Amigos dándose manija, gente que se alienta mutuamente; que se alienta para desear. Dale, vamos, deseemos. Querramos. Hinchas hinchando por su subjetividad hinchística, alentándose para emocionarse, para sentir, para que nos importe más, para que se juegue algo, para poner algo en juego. Múltiples argucias y yeites para alimentar la manija mundialista. Hay que meterle levadura; porque este, como le escuché a un amigo, es, a priori el peor mundial de la historia: un Mundial de fútbol en un país que jamás estuvo en el fútbol mundial, que jamás jugó a la pelota, ¡que jamás tuvo pasto! Es la consagración máxima de la televisión, y el lugar -lo local- no importa. Qatar, de hecho, ¿es un país?, un emirato. Que construyó estadios como pirámides, con centenares de obreros migrantes muertos.
Y le sacaron algo importantísimo al Mundial: la espera. El vacío previo. El mes de concentración y de que no pasen otras cosas. Messi jugó con su equipo ayer nomás, y ya ahora; entre el PSG y el Mundial hay una continuidad propia de dos fechas seguidas de un mismo torneo. Un Mundial partícipe del ritmo de hiperactivismo continuo enloquecedor. ¿Cómo sentirle, así, un diferencial, un carácter de acontecimiento? El fútbol, tan distinto a los deportes del paradigma yanki donde todo el tiempo tiene que estar pasando algo contable, es un juego donde el cero es destinal, y el gol desafora como toda victoria contra el destino. La espera forma parte de la esencia del fútbol -¿y de toda épica quizá?-.
Sin silencio previo es difícil entrar en clima. Y se ve que necesitamos entrar en clima; que hay una gran necesidad de instaurar un clima distinto al que dominan la socialidad cotidiana.
Hacen falta motivos de festejo colectivo; por eso se le mete a la manija a pesar de todo. El mundial es síntoma -o simple muestra- de cuánto necesitamos agujeros en el calendario. Suspensiones en la normalidad.
Existe, por supuesto, la fiesta neofascista; no se puede saber de antemano, en caso de festejo popular, qué es lo que se intensificaría. Hay que confiar en la alegría.
Y alegría se ve en estos pibes cuando visten la celeste y blanca. Se divierten, disfrutan: el placer fue el elemento crítico en este proceso de transformación subjetiva de la selección argentina.
Durante muchos años costó fortalecer una identidad, una pertenencia en la selección: acaso, desde el post Diego. Y eso que casi salimos campeones en Brasil. Ese día, nefasto, en que nos derrotó Alemania (con un robo arbitral impresionante, ese penal de Neuer a Iguaín), marcó el fin de los años felices en Argentina (y si hubiera habido el fiestón terrible de ganar, fija que en 2015 la propuesta de “cambiar”, que ganó las elecciones por tan poquito, habría tenido menos adeptos. Ese día empezó la tristeza y el garrón que dominan hasta ahora (amén, por supuesto, de jornadas de resistencia).
Hubo un momento -post Grondona- en que se fue Messi, se fue el técnico, y no había nada: no había dirigencia de la AFA, ni capitán ni técnico ni se sabía si había Selección; a los jugadores, estrellas multimillonarias, no les hacían sentido ir… En esos días, de verdadera catástrofe y vaciamiento de la Selección Nacional masculina de Fútbol, un amigo que laburaba en la oficina de prensa de la AFA contó que empezaron a llegar docenas de mails, de personas de distintos lugares del país, contando que eran jugadores (o técnicos), que competían en tal o cual liga regional, y que se ofrecían para defender la camiseta albiceleste en las Olimpíadas. Vida brotando empecinada entre los escombros.
Y así también renació un espíritu de esa entidad llamada “selección”: no como Brasil, para quienes su selección hace rato es una marca que le añade valor aún a las mega estrellas consagradas. No: la cohesión del seleccionado renació, me apunta un amigo, en torno a una fidelidad amistosa: un grupo de amigos que se divierte jugando al fútbol y que quiere hacer todo para que Lionel Messi salga campeón. La amistad como regulador, la amistad como ordenador de sentido. El disfrute y la a amistad como criterio de juego.
Como decía Abelardo Castillo, no despreciamos causas berretas si producen efectos alegrantes.