Recuerdos del presente // Diego Sztulwark

Cuando se llega a una situación de apolitizada politización, que es la nuestra, y la ciudad se desvanece como espacio vivo de fuerzas y conflictos en favor una teología de lo virtual -en la que vida se vive a través de imágenes ya programadas-, prolifera por doquier el cretinismo -término de curiosa historia, que parece provenir de cierta tendencia al aislamiento detectada el antiguos pueblos cristianos de montaña-, y la articulación sistemática de los diversos cretinismos. Lo cretino no es exactamente lo falto de astucia o de cálculo, ni de bondad y transparencia, sino el confinamiento de la vivacidad espiritual a un ámbito institucional específico. Lenin, por ejemplo, denunciaba a la fracción adversaria de la socialdemocracia rusa de «cretinismo parlamentario» (la reducción de la comprensión del juego político al parlamento). Hoy en día, sin embargo, aunque abunde (basta con mirar un portal de noticias para advertir cómo todo se ha vuelto cretinismo: empresarial, mediático, judicial), ya no es la marca característica de nuestra actualidad. La expresión «apolítica politización» -presente en Kafka-, define con mayor justeza un tipo de funcionamiento social-comunicacional que difunde una relación acrítica con lo político. Más que falsa pasión, la pasión política se torna ella misma incapaz de revisar su disociación fundamental entre creencia y consecuencia. Lo vemos, incluso, en las prácticas de denuncia de las fake news y del lawfare -términos que, ya de por sí, exhiben una especie de «cretinismo lingüístico»- al que se ha reducido lo progresista. La crispación hiperpolítica, que promete cada día un vértigo mayor, se da en simultáneo con un retiro abrumador de lo político mismo. Un aburrimiento mayor, un apagamiento enigmático, un repliegue permanente en lugar lejano y oscuro. Y no sabemos bien si esa ausencia de lo político se debe simplemente a que hemos olvidado cómo convocarlo o si en cambio asistimos a una suerte de largo eclipse cuya lógica se nos escapa. En todo caso, en la nostalgia de lo político -más que en la pasión con que se lo declama y se lo practica- habría claves para un diagnóstico del presente. Pero el trabajo con la nostalgia no es fácil. En contacto con ella, se transforma con facilidad en un afecto personal, perdiendo agudeza clínica. Se convierte en penosa despedida de la vida. Lo difícil seria lograr una nostalgia del propio presente, más poética que personal, capaz de sostener aquello que se vive como perdido menos como un recuerdo preciso de un tiempo ido y más como un desplazamiento y un contraste en búsqueda de una perspectiva nueva. Hacer jugar como termino actual aquello que sólo sabe aparecer como perteneciendo a un pasado pedido, reconocer la actualidad de lo eclipsado como instancia crítica del presente.

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