Religión y política // Diego Sztulwark
La Libertad Avanza propuso ayer cortar vínculos con el Vaticano. En nombre de un catolicismo privado y ultraliberal atacan a Francisco por su catolicismo político. Mientras, su candidato a presidente anuncia su gusto por la Torá y su conversión al judaísmo. Todo esto mientras se discute la autoría de la destrucción de un hospital en Gaza que habría dejado medio millar de personas bajos los escombros. Decir que lo teológico político persiste es decir poco.
En la película “Éxodo”, versión hollywoodense del origen del sionismo y del Estado de Israel, el héroe de la Haganá (Paul Newman) encarna un ejemplo perfecto el modelo de liberación mosaico: reúne a los sobrevivientes de un campo de detención en la isla de Chipre y obliga a los británicos a dejarlos partir hacia Palestina. Crea un pueblo desde sus ruinas y lo conduce a un territorio posible. Ya en Palestina, la noche misma en que la ONU vota la división entre dos estados y se anuncia la creación del Estado de Israel, Newman repite la hazaña: ante el inminente ataque árabe a un kibutz lleno de niños, encabeza un éxodo por el desierto hasta tierra segura. El héroe judío toma de Moisés el modelo bíblico de la liberación: el pueblo al que se le dirige la palabra no preexiste, permanece esclavo. O exiliado, débil, diezmado y desarmado. Se trata, por eso mismo, de reunirlo. El éxodo es fundamental en la propuesta de la constitución popular: romper las cadenas, marchar a una tierra “prometida» en la que la libertad solo pude ser colectiva, creando una comunidad justa (aprendiendo a convivir con los demás pueblos del desierto) y en relación a la propiedad común de la tierra. Si algo admiraba Baruch Spinoza de Moisés es esta capacidad de crear pueblo donde no lo había. Y si algo advertía es que no hay un «pueblo elegido» (o, lo que es lo mismo: todo pueblo lo es en tanto descubre su propia potencia).
Nada de esto permanece en lo teológico político actual. Sea la propuesta política de romper con el Vaticano, fundada enteramente en la exigencia de liquidar todo freno humanista a un catolicismo de mercado, o la nueva veneración que la élite muestra -hipócrita- por lo judío (luego de que en la última dictadura esa misma élite se ensañara con los judíos realmente existentes en la cama de tortura) lo que retorna es menos un pueblo fetiche y más un fetichismo sin pueblo. Lo había visto Marx (no solo en su artículo «Sobre la cuestión judía», sino sobre todo al comienzo de El capital) cuando hace más de un siglo y medio indicó que no posible comprender el «fetichismo de la mercancía» sin comprender la estructura misma de lo teológico. En la fase de su realización destructiva, el mundo de la mercancía ya no recuerda la historias de la liberación popular, ni la constitución de pueblos enteros para salir de la esclavitud. El sueño teológico se reduce ahora a la supremacía; su idea de la política es la seguridad de los negocios, y su efecto es la guerra. En la película «La traición de Huda» (Hany Abu-Assad, 2021), una mujer palestina se encuentra en una situación sin salida y no encuentra en su pueblo la fuerza que la ayude a salir del laberinto porque todo el pueblo ha caído sucumbido en un juego de transacciones y divisiones internas. La trampa impuesta y no la palabra que reúne y libera define la impotencia del pueblo. Esa situación de lo popular entrampado, que quizás carezca de salida histórica, es sin embargo, la que mejor nos habla. La trampa de lo teológico político actual consiste precisamente en eso: en la usurpación, esterilización y destrucción de toda posibilidad de recurrir al uso liberacionista del lenguaje en función de éxodos constituyentes.
19 de octubre 2023