia” de origen y de los modos de auto producción en los que estamos inmersos. Estos modos están atravesados por una angustia existencial, pero también por una decisión de persistir en ellos. Y esta ambivalencia -que nos atraviesa de cabo a rabo- nos impide ensayar defensas autoafirmativas ante el tono irónico de algunas de sus preguntas, y más bien nos lleva a intentar explicarnos, ante ustedes y ante nosotros mismos, sobre algunas de las decisiones que nos conforman.
Pero antes que eso, o al mismo tiempo, lo que se juega de modo cada vez más abierto en este diálogo parece ser el hecho de que la política se desarrolla crecientemente como una apuesta en el terreno mismo de la vida, transformada en el terreno común de una serie de interpelaciones contradictorias, entre las cuales no es menor la amenaza de la inexistencia social. De un modo u otro, entonces, las estrategias dirigidas a la vida (negarla, afirmarla) corren serios riesgos de volverse redundantes, sea con todas las formas actuales de la inexistencia, o bien –en su faz positiva- con las versiones edificantes de los poderes postmodernos. (También nosotros tenemos amigos graciosos que nos lanzan preguntas tales como: “¿Cuál sería el objeto de una vanguardia oca y delirante si ningún mecanismo de cooptación, integración, movilización y normalización reparara en los mimemos de Espai en Blan?”)
Y bien, dicen ustedes, que “la cuestión no es definir qué es lo político, sino cómo politizar todo lo que nos rodea empezando por nuestra vida”. Proponemos reformular la frase: no se trata de hablar de la vida, y menos de definirla, como si ella ya existiera, como si no estuviese agrietada, o amenazada, sino de entrar en procesos de autoproducción, ellos mismos políticos. Tematizar la vida, no menos que la política, suena a estrategia inmunizadora. Si una existencia política tiende a politizar su entorno, la trampa siempre será querer encerrar esta potencia en una fórmula prístina y universalizable. De este modo, voluntad política y criterios de politización no necesariamente tienen una relación armónica o preestablecida.
De allí que, como decíamos al comienzo, no resulta fácil comprender la idea de “intervención” (ni su “eficacia”, en el sentido de una nueva idea, no instrumental de la eficacia) con independencia de contextos y redes de prácticas concretas en que una intervención se inscribe. En nuestro caso, no nos sentimos capaces de distinguir qué de nuestro trayecto, lleno de intercambios, de elaboraciones parciales y de actos diversos pueda aspirar, retroactivamente, a adquirir tal consistencia.
Lo cual es lógico cuando recordamos que no aspiramos a un tipo de eficacia directa sobre el sistema político sino a contribuir en construcciones más amplias, que demandan un trabajo que, aún si restringido, no tan focalizado; si bien público, no tan espectacular; no orientado a la “acumulación”, pero sí a un terreno de sedimentación, no tan efímero, tal vez. Es que desde que hemos comprendido que la Revolución es por definición lo que se disipa una y otra vez entre su cálculo, su espera y su nostalgia, ya no podemos creer en una lectura directa y lineal del acto político, sino en una axiomática problematizadora, libertaria e igualitaria de nuestro trabajo. En este sentido lo propio del acto político, sentimos, no es tanto el adecuarse a criterios a priori, como la disponibilidad para asumir sus efectos paradojales, fundada en lo que Badiou llamó en un artículo reciente “una disciplina inmanente”. Como ustedes, creemos que rechazo y creatividad son índices de procesos de politización.
Y los procesos de politización son concretos. Los criterios políticos también lo son. Las Mujeres Creando tienen una noción muy interesante para pensar este nivel concreto de la política. Ellas hablan de “alianzas insólitas”, y de líneas de acción que se definen en y para situaciones concretas. En fin, todo esto no puede resultar ajeno a una “vanguardia loca y delirante” para quien no quiera hacer de la política algo “serio”.
En otro momento de su texto hemos sentido un cierto reproche, como si ocultásemos nuestra “voluntad de intervención” política en que entre nosotros “pasan cosas”. Sin embargo, es posible que no exista un criterio objetivo y general para decir si en un sitio “pasan” o “no pasan” cosas. No sería fácil hallar en Argentina, por ejemplo, un consenso sobre la potencia de “lo que pasa”. Por la vía de reducir toda experiencia subjetiva a mera reacción provisoria a la crisis económica –“superada”- se puede muy bien decir: aquí no pasó “casi” nada.
Más allá de los efectos de la crisis y sus sujetos, tuvimos, en diciembre de 2004 -es decir, en pleno proceso de “normalización” y en el centro de la Ciudad de Buenos Aires- una nueva catástrofe. República Cromañón era un sitio del rock. Allí, en un incendio, durante un recital, murieron casi 200 jóvenes. Tanto por la capacidad de desnudar la trama general política-empresarial de la normalización como por ciertas secuencias de politización que se sucedieron luego, Cromañón se convirtió en una metáfora cruda de politización urbana actual.
Su fenomenología habla a las claras: antes que nada la articulación hiper-precaria de toda infraestructura, de toda red de contención, emergencia y salud. En segundo lugar, la cultura de la fiesta desesperada. Luego, la tragedia y a partir del dolor, la deriva imprevista de organización, movilización y el surgimiento de nuevos discursos y espacios de elaboración pública del luto. En este trayecto, se experimentan modos de autoorganización para agenciar recursos materiales y simbólicos, de choque con la indiferencia social, con las estrategias de partidos y medios, y se relee la historia de los sacrificios sociales previos. En este camino, se indiferencia lo público de lo privado, se destituyen representaciones y se configuran nuevos modos de intervención callejera y de interpelación a la población.
Es cierto que muchas de estas experiencias se absorben, se reducen a la intimidad, o quedan tomadas por la lógica mediática. Pero no lo es menos que una cierta acumulación de experiencias de este tipo va delineando un saber social que opera convirtiendo el dolor en lucha y que esas armas hoy existen como inmediatamente disponibles para los más diversos procesos de politización, es decir, para procesos que tienden a rebasarse a sí mismos reorganizando lugares de enunciación, y de visibilidad, de poder.
No son pocos los grupos y colectivos de artistas, abogados, médicos, psicólogos, economistas, vecinos o periodistas que se han desarrollado estos años en este clima, a partir de la decisión de convertirse en un instrumento disponible para cualificar estas politizaciones.
Nos decía Alida, hace algunas semanas: “en Argentina, la vida cotidiana, con el estado agotado e incapaz de sostener y sostenerse, tuvo que reinventarse, armar nuevas posibilidades, politizarse (no sé si hablar en pasado o en presente). La vida, los hábitos de vida y la existencia tambalearon. Cuando ustedes hablan de enunciados, vínculos, afectos, se refieren a los materiales de una vida cotidiana que, rota, se rearma en nuevas experiencias de sociabilidad, de politización. Esto sucedió, ¿no es así? En Argentina, entonces, para hacer de la propia vida un desafío se necesita menos que un derrumbe, un atentado terrorista, una catástrofe; en este sentido la problematización-politización de la vida a la par personal y colectiva, la vida personal lleva, empuja, a construir colectivamente (en los mejores casos, claro). La cuestión de cómo problematizar lo que nos rodea, en Argentina, no tiene sentido. Esta es una diferencia rotunda”. Hay una importante cualidad que agregar: cierto estado de apremio que vi aún vivo en Argentina y que se vincula al “no saber”, a la preeminencia de la situación, al vínculo ignorante, la fragilidad inicial, o todos los nombres que pueden darse a la “investigación militante”, y que quizá tenga que ver con tener agarrado aquel momento del 19/20: aquella universalidad que tuvo el “que se vayan todos, que no quede uno solo”: tampoco yo con esta vida, tampoco nosotros como llegamos hasta aquí. Y que es contrario a la vuelta a la normalidad de la que habrá sentido urgencia otra franja de la población. Quiero decir, hay una tensión que, evidente, no está presente aquí, ni siquiera cuando una catástrofe (como el derrumbe de los edificios del barrio del carmel que nos tuvo tan expectantes) abre la posibilidades de cambio.”
Para nosotros el “producir / acompañando” está directamente ligado al desarrollo del reconocimiento, pero también a la producción misma de este contexto de politización, en el que cada lucha, cada acto de negación o de creación es capaz de desplegar una nueva percepción de un “nosotros” tanto más amplio cuanto mayor es la conciencia sobre su carácter difuso, transversal y no preexistente: una función política, sí, en la medida en que se entienda por tal la efectuación de una capacidad de evocar y proyectar un complejo de experiencias vitales sobre el conjunto de lo social.
Y a la vez, la politización, la vitalidad de esta función sólo existe materialmente, en procedimientos tan concretos como variables, cuyo fin consiste en conectar con estas prácticas para elaborar de conjunto valores, conceptos y perspectivas que potencien esta proyección. El hecho que estos encuentros modifiquen vidas no es más que un índice del grado en que estas dinámicas son ellas mismas productoras de existencia.
Claro que siempre se puede empequeñecer el encuentro y sus efectos a los procedimientos puestos en juego, y así reducir la cualidad del vínculo a una variación más de los inocuos dispositivos de la militancia clásica o de la academia. Pero una interpretación tal, que se interesa por la construcción de un aparato de medición de tales politizaciones, pierde lo que querría capturar.
En los hechos, lo que existe es un pequeño gran océano de iniciativas. Y en esa superficie de actividad surgen vectores de politización con desarrollo incierto. Cuando ustedes nos preguntan por los “criterios políticos” que nos llevan a conectar con algunas de estas iniciativas y no con otras, no podemos más que remitirnos a una cierta “afinidad electiva” que nos une a personas, grupos y movimientos. El “nosotros” existe muchas veces de modo retroactivo, aunque en el presente siempre requiere una labor para sortear las tendencias al cierre grupal, de la red.
Las Mujeres Creando hablan, al respecto, de “feminismo intuitivo”. Se trata de una suerte de inteligencia veloz que trabaja a partir de la valoración instantánea de cientos de pequeñas impresiones, sin precisar pasar por la reflexión detallada para pasar al acto. Esta intuición no pasa entonces por los estrechos –o excesivamente amplios- “acuerdos” que surgen de las retóricas y las lecturas de textos y enunciados de tal o cual grupo, colectivo, movimiento o filósofo. Este será un índice entre otros tantos posibles. Ni tampoco por la evaluación de “relaciones estratégicas”, en un mapa de poderes y contrapoderes. La productividad de los vínculos altera esos mismos mapas. Una composición es política –sentimos- cuando obliga, cuando fuerza a cada quien, a estar en lo que dice: cuando uno, en definitiva, ya no piensa por fuera de esa composición (este es uno de los contenidos que damos a la noción de “disciplina inmanente”).
Con respecto a lo colectivo, tienen razón en que no es de por sí una política. Puede ser -en ciertas circunstancias (no tan extrañas)- una cualidad de los procesos de valorización y hasta de radicalización de sus componentes. No somos pocos los que preferimos hacer aventuras acompañados por otros. Después de todo, para nosotros al menos, la vida no es “algo personal”.
No querríamos abundar en esto, pero lo colectivo no es mera agregación. Construir un colectivo es bregar por la salud de las relaciones impersonales que lo potencian. ¿Por qué, entonces, lo colectivo debería ser acusado-sospechado?, ¿desde cuándo es viable oponer colectivo e individuo, cuando lo colectivo es una esfera de acción y despliegue de esas mismas personas a las que se le atribuye capacidad política? ¿Por qué decir que la politización es ante todo personal, si comienza, aún en Barcelona, con la negación de la propia vida? ¿Y por qué limitar la fuerza del resentimiento, la perplejidad que invita a pensar, o el hastío que lleva –a veces- a crear, a una individuación limitada? Por su tono, da la impresión, por momentos, de que su balance de la derrota de la experiencia de lo obrero como movimiento político los ha llevado a renunciar a la instancia de lo colectivo. ¿Es así?
Para nosotros esto es relativo. Lo colectivo toma formas muy diferentes entre nosotros. Y si puede ser fuente de encierros, torpezas y hasta de ghetificación, en otros tantos casos es fuente de imaginación política, de renovación de las luchas.
Lo que sí es cierto es que como colectivo rechazamos la inspiración vanguardista, lo que tal vez sea uno de los puntos más auténticos de polémica en este intercambio. Nuestro punto de vista es, al respecto, muy sencillo: presuponemos, como condición misma de nuestra existencia, las producciones y prácticas de los otros. No nos sentimos ni “iniciadores”, ni “en soledad”, ni “orientadores”.
Ustedes sugieren nombrar este tono militante con la fórmula de la “vanguardia pasiva”, que evidentemente no mejora para nada la cosa, porque esta “pasividad” que ustedes suponen confirma el vanguardismo, ya que sobre este término cae la auténtica actividad, a la vez que confirma por la negativa una cierta idea de “actividad” que vuelve a negar el “tempo” político de la producción reticular de prácticas, vínculos y afectos que da algún sentido al trabajo del CS.
Atribuir lo que pueda haber de pasividad en el CS a una decisión de naturaleza política nos reenvía nuevamente a la discusión sobre el potencial político del Colectivo, que –insistimos- se juega más en su disponibilidad que en su definición. Y esa disponibilidad, como queda dicho, surge de la decisión de afirmar modos de invención y de apertura (muy diferentes de la del militante clásico y del académico) en torno a la relación entre práctica y pensamiento, entre conocimiento y política.
En todo caso, parece, la pregunta recae ahora sobre ustedes. La locura fecunda que pretenden desplegar logra expresar, por momentos, algo de otras locuras que se reconocen en sus intervenciones: ¿cuánto de afirmación y cuánto de negación de sus vidas hay en su práctica de producción de consignas y enunciados?, ¿qué clase de rupturas experimentan respecto a la forma en que se piensa en filosofía, o en el espacio de la militancia mas clásica de la izquierda? Más allá de las nociones –del lenguaje- utilizado por ustedes en sus producciones: ¿no sienten que hay en ustedes, también algo de lo que nosotros llamamos “colectivo” y “disponibilidad”?
Mas aún: por nuestra parte hemos experimentado más de una vez una cierta “efectividad” política ligada a aquello que de nosotros y de los otros se transforma en algunas de las intervenciones realizadas. Y ya hemos hablado de procedimientos, contextos, disposiciones y decisiones. Ahora, en su caso ¿no creen que en la figura del hombre anónimo y su fenomenología, coexiste a la vez una imagen muy contemporánea y potente de la politización metropolitana junto a una abstracción que impide cotejar prácticas concretas, y modos más “situados” de comprender las formas de “hacer de las vidas un desafío”?
Nuestra experiencia es que si uno toma cada vida como terreno de una lucha entre la vida en su obviedad y la negación de esa vida, así, sin más ubicación en un terreno concreto de prácticas, se escapa toda visibilidad de la propia experiencia y la de los demás con quienes es de suponer nos involucraremos en procesos de politización. ¿Cómo se verifican las prácticas de cada quien?, ¿cómo se construye una consistencia en las prácticas, si éstas quedan desdibujadas, o no valoradas?, ¿cómo se organiza el sentido, o lo común (aún lo común sin comunidad), si se abandona el terreno de las prácticas y la elaboración concreta de sus sentidos?, ¿cómo se leen los efectos y las transformaciones en su estilo de politización?, ¿cómo se sostienen en el tiempo las “decisiones”, la “voluntad de intervención” política?
En última instancia, y escapando junto a ustedes a toda malversación de la crítica de la vida cotidiana como estatización de las vidas, se nos hace evidente en nuestra experiencia que la politización se da por rebasamiento de las situaciones, de los trayectos singulares, al punto que incluso sin saber bien cómo ni por qué, de pronto una indagación que parecía particular, pasa a interrogar a las demás, universalizando su potencia, y abriendo un espacio transituacional, como terreno de lectura y asimilación de los elementos puestos en circulación. ¿Cómo conciben su participación en este terreno en relación directa con las politizaciones concretas de sus vidas?
Y bien, volviendo sobre su curiosidad por el “acompañar produciendo”, hemos notado que hacen énfasis en una cierta presunción de debilidad en el acompañar, borrando la fuerza que -en la misma lógica- podríamos atribuir al producir. La mera inversión de la fórmula “acompañar produciendo” por un “producir acompañando”, sin embargo, debiera alcanzar para evidenciar la cara activa y subjetivante de la decisión. Y sin embargo, esta resolución rápida no haría sino conceder a su prejuicio con la debilidad y la pasividad, de allí que nos veamos forzados a aclarar(nos) más aún los términos de la fórmula.
Practicar un “acompañamiento” puede ser una aventura más sinuosa, indirecta y sospechosa de lo que ustedes parecen creer. No sabemos bien, por eso, cuál será su experiencia práctica al respecto. Pero nos gustaría que nos cuenten, puesto que en nuestra experiencia, el “acompañado” suele perder delimitación precisa y suele sufrir alteraciones tan decisivas como las del acompañante. Esa confianza suya en el acto fundante, que siempre nos ha interesado mucho, nos ha impactado tanto más cuanto que vemos en ella la evocación a una colectividad mayor que de algún modo siente esta presencia suya como compañía de sus soledades.
La compañía es para nosotros una operación doble consistente, de un lado, en sostener un diálogos entre soledades, y de otro, en elaborar una colectividad mayor. De allí que la “decisión” de la que ustedes hablan no sea para nosotros algo exterior al cotidiano, ni se reduzca del todo a sujetos identificables. Ahora bien, los decisionismos dejan demasiadas canillas sin cerrar (o sin abrir, que es peor). Al menos a nosotros ciertas decisiones se imponen a menudo antes de poder “decidirlas”. Acompañar es, entonces, también asumir como propias también decisiones de otros, que dejan de ser tan otros. Y sobre todo tener una conciencia de la reversibilidad de la relación de acompañamiento. Nunca se sabe cuándo el acompañante se torna acompañado, y viceversa.
El acompañamiento puede ser incluso implícito, genérico, difuso. No se sabe siempre a quién o a qué cosa se acompaña, porque acompañar no es, para nosotros, sumarse, adherir, dejarse caer sobre los otros, ser una carga simpática y adorable. No se trata de “forzar o encontrar acuerdos”, ni identificaciones imaginarias. Tampoco es mera “difusión” ni prolongación literal del otro. No es parasitismo bien intencionado, ni servilismo de clase alguna. Ni mímesis, ni adosamiento, ni mera pasividad, ni una actividad alienada en el otro. Acompañar es pensar en el otro. No es un mero estar, no es una reproducción de los modos de estar, sino un Estar con el otro de un nuevo modo, de un modo activo.
De hecho, en nuestro caso, no hemos acompañado más de lo que hemos sido acompañados. Y este tipo de vínculo se asemeja mucho a una idea posible de “alianza” (a su pedido de criterios políticos concretos podríamos responder que nuestra practica es la confección cotidiana de alianzas fundadas en la afinidad electiva, y que el sentido de tales alianzas es la producción que surge de su efectuación). Pero aún así, no parece alcanzar con la expresión acompañar, dado que ella queda envuelta, al menos en eso parece en su pregunta, en un manto de delegación y referencia a otro. Por eso podemos ahora revisar lo de “producción”, que parece tener menos espacio en su valoración. La producción, el trabajo concreto, implica, como queda dicho, una cualificación-problematización del encuentro. Hay un sitio específico desde el que se produce una diferencia no reductible: llámese talleres, encuentros, textos, pegatinas, intervenciones, imágenes, contactos, sentidos, vínculos y afectos; se requiere de algo así como una “decisión previa”: que es la de la construcción de un colectivo que escribe, edita, organiza talleres, escucha, contacta, se interesa por otros, impulsa iniciativas, se financia, se autoorganiza para sostener sus tareas, busca nuevas experiencias.
La decisión de la producción es inseparable siempre de alguna forma del acompañamiento, pero es sobre todo, decisión de producción. Producir, en primer lugar algo común con los otros. O, algo común, entre nosotros y otros. En segundo lugar, tomar eso en común como material de trabajo. Y, en tercer lugar, ofrecer los producido a nuevas producciones.
Producir acompañando es un pensar en situación, pegado a prácticas de frontera, a problemas reales de la construcción, es inventar modos de difusión de hallazgos y nuevos obstáculos. Todo lo cual implica asumir que se construye de a varios, y que las tareas no se concentran todas al mismo tiempo.
En cada experiencia se trata de crear el propio producir-acompañando. Descubrir cada vez algo en común, una invitación, una manera de sumarse, una modalidad del estar con los otros, un interés convergente, una producción concreta. Pero es cada vez. Cada vez hay que renovar la disponibilidad. Cada vez la pregunta obsesiva: ¿ahora cómo? ¿Qué es producir aquí, ahora, entre quienes estamos juntos? No siempre se sabe. No siempre se puede. No hay producción existencial, singular, decía Sartre, sin angustia.
Finalmente, lo que tal vez sea para nosotros la parte más oscura de su texto: la que habla de un “riesgo humanista”, que retrotrae a Althusser y su fórmula del “humanismo político” y el “antihumanismo teórico”.
Y bien: si por “humanismo” entienden ustedes una moral humanitarista (de la “solidaridad y misericordia”), es claro que se trata, entonces, de lo opuesto a lo que nosotros podríamos entender por una “política”, ya que no hay tal sin renovación de la idea de justicia, y de lo humano mismo, lo cual implica trascender toda definición de lo humano, y desarrollar un espíritu destructivo de los valores humanitarios del presente.
Sin embargo, puede ser muy cómodo y muy funcional al humanitarismo realmente existente realizar inofensivas declaraciones “anti-humanitaristas”, sin afrontar las cuestiones que se nos plantean cuando no hay procesos concretos de politización. Para tales males, nuestro antídoto es el siguiente: intentar partir, como prescribe el Maestro Ignorante, de la igualdad, sin ceder a la pasión de las jerarquías, y de la diferencia, porque es la propia exigencia del existir el negar toda identidad con uno mismo. De modo que el principio de la igualdad, siempre a actualizar, siempre a verificar, funda la evocación de lo común, y el de la diferencia acicatea el rechazo y la fuga respecto de la identidad, así como la producción y el intercambio que mueve hasta mas allá de lo humano mismo. Es difícil decir esto sin recrear toda la cantinela post de la “diferencia”, o el igualitarismo indifirenciante que todo lo empobrece. Pero mas grave aún es callar por falta de una lengua mas depurada.
No es fácil tan poco pasar de la declaración de principios a operaciones concretas sin banalizar las situaciones en que estas operan. En todo caso, es claro que no lo hacen en el sentido de una “actividad” como la que ustedes parecen querer verificar en nosotros, y que nos suena como la del “despertador”, lo cual a su vez, nos llama la atención porque de pronto se vuelven “muy serios” en esta vocación de acto-de-despertar, que interpreta la política de un modo bastante clásico. De allí que nos surja preguntarles: ¿no pervive en ustedes algo del viejo anhelo de despertar de un modo “loco y delirante” lo que antaño no se supo despertar de modo disciplinado y doctrinal? ¿Es posible hallar aquí ese “resto de seriedad” que hallamos en sus preguntas? ¿No tienen la condición “post” obrera una referencia a la derrota que limita la vocación experimental respecto de una contemporaneidad mas radical y que por lo mismo neutraliza e impide una relación mas viva y fluida con aquellas luchas pasadas, tan vitales para nosotros? Y por la misma vía, ¿cómo se desmarcan de un eventual “esteticismo” presente en el hecho de luchar contra la “abundancia”, de rechazar todo sentido dominante y de cortocircuitar las vidas cotidianas, sin que la desidentificación con lo que existe promueva una dimensión constructiva, y colectiva desde sus propias prácticas?