Anarquía Coronada

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Obligados a argumentar // Diego Sztulwark

La Agencia Paco Urondo publica hoy un fragmento de Alvaro García Linera en defensa de las críticas que recibe el gobierno boliviano y otros que practican el (neo) extractivismo. Creo no falsear las cosas si digo que la principal afirmación del texto es la siguiente: «Los críticos del extractivismo confunden sistema técnico con modo de producción, y a partir de esa confusión asocian extractivismo con capitalismo; olvidando que existen sociedades no‐extractivistas, las industriales ¡plenamente capitalistas!». Leo y pienso que no vale la pena discutir de ese modo, con argumentos dudosos. No se ve, por ejemplo, porqué el hecho de que el industrialismo sea no menos capitalista que el neo-extractivismo debería acallar la crítica documentada realizada contra este último en nuestro continente, ni qué sentido tiene acudir a distinciones marxianas para justificar un hecho de poder que no se aclara en nada en el apoyo de una tradición argumental que fusiona formas de lucha y de conocimiento. Podemos eludir por obvia la cuestión de por qué en ciertas condiciones se defiende aquello en lo que no se cree (me refiero a la idea que organiza todo su razonamiento, según la cual el no cuestionamiento del neoextractivismo tendría algún vinculo con emancipaciones concretas, dado que sobre esa base se obtienen mejoramientos para la vida popular), pero aún así: ¿cuál es el sentido de sostener con tanto énfasis la legitimidad de un sistema cuya defensa requiere desde el vamos del reconocimiento de su no tan lejana superación, si no se incluyen (y esta es la crítica que permanece sin respuestas) indicaciones sobre cómo las luchas que actualmente lo denuncian aportan ya una razón histórica y por tanto de valor significativo para esa superación necesaria, admitida por todxs? Y, ademas, si hay necesidades políticas que llevan al gobierno de Bolivia y otros a sostener esas políticas ¿no sería conveniente tomarse el trabajo de considerar la enorme cantidad de argumentos bien planteados por sus críticos (cosa que en este fragmento casi no ocurre)? No es que la discusión no sea importante o crucial, al contrario, sí lo es. Pero, precisamente por eso, el punto de partida debería incluir en el propio razonamiento la tan documentada verdad que lxs crítics han aportado sobre cómo funciona este modo intensivo de explotación. El argumento clave de García Linera es que la renta neoextractiva financia un mejoramiento de la vida popular. De ser así: ¿no sería esperable que ese tipo de justificación se esfuerce aún mas -por eso mismo- en proporcionar alguna indicación sobre cómo podría imaginarse en un futuro más o menos inmediato, algunas acciones tendientes a replantear la situación, en búsqueda de ecuaciones menos perniciosas, sobre todo cuando -según dice García Linera- se trataría de acciones organizadas no solo por un grupo militante o un movimiento sino por un gobierno que se declara «revolucionario» -pensando en Bolivia- y quizás también en otrxs (con lo que tampoco sería tan solitario)?. De otro modo: ¿Alcanza, para profundizar en esta discusión con una perspectiva realista y concreta -a la que se dice aspirar-, con decir la obviedad de que por fuera del neo-extravismo también hay capitalismo (como si, por otro lado, hubiera posibilidad de distinciones tan tajantes entre modalidades de explotación), o que incluso en los países en donde los críticos del neo-extractivismo son más potentes aún deben admitir en sus propias vidas la presencia de productos provenientes de economía -de manera directa o indirecta- para subsistir? Y por otra parte, y mirando ya la situación argentina, y pensando por tanto también en las denuncias mas documentadas contra el monocultivo: ¿no es relevante el hecho que quienes explotan de ese modo los bienes naturales y humanos sean grandes capitales reiteradamente denunciaros por evadir impuestos y conspirar contra cada causa medianamente humanitaria que se presente? Aunque Alvaro García diga que se propone discutir con una «izquierda abstracta», sus argumentos no abren sino que cierran mas bien toda discusión, y lo hacen con la presunción tan discutible de que estas criticas deben ser acalladas, que estos cuestionamientos son siempre injustificados (y sobre todo inoportunos) y negando que entre ellos y las luchas de las que habla el ex Vice no debería haber vinculo necesario alguno. Es tan cierto que los movimientos críticos, por justas que sean sus causas, dejan de serlo cuando terminan funcionando contra las tentativas de mejora de la vida popular, como que al ser desconocido y entregados a brazos de los enemigos, quien lo hace se priva de un valor histórico irrenunciable, que debilita la idea estratégica fundamental que me parece deberíamos compartir, que es el de procurar los enlaces entre el bienestar popular, por mínimo que sea, y el incremento de esa fuerza popular como fuerza crítica en defensa de sus propios deseos e intereses.

La literatura y la vida // Gilles Deleuze

Los libros hermosos están escritos
en una especie de lengua extranjera.
PROUST, Contre Sainte–Beueve
 
Escribir indudablemente no es imponer una forma (de expresión) a una materia vivida. La literatura se decanta más bien hacia lo informe, o lo inacabado, como dijo e hizo Gombrowicz. Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida. Es un proceso, es decir un paso de Vida que atraviesa lo vivible y lo vivido. La escritura es inseparable del devenir; escribiendo, se deviene–mujer, se deviene–animal o vegetal, se deviene–molécula hasta devenir–imperceptible. Estos devenires se eslabonan unos con otros de acuerdo con una sucesión particular, como en una novela de Le Clézio, o bien coexisten a todos los niveles, de acuerdo con unas puertas, unos umbrales y zonas que componen el universo entero, como en la obra magna de Lovecraft. El devenir no funciona en el otro sentido, y no se deviene Hombre, en tanto que el hombre se presenta como una forma de expresión dominante que pretende imponerse a cualquier materia, mientras que mujer, animal o molécula contienen siempre un componente de fuga que se sustrae a su propia formalización. La vergüenza de ser un hombre, ¿hay acaso alguna razón mejor para escribir? Incluso cuando es una mujer la que deviene, ésta posee un devenir–mujer, y este devenir nada tiene que ver con un estado que ella podría reivindicar. Devenir no es alcanzar una forma (identificación, imitación, Mimesis), sino encontrar la zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación tal que ya no quepa distinguirse de una mujer, de un animal o de una molécula: no imprecisos ni generales, sino imprevistos, no preexistentes, tanto menos determinados en una forma cuanto que se singularizan en una población. Cabe instaurar una zona de vecindad con cualquier cosa a condición de crear los medios literarios para ello, como con el áster según André Dhôtel. Entre los sexos, los géneros o los reinos, algo pasa. El devenir siempre está «entre»: mujer entre las mujeres, o animal entre otros animales. Pero el artículo indefinido sólo surge si el término que hace devenir resulta en sí mismo privado de los caracteres formales que hacen decir el, la («el animal aquí presente»…). Cuando Le Clézio deviene–indio, es siempre un indio inacabado, que no sabe «cultivar el maíz ni tallar una piragua»: más que adquirir unos caracteres formales, entra en una zona de vecindad.  De igual modo, según Kafka, el campeón de natación que no sabía nadar. Toda escritura comporta un atletismo. Pero, en vez de reconciliar la literatura con el deporte, o de convertir la literatura en un juego olímpico, este atletismo se ejerce en la huida y la defección orgánicas: un deportista en la cama, decía Michaux. Se deviene tanto más animal cuanto que el animal muere; y, contrariamente a un prejuicio espiritualista, el animal sabe morir y tiene el sentimiento o el presentimiento correspondiente. La literatura empieza con la muerte del puerco espín, según Lawrence, o la muerte del topo, según Kafka: «nuestras pobres patitas rojas extendidas en un gesto de tierna compasión». Se escribe para los terneros que mueren, decía Moritz.  La lengua ha de esforzarse en alcanzar caminos indirectos femeninos, animales, moleculares, y todo camino indirecto es un devenir mortal. No hay líneas rectas, ni en las cosas ni en el lenguaje. La sintaxis es el conjunto de caminos indirectos creados en cada ocasión para poner de manifiesto la vida en las cosas.

Escribir no es contar los recuerdos, los viajes, los amores y los lutos, los sueños y las fantasías propios. Sucede lo mismo cuando se peca por exceso de realidad, o de imaginación: en ambos casos, el eterno papá y mamá, estructura edípica, se proyecta en lo real o se introyecta en lo imaginario. Es el padre lo que se va a buscar al final del viaje, como dentro del sueño, en una concepción infantil de la literatura. Se escribe para el propio padre–madre. Marthe Robert ha llevado hasta sus últimas consecuencias esta infantilización, esta psicoanalización de la literatura, al no dejar al novelista más alternativa que la de Bastardo o de Criatura abandonada. Ni el propio devenir–animal está a salvo de una reducción edípica, del tipo «mi gato, mi perro». Como dice Lawrence, «si soy una jirafa, y los ingleses corrientes que escriben sobre mí son perritos cariñosos y bien enseñados, a eso se reduce todo, los animales son diferentes… ustedes detestan instintivamente al animal que yo soy». Por regla general, las fantasías de la imaginación suelen tratar lo indefinido únicamente como el disfraz de un pronombre personal o de un posesivo: «están pegando a un niño» se transforma enseguida en «mi padre me ha pegado». Pero la literatura sigue el camino inverso, y se plantea únicamente descubriendo bajo las personas aparentes la potencia de un impersonal que en modo alguno es una generalidad, sino una singularidad en su expresión más elevada: un hombre, una mujer, un animal, un vientre, un niño… Las dos primeras personas no sirven de condición para la enunciación literaria; la literatura sólo empieza cuando nace en nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo (lo «neutro» de Blanchot). 6 Indudablemente, los personajes literarios están perfecta-mente individualizados, y no son imprecisos ni generales; pero todos sus rasgos individuales los elevan a una visión que los arrastran a un indefinido en tanto que devenir demasiado poderoso para ellos: Achab y la visión de Moby Dick. El Avaro no es en modo alguno un tipo, sino que, a la inversa, sus rasgos individuales (amar a una joven, etc.) le hacen acceder a una visión, veel oro, de tal forma que empieza a huir por una línea mágica donde va adquiriendo la potencia de lo indefinido: un avaro…, algo de oro, más oro… No hay literatura sin tabulación, pero, como acertó a descubrir Bergson, la tabulación, la función fabuladora, no consiste en imaginar ni en proyectar un mí mismo. Más bien alcanza esas visiones, se eleva hasta estos devenires o potencias.

No se escribe con las propias neurosis. La neurosis, la psicosis no son fragmentos de vida, sino estados en los que se cae cuando el proceso está interrumpido, impedido, cerrado. La enfermedad no es proceso, sino detención del proceso, como en el «caso de Nietzsche». Igualmente, el escritor como tal no está enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo. El mundo es el conjunto de síntomas con los que la enfermedad se confunde con el hombre. La literatura se presenta entonces como una iniciativa de salud: no forzosamente el escritor cuenta con una salud de hierro (se produciría en este caso la misma ambigüedad que con el atletismo), pero goza de una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y oído de las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él, irrespirables, cuya sucesión le agota, y que le otorgan no obstante unos devenires que una salud de hierro y dominante haría imposibles.  De lo que ha visto y oído, el escritor regresa con los ojos llorosos y los tímpanos perforados. ¿Qué salud bastaría para liberar la vida allá donde esté encarcelada por y en el hombre, por y en los organismos y los géneros? Pues la salud pequeñita de Spinoza, hasta donde llegara, dando fe hasta el final de una nueva visión a la cual se va abriendo al pasar.

La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio de la función fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus traiciones y renuncias. La literatura norteamericana tiene ese poder excepcional de producir escritores que pueden contar sus propios recuerdos, pero como los de un pueblo universal compuesto por los emigrantes de todos los países. Thomas Wolfe «plasma por escrito toda América en tanto en cuanto ésta pueda caber en la experiencia de un único hombre».  Precisamente, no es un pueblo llamado a dominar el mundo, sino un pueblo menor, eternamente menor, presa de un devenir–revolucionario. Tal vez sólo exista en los átomos del escritor, pueblo bastardo, inferior, dominado, en perpetuo devenir, siempre inacabado. Un pueblo en el que bastardo ya no designa un estado familiar, sino el proceso o la deriva de las razas. Soy un animal, un negro de raza inferior desde siempre. Es el devenir del escritor. Kafka para Centroeuropa, Melville para América del Norte presentan la literatura como la enunciación colectiva de un pueblo menor, o de todos los pueblos menores, que sólo encuentran su expresión en y a través del escritor.  Pese a que siempre remite a agentes singulares, la literatura es disposición colectiva de enunciación. La literatura es delirio, pero el delirio no es asunto del padre– madre: no hay delirio que no pase por los pueblos, las razas y las tribus, y que no asedie a la historia universal. Todo delirio es histórico–mundial, «desplazamiento de razas y de continentes». La literatura es delirio, y en este sentido vive su destino entre dos polos del delirio. El delirio es una enfermedad, la enfermedad por antonomasia, cada vez que erige una raza supuestamente pura y dominante. Pero es el modelo de salud cuando invoca esa raza bastarda oprimida que se agita sin cesar bajo las dominaciones, que resiste a todo lo que la aplasta o la aprisiona, y se perfila en la literatura como proceso. Una vez más así, un estado enfermizo corre el peligro de interrumpir el proceso o devenir; y nos encontramos con la misma ambigüedad que en el caso de la salud y el atletismo, el peligro constante de que un delirio de dominación se mezcle con el delirio bastardo, y acabe arrastrando a la literatura hacia un fascismo larvado, la enfermedad contra la que está luchando, aun a costa de diagnosticarla dentro de sí misma y de luchar contra sí misma. Objetivo último de la literatura: poner de manifiesto en el delirio esta creación de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir una posibilidad de vida. Escribir por ese pueblo que falta («por» significa menos «en lugar de» que «con la intención de»).

Lo que hace la literatura en la lengua es más manifiesto: como dice Proust, traza en ella precisamente una especie de lengua extranjera, que no es otra lengua, ni un habla regional recuperada, sino un devenir–otro de la lengua, una disminución de esa lengua mayor, un delirio que se impone, una línea mágica que escapa del sistema dominante. Kafka pone en boca del campeón de natación: hablo la misma lengua que usted, y no obstante no comprendo ni una palabra de lo que está usted diciendo. Creación sintáctica, estilo, así es ese devenir de la lengua: no hay creación de palabras, no hay neologismos que valgan al margen de los efectos de sintaxis dentro de los cuales se desarrollan. Así, la literatura presenta ya dos aspectos, en la medida en que lleva a cabo una descomposición o una destrucción de la lengua materna, pero también la invención de una nueva lengua dentro de la lengua mediante la creación de sintaxis. «La única manera de defender la lengua es atacarla… Cada escritor está obligado a hacerse su propia lengua…» 10 Diríase que la lengua es presa de un delirio que la obliga precisamente a salir de sus propios surcos. En cuanto al tercer aspecto, deriva de que una lengua extranjera no puede labrarse en la lengua misma sin que todo el lenguaje a su vez bascule, se encuentre llevado al límite, a un afuera o a un envés consistente en Visiones y Audiciones que ya no pertenecen a ninguna lengua. Estas visiones no son fantasías, sino auténticas Ideas que el escritor ve y oye en los intersticios del lenguaje, en las desviaciones de lenguaje. No son interrupciones del proceso, sino su lado externo. El escritor como vidente y oyente, meta de la literatura: el paso de la vida al lenguaje es lo que constituye las Ideas.

Estos son los tres aspectos que perpetuamente están en movimiento en Artaud: la omisión de letras en la descomposición del lenguaje materno (R, T…); su recuperación en una sintaxis nueva o unos nombres nuevos con proyección sintáctica, creadores de una lengua («eTReTé»); las palabras–soplos por último, límite asintáctico hacia el que tiende todo el lenguaje. Y Céline, no podemos evitar decirlo, por muy sumario que nos parezca: el Viaje o la descomposición de la lengua materna; Muerte a crédito y la nueva sintaxis como lengua dentro de la lengua; Guignol’s Bandy las exclamaciones suspendidas como límite del lenguaje, visiones y sonoridades explosivas. Para escribir, tal vez haga falta que la lengua materna sea odiosa, pero de tal modo que una creación sintáctica trace en ella una especie de lengua extranjera, y que el lenguaje en su totalidad revele su aspecto externo, más allá de la sintaxis. Sucede a veces que se felicita a un escritor, pero él sabe perfectamente que anda muy lejos de haber alcanzado el límite que se había propuesto y que incesantemente se zafa, lejos aún de haber concluido su devenir. Escribir también es devenir otra cosa que escritor. A aquellos que le preguntan en qué consiste la escritura, Virginia Woolf responde: ¿Quién habla de escribir? El escritor no, lo que le preocupa a él es otra cosa.

Si consideramos estos criterios, vemos que, entre aquellos que hacen libros con pretensiones literarias, incluso entre los locos, muy pocos pueden llamarse escritores.
 
 

Política del síntoma // Diego Sztulwark

Bajo el título Filosofía como forma de vida, Pierre Hadot planteó una serie de cuestiones importantes sobre los griegos y el catolicismo que aquí dejaremos de lado. Solo nos interesa el título. Y nos interesa a condición de pervertirlo… comenzando por la palabra filosofía: en lugar de filosofía como saber, emplearemos el término como deseo de pensar cosas y pretensión de encontrar un discurso propio (aún cuando ese “propio” esté hecho de préstamos). Digamos entonces que por filosofía entendemos aquí la existencia de una cierta verdad y de un cierto lenguaje propio. Vamos a forzar también la idea de forma de vida inscribiéndola en el problema enorme al que, por falta de mejor léxico, solemos llamar neoliberalismo. Neoliberalismo, es decir, una forma de capitalismo particularmente totalitario, en el sentido en que se interesa por los detalles mismos de los modos de vivir. Lo neoliberal no designa un poder meramente exterior, sino una capacidad de organizar la intimidad de los afectos y de gobernar las estrategias existenciales. Llamamos neoliberalismo, entonces, al devenir micropolítico del capitalismo, a sus maneras de hacer vivir. La filosofía como forma de vida revista, en este contexto, interés político: la cuestión es, en última instancia, la pregunta por la capacidad de inventar un vivir no-neoliberal.

Esto quiere decir que para hablar de una política no neoliberal es necesario hacer un rodeo por las micropolíticas no neoliberales, que aquí pretendemos vincular a lo que Hadot llamó “ejercicios espirituales”. Hadot explica en sus textos que no es fácil asumir una forma de vida: se trata de un aprendizaje, requiere una ejercitación. La filosofía antigua, dice Hadot, no se caracterizaba, como la moderna, por esa vocación de fascinar a partir de una solvencia lógico-discursiva. Lejos del sistema, su orientación apuntaba a la articulación del discurso con todas aquellas disposiciones no discursivas que conforman la existencia. O sea, al problema de cómo el discurso puede acercar a las personas a modificar algo del mundo afectivo: las angustias, el miedo, la relación con la muerte. Si la filosofía puede ser una forma de vida es porque la vida no nace de modo espontáneo a la verdad, sino que accede a ella a través de transformaciones (y ejercitaciones). La forma de vida, o la vida virtuosa, es el objeto de una búsqueda persistente. Para Spinoza, la “vida virtuosa” resulta inseparable de las instituciones colectivas. El “mejor Estado” (es decir, la vida común que ofrece seguridad y libertad) y la vida virtuosa resultan inseparables. No hay abismo alguno entre micro y macropolítica.

Volvemos al neoliberalismo como fenómeno de interiorización del mando. En él, el campo de la obediencia se extiende bajo la forma de una cierta libertad: “somos libres de hacer lo que queremos”, es la proclama del discurso emprendedor. Una libertad que obedece a una suerte de orden que nos viene del propio tejido: imposible eludir el mandato de ser productivos en un espacio llamado mercado. La voz de orden ha sido inmanentizada y actúa como compulsión a desarrollar estrategias de valorización sobre nosotros mismos, a participar activa y voluntariamente de los dispositivos de valorización mercantil.

Lo que queremos es hacer aparecer entonces una determinada polaridad, una tensión entre lo que llamamos modos de vida (“libertad” neoliberal) y forma de vida (procesos de transformación). Los nombres –modos, forma– pueden sonar arbitrarios, pero facilitan hacer la distinción. Los modos de vida surgen del mundo neoliberal en cuanto nos damos cuenta de que el neoliberalismo es, sobre todo, una edad del capital en la que este no realiza sus mercancías sin crear en simultáneo un universo de deseos donde esas mercancías actúan como signos que encarnan la realización de esos deseos. No hay ganancia sin producción de modos de vida. De ahí la vigencia de la fórmula de Foucault: el neoliberalismo es la extensión del cálculo económico a todas las esferas extraeconómicas de la vida.

Si el modo de vida es producido en el mismo movimiento en el que se produce el capital, la forma de vida supone, en cambio, una transformación –subjetiva y política– con respecto a esta condición de partida e introduce lo que cierto psicoanálisis estaría dispuesto a llamar el sujeto de una verdad. ¿En qué tipo de práctica y de ejercicio, en qué tipo de uso del lenguaje, en qué relación con los otros, en qué relación con el deseo alcanzamos hoy en día esta nueva libertad?

En su hermoso libro Hijos de la noche, el filósofo Santiago López Petit escribe sobre la relación entre Artaud y Marx. Según él, la forma de vida es inseparable del síntoma, o sea de todo aquello que en nosotros aparece como incapacidad de cuajar, de adaptarnos al mando neoliberal (mando que ordena: “disfruten, gocen, consuman, sean productivos”). López Petit invierte la mirada y se pregunta: ¿Qué pasa con todo aquello que hay en la vida que no cuaja con eso? ¿Qué hacemos con nuestras anomalías (enfermedades, angustias, pánicos, etcétera)? Su pregunta, por tanto, apunta a todo aquello que en la vida es fragilidad y que no admite ser resuelto como mera adecuación plena al mando.

Aquí se alcanza una cuestión de sumo interés: el síntoma y la fragilidad, la anomalía deseante y, en general, los fenómenos de autonomización de las maneras de cooperación pueden resultar vías de politización de las formas de vida en la medida en que padecen la agresiva intolerancia del mando neoliberal, que no es sino el esfuerzo –como indica Toni Negri– por evitar que se abra la brecha entre realización de mercancías y deseos. El mando neoliberal es –y su devenir fascistoide lo vuelve obvio– como una tentativa autoritaria que busca impedir su propia crisis. Crisis por incapacidad de subjetivar neoliberalmente a una parte de la sociedad. Crisis en el sentido de no poder producir aquellos mundos deseantes en los cuales el consumo de sus mercancías es realización. ¿Es posible sostener que se da una correlación práctica entre impotencia capitalista de gobernar la vida (deseos) y crisis de rentabilidad empresaria? ¿Es la autonomización de las formas de vida un factor potencial influyente en las crisis de reproducción del neoliberalismo?

Si así lo fuera, el problema del síntoma se volvería crucial en el plano de lo político, y el régimen de lo sensible sería redescubierto como objeto de todo tipo de ofensivas y contra-ofensivas. Para seguir polarizando, entonces, se puede decir que al régimen de visibilidad neoliberal –la transparencia, la exigencia de exposición de los disfrutes–, se le opone una política de la escucha del síntoma. Mientras que el síntoma es tratado por los neoliberales vía coaching ontológico, el poeta Henri Meschonnic propone una alianza con el síntoma fundado en una audibilidad de aquello que se resiste a la adaptación. Escuchar una verdad en aquello que no se adecúa a ese mundo de visibilidades.

Es muy evidente que la política emancipatoria en la Argentina, al menos desde la última dictadura hasta ahora, tuvo sus grandes momentos en estas formas de escucha del síntoma: de los organismos de derechos humanos al movimiento popular de mujeres, pasando por las organizaciones piqueteras. Nuestra época neoliberal plantea una relación directa entre trama sensible de la vida y orden social y político. Y dado que las formas de vida replantean el problema de la igualdad y de la libertad en términos de transformación, de la capacidad de atravesar las crisis e innovar en las formas colectivas, es allí donde deben espejarse los ejercicios espirituales de nuestro tiempo: en torno a los consumos, a los usos del tiempo, a los modos de habitar territorios, a las formas de concebir el amor. Se trata de ejercicios sobre las posibilidades de desligarnos del poder de mando, que habilitan la pregunta sobre quiénes somos, quién es cada uno, a partir de los malestares –porque el malestar es fortísimo: el malestar de la violencia, de ser borrado, de los modos de visibilización, de no ser retribuido–. Mapear desde el malestar puede llevarnos a desplazamientos significativos, puede ayudar a parir forma de vida, a bosquejar posibles deseables.

Suely Rolnik ha escrito cosas muy sabias sobre el malestar. Ella enseña que el neoliberalismo es un tipo de poder que aplaca, asigna y estabiliza modalidades subjetivas. Las micropolíticas neoliberales ofrecen los medios para eludir la desestabilización de sus sujetos. También para ella el neoliberalismo es una tecnología micropolítica que tiende a evitar la crisis y a sostener el control mediante determinados mecanismos de consumo (consumo de pastillas, de discursos, etcétera). Rolnik opone al sujeto neoliberal, con su larga historia desde el cristianismo pasando por el cartesianismo y la colonización, a una corporeidad vibrátil a la que llama “fuera-de-sujeto”. ¿Qué es ese otrx? La producción de nuevos territorios existenciales o de mundos de referencias nuevas. Otra vez: la productividad del ejercicio espiritual (ahora entendido como micropolíticas no neoliberales).

Si el discurso neoliberal ha recurrido a la potencia del vitalismo emprendedor, las formas de vida se reconocen en una especie de impotencia propia que antecede a cualquier potencia. Una especie de imposibilidad –o de “estupidez”, dirá también Deleuze– que es propia de los comienzos de cualquier nuevo poder-hacer. Quizás esta impotencia sea la que nos conduce a las descripciones más ricas de lo que es un ejercicio espiritual. Descubrir que lo que realmente interesa, a veces, es algo de lo cual estamos todavía muy separados. Es un deseo de algo, o el presentimiento de algo que uno puede hacer, pero también es el atravesamiento de no saber cómo hacerlo. Tal vez la conciencia de la impotencia que conllevan los procesos de creación, la detección de una cierta vulnerabilidad sea exactamente lo que el neoliberalismo odia en la vida. La escucha del síntoma como punto de partida. Situarnos en esos lugares donde, para hacer lo que queremos hacer, pasamos primero por no entender. Por no saber cómo. Por ser los únicos que no entendemos. Como escribe Ricardo Piglia en Los diarios de Emilio Renzi: “Soy el único en esta ciudad que no sabe escribir”. El único que no puede resolver estos problemas del amor, de la angustia, o estos problemas de la vida. Ese no poder, tomado en una escucha, es ya signo de elaboración procesual de una potencia. 

El neofascismo tipo Bolsonaro y su programa (la destrucción del Amazonas, la reforma laboral, la privatización, el racismo, la persecución a las mujeres, a las diferencias sexuales), el recurso a una prótesis militarista y fundamentalista, expresa la fuerza de la crisis y el intento de cerrar la brecha mediante el odio al síntoma. Pensando en este escenario, donde el neoliberalismo no solo es desagradable porque bloquea la virtud y desatiende el síntoma, sino porque además destruye y degrada, porque ataca de manera violenta, organizada e institucional; pensando desde ahí se hace evidente lo que decía Spinoza: no es posible pensar la virtud de la vida sin la vida en común. No es concebible aislar los ejercicios espirituales de la dimensión colectiva y de la lucha social.

Por eso es importante retener nombres como Trump, Bolsonaro o Macri. Son nombres importantes en tanto que articuladores políticos de una crueldad en la vida. La reflexión sobre las formas de vida, su polarización con los modos neoliberales de vida, se politizan apenas se advierte que ya forman parte, y de un modo no marginal, de la contemporánea lucha de clases. ¿Cómo saber que esa lucha ha comenzado? Una hipótesis: cuando los modos de vida neoliberales son pervertidos por la vía plebeya, por la vía de una irreverencia, de una gestualidad sin programa que plantea una y otra vez las condiciones mínimas de la igualdad.

La Modernidad es volver fluida la solidez de la Realidad estresante // Luchino Sívori

  En «No mires arriba«, la película de Netflix de la que todos están hablando estas últimas semanas, se tratan muchas cuestiones: Teorías de la conspiración, la sociedad del miedo y la emergencia, el poder de las redes sociales, el auge del neofascismo; sin embargo, a mí me hizo recordar al estrés que provocan las categorías.  

    Si bien la película protagonizada por Leonardo Di Caprio y Meryl Streep es mayormente una sátira implícita sobre el Trumpismo creciente en Occidente, el interés que despertó en mí fue el de recordar, como dije, un cansancio. ¿Qué quiero decir con esto de “cansancio”? Me refiero a la sensación que transmite el largometraje con respecto a lo que producen estas etiquetas en las dos partes presuntamente enfrentadas; una suerte de batalla-cortocircuito entre grupos sociales que pretenden sentirse ajenos a ellas y, al unísono, no pueden salirse del personaje para acontecer. 

    Con “etiquetas” quiero decir la técnica por la cual algunos, hoy amparados mayormente detrás de algoritmos digitales, dedican sus energías a nuestra clasificación en perfiles psicográficos. Esto no impacta únicamente en el mundo de la segmentación estadística de Internet (es decir, la categorización de acuerdo a los detalles de nuestros usos digitales, como sean nuestros consumos, estilos de vida, deseos, orientaciones políticas…), sino también en la esfera académica, con su micro-especialización del conocimiento científico; en el ámbito laboral, vía especificidades en las cadenas de valor y producción; en la política, mediante agencias intermediarias del management público. La taxonomía como fuerza vital está presente en todas las arenas. 

    Tengo la impresión -y el término “impresión” es adrede- que tanto unos como otros, a un lado y otro del espectro nicho en el que habitamos según estas fronteras artificiales, peloteamos contra el mismo paredón, que no es otro que la agonía, o estrés, como diría Sloterdijk, que produce esta persistente necesidad de nombrar(se), “poner en palabras” aquello que sobreviene: una pandemia, una crisis, una pérdida. 

    Sin entrar en el debate filosófico lingüístico de la trascendencia o no del Ser y su Representación, quedémonos por un momento en el síntoma, el padecer de este enfrentamiento contemporáneo con aquello que no es el Otro; ¿Adónde nos conduce, más allá del análisis concienzudo o la parodia auto-referencial, este devenir actual del fin de los metarrelatos versus el positivismo de Google y la OMS?

    Hay toda una población de personas cansadas, intuyo, incluyendo a los mismos contendientes (y quizás ellos en mayor proporción). Exhaustos, el énfasis cada vez más grande por pertenecer, aunque sea un rato, se está volviendo agónico, y en esa carrera vertiginosa que provoca el uso correcto de las nuevas jergas, del calendario Maya y el mapeo cartográfico del monetarismo, la lectura de manos y el canon de los saberes científicos, la geometría abstracta del fetiche digital e Ibiza, detrás de todas esas sinestesias y metáforas, hay un padecimiento, quizás un aullido, por parte de toda una generación que no sabe ya cómo defender su momento histórico, sin metanarrativa ni padres de la iglesia.

No tiene nada de nuevo // Diego Valeriano

Milei es solo parte del negocio, de la máquina de ruido, de la gilada de la política. Parte necesaria de este juego de simulaciones, posteos urgentes y carteleo. Cómo un agarrame que lo mató siempre necesario en el régimen asfixiante de la opinión. ¿Qué harían el militante, la profesora, el funcionario, la tuitera sin Milei? ¿Mirar para adentro? ¿Escuchar el ruido en el pasillo? Siempre es mejor la derecha en el ojo ajeno. El progresismo que devino en burocrata agradece la existencia de Milei por como les facilita las cosas a la hora de argumentar y él también hace lo mismo. Comunista, fascista, parásito, libertonto. Memes del hombre araña. 

Siempre es mejor hablar de Milei que de Guernica, mejor denunciar sus formas brutales de defensa del capital que la desaparición de Facundo, mejor hablar de está derecha vigilante que de lo vigilante que se volvió todo de un tiempo a está parte. Mejor hablar de Milei y no de Kulfas o Manzano. Cara y contracara de la misma moneda de este régimen que nos deja sin aire, sin fuerzas, sin tiempo. 

El régimen de la opinión es lo contrario a la vitalidad, a la desobediencia, a pensarnos. Es el momento en que la imagen elegida por otro se vuelve nuestra única relación con el mundo. Ya nadie está en una. Ya no hacemos ningún movimiento. Opinamos pero no podemos hablar, las palabras ni salen, el cuerpo no se inquieta, nadie nos escucha. Delegar el estado de ánimo nos deja sin territorio, sin fuerza, sin amigos. Milei es solo un reseteo novedoso y necesario en el negocio de la opinión. 

Exhibir y desaparecer // Pedro Yagüe

En la sociabilidad abstracta de las redes sociales cada uno diseña su propia imagen según la identidad estética que considera adecuada. La vida humana, en su faceta virtual y conectiva, se transforma en una fábrica dispuesta a la valorización. El cuerpo físico, ya sea según la normatividad histórica de belleza o según la identidad que se busque recrear, aparece como el ejemplo más explícito de todo esto. Pero también los consumos culturales, las ideas que mostramos, las victimizaciones, las causas que defendemos y las que rechazamos, las múltiples identidades que procuramos sostener. Se trata, en definitiva, de generar una buena impresión en los demás: exhibir una marca.

Sabemos por Erving Goffman que toda impresión en los otros es resultado de un acto expresivo, y que toda expresión siempre es doble: allí aparece lo que el sujeto muestra, pero también lo que de él emana. Es decir, lo que se busca comunicar de manera intencional y aquellos signos que, casi de modo sintomático, los otros son capaces de detectar en uno. De modo que el diseño de una identidad estética inevitablemente conlleva también la exhibición de una serie de signos no intencionales, de exageraciones, de imposturas, que, según quien sea el receptor, lograrán o no ser descubiertos. De esto hay miles de ejemplos, tal vez el más clásico sea el sospechoso exhibicionismo amoroso de las parejas.

También la política da cuenta de este mecanismo. Hay gente que lleva a sus hijos a manifestaciones sociales y les da carteles para que sostengan. Después les sacan una foto y la suben a las redes. Vaya uno a saber de qué se vanaglorian. Esta especie de exhibicionismo político forma parte de lo que el ruso Scolnik llamó estetización: se le otorga una cualidad estética a algo exterior, se la asume como propia y se le anula su potencia. Se trata, en definitiva, de una operación política de abstracción que esteriliza y desproblematiza los fenómenos a los que se refiere. Operación que hoy en día resulta impensable sin la borrachera de las redes sociales, el diseño abstracto, ahistórico, de una identidad personal.

A partir del consumo y de la exhibición de imágenes, nos convencemos de lo que mostramos y, de tanto insistir, empezamos a sentirlo de verdad. La política queda entonces reducida a un hecho estético: a la distribución de mercancías apalabradas, de imágenes valorizantes, de listas blancas de nombres y consignas que reconfortan.

El carácter estético y autocomplaciente de estas exhibiciones permite sostener enunciados abstractos, a veces contradictorios, que no se verifican en una experiencia personal. Por ejemplo, se defiende la necesidad de un Estado fuerte, pero se dice estar en contra de sus fuerzas represivas; se critica a las formas violentas de la política actual, pero se romantiza la violencia del pasado; se defiende la importancia de la diversidad y la otredad, pero se dejar de hablar con quienes no piensan como uno. En mayor o menor medida, todos estamos marcados por esta relación abstracta con los discursos políticos. Las palabras van un por un lado, la experiencia por el otro.

Escritura como modo de vida // Diego Sztulwark

Piglia en tercera persona: sobre ‘Los diarios de Emilio Renzi’

 

Es perfectamente posible situar la escritura de un diario personal en la serie de aquello que Pierre Hadot, Michel Foucault o Jean Allouch han llamado “ejercicios espirituales”. Tales ejercicios, bien ateos y materialistas, buscan dotar al sujeto de los medios de transformación necesarios para acceder a una verdad. Siguiendo a Hadot, podríamos decir que se trata de vincular el pensamiento con las disposiciones no discursivas referidas al enfrentamiento con el miedo a la muerte, y a la elaboración de la conciencia de finitud para alcanzar una vida feliz.

Piglia llevó adelante su diario personal durante décadas como ejercicio literario, una serie de procedimientos que apuntan a introducir definitivamente la ficción en la realidad del escritor. Los tres tomos de su diario ya publicados cumplen con este ideal de realización. Ponen en práctica las hipótesis que el propio escritor planteó para sí mismo sobre las relaciones entre realidad y ficción. Emilio Renzi es lo que Piglia necesitaba para devenir escritor, puesto que la ficción no decide nada sobre la realidad o irrealidad de los hechos narrados sino que depende, en todo caso, de la creación de un lugar de enunciación. Por medio de Renzi, Piglia transforma la experiencia —su propia vida— en una ficción que da cumplimiento a su propósito mayor de indagar la vida desde la literatura.

Años de formación se ocupa del origen de la escritura. El diario es por entonces un puro deseo de escribir, sin nada más o menos concreto o interesante que contar. Es un joven de provincia que desea ser escritor y no cree tener aún demasiado para decir. La escritura se enfrenta a sí misma cuando todavía no ha aprendido a captar la vida. No tiene, por lo tanto, otra cosa que hacer que no sea comenzar por indagar sobre la propia experiencia de vivir. Reflexiona sobre el lenguaje y examina su propio funcionamiento; crece su confianza y se extiende en la interpretación de sus infinitas lecturas; anota sus modos de relación con las mujeres; se detiene en los particulares vínculos que sostiene con los amigos, la madre, el padre y un abuelo de Adrogué que combatió en la Gran Guerra.

El lenguaje, le dice su abuelo, es una “frágil y enloquecida materia sin cuerpo”, una hebra delgada capaz de enlazar pequeñas aristas y ángulos superficiales de la vida solitaria de las personas, “porque los anuda, los liga”, aunque sea sólo por un instante, antes de que vuelvan a “hundirse en las tinieblas en las que estaban sumergidas cuando nacieron y aullaron por primera vez sin ser oídos”.

Tiempo después Renzi conocerá a Martínez Estrada, para quien el pensamiento es del orden de la enfermedad y de la parálisis (siendo la filosofía el producto de una indecisión suprema); y la historia, concebida como un todo del cual derivar criterios de justicia —e injusticia—, no es más que una narración constituida para un observador exterior (“no hay historia sin Dios”). Por otro lado, Fitzgerald y Pavese le enseñan que hay vidas literarias cuya ejemplaridad brota de la “autoridad del fracaso”, existencias cuyo lenguaje bordea el suicidio y nos revelan que la escritura posee un secreto, y es el lugar de una venganza. “El secreto es siempre una grieta y la venganza es el castigo que la vida hace pagar al que escribe”.

Nadie tiene, pues, asegurado el dominio de sí mismo. Se escribe y se vive sobre el fondo involuntario de unas relaciones en variación. Son los temas —próximos entre sí— de la locura y la revolución. Ambos confundidos en su capacidad, dice, de “conectar todo con todo”. Para el revolucionario, “la edición de una revista o la toma de un cuartel pueden tener la misma función”. Se trata de un “pensamiento paranoico” en el que todo “tiene que ver con todo”.

Y Borges. Su inteligencia consiste en erigir sobre determinadas estructuras de sentido “mundos complejos e irreales”. En sus cuentos la realidad nunca está dada, es siempre “oscura e intrigante” y por eso deviene objeto de investigación. “Su humildad lo convierte en un transmisor perfecto de libros escritos por otros”. Su lenguaje —dice Renzi de Borges— es demasiado admirable, es preciso “alejarse de su obra y empezar de nuevo”. Casi al final, el asesinato del Che (sobre quien Piglia escribió en El último lector sus páginas más perfectas): “La conmoción por su muerte está disolviendo las razones que lo llevaron hasta ahí”. Premonitorio.

Los años felices, el segundo tomo, recoge los diarios de 1968 hasta 1975, y podría llamarse también “Antes de la catástrofe”. Es el período en el cual la política se entromete en la vida y en la literatura, y en el que Piglia se aferra a esta última para serle fiel hasta el final. También podría haberse llamado “Los amigos”, en su mayoría escritores. David Viñas omnipresente. Un poco menos, León Rozitchner. Un poco menos Puig, Briante, Ismael Viñas, Saer, Jacobi, Walsh, Urondo, Sazbón y Josefina “La China” Ludmer (Iris).

Un diario puede trazar un plano de inmanencia: hablando de sí mismo como de una multiplicidad, pueden desplegarse las historias de un país, de una generación, de un grupo de intelectuales de izquierda. “En Cuba durante una larga y conversada caminata con León Rozitchner por el Malecón de La Habana. León se detiene y pregunta: ¿Pero vos vivirías acá? Su filosofía se funda en la postulación de un acuerdo entre los modos de pensar y las formas de vida. Llama a eso poner el cuerpo”. La escritura fechada se presta al aforismo. Lunes 24: “Siempre hay que elegir la obra y no la vida”, puesto que es la obra la que “construye modo de vivir”. Lunes 6: “La necesidad de estar encima del lenguaje es igual a nadar, avanzar encima del mar (la profundidad es una tentación que debe ser vigilada)”. Martes 7: “Solanas inventó la izquierda peronista”. La escritura como “aparato de registro” en el que las palabras se imponen al autor, que sólo después descubre su sentido.

No es que vida y política sean liquidadas por la obsesión por la ficción. Más bien resultan redescubiertas por ella en su propio interior. La literatura, escribe Renzi, es lucha constante contra los límites y las prohibiciones: “La novela se instala en la frontera psíquica de la sociedad en la que el individuo se convierte en otro que no está permitido. Esta actividad al borde de la censura se llama: adquirir un lenguaje. Se trata de estar frente a la realidad entendida como un escrito y no como un espectáculo”.

Lo mismo sucede con la filosofía. Piglia es un temprano lector de Gilles Deleuze (Proust y los signos), y descubre en él la agudeza para captar el juego de los procedimientos que crean multiplicidad en la escritura. Beckett, Kafka, los grandes narradores —dice Renzi— despliegan “una sucesión continua e inconexa de acontecimientos mínimos”, un manojo de acciones cuya única vinculación es la sintaxis o la gramática que “establecen relaciones que no son de causa y efecto”. En lugar de explicar, ponen en relación. En suma, “el relato como investigación”. La literatura no representa, sino que crea situaciones.

Imposible no sentir identificación con ciertos fragmentos del diario como investigación de la propia personalidad. “Después de mucho tiempo he comprendido mi forma de pensar esquizoide, les atribuyo a los demás cuestiones que quiero entender en mí mismo. Digamos, elijo un doble real y experimento en ellos cuestiones que no puedo ver con claridad en mi mismo”. Comprende mecanismos propios solo cuando los proyecta en otros, hace de la amistad “un banco de prueba” de la propia vida. Difícil no disfrutar las referencias a Viñas y Rozitchner. “Lunes 18. Ayer encuentro a León, muy deprimido, en crisis, igual que David. Malos tiempos: crisis del MLN, izquierda liberada, la moda del estructuralismo, sin ganas de trabajar en su libro de Freud y Marx”; “Lunes 4. León mas inteligente que otros días gracias al análisis de Freud (…) no me oye, y lo que más me gusta de él es la obsesión autista que lo lleva a insistir una y otra vez en una idea cuando uno se la critica, como si él creyera que uno no lo entiende”. El viernes 29 apunta una idea de León Rozitchner que le gusta: “La gente de izquierda reprocha la debilidad de los partidos revolucionarios porque tienen como modelo comparativo el ideal de los partidos tradicionales”, de ahí la seducción del peronismo. Todo “entrismo” no hace sino solucionar sin profundizar esta lógica, “buscando siempre sin crítica el momento positivo de la organización tradicional: su poder de convocatoria, su proximidad real con las fuerzas y los grupos de poder, etc.”.

Llegando el 73, la cuestión populista acosa al grupo: “El antintelectualismo de izquierda” reproduce sin saberlo la misma posición —y la misma desconfianza a todo planteamiento complejo sobre la realidad— que los medios de masas. Todo se peroniza, se lamenta Renzi: “Discutir el peronismo es discutir la estructura sindical, que es por definición negociadora y que sólo en última instancia y por motivos concretos se moviliza y lucha. Por eso me parecen ilusorios los intentos de crear grupos de choque que se autodesignan como peronismo revolucionario, expresión que para mí es un oxímoron”.

El antipopulismo de Renzi opera también sobre la literatura. No se trata de tomar formas ya hechas —por caso la novela— para imprimirle nuevos contenidos o resignificarlas, sino de crear otras nuevas. Walsh como ejemplo: “Es la forma, la ficción, la que debe ser reformulada”, buscando una prosa inmediata y urgente. “La prosa documental —escribe Renzi— libera la ficción y permite la experimentación y la escritura privada”. A pesar de esto, Renzi no acepta la propuesta de Walsh para colaborar con el periódico de la CGT de los Argentinos. (“Yo no soy peronista y no me gusta fingir en esas cosas”.) Deslumbrante descripción de la asunción de Cámpora: la Juventud Peronista —presencia hegemónica en la calle— revela sus vínculos con FAR y Montoneros: “Impidieron el desfile militar; obligaron a escapar a la banda de la Escuela Mecánica de la Armada, los de la JP se llevaron los instrumentos musicales y se pusieron a tocar en medio de la plaza; pintaron leyendas guerrilleras en los tanques, impidieron la guardia de los granaderos que iba a despedir a Lanusse”. La tradición popular, escribe, pero “actuada” teatralmente por los activistas.

El diario de Renzi logra contar, sino una vida, al menos el modo como la escritura forja unas vías de existencia. Indefectiblemente serán las pasiones del lector las que retengan unos fragmentos en detrimento de otros. Solo el paso del tiempo permitirá descubrir cuáles son los que uno conserva para sí. Ahora escogería aquellos en los que Renzi piensa la relación fallida entre la izquierda y el peronismo, a partir de los intelectuales de la revista Contorno. Le parece que León Rozitchner personaliza la historia, “lo remite todo a sí mismo, a sus sentimientos”, como si la historia política fuese parte de su vida. “Es el problema de la izquierda con Perón. Se ha quedado con las clases populares como si se las hubiese substraído. Esa es la cuestión de León y David. El peronismo visto como una artimaña”. La política vivida en primera persona, como drama privado. “Esa es su mirada filosófica. ¿Qué significa el mundo para mí?” Renzi ve a León Rozitchner como un Descartes radicalizado. Para Rozitchner, “el sujeto es la verdad de lo real”. Es la virtud de un pensamiento a la vez apasionado y autorreferencial.

Para los lectores de Rozitchner o de Viñas, hay decenas de escenas privilegiadas. “Sábado 21. Ayer León R. que viene a matar su soledad, llora en la penumbra. ¿Qué se puede hacer? Lo consuelo en lugar de ponerme a llorar con él. Una mujer lo abandonó. No puede pensar, no entiende nada de nada. (Se podría escribir una novela con la historia del gran filósofo que pasa la noche llorando por una mujer en la casa de un amigo)”. Elijo este último fragmento porque en él aparece tanto la impotencia del pensamiento que luego se convertirá en la materia de una gran filosofía práctica, como por el modo en que Renzi asiste a esa escena imaginándola como posible ficción. Las notas de Renzi, en síntesis, como un intento de desplazar la vida de las miserias en las que se hunde, cada día más, ese ente clavado en la existencia denominado “yo personal”.

El tercer diario, Un día en la vida, narra la construcción del escritor como sobreviviente. “En este país, dice Renzi, la historia y la situación política afectan directamente la existencia personal”. Se trata de escribir la propia existencia en tercera persona: perder la juventud y los amigos (exiliados, asesinados), aprender una respiración artificial. El diario de un escritor sirve para registrar la atmósfera de impotencia en la que nace la escritura. Sólo se puede escribir “desde el vacío, desde la estupidez, un avance lento y torpe”. Como en Kafka o en Proust, la condición del escritor es la de no poder escribir: todo el mundo puede escribir menos él. Es su más íntima paradoja: afrontar la sensación de fracaso como preparación de la escritura, contar la historia de “un hombre que organiza su vida en función de algo que no puede hacer”. La vida como proceso de demolición, la derrota como secreto y aislamiento, que no deja ver una salida. Va continuamente al cine para huir de sus propias imágenes. Sus amigos, en particular los militantes de organizaciones revolucionaras que siguen la táctica de la lucha armada, que él no comparte, “caen como moscas”. Hay que hacer algo con los malos pensamientos que lo acosan, que no dejan pensar: la paranoia, el sentimiento de que todo se ha perdido.

Y luego están las batallas. Contra la revista Vigencia, de la Universidad de Belgrano, que lo tiene como enemigo y que “trabaja para el nuevo consenso del general Viola”, quien parece que fascinaba a más de uno en la Argentina y en el exilio. Contra la pretensión académica de los escritores, que a su juicio deberían buscar los modos de pensar la literatura desde un lugar “no estabilizado”, y su continua insatisfacción con la revista Punto de Vista, en la que participa junto con Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano: demasiado sociológica, demasiado periodística. Toda teoría del conocimiento debería ser ante todo una crítica del lenguaje.

En 1981 Piglia resume “las tendencias actuales y perspectivas de una cultura posdictadura”. Están los socialistas a la Juan B. Justo; los populistas cercanos al peronismo, la vanguardia frívola y los desarrollistas que hacen entrismo. ¿Cuánto ha cambiado el panorama tras la guerra de Malvinas? Regresan los exiliados, más bien cínicos. La TV dice lo que hay que pensar y los intelectuales comienzan a plegarse a sus exigencias. 1982 es el año de la toma de conciencia, del viraje de lo real, del fin de una época “en la que una realidad mejor era posible”, en la que aun se podía vivir una “sociedad paralela”, un mundo propio, ajeno a “la corriente principal de la cultura argentina”. Haber sobrevivido y continuar el combate era ya haber vencido. Vencedores vencidos en medio de una cultura definitivamente derrotada.

Piglia quiso ser “el hombre que escribe”, que encuentra en la ficción —ese olvido del sujeto— el gesto (“gestus, escribe Renzi, remite a una figura corporal que expresa un estado de vínculo social y traduce de manera singular el vínculo de determinación entre un individuo y la comunidad”), aquel que sabe que crear un lenguaje es crear un mundo. La enfermedad y la muerte son atribuidas a la entrega a la lengua nacional, la argentina, poseedora de cualidades destructivas. Les sucedió a los grandes escritores argentinos —Borges, Arlt, Saer, Puig—, aquellos que escribieron sin escafandra: enfermaron y murieron por su contacto desenfadado con su incandescencia. Escrupuloso hasta el fin, escribe Renzi, el último refugio lo encuentra en la mente, el lenguaje y el porvenir.

La lectura de la ficción // Ricardo Piglia

Los reportajes siempre son el producto de una determinada lectura que el entrevistador hizo del entrevistado, lectura influida, por supuesto, por muchas otras lecturas circulantes. En este sentido un reportaje está cargado siempre con un grado de determinación y tiende a poner el énfasis en una zona que de algún modo ya está prefijada. ¿Cuál sería, en su caso, la zona que las diferentes lecturas le han asignado y cuáles aspectos han sido excluidos, a su juicio, de esas lecturas?

¿Cómo me gustaría que se leyeran mis libros?

Tal cual se leen. No hay más que eso. ¿Por qué el escritor tendría que intervenir para afirmar o rectificar lo que se dice sobre su obra? Cada uno es dueño de leer lo que quiere en un texto. Bastante represión hay en la sociedad. Por supuesto existen estereotipos, lecturas cristalizadas que pasan de un crítico a otro: se podría pensar que ésa es la lectura de época. Un escritor no tiene nada que decir sobre eso. Después que uno ha escrito un libro, ¿qué más puede decir sobre él? Todo lo que puede decir es en realidad lo que escribe en el libro siguiente.

¿Caracterizaría su escritura como una escritura no ingenua, en la que la teoría tiene un papel importante?

No creo que existan escritores sin teoría: en todo caso la ingenuidad, la espontaneidad, el antiintelectualismo son una teoría, bastante compleja y sofisticada, por lo demás, que ha servido para arruinar a muchos escritores.

Dijo alguna vez que en Respiración artificial se insinuaba la teoría de Valéry de que El discurso del método podría ser leído como la primera novela moderna porque allí se narraba la pasión de una idea. Creo que con esa afirmación se abren nuevas posibilidades de lectura, no sólo para el discurso considerado literario, sino también para otro tipo de discurso que puede también ser leído como literario. Leer a Freud, por ejemplo, como una novela de peripecias del inconsciente.

¿No es el psicoanálisis una gran ficción? Una ficción hecha de sueños, de recuerdos, de citas que ha terminado por producir una suerte de bovarismo clínico. Se podría decir, además, que hay muchos elementos folletinescos en el psicoanálisis; las sesiones, sin ir más lejos, ¿no parecen repetir el esquema de las entregas? El psicoanálisis es el folletín de la clase media, diría yo. Por otro lado, se puede pensar que La interpretación de los sueños es un extraño tipo de relato autobiográfico, el último paso del género abierto por las Confesiones de Rousseau.

Pero, entonces, ¿cuál es la especificidad de la ficción?

Su relación específica con la verdad. Me interesa trabajar esa zona indeterminada donde se cruzan la ficción y la verdad. Antes que nada porque no hay un campo propio de la ficción. De hecho, todo se puede ficcionalizar. La ficción trabaja con la creencia y en este sentido conduce a la ideología, a los modelos convencionales de realidad y por supuesto también a las convenciones que hacen verdadero (o ficticio) a un texto. La realidad está tejida de ficciones. La Argentina de estos años es un buen lugar para ver hasta qué punto el discurso del poder adquiere a menudo la forma de una ficción criminal. El discurso militar ha tenido la pretensión de ficcionalizar lo real para borrar la opresión.

Foucault sostiene que la realidad tiene un carácter discursivo, la realidad política habría que buscarla en el discurso político, por ejemplo. Desde este punto de vista, ¿el discurso literario se definiría por la confluencia de múltiples discursos, por el trabajo de transformación de estos discursos, por la combinación entre ellos?

Yo tomo distancia con respecto a la concepción de Foucault que a menudo tiende a ver lo real casi exclusivamente en términos discursivos. Es obvio para mí que hay zonas de la realidad, las relaciones de dominio y opresión, por ejemplo, que no son meramente discursivas. Las relaciones de dominación son materiales y sobre ellas se establecen relaciones discursivas. Hecha esta salvedad, volvemos a lo que decíamos antes: para mí la literatura es un espacio fracturado, donde circulan distintas voces, que son sociales. La literatura no está puesta en ningún lugar como una esencia, es un efecto. ¿Qué es lo que hace literario a un texto? Cuestión compleja, a la que paradójicamente el escritor es quien menos puede responder. En un sentido, un escritor escribe para saber qué es la literatura.

-¿Y qué lugar tiene para usted la crítica en ese entrecruzamiento de discursos?
 
-Baudelaire ha sido el primero en decir que es cada vez más difícil ser un artista sin ser un crítico. Algunos de los mejores críticos son los que tradicionalmente se llama un artista: caso Pound, caso Brecht, caso Valéry. El mismo Baudelaire, por supuesto, era un crítico excepcional. ¿Qué uso de la crítica hace un escritor? Ésa es una cuestión interesante. De hecho un escritor es alguien que traiciona lo que lee, que se desvía y ficcionaliza: hay como un exceso en la lectura que hace Borges de Hernández o en la lectura que hace Olson de Melville o Gombrowicz de Dante, hay cierta desviación en esas lecturas, un uso inesperado del otro texto. La discusión sobre Shakespeare en el capítulo de la biblioteca en Ulysses, y ese capítulo es para mí el mejor del libro, es un buen ejemplo de esa lectura un poco excéntrica y siempre renovadora.
 
-La ensayista italiana Maria Corti decía en una conferencia que el escritor que escribe crítica tiene una competencia por encima del crítico que sólo hace crítica. Él es un productor de textos y eso le confiere un conocimiento interno de las obras literarias. ¿Está de acuerdo?
 
-En términos generales por supuesto estoy de acuerdo. Admiro mucho los ensayos de Auden, de Gottfried Benn, de Butor, la lista podría seguir; las notas de Mastronardi, por ejemplo, son muy buenas. ¿Y qué tendrían en común? Por un lado una gran precisión técnica y por otro lado una estrategia de provocación. En general la crítica que escriben los escritores plantea siempre y de un modo directo el problema del valor. El juicio de valor y el análisis técnico, diría, más que la interpretación. Los escritores intervienen abiertamente en el combate por la renovación de los clásicos, por la relectura de las obras olvidadas, por el cuestionamiento de las jerarquías literarias. Los ejemplos son variadísimos. El panfleto de Gombrowicz contra la poesía, el rescate que hace Pound de Bouvard y Pécuchet, el modo en que Borges lee a «los precursores» de Kafka, la revalorización que hace Butor de la ciencia ficción, los ataques de Nabokov a Faulkner: se trata siempre de probar un desvío, rescatar lo que está olvidado, enfrentar la convención. Los escritores son los estrategas en la lucha por la renovación literaria.
 
-Se dice que la escritura de ficción puede ser catártica. ¿Está de acuerdo y cree que la escritura de la crítica también puede ser catártica? Y si no lo es, ¿qué podría ser?
 
-No creo en la teoría de la catarsis. En cuanto a la crítica, pienso que es una de las formas modernas de la autobiografía. Alguien escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas. ¿No es la inversa del Quijote? El crítico es aquel que reconstruye su vida en el interior de los textos que lee. La crítica es una forma posfreudiana de la autobiografía. Una autobiografía ideológica, teórica, política, cultural. Y digo autobiografía porque toda crítica se escribe desde un lugar preciso y desde una posición concreta. El sujeto de la crítica suele estar enmascarado por el método (a veces el sujeto es el método) pero siempre está presente, y reconstruir su historia y su lugar es el mejor modo de leer crítica. ¿Desde dónde se critica? ¿Desde qué concepción de la literatura? La crítica siempre habla de eso.
 
 
 
 
 
 
 
-¿Y qué lugar tendría la verdad?
 
-Cuestión compleja. ¿Cuál es el lugar de la verdad en la crítica? La ficción trabaja con la verdad para construir un discurso que no es ni verdadero ni falso. Que no pretende ser ni verdadero ni falso. Y en ese matiz indecidible entre la verdad y la falsedad se juega todo el efecto de la ficción. Mientras que la crítica trabaja con la verdad de otro modo. Trabaja con criterios de verdad más firmes y a la vez más nítidamente ideológicos. Todo el trabajo de la crítica, se podría decir, consiste en borrar la incertidumbre que define a la ficción. El crítico trata de hacer oír su voz como una voz verdadera.
 
-Hacer como si lo fuera.
 
-Y convencer a los demás de que es verdad lo que dice. La ilusión de objetividad de los críticos es por supuesto una ilusión positivista. La literatura es un campo de lucha. «¿La verdad para quién?», decía Lenin. Ésa me parece una buena pregunta para la crítica literaria.
 
-Ha hablado varias veces de Arlt como de un visionario y en Respiración artificial Kafka es el visionario. ¿El escritor de ficción es sobre todo un visionario?
 
-La escritura de ficción se instala siempre en el futuro, trabaja con lo que todavía no es. Construye lo nuevo con los restos del presente. «La literatura es una fiesta y un laboratorio de lo posible», decía Ernst Bloch. Las novelas de Arlt, como las de Macedonio Fernández, como las de Kafka o las de Thomas Bernhard, son máquinas utópicas, negativas y crueles que trabajan la esperanza.
 
-Si el escritor de ficción es un visionario, entonces ¿qué es el crítico?
 
-El crítico es el que registra el carácter inactual de la ficción, sus desajustes con respecto al presente. Las relaciones de la literatura con la historia y con la realidad son siempre elípticas y cifradas. La ficción construye enigmas con los materiales ideológicos y políticos, los disfraza, los transforma, los pone siempre en otro lugar.
 
-¿Y con respecto a la utilización literaria del discurso crítico?
 
-Existen algunos ejemplos notables como Vacío perfecto de Lem o La reina de las cárceles de Grecia del brasileño Osman Lins y está por supuesto la novela absolutamente sensacional de Arno Schmidt sobre Poe. Por mi parte, me interesan mucho los elementos narrativos que hay en la crítica: la crítica como forma de relato; a menudo veo la crítica como una variante del género policial. El crítico como detective que trata de descifrar un enigma aunque no haya enigma. El gran crítico es un aventurero que se mueve entre los textos buscando un secreto que a veces no existe. Es un personaje fascinante: el descifrador de oráculos, el lector de la tribu. Benjamin leyendo el París de Baudelaire. Lönnrot que va hacia la muerte porque cree que toda la ciudad es un texto.
 
-¿Es por eso que en Nombre falso se dice que el crítico puede aparecer como el detective que «percibe sobre la superficie del texto los rastros o las huellas que permiten descifrar su trama»? ¿El crítico es entonces el detective?
 
-En más de un sentido el crítico es el investigador y el escritor es el criminal. Se podría pensar que la novela policial es la gran forma ficcional de la crítica literaria. O una utilización magistral por Edgar Poe de las posibilidades narrativas de la crítica. La representación paranoica del escritor como delincuente que borra sus huellas y cifra sus crímenes perseguido por el crítico, descifrador de enigmas. La primera escena del género en «Los crímenes de la rue Morgue» sucede en una librería donde Dupin y el narrador coinciden en la busca del mismo texto inhallable y extraño. Dupin es un gran lector, un hombre de letras, el modelo del crítico literario trasladado al mundo del delito. Dupin trabaja con el complot, la sospecha, la doble vida, la conspiración, el secreto: todas las representaciones alucinantes y persecutorias que el escritor se hace del mundo literario con sus rivales y sus cómplices, sus sociedades secretas y sus espías, con sus envidias, sus enemistades y sus robos.
 
-¿Todo esto tendría que ver con los modelos de relato?
 
-Si uno habla de modelos tiene que decir que en el fondo todos los relatos cuentan una investigación o cuentan un viaje. Alguien, por ejemplo, cruza la frontera, alguien pasa al otro lado. Por eso Godard decía que Alphaville y Río Bravo, de Hawks, eran la misma película. Yo diría que el narrador es un viajero o es un investigador y a veces las dos figuras se superponen. Me interesa mucho la estructura del relato como investigación: de hecho es la forma que he usado en Respiración artificial. Hay como una investigación exasperada que funciona en todos los planos del texto.
 
-Quizá por eso produzca ese extraño efecto de intriga y de suspenso.
 
-Quizá. Yo digo que en ese sentido es una novela policial. En definitiva no hay más que libros de viajes o historias policiales. Se narra un viaje o se narra un crimen. ¿Qué otra cosa se puede narrar?
 
-Nombró a Godard recién, ¿le interesa el cine?
 
-Muchísimo, claro. El cine nos ha enseñado a mirar la realidad. Y, en cuanto a Godard, para mí es el mayor narrador actual. Sabe muy bien, mejor que nadie quizá, qué cosa es un relato clásico, nadie le va a venir a explicar a Godard qué es el cine norteamericano de los años 40, quién es Nicholas Ray o quién es Samuel Fuller, pero, a la vez, su manera de filmar Scarface es hacer Pierrot le fou. Leí el otro día que Godard tiene ganas de retomar el proyecto de Eisenstein y filmar El capital. El problema con ese libro, dijo, es que tiene demasiada acción, no quisiera tener que hacer un western clásico. Por supuesto me gusta Godard porque me gusta Brecht.
 
-¿Y el cine argentino?
 
-Me gustan mucho algunas películas argentinas: Aquello que amamos de Torres Ríos, El habilitado de Cedrón, Palo y hueso de Sarquis. Me gustan mucho las primeras películas de Favio, sobre todo el Aniceto.
 
-En el caso del cine, el público parece ser una cuestión central. ¿Piensa que pasa lo mismo con la literatura?
 
-Bueno, hubo épocas en que la literatura argentina tuvo mejores lectores que escritores, o al menos épocas en las que la fidelidad del público fue básica para ciertos escritores. ¿Qué hubiera sido de Arlt sin su público? Los lectores salvaron su obra del olvido al que lo habían condenado los burócratas de la literatura, mantuvieron sus libros en movimiento hasta que una nueva generación de críticos comenzó a revalorarlo.
 
-¿Una historia del público es tan importante como una historia de la literatura?
 
-Sin duda. Es posible hacer una historia del público literario que no sea una historia del mercado. La obra de Macedonio, por ejemplo, que ha estado siempre al margen del mercado, es fundamental para entender la constitución de un público literario moderno en la Argentina. Quiero decir que si existe un público para la literatura argentina actual, ese público ha sido creado por obras como las de Macedonio o Marechal o Juan L. Ortiz. La literatura produce lectores, los grandes textos son los que hacen cambiar el modo de leer.
 
-¿Y cómo caracterizaría a ese público que lee literatura argentina?
 
-La idea de que existe un público homogéneo es por supuesto una ilusión. Yo veo más bien un entrecruzamiento de lecturas y de espacios heterogéneos. Existen públicos distintos y el que intenta uniformar esa diversidad es el mercado. En estos años un elemento central para producir la ilusión de uniformidad ha sido la presencia masiva de best-sellers extranjeros. Fenómeno relativamente nuevo que se expandió ligado con el tipo de sociedad diagramado por el gobierno militar: desnacionalización, despolitización, «modernización». Por abajo de esa superficie brillosa que llenaba las librerías existió un conjunto amplio de lectores que se mantuvo fiel a la literatura argentina.
 
-¿Hay un destinatario al escribir?
 
-¿Un destinatario concreto? No creo. Uno siempre escribe para alguien, pero nunca sabe quién es. Aparece quizás un destinatario, un lector, presente en el momento de corregir, una especie de doble social desde el cual se corrige y se reescribe.
 
-Como dijo en una oportunidad: «La corrección es una lectura utópica».
 
-Sí, una lectura utópica, porque la forma es la utopía. Pero también una lectura social porque la forma siempre es social. Corregir un texto es socializarlo, hacerlo entrar en cierto sistema de normas, ideologías, estilísticas, formales, las que usted quiera, que son sociales. La literatura es un trabajo con la restricción, se avanza a partir de lo que se supone que «no se puede» hacer.
 
-Muchos escritores ven su labor como un conflicto de fidelidades. Umberto Eco una vez dijo en broma: «O se escribe o se lee. Las dos cosas a la vez no se hacen». O se vive o se escribe. ¿Ve esa disyuntiva?
 
-Se vive para escribir, diría yo. La escritura es una de las experiencias más intensas que conozco. La más intensa, pienso a veces. Es una experiencia con la pasión y por lo tanto tiene la misma estructura de la vida. No son muy diferentes la vida y la literatura. Uno enfrenta las mismas cuestiones en los dos lados. Las contradicciones son más bien prácticas. Hace falta cierto aislamiento para escribir y a veces es difícil de lograr. La fantasía de la isla desierta o de la torre de marfil son ilusiones bastante legítimas que tienen, yo diría, todos los escritores. Un lugar tranquilo para escribir, fuera del mundo. La disciplina, ciertos horarios de trabajo son formas, creo, de elaborar y de resolver la contradicción con todas las cosas que uno podría estar haciendo en el momento de sentarse a escribir, que siempre es un momento difícil, que se trata de postergar.
 
-Entonces su escudo o defensa sería la disciplina.
 
-Cierta disciplina digamos, mantener un ritmo de trabajo, me parece fundamental. Hay que poner un poco de orden en nuestras pasiones, como decía el bueno de Sade.

Los hijos sanos del patriarcado se preguntan si se puede tener dos mamás // Lila Maria Feldman

                
Lo hereronormativo y prejuicioso del psicoanálisis, y de la cultura en general, merece ser revisado. Una y mil veces.
Se filtra en los medios y discursos creadores y reproductores del «sentido común «, pero también se cuela en las teorías y prácticas supuestamente más cuestionadoras y revolucionarias.
¿No será tiempo de extraer el prejuicio violento que sigue vinculando las tan variables posiciones subjetivas y los modos de ejercer la crianza y el cuidado a determinados géneros? Tal vez sea ya tiempo de que caiga «lo materno» y «lo paterno» como emblemas estereotipantes y marcas heteronormativas y cis-sexistas.
En sí mismo denominar lo que referimos a determinadas funciones con las palabras materno y paterno, es prejuicio. Y aún cuando parece que cuestionamos, atrasamos.
Un paso importante para la teoría psicoanalítica fue poder separar «persona» de «función». Siempre y cuando estemos dispuestes a pensar qué queremos decir con función «materna» y «paterna».
 
Los Feminismos y sus revueltas antipatriarcales tienen la capacidad de permitirnos desligar prejuicios de teorías. Los Feminismos nos permiten reescribirlas, reformular nuestra manera de pensar la constitución de las subjetividades y los modos de armar familias. En ese sentido han sido y siguen siendo cruciales para formular políticas públicas en general, y en particular políticas de Salud Mental desde una perspectiva de Derechos.
 
El lenguaje es también, y sobretodo, campo de  conquistas, disputas y batallas. Cuando las nuevas experiencias y prácticas transforman palabras preexistentes, vaciando de sentido, o haciendo que la significación mute, o bien creando palabras nuevas, especialmente si en esa transformación se amplían Derechos y libertades, ampliando el mundo de lo posible, entonces hay verdadera revuelta en el lenguaje. Los neologismos (sororidad, pansexual, heteroflexible, voluntad procreacional, machirulo, por nombrar algunos, o incluso el lenguaje inclusivo en su conjunto), fruto del genio de la lengua, que el campo histórico social funda, acuden a ese lugar donde hay una necesidad o una carencia, dice Laplanche. Yo agrego: a veces permiten visibilizar una opresión. Los neologismos son trampas al sentido común, o a los sentidos preexistentes, están destinados a parecer bizarros y ser criticados, porque precisamente, citando a Hegel, podemos decir que si la realidad es inconcebible debemos forjar conceptos inconcebibles (muchos de los cuales acompañan nuevos modos de concebir, dicho sea de paso). Los nuevos modos de concebir y criar reclaman al lenguaje ampliarse, conmoverse, transformarse.
 
Una teorización fecunda dentro del campo psicoanalítico será la que pueda pensar y repensar –a la altura de la época- más allá de las teorías sexuales infantiles y la novela familiar psicoanalítica, novela fuertemente patriarcal  y heteronormativa que supo concebir un desarrollo “normal” ligado a una cierta estructura familiar.
 
La vigencia del complejo de Edipo, una vez que podemos incluso cuestionar las lecturas psicoanalíticas que han sido y a veces siguen siendo heteronormativas, y que supieron fijar alguna vez  la «normalidad neurótica» a la familia donde la parentalidad se sostiene en una pareja heterosexual, reside más que nada, para mí, en poder situar la estructuración psíquica en relación a un mapa de deseos, conflictos, prohibiciones, ideales e identificaciones. Y en la vigencia de la ley de la prohibición del incesto, una de cuyas formas es y será, a lo largo de toda la vida, el respeto absoluto por la intimidad propia y ajena, en su importancia, en la constitución psíquica. El reconocimiento de las asimetrías entre adultes y niñes, y en lo inalienable del espacio corporal y psíquico de les niñes.
 
Que lo materno y paterno hallen neologismos que sepan decir mejor, para que el estereotipo no permanezca como circuito «natural» o naturalizado de reproducción.
 
Se puede, no es novedad, pero es importante decirlo: se puede tener dos mamás. Sobretodo, más aún: viene siendo hora de dejar de ser los hijos sanos del patriarcado. Y de criarlos.
 

Janucá y la fuerza de los débiles // Amador Fernández Savater

—¿Te vendrás este año a celebrar Janucá con nosotros?

Arón me está buscando las cosquillas. Lo conozco desde muy pequeño, era mi vecino en el barrio de las Ventas en Madrid, su madre nos llevaba a los dos juntos al colegio Montessori en un Dyane 6 rojo; ese trayecto en coche era siempre de lo mejor del día. Luego, años más tarde, coincidimos en un colectivo político anarquista, en la época del movimiento antiglobalización. Ya no era el niño dulce del Montessori, se había vuelto un duro, el jefecillo informal de nuestro grupo, capaz de explicar y dar sentido a todo lo que vivíamos, de empujarnos siempre adelante, hacia la próxima acción directa. También fue él quien inició la bronca final que disolvió el colectivo, ¿estaría ya entonces buscando otra cosa?

Dejé de verle durante algún tiempo, supe de oídas que había “descubierto” su condición judía y trabajaba en el Centro Ramban de Madrid, todo muy sorprendente. Vestía siempre de negro, llevaba incluso la kipá. Me lo volví a cruzar de casualidad justo cuando yo andaba entre lecturas de pensadores revolucionarios judíos, como Walter Benjamin o León Rozitchner. Le saqué ese tema, no se me ocurría otro. Y se entusiasmó. Desde entonces me comparte textos y referencias, siempre con ese afán pedagógico suyo tan abrumador. A veces quedamos y me explica cosas. Es un océano viejo y profundo el mundo judío, me fascina y me pierdo. Pero, ¿qué querrá de mí este Durruti vuelto Moisés? ¿Mi conversión?

—Janucá… Me suena, pero no recuerdo bien. Ya me hablaste el año pasado por estas fechas. ¿Una especie de Navidad judía? Ni siquiera tengo mucha conexión con la fiesta cristiana…

—Bah, Janucá te va a interesar más. Se le llama “la fiesta de las luminarias”. Se encienden globos de helio, se juega con una divertida peonza (dreidel) y se comen unos pastelillos muy ricos. Pero lo importante es otra cosa, lo que se conmemora. Janucá celebra la guerra de independencia de los judíos contra los griegos, tras la conquista de Alejandro Magno. Algo que ocurrió hace tanto tiempo sin embargo es tan actual… Arón se ensimisma por un momento y pierde el hilo.

—Ajá, pero ¿por qué te parece que podría interesarme?

 —Bueno, los judíos, para liberarse, emplearon a fondo la “fuerza de los débiles”.

¡Ah bueno, Arón me está tentando en serio! La fuerza de los débiles es el título del libro que acabo de publicar. Una especie de balance de la experiencia del movimiento 15M a través de una reflexión más general sobre la fuerza y la guerra. La pregunta que me hago es cómo los que no tienen ningún poder, los que no cuentan con armas, dinero o tecnologías, pueden sin embargo desafiar, resistir e incluso vencer a los que tienen de todo, a los fuertes y poderosos.

—Los griegos usaron elefantes como si fueran tanques, enviaron más de cien mil soldados expertos, tenían toda la fuerza militar y la ciencia de su lado, pero fueron derrotados por los macabeos, que volvieron a hacerse con el control del Templo y a encender la lámpara ritual. Lo celebramos como un milagro. Sabes como yo que la victoria de los débiles sobre los fuertes depende siempre de un milagro, de la irrupción de un imprevisto, de la ruina de todos los cálculos de probabilidad.

—Pero, espera un momento, vuelve al principio, ¿en qué contexto surge esta guerra?

—Te cuento lo que recuerdo ahora. Sabes que nunca fui muy bueno para los datos precisos, lo que me interesa siempre es el sentido. No la historia, sino la metafísica. Será culpa del Montessori… A ver, Alejandro Magno conquista el reino de Judea en el siglo IV antes de Cristo. Podemos considerarlo como el primer universalismo conquistador, el primer imperio…

—Pensaba que era Roma o la Iglesia, la iglesia romana mejor…

—Nuestros textos dicen que Roma no tiene ni lengua ni escritura propia, es decir que se limita a desplegar lo griego en el mundo. Está claro que antes de Alejandro ha habido mil guerras, pero Alejandro conquista en nombre de un principio universal: la idea de que todos los hombres, griegos y bárbaros, comparten una misma comunidad de naturaleza, son hijos de un mismo padre, el Cosmos. Detrás de Alejandro está Aristóteles, no lo olvides. Alejandro es la fuerza militar más la filosofía. Un universalismo en extensión, conquistador. Alejandro pensaba, como su maestro, que “todo es uno” pero además estaba dispuesto a realizarlo en la práctica. Es el primer infinito cuantitativo… El discurso de Arón está lleno de subtextos para mí, casi como subliminales que tratan de alcanzarme por debajo de mi radar consciente. El imperio, el universalismo en extensión, el infinito cuantitativo…

Arón sabe que me gusta describir así el capitalismo, un imperio siempre en extensión, capaz de desplazar los limes más y más lejos, penetrando la capa física del mundo y nuestra propia capa subjetiva de afectos y valores. El infinito cuantitativo es su principio y su motor: el Dinero como amo de la significación. El subliminal que me quiere colar Arón sería que ¡la filosofía está en el origen de este mal!

—Siempre que hay Imperio, siempre que se instala un universalismo en extensión, lo judío sale malparado. Somos el obstáculo a la unificación del mundo según la ley de lo uno, la resistencia que hay que borrar. No simplemente porque seamos una cultura particular que se niega a ser absorbida en la marcha guerrera hacia lo universal, de esas hay muchas, sino porque planteamos la oposición desde otro universal, un universalismo en intensidad, un infinito cualitativo.

—¿Cómo sería este?

—El universal conquistador, sea cual sea su contenido, siempre tiene la misma forma: primero lo general, luego el detalle. La definición del Hombre (lo uno) nos entrega la definición de los hombres concretos (el plural). Lo judío no razona en extensión, sino en intensidad: primero el detalle, luego su generalización. El detalle, un pliegue en el mundo, un punto de potencia, un espacio-tiempo donde la energía se recoge y concentra: Israel. Capaz luego de proyectarse, pero no como norma o ley, como deber ser, sino como una posibilidad ofrecida a cualquiera. El universal en extensión es más de lo mismo: todos griegos, todos romanos, todos cristianos… El universal en intensidad es apertura a lo Otro. Universalismo del detalle: es una definición posible del mesianismo judío. Pero, ¿aún no sabes lo que te atrapa de nuestros textos?

La verdad es que no. Con los años he aprendido a no impacientarme con las lecturas, a seguir leyendo lo que no entiendo pero me fascina, a dejar que el sentido vaya abriéndose paso poco a poco, sin forzarlo. Pero Arón me inquieta. Me recuerda demasiado, por debajo de la kipá, a nuestro viejo líder capaz de explicarlo todo y así robarnos la voz. Le he oído (y leído, en su muro de Facebook) opiniones que no me gustan ni un pelo sobre el conflicto en Oriente Medio. ¿Acaso los palestinos no son los nuevos macabeos? Decido no defenderme, no polemizar, quiero saber más y ya soy mayorcito para sacar mis propias conclusiones.

—La dominación, como sabes, nunca es solo física, sino también un tipo de asimilación. Lo dice todo esa cita de Hegel que leí en tu libro: “la guerra nunca es solo un asunto de fuerzas, sino también de traducción”. Gana quien lee al otro, la guerra es un choque entre traducciones. Los griegos fueron más allá de la subyugación física: trataron de convertir a los judíos a su propio código. Pero los judíos tenían ¡y tienen, vaya que sí! con qué resistir, nuestros textos y nuestros hábitos rituales. Lo político, ese mundo que conocimos juntos, no tiene recursos materiales ni simbólicos para plantear resistencia alguna. Menos aún para hacer una revolución… Eso es lo que admiras y envidias, nosotros somos un contrapoder tan milenario como el Imperio. ¿Me equivoco?

—Cuéntame más, a ver, ¿cómo se desplegó la dominación cultural griega?

—Hubo por un lado toda una serie de medidas represivas brutales: el rey Antíoco IV prohibió prácticas religiosas y culturales. El objetivo: separar a los judíos de la tradición, socavar los vínculos de parentesco, abolir el estudio de los textos sagrados. De ahí que el mayor enemigo de los judíos fueran ellos mismos: los judíos helenizados. Ellos entregaron la autonomía de sus mundos a cambio de unas migajas de confort material y libertad hedonista. Llevaban a sus hijos al gymnásion, imitaban la vestimenta griega, iban a la universidad. Nuestros niños seguían estudiando la Torá, pero a escondidas. Cuando un griego se acercaba para vigilarlos, sacaban la peonza y jugaban. El dreidel simboliza ese disimulo.

Menuda historia sugerente. La fuerza (la represión y el terror) siempre está ahí, por detrás. Pero para dominar al otro hay que conquistar su alma. Es lo que viene a decir Hegel en la cita que ha recordado Arón. La dominación más efectiva es subjetiva: vernos y pensarnos como nos ve el otro, el conquistador. El capitalismo, dicen los chicos del grupo Tiqqun, es un estado mental. Ahora que caigo, ¡tiqqun!: En hebreo significa a la vez “redención” y “reparación”. ¡Cuántas coincidencias! Ya me veo yo también con la kipá, el-año-que-viene-en-Jerusalén.

—Los griegos no pretendieron dominar a los judíos desde el exterior —prosigue Arón arrollador—, sino desde el interior. Penetraron en el Templo con la fuerza del intelecto.

—¿El Templo?

—Profanaron el templo físico: obligaron a los judíos a comer carne no kosher, hicieron sacrificios de animales en el recinto sagrado. Puro terror simbólico. Pero el templo son también las propias categorías de pensamiento judío. Lo explicas muy bien en el libro: los débiles son derrotados cuando empiezan a pensar con las categorías de los fuertes y pierden la autonomía del sentido.

—¿Cómo penetraron los griegos en ese templo… metafísico?

—Fue literalmente un asunto de traducción. ¿Conoces la historia de Ptolomeo y los sabios de Israel?

—No mucho, a ver.

—Fue como un siglo antes de Janucá. El rey Ptolomeo, monarca griego de Egipto, convoca a 72 grandes sabios de Israel a traducir la Torá al griego. Les aísla y les pone a trabajar. ¿Qué busca? Hay mil interpretaciones. Los comentadores más inocentes alaban la curiosidad griega y su espíritu de apertura, en fin… Otros dicen que se trataba de mostrar que los judíos no tenían una doctrina unificada. Yo pienso una tercera cosa: lo que quería Ptolomeo era conocer el “código” del pensamiento judío y traducirlo al griego. Es decir, que los judíos pensaran a partir de entonces en griego.

La traducción no es un asunto inocente, sino un acto de guerra. Se libra un combate por ver quién tiene “la última palabra”. Esto es, qué lenguaje de llegada se impone. Traducir, pensado desde aquí, es pasar de un código a otro, de una metafísica a otra, de un horizonte de sentido a otro.

—¿Y qué hacen los sabios de Israel?

—Se dice que Dios los ilumina y todos ellos realizan la misma traducción. Introducen modificaciones al gusto griego para dejarles contentos y así poder sobrevivir. Es una operación de disimulo, otra de esas astucias del débil que tú has estudiado.

Este Arón ¡me sigue de cerca! ¿Me estará leyendo como los griegos a los judíos? He escrito efectivamente sobre el disimulo como astucia del débil: cuando se vive en casa del enemigo, cuando no se pueden transgredir sus normas abiertamente bajo amenaza de muerte, nos queda el disimulo. Disimular es aprender a vivir habitando dos verdades: la norma que obedecemos y el tráfico que pasamos por debajo.

—¿Y en qué consisten las modificaciones sugeridas por Dios?

—Ah, es muy interesante. Suponen fundamentalmente una traducción del mito al logos. De la lengua santa, que es todo sugerencia y equívoco, a la lengua griega, que solo admite lo claro y distinto. Del versículo al concepto. Se elimina todo lo que no puede ser según la sabiduría griega, desde los ángeles hasta las vacilaciones y dudas de Dios.

Nuevo golpe bajo de rabí Arón. El pensamiento griego reducido a máquina prensil, predadora y, en el fondo, destructora. Aquello que yo tengo por liberación, la ruptura griega de la heteronomía religiosa, presentada como victoria de la razón instrumental, abolición del misterio, lógica de control. Me parece que Arón va muy deprisa, hace lo que denuncia, opera por reducción, pero en fin, yo sigo a la escucha…

—La lengua griega es una lengua de élite, especializada. Por eso el pueblo la odia y prefiere las historias. Las historias no tienen fin, mientras que cada filosofía se toma a sí misma por “la última palabra”. El Talmud es un océano, un comentario se encadena con otro, los griegos lo temen y quieren secarlo. Secar el océano, ya ves tú. En el exilio, la Torá se pronuncia en lengua griega pero son operaciones de guerra y supervivencia. Nuestros textos dicen que el cielo se oscureció durante tres días al completarse la traducción de la Torá al griego…

—Entonces, Janucá…

—¡Es una declaración de independencia! No una guerra de conquista o de apropiación, una guerra de los fuertes, sino lo que tú llamas “guerra defensiva”, la lucha por preservar un territorio o una forma de vida. Los judíos vivían bajo la dominación griega una existencia clandestina, nocturna, secreta, replegada sobre sí misma. Pero salieron de ella para librar una guerra de emancipación. Salir es el gesto mesiánico por excelencia. Ponerse afuera, en intimidad contigo mismo, en exterioridad con el poder y la Historia.

—¿Cómo, la Historia?

—Sí, ¿no pensarás que después de todo lo que nos ha pasado seguimos creyendo en la Historia, verdad? La Historia avanza mediante la guerra, es siempre Historia de los vencedores. Nosotros nos ponemos al margen: ella no nos juzga, nosotros la juzgamos a ella. Habitamos otro tiempo, una temporalidad diferente. Rumiamos eternamente los mismos textos, pero su lectura nos regala cada vez algo diferente. Nuestra tradición no tiene nada de conservadora, sino que es una práctica constante de reactualización. Hace pasar la energía del pasado en el presente.

—También Janucá…

—¡Sí! La fiesta es la interrupción del tiempo profano por el tiempo sagrado. Interrupción y actualización. No nos limitamos a conmemorar los hechos del pasado, sino que los devolvemos a la vida, liberando un depósito de energía espiritual. El mundo mesiánico es un mundo de total e integral actualidad. Ese es el milagro de Janucá, el milagro de nuestra victoria sobre el mundo.

—…

—No he terminado de contarte la historia, pero cuando los macabeos logran recuperar el control del Templo, lo primero que hacen es encender el candelabro, la menorá. Descubren que solo tienen aceite para un día, sin embargo la lámpara sigue ardiendo día tras día, así hasta sumar ocho. Por eso Janucá es la fiesta de las luces. Es el milagro. En el milagro de la lámpara reside toda la fuerza de los débiles.

—No entiendo.

—La fuerza de los débiles consiste en pensar desde categorías propias, pero permanentemente renovadas. La lámpara contiene el pasado (la llama que se encendió en otros tiempos), pero se mantiene viva con un combustible siempre nuevo. Hay una influencia de renovación en el mundo, los fuertes dominan destruyéndola, sometiéndonos al hábito y la repetición.

—Hermoso…

—Entonces —dice Arón triunfante—, ¿vendrás a celebrar Janucá con nosotros?

—Te aviso si me animo.

Me alejo, meditando. A Arón, con su kipá, nunca le había visto tan feliz, tan sereno. Ha encontrado algo, tierra firme, ¡la tierra prometida! Le envidio por ello, pero su Torá no puede ser la mía, su Jerusalén no puede ser el mío, su nosotros no puede ser el mío. Demasiado literal, aun teológico. Yo tengo que seguir buscando, en el exilio, a través del desierto.

 

Revista de la Universidad de México

Una filosofía de la institución contra la impotencia // Diego Sztulwark

00. Recaudos para una lectura. Voy a comentar un libro de Paolo Virno: Sobre la impotencia. La vida en la era de su parálisis frenética (Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2021. Traducción Emilio Sadier). Se trata de un comentario muy preliminar, puesto que el libro es denso. Breve pero concentrado. Lo hago para comenzar a pensarlo. Como se sabe, al menos con las ideas sucede que pensar es ya compartir y compartir es ya pensar. Entonces, algunas precauciones que son ya parte del comentario. Virno es autor de una obra (quiero decir, no de libros ocasionales, sino de una serie de libros que arman un trayecto coherente). No los he leído todos, pero he leído mas de una vez Gramática de la multitud, Cuando el verbo se hace carne, Recuerdos del presente y Ambivalencia de la multitud. A más de una década de no recibir noticias de su producción “teórica”, no puedo más que disfrutar el modo en que se presenta a sí mismo en este nuevo libro suyo: un “materialista melancólico reacio al arrepentimiento”. Me dice algo. Desgranemos su presentación: “Materialista” porque refiere el sentido (que es político, en última instancia) a las practicas productivas (al modo en que los cuerpos, lenguaje y cerebro incluidos, forman parte de la cooperación) y “melancólico” en el sentido benjaminiano de vivir como si la experiencia revolucionaria permaneciera presente (o por venir). Lo de “reacio al arrepentimiento” no precisa comentarios. ¿Qué se propone centralmente Virno en este nuevo trabajo? Tres fórmulas presentes en el texto comienzan a responder la cuestión: 1. Trazar el “esbozo” de un “retrato de la institución” a partir de la naturaleza del trabajo precario actual. 2. Hacerlo por medio de un esquema lógico (aún no apto para la lucha política inmediata). 3. Proporcionar, por medio de su teoría de la institución “no saturable” (es decir, abierta a la praxis) el antídoto contra la impotencia ambiente. Del modo en que reunamos estas fórmulas, del peso que les otorguemos, surgirá un camino de lectura posible. Quizá valga la pena aclarar algo sobre cada una de las fómulas virnianas que hemos escogido para comenzar: al ser presentada como un “esbozo”, la institución en la que piensa Virno es diametralmente opuesta a aquellas que en su madurez tan bien conocemos (soberanía del estado, gubernamentalidad neoliberal); el hecho que el retrato de la institución del trabajo precario comience por ser “lógico” y no inmediatamente útil para la lucha política, es una apuesta a la investigación militante: no hipostasiar el discurso de la revuelta, seguir las prácticas de cerca, imaginar desde ellas nuevos esquemas de organización comunales; la idea de que las instituciones de la cooperación social son antídoto contra la impotencia supone una larga argumentación sobre qué cosa es la impotencia contemporánea: esta reflexión está en el centro de este libro.

Para quienes no conozcan a Virno, aquí una antigua entrevista que lo presenta, hecha por el Colectivo Situaciones.

01. Sorry. Un último recaudo, quizás más arbitrario que útil y en todo caso, completamente evitable: leer este libro teniendo presente el film Sorry (o bien Lazos de familia) de Ken Loach (2019), en la que se cuenta la historia de una familia trabajadora británica con un hijo adolescente y una niña. La madre trabaja haciendo cuidados de personas mayores y enfermas para una empresa que opera en forma de red, a través del teléfono móvil, y el padre entra a trabajar a una empresa de repartición que funciona a través de una app. El trabajo de la madre proletaria supone una condición itinerante continua, siempre dispuesta a viajar de casa en casa, a cualquier hora en que suene su teléfono portátil. No guarda relación personal con nadie de la empresa ni compañerxs de trabajo. No cumple con tareas prefijadas. Su desempeño es estrictamente individual, a pesar de que el valor de su trabajo es directamente social. La actividad laboral del padre proletario consiste en repartir con una camioneta, que debe comprar en cuotas, y un aparatito electrónico que sirve para seguir la ruta de los pedidos que debe distribuir con cierto protocolo en la mayor cantidad posible y por lo tanto a la mayor velocidad posible. A diferencia de la madre proletaria, el padre proletario sí está inmerso en un mundo de pares, pero no hay comunicación posible entre ellxs. Desde el comienzo un capataz cruel le informa que en la empresa no contratan trabajadores -y por tanto no hay sindicato- sino que pactan contratos con empresarios de sí mismos puestos a competir por rutas de repartición. En ambos casos -madre/padre- se trata de trabajadorxs precarixs modernos, hiperexplotados a partir de mediaciones virtuales, ultra individuados, expuestos a recorrer la ciudad sin ninguna clase de resguardos. En ambos casos, el peso de la hipexplotación se basa en extraer tiempo de vida, despojando a los protagonistas de toda autonomía vital con relación a su mundo afectivo.

02. Impotencia. Según el orden de desarrollo del libro, lo primero es comprender “los inconvenientes de la abundancia”, presentes en la impotencia que marca -como en la familia presentada por Loach- la vida contemporánea. No se trata de una desvitalización antojadiza, sino de algo mas difícil y paradojal: de un “exceso inarticulado de potencia”. El lenguaje de Virno se torna algo técnico -todo el libro está mojonado por palabras del griego antiguo, de Aristóteles-, pero entendemos bien cuando dice que con respecto a la potencia (capacidades y competencias del animal humano, es decir, de aquel que crea realidad por medio de operaciones lingüísticas/intelectuales) nuestra situación puede definirse como “abundancia impedida”. Al respecto, una aclaración de tipo metafísica: para Virno-Aristóteles, el animal humano no “es” potencia (aquí hay un conflicto con el modo de pensar de los lectores de Spinoza/Nietzsche), sino que “tiene” potencia. La distinción (hecha por Aristóteles contra los pensadores de la escuela megárica) tiene su importancia en el argumento de Virno, puesto que este “tener” la potencia designa una relación muy particular, un tipo de posesión cuyo objeto se encuentra por definición ausente. La realidad de la potencia (facultades y competencias de las que el lenguaje es un ejemplo) jamás está dada como algo presente (pleno y visible). La capacidad de habla como tal no se actualiza nunca toda entera. Si sabemos de ella, es siempre a partir de una serie de acto específicos del habla, ejecuciones particulares como puede ser una pregunta, un comentario. Por lo que la expresión “tener”-la-potencia supone para Virno una comprensión sutil sobre la relación misma de esa “posesión”, que es posesión de aquello que sólo se da como sustraído a la presencia. Sutileza ésta que no hay que perder de vista, porque sin la percepción de la potencia como aquello que solo se “tiene” en su ausencia quedaría borrada la cuestión de los “modos” de ese “tener”, así como la esencia ambigua y vacilante de la relación que “tenemos” con “nuestras” competencias. Al animal humano que “tiene” (y no “es”) la potencia le es inherente una cierta impotencia, que procede de la naturaleza no-presentificada de la potencia. En otras palabras: no hay tránsito asegurado entre la potencia-ausente que “tenemos” y las manifestaciones espacio-temporales de esa potencia (actos). Lo cual permite hacer una serie de distinciones fundamentales en torno a la impotencia (porque no es lo mismo la impotencia como ausencia de potencia, que como modo sustraído de darse de la potencia). Cuando Virno se refiere al fenómeno de la impotencia de la época actual, alude a un tipo de patología que sólo puede darse y concebirse aceptando el carácter “extrínseco” de la relación que mantenemos con la potencia. “Impotente”, dice Virno, es quien permanece en la experiencia paroxística de la potencia pura, separada de sus actualizaciones. Impotente es la fascinación con la potencia desafectada, que puede o no dar lugar a actos (pues en tanto que pura, la potencia se presenta como capaz de actuar y de-no-actuar): el espectador envuelto en una condición hipnótica tal, pasivo, asiste a la atrofia la experiencia misma de los usos de la potencia, a la imposibilidad de todo pasaje al acto.

03. Revuelta y resignación. Hablar, copular, recordar, son potencias cuyos actos son acciones. ¿Se da también una potencia de padecer? Si consideramos una potencia tal, una potencia del recibir, ¿cuáles serían sus actos específicos? ¿O se trataría mas bien de una pura pasividad, absoluta abstención de todo acto en la que la potencia permanecería pura, ensimismada, inexpresiva? En todo caso habría que distinguir potencia de padecer -o capacidad de recibir- de impotencia-de-padecer, que se revelaría como una incapacidad para dar forma singular a nuestra propia pasividad. Un ejemplo de lo que Virno llama capacidad de recibir podría ser la resistencia, pero entonces tendríamos que aprender a diferenciar entre una resistencia pobre e inmutable, incapaz de recibir, de una capacidad de resistencia que inevitablemente entra en contacto con aquello a que resiste, y orientando las mutaciones que el contacto le provoca. En otras palabras: la capacidad de padecer o recibir supone una específica aptitud (una serie de operaciones y técnicas) para entrar en contacto y direccionar los golpes -o propuestas- que recibimos. Si volvemos al ejemplo de la resistencia (y podríamos recordar de nuevo a los personajes del film de Loach), habría que admitir que la rigidización del que solo soporta experimenta una incapacidad de ritualizar el contacto con aquello que lo agrede (o seduce), en una suerte de aguante inflexible, inapto para aprender o decidir cómo elaborar algún tipo de relación con aquello que se le dirige. Parecería entonces que la potencia de recibir sí es capaz de actos específicos, y que para identificarlos vale la pena distinguir entre (a) “acto padecido” (aquel que algo o alguien descarga sobre nosotrxs);  (b) “potencia de padecer” (cuya fuente es nuestra indeterminada capacidad de recibir, desprovista de actos singulares) y (c) “acto de padecer” que remite a una potencia específica y determinable de sufrir, confiriendo singularidad a acto padecido y forma a la potencia de padecer. Este “acto de padecer”, que no se confunde ni con el acto recibido (acto que actualiza una potencia de golpear o proponer de aquel que se dirige a nosotrxs), ni con la potencia de recibir (entendida como potencia incapaz de acto y por tanto potencia indeterminada), es pasaje al acto de la potencia de recibir por medio de operaciones que crean un sentido para aquello que recibimos. La importancia de estas distinciones es decisiva para invertir el sentido de la narración según la cual el trabajo precario es capaz de soportar infinitamente la explotación social: si hay un despojo característico en los modos de explotación del trabajo precario es, precisamente –y podemos volver a Loach-, el de la potencia de recibir. El culto recurrente de la “flexibilidad laboral” y la “formación permanente” sólo oculta la escasez de actos de soportar disponibles, y tienden más bien a des cualificar el “aguante”. La exacerbación de la potencia indeterminada de recibir, cuando sucede en simultáneo a la desposesión correspondiente de los usos o actos de padecer -es decir, de las operaciones y técnicas del recibir- constituyen una de las fuentes fundamentales de la impotencia contemporánea. La potencia de recibir desprovista de sus actos sólo da lugar a reacciones frustrada disfrazadas de actos (simulacros del hacer). En estas condiciones la rebelión tiene por efecto la resignación, o como dice Jean Améry en un libro sobre la vejez que fascina desde hace años a Virno, conduce a la secuencia de la revuelta y a la resignación.

04. Potencia de suspensión. Recapitulando: Virno nos viene diciendo que la potencia se determina en actos y que esos actos varían según que la propia potencia, sea activa o pasiva. De modo que, junto a los actos habituales, positivos -hablar/copular- se dan también aquellos mas sutiles vinculados a una potencia de padecer, cuya actualización se da a través de una serie de actos específicos que -ya lo vimos- dan forma singular a la experiencia. Pero la cosa no termina ahí: aún falta aprender un tercer tipo de actos, que denomina “acciones negativas” y que, caracterizadas por el “no”, no se confunden, sin embargo, con la abstención de la potencia. El “no” de las acciones negativas no es la potencia retenida, incapaz de acto. Se trata, por el contrario, de acciones efectivas -llamadas “negativas” porque el acto conserva en sí un poder abstinencia- (por ejemplo: la renuncia o la omisión) y que resultan fundamentales para la articulación de la praxis. De modo que la acción que inhibe un cierto acto -acto de una cierta potencia, por ejemplo: no rechazar o bien no aceptar irreflexivamente una propuesta que se nos dirige es, a su modo, una operación que viabiliza o favorece actos de otra potencia. Se trata, por tanto, de un tipo de acto que consiste en todo en proclamar una impotencia local (local porque se restringe a inhibir un acto de una potencia, y no todo acto de toda potencia), en favor de otros tantos actos de diversas potencias. Por lo que esta clase de acciones llamadas “negativas” -renuncias, aplazamientos, omisiones- remiten a una potencia singular, que Virno identifica como “potencia de suspensión”. Se trata de una potencia cuyos actos introducen inactualidad -inactual es todo acto en suspenso- en la praxis del animal humano. Aplicada reflexivamente, es decir, a sí misma, la potencia de suspender deviene suspensión de la suspensión, y adopta la disposición de la renuncia a renunciar (negación de la negación). Llegados a este punto, resulta imposible no conectar esta reflexión lógica sobre la potencia de suspensión con la larga meditación virniana sobre la noción de soberanía política del estado. Después de todo: ¿cómo caracterizar la soberanía sino es por medio de la schmittiana capacidad de declarar la excepción que -precisamente- “suspende” el orden jurídico, para dar paso a otra potencia -represiva- que normaliza las condiciones de la vigencia restaurada de la ley? Y en el mismo sentido, si la potencia de suspensión tiene un paralelo con la soberanía del estado, ¿qué otro paralelo tendrá la “suspensión de la suspensión”, sino el “estado de excepción permanente” que Walter Benjamin atribuía a la tradición de los oprimidos? Lo hemos visto durante la pandemia: la acción negativa, en función de cuidados sanitarios, condujo a rarezas llamativas, incluso a la suspensión extraordinaria, cierto que provisoria y solo para ciertas tareas, del deber de trabajar, hasta que se consideró que ya era demasiado y se retornó al régimen acentuado de explotación. ¿Qué cosa sería, en cambio, la “suspensión de la suspensión”? Lo contrario a la presente “vuelta a la normalidad”, sostenida en la potencia de suspensión y en la dialéctica entre excepción y normalidad. La suspensión de la suspensión remite a un nuevo tipo de institución, aún inmadura pero alguna vez madura (es decir, capaz de declarar ella misma la suspensión de la potencia de suspensión), fundada en la renuncia de la renuncia sobre la que funda la precarización del trabajo.

05. Guerra civil de hábitos. Virno llama “hábitos” a la tonalidad emotiva que caracteriza a los “modos de poseer” la potencia. Dichos hábitos son una suerte de eslabón intermedio que determinan el tipo de relación que se establece entre sujeto y potencia, sea una de realización o bien de parálisis. El hábito puede ser entonces de “estado” o bien de “actividad”. Siendo el primero hábito administrativo, de posesión sin uso de la potencia, hábito que más bien localiza la relación con la potencia en un ámbito geométrico previamente delimitado (ver en la película de Loach los recorridos y las reglas laborales, dentro de las cuales se está en relación con la potencia). Y siendo el segundo, en cambio, definido por una relación abierta al uso (vínculo del animal humano con la praxis). La coexistencia de estas modalidades del hábito entraña un conflicto (Virno habla de “guerra civil”) en la vida social contemporánea. Esta distinción de hábitos que conviven enemistosamente en el funcionamiento del capitalismo actual redunda en el dominio del hábito administrativo que entumece el hábito del uso. De hecho, el trabajo precario –la producción de plusvalía mediante la explotación de la sintaxis en un call center- es producto de la meticulosa administración de la potencia -de habla -, imposible de llevar a cabo por fuera del control del acto que como tal se hace presente en todo el proceso de robotización de la producción (entumecimiento del uso). Aunque en el reverso de la trama -como decía David Viñas para cambiar violentamente de punto de vista en la lucha de clases- suceda que el hábito de uso de la potencia aparezca en fuga respecto al control en la comunicación metropolitana, sea en la lucha política, en la conversación amorosa o en el monólogo interior. Cuando Virno habla de impotencia contemporánea, estará indicando, por tanto, esta predominancia de la administración sobre el uso, que se da como “avaricia de potencia” del trabajo vuelto mercancía.

06. El peso del infinito. El hábito de la relación administrada con la potencia tiende a interpretar en el presente a la cooperación social como “materia prima” inerte, pasiva. La potencia presentada bajo la apariencia de un infinito -no parcelable, ni actualizable- se relaciona con su contracara: la crisis del hábito como uso. De modo que la impotencia actual debe ser pensada a la vez como dominio del hábito administrativo de la potencia, pero también como crisis de autonomía del trabajo vivo (incapaz de poner en acto la inteligencia colectiva). Cuando la potencia se nos aparece como pura antecedencia amorfa e infinita, capaz de independizarse del acto (y por tanto del uso) adopta la firme apariencia de lo irrealizable: la impotencia capitalista del trabajo vuelta fetiche eminente. Por eso desde el comienzo Virno nos anunciaba que la impotencia actual es potencia inarticulada. Potencia separada e incapaz de acto. A lo sumo “performance”, es decir, potencia virtuosamente expuesta, que no da lugar a actos reproducibles. La performance laboral no es más que exhibición de potencia inarticulada. La potencia inarticulada se muestra a sí misma en la performance como trabajo sin tarea y juego lingüístico sin juego. Fácil de entender cuando recordamos una vez más a la familia retratada por Loach.

07. Instituciones insaturadas. Frente a este estado de cosas, la descripción de la “institución” que propone Virno equivale menos a un diseño de alguna forma alternativa de soberanía estatal y más a una articulación de las prerrogativas de uso de la potencia para la multitud precaria. La institución es res-pública, transindividualidad en los usos que delimitan la potencia. Vale la pena reparar en “res” = “cosa”. En Virno la cosa es relación. Hay cosa -y se la debe volver pública- porque -y cuando- la potencia es descubierta no como infinito imparcelable, sino como aquello que ocurre “entre” los sujetos que componen relaciones de cooperación. La cosa es la relación: el entre, la potencia en tanto que usos, actos. Por institución, entonces, debemos entender la cosificación de la potencia, entendida como una vuelta de la relación al uso público.

Es el uso el que deviene institución, pero es la institución la que ofrece usos. El uso es la premisa y el resultado de la institución. Su presupuesto y su producto. La institución es la potencia amarrada por el uso, es cooperación y praxis captadas en su propio doble, puesto que de ella toma -la institución- técnicas y operaciones, las y las vuelve experimentos del común. La institución como prototipo empírico-gramatical (regularidades en los modos del hacer, modos de hacer repetible). Es doble en el sentido de doble abstracto, o abstracto real: organización de la multitud, en tanto que deviene capaz de acciones negativas (omisiones, renuncias y aplazamientos), llevando lo negativo a fondo (omitir la omisión, renunciar a la renuncia, aplazar el aplazo), reconociendo una madurez de institución en y a partir de la praxis. Leyendo a Virno tenemos la impresión de que no hay otro camino que éste para la paz.

Tinta Limón

En la justa medida // LTA

En la justa medida. Mujeres resistan… pero ¡No tanto!

 

Los modos de expresarnos, de sentir, de vivir, han sido históricamente regulados para nosotras. ¿Cuáles son esas regulaciones? Ser mesuradas, no pasarnos de la raya, actuar siempre en la justa medida, ser prolijas. No sobrepasar. Hasta en la lucha se nos pide que seamos cuidadosas, receptivas, comprensivas. ¿Te suenan esas características? Son propias del llamamiento al que somos convocadas como mujeres. Siglos de intervención y regulación en nuestros cuerpos y afectos que se hacen aún más visibles cuando nos corremos sólo un poco de esos lugares esperados. 

Pareciera que como mujeres, más allá de cual sea el tema o la problemática, no nos es lícito pasar por intensidades. Si entendemos la subjetividad como una ondulación del campo, un encurvamiento desacelerado, que crea un interior, deberemos entonces detenernos allí, ya que sabemos que es justamente a partir de las intensidades, donde se juegan las modulaciones y las posibilidades de armar singularidad.

Queremos dar esa batalla. Nuestra apuesta es poder crear nuevos interiores, armar(nos) nuevas modulaciones, nuevas intimidades. En definitiva, abrir una diferencia que nos encuentre con nuevas maneras de plegar y desplegar fuerzas que inventen otros por-venires posibles. 

 

Espejito – Espejito ¿quién es la más bonita?

Comenzamos por pensar juntxs algunos ejemplos LTA que nos ayuden a descomponer un poco las imágenes que a veces invisibilizan las corporalidades y sus intensidades y nos ajustan al espejo ready made que nos tiene preparada esta sociedad capacitista.

Queremos bordear estas imágenes porque justamente, como plantea Foucault, muestran cómo el “exceso” o la “demasía” es lo que define lo condenable. El mal comienza con el exceso. Al igual que la idea más tradicional vinculada con que algunas drogas son la “puerta de ingreso” a otras más jodidas, los “excesos” de las minas son señalados rápidamente como advertencia a la posibilidad de quedar lanzadas a distintos infiernos. Detenernos aquí es importante ya que nos permite pensar, no sólo que eso “normal” y eso que se “pasa de la raya” son parámetros arbitrarios y funcionales a un sistema que performatea cuerpos y sentires, sino que también nos permite abrir preguntas sobre los excesos, ¿en relación a qué?

La excitadita o la enferma. ¿Qué pasa cuando vemos a una mujer muy muy contenta, muy muy enfiestada? Está excitada, se pasó de mambo, detonó, da vergüenza ajena. ¿Qué pasa cuando vemos a una mujer muy muy triste? Por lo general se lo vincula a algo “personal” y a veces no se puede pensar eso en relación a otras variables, muy cansada, sobrepasada, una materialidad de la vida que oprime. Por lo general, no ingresan otres. Para un lado u otro, es un desborde de esa mujer, a la que se puede juzgar moralmente, sentenciando su actuar. Si un varón está muy triste en términos generales despierta cuidado y mayores preocupaciones que una mujer o en otros casos se lo segrega/aleja por “maricón” que no es otra cosa que feminizar la vulnerabilidad. 

La CH. La bien conocida “crisis histérica” que se escucha dentro del  sistema médico cuando se presenta una persona con un padecimiento “excesivo” e “incontrolado” que no tendría correlación estricta con un cuadro orgánico. Así se arma esta jerga médica para decir-se entre colegas que alguien está “locx”, “pasadx”, “flasheando”, desestimando el malestar. Sea hombre o mujer quien se presenta a consulta, a esta modulación se la vincula con una supuesta característica femenina, de locura, histrionismo o exceso.

Es interesante pensar que esta es una nominación con historia. La histeria es una de las más fuertes y pesadas construcciones del saber médico sobre el cuerpo femenino, que si bien intentó “dar voz” a esas subjetividades segregadas para la época, lo hizo desestimando el malestar y la opresión que podrían tener las mujeres, por ejemplo, en relación a sus relaciones afectivas y sexuales, construyendo ese “padecimiento” desde una óptica hegemónica y, por lo tanto, masculina. 

El goce femenino. ¿Qué muestra una mujer cuando goza? Varios desarrollos hablan del goce femenino como un goce ilimitado, ¿qué lo hace ilimitado? ¿por qué no pensar en un goce otro? ¿necesariamente hay que pensarla desde la variable fálica? Con el deseo pasa parecido. Nos podemos mostrar deseantes pero no tanto. Pareciera que cuando una mujer desea se escapa de la regulación, se vuelve inaprensible, no se puede controlar y eso genera miedo y por lo tanto, se vuelve condenable potencialmente. Lo “infrenable” se vuelve una amenaza al estatus quo, al orden establecido. La mayoría sabemos cómo se arma un plato equilibrado, cuál es la porción exacta y justa para llevarnos a la boca y no desbandar en los placeres dionisíacos y el horror de devenir no apetecibles para otrx. 

No tires de la cuerda. Nos preguntamos, ¿cuál es la referencia de ese cordel? Miles de situaciones que nos implican en distintos momentos históricos hacen que las mujeres se “pasen de la raya” estudiando, deseando, trabajando, queriendo o no queriendo. Un poco pero no tanto. La mujer “perfecta” sería entonces, esa super exigida en hacer de todo, todo bien y en la justa medida. Imperativo de la época. 

El exceso a esa medida se condena, nos vuelve trolas, violentas o locas, solo por tomar algunas figuras. En la trola vemos una clara intervención en el cuerpo. Hay lugares en los que no se puede mostrar, lugares en los que sí se debe mostrar. Otros en los que sólo hay que insinuar. De nuevo el tema no es “mostrar” sino dónde, con quién y cuánto. Intervención sobre las intensidades, sobre las modulaciones. A veces hasta los gestos son condenables. Escuchamos el “¿qué te pasa?, ¿qué te comiste?” La violenta/sacada aparece en escena. Se nos invita a discutir, tomar posición pero no tanto. Cuando se dice, se es violenta.

 

Sobre las modulaciones de intensidad

Pensamos en lo importante que es crear espacios y modulaciones que den lugar a eso que nace indómito, que difiere y que pide paso. Como plantea Rolnik y Guattari, tenemos que estar advertidas y tener en cuenta que por lo general, todo lo que es del dominio de la ruptura, de la sorpresa y de la angustia (pero también del deseo, de la voluntad de amar y de crear) por lo general se ve exigido a encajar de alguna manera en los registros de las referencias dominantes, aunque sea, condenándolo. Hay una tentativa de eliminar todo aquello que tenga más que ver con procesos de singularización, “todo lo que sorprende, aunque sea levemente, debe ser clasificable en alguna zona de encasillamiento, de referenciación». Lo interesante entonces, no es sólo vislumbrar estos mecanismos para entender un destino obligado, sino también poder a partir de allí, hacer con esas posibilidades de desvío y de reapropiación. “Un punto de singularidad puede ser orientado en el sentido de una estratificación que lo anule completamente, pero también puede entrar en una micropolítica, que puede dar lugar a un proceso de singularización» (Rolnik y Guattari). 

Hacer foco en las intensidades como impensados de la representación nos parece una apuesta micropolítica. Pensar los cuerpos como intensidades maquínicas que operan en la producción de subjetividad, se distancia de propuestas identitarias y permite pensar diferencias de diferencias sin ningún centro, o sea, en multiplicidades. Como plantea Deleuze, no se trata de definir la cosa por su esencia, lo que ésta es, sino por lo que ésta puede en acto, es decir, por su potencia. Esa queremos que sea la lucha feminista. 

 

Viene con historia 

Convocamos a nuestras queridas brujas ya que como nos transmite Federici, nos parece interesante pensar que en los procesos de brujería no sólo se perseguía la magia o a las mujeres sino más bien, a la magia de las mujeres, que era justamente, saber sobre la sexualidad y la vida. En otras palabras, se perseguía a las brujas por su capacidad de intervenir en el mundo (teniendo en cuenta que en esa época, sólo Dios tenía esa potencia). Esa posibilidad en acto, las volvía peligrosas. Ayudar a las mujeres a controlar/saber sobre su cuerpo, a modular su intensidad, era condenable. De allí toda una ingeniería para poner bajo el control del estado a los cuerpos femeninos, transformándolos en recursos económicos (mediante una sexualidad únicamente re-productiva) y dividiendo mente-cuerpo como una forma de alejar/nxs de ese saber sobre el cuerpo. Objetivando y dejándolo en manos de discursos hegemónicos.

Lo que es difícil de aceptar es que las brujas son pragmáticas. Modulan. Son verdaderas técnicas experimentadoras sobre los efectos y las consecuencias. Ellas armaban modos de agarre basados en el “prestar atención”, que a diferencia del capitalismo (y las alternativas infernales) no se desentiende de las consecuencias. 

Las brujas-feministas armamos. Nos armamos cuerpo, nos armamos conexiones revolucionarias, armamos flujos que tienen potencial político por ser clandestinos. Como dice Ana María Fernandez, es en esa amplia gama de afectaciones sensibles, que se configura el increscendo de intensidades que re-configura los deseos, corre los bordes de lo posible  y nos permite la invención de nuevos relatos de si.

 

El akelarre. Mujeres e intensidades 

Sabemos que nuestros cuerpos conocen la deriva, los desplazamientos, las opresiones, pero también la resistencia. Somos cuerpos que aprendimos las potencias de la amistad: armamos lazos, lazos resistentes que tienen la “potencia de enjambre”. Somos cuerpos también que ya perdieron mucho, lo que trae un plus: perdimos un poco el miedo a perder, nos lanzamos al amor y el deseo sin tanta “gestión previa”. Somos cuerpos atentos al cuerpo: diálogo constante con el cuerpo propio y el de otrxs, ya que es en ese territorio (tan mediado/medido y regulado por los sistemas médicos, familiares, económicos) donde se juegan principalmente los reclamos por la soberanía. Son nuestras cuerpas la superficie de exploración y resistencia que tenemos.

En esto, la marea verde abre campo y posibilidad. Es un verdadero movimiento minoritario, no por pequeño sino justamente porque no busca ser mayor o general. Como plantea Fernandez, es difícil pensar que las mujeres están batallando por el poder, pero no un poder de dominio (como podemos pensar lo tradicionalmente masculino) sino más bien, un poder de potencia, cuestión que abre otros campos y dimensiones que se escapan a las lógicas hegemónicas. 

La marea verde es un colectivo que arma máquina y de allí “despliega diferentes instancias de desujeción, desterritorializaciones identitarias, de creación de nuevos modos de vivir. Inmanencias de las vidas . De cada vida, en el entre-otras-vidas”. Escuchamos decir, la marea feminista desborda . ¿Qué desborda? Entre otras, formas de organización y expresión. Desborda esa intensidad que busca cause, nuestro cause, más singular y más libre por potente. Desborda sin mesura, sin cálculo, sin medición precisa: como todo lo que está vivo.

 

Fantasmas de Don Draper // Pedro Yagüe

Donald Draper, nacido a mediados de los años 20, es el director creativo de una importante empresa de publicidad. Es el mejor en lo suyo: obsesivo y estricto, siempre abierto a la producción de nuevas ideas e imágenes que vender. La publicidad, explica, se basa en la felicidad. ¿Y qué es la felicidad? El olor de un auto nuevo. Es liberarse del miedo. Es un cartel al costado del camino que te grita que todo lo que estás haciendo está bien. Ese es Don: el gran entendedor del mercado, el gran seductor.

Su pasado es un misterio que, con el correr de los capítulos, se descubre: él mismo ha sido destructor e inventor de su vida. Su nombre real no es ése, sino Dick Withman. Hijo ilegítimo de una prostituta y abandonado desde chico por su madre, Dick vivió una infancia infeliz y dolorosa. Durante el servicio militar se vio obligado a participar de la guerra de Corea donde tomó el nombre de un teniente caído, haciéndose también dueño de su historia. De esta manera, moría Dick Withman y nacía un nuevo Don Draper, el publicista, el inventor de sí. Es habitual escuchar en los nuevos discursos empresariales la idea de que la creatividad tiene que ver con la capacidad que cada quien tiene de cortar con su historia y reinventarse. Esa es la gran virtud de Don: el gran destructor de su historia, el gran creador.

Sin embargo, Don no logra destruir su pasado. La historia que él niega lo acecha en sueños, alucinaciones, amores y llantos. En su relación con las mujeres, en esos momentos de desnudez total, Don o no se abre o se abre locamente. Y cada vez que se abre, el pasado regresa con el torbellino doloroso de lo contenido. Con el transcurso de las temporadas, la crisis de Don se acentúa. Su éxito es cada vez mayor, al igual que el pasado que lo acecha. No aguanta más. Hay una angustia que lo excede y que ya no sabe cómo combatir.

Entonces, una tarde, en medio de una reunión, Don mira por el cristal de una ventana y se levanta. Se sube a su auto y se escapa sin rumbo, perdido, hacia alguna parte. Busca a sus amores pasados, a sus recuerdos felices. Pero no están. En medio de esa fuga incierta, llega a una especie de retiro espiritual en California. Se entrega con indiferencia a una serie de técnicas new age. En medio de todo eso, participa de una ronda donde cada uno cuenta sus problemas y dice lo que siente. Don mira, como ajeno, mientras los otros hablan. Uno de los hombres, una especie de oficinista, toma la palabra y dice no saber por qué está allá. Habla del anonimato de su trabajo, de que al volver a su hogar siente que no significa nada para su familia ni para nadie. Entonces se quiebra y llora. Don, conmocionado, se pone de pie, rompe en llanto con él y lo abraza como nunca se lo había visto abrazar a nadie a lo largo de la serie.

Después de eso, comienza un nuevo día. Nuevas ideas y un nuevo yo. Don medita sobre el pasto, ya liberado. Al sol y con el ruido del mar como fondo, se ilumina: ve a hombres y mujeres de todos los países, de todos los continentes y religiones, cantando juntos, en armonía, unidos por el verdadero deseo que a todos hermana. Así inventa la publicidad más icónica de la historia de Coca-Cola. Don volvió a ser el gran creador. No hay angustia ni pasado que lo aleje de su meta. Está listo para volver al mundo. Al menos por un tiempo.

Don Draper es una vida ejemplar. La exigencia de producción de imágenes, de una creatividad compulsiva, lo llevan a la necesidad de borrar su propia historia y, por lo tanto, alejarse de una cierta forma de la experiencia. ¿Qué es la experiencia, sino la elaboración de situaciones presentes a partir del contacto con las marcas históricas de un cuerpo? La exigencia de una destrucción del pasado es también la imposibilidad de convertir lo vivido en experiencia. Las imágenes presentes no pueden ya articularse con la memoria sensible. Si la historia se nos presenta como un obstáculo a vencer para la valorización personal, esto significa, una vez más, que habrá que sacrificar al cuerpo como el lugar en el que los saberes se elaboran en pos de una inserción abstracta en el mercado. Pero el precio es alto, altísimo, y se ve en los padecimientos psíquicos que cada vez se vuelven más fuertes y frecuentes entre nosotros.

Encuentro entonces dos imágenes muy distintas: la creación como una actividad que surge a partir de la ruptura con la propia historia; o la creación como algo que se alcanza cuando uno logra, a partir de la elaboración de lo vivido, la constitución de unos ciertos saberes y prácticas. La primera es la creación abstracta, cada vez más acentuada en nuestros vínculos sociales, amorosos, virtuales, económicos; la segunda es su contrario, la única forma de participar de un mundo que sea un poco más vivible.

Paolo Virno en PDF: Ambivalencia de la multitud, Virtuosismo y revolución, Cuando el verbo se hace carne, Gramática de la multitud // Tinta Limón Ediciones y Traficantes de Sueños

Ambivalencia-de-la-multitud-Paolo-Virno

 

Gramática de la multitud-TdS

 

Virtuosismo y revolución-TdS

 

Cuando-el-verbo-se-hace-carne--Paolo-Virno

Estado de inocencia y cambio de piel // Verónica Gago y Javier Trímboli sobre Nada que Esperar de Sebastián Scolnik

Nada que esperar es un libro raro, inesperado, necesario. Raro porque irrumpe en un presente brumoso y aciago para rememorar un tiempo que acaso ya no es tan otro y proponer nuevos contornos para una “conversación que atraviese el tiempo” y que nos permita volver a pensar el 2001 sin nostalgia. Se trata de un libro fuera de lo común, como escribe Javier Trímboli, que “en su relativa sencillez tiene no poco de insólito”. Escritura precisa y “florida” que, a pesar de intuirse necesaria, no espera nada. O, como sugiere Verónica Gago, Nada que esperar es una máquina de detalles, una escritura de orfebre que, con gesto minúsculo, contiene toda una teoría de la escucha. En los comentarios que aquí reunimos, con la intención manifiesta de evitar la dispersión de una conversación que creemos relevante, hay dos lecturas sutiles de lo que el libro pone en juego. Estos indicios, y otros, nos habilitan a decir que se trata de un libro necesario y que, tal vez, no sabíamos que esperábamos.

***

 Por Verónica Gago

Otro título posible junto a Nada que esperar podría ser A quién le importa. Y entre esos dos enunciados que superficialmente podrían parecer nihilistas, se encuentra el descubrimiento de una enorme alegría. Escribir sin esperar y sin calcular el peso y la envoltura de lo que se narra. Pasando esos dos portales, se produce un ábrete sésamo que hace correr la escritura a una libertad desenfadada (no encontramos ni una pizca de resentimiento) y juguetona (realmente se dispone a dejarse llevar).

Es en ese plano también donde se reivindica una y otra vez un sentimiento que el Ruso hace emerger como matiz omnipresente y que me llama especialmente la atención: la inocencia. Escucho, al escribir, la inflexión risueña con que me puede responder si digo que inocencia proviene, en su raíz latina, de lo que no hace daño. Esa disposición es lo que marca lo contrario del infantilismo que sería el modo de volver pueril la inocencia. Y lo señalo porque veo en su escritura una refinada batalla por defender esa inocencia respecto de la banalidad de acusaciones, justamente, de infantilismo, de falta de lectura estratégica, de ausencia de horizonte de trascendencia. El libro es así una irónica pieza que se encarga de despachar una a una las “objeciones” contra ese estado de inocencia que habilita una alegría creativa, sin dudas arrojada. No para refutarlas. Ni siquiera para hacer balances o enarbolar defensas. En todo caso, sobrevuela allí una elaborada discusión política sobre el espontaneísmo.

Y ahí me quiero volver a detener: la miríada de tan disímiles situaciones, conversaciones, acontecimientos y anécdotas que el texto va enhebrando, poniendo muchos años en un verdadero flujo de palabras, muestran una trama minuciosa, de orfebrería. ¿Cuál es el dibujo de la pieza, de esta joya de libro? Es una pregunta por cómo se construye una disponibilidad de inocencia para participar de acontecimientos históricos. Cómo, de cierto modo, hay algo de infancia en esa disponibilidad que no se reduce a una cuestión etaria, sino a una disposición a la experiencia. La narración de una charla al pasar, de una observación, de un viaje, de unos modos de caminar o de manejar, expone algo difícil: un sentimiento de urgencia sin tener expectativas, una atención finitesimal al calor de lo que se dice sin ceder a la consigna evidente, unas ganas que se aferran a lo que sucede para comprenderlo mejor, unos afectos que van produciendo pliegues en una memoria en constante formación.

De ahí, insisto, la orfebrería del detalle. Este libro es una máquina de detalles, muchos podrían decirse “insignificantes” pero, justamente por eso, decisivos. Muchas de las escenas acá narradas volví a recordarlas al leerlas. Me las había olvidado tal vez. Se experimenta así una potencia de la escritura: nos hace recordar algo que no sabíamos que habíamos olvidado. Y además accedemos al recuerdo por un detalle que nos trae de un tirón todo lo otro. También me pasó que al entrar en el viaje del libro se me agolpaban otras escenas (¿por qué no habrá incluido tal o cual otra cosa acá el Ruso?, me preguntaba). Sucede que el libro pone en funcionamiento un mecanismo que nos atrapa como lectorxs en esa máquina de recordar, de poner la memoria en estado presente, que además nos ofrece una lengua para ese tipo de historias sin letras de molde. Se monta así una máquina de recuerdos minúsculos, que quedarían inadvertidos e invisibles sin una narración que los vuelva al ruedo, que los reponga tanto en su arbitrariedad como en su brillo.

Esto me genera un sentimiento de gran gratitud al libro del Ruso: a quienes estamos ahí, en esos recovecos sin fecha de tiempo, nos hace acordar por qué estábamos ahí con una simultánea certeza e inocencia. Pero sobre todo rescata que la materialidad de esas certezas está hecha de puros detalles, de cosas chiquitas que se encadenan bajo una aventura que mientras se vive con total seriedad no se calcula cuándo pasará el umbral de convertirse en algo que recordar. Tal vez sea esa también la costura propia de una amistad política.

Agrego: ese caudal del detallismo -que es un estilo benjaminiano que trama otra de las batallas sordas del libro que es, precisamente, sobre ese nombre: por cómo se lo pronuncia en Buenos Aires, por quién lo usa para dotarse de grandilocuencia intelectual, por cómo se atropella como cita de sofisticación académica- siempre en el Ruso fue especialmente auditivo. De ahí su conocido virtuosismo de la imitación sonora que no sólo consiste en lograr repetir algo a la perfección, sino sobre todo en capturar y seleccionar una palabra entre mil de alguien y, al decirla como chiste-imitación, poner en evidencia que esa palabra, dicha de determinada manera, condensa un rasgo inconfundible de quién habla. Esto sólo sabemos que lo sabemos cuando escuchamos la imitación y estalla la risa. En esa forma hay una burla finísima a los más diversos lenguajes en los que nos movemos, pero sobre todo algo que me interesa más: la risa, la carcajada, como mecanismo de verificación de que el chiste es una verdad compartida. El chiste como índice de un saber del detalle, de lo subterráneo, para captar una verdad elemental.

Este libro tiene también una alta carga de autoanálisis personal y colectivo. Por eso me parece realmente genial como modo de pensamiento, repito, que se asume fuertemente auditivo. El órgano del oído trabaja con la descripción de las relaciones que se le aparecen a quien narra entre fisonomía y palabra, como fondo del que emerge el sentido. En ese gesto, tan conocido del Ruso, lo que podemos ver es una fuerte deconstrucción de la consistencia del habla, de los análisis discursivos y, a la vez, una confianza enorme en la carga indisimulable de realidad de lo que se dice. Básicamente porque la lengua no puede desprenderse de un sabor, de una modulación de la voz, de una posición corporal, de una relación con la situación misma de la enunciación. Todo esto no deja de transmitirse. Como si lo que se escucha en lo que se dice no pudiese finalmente desacoplarse de la materia expresiva que lo compone por más pirueta retórica que se practique: por tanto, de nuevo leemos una refutación a carcajadas de las palabras lustrosas pero desencarnadas, de los acentos que salen mal, de los significados que se sienten neumáticos.

Ahí hay un juego que llega incluso a los nombres: sólo los más cercanos son los que tienen seudónimos. ¿Cuál es el sentido de desacomodar algunos nombres propios y dejar otros “reales”? Es otro gesto en el libro que lo hace por momentos novelesco y gracioso (al estilo de Los detectives salvajes). Pero hay algo más porque esos seudónimos tienen una relación determinada con los nombres verdaderos, una mediada por la ironía que se escucha en sordina. Entre los nombres falsos y los verdaderos hay chasquidos comunes y un cúmulo de chistes que determinaron su deformación sonora (mostrando el concentrado de un cierto procedimiento y el virtuosismo de su repetición).

Diría que en el libro hay sobre todo, a partir de la indagación personal, una formulación de una teoría de la escucha. Pero eso mismo es lo que él lee en el trabajo del colectivo Situaciones: una disponibilidad y un cierto trabajo alrededor de producir condiciones de escucha (incluso con un integrante que literalmente no escucha del todo y, por eso mismo, escucha casi más que el resto). En la dramatización de su personaje auditivo hay entonces una teoría de individuación colectiva a través del oído. Creo que por eso mismo eso se traduce en la escritura del libro, donde “escuchamos” al Ruso: modismos, chistes, relatos, frases recortadas que le hemos oído miles de veces, que le producían una fascinación misteriosa, y que ahora se han vuelto texto con una ondulación capaz de darle una lógica de sentido. Como si las hubiese estado guardando y ensayando en la fragilidad de la oralidad para recién ahora pasarlas a la letra impresa.

La escucha requiere, sin dudas, un cierto estado de inocencia. No porque sea un papel en blanco (escuchar como pasividad) o porque sea una  manera de certificar novedad o etnografiar particularidades en lo que se oye (escuchar cómo darle lugar a lenguajes “nativos”). Por el contrario, escuchar requiere un entrenamiento, un deseo y tiene, como nos recuerda Silvia Rivera Cusicanqui, un poder autoral. Nada más lejos de la idea anodina de una escucha como ausencia de palabra. Ciertas escenas de escucha nos pueden hacer pensar y decir cosas que ni siquiera imaginábamos, que no se ajustan a repertorios, que se descatalogan de los clichés a la mano.

El libro no cuenta una historia o el derrotero de un colectivo sino una suerte de fondo experiencial que funciona de base, de respaldo y de atmósfera compartida. Es sobre ese fondo que se recortan modos de leer, de encarar la autoformación, de vivir la militancia, de tomar algunas decisiones de cuándo irse de ciertos lugares o de insistir en otros. Celebro mucho que ese fondo colectivo hoy se actualice con este libro, porque nos permite descubrir a un amigo escritor que está decidido a poner en juego y en variación un momento colectivo con la alegría que da sumergirnos en un río de escritura.

 

***

Por Javier Trímboli

Entiendo que estamos ante un libro fuera de lo común, que incluso en su relativa sencillez, como si ésta fuera un señuelo de los imprescindibles, tiene no poco de insólito.

Libro que ante todo se agradece. En primer lugar por lo que revela que, principal y sucintamente, podríamos decir que es un itinerario, un decurso, una experiencia. Y es indisociable de cómo lo hace. Aun con prosa “florida”, esa que lo invitaba a Fogwill a verduguear amistosamente a Horacio González -una prosa con cadencia y no poco lujo-, Nada que esperar da cuenta de la amistad política que se fue haciendo al compás de una militancia colectiva, llamando a las cosas por su nombre. Bajo esa compulsión me animo a decir. Quizás incluso la decisión de transformar juguetonamente los nombres propios de sus principales protagonistas, obre como el permiso necesario para, de ahí en más, designar con dedicación y detalle eso que fue vivido. En alguna carta Adorno se enfadaba con Benjamin por la testarudez que lo llevaba a priorizar la acción de nombrar, poniendo en penumbras la dialéctica. Es así, llamar a las cosas por su nombre produce infinitas y contradictorias molestias.

Me pongo el traje de historiador que no me queda del todo bien: es un libro para entrar a saco, como se decía, que ofrece un montón de pistas para quien le interese y se disponga a escribir la historia, aunque más no sea la crónica –pero otra historia, otra crónica- de los años noventa.

Hay, sin dudas, teoría subyaciendo sobre la experiencia en cuestión, hay posición política que se esgrime, pero a la vez está repleto de anécdotas. Sebastián, el Ruso, y el Polaquito en la Universidad de San Marcos, con ganas de aprender todo y en zozobra o un poco más cuando el ejército los detienen y ellos están inflamados de materiales comprometedores. O haciendo la “seguridad” del acto desbandado de pibes alzados que organizaron las Madres, en la Plaza de Mayo, la noche del 23 al 24 de marzo de 1996. Las camperas llenas de escupitajos culpa del mal cálculo de Fito Paez que se puso meloso –fue Fito Paez- donde no correspondía. O ya muy de noche, un día de semana, eran mediados de 2002, volviendo en auto de Solano con la sospecha terrorífica de que los sigue un Ford Falcon, que luego se enterarían era de un remisero amigo del MTD. La olla popular en la explanada de la BN en 2001 y se derrocha esmero en cocinar buenos platos.

Me permito citar a Alfonso Reyes: “Hay que interesarse por las anécdotas. Lo menos que hacen es divertirnos. Nos ayudan a vivir, a olvidar, por unos instantes. ¿Hay mayor piedad? Pero, además, suelen ser, como la flor en la planta: la combinación cálida, visible, armoniosa. Que puede cortarse con las manos y llevarse en el pecho, de una virtud vital.”

De flores, de esa “virtud vital”, tantas veces menospreciada pero siempre –quizás hoy de nuevo más que nunca- necesaria como el aire, están hechas las páginas del libro del Ruso. O son perlas que regala y ahora se pueden ir a recoger, o tan sólo a admirar.

Ahora bien, vuelvo, aunque no creo haberme ido, a la historia, no con mayúscula pero sí en busca de sentidos. Hace tiempo lo conozco a Diego, compartí con él y con otros compañeres muy queridos, brevemente es cierto, el espacio de una revista, La escena contemporánea. Con Mario no hace tanto, pero ya casi es una década, y también por una revista, claro, por Crisis. Entiendo que nos tenemos bastante afecto y mucho respeto intelectual si es que tal cosa existe. Pero lo cierto es que de lo suyo sólo conocía sus libros, sus cuadernos que, como manifestaciones sobre la superficie, apenas dejaban sospechar algo de lo que los fue llevando por aquí y por allá. Quizás simplemente no hubo oportunidad de conversarlo u operó el pudor; también, cómo no, kirchnerismo mediante las diferencias políticas se interpusieron y obstaculizaron esa conversación que no existió. Con apetito de historiador, lo digo, aunque no menos con el apetito político de entender el devenir o la muta, ese cambio tan notable de piel, que los hizo circular entre El Mate, la cátedra libre Che Guevara, De mano en mano, el Colectivo Situaciones, incluso Tinta Limón. Porque en varios sentidos fue en paralelo con otra historia, también menor –de las que nos gustan-, que a otros nos llevó por otro lado, hasta encontrar una estación, mejor, un capítulo en el kirchnerismo. O sea, entender mejor lo que nos sucedió, a partir de miramos y calibrar lo que le sucedió a estos otros amigos con los que, nítidamente a partir de 2003, sin embargo no coincidimos.

Agrego en el margen: la palabra “pudor” está muy presente en este libro, una palabra vieja, muy de Borges que se la atribuía incluso y justamente a la historia. Contra Goethe y las grandes fechas.  Sospecho que el Ruso, para escribir este libro que celebraremos por un buen rato, tuvo que medirse con el pudor, lidiar con él. Cosa que a veces sin dudas hace falta. Que la experiencia que narra sea colectiva es una forma de doblegarlo sin caer en las redes de ningún vedetismo.

Otra palabra, en este caso familia de palabras, claves para dar cuenta de lo que fue y es esta “bandita”, creo que los italianos dicen así, esta amistad política. Desertar, fugar, hacer éxodo. O, futboleramente, tirar el achique.

La impresión que se impone sobradamente es que durante un tiempo, que calendario en mano no fue tan largo, desarrollaron una inteligencia fenomenal para olfatear la vida, los anzuelos que buscaban tentarlos para definitivamente calmarlos y las encerronas. Que con ese saber, que implica a todos los sentidos, siguieron rodando, volviendo nuevamente rico lo que había a la vuelta de cada recodo. El éxodo no es entonces una fruición sino la clave de una política.

Por supuesto, de nada sirve el calendario para medir estas cosas, que desbordan la cronología limpia de cualquier biografía. Se precisa de otra lengua, de otro tempo, cosas que ensaya con éxito Nada que esperar. 

No pude leer este libro como si se tratara de una novela, todo me condujo hacia otro pacto, hacia otra forma de la “suspensión momentánea de la incredulidad”. Que se resista a un género es otra vuelta de tuerca de la deserción.

Lo propone el Ruso: la necesidad de mirar y sopesar a los noventa con otra perspectiva. Erizarlo, o ponerle los pelos de punta, no es sólo, ni es suficiente, si se enhebran una vez más las barbaridades que produjo el neoliberalismo. Se trata de otra cosa. Reconocer las potencias críticas que recorrieron esa coyuntura entre nosotros. Cierto desparpajo, cierta audacia que aparecen aquí y allá, que destellan en esta amistad política, así como en otros espacios de sociabilidad y en artefactos muy distintos, que a contramano de los índices más brutales de pobreza, de desocupación, etc.., aún con todo eso encima, no sólo a la distancia hacía que eso se pareciera a una fiesta. Algo rotosa, extrema. Pero me parece que el Ruso no usa la palabra fiesta, no por lo menos para ese momento.

Voy a una incomodidad que, no obstante hacerme trastabillar, no me impidió seguir leyendo, otro mérito de la escritura y de las anécdotas, permítanme subirle el precio, de la “política de las anécdotas”. Siempre me atrajo mucho el título de un libro de León Rozitchner pero como sospecho tiene poco o nada que ver con lo que a mí me fascina, prefiero no leerlo, Las desventuras del sujeto político. Hablar de apuestas políticas no puede ser sino hablar de desventuras, que son más o menos alevosas, más o menos flagrantes, que irrumpen más temprano que tarde. Cuando se alcanza el tiempo necesario para ponerlas en el papel, las fallas, los errores de cálculo, las apreciaciones desviadas, todo eso es difícil que no salte a la vista. 

Bueno, me pongo hincha y digo que la incomodidad que me produjo el libro del Ruso radica en que no veía desventuras, a las serias me refiero, porque pasos de comedia que nos hacen reír y mucho tiene varios. Pero no veía mella ni errores en lo emprendido. El cambio de piel ocurre eficazmente. Llegué a sospechar conformidad, satisfacción. Eso al mismo tiempo que una apenas velada alegría que, en efecto, el libro exuda y, confieso, me dio no poca envida.

Pensaba: cómo puede ser si estamos en este mundo finalmente y no en otro, en este 2020/2021 eternos, de gobernanza y rosca, de wasaps e instagram, que exista tal conformidad con lo que se hizo. No, por supuesto, porque haya habido alguna complicidad, sino porque hace evidente que nada de lo que hizo estuvo a la altura para ponerle límite a este estado de cosas. O para sostener otras formas de vida.

Al concluir el libro advertí que se trataba de otra cosa. Porque, permítanme que lo diga muy feamente, el libro no termina bien. O sea, no está hecho para reconciliarnos con ningún presente, tampoco entonces con lo que nos condujo hasta acá. En un momento determinado –y mucho tiene que ver con el kirchnerismo, con eso que a muchos nos cambió el rictus desagradable de la cara por un buen rato-, hubo algo que dejó de producirse, como si los signos pasaran a ser otros y ya no se los leyera con el mismo don. Como si el escenario se transformara o esta vez él mutara más velozmente, dejando a esta amistad política pedaleando en el aire. Cito: “Pero esa noche húmeda, cuando fuimos con el Negro al galpón, ya no era lo mismo. La energía había cambiado. Los pibes ya no andaban sueltos, corriendo como siempre por ahí. La indiferencia del barrio se hacía sentir. Todo era más apagado, frío. (…) Era la primera vez que volvíamos del galpón sin hablar. No podíamos interpretar cómo había sido que esa vitalidad se había disipado.”

Ante el agotamiento, la última fuga –la única triste- es del Colectivo Situaciones, incluso de esa amistad que así y todo, y eso es genial, no se apaga. Que parece haber adquirido otra consistencia, menos apretada, pero que persiste. También otro grado de entendimiento y de acuerdo.

El final del libro, si se quiere del 2005 para acá, se desencadena rápido, se despeña no por capricho o irresolución, sino porque esa experiencia colectiva militante de la que Nada que esperar trata se desarticula. Ya realizada la lectura del libro, llama la atención, y creo que para bien, que este final no tiña ni, entonces, desdibuje la alegría y la vitalidad de la experiencia en cuestión. Le otorga una especial rareza.

De todos modos, me interesa subrayar que la “fiesta” tiene su principal irrupción en escena para valorar la gestión de Horacio González en la Biblioteca Nacional que, de esta forma, se erige como una nota discordante, como una salvedad. Desde mi mirada, o mi ojo mocho digamos, no puede entenderse solamente de esta forma, se trató del genio de Horacio alimentado por las mejores vetas de nuestra cultura emancipatoria, pero no fue sólo eso.

La clave para calibrar este desacuerdo la aporta el mismo Ruso cuando recuerda una conversación con Paolo Virno en la que éste lanzó una apreciación que los dejó perplejos: “Sólo se tiene una experiencia política una vez en la vida”. Que si alcanzó tal estatuto, lo que sigue de nuestra vida no podrá dejar de medirse con ella, de recurrir incluso a sus afecciones primarias. Desde ahí leeremos lo que siga.

Y la experiencia política de esta amistad que en este libro se revive tuvo lugar a partir de lo que dejaba abandonado el Estado, por lo tanto, hasta su reposicionamiento producido por el kirchnerismo.

“Perdimos todos” concluye sumariamente en algún momento el Ruso, y aunque no está muy claro a quienes incluye, si dudamos de que esté hablando a los que estábamos en ese otro andarivel, lo cierto es que hoy sobran señales de que es así. Por lo tanto, que hay que pensar cómo continúan nuestras vidas.

Ya en estricta primera persona, afirma el Ruso que se vio “intuitivamente llamado a una política del silencio” y que sintió “una cierta pérdida de curiosidad por lo nuevo.” No está nada mal si eso es reemplazado por libros como éste. En una de ésas se trata de imaginarse en la retaguardia, como se dio cuenta el Negro Fuentes que le correspondía el 20 de diciembre de 2001, picando baldosas para que los pibes tengan con qué disparar.

 

 

 

La victoria de Boric en Chile. Una convergencia de diversidad dentro y más allá del Estado // Lorenzo Feltrin*

Las noticias están en los diarios de todo el mundo. Gabriel Boric, 35 años, ex líder estudiantil chileno, recuperó la desventaja que lo separaba del candidato de la extrema derecha José Antonio Kast, adjudicándose una victoria neta con 12 puntos de ventaja. He tenido la fortuna de encontrarme en Chile en este período clave, y de participar acompañando las movilizaciones para el balotaje que ha llevado al candidato de Apruebo Dignidad al Palacio de La Moneda, donde 48 años atrás moría el Presidente Salvador Allende bajo las bombas del golpe militar apoyado por los Estados Unidos. Además de un breve análisis en caliente, me permitiré contar un punto de vista más personal.

 

El 21 de noviembre, para el primer turno de las presidenciales, la performance de Kast había tomado de sorpresa a casi todos, y más a la izquierda. La victoria en el balotaje del candidato del Frente Social Cristiano habría significado una rehabilitación de la dictadura de Pinochet, un retroceso de los derechos en todos los frentes, la neutralización del proceso constituyente en curso y el desperdicio de la oportunidad histórica abierta por la revuelta popular abierta en 2019, que tanto ha costado en términos de caídxs, mutiladxs y detenidxs.

 

Por esto, muchas organizaciones de movimiento, tomaron la decisión de no ahorrar sus propios esfuerzos en las campañas para el balotaje, por ejemplo, el movimiento por el derecho al habitar Ukamau, la Coordinadora Feminista 8M, el MODATIMA (Movimiento de defensa por el Acceso al Agua, la Tierra y la protección del Medio Ambiente), el MAT (Movimiento por el Agua y los Territorios), etc. Además, apoyaron a Boric exponentes destacadxs de los movimentos de los pueblos originarios, como la constituyente y Machi mapuche Francisca Linconao, y la mayoría de las siglas sindicales, entre ellas la Confederación de Trabajadores del Cobre, que se ha distinguido por la radicalidad de sus propias luchas en defensa del precariado en la minería del cobre. Como durante las movilizaciones por la Nueva Constitución, se dio entonces una confluencia de trayectorias en torno a los ámbitos del trabajo y de la precariedad, del feminismo y las disidencias sexuales, del ecologismo y la defensa de los territorios, del antirracismo y la decolonialidad.

 

El apoyo a Boric, en suma, llegó de una diversidad de perspectivas pero también desde diferentes grados de pertenencia o autonomía respecto a la coalición electoral Apruebo Dignidad, formada por el Frente Amplio y el Partido Comunista chileno. El Frente Amplio emergió de una trayectoria de institucionalización de diversas corrientes de aquel movimiento estudiantil que alcanzó su clímax en 2011. Vale pena notar que Convergencia Social, uno de los partidos componentes del FA y partido de Boric, nació de la fusión entre el Movimiento Autonomista (escisión de la Izquierda Autónoma, también ella confluida después en el FA), la Izquierda Libertaria y otros grupos. El reclamo a la “autonomía” tiene un significado distinto al ámbito italiano y europeo: se trata de tendencias radicales no leninistas, ideológicamente flexibles y abiertas a incorporar las instancias de diversos movimientos de base.

 

Al mismo tiempo, esta trayectoria de institucionalización –que precisamente ha llevado a un “autónomo” al vértice del Estado-, ha provocado que otros movimientos, viejos y nuevos, reemplacen en el espacio dejado en las calles desde el movimiento estudiantil de 10 años atrás, moviéndose en autonomía también respecto a los “autónomos” (N del T: en realidad, esta “autonomía” nunca tuvo mucho más significado teórico-práctico que marcar una independencia frente a la Concertación y el sistema político neoliberalizado de la “Transición”, lejos de las profundidades de la autonomía y preeminencia del trabajo vivo, con respecto a la operatoria del capital y su Estado, postuladas desde los trabajos autonomistas pioneros de Panzieri, Tronti y Negri).

 

La campaña para el balotaje, guiada también por la figura carismática de Izkia Siches, vio así la participación de decenas de organizaciones y miles de personas entre militantes de AD y activistas de los movimientos, con puertas a puertas en los rincones más remotos del país, actos y manifestaciones de masa, muralismo y mítines, performances artísticas y conciertos que implicaron a nuevas voces como la cantante feminista Mariel Mariel –emergida como un rostro del “estallido” de 2019- y clásicos como el grupo Illapu –simbolo de la época de la Unidad Popular de Allende y de la resistencia a la dictadura-. Ha sido innegable un compromiso emotivo real y difuso.

 

Por otro lado, hubo una fuerte dosis de realpolitik, por la cual Boric recalibró su mensaje para asegurar el apoyo del viejo centoizquierda y el voto moderado. Es de notar cómo la cuestión de las vacunas y del pase sanitario (que en Chile sin embargo no es obligatorio para trabajar), no fue un tema ni de movilizaciones ni de debate electoral (N del T: en Chile, como en otros países de América Latina, hay una importante tradición salubrista en torno a las vacunaciones; por otra parte, para el pueblo en rebelión y para los movimientos, también los del ámbitos de la salud popular, ha estado clara la necesidad de vacunarse y portar mascarilla para evitar la extendida muerte pandémica, usada por el piñerismo contra la rebelión, muy superior entre la clase obrera y el precariado como en todos lados).

 

Un punto saliente fue el deceso de Lucía Hiriart, viuda de Pinochet y símbolo de la dictadura a causa de su compromiso en los crímenes del marido. Una muerte acontecida entre escenas de júbilo justo el día de clausura de la campaña electoral, el 16 de diciembre. Yo estaba en Valparaíso, donde tuve ocasión de conmoverme escuchando a los Inti Illimani cantar “El pueblo unido jamás será vencido” cincuenta años después, junto a un público en el cual muchxs eran más jóvenes que uno. El día después, los muros de la ciudad estaban cubiertos de rayados “Se murió la vieja”, en cursiva o en stencil. Una forma quizás poco delicada de protestar contra la impunidad de lxs viejxs criminales.

 

En los dos días entre la clausura de la campaña y el voto hubo una calma preñada de tensión. Se temía sobre todo que la costosa campaña de la coalición de Kast – en la cual no faltaron las típicas tácticas de la extrema derecha contemporánea, como la inundación de las redes sociales con fake news, perfiles falsos y troleo robotizado- hubiese hecho brecha también entre quien no se reconoce ideológicamente de derecha. En cambio, se vio después que el norte minero, cuna del movimiento obrero chileno, tradicionalmente de izquierda pero que había votado al “apolítico” Franco Parisi en primera vuelta; rechazó netamente la posibilidad de un giro pinochetista. En la región de Antofagasta, donde Parisi había ganado en el primer turno el 21 de noviembre, Boric venció con el 60%.

 

En la mañana del domingo electoral, muchas personas –sobretodo en los barrios populares de Santiago, bastiones de Apruebo Dignidad y los movimientos-, tuvieron dificultades para votar a causa de un boicot al transporte público por parte de las empresas y la derecha. La discriminación de clase que esta falta de transporte público comportaba fue duramente criticada. Sin embargo, en poquísimo tiempo grupos de voluntarios se organizaron para transportar a los electores a los lugares de votación, y a media tarde la situación fue componiéndose. Yo tomé un auto prestado y fui con un amigo a recoger votantes en los barrios periféricos de Puente Alto. Pero será porque el auto parecía un carro fúnebre o por nuestros bellos rostros, casi nadie quiso valerse de nuestros servicios. Al final sólo llevamos a votar a una anciana, por lo demás le dimos un aventón a dos peruanos que no tenía derecho al voto, y acompañamos a dos señores a hacer una compra al supermercado.

 

Desde las proclamaciones de los primeros resultados, necesitamos poco más de media hora para comprender que Kast no tenía chance. Todavía habían nazi-bots que clamaban por un fraude electoral, o denostaban por “Chilezuela” en el ciberespacio. Sin embargo, de frente al resultado aplastante y su pronta convalidación por las autoridades electorales, el ciberespacio de la altright chilena se asemejó mucho –al menos por ahora, a la nada cósmica. Kast mismo admitió rápidamente la derrota.

 

Lo que vi después es difícil de describir, también porque sería impreciso sostener que permanecí sobrio durante los festejos. Ya desde las 19 la gente comenzó a moverse hacia la Alameda, la gran arteria de Santiago, teatro de las más importantes manifestaciones de la historia del país ya de antes de la Unidad Popular, todavía tapizada de murales del “estallido”. Quien andaba en auto sonaba el claxon, quien caminaba ondeaba las banderas, en el Metro se cantaba a Los Prisioneros y los techos de las paradas de bus estaban colmados de manifestantes. Entre fuegos artificiales e intervenciones de artistas del calibre de Ana Tijoux, los símbolos exhibidos en la Alameda y Plaza Dignidad reflejaban ya sea la interseccionalidad de los movimientos contemporáneos como la profundidad histórica de las luchas sociales chilenas.

 

Las banderas mapuche y aimara se acompañaban de las antifa o las de la hoz y el martillo, las fotos de Allende con los colores del orgullo gay, los pañuelos feministas con la camiseta de los Iron Maiden, que en Chile están por todos lados, no sabría decir por qué. Una categoría aparte compete a la contracultura del estallido mismo, toda una iconografía que se ha consolidado con la revuelta del 2019: la bandera chilena en negro (en luto por lxs caídxs y las víctimas de trauma ocular), el perro de la rebelión Negro Matapacos, las fotos de lxs secundarixs saltando los torniquetes del metro, los rostros de Gustavo Gatica y Fabiola Campillay, que perdieron la vista a causa de la represión.

 

Estaba ahí cuando el discurso de Boric, pero no escuché nada. Era demasiada gente quienes estábamos muy lejos. Pero puedo testimoniar que el slogan más cantado no era “Se siente, se siente, Boric Presidente!”, sino “Liberar, liberar a los presos por luchar!”. Mientras lo escuchaba, el Presidente electo subrayaba la propia adhesión a una idea plurinacional del país que incluya a los pueblos originarios y sus lenguas, la ética feminista de los cuidados, a la herencia del “estallido”, al proceso constituyente, a la lucha contra las desigualdades y la crisis climática, añadiendo que las “zonas de sacrificio” ambiental deben terminar y que el controvertido proyecto Dominga será bloqueado. Por la otra parte, declaró querer ser “el presidente de todos las chilenas y chilenos” y de priorizar un enfoque gradual y por “acuerdos amplios” de las transformaciones. Tarde en la noche vi sobre el muro de una calle lateral, a cuyo olor a establo confieso haber contribuido, la pintada “Allende vive” firmada con una A circulada. En aquel punto, me convencí de poder ir a dormir confuso pero contento.

 

En cuanto a los años por venir, no alimento grandes ilusiones. De cualquier manera, la impresión que me hice es que tampoco los movimientos organizados esperan que la salvación venga del vértice del estado. El péndulo mesiánico entre espera de un deus ex machina gubernamental y desilusión al estilo “son todos traidores” se está agotando, o quizás es simplemente cuanto espera uno. Después de 20 años de gobiernos de izquierda (más y menos radicales) en América Latina, nos hemos hecho una idea de aquello que no puede hacer un estado capitalista –capitalista porque es siempre y de cualquier manera dependiente de la acumulación del valor para la propia existencia-, guiado por coaliciones “progresistas” con el apoyo crítico de los movimientos de base. Puede reforzar el welfare, redistribuir la riqueza de un modo un poco más igualitario, reforzar los derechos sindicales, legalizar el aborto y abolir otras discriminaciones de género a nivel legal, bloquear las grandes obras más devastadoras, etc. Todas cosas por las que vale la pena luchar. No puede por el contrario constituir una alterativa sistémica al capitalismo, al patriarcado, a la colonialidad y al extractivismo.

 

Vale la pena salir del estéril impasse entre puritanismo abstencionista y fidelismo electoralista. Entre ambas posiciones, en mi modesto parecer, se esconden además de un dogmatismo, quizás tranquilizador, las posibilidades de un análisis contextualizado del rol de los movimientos autónomos y de los partidos electorales en una determinada coyuntura espacio temporal. En el caso del gobierno de Boric, que entrará en funciones en marzo, están los obstáculos añadidos de un parlamento sin mayoría y de un bloque de poder socioeconómico de derecha, cementado desde la dictadura, que no tendrá muchos escrúpulos en desestabilizar un gobierno que vaya en serio en cuanto a los cambios estructurales prometidos por Apruebo Dignidad. En esto, tendrá un rol crucial la correlación de fuerzas que sepan construir las luchas de los movimientos de base, tanto en el plano de los territorios como de los puestos de trabajo.

 

*Lorenzo Feltrin es activista, filósofo, PhD in Politics and International Studies e investigador en líneas como trabajo, movimientos sociales y ecología política en la Universidad de Birmingham.

21 / 12 / 2021

Traducción: Diego Ortolani

https://www.globalproject.info/it/mondi/la-vittoria-di-boric-in-cile-una-convergenza-di-diversita-dentro-e-oltre-lo-stato/23798

 

 

 

 

Y Paula no pudo más // Cosecha Roja

A Paula una amiga de la infancia le insistió mucho para que fuera a su cumpleaños. Incluso el día de la fiesta la fue a buscar a su casa tres veces. 

A Paula un varón le dio algo de tomar que la mareó, le hizo perder las fuerzas y el control de su cuerpo. No podía mover los brazos y las piernas.

A Paula un grupo de varones la sacó de la fiesta de su amiga, la subió a una traffic y la llevó a la casa de uno de ellos.

A Paula la violaron por lo menos entre ocho. La filmaron. Después la volvieron a subir a la traffic y la dejaron en la esquina de su casa. 

Paula no recordaba la violación. Agarró sus cosas y se fue a trabajar. No podía caminar bien y estaba confundida. Cuando llegaba a la parada del colectivo pasó por una casa que le resultó conocida. Era el lugar donde la habían violado. A seis cuadras de su casa.

A Paula la violaron ocho varones: ella logró reconocer a cinco que en el momento de la violación tenían entre 29 y 40 años y vivían en el mismo barrio que ella. Algunos la conocían desde chiquita. Cuatro de ellos están presos y uno prófugo. El juicio por abuso sexual será en marzo de 2022.

A Paula le tomaron la denuncia pero en el informe no pusieron que estaba drogada, como ella explicó, sino “alcoholizada”. Le hicieron repetir una, dos, diez veces lo que pudo reconstruir de esa noche. 

Para las pericias, a Paula la revisó un hombre, a pesar de que ella había pedido que fuera una mujer. La maltrató y no la hisopó. 

Paula se cruzó con cinco de sus abusadores en el mismo momento en que estaba haciendo la denuncia en la comisaría. Nunca entendió qué hacían ahí. Después supo que uno de ellos pertenecía a la Guardia Municipal de Florencio Varela.

Aún con parte de los abusadores presos, Paula tuvo que soportar el hostigamiento y las amenazas de muerte de familiares de ellos. Los denunció 30 veces. Algunos tienen perimetrales, pero no las cumplen.

Paula se expuso una y cien veces en los medios de comunicación para contar su historia. Algunos móviles tuvieron que ser levantados del aire porque se acercaban a insultarla familiares de sus abusadores.

Al abuelo y al tío de Paula también los amenazaron.

Un año después de la violación, Paula contó que todos los días a las 5 de la mañana se juntaban varios familiares de los abusadores para gritarle y amenazarla.

En estos cinco años, Paula intentó suicidarse varias veces. Estuvo internada en el Melchor Romero. Este domingo su tío la encontró muerta. Todo indica que fue un suicidio. 

Paula tenía 23 años. La noche que la violaron, el 10 de diciembre de 2016, tenía 18.

Paula y su familia denunciaron, se expusieron, pidieron ayuda. No la escucharon.

Y Paula no pudo más. 

Cosecha Roja

El escritor que anhela // Luchino Sívori

Se anhela poder escribir como se canta en un momento cualquiera, cuando nadie nos mira; el esfuerzo que hacemos para arribar a la nota es gratuito, despreocupado, movido más por el deseo de provocarnos un goce propio que no para ser escuchados ajustadamente. 

   Si la mirada del lector que somos funcionara de igual manera que la del auditorio imaginario que nos rodea cuando cantamos, ¿a dónde irían nuestras palabras, qué lugar nos descubrirían de nosotros mismos?

   La escritura es una forma de lectura: la nuestra propia. Leemos como sentimos una canción, infantilmente, cerrados, alegres… se puede bailar con la mirada una rima, tanto como escuchar la musicalidad de un párrafo cuando leemos en voz alta. 

   Ahora, por ejemplo, se hicieron dos pausas: con ésta, una tercera. El número tres -de los silencios- se corresponde con los términos “ahora”, “dos” y “ésta”, que son sonoros. Son sonoros porque resuenan en nuestra mente mientras los leemos, y desde allí por las vibraciones que hacen temblar sutilmente a nuestro cuerpo. Algunos escritores llaman a esto conmoción

   Pocas cosas logran conmovernos. Dicen que el abrazo con un ser querido luego de un tiempo distanciados puede acercársele. Hay una diferencia: en el abrazo el encuentro es con el otro; en la lectura, en la música, el abrazo es sostenido y cambia, o más bien, es múltiple. Se alarga y se abraza a muchos otros, y nosotros pasamos a ser otros con ellos. De allí lo de “transformarse” o “volar con la imaginación a otra parte” del cliché tan mentado de los manuales de escuela.  

   Muchos escritores comentan que de jóvenes, cuando querían aprender a escribir, les recomendaban en los talleres de escritura precisamente provocar esta “transformación” del lector. Algunos lo llamaban “des-automatización”, o distanciamiento. Se les busca, sí, y es a través de recursos del lenguaje literario que nos no dicen -pero que están allí en el texto- cómo se provocan. Uno de ellos es la sinestesia, muy utilizada en las canciones románticas y en los artículos de crítica de arte: “La piel que mira, a través de sus poros, cómo se despedaza su tejido lleno de palabras acalladas por las cicatrices del tiempo”. Pero “transformarse”, o “volar con la imaginación…” tienen algo de asincrónico, o mejor dicho, de salto imposible de capturar en un gesto automático como una técnica; un hiato difícilmente puenteable entre la palabra que se pronuncia y su resonancia en nuestro cuerpo. 

   Creo personalmente que los talleres de escritura -conservatorios de la palabra escrita- pretendieron siempre algo inevitable: las ondulaciones de las letras, negro sobre blanco, se adjuntan unas con otras de manera tal que, como bailarinas, son imposibles de capturar en una imagen si lo que se pretende es acompañarlas con nuestra mirada, unírseles mientras están en movimiento y danzar con ellas. 

Como un abrazo: no se puede cerrar.



Chile, entre el miedo y la esperanza // Diego Ortolani Delfino*

(Una primera versión de este artículo, ahora levemente ampliado, fue escrita para el medio digital On Cuba. De ahí que tenga algunas líneas que para Chile son obvias)

 

“Hoy día en Chile la esperanza le ganó al miedo”, dijo en la noche del domingo 19D Gabriel Boric en su primer discurso como Presidente electo, ante una gigantesca multitud de unas 500 mil personas que colmaba la Alameda, desde el escenario montado para la ocasión hasta la Plaza Dignidad, así rebautizada por el pueblo desde la rebelión de Octubre de 2019, a unas 10 cuadras de allí. Atrás quedaba, signado también por el miedo, casi 1 mes de campaña para el balotaje contra el ultraderechista José Antonio Kast, una figura política definida por la reivindicación del pinochetismo, el ultraneoliberalismo, la xenofobia, el patriarcado y la homofobia: el Bolsonaro chileno.

Hijo de un militar nazi, Kast había aglutinado tras su candidatura para segunda vuelta a todas las derechas, desde la más reaccionaria hasta las  autodenominadas “moderna”, liberal o “social”, que no trepidaron, habiendo perdido a su candidato en primera vuelta, en caer en sus brazos prácticamente sin condiciones, ante la amenaza “del comunismo” que según él representaba Boric. Kast había hecho campaña, desde siempre, agitando ese espantajo y todos aquellos atavismos reaccionarios, además de agitar la bandera de “la libertad”, nombre que le dan al anarcocapitalismo fundamentalista de mercado que preconizan estas nuevas ultraderechas, en nuestra era de crisis permanente y desquiciada de la acumulación del capital.

Para esta contienda final, como era lógico, trató de transmitir la típica “moderación” y corrimiento al “centro” de los balotajes de las democracias neoliberales occidentales (y en general, de todo su sistema político en cualquier momento de sus rituales cada vez más vacíos, hasta la irrupción ahora de estas novedades).

Pero su inocultable linaje neofascista y el encolumnamiento tras su figura de toda la derecha y los  poderes fácticos (gran capital y medios corporativos hegemónicos ante todo), hacían temer 4 años de un Gobierno todavía peor, en continuidad insufrible con este saliente de Sebastián Piñera, saqueador serial y criminal consagrado. Este temor se reforzaba por el apoyo para el balotaje del tránsfuga Franco Parisi y su novísimo Partido de la Gente, un amorfo pastiche de “antipolítica” y softneoliberalismo, quienes habían llegado terceros en la primera vuelta de estas elecciones. En fin, las posibilidades de un triunfo de Kast eran muy reales, habiendo quedado incluso encima de Boric en el primer turno, aunque por un estrecho márgen.

De manera que, si bien el holgado triunfo de Boric por 12 puntos de diferencia provocó un estallido de alegría y una extraordinaria fiesta popular, ha sido también un gran suspiro de alivio y un exorcismo al miedo, que marcó tanto como la esperanza la campaña para el balotaje. Se puede decir que hemos vivido una dialéctica abierta entre ambos sentimientos, y no habría, creo, manera más certera de describir el tono emotivo y afectivo de este mes inolvidable.

 

La campaña y las tensiones

De hecho, en parte solo así, por el temor a un gobierno ultraneoliberal y neofascista, se explica la enorme movilización que durante la campaña del balotaje desplegaron grandes sectores de lo que hemos denominado provisionalmente por aquí octubrismo, es decir, del sujeto popular complejo y ambivalente que protagoniza la rebelión contra el neoliberalismo abierta en Octubre de 2019, y compone la multiplicidad de su “movimiento de movimientos”.

El despliegue entonces, por barrios y poblaciones (además claro está de los militantes de los partidos de Apruebo Dignidad, la coalición de Boric), del feminismo popular, de tantos colectivos y asambleas reunidos en comandos de campaña autoconvocados (que dejamos las suelas en las calles o las pupilas en la extraordinaria guerrilla memético-comunicativa que se desplegó incesante en las redes sociales, como en los mejores días del “estallido”), de los sindicatos de base y coordinadoras mineras, los movimientos ecologistas, las diversas izquierdas y resistencias radicales, lxs artistas del pueblo, lxs anarcxs y antifas (miles de lxs cuales acudieron a votar por primera vez en su vida habiendo sido históricamente abstencionistas radicales).

En fin, de toda esa compleja amalgama de luchas que en realidad hemos tenido una relación muy tensa y crítica con el Frente Amplio (e incluso con el Partido Comunista, el otro socio de AD), y particularmente con la figura de Boric. Para muchísima gente, para una miríada de movimientos, colectivos y comunidades organizadas, la campaña fue más una movilización contra Kast que por Boric. Ese inmenso despliegue no necesitó órdenes de partido ni comunicación central: como en aquellos días de fines de 2019 y principios de 2020, sucedió de modo distribuido y descentralizado.

Sobre la fuerte tensión crítica, apuntemos rápidamente que, siendo el Partido Comunista una indiscutible fuerza política histórica de la izquierda chilena, y habiendo surgido el Frente Amplio del largo ciclo de luchas contraneoliberales abierto a mediados de los 2000 (con la gran estación del 2011-2012, en la cual saltaron a la palestra Boric y otros dirigentes estudiantiles), su desempeño en el sistema político-institucional ha estado lejos de la radicalidad y los “estilos” de muchas de las incesantes luchas y movimientos, y se ha verificado, por parte de estos partidos, una ausencia del duro trabajo de base, del día a día de la resistencia y la creación “por abajo”, tomándolas más como reservorio de votos que otra cosa, en una suerte de extractivismo electoralista.

Para los nuevos movimientos que han protagonizado este largo ciclo de luchas, el PC (junto a su burocratismo) quedó marcado por su participación hasta el final en el decepcionante Gobierno Bachelet 2, que pretendió ser una transición a otra cosa y al final no fue más que una continuidad ya agónica de la inefable “Transición a la Democracia”, o gestión “progresista” del neoliberalismo instalado por la dictadura pinochetista durante los famosos 30 Años, “que no eran 30 pesos”. Por su parte el Frente Amplio (además del muy tibio parlamentarismo actuado durante los ya tremendos 2 años iniciales de Piñera 2, hasta 2019), participó activamente en el “Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución” de noviembre de 2019, componenda entre todos los principales y deslegitimados partidos políticos con representación parlamentaria, constituyéndose en su legitimación “por izquierda”.

Por más que desde el Frente Amplio (y desde los sectores de la ex Concertación que conforman junto a él una cierta hegemonía centroizquierdista en la Convención Constitucional derivada del Acuerdo), se insista una y otra vez en que fue éste el que permitió abrir el proceso constituyente, o más bien encauzar la rebelión por “vías institucionales democráticas” evitando “la violencia”, desde el octubrismo se leyó y se lee como una maniobra que impidió la eventual caída del criminal Gobierno Piñera, que le había declarado la guerra al pueblo en rebelión (“Renuncia Piñera” era una consigna clave de las gigantescas movilizaciones por aquellos días); que contribuyó a obturar la posibilidad de una Asamblea Constituyente más profunda y radical, definida y protagonizada por los pueblos en lucha y no por la “clase política” -más acá de la representación política y a favor de formas vinculantes y participativas de democracia-; y en fin, contribuyó a bloquear  el despliegue de un horizonte más profundamente transformador en aquel momento extraordinario

Además, fue uno de los hitos que le permitió sobrevivir al Gobierno Piñera y quedar a cargo de la gestión de la pandemia que sobrevino,  gestión que éste usó (con una muy tibia oposición parlamentaria), para volverla contra la rebelión y reforzar la represión y el ataque a las condiciones de vida popular. Si bien la vacunación comparativamente temprana y masiva fue un logro, llegamos a casi 50 mil muertes, decenas de miles evitables y la gran mayoría de la clase obrera y el precariado (muerte pandémica que también ha desperdigado miedo y retraimiento por todo el cuerpo social).

La foto de toda esa clase política anunciando aquella componenda, con la participación estelar de Boric, abrió una honda brecha político-simbólica que no se ha cerrado, pese a la conjunción en esta campaña para el balotaje. De hecho, esa brecha explica en gran medida la pobre performance de Boric en la primera vuelta; y como insinuábamos, la puesta entre paréntesis de esa distancia para el balotaje explica, en una medida no absoluta pero si fundamental, la victoria contra Kast.

 

El reverso

El miedo estaba presente también por la otra cara de la medalla, dado que no de otra cosa se nutrió la campaña de Kast y la derecha, así como no de otra cosa se nutre el neoliberalismo día a día extrayendo del mismo la sustancia de su gobernanza sobre la vida social. Los tópicos de la campaña de Kast (que son los mismos de esta hidra de mil cabezas en todas las latitudes), el miedo al “comunismo” (en tanto nombre que le dan no ya a toda economía política del bien común colectivo, sino a cualquier política económica mínimamente redistributiva); a la inmigración, que encima es provocada desde países hermanos por el propio neoliberalismo imperial-oligárquico, con sus guerras sociales y sus guerras híbridas; el miedo a “la violencia” de las luchas populares y del pueblo mapuche que igualan en su discurso, con la etiqueta de “terrorismo”, a la violencia delictual y narco (ese tremendo flagelo que azota sobre todo a los barrios populares, explicado él mismo por la desigualdad y la degradación que provoca el sistema); el miedo a la “pérdida de valores” y del “lugar de la familia” agitado contra el feminismo y las disidencias sexo-genéricas.

La suma de todos esos miedos que son el núcleo del discurso político de estos neofascismos neoliberales, descansa sobre y se nutre de la angustia existencial congénita que produce la cotidianidad de nuestro mundo neoliberal.

Precarización infinita de las condiciones de producción y reproducción de la vida (trabajo, derechos, horizontes, familias, afectos); lucha de todos contra todos en la competencia “meritocrática” entre individuxs atomizadxs; patriarcado machista y  resquebrajamiento de sus condiciones de posibilidad: por las luchas feministas y disidentes, cierto, pero también por la precariedad estructural del homo neoliberalis. Allí encontramos la razón fundamental, también, del sólido 44% que obtuvo Kast, que pende cual sombra ominosa sobre la esperanza reabierta.

 

Números

De todas maneras, los números son notables. No sólo por lo subrayado en estas horas transcurridas desde las elecciones: que Boric es el presidente más votado (y el más joven) de la historia, que obtuvo una diferencia de 12 puntos, suficiente como para arrancar su Gobierno con una alta legitimidad, que ganó pese a la maniobra de boicot al transporte público por parte de la derecha y las empresas del rubro, sabiendo que todo aumento de la participación electoral, sobre todo de los sectores populares, más dependientes del transporte público, nos favorecería.

“Son unos diablos, era la carta que tenían bajo la manga”, nos decían las mujeres y hombres del pueblo el domingo electoral a quienes hacíamos de “uber ciudadano”, autoconvocados masivamente a romper el boicot trasladando votantes.

Los datos son notables también porque ilustran la hipótesis que esgrimíamos desde los movimientos, sobre que no era tanto la moderación y el “corrimiento al centro” lo que podía garantizar fundamentalmente un triunfo contra Kast, sino sobre todo la movilización popular octubrista a votar. Esto porque, de todas formas, la gran mayoría de los votantes ex Concertacionistas moderados ya habían votado en primera vuelta, y tratándose de Kast, esa votación se trasladaría casi completamente a Boric, y porque entonces era del abstencionismo popular de donde se podía conseguir la mayor cantidad de votos nuevos para ganar.

Recuérdese aquí que Boric obtuvo pobres resultados en primera vuelta (el 25% del 47% del padrón que efectivamente votó, o sea, no más de un 12% real del padrón). También habían sido pobres los resultados en las parlamentarias de Apruebo Dignidad, menos del 10% del padrón real. En ese mapa, podiamos asumir que grandes masas populares forman parte de alguna manera del octubrismo o simpatizan con la rebelión abierta en Octubre. Algo difícil de demostrar en números, pero palpable en la gigantesca masividad con protagonismo popular de las movilizaciones de aquellos días a lo largo y ancho del país, ciudades y barrios, o en las enormes celebraciones del primer y segundo aniversario del “estallido” en Plaza Dignidad y otras plazas del país.

Y teniendo a la vista también que en primera vuelta el abstencionismo había sido altísimo en las comunas (municipios) populares -o sea, “el pueblo no había votado a Boric”-; que en el Plebiscito Constitucional de octubre del 2020 mientras más populares las comunas más rotundo había sido el triunfo del Apruebo al proceso constituyente; y que en las elecciones de constituyentes de mayo de 2021, la presencia de listas de convencionales octubristas (si bien en desigualdad de condiciones con los partidos deslegitimados), había generado una inteligente votación popular por ellas.

Efectivamente, la participación electoral aumentó notablemente tanto en total (de 47,3 a 55,6), como particularmente en las comunas populares, en las cuales triunfó ampliamente Boric en casi todas las regiones, y en muchas por cifras espectaculares, de 65 a 35 % y hasta de 70 a 30% o más. Según un estudio que circula, la suma de los votos plenamente nuevos que recibió Boric seria cerca de 800 mil, y tomando en cuenta que la diferencia de votos entre él y Kast fue de 971 mil votos, casi alcanzan para explicarla. Además, ya se habían producido trasvasijes de votos octubristas a Boric antes de este balotaje, y se calcula que habría recibido unos 720 mil de los casi 900 mil votos de Parisi en primera vuelta, entre los cuales se puede hipotetizar que muchos son contrarios al abuso neoliberal y por tanto simpatizantes ambivalentes de la revuelta (pue si no, hubieran votado a Kast).

Ese mismo estudio muestra que habría sido fundamental el apoyo masivo del voto femenino a Boric, pero precisamente, el despliegue en las campañas autoconvocadas de ese motor fundamental de la rebelión contra el neoliberalismo que es el feminismo popular,  fue extraordinario y se palpaba en la calle el día de la votación; sin desmerecer el importante papel de figuras femeninas de la campaña de Apruebo Dignidad como su Jefa Izkia Siches, nominada en pleno balotaje en una audaz movida, o las diputadas comunistas (y ex líderes estudiantiles como Boric) Camila Vallejo y Karol Cariola, entre otras. Incluso en este plano, no sólo con respecto al voto femenino, el llamado a votar por Boric o la participación en las campañas autoconvocadas de distintas figuras autónomas con respecto a  Apruebo Dignidad, como Natividad Llanquileo y otrxs convencionales constituyentes, Rodrigo Mundaca, Jorge Sharp, Fabiola Campillay, Gustavo Gatica o Victor Chanfreu, han tenido seguramente un gran poder movilizador.

Es indudable que los números muestran también un apoyo del votante “moderado”, incluido el ex concertacionista. Ya en primera vuelta se habló mucho de esto, pretendiéndose derivar de los porcentajes la clásica tesis de que la sociedad es moderada, “que quiere cambios pero en orden y sin violencia”, que aquello impone “grandes acuerdos” y que los cambios profundos no se pueden lograr sin la creación de “grandes mayorías”.

De partida, se “olvida” permanentemente (era impresionante como toda la analítica mediática, incluida la “progresista” confluía en esto) que todos los porcentajes de primera vuelta había que dividirlos por más de 2, dado el 53% de abstención. Así, por ejemplo, el terrible 28% de Kast se convierte en un 13 (y su 44% del balotaje en un 22). Luego, la emergencia del voto popular asegurando la victoria, como hemos visto, pone en fuerte tensión tal tesis.

Pero sobre todo, hay que pensar por un lado en qué reservas guarda la de todas maneras alta abstención del balotaje: probablemente hubo una abstención de centroderecha, probablemente haya también un fondo indiscernible de anomia en ella. Sin embargo, cuanto rechazo antisistema no queda aún allí.

Por otro lado, no hay que olvidar el hiato insalvable entre la lógica “representativa” de la democracia (neo)liberal y la lucha popular, la auto-organización de las multitudes y el horizonte de democracia participativa y radical que otean. Es cierto que hay que construir “grandes mayorías”, el tema es cuáles, cómo y para qué. Por lo pronto, el voto octubrista es más un mandato que un cheque en blanco. Y como la práctica es el criterio de la verdad, habría que ver qué sucede si hubiera más adelante una plataforma electoral octubrista.

 

Las tensiones de la esperanza

Así, la movilización octubrista ha sido crucial en el triunfo obtenido. Y retomando la tensión entre miedo y esperanza, es claro que su principal sostén es el gran despliegue popular descrito. Se habla mucho de que ahora, con Apruebo Dignidad en el Gobierno, se podrá respaldar y fortalecer el proceso constituyente y la redacción de una Nueva Constitución, que a su vez, en una virtuosa dinámica de retroalimentación positiva, genere condiciones más propicias para materializar las transformaciones por las que tanto se ha luchado. Sin embargo, esto es solo parcialmente cierto y va plagado de tensiones y contradicciones. Ya el proceso constituyente había quedado limado en su alcance transformador por el Acuerdo (cuestión que habíamos analizado en un texto anterior).

Es cierto que la impresionante inteligencia popular en las elecciones constituyentes de mayo 2021 había reabierto el juego, abriendo una brecha en esas constricciones. Sin embargo, de allá para acá, 6 meses después, esas condiciones venían variando negativamente (todo ha sido vertiginoso y cambiante desde Octubre de 2019). Anotemos: las instancias de articulación que habían logrado lxs constituyentes más vinculados a la rebelión se han debilitado; los mecanismos de participación popular vinculante en el proceso constituyente que se habían logrado imponer al Acuerdo (que no los contemplaba) no se han podido desplegar plenamente (si bien se han logrado algunos hitos), y menos en los territorios populares, donde el desconocimiento del proceso constituyente es grande.

Además, los altísimos 2/3 de quorum que el Acuerdo le estableció a la Convención Constitucional (CC) para la aprobación de las normas constitucionales fueron ratificados, y esperan como barrera a las Iniciativas Populares Constitucionales que afanosamente hemos logrado redactar;  casi se ha perdido la posibilidad que parecíamos haber logrado de aprobar estas Iniciativas Populares (al menos algunas de ellas), si la CC las rechazaba con sus 2/3, en un Plebiscito Dirimente intermedio donde se manifestara la voluntad popular.

Por último, los tiempos de la Convención son tremendamente acotados si de fomentar el conocimiento y la participación ciudadana se trata (otra gracia del Acuerdo). En cuanto a estas constricciones, la hegemonía que ha sabido construir en la CC el Frente Amplio junto a la ex Concertación e independientes afines ha sido clave.

 

Nuevos posibles

A pesar de todo ello, es posible qué, así como se reabrió el juego en mayo, se pueda reabrir ahora, gracias a esta virtuosa conjunción ante el peligro ultraderechista entre despliegue octubrista, campaña de Apruebo Dignidad y triunfo de Boric. Por eso decimos que ese despliegue es el motor fundamental de la esperanza, la cualifica como esperanza activa, y es el antídoto más efectivo al miedo que se ha vivido. También la pandemia, reforzada por su gestión neoliberal, generó profunda angustia y miedo, con su secuela de  enfermedad, muerte, aislamiento forzoso y una extendida segunda pandemia de patologías psico-mentales derivadas. Es conmovedor que en un contexto tan extremo hayamos podido lograr este triunfo. La “segunda pandemia” golpea con espacial saña a lxs adolescentes y jóvenes, protagonistas fundamentales de la rebelión. Su masiva reaparición en las campañas y en las celebraciones del triunfo el domingo es otro fortísimo estímulo, y en este sentido está claro que toda política por venir debe ser también una terapéutica.

Boric y sus equipos han dado rápidamente muestras, en el discurso de celebración del domingo y en las declaraciones posteriores que van emitiendo, de estar abiertos a la interpelación popular, a un diálogo y un trabajo conjunto con el “movimiento de movimientos” octubrista, e incluso el Presidente electo reconoció con nobleza en su discurso la contribución fundamental de las campañas autoconvocadas al triunfo. Desde los movimientos, de cualquier manera, se habla ya de nociones como “colaboración táctica y autonomía estratégica”, queriendo significar que todo está por verse, en una dialéctica abierta donde el fulcro está en el abajo en movimiento como sostén y motor de la radicalidad.

 

Acechanzas

Sin dudas, hay constricciones inevitables y no todas las transformaciones soñadas y necesarias se podrían dar de la noche a la mañana. A la vez, estamos hablando de la recuperación de derechos sociales básicos conculcados por el neoliberalismo, de la pobreza y la miseria (incrementadas dramáticamente por la crisis pandémica), de la extrema e insoportable precariedad de la producción y reproducción de la vida popular, de la dignificación de la vida de la clase obrera y las clases medias, también precarizadas a su nivel. Boric lo reconoció en su discurso: “las causas profundas del estallido siguen ahí presentes, lo sabemos”.

Igualmente, también están ahí la tendencia a la “moderación”, las alusiones a una indefinida gradualidad, los coqueteos con conspicuas figuras de los 30 años. Y como en toda Nuestra América cada vez que un proceso popular se despliega y una coalición o partido que adversa al neoliberalismo (sea más o menos radical y más o menos fiel a los movimientos de base que abren trocha), llega al gobierno, estarán ahí la guerra que vendrá de parte de la derecha, del gran capital y sus dispositivos de poder, el asedio de la alianza imperial-oligárquica.

Por lo pronto, hay ya una intensa fuga de capitales, preanunciando el asedio de la economía política del gran capital, y cuestiones tan centrales como la eliminación del sistema privatizado de pensiones jubilatorias de las AFP, para poder entregar pensiones dignas (una reivindicación fundamental de la sociedad refrendada por Boric en su discurso), chocarán con el hecho de que las AFP constituyen pilares del modelo y un mercado de capitales baratos para las corporaciones. La batalla será muy dura y cada flaqueo será un derecho no conquistado.

En Chile hay experiencia de sobra en cuanto a la capacidad de cooptación del sistema sobre las coaliciones “progresistas”, y de estas sobre los movimientos populares. Esa es la historia de los 30 años de “Transición”. Asimismo, podemos ver desde aquí, con renovada luz, las experiencias de sucesos tan disímiles como la reabsorción de una rebelión popular contra el neoliberalismo tan formidable como la abierta en diciembre del 2001 en Argentina, ante su relativa incapacidad de auto-constitución política; la frustración de energías tan intensas como las invertidas por los movimientos sociales en la campaña para el primer gobierno de Obama; o la impotencia de la coalición PSOE-Unidas Podemos en España (tan similar a la que parece irse conformando aquí) ante las imposiciones del neoliberalismo europeo. Pero también tenemos a la vista experiencias como las de Bolivia, donde pese a todas las tensiones y contradicciones entre movimientos y gobiernos, ambos han encontrado maneras de resistir incluso un golpe de Estado y no perder la deriva transformadora.

De manera que hay cierta convicción sobre que será necesaria una máxima flexibilidad, paciencia, capacidad de escucha mutua y diálogo, más política y menos ideología, para mantener abierta la posibilidad de una dinámica virtuosa entre “movimiento de movimientos” y gobierno, en la medida que éste muestre voluntad de persistir en los cambios profundos (con todas las dificultades del caso). Y a la vez, de no abandonar la senda de la creación de contrapoderes (o como se dice acá, poderes populares de base) y de la auto-constitución política del octubrismo, probablemente también en el plano político-electoral.

Todo esto se pondrá rápidamente a prueba, de seguro, en cuestiones como la necesidad de aquella conjunción entre movimientos, proceso constituyente y gobierno para generar las mejores condiciones posibles para un piso de transformaciones impostergables, o la resistencia (ojalá) común a la reacción por venir, que muy probablemente llegará en breve, habida cuenta de la posición favorable de la derecha en el Parlamento, de los formidables dispositivos de poder materiales y simbólicos a disposición de los poderes fácticos del capital, y del ojo de Sauron imperial que todo lo ve.

Con respecto a esto último, también habrá que ver la decantación fina y concreta de la política exterior del nuevo Gobierno, pero sin dudas se descolgará un integrante más del infame Grupo de Lima, y habrá una más favorable disposición chilena a la integración soberana con América Latina y con las corrientes anti neoliberales que surquen la política internacional. Será otro frente en el que acompañar lo positivo y empujar por ampliarlo.

Empuje, virtud que una y otra vez ha mostrado la lucha popular desde la gran rebelión contra el neoliberalismo abierta en Octubre. Voluntad de persistencia para no cerrarse, de prolongarse “por abajo” y “por arriba”, pese a los fortísimos peligros y obstáculos que enfrenta. Capacidad de pensar y sentir. Son el corazón de un “principio esperanza”, de un laboratorio político activo, que, pese a todo y hasta aquí, no ceja frente al miedo, buscando en el horizonte una economía política del bien común, una transición social ecofeminista, una plurinacionalidad anticolonial y una práctica de la democracia absoluta.

 

Diego Ortolani Delfino: biólogo, investigador y activista junto a movimientos sociales chilenos, participa del movimiento de asambleas territoriales.

Lo espontáneo y sus soportes // Diego Sztulwark

 A Sebas Touza.

 

  1. Miseria del aniversario. Nada en la idea de aniversario y en la del tiempo cíclico que ella supone sugiere realmente una operación crítica del balance. Ni siquiera el aniversario en números redondos. Hay una miseria en el recuerdo, en la mirada que vuelve sobre el pasado con aires compasivos -tiempos de crisis y de estallidos, tiempos pre-políticos-, desdeñando el hecho de que aquello que se pretende recordar, cuando se habla del 2001, viene negado por el uso mismo de una memoria que no acierta, que equivoca los términos de su propia operación. Porque recordar no es proyectar hacia atrás, sino volver a pasar, descubrir el tiempo en su forma de pasado como dimensión presente. En última instancia, conviene creer que el recuerdo no tiene que ver con el tiempo ido sino con conexiones actuales. Es decir, con la existencia de un tiempo simultáneo al actual, que no deja de pensarnos, en el cual la crisis y el estallido se sustraen de la pesada condena al desastre que nuestro presente inmediato le asigna, para recuperar su lucidez propia como instancias del límite y del rechazo al estado de cosas. Los balances políticos que se nos imponen son otros, y pasan más bien por el empobrecido destino de aquella voluntad política-electoral que podemos llamar “antimacrismo”, tan eficaz en las PASO del año 2019 como escuálida (en el incumplimiento de su programa mínimo consistente en garantizar salarios e ingresos de sectores mayoritarios de la población) en lo que suponemos como salida de la pandemia.

 

  1. Inversión de perspectivas. Más que un balance de la crisis hecha desde pretendidos tiempos de normalidad, quizás resulte más valioso el contacto con cierta lucidez habilitada por aquellos momentos de autoinvestigación que suponen las conmociones colectivas, para extraer de modo indirecto, por los juegos del contraste, insumos para comprender la situación. Vale la pena leer, para provocar esta inversión, lo escrito aquellos años, durante los meses calientes en los que actuar y pensar se equivalían, en particular algunos testimonios publicados en un libro salido en abril de 2002 -y que entró a imprenta por tanto en un país incendiado y en estado de asamblea- para encontrar allí enunciados que en su agitada inmediatez poseen, al contrario de lo que se podía suponer, un poder iluminador de larga duración sobre zonas inhabilitadas de nuestras reflexiones actuales. Me voy a detener en los brevísimos textos que León Rozitchner (“La ruptura de la cadena del terror”) y Horacio González (“Problemas y desafíos”) aportaron a ese libro. Son textos escritos durante el verano 2001/2002, arrancados al fragor de lo incierto, fragmentos de un pensamiento del acontecimiento, interno al acontecimiento mismo. Vuelvo sobre esos nombres, no en homenaje a maestros que ya no están, sino en tanto que designan modos de estar en el pensamiento con los que es indispensable seguir en contacto. Tomo, entonces, la palabra de Rozitchner y de González del libro 19 y 20, Apuntes para un nuevo protagonismo social, del Colectivo Situaciones.

 

  1. Acontecimiento. Con el paso del tiempo, Rozitchner tendió a leer el 2001 como un intento inmediatamente frustrado de formar un poder colectivo. En una entrevista hecha por el Colectivo Situaciones en 2009, Rozitchner decía: “cuando el pueblo no lucha, la filosofía no piensa”. Y un año después, recordaba en “Odisea 2001” -el capítulo 15 de la serie de videos León Rozitchner. Es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa (disponible en la web)- un episodio represivo ocurrido en un puente de la provincia de Corrientes. En su recuerdo, un periodista preguntaba a una mujer llorosa qué había pasado y ella respondía que le dolía la ausencia del pueblo. Pero durante el verano del 2002 Rozitchner pensaba por fin “con el 19 y 20 eso que nos mantenía separados se había roto” y se hacía visible una nueva emergencia de lo colectivo: “algo ha comenzado”, escribía. Un nuevo tiempo que se reconocía en la activación de “los poderes del propio cuerpo en la medida en que empezábamos a sentir que podíamos construir un cuerpo común más poderoso” y en “un poder de incidir sobre las fuerzas que sentíamos inexpugnables”. Por primera vez, creía Rozitchner, se producía “un corte que transforma la subjetividad sometida y comienza a reconocer su propio poder cuando está inserto en un colectivo unificado por los mismos objetivos”. Se trataba, entonces, de “ejercer una estrategia que nos lleve pacífica y democráticamente a multiplicar nuestra capacidad de resistencia, tras haber descubierto el poder de los grandes conglomerados colectivos ciudadanos”. Lo que visibilizaba el 19 y 20 era “un contrapoder extendido”, siempre en riesgo, porque toda producción de nueva subjetividad precisa de un colectivo que apueste más a desplegarse en la experiencia que a imaginar modelos teóricos o mitológicos. Y porque no hay que creer que el contrapoder está consolidado de una vez, hace falta tiempo y el tiempo implica -como se demostró catastróficamente unos pocos meses después, en la masacre de la Estación Avellaneda de junio de 2002- aplazar la represión. “El fenómeno de la creatividad social tiene una complejidad mayor que aquella que las fórmulas teóricas le asigna”, y las fuerzas políticas organizadas -decía- tienen que aprender, puesto que “es evidente que lo que sucedió el 19 y 20 no es un producto de la izquierda”.

 

  1. Fenomenología. Seguir con el lenguaje las mutaciones de lo real en tiempo real, es un poco el método del ensayo de Horacio González, muy en línea con la idea que narrar es contar los efectos que se siguen de los acontecimientos. Lo primero que ve el autor de Restos pampeanos la noche del 19 de diciembre del 2001 es la ausencia de “banderas políticas conocidas”. Por primera vez en mucho tiempo aparece lo popular sin una “cadena de menciones constituidas previamente” (sin expectativas en la Casa Rosada). Y no es por carencia de poder simbólico, como se podría creer, sino porque esa multitud “se compuso en esos días y en esa oportunidad”, siendo precisamente esa la diferencia entre pueblo y multitud: la multitud es pueblo en estado de substracción y autoconstitución. Más que la antigua e insatisfactoria querella de “lo espontáneo y lo determinado”, González percibe en esa substracción un estado de gracia, un tipo de poder popular que actúa extrayendo los temas de la izquierda y de las viejas movilizaciones populares de sus respectivos formatos para disponerlos en algo así como un “común pensante colectivo”, difícil para las militancias de izquierda, porque ese común se cuece en unas cacerolas en la que los piqueteros se alían con los ahorristas, en una mezcla inconveniente desde la perspectiva de una cierta teoría de la conciencia. Y de nuevo, lo que le interesa a González de aquella noche del 19 es precisamente lo que ocurre en la experiencia de la conciencia. Se trata de una experiencia callejera, cuantitativa, casi matemática del conflicto social. Una conciencia que se incrementa por metros, cuadra a cuadra: “fui a la vereda, estuve un rato y no sabía qué hacer, ya éramos varios. Fui a la esquina, ya éramos muchos más y fuimos a la plaza. Eran escalones o planos de conciencia medidos en metros de calle”, una “cadena casi sin origen”, pero ese “casi” no debe pasar desapercibido, porque en él se concentra la clave que articula precisamente lo espontáneo y lo determinado: una serie de desplazamientos de elementos de una cotidianidad microdoméstica que desbordan hacia lo público con sus propias leyes, comenzando por la cacerola y la apropiación de la noche, pasando por esos encuentros vecinales en cada esquina y los televisores encendidos que hablan a las paredes, en habitaciones deshabitadas. De ese encuentro entre micro-cotidianidad y plaza de mayo surge una conmoción mayor y un tipo de extrañamiento con repercusiones introspectivas: “esa noche uno se encontraba con conocidos que ya no eran conocidos, porque no se sabía cómo era que estaba uno allí, yo mismo no era enteramente conocido para mi mismo”. Ese estado de deliberación o de vacilación que impidió a González cantar la consigna “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”.

 

  1. Alineación. Si aún fuésemos sensibles a aquella fuerza gnoseológica, si pudiéramos conservar algo de su poder iluminador, veríamos con mayor claridad en nuestro presente aquello que hay de tensión creciente entre centro y extremo, norma y crisis, impugnación y límite (algo que las derechas extremas notan, como amenaza espectral, desde hace tiempo). Las condiciones son muy distintas a las de dos décadas atrás, es cierto. Porque si en 2001 el plan oficial de “déficit cero” devaluaba lazos sociales y arrojaba esa excedencia a la intemperie, 2021 desespera, en cambio, en su esfuerzo de contención y en la improbable promesa de integrarlo todo: el plan en el trabajo, el descontento en el voto, la economía en la legalidad, la pandemia en la primavera y la entera naturaleza en los mercados a futuro. De 2021 a 2001 no se llega haciendo comparaciones, sino alternando perspectivas visuales. Ahí donde 2021 es un dramático esfuerzo por alinear el tiempo en el gobierno, 2001 funciona como un lente para pensar el reverso de la trama.

 

  1. Que se vayan todos. Fuerza inédita, nuevo tiempo, noche formidable, subjetividades indóciles, ausencia de banderas, conciencia por metros: son todas marcaciones que -en Rozitchner y González- captan eso tan difícil de localizar que cierta filosofía llama “índices de desterritorialización”. Movimientos de la tierra -de los cuerpos- cuyas implicancias trabajan desde dentro las consignas, confiriéndoles una cierta significación que -por supuesto- se pierde y resignifica en sentido, incluso contrario, en contextos diferentes. En lugar de “reterritorializar” en instituciones de nuevo tipo -asambleas, fábricas recuperadas, clubes de trueque-, 2001 permaneció en estado de temblor continuo, sin apagarse del todo y al mismo tiempo, condición de posibilidad de la re institucionalización del sistema político. Aún como aquello que debe ser excluído -crisis, estallido, “antipolítica”- 2001 siguió funcionando todos estos años como real a incluir, integrar o contener, por no decir directamente como reverso mismo de lo político bipartidista de la sociedad empresa o de la comunidad organizada. 2001 persiste quizás como última instancia de lucidez ante el abismo, temor y temblor que anima un tiempo paralelo que no deja de pensarnos -como el pasado nos piensa-, y al pensarnos no deja tampoco demasiado espacio para eludir la respuesta acerca de la pregunta interpelante: ¿quiénes somos hoy?

 

 

Fuente: La Tecl@ Eñe, Cuaderno Número 3

 

¿De dónde viene la idea de que las mujeres chismosean? // Silvia Federici

 
Sobre el significado de “gossip” 

Rastrear el origen e historia de las palabras que se suelen emplear para definir y degradar a las mujeres es un paso necesario para poder entender cómo funciona y se reproduce la opresión de género. En este contexto, la historia de la palabra gossip es emblemática. Gracias a ella podemos entender dos siglos de ofensiva contra las mujeres en los albores de la Inglaterra moderna, momento en que un término que habitualmente se refería a una relación de amistad íntima entre mujeres pasó a referirse a una conversación vacua y difamatoria, es decir, a una conversación que tiene el potencial de sembrar discordias, lo opuesto a la solidaridad que implica y genera la amistad femenina. Atribuir un significado denigrante al término que designaba la amistad entre mujeres sirvió para destruir la sociabilidad femenina que había prevalecido en la Edad Media, cuando la mayor parte de las actividades que realizaban las mujeres eran de carácter colectivo y, al menos en las clases bajas, las mujeres formaban una comunidad estrechamente unida, que originó una fuerza de la que no se encuentra parangón en la era moderna.

Con frecuencia se encuentran huellas del uso de esta palabra en la literatura de la época. Derivada del inglés antiguo, de los términos God [dios] y sibb [pariente], gossip significaba originalmente “padrino” o “madrina”, aquella persona que tiene una relación espiritual con el niño que se va a bautizar. Sin embargo, con el tiempo el término se empezó a emplear con un significado más amplio. En los inicios de la Inglaterra moderna, gossip se refería a las acompañantes en el parto, más allá de la matrona. También pasó a designar a las amigas, pero no tenía connotaciones despectivas necesariamente.[2] En todo caso tenía una fuerte connotación emocional, que podemos reconocer cuando vemos la palabra en acción, señalando los lazos que unían a las mujeres en la sociedad premoderna de Inglaterra.

Encontramos un particular ejemplo de esta connotación en un misterio del ciclo de Chester, una dramatización religiosa inglesa, que sugiere que gossip era un término que indicaba un fuerte apego. Los misterios eran producidos por los integrantes de los gremios, quienes intentaban elevar su estatus social en la estructura de poder local mediante la creación y financiación de estas representaciones teatrales.[3] Se dedicaban de este modo a ensalzar las formas de comportamiento bien vistas socialmente, satirizando las que debían ser condenadas. Eran críticas con las mujeres fuertes e independientes y especialmente por la relación que tenían con sus maridos, porque según las acusaciones preferían a sus amigas antes que a aquellos. Como describe Thomas Wright en A History of Domestic Manners and Sentiments in England during the Middle Ages  (1862),[4] con frecuencia se las representaba llevando vidas separadas, muchas veces “reunidas con sus comadres en las tabernas para beber y divertirse”. De este modo, en uno de los misterios del ciclo de Chester, en el que Noé apremia a personas y animales para que suban al arca, su esposa aparece sentada en la taberna con sus comadres. Y cuando su marido la llama, ella se niega a irse, aunque esté subiendo el nivel del agua, “mientras no le permita llevarse a sus comadres con ella”.[5] Según cuenta Wright, estas eran las palabras que el autor del misterio (quien obviamente la desaprueba) pone en boca de ella:

Sí, señor, iza las velas,

avante y rema al grito del mal,

porque no cabe duda

de que no me iré de este pueblo,

que aquí tengo a mis gossips, que lo sepas,

no voy a mover un dedo.

¡Por San Juan que no se van a ahogar

y sus vidas voy a salvar!

¡Ellas me quieren bien, por Dios!

Así que déjalas subir a tu barco,

y si no rema ahora hacia donde quieras

y búscate una nueva esposa.[6]

En la representación, la escena concluye con un enfrentamiento físico en el que la esposa le pega al marido.

Según explica Wright, “la taberna era el punto de reunión de las mujeres de los estratos medios y bajos donde se reunían para beber y chusmear”. Añade que “las reuniones de comadres en las tabernas fueron el tema de muchas canciones populares de los siglos XV y XVI, tanto en Inglaterra como en Francia”.[7] Cita como ejemplo una canción, que posiblemente sea de mediados del siglo XV, en la que se describe uno de estos encuentros. Las mujeres “que se encuentran casualmente” deciden ir “donde tienen el mejor vino” y van de dos en dos para no llamar la atención y para que no las descubran sus maridos.[8] Una vez allí, elogian el vino y se quejan de su situación matrimonial. Luego se van a casa, cada una por una calle diferente, y “les dicen a sus maridos que estuvieron en la iglesia”.[9]

La representación de misterios y moralidades corresponde a un periodo de transición en el que las mujeres seguían teniendo un grado considerable de poder social, pero su posición social en las zonas urbanas se fue volviendo más inestable conforme los gremios (que patrocinaban la producción de esas obras teatrales) empezaban a excluirlas de sus filas y establecían límites, hasta ese momento inéditos, entre el hogar y el espacio público. Por eso no sorprende que en esas obras se representara a las mujeres como pendencieras, agresivas y dispuestas a enfrentar a sus maridos. Una muestra típica de esta tendencia era la representación de la “batalla por los pantalones” en la que la mujer aparece como un ama que azota a su marido, montada a horcajadas sobre su espalda, representando una inversión de papeles con la que se pretendía avergonzar a los hombres por permitir que sus mujeres estuviesen “encima”.[10]

Estas representaciones satíricas, expresión de un sentimiento misógino cada vez más extendido, fueron determinantes para la política de los gremios, que pretendían convertirse en un coto exclusivamente masculino. Pero la representación de la mujer como una figura fuerte y autónoma también capturaba la naturaleza de las relaciones de género de la época, ya que las mujeres no dependían de los hombres para sobrevivir, ni en las zonas rurales ni en las urbanas; tenían sus propias actividades y compartían buena parte de su vida y su trabajo con otras mujeres. Cooperaban entre sí en todos los aspectos de la vida: cosían, lavaban la ropa y daban a luz rodeadas de otras mujeres, mientras excluían rigurosamente a los varones de la habitación en la que estaba la parturienta. Su estatus legal reflejaba esta mayor autonomía. En la Italia del siglo XIV, las mujeres todavía podían ir por su cuenta al juzgado a denunciar a los hombres que las atacaran o agredieran.[11]

Sin embargo, ya en el siglo XVI, la posición social de la mujer había empezado a deteriorarse. La sátira fue dando paso a lo que se podría describir, sin caer en la exageración, como una guerra contra las mujeres, especialmente contra las de las clases más bajas, que se evidenciaba en que cada vez se recriminaba más a las mujeres que fuesen scolds [protestonas, peleadoras…] o esposas dominantes, y en que se incrementaran las acusaciones de brujería.[12] De forma paralela a estos acontecimientos, empezamos a ver cambios en el significado de gossip, que pasa a designar a las mujeres que mantienen una conversación frívola.

El significado tradicional, no obstante, perdura. En 1602, cuando Samuel Rowlands escribió Tis Merrie When Gossips Meete, una pieza satírica en la que se habla de tres mujeres londinenses que pasan las horas en una taberna hablando sobre los hombres y el matrimonio, gossip todavía se emplea para designar la amistad femenina con el sentido implícito de que “las mujeres podían crear sus redes sociales y su propio espacio social” y enfrentarse a la autoridad masculina.[13] Pero conforme avanzó el siglo, se fue imponiendo la connotación negativa del término. Como ya mencioné, esta transformación fue de la mano del reforzamiento de la autoridad patriarcal en la familia y de la exclusión de las mujeres de los oficios y los gremios,[14] lo que, sumado a los procesos de cercamiento, produjo la “feminización de la pobreza”.[15] Con la consolidación de la familia y de la autoridad masculina dentro de ella, representando al poder del Estado sobre la esposa y los hijos, y con la pérdida del acceso a los anteriores medios de subsistencia, se socavó tanto el poder de las mujeres como la amistad femenina.

Así, si en la Edad Media tardía todavía se podía representar a la esposa desafiando a su marido o incluso peleándose con él, ya a finales del siglo XVI cualquier demostración de independencia o crítica hacia el marido por parte de la mujer podía acarrear un severo castigo. La obediencia era la principal obligación de la esposa –como no dejaba de inculcar la literatura de la época–, impuesta por la Iglesia, la ley, la opinión pública y, definitivamente, por los crueles castigos dictados contra las “peleadoras”,[16] como el scold’s bridle, también llamado branks [bozal o máscara infamante], un sádico artilugio hecho de metal y cuero que desgarraba la lengua cuando la mujer intentaba hablar. Se trataba de una estructura de hierro que se cerraba en torno a la cabeza y que tenía una brida, con unas dimensiones de unos cinco centímetros de largo y dos y medio de ancho, que se introducía en la boca de la mujer y quedaba encima de la lengua, presionándola; a menudo la brida estaba tachonada de púas que herían la lengua de la castigada en cuanto la movía, con lo que se le impedía hablar.

El primer registro de este instrumento de tortura se encuentra en Escocia en el año 1567, y fue diseñado para castigar a las mujeres de clase baja consideradas gruñonas, peleadoras o alborotadoras, de las que a menudo se sospechaba que practicaban la brujería. También se obligaba a llevarlo puesto a las esposas que eran consideradas brujas, arpías o peleadoras.[17] Con frecuencia el instrumento era llamado gossip bridle [brida del chisme], lo que atestigua el cambio de significado que experimentó el término. Con la cabeza y la boca encerradas en semejante jaula, las mujeres acusadas podían sufrir la cruel humillación pública de ser paseadas de ese modo por el pueblo –una posibilidad que debía aterrar a las mujeres–, para demostrar lo que les podía pasar a quienes no fuesen sumisas. Es significativo que este mismo castigo se emplease en Virginia, Estados Unidos, para controlar a los esclavos hasta el siglo XVIII.

Otra de las torturas a las que se sometía a las mujeres asertivas-rebeldes era el cucking stool o ducking stool [taburete de sumersión],[18] que también se empleaba para castigar a las prostitutas y a las mujeres que participaban en las revueltas contra los cercamientos. Consistía en atar a la mujer sentada en una silla “para sumergirla en un estanque o río”. Según D. E. Underdown, “a partir de 1560 se empiezan a multiplicar los indicios de la adopción de este castigo”.[19]

El delito de scolding [vituperar] también llevaba a las mujeres ante la justicia, que les imponía multas, mientras los curas bramaban contra la lengua de las mujeres durante sus sermones. De las esposas, se esperaba especialmente que estuviesen calladas, que “obedeciesen a su marido sin objeciones” y “le tuviesen un temor reverencial”. Por encima de todo, se les ordenaba que convirtiesen a su marido y su hogar en el centro de todas sus atenciones y que no perdiesen el tiempo en la ventana o en la puerta. Incluso se las desalentaba a visitar demasiado a sus familias una vez casadas y, ante todo, a pasar tiempo con sus amigas. En 1547, “se proclamó la prohibición de que las mujeres se reunieran para murmurar y charlar” y se ordenó a los maridos que “guardasen a sus esposas en casa”.[20] La amistad femenina fue uno de los objetivos de la caza de brujas, como demuestra el hecho de que en el transcurso de los juicios, las acusadas eran obligadas a denunciarse unas a otras bajo tortura: las amigas entregaban a sus amigas, las hijas a sus madres.

En este contexto, gossip pasó de indicar amistad y afecto a significar denigración y ridículo. Aunque se empleara con su significado original, tenía nuevas connotaciones; en el siglo XVI designaba a un grupo informal de mujeres que imponía un comportamiento socialmente aceptable mediante la censura particular o los rituales públicos, lo que implica que la cooperación entre mujeres se estaba poniendo al servicio del mantenimiento del orden social.

 

Gossiping y la formación del punto de vista femenino

Gossip se refiere en la actualidad a una conversación informal en muchos casos dañina hacia las personas objeto de ella. Principalmente es una conversación que obtiene satisfacción de la crítica irresponsable a otras personas; es la circulación de información que no está destinada a oídos públicos pero es capaz de arruinar la reputación de alguien y, sin duda, es “una conversación de mujeres”.

Quienes “chismosean” son las mujeres que supuestamente no tienen nada mejor que hacer y tienen peor acceso al conocimiento y la información real, además de una incapacidad estructural para articular un discurso racional y basado en los hechos. Así pues, el chisme constituye un elemento fundamental en la devaluación de la personalidad y el trabajo de las mujeres, especialmente del trabajo doméstico, que presuntamente es el terreno ideal para que florezca esta práctica.

Como ya vimos, esta concepción del término gossip surge en un contexto histórico concreto. Si se contempla desde la perspectiva de otras tradiciones culturales, esta “charla intrascendente entre mujeres” tendría en realidad un aspecto muy diferente. En muchos lugares del mundo, a las mujeres se las consideró históricamente como las tejedoras de la memoria: quienes mantienen vivas las voces del pasado y las historias de la comunidad, quienes las transmiten a las generaciones futuras y, al hacerlo, crean una identidad colectiva y un profundo sentimiento de cohesión. También son ellas quienes legan el conocimiento y la sabiduría adquirida, ya sea sobre los remedios medicinales, los problemas del corazón o la comprensión del comportamiento humano, empezado por los varones. Cuando se denomina gossip a esta producción de conocimiento se está contribuyendo a la degradación de las mujeres –es la continuación de la construcción estereotípica de la mujer como un ser propenso a la maldad, que envidia el poder y la riqueza de los demás y que está dispuesta a prestar oídos al diablo–. Es así como se silenció a las mujeres y, hasta el día de hoy, se las excluye de muchos de los lugares donde se toman las decisiones, se las priva de la posibilidad de definir su propia experiencia y se las obliga a sobrellevar la imagen misógina o idealizada que los hombres tienen de ellas. Pero estamos recuperando nuestra sabiduría. Como dijo una mujer hace poco en un encuentro sobre el significado de la brujería, la magia es que “nosotras sabemos que sabemos”.

Tinta Limón

Ampliar las posibilidades existenciales: una conversación con el Colectivo Situaciones (Entrevista 2012) // Gerardo Muñoz

1) En 19 y 20: apuntes para el nuevo protagonismo social, el Colectivo Situaciones esbozan tres ejemplos de situaciones que elaboran procesos de verdad para la emancipación: la lucha de las mujeres, el reclamo de los derechos humanos en la Argentina y de los indígenas en México (la impronta zapatista). Luego afirman que estas situaciones “trabajan problemáticas universales en el interior de su propia situación”. A una década después de la primera publicación de la hipótesis de 19 y 20, ¿podríamos hablar otra constelación de situaciones?

Ante todo, es preciso decirles que no es posible continuar un texto escrito hace más de una década como si fuésemos los mismos. Somos forzosamente otros. Y al enfrentarnos con aquel texto, que siendo nuestro nos es también ajeno, componemos un razonamiento nuevo, que no puede explicar al anterior, sino decir a lo sumo lo que somos, lo que pensamos hoy. Si algo en común persiste entre aquella escritura y ésta es un deseo colocar las palabras en la frontera misma de lo que sabemos y entendemos, de cara a la praxis vital y política. Hacemos filosofía al modo de los no-filósofos: esto es, inventando conceptos como armas a medida de nuestras necesidades. Los universales a los que nos referimos no son los de la comunicación, sino aquellos que existen en el nivel de las prácticas, en el aquí y ahora de las situaciones concretas. Encontramos esa necesidad del concepto cada vez que las resistencias respecto de la hegemonía capitalista nos conducen, en circunstancias precisas, a la experimentación.

 

Esas resistencias son en sí mismas diferentes: sea una escuela de la periferia de la ciudad en la que se interrumpe la reproducción mecánica de la escolaridad para hace lugar al don de la escucha y la palabra, para investigar los lazos en torno a los cuales se organiza la vida con lxs chicxs y con la comunidad; sea cuando un joven trabajador de los call center nos comunica que no soporta ya vivir en el “agujero negro” que se trama entre vida y trabajo; sea cuando entre los trabajadores bolivianos de los talleres textiles clandestinos de Buenos Aires, se interrumpe un destino y aparece el deseo de otra vida, que implica una lucha concreta por cortar los dispositivos de la explotación y por ampliar las posibilidades existenciales. No hablamos de situaciones especiales, o de sujetos predefinidos, sino de la emergencia aquí y allá del deseo de una vida no supeditada a la miseria existencial del capital.    

 

2) Vemos posibles tensiones entre su descripción del pensamiento situacional como un pensamiento constituido de forma inmanente dentro de una situación dada, autosuficiente y monadológica, y el uso y resignificación de ideas que emanan de otras situaciones. En este sentido nos gustaría reformular una pregunta que ustedes mismos se preguntan: “Si la situación es singular, ¿cómo sería posible que se establezca una relación horizontal con otras situaciones sin abandonar esta singularidad?” ¿Podrían elaborar sobre el sentido que para ustedes tiene “la vocación de integrar” propia de la situación como singularidad? ¿Cómo pensar este proceso de resonancia entre las situaciones más allá de una traducción metafísica de la significación o de las demandas sociales?

Como decíamos antes, no nos concebimos como filósofos profesionales, no aspiramos a construir sistemas totales. Vivimos de las tensiones. Lo fundamental, para nosotros, es no perdernos en las palabras. Las “resonancias” conciernen al ámbito de la sensibilidad forzada a abrirse a nuevas relaciones en lugar de ordenarse a sí misma en coherencia con determinados poderes. Hemos asistido a todo tipo de tráfico entre experiencias que no hablan una misma lengua. Quizás sea menos central para nosotros el modelo de la traducción (lengua/código), y más el del juego de la repetición, que en cada situación demanda de una cierta creación (diferencia) propia.     

 

3) Tanto el pensamiento situacional como la investigación militante parecen recoger la noción de situación como verdad en el pensamiento de Alain Badiou. Efectivamente, en algún momento dicen que “pensar implica…agujerear los saberes existentes en una situación”. Sin embargo, nos preguntábamos sobre la relación entre política y filosofía que Badiou elabora en relación con una serie de condiciones y procedimientos. ¿Habría una posibilidad de decir que el pensamiento situacional o la “investigación militante” desafían esa sutura abriéndose a lo que tal vez sería una antifilosofía del acontecimiento?

Quizás hemos sido demasiado presuntuosos al citar a Badiou y, a través de él, a Lacan. La ruptura del 2001 nos llevó a simpatizar con el lenguaje del acontecimiento. Eran nuestras lecturas de entonces. No hemos pretendido crear una trayectoria en relación con estos autores. Nosotros, cuando hablamos de investigación militante, no nos situamos para nada en la posición de filósofos que componen verdades provenientes de las situaciones, sino que intentamos pensar una trayectoria propia, ligada sí a una crítica de la política militante más tradicional, así como a ciertas pretensiones de los intelectuales universitarios. La investigación militante se dirige siempre a dispositivos concretos; por eso sus producciones de saberes, de afectos y de tácticas se sitúan en contextos específicos, y luego, por supuesto, se enlazan –a partir de las resonancias de las que antes hablábamos- con luchas y búsquedas pertenecientes a cualesquiera otros espacios-tiempos.

 

4) El pensamiento solicita una nueva afirmación ética, pues lo que caracteriza a la multitud es un “pasaje ético”. Aún más, en su discusión sobre el maestro-militante, la decisión del maestro pasa a ocupar una posición de no saber como “actitud ética”. ¿Podrían elaborar un poco la función que la ética vital en el nudo de la comprensión de una situación?

 

La idea que nos hacemos de la ética tiene raíz en una lectura muy intensa de Spinoza. A nuestro criterio lo propio de la ética son las llamadas “pasiones alegres”, es decir, las transiciones que llevan desde las pasiones tristes (aquellas que nos separan de lo que podemos) a un devenir activo. En cada situación se trata de descubrir e implicarse en vías muy concretas de esa transición o, mejor aun, devenir. En este sentido, siempre rechazamos una separación entre ética, política y conocimiento. Y esto por la simple razón de que cuando se parte de las “pasiones alegres” se trata siempre de alterar relaciones de fuerza (política), construir nuevas relaciones con las cosas (saberes), y componer nuevas formas de existencia (ética). En otras palabras, siempre hemos creído que el problema ético se vincula con la constitución subjetiva antagonista respecto de los núcleos de poder (coloniales, patriarcales, mistificadores, infantilizantes, culpabilizdores, espiritualizantes) que rigen en nuestras sociedades capitalistas.  

   

5) El epílogo de 19 & 20 es la única instancia en donde aparece el vocablo comunismo en relación con el modo de intervenir en la urgencia de la situación. Una noción de comunismo que se define como: “el deseo de intervenir, pensar, comprometerse y producir experiencias, investigaciones…”. Un comunismo que, ciertamente no es una “idea” ni una filosofía de la historia de las luchas políticas, sino algo propiamente que afirma la capacidad de recoger lo experiencial. ¿Es siempre el comunismo otro nombre invariante (por decirlo con Jacques Camatte) para pensar el movimiento de la destitución contra la naturalización de la realidad?

 

No hemos sentido una verdadera necesidad de inscribir nuestros pensamientos en una tradición doctrinal. Si por anarquismo se entiende un rechazo del centralismo de la soberanía moderna (y más en general, de una metafísica occidental que ha dividido siempre al ser en una instancia espiritual, subjetiva, activa que debe conocer/gobernar a la sustancia material y objetual), encontramos que esos elementos están presentes en las luchas del presente. De igual modo, cuando hablamos de comunismo, lo hacemos en el sentido marxiano del “movimiento real”, de la praxis revolucionaria, y no de ningún modo evocando un partido, un modelo, una doctrina o un estado. Dicho esto, no sería del todo justo hacerse una imagen “antiestatista”, ni muchos menos “anti-organización” de nuestros planteos. ¿Es posible sustraer al estado de sus fundamentos soberanos total o parcialmente?, ¿es posible experimentar una convergencia de segmentos del movimiento social autónomo con instancias puntuales de gobierno?, ¿no nos organizamos para hacer cosas y nos frustramos cuando las cosas no salen bien?, ¿no buscamos organizarnos cada vez mejor? Estas preguntas son fundamentales para nosotros y no podemos clausurarlas como si fuesen un asunto de principios. Volvemos a lo anterior: son dilemas prácticos, que implican cada vez un pensamiento concreto sobre las fuerzas en juego.

 

6) Abordemos la cuestión de la escena de escritura.  19 & 20 se entiende no meramente como un ejercicio de “signo de improvisación”, sino como una forma de desplegar algo al interior de un proceso en curso. Así, 19&20 se lee formalmente como una cartografía que agrupa toda una sonoridad coral de voces muy heterogéneas que se van multiplicando a lo largo del libro, e incluso creando tensiones e anomalías de significado (pensamos en especifico en la función de los testimonios de algunos intelectuales, como Horacio González o León Rozitchner, de liderazgos como los de Luis Zamora, o testimonios de piqueteros). ¿Existe una forma de escritura o de organización de la escena escritural al interior de una situación?

No, no creemos que exista algo así. Este libro, como el proceso del que surgió, se inscribe en una coyuntura tan especial como irrepetible, y lo que en ese contexto intentamos no tiene sentido por fuera de esas coordenadas precisas. No adoptamos, sin embargo, una posición de clausura respecto de lo experimentado al interior de aquella secuencia coral que ustedes rescatan. Como decíamos más arriba, situaciones como las del 2001 –que hemos concebido como una “insurrección de nuevo tipo”- permanecen muy presentes, como un banco de reserva de virtualidades que se activan en relación con situaciones muy diferentes entre sí, como un cúmulo de imágenes, conceptos y afectos muy presentes en el vocabulario, la memoria y el saber hacer de las resistencias. Así sucedió con el estallido del 15 M, en Madrid y en varias ciudades de España. Cada vez que se activa una política de la multitud, el 19 y 20 reaparece. Del mismo modo –aunque muy en otro sentido- existe en la coyuntura política de buena parte de Sudamérica un diálogo sordo con el poder popular de la insurrección. Se trata de una relación difícil, que abarca a los gobiernos llamados progresistas, a las economías neo-extractivas –que suscitan permanente al fantasma de la insurrección. No es posible pensar la singularidad de la situación política sudamericana sino en relación con esas experiencias, aún si en la actualidad las políticas de la insurrección no están entre nosotros a la orden del día. 

 

7) Situados ya a más de una década del 2001, hemos visto una transformación geopolítica en América Latina hacia eso que ustedes han denominado una nueva gobernabilidad, pero que se suele llamar la marea rosada o el socialismo del siglo XXI. De alguna forma, en Argentina ya se prevenían no solo el efecto destituyente, sino también constituyente que se hizo notar a escala regional a partir del 2001. Leemos en 19&20: “Las energías del movimiento son, a su manera, constituyentes.  Sus efectos no serán pasajeros.  Contra todos los intentos de limitar, canalizar o institucionalizarlo, sus efectos productivos ya están desencadenados, y sus formas de reelaboración se podrán desplegar a nivel situacional”.  Si bien el nuevo protagonismo que emergió hizo posibles nuevas lógicas constituyentes, ¿cómo interpreta Colectivo Situaciones la afirmación hegemónica de los progresismos estatales en su configuración geopolítica? ¿Es el ascenso estatal una reabsorción de las formas autónomas y destituyente? 

Tienes toda la razón, no se puede pensar el movimiento del 2001 como negativo. Sus efectos y los procesos que se desencadenaron son factores activos en la vida política. Dos enfoques tienden a desnaturalizar el papel de los movimientos en la gubernamentalidad actual. La de quienes consideran que la reconstitución del capitalismo se ha completado como si nada hubiese sucedido, y la de quienes quieren ver en la nueva institucionalidad la presencia directa y plena del nuevo protagonismo social en toda su positividad. Ni una ni otra, pues. Si bien la reconstitución de la institucionalidad da cuenta, de modo indirecto y mediado, de los impulsos de los movimientos, no es posible reducir la producción estatal a dicha presencia. Antes bien es preciso notar que los movimientos se han debilitado como fuerza autónoma y, al mismo tiempo, las claves de la dinámica institucional no pueden ser consideradas con independencia de las mutaciones geopolíticas de las últimas décadas. 

 

Estos años han sido de grandes cambios. Asistimos al mismo tiempo a una recomposición del horizonte capitalista y a una situación inédita desde el punto de vista geopolítico, con una nueva autonomía de Sudamérica respecto del imperialismo norteamericano, una nueva y muy rentable inserción de la región en el mercado global y una serie de gobiernos que ya no responden al viejo consenso neoliberal de los años 90. En este contexto no es tan fácil distinguir al socialismo del capitalismo del siglo XXI.

Hemos intentado nombrar la situación macropolítica como una correlación entre desarrollismo por arriba e impasse por abajo. Pero hoy pensamos más bien en producir una narración nueva, e insistir en la perspectiva desde abajo de la situación social y política. Para ello buscamos comprender las dinámicas de un Nuevo Conflicto Social que se desarrolla en diferentes territorios de la región sometidos a la hegemonía del capital financiero, sea las poblaciones desplazadas por los agrobusiness, las economías extractivas o el desarrollo del narco. El desafío de esta nueva conflictividad consiste en recrear proyectos de valor comunitarios en las distintas esferas, y de interpelar a las instituciones que sean capaces de ser sensibles a estas luchas.  

 

8) Finalmente, una última prergunta. 19 & 20 acaba de aparecer en inglés (2011) en el momento de un ciclo de protagonismos insurreccionales a escala global. Los nuevos protagonismos – desde Egipto a Grecia, de Puerta del Sol a Wall-Street – han ido ocupando espacios públicos contra la dominación financiera de la maquinaria neoliberal. Si en 19 & 20 se discutían las transmisiones y resonancias de otras situaciones, ¿se podría hablar también de resonancias de un pensamiento errante y de una escritura desterritorializante para la cual 19 & 20 sería una instancia en el estado de proliferación en curso?  

De alguna manera, 19 y 20 pretende eternizar un momento de la lucha de los muchos, unos virtuales que reemergen en las luchas democráticas, un intento de plantear nuevas posibilidades. Nunca hemos considerado que el devenir de los muchos deba subordinar su verdad al posterior devenir de la escena institucional.  Sin embargo, la fenomenología de las multitudes debe precisarse. En la Argentina de los últimos años surgen fenómenos que, vistos superficialmente, pueden compartir rasgos de movilización y de organización de la política de los muchos. Nos referimos a los “cacerolazos” que estos últimos dos años salieron a la calle con la consigna de que el gobierno kirchnerista es una dictadura y en defensa de la “libertad” y la libre disposición de divisas.

 

La política de los muchos debe ser precisada. Y la primera de las distinciones que creemos necesaria hacer es la siguiente: no importa cuán descentralizadas y numerosas sean las manifestaciones en cuestión, si están inficionadas por el “a priori” de la propiedad. Cuando pensamos en los ecos entre 19 y 20 y las insurrecciones y movimientos de la multitud en diferentes partes del mundo lo hacemos enfatizando el horizonte de lo que muchos llaman política del común. Eso que ya buscaban y practicaban los zapatistas antes del 2001. Eso que aún hoy buscamos, en un nuevo contexto, sin teorías o modelos precisos, pero sí como impulso histórico y material que recorre con fuerza el continente.     

 






*Nota: Estas preguntas fueron elaboradas a la raíz del encuentro «Qué se vayan todos: Towards a new social protagonism», organizado en la Universidad de Princeton (New Jersey) el 21 de noviembre de 2012, a raíz de la traducción al inglés del libro 19&20: apuntes para un nuevo protagonismo social del Colectivo Situaciones, y para el cual tuvimos la oportunidad de conversar ampliamente con Diego Sztulwark y Verónica Gago. Este intercambio – el único registro de aquel encuentro público – había permanecido inédito hasta ahora. A veinte años de la insurrección del 2001 argentino, todavía quedan nudos problemáticos que invitan a la posibilidad de un pensamiento experiencial y sensible contra el estancamiento de nuestra época.

Los cuerpos de Pinochet // Rodrigo Karmy Bolton

El 5 de octubre de 1988 fue la fecha en que se celebró el plebiscito que abrió al país hacia la transición sin Pinochet como presidente de la República. Comenzaba así la transición a la democracia. Después de años de movilizaciones populares que mantuvieron a la dictadura en vilo y forzaron la salida institucional, tuvo lugar el plebiscito cuyo resultado fue un 54, 7% para la opción NO, y un 43 % para la opción SI. El resultado fue categórico. La Junta Militar de la época reconoce el resultado y Pinochet se ve forzado a dejar la Presidencia de la República. La remoción del cuerpo físico de Pinochet deja su presencia. Poco a poco su cuerpo envejece y sus jerarquías y poderes políticos decrecen. De ser Presidente de la República nombrado por la Junta Militar, pasa a ser Comandante en Jefe durante el primer gobierno de la transición liderado por Patricio Aylwin. Luego un Senador designado en cuanto la propia Constitución avalaba que un expresidente debía gozar de dicho cargo una vez dejaba la presidencia. 

La transición reconocía la legislación impuesta por el dictador y la derecha política, admitía la existencia de un co-poder en la figura de Pinochet que poco a poco experimentaba su crepúsculo, pasando por diversos cargos: de Presidente a General, de General a Senador para terminar en un pequeño viaje a Londres donde fue reducido a verdadero reo internacional. Pinochet regresó a Chile abogando “razones humanitarias” con toda la fuerza del gobierno de la época (el de Frei primero, el de Lagos después –progresismos) que puso sus esfuerzos en defender una “soberanía nacional” frente a la justicia internacional. El malogrado general, quien recibiera el apoyo de Thatcher –dada la complicidad del gobierno de Pinochet con el británico durante la guerra de las Malvinas-  abogó razones humanitarias para resucitar milagrosamente apenas pisó el aeropuerto chileno, recibiendo el abrazo del Comandante en Jefe del Ejército Ricardo Izurieta y del resto de los comandantes en jefe de las FFAA (marzo del año 2000). En el intertanto, la derecha política sufre un travestismo, y comienza a ir en otra dirección: frente a las elecciones entre Ricardo Lagos y Joaquín Lavín fraguadas a fines de 1999 –mientras el vetusto general era aún reo- la derecha se aleja de Pinochet, lo aísla, intenta menguar su presencia y así abrir posibilidades a que el “centro político” pudiera votar por su candidato (Lavín) y ganar, por vez primera, las elecciones presidenciales. Finalmente triunfa Lagos, pero la derecha emprenderá un progresivo alejamiento del patriarca, abandonando su cuerpo físico y reforzar así al cuerpo institucional.  

Pero lo relevante es atender al siguiente proceso: a menor fuerza de Pinochet mayor profundidad adquiría su orden político y económico; mientras menos poder político tenía el cuerpo físico de Pinochet, mayor poder adquiría su cuerpo institucional. Un proceso de desmaterialización se inicia. Una degradación de su cuerpo, al tiempo de una profundización de su orden. No importa más Pinochet. Importa el orden tejido en los años de transición. Un régimen sostenido por la Constitución de 1980, reformada en 1988 y vuelta a reformar en el año 2005 durante la presidencia de Lagos que, sin embargo, había dado lugar a la prevalencia de dos coaliciones políticas que tenían un solo consenso: el neoliberalismo. Por eso la “democracia” –como se la bautizó en algún momento dejando atrás la noción de “transición”- fue siempre concebida “en la medida de lo posible”. Esa “medida” era precisamente el pacto juristocrático de 1980 que funcionaba como soporte del neoliberalismo. La “medida” era precisamente el neoliberalismo. Como se decía en aquél momento cuando se forjó la fábula transicional: no hay que ir más allá de los límites porque o bien los militares pueden volver o bien los empresarios huir. Digamos que la transición fue posible porque la democracia cupular y consensual articuló, desde los primeros años, un nuevo partido fáctico (el “partido neoliberal”) constituido por las cúpulas políticas de las dos coaliciones políticas prevalentes. Un meta-partido que jamás estuvo expuesto a elecciones, pero que constituyó una verdadera máquina posibilitada por la estructura contenida en la Constitución de 1980. 

Una vez consumado el golpe de Estado de 1973, la dictadura se apresuró a formar la Comisión Ortúzar que, liderada por Jaime Guzmán, se propuso la redacción de la nueva constitución. Como ha visto, Renato Cristi, el impulso para instaurar un nuevo texto constitucional se basó en dos premisas: a) la Constitución de 1925 había sido destruida por la Unidad Popular por lo cual la Junta Militar podía investirse ahora de “poder constituyente” delegando en la señalada comisión la tarea de redactar una nueva Constitución y b) los principios que sustentan la nueva Constitución de 1980 son un férreo principio de autoridad y un mercantil concepto de libertad. La conciliación posibilitó el despliegue de la gubernamentalidad neoliberal sin contrapesos, en diversos campos de la vida social. La dualidad de autoridad y libertad deviene la episteme de la máquina “guzmaniana” que, una vez iniciada la transición, articuló al “partido neoliberal”: un partido constituido por un conservadurismo neoliberal que Reina y un progresismo neoliberal que Gobierna; por los patrones de la hacienda y sus mayordomos que se entienden con el pueblo. La autoridad y libertad, el poder y el gobierno, el conservadurismo y el progresismo neoliberales, se fraguan perfectamente en la máquina, cuya textura discursiva se juega en la Constitución de 1980 y el sistema binominal que puso en juego a nivel electoral, donde nunca estuvo en cuestión la continuidad del partido neoliberal mismo, sino solo sus administradores, su mayordomía. 

A esta luz, en la misma dictadura, el cuerpo físico de Pinochet comienza el largo periplo de disolución en el nuevo cuerpo institucional que posibilita el funcionamiento de la máquina de manera casi perfecta. En tal glorificación del modelo, en ese país exitoso, en el “mejor alumno” del Fondo Monetario Internacional, nos encontramos con una bifurcación que tiene lugar en la superficie de los cuerpos. Años de subjetivación neoliberal tramó, a su vez, un conjunto de resistencias. Visto retrospectivamente, digamos que el 18 de Octubre de 2019 cristaliza un ciclo de luchas que irían intensificándose con los años: desde el año 2006 (o incluso, antes con los escolares del 2001), pasando por el momento clave del 2011, hasta la rebelión feminista del 2018 hasta la revuelta de 2019. Todo un conjunto de luchas que encontraron en la Constitución de 1980 un muro, el dispositivo de separación de sus afectos, de sus potencias. Y, entonces, como ha sido visto, las luchas se “constitucionalizaron” con mayor intensidad cada vez hasta que la revuelta de 2019 irrumpe como una potencia destituyente que lleva al cuerpo institucional de Pinochet a su punto cero. El gobierno de Piñera está a punto de caer. Las FFAA salen durante las primeras semanas en que el Presidente declara el estado de excepción contra un “enemigo poderoso”, pero un tiempo después, desisten cuando el general Iturriaga señaló que él “no estaba en guerra con nadie” desautorizando así al propio Presidente y su poder civil. Así, el paso de la antigua forma de las dictaduras militares latinoamericanas tan bien aceitadas por la Escuela de Las Américas en los años 60, dio curso a la nueva forma burocrática del neoliberalismo que ha enviado a las democracias a exhibir su reverso tanático y donde las fuerzas policiales adquieren total respaldo del gobierno y actúan reemplazando la otrora función militar. Ya lo decía Carl Schmitt en su Prefacio para la edición italiana de El Concepto de lo Político: “(…) la policía es un asunto extremadamente político” a pesar que ella misma crea ser una simple fuerza técnica de carácter despolitizado.  

18 de octubre de 2019 es la irrupción de miles de estudiantes secundarios que saltan el torniquete del Metro de Santiago exclamando: “evadir, no pagar, otra forma de luchar”, dando lugar los días sucesivos a una verdadera revuelta que atravesó al país completo y abrió las esperanzas de un proceso constituyente que terminó por establecer una Convención Constitucional para redactar una Nueva Constitución. La revuelta destituyó al cuerpo institucional de Pinochet y, con ello, al partido neoliberal asentado en él. El itinerario ha sido transfigurador; los partidos políticos tradicionales se han hundido y, con ello, la oligarquía militar y financiera que había capturado al país con la “máquina guzmaniana”, parece haber perdido, en parte, el control del país. La intensidad de las luchas desde 1983 hasta 1990 lograron destituir el cuerpo físico de Pinochet, pero los “demócratas” restituyeron su cuerpo institucional en el pacto juristocrático de 1980. Las luchas de los años 2000 cuya máxima intensidad estalla en el 2019 destituyeron al cuerpo institucional de Pinochet. 

Todos estos años se ha tratado de pinochetismo. Porque por “pinochetismo” no se designa solo una corriente de ultra-derecha, sino un conjunto de prácticas de poder orientadas a defender el cuerpo físico e institucional legado por el régimen del vetusto general. En este sentido, el partido neoliberal fue el hijo predilecto de Pinochet. Y así, sus polos conservador y progresista, en la medida que ambos aceptaron el pacto juristocrático de 1980 que pusieron en juego la maquinaria “guzmaniana” que el proceso desencadenado por el 18 de octubre de 2019 lanzó a su grado cero. A partir de aquí, el “partido octubrista” –esa potencia afectiva de imaginación popular sin vanguardia pero de organización múltiple, se apropia del Acuerdo del 15 de Noviembre que, a cambio de que Piñera no fuera destituido, abrió el cauce para una Convención Constitucional (CC) que se pactó en vez de una Asamblea Constituyente. Con ello, el partido neoliberal intentó restituir su control sobre el país, pero el partido octubrista lo destituyó nuevamente obligando a dicha CC a integrar paridad, escaños reservados para pueblos indígenas y facilidad para que los independientes pudieran postular a la CC, cuestión que se consuma para el plebiscito del 25 de octubre de 2020 en que gana el Apruebo (para crear una Nueva Constitución) y se ratifica en las elecciones de constituyentes del 15 de mayo de 2021 cuando el partido neoliberal gana muy pocos escaños y el conservadurismo neoliberal (la derecha) no alcanza el tercio que, en teoría, le iba a alcanzar para posicionarse hegemónicamente en la CC ejerciendo posibilidad de veto. 

Los cálculos del partido neoliberal naufragan y el partido octubrista –en toda su heterogeneidad- se lanzó a la última elección para esta etapa: la elección presidencial. La diversidad de candidaturas (7 inicialmente) dispersó los votos entre varios candidatos y, entonces, sucedió lo imprevisto: la candidatura de la derecha liderada por José Antonio Kast alcanza el primer lugar en la primera vuelta presidencial con un 27,9% frente a un 25.8% de Gabriel Boric. Asimismo, la derecha empata en parlamentarios (tanto en cámara baja como alta) con el progresismo y la izquierda. Con ello, la signatura se abre y la candidatura de Kast –vinculada a Vox y a Bolsonaro- aparece fuertemente como la expresión de un movimiento de restitución del “partido neoliberal” que había perdido su mayordomía y se abalanzaba directamente sobre la presa. Kast deviene la signatura de Pinochet. No de una derecha extraña a la derecha oficial, sino como su más íntima verdad, como una derecha que siempre estuvo completamente atravesada por el cuerpo institucional de Pinochet y no hizo otra cosa que defender –boicoteando desde el gobierno a la propia CC- el pacto juristocrático de 1980. 

Los pueblos parecen contemplar la operación en curso. Experimentan la amenaza que significaría la posibilidad de que Kast llegara al gobierno. Y así, el partido octubrista –que parecía haberse replegado en medio del proceso-  se moviliza a favor de Boric. En Boric ve la posibilidad abierta en octubre de 2019, a la vez que en Kast ve la clausura del podrido cuerpo institucional de Pinochet. La segunda vuelta tiene lugar, la gente concurre a los locales de votación en los diversos rincones del país. La tensión es máxima. Se habla de la conspiración de los microbuseros que dejaron estacionadas las máquinas para impedir que la gente votara. Ello trae la signatura de la conspiración de los microbuseros al otrora gobierno de Allende. La rabia se expande, la gente, sin embargo, parece responder con el voto. Hacia la media tarde los primeros números comienzan a aparecer. Boric lleva ventaja, pero no suficiente. Las encuestas –esos dispositivos de subjetivación-  habían anunciado empate técnico. Pero la elección real acabó con esa ilusión. Boric lleva ventaja. No de uno o dos puntos, sino de varios. Habrán sido las 18 o 19 horas cuando finalmente se sabe que Boric pasó el umbral de votación y mantiene una cifra histórica de sobre 11 puntos sobre su rival. Ha triunfado. ¿Respiramos tranquilos? 

Entonces irrumpe la superposición de escenas: para el plebiscito de 1988 el NO gana con un 54, 7 % al igual que Boric en esta elección presidencial que triunfa con un 55,9; el SI pierde con un 43% como Kast que lo hace con un 44,1%. La votación Boric-Kast no fue solo una votación presidencial, sino una elección que posibilitaba mantener abierto el umbral de transformaciones exigidas por el partido octubrista o que las intentaría cerrar por la fuerza. Porque si Kast portaba la signatura de Pinochet, Boric la de Allende. La fantasmática entre “comunismo” y “libertad” que se fraguó en la elección no fue solo una estrategia publicitaria, sino también una remisión mítica de la tragedia que da origen a esta historia: la del golpe de Estado contra la Unidad Popular urdido en 1973. En ese fantasma estamos todavía atrapados. A esa escena estamos aún capturados. A los dos cuerpos de Pinochet estamos aún remitidos. 

En la elección del 19 de diciembre de 2021, los pueblos de Chile fueron leales al pasado de la Unidad Popular que, como proyecto trunco, ha “esperado su reclamación”. Los chilenos votaron por Boric como signatura de Allende o, lo que es igual, para proteger la posibilidad abierta por el octubrismo que, entre otras cosas, se cristaliza en la CC. Con ello, asistimos a una compleja repetición que expone tortuosamente cómo aún habitamos en el cuerpo podrido de Pinochet: la repetición del plebiscito de 1988 que destituyó al cuerpo físico de Pinochet se superpuso a la elección Boric-Kast para, conjuntamente con la CC, abrir la posibilidad de ir más allá del cuerpo institucional de Pinochet. 

Si bien el plebiscito de 1988 y la elección presidencial del 19 de diciembre de 2021  parecen operar al interior de una secuencia temporal, es preciso dislocar tal historicismo y superponer las dos escenas en la multiplicidad de luchas contra el doble cuerpo de Pinochet, su cuerpo físico e institucional, la máquina “guzmaniana” si se quiere, en que vida y forma se articulan en una misma soberanía. 

Sin embargo, el plebiscito de 1988 fue el paso a la facticidad neoliberal (el cuerpo institucional de Pinochet), tal como lo sitúa la película NO de Pablo Larraín, que sustituyó el discurso monumental de las izquierdas por el jingle de la publicidad “Chile, la alegría ya viene”. Pero no es menos cierto que toda repetición siempre trae consigo la novedad: como un fantasma los dos cuerpos de Pinochet se repetirán bajo la premisa fáctica de la “gobernabilidad”, pero ¿cómo podrá irrumpir lo nuevo capaz de quebrar definitivamente con él? ¿bajo qué fuerzas será posible atravesar ese fantasma y abrir una diferencia capaz de distanciar el destino de 1988 respecto del de 2021? O bien, ¿estamos en el escenario en que el neoliberalismo simplemente no necesita más de la soberanía estatal-nacional y puede prescindir de los dos cuerpos de Pinochet perfectamente? ¿En qué medida, esa diferencia, puede ser amenazada por la posibilidad de un neoliberalismo liberado de pinochetismo? 

Si efectivamente hay una diferencia, quizás, ella se exprese bajo el término “esperanza” y devenga nada más que la grieta que abrió la potencia octubrista sobre el cuerpo institucional de Pinochet y que devino un lugar que no tenía lugar, la posibilidad de transformación, la nueva patria por habitar. Diferencia que ha operado como un receptor de potencias, de formas, de múltiples vidas. Porque la CC devino el lugar en que los pueblos de Chile se han puesto a pensar sobre sí mismos. Sobre sus prácticas, discursos e historia. Ante todo, han comenzado a alterar la relación tradicional que la República instaló sobre el “sexo”, la “raza” y la “clase”. Tres pivotes en los que se articula la imaginación popular: feminismo, pueblos originarios y estudiantes. 

Un último detalle no es menor: el cuerpo institucional de Pinochet no fue inventado en 1973, sino que constituyó la reedición mítica de la gramática dominante durante los 200 años de República. Establecida bajo la sombra de Diego Portales –vicepresidente de la República entre 1831 y 1833; como Piñera, un político y empresario que deviene la figura mítica que articula el paradigma autoritario sobre el cual se basa la República de Chile. Su tesis era que los chilenos carecían de virtudes cívicas, por tanto, había que ejercer un poder centralizado y autoritario, sin contemplaciones. Esa técnica devino la episteme de la República cuya última forma fue precisamente la pinochetista instaurada por el golpe de Estado de 1973 y devenida democracia desde 1990 hasta la actualidad.  Enterrar el cuerpo institucional de Pinochet significa, en el fondo, desmantelar la matriz teológico-política portaliana e ir en búsqueda de otra relación de los pueblos con sus potencias, de otra relación al Otro.

 Quizás, redactar una Nueva Constitución no consista solo en desplegar una técnica jurídica, sino en aprender a hablar de otro modo. El golpe de Estado nos dejó mudos, con una lengua caduca que fue efecto de una “larga violencia” –diría Guadalupe Santa Cruz. Por eso, la nueva época histórica a la que asistimos con la elección presidencial del pasado domingo no consistirá sino en aprender a hablar de otro modo. Hablar menos el lenguaje de la “gobernabilidad” y más el de la “imaginación”. Aunque no sabemos que vendrá y el riesgo que el gobierno sucumba a la simple gobernabilidad adultocéntrica de la lengua conocida es alto, una cosa es cierta: con el octubrismo los chilenos hemos devenido in-fantes. Signo de un comienzo, quizás por eso, el pasado 19 de diciembre, elegimos al presidente más joven de la historia de Chile. 

 

Diciembre 2021

Fuera del almanaque // Diego Sztulwark

Uno mira los cuadros con la esperanza de descubrir un secreto. No es un secreto sobre el arte, sino sobre la vida. Y si lo descubre, seguirá siendo un secreto, porque, después de todo, no se puede traducir a palabras. Con las palabras lo único que se puede hacer es trazar, a mano, un tosco mapa para llegar al secreto”.

John Berger

 

 0. Almanaque. Allí donde la revolución no triunfa no se producen alteraciones en el almanaque. Los días 19 y 20 de diciembre de 2001 no son días feriados, no gozan de reconocimiento oficial como jornadas de duelo ni como jornadas de lucha. Su genealogía es más la del 29 de mayo del 69, que la del 17 de octubre del 45. Fechas que no fundan estado y que por tanto son percibidos como modalidad deficitaria de lo colectivo, que no llegan a decantar liderazgos, aunque si, quizás, a volver perceptibles nuevos modos de lo popular. Lo que se reprocha a 2001, lo que no funciona en definitiva con esa fecha y lo vuelve un episodio históricamente imperfecto es el no estar asociado a la esperanza y a la síntesis, valores sin los cuales el orden fracasa. 2001 alcanza ese rango de aceptación, permanece asociado con todo lo que es crisis sin solución, angustia y hasta la desesperación. Las luchas, la pasión y las resistencias de 2001 no son recuperables por fuera de ese fondo o tejido, a esa falta de mediaciones que solemos atribuir a la experiencia pura, sin forma -política- aceptable y duradera.

1. Cifra. Perdura todo tipo de recuerdos: imágenes, nombres de víctimas y victimarios, testimonios. Sobre esta materia de pasado vivo trabaja la precaria industria de la organización de la cultura -periodística, estatal o universitaria- que procesa esa memoria difícil en el formato del documental, la muestra, la mesa redonda o el dossier (quizás también, el libro). Esta maquinaria incesante del lenguaje interpretativo opera confiriendo el sentido múltiple del acontecimiento al sentido simple de la comunicación, por la vía de la oposición automática de orden al caso. Vale la pena prestar atención al fenómeno, porque en su modo de hacer circular el sentido se descubre -desde la cúspide hasta la base- la constitución social del funcionamiento de la información: desde los predecibles enunciados de las columnas en la prensa, hasta los pulsionales posteos en redes. 

 

2. Trauma. Otra es, sin dudas, la reacción del sistema político, para quien 2001 es su propio trauma. El peronismo de Duhalde, que actuó entonces con apoyo de Alfonsin en defensa del orden, comprometió el destino de aquel esfuerzo conservador-represivo en la Masacre de Avellaneda. Todo lo que hubo de extremo en ese atroz episodio fue leído desde el kirchnerismo como el enigma de la recomposición del mundo de los partidos y las elecciones. De allí la constitución de esta fracción en fuerza política capaz de iniciar el salvataje del sistema de partidos, con sus exitosas banderas de normalidad sin represión. Del otro lado del sistema, fue el grupo de Macri el que supo decodificar el mensaje. El funcionamiento del bipartidismo no requiere de una dinámica de alternancia, y para eso hace falta una segunda opción: el deseo de normalidad debe ser capaz de una expresión alternativa, y para eso se constituyó un partido de la empresa, cuyo horizonte discursivo sería el del esfuerzo y el mérito. Esa fue la lectura de Pro: transmutar las energías callejeras en trama empresarial moderna. Si el gobierno del ingeniero conoció un final abrupto, se debió menos al agotamiento de la vigencia de esos núcleos discursivos, que a la practica suicida de destrucción de la débil trama empresaria, que motivó la histórica apedreada del 19 de diciembre del 2017. Fecha que merece ser recordada -en la estela del 2001- como la de una nueva muestra de incapacidad de las elites de gobernar la crisis y del consecuente traspaso de funciones de gobierno hacia el FMI. Los partidos ven en 2001 la condensación de una frontera imposible de cruzar. Un límite mas allá del cual se alza un tipo de conflictividad social ingobernable. Si hay un 2001 de la política, ese es uno que funciona conjurando el fantasma del estallido. 2001 designa algo que no existe, pero subsiste, e insiste en la mente política. Un funcionamiento espectral, que no da lugar a cronologías claras ni a nombre propios consagrados. Curioso Aleph, que reúne el universo de las frustraciones de la integración y el progreso y la revolución social.

3. Consigna. El 19 de diciembre de 2001 una multitud de personas coreó una consigna recurrente: “Que se vayan todos, que no quede ni uno sólo”. Una consigna muy distinta -que duda cabe- del “vamos a volver”, vigente en las movilizaciones populares de los años 2015 y 2019. Como señaló en su momento Horacio González, las calles de aquel diciembre poblaban la plaza sin prestar atención a la Casa Rosada. A diferencia de otras multitudes del pasado, no quedaban a la espera de la palabra que bajase desde el balcón de la rosada: ni espera ni toma del palacio, sino una marea indiferente o desconectada respecto de las tradiciones más obvias, atenta sólo a su capacidad efectiva de colocar límites en la más absoluta inmediatez. Las multitudes de diciembre no traían consigo expectativas ni propuestas, y sobre todo, no traían programas o líderes que re-poner. “Qué se vayan todos” fue una consigna eminentemente destituyente, arraigada en la profundidad de una crisis social, vuelta crisis política. Ese arraigo hace toda la diferencia y contiene toda la distancia imaginable con respecto a cierto uso que hace hoy cierta juventud neoliberal, reaccionaria-libertaria, cuyo único arraigo es con el sistema de la propiedad, presuntamente amenazada por un estado que pretende cobrar impuestos para sostener lo que algunas organizaciones populares llaman la “paz social”. El funcionamiento de las consignas “arraiga” en contextos concretos: no suena igual ese cantito en boca de los desposeídos que en boca de los poseedores, aunque no dejamos de preguntarnos cómo es que las consignas pegan semejantes volteretas: ¿o alguien puede creer que esa consigna decía lo mismo en boca de movimientos piqueteros y asamblearios, contra el ministro Cavallo, que en boca de una nueva derecha que piensa como él?. La consigna “Vamos a volver”, en cambio, evitaba acercarse al límite de la crisis, y conservaba relación duradera entre pueblo y política. El “antimacrismo” fue un tipo de formato político de conservación de una memoria reciente, que tendía al regreso y hacía de él su meta próxima. A diferencia del “Que se vayan todos”, el “Vamos a volver guardaba “algo” -lidereza y programa- que reponer. Disponía de un “desde donde” reciente en el tiempo, tangible en el recuerdo. 

 

4. Volver. Por eso, hay también un “vamos a volver (mejores) con el que la derecha política tradicional intenta superar la crisis en que quedó sumergida con el fracaso del gobierno de Macri. La activación de una fracción reaccionaria-libertaria por fuera de sus filas no pretende operar un desprendimiento definitivo, sino que apunta a radicalizar al conjunto del sistema de partidos. De ahí su doble carácter de síntoma y a la vez de vanguardia impúdica, que propone una dirección extrema para su recomposición. Si la consigna “Vamos a volver” tramaba e imaginaba un tipo de actividad estatal que aspiraba a condicionar en lo posible a los mercados, la respuesta de esta vanguardia delirante de la derecha imagina un mundo de mercado sin mediaciones, un ideal que sólo puede ser alcanzado -esta su paradoja- por medio del control directo del aparato del estado para sus propios fines. 

 

5. Periodización. Apretadísimo resumen: diciembre de 2001, en tanto que grado cero o destitución, es también respuesta asesina del aparato represivo del estado. En Rosario es asesinado el Pocho Lepratti. Se cuentan por decenas lxs asesinadxs por las fuerzas policiales durante esos días. En Junio del 2002 son asesinados los militantes piqueteros Kosteky y Santillan. Los contrapuntos no abandonarán la escena. El presidente Kirchner ordena al jefe del ejército bajar el cuadro de Videla en el Colegio Militar; 18 de septiembre del 2006 es desaparecido en la ciudad de La Plata Jorge Julio López, testigo clave en causas contra el terrorismo de estado. En 2011 Cristina se encamina a superar la crisis con la patronal exportadora de granos con una elección en la que supera el 50% de los votos; fuerzas sindicales en complicidad con las policiales asesinan al militante Mariano Ferreyra en un conficto obrero contra la precarización laboral. En 2015, Macri gana la presidencia por casi tres puntos porcentuales y revalida en las elecciones parlamentarias de octubre del 17; en agosto de 2017, en plena represión de las fuerzas federales a las comunidades mapuches en lucha desaparece en Chubut Santiago Maldonado, que unos meses después aparecerá muerto, episodio que lejos de ser aislado se coloca como inicio de una seria en la que se inscribe el asesinato también en manos de fuerzas federales del militante mapuche Rafael Nahuel. En 2019 asume Alberto Fernández; en el comienzo de la pandemia, el 30 de abril del 2020, rumbo a Bahía Blanca desaparece Facundo Artudillo Castro luego de haber caído en la órbita de la policía bonaerense. 

6. Milagro. Según el empresario y ex ministro de Menem, José Luis Manzano, el paciente zurcido de mediaciones sociales y representaciones institucionales en que se sustenta el sistema de partido constituye, en la argentina actual, un “milagro de la ciencia política”. Para este artista de las fusiones, cuya mirada de la realizada se asienta en la indistinción de las funciones de dirección política y de la operación empresarial constituyen, lo más conmovedor “es la sorprendente legitimidad que demuestra el sistema político en el país del que se vayan todos y en el continente de las convulsiones recurrentes”. En efecto, según el punto de vista de este accionista en el negocio de la energía, la construcción del Frente de Todos ha logrado unificar por arriba lo que de otro modo hubiera estallado como crisis desde abajo: “si no se hubiera construido una coalición de centro izquierda que expresara las demandas de la gente, el corte hubiera sido horizontal” (como en 2001) y “se iba el sistema político para un lado y la gente para el otro”. Es la eficacia de la grieta: “pensá que en otros países la gente sale a romper vidrieras y a putear”. En cambio, aquí, el sistema político fue capaz de contener, desde fines del 2017, el colapso del macrismo: “Todo el 2019 la gente fue mordiendo el freno”, es decir, aceptando trocar calle por urnas”. Fuente: El peronismo de Cristina, Diego Genoud (SXXI, Bs-As, 2021).

 

7. Estallidos. En recientes declaraciones el DiarioAR Ernesto Sanz (UCR-Juntos por el cambio) propuso recientemente un razonamiento complementario al de Manzano: “la única manera de resolver el problema del conurbano es con una gran alianza de construcción de poder con las organizaciones sociales y las pymes. No se puede seguir estigmatizando a los Grabois, a los Pérsico y a los padres Pepe Di Paola (…) Hoy la emergencia es el empleo y hay que trabajar con las organizaciones sociales que están administrando con mucha eficacia, en cuanto a que están evitando el estallido social”. Así se presenta el mundo de abajo percibido desde arriba. Se trata de una perspectiva ilustrativa, porque nombra en voz alta los saberes con los que la política de partido concibe su propia relación con una comunidad que quizás merezca reflexionar mas a fondo sobre esa clase de proposiciones. Si Sanz valora y agradece a las organizaciones sociales, es en la exacta medida en que estasestarían “evitando el estallido”. Como si al aplazar el estallido se estuviera preservando un orden digno (algo así como un orden neoliberal vivble). Los saberes de la política actúan como saberes sobre el límite. Sin saberes de contención, que emplean la noción “estallido social” sólo como amenaza que debe ser conjurada a bajo costo. El propio Sanz ha sabido explicar en su momento la necesidad de mantener en prisión a Milagro Sala, ya que en el caso de Jujuy -bajo el gobierno de su correliginario, el “carcelero” Morales- la Tupac rozó con cuestionar a la familia Blaquier. No se busque en Sanz una contradicción fragrante, dos actitudes incompatibles frente al movimiento social. Nada de eso. Sus múltiples saberes de político profesional organizan una coherencia. Se trata de modelar al movimiento social en su función contenedora, como prolongación de la política. Nada demasiado lejano, por otra parte, a los principios que guiaron al Coronel Berni hace no tanto, durante desalojo de la ocupación de tierras en Guernica. A ambos lados de la grieta, la política de sistema lidia con el estallido como aquello que evoca y teme, puesto que sólo en conacto con este fantasma se torna posible gestionar la crisis. 

8.  Antipolítica. Cando se refiere al estallido, la política de partido busca doblar la precariedad sobre sí misma, como instrumento de contención. A la eficacia de este tipo de procedimientos que Sanz describe, se refiere Manzano cuando habla de lo “milagroso”. Se trata evocar y aplazar de modo perpetuo el estallido. De modo que el estallido real, ese que implota en tiempo real e incesante adquiera el carácter de un estado cuasi-permenente, a la vez que espectral. Sanz afirma así algo al borde de lo que admitimos saber: que la política sobrevivie gracias a la explotación de la labor de organizaciones sociales, trastocando la imagen del estallido en gobierno del estallido. Hay, por tanto, una imagen 2001 de la política. Una imagen congelada y a la vez emanzante, antigua y a la vez presente: siempre por venir. Una imagen que actua productivamente, suscitando por la vía de la amenaza una improvable ilusión de orden en medio de la implosión. Esa imagen es un recurso en el oficio de la administración de poblaciones. El 2001 actua entonces como símite en todas las direcciones a las que se mire: límites de la política. Límite sobrepasado el cual se adivina un fondo oscuro y angustioso que el político no duda en llamar “antipolítica”, pesadilla última con la que sueña la política cuando cobra conciencia efimera de su propio fracaso. 

9. Contrapoder. La contracara del 2001 como antipolítica es la política como contrapoder. La hipótesis en cuestión supone una apropiación diferente de la crisis como límite, lo que supone a su vez otra valoración de la organización popular, no como última prolongación de la política en las tareas de contención, sino como organización de lo que tiende a estallar, fuente de narrativas inversas a las del orden y capacidad para desplazar el límite, llevándolo al centro de la toma de decisiones políticas. Contrapoder, en ese sentido, remite a un largo tiempo de luchas que buscan apropiarse del poder de limitar para utilizarlo contra el poder, por medio de la constitución de un dispositivo popular antagonista, que sólo en ciertos momentos logra volverse propiamente político y causar efectos directos de poder alternativo. Hay un par de citas del escritor Ricardo Piglia sobre este contrapoder narrativo en nuestra historia. El autor de Respitación artificial comienza por decirnos que  “la historia la escriben los vencedores y la narran los vencidos”. Los relato horales que circulan por lo bajo (siendo lo bajo aquello que resultó derrotado por el estado), reúnen los elementos con que se entretejen contrapoderes narrativos. Dos ejemplos que el escritor nos recuerda. El primero: las Madres de Plaza de mayo y un tipo narración que se produce como experiencia del límite, un tipo de contra-verdad que surge en el punto extremo en que el relato se cruza con la locura de quien no puede hablar -por la represión, por el dolor-, pero menos puede callar. Segundo ejemplo: los indios raqueles organizaban la autoridad política en el desierto de un modo peculiar: privado de todo medio de imposición coactiva, el jefe ranquel ejercía un poder mas bien narrativo, a partir de un “mínimo de política”, o en todo caso, de una política que dependía casi por completo del uso de la palabra. El jefe que no manda, reúne a la tribu contando historias, sin otra garantía de obediencia. En estas sociedades, dice Piglia, “el Estado es el lenguaje”, y su uso narrativo actúa cmo único medio de que dispone el grupo para “mantener la autoridad a salvo de la violencia coercitiva”. Estos ejemplos sobre el funcionamiento de contrapoderes narrativos -como capacidad de narrar cruzando la fronteras-, constityen una valiosa orientación para narrar también 2001 como contrapoder. Fuente de las citas: Ricardo Piliga, Crítica y ficción (Delbolsillo, Bs-As, 2017).

10. Progresismo. La tesis según la cual es posible un capitalismo no neoliberal se ha demostrado débil. Sobre todo en lo que hace al diagnósitco. Como lo ha mostrado recientemente Jun Fujita Hirose en un genial libro de filosofía política –¿Cómo imponer un límite absoluto al capitalismo? (Tinta Limon Ediciones, Bs-As, 2021)-, lo neoliberal no es la causa de la crisis sino su respuesta, propiamente capitalista. Neoliberal es la reorganización violenta de las relaciones sociales y socioambientales para detener la caída de la tasa de ganancia. Razón por la cual, la tentativa progresista por paliar sus efectos acaba funcionando como tenue complemento que apenas llega a compensar algunos de sus peores efectos y resulta del todo incapaz a la hora de imaginar como imponer un “límite absoluto” al capitalismo. Fujita lee la crisis del Covid-19 como momento de “destrucción creativa” del capital, que atravieza una fase de transición y cambio de hegemonía hacia un nuevo régimen de acumulación global -de base china- presentada como transición verde e informacional, es decir, como articulación de telecapitalismo y neoextractivismo intensificado sobre tierras llamadas “raras”. Operción de pinzas como relanzamiento desesperado por parte del capital, del que provienen los aires de guerra contra la sociedad que emanan de la economía. La llamada coyuntura política nacional se deshace al desatender las urgencias planteadas por semejante panorama. De allí que Fujita considere que lo político sobre puede conservar su dignidad su vuelve a recostarse sobre máquinas de guerra, urbanas, comunitaras, rurales. Fujita evoca el 2001 para imaginar una nueva alianzas de estas máquinas de guerra: feminismos, comunidades en lucha contra la violencia neoextrativa (y patriarcal), movimientos de trabajadores urbanos no absorbidos en los actuales impulsos del capital. 

 

11. Escena. En una de sus cartas Walter Benjamin escribe lo siguiente: «nunca pude investigar ni pensar más que en un sentido, si me atrevo a llamarlo así, teológico, es decir, de conformidad con la doctrina talmúdica de los 49 grados de significación de cada pasaje de la Torah. Ahora bien, las jerarquías de sentido, la mediocridad comunista mas trillada los respeta más que actual profundidad burguesa, que sólo se atiene a uno, lo apologético». Este fragmento, recogido en un libro muy hermoso –Walter Benjamin, Centinela mesiánico (Cuenco del Plata, Bs-As, 2021)- es comentado por su autor, de Daniel Bensaid, en solo dos líneas: «el lenguaje no tiene que ofrecer una verdad, sino que debe proponer un ramillete de sentidos». Esta sola frase es ya un manifiesto de resistencia a la época en su conjunto. Como lo explica el propio Bensaid, este tipo de escritura “no constituye huida una estética” sino algo mucho mas dramático y vertiginoso: expresa “la urgencia en el corazón de la catástrofe”. De ahí, la opinión de Bensaid, según la cual existe un tipo especial de política ubicada “a la izquierda de lo posible”, desplazamiento escénico hacia zonas no neoliberales de la existencia, como las que viene ofreciendo Chile, en la calle o en la constituyente, desde octubre del 2019. A la izquierda de lo posible no remite a la imagen clásica de la revolución, ni a las formas de articulación populista, ni tampoco a la “antipolítica”. Son escenas atípica, recreadas en base a percepciones, creencias y representaciones de otro orden. “Revés de trama”, diría David Viñas, en referencia a la aparición en primer plano de sujetos explotados durante un cierto período. No es sólo Chile. Es algo más extendido e inasible, que no deja de aparecer un poco por todas partes. Es la reacción ante el ataque -de lo que solemos llamar neoliberalismo- a toda mediación popular democrática. Una inesperada vigencia de lo que Walter Benjamin llamaba “la tradición de los oprimidos”, y que encuentra entre nosotrxs, en el 2001, no la cifra de una verdad, sino un manojo de sentidos en el corazón de la catástrofe. 

 

Publicado en Pocho vive!

 

“Una excusa para hablar con ustedes”[1] // Diego Sztulwark

Desde que Mariano Molina me contó que, junto a Ximena Talento, estaban filmando a Horacio manteniendo conversaciones con varios de sus amigxs, no dejé de insistirle -espero no haber llegado a atormentarlo- con la importancia de que ese material se publicara. Con Ximena ya habíamos hecho, hace algo más de una década, una larga filmación conversando con León Rozitchner. Pero éstas tenían una enorme desventaja: el tiempo. En la época de las conversaciones con León, sólo llegamos a invitar a Ricardo Piglia. En cambio, Gonzalianas consta de dieciocho conversaciones con diecisiete contertulios (dado que con Diego Tatián hubo dos encuentros). Destaco una decisión más de Gonzalianas, conversaciones sin apuro: la publicación de “El pañuelo”, extraordinaria pieza leída por González en ocasión de recibir el premio mayor, el pañuelo de las Madres, de mano de Hebe. “El nacar más brillante de la congoja argentina”, escribe González, que perteneciendo a la historia nacional la excede, nos permite leer “las insignias de un pasado próximo” y “lo que ocurre en las calles de Chile y Bolivia”. Cuando Mariano me avisó que estaban planteando la presentación del libro para la semana mas apretada del año me mordí los dientes. Me era imposible pensar mas allá del prólogo que redactaba fuera de fecha para un nuevo tomo de las Obras de León Rozitchner para la editorial de la Biblioteca Nacional y de la presentación de un libro sensacional: “Nada que esperar, historia de una amistad política”, de otro amigo de Horacio y de varios de nosotros, Sebastian Scolnik. Cuando por fin tuve Gonzalianas en mis manos, no sé por qué, lo abrí por el final y encontré estas palabras: “Yo acepté esto no sé porqué. Tener una excusa para hablar con ustedes”. El texto no lleva firma y no lo necesita. Imposible no reconocer la autoría de esa voluntad de conversación.

 

Si la semana era ya imposible sin Gonzalianas, cuando Liliana Herrero anunció la salida de Humanismo, impugnación y resistencia. Cuadernos olvidados en viejos pupitres -libro sobre el cual González trabajó los últimos dos años, y de cuya importancia tenía noticias por Pía y Guille- ¡el vértigo fue total! ¿Cómo agregar la lectura de estas 449 páginas de un ensayismo tan elaborado en un escuálido manojo de días imposibles? Me dije entonces que mi responsabilidad, en todo caso, se limitaba a compartir con ustedes, hoy, un comentario de Gonzalianas. Pero al reparar en la tapa de Humanismo y ver el rostro de Horacio en la tapa, sobre ese fondo hecho de otros rostros -de Benjamin a Heidegger, de Sartre a Gramsci, del Che a Cooke, pasando por León- un impulso insano me precipitó hacia el índice y encontré allí los siguientes títulos: “las tragedias filosóficas de Oscar del barco y León Rozitchner”, “Los fantasmas de John W. Cooke”, “Oscar del barco y la deshistorización de la culpa”, “El solitario de Chivilcoy”. No lo podía creer. Cada uno de los cincuenta y ocho “cuadernos” que componen Humanismo era mas atractivo que el anterior y cierto movimiento automático de la mirada me hizo contar en pocos segundos un total de no menos de siete cuadernos dedicados directa o indirectamente a Rozitchner, sobre quien intento desde hace meses escribir algo que quizás un día sea un libro. Lo notable para mí era que el libro de León que estábamos prologando a contrareloj con Cristian Sucksdorf -libro en el que León lee a Deleuze, Agamben, Lacan, Levi Strauss, Laclau y Castoriadis, entre otres- termina con dos notables textos sobre Horacio. Por lo que leí esos fragmentos de Humanismo como un extraordinario dialogo póstumo sobre la amistad intelectual, que es también hoy entre nosotrxs una reflexión sobre el reverso de la enemistad. Si me apuran, agregaría mas: tuve toda la impresión de que esa conversación tenía menos de cierre extraordinario de una querida historia reciente y más de programa venidero. Desde ya, quedé completamente atrapado en la lectura y a la vez consciente de que no llegaría a promediar la lectura de ninguno de los dos libros para la presentación de hoy. Las palabras de aliento de Liliana, a quien consulté mas o menos desesperado por la situación, fueron mas o menos las siguientes: “la lectura de Humanismo está comenzado”, estamos en una fase “preliminar” y quizás un modo de admitirlo sea confesar que “se dialoga con Horacio sin haberlo leído de modo completo”. Estas palabras de suyas me animaron a seleccionar algunos fragmentos de Humanismo. Me detengo en un párrafo de la página 154. Allí Horacio se refiere al reactualización que le interesa. Se trata de un humanismo capaz pensar en acto sus presupuestos, es decir, de “investigar sus propios soportes retóricos, sus procedimientos de escritura y ver en ellos la posibilidad de recrear una lengua universal, que mueva nuevamente las pasiones íntimas y mundanas de lo político”. A continuación, González presenta las tesis contrapuestas de Masotta y Rozitchner respecto a las operaciones necesarias para desplegar el plan humanista. El primero, llamando a incautar desde la izquierda fragmentos claves del pensamiento clásico o de derecha, el segundo desconfiando de ese tipo de apropiaciones por considerar que no hay nada en la izquierda que preceda como un sujeto constituido, e insistiendo mas bien en crear y discernir unas categorías -una subjetividad- de izquierda, nunca dadas de antemano. Es impresionante -discutible, fascinante- el modo en que González procede a des-antagonizar estas tesis contrapuestas mediante dos operaciones críticas: la primera de ellas, por medio de un salto a la actualidad. La segunda, por medio de la ya proclamada revisión de los supuestos que animan a los argumentos enfrentados. De la actualidad González presta particular atención al ascenso de una derecha reaccionaria que se apropia del lenguaje de las izquierdas, comenzando por “lo libertario” (invirtiendo el sentido de la incautación masottiana). Respecto de la revisión de los supuestos argumentales, González presenta una breve exposición de la teoría rozitchnereana de los “índices personales”, aquello que en cada quien es a la vez lo más histórico y lo mas propio. Se trata de un momento decisivo del pensamiento de León, que Horacio toma del libro Ser judío en que Rozitchner se refiere a la mirada del antisemita como aquello que revela en él la presencia “de lo inhumano en lo humano”, determinando su propio tránsito -desde lo judío- a la izquierda. ¿Qué extrae de este pasaje González? la recuperación de un “sedimento irrevocable”, potencialmente activo, “humanista” y/o de “izquierda”, presente tanto en Masotta como en Rozitchner y en González mismo. Así trabaja Humanismo: recogiendo los hilos de una larga discusión plagada de rostros y nombres -ninguno de ellos remitidos nunca a un pasado definitivo, sino mas bien recobrados todos por comunicaciones extraordinarias, como las que se suceden entre Lezama Lima y Guevara y o entre Cooke y el propio autor. Así al menos parece presentarlo Horacio en una nota al pie aparentemente casual: “adicionalmente, una anotación personal, conservo en el desorden de mi biblioteca un folleto donde se publica el alegato sobre los convenios petrolíferos que Cooke hace en el Congreso con la dedicatoria del autor a León Rozitchner, fechada en La Habana”. No voy a adelantar aquí lo que Rozitchner escribe en su texto “Oh amigos” sobre González (algunos quizás los conozcan). Me detengo en cambio, si, en una referencia de Humanismo sobre León, en la página 390: “mucho le costó a León haber escrito ese libro -su libro sobre Perón- y también el de Malvinas, criticando la totalidad de la empresa militar y sus apoyos-, porque su voz se confundía con la de un filósofo incapaz de comprender las formas dramáticas de lo colectivo y popular. No era así. León actuó como sombra doliente de lo popular, introduciéndose en el otro adverso, para escuchar y pensar. Un texto adverso de León era más comprensivo -como le gustaba decir a él: de profundis– que cientos de panegíricos de cualquier cosa que sea”. Me detengo acá, digo, porque en este pasaje se vuelve muy evidente el valor otorgado al esfuerzo de comprensión, como un punto de encuentro entre conocimiento y justicia.

Leo una ultima cita, para mi completamente fascinante de Humanismo: “El ensayo” -dice en otra nota al pie de González- “es lo que escribimos sin querer, cuando notamos que menguan los soportes ya consagrados de conocimientos y se acreciente el interés por nuestro estilo propio, nuestra inconsecuente como dúctil confusión con la que pasamos el contenido realista a la forma estilística. Ese pasaje es imperceptible, como lo es la propia decisión de ensayo. Si decidimos escribir a través de un yo, esa decisión quizás arruine nuestros propósitos y sólo surge a luz un moralismo, un estilismo o un dandismo. Escribir ensayos solo ocurre si estamos distraídos”. Esa distracción inspirada, cuya pretensión es revisar todos los supuestos de los fenómenos que nos importan, hizo de González un gran armador de escenas intelectuales y políticas, y el escritor de un legado demasiado inmenso. Lamento no estar hoy allí con ustedes para escucharlos en vivo. Pienso que Liliana tiene razón: Gonzalianas y Humanismo -dos libros que se complementan en muchos aspecto- nos permiten continuar o recomenzar una larga conversación que siempre nos debemos con ese enorme pensador nuestro que es Horacio González.

[1] Este texto fue escrito a toda velocidad la mañana del sábado 18 de diciembre, cuando me enteré que no podría asistir, por razones sanitarias a la presentación en la Biblioteca Nacional de los libros de Horacio González:  Humanismo, impugnación y resistencia. Cuadernos olvidados en viejos pupitres y Gonzalianas, conversaciones sin apuro, compilado por Mariano Molina, ambos editados por Editorial Colihue. Agradezco a Mariano Molina haberlo leído.

Miserias de la memoria // Lobo Suelto

Todo aniversario es miserable al suponer que aquello que vive lo hace en el recuerdo, sin considerar formas de la presencia menos proclives a la mistificación y la nostalgia. 2001 como propio y próximo, en la medida en que toda memoria es a la vez cuerpo. 2001 como lejano, dado que la sensación de crisis acentuada por la reacción popular, remite a formas esencialmente democráticas, que el sistema político no cesa de conjurar. Ahí donde el estado neoliberal es impugnado, descubrimos los brotes de la asamblea, ciudadana, piquetera o fabril. 

La política posterior del 2001 no logró desprenderse de la crisis, pero sí de la asamblea. Quiso suponer que 2001 fue pre (y hasta anti) político. Y con esa creencia no cesó de revivir las ideas de la transición democrática, de cuño alfonsinista: la política entendida como eso que hacen los políticos: “hacer política” como oficio y profesión, más allá de la cual no hay práctica democrática posible. 

Esa creencia, en este nuevo milenio, no hace sino ocultar la realidad de un nuevo tipo de estado cuyo fundamento, en el plano de las prácticas de gobierno, es la rearticulación con los mercados globales -de energía, carnes o finanzas-, haciendo de las organizaciones sociales precarias mediaciones con el mundo popular -con las formas reales de los territorios y del trabajo-  siempre a contener. Sólo que esa mediación, que suponía un lenguaje hecho de eufemismos útiles para encubrir las bases mismas de la dominación, tiende a ser respondido por un tipo desinhibido del habla, que busca en las palabras un momento de emoción inmediata, desprovisto de todo potencial cuestionador. 

Las extremas derechas, ya no se conforman con neutralizar la rebelión: desean su energía y su lenguaje -por eso se hacen llamar libertarios- para potenciar el dispositivo de aseguramiento de todas las jerarquías imaginables. En lugar de crisis y asamblea, crisis y fascismo. Ahí dónde 2001 decía «dignidad», es decir, palabra sostenida en la lucha que crea comunidad aquí y ahora, 2021 grita «libertad», como utopía del individualismo posesivo y reaccionario que imagina un futuro violentamente despojado de toda densidad colectiva. El delirio posesivo blanco se vuelve “rebelde” construyendo con meticulosidad un enemigo mix anti-mapuche, anti-piquetero, anti-feminista, anti-socialista, anti-plebeyo, anti-peronista. Por fin se hace presente la Antipolítica, que los sectores kirchneristas querían vincular a los movimientos populares de 2001. No: la antipolítica es esto que vemos ahora: el emergente de tanta política sin fuerza, sin revolución. Es su reverso exacto: fuerza sin política. 

Veinte años de 2001: ¿Con todos sus muertos? Diez del parque indoamericano: ¿con todo su racismo? Aquello que es puesto como pasado, es una dimensión del presente, que no es posible negar sin consecuencias. ¿O Chubut no existe sólo porque se lo calla? Se llama política al deseo frustrado de afirmación soberana, que no pasa del fetiche. Ahí donde la política se sueña como relación entre una necesidad y un derecho surgen al menos tres posiciones ostensibles: la retórica-ilusoria, que sublima la lucha en lo discursivo; la reaccionaria que desea explícitamente quebrar la ecuación; y la plebeya, que la concibe ante todo como efecto de momentos comunitarios desde abajo. Ojalá la izquierda -que se auto atribuye el nombre- hubiera sido capaz -nunca lo fue- luego de su éxito electoral de levantar la vista, mirar amplio y convocar a una nueva experiencia, para mostrar que hay mejores y más consecuentes modos de ser anti-neoliberales. No están en condiciones, porque su crecimiento la somete a rigores del tipo canibalismo interno que los priva de toda convocatoria honesta y fraternal. 

La política 2003-2021 se presenta como derrotada y no dispuesta a dar pelea, y se llama a eso “correlación de fuerzas”. Al no procesar la rebelión del 2001 como dato positivo, sólo se conmovió con agonías frente al capital sin resistencia. Si 2001 inventó el centro político como fenómeno de las periferias y los subsuelos, el 2021 que se va no fue sino el reflejo nítido de la radical intolerancia hacia todo aquello capaz de existir fuera de la pantalla. 2001/2021: ¿aquí nada ha pasado?, ¿o acaso se dio la vuelta entera, los trescientos sesenta grados a los que alude en su significado originario la noción misma de «revolución»? Algo ha cambiado: las pantallas. Solo en ellas es posible, parece, dirimir las sentencias que organizan lo justo y lo injusto de la vida colectiva. 

2001 fue la sorpresiva aparición de una reserva combativa de los sobrevivientes de la aniquilación. ¿Eso es recuerdo? ¿Puede serlo?

Lobo suelto, 19 y 20 de diciembre de 2021.

 

Imagen: Enrique García Medina (Archivo ARGRA)

Recuerdos dispersos de Feinmann // Diego Sztulwark

De José Pablo Feinmann guardo recuerdos dispersos. Lo entrevistamos en la época de Sociales, él vivía cerca de Marceloté. Creo que sobre el Che. Era la época de su libro «La sangre derramada», que a mí no me gustó. En esos años escribió una obra teatral sobre Guevara y nos invitó una vez -a los miembros de la Cátedra del Che de la UBA- a charlar sobre la obra. Eso lo recuerdo con cariño. No así el libro «El Flaco», y toda la apología que allí rechace entre realismo político y setentismo (dos términos son interesantes cuando se los liga críticamente). Sus libros más queridos en mi recuerdo: «Filosofía y nación», y su novela sobre Heidegger (ahi Feinmann decia que el peronismo no podia ser nazi porque no era racista). También el extraordinario dialogo que mantuvo con Horacio González: «Historia y pasión» (que debería reeditarse). Mis dos recuerdos preferidos sobre Feinmann: una entrevista que le hacen en viejo número de la Revista Humor, década del 80, donde explica su proyecto político, compatible con el cafierismo, incompatible con el menemismo (a propósito de ese Fienmann: la Biblioteca Nacional ha editado ya hace unos años Revista Envido -revista de estudiantes de filosofía y letras: Feinmann, Gonzáles, Armada-, edición facsimilar: quizás sea momento de investigarla un poco). El otro recuerdo: las fascículos de historia de la filosofía que sacaba los sábados -hace década y media- en página/12: yo los subrayaba con cierto pudor (¿se puede aprender filosofía por los diarios?) Cierta mañana el pensador Paolo Virno, de visita entonces por Buenos Aires, me preguntó quién era José Pablo. resulta que había leído una de sus clases y se había impresionado muy bien con lo que llamaba un «lenguaje propio». Esa búsqueda de lo universal del pensamiento y lo propio en el lenguaje -filosofía y nación- es lo que nos gustó de José Pablo y agradecido lo despedimos.

Palabras previas de Nada que esperar. Historia de una amistad política // Sebastián Scolnik

Este libro viene a quebrar un silencio extenso. Una imposibilidad de hablar de temas muy sentidos a lo largo del tiempo y que fueron sedimentando como restos incómodos. ¿Cómo se elabora todo aquello que uno ha vivido, tan extremo y tan vital, que no encuentra su modo de existir, al menos como una evidencia del presente? El silencio nunca es detención. Porque en sus pliegues y recodos un pensamiento se va incubando, aunque no pueda aún manifestarse. Cuesta mucho encontrar las palabras para volver a tejer esos sentidos, para traer ese mundo que parece algo ya pasado. Pero, ¿por qué hacerlo? ¿A qué debemos esta insistencia? ¿Es acaso la recordación de una fecha, los veinte años de 2001, motivo suficiente para largarse a hablar de asuntos que aún resuenan como irresueltos? ¿O hay algo de este tiempo, de sus cierres que se vuelven irrespirables, que solicita reencontrarse con lo que ya no tiene una actualidad palpable, para relanzar las búsquedas que quedaron truncas? Este libro no pertenece a géneros muy definidos. Es un libro sobre cómo se habló en cierta época y cómo esas lenguas que parecen sacrificadas en las hogueras del presente pueden tener un potencial de interrogación sobre nuestras vidas contemporáneas.

También es un libro sobre la ciudad, escenario privilegiado de los trayectos que se propone recuperar. Ser joven es ser protagonista de la ciudad. Vivirla y hacerla. Esa ciudad que a veces padecemos, otras consumimos y rara vez  comprendemos. Siempre se piensa en condiciones muy determinadas. Bajo la violencia de una necesidad, bajo la presión de haber visto una verdad del mundo que reclama ser narrada y nunca nos deja en paz, bajo la influencia del contexto, de ciertos olores e imágenes. Las ideas remiten siempre a gestos, a tonos. Calles y situaciones. Los personajes de este libro tuvimos la suerte de pensar cosas por haber vivido ciertas circunstancias muy específicas. Es un libro sobre la amistad, sobre los fracasos que elegimos tener y tuvimos que enfrentar. Es un libro sobre la deserción, la ironía y la sospecha sobre el éxito. Recuerda los bares y las conversaciones. La universidad y la calle, los pasillos y los galpones. Es un libro sobre la memoria. Sobre cómo recor- dar aquello que uno ha sido y tal vez sigue siendo. Es la búsqueda de una voz para redescubrir todo lo que había por debajo de aquello que fue dicho en un tiempo determinado. Una indagación sobre ciertos rituales y mecanismos. Sobre cuál es el fondo colectivo del que surgen ciertos enunciados. Aquí pueden encontrarse compendiadas muchas de las discusiones de los últimos treinta años. Se narran decisiones y trayectos. Persistencias y derroteros. No dice la verdad, sino que cuenta “nuestra” verdad: aquella que surge de un punto de vista muy situado. Ciertas marcas, ciertas luchas y ciertas militancias. Para que el recuerdo no quede enterrado en las analíticas globales ni soslayado por las descripciones de un empirismo literal ni una épica esteticista. Hay un intento por recuperar los puntos dramáticos de los años precedentes, para intentar situarnos en los dilemas concretos y lo que fuimos sintiendo mientras la tierra se movía bajo nuestros pies. Por eso hay una búsqueda por recuperar la afectividad de una experiencia para no tener que soportar la indignidad de las lenguas oficiales, los realismos culpabilizadores y el ceremonial de una evocación de los “tiempos felices”.

Fueron años de guerra, de desgarros, de reproches y de felicidad. Tal vez haya sido la ironía el modo más justo para tratar con toda esta materia descarnada. Porque sirve para compensar las decepciones y porque permite auscultar nuestros fracasos sin sucumbir a la tentación del rencor y los malos sentimientos.

El lector encontrará una voz colectiva, primera persona del plural, y una voz individual que se alternan y toman una el relevo de la otra de modo permanente. Este pasaje no expresa solamente un error literario. Es una política. Porque ninguna de las decisiones individuales estuvo exenta de un fondo común. Lo individual es un énfasis, un cierto modo en que esa trama aparece. Ese nosotros nunca fue algo fijo. Más que un grupo era una sensibilidad, un modo de imaginar y disfrutar el mundo, también de fabularlo, que pasó por grupos, siglas, movimientos y distintas formas reconocibles. Nosotros siempre es el nombre de una pregunta, de un deseo, de una insistencia y de una complicidad.

El libro trae los recuerdos de una frescura. De un estilo de trabajo, unas sensibilidades teóricas y políticas. Una artesanalidad, una ética de la gratuidad que es la condición para hacer del mundo algo vivible y que hoy cuesta percibir como algo inmediato porque es irreductible al cálculo de la proyección individual.

Tal vez, lo que se cuenta en este libro pertenece a la última experiencia política del siglo XX. Muchos de los personajes que aquí aparecen ya no están más con nosotros. Frente a su muerte, tuvimos la sensación de que algo inmenso dejaba el mundo y nos dejaba solos. Una forma de ver y de sentir, de articular la política con el pensamiento, de vivir la historia y la revolución.

Estas narraciones traen un manojo de sentidos posibles. Fueron amasadas en un tiempo de ensoñaciones que no sabemos si ya ha pasado o si siempre estará por venir.

 

El libro puede adquirirse en Tinta Limón

Próxima presentación:

La huella de un gato // Luchino Sívori

La huella, poetizada una y mil veces, es una marca para algunos y un registro para otros. Para un tercer grupo, pequeño pero reverberante, la sombra en un espejo infinito. 

Como el sonido, vibra ondulándose por el aire que levantan del suelo nuestros pies; y de nuestras bocas, a través de sus imágenes acústicas.

Para no hacer ruido, los felinos caminan colocando las patas traseras exactamente en el mismo sitio donde los pies delanteros dejaron su huella. Es un paso continuado en toda regla; la marca, una señalización de lo que debe hacerse, escapa así de ser una mera sobra de un pasado apenas pisoteado. 

El silencio de aquel recorrido es llamativo. La comunicación, el sentido y el encadenamiento de un movimiento tras otro no emiten sonido. Como la escritura. 

Si uno pretende, como ahora, reducir el hiato que esa danza provoca en su movimiento a medida que se prolonga, la distancia se vuelve proporcionalmente más grande. Digamos que su sentido exacerbado la vacía, flotando en puntitas de pie.

En cualquier ensayo, de todos modos, ese movimiento doble de lectura-escritura siempre se repite, aunque nos olvidemos. El que lee pretende escribir, y el que escribe leer aquello que él llama objeto. El gato bien podría serlo.

Puede, también, que el paso del felino sea arrepentimiento, y por ello el apresuramiento de tapar la huella con el pie. Pisar, una forma de decir “borrar avergonzado aquello que se dijo”, como el gesto pudoroso de taparse la boca al reírse de los asiáticos. Arrepentimiento, y escondite. 

O un solo paso, también, que se dividió en cuatro, multiplicado por la duda o la introspección. Uno conservador, uno individualista… y así, persiguiéndose unos tras otros, queriéndose alcanzar para regresar a ser Uno.

Puede que no haya paso ni huella alguna, y todo fuese sólo un cuerpo que mueve palabras. El “gato” sería algo así como un paradigma, un núcleo de sentido que está a la vez dentro (porque ¿dónde sino?) y fuera (porque no se identifica pero estructura). 

¿Dónde estarían, entonces, esa huella, aquél gato que pisa para no olvidar avergonzado, el camino que deja tras de sí y el sigiloso andar de sus patas que no son ni una ni cuatro? ¿Fuera y dentro de qué texto escrito por palabras que, como marcas, señalan ellas mismas el camino por donde debo encontrarme a pesar de ser sólo eso, huellas, sombras de sombras, aunque el Pasado pretenda arribar justo allí donde mis manos teclearon las últimas letras, aquí mismo, para devenir finalmente autor?

No sería necesario que exista para existir.



El estallido sigue en la calle // Diego Valeriano

Hay relatos torpes que buscan forzar experiencias. Múltiples interpretaciones, la máquina de la opinión, la política, el ruido, la academia. Algunos escriben solamente para calmarse por no haber estado, otras para parecer comprometidas, muchos para apropiarse de algo vital que no nos pertenece. 

Se inventan diciembres, se flashea lo se que puede, siempre se busca monetizar algo de alguna manera. Las que estuvieron, los que no pero quieren contarlo, los troskos corridos a piedrazos, los sindicalistas estatales que cuando se pica hablan de no entrar en provocaciones, las investigadoras del Conicet que de todo opinan, los gedes que sueñan con saqueos, los gatos del plan. El 2001 no pasó, nos pasó, es mentira, sigue pasando.

De la carestía y desobediencia a la abundancia y obediencia. Apps, pasta base, planes, cuotas, pastillas. Un largo proceso, un instante, la vida entera, 20 años, una astilla. Un tránsito poco sutil del estallido redentor a lo posible cercano, de CABA a Merlo, de las asambleas a tener jefa, de la calle a los contratos, de no hacer caso a no hacerle el juego a la derecha. De lo plebeyo a delegar el estado de ánimo. El estallido sigue, explota todo los días, no necesita ser contado, narrado, explicado. Nosotros cambiamos mucho, el 2001 siguen en la calle. Todo recuerdo es traición.

La contratapa anti imperio [1] // Lila M. Feldman

Hace unos días leí a Fabián Casas en su genial columna titulada El imperio contratapa. Luego me llegó la invitación inesperada y generosa a presentar el libro, y pensé que Afluencias, por más digital que sea, también merece una contratapa. Aquí, con ustedes, voy a ensayar una. La titulé “La contratapa anti-imperio”.

Casas sostiene que una contratapa no es una mera convención retórica, y resume sus claves: debe ser breve, no debe spoilear el contenido central del libro que recomienda, y debe intrigar al lector para que decida comprarlo. Afluencias lleva en su sello ya resuelto el tema de la compra, porque es de descarga libre y gratuita, todo un acontecimiento político en sí mismo, pero sí quiero hacer de esta contratapa virtual una invitación.

La contratapa, escribe Casas (esta parte me interesa especialmente), debe cuidar la espalda del libro. Como en el barrio nos cuidábamos o nos cuidamos las espaldas, con los amigues de fierro. Me sumaré a una tradición: la que entiende (si es que no es una contratapa de las hegemónicas, rumiantes, aburridas o tira flores) que la contratapa no se propone llenar de elogios al libro, ni hacer un sumario de su contenido, sino, en todo caso mostrar, que el libro tiene una riqueza y una potencia que le permite ser fuente de creación y genuina lectura. Entonces, esta contratapa no será adorno ni trámite o formalismo, sino (ojalá) efecto de la potencia que Afluencias tiene. Vestigios de luminosidad del libro, metonimia de lo que está por-venir (parafraseando y citando a Casas), ante la celebración del arribo de un libro que hace su estreno buscando encontrar disponibilidad y hospedaje en los lectores.

Empezaré por detenerme en el título del libro: Afluencias, no confluencias. No es un detalle nimio, porque en este libro fluyen ríos, cauces y causas que no convergen. Está hecho de plumas diversas que hasta discuten, se oponen, se acercan a veces, y otras se diferencian y antagonizan. Sin embargo, hay un denominador común. Se trata de un libro discutidor, se atreve a ir contra-corriente. Le gusta dar batallas. Es un libro que se inscribe en el campo psicoanalítico que lucha contra las hegemonías patriarcales, cis-sexistas y heteronormativas, coloniales, sacralizantes, burguesas y académicas. Se opone a la formación de masas, lo cual para mí es su mayor logro. Este libro se compone en multitud (la multitud es la reescritura y la revuelta de la masa, y un destino mucho más valioso e interesante para el colectivo psi. La multitud no está hecha solo de muches, sino de luchas, sobre todo. La multitud es la masa des-alienada, propuse en otro lugar).

Contratapa anti-imperio, escribo, porque Afluencias es un libro anti imperio. No busca aglutinarse como ejército o iglesia. Se propone pensar y discutir acerca de los modos en lo que las lógicas dominantes funcionan dentro del territorio psicoanalítico. Quiero subrayar mucho algo. Afluencias relanza la búsqueda del psicoanálisis por pensar y atender a las innumerables formas de sufrimiento psíquico, pero además se hace cargo de incorporar, en esa búsqueda, la revisión y reformulación de aquella parte (no poca) del psicoanálisis que es parte responsable de crear o profundizar el sufrimiento psíquico.

Afluencias es un elogio de lo heterogéneo y una crítica a la obediencia dentro de nuestro campo. No sólo está compuesta por diversas corrientes dentro del psicoanálisis, sino que se propone, me animo a decir que Bruno y Tomás se lo han propuesto explícitamente, y vaya que lo han logrado, situar al psicoanálisis en diálogo permanente con la filosofía y la política. El psicoanálisis ampliando sus confines, interrogando sus potencias. De hecho, el psicoanálisis proviene de lecturas filosóficas, sociológicas y literarias. Y se mantiene vivo siempre y cuando pueda seguir pensando y pensándose con ellas.

¿De qué se trata Afluencias? Además de contarles que está dividido en cinco temáticas (Instituciones, Géneros, Clínicas, Políticas y Filosofías), diría que es un libro acerca de la escritura y la lectura dentro del dispositivo analítico, y dentro de nuestro campo. ¿Qué es leer y escribir para los psicoanalistas? ¿Qué entendemos por leer y escribir? ¿Cómo leemos? ¿Cómo escribimos? ¿Dentro de cuáles tensiones y conflictos? ¿Qué nos inspira? ¿Cuáles problemas y batallas nos animan a alzar la pluma?

Afluencias tiene una potencia subversiva que se articula en un colectivo de nombres propios, que apuntan a construir una propia y singular versión en la escritura. Es también una redefinición de lo que es interior y exterior a nuestro campo. Hace de “lo exterior” interior; interiorización fecunda de todo lo que es capaz de tocarlo, sacudirlo, interpelarlo.

Voy a compartirles mi hoja de ruta personal y arbitraria. Mis rutas afluentes. En términos de lo que me conmovió más, empieza por el escrito de Luis Sanfelippo y sigue con los de Sofía Rutenberg, Fernanda Magallanes, Julieta Goldsmidt y Wang Yi Ran; el de Gabi Insua, Jorge Reitter, Omar Acha, Marcos Apolo Benítez, Maximiliano Cosentino y Roque Farrán. Cada une armará la suya, porque el libro permite diferentes recorridos, cual Rayela incesante.

Me interesa más la afluencia que no se dedica a dirimir quién o quienes leen mejor a Lacan, sino a disputar en torno a las consecuencias clínicas, éticas y políticas que se derivan de sostener determinadas lecturas. Y más aún, la que construye una voz enunciativa personal, singular.

Otra corriente que encontré leyendo el libro y en la que me inscribo, es la que en los márgenes intenta situar un lugar o territorio propio. Uno que defina de otro modo un interior y un exterior, que problematice sus vínculos y fronteras. Fugitivo del lacanismo, se nombra Jorge Reitter, Daniela Danelinck se proclama autopercibida y descarriada, y quien les habla: extranjera.  Formas migrantes de una pertenencia problematizada. Otra afluencia es la que toma el camino de la “apuesta”. Allí me encontré próxima a Luis Sanfelippo, a Gabriela Insua, Nicolás Cerruti, y a Maximiliano Cosentino.

Luego, mi proximidad con el libro todo, porque reúne afluencias que, de un modo u otro, contribuyen a discutir los cimientos del imperio; ese que tiene vocación colonial, dogmática y moralizante.

Tengo, por último, el regalo de esta última afluencia: compartir esta presentación junto a Emiliano Exposto y Nicolás Cerruti, con quienes me unen conversaciones, el vínculo con la escritura y a través de la escritura, admiración y afecto.

Eduardo Muller, psicoanalista, ha trabajado sobre un concepto de Harold Bloom: la angustia de las influencias. Esa angustia que acompaña, motoriza o inhibe a quien escribe, ligada al horror ante la página en blanco, pero, sobretodo, a las ambivalencias respecto de cómo operan en cada unx de nosotrxs las lecturas que nos han forjado. La angustia de las influencias está ligada a una pregunta: ¿de qué maneras está presente en nuestra escritura la influencia de lo que hemos leído? Sabemos que no existe originalidad, en el sentido de que no existe autoengendramiento. Nuestra escritura (nuestra práctica en general) es causada por nuestra biografía de lecturas. Ahora bien, quiero detenerme en algo más. La idea de mala lectura necesaria, fecunda, condición para que la escritura no devenga repetición ecolálica de lo dicho y ya pensado por otrxs. La mala lectura es lo mejor que puede suceder con las influencias, y supone desvío, errancia, expansión. Es por ello que a veces me pregunto si Lacan es la única y absoluta influencia, la única voz que participa de la escritura para algunxs psicoanalistas, si es el único punto de referencia en el que autorizarse (autorizarse como forma de asumir una autoría a veces, y otras como forma de legitimación por apuntalamiento en alguna de sus interpretaciones o traducciones). Me pregunto a veces si Lacan no ha advenido al lugar de la gran máquina de influencia en el pensamiento psicoanalítico. Si allí empieza y –más aún- si allí termina, casi como vaticinó Fukuyama cuando sentenció “el fin de la historia”.

Entonces, apostamos a las influencias que se transforman y nos transforman, que devienen afluencias. Influencia no como ejercicio de poder, sino –dice Muller que esa es su etimología- como un fluir hacia adentro, como fluyen en unx esas voces que nos habitan y con las cuales podemos seguir pensando. Hay un riesgo en juego también cuando escribimos. Que la escritura en nuestro medio sea una forma de influencia sin angustia. La influencia absoluta, no metabolizada de ningún modo, y nunca y en nada cuestionada o revisada. La influencia que deriva en “leer bien”, correcta y aplicadamente, letra por letra. La influencia intacta, como dispositivo conservador y des-historizante.

Influencia, confluencia, afluencia. ¿Asos diversos modos de fluir serán momentos o destinos posibles de la lectura y la escritura en psicoanálisis? Esta es mi mala lectura, mi contratapa virtual y arbitraria, tributaria además de la absoluta libertad que me han dado, que nos han dado desde el principio Bruno y Tomás, los compiladores y motores de este libro. Esa libertad que invita a correr riesgos. Una mención especial la merece esa hermosa introducción que han escrito y que lleva un gran título: “El circuito pulsional del tacto”.

Este libro es testimonio de lo que nos ha tocado a sus autores. Esperamos, ahora, que los toque a ustedes, querides lectores; que de la lectura no salgan intactos. Y que la escritura siga siendo parte, corazón e invención (como escribe Maximiliano Cosentino), del porvenir y vitalidad del cuerpo erógeno del psicoanálisis.

 

[1] Presentación del libro “Afluencias. Escritos sobre el psicoanálisis que nos toca”.

 

Vamos a decir que No // Mía Dragnic García

La derecha en Chile ha erigido la figura de un hombre autoritario muy blanco, padre de muchos hijos y dueño de cuantiosos activos, para competir democráticamente por el puesto de presidente de la república. Después de todo el horror que hemos vivido, esto no debería estar pasando.


Durante los últimos años se ha construido el concepto “Chilezuela” como un gran campo semiótico que ha sido elaborado no solo a partir del significativo flujo migratorio de la población venezolana que ha llegado a Chile, sino también desde la creación de noticias, la circulación de imágenes y todo tipo de signos capaces de elaborar un imaginario de derrota, miseria y autoritarismo en torno a Venezuela que produce temor. Así de caricaturesco, la chilezuelidad se impone como un horizonte de posibilidad catastrófico si no gana la ultraderecha. De esta manera se ha articulado un discurso que ha querido dar un cuerpo al fantasma del comunismo, dotando de un pasado a la multitud de inmigrantes que hoy forman parte de nuestro cotidiano. En la imagen de quienes cruzan el desierto para abandonar un país supuestamente en ruinas, resuenan las colas de la Unidad Popular. Nada podría ser peor que su pasado si en el presente estas personas  están dispuestas a someterse al maltrato xenófobo y a la precarización laboral a cambio de sostener la ilusión de la libertad económica.

Desconozco cuantas veces han venido a Chile, invitados por personajes políticos nacionales, militantes o ex militantes de Primero Justicia, pero desde hace varios días Leopoldo López está en Santiago y su agenda ha intentado cubrir gran parte de la esfera noticiosa del país. La invitación esta vez la hizo Bernardo Fontaine y otros convencionales de derecha y ultraderecha. Aunque a estas alturas, considero problemático insistir en esa diferencia, precisamente porque esta coyuntura electoral era el momento para que apareciera la tan mencionada derecha liberal chilena y lo que ha sucedido es justamente todo lo contrario.  Su visita es otro hito más de la campaña del terror que hoy se concentra en la figura de Kast, que la derecha en singular, ha levantado desde hace algunos años. Uno de sus primeros acontecimientos fue la creación de la “visa de responsabilidad democrática” el año 2018. Otro, la visita de Piñera a Cúcuta el 2019, a partir de la cual la inmigración venezolana en Chile incrementó de manera considerable.

Afirmar lo anterior no significa empezar a hablar la lengua de la Guerra Fría, el desplazamiento de la población venezolana es un elemento más de una importante crisis en la cual el madurismo también tiene responsabilidades. Sin embargo, la preocupación por no hablar esta lengua a veces borra del análisis elementos que son centrales para cualquier reflexión medianamente seria. En Venezuela existe un severo bloqueo político y económico, esto es un mecanismo de control geopolítico impuesto por Estados Unidos, que ha sido profundizado durante la pandemia. Lo mismo sucedió cuando Trump, en medio de una crisis sanitaria mundial, decidió terminar de aplicar contra Cuba el carril III de la Ley Helms Burton establecida hace veinticinco años. El asedio económico en países dependientes impone límites sobre las democracias, por ejemplo, la privación del acceso a alimentos, vacunas y remedios. Debe indignarnos tanto el hambre como las razones que la producen.

Leopoldo López no es un tipo muy inteligente, es más bien un porro que ha tenido dinero para estudiar en USA, viene de una de las familias más poderosas de Venezuela y su madre se hizo famosa por una gran estafa a la empresa estatal de petróleos PDVSA. Es uno de los fundadores de Primero Justicia junto a Henrique Capriles, un siniestro partido político de la ultraderecha empresarial que ha estado vinculado con los peores ataques fascistas que intentaron quebrar al chavismo, primero, como un movimiento popular de masas y, después, como gobierno a través de la elección de Hugo Chávez en 1998.

Ahora, quizás un poco más quebrada y decadente la derecha opositora en Venezuela, ha intentado acudir a recursos extremadamente fantasiosos como la autoproclamación en el año 2019 de un gobierno interino presido por Juan Guaidó. Este magno evento se realizó en un acto a plena luz del día en una zona de clase media/alta de la ciudad Caracas y con un escenario que tenía como fondo la bandera de Estados Unidos y de Israel. La construcción de López como una víctima de persecución política ha sido otra de estas creativas maniobras, pero este señor que hoy nos visita, está condenado a catorce años de cárcel por casos de corrupción y violencia. Y mientras Leopoldo, prófugo de la justicia venezolana, se pasea entre los canales de la TV haciéndole campaña al kastismo, en las cárceles chilenas hace más de dos años están en prisión preventiva un número indeterminado de adolescentes y jóvenes[1] por supuestas acciones vinculadas a las protestas populares de la revuelta de octubre que todavía no pueden comprobarse. Es decir, están pagando una condena que ni siquiera ha tenido lugar.

Lo sorprendente de todo esto es que Leopoldo López, quién tiene un desprecio profundo hacia los sistemas democráticos, viene a Chile a hablarnos precisamente de democracia y a desacreditar la hermosa experiencia constituyente que se ha abierto desde las calles. Lo grave es que tiene como tribuna a parte importante de la prensa, de los canales de TV y de radio para hacerlo, algo totalmente inaceptable.

En Chile la derecha ha instrumentalizado la crisis venezolana hasta el punto de convertirla en un dispositivo fundamental del proceso electoral que estamos viviendo y que ha jugado a favor del candidato del fascismo. ¿En qué se parece la derecha chilena y la derecha venezolana?, ¿qué pactos han establecido?, son preguntas que deberíamos hacernos cuando notamos la insistencia en referirse a Venezuela que aparece en los debates presidenciales, en la prensa y también en el tratamiento especial que el oficialismo le ha dado a este país en materia de política internacional.

¿Para quién es funcional el miedo de ser paria? El uso del miedo como herramienta política ha sido muy relevante en la historia electoral reciente de Chile. La campaña del Sí[2], que buscaba mantener la dictadura de Augusto Pinochet en el plebiscito de 1988, es sin duda un emblema de lo anterior. En términos comunicacionales esto es un recurso muy pobre, puesto que se levanta una candidatura en relación con su opuesto y una promesa de porvenir en función de algún tipo de pasado. En estos juegos da lo mismo el límite entre la realidad y la ficción, porque el terror borra todos los márgenes.  

Algo de esto prevalece en el escenario electoral que nos tiene la vida tomada por estos días, pero esta vez el componente de clase, raza y género se imponen en el candidato de forma extrema. La derecha en Chile ha erigido la figura de un hombre autoritario muy blanco, padre de muchos hijos y dueño de cuantiosos activos, para competir democráticamente por el puesto de presidente de la república. Después de todo el horror que hemos vivido, esto no debería estar pasando. ¿Qué tipo de democracia permite que un sujeto negacionista, misógino, racista, homofóbico y transfóbico pueda competir en elecciones democráticas?

La democracia reside en la posibilidad que abre nuestra experiencia constituyente, porque justamente es la soberanía popular la potencia que la posibilita. El poder constituyente en América Latina ha ampliado la discusión institucional sobre los modelos democracia que tenemos y esto sin duda ha sido un gran avance en el cual la imaginación política de los movimientos populares ha revitalizado la praxis y el pensamiento político.

Esta es la democracia que queremos y no aquella que abre paso nuevamente al fascismo, un fascismo económico y político que necesitamos con urgencia resignificar y que se expresa tanto en los vaivenes del mercado financiero y en cada uno de los suicidios por deudas como en la persecución política y la desaparición forzada.


[1] https://www.ciperchile.cl/2021/08/04/ciper-accedio-a-registros-del-poder-judicial-y-gendarmeria-al-menos-77-personas-estan-en-prision-por-delitos-asociados-a-la-revuelta/

[2] Aquí parte de la franja de Sí https://www.youtube.com/watch?v=0e42E5HH-10

Engendros // Pedro Yagüe (descargar libro)

 

Descargar libro

 

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«Estos son mis escritores, estos son mis amigos ¿Cuáles son los tuyos? Engendros de Pedro Yagüe es un libro que te activa, un libro agite, trinchera, escaramuza a la salida de un bautismo en Merlo. En un mundo cada vez más careta lleno de cuidados, burócratas, filminas y correcciones Engendros es una gran noticia. 

Engendros nos habla de escritores cero caretas que escapan a la manija insaciable del mercado, la cultura, la opinión y la academia. Nos habla de una vitalidad nueva en el bueno de Barrett, el dandy de Mansilla, el falopero de Fogwill. Nos charla de lo guachín de Gombrowicz, del abandono de la forma humana de Lamborghini, de la permanente obstinación de Carri. Deja para el final al crocante de Asís, al runfla de Viñas, al arbitrario de Rozitchner.

Es necesario dejarse llevar por este libro, asumir el riesgo que esto implica. Leerlo de un tirón, contener la respiración, reirte, escabiar entre autor y autor. Es un libro experimento que nos pone en juego, que nos da ganas de activar, de salir al boliche de la esquina, de llamar al transa, de entrar en una. De ir a cualquier lado a cagarse a piñas defendiendo el hablar de Asís, la inmadurez de Gombrowicz, lo puto de Barrett. 

Frente a lo aburrido del progresismo, frente a esta cosa terrible que se propagó por todos lados, hecha de vínculos gorra, frivolidad, stalker y preocupaciones por cómo se dicen las cosas más que por las cosas mismas Engendros está muy bien para poner en práctica nuevos ensayos, asumir nuevos riesgos, poner en juego nuestras convicciones prestadas y descubrir o redescubrir a estos animales que en su escritura se jugaban la propia siempre».

 

Diego Valeriano

 

Un OVNI en la noche de la nostalgia // Diego Sztulwark

Comentario a Nada que esperar. Historia de una amistad política, de Sebastián “el Ruso” Scolnik.

 

Por Diego Sztulwark

 

00. Programa. Lo primero que hay que decir es ¡por fin! Por fin una escritura inesperada en el predecible contexto de las recordaciones del 2001. Nada que esperar es, por su tono y por su tesis, un verdadero “objeto no identificado”. Como sucede con toda buena novela, no hay modo de resumirla por teléfono. ¡Es imperioso leerla! Y vale la pena hacerlo para enterarse del insólito programa de vida que Scolnik imagina para sus personajes: existan de modo tal que nunca queden definitivamente adheridos a roles, a modelos o a marcas. Hacer la vida de acuerdo a semejante máxima, que sería también un fin supremo, supone que nada hay más noble y ambicioso que despejar de su horizonte toda clase de finalismos. Puestos en situación, los personajes no preguntan si esto es posible, sólo se entregan a las peripecias a las que se ven arrastrados, en una particular forma de la fidelidad. No a una idea, tampoco a un amor: fidelidad a una regla de juego, a un plan de existencia, que obliga a crear un ardid y un disfraz para no claudicar ante los modos del reconocimiento. Porque el juego mismo se funda en una cierta percepción desconfiada de cada celebración sincera de un éxito o un triunfo, porque sospecha allí una inconfesable transacción envenenada: la satisfacción subjetiva como encubriendo una transacción, una pulsión adaptativa.

 

01. Nihilismo acorralado. Como dice la crítica literaria: es en el tono donde se juega la relación que el narrador tiene con lo que narra. En Nada que esperar, el nihilismo es acorralado en su propio medio por un tipo de actividad espiritual que, partiendo de la nada y nunca creyendo haber encontrado algo, se dispone a hacer desplazamientos para crear sentidos. La nada que somos no se resolverá aspirando a ser algo, sino descubriendo en ese vacío un llamado a llegar a ser lo que se es. Hace poco más de dos décadas, un grupo de jóvenes militantes montaron una campaña electoral paralela con la consigna: “Votá lo que puedas, construí lo que quieras, no hay nada que esperar”. La fórmula, en tres tiempos, sintetizaba un vértigo anticipatorio del acelerado declive histórico que iba de una votación nacional (la elección de De La Rúa como presidente en 1999) a la insurrección de 2001. Si el primer tiempo –“vota lo que puedas”– expresaba un pragmatismo algo resignado, el segundo –“construí lo que quieras”– apuntaba a las prácticas colectivas que preparaban la insurrección, y el tercero –nada que esperar– era una lisa y llana convocatoria al ahora de la acción. En el caso de la novela de Scolnik, este tercer tiempo se desprende de toda coyuntura precisa y apunta a un tipo de “ahora” de la acción que se trama en la complicidad de una “amistad política”, sin la cual –o fuera de la cual– no es posible desplegar el programa que libere la acción del modelo, la política de la convención, la indignación del cliché, la enunciación del fraude.

 

02. La risa como método. Parece ser que, en uno de sus orígenes rastreables, la noción de los “humores” remite a la medicina antigua. Humores eran unos líquidos –los “humores negros”– que recorrían el cuerpo produciendo estados diversos en el ánimo y la salud. En algún momento, se hizo posible distinguir humores de tipo “nacional”. Habría entonces, por ejemplo, un humor griego (la ironía platónica), distinto de un humor llamado judío. Gilles Deleuze sostiene que, a diferencia de la risa irónica (“platónica”), que se mofa de los cuerpos siempre defectuosos en contraste con la perfección de la Idea, la risa judía –que Deleuze atribuye a Spinoza–, toma por objeto a los cuerpos en tanto que son capaces de hacer cosas inhabituales, sorprendentes (rompiendo la subordinación al modelo celestial). No sabría calificar en términos de “naciones” el uso intensivo del humor que caracteriza a Nada que esperar, aunque el sarcasmo y el chascarrillo, que provocan la carcajada frecuente y por momentos perturbada, se acercan al polo judío del esquema deleuziano. Pero afirmar que se trata de un libro cómico –como pocos– es tan cierto como afirmar que en él se lidia con una tristeza profunda. Y, sin embargo, el humor y la amargura, lo cómico y lo nostálgico no son en Scolnik aspectos del todo distinguibles, polos de una ciclotimia que pudieran dar lugar al juego de lo profundo y lo aparente, la forma y el fondo. El modo en que coexisten las capas anímicas no obedece a la psicología de los personajes o del narrador, sino al extravagante programa que este último impone a los primeros. La variación de estados del alma son signos mayores o momentos de una verdad, y como tales deben ser concebidos. Como instrumentos a empuñar en la tarea de realizar una crítica feroz al momento en que algunx de los miembros de la manada abandona el juego de la amistad política, que es el de la determinación recíproca y abierta. La historia de la amistad política es, sobre todo, la de un modo de reír que se dirige a cada quién: a lxs otrxs, en tanto que se ofrecen como falsos modelos, y a los propios amigxs, en tanto que el colectivo debe ser de naturaleza marrana; siempre otra cosa por detrás de la apariencia. La risa divierte, pero también llama al orden. Hay una esencia coactiva de la risa: Henri Bergson supo pensarla en su faceta de sanción social. La risa que nos recuerda la pertenencia a la modesta jauría, que repone la regla de individuación, mantiene la reunión frente al presentimiento de la disolución en el premio individual. La risa que se burla, en voz baja, de toda aspiración inevitable y legítima a encontrar satisfacciones personales en el reconocimiento, al costo de liquidar el juego. Lo cómico-político es el sustrato de un tipo disparado de militancia.

 

03. Con los pies en la nada. La novela y sus personajes recorren con toda intensidad la segunda mitad larga de la década de los noventa, atraviesan 2001 y tienden a dispersarse entrado el kirchnerismo. Los escenarios privilegiados de sus aventuras son la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA (Marcelo T de Alvear 2230), los viajes y la ciudad de la convulsión. La presencia de las fechas y los procesos de tipo histórico, omnipresentes, tienden a borronearse en casi todo el texto. Son como un fondo que no se explica ni se ofrece como contexto. Lo político como saber es sustituido por lo político como experiencia, haciendo de la aventura una instancia superior al ensayo instructivo. Así se suceden el menemismo, la Alianza, Duhalde, el kirchnerismo y hasta el macrismo. Están los gremios, los organismos de derechos humanos, las asambleas, los piqueteros, los escraches, los barrios. Están Cuba y los setentas. Están la crisis, la lucha y la normalización, los nombres de los grupos y sus siglas: Agrupación El Mate, La Cátedra Libre Che Guevara, el Periódico De mano en mano, el Colectivo Situaciones, Tinta Limón Ediciones; H.I.J.O.S, CTA, MTD de Solano, Comunidad Educativa Creciendo Juntos, MOCASE. Están los textos militantes y los literarios, de Mariátegui o Gramsci, de Walsh o Negri, desembocando en Salvador Benesdra. Hay decenas de personajes inspirados en recuerdos verdaderos, como el italiano Paolo Virno. Pero si Nada que esperar es un libro de crítica política, si recurre con efectividad al ensayo y a las lecturas, lo hace siempre con la lúcida conciencia de un proceder específicamente literario, que permite desandar las cronologías establecidas y proponer nuevas confrontaciones de sentido con un pasado que aún puede ser redescubierto. Y en este sentido, Nada que esperar es una contra narración que se enfrenta a otras, particularmente a las narrativas construidas desde el estado. Su aspecto más importante es, en mi opinión, el siguiente: que 2001, en tanto que punto de inflexión, no se agota en la descripción de una crisis. Si no resulta aceptable la versión posterior, según la cual la dinámica de la lucha de clases no alcanzó a ser política por ausencia de liderazgos y mediaciones representativas, tampoco lo es aquella más interior, según la cual 2001 contendría una teoría de la deserción. Es ante esta lucha de narraciones –la institucionalista y la anti institucionalista– que Nada que esperar relata la secuencia de la crisis-insurrección como disolución activa (“destituyente”) de toda consistencia sistémica. “Que se vayan todos” removía los residuos de la mediación política, pero lo hacía con los pies en la nada. Si expulsaba a “todos”, era para evitar malas compañías. Se trataba de una consigna que intensificaba la crisis y resistía desde una reacción enteramente democrática, desde lo asambleario-comunitario. El movimiento, más que de deserción, apuntaba –como los personajes de Nada que esperar– a crear algo de la nada. La contra narración de Scolnik apunta al 2001 como umbral: antes, la política era miseria concentrada, que destruía y desposeía a los sujetos de todo territorio económico y simbólico de existencia. Después, se transformó en una práctica afectada de hipocresía, en la medida en que no cesó de proponer lo social como un conjunto de roles a ocupar, sin reparar en la condición precaria y prescindiendo de toda interrogación que esa normalidad impone como ejercicio crítico elemental. Previo a 2001 se trataba de hacer de la amistad política el laboratorio de una nueva sociabilidad, de elaborar sentidos ante el creciente movimiento de la nada. Luego de 2001, en cambio, se trató de impedir que la nada, disfrazada de norma, devore los resquicios de comicidad, ante el avance amenazante del desenfado neofascista, pero también de una solemnidad militante de consignas estatalizadas. ¿Se podrá objetar que la historia de esta amistad es al fin una versión poco política, en la medida que no hace centro en el conflicto y el enfrentamiento? ¿En qué ha quedado la clásica definición de la política como enemistad? Nada que esperar va por el lado de la historicidad como implícita conciencia de una guerra y de una dolorosa inefectividad de las fuerzas populares. No deja de ser un examen sobre la pobreza del enfrentamiento profesionalizado, del enfrentamiento de aparatos, es decir de toda traducción mistificada de las luchas del pasado. Así funciona la presencia de Rozitchner: el grupo que trabaja en política no tiene chances de sustituir la inteligencia, la indignación o la radicalidad (o su ausencia) al nivel de las masas. Si algo parece reprochar Nada que esperar al setentismo de reducto es no profundizar en la distinción entre convocar a un pueblo nuevo y producir una escena de decorado, como toda manifestación de una voluntad de representación.

 

04. Paradojas. ¿Cabe la vida en un programa? ¿Se puede hacer depender la existencia de una tesis? En una escena de mis preferidas, un personaje llamado Santiago López Petit, filósofo catalán de visita en Buenos Aires, pregunta en voz baja al protagonista: “¿Ustedes no corren el riesgo de hipostasiar lo colectivo?”. El personaje del narrador en primera persona se comporta como un atesorador que va recolectando con humor en su memoria esquirlas de este tipo. Logrando el efecto de presentar el programa a partir de un conjunto creciente de paradojas a las que inevitablemente se enfrentan sus personajes. La vida en estado de fuga no se sustenta sin una serie de transacciones consideradas menores, pero que suponen una actividad constante de evaluaciones y valoraciones, una práctica viva de justicia inmanente sin la que no hay red viva posible. Toda la novela puede ser leída como una pregunta sobre cómo distinguir, una y otra vez, una fidelidad de la ideología rígida o la pureza moral, que no serían sino otro tipo de falsificaciones. Lo que más me interesa del libro son esas paradojas, nutridas del carácter mutable o reversible de los amores más rebeldes. Para pispear este fondo, Scolnik sitúa la “amistad política” como una actividad creativa/sustractiva sobre el suelo de la crisis/rebelión. Amistad que, si desde un comienzo se articuló en un más allá del activismo universitario, no tardará en derramar hacia las más castigadas barriadas populares y en multiplicar planos de atención: el interés inmediato por las experiencias subjetivas de la crisis tanto como el guevarismo de los años sesentas, la historia política argentina tanto como la filosofía francesa del acontecimiento, la obsesión con las heterogéneas formas de la organización militante de Latinoamérica, como el estudio paciente del autonomismo obrerista italiano. Cada una de estas historias, y de sus combinaciones posibles, suponen un cierto bricolaje, que selecciona y privilegia momentos de encuentro, en detrimento de retazos inservibles o a excluir. Lo que no hace sino renovar las paradojas. Porque la actividad que supone desligar los afectos de las identificaciones inmediatas para crear otras –hablamos de amistades, rivalidades, parejas, libros, cómplices, aliadxs– requiere sostener hábitos de descentramientos, de libre conectividad, membranas bien despiertas. En la idea que Scolnik se hace de la amistad política resuena un cierto eco de las “máquinas de guerra”.

 

05. Lo cómico-político. Sobre el final, el programa de la no adhesión a roles y modelos resulta sometido a un severo balance. La apariencia del fracaso se hace ostensible en la medida en que el narrador pasa a identificarse como un personaje despojado de cómplices. Desprovisto de una instancia colectiva en la que reunir las fuerzas a la altura del desafío autoimpuesto. Porque hasta ahí, lo colectivo actuaba como predisposición a la apertura, pre-comprensión que abría caminos, allí donde la tierra se derrumbaba. Imaginaba que era esa la fuente de su saber, y que sin él a nada se entrevería. De ahí la sensación de agotamiento (que una lectura aguda captará como momento vital que no debe ser eludido, más que como claudicación). Son los años de la retracción en la rutina laboral, padecida como reclusión perpetua, hasta la llegada del nuevo director de la institución en la que trabaja: la Biblioteca Nacional. Una presencia en medio del abatimiento. Nace una complicidad radicalmente diferente a la anterior que, aunque no la sustituya, logra sí modificar horizontes. Con lo que nuestro contrariado Bartleby se verá, de pronto, convertido en un editor profesional a cargo de un equipo con el que publicará unos 400 títulos. La llegada del macrismo plantea, una vez más, la cara oscura del universo, con sus ramificaciones en el cotidiano más próximo. El plan de vida se tensa al máximo. La resistencia pasará ahora por la dedicación a constituir un afilado aparato de curiosidad, elevado a una investigación micro-institucional. Más que al militante o al editor, el estrechamiento del camino prepara al escritor. Su mirada –en la que podría reconocerse a un Christian Ferrer, pero también a un Jorge Asís– se posa en los detalles de la vida de las burocracias, incluida la sindical. Si Melville hacía del escribiente la fuente de la que emanaba la descomposición del lenguaje, por medio de la célebre fórmula “preferiría no hacerlo”, nuestro Bartleby es completamente receptivo. Sus numerosas conversaciones con González acaban por modificar su propio ingenio y un nuevo fraseo se esparce a lo largo del libro, arrastrando consigo una serie de saberes sobre las instituciones y sus máscaras. A estas alturas el personaje principal de la novela, que bien podría llamarse en la ficción Sebastián Scolnik, ya sabe perfectamente lo que le espera, pues advierte hasta qué punto cada estrechamiento del desfiladero supone una prueba cada vez más rigurosa en nombre de una libertad mayor. El lenguaje de su amigo, el director, acaba fructificando en las reflexiones de Scolnik. Lo vemos en un cierto modo de interrogar, que sale al paso en cada página, y que tiende a trastocar el orden de los valores que en apariencia tendrían las palabras (un modo, en última instancia, “cookeano” de pensar) y que en Scolnik da lugar a lo que podríamos llamar lo cómico-político. Se trata de una manera de socavar la posibilidad misma de un cierre, a partir del cual se podría decidir sobre el fracaso o el éxito de la fidelidad como programa. Como todo texto, más inteligente que perfecto, que busca pensar (y hacer pensar) antes que fascinar, el final permanece irresuelto, dejando la impresión de que próximas ediciones podrían sorprendernos con nuevas historias. En el extremo, podría ocurrir que Nada que esperar acabe por cuestionar la pretensiosa atribución del juicio que el presente se atribuye sobre el pasado. Seria asombroso –y bellísimo– que este OVNI que circula con luz propia en la noche de la nostalgia, encarnase una inesperada rebelión del pasado contra el presente. Poniendo en discusión la tesis adaptativa según la cual la razón del tiempo consiste en su propia evolución -olvidando lo que el gran escritor griego Kavafis enseñaba en su poema “Itaka” sobre la superioridad del viaje respecto de la meta-, si algo vacila en contacto con las páginas de esta novela, es la pretensión misma de tener la razón.

Entrevista a Diego Sztulwark: Pensar el 2001, interpelar a las subjetividades de la crisis // Por Ramiro Manduca y Maximiliano de la Puente

Introducción

 

El protagonista de esta entrevista, Diego Sztulwark, es un politólogo cuyo derrotero ha sido esquivo a los claustros académicos. Su quehacer profesional ha jerarquizado el pensar y el hacer con otres. Los emprendimientos que empuja revisten ese carácter dialógico: medios alternativos como el portal Lobo Suelto, editoriales independientes como Tinta Limón, los diversos grupos de lectura sobre los más variados tópicos que coordina año a año. Un rasgo que también se traslada a su obra en un “pensar piojoso”, como él mismo recuerda que le señaló Ignacio Lewkowicz, en el que introduce autores y autoras construyendo textualidades corales desde las que emergen reflexiones de enorme singularidad. Ese quehacer intelectual encontró en el Colectivo Situaciones un laboratorio inigualable cuyo momento de irrupción está indisociablemente ligado al 2001. Esa experiencia, forjada desde un espacio multidisciplinar y en un vínculo estrecho con diversos movimientos sociales, dio forma a la práctica de la “investigación militante”. Un modo de construir conocimiento en el que se apela a la abolición de jerarquías y donde las categorías son forjadas a partir del intercambio con los mismos sujetos que protagonizan un momento histórico. Un quehacer investigativo que reactualiza las metodologías para una ciencia social “desde abajo”.

Ese acervo intelectual y vital subyace también en el último libro de Sztulwark, La ofensiva sensible. Neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político (Caja Negra, 2018) sobre el que se centra esta entrevista. En diálogo con el dossier, nos pareció importante incluir esta conversación que toma como puntapié dicho libro porque allí el autor brinda un balance, desde la filosofía política, de la etapa que se abrió con la rebelión del 2001. Un libro que además tiene en sus trazos las marcas de una coyuntura específica, las del gobierno de Cambiemos y más específicamente, las del comienzo de su crisis. En el intenso intercambio que resultó ser esta entrevista, el 2001 aparece como la condensación de tiempos históricos, pretéritos y posteriores a ese año uno del siglo XXI. Allí se condensan las militancias de los ‘90 y los balances de los ´70, pero también hacia ese momento se dirigen las miradas de una generación que hoy protagoniza los debates en la arena pública. Las siguientes páginas llevarán entonces a un recorrido que se aparta de toda linealidad, y al que por sus tópicos decidimos dividir en dos subtítulos: “Subjetividades de la crisis” y “Citas generacionales”.

 

Primera parte: subjetividades de la crisis

 

Ramiro Manduca: El 2001 empieza a tomar un cariz histórico, se corre de lo estrictamente o inmediatamente político y entonces lo que aparece respecto a esto, y poniéndolo en relación con La ofensiva sensible, es la existencia de dos posibles memorias en disputa: ¿el 2001 debe ser leído como una crisis o como una rebelión? Es decir, se debe poner el acento en el carácter de la crisis o de la rebelión. Vos, claramente, cuando ubicas el punto cero de La ofensiva sensible, lo ubicas en el 2001 y lo ubicas como crisis. No aparece, al menos en ese comienzo, la lógica de la revuelta o la rebelión, es decir, tu decisión es pensar el 2001 desde la crisis y desde la productividad de la crisis. Me parece interesante, si bien lo desarrollás en el libro, poder conversar un poco sobre esa elección conceptual.

Diego Sztulwark: Siempre creí que el desafío de pensar el 2001 marchaba en la dirección contraria: no tanto la de distinguir y aplicar categorías (como “crisis” o “rebelión”) sino más bien en la de poner en cuestión el juego clásico de las categorías, así como la idea misma de una “aplicación” de esas categorías universales a una realidad particular. Al contrario, lo que hemos intentado nosotros, creo, fue pensar al mismo tiempo el funcionamiento de este tipo de rebelión tan particular que resulta inconcebible por fuera de la crisis, así como el funcionamiento de este tipo de crisis tan particular que tiende a adoptar la dinámica de una rebelión. Agrego que esta relación de implicación mutua entre crisis y rebelión alcanza también a los modos de pensar, que también entran en crisis, y son tomadas por un tipo de insubordinación que ya no permite el juego categorial de la “aplicación”. Quiero decir que lo propio de la crisis de 2001 es comunicar su impureza a las categorías y a los modos de conocer.

Lo primero a decirles, para continuar, es que estas cuestiones las pensábamos en aquellos años al interior de un pequeño dispositivo militante, llamado Colectivo Situaciones. Y que el tipo de pensamiento que ejercitábamos formaba parte de una práctica específica, la “investigación militante”, que es una manera de conectar íntimamente conocimiento a organización política. Y quizás valga la pena, entonces, decir unas palabras al respecto, contar una breve historia. Veníamos de una práctica de militancia universitaria, de las organizaciones estudiantiles independientes de los años 90. Habíamos formado a inicios de la década una agrupación llamada El Mate, en la tfacultad de Ciencias Sociales de la UBA. Como parte de esa experiencia habíamos convocado, en el año ’97, a las Cátedras Libres Che Guevara, a trienta años de su asesinato en Bolivia. El clima que se respiraba entonces era la previa al estallido, dentro de una crisis imparable. A veces se presenta al 2001 como una convulsión espontánea, otras como una manipulación conspirativa. Pero lo que nosotros vivíamos, al contrario, era una intensa actividad preparatoria, un tejido acelerado de agrupamientos de toda clase (no sólo universitarios, desde ya). Por aquellos años desde las Cátedras del Che funcionábamos en cierta coordinación con el Encuentro de Organizaciones Sociales, con organizaciones de Derechos Humanos, con la CTA de entonces, y más tarde con el naciente movimiento piquetero. Hubo muchísima producción pre 2001. Sobre esta dimensión de un tejido previo recae la siguiente paradoja: siendo la dimensión clave para comprender cómo se intersectan crisis y rebelión, es la dimensión menos destacada en las narraciones que circulan en el discurso periodístico y político. Por aquellos años -luego de la experiencias de las Cátedras Libres- nos organizamos como Colectivo Situaciones, con la tarea de salir de la universidad y volcarnos a la práctica de investigación militante. Percibíamos la intensidad de los movimientos magmáticos de la crisis, movimientos tectónicos que elevaban considerablemente la temperatura, y fuimos entrando en contacto con el desarrollo de las organizaciones sociales -o “movimientos sociales”, como se los llama- a medida que la coyuntura se volvía cada vez más irrespirable. Ya en los años 2000 y 2001 la presencia de los movimientos piqueteros domina los territorios de la crisis y presiona sobre los sectores medios. Durante el año 2001 se producen bloqueos de acceso a la ciudad, y se va formando un clima de enfrentamiento, difícil de decodificar para sectores intelectuales universitarios. Creo hay ahí algunas claves para detenerse. Por un lado, el desborde con respecto al peronismo. Por primera vez en décadas, el peronismo era desafiado por un popular que no le respondía. La disputa entre el peronismo duhaldista y muchas organizaciones piqueteras llegó a ser una de las dinámicas centrales en el conurbano bonaerense.

Por otra parte, si bien es cierto que lo central de la crisis fue este fenómeno de desborde social con respecto a los ordenamientos políticos (sintetizada en la consigna “qué se vayan todos, que no quede ni uno solo”), hubo también un desborde con respecto a la capacidad de los llamados intelectuales universitarios de aquel momento por comprender lo que sucedía en tiempo real. Aquel desborde de las frágiles murallas del orden fue protagonizado contra todo pronóstico por la porción menos valorada de la clase trabajadora -llamada “desocupada”-, aquella que precisamente por ser definida como “sin trabajo”, era desestimada como actor político. Quiero decir: lo nuevo no era que hubiesen desocupados, evidentemente, sino el hecho que hayan sido justamente estas masas desposeídas de derechos, salario y sindicato las que mejor hayan sabido resolver la cuestión de la organización y del protagonismo popular. Esta centralidad de las luchas piqueteras rompió los esquemas de cierta sociología que era incapaz de aceptar la posibilidad de que los sujetos expulsados del trabajo asalariado fueran capaces de lograr la auto-organización y la constitución de una respuesta contundente, pero también de una historia de los contrapoderes en la Argentina, porque este nuevo protagonismo social -nuevo por su composición, por sus formas organizativas y por su capacidad de acción colectiva- llegó para quedarse, imponiendo su impronta plebeya y su amenaza de desborde en cada recurrencia de nuestras crisis periódicas. Volvamos a la pregunta. Decía que nuestro intento fue el de pensar juntas la crisis y la rebelión a partir de una reflexión interna a la crisis misma que no se reducía al fenómeno de los piquetes, sino a las múltiples manifestaciones de esta crisis-rebelión, que se extendían sobre un vasto territorio como una especie de tapiz muy variado y bien entretejido en las que co-existían experiencias de lo más variadas, pero que empujaban todas a decir basta al estado de cosas. Pongo un ejemplo que no pertenece al mundo de las organizaciones piqueteras, y que es tan conocido como conmovedor: la multiplicación de los escraches a los genocidas de la última dictadura -no sólo militares, sino también jerarquías eclesiales, empresariales- por parte de la organización HIJOS que habían comenzado a organizarse ya unos años antes con la consigna maravillosa: “si no hay justicia, hay escrache”. Y también ahí, me parece, hay algo a revisar en profundidad en torno al modo en que estas experiencias han sido desleídas -quizás también por efecto de distinciones categoriales demasiado rígidas- con el tiempo. Si por un lado, esas formas de lucha -me refiero ahora concretamente a los escraches- gozaron de una amplia repercusión y fueron un factor esencial de la posterior reapertura de los juicios por verdad y justicia, por otro el “escrache” ha sido masivamente estigmatizado como una práctica de tipo no democrática o directamente “fascista”, malversando una verdad tan frágil como necesaria respecto del modo de determinar el valor de una forma de lucha que surge al interior de una cierta correlación de fuerzas. Quiero decir: es evidente que cuando el escrache es realizado por personas afectadas por un poder estatal represivo, o en contra de figuras del poder concentrado, tiene un sentido inverso al que adquiere cuando se escracha desde el poder (o las prácticas empresariales de desabastecimiento).

 

 

Por elemental que sea este razonamiento, ha tendido a diluirse en un nuevo tipo de politización que no se preocupa por conservar estos modos de valorización. Los escraches de aquellos años se extendían en redes vecinales, ponían en juego prácticas populares de investigación y planteaban una serie de interrogaciones muy serias sobre los dispositivos del terror y la impunidad desplegadas por el propio Estado. Al mismo tiempo, esos escraches permitían reconstruir una memoria sobre la persecución y aniquilación de las prácticas militantes, las masacres, las desapariciones, los exilios. En fin, los escraches fueron una parte fundamental de las luchas comenzadas en los años setenta por las Madres de Plaza de Mayo en torno a la ilegimitdad de cualquier poder que se prolongase sobre las bases del genocidio. Me detengo en los escraches, como antes en los piqueteros pero, como sabemos, las figuras de la crisis dan lugar a una multiplicidad muy significativa de experiencias (de la recuperación de fábricas por parte de trabajadorxs, a los nodos del club del trueque por nombrar otras dos muy recordadas) que por razones que quizás podamos hablar más tarde podrían ser llamadas “micro políticas” no en un sentido de referir a grupos pequeños, sino en el sentido mucho más relevante de que eran elaboraciones estratégicas locales de problemas enormes, que se abrían desde abajo y recorrían el entero campo social. Puedo dar otro ejemplo más ligado a la profunda conexión entre crisis y rebelión, a partir de la experiencia de investigación militante. Durante muchos años trabajamos con una escuela de la zona oeste del conurbano -la Comunidad Educativa Creciendo Juntos de Moreno-, donde se planteaba con toda claridad el problema de la pretendida inclusión de lxs pibxs en una cultura en crisis, el problema de la invitación a un cierto futuro supone, desde luego, algún tipo de creencia en una cierta idea de futuro que valga la pena, cosa que en la práctica estaba completamente estallado en el plano económico y material más inmediato, aunque también en el plano simbólico, institucional y de horizontes. No eran -no son hoy- temas pequeños o menores sino cuestiones que nos atraviesan de un modo evidente. Nos interesaba identificar este tipo de cuestiones de un modo preciso, crear un lenguaje específico para dar cuenta de estas cuestiones desde las prácticas, como parte de las capacidades de las organizaciones populares (de un piquete a una escuela) para tratar los problemas de la propia existencia. La idea era que la investigación militante podía trabajar cuestiones importantes en situaciones concretas, allí donde estos asuntos se pueden tocar, indagar, donde es posible inventar procedimientos, generar redes concretas. Y, en ese sentido, por investigación militante entendíamos también la tentativa de poner a circular ciertas producciones que surgían del trabajo en taller armado redes propias.

Entonces, lo mínimo que puedo decir es que las páginas de La ofensiva sensible sobre 2001 están escritas en diálogo con antiguos pensamientos colectivos. No cabe decir “pensé el 2001”. No hay ahí una primera persona del singular, sino otra cosa. Un “pensamos 2001”, que surge del dispositivo militante, en el cual yo estaba inscripto activamente en una trama más amplia: un colectivo, pero, además, un colectivo metido en ciertas redes aún más extensas. Este modo colectivo de actuar, de pensar, de enunciar es una marca fundamental para comprender una cierta reflexión en interioridad, en aquellos años. Si dos décadas después escribo sobre las “subjetividades de la crisis”, estoy retomando una línea que no cabe reducir al tan cartesiano “yo pienso”. Y eso puede rastrearse en la poca importancia de los nombres propios en las publicaciones de aquellos tiempos.

¡Vivíamos publicando! Al comienzo unos cuadernos y unos libros que preparábamos con un sello editorial que se llamaba “De mano en mano” (que traíamos de la época de la agrupación El Mate), luego creamos una verdadera editorial: Tinta Limón Ediciones. El primer panfleto que escribimos durante las jornadas de diciembre de 2001 ya hablaba de una “insurrección de nuevo tipo”, cosa que desarrollamos en un libro llamado “19 y 20, apuntes para un nuevo protagonismo social”, que salió en marzo de 2002 (¡a toda velocidad!). En todos esos textos el “Nosotrxs” es reticular, impreciso, proliferante, dinámico. Digo: me parece que esa dimensión colectiva también respondía a un estado de crisis y rebelión en las vidas individuales.

Con respecto a las precisiones más puntuales sobre qué entender por crisis y rebelión, que es en el fondo una pregunta sobre las razones por las que empleamos conceptos como “insurrección de nuevo tipo”, o como “subjetividad de la crisis”, se puede agregar algo más: buscábamos distinguir una cierta novedad con respecto a la clásica “situación revolucionaria” -de la crisis al doble poder- que describía Lenin y sostiene una parte de la izquierda. No nos conformaba del todo el esquema según el cual de la crisis al doble poder las cosas se resolverían por medio lineal y veloz, a caballo de una vanguardia política capaz de aprovechar una crisis orgánica -definida como aquella en la que las clases dominantes ya no pueden y los dominados no se dejan dominar- para convertirla en una revolución. Pensábamos la crisis de otra manera. Menos aferrados a la idea de grupo de vanguardia (que además no existía empíricamente) y de la toma revolucionaria del poder (que tampoco estaba planteada). Tratábamos más bien de comprender esa coyuntura de revuelta en la que la dinámica colectiva hacía fracasar los intentos de las clases dominantes de disciplinar al conjunto social para aumentar la tasa de explotación y mantener la estabilidad política en condiciones inaceptables para grandes mayorías populares sin que madure algo así como un proyecto popular alternativo. En esas condiciones, se trataba, para nosotrxs, según creo, de actuar ligados a esa resistencia, cuya eficacia consistía en su capacidad de arruinar en lo inmediato aquellos planes de las élites. Esa rebelión tenía algo de inesperado. Una intensidad más o menos desconocida. Las organizaciones y colectivos que se dispusieron a participar en esa interioridad vieron muy claro desde el vamos que se trataba, ante todo, de decir “No”. A sabiendas que decir “no” era agudizar -o generalizar- la crisis. Eso fue lo que ocurrió. El “no al ajuste” que proponía el desgastado bloque de clases dominantes eclosionó en diciembre del 2001. 19 y 20 de diciembre son incomprensibles por fuera de la maduración de esta capacidad formidable de sostener el ¡no!. Cuando usamos la expresión “subjetividades de la crisis” nos referimos, precisamente, a una serie de prácticas de subsistencia, de existencia, y de organización que permitieron sostener material y subjetivamente esa fuerza del no. Lo realmente importante de aquella experiencia fue que las organizaciones fueron capaces de apropiarse de la dinámica de la crisis. Aprendieron a habitar la crisis, a disputar la crisis que nos imponían desde arriba, a llevarla a extremos ingobernables. Haciendo emerger en ese punto nuevas tácticas que abarcaron modos de producción, de intercambio, de justicia, de lenguajes, de ocupar los territorios: toda una indisciplina que tornó posible una enorme impugnación a las élites políticas. Si se puede hablar de aquellos años como de un “poder destituyente”, es en el sentido positivo de bloquear la capacidad de las élites de apropiarse de la dinámica de la crisis para sus fines. Apropiación que, como sabemos bien, consiste en usarla como amenaza para lograr bajar salarios, disciplinar a la población, aterrorizar. Esa novedad vino acompañada, por supuesto, por una cierta pérdida del miedo, que también quiere decir que diciembre de 2001 preparó el camino para el fin de la postdictadura. Cosa que se hizo muy evidente cuando el entonces presidente tfernando De la Rúa declaró el 19 de diciembre el “estado de sitio”, y la gente le sugirió muy callejeramente que más bien se lo “meta en el culo”. Algo había cambiado.

Entonces, digamos, “insurrección de nuevo tipo” y “subjetividad de la crisis”, son nociones propias de una rebelión, pero de una rebelión que -como todas las ocurridas en la región en esos años- no se adecúa a esquemas, y más bien nos libera de la penosa tradición intelectual que consiste en “aplicar” categorías a la realidad.

Dicho esto, me parece que, para hablar de La ofensiva sensible, del modo en que aparece ahí la noción de “subjetividades de la crisis”, habría que hacer al menos dos consideraciones. Una, que interesa menos, tiene que ver con entender qué tipo de transformaciones operaron en el pasaje de una enunciación colectiva a la individual -en mi caso, La ofensiva es el primer libro que firmo con mi nombre, sin forma colectiva o asociada- y otra mucho más relevante, que tiene que ver con cómo se delimitan posiciones con ciertas izquierdas con los que, a pesar de compartir parcialmente referencias históricas y bibliográficas, tenemos diferencias fuertes de sensibilidad, de estilo, de modos de lectura y hasta de posiciones éticas. Entonces, cuando digo (o decimos) “crisis desde abajo” -sea en 2001, o desde la perspectiva de 2019 o en 2021-, de lo que estamos hablando es, ante todo, de un fenómeno de desacato, de desestabilización, de sustracción y desborde, de una cierta reacción ante la crisis, sí, pero de una reacción que contribuye a radicalizarla desde dentro.

Quizás podríamos hablar de una reacción-producción, con esa mutua implicación, que no es la del sujeto revolucionario convencional, que quizás no sea más que una ficción que satisface categorías y esquemas aprendidos en las escuelas de formación política de los partidos de izquierda. Entonces, sí, se trata de afirmar respecto del 2001 un tipo de comprensión apto para seguir derivas de politizaciones que no responden a molde alguno, sino más bien que actúan como parte de fenómenos que sólo pueden ser desplegados y comprendidos si se avanza en y con ellos, descubriendo su dirección y sus intensidades en el camino.

Maximiliano de la Puente: Recién nombraste, justamente, como una de las prácticas de aquel momento, por ejemplo, los escraches de HIJOS. En La ofensiva sensible, definís a este tipo de prácticas, ya sea los escraches u otras como los piquetes o las fábricas recuperadas, las asambleas, los clubes de trueque, etcétera, como prefiguraciones de formas post-estatales. Y allí me interesa preguntarte cómo lo percibís hoy. O sea, si desde tu perspectiva hoy se pueden percibir otras o nuevas formas post-estatales que se configurarían, justamente, como alternativas al orden de las cosas, en el marco de esta nueva crisis. Llegamos a 20 años del 2001 afrontando una crisis muy severa, de otro tipo, pero muy severa también. Entonces, cómo verías esa idea de la prefiguración de formas post-estatales hoy en día, si eso es una posibilidad o no y, en ese caso, en dónde estaría esa posibilidad, en qué prácticas lo podrías ver.

Diego Sztulwark: Me parece que en torno a la noción de lo “postestatal” hay como dos fuentes. Una, vinculada a las cosas que se pensaban esos años en torno a Ignacio Lewkowicz y que luego continúa hasta donde sé sobre todo Pablo Hupert -pienso sobre todo en su libro El Estado postnacional, más allá de kirchnerismo y antikirchnerismo (editorial Pie de los hechos, Buenos Aires, 2011)- y otra fuente que viene del universo de las experiencias y discusiones de la autonomía obrera italiana, que nos llegan sobre todo a partir de la figura de Toni Negri, pero también a los textos importantísimo de Paolo Virno. Por el lado de Lewkowicz, la cuestión de lo post-estatal estaba íntimamente ligada al 2001 argentino. Hay muchos trabajos de Ignacio en esta dirección, pero sin dudas el más importante es Pensar sin Estado. La tesis de Ignacio ahí, es que la posición soberana del Estado -entendida como capacidad de dotar de sentido a los modos de habitar las instituciones- se viene abajo por efecto de una serie de mutaciones de un capitalismo que intensifica la coordinación de sus operaciones a partir de dispositivos de mercado, presionando sobre los propios Estados para que devengan entes reguladores inmanentes de la nueva situación, entes meramente técnico-administrativo, y no ya meta institución capaz de proporcionar cohesión social y significación a los agentes institucionales. Él no escribió jamás que el Estado desaparecía como aparato, institución o realidad política. Lo que desaparecía para él era más bien esta capacidad de producir obediencia a priori, la metainstitución coordinadora de instituciones, donadora de sentido. Y es esa desaparición lo que había que saber escuchar en la consigna “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. Desde su punto de vista, entonces, el 19 y 20 no era tanto un momento antiestatal, como una cierta toma de conciencia popular de una nueva consistencia de los lazos sociales, ya no funcionaba por la vía de un común sometimiento a una instancia reguladora soberana, sino por un sistema abierto y contingente conexiones sobre el suelo líquido del mercado. En el fondo, la tesis de Ignacio apuntaba a una mutación radical en el orden de las subjetividades (que ya no podrían ser estatales ni antiestatales, sino solo postestales). Lo que quedó pendiente de desarrollar en su planteo, me parece, es la cuestión del nuevo valor de la política en las nuevas condiciones postestatales. Me parece que la dirección que Ignacio quería seguir era doble: por un lado, le interesaba el tipo de subjetividad -en particular durante el primerísimo kirchnerismo- apto para constituir capacidades estatales postsoberanas -al respecto, la referencia ineludible es el libro Habitar el estado, de Mariana Cantarelli y Sebastián Abad-, pero quizás también, averiguar, de un modo más amplio, qué tipo de potencias políticas eran posibles una vez superada la escena de la disputa cerrada por el acceso al poder del Estado que él como historiador consideraba agotada luego de los años setentas. Pienso que este tipo de discusiones se cruzaban en direcciones múltiples con nuestros propios planteos de un contrapoder, que tenían otro tono, que abrevaban en imágenes de las luchas de los años setenta, o en las “máquinas de guerra” en Deleuze y Guattari, en un fuerte intento por pensar la lucha de clases en este nuevo contexto. Desde ya que podemos preguntarnos si la idea de una postestalidad se constata o no desde la perspectiva de estos veinte años. Mi balance es que el kirchnerismo aniquiló la tentativa de este tipo de narraciones sobre la post-estatalidad, pero que los principales límites del kirchnerismo se pueden explicar perfectamente bien a partir de muchas de las indicaciones de Lewkowicz sobre la narrativa de lo estatal. Creo que Ignacio fue el que más claramente percibió entre nosotros que 2001 era un punto de inflexión en dos direcciones precisas: que toda reconstrucción de lo estatal estaría fuertemente condicionada por profundas subordinaciones a dispositivos de mercado (acá hay una punta fuerte para entender las críticas al neo- extractivismo), y que esa presencia del mercado tiene más potencia que el Estado para crear subjetividades.

Luego, está la otra fuente, que es toda una literatura vinculada a lo que podemos llamar el autonomismo, en donde podemos recordar la figura de John Holloway, ligada al marxismo abierto y al zapatismo, pero sobre todo -al menos en nuestro caso- al citado Toni Negri, que venía de publicar Imperio, junto con Michael Hardt, en una audaz apuesta de leer juntos a Marx junto con Deleuze y Guattari. Imperio ofrecía una síntesis militante formidable a los discursos más interesantes del sesentiocho europeo, comenzando por tfoucault, y era capaz de reunir la experiencia del post-obrerismo italiano, con la poderosa lectura que Deleuze había hecho de la filosofía de Spinoza. El libro era en sí mismo la propuesta de un nuevo espacio imaginario para las militancias, en la que ya no se trataba de pensar, como en la teoría política clásica, en base a unos individuos posesivos que pactan el sometimiento común a un soberano legal y que organizan sus deseos en el fenómeno del fetichismo de la mercancía. ¿Qué nueva imagen nos llegaba con Imperio? En lugar de individuos posesivos, singularidades capaces de composiciones de potencias variables de lo común, y por tanto, capaces de crear un deseo no sumergido en el fetichismo y reglas de acción no fundadas en la obediencia sino en la libertad. Imperio ofrecía, por un lado, una explicación de los nuevos poderes globales y, por otro, una nueva imagen de la capacidad de constitución política desde las luchas como procesos multitudinarios de autovalorización enfrentados a la explotación capitalista. El cambio de pantalla era grande, liberaba la política de la premisa según la cual los sujetos vivían presos de la modulación mercantil del deseo, además de sometidos a la soberanía estatal, y permitía concebir el papel de las subjetividades en producción de la crisis, poniendo en juego sus propias afecciones, dando lugar a composiciones anómalas incluyendo, desde ya, las invenciones en el plano organizativo. Se trataba de un cambio en la materia misma de la que se ocupaba la política. Un cambio que permitía partir de la cuestión de las formas de vida, y por tanto de las formas de crear justicia, sobre las formas de pensar estrategias, que ya no acepta una idea burguesa del estado centro de mando incuestionable. Nuevamente, ya no se trataba de afirmar cualquier cosa sobre el estado, sino de afirmar modos de actuar, de pensar y de ser político, compatible con nuevas lecturas de Marx, que siempre criticó lo político entendido como ámbito jurídico separado -fetiche del estado- para captar la realidad en su dimensión extra jurídica, fundada en relaciones de producción (en las que se afinca la realidad del estado). Esta fuente autonomista, le daba un cierto tono a la post-estatalidad, como concepto creado desde las luchas. Si Negri nos hablaba del avance de las multitudes, su compañero Paolo Virno, en cambio, venía a recordarnos las “ambivalencias” de esas multitudes. Virno hizo una contribución teórica esencial al proponer lo postestatal como escenario de disputa de clases, en las que el capital tendía a imponer su poder a la fuerza de trabajo partir de un estado excepción restringido (y no ya desde el monopolio de la decisión política asegurada), y por el contrario, la fuerza de trabajo -la multitud- ensayaba formas de contrapoder cuestionando toda forma de obediencia a priori a la ley (estado de excepción total). La sutil reflexión de Virno era capaz de captar el hilo que comunicaba las “ambivalencias de la multitud” con la ambigüedad de las formas políticas. El horizonte de la autonomía obrera italiana permitía pensar la afirmación de unas subjetividades plurales (multiplicidad de luchas obreras, populares, feministas, de derechos humanos, etc) actuando como contra-tendencias en el tiempo capaces de imponer límites a los avances del capital y solo en ciertos momentos plantear la cuestión del gobierno.

Para llevar adelante este tipo de análisis, es preciso, como mínimo, tomar dos recaudos: poner a Argentina en contexto regional sudamericano y asumir el tipo de temporalidad compleja que quizás nos permita la perspectiva de al menos un par de décadas. De este modo es posible establecer conexiones significativas entre nuestro 2001 y lo que está sucediendo hace un tiempo ya en Chile. En esa perspectiva temporal, podríamos ubicar también la coyuntura reciente de Bolivia que es otro escenario privilegiado de producción de crisis y de subjetividad. Ahora, el intento de sostener una perspectiva crítica -notablemente viva durante los últimos años en algunos movimientos, como el feminista- no supone automáticamente algún tipo de optimismo histórico. Lo que se constata, en todo caso, es una recurrente capacidad de decir “no”, de poner ciertos límites, de dar testimonios, de narrar con un lenguaje propio -por fuera de la canallada comunicacional- lo que nos pasa, y de sostener la tradición “inconformista” como la llamaba Benjamin. Entonces, esta cuestión de lo postestatal funcionaba y quizás pueda seguir funcionando a partir de esta doble fuente que acabamos de analizar: como modalidad de hacer institución a partir de la excepción (una forma más horizontal del mando y del control), pero también como horizonte que se plantea por sustracción y desborde respecto de los modos de reglar la vida a la que aspira esa misma institución.

 

Segunda parte: citas generacionales

 

Ramiro Manduca: En La ofensiva… hay un diálogo generacional muy claro. En esas discusiones, intercambios, diálogos que establecés, por ejemplo, con Javier Trímboli y lo que plantea en su libro Sublunar, con Silvia Schwarzböck y su lectura de la posdictadura, también, obviamente con Mariano Pacheco, pero con quién aparece una discusión muy clara es con Damián Selci. Esta discusión gira en torno a las potencialidades y los límites de las dinámicas sociales no estructuradas. Entonces, la pregunta es: ¿Qué rol juegan a tu entender esas dinámicas sociales no estructuradas en la posibilidad de establecer formas de vida que superen los modos de vida anclados en las lógicas del mercado?

Diego Sztulwark: Lo que me pasó leyendo la Teoría de la militancia, de Damián Selci, es que de repente me encontré con una inesperada puesta en contemporaneidad de modos de pensar que yo admiraba en los textos de los años 70 pero que, sobre todo a partir de las Cátedras del Che, veía como ideas que tenían que ser continuadas por medios nuevos. La aparición del zapatismo en los 90, y luego con el 2001, me parecen señales muy fuertes de otro tipo de protagonismo, de otras exigencias para pensar lo político. El libro de Selci me parece muy inteligente tanto por el modo en que lee las filosofías del populismo -la insuficiencia de la contradicción pueblo-oligarquía que evidencia el voto a Macri del 2015-, como la del acontecimiento -que él desplaza del 2001 a Cristina, pero también por la claridad con la que reflexiona sobre su propia experiencia militante argumentando la centralidad de la organización de cuadros como clave fundamental de lo político. Pero me parece que esas lecturas combinadas con sus creencias en la verticalidad organizativa y en la connotación casi sagrada de nociones como “dirección”, “estructura” o “línea” van en dirección opuesta al intento de pensar el tipo de protagonismo social realmente determinante en nuestra región durante estas últimas décadas. En todo caso, si algo permite situar buena parte de los libros que edita Cuarenta Ríos (donde se publican los libros de Silvia, Javier, de Damián y de Mariano, así como La ofensiva) en una discusión común, es la común reacción ante el triunfo electoral de Macri. Son libros que están puestos a dialogar sobre el ciclo que va del 2001 o del 2003 hasta el momento de la derrota política del kirchnerismo, intentos de pensar esa secuencia.

Lo que me parece central del libro de Selci, en todo caso, es su crítica a un primer período del pensamiento populista de asumir la noción de pueblo como concepto político pleno, opuesto a la oligarquía. Su teoría de la organización militante se justifica precisamente en el hecho que el pueblo no es, a fin de cuentas, un dato unitario dado, sino que vota -y se comporta- como un ente dividido. Esa división, el descubrimiento de que una parte del pueblo puede identificarse con Macri, digamos, con lo neoliberal, lo hace revisar ciertos supuestos -lo que llama la “inocencia” de aquel primer populismo-. Y de esa revisión surge su idea de que la política -para él política kirchnerista, cristinista- debe cuestionar toda noción idealizada del pueblo y dar lugar a una comprensión encuadrada de pueblo organizado o militante. Lo que supone, al menos para él, una estricta ética del compromiso, que sólo puede encarnar en una organización cuyo vértice, en última instancia, coincide con Cristina tfernández. El atractivo que tiene su planteo es que la figura del militante queda planteada como una figura de la responsabilidad, el militante, en contraste con el pueblo no organizado-hedonista, consumista, idiotizado en su mundo privado, demandante, antipolítico, “cualunque”- es ante todo un sujeto que se hace cargo del mundo. Y el modo de hacer coincidir esa posición ética con su propia militancia en La Cámpora es consecuente. A mí modo de ver, esa posición tiene el enorme problema de eludir una historia argentina muy digna y estimable, que me interesa mucho más, que es la de las organizaciones políticas que, sobre todo cuando pensamos del ‘77 para acá, han protagonizado los momentos democráticos más interesantes, las luchas más inspiradas y eficaces, y los modos más intensos de responsabilización por lo público como son, evidentemente, las luchas por los derechos humanos, las luchas de los movimientos piqueteros, momentos particularmente importantes del movimiento sindical -como la CTA de fines de los 90-, los movimientos juveniles anti-represivos, los movimientos feministas, los movimientos ambientalistas, o los movimientos campesinos indígenas. Todas organizaciones que responden a formas más libertarias de organización. Por supuesto que no se trata de caer en una oposición caricatural entre espontaneidad y organización. Sino, en todo caso, de mostrar que hay más de un modo de practicar y concebir las formas de organización, y las últimas décadas, las más valiosas, han sabido constituirse en una enorme apertura y porosidad a los grandes momentos de lucha social de masas. El propio kirchnerismo, por otra parte, debe una buena parte de su legitimidad a este tipo de luchas de las que estoy hablando. A mi juicio, sus grandes momentos fueron momentos de radicalidad en la apertura. Y por eso creo que una buena lectura del kirchnerismo -una capaz de no poner el acontecimiento en el líder, sino en poner al líder como lector del acontecimiento- confirma un poco este razonamiento que estoy proponiendo. Todo lo que el kirchnerismo tuvo de interesante lo encontró construido por organizaciones populares de lucha, de las que quizás el propio kirchnerismo se sienta, por su posición en el Estado, su síntesis, culminación o superación (del mismo modo en que sus límites más obvios surgen de su incapacidad de escuchar una pluralidad de luchas sociales como las socioambientales). Evidentemente, este tipo de lecturas dividen aguas. Porque al menos para mí es completamente insostenible concebir al kirchnerismo como supuesta síntesis, culminación o superación de esas luchas. Insostenible y peligrosísimo. No porque ignore o desestime la importancia de que el Estado asuma en ciertos momentos y al menos parcialmente aquellas narraciones. Sino porque justamente, estos elementos narrativos surgieron de derrotas sucesivas frente al Estado mismo. Me parece que es indispensable sostener a como dé lugar esa dimensión autónoma de las narraciones de un contrapoder que de ningún modo se integra en el Estado sin conflictos y de modo definitivo. No me parece que haya beneficios al pensar así la política argentina y sudamericana, que siguen dependiendo, en lo que tienen de dinámica democrática y popular, de la propia dinámica de todo tipo de movimientos no unificables en una institución centralizada. Parto de la idea de que en América Latina hay una tradición particular a considerar, y es que las luchas de clases se abren a partir de movimientos -y organizaciones- populares no organizados como partidos tradicionales. Entiendo que esto pueda verse como un límite, pero también habría que reconocer que ha sido parte de su eficacia. Y esa eficacia no siempre es visible en los llamados gobiernos progresistas o populistas. Entonces, la discusión quizás pueda plantearse entre dos imágenes del contrapoder: ¿el contrapoder es organización militante que apuntala al Estado progresista, o es formación de movimiento social con horizonte estratégico propio? O también: ¿el contrapoder tiende a “encarnar” -y uso esa palabra teológica con toda la intención- en un(a) líder y una organización, o en una multiplicidad de instituciones -líderes, procesos de toma de decisiones- de nuevo tipo? No formulo estas preguntas porque crea que las cosas se resuelvan de un lado o de otro, de modo definitivo, sino, al contrario, porque creo que los procesos se atraviesan formulando con la mayor claridad posible estas alternativas, abriendo cuestionamientos. Desde mi perspectiva, la cuestión pasa mucho menos por el arte de la “encarnación” y mucho más por los oficios de una inmanencia abierta, es decir, de formas de leer la cuestión de la organización política en función de dinámicas auto-instituyentes del campo social.

Maximiliano de la Puente: Hay varias cosas o, por lo menos, niveles que nos había interesado pensar o charlar con vos. Respecto a lo generacional, este aspecto en La ofensiva se presenta de la mano Benjamin, al traer el uso del concepto de historia y al hablar de la “cita secreta entre las generaciones pasadas y las actuales”. Entonces, aparece esto que vos mencionas recién respecto a cómo nuestra generación tiene que pensar no en términos de éxito, de victoria, sino más bien de atestiguar, la figura del testimonio, el testigo y también la figura de la negativa. Lo que te quería preguntar es, siguiendo con esta cuestión de lo generacional, cómo pensás, retomando a Benjamin, esa cita con las generaciones pasadas. Cómo fue en tu caso esa cita con las generaciones pasadas, pensando en 2001 y también la experiencia con la investigación militante que mencionabas al comienzo. Me remitiría, por ejemplo, a la de los ‘70. ¿Habría, entonces una conexión entre los ‘70 y el 2001 desde tu perspectiva, o no? ¿Cómo lo verías, en ese sentido, en términos más benjaminianos y pensándolo de esta manera, en términos generacionales?

Diego Sztulwark: En el momento en que comenzamos a conversar con la editorial Caja Negra sobre lo que luego sería La ofensiva sensible, estaba metido en la escritura de un libro de conversaciones con el periodista Horacio Verbitsky: Vida de perro. Balance de un país intenso, del 55 a Macri (Siglo XXI, Bs-As, 2018). Esas conversaciones fueron importantes para mí, en la línea de un cierto estado de balance, de lectura, de pregunta de cómo se había llegado a la coyuntura política macrista. Se trataba para mí de plantear a Verbitsky una serie de cuestiones, y en algunos puntos también de confrontaciones, sobre el período 2001-2015, pero también de pensar un lapso histórico mucho más amplio y también de reflexionar sobre la cuestión de la investigación, asunto me acompañaba desde la época del Colectivo Situaciones. Me parece evidente, entonces, que había un fuerte componente generacional en estas conversaciones. Componente que para mí se cruza con el modo en que él se es kirchnerista y con mi modo de no serlo. Un día, hacia el final de nuestros encuentros, Horacio toma la iniciativa y me hace un planteo completamente inesperado: “bueno, ya me preguntaste todo lo que querías saber y yo te respondí a todas tus preguntas.

Ahora contame vos: ¿qué esperabas encontrar, y qué encontraste en esta conversación?”. Mi respuesta, que está por supuesto en el libro, fue algo así como: “yo quería responderme a una duda: ¿por qué si desde que comencé mi militancia y leía tus columnas dominicales en Página 12 como el principal insumo de comprensión de las coyunturas -me refiero sobre todo a los mapas que el perro fue haciendo de los militares carapintadas, de los grupos económicos, de las bandas judiciales, de las operaciones policiales, de la historia política de la iglesia- resulta que ahora venimos a divergir en la coyuntura por tu notorio entusiasmo con el kirchnerismo, que a mi al contrario, me deja siempre un sabor más o menos amargo? A esa duda me respondo ahora con una cita tuya: el kirchnerismo coincidió con tu agenda -en particular en torno a los juicios de los milicos, a la narración de la historia- y no solo vos con la suya, y en cambio de mi modo de leer la experiencia de 2001 surgían otras expectativas, sobre todo en lo relativo a la centralidad que debían tener aquellos movimientos populares en la toma de decisiones políticas”.

Esta escena me parece que conecta con la pregunta que me haces sobre Benjamin y las generaciones. Por un lado, hay una divergencia de estimaciones -¿para qué daba el 2001?- y por otro, de concepciones -el problema de la autonomía de la política, todo el fenómeno de la representación y la idea de democracia. Quiero decir que la idea de inclusión que trajo el kirchnerismo, en toda su complejidad, vino también con un elemento de subordinación -y de desaprovechamiento- de saberes populares: la reivindicación que se hizo desde el Estado de las militancias no fue nunca en el sentido de colocar a los movimientos populares de aquellos años en el centro de la toma de decisiones. Se confió más en una concepción de la reparación, y en la proposición de un tipo de inclusión en el mundo del trabajo que evidentemente no produce los niveles de igualación que el discurso de la inclusión pretendía. Creo que todo esto puede ser pensado en términos también generacionales, en el punto en que la imposición de un cierto modo de pensar, más propio de los años setenta, se impuso sobre percepciones que estaban forjándose en el 2001 sobre la estructura social argentina, sobre la importancia de crear otro tipo de instituciones, sobre lo que implica reconocer un nuevo tipo de protagonismo colectivo plural. En torno a todo eso hubo después de 2003 un enorme silencio, una zona muy difícil de afrontar abiertamente. Pero eso que no se pensó, y que a mí me queda como distancia y punto de desencuentro muy fuerte con el progresismo político actual, no deja de volver como contradicción y límite muy fuerte en la experiencia de gobierno actual. Recuerdo que llegamos a plantear este tipo de cuestiones en el último trabajo que armamos como Colectivo Situaciones, titulado Conversaciones en el impasse (2009). Creo que esa crítica política, a los modos de concebir las prácticas, y el habla política del progresismo no se ha desarrollado lo suficiente por una razón muy sencilla y muy clara: la presencia de un enemigo -uso esta palabra de un modo intencional, y quizás valga la pena luego decir algo sobre las formas no fascistas de concebir la enemistad- en un sentido común muy despiadado y cruel. Perdura ahí una escisión. Pensamos diferente, queremos cosas diferentes, pero muchas veces votamos lo mismo, o vamos a la misma plaza. Esa tensión acompañó todo el proceso de presentación de Vida de perro. Es la tensión propia en todo ese período de cómo se desarrolla un frente antineoliberal entre sectores que no tienen las mismas concepciones.

Mencionaban también los libros de Javier Trímboli y Mariano Pacheco. Con ambos comparto, sobre todo, las interpretaciones del 2001 y la discusión tan importante sobre lo que se juega en los años 2002 y 2003. El libro de Javier pone el ojo ahí donde a Selci no le interesa mucho mirar. Ese lapso fundamental que va del “pueblo insurrección” a la voluntad de reparación del kirchnerismo. También Mariano pone mucha atención a esos pocos años claves, que son los de la masacre de la estación Avellaneda. Desde perspectivas distintas, los dos se preguntan qué pasó esos años. Me parece que Mariano ve ahí el cierre de un ciclo de luchas y Javier se centra en su propia experiencia de haber escuchado una convocatoria, un nuevo proyecto que lo toca y lo convence. Y sin embargo, cuando nos cuenta en qué consiste el sentido de esa experiencia -el kirchnerismo en el poder- habla de una manera clara sobre la ausencia de proyecto estratégico, del modo en que la izquierda ya no funciona como la fuerza del progreso -condición esa que sí le reconoce al neoliberalismo-, y en todo caso, de su voluntad por impedir que ese progreso neoliberal siga triunfando. Entonces, sea desde la idea de que el ciclo de luchas antineoliberales del 2001 traía una novedad -como piensa Mariano y que comparto-, o bien desde el reconocimiento de la ausencia de un proyecto alternativo fuerte -como creo que dice Javier-, lo generacional aparece en ambos casos como una confrontación con relación a la generación de los años setenta. Y hasta como una cierta incapacidad de afirmación propia frente a la experiencia tremenda de aquella generación. Ese sería, me parece a mí, el asunto benjaminiano (pensando en aquella cita de Bejamin que ustedes traen, y que está tan conectada con aquella idea suya según la que cada generación trae consigo un “débil poder mesiánico” que no debe derrochar). Y en eso me siento próximo a Mariano: creo que es el 2001 y no el kirchnerismo el que iluminaba “el débil poder mesiánico” de algo así como una nueva generación, en un sentido fuerte. Y cuando afirmo esto, estoy recordando el trayecto grupal que les conté antes, la experiencia de El Mate y de las Cátedras del Che, la experiencia que hicimos luego con el Colectivo Situaciones: todo ese recorrido estuvo signado por la búsqueda de la cita “perdida” con las generaciones pasadas. No imaginábamos la relación con la generación anterior como una continuidad lineal. Cuando en la época de la Cátedra del Che fuimos a buscar a lxs militantes de aquellos para escucharlos, jamás vimos en ellxs jefaturas políticas. Se trataba, más bien de asumir una conversación intensa con los restos de una experiencia y de una derrota, porque esos restos tenían cosas muy importantes que comunicarnos, faltaba y precisábamos una transmisión más fina de aquella aventura de tipo revolucionaria, necesitábamos saber más y más, pero para descubrir en la diferencia de contexto nuestro propio deseo, en una escena completamente nueva, que no podría codificarse en los mismo modos en que se hicieron en los ‘70.

Entonces, había ahí un trabajo para calibrar que podíamos tomar como continuidad y en donde habría que fijar las discontinuidades. En ese sentido nacía, sí, algo generacional quizás en torno al 2001. A fines de los ‘90 la pregunta que nos perseguía era: ¿cómo se continúa un proyecto revolucionario sobre nuevos términos que no son ya los de los ’70?. No veíamos modo de hacer ese pasaje sin entrar en contacto con esos testimonios tan difíciles, tramados también por el horror de la dictadura. Entonces había que atravesar el discurso de los derechos humanos buscando conocer más de cerca cómo había sido aquella experiencia, conocer de cerca aquel dispositivo de subjetivación, que ya no podía ser el nuestro. Se trataba de hacer una operación de contacto y deslinde. Esto está presente en El Mate y está presente en el Colectivo Situaciones (las primeras publicaciones las sacamos con el Colectivo ponemos en las contratapas con una foto del “Che”, algo irónico, con un habano): nunca dejamos de percibir la marca de la continuidad, incluso a nivel continental, con las luchas del pasado, como modo de identificación, pero desde una posición propia que nos obligaba a pensar de qué se trataba nuestro presente.

En ese sentido, sí creo que 2001 es el punto de máxima tensión irresuelta en el diálogo entre estas perspectivas. Y mi impresión es que lo que acabó imponiéndose es la cultura política que venía de los años setenta, solo que esa cultura política funciona hoy inevitablemente muy de otra manera, por fuera del horizonte revolucionario que le dio todo su sentido en su hora. Javier dice que la convocatoria del kirchnerismo a la militancia no se hace en nombre de la revolución, sino de la historia. Y a mí me parece que eso es cierto a condición de asumir que el sujeto de esa historia sigue teniendo el eje de gravedad en aquella generación. Mi sentimiento, al respecto, es que sin quererlo acabamos por derrochar algo de ese “débil poder mesiánico”. Y esa debilidad nuestra se nota mucho en el discurso posterior del kirchnerismo militante.

Ramiro Manduca: Siguiendo un poco el hilo de pensamiento y también algunas de las reflexiones de La ofensiva…, las reflexiones en torno al periodo 1983-2001, y el tránsito durante esas décadas de la figura del ciudadano a la del consumidor, en vínculo a esto último que decís en torno al kirchnerismo, pareciera ser que hay algo que no se logra romper, sino que tiene rasgos de continuidad. Pongo un ejemplo muy claro, que además coincide con los años donde seguramente estabas trabajando en este libro, donde esto se ve claro y que además tuvo cierta relevancia para los sectores intelectuales y progresistas. Me refiero a lo que fue la cumbre de CLACSO, cuando interviene Cristina, con un mensaje de ferviente oposición al macrismo, anclando su crítica a lo restringido del acceso al consumo de los sectores populares, por lo tanto, acentuando la condición de consumidores y no de ciudadanos…

Diego Sztulwark: Exacto.

Ramiro Manduca: Eran al mismo tiempo momentos de una ofensiva fuerte del macrismo y en algún punto que, de la principal figura política opositora, apareciera la apelación a la figura del consumidor dejaba un sabor amargo. Tendía a anular una imaginación política capaz de pensar otras ciudadanías.

Diego Sztulwark: Sí, en ese discurso, Cristina además dijo que los “movimientos sociales” que existen hoy, eran antes “organizaciones sociales”. Intuyo que algunos movimientos sociales suscriben este tipo de descripciones, aunque no estoy tan seguro de que las organizaciones de aquellos años hubieran hablado del mismo modo. Es un discurso que desplaza los términos y tiende a borrar un protagonismo previo a la llegada del kirchnerismo al poder (un protagonismo que de un modo indirecto hizo mucho para que luego de 2003 el kirchnerismo tuviera un espacio posible, antes inimaginable). Cristina piensa así. En su libro, Sinceramente, relata aquellos años con una agilidad asombrosa. Esa distancia respecto a luchas que impugnaron al neoliberalismo de los ’90 forma parte de un modo de leer y presentar las cosas según la cual lo colectivo solo adquiere valor visto desde arriba. Por fuera del relato estatal, las luchas serían dignas, si, pero prepolíticas. Con lo que deberíamos volver a mirar de cerca qué ocurrió en aquellos años que van del 2001 al kirchnerismo. Años de una transición que no se explican del todo sin prestar atención al asesinato de Kosteki y Santillán. La masacre de Avellaneda tiene tres efectos centrales: golpea en los movimientos populares, fuerza un llamado a elecciones, acelera la candidatura de Kirchner por parte del duhaldismo. La lucidez con que el kirchnerismo lee 2001 es inseparable del hecho de que esa lectura es hecha desde otro propósito y desde otro lugar. Y creo que ese otro lugar es el que podemos leer en aquella frase de Cristina. Aquel discurso fue una auténtica prefiguración de la realidad política que tenemos hoy. Si descontamos la pandemia, lo que Cristina planteaba en ese discurso era a la vez un balance del período nefasto 2015/2019 y las coordenadas del actual frente antimacrista en el poder, en la que la posposición de las demandas populares se adjudica por entero a la pandemia. Un gobierno que pide disculpas a la sociedad por el escándalo por las fotos del presidente en un brindis durante la cuarentena, y calla ante el violento desalojo de la ocupación de tierras de Guernica en manos del coronel Beni. Mi sensación es que el anti-macrismo que Cristina organizó conceptualmente en aquel discurso es tan necesario como insuficiente, aunque esto no pueda ser discutido abiertamente. Por lo que la necesidad de otro tipo de práctica colectiva tiende a perder contacto con la política convencional. Puede que me equivoque -es lo habitual-, pero a mí no me parece que el anti-macrismo alcance en este momento ni siquiera para salvarnos del macrismo. Y en todo caso me queda claro que no es desde ahí que podemos pensar el 2001.

Fuente: Aletheia https://doi.org/10.24215/18533701e107

IMAGENES:  Bernardino Avila   y Marcos Brindicci  – ARCHIVO ARGRA

Chiste horrible, crueldad, insulto // Diego Valeriano

Otro pibe asesinado por la policía y ya suman demasiados nombres de fusilados, desaparecidos, víctimas del gatillo fácil. Lucas, Facundo, Santiago, Luciano, Florencia. Otra vez Luciano. Los nombres que se olvidan, las secuencias que se repiten, la militancia que prende el Maps para ver quien es el victimario. Miramar, Lomas del Mirador, CABA, San Luis. Demasiados murales, lágrimas tatuadas, vidas destruidas, terror anímico inoculado para siempre, vida tumba. Tierra manchada con sangre de pibe. Por ahí el festejo de la democracia es un chiste horrible, otra forma de crueldad, un insulto a las madres, hermanas, amigos que lloran, que luchan, que insisten por justicia, que están solas frente al hostigamiento político, mediático, judicial.  Por ahí no da festejar en Plaza de Mayo mientras siguen matando pibes, mientras se encubre, protege y arregla con la gorra. Mientras en Merlo Gomez le cruzan el patrullero a dos pibes que vienen del laburo, los verduguean, le quitan la guita de la semana y se le quedan con el faso. Mientras la piba recorre todas las comisarías haciendo cualquier cosa para que le digan algo del novio que se llevaron y no aparece. Mientras obligan a los más pibitos a laburar para ellos,. Demasiada gorra acechando a los guachos, hostigando a las pibas, requisando todo. Vigilantes que la agitan, la política en patrullero. Por ahí festejar es demasiado termo, egoísta, militante, frívolo. Es otra forma de delegar el estado de ánimo. Es estar demasiado pendiente de la opinión, de la obediencia, del ruido y no de lo que pasó, pasa, va pasando. Por ahí no da ser tan ortiba.

Presentación de «Nada que esperar», de Sebastián Scolnik

«Hace poco más de dos décadas, unas cuantas decenas de personas, mayoritariamente jóvenes, difundían –por medio de pintadas y de calcos que se pegaban en teléfonos y baños públicos, en trenes y colectivos- una consigna: “Votá lo que puedas, construí lo que quieras. No hay nada que esperar”. Corría el año 99 y se elegía al presidente argentino que debía sustituir a Menem. Los afluentes del 2001 daban forma a un río sin orillas. Grupos, colectivos, restos de instituciones y comunidades arrastradas por la crisis. De aquel marasmo, Sebastián “el Ruso” Scolnik extrae la historia de una amistad política. Todo devenir grupal merece ser narrado por quien mejor atesora, no los recuerdos, sino los pliegues de su funcionamiento. En este caso, el que atesora y narra es también el que atravesó esa historia con el humor más fino y penetrante. La publicación de Nada que esperar reúne el esfuerzo de tres editoriales: para Tinta Limón es natural publicar esta obra de uno de sus fundadores; para Lobo Suelto es coherente publicar a un confabulado; para Cordero es preciso nutrirse de estas complicidades».
 
Presentación: viernes 17 de diciembre – 18 horas en Casona Humahuaca (Humahuaca 3508). Con Diego Sztulwark y Neka Jara.

Fogwill // Pedro Yagüe

La idea es una especie de biombo detrás del que ocurre algo más importante. Eso decía Gombrowicz: que en el corazón de un argumento se esconde la seducción de sus palabras. Y que ahí radica la verdad. Quien alguna vez haya dedicado parte de su tiempo a manosear impunemente el teclado, sabe que los razonamientos son coartadas que armamos para justificar pasiones ciegas, preexistentes, que buscan conquistar con las palabras un lugar sólido entre nosotros. Escribir es la exigencia que el afecto le hace a la razón. Es animar en el lenguaje aquello que sentimos pero todavía no sabemos.

Si escribir es fabricar un biombo a la Gombrowicz, la lectura será entonces un acercamiento al corazón de las palabras. Una escucha atenta a los murmullos que acechan detrás de lo escrito. Leer es eso: cachetear frases para ventilarlas y aspirar el aire fresco que las palabras exhalan. Pero hoy pocos leen de esa manera. Proliferan los enamorados del biombo, los aduladores del signo, los campeones del significado y el significante. Esto se aprende en los recitales literarios, donde se adormece a cualquiera que no se haya acostumbrado a vivir en el aburrimiento. Otro ejemplo es el mundo académico. Por eso las jornadas y congresos se parecen tanto a los ciclos de lectura: son mundos especializados y aburridos en el que sus miembros, como por obra de un pacto, se felicitan entre sí.

Cuesta imaginar a Fogwill en esos ambientes. Eran ruido en la cabeza, decía, que no lo dejaba pensar. Por eso en 1968, a sus veintisiete años, abandonó para siempre la carrera de sociólogo. Para él, escribir era un fin en sí mismo, alejado del amor por los congresos, las becas, los papers y las cátedras. Una forma de hablar para no ser hablado por los consensos de la cultura. Hay, por ello, un aprendizaje posible en su narrativa.

 

Antes de mi labor de publicista yo tuve una labor de semiotista. Espontánea, desde chiquito. Cuando pibe, como todos los púberes de mi grupo, era un sabio de marcas de autos y de motos. Mi paradigma era: las figuritas, colores de camisetas y jugadores de fútbol, autos y motos. Sobre ese paradigma se pudo haber montado mi conocimiento sobre marcas de ropa, armas o perfumes. Yo siempre tuve mucha sensibilidad a los efectos connotativos de los sistemas de marcas, pero mucho antes de la publicidad. Yo llegué a la publicidad muy tarde, casi diez años después de haber trabajado en marketing, en desarrollo de marcas. De cualquier manera, esa sensibilidad es muy anterior.

 

Fogwill, nos dice y lo sabemos, fue un hábil semiotista. Se supo enlace entre sus vivencias del mundo y las de los otros. Su escritura es el resultado de una exploración de los afectos sociales y de una envidiable capacidad para exprimir en sus relatos esas fuerzas silenciosas con las que vivimos. Leerlo es volver a evocar aquello que, sin darnos cuenta, había ya pasado por nosotros. Es reanimar lo que la repetición del día a día fue endureciendo. Fuera de la academia, fuera de la ley, fuera de los consensos y ascensos, Fogwill vive en sus historias un adentro viscoso y denso, pegajoso.

La narrativa de Fogwill es una operación que funciona en un doble saber: conoce las fuerzas sociales, y entiende cómo volver a abrir en un relato esa maraña de pasiones, calenturas y fobias que transitamos a diario. Su prosa tiene la sencillez de la buena poesía: belleza inusual con palabras cotidianas. Recrea una intimidad profunda, cuenta calenturas incomprensibles por su verosimilitud, erecciones verosímiles por su incomprensión. Felicidades efímeras en la larga risa de todos estos años.

Su escritura es el resultado de una larga y detenida reflexión sobre la eficacia de las palabras en los cuerpos. ¿Cómo sumergir al lector en el mundo abierto por el relato al punto de que este viva como propio lo que un personaje experimenta? ¿Cómo producir afectos en el cuerpo del que lee? Ansiedad, celos, vergüenza, miedo: todo eso puede vivirse a través de unas páginas. Por eso Fogwill se define como semiotista. De allí su eficacia para la publicidad, el marketing y la literatura. El caso más extremo de este aprendizaje fue el del chiste, mensaje al que le dedicó largos años de estudio y en el que terminaría convirtiéndose en un experto. La lectura de sus cuentos y novelas suele ir acompañada de fuertes carcajadas.

Fogwill entiende como nadie la capacidad que la narrativa tiene de producir afectos en el cuerpo. Por eso muchas veces la presenta como una manipulación que las palabras realizan sobre las emociones. Esa es la fascinación que despierta una historia bien contada: sugestiona, persuade, enloquece. Crea mundo y sentido al introducir al lector en el ambiente de la narración. Buen escritor es el que inventa afectos vivos, reales. Y esto no vale solo para la literatura.

 

Un publicitario, Ogilvy, mucho más sagaz que la mayoría de los sociólogos, recomendaba a los anunciantes: cuando no tenga nada que decir, cántelo. Porque el canto recrea la ceremonia colectiva, y en ella, se imponen fuerzas mayores –y quizás mejores– que las de la razón, la pertinencia lógica, la etiqueta y el gusto, y todo eso que sostiene el armazón de sentido tal como es sentido por esta estirpe reciente y monstruosa a la que pertenecemos.

 

José Traine –citando alguien que ahora no recuerdo, creo que a Alberto Cedrón– me explicó una vez la superioridad de la música por sobre el resto de las artes: “Vos tenés una vaca. Le ponés un Rembrandt enfrente… y no pasa nada. Ahora, si vos a esa misma vaca la ponés un buen rato a escuchar una sonata de Schubert te va a empezar a dar más leche”. Eso tiene su explicación: la música moviliza una fibra sensible anterior a toda imagen y palabra. Expresa sin biombo ni relato aquella verdad de la que habla Gombrowicz. De ahí su fuerza.

“Yo sé cantar, pero no sé contar”, repetía Saúl, el judío porteño de Vivir afuera. Fogwill conocía el arte de ambas. O mejor dicho: supo hacer de cantar y contar una misma cosa. Hablando o escribiendo, Fogwill indagaba esa continuidad entre música y cuerpo como experiencia fundante de la palabra. Vivía en la música y escribía bajo su efecto. Era común escucharlo cantar o recitar solo por la calle. Su prosa es un entrecruzamiento de melodías que armonizan y se chocan. Sonidos que hacen vibrar en el lector esos ritmos contradictorios de sus personajes.

Sin entender una palabra, Mariana y la Intensiva disfrutan de Papirosen. Solo escuchan sentimientos, piensa Wolff, y los traducen: a veces bien, a veces mal. Pero ellas están ahí, absorbidas por la música. La prosa de Fogwill provoca un encantamiento similar. Es una escucha profunda, una especie de tanteo en el que los afectos se cristalizan en palabras. La resonancia del mundo aparece contada por un ritmo, cantada por un texto. Mariana, la Intensiva y Fogwill escuchan y viven, viven y escuchan, y en ese intercambio vuelven sonido el aire que respiran.

Escribir es eso: escucharse y empezar a anotar. Se cuenta una historia. Para vivir sin ser vivido, para pensar sin ser pensado. Decía Fogwill que sus relatos fueron siempre el efecto de una atenta escucha al dictado de una voz. Pienso que esa voz, siguiendo el consejo de Ogilvy, le dictaba en forma de canto.

 

* Este texto forma parte del libro Engendros, publicado en 2018 por Hecho Atómico Ediciones.

Lecturas cruzadas: debate sobre sus últimos libros // Íñigo Errejón y Amador Fernández-Savater

Carne Argentina (preludio para un cyborg de las pampas) // Dulcinea Segura

 

“Nuestra investigación tiene como finalidad una ampliación sensible, hacia zonas foráneas al modelo neoliberal productivista, utilitarista e individualista de los afectos, el pensamiento, los vínculos, el lazo social y las corporalidades.”

En el estado actual de post pandemia ilimitada, el arte escénico de la ciudad sale a expresar todo lo que pudo ir elaborando durante estos últimos dos años de sacudidas que visibilizaron la etapa en la que nos encontramos en el capitalismo mundial.

De qué manera los seres humanos podemos hacerle frente al avance tanático del sistema desde el arte y la cultura, puede ser algo de lo que esboza esta propuesta, con la que el director Patricio Suárez sigue avanzando en el desarrollo de una poética particular donde lo analógico convive con lo digital.

Cuatro hombres cuerpos-imagen-máquina- que además son “artistas repartidores de Rappi, artistas albañiles, migrantes, precarizados”, ponen su ‘carne’ en escena para abrir preguntas que se hacen respecto al arte, al mercado, a la precarización y a las construcciones simbólicas que el cuerpo masculino puede representar.

En una escena que puede oscilar entre lo urbano y lo rural, los intérpretes parecen transformarse en una especie de animales casi mitológicos, que simulan ser un solo cuerpo al estar unidos a través de unas capuchas. Entretejidos en esa especie de única entidad, cada uno replica lo que hace el otro sin poder evitar la repercusión del movimiento.

Estos seres cubiertos, sin identidad, se confunden en espacios que pueden ser la pampa, un descampado o un terreno baldío. La elección de los elementos que acompañan las vestimentas así como las diversas situaciones, confunde el presente con un futuro distópico y post apocalíptico, haciendo patente los ecos de la tragedia pandémica en la cultura, la salud y la economía.

La proyección triple de las pantallas y los efectos envolventes que produce, aportan a la dimensión lumínica y sonora de la obra, que hace viajar entre parques vespertinos, manifestaciones y boliches. 

Los episodios que se suceden en esta puesta se apoyan en la ‘potencia del fragmento por sobre la idea de obra total’, como afirman los protagonistas, pero al mismo tiempo el hilvanado de situaciones genera un sentido que gira en torno a los conflictos del arte contemporáneo latinoamericano, en tensión entre la subsistencia y la existencia, entre el acomodamiento y la protesta.

Lo vemos desde el uso de materiales de reciclaje, la colaboración de otros oficios como el bicicletero del barrio o la tejedora, la participación del público de manera indirecta a través de las proyecciones; hasta la evocación concreta de las manifestaciones sociales con represión y helicóptero incluidos. Toda esta danza historizada en los cuerpos y la puesta escénica propone un posicionamiento ético respecto al lugar del arte en la sociedad actual.

La propuesta estética es un híbrido que une virtualidad y presencialidad entre cuerpos y tecnologías. Así como logra reunir con humor características del capitalismo como la competencia absurda y el fetichismo de la mercancía, en una imagen donde los hombres pasean con sus ‘mascotas’ en un gesto de comparación que inmediatamente se articula como competición deportiva.

La utilización de los materiales de reciclaje da cuenta de un grupo que se resiste al consumo exorbitante e innecesario de objetos, y que entiende el arte como un espacio cuyo alcance podría exceder los de la representación escénica.

Sus palabras dan claridad sobre el asunto: “Estamos convencidos de que es necesario modificar el modo de producción de las artes escénicas si es que queremos hallar nuevos lenguajes que pongan su atención en el valor de uso de la práctica, antes que en su valor de cambio mercantil.”

 

Jueves  21:00hs hasta el 09/12/2021 en EL GALPÓN DE GUEVARA (Guevara 326)

Performers: Yair Araujo, Diego “Tukki” Martínez, Ramiro Cortez y Javier Olivera Goycoechea,. Colaboración artística: Lucas Pisano.-

Asistencia de dirección: Angela Babuin y Mariana La Torre.-

Diseño sonoro, dramaturgia, espacio escénico, dirección y producción: Patricio Suárez.-

Fuente: Revista Llegás

Hace falta mucha más fiesta // Agustín Jerónimo Valle

Hace falta mucha más fiesta. Que por supuesto no es meramente un rubro determinado, las formalmente denominadas fiestas. De hecho, muchas presuntas fiestas son un bodrio, o un cliché redundante. Digo fiesta como cualidad que puede tener cualquier tipo de situación o experiencia, como modo del estar. La fiesta pensada como vía de intensificación libidinal (con autosuficiencia de sentido); la fiesta como derroche presentificante. Estamos ahora acá y eso succiona el tiempo entero en un vórtice de sentido presente. Fiesta puede ser un encuentro erótico, un morfi, un paseo de montaña, una labor que forja algo en el rubro que sea (carpintería, botánica, música…), una cerveza de atardecer con un amigo o amiga. Fiesta puede ser una concentración política, como las vigilias feministas o la plaza del 10/12/19 -y una concentración política también puede ser masiva y no ser ni ahí una fiesta, sino ejecución de potencias estereotipadas. La fiesta se reconoce ad-hoc, o durante; algo es una fiesta cuando hacemos experiencia una potencia que no sabíamos -calculadamente, a ciencia cierta– que teníamos. 

Hace falta mucha más fiesta; fiesta como forma de lo lúdico. Fiesta como dejar de deber; fiesta como movimiento del cuerpo que se desendeuda. ¡Al menos ese rato! Lo festivo como la recuperación adulta de una potencia infantil. Ese hermoso santo decir sí que pregona Zarathustra; la inocencia creadora. 

¿Hay encuentros, actividades, de los que podamos decir «fue una fiesta», o sintamos que tienen algo del atrevimiento poiético del juego? De grandes, lo lúdico no es “nada más que un juego”, sino que nos pone en juego, entramos en juego. No hay “proceso de devenir” sin al menos una pizca lúdica. ¿Hay zonas de nuestra vida -personal, colectiva…- que tengan la textura del juego, de lo lúdico? Lo festivo, lo lúdico: un arrebato arbitrario que instaura su realidad, y una consistencia que no depende de aquello con lo que, acaso, tuvo que combatir.  

Ese punto último es importante. Porque si la derecha «leonina” tiene raigambre en la subjetividad, si su rugido encauza intensidades, y un tipo igual a Benny Hill dice venir a despertar leones, tiene que ser al menos en parte porque los deseos más democratizantes, los discursos más inclusivos, ofrecen filminas de valores morales y argumentos racionales que no movilizan tanta libido -y carecen de invitaciones festivas. Es más, cuando hubo la responsabilidad de una fiesta, una fiesta multitudinal de duelo por la muerte de Maradona, se la impidió; salió Alberto con el megáfono como profesor solemne a ordenar la cosa contra las hordas maradonianas, que, en respuesta, acometieron el primer asalto a la casa Rosada de la historia argentina. (Qué cortedad política, aparte, no ver el efecto cohesivo y vigorizante en el lazo social de la que podría haber sido una celebración descomunal, celebración funeral acaso más grande que ninguna otra jamás en la Argentina. O acaso no sea “cortedad” sino que se devela dónde están, quiénes son, las subjetividades que llevan el Ejecutivo, cuál es su imaginario, su horizonte de lo posible).  

Hace falta fiesta porque si no, hay solo sumisión, dolor, y como máximo bronca: una bronca que acaparó el discurso reaccionario, mientras la izquierda sonríe simpática y tampoco le va mal -al fin y al cabo bancó la parada en la calle muchas veces-. Nietzsche, es sabido, dice que el espíritu comienza con forma de camello, que porta el peso del deber, luego puede devenir león, que ruge y al tú debes lo rechaza de un zarpazo; pero luego, aún más, puede devenir niño, y allí, recién, es un espíritu libre: en la santa afirmación, que se emancipa del no

Camellos cumpliendo su deber, es decir mulas que mulean y mulean, está lleno: somos casi todxs, de diversas maneras y grados por supuesto. Está lleno de gente que mulea y le duele de todo y está harta, y si la invitan a rugir, capaz está buenísimo. Es una una vitalización; aunque no diría que llega a ser “vitalidad”: porque el rugido leonino, la intensificación libidinal en que tiene eficacia la ultra derecha, depende de aquello con lo que confronta. La fiesta y lo lúdico, en cambio, aunque puedan nutrirse de inensidades rabiosas (aunque puedan provenir de dolores y broncas), cuando deviene fiesta, no necesita más que su propio nosotrxs. Hace falta más tonalidad festiva, más porque sí, porque esto. Y objetar que las penurias socioeconómicas no permiten pensar en enfiestarse es entender poco y se recomienda, por ejemplo, escuchar los shows de cuando Damas Gratis llegó al Luna Park en 2001, o los de 2002. Hace falta más fiesta, y más infancia adulta, y cuanto más dolor, cuanto más drama y más carencias, más es necesario que haya polos de intensidad libidinal deseables que sean festivos, juguetones, porque si no, lo que más conviene es rugir con una bronca naturalmente dispuesta al mejor postor.

 

Modos de narrar // Ricardo Piglia

Siempre se han contado historias. Pero ¿Cómo empezó la historia de la narración? Podemos inferir un comienzo. Imaginar cuál fue el primer relato. Podríamos escribir un relato sobre cómo fue ese primer relato. La forma inicial, es decir, la prehistoria de los grandes modos de narrar.

 

Podemos imaginar que el primer narrador se alejó de la cueva, quizás buscando algo, persiguiendo una presa, cruzó un río y luego un monte y desembocó en un valle y vio algo ahí, extraordinario para él, y volvió para contar esa historia. Podemos imaginar, en todo caso, que el primer narrador fue un viajero y que el viaje es una de las estructuras centrales de la narración: alguien sale del mundo cotidiano, va a otro lado y cuenta lo que ha visto, la diferencia. Y ese modo de narrar, el relato como viaje, una estructura de larguísima duración, ha llegado hasta hoy. No hay viaje sin narración, en un sentido podríamos decir que se viaja para narrar. Por eso los viajeros actuales van siempre con máquinas fotográficas y tratan de capturar los rastros de lo que van a contar a sus amigos cuando vuelvan.

 

Pero podríamos pensar que hay otro origen del acto de narrar. Porque sabemos que no hay nunca un origen único, hay siempre por lo menos dos comienzos, dos modos de empezar. Entonces podríamos imaginar que el otro primer narrador ha sido el adivino de la tribu, el que narra una historia posible a partir de rastros y vestigios oscuros. Hay unas huellas, unos indicios que no se terminan de comprender, es necesario descifrarlos y descifrarlos es construir un relato. Entonces podríamos decir que el primer narrador fue tal vez alguien que leía signos, que leía el vuelo de los pájaros, las huellas en la arena, el dibujo en el caparazón de las tortugas, en las vísceras de los animales y que a partir de esos rastros reconstruía una realidad ausente, un sentido olvidado o futuro. Tal vez el primer modo de narrar fue la reconstrucción de una historia cifrada. A esa reconstrucción de una historia a partir de ciertas huellas que están ahí, en el presente, a ese paso a otra temporalidad, podríamos llamarlo el relato como investigación.

 

Si pensamos en esa historia larga de la narración, de las formas de la narración, de los modos de narrar, podríamos imaginar que ha habido entonces dos modos básicos de narrar que han persistido desde el origen, dos grandes formas, que están más allá de los géneros, y cuyas huellas y ruinas podemos ver hoy en las narraciones que circulan y que nos circundan. El viaje y la investigación como modos de narrar básicos, como formas estables, anteriores a los géneros y a la distribución múltiple de los relatos en tipos y especies. Estamos frente al ur-relato, a la forma que da lugar a la evolución y a la transformación.

 

Etimológicamente, narrador quiere decir “el que sabe”, “el que conoce”, y podríamos ver esa identidad en dos sentidos, el que conoce otro lugar porque ha estado ahí, y el que adivina, inventa narrar lo que no está o lo que no se comprende (o mejor: a partir de lo que no se comprende, descifra lo que está por venir).

Y, a la vez, esos dos grandes modos de narrar tienen sus héroes, sus protagonistas, sus figuras legendarias. Como si la repetición de esos relatos hubiera terminado por cristalizarse en una figura que sostiene la forma. Podríamos ver la historia de la narración como una historia de la subjetividad, como la historia de la construcción de un sujeto que se piensa a sí mismo a partir de un relato, porque de eso se trata, creo. La historia de la narración es también la historia e cómo se ha construido cierta idea de identidad.

 

Podríamos entonces pensar que esos dos grandes modos de narrar han construido sus propios héroes. Está la gran tradición del viajero, del errante, del que abandona su patria; el astuto Ulises, el polytropos, el hombre de muchos viajes, el que está lejos, el que añora el retorno; el sujeto que está fuera de su hogar y que vive con la nostalgia de algo que ha perdido. Podríamos entonces imaginar a Ulises como una suerte de héroe de lo que sería esta historia de la subjetividad, imaginarlo como una metáfora de la construcción de la subjetividad. A partir de su propio aislamiento, se construye como sujeto. Fue Adorno el que ha llamado la atención sobre la debilidad de Ulises en Dialéctica del Iluminismo y por lo tanto sobre su astucia como defensa de lo desconocido.

 

Y, desde luego, el otro héroe de la subjetividad, la otra gran figura, es Edipo, el descifrador de enigmas, el que investiga el crimen y al final termina por comprender que el criminal es él mismo. Es Edipo el que protagoniza esa estructura de la narración como investigación, y por lo tanto como un relato perdido que es preciso reconstruir. Freud ha construido una serie extraordinaria de relatos de la subjetividad a partir de esa historia.

 

Podríamos pensar entonces a Ulises y a Edipo como protagonistas de esos relatos básicos, como grandes modelos del relato y de la construcción de la subjetividad.

 

Revista ADYNATA

 

Fuente: Piglia, Ricardo. Modos de narrar. Universidad de Talca, 2005

 
 

Tras el diluvio. De la vía chilena al socialismo a la vía chilena de capitalismo académico // Mauro Salazar J.

En el marco de las transformaciones de los sistemas universitarios –tendencias «glonacales»– la sociedad chilena experimentó (años 80’ y 90’) la configuración de un «sistema terciario», masificación populista, o acelerada al decir del mainstream, traducido en la instauración de un rubro rentable para la iniciativa de emprendedores que pavimentaron el camino hacia la «Universidad de los incentivos» (Clark, Burton: 1998). La episteme crediticia-gerencial de los ‘chicagos boys’ (1976), similar al ensayo de Saramago sobre la ceguera, se ha caracterizado por mitificar la anarquía de la oferta universitaria, soslayando todo tipo de prevención en las dinámicas de cobertura pública, explotación cognitiva y criterios mercantiles ex post. De allí, el condicionamiento corporativo del financiamiento institucional y de los salarios individuales, sujetos al cumplimiento de ciertas metas que han estimulado el fenómeno del “soborno de los incentivos”, a saber, el intercambio de acciones por el cumplimiento de metas, bajo el “hechizo” de que ello generará tarde o temprano, cambios positivos en el desempeño de las instituciones (College), bajo una «fiebre de los indicadores» (Acosta, 2010). Y así, en medio de la Uribe Noche, se erigió un sector neo-extractivista de servicios educacionales que se benefició empresarialmente de la dinámica de los mercados emergentes vinculados a la irrupción de la gobernanza promovida por el BID y el Banco Mundial. Todo ello bajo el dictum de la llamada Nueva Gestión Pública y la economía política del management. 

 

Tal instauración de la “industria de educación terciaria” (academic capitalism) ha sido el corolario del desmantelamiento de la Universidad de los «presupuestos nacionales» mediante la episteme gestional, sus mediciones alogarítmicas, la industria editorial (“gatekeepers”), y los formatos de higienización que han exhumado el “pensamiento crítico” del panorama universitario chileno para normar las economías del conocimiento en clave de valorización y capital de perdida. Tal cultura de la evaluación –y las imposturas del referato ciego en los cuerpos colegiados- obedecen a un marco global de mercantilización del conocimiento, como así mismo, a la tecnocratización de las funciones de las instituciones de Educación Superior (IES de aquí en adelante) que implantó la “universidad-empresa” (college de la docencia) para asegurar el aumento de productividad del “capital humano” inscrito funcionalmente en las nuevas relaciones mercantiles de la modernización post-estatal (1976-1981). Bajo la «dominante neoliberal», y en pleno despliegue de la metodología privatizadora de los gobiernos de la Concertación (1990-2010), en nuestro presente se ha naturalizado la necesidad de establecer «mecanismos de aseguramiento de la calidad» (pauperización fomentada por el corporativismo de la Comisión Nacional de Acreditación, CNA para el caso chileno) en los procesos reproductivos del capital, bajo las lógicas tecno-empresariales de la “excelencia”, la “calidad del servicio” y los “desempeños de gestión” –junto a otros indicadores de logro–. Hoy las dimensiones de impacto, las bulladas externalidades, agravan la frágil visibilidad de las publicaciones en el campo de la investigación social, emplazando la irrelevancia de los resultados, no sólo en la esfera de las políticas públicas, la legislación desinformada de nuestra clase política, sino también en la ciudadanización del conocimiento. La infinita tendencia managerial a valorar el “producto papers” bajo empresas productoras de bases de datos (WoS y Scopus) abunda en formatos de indexación y cultura del “experto indiferente”, que migra en desmedro de las posibilidades de construcción y visibilidad social de la institución universitaria hacia los procesos territoriales, urbanos y sus antagonismos, como así mismo, en las nuevas formas de mediatización del campo popular. Todo ello de la mano de una aristocracia cognitiva (Napoleónicos, Humboldtianos o metodistas de Bolonia) que dista de cultivar las “hermenéuticas de la mundanidad” que abrió la «imaginación insurreccional» de la revuelta chilena (Karmy, 2020), emplazando los rectorados del orden –mainstream chileno– evidenciado su condición elitario-parroquial (2019). En tal perspectiva, la Universidad del emprendimiento con sus discursos de la desigualdad cognitiva ha quedado off side respecto a las materias más sustanciales del campo social que fueron impugnadas por la «potencia octubrista». Tal movilización abrazó la tensión entre movilización e institucionalización que aún asedia la actual Convención Constitucional (2021). Y ello en virtud del modo de producción oligárquico-crediticio, donde las IES han devenido en un reducto de incidencia periférica respecto a los territorios y las comunidades so pena de la experiencia plebeya del año 2019. 

 

Y a no dudar, los indicadores de la depredación académica, vienen a representar un avance importante en la consolidación de instituciones docentes y hacen connivencia con la producción de un conjunto de exigencias, estampillas y sellos de accountability para validar los demiurgos de las estadísticas, los mercenarios del conocimiento serial, el identitarismo disciplinario, la axiomatización de los «argumentos» y la acumulación de la anárquica plusvalía. Bajo la jubilosa «vía chilena de capitalismo académico» la Universidad neoliberal ocupa el lugar de la «renta infinita» y la difusión guiada por criterios científicos se torna profundamente endogámica en un contexto donde el orden del discurso se juega en las mercancías mediáticas dada la obsolescencia neoliberal que ha configurado la Universidad de la Pasarela. Todo ello comprende un pavoroso rescate de la «agónica filosofía» y la coyuntura nos informa del fáustico fin de los contenidos de «historia» en los planes de estudio para exhumar los traumas de la memoria pinochetista. De paso, la indexación se ha comportado como una especie de «limpieza étnica» de la intelectualidad crítica, agotando las tradiciones cognitivas, agravando la indigencia simbólica, por la vía de un lenguaje rentista que habilitó la figura del «experto indiferente» que cinceló una «imago» de la perpetuación chicago-hacendal (1981). En suma, se trata de una startup que se erige como un «capital emprendedor» donde el modelo de negocios es similar a las empresas que cuentan con un gran potencial de crecimiento y riesgo (Facebook, Twitter o Academia.edu) que surgen a partir de una idea emprendedora, merced al uso de tecnologías e innovación programática, aunque esencialmente gracias al crecimiento y trabajo de sus usuarios -los propios “académicos” bajo la ficción del trabajo inmaterial-, en uno de los esquemas empresariales de inaudita obsolescencia, en tanto servidumbre, proletarización y administración de miserias en el mundo público-privado.

 

Y así, entre alta tecnocracia y aristocracia cognitiva, ha obrado un movimiento depredador de la creatividad intempestiva del pensamiento –«experimentación», «hermenéutica», «imaginación» y «despistes del ensayo respecto al oficialismo cultural»– que ha difundido la monotonía escritural, la expulsión de la imaginación como «metáfora de la realidad» y no su negación (Freud, la tragedia griega, Edipo y Electra), validando un sinfín de certificaciones policiales para alivianar el «ejército de reserva» de Doctores que deben lidiar con un modelo que administra la crisis lecto-escritural, la ausencia de «narrativas», y devela el destino manifiesto de la deserción ocupacional. Y así, en pleno repliegue del discurso crítico, las humanidades están cada vez más confinadas a la burocratización de los espacios, a la confiscación de las distancias, y a ficcionar la razón cínica mediante «adornos» en las mallas curriculares.

En alguna medida, y admitiendo la factualidad de la CNA con la doble presencia de sus pares evaluadores, los procesos de acreditación de las IES irrumpieron para legitimar –normar el crecimiento, estigmatizar la ideología y clasificar el riesgo– la venta de servicios educacionales de baja rentabilidad en los mercados del conocimiento, recurriendo a mecanismos de control y regulación que instalan la ficción de la “calidad del servicio” dirigida a un tipo de estudiante-consumidor. De tal suerte, se fue consolidando, estratégicamente, la «Universidad managerial» como «bien de consumo» (al decir de Sebastián Piñera el 2011) y una ética del accountability, mediante la rúbrica gerencial contra la rentabilidad de los servicios donde «lo contiguo», «lo inmediato», «lo fáctico» y «pre-crítico» adquieren un protagonismo fundamental.

 

La cuestión de la calidad, su aseguramiento y permanente mejoramiento, se han convertido en un problema fundamental de la fallida discusión pública sobre educación. Pese a su racionalidad normalizadora, la ficción de la “calidad” debe ser imputada en todas sus definiciones, y diferenciada en sus usos y nichos de mercado (broker). Persistir sobre el trasfondo de lo que nombra tal palabra ayuda a detallar los lugares comunes petrificados del actual discurso que prioriza lo técnico-operacional y «desprecia» la dimensión hermenéutico-reflexiva, la fricción imaginal, devastando el género literario, la cultura del libro, y las prácticas escriturales. Los dispositivos de “excelencia” y “calidad” –afines a los sistemas de administración corporativa– son parte de una «racionalidad depredadora» que, junto con instrumentalizar el rol docente, entiende calidad como eficacia o rendimiento de procesos productivos mercantiles.

El carácter aparentemente “neutro”, abstracto y general, tras el cual se encubre la noción de “calidad”, sirve para reproducir un modelo cerrado sobre sí mismo que, con sus procedimientos de medición basados en «métricas uniformadoras», no matiza los juicios que emite sin someter dichos juicios a discusión, borra la particularidad histórica, social e imaginaria de los universos de referencia y sus «cualidades experimentales». Lo mismo pasa con las definiciones imperantes de qué entender sobre el dispositivo estandarizador que aquí está en juego. Uno de los significados naturalizados alude a la norma de fabricación fordista de un producto o servicio regulado por la competitividad de los agentes en un mercado. La lógica técnico-empresarial que hoy se impone en el campo de la educación hace prevalecer lo simplificador de esta definición, bajo la cual “estandarizar” se vuelve sinónimo de serializar y homogeneizar.

Las nociones de “excelencia” y “calidad” deben ser rechazadas porque, en su «racionalidad abstracta», destruyen la particularidad de los proyectos universitarios y sus finalidades educativas sostenidas por la “misión-visión” de cada institución. Como ya lo sabemos, más allá de una estratificación obesa del laicado universitario o de la tradición eclesiástica, las comunidades no deben tener el mismo perfil ni cumplir con la homologación docente o los fines que se agotan en la función técnico-profesionalizante.

Según el paradigma concentrado en la rational choice, tanto los individuos como los grupos y las instituciones solo pueden cambiar mediante un esquema de estilo y recompensas al desarrollo. Ergo, hemos transitado desde la acreditación de programas educativos, estimulando la estandarización, donde aún subsiste una pequeña parte de investigadores que caminan por las «cornisas institucionales», pero cuyas prácticas, en muchos casos, favorecen la simulación y el ritualismo.

En suma, los fondos están fatalmente condicionadas a negociar año por año y programa por programa para resolver las condiciones materiales de vida. En nuestra parroquia, la incertidumbre de recursos genera una alta dosis de pauperización, automatización de la explotación, y hace del posdoctorado un amortiguador de liquidez para no padecer las estéticas de la cesantía y los escarnios de la plusvalía cognitiva. El célebre “trabajo inmaterial” tiene lugar principalmente en emprendedores autoexplotados donde la pretendida independencia -trabajo abstracto- es una mera ficción. A raíz del “outsourcing”, reducción de personal, se hace evidente el trabajador “autónomo” -a boleta-, incluyendo aquí a los académicos contratados por horas (HP). En suma, el académico es un “micro-pyme”, presuntuosamente crítico, que gestiona su infinita precariedad -subsistencia- donde la precarización es la norma, dado que la crisis del trabajo afecta a los “mercados educacionales”.

¿Fin de la educación? De momento, la versión parroquial de capitalismo académico augura una carrera excedentaria por las nuevas exigencias de la plusvalía, donde la masificación populista del doctorado –nivelador lecto/escritural en el caso chileno- es insuficiente para el enrolamiento en el mercado académico. De tal suerte se abren brechas de sobreexigencia en el mapa universitario que obligan a analizar excedentes de productividad, asimetrías de información y posibles «fallas de mercado», según reza la jerga gestional de los teóricos de la educación.

Aquí, en nuestro mundanal tupido, no hay «pacto republicano» para una nueva ciudadanización del conocimiento. El ocaso del campus individual fue también el fin de una determinada figura intelectual, aquella que creía posible la «metáfora del exilio» (Said) o del «punto de vista» (Sarlo) donde ensayo y pensamiento litigaban sobre lo imprevisto (suspensión argumental). Las murallas de la «ciudad letrada» fueron desbordadas no solo por la expansión de sus conocimientos, sino también por una «oligarquía tecnocrática» que, ante la desregulación propia del laissez-faire, no hace más que sellar un compromiso a perpetuidad con los «saberes manageriales» -un programa homogeneizador sin palabras, como diría Musil- que nos ha exiliado, cual extranjeros, del acontecimiento de la escritura y ha relevado la ilusión del emprendizaje. Parafraseando a Raúl Rodríguez, autor de La Universidad sin atributos (2020), Benjamin, especie de rockstar de la teoría crítica contemporánea, era un par-time de otros tiempos

 

Por fin, dada la coyuntura que tiene lugar en el caso chileno en diciembre de 2021, entre el ultraderechista José Antonio Kast, y el activo social-demócrata, Gabriel Boric, la universidad chilena debería revisar el “templo colegiado” de cara al futuro abstracto que inauguró la revuelta nómade (2019), asumiendo una dimensión ciudadana y popular que le permita re/impulsar un rol incidental. La educación terciaria chilena no tiene horizontes de sentido. Nuestras oligarquías académicas, “han creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo” (Juan Rulfo, 1980: 11)

Lamborghini // Pedro Yagüe

Leónidas Lamborghini decía que el poeta, a diferencia del teórico, no explica la vida: la da. Entrega su lenguaje como una solución. El poeta escribe y, en su inquietud, desorganiza el sentido de una época. Encuentra una voz, una nueva presencia en el presente. Por eso su escritura se elabora contra la época y para un tiempo. El poema hace oír lo que no se sabe que se oye, hace sentir lo que no se sabe que se siente. Suspira la época para ventilarla. Y, al hacerlo, hace suya la operación Lamborghini: asimila la distorsión y la devuelve multiplicada.

Por eso le escapa a los consensos. Porque en ellos no se encuentra. No se escucha. El poeta vuelca su experiencia contrayéndose todo para dar lugar a lo nuevo. Hace del lenguaje una vida, de la vida un lenguaje. El sujeto del poema no sabe lo que puede hasta que lo dice. No sabe lo que dice hasta que lo siente. Inventa una manera de ser. Es una vida que se convierte, sin coartadas ni silogismos, en su propia imagen del mundo.

Aparece el descolocado:

En vez
tú no tienes voz propia
ni virtud
dijo
y escribes sólo para.
yo quise decirle mentira mentira
para purificarme

Hay poema en la prosa, en el ensayo, en el verso. En la voz, en el pensamiento. De allí el enojo de Gombrowicz: el poema nada tiene que ver con el mundillo de los poetas. Nada más lejano a la maratón adormecedora que deambula triunfal por los espacios de la cultura. Hay que liberarse del círculo especializado. De su ritual, de su falsedad, de su religiosidad. Hay que liberarse de toda complicidad con lo bello. Porque lo bello es un altar frente al que los hombres se arrodillan. Y la solemnidad sofoca al poema.

El descolocado exige:

habla
di tu palabra
si eres poeta
“eso”
será poesía

que tu palabra
sea irrupción
de lo espontáneo
que lo que digas
diga tu existencia
antes que “tu poesía”

El sujeto es la modernidad. Eso dice Meschonnic. Pero este “es” no remite a una definición sino a una interacción. Y modernidad no es un término cronológico: es la invención de una vida, de un pensamiento. Es la apertura de un horizonte donde el sujeto se produce y se encuentra.

La postmodernidad tampoco remite a una cronología, sino a una época. Es una reacción histórica contra lo moderno, contra el sujeto del poema. Modernidad y posmodernidad no son asuntos del tiempo: son operaciones en las que un cuerpo se pone en juego. Por eso, dice Meschonnic, lo posmoderno es el academicismo. La oposición más pertinente no es la que opone lo moderno a lo clásico, sino aquella que opone lo moderno a lo académico, y lo académico nunca es otra cosa que una caricaturización. Por eso podemos decir: la palabra muda de la academia es lo otro del poema. Es la razón que naufraga entre las ideas sin saber de dónde viene ni a dónde va. Sin tampoco saber qué es lo que hace en el lenguaje. Es el juego de composición, descomposición y recomposición de conceptos. La exégesis como coartada para la ausencia de una voz.

La posmodernidad es academicista y el academicismo es la perseverancia en el silencio. Es la comparación y la comparación, la explicación, la interpretación, el ventrilocuismo, el aburrimiento llevado hasta el extremo. Es la voz muerta, congelada en un pasado que se disfraza de presente. Y donde nada se pone en juego. A lo sumo un cargo, una renta. Por eso la rosca: porque a nadie le importa lo que se diga. No interesa. La posmodernidad es el paper que se llama pensamiento, el autismo que se llama discusión: el vacío total de la misa académica.

El poema es otra cosa. Descubre una coherencia que el presente desconoce, elabora una vida contra la época. Por eso, dice Meschonnic, el poeta es un extranjero en el tiempo. Se prolonga en las palabras y abre un espacio de experiencia pensable y de lenguaje posible. Meschonnic habla de sujetos del poema, de aquellos que han logrado hacer de su malestar el camino hacia una voz. El ejemplo lo encuentra en Spinoza y Humboldt. Yo lo veo en dos leones: Rozitchner y Lamborghini.

Decir “Spinoza poema” es el anuncio de un combate. Meschonnic quiere rescatarlo de aquello en lo que el academicismo lo ha convertido: un capítulo más de la vulgata deleuziana. De tanto escribir, de tanto citar, de tanto explicar, quedó tapada la pregunta por el poema. Aquella en la que tanto insiste Meschonnic: ¿qué es lo que puede un cuerpo en el lenguaje?

La postmodernidad se encuentra encerrada en un pasado caricatural. No puede estar en el presente. Si lo hiciera se perdería. No sabría qué comparar, qué definir. Por eso vive en el pasado. Pero lo hace según la forma en que nuestra época lo dicta: con los ojos puestos en la cultura francesa. Se llena el presente con el pretérito, se llena la vida con los espectros. A Lamborghini se lo lee con Derrida y dan ganas de llorar. Deconstrucción, rizoma, capital simbólico, micropolítica, dispositivo: todo se ha vuelto vulgata en la academia argentina. A nuestra lectura de Francia le sobra la F.

Pasa con los doctores lo que Rozitchner decía sobre un amigo: saben tanto que no pueden decir nada. Y como no dicen nada, explican, desarrollan, comparan y definen. Y como sólo explican, desarrollan, comparan y definen, nunca dicen nada. ¡Y no se aburren! Es admirable.

Recuerda el descolocado:

y el suplicio
era esto:
AQUÍ HAY QUE
ENTENDER

No hace falta estar en la academia para ser academicista. Osvaldo Quiroga, por ejemplo: una especie de apologista de la lectura que da cátedra en Canal 7. Un tipo insoportable. Barrett decía que la diferencia entre un imbécil instruido y uno ignorante es que el primero presenta una imbecilidad mucho más variada. Esta especie de versatilidad es lo único que distingue a Quiroga de su enemiga la televisión.

A la atmósfera de solemnidad que organiza nuestro mundillo cultural habría que oponerle lo que Leónidas Lamborghini llamó culturra. Es la risa que desconfía de esta farsa. Que se burla de los templos culturales y los desautoriza. Hay que tomar distancia, mirarlos de lejos y reír a carcajadas. Derribar con una mueca la parafernalia cultural de nuestro tiempo: sus templos, sus rituales cotidianos. Es la risa demoledora del poeta.

¿Dónde encontrar un poema hoy? ¿Dónde encontrar pensamiento? No parece fácil. Carta Abierta supo romper con el supuesto antagonismo entre la reflexión sofisticada y lo popular. No fue ni uno ni lo otro. Del gesto inventivo de Contorno, allá por los años cincuenta, sólo queda una triste parodia. Otra vez el olor rancio de la emulación. No hay nada peor que el dramatismo fingido. El Ojo Mocho quedó ciego y Mancilla, más que una revista, parece un club de halagadores. Falta combate. Es la repetición y la repetición de lo mismo. ¿Terranova y sus amigos? Fogwillcitos autocomplacientes que se divierten con su integrismo. Tampoco hay nada. Schwarzböck quiere pensar los espantos pero está demasiado metida en su tiempo: confunde la estética como indagación para pensar la derrota con la política reducida a la estética como consecuencia de la derrota. Falta lo obvio, falta la historia: la intensificación de la lucha de clases y su relación con la violencia. De allí el festejo de su salón literario. Le pasa a la cultura lo que a los varones: el problema no es envejecer, sino la decadencia de maquillar lo inevitable.

La singularización de una obra es la distancia de un tiempo, de una generación. Singularizarse, muchas veces, es estar solo. Y en la cultura nadie quiere estar solo. Por eso están en la cultura. Es difícil encontrar una discusión real, un pensamiento que se haga voz en la crítica: ni en la polémica ni en la celebración. Nuestros textos, nuestros libros, quedan generalmente encerrados en el autismo del grupo de amigos. Entonces se habla, se escribe, para aquellos con los que uno, ya sabe, va a coincidir.

Nuestra cultura es simulacro. Pero lo que más preocupa no es su falsedad, su impostura, sino su complicidad con la política: cambia las palabras para hacer creer que las cosas cambian. Entonces aparecen las jornadas, las conmemoraciones, las ferias y las noches: la del libro, la del cine, la de los museos, la de la filosofía. Los cultores de la cultura son Ceos camuflados, directores ejecutivos del maquillaje urbano.

Y el descolocado canta:

Una primavera me sorprende
y el mover de este pueblo.
El ruido se hizo carne y habitó entre nosotros:
Yo, el ubicuo gerente
devine popular:
coordino y distribuyo los trabajos
tomo y obligo.

El poeta no pide permiso. No lo necesita. Ni de la cultura ni de la academia. No se incorpora a una tradición, no le interesa el antecedente. Escribe para buscar un límite. Uno del que no pueda volver. Ése es su horizonte. Ése es el poema.

Se trata de inventar una relación, una vida que se vuelque contra uno y contra el mundo. Conquistar un espacio del que no se pueda volver. El poeta avanza dando golpes con su voz, abriéndose entre la época y sus funcionarios. Sabotea con su aliento el minucioso trabajo de los administradores de la palabra. Por eso, dice Meschonnic, en la poesía siempre hay guerra. Afirmación que hoy se nos revela sintomática: el estado de la cultura es la pacificación. El onanismo del grupo de amigos. Y detrás de toda paz, como siempre, está el temor. A la soledad, al ridículo, al desliz. Miedo al riesgo que implica una voz. La propia. Entonces se toma una decisión: se elige la pertenencia a un grupo, se habla con voz ajena, se elude la guerra. Y así se puede dormir tranquilo.

Pero el precio es alto. Se ve en el día a día, en cada ceremonia, en cada libro nuevo que aparece. Tenemos una cultura que no habla, que a nadie importa, que a nadie interpela. Cultura y academia se dan la mano. La pregunta por el poema desaparece. Y ya nadie puede nada en el lenguaje.

 

 

* Este texto forma parte del libro Engendros, publicado en 2018 por Hecho Atómico Ediciones.

Desear perder: una ética del coraje // Florencia Abadi

Hay que perder para ganar, se afirma a veces con sabiduría. Nahuel Krauss examina esta idea y la lleva a un plano diferente y superior: hay que perder para existir. Fuera ya de la lógica del cálculo y la competencia, el elogio de la pérdida se mueve aquí en un terreno donde su antónimo se desvanece. La existencia, ya lo decía el viejo Sileno, está lejos de ser un premio.

La lección puede enunciarse de otro modo: para salir de la vida mortífera (la muerte en vida) es necesario atravesar su reverso, la muerte vital, transformación y proceso. Esta muerte trae consigo una peculiar resurrección, aquella de la existencia. “Se puede vivir sin existir”, insiste Krauss. Asumir la muerte significa aquí, en primer lugar, reconocer la deuda simbólica con el pasado, apropiarse de la cualidad vital y procesual del tiempo y sobre todo arrancarle a ese devenir necesariamente inconsciente una particular conciencia. La segunda pérdida es aquí la conciencia de la pérdida, que es también la conciencia de lo que se ha perdido. No hay pérdida si no se sabe que se pierde y qué se pierde. No es extraño entonces que la figura protagónica de este libro sea la del melancólico. Pero un melancólico que no responde sin más a la célebre caracterización de “Duelo y melancolía” de Freud, sino que aparece más bien como cifra de la neurosis en general. El melancólico es aquel que no logra asumir la muerte, llevar a cabo la pérdida y existir. Krauss se refiere a una “melancolía en sentido ampliado” como punto irreductible de todas las neurosis. La melancolía retoma aquí la antigua tradición medieval de la acedia, como tedio, vacío de la existencia. En el análisis se expresa en el tono monótono, la queja que, por supuesto, esconde la agresión. Del melancólico como genio inspirado –tal como lo pensó la tradición aristotélica– no queda nada. No hay aquí lugar para ningún romanticismo.

El melancólico, entonces, es aquel que no acepta sus deudas: con el pasado, pero también, y sobre todo, con la mentira. Su “perversión de la verdad”, afirma Krauss, “esquiva lo que esta le debe a la mentira”. Si el melancólico sostiene la verdad del sinsentido a secas, literalmente, quien atraviesa la pérdida reencuentra la verdad en la ilusión, en la fantasía, en el decir alusivo del humor. En una inversión del relativismo rancio, no se trata aquí de la verdad como ficción sino más bien de la ficción como verdad. Solo desde allí puede el sujeto integrarse al discurso y construir lazos, porque el lazo depende de “la lógica de los semblantes” (que el melancólico, como un alegorista mortificador, desmiembra). Únicamente en la esfera de la mentira, entonces, es posible el amor. Quien no logra desconocer la verdad literal del melancólico está condenado al aislamiento –que lejos está de la noble y reparadora soledad.

La cuestión de la apariencia atraviesa también la política: se trata del relato que no por mentiroso resulta menos vinculante con el deseo, el sentido, e incluso lo sagrado. En “Profanar lo político” Krauss sostiene que lo político es en el mundo contemporáneo el reducto del sentido, aquello –quizás lo único– por lo cual aún se expone el cuerpo a la incomodidad (de una espera larga y fría frente al congreso, por ejemplo). Frente al tedio obsceno y melancólico, lo político representa el deseo, la fantasía capaz de enlazar el sujeto a un discurso. Se lo profana no solo cuando se disuelve el sentido desde el cinismo, sino sobre todo cuando se lo falsea desde el fundamentalismo. La creencia forma parte de la esfera erótica de la vida, en cambio “el fanático no cree en nada”. Sus actos se basan en la sumisión “al padre del orden”, imposible de ser apropiado, es decir, asumido desde un deseo propio. No hay política si no se aprende a reconocer la deuda y heredar. La transmisión auténtica debe lidiar con la orfandad, con el vacío en que necesariamente se produce la reapropiación del pasado: porque no hay, en definitiva, padre alguno. La cura consiste en atravesar esa doble experiencia de orfandad y filiación. Quien acata no recibe. El sujeto contemporáneo afronta en ese camino una dificultad particular: la ausencia de ritos. El rito no solo brinda referencias para la filiación, sino que, como advirtió René Girard, canaliza una violencia que de otro modo se desboca.

Pérdida, muerte, erotismo, alteridad, política, sacralidad: nombres con los que este libro delimita un modo de habitar no solo el psicoanálisis. Hay en esos nombres una misma directriz: la de la apuesta, la del salto que se ejecuta sin garantías. Vivir peligrosamente, exigía Nietzsche. Krauss nos recuerda que hay un instante en el cual de deja de llorar. Ese instante indica la apertura a lo nuevo implicada en toda apuesta, la cura como despertar de la inercia inherente a la neurosis (Walter Benjamin había fantaseado con un “psicoanálisis del despertar” que acompañara al análisis onírico). Este libro desmiente el mito del psicoanálisis como discurso sobre el pasado e invita al lector a un acto de entrega y de coraje, porque lo único que puede en realidad desearse es perder, cambiar, transitar el letal vacío que tiene en germen la novedad.

Mayo de ‘68 nunca ocurrió // Gilles Deleuze y Félix Guattari

En fenómenos históricos como la Revolución de 1789, la Comuna de París o la Revolución de 1977, hay siempre una parte de acontecimiento irreductible a los determinismos sociales, a las series casuales. A los historiadores no les gusta esta dimensión, así que restauran retrospectivamente las causas. Pero el propio acontecimiento se encuentra en ruptura o en desnivel con respecto a las causalidades: es una bifurcación, una desviación de las leyes, un estado inestable que abre un nuevo campo de posibilidades. Prigogine ha hablado de estos estados en los cuales, incluso en la física, las diferencias mínimas se propagan en lugar de anularse y fenómenos absolutamente independientes entran en resonancia, en conjunción. En este sentido, aunque un acontecimiento sea contrariado, reprimido, recuperado, traicionado, no por ello deja de implicar algo superable. Son los renegados los que dicen: ha quedado superado. Pero el propio acontecimiento, aunque sea antiguo, no se deja superar: es apertura de lo posible. Acontece en el interior de los individuos tanto como en el espesor de una sociedad.

Claro que los fenómenos históricos que estamos invocando van acompañados de determinismos o causalidades, aunque sean de otra naturaleza. Mayo del 68 pertenece al orden de los acontecimientos puros, libres de toda causalidad normal o normativa. Su historia es “una sucesión de inestabilidades y de fluctuaciones amplificadas”. Hubo mucha agitación, gesticulación, palabras, bobadas, ilusiones en el 68, pero esto no es lo que cuenta. Lo que cuenta es que fue un fenómeno de videncia, como si una sociedad viese de repente lo que tenía de intolerable y viese al mismo tiempo la posibilidad de algo distinto. Es un fenómeno colectivo del tipo “Lo posible, que me ahogo…”. Lo posible no preexiste al acontecimiento sino que es creado por él. Es cuestión de vida. El acontecimiento crea una nueva existencia, produce una nueva subjetividad (nuevas relaciones con el cuerpo, con el tiempo, con la sexualidad, con el medio, con la cultura, con el trabajo…).

Cuando se produce una nueva mutación social, no basta con extraer sus consecuencias o sus efectos siguiendo líneas de causalidad económicas o políticas. Es preciso que la nueva sociedad sea capaz de constituir dispositivos colectivos correspondientes a la nueva subjetividad, de tal manera que ella desee la mutación. Ésta es la nueva “reconversión”. El New Deal americano o el despegue japonés son ejemplos muy diferentes de reconversión subjetiva, con todo tipo de ambigüedades y hasta de estructuras reaccionarias, pero también con la dosis de iniciativa o de creación que constituía un nuevo estado social capaz de responder a las exigencias del acontecimiento. En Francia, por el contrario, tras el 68 los poderes no han dejado de convivir con la idea de que “había que acabar con ello”. Y, en efecto, se ha acabado con ello, pero en condiciones catastróficas. Mayo del 68 no fue la consecuencia de una crisis ni de una reacción a una crisis. Más bien al contrario. La crisis actual, los actuales impasses de la crisis francesa, derivan directamente de la incapacidad de la sociedad francesa para asimilar Mayo del 68. La sociedad francesa ha mostrado una particular impotencia para operar una reconversión subjetiva a nivel colectivo, como exigía el 68: de no ser por ello, ¿cómo podría hoy acometer una reconversión económica de condiciones de “izquierda”? No ha sabido proponer nada a la gente, ni en el terreno de los estudiantes ni en el de los trabajadores. Todo lo nuevo se ha marginalizado o caricaturizado. Hoy vemos cómo la gente de Longway se aferra a sus instalaciones siderúrgicas, los productores de leche a sus vacas, etcétera: ¿qué otra cosa podrían hacer, puesto que todo dispositivo para una existencia nueva, para una nueva subjetividad colectiva, ha sido aplastada de antemano por la reacción ante el 68, tanto a la izquierda como a la derecha? Hasta las radios libres. En cada ocasión, lo posible ha quedado clausurado.

Nos encontramos por todas partes a los hijos del 68, aunque ellos no sepan que lo son, y cada país lo produce a su manera. No es una situación brillante. No son los jóvenes directivos. Son extrañamente indiferentes, y sin embargo están bien informados. Han dejado de ser exigentes, o narcisistas, pero saben perfectamente que nada responde actualmente a su subjetividad, a su capacidad de energía. Saben incluso que todas las reformas actuales se dirigen a más bien contra ellos. Se han decidido a dirigir sus propios asuntos hasta donde les sea posible. Mantienen una apertura, una posibilidad.

Esto ocurre en todo el mundo. Con el desempleo, las pensiones o la escolarización, se institucionalizan las “situaciones de abandono” controladas, tomando como modelo a los discapacitados. Las únicas reconversiones subjetivas actuales, en el orden colectivo, son las del capitalismo salvaje al estilo americano, o las del fundamentalismo musulmán al estilo de Irán o de las religiones afroamericanas al estilo de Brasil: son figuras contrapuestas de un nuevo integrismo (a las que habría que añadir el neopapismo europeo). Europa no tiene nada que proponer, y Francia tampoco parece tener una ambición que la de encabezar una Europa americanizada y rearmada que lleve a cabo desde arriba la necesaria reconversión económica. El campo de posibilidades está, por tanto, en otra parte: en el eje Este-Oeste, el pacifismo, en la medida en que se propone despotenciar las relaciones de conflicto, de rearme y también de complicidad y reparto en los Estados Unidos y la Unión Soviética; en el eje Norte-Sur, en un nuevo internacionalismo que ya no se apoa en una alianza con el tercer mundo sino en los fenómenos de tercermundización de los mismos países ricos (por ejemplo, la evolución de las metrópolis, la degradación de los centros urbanos, el crecimiento de un tercer mundo europeo como lo analiza Paul Virilio). No hay mas solución que la solución creadora. Estas reconversiones creadoras son las únicas que contribuirán a resolver la crisis actual y tomar el relevo de un Mayo del 68 generalizado, de una bifurcación o una fluctuación amplificada.

Publicado originalmente en Les Nouvelles Littéraires

3-9 Mayo de 1984.

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