Brasil: desafíos frente a lo siniestro // Suely Rolnik

La bestial invasión de la sede de los Tres Poderes de la República Brasileña fue un paso más en la escalada de un movimiento de extrema derecha que empezó a mostrar su cara en 2005, durante el primer gobierno de Lula. Un movimiento resultante de la instalación en el país de la nueva modalidad de golpe, propia del capitalismo en su versión financiera, en el que confluyen el neoliberalismo y un conservadurismo de los más arcaicos y feroces. Como describo en mi libro Esferas de la insurrección, la nueva modalidad de golpe se da en varias etapas (la elección de Bolsonaro en 2018 fue sólo una de ellas) y está lejos de llegar a su fin. Desde que este escenario comenzó a establecerse, hemos estado tratando de hacer equilibrio sobre una cuerda floja, corriendo el riesgo de, en algún momento, patinarnos y caer en el abismo. 

Primero, vivimos una tensión terrible durante esos ocho años, empeorando día a día. Luego, el alivio que vino con la reciente victoria de Lula en la elección presidencial y que permaneció en el aire por algunos días. Pero la alegría duró poco y fue prontamente interrumpida por la intensificación de las manifestaciones masivas de los bolsonaristas en todo el país, y sus campamentos en las inmediaciones de los cuarteles del Ejército y otras instituciones públicas (no solo militares), que adquirieron un tono más belicoso a partir del intento fallido de explosión de una bomba en las afueras del aeropuerto de Brasilia. Después vino el júbilo de la fiesta de asunción de Lula el 1º de enero y el traspaso de la banda presidencial por representantes de sectores sociales que siempre habían sido excluidos del banquete republicano. Esta fue la respuesta del nuevo gobierno al silencio de Bolsonaro, desde los resultados electorales, y a su negativa a asumir la responsabilidad de traspasar la banda presidencial, huyendo cobardemente a Florida (paraíso favorito de los nuevos ricos de América Latina), dos días antes. La escena, inédita en la historia de la República (no sólo en Brasil), da un poderoso cuerpo de imagen al hecho innegable y muy negado de que el Presidente de la República es el mandatario de la sociedad, abarcando a todos los sectores que la componen. Una semana después, una nueva interrupción con la invasión truculenta de la Praça dos Três Poderes, interrupción que tuvo una rápida reacción por parte del gobierno que logró desarmarla con firmeza. Y la cosa sigue en esta cuerda floja cada vez más peligrosa.

Enfrentar esta situación no involucra sólo al escenario nacional, ya que este escenario resulta de estrategias de un nuevo tipo (muy bien orquestadas y con cuantioso financiamiento), introducidas por el poder globalitario alcanzado por el capitalismo contemporáneo. Como comento en aquel libro, Brasil ha sido un laboratorio importante para estas estrategias, lo que fue facilitado por una característica específica de nuestra historia. Compartimos con los demás países de América la marca estructural de la fundación de nuestra existencia como nación por la empresa colonial y la violencia que le es intrínseca: el despojo de las tierras de los pueblos originarios, su genocidio, el secuestro de miles de personas secuestradas en el continente africano, vendidas como esclavos a los dueños de las tierras usurpadas (Brasil, por cierto, fue el país que recibió el mayor contingente del mundo de africanos esclavizados y traficados, sumando 4,86 ​​millones). Sin embargo, es singular la forma en que esta violencia estructural se actualiza en nuestro territorio a lo largo de su historia, además del hecho de que somos el único país del continente que jamás reconoció la existencia de esta violencia, ni tampoco dio respuestas a su altura.

Un breve resumen de momentos claves de actualización de esta violencia en la historia de Brasil podría comenzar con el hecho de que somos el único país de América en donde la Independencia fue porclamada por la propia familia real de la Metrópoli. La corte portuguesa se había trasladado a Brasil quince años antes de ese suceso para salvaguardarse de la invasión de Portugal por las tropas napoleónicas. Durante ese período, para proteger su reinado, D. João (quien se había convertido en Príncipe-Regente de Portugal y Algarve cuando la reina, su madre, fue considerada enferma mental), alteró el estatus jurídico de la colonia para conformar un Reino Unido con Portugal y Algarve, hasta ese entonces su Metrópoli soberana). En el año 1821, cuando D. João (ya entonces D. João VI, Rey de Portugal) tuvo que regresar a la Metrópoli con toda la familia real, su hijo Pedro de Alcântara se convirtió en Príncipe-Regente del Reino de Brasil. Bajo su regencia, entre 1821 y 1822, el Consejo de Ministros estuvo conformado por grandes terratenientes y comerciantes. La Declaración de la Independencia se concretó en 1822, como respuesta a las amenazas de la Metrópoli a la autonomía política de Brasil, lo que contrariaba los intereses de la élite “brasileña”, que no deseaba perder dicha autonomía, conquistada con la llegada de la familia real al país. Al mismo tiempo, dicha élite no quería poner en riesgo el orden social, basado en la producción agrícola con mano de obra cautiva, ni tampoco la unidad nacional. Por eso se valió de la figura del príncipe regente –que imprimiría un sentido de continuidad dinástica-, quien entonces fue proclamado Pedro I, emperador de Brasil. Un detalle que resulta insoslayable es que Brasil tuvo que pagarle a Portugal por su independencia, lo que no sucedió en ningún otro país. 

En resumen, no solamente la independencia nacional se produjo por decisión del propio hijo de la familia real de la Metrópoli, sino que también tuvimos que pagarle una “indemnización” por habernos emancipado, lo que se suma al hecho que se tuvieron en cuenta únicamente los intereses de las élites locales con las cuales el Príncipe-Regente se alió, ignorando totalmente a los restantes actores del movimiento independentista. En contraste, cabe recordar en este momento que, aparte de que la primera Declaración de Independencia de las colonias en el continente ocurrió en Haití en 1804 (dieciocho años antes que en Brasil), la misma fue producto de un levantamiento de las personas esclavizadas contra el dominio colonial francés. 

Luego fuimos el último país del continente en abolir la esclavitud, hacia fines del siglo XIX, sin que se les haya suministrado ningún tipo de apoyo a los negros entonces libertos, quienes quedaron así abandonados a su propia suerte. En realidad, en este país, la absoluta precariedad de las condiciones de existencia de los africanos esclavizados nunca fue abolida, y así sigue hasta los días actuales, generación tras generación. Cabe recordar que la condena de la trata de africanos esclavizados en el Atlántico había sido pactada setenta y tres años antes, en 1815, en el Congreso de Viena, realizado tras el fin de la Era Napoleónica. A partir de ese congreso, comienzan a promulgarse las primeras leyes que restringían la (mal)dita trata. Es importante señalar que el referido pacto se selló bajo la presión del Reino Unido, cuyo interés ni por asomo era el de abolir la esclavitud, sino el de hacerse con la ruta comercial del Atlántico Sur que se encontraba en manos de los tratantes de personas esclavizadas. Los comerciantes portugueses y “brasileños” eran los que ostentaban el mayor poder de la trata, lo que llevó a que la ley que la prohibía en Brasil recién haya sido promulgada apenas en el año 1831; y, aun así, los tratantes siguieron practicándola ilegalmente (dicho sea de paso, fue en parte con esa plata que se pagó la mentada “deuda” con la ex-Metrópoli). En dicho período, una de las cuestiones más debatidas residía en cómo compensar económicamente a los hacendados que, debido a la interrupción de la trata, no lograban reponer su mano de obra. Dicha discusión se extendió durante décadas y, cuando se concretó la abolición, pasó a incluir la reivindicación de una compensación por la pérdida de sus esclavos. Mientras se debatía esta “indemnización” para los hacendados, nunca se llegó a pensar en indemnizar a los negros libertos (con las rarísimas excepciones de unos pocos abolicionistas).

En 1889, un año después de que se decretara el fin de la esclavitud, se produjo la Proclamación de la República, fruto de un golpe militar respaldado por las mismas élites agrarias. Tras unos cinco años de gobiernos militares, el mando pasó a manos de esos grandes hacendados, principalmente caficultores de São Paulo. Resulta digno de nota acotar que, mientras que los negros libertos seguían siendo ignorados, sin ningún tipo de apoyo del gobierno, este financió la inmigración de cinco millones de europeos (sobre todo campesinos pobres), a los cuales les ofrecía tierras, equipos, semillas para cultivar y todas las facilidades, como parte del proyecto de la élite en el poder que aspiraba al “blanqueamiento” de la sociedad brasileña. 

Más adelante, ya en el siglo XX, hubo una serie de dictaduras, al final de las cuales los responsables de las atrocidades cometidas por estos regímenes fueron siempre amnistiados (un pacto perverso disfrazado bajo la máscara de la cordialidad que supuestamente caracterizaba a los brasileños), al contrario de lo que pasó por ejemplo en la Argentina. En este sentido, vale la pena ver la película Argentina, 1985 (dirigida por Santiago Mitre), que muestra cómo los fiscales lograron juzgar y detener a los responsables de las violencias espantosamente perversas cometidas por la dictadura militar en ese país durante las mismas décadas. Vemos en esa película cómo ese enjuiciamiento fue ampliamente acompañado por la sociedad, pero al hacerse foco en las figuras de los fiscales (a los que el film presenta como héroes), queda velado el vigoroso movimiento social que precedió al Juicio y que exigía ese castigo, sin el cual los fiscales probablemente no habrían logrado condenar a los militares.  Esta condena implicó someter a las Fuerzas Armadas al poder civil, un hecho sin precedentes en la historia no solamente de dicho país, sino también de todo el continente. Aquí en Brasil, nada.

Haber dejado impune esta serie de violencias significa que los traumas que provocaron (y siguen provocando) nunca fueron elaborados colectivamente. La consecuencia de esto es que esas infinitas heridas siguen abiertas, encapsuladas en la memoria corporal de los brasileños, junto con sus respuestas inadecuadas a ellas (respuestas reactivas resultantes de la imposibilidad de acceder a ellas). Esas heridas se vuelven a infectar en situaciones de crisis, como la que está ocurriendo ahora, produciendo estallidos de reactividad en masa. Por eso, somos mucho más vulnerables a la nueva modalidad de poder del sistema capitalista, que ha mejorado su maquinaria de producción de subjetividad, cuya manifestación extrema podemos llamar fascista por el tipo de dinámica que la caracteriza, aunque sea distinta de lo que fue el fascismo histórico, debido a las diferencias en los respectivos contextos. Una de estas diferencias más evidentes es el avance de las tecnologías de comunicación, y por tanto de manipulación, que se han vuelto altamente sofisticadas y mucho más eficaces. Tales tecnologías crean igualmente las condiciones para la gestión globalitaria de esta máquina algorítmica infernal, adaptada a las especificidades no sólo de cada país bajo su dominio, sino también de los diferentes grupos que componen sus respectivas sociedades. 

En cuanto a nuestra especial vulnerabilidad frente a las estrategias de poder del capitalismo contemporáneo, vale la pena señalar que, por primera vez en la historia, hay indicios de que esto comienza a ser abordado. Me refiero al lema “Sin amnistía” (#SemAnistia), bandera de una campaña masiva que se desató en las redes sociales, poco después de la toma de posesión de Lula, intensificándose tras la truculenta invasión a los edificios de los poderes de la República. Parece surgir, finalmente, una respuesta de la sociedad al pacto de impunidad que impregna la historia del país; el comienzo de un movimiento para sanar las heridas supurantes que nos hacen tan vulnerables a la violencia. En sintonía con este grito popular, el recién inaugurado gobierno tomó varias iniciativas para investigar y detener a los responsables de los hechos. 

Cuando se produjo el vandalismo que tomó por asalto los edificios de los Tres Poderes de la República, ya estábamos en esta situación compleja y de alta tensión y sabíamos que sería muy difícil para el gobierno de Lula manejarla. En el plano nacional, deberá esquivar maniobras de opositores muy hostiles a sus proyectos (instalados en el Congreso, en las Fuerzas Armadas, en la Policía Federal y en el Poder Judicial, entre otros ámbitos, con la complicidad activa de una parte importante del empresariado nacional, especialmente los empresarios del agronegocio que han estado en el poder desde la Proclamación de la Independencia). Esta es la razón por la cual Lula tuvo que establecer una política de amplias alianzas. En el plano internacional, aunque por ahora Lula cuenta con el apoyo de gobiernos que no están alineados con la nueva extrema derecha, las fuerzas internas que están en su contra cuentan con el apoyo de esa derecha organizada globalmente (que incluso puede salir victoriosa en las próximas elecciones en países que hoy apoyan al actual gobierno brasileño).

Y el desafío no termina ahí: además de enfrentar a estas fuerzas en la esfera macropolítica, Lula tendrá que lidiar con el ascenso del fascismo en la sociedad brasileña, lo cual no se limita a idear estrategias de acción en la esfera macropolítica, sino que también comprende a la esfera micropolítica. Me refiero a la esfera del régimen inconsciente colonial-racial-patriarcal-capitalista, la fábrica de mundos cuya maquinaria (abordada en el libro mencionado y reelaborada en un ensayo publicado más recientemente) es responsable de la producción y reproducción de un cierto modo de subjetivación y sus formaciones en el campo social, que tienen en el fascismo la manifestación más grave de sus efectos patológicos (en el sentido de la violación de la vida producida por ese régimen). No es algo obvio deshacerse de la subjetividad fascista, que ya afecta a casi la mitad de la sociedad brasileña, proporción claramente expresada en los resultados de las urnas. Es cierto que no todos los que votaron por Bolsonaro en 2022 se identifican con los actos terroristas que se han repetido y que culminaron en la reciente invasión en Brasilia. Sin embargo, se identifiquen o no con este extremismo, la mente de muchos de ellos se ve invadida por una especie de colapso cognitivo que, con mayor o menor gravedad, los mantiene alejados de la realidad, atrapados en relatos paranoides que rayan en el delirio. Entre los más fanáticos, llegando a la convicción de que la Tierra es plana, y que el hecho de que nos hicieran creer que es redonda sería parte de “la conspiración” (que insisten en llamar comunista, nombre genérico que le dan a sus otros, en los cuales proyectan la figura del enemigo).

La estrategia de enfrentamiento en esta esfera consiste en ocupar la fábrica de mundos y tomar el control de su gestión de manos del régimen inconsciente dominante. Cumplir con esta tarea no resulta ni un poco evidente, ya que requiere un trabajo complejo y sutil que implica, en primer lugar, liberar nuestra propia subjetividad del poder de ese régimen que la produce, teniendo entre sus rasgos característicos, un blindaje narcisista respecto del otro. Convertimos al otro en una pantalla de proyección de representaciones supuestamente universales, extraídas del imaginario producido por uno de los engranajes de la maquinaria de este régimen inconsciente. Son estas representaciones las que tomamos como guía para nuestras acciones, en lugar de guiarnos por los efectos de la presencia viva del otro en nuestros cuerpos, una presencia que comienza a componernos y que, si se la toma en cuenta, nos llevaría a un proceso de creación que nos transformaría, así como transformaría al ecosistema ambiental, social y mental del que somos parte. Ya sean las representaciones “malas” de los sujetos de derecha, que demonizan al otro, o las “buenas” de los izquierdistas, que lo idealizan, ambas están igualmente marcadas por la falacia de que existiría una supuesta jerarquía entre distintos grupos humanos. La diferencia entre estos dos tipos de representación del otro se limita a una mera inversión de signos en esta supuesta jerarquía, que fue establecida a finales del siglo XV, cuando se empieza a aplicar la noción de raza a la especie humana. Tal noción se basa en marcadores no sólo del color de la piel y del origen étnico, sino también del llamado género (otra noción tóxica inventada en este mismo contexto), a los que se suman marcadores de clase, a partir de la revolución industrial a fines del siglo XVIII. La invención de la jerarquía racial vino acompañada de esta otra idea perversa de que nuestra especie seguiría una línea evolutiva única y universal (de ahí la idea de progreso), en cuya cúspide estaría el modo de existencia del europeo blanco, macho de las élites coloniales, hoy élites del mercado financiero que, no por casualidad, llamamos mundo desarrollado. La fake news de esta jerarquía racial naturaliza y justifica (micropolíticamente) la cartografía dominante en la esfera macropolítica: la explotación de todos aquellos que supuestamente estarían ubicados en sus escalafones inferiores, así como la inequidad en la distribución de los derechos de acceso a bienes materiales e inmateriales, en el límite del mismo derecho a existir.

A esta dificultad se suma el hecho de que, contrariamente a la experiencia acumulada de resistencia en la esfera macropolítica el activismo micropolítico es relativamente reciente en la historia del Occidente moderno, lo que hace que esta tarea sea aún más desafiante. La buena noticia es que ahora ciertos movimientos sociales están actuando en esta esfera, aparte de levantar sus voces en la esfera pública de la indispensable lucha contra la inequidad de derechos (su militancia macropolítica). Me refiero a una de las tendencias presentes en los movimientos de negros, indígenas, ambientalistas y feministas, como así también a los disidentes de la noción de género y de las prácticas heterocisnormativas (movimientos que, en las últimas décadas, se han fortalecido mucho en todo el continente). En los movimientos negros e indígenas, específicamente, el trabajo micropolítico se ha alimentado del perspectivismo, política que rige un modo de producción de mundos en constante variación y que es común a sus distintas ancestralidades. Dicha variación resulta de aquello que la vida pide crear para materializar el efecto que la presencia viva del otro (no solamente humano) produce en nuestros cuerpos. En tal sentido, sus diversos modos de ser comparten una política ontológica similar. Nada que ver con un esencialismo identitario (una forma cultural que caracterizaría cada pueblo en su supuesta esencia), ni mucho menos con un multicuturalismo (la sumataria de las supuestas identidades culturales esencializadas de los diferentes pueblos). Se trata en cambio del encuentro con el otro: de allí derivan las formas de existencia en un proceso continuo de creación orientada por una micropolítica activa. Los movimientos en cuestión empezaron a activar el perspectivismo en la actualidad; ellos lo ejercen en sus vidas, especialmente en lo que respecta a su presencia en la escena pública. Esto tiende a destituir de autoridad a la política ontológica que ordena la gestión de la producción de mundos bajo el régimen inconsciente dominante, destitución que tiene un fuerte poder de contagio. Cosa que se fortalece aún más con el activismo micropolítico de aquellos otros movimientos sociales.

Lo que está en juego aquí es un tratamiento clínico-político del modo de subjetivación dominante. Se trata de abrir el acceso a las sensaciones de los mencionados efectos de las fuerzas del ecosistema con las cuales interactuamos (sensaciones que en el mencionado ensayo designo como afecciones, convocando a Spinoza). La posibilidad de una construcción colectiva de mundos a la altura de las exigencias de la vida (nuestra responsabilidad ética) depende de la evaluación de estos efectos, desde el punto de vista de lo que la vida nos exige para mantener el ritmo en su fluir (evaluación que en dicho ensayo denomino afecto, convocando nuevamente a Spinoza). Depende también de nuestro empeño para traer a la existencia lo que esta demanda nos indica, sin lo cual el proceso no se completa. El blindaje al otro nos hace sordos a tales exigencias, lo que genera las condiciones para que la vida sea desviada de su destino ético, con el fin de cafishearla al servicio de la acumulación de capital (no sólo económico y político, sino también e inseparablemente social y narcisista). Por ahí hay una posibilidad de cambio que llevará décadas, tal vez siglos, ya que curarla es nada menos que curar el trauma de la violencia colonial que nos constituye, condición para una transfiguración efectiva de nuestra realidad socio cultural y política.

El 11 de enero de 2023, hubo un nuevo momento de alegría en la cuerda floja que venimos caminando en marchas y contramarchas: se inauguraron dos nuevos ministerios en el gobierno de Lula, que representan un hito muy importante en nuestra historia: el Ministerio de la Igualdad Racial y el Ministerio de los Pueblos Indígenas, que estará bajo el mando de dos mujeres, respetadas pensadoras y activistas. Ellas son, respectivamente, Anielle Franco (negra, hermana de la activista Marielle Franco, concejala carioca asesinada en 2018) y Sônia Bone de Sousa Silva Santos (conocida como Sônia Guajajara por ser originaria del pueblo indígena con ese nombre). No por casualidad, el vandalismo del domingo 8 de enero de 2023 se produjo en vísperas del acto previsto para la asunción de las dos nuevas ministras en el Palacio del Planalto, lo que obligó a aplazarlo dos días, cuando los espacios en el edificio ya estaban recompuestos (lo que, por cierto, sucedió en un tiempo record). Esto hizo que la ceremonia fuera aún más emocionante. Si se trata de un avance innegable en la lucha contra el racismo en la esfera macropolítica (resultante de los movimientos indígenas y negros, especialmente de las mujeres involucradas en esos movimientos que añaden la perspectiva feminista a su activismo en ese ámbito), es necesario que esto sea acompañado de avances en el ámbito micropolítico. Como dice Sandra Benites, activista y curadora de origen guaraní, “son dos los muros que hay que derribar”.

 

Como muchos latinoamericanos, hoy mi deseo está totalmente investido en el diálogo con los activistas de los movimientos antes mencionados y su pensamiento. En este diálogo, a partir de diferentes experiencias y lenguajes, compartimos nuestras diferentes formas de ejercer el combate micropolítico que, no sin fricciones y gracias a su confrontación, va generando transmutaciones en nuestras respectivas subjetividades, especialmente en las formas de relacionarnos con el otro, más precisamente, con la vida del ecosistema y sus oscilaciones. Esto es lo que ha permitido que muchos de nosotros no sucumbamos ante el desastre que estamos viviendo y logremos mantenernos activos. Mi intuición es que este giro micropolítico en proceso logrará, a largo plazo o, mejor dicho, en el larguísimo plazo, establecer una nueva política de formaciones del inconsciente en el campo social (en otras palabras, una nueva política ontológica), que incluye nuevas formas de gobernabilidad, que han de sostenerse en un proceso continuo de creación colectiva, en sustitución del llamado “pacto social” que nos fundó. Un pacto basado en un consenso entre los intereses de las élites, que además de ignorar los intereses de otros segmentos sociales, en la esfera macropolítica, bloquea los procesos de creación en el ámbito micropolítico, asfixiando todo lo que se le escapa.

En definitiva, mi intuición es que, paralelamente al paisaje que estamos viviendo, está en marcha la reforestación de los campos subjetivo y social. En esta operación, de a poco se va sustituyendo el monocultivo que les ha sido impuesto desde la fundación colonial de Brasil, sometiendo la vida para ponerla al servicio del capital. Si bien es cierto que esta tarea ha enfrentado muchas barreras (y, sin duda, las seguirá enfrentando por mucho tiempo, con distintos grados de violencia, cuyo límite es el exterminio), lo que nos ha mantenido con aliento es que, según todo indica, parece haber algo irreversible en el aire.



(1)  Publicado en el blog de Tinta Limón ediciones (accesible e https://tintalimon.com.ar/post/brasil-desafios-frente-a-lo-siniestro/ ), con traducción de Cecilia Palmero. Esta es una versión revisada y ampliada del texto publicado originalmente en la revista CTXT Contexto y acción (número 292, Madrid: enero de 2023). La presente versión fue publicada en portugués en el blog de Outras Palavras, Jornalismo de Profundidade e Pós-Capitalismo, el 20/01/2023 (accesible en https://outraspalavras.net/descolonizacoes/suelyrolnik-para-o-brasil-esconjurar- o- fascismo/  ) y en el blog  Laboratorio de Sensibilidades (accesible en https://laboratoriodesensibilidades.wordpress.com/2023/01/22/brasil-desafios-frente-ao-sinistro-por-suely-rolnik-versao-revisada-e-ampliada/ ). Pronto estará igualmente disponible en francés (en el sitio web Chimères – Révue des schizoanalyses).

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