El frentismo político de Horacio González // Sebastián Scolnik
A veces su mirada se detenía perdida en un punto fijo que, para los demás, podía resultar impreciso. Otras, si la reunión era vespertina y ocurría en torno a unas facturas, sus ojos relojeaban disimuladamente, como los pájaros que calculan distancias y movimientos antes de atrapar a su pez en el río, para abalanzarse sobre una medialuna y deglutirla con una satisfacción irreverente, esparciendo migas aquí y allá. Pero estos gestos, que podían incomodar al desprevenido, no eran en modo alguno actos de indiferencia o desprecio. Eran operaciones internas al arte de la conversación. Eran las manifestaciones más explícitas de que la cosa iba en serio. Horacio iniciaba el diálogo sin saber bien cómo hacerlo. Como si la charla precisara fundar, cada vez, el procedimiento y la cadencia singular de la conversación. Podía arrancar envuelto en una timidez que hacía vacilar la palabra, volviéndola balbuceo o murmullo tenue e inaudible al que le costaba afirmarse. O tal vez, la puerta de entrada podía ser una ironía: sobre el otro, sobre sí o sobre la conversación misma. Incluso, tratando de morigerar su osadía, en ocasiones emprendía una suave refutación de su interlocutor o interlocutora, no para anularlo sino para dejar en claro que, sin un campo de indeterminación, que siempre requiere del humor para despejar eso que ya sabemos y somos, no hay conversación posible. Y sin conversación no hay política. Pues la política y la conversación, como la amistad, parten de este gesto, de esta incertidumbre que precipita el ritmo de un fraseo incierto que no se satisface en la confirmación narcisista de los conceptos. La conversación es experiencia sensible antes que sistema de exposición. Es búsqueda y suspenso antes que certeza.
La palabra gonzaleana no se restringía a lo que nombraba, a pesar de que podía dejarnos boquiabiertos por haber enfocado el asunto desde un ángulo insólito. Lo que deslumbraba de esa palabra era que generaba un campo enigmático capaz de producir un surco en el mundo. Un espacio y un tiempo que ya no se regían por la acumulación de saberes previos, ni por las fuerzas en las que estamos inscriptos y que nos atrapan en cierto tipo de transacciones cotidianas, ni por la vanidad que todo lo invade. La política es eso que se abría en la palabra, el misterio de esa tierra que se descubre en esos raros y excepcionales momentos. Cuando repasábamos lo ocurrido en esos ínfimos mitines, no recordábamos exactamente lo que Horacio había dicho sino el gesto de su escucha que devolvía a cada interlocutor una imagen mejor de sí mismo, una posibilidad arrojada al aire que cada quien debía elaborar a su modo. Como buscador de perlas ocultas, desmarañaba aquello que cada quien traía, despejando la narración, para detectar lo que aparentemente era superficial o anodino y así realzar su fuerza oculta. Y no era para seducir ni para contentar, dones que sabía manejar a la perfección y con sobrada destreza, sino que lo hacía con la expectativa de que esa potencialidad que él veía en cada uno, se desplegara para integrarse en un gran frente, de naturaleza conversacional, algo disparatado e insólito, donde convivieran el erudito y el lumpen, los profesores y los alumnos, los militantes y los artistas, los anarcos, las izquierdas y los nacionalismos, los laburantes y los buscas, los señoritos y los desarrapados. Todos en pie de igualdad. Y esa reunión de almas heterogéneas era ya tarea política. Había que ampliar los horizontes sin confinarse al estrecho andarivel ideológico y existencial (la franja, diría David Viñas) por el que uno transita cotidianamente para transcurrir en un tiempo obvio y monocorde al que suele llamárselo vida. La vida, precisamente, requiere liberarse de rutinas y simulacros para alojar esa irrisoria posibilidad de algo excepcional, inaudito, en lo que pudiéramos reconocernos como parte de una comunidad, nada evidente e incierta.
Restituir el aura de la palabra, el misterio de una conversación que no se agota en sus temas, no tenía en González como objetivo conformar un esteticismo para embellecer un mundo que se cae a cachos (actitud que, con su pretendido refinamiento suele acomodarse a una connivencia con aquello que se critica). La energía misteriosa que brotaba de sus palabras, y se filtraba entre ellas, tenía más de invitación que de regodeo. Porque la función de la palabra no era confirmar lo que ella decía sino detener los sentidos del mundo para imaginar otro destino, una chance más de ser otros.
Integrar todos los saberes, sensibilidades e insatisfacciones en una red que se sobreponga al rayo fulminante de las sentencias que emanan del juicio rápido y desencarnado de las redes sociales era imperativo ético y método político. Pero también, era necesario desalojar todo lo que hubiera de cristalizado en los mitos y las imágenes del mundo con las que nos movemos. Dijo Liliana Herrero hace poquito tiempo: “Horacio pensó en los mitos, desde los mitos y contra los mitos”. No lo vimos cómodo cuando la marcha y los dedos en V se imponían como obviedad, santo y seña de un hábito o signo de una interioridad desproblematizada. Al peronismo había que elaborarlo a fondo decantando sus sedimentos nostálgicos y sus elementos reaccionarios para recobrar sus potencialidades. Un poco al modo en que su larvado y eterno cómplice, John William Cooke, implícito compañero de cavilaciones y desasosiegos, lo había vislumbrado. Un frentismo plural, plebeyo y revolucionario capaz de tomar como objeto la lengua de las identidades colectivas y ponerlas en estado de sospecha. ¿Con qué palabras podríamos pensarnos cuando las tecnologías del capitalismo financiero capturaron las antiguas expresiones de la política vaciando su significado histórico? El peronismo requería de una interlocución, algo que lo tensione y lo fuerce a dar algo más de sí. Sospecho que no se trataba de una síntesis hegeliana que aplanara todas las diferencias, sino de hacer de esas diferencias, las que no encajan en liturgias y disciplinas partidarias, ni en estereotipos u oficios consolidados, la punta de lanza para rescatar el presente de todos sus rasgos opresivos y encontrar libertades impensadas.
La singular y titánica tarea gonzaleana, su empecinada escucha, la ternura de su gesto igualitario, la sabiduría de su pensamiento salvaje, la sutileza con la que hacía lugar a la incomodidad y la ironía con la que desarmaba la solemnidad que todo lo vacía, requieren -ante su hipotética ausencia- de una nueva función colectiva. Una labor capaz de retomar los restos de todas las conversaciones interrumpidas, los infinitos textos que nos legó y su espíritu libertario. No solo para recordar y honrar su amistad, sino para producir el gran Frente de los desahuciados, los entristecidos de nuestra época y los desesperados; todos los que precisamos de ese aire fresco para seguir respirando. Reconstruir esa confianza de sabernos mejores cuando salimos de nuestra parcelita de logros y reconocimientos individuales, para prolongarnos en los otros, podrá devolvernos a la sensación de tantear, entre la oscuridad de nuestro tiempo, los trazos de una vida común, más digna y por muchos motivos y razones, más hermosa.
22 de junio de 2023