Anarquía Coronada

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Crónica de un viaje en subte // Emanuel Ferreyra

Viajo en subte, Buenos Aires durante enero puede ser -sino es un horno- la ciudad más habitable del mundo. De pie, cerca de mí, un joven de pelo largo, vestido de negro y con auriculares lee un libro de tapas rojas. Me llama la atención el gesto: en lugar de mirar su teléfono lee un libro, para aislarse mejor en su lectura escucha algo, presumiblemente música que lo ayuda a concentrare. Lee de pie. Como leí décadas, de pie en el colectivo o en el subte. Incluso caminando por la calle. Conozco bien esa modalidad extrema de la concentración, esa bendición que experimenta quien encuentra en las páginas de un libro barato la salvación de lo que nos hundiría en las calles o en el transporte público. Pero este joven, a diferencia de mi juventud, compite además con el celular (cuando yo tenía su edad no existían). La curiosidad me gana y espío el título del volumen que tiene entre manos: “Generación Idiota”, autor: Agustín Laje. Un intelectual de la extrema derecha argentina que según mis cálculo será unos diez años mayor que el joven lector a mi lado.

No llego a ver la editorial, pero intuyo que es un libro muy reciente. La escena problematiza un conjunto de opiniones lineales que actúan como bloqueo perceptual (e intelectual). ¿Lee este joven a Laje como un militante de izquierda lee a su enemigo para conocerlo mejor (como lo leería yo si lo leyera, y como el propio Laje lee y explica a Gramsci, Marcuse o Foucault)? ¿O se trata de una evidencia del inmenso y creciente auditorio de Laje, miles y miles de jóvenes a los que su ídolo insta a ser cada vez mejores lectores de libros? Imposible deducirlo. Imposibilidad de por sí significativa. Lo que en cambio no admite dudas es la rehabilitación de la lectura de libros por parte de lo que a esta altura habría que llamar los intelectuales de la ultraderecha argentina. Jóvenes lectores, menos dependientes de las pantallas que muchos de sus críticos (o incluso buenos realizadores de aquello que CFK recomendaba en su última clase magistral: ir del celular al libro). La condición de desafío que estos lectores suponen es múltiple. Por un lado, suscitan una nueva curiosidad sobre cómo se escriben y se leen estos libros que son parte de un nuevo interés que, según se nos dice, el libro había perdido.

Por otro, nos hace saber que la lectura ideológica ha recobrado nueva vida, en la medida que surgen nuevas formas de enemistad que pasan por el argumento y la cita. La sorpresa de una bibliofilia de los ultra-derechistas desarticula lugares comunes sobre los modelos de lectura de una juventud supuestamente atrapada en una identidad plana entre derecha y redes sociales, y nos devuelve a una realidad que se creía en plena disolución: la lectura de historia y filosofía política como una necesidad tan practica como puede serlo cualquier otro modo de militancia. Y coloca preguntas que arrastramos como lectores que presumimos de ser ideológicamente entrenados: ¿de qué planes de vida forman estas lecturas, que vienen y se van como olas, a veces de izquierda, otras nacional populares, hoy ultraliberales?

Las ciencias sociales como ejercicio visual // Diego Sztulwark

Tanto la curiosidad despertada por la promoción como la tapa del libro me llevaron a leer Está entre nosotros, ¿de dónde sale y hasta dónde puede llegar la extrema derecha que no vimos venir?, Pablo Semán coordinador (bs-as 2023; S XXI). La efectividad de la tapa, titulo incluido, forma parte de la experiencia de la lectura. Al presentar a la “extrema derecha” como una presencia inquietante que un “nosotros” desapercibido, pero también amenazado por ella, no supo “ver”, reúne sintéticamente una tesis sobre las restricciones ideológicas de la percepción. Pues: ¿quiénes somos estos distraídos de mirada obstruida que acudimos a la lectura como quien busca un lente con el cual poder, por fin, comprender? No son por cierto -y por suerte- los autores el texto, que si publican justo a tiempo estas investigaciones es porque ellos sí advirtieron lo que “venía” y dieron los medios para entender y comunicar. Ese “nosotros” de lentes empañados es uno de los grandes temas implícitos del libro, y por eso Está entre nosotros merece ser leído también como una intervención sobre los modelos de comprensión que discute dentro, y en alguna medida, contra buena parte de las ciencias sociales y de los resguardos ideológicos de una miríada de comunicadores, militantes y políticos atrapados en rígidos supuestos ideológicos -sean de izquierda, progresistas, peronistas u otrxs- que obstruyeron la comprensión de lo que nos sucedía.

El texto de introducción, escrito por el sociólogo y antropólogo Pablo Semán, se ocupa de la cuestión -no menor- de la caracterización adecuada del mileísmo -¿cómo llamarlo?-, fenómeno que como cualquier otro exige ser tratado en su singularidad. Esa es la principal razón por la cual no correspondería llamarlo “fascismo” ni confundirlo con un genérico del “liberalismo”. A su juicio, el modo más preciso de nombrar al mileísmo es “derecha radicalizada” (mejor incluso que derecha radical, digo yo, que se confundiría con el ala más reaccionaria de la UCR). Con esta búsqueda de precisión ingresamos de lleno en aquello que de indudable valor posee el libro: todos sus artículos surgen de la investigación empírica y/o de archivo y tienen saberes relevantes que comunicar en relación a aquello que intuimos lejanamente sobre la evolución de una sociología del emprendedurismo y/o sobre la socialidad juvenil postpandemia, sino también -y sobre todo- sobre cómo estos factores se articulan con otros tantos para reescribir un nuevo capítulo de las derechas y sus fracciones, a partir de sus mutaciones y recomposiciones que es preciso conocer. La propuesta es, entonces, pensar a partir de una aproximación al nuevo paisaje social y sin negaciones auto inducidas, aquello cuya realidad perturbadora precisa ser considerado -justamente, a pesar de perturbar- y que Semán concibe como un movimiento de “radicalización”.

Radicalización de la derecha, entonces. Semán observa que el proceso de informalización de la economía argentina no debe ser entendida como un proceso exclusivamente económico (objetivo, cuantificable), sino también en función de una experiencia de tipo “moral”, en la que entra en juego -para los sujetos considerados como auto-emprendedores- el valor del esfuerzo personal. Sin tomar en serio esta dimensión subjetiva de los valores -dimensión confirmada en todos los capítulo del libro, apoyados todos ellos en una investigación empírica en torno a la vida de jóvenes de clases populares y medias del AMBA- no se alcanza a “ver” cómo funciona esta “sensibilidad libertaria” en la que se hibridizan -adquiriendo significados propios- un cierto sentido del orden y de la libertad. Esta de hibridez es otra de las claves del libro. La radicalización derechista opera, de hecho, por efecto de unas “intersecciones contingentes” entre “disposiciones sociales” -la precariedad y el estancamiento económico- y “propuestas políticas” (sobre todo de LLA, más porosa al plebeyismo; igualmente antikirchnerista pero menos antiperonista y más anticomunista que Juntos por el cambio). Lejos del automatismo que lleva a suponer que la base material objetiva -estancamiento y esa precarización económica y laboral- produce una superestructura expresada como derechización social (y radicalización derechista), Semán insiste en las mixturas imprevisibles entre contexto y subjetivaciones en las que nace una ciudad de emprendedores, otra de propietarios, otra de consumidores y otra de agredidos, sin que haya ninguna frontera cerrada entre ellas. Una de las tesis del libro es, pues, la de la afinidad -no sé si decir “horizontal”- entre subjetivación en la informalidad y enunciación política libertaria, favorecida por la preferencia común del mercado contra el Estado (para unos como mera constatación del funcionamiento de las cosas, para otros por doctrina), de un ideal de mediación vinculado a la ilusión de la moneda dólar y en detrimento del mundo de las políticas sociales y las organizaciones populares.

Pero la radicalización de la derecha no es meramente expresiva de una sociología. Supone, por su parte, un proceso de reorganización de los grupos activistas e intelectuales cuyo resultado da lugar a una formulación política -que entretanto se convirtió en un notable éxito político- que exalta la libertad en un sentido ideológico muy restringido, ligado a la geopolítica belicista de occidente y a un debilitamiento de los valores de lo que estos últimos cuarenta años se ha entendido por democracia. Dándole la razón a los planteos de Eduardo Rinessi -no citado en el libro-, quien ha insistido en que el kirchnerismo ocupó en la Argentina el espacio del liberalismo político en el plano del reconocimiento de derechos e incluso en su perfil institucionalista, la noción de libertad de la derecha radicalizada contiene un desprecio extremo por el mundo de los DD.HH., los feminismos y por las minorías (consideradas por ellos como privilegiadas). Esta radicalización hostil a la democracia supone -señala Semán- una diferenciación respecto de las derechas previas, a quienes tachan de tímidas. El mileísmo repudia las mediaciones. Funciona más bien como una máquina de oposiciones sistemáticas entre merecimientos individuales contra derechos colectivos; militancia individualista contra comunitarismo imaginario del militante k/progre/de izquierda; predicación en el desierto contra la militancia que hace política en y desde el Estado; el orden al paisaje de lucha y movilización.


Para Semán, uno de los grandes méritos de la derecha radicalizada es haber actuado como “mejores lectores de Gramsci” (mejores con respecto a sus oponentes políticos progresistas). A su juicio, la actividad de LLA resultó más ajustada a ciertas observaciones claves gramscianas, como el considerar a la “cultura” no una parte del Estado sino, sobre todo, una dimensión de la “sociedad civil”. Aunque en el comunista Gramsci, esta cuestión de la dirección intelectual y moral de la sociedad no podía prescindir del establecimiento de lazos orgánicos entre intelectuales, cultura y organicidad con respecto a la productividad de cierta clase social quede un poco de lado. Mas allá del efecto provocador que supone afirmar que la derecha lee mejor la bibliografía de la izquierda (provocación que no es para nada ajena a la ironía del propio Gramsci, para quien la Revolución Bolchevique habría sido hecha “contra El Capital de Carlos Marx”), queda planteado el problema de cómo interpreta la derecha radicalizada el papel de la cultura en su ofensiva política. Hace pocas semanas se lo escuchó decir a Jorge Alemán que la relación pertinente que él encontraba entre el comunista italiano y el presente argentino pasaba por la noción de “revolución pasiva”, por la cual las demandas populares son absorbidas por el bloque de clases dominantes desactivando toda actividad autónoma de masas (¿estaría de acuerdo con esto Pablo Semán?. Y por otra parte: ¿tiene la descomposición política actual la consistencia de una operación de semejante calibre?).

En el texto introductorio que seguimos leyendo se emplea la expresión “sensibilización de las derechas”. Según el sentido que se le reconozca a estas palabras se quiere afirmar que las derechas devienen sensibles en general (capaces de comprender la vida más allá de slogans y consignas), o bien que el propio movimiento de radicalización supone abrir una comprensión a procesos nuevos. Como sea, es nítida la actitud comprensiva hacia el fenómeno al que se aproxima. Lo que en muchos sentidos es inevitable, porque no hay comprensión sin concesión (aunque el asunto del cómo de la concesión está en juego o en disputa entre diversos modos de ejercer la comprensión). Volviendo a Gramsci: su capacidad de leer procesos políticamente hostiles aunque sensibles a la mutación cultural, venía descifrado por medio del contenido de clase de dichos procesos. Vale la pena aceptar la provocación semaniana de una derecha libertariana que a pesar de su propia concepción de la cultura como dimensión simbólica del mercado sería más gramsciana que sus adversarios.

¿Quién es Gramsci para los libertarianos? El nombre de una astucia menor, que habría provisto a una izquierda global derrotada en la lucha de clases de un nuevo campo de batalla, llamado “la cultura”, desde el cual desplegar una voluntad de administración de símbolos educativos, mediáticos y artísticos. Gramsci sería no el nombre de una estrategia revolucionaria, sino el de una táctica gracias a la cual el marxismo se desplaza derrotado de las contundencias de una política armada a las sutilezas de las artimañas del lenguaje, para influir desde ahí sobre la vida pública (imposible no identificar el fantasma de la infiltración judía que ahora se corporiza como “marxismo cultural”). La derecha extrema está convencida de que Gramsci es el autor no de una política comunista, sino de una “infiltración” (palabra clave, que recuerda el griterío de los cuadros de la dictadura contra el alfonsinismo como “sinagoga radical”) capaz de dominar por la vía de la imposición de lo “políticamente correcto”. Las citas de Semán al autor de Los cuadernos de la cárcel son, en realidad, una crítica -no tan velada- al kirchnerismo y sus aliados de estas décadas, que habrían confundido “producción hegemónica” con una mera “oficialización del puntos de vista de grupos militantes”. El progresismo argentino habría actuado desde el Estado, descuidado la sociedad civil -ámbito en el que actúa la radicalización de la derecha- debilitando toda perspectiva de disputa por la constitución de una verdadera reforma intelectual y moral. Lo cual tiene mucho de verdad en un sentido y quizás poco en otro, puesto que si bien es cierto que detentar el aparato del Estado y producir desde allí contenidos culturales, no equivale en lo más mínimo a constituir un nuevo proyecto histórico ni a disputar el sentido común en el seno de la sociedad civil (cosa que vio con claridad el historiador Javier Trímboli en su libro Sublunar, kirchnerismo y revolución), no es cierto que se pueda demarcar con tanta claridad esta “oficialización” con respecto de una importante acumulación popular ocurrida en el período inmediatamente previo (y en ciertos aspectos también durante la constitución de ese grupo militante). Ni los derechos humanos, ni la recomposición de experiencias sindicales de fines de los 90, ni los grupos piqueteros de 2001, ni los feminismos -fenómenos de lucha ocurridos en el seno de la sociedad civil- pueden ser enumerados como realidades producidas desde el Estado o desde el Kirchnerismo (de otro modo, tampoco se entendería porqué tanta obsesión de la derecha radicalizada con estos elementos de constitución cultural en el tejido social argentino).


El otro aspecto de la discusión sobre Gramsci nos llevaría a preguntar por la relación que existe entre lo que muestra muy bien Está entre nosotros -el valor que la derecha radicalizada da a la batalla cultural, lo que Semán ve como una “sinergia” entre producción cultural y organización partidaria y traducción institucional que permite ser comprendida sin mención alguna a asociación con capitales ni medios, y una descripción de las múltiples relaciones que existen entre estas derechas, ciertos líderes claves de la vieja derecha política como Macri (que sí vio venir lo que se venía) y los grupos de poder del bloque de clases dominantes y que de seguro podrían enriquecer el modo en que se construyen los conceptos más originales del libro (“mejorismo” y “fusionismo”).

Sergio Morresi y Martín Vicente hacen una buena lectura de la historia de las derechas. Aciertan al identificar que la “casta” encarna como categoría específica durante la cuarentena. Quienes se oponían a ella por diversos motivos, podían encontrar en ese término un referente vivo que dotaba de sentido a su deseo de enemistad. Los autores explican con precisión la consideración anti-élite en el impulso de las candidaturas de Milei: entiendo que “el sistema estatista y colectivista está enraizado de un modo tan profundo en las élites”, dicen los autores, que Milei decide -siguiendo cierto textos de su ídolo teórico: Rothbard- un “pasaje a la política” en términos de un populismo de derecha capaz de desplazar a los conservadores moderados, asumiendo “un liderazgo personal” capaz de “poner en cortocircuito a las élites adoptando un tono antistablishment virulento y una agenda indigerible para la corrección política”. La influencia de cita de la literatura de la derecha libertariana norteamericana sobre Milei y su grupo -dicen los autores- supone la determinación de la defensa de un orden sin permitir para ello la instauración de un “leviatán capaz de imponer patrones ideológicos progresistas” financiado por las cuentas públicas. Esta idea de una “defensa sin Estado” me parece un núcleo de pensamiento absolutamente clave que muestra que si algo hubiera de gramscismo en Milei no sería la producción de un nuevo núcleo intelectual y moral (es decir, la constitución de una dirección revolucionaria), sino una tentativa reaccionaria por dotar de dirección a las clases dominantes adormecidas en torno a un Leviatán indeseable. Según los autores, el gesto que toman los argentinos de sus antecesores norteamericanos consiste en la reunión de diversas perspectivas en “un gesto sincrético y a la vez adversativo”, capaz de aunar libre mercado y nacionalismo, culto al individualismo y defensa de un orden social jerárquico, desprecio a la democracia y preferencias plebiscitarias. Mas que hegemonía gramsciana, fusionismo de las familias de la derecha. Los autores plantean que una diferencia entre derecha Pro/Cambiemos y LLA es la elección de un “exterior constitutivo”. Si Pro/Cambiemos se unifica contra el “populismo”, LLA lo hace contra “el colectivismo”. A diferencia del “republicanismo” del primero, el segundo desprecia la democracia. El fusionismo de derecha de LLA es anti-pluralista, niega derechos universales y moralización de la política. Esta sería su originalidad: el haber incluido en el campo liberal un legado de las derechas nacionalistas reaccionarias.

Melina Vázquez trabaja sobre la constitución del militante joven de la ultraderecha como síntesis de un proceso múltiplemente determinado, haciendo una historia a partir de grandes hitos como los debates en torno a la ley de interrupción del aborto voluntario (2018) y la cuarentena (2020/21) y rescatando la voluntad de esta militancia de crear una “derecha popular”. Particularmente convincente es la referencia de Vázquez a la experiencia de “socialización y sociabilidad” de cierta juventud durante la cuarentena, y el valor que la palabra libertad adquiere en ese contexto. De hecho, es ese contexto precisamente, el que actúa como revelador de privilegios de la “casta” en torno a episodios como el cumpleaños de Fabiola Yañes y el llamado vacunatorio VIP. Igualmente impactante es la narración del choque generacional de estos jóvenes en ámbitos como el universitario (o en sus propia familias, muchas veces kirchneristas), en el que apenas soportan lo que llaman “adoctrinamiento”, entendiendo por tal referencias teóricas de la tradición marxista, a la historia del peronismo, alusiones al feminismo y la educación sexual o a los derechos humanos. Una juventud que se dice rebelde y desconcierta por su alianza táctica con las peores formas del poder -la denuncia y el buchoneo- no puede no dejar perpleja a una generación que aprendió la noción de “rebeldía” como una acción contra los poderes (no como una alianza con ellos). En el registro que la autora hace de su trabajo entre jóvenes libertarios aparece una interpretación según la cual el “que se vayan todos” y el ethos “meritocrático” confluyen en la alianza entre clases bajas y medias del 2001 (aquella alianza entre piquete y cacerola), recodificada ahora por derecha en la frase “argentinos de bien” (noción que supone que “bien” es mérito, contra la retórica de los “derechos” que esconden privilegios y falsas igualaciones entre quienes se esfuerzan y quienes no).

Ezequiel Saferstein analiza la escena cultural de la derecha radicalizada. Sorprende el lugar que reconoce para la bibliofilia en un mundo de influencer, plataformas digitales y contenidos audiovisual de los jóvenes libertarios. Sus principales autores (entre quienes se encuentra Álvaro Zicarelli, discípulo de Juan José Sebrelli) coinciden en atacar -dar a conocer y refutar- lo que denominan la victoria de una izquierda cultural global en el campo de la cultura y en reivindicar purezas de un capitalismo sin regulaciones junto a formas conservadores del ser social y una auto-percepción de participar de un movimiento contrahegemónico. La lista de autores de un militante actual de LLA -dice el autor- puede ir perfectamente “de Ceferino Reato a Von Mises pasando por Nicolás Márquez o Agustín Laje, cubriendo el arco que va del negacionismo de los años setentas a la refutación de las teorías de género, la crítica de la economía keynesiana y la inflación y la reivindicación del libre mercado.

El artículo con el que cierra el libro, escrito por Pablo Semán y Nicolás Welschinger, abre con una frase frontal: el peronismo “está bloqueado” simbólicamente. Tiene la lengua trabada dado el peso que sobre ella tiene el “estado del Estado”. La fluidez está en otro lado. Allí donde no ha dejado de activarse una derecha popular (diferenciada de una derecha elitista previa) liberacionista. Vuelve a plantearse entonces, la cuestión crucial de la afinidad entre una lengua y una derecha popular, que los autores explican histórica y sociológicamente. Mostrando una conexión entre experiencia (jóvenes de clase media y popular del AMBA) con una ideología (de derecha libertaria).


Pablo Semán.
Semán y Welschinger hablan de un “anudamiento exitoso” entre la “estructura de acogida” y “convocatoria política”, sin la cual el crecimiento de LLA en esos sectores permanecería inexplicable.

Tras un proceso de entrevistas “focales”, los autores crean un concepto, “mejorismo”, capaz de condensar los efectos de esta convergencia entre mutación estructural e ideología. Una década larga de estancamiento económico y desmejoras de la calidad en prestaciones públicas dio lugar a un paisaje dominado por el empobrecimiento y la precarización laboral. Pero también a una narración sobre la vida vinculada a la auto-empresarialidad que emerge sobre suelo mutado. Esa narratividad está hecha de fragmentos de experiencias que van de terapéuticas orientadas a la optimización de la valorización del yo, a modos de auto-educación aplicadas a perfeccionar el tiempo de trabajo, al uso del marketing, las técnicas y lecturas del mundo de autoayuda y lo insumos provenientes de redes sociales como tik-tok e IG. Los autores prestan particular atención a las referencias de tipo moral que los entrevistados hacen respecto de sí mismos. En condiciones de precarización e informalidad la “optimización del yo” es vivida por los entrevistados como una experiencia de “superación personal” que forma un “temperamento” y hasta una “mística” emprendedora dispuesta a conquistar “disciplina, fuerza física y moral, inteligencia y habilidad estratégica”. La autopercepción de cada quien como un capital individual a acrecentar mientras sea posible, no deviene, actúa también como instancia de juicio desfavorable a quienes tienen asegurado el trabajo en el “empleo estatal” o “viven de arriba” cobrando prestaciones públicas. La moral “mejorista” choca con la idea según la cual la regulación iguala. Desde su óptica, los “derechos empobrecen” y se los rechaza tanto porque no son percibidos como un merecimiento que reconoce un esfuerzo, como por igualaciones entre quienes se esfuerzan y quienes no. Dada la inexistencia de una vivencia o un recuerdo de unos derechos efectivos y universales de calidad, se los lee como privilegios. El individualismo de los “mejoristas” -así emplean el término los autores- no es sin embargo la caricatura que hacen de ella los partidarios de los derechos. Su individualismo está inscripto en tramas sociales de cuidados y en espacios de cooperación local.

Semán y Welschinger explican que el “mejorismo” funciona como un modelo ideológico a la vez consciente y no explicitado que si bien no decanta necesariamente y de modo directo en una política, experimenta una llamativa afinidad con el discurso libertario. El capítulo que comentamos –“Juventudes mejoristas y mileísmo de masas”- se planta explícitamente como una polémica -dentro y contra- las ciencias sociales porque “se limitaron a ver la parte negativa de las nuevas situaciones laborales o incluso a condenar el fenómeno” y reivindica a quienes sí supieron ver (“observadoras sociales” como Mayra Arenas, entre otras) supieron verbalizar la articulación entre estos sujetos -llamados alternativamente “héroes de mercado”, “sobrevivientes de la pandemia”- y las propuestas de Milei (el llamado a “despertar leones”).

Lo que no se quiso ver -puesto que libro es una muestra de que la visión sí era posible- son las “valencias positivas del individualismo” obrando como terreno de afinidad entre modo de vida y política. El peso que se le atribuye a la cuarentena en este cambio de “valencias” es, por supuesto, grande. La referencia a quienes se “salvaron solos” durante la pandemia tiene -evidentemente- un lugar importante en la explicación de la constitución de la afinidad entre esta nueva sensibilidad popular y la emergente derecha radicaliza. Esta es la explicación que los autores encuentran al “giro a la derecha” que ubica a muchxs jóvenes del lado “de los sectores más concentrados del capital”. Se trata de un proceso que tiene mucho de indiscernible, puesto que la “naturalización de jerarquías o de amor por la desigualdad” conviven en ella con una “demanda democrática contra unas élites inconducentes o contra el desconocimiento de los merecimientos”, junto a una fuerte impugnación de quienes viven de los planes. La cuestión del “ver”, entonces se revela como una metáfora de la ideología. Las ciencias sociales y el progresismo -peronismo quiéralo o no incluido- no pudieron ver aquello que amenazaba su ideología constitutiva. Pero habría en las ciencias sociales unos recursos -como las entrevistas focales- que habilitan el contacto con aquello que se resiste a pensar, y que permite superar los límites de la ideología en el que quedaría encerrado el militante político y el cientista social encerrado en sus libros y sus clases. ¿Hay otros modos de lograrlo? Leído como una amonestación -particularmente en la pluma de Seman- a una franja de las ciencias sociales y a buena parte del periodismo y la política incapaz de ver, el libro alcanza una aspereza que es signo de vitalidad que tensa la cuestión -imprescindible- sobre los modelos de comprensión del presente. Quedan planteadas algunas preguntas. Una de ellas tiene que ver con la geografía política. En su libro El nudo -escrito con un registro periodístico-historiográfico- Carlos Pagni se preocupa por lo que llama la “conurbanización de la política”, poniendo el foco -como Está entre nosotros– en el territorio estratégico del AMBA. Lo que deja abierta la cuestión sobre el hecho de que LLA hizo su mejor elección, no en CABA ni en la Provincia de Buenos Aires, lo que supone, o bien que las provincias votaron contra el Amba, y/o que el fenómeno electoral de LLA precisa aún ser explicado con relación a otros territorios. La otra, en cambio, a los procedimientos con los cuales se constituyen conceptos políticos. Un rico arco que va de las militancias al ensayismo crítico constituye una contraprueba sobre la vigencia que tienen otros modelos de comprensión de las mutaciones socio-políticas del país. Libros recientes como El Kirchnerismo desarmado, de Alejandro Horowicz o La implosión, de Leandro Bertolotta e Ignacio Gago (entre tantos otrxs, escritos desde los feminismos o desde activistas próximos a organizaciones sociales), hacen otra práctica de las ciencias sociales elaborando percepciones y/o categorías particularmente eficaces.

En el caso de Bertolotta y Gago -miembros del Colectivo Juguetes Perdidos-, se trata de crear una microsociología capaz de captar las consistencias colectivas más enmudecidas, y de correlacionarlas con nociones como “sociedad ajustada” y “precarización totalitaria”, provocando el notable efecto de captar en simultáneo el carácter “ambivalente” de las tonalidades afectivas de la multitud -en el sentido que da Paolo Virno a esta noción: la coexistencia de un doble valor que permite leer los modos de vida como envolviendo una pluralidad de direcciones posibles- junto a una comprensión política clara de la dimensión neoliberal que estructura y agobia a estos modos de vida. En el de Alejandro Horowicz, se trata de comprender la política argentina como un proceso largo de descomposición sostenido en la correlación entre un modo de acumulación que exporta el excedente productivo, la profundización de la derrota de la clase obrera como sujeto de un contrapoder y el balance electoral que los asalariados hacen -desde su condición de derrotados- de elección en elección, de la ausencia de una conducción política confiable. Milei es ante todo, para Horowicz, un sitio vacío en la estructura, que permite fantasear una impugnación a la casta y al sistema sin tener que afrontar la tarea de constitución de una fuerza capaz de provocar una transformación real.

Ambos libros -y los otros tantos trabajos que ahora no cito- participan activamente del doble movimiento implicado en el ejercicio de un ver qué ve lo que vé de acuerdo al lente que se ocupa de pulir, pero también de la capacidad de pispear en los lentes de sus vecinos.

Buenos Aires, 5 de enero de 2023. Teclaeñe

Apropiación del capital fijo: ¿Una metáfora? // Toni Negri

Este artículo aparece publicado en el libro Neo-operaísmo, compilado por Mauro Reis y publicado por Caja Negra en 2021. 

 

1. En el debate alrededor del impacto digital sobre la sociedad, si se considera que las tecnologías digitales han modificado de manera profunda el “modo de producción” (además de los modos de conocer y de comunicar), se presenta la hipótesis, sólida, de que el trabajador, el productor, se ha transformado con el uso de las máquinas digitales. La discusión sobre las consecuencias psicopolíticas de estas máquinas es tan amplia que apenas vale la pena recordarla, aun si los resultados que nos llegan de estas investigaciones son altamente problemáticos. Por lo general, sus conclusiones hablan de una sujeción pasiva del trabajador a la máquina, de una alienación generalizada, de la epidemicidad de enfermedades depresivas, de taylorismos algorítmicos, o lo que sea que se les pase por la cabeza. Al interior de estas catastróficas novedades sopla el viejo adagio nazi: “La tierra que habitamos se revela como un distrito minero muerto que hiere la esencia del hombre”. Un razonamiento más sofisticado sobre el impacto digital es el de preguntarnos si, y eventualmente cómo, los cuerpos y las mentes de los trabajadores se apropian de la máquina digital. Recordemos que, si el nuevo impacto de la máquina digital sobre el productor tiene lugar bajo el dominio del capital, el productor no solamente cede valor al capital constante en el curso del proceso productivo, sino que, como fuerza de trabajo congnitiva, ya sea en su aporte productivo singular o en el uso cooperativo de la máquina digital, se conecta a esta y puede hasta confundirse con ella cuando la conexión se desarrolla en el flujo inmaterial del trabajo cognitivo. En el trabajo cognitivo, el trabajo vivo, aunque sujeto al capital fijo en el tiempo en que desenvuelve su capacidad productiva, puede invertir el proceso, al ser simultáneamente materia y motor activo de este capital fijo. Consecuentemente, en el ámbito marxista, se ha comenzado a hablar de “apropiación del capital fijo” por parte del trabajador digital, del productor cognitivo. Cuando se analizan los aumentos de productividad de los trabajadores digitales o la capacidad productiva de los “nativos digitales”, se postulan de manera espontánea estos asuntos y problemas. Pero, ¿constituyen una simple metáfora?

2. Y, en particular, ¿son simples metáforas políticas? Al hablar de “apropiación del capital fijo” por parte de los productores (en antagonismo con la empresa que se mueve por la ganancia), se recuperan cuestiones que en el campo filosófico y político han tenido larga resonancia en los últimos cincuenta años. En la antropología alemana (de Plessner, Gehlen, Popitz) como en el materialismo francés (Simondon), en el feminismo materialista (Haraway y Braidotti), el mestizaje humano/máquina ha tenido importantes desarrollos. Baste recordar la teoría guattariana de los agencements machiniques [agenciamientos maquínicos], que recorre un poco todo su pensamiento y que influye fuertemente en el diseño filosófico de Mil mesetas. 

Puede que lo más significativo de estas propuestas filosóficas sea el hecho de que su aplicación –homogéneamente materialista pese a diversas versiones en las que se presenta– ha mostrado características nuevas, irreductibles a cualquier clasificación pretérita. Es cierto que desde hace mucho el materialismo no se exhibe ya con la apariencia épica con la que lo elaboraron los autores de las Luces, de Holbach a Helvetius, y además ha asimilado aspectos decididamente dinámicos de la física del siglo XX. Con todo, el materialismo se presenta ahora, en las teorías que hemos referido, caracterizado por una impronta “humanista” que lejos de renovar apologías idealistas del “hombre” está determinada por un interés por el cuerpo, por su singularidad y por su densidad en el pensamiento y en la acción. El materialismo se presenta hoy como una teoría de la producción, ampliamente comprometida con los aspectos cognitivos y con los efectos de hibridación cooperativa de la producción misma. ¿Es la mutación del modo de producción, que pasó de predominio de lo material a la hegemonía de lo inmaterial, lo que ha producido estas derivaciones del pensamiento filosófico? Al no ser adepto de las teorías del reflejo, no lo creo: en cambio, estoy convencido de la concrescencia del modo de producción digital y de esta fuerte modificación en la tradición materialista. Con una consecuente observación que permite adelantar una respuesta a la pregunta planteada al inicio: ¿la “apropiación del capital fijo” es una metáfora política? Lo es seguramente, cuando de esta afirmación se deriva, por ejemplo, una definición de “potencia”, en términos políticos, eventualmente constituyentes, y la apropiación del capital fijo deviene la base analógica para la construcción de un sujeto ético y/o político, adecuado para una ontología materialista del presente y para una teleología comunista del porvenir.

 

EN EL TRABAJO COGNITIVO, EL TRABAJO VIVO, EL SUJETO PUEDE SER SIMULTÁNEAMENTE MATERIA Y MOTOR ACTIVO DE ESTE CAPITAL FIJO.

3. Sin embargo, no siempre el desarrollo del tema de la I “apropiación del capital fijo” resulta ser metafórico. Marx mostró cuánto la sola colocación del trabajador al frente (al mando) del medio de producción le modifica, además de la capacidad productiva, la figura, la naturaleza, la ontología. Clásica es, desde este punto de vista, la narración marxiana del pasaje de la “manufactura” a la “gran industria”. En la manufactura hay aún un principio “subjetivo” en la división del trabajo, y esto significa que el obrero se ha apropiado del proceso productivo después de que el proceso productivo era adaptado al obrero (El capital I, 2); en cambio, en la gran industria, la división del trabajo es solo “objetiva”, se anula el uso subjetivo/ artesano de la máquina (El capital I, 2) y la maquinaria se constituye contra el hombre (El capital I, 2), la máquina se muestra contendiente, antagonista del obrero (El capital II, 2) o, incluso, la máquina reduce al obrero a ani- mal de trabajo (El capital III, 1). Y sin embargo, en Marx también hay un punto de partida diferente: reconoce que el trabajador y el medio de trabajo se configuran además como una construcción híbrida (El capital I, 1) y que las condiciones del proceso productivo constituyen en gran parte las condiciones de vida del trabajador, su “forma de vida” (El capital III, 1). El concepto mismo de productividad del trabajo implica una conexión estrecha y dinámica entre capital variable y capital fijo (El capital III, 1), y los descubrimientos teóricos –añade Marx– son recuperados en el proceso productivo a través de la experiencia del trabajador (El capital III, 1). Más adelante daremos una conclusión sobre el modo en que Marx entiende, en El capital, la apropiación del capital fijo por parte del productor. Ahora bien, quiero enfatizar que al análisis de Marx en El capital subyacen las argumentaciones de los Grundrisse, es decir, la teorización del general intellect como materia y sujeto del proceso productivo: este descubrimiento condujo a mostrar cuán central es la materia cognitiva al producir y cómo el mismo concepto de capital fijo es transformado por ella. Cuando Marx afirma que el capital fijo –que en El capital es entendido generalmente como el complejo de máquinas– se transforma en el “hombre mismo”, anticipa el desarrollo que tendrá el capital en nuestro tiempo. Si bien el capital fijo es el producto del trabajo y no otra cosa que el trabajo apropiado por el capital, aunque el capital se apropie gratuitamente de todo esto, en algún momento del desarrollo capitalista el trabajo vivo comienza a ejercer su poder para invertir esta relación. El trabajo vivo empieza a mostrar su prioridad respecto al capital y al management capitalista de la producción social, aun cuando esto no pueda ser necesariamente llevado hacia afuera del proceso. En otras palabras, cuando deviene un poder social cada vez mayor, el trabajo vivo funciona como actividad crecientemente independiente, fuera de las estructuras disciplinarias que el capital comanda: no solo la fuerza de trabajo, sino también, de manera más general, la actividad vital. Por un lado, la actividad humana y su inteligencia pasadas son acumuladas, cristalizadas como capital fijo; pero por otro lado, invierten el flujo: los seres humanos son capaces de reabsorber el capital en sí mismos y en su vida social. El capital fijo es el “hombre mismo” en ambos sentidos.

Aquí, la apropiación del capital fijo no es ya una metáfora, sino que se transforma en un dispositivo que la lucha de clase puede asumir y que se impone como un programa político. De hecho, en este caso el capital deja de ser una relación que objetivamente incluye al productor imponiéndole a la fuerza su dominio: la relación capitalista contiene ahora una contradicción última: la de un productor, o una clase de productores que la ha, parcial o totalmente –en todo caso, efectivamente–, despojado de los medios de producción, imponiéndose ella misma como sujeto hegemónico. La analogía con la emersión del Tercer Estado en las estructuras del Ancien régime es utilizada por Marx en la reconstrucción histórica de la relación capitalista, y evidentemente se presenta de manera explosiva, revolucionaria.

4. En este punto debemos centrar la atención en las nuevas  figuras del trabajo, sobre todo en aquellas que crean los propios trabajadores en las redes sociales. Las capacidades productivas de estos trabajadores se han visto incrementadas en un nivel exponencial porque su cooperación es cada vez más intensa. Ahora veamos lo que aquí sucede. En la cooperación, el trabajo se abstrae cada vez más del capital; esto es, tiene una mayor capacidad de organizar la producción misma, autónomamente y, de manera particular, en relación con las máquinas, aunque permanece subordinado a los mecanismos de extracción del trabajo por parte del capital. ¿Es esta autonomía la misma que hemos reconocido en las formas de trabajo autónomo en la primera fase de la producción capitalista? Nos parece claramente que no. De hecho, la hipótesis es que ahora existe un grado de autonomía que no se refiere solo al proceso de producción, sino que también se impone en sentido ontológico: es decir que el trabajo conquista una consistencia ontológica aun cuando esté subordinado completamente al dominio capitalista. ¿Cómo podemos comprender una situación en la que empresas productivas –temporalmente continuas y espacialmente extendidas– e invenciones colectivas y cooperativas por parte de los trabajadores, terminan siendo fijadas como valor extraído por el capital? Es difícil si no nos desligamos de metodologías lineales y deterministas y no asumimos un método que se articule a través de dispositivos. Si lo hacemos, podemos reconocer que, en esta situación, la relación entre los procesos productivos en manos de los trabajadores y los mecanismos capitalistas de valorización y de dominio están cada vez más separados. El trabajo ha alcanzado tal nivel de dignidad y de poder que puede potencialmente rechazar la forma de valorización que le es impuesta y así, aunque bajo el dominio del capital, puede desarrollar la propia autonomía.

Los poderes crecientes del trabajo pueden ser reconocidos no solo en la expansión y en la creciente autonomía de la cooperación, sino también en la mayor importancia que se da a los poderes sociales y cognitivos del trabajo en las estructuras de la producción. El primer elemento, una cooperación extendida, se debe seguramente al incremento del contacto físico entre los trabajadores digitales en la sociedad informatizada, pero todavía más (como siempre Paolo Virno nos insta a pensar) a la formación de una “intelectualidad de masa”, animada por las competencias lingüísticas y culturales, por las capacidades afectivas y por las potencias digitales. No es casual, segundo elemento, que esta capacidad y esta creatividad del trabajo aumenten la productividad. Consideremos ahora cuánto ha cambiado el papel del conocimiento en la historia de las relaciones entre capital y trabajo. Como ya vimos, en la fase de la “manufactura”, el conocimiento del artesano era empleado y absorbido en la producción como una fuerza separada, aislada, y por lo tanto subordinada en una estructura organizativa jerárquica. En la fase de la “gran industria”, por el contrario, los obreros eran considerados incapaces del conocimiento necesario para la producción, que estaba entonces centralizado en el management. En la fase contemporánea del general intellect, el conocimiento tiene una forma multitudinaria en el proceso productivo, aun si, desde el punto de vista del patrón, ese conocimiento pueda ser aislado como lo era el conocimiento artesano en la manufactura. En realidad, desde el punto de vista del capital, todavía es un enigma el modo en que el trabajo se autoorganiza, incluso cuando esto se convierte en la base de la producción.

Para seguir adelante, un ejemplo: una importante figura del trabajo asociado está hoy oculta en el funcionamiento de los algoritmos. Junto con la propaganda incesante que afirma la necesidad del dominio capitalista y los sermones sobre la inhallable alternativa a este sistema de poder, frecuentemente oímos el elogio al rol de los algoritmos. Pero ¿qué es un algoritmo? En primer lugar, es capital fijo, una máquina nacida de la inteligencia cooperativa social, un producto del general intellect. A pesar de que el valor de una actividad productiva es fijado en el proceso social de extracción del plustrabajo por parte del capital, no hay que olvidar que la fuerza del trabajo vivo está en la base de este proceso. Sin trabajo vivo no hay algoritmo. Y, no obstante, los algoritmos presentan también numerosas características nuevas: este es un segundo punto.

Consideremos el PageRank de Google, tal vez el algoritmo mejor conocido y el que más lucro genera. El rango de una página web está determinado por el número y la calidad de los vínculos [links]; alta calidad significa un vínculo a una página que tenga ella misma un alto rango. PageRank es entonces un mecanismo para incorporar el juicio y el valor concedido por los usuarios a los objetos de Internet. “Cada link es una concentración de inteligencia”, escribe Matteo Pasquinelli. Una diferencia relevante que presentan los algoritmos como el PageRank consiste en el hecho de que mientras las máquinas industriales cristalizan la inteligencia pasada en forma relativamente fija y estática, estos algoritmos añaden continuamente inteligencia social a los resultados del pasado, de modo que crean una dinámica abierta y expansiva. Es como si la máquina algorítmica misma fuera inteligente, pero no es verdad; más bien está abierta a las continuas modificaciones de la inteligencia humana. Cuando hablamos de “máquinas inteligentes”, debemos entender que se habla de máqui- nas capaces de absorber inteligencia continuamente. Un segundo rasgo distintivo es que el proceso de extracción de valor establecido por estos algoritmos es cada vez más abierto y socializado de tal manera que borra los confines entre el trabajo y la vida. Lo saben bien los usuarios de Google… Y, por último, otra diferencia entre los procesos productivos estudiados por Marx y este tipo de producción de valor consiste en el hecho de que la cooperación hoy no es ya impuesta por el patrón, sino generada en las relaciones entre los productores. En la actualidad podemos hablar realmente de una reapropiación del capital fijo por parte de los trabajadores y de una integración de las máquinas inteligentes bajo un control social autónomo; lo encontramos por ejemplo en el proceso de construcción de algoritmos orientados a la autovalorización de la cooperación social y de la reproducción de la vida.

Podemos añadir que aun cuando los instrumentos cibernéticos y digitales son puestos al servicio de la valorización capitalista, aun cuando la inteligencia social es puesta a trabajar y llamada a producir subjetividades obedientes, el capital fijo está integrado en los cuerpos y en los cerebros de los trabajadores y se vuelve su segunda naturaleza. Siempre, desde el nacimiento de la civilización industrial, los trabajadores han poseído un conocimiento más íntimo e interior de las máquinas y de los sistemas de las máquinas que el conocimiento que los capitalistas y sus mánagers hayan jamás podido tener. Hoy, estos procesos de apropiación obrera del conocimiento pueden llegar a ser decisivos. No se realizan simplemente en los procesos productivos, sino que son intensificados y concretizados a través de la cooperación productiva en los procesos vitales de circulación y socialización. Los trabajadores pueden apropiarse del capital fijo mientras trabajan y pueden desarrollar esta apropiación en sus relaciones sociales, cooperativas y biopolíticas con otros trabajadores. Todo esto determina una nueva naturaleza productiva, y significa una nueva “forma de vida” situada en la base de un nuevo “modo de producir”.

PERO ¿QUÉ ES UN ALGORITMO? ES CAPITAL FIJO, UNA MÁQUINA NACIDA DE LA INTELIGENCIA COOPERATIVA SOCIAL. SIN TRABAJO VIVO NO HAY ALGORITMO.

5. Para ir un poco más a fondo en este argumento y para I eliminar el aspecto utópico que, si no daña nuestro dis- O curso, a veces parece confundirlo, consideremos cómo algunos estudiosos del capitalismo cognitivo organizan la hipótesis de la apropiación del capital fijo. David Harvey por ejemplo estudia esta apropiación a través del análisis de los espacios de asentamiento y cruce de las metrópolis por parte de los cuerpos que trabajan: desplazamientos del capital variable que tienen efectos radicales sobre las condiciones y sobre las prácticas de los cuerpos sometidos y, con todo, capaces de movimientos autónomos y de autonomía en la organización del trabajo. Este análisis es todavía muy superficial. Mucho más incisivo es el que sugería André Gorz, deshaciendo la compleja trama de explotación y alienación, al subrayar que las potencias intelectuales de la producción se forman en el cuerpo social. La liberación de la alienación social impulsa la capacidad de actuar subjetivamente/intelectualmente en la producción. Más adelante, siguiendo esta línea, no sorprende descubrir que hoy “la parte del capital llamado ‘intangible’ (no solo la investigación y el desarrollo, sino también la educación y la sanidad) supera a la del capital material en el stock global de capital y se ha convertido en el elemento determinante del crecimiento económico” (Vercellone). El capital fijo se encuentra actualmente dentro de los cuerpos, inscrito en ellos y al mismo tiempo subordinado a ellos (y tanto más lo será cuando consideramos “actividades como la investigación o el desarrollo de software en las que el trabajo no se cristaliza en un producto material separado del trabajador, sino que permanece incorporado al cerebro e indivisible de la persona”. Laurent Baronian alcanza un punto culminante cuando, regresando a El capital y al análisis de la relación productiva, generaliza la potencia de los cuerpos y de las mentes haciendo de su figura asociada el elemento determinante del capital fijo. Aquí el capital fijo es la cooperación social. Aquí, las fronteras de la relación entre trabajo vivo y trabajo muerto (es decir, entre capital variable y capital fijo) se confunden definitivamente.

De hecho –así concluye Marx en El capital– si desde el punto de vista del capitalista, capital constante y capital variable se identifican bajo la rúbrica del capital circulante (El capital III, 1) y si para el capitalista la única diferencia esencial existe entre capital fijo y capital circulante (El capital III, 1), entonces, desde el punto de vista del productor, capital constante y capital circulante se identifican bajo la rúbrica del capital fijo y la única diferencia esencial existe entre capital variable y capital fijo: ahora bien, es en el capital fijo donde el capital variable pone todo su interés de reapropiación.

Las condiciones emancipadoras de la cooperación del trabajo vivo, por tanto, se invierten y ocupan de manera creciente los espacios y las funciones del capital fijo.

Continuando con Vercellone y Marazzi sobre este punto, lo que llamamos capital inmaterial o intelectual está en realidad esencialmente incorporado en los humanos y por ello corresponde de modo fundamental a las facultades intelectuales y creativas de la fuerza de trabajo. Nos encontramos ante un trastorno de los conceptos mismos de capital constante y de composición orgánica del capital heredados del capitalismo industrial. En la relación C/V [constante/variable] que designa matemáticamente la composición orgánica social del capital, es de hecho V, la fuerza de trabajo, la que aparece como principal capital fijo y, para retomar una expresión de Christian Marazzi, se presenta como “cuerpo-máquina” de la “fuerza de trabajo”. Ya que, precisa Marazzi, “además de ser la sede de la facultad de trabajo, contiene en sí también las funciones típicas del capital fijo y de los medios de producción en cuanto sedimentación de saberes codificados, conocimientos históricamente adquiridos, gramáticas productivas, experiencias, es decir, trabajo pasado”.

 

6. Subjetividad maquínica: así, por ejemplo, podemos calificar a los jóvenes que entran espontáneamente en el mundo digital. Concebimos aquí lo maquínico en contraste no solo con lo mecánico, sino también con una noción de realidad tecnológica separada e incluso opuesta a la sociedad humana. Félix Guattari explica que si tradicionalmente el problema de las máquinas ha sido visto como secundario respecto a la cuestión de la techné y de la tecnología, nosotros debemos sobre todo reconocer que el problema de las máquinas es primario y que precede al de la tecnología. Nosotros podemos, continúa, ver la naturaleza social de la máquina: “En cuanto ‘la máquina’ se abre a un ambiente maquínico y mantiene toda suerte de relaciones con sus constituyentes sociales y con las subjetividades individuales, el concepto de máquina tecnológica debe ser extendido al de agencements machiniques, de ensamblajes maquínicos”. Lo maquínico entonces no se refiere ya a una máquina individual, aislada, sino siempre a un ensamblaje. Para comprender esto pensemos en los sistemas mecánicos, esto es, en las máquinas conectadas e integradas con otras máquinas. Enseguida añadamos la subjetividad humana e imaginemos a los humanos integrados dentro de relaciones maquínicas y a las máquinas integradas dentro de los cuerpos humanos y en la sociedad humana. Y, en fin, Guattari junto con Deleuze conciben los ensamblajes maquínicos como progresivos, incorporando todo género de elementos humanos y de singularidad humana y no-humana. El concepto de maquínico en Deleuze/Guattari es, en una forma diferente, el concepto de producción en Foucault; ambos captan la necesidad de desarrollar, fuera de la identidad espiritualista, subjetividades de conocimiento y acción y de demostrar cómo estas emergen de producciones materialmente interconectadas.

En términos económicos, lo maquínico aparece claramente en las subjetividades que surgen cuando el capital fijo es reapropiado por la fuerza de trabajo, esto es, cuando las máquinas materiales e inmateriales y el conocimiento que cristalizan la producción social pasada son reintegrados en las subjetividades sociales que cooperan y producen en el presente. Los ensamblajes maquínicos son así en parte incorporados y recogidos en la noción de “producción antropogenética”. Algunos de los economistas marxistas más inteligentes, como Robert Boyer y Christian Marazzi, caracterizan la novedad de la producción económica contemporánea –y el pasaje del fordismo al posfordismo– centrándose en “la production de l’homme par l’homme” [la producción del hombre por el hombre] en contraste con la noción tradicional de producción de mercancías por medio de mercancías. Crece la centralidad de la producción de subjetividad y las formas de vida para la valorización capitalista y esta lógica conduce directamente a las nociones de producción cognitiva y biopolítica. Lo maquínico extiende ulteriormente este modelo antropogenético con el fin de incorporar varias singularidades no-humanas en los complejos que produce y son produci- dos. Más precisamente: cuando decimos que el capital fijo es reapropiado por los sujetos trabajadores, no decimos simplemente que aquel se transforma en su posesión, sino sobre todo que es integrado a ensamblajes maquínicos, constituyentes de subjetividad.

Lo maquínico es siempre un ensamblaje, una composición dinámica del humano y de otros seres, pero la potencia de esta nueva subjetividad maquínica es solamente virtual mientras no sea actualizada y articulada en la cooperación social y en el común. Si la reapropiación del capital fijo ocurriese individualmente, transfiriendo propiedad privada de un individuo al otro, no constituiría sino un quitar a Fulano para pagar a Mengano y no tendría ningún significado real. Cuando, por el contrario, la riqueza y la potencia productiva del capital fijo son apropiadas socialmente y se las traslada de la propiedad privada al común, entonces el poder de las subjetividades maquínicas y de sus redes cooperativas puede ser plenamente utilizado. La dinámica maquínica de ensamblaje, las formas productivas de cooperación y la base ontológica del común son implicadas de la manera más estrecha.

Cuando vemos a los jóvenes de hoy, absorbidos en el G común, determinados con sus potencias maquínicas en la  cooperación, debemos reconocer que su verdadera existencia es resistencia. El capital está obligado a reconocer esta dura verdad. Eso puede consolidar económicamente el desarrollo del común que es producto de las subjetividades, de las cuales el capital extrae valor; pero el común se construye a través de las formas de resistencia y de los procesos que reapropian el capital fijo. La contradicción se hace cada vez más evidente. “Explótate a ti mismo”, dice el capital a las subjetividades productivas, y estas responden: “Nosotras deseamos valorizarnos a nosotras mismas, gobernar el común que producimos”. Ningún obstáculo a este proceso –ni la sospecha de obstáculos virtuales– puede impedir el choque que se aproxima. Si el capital puede expropiar valor solo de la cooperación de las subjetividades y estas se resisten a la explotación, el capital debe entonces elevar el nivel de dominio e iniciar operaciones de extracción de valor del común cada vez más arbitrarias y violentas. Es a esta transición a la que nos conduce la temática de la reapropiación del capital fijo.

 

CUANDO DECIMOS QUE EL CAPITAL FIJO ES REAPROPIADO POR LOS SUJETOS TRABAJADORES, NO DECIMOS SIMPLEMENTE QUE AQUEL SE TRANSFORMA EN SU POSESIÓN, SINO SOBRE TODO QUE ES INTEGRADO A ENSAMBLAJES MAQUÍNICOS, CONSTITUYENTES DE SUBJETIVIDAD.

Supremacismo, sionismo y deserción de lo femenino // Franco Bifo Berardi

El pasado 16 de diciembre, en Roma, junto a Giorgia Meloni, Santiago Abascal y Rishi Sunak, un racista sudafricano llamado Elon Musk participó en el Festival Atreju, la fiesta de cuatro días que se celebra en el Castelo Sant’Angelo, con la que los fascistas italianos han festejado estos días su regreso al poder, un siglo después de la instauración del régimen de Benito Mussolini. Unos días antes, Musk, que probablemente aspira a convertirse en el Führer de un movimiento supremacista mundial, había viajado a Israel para reunirse con Netanyahu después de defender opiniones antisemitas en su red social X.

El principal argumento de la intervención de Musk en la fiesta de los fascistas de Giorgia Meloni ha sido el que une a las derechas occidentales: blancos de todo el mundo, tened hijos, de lo contrario seremos sustituidos por migrantes con piel de color. El problema es que los niños no los harían los blancos en todo caso, sino las blancas. Y ésta es la debilidad de la estrategia supremacista, que se está afirmando en todo el mundo occidental, como demuestran los resultados de las recientes elecciones y consultas electorales registradas en Argentina, Holanda, Serbia y Chile.

La confirmación del legado constitucional de Pinochet por la mayoría de los chilenos parece el sello final de una tendencia que ya no podemos ignorar: el supremacismo blanco es a la vez una forma emergente en la historia de Occidente y un signo del declive de la supremacía blanca en el planeta. Podemos leerlo, pues, como un intento (desesperado pero probablemente letal) de detener un declive que depende de factores antropológicos, demográficos y culturales y cuyo carácter es irreversible. Con la victoria de Javier Milei, la ola psicótica mundial ha alcanzado su punto álgido: en todas partes gobierna Hitler.

Soy muy consciente de que las derechas que ganan las elecciones, de Hungría a Italia, pasando por Suecia, Holanda o Argentina, al igual que las derechas que se preparan para ganarlas en Estados Unidos, consideran a Hitler un perro muerto. Pero incluso Anders Breivik, quien el 11 de marzo de 2011 asesinó a setenta y siete jóvenes socialistas en la isla de Utoja y hoy pasa su tiempo en la cómoda celda de una prisión noruega, condenó a Hitler en su Manifiesto de la Independencia Europea, un texto en el que esgrimía argumentos que podrían ser compartidos por cualquier líder de la derecha europea en la actualidad. Pero, ¿cuáles son sus razones? Él mismo lo explica: Hitler se equivocaba al pensar que los judíos eran enemigos de la raza blanca. Los judíos, por el contrario, están de nuestro lado en la guerra final por la defensa de la civilización superior, cuyos enemigos son todos los demás, empezando por los musulmanes y siguiendo por los migrantes de todos los orígenes. La práctica totalidad de los alemanes, con muy pocas excepciones por lo que sabemos, ya que hoy en día reina en Alemania un conformismo comparable al que imperaba en 1933, podrían suscribir las palabras de Anders Breivik. El Manifiesto por la Independencia Europea, después de todo, podría ser adoptado fácilmente por la Unión Europea como texto oficial, ahora que el proyecto de una Europa posnacional está enterrado y la unión de Europa se basa en el racismo, la expulsión y el ahogamiento de masas.

El genocidio que Israel ha desencadenado tras el ataque del 7 de octubre es el punto de no retorno de una fractura que enfrenta al Norte global contra el Sur global, es decir, al supremacismo blanco contra el heterogéneo conjunto que conforma a este último, lo cual no significa que se trate de un enfrentamiento entre colonialismo y anticolonialismo. No hay anticolonialismo sin internacionalismo, por lo que el anticolonialismo no se encuentra en ninguna parte. Al supremacismo blanco se opone hoy una pluralidad de nacionalismos de carácter esencialmente fascista o fundamentalista. Baste pensar en el ultranacionalismo de corte racial de Narendra Modi, cuyo partido desciende linealmente de las formaciones Rashtriya Swayamsevak Sangh (Organización Nacional de Voluntarios), surgida durante la guerra contra Inglaterra en estrecha conexión con los alemanes. Basta pensar en el fundamentalismo chií misógino de Irán. El Sur global no tiene una dirección política común, ni es probable que la tenga nunca, aunque tiende a formar alianzas económicas (BRICS) y militares (alianza estratégica entre China e Irán), que acentúan la crisis del Norte global en declive. Sin embargo, todos los conflictos de nuestro tiempo tienen su origen en las diferencias entre naciones: es así en Ucrania, es así en Oriente Próximo.

Mi tesis, para abreviar, es que nos encontramos perfectamente instalados en la condición que Gunther Anders predijo en sus escritos de la década de 1960, en particular en su carta al hijo de Eichmann: Anders decía que por una serie de razones relacionadas con el hiperpoder de la técnica, con la competencia militar en la era atómica y con la humillación psíquica de los humanos frente a la tecnología (que él llamaba “vergüenza prometeica”), el siglo XXI estaría dominado por un Tercer Reich perfeccionado, un nazismo en comparación con el cual el de Hitler parecería un “ensayo general en un teatro de provincias”. Estamos exactamente donde Anders (Gunther, no Breivik) predijo hace sesenta años.

Fusión de sionismo político y trascendentalismo religioso

En el siglo XX el nazifascismo provocó un conflicto interno dentro del imperialismo blanco entonces en su fase expansiva; hoy, sin embargo, se presenta como una reacción a la decadencia. En este marco debemos considerar el papel del sionismo y para ello debemos reabrir el discurso sobre la cuestión judía en su insondable complejidad. Para resumir un análisis que requeriría un tratamiento demasiado extenso para estas notas, diré que en la modernidad la comunidad judía sigue tres grandes líneas de desarrollo. La primera, sin duda la más importante hasta mediados del siglo XX, es la que impropiamente se identifica como asimilacionismo. En muchos países europeos, sobre todo en Alemania y Austria, la comunidad judía se integra en la vida civil y alcanza posiciones de prestigio y a veces incluso de poder. Pero aún más importante es la función cultural decisiva que desempeña la cultura judía en la génesis del progresismo moderno, tanto en su forma democrático-liberal como en su forma internacionalista, lo cual no ocurre por casualidad: es precisamente la experiencia secular (milenaria) de desterritorialización y no pertenencia de la cultura judía lo que hace posible la inteligencia política no identitaria. La ley, no la pertenencia, el derecho, no la identidad son las aportaciones que la cultura judía aporta al pensamiento político europeo de los siglos XVIII y XIX. Tanto el universalismo ilustrado como el internacionalismo obrero surgieron gracias a la aportación judía. Precisamente por no pertenecer a la comunidad territorial, el judío encarna al ciudadano abstracto, que funde la universalidad del derecho político y la universalidad del pensamiento científico matematizado. Además, el judío, como el obrero, es portador de una humanidad sin pertenencia, condición del internacionalismo.

La segunda figura del judaísmo moderno, cuyas raíces son muy profundas e infinitamente complejas, es la del trascendentalismo bíblico, que no reconoce la comunidad política, se contempla a sí mismo como ajeno a los territorios nacionales en los que vive y madura las formas contradictorias de la ortodoxia ultrarreligiosa. Esta componente considera que la comunidad judía es el pueblo elegido, por lo que es ontológica y fanáticamente supremacista. La tercera figura sólo surge a finales del siglo XIX y encarna la necesidad de la comunidad judía de protegerse contra las persecuciones recurrentes: se trata del sionismo político, cuya intención permanece indefinida durante algunas décadas desde que Theodor Herzl inicia su movimiento, pero que luego se define en términos territoriales en el periodo en que en toda Europa las comunidades judías locales son atacadas por la oleada genocida que recibe el nombre de Holocausto.

La primera figura (universalista e internacionalista) fue derrotada cuando a principios del siglo XX se hizo evidente que los judíos no podían considerarse ciudadanos como los demás a causa del antisemitismo. En ese momento cobró fuerza la reivindicación sionista: construir un Estado en el que los judíos encuentren protección. Esta reivindicación choca y se entrelaza, según las circunstancias, con el trascendentalismo bíblico, cuya obsesión fundamental es el retorno a la Tierra Prometida, que no tiene en general una dimensión histórica, sino trascendental. Cuando, en el Congreso de Versalles, se le pregunta a Chaim Weizman: “¿Por qué ustedes los judíos creen que tienen derecho a la tierra de Palestina”, este responde: “La memoria es derecho”. “La memoria es derecho”: esta frase permite comprender la transformación de la cultura judía de una cultura cosmopolita y no identitaria en una cultura agresiva de pertenencia. También se comprende la fusión, siempre inestable pero decisiva, del sionismo laico y el trascendentalismo bíblico.

¿Por qué un Estado de los judíos? Porque también nosotros queremos ser protegidos como comunidad étnica, dice el sionismo laico. Pero, ¿por qué el Estado de los judíos tiene que radicarse en ese preciso lugar, en ese territorio llamado Palestina, donde hasta la década de 1930 sólo vivían pequeños grupos de judíos rodeados de árabes, y particularmente de palestinos, en su mayoría hospitalarios y dispuestos a acoger, pero que lo son cada vez menos cuanto más manifiestan los judíos su intención de construir un Estado territorializado? ¿Por qué allí y no en Argentina, como habían sugerido algunos de los primeros sionistas? La respuesta de Weizman es clara: porque ésa es la Tierra Prometida. En este pasaje —territorialización y retorno— se encuentra el origen de la fusión del sionismo y el trascendentalismo.

Nazionalsionismo

En una entrevista publicada en La Stampa el pasado 15 de diciembre, Slavoj Zizek cita una frase de Reinhard Hejdrich, que se cuenta entre los máximos dirigentes de la jerarquía nazi y que junto con Heinrich Himmler fue uno de los artífices del exterminio de los judíos. Distinguiendo a los sionistas de los judíos que quieren asimilarse, es decir, infiltrarse en el Volk germánico, Hejdrich afirma: “Los sionistas profesan una concepción estrictamente racial y mediante la emigración a Palestina contribuyen a la creación del Estado judío. A ellos van nuestros buenos deseos y nuestra simpatía oficial”.

En los dos últimos meses de 2023 nos hemos dado cuenta –el mundo entero se está dando cuenta– de que Israel aplica una política de deportación, discriminación racial, limpieza étnica y genocidio. En una palabra, una política nazi. Tras la marginación y la derrota de la componente internacionalista de la comunidad judía, la territorialización en nombre de la sangre resultó ser la única perspectiva realista. La mitología bíblica se movilizó en ese momento para apoyar un proyecto político que necesitaba territorializarse. En cierto modo, en el seno del mundo judío se ha desarrollado la misma historia que a una escala mayor se ha verificado a escala general: la derrota del internacionalismo, el conflicto entre el globalismo liberal secular y el conservadurismo cultural racista y luego la fusión progresiva de estas dos componentes hasta dar forma al naziliberalismo global. El gobierno Netanyahu-Smoytrich-Ben Gvir es el cumplimiento de la fusión del sionismo con el trascendentalismo supremacista.

Deserción tendencial de la historia masculina

Soy consciente de que no estoy sembrando el buen humor entre mis desafortunados lectores, pero creo que ha llegado el momento de abandonar las ilusiones: derrotada la clase obrera, la democracia ha demostrado en pocas décadas ser la antesala del fascismo. De Mussolini y Hitler a Trump, Putin, Johnson, Meloni y Milei, la dinámica democrática ha producido y produce siempre el mismo efecto: dominio mediático sobre la formación de opinión, respuesta nacionalista a los efectos de la globalización económica, respuesta racista a la gran migración. No habrá “contraataque” democrático en el futuro, mientras que es fácil predecir que nos dirigimos hacia la ampliación de la guerra civil mundial internazi, que junto con la mutación climática y la concentración de la riqueza producirá las condiciones para un colapso de la vida humana en el planeta. Más probable que en cualquier otro momento del pasado es la posibilidad de una guerra nuclear de carácter limitado desenvuelta en escenarios locales.

No es imaginable ninguna ruptura política mientras se deteriore el estado físico del planeta. Pero el final del juego vendrá, en mi opinión, de lo femenino, la única subjetividad irreductible al supremacismo, que es inherentemente un supremachismo. No creo que surja en la escena histórica un movimiento político de las mujeres, pero sí creo que lo femenino, radicalmente diferente de la historia del hombre, ha empezado a desprenderse de la necesidad patriarcal de la procreación, que ha soportado hasta ahora como si fuera una necesidad natural. Por lo tanto, la continuación de la raza humana está en entredicho, porque la procreación ya no es una necesidad natural, sino que se ha convertido en una tarea cada vez más artificial, técnicamente asistida y culturalmente impuesta. Una tendencia ya clara e irreversible que ha surgido en el nuevo siglo es la de la emancipación de la mujer del papel de agente reproductor. La reproducción se considera finalmente (gracias a la tecnología, gracias a la educación) como una elección que siempre puede revocarse, como una elección que puede evitarse. Hoy en día, por razones conscientes, por razones inconscientes y por razones bioecológicas, las mujeres interrumpen la reproducción de la raza humana.

Las razones culturales de esta interrupción se suman a razones físicas, biológicas, hormonales y ecológicas. Debido a la propagación de los microplásticos en la cadena alimentaria, la fertilidad masculina ha caído el 58 por 100 en cuarenta años. Debido a la hipermediatización de la esfera lingüístico-afectiva, la sexualidad genital heterosexual está desapareciendo en el comportamiento de las generaciones hipersemiotizadas. Pero sobre todo las mujeres están decidiendo inconsciente y conscientemente no generar las víctimas del inevitable próximo infierno sobre la tierra. Soy consciente de la enormidad de lo que digo, pero creo que es necesario extremar las hipótesis, ya que lo que ha sucedido en las dos últimas décadas ha cancelado toda esperanza producida por el pensamiento moderno.

Malestares con la democracia // Mariana Gainza

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            Se habla en estos días de un ignoto pueblo norteamericano llamado Grafton, en el estado de New Hampshire. Se habla de Grafton por haber sido la sede de un experimento social peculiar: el de llevar a la práctica las ideas libertarias que postulan la necesidad de abandonar toda intervención estatal para dar lugar a una sociedad autorregulada y próspera, tan libre de impuestos como de penurias. Según cuenta un libro recientemente publicado del periodista norteamericano Matthew Hongoltz-Hetling, la puesta en práctica del proyecto Ciudad Libre en el pequeños pueblo lindero con la frontera de Canadá desencadenó una serie de desastres, que ilustrarían (por la vía penosa de la realización) el absurdo de las ideas del libertarianismo de EEUU que se exporta al mundo. La historia, de un poco más de una década de duración, comienza en 2004 y se extiende hasta 2016. En 2004, unas doscientas personas se mudan a Grafton para fundar una nueva comunidad, sostenida sobre el único principio de la absoluta libertad individual. Los nuevos moradores –en su mayoría hombres blancos, solteros y partidarios de la libre portación de armas– se habían conocido por internet, y habían elegido este pequeño pueblo de 1000 habitantes, porque allí había un candidato libertario a la gobernación, que prometía honrar una arraigada tradición local de rechazo las obligaciones fiscales. Y efectivamente, gracias a su peso numérico y a la decisión de lograr la supresión de las regulaciones estatales, lograron la reducción drástica de las cargas impositivas y del presupuesto público. Con la población armada, sin policía y sin recursos para garantizar servicios elementales –como la recolección de residuos–, el relato (con moraleja) cuenta que en Grafton no proliferó la riqueza sino la violencia, el delito y el caos. A tal extremo, que se alteró el equilibrio con la naturaleza que hasta entonces había caracterizado a la región: la población empezó a ser atacada por los osos de los bosques linderos, que abandonaron su típica reticencia a mezclarse en los asuntos humanos, y avanzaron sobre la comunidad libertaria. De ahí, el título del libro: A Libertarian Walks into a Bear [Un libertario se topa con un oso]. 

            Este relato circuló bastante por los medios periodísticos en las últimas semanas, como una advertencia sobre el rumbo político que estaba tomando Argentina. El nuevo presidente, Javier Milei, festejó finalmente su triunfo electoral con un grito de gloria: “Soy el primer presidente liberal libertario de la historia de la humanidad”.

            La utopía de una comunidad anarco-capitalista rigiéndose por los únicos valores de la libertad individual y el derecho irrestricto a la propiedad, puede ser confrontada con otra utopía: la utopía de una república democrática que el maestro de Spinoza, Van den Enden, presentó en 1662 ante las autoridades coloniales holandesas = el proyecto de una ciudad igualitaria a ser fundada en la “Nueva Holanda”, o sea, en los dominios de los Países Bajos en Norteamérica.

            Van den Enden concretamente intercedía ante los regentes como promotor del proyecto de Peter Plockhoy: menonita igualitarista y defensor de la libertad religiosa, que se había entusiasmado con las experiencias de radicalidad popular surgidas en medio de la Guerra Civil inglesa (1642-1651), y había escrito un tratado –Propuesta de una vía para la felicidad de los pobres[1]– proyectando la “formación de un nuevo tipo de sociedad cooperativa en las afueras de Londres” que luego debería inspirar otras comunidades, en Bristol y en Irlanda, “donde podemos obtener –decía– una gran cantidad de tierra por poco dinero”. Cuando la restauración monárquica inglesa frustró sus expectativas, Plockhoy recurrió a Van den Enden en busca de apoyo para trasladar su plan a América del norte. Así es como Van den Enden escribe su “Breve informe sobre la Nueva Holanda” (Short Account, 1662), dando cuenta de la “situación de los nuevos Países Bajos, sus virtudes, ventajas naturales e interés para la colonización”, manifestando su compromiso activo con la utopía igualitaria de Plockhoy, para la cual redacta una constitución política. Cuenta Johnatan Israel que la administración holandesa aprobó el asentamiento, y que en 1663 un grupo de 41 seguidores de Plockhoy viajó al nuevo mundo, instalándose en la tierra prometida de Delaware. No hubo tiempo, sin embargo, para concretar el ensayo: las invasiones inglesas del año 1664 instauraron un nuevo dominio colonial. Y según parece, “el profeta del trabajo cooperativo” (como lo nombra Israel) nunca volvió a Europa: ciego y miserable, pasó sus últimos días con los menonitas de Filadelfia.

            Dos utopías coronadas por un fracaso, entonces, la de Grafton y la de Delaware. Ambas susceptibles de ser nombradas como utopías “libertarias”, si asumimos que ese término fue históricamente reivindicado desde posiciones antitéticas (las que a grandes rasgos solemos identificar como izquierda y derecha). En ambos casos, lo realmente sucedido resulta más bien turbio para nosotros. No sólo por la distancia temporal y geográfica. También por el modo en que los relatos, los documentos, los registros, están atravesados por los deseos y las pasiones, la propaganda y las apuestas financieras.   

            Si buscamos en internet datos sobre Grafton, encontramos la página que promociona el “Proyecto de una provincia libre” (Free State Project), llamando a un gran encuentro libertario para marzo de 2024. “La libertad vive en New Hampshire” –dice la convocatoria– “¿Estás cansado de los gobiernos, que no hacen más que crecer? ¿Sentís que a tu alrededor sos el único que aspira a vivir libremente? ¡No estás solo! Sumate a las millares de personas que, como vos, aman la libertad”.

            En la pestaña de informaciones, leemos: 

 

El Proyecto Estado Libre es el movimiento de los amantes de la libertad que se mudan a New Hampshire. Miles de individuos ya han hecho el movimiento. Se trata de una migración masiva, de más de 20.000 personas, que decidieron concentrar los esfuerzos en un pequeño estado, con una cultura pro-libertad preexistente, para maximizar el impacto que pueden tener como activistas, empresarios, constructores de comunidades y líderes de pensamiento.

Los Free Staters somos gente productiva y amable, de todas las clases sociales, edades, credos y colores, con la misión de demostrar que más libertad conduce a más prosperidad para todos. En New Hampshire estamos cosechando los beneficios del movimiento [tanto en nuestras libertades como en nuestra calidad de vida] pero nuestro objetivo final es servir de ejemplo al resto del mundo.

 

            Por supuesto, no encontramos ninguna mención a la experiencia fracasada de Grafton, ni alusiones al affaire de los osos. Pero más allá de las dudas sobre la “realidad efectiva de la cosa”, podríamos decir que el utopismo libertariano vive en ese activismo montado sobre las nuevas tecnologías, que promociona el individualismo extremo, el anti-estatalismo radical y la libre empresa como forma de vida. Y que se irradia a través de las redes sociales que distribuyen las frases de la evangelización anarco-capitalista por los rincones más remotos del mundo.

            Volviendo a nuestro contrapunto con el muy diferente utopismo libertario del spinozista Van de Enden, ¿Quedarán rastros del igualitarismo de Plockhoy en las tierras norteamericanas de Delaware? Pues bien: Delaware es actualmente un gran paraíso = un “paraíso fiscal”. Es decir, un centro financiero y bancario que generalizó las excensiones impositivas y donde circulan todo tipo de flujos de capitales no regulados.  Así como el lema oficial de New Hampshire es “vida libre o muerte”, Delaware tiene un apodo [o “apelido”]: The Land of Free-Tax Shopping (“La tierra de las compras libres de impuestos”). Son más de 900.00 empresas radicadas allí –entre ellas, las mayores del mundo– de manera que en el pequeño estado residen casi tantas empresas como habitantes.

[Allí está, por ejemplo, la sede matriz del grupo de inversión Black Rock, el mayor administrador de fondos del capitalismo occidental. Surgió en 1988, en plena expansión global del neoliberalismo, y hoy los fondos que maneja son superiores al PBI de prácticamente todos los países del mundo, con la sola excepción de EEUU y China. El crecimiento salvaje de este tipo de empresas se dio sobre todo a partir de la crisis financiera de 2008, cuando ganaron libertades de acción sin precedentes[2] . Operan de modo general a favor de la concentración y el monopolio, y en ese caso, vale como ilustración elocuente la actuación de Black Rock en la fusión de Bayer con Monsanto, las gigantescas empresas agroquímicas que se fusionaron en 2018, concretándose una de las transacciones más grandes de la historia. Sabemos muy bien cuál son los efectos de estas megafusiones para pequeños agricultores y campesinos y para la seguridad alimentaria de la humanidad…

            Para decirlo de modo drástico y sintético: se fusionaron una empresa productora de glifosato y con múltiples de denuncias por cáncer en poblaciones afectadas por el uso del herbicida «Roundup” con otra empresa que carga con sus propias oscuridades por su complicidad con el nazismo (como parte del grupo IG Farben) gracias a la mediación financiera de la entidad líquida que simboliza eminentemente al nuevo capitalismo, que suprime las regulaciones anti-monopólicas a la vez que debilita sistemáticamente las capacidades soberanas de los estados para gobernar en función del bienestar de sus poblaciones]. La incompatibilidad entre capitalismo y democracia muestra hoy con la mayor exuberancia todas sus consecuencias: llegamos a los mismos resultados destructivos, por la vía de los osos de Gafton, por la vía de Monsanto, o por la vía del famoso murciélago en la sopa en la ciudad de Wuhan.

            En estas condiciones, pensar la democracia hoy es algo tan necesario como difícil. Precisamente, porque la democracia es algo de cuya existencia podemos decir que “es tan difícil como rara”. En medio de una acumulación de crisis de todo tipo [políticas, económicas, sanitarias, ecológicas, culturales, bélicas], lo que parece sucumbir una vez más es la utopía de una república democrática, alimentada por un verdadero amor por la igualdad [capaz de llevar adelante una crítica efectiva de lo eso que hoy se vende por todos lados como “amor por la libertad” y se realiza como “destrucción de la humanidad”] . Más que superabundancia de democracia, hay escasez de ella. Escasez de democracia y exceso de neoliberalismo.

            Diría que es ese exceso neoliberal (que generaliza la desigualdad al ritmo en que precariza y desmantela las instituciones de la solidaridad social) el que suscita distintos tipos de ahesión rígida a lo que podemos llamar el nuevo espíritu del capitalismo. Lo que consideré aquí como un utopismo de la libertad anarco-capitalista sería una entre las formas de la “fantasía ideológica” que hacen al espíritu del capitalismo neoliberal, y que encuentran eco social en la medida en que se extiende el malestar con una democracia que no enfrenta ni resuelve los graves problemas que genera un modo de acumulación predatorio. Lo “espiritual” del capitalismo neoliberal, entonces, no sólo alude al triunfo de la religión universal de la mercancía, sino también a los variados tipos de espiritualidad, más o menos flexibles, más o menos rígidas, que surgen o resurgen en las sociedades contemporáneas.

            Hablar de espíritu nos hace inmediatamente pensar en Weber y en su estudio sobre las afinidades entre ciertas formas de religiosidad y las prácticas económicas que están en el origen a la modernidad capitalista. O en otras investigaciones inspiradas en él, como la de Boltanski y Chiapello, que definen al nuevo espíritu del capitalismo como el conjunto de creencias que están en la base de un repertorio de modos de acción y de disposiciones que constituyen formas de vida afines a lo neoliberal. Se actualiza, así, algo de la famosa tesis de Weber, según la cual la relación moral con el trabajo del protestantismo ascético favorece la racionalización económica y la reinversión de la ganancia en el circuito productivo, de modo tal que hay que considerar esa ética protestante como una tendencia espiritual convergente con el desarrollo del capitalismo.

            Si hoy pensamos en las afinidades electivas entre el neoliberalismo y ciertos espíritus religiosos, la conexión más obvia que surge es con la teología de la prosperidad, que atraviesa a varias iglesias evangélicas –pero está presente sobre todo en las doctrinas y en las prácticas de distintas iglesias carismáticas y pentecostales. Esta teología, que se desarrolla en el contexto de la expansión económica de la post-Segunda Guerra en Estados Unidos y se expande hacia Latinoamérica a partir de los años 70, es una interpretación de la fe cristiana que sostiene que la pobreza, las enfermedades, los infortunios provienen de una mala relación con Dios. Para iniciar una vida próspera, entonces, hay que entrar en una verdadera comunión con Él, que se logra gracias a la mediación del pastor –acompañada con rituales de exorcismo de los demonios de la pobreza y la entrega de donaciones (que serán retribuidas con riqueza, salud y felicidad).

            Estas formas de la creencia no son las únicas que se empalman con las tendencias individualizantes y consumistas de la época… El ethos neoliberal, de hecho, hace proliferar una variedad de discursos que llaman a orientarse por los propios “deseos y sentimientos”. Los individuos son interpelados como sujetos de una autoconciencia afectiva capaz de discriminar lo que se ama y lo que se odia, lo que gusta y lo que disgusta… y ese es el sustrato de la afirmación de una libertad, que se entiende como el derecho de decidir sobre los propios consumos: de productos o servicios, de imágenes o teorías, de informaciones o de creencias. Porque en el mercado de las espiritualidades también se puede elegir. En la era del algoritmo y la segmentación de los públicos, a unos de se les ofrece religión, a otros autoayuda, a otros coaching ontológico, a otros yoga o ayurbeda, a otros astrología o veganismo, a otros terraplanismo, a otros utopismo anarco-capitalista… En fin. en nuestro próximo coloquio supongo que les contaré sobre la experiencia de habitar un país gobernado por el primer presidente liberal-libertario de la historia de la humanidad.

             

           

 

 

 

 

 

[1] A Way Propounded to Make the Poor in these and other Nations Happy, 1659 [además de un panfleto por la paz dirigido a Cromwell]

[2] el gobierno de Estados Unidos empezó a regular más a la banca tradicional pero le dio más libertad de acción a estas instituciones de riesgo.

El discurso de Milei Presidente // Diego Sztulwark

El mensaje en cadena nacional del presidente Milei del pasado 20 de diciembre fue masivamente considerado en virtud del contenido desbordante y agresivo de las desregulaciones anunciadas en el Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) que acaba de entrar en vigencia. Sin embargo, la escena en cuestión -la primera en la que Milei argumenta medidas concretas como presidente- fue más amplia y ofrece otro ángulo de análisis, uno de los cuales es específicamente conceptual.

Acompañado de su Gabinete de Ministros y de unos pocos asesores estrella, Milei dio lectura a una pieza neoliberal-burocrática poblada de giros como «estabilización vía shock», «programa de ajuste fiscal» y «sinceramiento de los valores de mercado». Todas frases que encarrilan las explosivas consignas de su campaña en una tradición discursiva conservadora demasiado conocido.

Los anuncios vinculados al DNU fueron precedidos por un diagnóstico general -que incluye expresiones como «la peor crisis de nuestra historia»-, que apunta a refutar lo que llama las «recetas fracasadas». Milei emplea la imagen de la receta no en el habitual sentido médico sino en uno culinario (“el problema no es el chef, sino la receta”, dice). La suya es una rebelión contra las combinaciones y las proporciones. No se trata de insistir con la misma idea sino de cambiarla. Pero para eso hay que saber por qué sujetos políticos tan distintos se han dejado conquistar a lo largo de la historia por ella. Y no solo en la Argentina sino literalmente “en todo el planeta”. La referencia hiperbólica se vuelve un balance del entero siglo XX.

La integralidad del fracaso a que se refiere Milei no es específico. Su fuerza está en la generalidad que podría ser verificada “en lo económico”, tanto como en “lo social” y en “lo cultural”, pero también en un nivel humanista (puesto que el presidente agrega una consideración sobre el costo de aplicar estas recetas en términos de “millones de vidas”). ¿A qué “receta” se refiere concretamente? La respuesta no se hace esperar: a una doctrina «que algunos podrían llamar izquierda, socialismo, fascismo o comunismo, y que a nosotros nos gusta catalogar como colectivismo». De tan veloz el barrido podría ser confuso (¿izquierda y fascismo serían dos nombres del mismo gregarismo?; ¿en qué sentido sería en sus términos China un “fracaso” en “lo económico”?). Lo falaz no es necesariamente improvisado. Esta ideas, que no sabemos bien como se procesan en su cabeza, remite claramente a cierto balance que ciertas corrientes ultra-liberales han hecho hace más de cinco décadas de lo que estuvo en juego (frente diversos “estatismos” como el nazismo, el stalinismo y el keynesianismo) sobre todo durante la segunda guerra mundial y la posterior guerra fría.

Expuesta por Milei y traída al presente argentino la “doctrina fracasada” permite reunir experiencias de las más diversas -y contradictorias entre sí- bajo un criterio único: la presencia invasiva del Estado. En efecto, colectivista es para él prácticamente toda remisión a “una forma de pensamiento que diluye al individuo en favor del poder del Estado”. Un enunciado tan cerrado no admite tan mal cualquier tipo crítica que solo cabe admitirlo como proveniente de una voluntad autoritaria cuya vinculación con el saber es taxativa y volcada a un uso imperativo. La noción “Estado”, por ejemplo, no admite distinciones básicas entre formas estatales distintas (por ejemplo entre fascismo y comunismo). Pero la cosa no acaba ahí. La negación a especificar formas estatales diversas tiene una utilidad ulterior. Sirve para subordinar de modo casi imperceptible lo colectivo a lo estatal. Como si no existieran formas de colectivismos no estatales. Esta doble subsunción de lo colectivo en el Estado y del Estado en Estado Fascista-Comunista (en realidad, stalinista) constituye la principal operación ideológica de Milei a la hora de determinar la enemistad política. En efecto, para entender al presidente es preciso suspender la conciencia crítica y admitir que la expresión del estatismo colectivista es “el fundamento básico del modelo de la Casta”. En la retórica del nuevo oficialismo, el enemigo no es -como pudo insinuarse en la campaña- el mundo que emana de los privilegios económicos, sino uno que irrita más a Milei: el de quienes adhieren a una doctrina totalitaria contra la iniciativa del individuo privado. La Casta no es una Clase Dominante, sino un obstáculo burocrático que la Clase Dominante debe sacudirse.

La caracterización oficial del presente adopta aires de enfrentamiento de tipo revolucionario, en nombre de los “individuos que componen la nación” en exitosa insubordinación contra la “razón de Estado”, que hasta aquí los había sometido. El enemigo opresor, sin embargo, merece una descripción más detallada: ¿quiénes son los miembros de esta casta que manda sobre lio individuos sin ser clase dominante, como creen los marxistas?. La respuesta del presidente es inequívoca: se trata de “los políticos”. Un manojo de pseudo planificadores que imponen sus propios caprichos por sobre los deseos de las personas libres. La casta política no es una mera banda de corruptos a encarcelar puesto que la corrupción que les concierne es ante todo la de una doctrinaria. Una referencia presidencial da la idea exacta del modo en que la doctrina hace cuerpo entre funcionarios y líderes: “los políticos son Dios”. Y aunque no queda del todo claro si la afirmación es irónica (los políticos “se creen” dioses) o descriptiva (la doctrina los ubica en la cima absoluta del sistema de decisiones), la palabra Dios sirve para dar fuerza teológica al rechazo: la maldad de la doctrina se localiza en una creencia que enaltece al político por sobre las figuras (correspondientes a una teología no corruptible) del mercado. El pecado del político está inscripto en la doctrina que dice que el Estado es del político (que el Estado es político). Se trata de un pecado que se consuma en el acto mismo suscribir y sostener la doctrina. La sorpresa en cuanto a la definición de la casta es doble: por un lado, al caracterizar la pertenencia al grupo no a partir de la naturaleza de sus privilegios sino por la adhesión a una doctrina; y por otro -y esto es quizás lo decisivo-, porque entonces el problema de la enemistad cae ya no sobre los políticos ni sobre el Estado, sino la doctrina que hace de ellos una fuerza que compite con el mercado en cuanto al mando sobre la sociedad.

La casta es entonces un núcleo doctrinal extendido y encantado, el hecho maldito correspondiente a una Idea Estatista que otorga al político un poder pseudo-divino que se manifiesta por medio de “intervenciones” y “regulaciones”, usurpando el protagonismo que el sistema bien entendido le reserva a los agentes del mercado. Milei anuncia su cruzada contra este sacrilegio. Enarbola una suerte de teología liberacionista en la que late la tesis apenas callada según la cual el verdadero Dios es el Mercado (en el libro El loco, Juan González cita la idea de Milei según la cual “si el universo fuera regulado por el Estado ya hubiera fracasado”). Se trata de una teología apenas contenida. Milei se cuida bien de no pronunciar las palabras que sugiere: ni se respalda en Dios para atacar la falsa divinidad estatista, ni se deja deslizar libremente por la inclinación de su desprecio a la democracia cuando aborrece a “los políticos”. Esa contención discursiva es lo evita que la suya sea una cita completa a los golpes de Estado del pasado.

En todo caso, su diagnóstico es claro: las “intromisiones del Estado” son la causa de la “peor crisis de la historia”. Se trata, el nuestro, de un país que se ha dado a la “emisión (monetaria) desenfrenada”, que gasta más de lo que puede recaudar. Se trata entonces de poner freno a lo ilimitado y de bloquear las incursiones ilegítimas (de la casta sobre la lógica del mercado). Como dijo estos días un periodista partidario del liberalismo extremo: la normalidad no surge del libre juego entre las cosas, sino que hay que provocarla. El nuevo gobierno interpreta su misión como un cambio de raíz (un cambio operativo de doctrina) cuya dramaticidad se expresa -como en una revolución- en términos de lo inminente. La temporalidad de la “urgencia” se refiere a la velocidad con las que necesariamente hay que cambiar el “rumbo” antes de desembocar en la hiperinflación. La “necesidad” se justifica en la evitación del desastre. A tal fin, el gobierno anuncia que dicho cambio “comienza hoy”. Y lo hace con la rúbrica de una liberación inmediata del peso del Estado sobre los individuos.

La situación aparenetemente paradojal según la cual un Jefe de Estado anuncia el repliegue de su propio poder de regulación -pública- se despeja apenas queda claro que dicho Jefe no aspira en lo más mínimo a una dilución anarquista del poder estatal sino más bien a una concentración estratégica del poder del Estado en favor de un tipo de re-regulación que obedece a la doctrina de los mercados y que se funda -como aclaró el sumo sacerdote Federico Sturzenegger, el llamado “cerebro” del DNU- en la “competencia” y la “libertad”. El presidente Milei se postula así como el impulsor de una abrupta transición doctrinal: se trata de terminar con un país en el cual no se puede comerciar, trabajar ni estudiar sin pedir “permiso” al Estado.

La figura de Milei es doble y transicional. Se quiso León que ruge contra los políticos que okuparon el Estado rivalizando doctrinariamente con el mercado y ahora se quiere el primer representante genuino en el poder de esos individuos mercantiles que provenientes de todas las clases se presentan como aplastados por los sucesivos gobiernos del último siglo. El pasaje de León a Presidente pro Grupos empresariales (mundo del cual proviene) es lo que presenta como la consumación de una revolución (es decir: como la resolución al problema de la revolución en la Argentina, que el progresismo considera caduco hace décadas). Arropado en los más ricos (como otros presidentes de nuestra historia) y votado en segunda vuelta por más de la mitad del país, Milei lleva al extremo el papel de quien ocupa el viejo Estado para derrocarlo desde dentro, emancipando en ese acto al único cuerpo social aceptable: aquel formado por la interacción mercantil de los individuos y grupos empresariales concentrados. Esta emancipación -que ahora debe fundar nueva institución- tiene presentación epigráfica: “no más regulaciones”.

Si la idea de la revolución revolotea las cabezas afiebradas de la derecha extrema es porque la derecha en su versión menos radical no hizo sino acumular frustraciones. Y porque el pensamiento en términos de cambio de doctrina (lo que algún alumno de Pensamiento Científico del CBC sabrá nombrar como “cambio de paradigma”) promete que la reorientación de las intervenciones estatales obrará en un sentido emancipación liberando a la población de cualquier clase de mediación intrusiva. Esta promesa libertaria
se construye sobre la base de una enmienda -o denegación- conceptual de la más rica de las fuentes de la llamada “doctrina fracasada”. La concepción marxiana del Estado supone -no importa en cual de sus variantes- un compromiso orgánico entre institución jurídica y reproducción de relaciones sociales de producción. La nueva doctrina expuesta por el presidente Milei impugna recoge y reconoce este compromiso pero negando que esas relaciones sociales sean de explotación. Milei no es un adherente a la lewkowicziana consigna de “Pensar sin Estado”. Su crítica no se refiere al Estado sino al ilegítimo que la doctrina fracasada hace de él, (imponiendo una falsa razón, una razón inmoral por sobre la razón de los mercados). En el discurso presidencial la explotación social deja de pertenecer al capitalismo y es atribuida a la prepotencia de los políticos que oprimen a los “hombres de bien”. Hace un par de décadas John Holloway explicaba que el Estado no posee otra realidad que la de ser la expresión jurídica fetichizada de la explotación social. Milei reforma ese razonamiento anunciando que la explotación no forma parte del corazón de las relaciones sociales capitalistas -al punto que ellas mismas serían fuentes de la libertad-, y que los padecimientos sociales deberían desaparecer con la anulación de los mecanismos de captura que hacen del Estado un mecanismo de extracción/obstruyendo de los intercambios colectivos.

Esta denegación de la mediación capitalista -contribución específica de la figura Milei- favorece la ilusión de una disolución de toda mediación social. Se hace pasar la “desregulación” de aquello que el Estado regulaba por emancipación de toda intermediación opresiva. Este es el secreto de la “revolución” de Milei y de la naturaleza profundamente contra-revolucionaria de esta revolución. La promesa de la disolución de toda mediación social ya no quiere esfuerzos, ni sacrificios, ni construcciones. Y por tanto tampoco de la construcción de fuerzas heterogéneas ni de una nueva sociedad. El suyo no es sino un nuevo intento de identificar sociedad y capital, haciendo del Estado un instrumento interno de ese proceso imaginario inevitablemente fallido de adecuación. El fin de la “regulación” no tiene otro significado que no sea el de la adaptación sin tapujos ni eufemismos de la densidad de lo social a las exigencias de los actores más poderosos de un mercado subordinado y oligopolizado (cuna en al cual mamó el propio Milei).

El revolucionario Milei dice: “en una sociedad libre todo está permitido”. La frase no busca oponer una voluntad insurrecta a una ley injusta. Sino depurar el orden jurídico toda remora “colectivista”. Esta depuración -que tiene el espesor normativo de una reforma constitucional- se ampara en una comprensión conservadora del espíritu liberal de la Constitución Nacional, según la cual por libertad hay que entender una reducción de la vida a vida propietaria. No otra cosa hay que escuchar cuando el presidente dice “hombres de bien”. Es esta humanidad de vocación propietaria la que es evocada como sujeto de una épica resistente -y constituyente- que identifica “la expansión del Estado” a la destrucción de la riqueza.

Desde un punto de vista histórico, Milei se refiere a una Argentina que habría sido en el pasado una potencia liberal hasta que cayó en el siglo XX, y en la maldición del “déficit fiscal”, expresión económica del vampirismo de la Casta. Dicho déficit fiscal es la señal que permite reconocer el funcionamiento del poder de los políticos sobre la sociedad y sobre los mercados y a la vez la fuente recurrente de las sucesivas crisis del país. Para entender el carácter político de dicho déficit hay que prestar atención a la secuencia que expone el presidente: hay una clase política improductiva que se sirve de la función de representación política para apropiarse mediante el robo de la riqueza socialmente producida. La alusión al robo (que tiene por función ideológica desplazar la plusvalía sistémica capitalista por una suerte de plusvalía evitable y por tanto inmoral, propiamente política) introduce una de la distorsión de los equilibrios económicos bajo la forma de un faltante o déficit una y otra vez ocultado en un juego de máscaras y desplazamientos por el mecanismo de la refinanciación vía deuda, el de la emisión monetaria y/o por el de la suba de impuestos (todas expresiones del robo y convergente en el atentado contra la propiedad). El remate del razonamiento es efectista: la Casta (cuya política provoca tasas altas de interés, reducción de inversión de capital y depreciación salarial) bloquea el desarrollo del capitalismo. Toda la radicalidad de esta derecha se resume en este punto: en el no reconocimiento de la Casta en la reproducción del capitalismo argentino. La derecha extrema es como un patrón que viene a denunciar a los políticos como si fueran ineficaces en su función, corruptos en su comprensión de las cosas, y perniciosos para el mundo de los negocios. Y esto se nota cuando Milei explica que a la Casta se la reconoce por la inflación, que no sería otra cosa que una secreción del colectivismo. La Casta sería entonces el fenómeno por el cual los políticos que usurpan la dinámica de la libertad y la producción asumen un poder que estropea las percepciones, opacando el sistema de precios, entorpeciendo el cálculo económico, devaluando el salario y dificultando el crecimiento por la vía de impuestos expropiatorios. La Casta es casi la causa de la ausencia de inversión de capital. El Estado-Casta es la pieza clave de una obra maestra del discurso ideológico. En tanto que causante de todos los males, absorbe todo aquello que habría que corregir (anulando de paso la crítica marxista del funcionamiento del capital). La acusación sobre el Estado-Casta como gran culpable absuelve al pueblo y a los empresarios, ofrece una oportunidad a los políticos de cambiar de doctrina a tiempo y ofrece un chivo expiatorio y permite creer en que muerto el perro muerta la rabia. Refutada la “doctrina fracasada” e introducidos a cambio conceptos como los de “capital humano” el país liberaría por fin sus fuerzas productiva, revertiría el empobrecimiento de la mitad de un país potencialmente rico y reconstituiría una fuerza de trabajo hoy condenada a la precarización y la informalidad.

Y bien, para revertir este “modelo de decadencia” y “opresión”, el presidente propone entonces un plan cuyo primer paso es un DNU que apunta a romper ataduras y a desarmar el andamiaje jurídico institucional que lo sostiene. Se trata de un conjunto de reformas agrupadas en un proceso de desregulación económica para el crecimiento compuesto por unas 300 medidas entre las que enumera la derogación de las leyes de alquileres, de abastecimiento, de góndolas, de compre nacional, del observatorio de precio del ministerio de economía, de la ley de promoción industrial, de la normativa que impide la privatización de empresas públicas y la conversión de estas empresas en sociedades anónimas para su posterior privatización, modernización del régimen laboral (bajo el modelo de la libre contratación y restringiendo el derecho a huelga), refirma del régimen aduanero y levantamiento de toda prohibición de importaciones, derogación de ley de tierras, eliminación de restricciones a las prepagas, modificación de la ley del futbol para promover sociedades anónimas y una decena de modificaciones a códigos y leyes en favor de la libre empresa. El DNU en cuestión, que entrará en vigencia el próximo 29 de diciembre, no es -según anunció el presidente- sino el primer paso dentro de un camino más largo. Otro de esos pasos es la anunciada convocatoria a sesiones extraordinarias para tratar un nuevo paquete de leyes enviado por el ejecutivo, redoblando la presión sobre el Congreso -que tiene la potestad jurídica de rechazar este DNU-, para este decida si respalda u obstruye el proceso de cambio que precisa de acciones urgentes en medio de una crisis sin precedentes.

El presidente, que califica su propio plan como el conjunto de reformas “más ambicioso de los últimos cuarenta años” (es decir desde la postdictadura) para “poner en marcha la fuerza de producción de los argentinos”, une así definitivamente su destino al de las mayores empresas en una apuesta que se presenta a sí misma como audaz, cuya necesidad y urgencia se justificaría en el vértigo que supondría la lucha por subordinar de modo más estricto los términos de la actividad política a los de la acumulación de capital (aprovechando el desprestigio del político en favor de una relegitimación empresarial). Esto no es del todo cierto. El carácter “audaz”, y dramático de la “necesidad y urgencia”, son propios de la lógica estructuralmente destructiva que asume la valorización del capital. Da toda la impresión de que el giro-fantoche que impone estos días el nuevo gobierno encubriendo torpemente el estado de excepción -propio de esta lógica estructural de la valorización- demandará algo más que una pobre “teología de la liberación capitalista” presente sobre el final con la cita habitual de Macabeos: “que las fuerzas del cielo nos acompañen”. Creo que el gobierno no cuenta con ese “mas”. Pero tampoco cuentan con él aquellos impugnados como pertenecientes a la “casta”. Quizás haya que tomarle la palabra a Milei, y enfrentar la “audacia” del nuevo gobierno contra de signo opuesto capaz de vencerlo en el campo de la doctrina.

 

Times New Román // Diego Tatián

Una de las cosas lindas que dejará 2023 es la goleada, electoral y cultural, que Riquelme le propinó a la prepotencia de Macri, un domingo en el que el año parecía expirar irremediablemente sumido en el oprobio. Antes, ensoberbecido por el triunfo de Javier Milei, el expresidente había sentenciado que en la Argentina “se terminó la época de Maradona”. Precipitado veredicto que mal disimula una voz de orden, si no directamente una amenaza indeterminada y abrupta.

La propensión tiránica es la que cree posible cambiar la humanidad realmente existente con órdenes y decretos, desde arriba, saltando por sobre la paciencia de la auto-transformación colectiva. Mauricio Macri aloja esa propensión de manera creciente y por la ilusión de sí que le es aneja se cree habilitado para liquidar lo que llama el tiempo de Maradona -que en realidad, más radicalmente, querría suprimir y hacer que nunca hubiera existido. Pero no todo es tan sencillo. Por muchas razones, la perseverancia, la osadía plebeya y la sabiduría popular de Román nos devuelve el país en el que quisiéramos vivir. Su gesto, su gesta, prolonga el tiempo maradoniano que Macri pretende clausurar con atolondramiento autoritario, y recuerda que ese país está ahí.

Hace muchos años, más de veinte, Horacio González escribió un breve texto para Página 12, que recogió luego en Escritos en carbonilla y hace poco Lobo suelto puso nuevamente en circulación. Redactado en 2002, ese texto se llamaba “El enigma Riquelme”. Es siempre impresionante constatar el radar anticipatorio de Horacio González, su capacidad de captar en las cosas un régimen de signos aún no desplegado, en ciernes, que solo él era capaz de vislumbrar en su desarrollo y su alcance más remoto. Que hace tantos años se haya detenido precisamente en Riquelme, y lo haya considerado un “enigma”, trasunta una sensibilidad que hace un hueco en el tiempo y permite advertir en su trama un dibujo que se revela mucho después -excepto para su delicado arte del presagio.

Ese texto comenzaba así: “El fútbol, como la pintura del Renacimiento, la música barroca o las estatuillas de las misiones jesuíticas, sigue manteniendo una ilusión de arte autónomo a pesar de los poderes que lo ciñen. Las grandes fuerzas económicas y las dinastías empresariales que lo han convertido en un soporte comunicacional y publicitario saben que permanece (y desean que permanezca) el misterio de su trazo esbelto y de su contrapunto burlón” (la palabra clave que encuentro aquí es “autonomía” -de las “dinastías empresariales”, sin dudas, pero también de una indescifrable sordidez, de una adversidad cuya magnitud muchas veces no es posible barruntar).

Existe, como en la comprensión borgiana de la historia (según la cual sus fechas fundamentales no son las remanidas por los poderes y la propaganda de esos poderes sino que suelen ser secretas), una especie de “pudor del ensayo” gonzaliano. En el pasaje central de este que evocamos, escondido entre tantos otros, se lee: “El candor de Riquelme está troquelado sobre la saga artística y plebeya de Maradona, pero recuerda mitos de callada timidez interiorana. Esa inocencia no nos deja olvidar que ‘no se saluda con Macri’. Imperturbables diferencias económicas con el hombre que algunos piensan que puede presidir un país. La modestia del héroe recorta astutamente su gracia sobre poderes encumbrados, entre traficantes y capitalistas del arabesco futbolero…”. En pocas líneas, de un plumazo, el nudo Riquelme-Maradona-Macri queda al descubierto en todos sus efectos y corroborado por la historia más de veinte años después.

Buen hegeliano, Marx solía decir que, astuta, “la historia avanza siempre por el lado malo”. Nosotros ya no estamos para nada seguros de que la historia avance, y ni siquiera de que haya algo así como una Historia. Pero mientras esa indecidible incertidumbre se despeja, al menos siguen habiendo buenas historias -por lo pronto, siempre en plural. La que en estos días -¡pero que en realidad tiene varias décadas!- Román le ofrendó al pueblo argentino es una de ellas.

 

Dos textos de lectura crítica sobre Agamben // Toni Negri (con introducción de Ricardo Abduca)

Diciembre de 2023: la Argentina en su paradoja italiana

 

Oh, mia patria sì bella e perduta! …

 

Traggi un suono di crudo lamento …

Che ne infonda al patire virtù

 

Se fue Toni Negri. Sus noventa años condensan muchas vicisitudes de la experiencia italiana. Y de la paradoja italiana, que no nos es ajena.

            La paradoja que hay que interrogar es esta: ¿cómo puede ser que Italia, que produjo a Gramsci y a Bobbio, a Rossana Rossanda y a Pasolini, a Visconti y a Elsa Morante… sea el país que desemboca en Berlusconi primero, y en Meloni ahora?

Quizás porque, como decía un tal Norpois, diplomático sagaz que habita en una dilatada novela francesa, los ‘a pesar de’ a menudo no son más que unos ‘a causa de’ que no queremos o no sabemos reconocer. Es decir: en Italia se necesitó mucho para erosionar la serie de luchas, de logros y de saberes socialmente incorporados que se venían sucediendo desde aquellos partisanos de la segunda guerra. Esa erosión fue un largo proceso de respuestas, que fue preparando con sofisticación a la construcción de la brutalidad. Digámoslo así: en Italia, como en Argentina, la degradación de la vida pública es una táctica de reconstitución de la dominación.

Nuestro país no está en Europa, es más pobre que Italia, y cada vez está más colonizado, sujeto a la usura, con la voz pública cada vez más mentirosa y cínica, sumergiéndose en el peor de los destinos sudamericanos. Sin embargo, no carece de grandes procesos de acumulación intelectual y política. Fueron esos procesos los que merecieron también respuestas brutales destinadas a lograr el desarme. En los últimos años se fue haciendo más y más insistente un proceso que, aunque distinto al italiano, también puede llamarse una sofisticada construcción de la brutalidad.

Mucho dinero, mucho dispositivo financiero, miles de fojas judiciales, operaciones de inteligencia, horas de televisión, y de trabajo en las redes, sin olvidar un atentado: toda una caja de herramientas fue necesaria para erosionar y desarmar a las modestas recomposiciones que el pueblo argentino pudo hacer a partir de 2001.

A diciembre de 2001 se llegó tras un proceso que empezó en marzo de ese año, cuando pudo lograrse desactivar el programa flamante de López Murphy. Eran los tiempos del Frente Nacional contra la pobreza, del sindicato de motoqueros, el tiempo del punto más alto de la CTA: eso construyó diciembre del 2001, mantuvo viva a la vida social en los días más empobrecidos de esos tiempos. Esa fue la Argentina que conoció Toni Negri en el 2003, cuando recién salía de su período de libertad vigilada.

Ese impulso se prolongó -encauzado, domesticado, debilitándose día a día- en los años del peronismo tardío. Veinte años nunca es nada. Hoy los desactivados se han vuelto eficaces desactivadores. Uno de los resultados es la pérdida de un lenguaje común, fragmentado en una babel de pequeños dialectos.

Una derrota como esta debe hacernos cavar hondo, indagar más radicalmente que lo que se hecho hasta ahora. Siempre es preciso entender a las formas capitalistas de hoy, a sus alternativas y a las formas de la confrontación. Tiempos como éste son tiempos de repliegue. Replegarse es tomar distancia, cuidarse, y ganar perspectiva. Ahora bien ¿replegarse hacia dónde? Algunos denominan descolonial a lo que es, ante todo, la apropiación de las luchas del tercer mundo por la cátedra académica norteamericana. Hay quien llama ontología a la cultura deshistorizada. No podemos sacarnos de encima a las finanzas del FMI y sus socios, -los de aquí y los de allá- pero se pretende descolonizar al ser (que es lo único que no es colonizable); perdemos la tierra pero soñamos con la luna.

Hay repliegues más productivos. Uno es comprender mejor el espacio doméstico como espacio de resistencia: en la casa urbana, aunque también y en algunos restos sobrevivientes y dispersos del trabajo campesino. Otra manera es dejarse llevar menos por el día a día de la agenda impuesta por el machacar sin fin de los medios argentinos, y averiguar qué pasa en Nueva Delhi y en La Paz, en Beijing, Moscú o Bogotá. El otro es la interrogación sobre la arqueología más remota de la formación capitalista. Aquí, pensar es alejarse hacia lo que es a la vez más íntimo y más distante.

Un gran pensador del movimiento obrero estudió a Epicuro y a Demócrito para saber qué cosa era el materialismo. Foucault se sumergió al final de su vida en el estudio de los fundadores del cristianismo y en los estoicos romanos y helenísticos para saber qué cosa era la sexualidad. León Rozitchner leyó a San Agustín para entender el origen remoto de la subjetividad neoliberal. De modo comparable, Giorgio Agamben bucea en remotos tratados franciscanos y glosa a Aristóteles para entender al uso, y a los dispositivos del uso, como problema político.

            Estas intervenciones de Negri se refieren a los dos libros de la cuarta y última parte de Homo Sacer de Agamben. La primera intervención es una entrevista sobre la cuestión de la pobreza y la “desnudez”, que colinda con la “nuda vida” o “vida desnuda” que planteó Agamben; la conversación, en efecto, pronto va derivando en un examen crítico del libro Altísima pobreza sobre el franciscanismo. La segunda intervención es una reseña, muy productiva, de la conclusión de la obra, El uso de los cuerpos.

Todas las notas al pie son resultado de esta traducción, con las que buscamos aclarar aspectos puntuales.

Queremos hacer circular estas páginas, en estos días aciagos, como pequeña contribución a la vitalidad y a la memoria de aquellos maestros y compañeros que tienen y han tenido algo que hacer y algo para decir. Quizás algo de esto nos sirva un poquito para ir pensando el repliegue.

 

Ricardo Abduca

19-20 de diciembre de 2023

I

Alta pobreza

Publicado originalmente como Figure della povertà. Entrevista a Toni Negri por Francesco Raparelli, en OPERAVIVA Magazine

26 de septiembre de 2016

Francesco Raparelli: En un volumen sobre el materialismo (Kairòs, Alma Venus, Multitudo, manifestolibri, 2000), escrito en los primeros años de tu tormentoso regreso a Italia, has dedicado páginas de gran importancia (y belleza) al tema de la pobreza. Figura que se coloca entre la singular y eterna disposición del común, y el amor como potencia ontológica por excelencia. El pobre al cual te refieres, sin embargo, no tiene nada que ver con el objeto de la caridad cristiana, constituido por la pena. Es, ante todo,  sujeto biopolítico. ¿Puedes aclarar esta definición?

Toni Negri: Esta definición trae consigo dos puntos de vista. En el primero se asume que el pobre es efectivamente desnudez, utilizando un término corriente del lenguaje filosófico de hoy. Y es concretamente miseria, ignorancia, enfermedad. Esta pesadez corpórea, intelectual y moral de la pobreza es el punto que nos afecta, en primer término. En esta ocasión miramos al pobre con una tensión que no es piedad –al menos en lo que a mí respecta– sino, ante todo, curiosidad. Interés por comprender al pobre que está ante mí, y al mismo tiempo, en reconstruir la memoria del pobre que yo fui. ¿Qué cosa es el estar fuera, en el límite, en el margen? No implica una reflexión metafísica: el margen es completamente material. Y es precisamente miseria corporal, enfermedad, ignorancia, incapacidad de estar al nivel de un saber común; es exclusión, por infinitas vías.

¿Qué cosa es pues ser pobre? En nuestro tiempo, por ejemplo, me viene a la mente inmediatamente la pobreza de quien cruza con un bote las aguas del Mediterráneo y sus tormentas; que llega agotado, quemado por el sol, enfermo. Y que es ignorante, sea porque no conoce la lengua del país al que llega, sea porque está fuera de los circuitos culturales del país al que se acercó. Todo eso implica una extrema tensión física. Más que ser moral, intelectual, es corporal. Y es sobre esta tensión, sobre este momento de busca genérica de vida, de riqueza, de salario (todavía no se sabe si lo conocen como tal), sobre esta busca de un bienestar elemental, mínimo… es que se desencadena una fuerza constructiva absolutamente decisiva. Es este “lugar” que debemos buscar para comprender qué cosa es la pobreza.

La pobreza es una reducción a la desnudez, pero es también, a partir de esta reducción –y sin distinguirse de ella– una tensión de vida, un deseo, un pedido de reconocimiento, una apertura a los otros. Cuando se habla de pobreza no se trata sólo de una paradoja lógica, de empujar el concepto al límite para luego recuperar su potencia. Aunque esto sea como un nudo atragantado en nuestro intelecto, se trata esencialmente de una profundización en el bios. No es el reencuentro con un concepto, sino el reencuentro con una fuerza. La pobreza es, desde este punto de vista, tanto miseria absoluta como una fuerza.

Recordemos que esta paradoja suscita una resonancia común con (y el regreso a) nuestra tradición: el descubrimiento que, cuando se llega a la desnudez, no estamos ante una inercia, siempre estamos ante un momento creativo. En nuestra cultura materialista: de Demócrito a Epicuro, de Lucrecio a Giordano Bruno, de Spinoza a Nietzsche, de Leopardi a Deleuze, de Hölderlin a Dino Campana –ya he escrito sobre esto. Y en particular, me vienen siempre dos imágenes a la mente. La rosa de Pascal que resiste: puede estar deshojada por el viento, torcida, rota, pero persiste, está ahí. O la retama leopardiana, que es exactamente signo de actividad, nunca es simplemente un resto.

Para cualificar mejor a esta figura de la pobreza biopolítica no alcanza con decir lo que dije hasta aquí. ¿Qué es esta tensión? Es una tensión puramente demandante o es constitutiva? Evidentemente, la relación entre demandar y constituir siempre es muy equívoca. No obstante, es un vínculo que puede ser simplificado de algún modo cuando se lo asume en la corporeidad, en la vida física: es la necesidad que se transforma en deseo, como base del actuar. Desde este punto de vista es claro que no se trata simplemente de una necesidad que pide, sino de un deseo que produce. Siempre que se toma el ejemplo del migrante, que hoy es el pobre por excelencia, estamos frente a un pedido que es de producción, porque la condición en la cual se encuentra el migrante –el tener frío, tener hambre, estar en la ignorancia, ante lo ignoto, dentro de lo ignoto– se revela inmediatamente con esa pesadez y dureza de humanidad que tiene el migrante dentro de sí: es su experiencia de vida (pasada) y es su grado escolar, si lo tuvo; es la sabiduría de vida de un hombre que ha atravesado el desierto. Son determinaciones que piden resucitar. Si se quiere, hay algo de cristológico en todo esto, en este pasaje de la necesidad al deseo, de la negatividad a la potencia.

Al respecto, necesitamos retomar las grandes narraciones del nacimiento de la modernidad, a la “acumulación originaria”, como la describió Marx. Aquí viene la transformación del individuo natural que vive en la comunidad originaria, y que está sometido, esclavizado, reducido a desnudez, desgajado de las relaciones productivas en las que vivía. Es claro: reducido a la pobreza extrema, el proletario pide trabajo, la necesidad pide. Entonces la desnudez se hace producción; así se da la transformación del pobre en proletario. El pobre, en la forma antigua, no existe más, es el proletario que asume sobre sí todo el peso de la condición humana, en su desnudez. Este pobre que, introducido a un nuevo mundo de riqueza, viene reducido a una nueva pobreza. Es la pobreza de ingresar al mercado.

Este ser proletario se descubre como miseria absoluta en el mercado, dice Marx en los Grundrisse. Miseria absoluta que puede volverse riqueza, desnudez que tiene ya una implícita, constitutiva posibilidad de ser otro. Estamos en un grado más alto, si se quiere, en la consideración de la pobreza. Ya no es la dialéctica pedir-producir, simplemente es el hecho de estar preso dentro del mecanismo productivo.

En Kairos, Alma Venus, Multitudo distinguí siempre varias figuras de la pobreza. En la edad antigua está la pobreza del esclavo. Está la pobreza del proletario, y esta es miseria absoluta, pero que ya está acoplada dentro de un sistema de producción. En este pobre, en el proletario, ya hay una potencia calificada. Prosiguiendo: nos encontramos ante a una potencia que no es simplemente calificada, sino que es, en realidad, apropiante, Y en este punto probablemente el sufrimiento de ser pobre es aún más grande, porque es más alta aún la capacidad de enriquecimiento.

 

FR: Volvamos al ensayo materialista y detengámonos un instante en una afirmación tuya, tan radical como fecunda: “si no eres pobre, no puedes filosofar”. Profundiza un poco más: equiparando la pobreza contemporánea a la “docta ignorancia” humanística (y de Nicolás de Cusa): ¿podemos decir entonces que la pobreza, en un escenario en donde el lenguaje y el cerebro se han vuelto los principales instrumentos productivos, es la matriz misma del pensamiento crítico, o su condición?

TN: Volvería a la profundización de la biopolítica del pobre. Es claro que, como siempre, es una biopolítica histórica. Sin historia no hay biopolítica –a pesar de las tentativas de hacer biopolítica sin historia, bastante frecuentes en el horizonte filosófico en el que vivimos. Volvería a esta determinación histórica, eliminando toda característica teleológica, determinista o causalista del decir “historia”. Asumiendo más bien a la historia en términos puramente factuales.

Es indudable que el ser pobre dentro de un orden esclavista es algo muy distinto que el serlo en un orden industrial; y ser pobre dentro de un régimen de industria es una cosa distinta que el serlo en régimen postindustrial. En este último las cualidades biopolíticas, no sólo bióticas, ligadas a la vida, pero también aquellas ligadas a lo político, han sido profundamente transformadas. La esencia humana misma se ha vuelto un producto del trabajo, y, por lo tanto, inmanencia en el mundo del trabajo, hecho de relaciones sociales productivas y lenguaje. Es claro que, en esta condición, se es pobre principalmente en la relación con los otros. La pobreza se vuelve aislamiento y enajenación. Entonces: en la sociedad contemporánea, la pobreza (miseria, ignorancia, enfermedad) se vuelve siempre más interior, sentida en el cerebro, el lenguaje, en la comunicación. ¿Por qué? Porque el modo de producción en el cual vivimos (es decir el mundo producido), es esencialmente inmaterial, cognitivo, relacional, afectivo. La pobreza, entonces, se redefine en este nuevo contexto, y representa un fenómeno bastante más profundo que lo que ocurría en la edad industrial. Al interior de una sociedad postindustrial, caracterizada en términos de lenguaje y comunicación, ser pobre significa serlo no sólo porque falta la participación en la sociedad, sino porque se está excluido de la sociedad. No es un dato negativo sino afirmativo. No sólo ocurre que estás excluido, sino que lo sufres por un acto relacional específico. Es una exclusión que deriva del comando, de la voluntad de poner afuera, de la imposibilitación de actuar. Es entonces una pobreza que se determina sobre el terreno de la posibilidad de vivir y de no vivir.

¿Qué significa entonces, que si no sos pobre no se filosofa? Significa que si no se está dentro de la relación, una relación comunicativa, si no se está inmerso en este flujo de realidad cognitiva, dentro de este conjunto de participación y de exclusión, de sufrimiento y de alegría que determina el vivir en común, no se puede filosofar, no se puede comprender.

            Esto viene junto a otro elemento, que en la temática de la pobreza siempre estuvo presente: el amor. Principalmente en el franciscanismo, pero incluso en la civilización islámica (y seguramente en otras culturas que no conocemos) emergen fenómenos análogos, y se da la profundización de la compasión por el otro en amor por el otro. Parece que aquí se redescubre una condición del origen de la humanidad en donde el padecer juntos la miseria del vivir natural, en vez de resolverse en odio de todos contra todos, se transforma en pasión común de supervivencia y de civilización. Que en el común haya amor es algo que muchos filósofos reconocen, mas pocos filósofos parecen reconocer que este amor que ha atravesado el común constituya el nombre mismo de filosofía. Si no se es pobre no se puede poner a la espalda la carga de la infelicidad del mundo. Si no se reencuentra en la pobreza el sentido del común, no se pueden proyectar formas de vida nuevas y positivas. Si no se recupera la tensión que hay en el pobre hacia superar la propria miseria, la propia ignorancia, la propia enfermedad, entonces no se puede filosofar. Siempre que se entienda por filosofar el vivir bien, el vivir libre, el amor.

En suma: cuando se dice que si no eres pobre, no puedes filosofar se dice en primer término que filosofar es actividad que se inicia dentro de lo biopolítico pobre. Segundo, que dentro de este modo de la pobreza común puede surgir, más allá de la pobreza, ese impulso a construir en qué consiste la filosofía.

FR: No hay pobreza sin “resistencia contra la represión del deseo de vivir”. En este sentido, el pobre no es sólo producto de la violencia, nunca es sólo nuda vida dispuesta por el poder soberano entendido como excepción permanente. No te parece que, en estos temas, hay una distancia considerable entre tu reconocimiento ontológico y los primeros trabajos de Foucault (pienso en la primera parte de Historia de la locura) o en el ciclo Homo sacer de Giorgio Agamben?

TN: Todo el pensamiento de la segunda mitad del siglo XX, al final del “siglo breve”, fue esencialmente dominado, desde el punto de vista antropológico, por la experiencia de la guerra: Hiroshima e Auschwitz. Asimismo, por una profunda asimilación de la experiencia del fin de la racionalidad de la historia. Es el fin de la Aufklärung, su ocaso. No sólo la guerra, la crisis de la razón, sino la experiencia de la causa de todo esto: la totalización de la posesión capitalista del mundo. Esta última viene vivida como triunfo del despotismo, enajenación; por ende, como pobreza de ánimo. La Escuela de Frankfurt, desde este punto de vista, es absolutamente fundamental en la construcción del pensamiento del “fin de siglo”. En particular Adorno y Horkheimer.

El problema era, y es: cómo resistir, y cómo, eventualmente, dar vuelta a esta realidad? Te refieres a Foucault y Agamben conjuntamente. Yo encuentro en cambio una gran diferencia, aún en el primer Foucault, con respecto a lo que luego hará Agamben -en todo caso, más allá de las comparaciones, al menos con respecto a la temática que planteas. Tu insistes que en el primer Foucault, el que va de la Historia de la locura a Vigilar y castigar, hay una clausura. A mi entender, por el contrario, está siempre fuera: la locura subsiste como un punto irreductible de discontinuidad con respecto al esquema cartesiano. El discurso ‘no hay más un afuera’ está roto, se lo ve de modo fantasmático, en la presencia de la locura. En este primer Foucault hay algo de Bataille, quizás un residuo de psicoanálisis, pero es profundamente distinto a Agamben.

En Agamben el problema está negado, hay aceptación de la totalización capitalista, y hay una fuga de ella. Una fuga que poco a poco se vuelve desapropiación. No hay resistencia, si se entiende por resistencia a decir que a este mundo puede encontrársele una alternativa. Diría que en Agamben, en su desapropiación, hay algo todavía más problemático de todo cuanto, (ya bastante negativo), puede rastrearse en Heidegger. Porque en este último –si se me permite esta afirmación, quizás poco correcta desde el punto de vista filológico– todavía hay historia. Es una historia de la decadencia de nuestra civilización, representada de modo obsceno por la judeidad que corrompe el mondo. Es un fantasma de historia, que es un destino, un ocaso; pero que todavía es, de todos modos, una actitud óntica ligada al Ser. En Agamben la fuga se vuelve puramente moral, o estética o, en realidad, gestual. La desapropiación toma el nombre de pobreza. Figura conceptualmente inconsistente, la pobreza se vuelve una determinación fútil, pierde esos restos de humanidad que deben otorgarse en cualquier caso a la pobreza. No es casual que la desapropiación en Agamben vaya más allá de lo humano: se vuelca en el espacio de la animalidad, o se representa en un amor completamente erotizado. Hasta llegar –en los últimos escritos– a la exaltación del gesto privado de todo contenido. O sea que la pobreza se configura come un vaciamiento.

 

FR: Algo más sobre Giorgio Agamben. En su volumen dedicado a la pobreza y a las reglas monásticas (Altissima povertà, Neri Pozza, 2011), [1] Agamben ve en el usus pauper franciscano no sólo la renuncia a la propiedad, sino incluso, de modo más general, a la forma vitæ, la expresión ética, de una abdicatio iuris que se hace desactivación, potencia destituyente. También para ti la pobreza es expresiva, pero sin embargo en la resistencia, y en la composición amorosa, es potencia constituyente y democrática. ¿Podrías profundizar la alternativa?

TN: La desapropiación agambeniana llega hasta el punto de teorizar a la abdicatio iuris y a un vaciamiento del usus pauper. Yo objeto que el usus pauper no es sólo una forma de vida negativa, es más bien una forma de vida equilibrada ante la Naturaleza, en el vínculo entre el sí mismo y los otros. No tiene nada que ver con esa desapropiación agambeniana que poco a poco se vuelve un desistir, una abdicatio iuris et historiæ. El franciscanismo es un hecho histórico, la última, o quizás una de las últimas representaciones religiosas de la lucha contra la riqueza, contra la institución eclesiástica. Es el rechazo político de la propiedad. Y este rechazo es una interpretación de los Hechos de los Apóstoles, en donde la multitud que cree debe tener un solo corazón y una sola alma; y nadie puede afirmar que las cosas que posee sean suyas, sino que todas las cosas están en comunidad.[2] El ataque a la propiedad conducido por el franciscanismo es el elemento decisivo y está históricamente bloqueado, absorbido y usurpado por la iglesia (que lo transforma en un elemento místico, como hace Agamben); ha sido una afirmación revolucionaria de la que la iglesia se aprovecha, mistificándola, ¡Pero es una afirmación revolucionaria hasta el fondo! El

ataque a la propiedad constituye una forma de la última experiencia que se presenta, en código religioso, en el nacimiento de la Modernidad.

No podemos olvidar a esta raíz franciscana, matriz de un comportamiento rebelde, que en la rebelión pone la alegría y en la alegría un principio de comunidad. A la relación entre resistencia, alegría y comunidad la voy reconstruyendo –ya desde hace años– en la línea que de Francisco nos lleva a Maquiavelo, de Maquiavelo a Spinoza y luego hasta Marx. ¡Es un concepto potente de pobreza que es necesario de algún modo recomponer y afirmar! La crítica a Agamben, entonces, no es tanto en el terreno ontológico, sino, fundamentalmente, en el ético-político. A través de la crítica de algunas consecuencias políticas que requiere su pensamiento: por ejemplo el discurso sobre la rebelión sin fin, ritmada por el puro deseo de rebelarse. Pero esto sólo pueden hacerlo quienes no son pobres, que no tienen la necesidad de poner en cuestión el vivir –y que no conocen la materialidad de la relación necesidad-deseo. Desde este punto de vista el discurso de la desapropiación, de la simple desnudez, se vuelve siempre más vacío.

Pero hay más: al interior de la pobreza, cuando se la entiende como expresión de tensión biopolítica, se puede construir lo común. El usus pauper es sin duda una alusión fundamental a lo común. En tal perspectiva aún la abdicatio iuris puede volverse significativa: puede permitir relanzar el proyecto comunista de la extinción del Estado y del derecho, proponiéndolo como construcción que se hace desde abajo. Esto último me parece un nudo sobre el que hay que insistir. Y hacerlo justamente ahora, porque nos hallamos en una sociedad en la cual el trabajo se ha vuelto precario, en donde la pobreza es ubicua, y en la cual la propiedad ya no puede ser considerada motor de producción de la riqueza, sino que es sobre todo destrucción de la riqueza común. Si no se es pobre no se puede filosofar; si no se es pobre y no se destruye la propiedad no se puede hacer política, política activa que sirva a los otros hombres.

 

FR: En Comune (Rizzoli, 2010), el volumen que escribiste junto a Michael Hardt, ensamblaste la noción de pobreza con la de multitud. En la definición multitud de los pobres, excluida del pueblo y por lo tanto de la República de la propiedad, has trazado la genealogía alter-moderna o antimoderna –sobre la cual has insistido bastante aquí– que desde Maquiavelo, pasando por Spinoza, llega hasta Marx. Puedes precisar un poco más, más allá de la genealogía, la pertinencia de la definición?

TN: En la actual situación la pobreza se presenta bajo las formas de vivir trabajando, de la precarización, de la exclusión, articulada de distintos modos, del ciclo de la vida. Claro que superar esta situación implica la afirmación de formas de vida constituyentes, que lograron producir e instituir elementos de riqueza para todos. La pobreza es, en definitiva, principio constructivo; y sin embargo sabemos cuánto pesa, y cuánto impide moverse.

Hasta ahora hemos desarrollado un discurso que se ha movido en el plano teórico, político-ontológico. Vale la pena introducir, aunque brevemente, uno radicalmente político. Esto significa abrir inmediatamente el discurso al presente y al futuro, al por-venir. ¿Qué significa hoy, esta multitud de pobres que está ante nuestros ojos? ¿Cómo se hace para introducir, al interior de esta multitud, con nosotros mismos, la esperanza de una transformación?

Hay algunas dificultades recurrentes de las que tenemos que desembarazarnos. La primera, y más importante, es el abandono de la lucha, de la resistencia. Que puede ser un dejarse estar en afirmaciones de identidad y en comunidades perversas. Es lo que está ocurriendo un poco por doquier: empujado hacia horizontes de derecha, que derivan directamente del ser pobres; tentativas de reconquistar seguridad, transformaciones, banalizaciones, perversiones de la misma idea de lo común. En esta zona se reencuentran instancias religiosas, así como rasgos éticamente perversos, de tipo fascista. El desarrollo de la interdependencia a la cual lleva inmediatamente la idea de pobreza, se traduce, en estos casos, en perspectivas auto-castrantes, por un lado, y ferozmente agresivas, por el otro.

Lo que más llama la atención -de cualquier modo, sorprende a todos, porque es un fenómeno espantoso- es la transformación de la pobreza, de la enajenación, de la expropiación, de la expulsión, en voluntad de martirio. Una forma de vida que corresponde, lamentablemente, a la negación de la potencia de la pobreza, a su estar en tensión con el mundo.

Por el contrario, creo que hoy, en la contemporaneidad, la pobreza puede permitir -además del rechazo de la identidad, y por ende de conceptos como nación, raza, familia, etc. – concebir una inmanencia de la potencia en la relación entre los hombres. Y pensar verdaderamente -a la manera franciscana, es decir, de manera constructiva, transformando la idea de pobreza en un dispositivo práctico- para que la pobreza no sea una privación, sino un estado de tensión y de plenitud, que nos permita luchar contra todas las causas de la pobreza.

La pretensión de riqueza se presenta precisamente como resistencia, conflicto, rechazo, lucha. Es en este plano donde hay que organizar la solidaridad activa con los pobres (migrantes, underclass, excluidos). Esta es, probablemente, la forma de la lucha de clases hoy; y es, seguramente, la forma de la lucha contra el fascismo.

 

II

Giorgio Agamben, cuando la inoperosidad es soberana

19 de noviembre de 2014

 

(Publicado originalmente en Il Manifesto

 

Este libro de Gior­gio Agam­ben, (L’uso dei corpi, Neri Pozza Edi­tore),[3] que concluye explícitamente la aventura de Homo sacer, es un gran libro de metafísica. Es justamente por ser metafísico que es un libro político, y que en muchas páginas restituye al único Agam­ben político que conocemos (cuando “polí­tica” signi­fica “hacer” y no simplemente pontificar sobre el domi­nio, a la manera de los juristas y los ideólogos): el Agamben de La comunità che viene, pero en sentido inverso, invertido.[4] El pro­blema es siempre el de una vida feliz que hay que con­qui­star políti­ca­mente; ahora bien, luego de veinte años, e­sta investigación no concluye ni en la construcción de una comunidad posible ni en la definición de una potencia -a menos que se considere como tal a la “potencia desti­tuyente”, anhelada en la conclusión de la investigación. En esa perspectiva la felicidad consistiría en la contemplación singular de una “forma de vida” que recom­ponga zoe y bíos, y en la desactivación de su separación, impuesta por el dominio. En la “forma de vida” así definida, la potencia se pre­senta come uso ino­pe­rativo [inoperoso]; la “nuda vida” ya no sería aislable por el poder; lo que habría en cambio sería el principio del común: “comu­nidad y potencia se iden­ti­fi­can perfectamente, pues lo inherente de un prin­ci­pio comu­ni­ta­rio en toda potencia es función del carácter necesariamente potencial de toda comunidad”.[5] Sólo entonces volveremos a tener una política de la feli­cidad. Y aquí empieza el punto difícil: ese “sólo entonces”, ese futuro… Si todo se desenvuelve en el tiempo, en un tiempo todavía no concluido, este recorrido requiere una extraña teleología: ¿una forma-de-vida que es también una forma de espe­ranza? No obstante, ya desde el principio (“Advertencia”) Agam­ben nos quita toda ilusión -este libro no es “ni un nuevo ini­cio ni una con­clusión”, la teoría “sólo despeja el campo de los errores”, y una vez que los redujo a la inoperosidad, la teoría da lugar a la práctica. 

 

Ausencia de movimiento 

Si así son las cosas, lo primero sería fijar un instrumento, construir un punto de vista que persiga ese horizonte aún no finito. ¿Cómo dar futuro a la forma de vida y potencia a la inoperosidad: a la “potencia desti­tuyente”? La trama del libro se con­cen­tra en esta tarea. Volveremos sobre esto. Se sabe que en la nuda vida reside la con­di­ción del ejercicio del poder. Es en la excepción que el homo sacer está incluido/excluido de la ciudad y es sobre la excepcionalidad que se funda el poder. Esta excepcionalidad, de tono sch­mit­tiano, no es otra cosa que una nueva manera de decir Tho­mas Hob­bes. Sin embargo, ha habido una insistencia extrema sobre este desanudamiento. ¿Cómo salir de esta condición? La comu­nidad que viene, en 1990, nos mostraba lo nega­tivo, la falta, redescubiertos y cubiertos por el deseo; ahora, en cambio, sólo hay potencia desti­tuyente, la con­vicción de que no hay alternativa a la fuga en la confrontación con el poder. El poder es dominio, no tiene dinámica ni relación, sostiene Agam­ben. Ningún movi­miento: así, por ejem­plo, todo poder consti­tuyente no es hete­ro­gé­neo sino con­su­stan­cial al poder consti­tuido y toda arjé[6] es a la vez domi­nio, fuente y orden. De modo que estas relaciones están siempre desactivadas, porque en dicha perspectiva la arqueología filo­só­fica sólo puede alcanzar un punto de ori­gen ambi­guo y para Agamben se trata de desac­ti­var este ori­gen. Su desac­ti­vación es la inoperosidad. Queda este pro­blema: ¿y si el vínculo arquetipo, origen-comando, acaso no fuese más que un modelo de misti­fi­cación, de legitimación de un poder soberano? El filó­sofo político debe responder a esta cuestión: ¿qué hacer? ¿Cómo abrir la temporalidad? 

Agam­ben le daba crédito, para estos fines, a Hei­deg­ger; ahora ya no. Ya en El reino y la gloria[7] el alejamiento de Hei­deg­ger parecía par­ti­cu­lar­mente fuerte. Ahora está confirmado, y es defi­ni­tivo. De hecho, la rup­tura se refiere a la dimen­sión misma del ser hei­deg­ge­riano, a su relación tem­po­ral constitutiva, la tona­lidad emo­tiva fun­da­men­tal que domina al pen­samiento de Hei­deg­ger. Una posi­bi­lidad todavía demasiado densa, demasiado llena de tempo­ra­lidad, que todavía asigna al hombre la humanidad como tarea, y esta deter­mi­nación siempre puede abrirse a una indicación polí­tica, a una tarea política (¿afir­ma­tiva? ¿real? el nazi­smo de Hei­deg­ger por cierto lo fue). E incluso cuando el viviente esta reducido, en el último Hei­deg­ger, a un Dasein que ha captado su ani­ma­lidad y ha hecho de ella la posi­bi­lidad de lo humano, Agam­ben todavía con­si­dera todo esto como interno a una historia meta­fí­sica del ser; lo imputa a la incapacidad de sustraerse a la relación y a la obra. ¡Que conclusión extrema, incluso extraña! Para evi­tar una respuesta a la indagación sobre la temporalidad aún él -Agam­ben- se repliega sobre la animalidad retro­gra­dando el pro­blema, lo acomoda bajo un natu­ra­li­smo mítico. Todo el “Intermezzo II” muestra la desar­tic­ulación de la tem­po­ra­lidad y del pro­yecto en Hei­deg­ger como defi­ni­ti­va­mente con­trad­ic­to­rios, e inso­lu­ble­mente ligadas a la incapacidad de distin­guir el ”ser arrojado” y el “ser-llevado”. 

 

Los pares irreductibles 

Incluso Agam­ben le había dado crédito a Fou­cault en el intento de resolver dicho problema de la temporalidad. Ya no. En efecto, aquí es igualmente violenta la ruptura con el pen­samiento de Foucault y con la temática bio­po­lítica. Lo que Agam­ben no soporta de Fou­cault es el hecho de que haya evi­tado la con­frontación con la historia de la ontología que Hei­deg­ger se había impuesto como tarea preliminar (¿pero no era justamente eso lo que se le reprocha a Hei­deg­ger?). La forma de vida en Fou­cault nunca se desprende de la relación consigo mismo y con los demás, remite a una subjetivación ética que se organiza en relaciones estratégicas –todo lo que es vivamente rechazado por Agam­ben. De modo que, de un punto de vista ético, la vida se da sólo en lo ingobernable, en lo inoperoso. En el “Intermezzo I”, Agam­ben ajusta las cuentas con Fou­cault y lo también lo hace en torno a los pares poder constituyente-poder consti­tuido, subjetivación-gobierno, que consti­tuyen para él una relación onto­ló­gi­ca­mente irre­du­cti­ble. “Lo que Fou­cault parece no ver … es la posi­bi­lidad de una relación consigo mismo y de una forma de vida, que no asu­man nunca la figura de un sujeto libre; es decir, si las relaciones de poder remiten nece­sa­ria­mente a un sujeto, de una zona de la ética totalmente sustraída a las relaciones estratégicas, de un Ingo­ber­na­ble que se sitúa más allá de los estados de dominio y más allá de las relaciones de poder”. 

No era difícil imaginar adonde iba a ir a parar todo esto: en la repetición de una fuga del ser en la cual aún el darse contra la nada viene reconvertido en la felicidad. Agam­ben, después de tantos años, corre el riesgo de terminar estando de acuerdo con Mas­simo Cac­ciari. Que dicha ino­pe­rosidad deba realizarse en un apareamiento sin el goce de engendrar y en donde sólo el contacto, puntual y desesperado con la nada dé testimonio del ser, era algo que ya hacían sospechar los volúmenes precedentes, como todo el recorrido de Homo sacer. Ahora está dicho. Cuánto dolor hay ahí dentro. 

 

El pro­blema de la técnica 

Mas tomemos una por una a estas derivas de la inoperosidad. Tomemos por ejemplo la afirmación de que el poder constituyente está totalmente vinculado al poder constituido, y que no es sino inmanente a él. El poder constituyente, primero que nada, es lucha contra el poder constituido, es cierto, pero también una lucha contra sí mismo. El poder constituyente siempre es deseo, movimiento, relación de fuerza. En lo bio­po­lí­tico esto está elaborado en el concepto de trabajo vivo, por lo tanto está puesto en una relación que, si lo vuelve asimétrico con respecto al poder constituido, es a la vez deci­sivo no sólo en el recalificar la realidad de este último, sino incluso en superar la determinación. Si la deriva ino­pe­rosa de Agam­ben pretende aclarar e­sta diná­mica consti­tuyente y por ende (sin quererlo) aclarar también el efecto destituyente que se pone en vigor, la deriva es útil. 

Hay otro punto par­ti­cular­mente inte­resante en e­ste libro, y es el extenso análisis que hace Agam­ben sobre el pen­samiento hei­deg­ge­riano de la téc­nica. Agamben remonta lejos a esta historia: a la figura del esclavo tal como es definido en Ari­stó­teles, para luego arribar a con­clu­siones que dan vuelta a la destinalidad nihi­li­sta de la téc­nica en Hei­deg­ger.

“La escla­vitud… es para el hombre antiguo lo que la técnica en el hombre moderno: ambas, como la nuda vida, custo­dian el umbral que permite acceder a la con­dición verdaderamente humana, y ambas se han revelado como igualmente inadecuadas a este fin; la vida moderna se reveló como no menos inhumana que la antigua”.[8]

Tras esta desconsolada constatación hay sin embargo una recuperación (¡por fin!) de la corpo­ralidad, del ergon (trabajo) como uso ope­roso del cuerpo; si bien la téc­nica tiene un destino éticamente nega­tivo, hay aquí empero, por primera vez, una recuperación del cuerpo al destino, “instru­men­ta­lidad animada”, tras la cual aparece con fuerza la misma relación constitutiva-destitutiva que el poder consti­tuyente pro­po­nía. ¿Una reapro­piación del capital fijo por parte del trabajo vivo? 

Pero todavía ahora, cuando queremos experimentar al mundo como bien supremo, cuando poniendo el rechazo de la propiedad, de lo propio, el mundo como bien supremo, cuando poniendo el rechazo a la pro­piedad, de lo pro­prio, reco­no­cemos el uso en relación a lo inapropiable –también en e­ste caso la ambigüedad intrín­seca de la relación se rompe: porque, por un lado en el uso está el riesgo de anularse en lo inapropiable, por el otro, dentro de esta tensión en lo inapropiable, reco­nocemos la enorme posi­ti­vidad de ser común de la potencia. Al animal el primer destino, al hombre el segundo. El fran­ciscanismo vivió esta alternativa. 

Y es así por doquier en este libro, en donde cada vez que la relación se pone manos a la obra con todas sus fuerzas, frente al efecto negativo del dominio que la devora y la destruye, nos volvemos a encontrar en la alternativa entre clausurar la relación fuera de la relación misma, en la ilusión abstractamente lógica de estar fuera de toda relación  -de sumergirse en una especie de béance[9] una inoperosidad como vacío imposible de colmar- o bien, como en toda experiencia radical de la inmanencia (como en Spi­noza), se encuentra la otra punta de la contradicción, la de la plenitud operante, ética, política, de la beatitudine.[10]

 

El fundamento del sujeto 

A mí, que soy mar­xi­sta, estas parábolas me hacen el efecto de asistir a un espectáculo en el cual alguien captó el pro­blema y no quiere, mejor dicho, ya no puede, resolverlo. ¿Qué cosa quiere decir desactivar el dispo­si­tivo del obrar? Para un mar­xi­sta signi­fica desac­ti­var la rela­ción entre el domi­nio capi­ta­li­sta y el trabajo vivo: una rela­ción que siempre está cerrada dentro del capi­tal, pero que, al mismo tiempo, siempre es exterior, asimétrica, autó­noma al capi­tal –una relación que el trabajo vivo muestra completamente desmedida, por el lado de la productividad que sólo el trabajo vivo pro­duce. ¿Puede el trabajo vivo separarse del capital, o ser separado del capital? Puede, orga­ni­zán­dose y rom­piendo el vínculo. Una ruptura que nunca es plena, pero que siempre se repite y se repetirá, inscribiéndose onto­ló­gi­ca­mente en la historia del ser. El defecto de Agamben es negarse a ver a esta relación como el único destino presente en la obra. 

Agam­ben, en e­ste trabajo suyo, ha definido sin embargo de modo claro y posi­tivo la situación actual de la investigación onto­ló­gica. Después de Hei­deg­ger, en la post­mo­dernidad, la ontología ya no se defi­ne como el fun­da­mento del sujeto sino como una máquina lin­güí­stica, práctica y coo­pe­ra­tiva, como tejido de la pra­xis, y el dispo­si­tivo onto­lógico, como eje de recom­posición consti­tuyente del obrar y del lenguaje en común. E­sta recalificación de la ontología lleva a mucho más que a la nada. Una banda de “filósofos no profesionales”, desde Nie­tzsche a Ben­jamin y a Fou­cault, comenzó a leer este nuevo vinculo onto­ló­gico como decisivo al horizonte del obrar. Y ha reabierto a Marx un ter­reno de acción. Este Agam­ben parece el dibujo en negativo de estas vicisitudes, pero el reconocimiento de una nueva época de la ontología es pleno. ¡Gracias!

 

 

 

 

 

[1] Altissima povertà. Regole monastiche e forma di vita. (Homo sacer, IV, 1). Versión castellana: Altísima pobreza, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2013.

[2] Hechos, 4: 32. “La multitud de los que habían creído tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían en común”.

[3] L’uso dei corpi, (Homo sacer IV, 2), Neri Pozza Edi­tore, 2014 (edic. castellana, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2017, por Rodrigo Molina-Zavalía y Flavia Costa),

[4] Torino, 1990; trad. castellana: La comunidad que viene, Valencia, Pre-Textos, 1996.

[5] L’uso dei corpi, ed. cit., III° parte, cap. 2, § 2.8.

[6] En griego: principio, fundamento y también comando (archē).

[7] Il Regno e la Gloria. Per una genealogia teologica dell’economia e del governo (Homo Sacer II, 2), Neri Pozza, 2007. En la edición definitiva de Homo Sacer (Macerata, Quodlibet, 2018) se llama Oikonomia. Il regno e la Gloria… y está ordenado como II, 4.

[8] Capítulo 7, § 7.10.

[9] En francés: estar estupefacto y boquiabierto.

[10] Beatitudine, término de Spinoza, (se dice igual en italiano y en latín): felicidad o beatitud, “amor divino” (Ética, V, 42).

La calle y las consignas // Diego Sztulwark

La multitudinaria caminata de anoche hacia el Congreso oxigena.

Por un lado, recupera una historia. Ayer se le dio una respuesta contundente a quienes intentaron hacer una cita del 19 y 20 de diciembre de 2001 para imponer un virtual estado de excepción. La idea de que se podría corregir la falta de eficacia represiva de aquel estado de sitio del presidente de la Rua volvió a chocar con la determinación popular. El amenazante protocolo de seguridad de Bullrich que pretende de modo tan siniestro como farsesco prohibir las protestas en las calles no se pudo aplicar ni a la tarde en Plaza de Mayo ni a la noche en las avenidas por las cuales marchaban miles de personas la avenida Entre Ríos.

Por otro, la capacidad de reacción, en este caso frente al decreto de Milei, fue instantánea. Si bien es obvio que las marchas de ayer no alcanzan ni por asomo para bloquear la iniciativa del ejecutivo, no es menos cierto que en un contexto en el cual un gobierno recientemente electo amenaza derechos económicos, laborales y políticos del conjunto de trabajadores formales e informales, lo de ayer puede ser leído como el comienzo de un movimiento de contagio y de invitación a la protesta de distintos sectores. Si esto se ratifica en los próximos días, y lo de ayer inaugura efectivamente un nuevo clima social, habrá que reconocer que el peso de los símbolos sigue vivo en el colectivo nacional. Ahora se vendrá -ojalá no tarde- el proceso siempre arduo de la sincronización con sindicatos y organizaciones populares. Esta sincronización es una indispensable condición de posibilidad para evitar el desastre. Como sucedió en diciembre de 2001 y del 2017, parece claro que el poder de veto ante la ofensiva neoliberal va de la calle politizada a las instituciones políticas y no a la inversa.

Ayer se cantó: «la patria no se vende», «que se vayan todos», «unidad de los trabajadores». Estas consignas constituyen un substrato popular activo que subsiste y orienta cuando los partidos político no organizan ni dirigen. La movilización de anoche no fue exactamente «espontánea», porque responde a una memoria y a un saber hacer. Las consignas coreadas anoche tienen un poder particular que no habría que despreciar, puesto que solo ellas logran interferir en el discurso de Milei. Y logran hacerlo porque Milei mismo no había hecho otra cosa que tomar el lenguaje del malestar previo a su favor. Si las calles recuperan sus consignas, y con ellas el contacto con la desesperación, se habrá dado un paso decisivo: recuperar la potencia de los signos para una política regenerada desde abajo.

 

La rebelión de las hormigas (*) // Sebastián Scolnik

La semana venía caldeada. Varios grupos piqueteros de la zona sur se habían agolpado frente a los grandes hipermer­cados de la avenida Calchaquí, en Quilmes. La situación no daba para más. Se venían las fiestas de fin de año y no había un mango en la calle. El ministro de Economía Domingo Cavallo —otrora menemista y luego aliancista, artífice de la estatización de la deuda privada en la dictadura— había decretado el “corralito”, como se llamó al brutal cepo que impedía retirar dinero de los bancos. Los planes de estabi­lización del FMI (Blindaje y Megacanje) solo eran présta­mos para pagar la deuda. Argentina entraba en bancarrota y todo era una olla a presión. Las aglomeraciones en las puertas de los supermercados se habían replicado en el inte­rior. Entre Ríos, Santa Fe y otras tantas provincias. Se recla­maban alimentos para pasar la Navidad y el Año Nuevo. El Conurbano era un polvorín y el aire se cortaba con cuchillo.

Esa mañana me levanté y fui de muy buen humor al trabajo, algo que no era habitual en mí. Apenas saliera de allí, tenía todo organizado para irme a un escrache en Villa Urquiza. Hacía meses que sus organizadores estaban preparando una visita, junto a vecinos y vecinas, a las casas del cardenal Aramburu, quien desde el Arzobispado de Buenos Aires había liderado la política clerical de connivencia y justificación de la dictadura, y de Roberto Alemann, ministro de Economía del último tramo del gobierno de facto. Ambos vivían en el coqueto barrio de Belgrano R, lindero a Villa Urquiza. Nos juntábamos a las cinco de la tarde en la esquina de Pampa y Triunvirato. La energía que circulaba en los escraches era muy particular. El motivo de la lucha era terrible porque señalaba lo intolerable de una sociedad: la convivencia con los asesinos. Pero la resistencia había logrado convertir la tristeza en una fiesta. Los cantitos, junto con la particular estética apoyada en la creatividad del Grupo de Arte Callejero, convertían la lucha en una gozosa experiencia, en un bellísimo acto de exorcización colectiva, un modo de procesar la angustia y de expulsar los malos sentimientos. Claro que siempre había que estar atentos y cautos respecto a las provocaciones y las represiones. Pero la inteligencia despierta y precavida, en esas acciones, no le quitaba un ápice del gusto por lo festivo.

Esa noche también había una actividad en el centro. Se presentaba, en la librería Ghandi, el libro Isidro Velázquez y las formas prerrevolucionarias de la violencia, del gran sociólogo desaparecido Roberto Carri. Horacio González le había hecho un estudio preliminar muy hermoso y esta­ría en la presentación. Tenía muchas ganas de asistir, pero puesto a escoger, me decidí por el escrache. Por la intensi­dad que allí siempre se ponía en juego, por su importancia política y por el componente generacional que nos abar­caba e interpelaba. Habíamos arreglado para encontrarnos con Nadia Mansilla, Valentina Balbo y Antonio Fonseca. Ya eran las cuatro de la tarde y me dirigía al reloj de fichaje a poner el dedo para irme. (La tecnología de reconocimiento dactilar que inventó Juan Vucetich, el cana insignia, cuyo nombre preside el instituto de formación policial, ahora era utilizada, de manera digital, para controlar el ingreso y egreso del personal). Cuando me iba contento a tomar el colectivo 108, en la avenida Las Heras, me interceptó, con cara demudada, una vieja compañera de trabajo, Ornella Armella. Me dijo: “Vienen pobres del Conurbano a saquear la Capital”. Tenía los ojos llorosos y temblaba de pavura.

El entonces intendente de Moreno, como no podía contener el conflicto en su territorio, liberó la tranquera para ir a Capital (otra vez la línea Quilmes-Moreno: lo que empezó en el sur, tenía su desembocadura en el oeste). También se prendieron de otros distritos. Esa noticia, lejos de amedrentarme, redoblaba mi entusiasmo. Ser joven y protagonista de la ciudad es temer más a la policía que a los pibes y a los pobres. Esa es una diferencia con el pensamiento progresista, que resuelve a nivel retórico e imaginario su relación con los pobres (a los que dice defender) y con la policía (a la que dice repudiar), pero cuando hay un conflicto concreto desarrolla espontáneamente más afinidad con el cana de la esquina (sintiéndose el progre más seguro) que con el pobre (a quien teme, aun si no puede asumirlo). De ahí extrae la derecha su fuerza y su eficacia: de su pasión jerárquica y del miedo generalizado. Como hay que defender las estructuras, y el lugar que cada uno ocupa en ellas, la derecha no duda en vociferar su racismo y en explicitar su alianza natural con la policía. Pero cuando sos protagonista de la ciudad, cuando la estás tejiendo con tantos otros, la turba del Conurbano no te amedrenta. Al menos era así en ese tiempo, o así lo vivíamos. El peligro mayor era el gatillo fácil, la represión policial y todas las formas del terror heredadas de la dictadura que se actualizaban en la gorra y el bastón.

Cuando llegué a la esquina de la cita, había un nerviosismo muy particular. Las caras no eran de alegría, típicas del escrache, sino más bien de preocupación. ¿Qué ocurría? Habían llamado a la sede de H.I.J.O.S., como hacían siempre antes de empezar, para chequear la seguridad y todos los detalles (no había teléfonos móviles), y desde allí alertaron diciendo que se rumoreaba que el gobierno de Fernando de la Rúa iba a declarar el estado de sitio. Los pobres temían el hambre y saqueaban. Los no tan pobres temían a los pobres y el Estado les temía a todos. Declaraba la norma de excepción para que todos volvieran a temerle a él. Un claro momento hobbesiano, pero en un país tremendamente azotado. La situación era muy grave. Un par de los más activos se subieron a un cartel que señalizaba las calles e improvisaron una espontánea asamblea donde debíamos decidir qué hacer. La racionalidad militante impuso, con sus saberes y reflejos, la idea de suspender la actividad. Yo no estaba muy de acuerdo, pero me parecía la posición más sensata y la terminé considerando la más lógica. Quizá me dejaba llevar más por las ganas que por la prudencia y la responsabilidad. Sentía una cosa y razonaba otra distinta.

Volví a casa mascullando cierta desazón, me preparé un mate y prendí la tele para informarme. Unos enormes carteles rojos anunciaban que hablaría el presidente, mientras que, en una pantalla partida, mostraban imágenes de movilizaciones y saqueos. Cuando empezó a hablar De la Rúa, apareció un leve e insistente sonido agudo. Yo pensé que era la murga del barrio que, en esa época del año, se juntaba todas las tardecitas a ensayar. Las murgas no eran parte de mis opciones estéticas preferenciales. Más bien, las maldecía en soledad, dado que, como eran una acción colectiva que rescataba a los pibes y pibas de “la vagancia”, y que formaban parte de una festividad popular que había sido prohibida por la dictadura, me la tenía que morfar sin chistar. A medida que proseguía el discurso del impresentable presidente, el ruido de fondo se intensificaba. Seguía pensando que eran los de la murga. Y razonaba: “Se está incendiando el país y estos boludos con la percusión”. Hasta que me llamó por teléfono el Polaquito: “¿Viste lo que está pasando?”. “No, ¿qué pasa?, ¿lo de De la Rúa?”, respondí. “No seas pelotudo, bajá a la calle que se está armando un quilombo bárbaro. Después hablamos”. Bajé sin muchas expectativas, en ojotas. Pensaba que era una huevada más que el entusiasmo militante ponderaba con su clásico optimismo y que luego se iba a disipar. De la Rúa declaró el estado de sitio y la gente, en lugar de quedarse en su casa, salió a la calle. No era la murga sino las cacerolas.

Me sentí un poco desorientado. Había algo que escapaba a nuestra capacidad de reconocer el conflicto y las luchas. Seguía escéptico, pero expectante. Más si Normita, la ferretera de mitad de cuadra, guiaba el proceso. Ella era una tipa muy querida en el barrio. Siempre andaba con una boina. Pero, hay que decirlo, era un poco facha, como todo buen vecino. No solo porque pedía “bala para los chorros”, algo que estaba muy en boga en la época y desde entonces nunca dejó de estarlo, sino porque, además, para ir a comprar un tornillo de tres cuartos, había que pasar toda clase de cerrojos y cámaras de seguridad y declarar los propósitos por los que uno se acercaba al local antes de que te abriera la puerta. Era una incomodidad a la que el barrio ya se había habituado. Y Normita dirigía. Todos habían bajado con sus cacerolas y las golpeaban hasta abo­llarlas. Yo no tenía nada, bajé con lo puesto. De repente, agarré un palo y empecé a golpear tímidamente, sin mucha convicción, una columna de la luz. No es que me hubiera entregado así nomás a esta extraña forma de manifestarse, pero si no golpeabas nada te miraban medio torcido. La presión del medio se hacía sentir. Estábamos ahí, en la esquina de Colodrero e Iberá, y Normita dio la orden: “¡A Congreso!”. No se refería al Congreso de la Nación, sino a la avenida Congreso, a dos cuadras de donde estábamos. De repente, la indescifrable Normita, la ferretera, pasó de vecina paranoica a cuadro leninista con la misma determinación de siempre. Y la seguimos sin chistar. De Colodrero y Congreso a la avenida Triunvirato. Y ahí fue algo impre­sionante. Una marea de gente que venía del fondo, de los barrios de Saavedra y Villa Martelli hacia Villa Urquiza. En el encuentro con ese gentío, el papel de nuestra dirigente, Normita, se difuminó. Ya no era necesario. Porque el torrente mismo era el que te llevaba. Era un hormigueo imparable. Nunca había visto algo así.

De repente, recordé las reflexiones de Bruno Potager, para quien había que mirar más a las hormigas que a los movimientos políticos para pensar la organización. Estos diminutos bichitos podían hacer multitud, liberando y expandiendo sus recorridos, para buscar los materiales con los que construir esas ciudades subterráneas, los hormigueros, como verdaderas comunidades sin trascendencias. No estaban guiados por la conciencia sino por sus glándulas olfativas. Lo que solía pensarse como la sumatoria del olfato individual de cada hormiga era en realidad una glándula colectiva, una capacidad olfativa común que organizaba el peregrinar de las infinitas hormigas y su ubicación. Eran las cosas raras de Potager. A ningún militante le gustaría ser tra­tado como algo inferior a las hormigas, pero en cierto modo tenía razón, aunque parecía difícil decirle a un trotskista que debía aprender de los himenópteros, que no dividían sus fuerzas ni la organizaban alrededor de maximalismos programáticos.

Ya no seguíamos a Normita. Ahora había que dejarse llevar. Llegamos a la plaza Echeverría, en Bauness y Pedro Ignacio Rivera. Frente al mástil, nos detuvimos a cantar el Himno Nacional. Me sentí un poco extraño entonando esas estrofas que, para mí, solo tenían valor en los mundia­les de fútbol. ¿Había un resurgimiento del nacionalismo o más bien era la comprobación y el temor por la ruina misma de la nación? Lo bueno es que la muchedumbre me llevó a un estado imperceptible en el que podía disimular mi propio pudor. ¿Por qué alguien como yo, que me movía como pez en el agua en las movilizaciones, en este indescifrable evento me sentía tan extraño e incómodo? ¿Era algo de naturaleza diferente? Como si todas las certezas y saberes, elaborados en tantos años de manifestaciones, se hubieran desvanecido. Había perdido la capacidad de orientación, esa que las hormigas resuelven con el olfato. Ese anonimato me hizo sentir que ya no era observado, y que no importaba si golpeaba o no algún objeto, lo que me permitió descartar el palo que había arrastrado durante varias cuadras.

Luego, la imprecisa pero ultraorganizada columna partió, sin que nadie diera una orden concreta, hacia Triunvirato y Olazábal, donde convergió con gente que venía de Villa Pueyrredón y, en menor medida, de Belgrano R. Allí se cantó contra el ministro Cavallo y contra el estado de excepción (“Qué boludos, qué boludos, el estado de sitio se lo meten en el culo”). ¿Había alguna expresión más cabal de la impotencia del Estado para reglar los comportamientos colectivos? En el momento en que declaraba que teníamos que encerrarnos en nuestras casas, todo el mundo salió a la calle. Fue impactante. Hasta la temerosa Mara Figo, una vacilante compañera de trabajo, del área de infraestructura, y vecina del barrio de La Siberia (ese misterioso cuadrante perdido entre Congreso, Triunvirato, Crisólogo Larralde y Constituyentes), gritaba desaforada, con los ojos húmedos de bronca y emoción.

El enjambre humano siguió su camino. Paró en Pampa y Triunvirato rumbo a Villa Ortúzar y se unió con otros filamentos desperdigados. En esa esquina, unas horas antes, se había suspendido el escrache porque iban a declarar el estado de sitio. Y ahora estábamos todos ahí, cantando bajo el hechizo de una fuerza nunca prevista ni calculada. ¿Quiénes éramos los que nos habíamos congregado allí? Uno tenía la sensación de estar frente a unas personas que no había cruzado nunca en una movilización. Tal vez podías reconocer a alguien, pero seguramente su rostro lo habías visto entre las góndolas del supermercado chino de la cuadra (los que en el Conurbano fueron saqueados sin piedad) y no en alguna manifestación de lucha. Había transcurrido mucho tiempo ya. Recordé que habíamos quedado en hablarnos con el Polaquito Soiler, Claudio Morqueta y Valentina Balbo para ver qué hacíamos. Ya había sido arrastrado, primero por la ferretera y luego por la multitud anónima, como unas treinta y cinco cuadras. Pero una experiencia como esta no podía vivirse sin los amigos, sin aquellos con quienes nos confabulamos para hacer vivir el mundo de cierta manera, para interpretar el presente, para elaborar el sentido de las cosas e imaginar alternativas de vida. Volví a casa y llamé por teléfono. La ciudad era un caos, un hermoso y sublime caos.

 

(*) Fragmento del libro Nada que esperar. Historia de una amistad política, Tinta limón y Cordero ediciones

En memoria de Toni Negri // Giorgio Agamben

Dos noches antes de que me llegara la noticia de la muerte de Antonio —de Toni— Negri, soñé con él durante mucho tiempo y su presencia era tan vívida que al despertar sentí la necesidad de escribirle. Mi mensaje al viejo e-mail que no utilizaba desde hacía años no pudo llegarle. Cuando le conté el sueño, una amiga me dijo: «quería despedirse de ti antes de irse». Incluso en las divergencias de nuestros pensamientos, cada vez más claras con el tiempo, algo nos unía obstinadamente, algo que tenía que ver ante todo con su vitalidad generosa, inquieta y puntillosa, que sentí de inmediato cuando lo conocí por primera vez en París en 1987.
Con el fallecimiento de Toni, siento que me falta algo, dentro de mí, bajo mis pies, quizá sobre todo detrás de mí, como si una parte de mi pasado se hiciera presente bruscamente y me interpelara faltando. Y esta falta no sólo me concierne a mí, sino a todo nuestro país y a su historia, cada vez más falsa, cada vez más olvidada, como demuestran los odiosos obituarios, que sólo recuerdan al mal maestro y no al mal y atroz país en el que le tocó vivir y que intentó, quizá equivocadamente, mejorar. Porque Toni, partiendo de la tradición marxista a la que pertenecía y que tal vez lo condicionó y traicionó, intentó ciertamente medirse con el destino de Italia y del mundo en la fase extrema del capitalismo que atravesamos actualmente hacia quién sabe qué desdichado destino. Y esto es lo que no se atreven ni podrán hacer nunca quienes siguen ultrajando su memoria.

 

Traducción para Artillería inmanente de un texto de Giorgio Agamben publicado por primera vez el 18 de diciembre de 2023 en el sitio web de la editorial italiana Quodlibet, donde publica habitualmente su columna «Una voce».

Que la eternidad nos abrace // Toni Negri

A veces me parece ser completamente ajeno al mundo que me rodea. Curiosa sensación para quien ha llenado tres volúmenes de una historia de intensa inmersión en lo existente. Probablemente, me digo, sucede porque soy viejo; por mucho que me ponga nervioso tratar de mantener abierta la comunicación con amigos más jóvenes y despiertos, mi percepción es torpe. Pero luego me pregunto: ¿Podrá ser que mi consideración del mundo y esta sensación de ajenidad no sean ciertas? ¿Ciertas? Quiero decir, que esa percepción de ajenidad no dependa de mí, de mi insuficiente o reducida atención, sino de que el mundo que me rodea sea realmente feo e inconsistente. ¿No será que mi confianza en el ser, mi admiración por lo que está vivo, ya no corresponde a algo que se pueda amar?

Feo, bello, vivo, amado… son adjetivos de difícil definición y de altísima relatividad. Quizás entonces, para confirmar mi duda, no debería depositar mi confianza en estos términos. Quizás el único adjetivo que valga, entre los muchos que he utilizado desde el principio, sea “ajeno”. Un efecto de distanciamiento es lo que provocan en mí los lenguajes y los estados de ánimo, no importa si individuales o colectivos, que resuenan en la sociedad, fuera de mí. Tengo la sensación de ser sordo y de escuchar sonidos confusos. En realidad, estoy un poco sordo, pero no oigo sonidos confusos con el oído, sino con el alma, con el cerebro. El mundo que me rodea se me escapa. He tenido una vida larga, he conocido enormes contradicciones y conflictos mortales, pero siempre sabía de qué se trataba, los elementos de la contradicción y del conflicto estaban dentro de un marco conocido o, de cualquier modo, significante. ¿Por qué entonces el significado de los acontecimientos que hoy se dan alrededor mío me es oscuro y se me escapa? ¿En qué consiste su insignificancia? Hay todo un mundo nuevo que representa esta ajenidad. Un mundo nuevo, pero cansado, postrado ante las dificultades físicas, políticas y espirituales de su propia reproducción. Dificultades económicas y caída de referentes políticos y colectivos, de referencias de valor. La comunicación se ha vuelto frenética, pero los significantes se destiñen en la velocidad. Hay confusión en los espíritus. Hay corrupción en los lenguajes. Los viejos referentes de lucha han desaparecido: derecha e izquierda, sindicatos y partidos, sentido y significado de la historia… este es el mundo que me rodea. No depende de mi vejez, de mi cansancio: es así.

Cuando reflexiono sobre esta fenomenología del presente, cuanto más afino la mirada, más me parece que la única figura valorativa y descriptiva que impregna el mundo de los significados y permite describirlo es la del nihilismo. Los signos carecen de significado, los rostros carecen de sonrisa, los discursos están vacíos. No sabemos de qué hablar. Veo en el rostro altivo del interlocutor una mueca; es siempre la misma que encuentro en la mayoría de mis interlocutores. Por lo tanto, es una gran fiesta cuando se encuentra alguno libre de esta patología. La gente está desesperada. Cuando pienso en aquellos que en mi época, ya antigua, desarrollaron concepciones nihilistas para su filosofía, y con frecuencia concluyeron, en la krisis, en el pesimismo y en la expectativa de la catástrofe (y mis lectores saben con qué constancia y con qué dureza los he combatido), cuando vuelvo a pensar en ellos, casi me conmueve ahora su enfermedad, que era consciente y padecida. Mientras que hoy tengo frente a mí personajes cuya ética es nihilista y catastrófica no como resultado de un trabajo crítico, sino porque su existencia es inconsistente, incluso cuando, al frecuentarlos, pareciera que viven una vida ordinaria. En realidad, no tienen pasiones, no tienen significantes, no tienen fe; a lo sumo, piensan que el lenguaje debería ser purificado, lavado y vuelto a lavar y llevado a una pureza significativa: la pureza del fregadero dentro del cual han estado haciendo la limpieza. De verdad, tiran el significante junto con el agua sucia del baño. Les queda ese ideal de pureza –la “reine” de la razón, de la sensibilidad, del concepto–, que se ha vuelto adjetivo del vacío, del mero resto tras el vaciamiento del ser. Cuando miro alrededor me siento rodeado de estos zombies, de millones de zombies.

Hay corrupción en los lenguajes. Los viejos referentes de lucha han desaparecido: derecha e izquierda, sindicatos y partidos, sentido y significado de la historia… este es el mundo que me rodea. No depende de mi vejez, de mi cansancio: es así.

¿Es verdaderamente nuevo este mundo? Es cierto, se ha consolidado hace poco, está creciendo, pronto esto “nuevo” lo ocupará todo. Pero no es nuevo. Tengo ochenta y cinco años. Hasta mis veinticinco, treinta, este “nuevo” mundo era, en formas sólidas y efectivas, el mundo de entreguerras y de la segunda posguerra. Era ese mundo que me oprimió y contra el cual combatí. Lo habíamos destruido parcialmente y metido en el altillo; ahora, este mundo viejísimo reaparece hegemónico. Era ese mundo fascista de mi infancia y juventud. Era el mundo en el cual “patriarcado-explotación capitalista-soberanía de la nación”, impregnaban, como patrones, las vidas y las cabezas de las personas. Y traicionaban la generosidad y la inteligencia de los jóvenes para inducirlos a aventuras ilusorias: el patriotismo, la nación, la raza, la identidad, la masculinidad eran asumidos como valores superiores. Este mundo se llama fascista, no solo conservador sino reaccionario, no solo religioso sino fanático de la destrucción de toda libertad. Un mundo donde el agobio de vivir dominaba sobre cualquier otra pasión y una dura disciplina obligaba a las almas a la insensibilidad ante el dolor. La opresión empujaba hacia la insignificancia. ¿El mundo actual ha vuelto a ser así?

Pero, si es así, ¿cómo podrán leerme, cómo podrán comprenderme los jóvenes de hoy? Mi libro les parecerá que se hunde en profundidades lejanas, difícilmente accesibles. Será para ellos un documento arqueológico. Y mi editor, ¿por qué debe publicar este texto a lo sumo digno de archivo? ¿Hay todavía un número suficiente de viejitos que apreciará esta historia y agradecerá al editor por publicarla?

Cuando –no hace mucho– un horrendo personaje fascista accedió a la Presidencia de un gran país, Brasil, a algunos jóvenes amigos que preguntaban “¿Qué podemos hacer? ¿Cómo debemos comportarnos para resistir?” les respondí “No tengan miedo”. Esa es la condición para construir una resistencia grande y eficaz. El fascismo se rige por el miedo, produce miedo, constituye y mantiene al pueblo en el miedo. No tener miedo: esto es todo lo que necesitamos ser capaces de decirle a la gente, entre la gente, en la multitud que hoy sufre el regreso de la barbarie fascista, también aquí, bajo nuestro sol. No tener miedo de romper la prisión del lenguaje vacío que se nos impone y reírse de la autoridad, dondequiera que se presente con la grotesca máscara fascista. No tener miedo significa liberar las pasiones y así llenar aquellas formas lingüísticas que el proceso de sometimiento fascista dejó vacías. Parece que el siglo se hubiera oscurecido: rechazar el miedo, producir resistencia es, ante todo, disipar las sombras, reconquistar el sentido de las palabras. Llenarlas de cosas, de realidad, de libertad. Subjetivarlas. Pero la operación principal consiste en reconocer que el fascismo es siempre el mismo, es siempre repetición de la violencia para bloquear la esperanza, es lo viejo –los disvalores absolutos del patriarcado, de la violencia, de la explotación y de la soberanía–que vuelve a ser propuesto ilusoriamente para imponerlo como necesidad del espíritu y obligación de la moral, mientras es fundamento de una cultura de muerte. “Viva la muerte” es la consigna del fascismo.

No tengan miedo. Esa es la condición para construir una resistencia grande y eficaz.

“Viva la vida” es la respuesta de quienes no tienen miedo. Volverá la primavera, ¡siempre vuelve! El fascismo parece eterno y, de hecho, (aunque sea breve) parece una pena demasiado larga, pero el fascismo es frágil. Enfrentándose con la pasión de vivir libres, cuán poco puede aguantar. La libertad se impone necesariamente contra el fascismo, porque con la libertad estarán las otras pasiones políticas fuertes, como la pasión por la igualdad y la pasión por la fraternidad. Volverá la primavera y será una verdadera estación de lo nuevo. Porque si el fascismo es siempre igual, la primavera de la libertad es siempre nueva, siempre distinta, siempre llena de dones.

Miren al pasado, miren de nuevo las grandes estaciones de lucha. Podríamos remontarnos tanto… bastan dos ejemplos. 1848 y 1968 son fechas fundamentales para mi generación. La primera, la inauguración del socialismo en Europa, dentro y contra el desarrollo de las contradicciones arrastradas de la Revolución Francesa y de la maduración de la acumulación capitalista. De este encuentro había surgido el antagonismo de la libertad contra la igualdad y el de la igualdad como fraternidad de los pueblos versus la libertad como nacionalismo y soberanismo. Los reaccionarios están siempre de un lado, fijos, bloqueados en la defensa de sus privilegios; los revolucionarios por primera vez enarbolaban la bandera roja de la fraternidad entre los pueblos. Al 48 le siguió un siglo de luchas feroces. El socialismo se afirmó, luego fue derrotado, pero de cualquier modo dejó un enorme legado de bienes públicos, mejor dicho, de “comunes” para las nuevas generaciones. El 68 se abrió sobre este terreno de innovación y de potencia. El “comunismo” fue su horizonte. Se trataba de volver común aquello que era público, de obtener más común de lo público conquistado en el juego democrático. El fruto del socialismo debía ser multiplicado.

Hemos estado y estaremos dentro de esta batalla, nuestra y de nuestros hijos. Esa bocanada de voluntad democrática que una vez más puso al mundo patas arriba fue nueva. Y se repite: cada diez años, más o menos, tenemos grandes, generalizados y extendidos episodios de revuelta. Los ciclos de Kondrátiev se terminaron. Los ciclos de subjetivación de lo común han tomado la delantera. Cada vez adecuando la resistencia para superar los obstáculos creados por una represión ahora convertida en “ciencia de gobierno”. Cada gubernamentalidad es una operación capitalista y soberana para bloquear y encorsetar los movimientos productivos del trabajo vivo. La respuesta es un ataque renovado por parte de los movimientos de ciudadanos-trabajadores y una capacidad de aprovechar los logros alcanzados.

Miremos con atención este juego que luego del 68 se puso en marcha. Resistencia de los trabajadores para lograr la satisfacción de viejas y nuevas necesidades, luego represión. Pero, ¿puede la represión lograr el objetivo de bloquear la acción subversiva? A menudo nos vimos obligados a dar una respuesta positiva a esta pregunta. Pero aun cuando el movimiento subversivo sea bloqueado, debemos ver si verdaderamente la lucha tuvo un resultado negativo (o relativamente negativo). Y bien, no es así. Las reformas que las luchas –incluso las perdedoras– acumulan son importantes, son un aumento de lo “común” en manos de las multitudes del proletariado. Atención a viejas voces que vienen del pasado: ¿la positividad de este proceso significa que debemos ser “reformistas” en la conducción del movimiento? Absolutamente no. Los reformistas no acumulan nada común, únicamente acumulan derrotas y demoliciones de lo común, colaboran en la gobernanza capitalista, ensucian y pervierten las luchas. Por el contrario, solo las luchas de resistencia que se vuelven subversivas acumulan la riqueza común y la subdividen entre instituciones de lo común. Rodeados de instituciones de lo común, hemos conquistado cierto progreso para nuestras vidas y las de nuestros hijos. Esto lo atestiguo con mucho gusto en mi vejez.

Los reformistas no acumulan nada común, únicamente acumulan derrotas y demoliciones de lo común.

Pero para mantener abierto este dispositivo de lo “común”, de su conquista y de su acumulación, la historia de las luchas nos enseña que debemos organizarnos. He pasado mi vida tratando de resolver esta tarea. No creo haberlo logrado; es decir, descubrir una fórmula organizativa que tuviera la eficacia del “sindicato” en la Segunda Internacional o del “soviet” en la Tercera. Hemos identificado el terreno de la multitud como conjunto de singularidades, que operan como enjambre, como red, probablemente organizable en una verdadera democracia directa. Sin embargo, nunca hemos conseguido ir más allá de experiencias “in vitro”. Pero ese es el camino, y recorrerlo ya le permite a la dialéctica de resistencia y subversión desestabilizar el poder enemigo y desestructurar su sistema de producción, por lo tanto, prepararse para la conquista de lo común y para la construcción de instituciones de lo común. El camino a recorrer es todavía largo y la falta de organización y los tiempos vacíos de la empresa subversiva se pagan.

Nos enfrentamos con un fascismo que resurge. Sabemos que la lucha se hace difícil. No tengamos miedo. Mantengamos la línea de frente. Pensemos que nuestra resistencia es eficaz. Pero es necesario prepararse para las consecuencias extremas a las que el fascismo puede llegar: la guerra. Quien ha vivido la guerra, quien la ha sufrido, sabe que la guerra es, ha sido y será una irresistible máquina de destrucción. Y esta vez, de toda la humanidad, dados los medios bélicos que las grandes potencias capitalistas pueden utilizar. Guerra entre potencias = destrucción de las raíces de lo humano. El fascismo puede producir este desastre de lo humano, esta masacre de su historia en el planeta. Por tanto, combatir al fascismo significa luchar a favor de lo humano. Sin olvidar jamás que el fascismo es capaz de destruirlo, cuando advierte que las reglas patriarcales de la sociedad, la estructura del mando para la explotación y la soberanía de su propio interés en la forma política del Estado son puestas en peligro. Concentrémonos en este punto y organicémonos para no sufrir la decisión de guerra de un capital que se ha cruzado con el fascismo. Nuestra tarea es evitar la guerra, combatir y vencer sobre el capital sin pasar por la guerra. ¿Cómo hacer? El pacifismo será nuestra arma, porque la paz es nuestro deseo.

Nuestra tarea es evitar la guerra, combatir y vencer sobre el capital sin pasar por la guerra.

He vivido y sufrido el fascismo. Mi corazón está ofendido y mi cerebro traumatizado cuando repienso esa experiencia. He vivido luego, desde el 68 hasta hoy, sin miedo al fascismo. Los crímenes que se le imputaron, la Shoah en primer lugar, impedían que fuera nuevamente deseado; la gran masa de la población parecía haberlo repudiado definitivamente. Solo los funcionarios de la soberanía pudieron acompañar en el recuerdo (y ser conniventes en las prácticas) aquellas conductas criminales, a veces renovándolas. La represión del 68 europeo fue un ejemplo de ello. Como fuera, nunca tuve miedo, simplemente desarrollé desprecio por esos delincuentes. Hoy las cosas son diferentes: una nube de humo sulfuroso, una atmósfera espesa, imposible de atravesar con la mirada, nos envuelve. El fascismo es omnipresente. Debemos rebelarnos. Debemos resistir. Mi vida se está yendo, luchar después de los ochenta se vuelve difícil. Pero lo que me queda del alma me lleva a esta decisión.

En la resistencia al fascismo, en el intento de romper este dominio, en la certeza de que lo conseguiremos, este libro fue escrito. No me queda, amigos míos, más que dejarlos. Con una sonrisa, con dulzura, dedicando estas páginas, estos tres volúmenes que estoy concluyendo, a aquellos hombres virtuosos que me precedieron en el arte de la subversión y de la liberación, y a quienes vendrán después. Dijimos que son “eternos” –que la eternidad nos abrace.

Traducción: Emilio Sadier en Tinta Limón Blog

Publicación original: www.euronomade.info/?p=15810

50 veces Toni Negri // Archivo de entrevistas, artículos y libros de Negri en Lobo Suelto

El clamor de la palabra. Recuerdo y despedida a Toni Negri // Sebastián Scolnik

La impresión política e intelectual que sentimos cuando nos topamos con la figura de Toni Negri no tiene comparación posible. La belleza de su escritura filosófica nos conduce a pensar que la sensualidad es un arma incisiva, cruel y violenta y no una poética de almas salvíficas o narcisistas. Lo leímos ya promediando nuestra militancia política. La anomalía salvaje y Poder constituyente. Dos libros estremecedores en los que se revisaban a fondo las premisas revolucionarias de la modernidad, el finalismo teleológico y la constitución del mundo que se despliega en la expansión material y ontológica de la multitud, que siempre tiende a desbordar los límites conclusivos con que el poder organiza la explotación y la representación del pueblo. Más tarde tuvimos la posibilidad de una conversación amplia, editada en el libro Contrapoder. Una introducción, editado en los días previos a las conmociones del 2001. En las calles de Buenos Aires su nombre sonó en las luchas y sus ideas atravesaron pequeños grupitos y experiencias de organización colectiva. Se habló de él en fábricas recuperadas, en las redes de producción, intercambio y consumo de una economía popular que se desplegaba por el país al ritmo de la crisis. Un nuevo Sujeto, plural y constituyente, iba creando formas de vida que no se restringían a las maneras tradicionales en que se organizaban las luchas y sus reivindicaciones. Y en ese contexto, sus conceptos resonaban brillando en la tierra de los desposeídos y los ávidos. Su palabra se volvía estremecedora cuando era solicitada por un impulso recreativo que se sobreponía a la tendencia a producir modas y estereotipos. Los grandes textos filosóficos, aquellos que tienen mucho de literario, se iluminan cuando son requeridos por una voluntad de traducción y contra-traducción y no como decálogos de una moda ocasional. Así nos ha pasado con Toni. Porque cuando la lectura es irreverente, entregándose a los textos para hacerlos vivir más allá de su literalidad, la labor intelectual entra en otra dimensión. La irreverencia no es sospecha cínica o desprecio encubierto en sofisticaciones vanidosas. Es un acto de amor intelectual. Y si la lectura tiene la posibilidad de encontrarse con la el cuerpo que la escribe, se atraviesa un umbral en el que ya no es posible pensar los términos de una conversación como si se tratara de entidades exteriores. En el acto público, su oratoria era vibrante. En la charla íntima su voz era tierna y comprensiva. Su sentido del humor se alejaba de la solemnidad de muchos de sus cultores, los que piensan que un mundo nuevo puede construirse en los términos de una obediencia recitada de manual.

Su libro Imperio produjo un gran revuelo. La mayoría de las veces, a Toni se lo discutió sin tomarse el trabajo de dejarse atravesar por sus categorías. Sus textos reclamaban otro tipo de comprensión. Con la tendencia habitual a la clasificación, militantes e intelectuales, temerosos frente a la zozobra que provocaba la palabra que venía de lejos, lo despacharon rápidamente, alejando sus incisivas proposiciones del propio campo de acción y reflexión. Otros lo asumieron como una identidad, vaciando con este gesto toda su potencia teórica y política. Y algunos nunca más pudimos hacer cosas sin que ese singular entrecruzamiento entre biografía militante y práctica intelectual sobrevolara silenciosamente nuestras inquietudes y apuestas.

Un día, rodeado de trabajadores e intelectuales, en la fábrica recuperada Grissinópolis, gritó, con una contundencia que pocas veces vi en mi vida, su enunciado mayor: “La moltitudine è un concetto di clase”. Con estas palabras, Negri trataba de dar por concluido el mar de interpretaciones que pretendían oponer las categorías históricas del marxismo con su renovada caracterización del Sujeto social que emerge del posfordismo. Esa pregunta por la naturaleza productiva de los procesos políticos, que las lecturas más superficiales interpretaron como un mecanicismo lineal, era clave para pensar la época. ¿Cabían nuestras multitudes movilizadas en la imaginación negriana? ¿Eran sus propuestas teóricas aptas para pensar la singularidad de nuestra rebelión? Siempre creímos que sí. Que las nuevas formas del trabajo y la composición social de los sujetos productivos (sobre todo si se trataba de “desocupados” en lucha) requerían nuevos modos de expresión política capaces de articularse con las imágenes elaboradas en su propia historicidad. El optimismo de Negri era más bien ontológico. No era una ilusión sobre el futuro (un optimismo progresista), sino que tenía la fuerza de una constatación. Su obrerismo, que tiñó su experiencia política y militante desde el principio, encendía sus palabras por detrás de cada reflexión.

Recientemente hemos leído los dos volúmenes traducidos al castellano (aún queda uno por traducir) de su autobiografía: Historia de un comunista y Cárcel y exilio, editados por Tinta Limón. Bellísimos libros que dan cuenta del particular enlace entre lectura y experiencia, entre escritura y organización, entre persecución y libertad, que produjo una de las principales figuras del pensamiento revolucionario.

Toni Negri nació con el fascismo al que combatió sin ambigüedades, y murió el día de hoy. Su figura y su obra son ya parte de un legado vivo con el que contamos para enfrentar estos nuevos fascismos, los que surgen como pobres declinaciones de la crisis mundial contemporánea. Aquí y ahora, sus textos cobran nuevos impulsos y su compromiso es un sutil llamado a despertar nuestras pasiones rebeldes y creadoras. Así te leímos, así te interpretamos y así te recordaremos, querido Toni, en la imagen de tu sonrisa que siempre convocaba conspiraciones y tempestades. 

 

16 de diciembre de 2023.

Las razones de Toni Negri // Diego Sztulwark

Toni Negri hizo todo lo que había que hacer.
La frase le brota espontánea esta mañana a un querido amigo que fue su último editor en Argentina.
No sé cuántos ejemplos de beatitud spinoziana podríamos evocar.
Siempre supe que Negri tenía razón en sus perseverantes ecuaciones: Inmanencia = Constitución = Insurrección.
Y Marx con Spinoza.
Se trata de ecuaciones teóricamente densas, que suponen leer a fondo Marx más allá de Marx, La anomalía salvaje y El poder constituyente.
Dado que Alegría = Materialismo = Comunismo, por tanto Autonomía = Poder Obrero = Multitud.
La prueba de la potencia intelectual de Negri es lo bien que funcionan sus viejos textos a pesar de lo mal que los han leído quienes lo han citado con el mero afán de refutarlo.
Su evocación de la plenitud de la potencia nunca fue negación de la tristeza sino ejercicio ético político en filosofía. Su postulación de lo común jamás tuvo nada que ver con alguna incomprensión de las singularidades, Toni era demasiado listo para ignorar estas cuestiones. Su insistencia en el General Intellect siempre fue una pista avanzada para pensar subjetividades en catástrofe. Sus teorizaciones sobre el Estado alcanzaron una penetración teórica que los defensores del Leviatan populista jamás vislumbraron. Por último, su libro Imperio -escrito junto con Michel Hardt- es absolutamente pionero en el registro de los lineamientos políticos de una transición globalizadora del capitalismo, algo absolutamente evidente apenas se entiende que el suyo era un análisis político y no una profecía.
Desde que salió definitivamente de prisión tuvo una intensa relación con la Argentina, realizó varios viajes al país y fue un observador apasionado del período en el que América Latina se conmovió con la emergencia de un movimiento destituyente, del Zapatismo al Que se vayan todos!
Lo conocimos personalmente con quienes seríamos parte del El Colectivo Situaciones en su casa en el Trastévere, en Roma. Cumplía prisión domiciliaría. De día estaba en su casa, pasaba la noche en prisión. Ya era un mito viviente. Nos dedicó una tarde entera. Le contábamos lo que veíamos de las movilizaciones de entonces, del surgimiento de los movimientos piqueteros y el respondía admirado: “lo que cuentan me deja vivamente afectado, se está gestando allí un contrapoder insurreccional”. Dimos a conocer esa extensa entrevista en un libro que publicamos en noviembre de 2001, «Contrapoder. Una introducción”. La edición contenía un artículo de Horacio González (“Toni el Argentino”), que anticipaba las discusiones entre un peronismo de izquierda que se referenciaba en el Gramsci de Laclau y quienes veíamos indispensable un pensamiento del contrapoder. Un recuerdo más personal. Una mañana en su casa de Venecia. Toni toma vino blanco y habla muerto de risa sobre las lecturas izquierdistas de la coyuntura filosófica: “a Foucault hay que leerlo con Deleuze. A Deleuze con Guattari. Y a Guattari conmigo”. Ese “con” es lo negriano mismo. Una irrefrenable máquina de lectura apasionada que no puede dejar de hacer conexión izquierdistas. A Toni tenemos que leerlo “con” las luchas comunistas del presente y del porvenir.

 

https://tintalimon.com.ar/post/leer-a-negri/

 

https://lobosuelto.com/provocar-el-acontecimiento…/ 

 

https://www.pagina12.com.ar/…/208601-61285-2012-11-26.html

 

https://editorialcactus.com.ar/…/el-cattivo-maestro-y…/

 

https://www.pagina12.com.ar/diario/dialogos/subnotas/208601-61285-2012-11-26.html

 

https://mailchi.mp/bed128dd1959/hasta-siempre-toni-negri

 


https://tintalimon.com.ar/post/leer-a-negri/

https://lobosuelto.com/provocar-el-acontecimiento-entrevista-toni-negri-diego-sztulwark/

https://www.pagina12.com.ar/diario/dialogos/subnotas/208601-61285-2012-11-26.html


https://editorialcactus.com.ar/blog/el-cattivo-maestro-y-la-leccion-antagonista/

 

El empobrecimiento es enriquecimiento de quienes gobiernan // Agustín J. Valle

Están los que votan. Están los que ocupan cargos de gobierno. Y están los sujetos sociales que gobiernan, no es tan difícil reconocerlos: son los que festejan porque sucede lo que ellos quieren. Felices hoy en medio del dolor general. Algunos gobiernan desde acá, otros desde Punta, otros de Nueva York, etc.

 

Y pensar que los dueños de la tierra le hicieron un tractorazo al gobierno pasado antes de que asumiera… Ahora están ensalivados gozando de antemano la represión.

 

Modelo agroexportador (industricida) y con las elites del primer mundo llevándose bien barato todo lo mejor de esta tierra; muchos pobres muy pobres y pocos ricos muy ricos: qué viejo resulta lo nuevo. Hay mucha novedad por pensar y entender, sí: en los modos y las lógicas subjetivas que acompañan esta intensificación regresiva de la degradación y la entrega que, vamos, ya venían rigiendo.

 

Una tragedia: Los deseos igualitaristas y democratizantes quedaron en una posición conservadora, hecha de miedo (tanto miedo que de besar sapos pasamos a tragarlos, como escuché a María Cisneros); y las pasiones más adherentes al orden establecido -el del capital-, quedaron con actitud de izquierda, formalmente rebeldes. «Que cambien cosas para que nada cambie». Milei encarna esa paradójica rebeldía de la obediencia: desacatado contra poderes menores y medios, idolatra en cambio, genuflexo, al poder mayor: lo opuesto a un anarquista, como me observó Joaquín Alfieri.

Y su odio a los zurdos, odio de bulldog castrado, de león sumiso que a las elites les surgió tras el fracaso de su gato, es el típico odio del «culo domado a bastonazos» cuya adoración por el poder tiene como fondo la propia humillación de la obediencia, hacia los que osan cuestionar el lugar de poder naturalizado del poder mayor. Los que no hacen caso tocan la íntima llaga de su obediencia nuclear.

 

Pero algo nos enseña este gato matón: Es mejor tener odio que solo depresión.

El vórtice psicótico // Franco «Bifo» Berardi

Después del pogromo del 7 de octubre se ha desencadenado una secuencia de horror y locura que se desarrolla rápida y caóticamente ante los ojos de la humanidad mediatizada. 

Desde el primer momento me dio por pensar que este era el comienzo de la desintegración de Israel, una entidad colonial que las potencias occidentales (Gran Bretaña y Estados Unidos) crearon después de la guerra para compensar a las víctimas del Holocausto a costa de otros. Después de haber sufrido a manos de los europeos (alemanes, polacos, franceses, italianos, ucranianos, etc.) la violencia más aterradora, que pasó a la Historia como la Shoah, los judíos fueron enviados a afrontar una nueva guerra contra los habitantes de Palestina, con el apoyo de las potencias imperiales, que se garantizaban así un baluarte en una zona estratégica desde el punto de vista geopolítico y, sobre todo, energético.

Así comenzó una historia que sólo podía evolucionar mal y terminar peor. Setenta y cinco años de guerras, masacres, deportaciones, persecuciones, limpieza étnica, asesinatos selectivos. Luego, el 7 de octubre de 2023, el principio del fin.

Una comunidad que vive en un territorio tan restringido no puede sobrevivir sin poner en marcha procesos caóticos que hacen la vida imposible para todos

Una comunidad que vive en un territorio restringido como el que se encuentra entre el río Jordán y el mar Mediterráneo, lleno de armas y de hombres que se odian entre sí, no puede sobrevivir por mucho tiempo sin poner en marcha procesos caóticos que hacen la vida imposible para todos.

El supremacismo israelí está hoy socavado, más incluso que por el peligro armado de las formaciones armadas de resistencia palestina, por el caos mental y por el horror que no se puede soportar indefinidamente sin pagar consecuencias psíquicas. 

Un episodio recién confirma esta hipótesis de una implosión psíquica al acecho.

El 30 de noviembre, en una parada de autobús en Jerusalén, dos palestinos bajaron de un coche y comenzaron a disparar contra la multitud, matando a tres personas. En ese momento, un joven israelí llamado Yuval Castleman, un expolicía, naturalmente armado, salta de un auto que pasa. Castleman dispara su arma contra los dos palestinos y los mata a ambos (mi información sobre este episodio proviene de The Guardian).

Castleman grita en hebreo: “Soy israelí”, pero le disparan sin atender razones. Muere poco después

Un video muestra que en ese momento dos uniformados salen de un auto rojo y agarran sus armas. Confundiendo a Castleman con un atacante, uno de los dos soldados israelíes comienza a dispararle, pensando que es un terrorista. Cuando Yuval Castleman se da cuenta de la situación, se abre la chaqueta, se arroja de rodillas y levanta las manos para que vean que ya no está armado, según la reconstrucción realizada por un amigo del pobre Castleman, llamado Itkovich.

Castleman grita en hebreo: “Soy israelí”, saca su billetera para identificarse, pero le disparan sin atender razones. Poco después, Castleman muere en el Centro Médico Shaare Zedek.

Itzkovich, el amigo del desafortunado héroe israelí, que había formado parte del departamento de policía en el que el propio Castleman había servido en años anteriores, acusa a los soldados de haber violado los protocolos.

“Hay cosas que no se deben hacer, según los protocolos. Incluso si Yuval hubiera sido un terrorista, se había rendido, estaba arrodillado en el suelo y levantando las manos. Según los protocolos deberían haberlo detenido. Nunca debieron haberle disparado”.

Los protocolos, dice Izkovitch. 

Este episodio muestra que es completamente normal que los soldados israelíes disparen a una persona que está arrodillada en el suelo, con las manos en alto, y que además grita palabras en hebreo: “Soy israelí”.

No importa, le dispararon. Ellos lo mataron.

El héroe Castleman está muerto.

Ciertamente, eso significa que el ejército israelí viola todas las reglas (protocolos) nacionales e internacionales, no respeta los derechos humanos y, en resumen, utiliza métodos criminales.

Pero esto no es todo lo que ese episodio implica.

Hubo 180.550 solicitudes de licencias de armas en un mes, unas diez mil por día, mientras que en el período anterior eran de alrededor de 850 por día

Desde mi punto de vista hay otra cosa que subrayar: la gran mayoría de los israelíes han entrado en una crisis verdaderamente psicótica.

En el mes siguiente al pogromo de Hamás, hubo 180.550 solicitudes de licencias de armas, unas diez mil por día, mientras que en el período anterior fueron alrededor de 850 por día.

La política de Israel consiste en armar a ciudadanos privados, especialmente a los colonos que atacan a los palestinos todos los días en los territorios de Cisjordania.

En una conferencia tras el asesinato de Castleman, Netanyahu dijo: “En las condiciones actuales tenemos que continuar con esta política, tal vez tengamos que pagar algún precio, pero así es la vida” (literalmente: “That’s life”)”.

Naturalmente, Netanyahu miente sistemáticamente, hasta el punto de utilizar la expresión “así es la vida” cuando es evidente que debería haber dicho “así es la muerte”.

Muerte: este es el mensaje de los israelíes para todos, incluso para los propios israelíes.

La orgía de violencia desatada por las políticas colonialistas de Israel está arrastrando ahora a la propia sociedad civil israelí a un vórtice.

La trampa que los británicos idearon en 1948 para continuar el exterminio de Hitler por otros medios ha saltado.

El horror no cesa, el horror se extiende por todas partes y atrae a los mismos sembradores de horror a su vórtice.

 

 

FUENTE CTXT

La asunción // Facundo Cifelli

 

Nuestro amo juega al esclavo

De esta tierra que es una herida.

                                              

El mediodía del domingo picaba de calor entonces aseguré la comida (tal vez lo único que hasta ahora he podido asegurar). Nunca tuve tradición familiar de domingos, pero de alguna forma entendí que en el séptimo día se almuerzan pastas, hagan los grados que hagan. 
Después de ver por televisión las risas entre Cristina y Milei, y a un Alberto perdido en si mismo, presentí que tenía que ir a la plaza de los dos congresos. Aprovechar que vivo en las inmediaciones. Olfatear el aliento del rey de la selva.  

Una vez más estaba llegando tarde a mí mismo (como todos los que creímos, aunque sea por unos segundos, que Massa ganaba). También a las palabras de asunción. Llegar tarde es una característica de muchas personas que tienen que estar donde no quieren estar.
JM ya estaba hablando desde las escalinatas. No hay plata. Alrededor todo era celeste y blanco. Había banderas de este país, vacías. Sin forma ni contenido. Enarbolada por gente, pero no tanta. Me acerqué lo máximo que pude con ganas de ver la fiera a los ojos, prefería ver antes que escuchar.
El congreso era lo más parecido a un zoológico, adentro estaba lleno de animales. Aunque ya no se vean más en la Ciudad de Buenos Aires, de chico fui a un par. Me acuerdo de como eran. Como en todo Zoo, la atracción más importante era el León (domado, obviamente. Enjaulado). El bicho tenía tal centralidad que dejaba opaca la vista de los demás. Afuera había un montón de especies disímiles. Había una que me llamó la atención, postada justo enfrente de las escalinatas del congreso. Tenía una pala de obrero en la mano. Guantes, gorra y anteojos negros. Era blanco, blanco palidez. Alzaba la pala con las dos manos y la sacudía ante cada arenga del León. Le tuve que tomar una foto, me pareció genial.
Nos estaba diciendo indirectamente que vayamos a laburar mientras gritaba “Viva la libertad”.
Me confundí, empecé a pensar: todos estamos laburando. Vivimos el día a día. Vivimos. De alguna manera la vida misma es un trabajo y si hay algo que hacemos es empalar, a lo loco. No hay plata. ¿De qué libertad me hablas?

Después JM habló de los filisteos. De David y Goliat. Recurre reiteradamente a ese ejemplo, tal vez por su conversión. Él dice que es David. Paradójicamente David sería lo opuesto a un León, pero no importa. Tomémoslo igual, es pertinente. Nuestra sociedad sería Goliat. El gigante poderoso caminando, siempre confiado. Un sonso amorfo que mira al León en el zoológico del congreso. La masa insatisfecha, inútil. Si había algo que era común a toda la gente allí, era la insatisfacción.
Hay cosas que no cambian. David le ganó a Goliat, una vez más. “El triunfo de los pocos, sobre las mayorías”. Algo así dijo. JM le ganó a la sociedad. Le ganó cuando le dijo que no había plata, que no había opción al ajuste, que el futuro depara más pobreza y menos salarios. Le ganó cuando la gente aplaudió aquel domingo, embaselinada en insatisfacción, su propia muerte. Que iban a ser cada vez más pobres y que iban a tener cada vez más hambre.
 
Hace 40 años García cantaba: “Estamos como el amor que se echa a perder, violando todo lo que amamos para vivir”. Festejar tu propia desgracia ¿es una forma de violar lo que amas? ¿No es como festejar la muerte? Pero la gente de allí no estaba violando lo que ama, me di cuenta. Porque la impotencia y la insatisfacción no aman la vida, la succionan hasta dejarla vacía.
Aplaudían entonces lo que tenían que aplaudir: la resignación.
La gente allí parada parecía muerta en vida. Tenían ojos binarios decodificados en ceros y unos. vacíos.

Proveniente de la fragmentación social, se luce la marginalidad. Por diferentes decisiones que he tomado en mi vida puedo decir que conozco de cerca la marginalidad. Conozco la marginalidad de la pobreza, la vi a los ojos, la de la exclusión por la discriminación. La del choreo. La marginalidad del desahuciado, del negro, del pobre. Del que está en Canadá.
Pero me di cuenta en aquel zoológico algo que no me había dado cuenta hasta entonces, iluso. Hay muchas formas de marginalidad. Y no hay una por sobre la otra, una mejor que la otra. La marginalidad es marginalidad. Margen social.
El león es un marginal. A diferencia del otro, es un marginal poderoso. Nadie se le acerca porque le temen. Eso, al tiempo que le da cierta fuerza narrativa, también lo excluye. Y esa era otra de las características que unía a la gente que estaba allí: la marginalidad.
Parecían animales de redes digitales que recibían ahora el sol pesado del domingo en la cara. Como el bicho que sale del letargo de hibernar. La subjetividad neoliberal que conocimos (la cual no alcanza para explicar el fenómeno Milei), la individual, la que se lleva al conjunto puesto en pos del beneficio de la máxima rentabilidad frente a todas las cosas, se mezcla ahora con esta nueva subjetividad marginal: El sujeto de las redes.
Forjado en otro espacio, en otra dimensión, aparenta estar fuertemente entrelazado generando la ilusión de que existe un convincente lazo social en su “realidad” (el cual ya no existe en el mundo material). Es parte y a la vez no es parte de la sociedad tal cual la conocimos. Es parte porque tiene altos grados de injerencia en ella. No es parte porque se muestra virtual. A diferencia del plano material, en aquel sistema todo está habilitado. Las emocionalidades son desbordantes, como los insultos. Hay permiso para avasallar al otro, vale todo. Allí no hay nada que sea orgánico. Por eso, de tanto en tanto, salen al mundo concreto imitando las lógicas de su sistema.
Todo aquello oculta un maquillaje de inocencia: en el fondo es nada más que aislamiento social. Marginalidad. Lo sé, puedo reconocerla.
Va entonces otro pecado social, del cual David se aprovechó para vencer a Goliat: el aislamiento.

Nos quedamos entonces en el momento en que el resignado festeja su malestar. No hay plata y un adolecido Goliat se odia a sí mismo mientras grita libertad sin el más mínimo rasgo de pensamiento crítico. Crisis educacional, mencionaba en el mientras tanto el presidente electo desde las escalinatas de la institución que aborrece.  
Hay un porcentaje social que nunca creyó en la libertad, entonces a ese slogan lo ve vacío. No porque no quiera creer, motivos para ello le sobran. Más bien porque entiende que la libertad del libre albedrío es imposible, que nunca se estará libre de determinaciones. Entonces ante la idea fantasmagórica de libertad opone liberación, donde comprender cómo son las cadenas que lo atan, de dónde provienen y cómo se ajustan, se parece sí al ejercicio de la libertad. También sabe a su pesar (como dijimos) que, como la felicidad, nunca alcanzará su plenitud. Esa parte de la sociedad aprendió a vivir con eso, aprendió a superar su adolecer. Entendió que la vida primero es enamoramiento adolescente (como la libertad), pero que después es comprensión. Y comprendiendo va. Con la pala en la mano, porque tal vez, lo único que comprendió en realidad, es el “valor” de la pala. Es gracioso: ahora, por el descuido que otorga la confianza, debe bancarse un chiste de la realidad… que un “individuo-red” en medio del zoológico lo mande a agarrar la pala mientras grita libertad.
A aquel grupo social que no se por qué se piensa mayoritario una y otra vez, nunca nadie le dijo que la Argentina iba a estar mejor.
En realidad una vez sí, pero al final le mintieron. Asi que es como lo mismo. No hay plata.

Recorrí en un óvalo la plaza, estaba llena nada más que en un tercio de su magnitud. Pensé en los piedrazos del 2017, desbordaba en aquel entonces. Estas fieras no van a aguantar, le dije en voz baja al aire denso que comenzaba a abombarme. Empecé a pensar en los fideos, entonces decidí que era suficiente show.
Volví a mi casa pensando en que estos años fueron signados por verdades relativas, verdades parceladas como el Estado impotente que tenemos. Hemos puesto cada uno nuestra verdad sobre la mesa, contentos de ese ejercicio de la democracia.
Ahora nos preguntamos si de esa forma no hemos suspendido la lógica misma de la verdad.  Si hay muchas verdades no hay ninguna verdad. ¿Y el hambre? Es una ecuación básica, como cuando decíamos, al descubrir la filosofía, que todo era igual a nada y nos quedábamos como maravillados ante ese manantial de misterio. Ahora nos quedamos maravillados ante el manantial de la incertidumbre. Se parece al misterio, pero no es lo mismo.
Todo esto nos suena porque el gobierno de todos fue gobierno de nada. Como el que mucho abarca y poco aprieta. ¿El hambre no habrá sido la verdad menos relativa de este tiempo, la verdad de las mayorías? No hay plata.
Cuando no hay verdad lo que queda entonces es el ejercicio del poder como poder mismo. El poder -hacer- lo detenta el que lo tiene, y el que lo tiene no lo quiere parcelar (como al Estado), lo quiere tener. Desalambrado, inmenso y ejercido. Para que cumpla su función y no le pase lo mismo que a la verdad diluida.
¿Por qué todo el poder lo tienen los garcas?  A lo mejor porque una parte de la sociedad se acostumbró a la posibilidad de poder. Se parece al poder, pero no es lo mismo.
El pecado del capitán Beto duele como el no nacido.

Mientras me iba se escuchaba la arenga final:
-Viva la libertad.
-Viva
-Viva la libertad.
-Viva
-Viva la libertad.
-Viva.

Yo me fui riendo y cantando una canción de Pappo que dice:
¿A dónde está la libertad? No dejo nunca de pensar.
Quizás la tengan en algún lugar
que tendremos que alcanzar.
No creo que nunca, sí que nunca, no creo que nunca,
la hemos pasado tan mal.

Todos a los botes.
Si hay una nueva figura social debe enseñarnos a no volvernos locos -Salud mental- con aquello que parece concreto.
Todo está en movimiento.



 

 

El enigma Riquelme // Horacio González

El fútbol, como la pintura del Renacimiento, la música barroca o las estatuillas de las misiones jesuíticas, sigue manteniendo una ilusión de arte autónomo a pesar de los poderes que lo ciñen. Las grandes fuerzas económicas y las dinastías empresariales que lo han convertido en un soporte comunicacional y publicitario saben que permanece (y desean que permanezca) el misterio de su trazo esbelto y de su contrapunto burlón. ¿Pero el homo ludens del fútbol no tendrá sus deidades del derroche anuladas por la lógica económica?
El fútbol es el cuerpo del malabarista buscando la perfección de su dúctil bravata. En el alma recóndita de la gambeta se refugia el atávico culto popular al ridículo que hiere al adversario. Porque el fútbol es el más socarrón y dilapidador de los deportes. Por eso, muchos se preguntan si su disciplinamiento por el ágora de capitalismo de las imágenes, por los dioses oportunistas del exitismo y por el lenguaje de los mercaderes no matará el carácter dispendioso de su don. Es un don hecho de la ironía del cuerpo y del dulce rencor del amague.
La “pisada de Riquelme”, enigma y ofrenda ritual del fútbol, puede ser revelación y encubrimiento. Los multitudinarios festejos boquenses, que se recortan sobre las indigencias de un país ensombrecido, pueden ser la sarcástica sustitución que produce el fútbol de los verídicos sufrimientos sociales.
Pero en el primer caso, se puede decir que el fútbol tiene su propio oficio de juglaría. El juglar del fútbol ya sabe que debe mantener sus fintas entre su empaque refinado y su precio de mercado. El candor de Riquelme está troquelado sobre la saga artística y plebeya de Maradona, pero recuerda mitos de callada timidez interiorana. Esa inocencia no nos deja olvidar que “no se saluda con Macri”. Imperturbables diferencias económicas con el hombre que algunos piensan que puede presidir un país. La modestia del héroe recorta astutamente su gracia sobre poderes encumbrados, entre traficantes y capitalistas del arabesco futbolero. De algún modo, Maradona, estridente y caído, exitoso y golpeado, ilimitado en su necedad y lúcido en su penuria, es la mezcla delirante que todo jugador admira y a la vez quiere evitar.
Y en el segundo caso: ¿puede un triunfo de Boca frente al Real Madrid resarcir de la pérdida de YPF o volverles la dignidad a los pueblos desmantelados del interior abandonados por la nueva petrolera española? ¿Ver el rostro digno y serenamente apenado de Figo conjura el padecimiento de los desocupados de Cutral-Có? El fútbol puede demostrar el poder del ángel de las tempestades, que aparece sobre nuestras ciudades destempladas con horario matutino y en día laboral, cambiando las tardes extenuadas del domingo por una irreal cancha de Tokio. Pero nunca deja de atravesar la historia con sus pasiones ilusas, y nunca deja de parecerse a la máscara que anuncia la muerte de la ilusión.

 

Página/12, 2002.

Sacrificio’s // Agustín J. Valle

“Somos Argentina, tenemos que sufrir”, decían los jugadores de la selección durante el Mundial, una y otra vez lo repitieron. Se decía en la calle también. Algo, se ve, ya estaba en el aire. Tenemos que sufrir. No es raro que una criatura tome lo repetido como destino. Pero en aquellos días de gloria -qué lejos quedaron- terminamos festejando juntos todas y todos. La calle era de la fraternidad nacional, cualquier cruce era bajo presunción de semejanza. Alegrados por lo mismo. Sintómaticos días, a la vez, de un deseo que se ve que existe en algún lugar del presente, pero sepultado por el orden actual. Festivos días que mostraron -al revés que Jeckyl y Hyde- un lado B de fiesta igualitarista, oculto y dormido tras la oficial faz normal de la vida mercantil y sus pasiones tristes, la vida «real» en la selva -donde, claro, es natural elegir a un león. El bruxismo cotidiano pega, al menos, un rugido de alivio. Sueña con no ser presa y predar.

Los modos del sacrificio quizá puedan vertebrar una narración de la historia humana. Cuanto más idealista el bicho sapiens, acaso, más sacrificial. Porque las metas trascendentales, abstractas, son ideales -precisamente- para justificar el dolor actual. Incluso para requerirlo. “En nombre de” se realizan las mayores atrocidades. Porque la lógica sacrifical hace a la eficacia actual y materialista del idealismo: como el ideal no llega, hoy se organiza la economía de intensidades libidinales con el goce que da la crueldad.

Ayer en el Congreso lo que más fervor causaba eran los cantitos de odio a enemigos compartidos; las enemistades eran el principal vector cohesivo. Había poca gente, muy poca para ser la recepción de un gobierno triunfante; nadie comparado con la inconmensurable movilización que recibió, justo cuatro años atrás, al gobierno de les Fernández, coronando la victoria de la resistencia al macrismo. El problema fue que esa fuerza coronara emergentes fuera de sí, de su vitalidad autónoma. Al empobrecimiento y la entrega propios del gobierno de Fernández hay que poner a la par, como saldo dramático, la desactivación del movimiento social, que fue el origen histórico de la fuerza del kirchnerismo, y es el único que puede hacer fuerza efectiva contra el statu-quo. Es más, el empobrecimiento -que no es sino el enriquecimiento de sectores privilegiados locales y foráneos- es efecto de la desactivación de la movilización social.

Una tragedia: el kirchnerismo como gobierno crispó a las fuerzas reactivas más ocuras de la sociedad, pinchó al monstruo, y terminó desarmando a las fuerzas capaces de resistirlo, de plantar otros deseos en la sociedad. El desarme, vía delegación del estado de ánimo, fue una fetichización idolátrica según la cual el pueblo fue empoderado por el Estado, cuando la clave fue al revés.

Desarmada la movilización y, además, quemada su agenda. Porque si alguna intención igualitarista hubo en el gobierno saliente, no pateó al arco jamás, no trabó fuerte una vez, y las banderas progresistas quedaron impugnadas por enarbolarse mientras se agudizaba el mal vivir de la gente. “Estado”, “derechos”, incluso “democracia” y “patria”, etcétera, pegadas a una política de ajuste, hambre y entrega, pasan a ser mentiras.

En cambio, si se vive mal, si vivís sufriendo, que alguien venga y diga, precisamente, “sufrimiento, dolor, y más allá la salvación”, resulta más adecuado. Sinceramiento de la economía afectiva. Vivimos mal y al menos por los próximos dieciocho meses (?) vamos a seguir viviendo mal: ¿no es de lo más verosímil y sincero que se dijo en el teatro político últimamente? ¿No tiene sentido querer que, al menos, este dolor sea antesala de un orden nuevo y luminoso? Y es pueril burlarse de una matriz racional añeja al menos como Occidente.

Ahora bien, ese dolor se tramita con una dosis de crueldad. Milei encarna la racionalidad pura del capital; un idealismo del capital. El paraíso prometido es de competencia y desigualdad. Tal su horizonte salvífico. Sacrificarse, ajustarse, sufrir, se tolera más fácil si hay algunos que encarnan un destino cualitativamente peor: no ya perdedores en la desigualdad, sino sujetos negados en su condición de semejante. Destituidos de su humanidad, orcos. No gente a la que le pasan cosas malas, pobres; sino gente mala, cuyo destino correcto es el escarnio. Un castigo que no busca restituir castidad, un castigo supresivo, donde el espectáculo de la crueldad devuelve alivio al ánimo de los integrados. La destitución de la semejanza es una operación necesaria como trasfondo que normaliza el sentido la desigualdad (de allí la relevancia de apoyar a Israel para el pathos neoliberal). Una verdadera tecnología política donde el dolor propio se justifica por la presunta salvación por venir, y el tránsito mientras tanto se tolera mejor con una buena cuota de sangre ajena.

Leer a Lewkowicz hoy // Diego Sztulwark

 Efectivamente, para IL la palabra catástrofe poseía el valor de una categoría-umbral. Expresión umbral porque con ella pasamos de un plano del pensamiento categorial a otro experiencial. Ella cierra el mundo categorial tras de sí. IL clasificaba las crisis según se configuraran como trauma, acontecimiento o catástrofe. El trauma es interferencia, intromisión de un factor disfuncional para la estructura que como tal puede resultar tratable/asimilable. El acontecimiento, en cambio, era el nombre que se le otorgaba a un término nuevo, hasta entonces desleído, que de manera imprevista se imponía a la situación reorganizando sus posibilidades, sustituyendo una estructura vieja por otra nueva. La catástrofe, en cambio, era una suerte de inundación que no admite ni la asimilación del elemento disfuncional (del trauma) ni la emergencia, bajo una lógica sustitutiva, de un nuevo esquema. Lewkowicz quería pensar el estallido como irrupción de un nuevo diagrama de fuerzas -al cual llamaba “era de la fluidez”-, que no dejaba de plantear interrogantes severos acerca de las operaciones de pensamiento necesarias para inventar estrategias o modos de habitar el nuevo espacio/tiempo. Su mirada era la de una historiografía urgida de la actualidad. A ese requerimiento correspondía su principal hallazgo, al que llamó “condiciones de mercado”. La catástrofe destituía toda posición estatal o jurídica capaz de donar priori consistencia a las diversas situaciones. 2001 es la destitución de las condiciones estatales, y el anuncio de que los poderes del capital desbordan toda regulación política. La ética implícita en “Pensar sin estado” no era, pues, politicista sino nietzscheana. Mas que una tesis sobre el Estado, se trataba de llevar a fondo un nuevo capítulo del desfundamento operado por la “muerte de Dios”. En otro texto publicado en simultáneo a Pensar sin Estado, “Condiciones postjurídicas de la ley” (Deseo y ley, Primer Coloquio Internacional; Biblos, Bs-As, 2003), IL definía la “condiciones estatales” -destituidas por la catástrofe- como aquellas en los cuales la potencia jurídica funcionaba por medio de la potencia soberana del Estado como articuladora de la ley simbólica que permite definir aquello que se define como “humanidad” tanto como el conjunto de las reglas sociales. Las condiciones así definidas eran el efecto de una potencia hegemónica (soberanía estatal). La catástrofe -concebida como crisis de esa potencia hegemónica-, no se restringía por tanto una mera crisis de la soberanía estatal, sino que arrasaba junto con ella la capacidad de normar lo social afectando la definición simbólica misma de humanidad. Catástrofe es, por tanto -para IL- el nombre-umbral por el cual ingresamos en un proceso histórico caracterizado por la “destitución de la soberanía del Estado en nombre de los poderes del capital neoliberal”, caracterizados por una “preponderancia absoluta del capital financiero”.

La nueva potencia produce nuevas condiciones para la vida social y para la comprensión de lo humano como tal (lo que permite inscribir a Lewkowicz entre los pensadores de una mutación antropológica). El propio capital muta en la destitución. Ahora es “financiero y virtual” más que “productivo y real”. El capital productivo que “se regulaba por la ley de la ganancia media” es sustituido por el capital financiero que “funciona sobre el imperativo de ganancia infinita”. Este imperativo de infinitud montado sobre unas bases materiales que le proporciona el andamiaje tecnológico de la comunicaciones y la información constituye la dinámica destituyente de la potencia soberana del Estado (en condiciones de mercado los propios estados deben hacer pie en sobre un “substrato fluido”). La destitución es el efecto de la catástrofe. En condiciones de mercado -de fluidez- los términos de la situación ya no poseen ligadura estructural. Toda consistencia deberá ser instaurada y sostenida por prepotencia de la subjetividad. En la reflexión de IL la catástrofe introduce “fluidez” allí donde antes preexistía el “sentido”. La fórmula de la desesperación en la catástrofe bien podría ser, entonces, de orden temporal: “sucesión sin sentido”. Sin tiempo progresivo que garantice la institución, la idea misma de organización roza de modo ineludible la desesperación: la operatoria de la institución debe ser garantizada cada vez.

La fórmula empleada por Lewkowicz tienen resonancias sugerentes: “para perseverar hay que alterarse” (¿no es exactamente la misma fórmula que surge de la lectura sesentiochezca que hace Gilles Deleuze del conatus spinoziano? ¿O no es este “esfuerzo por perseverar en su ser” aquello que ocurre a través de una serie de afecciones que alteran la potencia de existir bien aumentándola o disminuyéndola? Pero lo que en Deleuze se despliega creando sentido -la perspectiva de una multiplicidad constituyente-, en Lewkowicz, por el contrario, se da sobre fondo de la depredación y de un desesperante sin sentido al que hay que arrancar, en lucha agonal, una dosis de subjetividad. Deleuze y Lewkowicz observan dos dimensiones del mismo fenómeno de desborde de lo material por sobre lo jurídico). La catástrofe conduce directamente al Estado de Excepción Permanente.

Aquí IL se roza con autonomismo postobrerista italiano. En particular con Paolo Virno, quien estudia del papel de la nueva composición de la fuerza de trabajo en la constitución de ese desborde/catastrófico permanente. En las condiciones de “fluidez” la excepción “ya no es excepcional”. Si según Schmitt la soberanía consistía en declarar la excepción, IL se preguntaba “qué tipo de poder es el del capital financiero que la impone sin decidirla?” Dos líneas de respuesta vienen a la mente: soberano es en condiciones de mercado quien define los automatismos financieros-comunicacionales (como en Bifo), o es quien puede hacer la guerra (como en Lazaratto). En los primeros años de kirchnerismo el decisionismo político vino a ofrecer una respuesta política provisoria a la exigencia planteada en términos de institución política del autoridad del estado. ¿Cómo pensar con IL en los tiempos que se nos vinieron encima?

Nuestro temor tan puro // Florencia Vivone y Pablo Fernández Rojas

Somos nadie

Multitudinarios

Perdidas

Sin identidad

Timbeandonos la eternidad

 

 

¿Quiénes supieron leer dónde está hoy el pulso de época? ¿Quiénes quedan por fuera?

 

¿Quiénes nos quieren contar que en el odio no hay vitalidad?  ¿Quiénes reprimen nuestro deseo incendiario?

 

¿Quiénes quieren que les pidamos permiso para odiar?  ¿Qué pecado capital nos cabe?

 

¿Quiénes son los verdugos que nos van a señalar? ¿Qué karma vamos a tener que pagar?

 

¿Qué lecturas ya no nos alcanzan? ¿Qué vivencias nos exceden?

 

Odiamos.

 

Nos arrebataron el sentir esta pasión y la posibilidad de pensarla.

 

¿Cuánto miedo se nos juega en habitar nuestro odio? ¿A dónde dejamos de pertenecer al hacerlo y al decirlo?

 

El miedo nos curte. Está lleno de información. Te pone pillo para olfatear por dónde es. Para mirar atrás, cada vez que vivís el barrio, y no regalarte.

 

¿Quiénes nos quieren contar que miedo nunca tuvimos? Si lo vivimos todos los días.


El odio nos electrifica. Es impulso vital. Nuestros cuerpos lo encarnan.

 

¿Dónde caben esas consignas vacías sobre las revoluciones del amor, que no hacen mella ni nos mojan el paladar?

Si nuestro odio está bancarizado gracias a MercadoPago y disciplinado por el Estado..

 

¿Cuánto vale tu odio?

 

Odiamos con todo el cuerpo.

En la calle, en nuestra casas, en nuestras ranchadas.

 

¿Te avergüenza odiar?

La culpa nació cristiana, y ya es de todas.

 

¿Quiénes son nuestros verdugos?

Si de la gira, no hay resurrección posible.

 

Si el odio nos libera y en este agite, estamos todas.

 

Si nos re cabió.  A esta fiesta no nos invitaron por caretas. Por mirarla tanto desde afuera. Por zarparnos de espectadores.

 

Si nos pinta ese agite, que no se encolumna en ninguna bandera, en ningún himno, pero siempre está y nunca deja las calles, los márgenes, la noche y los antros.

 

Este infierno está encantador.

 

mientras escribimos, nos vamos destruyendo un poco más.

 

¿Quién pone la otra mejilla?  ¿Quién está para esa?

 

No hay nada en qué creer, sólo en el odio, cuando Papa todas las noches se acuesta en nuestra cama. Y mamá sabe sobre la Sagrada familia y nosotras también.

 

¿Qué nos quieren venir a contar, a decir cómo cuidarnos? Si las pibas saben que en este mundo sobran adultos, recetas, protocolos y Verdades.

 

De qué amor hablan, cuando la AHU nunca alcanzó y estas sola con los pibes, pero las instituciones tienen tu número y te llaman a vos, y te exigen a vos, y te reclaman a vos, para que cumplas con tu deber ser buena madre.

Qué amor cabe, si somos nosotros los que conocemos el verdugueo, por portación de nuestros cuerpos. Si a nosotros nos para el jefe de calle, o el gendarme que esté de turno, cuatro veces en el día, y esas ganas de ser nosotros los verdugos, aunque sea una vez, se nos hace carne todos los días.

 

¿Qué amor?, si en estas fiestas queremos la guita para estrenar todo lo nuevo que compramos.

 

¿A quienes les cabió la culpa y la moral del, entonces, Ahora 12 cuotas sin interés? El que ahora es mi Mercado Credito usurero que nos permite la gira. 

 

Consumimos porque nos cabe. Festejamos porque les duele, y resistimos porque odiamos. 

 

Quiero odiar este domingo y quiero permitirme odiar siempre.

Transitar esta pasión, habitarla y hacerla cuerpo. Odiar por ser unos giles. Por saber que hay fiesta y no somos parte. Porque se zarpan en regocijarse en consignas que sólo son para ustedes.

No queremos consuelo ni ser las mejores conteniendo, abrazando y sosteniendo.

Porque sabemos que el uniforme le cabe a todo aquel que nos reprime la liberación que del odio emerge. La pasión que no se disciplina, que destruye y que rompe.

 

Que amplía los márgenes de la libertad.

 

 

Escribimos y ya no sabemos quienes somos. Solo el odio que portamos.

 

 

 

 

 

Desconsideraciones // Cynthia Eva Szewach

                                                    “Ninguna otra voz ha sido testigo más veraz de las tinieblas”

                                                                                  Steiner sobre Kafka                           

El artista del hambre es, ante todo, una experiencia de lectura.  El espectáculo que se ofrece con el ayunador, estaba según se relata, entrando en decadencia en su tiempo. El ayunador, un personaje sin nombre, sin historia, un hombre solitario que lamenta necesitar de las visitas como razón de su existencia, pero no solamente. No podemos entender la estofa enigmática de su decisión de ayunar.  No puede evitarlo dice al final. No se trata de libertad sino de inevitabilidad. En “El Informe para una academia”, el personaje renuncia a su simiedad y se encuentra en cautiverio, aunque tampoco busca la libertad, ni la fuga, sino una salida, aún bajo la forma del engaño.   La salida no es la puerta siempre abierta como acentúa Cacciari que encuentra en Kafka, y la llave no están quizá en el transcurso del vivir, sino en el desierto continuo de los tiempos, para lo cual una vida no alcanza. En lo intermedio las huellas incluso en la errancia detenida.  En su simiedad abandonada, el personaje con gestos humanos aprende dice, desconsideradamente. Pareciera obtener otra posibilidad de sobrevivir que el artista del hambre. Al mismo tiempo notamos la  humorada a la Academia de La Ciencia. ¿Qué quiere decir que nos plantea una salida? ¿Hacia dónde? En ninguno de los dos parece tratarse de un acto sacrificial, sino de una renuncia que acentúa un deseo sin origen.

Un artista del hambre ¿hace del hambre un hecho artístico? No dice que tiene hambre, pero si, que lo soporta por una cuestión de honor. Es el ayuno tenaz. No es un suicidio.  ¿Cuál es el ideal que sostiene el honor de su activa acción? Si no se trata de Ideal, en tanto honor,  se trata de dignidad.  La dignidad atañe al deseo.

Es un cuerpo en la Feria para ser mostrado, fotografiado en su estado raquítico ¿nos recuerda ahora, entonces anticipa a las imágenes que veremos en la posguerra de los cuerpos amontonados o sobrevivientes?  Aun así, parece que se emancipa del comer.  ¿Una huelga al sentido común? ¿Una esclavitud remasterizada en una época? ¿Una imperiosa demanda de reconocimiento “de deseo de un hambre de otra cosa”? como dice Ginette Rimbault acerca de Simone de Weil. Aquí es el amor de practicar su oficio hasta el fin. Escritura sin comida dice Kafka.  La escritura como asalto a las fronteras dice Bloom. Puede ser una labor como conjuro. ¿Debe rendirse el poeta? Se pregunta Steiner.

El ayunante quiere ir más allá de los cuarenta días establecidos. Le interesan mucho más los guardianes que lo vigilan desconfiados y no los que distraídos  lo olvidan. Porque además podía demostrar algo: que no se trataba de un esfuerzo, sino que su trabajo lo constituía en único, excepcional, alguien. Pero, es un ayunamiento interrumpido.  No resultaba a la vista muy soportable esa delgadez para el público, no es sencillo de mirar. Reducido a un cuerpo reducido. No plantea tampoco al ayuno como salvación. Quizá muestra sin el velo de la negación a lo que estarán nadificados inexorablemente nuestros cuerpos

¿Porque se requiere una jaula si no deseaba ir a ningún otro lado que estar ahí? Hay algo impactante, la generación de una crueldad más que de compasión. Las señoritas que lo retiran no soportan un hedor, o algunas que lo miran destilan una crueldad, no hay piedad.

El pasaje al circo, tema que a Kafka le interesa en sus variaciones inaprehensibles, a veces como decadencia, pero otras como en la novela “El desaparecido” como Paraíso.: Hay allí trabajo para todxs.

Al pasar al circo en la caída de su atractivo quedó a la intemperie su dependencia fastidiosa con un público, una soledad puesta en cuestión, dejando que se lo acerque a la jaula de los animales, más atractivos, más bellos, más fuertes, soportando incluso ser mirado de reojo por familias y sus niñxs. El público ocupa lugares enigmáticos.   Puede producir al lector como en ciertas películas, el hecho de que nos quedamos entrampados en desear que algo concluya, aunque sea en un fatídico final. Que la cosa termine de la manera que sea.

El artista del trapecio sin embargo plantea una valiosa soledad en su oficio. Lo interrumpen los viajes de ciudad en ciudad para realizar sus espectáculos. Quiere dos trapecios y no uno. ¿Como se puede vivir con una sola barra en las manos? Se pregunta con angustia. En este caso hay consuelo inmediato a sus sollozos, le compran otro trapecio, pero con una intranquilidad del empresario: se dio cuenta que querer otra cosa podía ser para el artista algo interminable. En el cuento “La galería” un espectador llora, vislumbra hacia el final que algo lo aflige, porque la caballista del circo en su ronda no es una joven tísica latigada por el empresario para ir a salvarla, sino una joven bella que quiere cada vez más aplausos montada en su corcel en equilibrio feliz.

Volviendo a El artista del hambre, sus palabras solo aparecen en su agonía. Como si la materialidad del cuerpo desvaneciéndose fuese en una corriente contraria ala materialidad de la palabra. Allí se extrae fuerza de decir, escribir.  En los límites del lenguaje que nos habita deshabitándonos. Es la escritura de la disolución del escribiente.

 ¿Por qué el ayunador susurra moribundo un pedido de perdón al empresario? ¿Qué se trata de perdonar a un incomprendido? Nada del comer nunca le ha gustado confiesa. Continua con una convicción ya no orgullosa hasta morir y quedar confundido entre la paja de la jaula.  Rápidamente es sustituido por un animal, una joven pantera, que la alegría de vivir brotaba de sus fauces y estremecía a sus espectadores.

 

Cynthia Eva Szewach

Defender recreando (a propósito de izquierda y Constitución) // Amador Fernández-Savater

Lejos queda ya la impugnación radical del 15M al régimen del 78, Constitución incluida. La izquierda actual (primero Podemos, luego Sumar) ha cambiado de relato: propone distinguir entre Constitución y régimen del 78, disputar el sentido del texto constitucional, verificar los derechos enunciados allí (sobre la vivienda, el trabajo, etc.).

La impugnación del 15M bebía de un clima de cambio, se soñaba con reescribir la “ley de leyes” en un proceso constituyente abierto a toda la ciudadanía. Reescribir sin miedo una Constitución que fue escrita desde el miedo (“o yo o el caos”). Un ejercicio de democracia de masas, un aprendizaje colectivo de la política, una experiencia de participación genuina.

Vivimos un presente muy distinto. Así lo interpretan Gerardo Pisarello y Yolanda Díaz de Sumar (acompañados por Cristina Monge) en un acto de reflexión sobre la Constitución en su semana de aniversario. La relación de fuerzas ha cambiado, el clima de cambio se ha enfriado, el momento es “defensivo”.

Ahora se trata de reivindicar la Constitución del 78 (sin negar sus claroscuros) contra el régimen elitista y oligárquico que la ha “vaciado de contenido”

Ahora se trata de reivindicar la Constitución del 78 (sin negar sus claroscuros) contra el régimen elitista y oligárquico que la ha “vaciado de contenido”. No soñar con ninguna quimera constituyente, sino partir del propio texto, legislar para cumplir sus promesas, disputarle una interpretación garantista de la Constitución a las derechas. 

Ahí donde el neoliberalismo desregula, volver a regular desde la política. Garantizar derechos, embridar los abusos de poder de grandes empresas y corporaciones, redistribuir la riqueza. 

Ahí donde la derecha pretende apropiarse del texto constitucional mediante una “lectura única”, abrir la interpretación leyendo detenidamente artículo por artículo, desactivar los virus troyanos que ponen materialmente el texto al servicio de los poderosos (artículo 135, representación no proporcional). 

Ahí donde el relato establecido (en extraña simbiosis con el discurso más crítico) nos quiere hacer creer que la democracia y la Constitución fueron una concesión de las élites, recordar que ambas fueron queridas por la gente, una victoria de los movimientos de base.

La política debe ser útil: cambiar realmente la vida de la gente. Sólo así podrá repararse uno de sus grandes males actuales: la desafección hacia las instituciones, los partidos, la política y la democracia. Se trata de “curar” la desconfianza entre gobernantes y gobernados, entre arriba y abajo, no “radicalizarlos” o “politizarlos” como pretendió el 15M. 

Hasta aquí el relato, creo que fiel, de lo expuesto por los dirigentes de Sumar en el acto, base discursiva de una estrategia política posible para esta legislatura. 

La mirada defensiva

¿Cómo negar que hoy el clima es muy distinto al de hace diez años? En la sociedad se ha congelado el impulso de cambio, la izquierda en el poder ha propuesto una salida de la crisis distinta al austericidio de 2011, ha emergido con fuerza la contestación de extrema derecha de Vox. Repetir sin matices los eslóganes del 15M (por ejemplo “PSOE y PP, la misma mierda es”) es una idea que sólo cabe en la cabeza de quienes, como Ana Iris Simón, quieren hacernos creer que los indignados hoy son los que se ponen frente a las vallas de Ferraz. 

Por supuesto que hay derechos que defender. Políticas públicas que activar. Olas reaccionarias que detener dentro y fuera de las urnas. Riqueza que redistribuir. En definitiva hay “bienes pequeños”, como dice Santiago Alba Rico, que proteger. Despreciar todo eso, en nombre de una radicalidad abstracta y purísima, sólo pueden permitírselo algunos privilegiados que (como ejemplo) no tienen problemas de acceso a la sanidad pública. 

El problema no es entonces proteger o conservar nada, sino hacerlo desde una “mirada defensiva”. La mirada defensiva, puramente resistencialista, es perdedora antes o después. ¿Por qué? 

En primer lugar, porque se identifica con el statu quo, con lo establecido, dejando todo el espacio de impugnación a la derecha y la extrema derecha. El statu quo, lo establecido, es un sistema neoliberal que permea las instituciones y produce masivamente desigualdad, exclusión, precariedad, sufrimiento psíquico. Es comprensible el poco entusiasmo que suscita su defensa. Identificarse con el statu quo es ser percibido como parte del problema por parte de la población. La derechización del malestar social bebe de aquí. 

El problema no es entonces proteger o conservar nada, sino hacerlo desde una “mirada defensiva”

El hastío y el rechazo del sistema y de la clase política son un síntoma que debe leerse, no simplemente un déficit a subsanar. La desafección no es un fenómeno que debe ser corregido o arreglado, sino primero interpretado. El malestar social, del mismo modo que nuestras averías y dolores personales, no es lo que hay que “curar”, sino lo que en primer lugar se trata de escuchar

Porque si escuchamos de verdad, si dejamos hablar a los síntomas en lugar de hablar todo el rato nosotros, podremos advertir soluciones inesperadas, impensadas aún, en lugar de recetar las políticas o terapias de siempre. El malestar personal dice: “Debes cambiar tu vida”. El malestar social de la desafección dice: “Hay que cambiar el sistema, reinventarlo todo”. El malestar puede ser justamente la energía de transformación, si no lo neutralizamos ni dejamos que lo canalice la derecha. 

En segundo lugar, la mirada defensiva pierde de vista el verdadero alcance del problema que tenemos. El neoliberalismo no sólo son políticas de desregulación que desarman el puzzle (del Estado social) que se trata de volver a montar, sino una forma de sociedad, una manera de pensar, un tipo de ser humano individualista y competitivo. La atmósfera misma que respiramos, el mundo mismo en que vivimos, la promesa misma de realización y felicidad a la que adherimos. 

La izquierda defensiva se queda clavada en una posición puramente reactiva: allí donde el mercado inventa, produce y configura, ella se limita a “regular”desde el Estado

La herramienta de la política es completamente insuficiente para frenar ese mundo que se reproduce en nuestras decisiones más cotidianas (comprando en Glovo, alquilando en Airbnb, ligando en Tinder, buscando en Google, viajando en Uber). La izquierda defensiva se queda clavada en una posición puramente reactiva: allí donde el mercado inventa, produce y configura, ella se limita a “regular” (un impuestito aquí, una norma allá) desde el Estado. 

Es decir, mientras que el mercado produce a diario experiencia y realidad, el mundo en que vivimos y la vida que llevamos, la izquierda dispone tan sólo del poder (vertical) de la ley y del poder (retórico) de la comunicación. Y por eso es percibida como autoritaria y moralizadora, regañona y puritana. No crea nada, sólo limita. Eso explica que la derecha haya conseguido apropiarse tan fácilmente del concepto de “libertad”: es la libertad de hacer lo que se quiera… ¡en el mundo naturalizado del mercado!

Por último, las máquinas políticas estatales y partidarias son productoras masivas de desafección. Pretenden el monopolio de la acción, de la decisión, de lo público. Nuestras instituciones están diseñadas contra la participación de la ciudadanía en los asuntos que le conciernen. No se trata simplemente de “cambiar la vida de la gente”, introduciendo de ese modo la distinción entre nosotros y la gente, los que tienen problemas y los que tienen soluciones, sino de abrir espacios para que la gente pueda cambiar su propia vida desde sus propios saberes y experiencias. Des-estatizar y des-partidizar la vida pública, volverla común. Eso es radicalizar verdaderamente la democracia. Pero los aparatos políticos hablan tanto más de participación cuanto menos la practican. Temen perder el control más que nada en el mundo, en primer lugar dentro de sus propias organizaciones. Un detalle revelador: en el mismo acto de reflexión sobre la Constitución que venimos comentando, se dejaron exactamente cinco minutos para la participación del público. Un adorno, anecdótico. 

Política paradójica

Antes o después la mirada defensiva pierde. Pero se pueden defender los “bienes pequeños” sin identificarse con lo establecido, sin simplificar el relato sobre los orígenes de nuestra democracia, sin perder de vista la necesidad urgente de retomar la iniciativa, es decir, la capacidad de crear mundo

Hay que defender la democracia contra la extrema derecha. Lo llaman democracia y no lo es. Las dos cosas son verdaderas. Todo depende de nuestra capacidad de saber hacer algo con esa paradoja. Una estrategia anfibia: defender y reinventar. Defender reinventando aquello que se defiende. Radicalizar la democracia. 

Reinventar, en concreto, los mecanismos de participación directa de la ciudadanía en las políticas públicas y los asuntos que le conciernen; la propia noción de partido, más allá de sus formas carismáticas, verticales y orientadas a la comunicación; la cultura misma como atmósfera y mundo de vida, reactivando la capacidad ciudadana de creación de nuevos valores. 

Reinventarlo todo, para conservar lo que merece la pena. 

 

FUENTE CTXT

Sobre la libertad // Diego Sztulwark

Se discute sobre la libertad en la política, en las redes, en los medios. De pronto, las categorías de la economía y la filosofía política -que son también las del marketing- inundan el lenguaje. Se parte de considerarla tan natural como el oxígeno que se respira, y tan individual como el propio cuerpo. De modo tal que nos hacemos de ella la idea de una experiencia directa (“hago lo que quiero”), y de su negación a una instancia segunda y externa (“¿quién sos vos para decirme que hacer?”). La rebelión y la escena libertaria consisten en reconocer al propio deseo como principio absoluto y en rechazar al otro que limita como una afrenta. La libertad no es experiencia constructiva, ni constitución colectiva sino reacción inmediata e instancia personal. El triunfo de esta libertad viene confirmado en la vida cotidiana mucho antes de volverse argumento. El criterio de la verdad práctica, aquella que se aprecia en el orden de los afectos, hábitos e instituciones antes que en discursos articulados, ya actuaba como criterio convincente en Thomas Hobbes, para quien la verdadera opinión sobre los propios vecinos la ofrecemos no cuando opinamos sobre ellos sino en el acto mismo de cerrar la puerta con llave.


La crítica de esta reivindicación de la libertad como espontaneidad humana tiene muchas fuentes. Una de ellas es la obra de Baruch de Spinoza, quien durante el siglo XVII holandés redactó un formidable texto -el Apéndice de la primera parte de su Ética– en el que escribió que los humanos se creen libres porque saben lo que quieren y, sobre todo, porque ignoran las causas por las cuales quieren lo que quieren. Una de las particularidades de la crítica spinozista de la libertad consiste en que ella no niega ni se burla del camino -precisamente ético- que lleva a las personas a buscar su propia potencia. Sólo señala algo decisivo: si no nos preguntamos por qué -en qué condiciones, bajo qué determinaciones concretas- queremos lo que queremos, no habremos nunca de dar el paso decisivo que nos quita de la ignorancia. Spinoza desconfía así del recurso a la vivencia inmediata como fundamento último de algo así como una verdad de la conciencia. No basta con saber lo que se quiere. De hecho, ese “saber”, es ignorancia. ¿Ignorancia de qué? De aquellos factores que actúan sobre eso que llamamos nuestro “querer”. Vale decir: nada menos transparente y en cierto sentido “verdadero” que el modo en que nos relacionamos con nuestro deseo. La posición inicial de nuestro deseo –quiero y se lo que quiero– es la de una conciencia impotente respecto a las causas que actúan sobre él, constituyéndola. Una conciencia pasiva, que lo ignora todo sobre el mundo sabe lo que quiere, pero no sabe nada de todo aquello que la hace querer de ese modo. Esa pasividad del querer remite a una impotencia inherente al saber que le corresponde. Este saber del querer, que llaman libertad, no puede ser libre, puesto que está sometido a fuerzas que actúan sobre él, haciéndolo obedecer. El individuo que se cree libre porque dice saber lo que quiere, ignora su propia condición servil. La libertad, parece decir Spinoza, es otra cosa.


Spinoza no se burla de quienes desean salir de la ignorancia. Eso se nota, en primer lugar, porque él no refuta nunca el carácter deseante del saber de la conciencia. No pretende introducir un principio autónomo de razón, ni formular una idea desafectada del conocer. Por más que se cite una y otra vez aquella correspondencia en la cual el filósofo ha escrito “no se trata de reír ni de llorar, sino de comprender”, no hay modo de hacer de este “no reír ni llorar” una apología de una razón desapegada. La ética convierte las pasiones en afectos activos, no en razones abstractas. Por lo que conocer, para Spinoza, es asistir al deseo con una potencia de comprensión en torno a la relación que los fenómenos naturales poseen entre sí. De modo que el camino ético es inseparable de una interrogación -propiamente filosófica- sobre las fuerzas (casusas) que actúan sobre nosotros. Conocer es conocer la relación entre las cosas desde la perspectiva de nuestra propia potencia. Podría incluso decirse que conocer es, en Ética, un correlato de la experiencia gracias a la cual constituimos nuestras capacidades de actuar y pensar. La libertad pierde, por este camino, todo carácter de resultado final o meta a la que llegar.


El citado Apéndice de Ética se apoya en una crítica a la idea de que las cosas valen según su finalidad (su para qué natural). No es cierto que Dios haya creado el mundo con un fin, ni que haya creado las cosas del mundo para la satisfacción humana. Ni que haya creado al humano para que lo gloríe. Dios es Naturaleza. No posee exterior espacial ni temporal. Ni Dios es Ser Creador, o Monarca Celeste; ni la Naturaleza es lo creado por Dios. Dios es Naturaleza quiere decir que la naturaleza es causa única, infinita e indivisible de sí misma. Y que los seres son modos de ser de esa causa inmanente. No hay espacio en la lógica de la causa inmanente para separar el acto de sus fines, ni para separar a Dios del mundo. El único tipo de causa actuante es la causa eficiente y solo ella provee de conocimientos adecuados. En términos prácticos y políticos, ser libre supone actuar de modo tal que seamos capaces de convertir aquello que nos determina en condiciones para el despliegue de nuestra capacidad de hacer y pensar. Y para eso es preciso hacer una experiencia, evaluar nuestra relación con las fuerzas de la situación de modo tal de extraer conocimiento sobre ellas. No hay orientación política por fuera de estas evaluaciones. Y son estas evaluaciones las que permiten comprender el carácter colectivo y procesual de la constitución de toda potencia política.

De modo que la libertad en Spinoza no es nunca punto de partida ni de llegada sino experiencia, proceso, lucha, esfuerzo de comprensión, tentativa de activación deseante. Como decía en estos días Diego Tatián, en Spinoza más que “libertad” hay “liberación”. Ahí donde las fuerzas de la sociedad neoliberalizada nos instan a confiar de modo inmediato en el deseo mercantil, y en el saber sobre ese deseo que es un saber sobre precios, intereses y formas predeterminadas de consumo, la lógica del capital manda sobre la naturaleza, a la que sustituye, imponiendo su propia finalidad como sentido último de todo lo que existe. Los héroes del presente podrían escribir Dios es Capital. Encontramos en Spinoza -y luego en en Marx-, la crítica más demoledora de esa pretensión. La naturaleza asumida como perspectiva crítica de toda trascendencia es ya el método crítico capaz de percibir la farsa que supone toda lógica colonizadora: el capital, sin poseer los rasgos de eternidad de la naturaleza, es una combinación restrictiva de combinaciones (la restricción viene dada por el axioma que hace depender toda combinación natural a la producción de beneficio y consiguientemente, de la capacidad creativa en mercancía). La experiencia ética implica una crítica de la mercancía como forma racional y sensible de todo lo vivo, un descubrimiento de la utilidad común como fundamento de la cooperación humana que va más allá de las técnicas de gestión fundadas en la competencia, una apuesta a la articulación política de las potencia bajo la forma de una democracia que efectivice el gobierno de la cooperación y una interrogación colectiva sobre el sentido de nuestra existencia como que excede toda ilusión reaccionaria de la libertad en nombre de procesos singulares de liberación.  

 


Buenos Aires, 5 de diciembre de 2023.

La hipótesis del espíritu // Tomi Baquero Cano

 

“Empecemos por descartar todos los hechos, ya que no afectan para nada a la cuestión. Las investigaciones que pueda uno acometer a este respecto no hay que tomarlas por verdades históricas, sino únicamente por razonamientos hipotéticos y condicionales, más a propósito para dilucidar la naturaleza de las cosas que para revelar su verdadero origen”

J-J. Rousseau

 

 

Este escrito surge de una dimensión vital, y no de conceptualizaciones consideradas profundamente ciertas, sistemáticas y rigurosas. Surge de la experiencia de compartir una idea con amigues y encontrar alegría, resonancias, deseos de hacer cosas juntes. En este contexto, no sé cómo haríamos para pensar de otro modo. Son tiempos de decidir con otrxs qué es lo que necesitamos. Estas palabras están especialmente atravesadas por las voces amigas de Ro Tirita, Seba de Mitri y Juan Rocchi. No siempre ocurre en filosofía que una idea aparentemente abstracta y lejana a la vida logra encender algún que otro corazón en sus aspectos más cotidianos. Por eso, el único deseo que habita este escrito es perseguir el asombro de que una hipótesis nos haya dado alegría y deseos de explorar a algunes amigues y a mí. No es poca cosa, me parece, en un contexto que se siente como un desierto de vitalidad. Al menos yo, todavía, confío en que la filosofía pueda contar historias que cuiden la vida.

 

I

Hace poco, en una clase con estudiantes que en su mayoría habían nacido entre el 2000 y el 2004, se debatía sobre el uso del celular y los efectos que produce en nuestra vida. Una estudiante comenta que se suele quedar dormida frente a la pantalla encendida de TikTok; otras personas confirman que es así como concilian el sueño. A propósito de la experiencia de dormir en carpa en la montaña, se me ocurre comentar que, más allá de descansar mejor o peor, el momento antes de dormir me parece muy particular: hacer nada, cerrar los ojos, sentirse en algún lugar en pleno silencio. Al imaginar esta situación, la primera estudiante dice, llevándose la mano al pecho y de una forma tan genuina que produce un escalofrío: «¡qué horror!».

En el último libro de Fabián Ludueña Romandini hay un posible diagnóstico de esta situación, absolutamente desconcertante. Tras una argumentación que aquí no es necesario reconstruir, Fabián concluye que “los seres humanos del mundo presente carecen, propiamente hablando, de psykhé”, es decir, de alma. Lejos de ser una casualidad, nos dice, esto responde a “la pulverización organizada de toda psykhé”. Nuestros cuerpos, hoy, carecen de alma, están despojados de espíritu. O, al menos, éste existe en un grado ínfimo, que apenas alcanza para ser cuerpos que se mueven.

¿Qué quiere decir esto? ¿Qué hacer con este diagnóstico? No son maneras de hablar que habituemos, pero no tenemos nada que perder, dejémonos llevar: estamos desprovistes de alma. Abandonemos cualquier aire cristiano que podrían tener estas ideas que son más viejas que el cristianismo. Para evitar esas derivas, en vez de “alma” probemos la palabra espíritu. Digamos nada más que el espíritu es eso que anima un cuerpo, que le da coraje para mantenerse en pie. Pensemos en la grandeza de espíritu de aquella foto de las Abuelas de Plaza de Mayo tomadas de los brazos mientras se acerca la policía montada. O, también, digamos que el espíritu es eso que acompaña la vida del cuerpo, su capacidad de inflarse de entusiasmo, de inspiración, de admiración, pero a su vez de recibir la visita de un recuerdo, de viajar al pasado, de hacer presentes en la vida diaria a las personas que queremos. Pensemos en las travesías espirituales de tantas presas y presos políticos que, a veces en completo aislamiento, han hecho del espíritu su morada. El espíritu estaría emparentado, como mínimo, con todas esas cosas. De allí, entonces, la preocupación de que pueda existir algo así como una pulverización organizada de los espíritus.

Sin saber si algo de todo esto es cierto o no, llamémoslo nada más la hipótesis del espíritu, a ver qué pasa. Tomémosla como una idea filosófica en un sentido antiguo, es decir, simplemente como algo que quisiéramos compartir con amistades. Volvamos a la persona que busca conciliar el sueño frente a la luz de la pantalla del celular. Si es cierto que hoy carecemos casi por completo de espíritu, no sorprende en absoluto que intentar dormir sin algo que encandile e hipnotice el cuerpo resulte insoportable. A oscuras nuestro cuerpo, invitado por su espíritu, se dedicaría imaginar, pensar, recordar. En cambio, un cuerpo sin espíritu, a oscuras, solo y en silencio, hace una experiencia insoportable muy parecida a la muerte.

 

II

Llevamos vidas que apenas se soportan a sí mismas. Cada vez a más personas nos asedian la ansiedad, la depresión y los ataques de pánico. Consumimos gran parte de nuestro tiempo ni siquiera en estar bien, simplemente en que nuestro cuerpo no se desborde. Y está bien, dejar de cuidarnos no es una opción, por eso orquestamos grandes redes de cuidado con nuestras amistades y demás vínculos amorosos. Todo eso, por supuesto, es invaluable y pólvora de una genuina creatividad. Sin embargo, a la vez, de la impresión de que hemos naturalizado un estado de fragilidad extrema.

¿Cuándo fue que los cuerpos perdieron la capacidad de lidiar con su cotidiano? Ni siquiera nos dimos cuenta. Porque ya no estamos hablando de la vulnerabilidad y la fragilidad propia de toda vida, de aquello que la hace entrelazarse con otras para tejer un común. Es una fragilidad mucho más precaria y sistemática a nivel planetario. No soportamos esperar a alguien en una esquina sin encandilar el espíritu con la pantalla del celular o adormecerlo con algún ansiolítico para que no tenga oportunidad de sentir nada, de demandarnos nada.

Para decirle de algún modo, a esto que es prácticamente la incapacidad de los cuerpos para lidiar ya ni siquiera con el mundo, simplemente con ellos mismos, Ro Tirita propuso llamarlo adormecimiento del espíritu.

 

III

Al menos desde la modernidad, el espíritu ha devenido progresivamente una cuestión individual. Es muy difícil para nosotres, hoy, hablar del espíritu sin pensar que es algo de cada quién, recordando la llamada realización personal, el coaching y todas las formas de exitismo individualista. En parte, elegir la palabra “espíritu” es el deseo de reconquistar un terreno y un vocabulario muy antiguos, que el neoliberalismo new age despojó de una preciosa potencia, reduciendo al espíritu a una más de las formas del marketing de la subjetividad: “¡sí se puede!”.

El mundo antiguo no consideraba de este modo la vida espiritual. Excepto en los últimos tres siglos, aproximadamente, Occidente convivió con todo tipo de demonios y dioses menores que acompañaban la vida de los cuerpos. La excepción o rareza es que esto haya sido suspendido durante este tiempo. Todo eso que llamamos inspiración, entusiasmo, euforia, intuición, genialidad, estaba en manos de los seres que poblaban nuestra vida espiritual. Solemos olvidar que el llamado “genio maligno”, por el cual Descartes temía ser engañado, está lejos de ser simplemente una metáfora. Los cuerpos han lidiado desde hace milenios con el espíritu como algo que les da fuerzas y les exige cosas. Hoy, la forma individual y racionalizada de esta experiencia es llamada descriptivamente “inconsciente”: eso inmaterial que, al exigirnos cosas, a veces nos alienta y a veces nos arruina la vida, y de lo cual suponemos un origen y un sentido individuales.

No es necesario pensar el espíritu como algo personal. Antes de la modernidad, era evidente que, si bien es cada cuerpo el que trabaja sobre su vida espiritual, el espíritu no es más que una parte del cosmos. Es decir, antes que ser una propiedad o capricho individual, el espíritu nos dice algo del lugar que ocupamos en el orden del mundo. No hay ninguna posibilidad de que un espíritu se encienda por fuera de la vida en común de la que es parte –lo sepa o no, le guste o no. Más aún, como ha dicho Plotino, a veces sucede en la vida cotidiana que nuestro espíritu se reconoce inesperadamente con otros. Dos o más cuerpos se encuentran y sentimos que el espíritu se enciende como una locomotora a vapor. Nos diría Plotino: por supuesto, es que tu espíritu se anoticia y recuerda la vida en común de la que es solamente una porción, aunque a veces se le olvide. El espíritu se intensifica y obtiene su ánimo, deviene eso que es en sus profundidades, gracias a su cercanía con esa vida en común. ¡Cuánto les cuesta a los cuerpos despojados de espíritu recordar que la propia vida y la vida en común son el mismo fenómeno visto de uno y otro lado! Y sabemos bien que solo sentimos la alegría de la propia vida, de la propia identidad, respirando una comunidad. A pesar de lo que pueda pensar el discurso espiritualista new age, la vida del espíritu no tiene nada que ver con la realización individual. Al contrario, es la experiencia de la alegría profunda que nos llega cuando nuestro cuerpo abandona su hipnotismo individual y participa a una forma de vida común.

Tal vez podríamos añadir una hipótesis complementaria a la del espíritu: la intensidad del espíritu no es una cuestión individual, al contrario, es la ausencia de espíritu la que hace que los cuerpos queden abandonados a sí mismos, creyendo que la vida se trata de la gestión de su individualidad.

 

IV

¿No es frecuente todavía hoy minimizar el desastre que el celular está haciéndole a nuestra salud espiritual? Como si no quisiéramos decir en voz alta lo que nos sucede, por temor a darle más realidad aún. Hablamos del celular como si fuera la televisión, como algo que no nos gusta mucho, a lo que nos entregamos cada tanto con un poco de culpa, pero mantenemos –o nos gusta creer que mantenemos– a cierta distancia crítica. Es decir, hablamos del celular como algo que, aunque le dediquemos horas y horas diarias, en verdad no nos constituye. A pesar del tiempo dedicado, sería más bien una interrupción. Nuestra vida, en esencia, residiría en otra parte. Como si hoy, todavía, la vida ocurriera fuera de las pantallas, y nuestra total captura fuera un evento futuro distópico que algún día llegará.

Quizás habría que rendirnos ante la evidencia de que todo esto ya ocurrió. ¿No ganó hacer rato el celular la batalla por nuestra energía vital? Para los cuerpos despojados de espíritu, las pantallas constituyen verdaderos respiradores artificiales. Son la fuente de una vida espiritual regulada, que nos ahorra la necesidad de imaginar, recordar, pensar, y que lleva un flujo de neurotransmisores con cierto pulso, de la cual es cada vez más difícil prescindir. Tal vez todo esto no debería tampoco llevarnos a adoptar una actitud tecnófoba. Pero quizás pueda pensarse –como escribe Ludueña, pero también Christian Ferrer– que hay una diferencia cada vez más abismal entre la tecnología y el espíritu.

Hace unos siglos, los grandes desarrollos técnicos coexistían con revoluciones culturales, políticas, artísticas. ¿No trabajaba entonces la imaginación del espíritu igual o más rápido que la de la técnica? En el siglo XIX hay locomotora a vapor, fotografía y teléfono, está bien, pero a la vez nacen feminismos, socialismos, sindicalismos, anarquismos, una lista nada desdeñable de revoluciones, la música de Beethoven, el romanticismo en el arte. En cambio, en las últimas décadas, asistimos a un aceleramiento tecnológico que deja al espíritu en una especie de catatonía. No es el lamento por el gran Espíritu humano que añoraríamos, y que ahora se encuentra desplazado; no queremos ser más esta (ni esa) humanidad. El problema –escribe Ludueña– no es que las máquinas hagan arte mejor que nosotres. El problema es que, por eso, perdamos la capacidad y el deseo de hacerlo, porque nuestros cuerpos y nuestra vida en común sufren las consecuencias del adormecimiento del espíritu. Y es que nuestra fascinación por la velocidad técnica en detrimento de la vida del espíritu es abrumadora.

Demos un ejemplo en que la hipótesis del espíritu podría querer decir algo en este sentido: hablar con una persona muy mayor, escuchar sus historias, imaginar un pasado que se nos dedica como gesto amoroso, ¿no es en parte dejarse invitar a su vida espiritual, al florecimiento de ciertas partes del espíritu al final de la vida? Los cambios neurofisiológicos hacen que olvide mucho del presente y recuerde intensamente el pasado, sí, pero gracias a eso las vidas pequeñas, con un espíritu muy intenso pero muy poco profundo, pueden conectar con la historia del suelo que pisan. En cambio, sin una pregunta por la vida espiritual, una persona grande es nada más un cuerpo que no funciona como antes, que no es capaz de participar de la instantaneidad de silicio.

 

V

¿Qué podría querer decir hoy cuidar nuestro espíritu, encenderlo? No se trata de volver a forjar voluntades que resistan batallas sacrificiales. Tampoco creer que los individuos aislados pero inspirados son puntos de partida interesantes. No interesa partir de espíritus individuales. Pero no estamos hablando de individuos sino de cuerpos. ¿Cómo podríamos hacer algo juntes si ni siquiera tenemos cuerpos con un mínimo estado de disponibilidad, de ánimo, de aliento? Al querer reanimar el espíritu para poder actuar, da la impresión de que se nos aparecen algunas herramientas típicas de los últimos dos siglos que tal vez entorpecen más de lo que ayudan. Al menos dos parecen venir inmediatamente a la imaginación: la idea de cultivar el espíritu y la de disciplinarlo para que persista en alguna cosa.

Por un lado, algo nos hace pensar en lo que una mirada aristocrática del mundo entiende por cultivarse, es decir, sembrar en el espíritu las más elevadas artes y objetos intelectuales para cosechar, luego, vidas cultas. No hace falta mencionar el desagradable tono elitista de lo que sería «verdadera cultura» y lo que no. Tampoco mencionar los peligros que supone una comunidad que se piense a partir de un así llamado “espíritu del pueblo”, entendido como su fuerza y su destino, tan caro para una historia como la de Alemania. Intentando desembarazarnos de estas formas específicas que puede adoptar el cuidado del espíritu, quizás podríamos intentar retener al menos una cosa: hablar de cultivar es preguntarnos acerca de cómo generar las condiciones para que algo pueda vivir y crecer. Lo cual, hasta cierto punto, es independiente de lo que queremos que crezca. Cultivarnos no tiene por qué tener nada que ver con ningún tipo de deseo pureza, al contrario, puede ser el caldo de cultivo de múltiples formas de vivir en tensión. El espíritu es tierra fértil para que florezcan formas de vida. Desde esa perspectiva, alimentar el espíritu no es una pregunta aristocrática acerca de cómo llevar vidas más interesantes. Es una pregunta de investigación acerca de cómo hacer para que nuestros cuerpos dispongan de una vida espiritual que les permita imaginar y desear otras formas de vivir. Si la vida común que deseamos no encuentra lugar en este mundo, si estamos en las puertas de que la vida se vuelva materialmente invivible, cultivar es urgente, en todos los sentidos de la expresión.

Por otro lado, otra trampa que podría llamar el cuidado del espíritu es entender esto inmediatamente como disciplina. Foucault escribió que el disciplinamiento de los cuerpos ha sido una de las grandes fábricas de eso que llamamos “alma moderna”.  ¡Menos Netflix y más trabajo! Nuestro sentido común progresista actual nos dice muy rápidamente que disciplinarnos no es un buen medio para hacer las cosas. Frente a cualquier tentativa moral, hoy nos decimos que se trata más de seducir al deseo, de encontrarlo como aliado. Es decir, que la revolución se hará por deseo, y no ya por deber. Desde luego que es de celebrar y sumamente importante que el placer y la fiesta no estén ausentes en la construcción del mundo en que queremos vivir, porque si no nada sería posible. Sin embargo, quizás no habría que llamar «disciplina» a cualquier tipo de ejercicio espiritual que intente sostener con ímpetu y continuidad una forma de vida.

¿No son tanto el mártir disciplinado como el deseísmo dos extremos de la imposibilidad de sostener formas de vida? La primera, por su inviabilidad y su dependencia de la moral y, la segunda, por su incapacidad de lidiar con lo que Mark Fisher llamó la hedonia depresiva generalizada. Con reproches policiales no vamos a llegar a ningún lado que no sea una comisaría. Pero, a la vez, no se entiende cómo habría de tener lugar el deseo sin un espíritu que lo acompañe con cierto rigor, para no perderse en la infinidad de microsatisfacciones del like, el paquete de mercado libre y el capítulo de la serie que termina. Nuevamente, no se trata de reivindicar la disciplina sino más bien recordar que –mucho más antiguamente que las sociedades disciplinarias– esto se entendía simplemente como el ejercicio del espíritu.

No son parámetros morales exitistas y productivos, propios de un emprendimiento de sí que, desde luego, rechazamos en todas sus formas. El espíritu no es nuestro jefe. Pero estamos hablando de que –o, mejor dicho, en general callando que– ni siquiera soportamos la duración de una película y necesitamos que la fragmenten en pequeñas dosis que llamamos capítulos de series, para así poder sentir el microplacer dopamínico de que pudimos terminar algo. Si esto es así, ¿qué podemos hacer más que abandonar toda autocomplacencia y aceptar que es eso lo que somos hoy para averiguar ahora, urgentemente, como se agencia otro modo de vivir?

 

VI

La distancia que hay entre el estado de muerte en vida al que nos arroja la adicción a las pantallas y una fuerza de espíritu que busque cuidar la vida y explorar cómo vivir de otra manera es aterradora. Lo es, asfixia. Igualmente, no conviene multiplicar los problemas sin necesidad. ¿No es precisamente el espíritu el que se encarga de mantener el miedo a raya? El alma, la psykhé, ha estado históricamente ligada a la respiración: ha sido el último aliento de la vida de un cuerpo en Homero, el soplo con el que Dios del Libro dio vida al viviente humano, volviéndolo animado. Sócrates, cuando estaba inspirado, sentía hincharse su pecho. Cuando el terror acecha, la respiración se corta y con alivio sentimos que vuelve a comenzar: “me volvió el alma al cuerpo”. Antes de saltar a la aventura tomamos aire hondo, pidiendo fuerzas al espíritu. No hay que abusar de la procedencia de las palabras, pero al menos llama la atención la plenitud actual de los síntomas de ansiedad ligados a la respiración y el desánimo, la falta de espíritu. El espíritu habita el gesto de respirar.

Así como Plotino había dicho que nos volvemos eso que somos gracias a la cercanía de lo otro, eso que pensaba como una simpatía cósmica, este problema del alma veía su reflejo en la respiración. Existe algo así como una respiración cósmica. Nadie respira en soledad, eso es solamente una idea demasiado humana que nos hacemos. Respirar profundamente, inflar el espíritu, es algo que sucede entre más de un cuerpo. Es esto lo que está contenido en esa preciosa palabra: conspiración (sympnoia) que es, literalmente, soplar o respirar con otres. No es solamente que varios individuos se pongan de acuerdo en “tirar para el mismo lado”. Es la posibilidad de que los cuerpos se entreguen a ese soplo que es la vida en común, que sus espíritus les digan al oído que su vida se continua ahí en la de otres, en tal antro, en tal práctica, participando de experiencias vitales compartidas. Hay que respirar, no hay otra. Por suerte, la conspiración es lo contrario de la pantalla como respirador artificial.

Una última parte de la hipótesis del espíritu podría ser esa: mismo si no sabemos en qué sentido, con quiénes ni en dónde, existe en nuestra respiración el germen de una conspiración. Mi cuerpo, sin saberlo, es animado por una respiración compartida, incluso en el movimiento de un dedo. Tal vez a solas el cuerpo no tiene idea, pero cuando logra al menos levantarse e ir a esos espacios colectivos simplemente a ver qué pasa, el espíritu se encarga del resto. Y qué alegría la del espíritu cuando el cuerpo se preocupa por insistir, por buscar la forma de dejar entrar y salir esas corrientes de aire comunes para dejarlo crecer.

Saberes para tiempos venideros // Marcelo Percia

Dos precauciones.

 

La primera:

 

Se proponen dieciocho saberes para tiempos venideros.

 

Dieciocho puntadas sin hilo.

 

Puntadas sin hilo no cosen telas entre sí: sólo dejan marcas pasajeras.

 

Se trata de pensar sin caer en lugares comunes que nos protejan.

 

Sin abrazarse a un habla cadavérica de siglas y etiquetas.

 

Sin apelar a automatismos, frases hechas, repetición de fórmulas.

 

Pensar supone, entre otras cosas, interrogar amorosamente nuestra relación con la lengua.

 

Pensar para llegar a hablar una lengua clínica que nos guste.

 

Las palabras saber y sabor tienen la misma raíz latina, Y, sin embargo, qué desabridos los términos técnicos traducidos sin alma. Qué rancias y gastadas las repeticiones en las aulas. Cuántos vocablos gustosos y sabrosos en nuestras conversaciones sin que se les preste atención.

 
 
 

La segunda:

 

No resulta sencillo dar con imágenes para pensar clínicas que hacemos.

 

Se necesitan pensar soplos, suspiros, respiraciones.

 

No se pretende una poética clínica. Sucede que no hay otra manera de decir las cosas que nos pasan cuando pensamos desasidos de los lugares canonizados: se sienten ternuras de aire, brisas de fuego, desgarraduras de agua.

 

No se trata de hablar una lengua no conceptual o poco académica, sino de reponer la vida en lo conceptual y en lo académico.

 
 
 

***

 
 
 

1. Sabernos en peligro. 2. Saber las provisiones. 3. Saber las reservas.4. Saber que hay algo que no nos podrán quitar. 5. Saber la afectación. 6. Saber las habituaciones. 7. Saber el sentido común. 8. Saber los paralelos. 9. Saber la demora. 10. Saber lo inaudible. 11. Saber la terquedad. 12. Saber la caída. 13. Saber que los sostenes pueden fallar. 14.Saber lo recayente. 15. Saber dónde caer. 16. Saber lo inconcluso. 17. Saber la merma. 18. Saber el desquite.

 
 
 

***

 
 
 

1.

 

Sabernos en peligro.

 
 
 

Sabernos en peligro (si no inmoviliza) impulsa a buscar con quiénes pensar.

 

Pensar supone sabernos en peligro de no saber pensar.

 

La clínica que hacemos consiste en aprender ese no saber.

 

Después de escuchar un sufrimiento, una desesperación, un desánimo, la clínica comienza diciendo: “No sé cómo pensar lo que le está pasando”.

 

Reaccionar, adherir, rechazar, no equivalen a pensar.

 

Pensar quiere decir abismarse a un silencio en el que las cosas, de pronto, vuelvan a carecer de nombres.

 
 
 

2.

 

Saber las provisiones.

 
 
 

Hay una palabra en mapuzungun (Rokiñ) que nombra los alimentos que te preparan quienes te quieren cuando te vas de viaje.

 

Con ese cuidado tenemos que llevarnos provisiones para los tiempos venideros.

 

Necesitamos abastecernos con pensamientos, ideas, palabras, que ofrezcan acogida a lo que nos pasa, que nos arropen en momentos de miedo y confusión, que nos sostengan para no caer o nos den una mano para levantarnos.

 

 

 

3.

 

Saber las reservas.

 
 
 

De cada cinco plantas en el mundo, dos se encuentran en peligro de extinción.

 

Ya se crearon más de mil bancos de semillas.

 

El más grande, que comienza a funcionar en 2008, está en una isla noruega al norte del Círculo Polar Ártico. Esta fortaleza subterránea, en medio del hielo, se conoce con el nombre de bóveda del fin del mundo.

 

Contiene más de un millón de simientes vegetales conservadas en condiciones de humedad estable, baja temperatura, oscuridad o poca luz constante.

 

Del mismo modo necesitamos saber que contamos con una reserva de afectos y acciones en peligro de extinción. Una reserva de palabras todavía sin germinar.

 

Nuestra reserva emocional está en las pasiones que se transmiten en las aulas y en las lecturas que estremecen y suspiran.

 

Nuestra reserva está en las artes que ofrecen un camino de retorno a la vida.

 

Nuestra reserva está en el gusto por la conversación.

 

Nuestra reserva está en las soledades que saben acompañar un dolor sin necesidad de decir nada.

 

 

 

4.

 

Saber que hay algo que no nos podrán quitar.

 
 
 

En el libro La Patagonia trágica de José María Borrero (1928) se cuenta la historia de los once selk’nam que son secuestrados en Tierra del Fuego, llevados a París y exhibidos en una jaula en la Exposición Universal de 1889.

 

Esas vidas pertenecientes a una comunidad de cazadores y recolectores que no habían tenido contacto con la civilización blanca del capitalismo, de golpe, se encuentran en una ciudad esplendorosa, al pie de la Torre Eiffel, construcción que representa la cumbre del progreso europeo.

 

Escribe Carlos Gamerro (2021) en su novela La jaula de los onas, a propósito de una de esas vidas secuestradas para la exhibición: “Se agarraba a esos harapos malolientes como si fueran su tesoro más preciado. Pero lo eran, lo eran: eran todo lo que le quedaba. Cuando se los sacamos le arrancamos el alma, y sólo le dejamos ese cuerpo desnudo, y limpio, y peinado; ni siquiera la tierra que llenaba sus arrugas le habíamos dejado. Hacía bien en chillar, y pelear, y morder la india vieja. Hay momentos en que uno se agarra a lo que sea, a su locura, a su vicio, a su mugre, como si fueran las propias entrañas; no porque sea valioso, no porque sea útil, sino apenas porque tiene que haber algo que no puedan sacarte”.

 

Necesitamos saber las agarraderas de la vida. Saber que algunas existencias que no tienen de qué asirse, se aferran a lo que sea, aun a lo que les hace daño.

 

 

 

5.

 

Saber la afectación.

 
 
 

Corremos el riesgo de que se consolide una comunidad de sensibilidades blindadas. Sensibilidades que se amurallan para protegerse de cosas que duelen y no se entienden.

 

Corremos el riesgo de vivir en un mundo sin afectación.

 

El porvenir de las sensibilidades oscila entre una común afectación y una comunidad de indolencias. Entre la vida en común como inmersión emocional y una comunidad de reacciones estandarizadas.

 

Psicofármacos, alcoholes y otras sustancias legales e ilegales, funcionan como administradores emocionales.

 

La educación sentimental del presente aplana afectividades.

 

Traza un arco de gradación de intensidades: pone de un lado vidas planas y esterilizadas y, del otro, vidas desbordadas y exaltadas.

 

Cada tanto crea islotes de afectividades sobreexcitadas y enardecidas confinadas en estadios, fiestas electrónicas, recitales.

 

 

 

6.

 

Saber las habituaciones.

 
 
 

Al margen de las defensas inconscientes, se podrían considerar habituaciones que nos protegen de los dolores de la vida en común.

 

Mencionemos cinco que, por momentos, se superponen: indolencias, indiferencias, anestesias, impasibilidades, poses empáticas.

 

Indolencias practican una distancia razonada. Declaran: “No me importa”. “Pago mis impuestos”. “No me incumbe”. “Hago mi trabajo”.

 

Indiferencias se justifican como distracciones. Dicen: “No me di cuenta”. “No presté atención”. “No vi… no escuché nada”. “Tengo demasiados problemas para, encima, ocuparme de lo que le pasa a los demás”.

 

Anestesias solicitan adormecimientos. Anhelan la supresión o el bloqueo de lo que duele. Dicen: “Solo pido no sentir nada”. “Quiero dormir y despertarme cuando todo haya pasado”.

 

Impasibilidades cancelan lo que siente, deciden no hablar de lo que duele para no dolerse. Dicen: “Siempre fue así”. “No se puede hacer nada”. “Finjamos demencia”.

 

Poses empáticas practican gestos sentimentales pasajeros. Dicen: “Qué barbaridad”. “Pobre gente”. “Tendrían que hacer algo”.

 

Sin embargo, sensibilidades habituadas están en riesgo aunque no lo sepan. La impermeabilidad no las deja a salvo del dolor. No hay inmunidad ante el dolor. Dolores se filtran como el agua en los techos.

 

Quizás la opción resida en una común afectación o deshabituación que permita sentir y conversar sobre lo que nos está pasando.

 

Una común demora que posibilite absorber demasías que una sola vida no puede.

 

 

 

7.

 

Saber el sentido común.

 
 
 

Nadie está a salvo de caer en el sentido común. El sentido común da pertenencia. Promueve la adhesión a un habla protectora. Ampara creando la ilusión de coincidir con el sentimiento de una supuesta mayoría.

 

Realidades editadas (no hay otras) no se componen como mentiras ni falsedades, sino como enunciados que verifican visiones instaladas en el sentido común.

 

Fuera del sentido común se está en la intemperie: la vida se vive como pasmo, como suspenso frío.

 

Sin el adhesivo emocional de las supuestas mayorías sentimos el sobresalto de no saber qué pensar.

 

El sentido común funciona como biblia del yo. Como oráculo. Como dictamen divino.

 

El sentido común detiene hemorragias con sus torniquetes.

 

La ilusión de pensar como toda la gente rescata sensibilidades apabulladas en un continuo naufragio.

 

Actuamos libretos del sentido común, a veces, tan sinceramente que vivimos esas convicciones impostadas como sentimientos íntimos, profundos, frutos de experiencias personales.

 

Sin el auxilio del sentido común sensibilidades se romperían excedidas.

 

 

 

8.

 

Saber los paralelos.

 
 
 

Transitamos entre mundos paralelos.

 

Sensibilidades que habitan un mundo casi no se tocan con sensibilidades que habitan en los otros.

 

Circulamos en ciudades repletas de muros invisibles y fronteras incorpóreas.

 

Cada tanto se abren portales de paso de un mundo a otro. Entonces, irrumpe un bulto que respira cubierto por una manta en la calle, o una mano que pide. O nos invade una guerra, o una matanza, o la pesadilla de un territorio narco, o una sequía, o un incendio, o una peste, o infinidad de muertes que migran.

 

Imaginemos: si se presentaran todas las devastaciones en un mismo instante, sin la protección de las habituaciones, no lo soportaríamos. Nuestras vidas normalizadas estallarían.

 

La súbita visión de un cuerpo tirado en la calle (dormido, desmayado, muerto) suele resolverse no viendo o llamando a una ambulancia o a un patrullero.

 

Entre quienes están caídos y quienes transitan no hay vínculos, sino líneas paralelas.

 

Habitamos ciudades con mundos que, por momentos, se huelen o se oyen en azarosos y extraños infinitos.

 

A veces, hediondeces y gemidos se escabullen pasando desde un lado a otro.

 

Olfato y oído componen sentidos menos adiestrados para la separación.

 

Pero, si no hay vínculo, lazo, relación, contacto, ¿qué hay? Hay sensibilidades habituadas a no sentir o sentir blindadas. Hay miradas momentáneas y efímeras. Hay constataciones posicionales sin nombres ni historias. Hay leyendas barriales. Hay miedos, rechazos, odios difusos. Hay inclinaciones curiosas sin cercanías. Hay distancias prevenidas. Hay afectividad simulada o solidaridad gesticulada.

 

En pocas ocasiones hay hospitalidad, muchas veces hostilidad, casi siempre impasibilidad.

 

Pero lo que interesa en estos paralelos no reside en que no se tocan, sino en que ambas líneas se mantienen vigilantes una de la otra.

 

Normalidades necesitan mundos paralelos para no rozar ni tropezar con afectaciones que las desestabilizan.

 

Las clínicas que hacemos cruzan las líneas.

 

 

 

9.

 

Saber la demora.

 
 
 

En la demora reside una condición de la afectación.

 

Demora quiere decir suspensión del vértigo de los días, insinuación del silencio, inesperada calma de lo vivo.

 

Demora acontece como suspiro. Como movimiento inmóvil. Como burbuja en el aire. Como espuma que tiembla.

 

Tres imágenes de demora: la lentitud de un beso; el momento de acompañar, sin prisa, a una criatura pequeña hasta el momento en que pueda entrar en el sueño; el tiempo imprevisible de un duelo.

 

Demoras apagan relojes, apagan celulares, apagan el después.

 

Demoras detienen apuros.

 

Demoras descansan huidas.

 

La no demora en el amor vacía al amor del amor.

 

La no demora en la amistad vacía a la amistad de la amistad.

 

La no demora en la conversación vacía a la conversación de la conversación.

 

La no demora en la clínica vacía a la clínica de la clínica.

 

La no demora en la transmisión de un saber vacía a las aulas de deseo.

 

La no demora en el dormir vacía a la noche de los sueños.

 

Pero hay demoras difíciles, demoras que hacen daño.

 

Demoras que duelen, que asedian como pesadillas, que aturden, que recriminan.

 

A esas demoras que anclan el alma en un infierno no las llamamos demoras sino vidas estacadas a un sufrimiento.

 

Demoras no se confunden con duraciones supliciadas.

 

Demoras suponen una alegría y una confianza: la alegría o gratitud del solo estar; la confianza que da un intervalo sin hostilidad.

 

 

 

10.

 

Saber lo inaudible.

 
 
 

Saber escuchar sin interrumpir ni anticipar ni concluir.

 

El secreto de la clínica que hacemos consiste en escuchar haciendo escuchar lo escuchado.

 

Sin olvidar las tantas sorderas.

 

Escuchar intentando traducir lo dicho a una lengua recién nacida en la conversación. Una lengua balbuceante que nombra lo vivido como si lo hiciera por primera vez.

 

Sin olvidar lo intraducible.

 

Escuchar incluso lo inaudible, lo insospechado, lo que nunca consigue decirse.

 

Sin olvidar las privaciones auditivas de una época.

 

 

 

11.

 

Saber la terquedad.

 
 
 

Terquedad no quiere decir lo mismo que insistencia o perseverancia.

 

En la Introducción a la Crítica de la razón pura (1781), Kant emplea una figura para objetar filosofías que creen que eliminando la distorsión de los sentidos alcanzarían purezas de la razón.

 

Supone una paloma que imagina que volaría mucho mejor suprimiendo la resistencia del aire en un espacio vacío. Explica Kant que la paloma no se da cuenta que sin la resistencia del aire no avanzaría: carecería de puntos de apoyo, de sostén, de impulso.

 

La escritora uruguaya Circe Maia recrea la ocurrencia del pensador de la Ilustración en un texto que titula Terca paloma:

 

-El aire me pesa…

 

(La paloma se cansa luchando contra el viento)

 

-Sácame el peso

 

quítame el aire

 

líbrame el ala

 

El aire te sostiene

 

ave estúpida, calla

 

(Pero sueña el vacío

 

la paloma kantiana)”.

 
 
 

Se trata de saber que lo que resiste, impulsa; que lo que detiene, posibilita; que lo que obstaculiza, sostiene.

 

Se trata de saber que no hay vuelo posible sin un común. Aunque también sepamos que lo común sostiene tanto como impide y malogra.

 

Pero, sobre todo, importa saber la terquedad: la ruina del orgullo, la desgracia de la vanidad.

 

Cuánta vida se pierde por la estupidez de querer tener razón.

 

Cuánta vida se pierde por lo que no se puede, por lo que no se tiene, por lo que nos hicieron, por lo que no nos dieron, por lo que no nos reconocieron.

 

Cuánta vida se pierde por la soberbia asentada en una soledad.

 

La paloma kantiana, al final, aprende que no conviene volar en el vacío ni salir en medio de un temporal.

 

 

 

12.

 

Saber la caída.

 
 
 

Infancias juegan a no caer o a caer sin hacerse daño.

 

Uno de los juegos de las niñeces en las ciudades consiste en caminar haciendo equilibrio en la angostura de un cordón sin tocar la calle ni la vereda. Para evitar trastabillar se puede hacer contrapeso con los brazos extendidos a los costados, casi aleteando. Se evita la inofensiva caída como si se tratara de un precipicio definitivo.

 

El juego no sólo consiste en mantenerse sin pisar la calle ni la vereda, sino también en andar en el límite. Habitar la estrechez entre dos territorios establecidos. Optar por la excepción de la frontera.

 

Otro juego de equilibrio consiste en viajar en subte, tren o colectivo de pie sin sujetarse del pasamanos. Tratar de sostenerse sin aferrarse ni afirmarse en nada. Aunque manteniendo el reflejo listo para asirse a algo cuando se está a punto de caer.

 

Otra circunstancia preciosa consiste en aprender a andar en bicicleta sin las rueditas a los costados que se añaden para las vidas pequeñas. El momento de transición en que alguien va detrás sosteniendo el asiento para que no nos caigamos mientras pedaleamos ladeándonos hacia un lado y otro. Hasta que sin darnos cuenta despegamos del apoyo y nos alejamos de esa mano que equilibraba.

 

Se trata saber la caída como juego, como desafío de andar en las fronteras, como oportunidad de agarre, como el gusto por las solturas. Saber la gravitación de los cuerpos. Saber las dichas y desdichas de los sostenes. Saber la atracción o vértigo de estar cayendo.

 

 

 

13.

 

Saber que los sostenes pueden fallar.

 
 
 

Conocemos el desafío, el peligro, la fascinación que ejerce la escena de equilibrio a gran altura.

 

Recordemos El circo, la última película que hizo Chaplin (1928) para el cine mudo. La escena del equilibrista necesitó más de setecientas tomas hasta quedar lograda. Vemos a Charlot caminado a mucha altura sobre la cuerda floja. Hace piruetas ante la indiferencia del público que advierte que está sostenido por un arnés asegurado a una soga que, con un sistema de poleas, un auxiliar maniobra desde abajo. Charlot disfruta haciendo pruebas inverosímiles. Baila y hace la vertical apoyando la barra sobre la cuerda sin temor a caer. Pero, de pronto, se desprende el armazón que llevaba atada al cuerpo. Charlot, sin darse cuenta, sigue con su número. El público reacciona con excitación y miedo cada vez que trastabilla o está a punto de caer. Tras muchas vicisitudes, Charlot llega hasta el otro extremo sudando.

 

Cuando caminamos sobre una cuerda floja a mucha altura los sostenes pueden fallar.

 

Desde abajo muchas miradas asisten al espectáculo, a veces, como si desearan un traspié, la inevitable caída, la muerte.

 

Una red o un entramado en común pueden suavizar el impacto.

 

El problema no consiste en perder el equilibrio, en sufrir un momento de vértigo o mareo, la cuestión reside en tener o no un común que nos sostenga cuando otros apoyos no están.

 

Jacobo Fijman (1926) supo dar la imagen de un momento sin sostenes, sin apoyos, sin soportes. Escribió: “el suelo se ha caído de mis manos”.

 

Tal vez no se trata de que nos sostengan, sino de que nos ayuden a sostener el suelo sobre el que nos apoyamos. Sostener lo que sostiene cuando dos manos solas no alcanzan.

 

14.

 

Saber lo recayente.

 
 
 

Sabemos que las recaídas resultan inevitables, pero no sabemos qué redes se necesitan para caer sin lastimarse.

 

Qué redes que soporten pesadumbres de una época grávida.

 

Qué redes que no atrapen ni inmovilicen.

 

Qué redes que posibiliten rebotes amables.

 

Qué superficies acolchadas que amortigüen golpes.

 

Julio Cortázar (1967) en Me caigo y me levanto propone pensar lo recayente como una condición del vivir. Piensa que toda recaída es “una vuelta al barro de la culpa”. A una densa mezcla que empeora, cada vez, con la concurrencia de pensamientos enlodantes.

 

Ante impulsiones, abstinencias, desesperaciones, la experiencia puede poco o nada para evitar una recaída, escribe Cortázar que en esas ocasiones se recae “como si nunca antes”.

 

La paradoja de la experiencia reside en que aun habiendo caído muchas veces, siempre se vive cada caída por primera vez.

 

Si las recaídas suceden (y sabemos que suceden), tal vez no se trata sólo de saber lo recayente, sino, también, de saber lo levantante.

 

El día en el que lo levantante se vuelva tan inevitable o más que lo recayente, tal vez ese día podamos, como al final del cuento, ir a tomar un helado con un bizcochito.

 

15.

 

Saber dónde caer.

 
 
 

Tras las elecciones primarias, llega a la reunión de equipo en el hospital, diciendo: “Qué bueno saber que existe un lugar a donde caer con los corazones rotos”.

 

¿Cómo crear lugares a dónde caer con los corazones rotos?

 

En la reunión de equipo en un hospital, en un aula, en un club, en una fiesta, en una conversación, en un paseo en silencio, ¿cómo crear algo así?

 

En esta pregunta reside el sentido de las clínicas que hacemos.

 

 

 

16.

 

Saber lo inconcluso.

 
 
 

Medio siglo antes que el Quijote de Cervantes, Ariosto escribe Orlando furioso. Un poema épico en el que relata un amor imprudente. En medio de las guerras entre moros y cristianos, Orlando se enamora de una hermosa mujer musulmana. Entonces, dios castiga a Orlando quitándole el juicio por tres meses. Cumplida la pena, Astolfo tiene la misión de ir con su caballo alado a recuperar la razón de Orlando. Se lee: “En el universo jamás se pierde nada. Las cosas que se pierden en la Tierra, ¿dónde van a parar? A la Luna. En sus blancos valles se encuentran la fama que no resiste al tiempo, las plegarias de mala fe, las lágrimas y los suspiros de los amantes, el tiempo perdido por los jugadores, las fragancias de las noches. Y allí, en unas ampollas selladas, se conserva el juicio de quienes lo han perdido, del todo o en parte”.

 

En la vida no se pierde nada.

 

Lo vivido no queda consumado ni lo no vivido malogrado.

 

Tanto lo vivido como lo no vivido quedan disponibles en memorias intangibles.

 

Así esperan las palabras pronunciadas y las nunca dichas, los abrazos estrechados y los nunca dados, las decisiones tomadas y las nunca decididas, los viajes realizados y los nunca iniciados, los libros leídos y los no leídos, los amores gozados y los jamás realizados, las proezas conseguidas y las aplazadas.

 

Lo vivido y lo no vivido quedan, como oportunidades vacantes, en pequeñas ampollas que llevan etiquetas que dicen: “Todas las vidas están inconclusas”.

 

Las clínicas que hacemos tratan con esa inconclusión.

 

A algunas conversaciones les crecen alas.

 

Cuando se vive, cuando se está en lo que se está viviendo, no hay un ya vivido y un sin vivir. Sólo cuenta lo que ocurre, ahora, en lo que se está viviendo.

 

Entonces, las conversaciones agitan las alas libando el momento.

 

 

 

17.

 

Saber la merma.

 
 
 

La escritora María Moreno, directora del Museo de la lengua, sufre un infarto cerebral en julio de 2021 que le provoca una parálisis en el lado derecho de su cuerpo, incluida la mano de escribir. Se las arregla como puede con el índice de la izquierda y el dedo pulgar. También queda con una dificultad para articular y recordar palabras. Y, sin embargo, escribe así con la lengua “rota e infartada”.

 

En una entrevista de febrero de 2023, le preguntan: “¿Qué estás escribiendo ahora?”. María responde: “Estoy buscando el tono para escribir algo sobre mi ACV pero reduciendo al mínimo la anécdota porque eso lo convertiría en un mero testimonio o lo que es peor, en un libro de anti-autoayuda. ¿De qué manera contar cómo se vive en un cuerpo físico, en el dolor y lo escatológico, cómo se van armando las defensas desde la merma? Creo que lo llamaría justamente ‘La merma’”.

 

En estos días publica un libro en que reúne ensayos con el título “Pero aun así”.

 

Tal vez se trata de aprender a vivir y pensar desde la merma.

 

Desde la pequeñez, desde la disminución, desde la debilidad, desde la fragilidad.

 

Desde el desamparo y desde la vulnerabilidad.

 

Desde las dulzuras y suavidades indóciles.

 

Desde el límite que expande y no limita.

 

Desde la inesperada inmensidad de lo mínimo.

 

Las clínicas que hacemos saben las existencias mermadas.

 

Las vidas amenazadas, reducidas, minimizadas, menoscabadas.

 

Las clínicas que hacemos saben la merma no como falta, sino como mínima presencia que impulsa.

 

La merma no como queja o lamento que dice ¡Ay no puedo!

 

La merma como soberanía del impoder que puede aun no pudiendo.

 

Sólo la historia de una existencia mermada, la de Higui de Jesús acusada de homicidio simple por defenderse de una violación grupal en 2016.

 

Dice Higui en el juicio: “¿Puedo hablar, señor? Yo no quería que esto terminara así. Yo no quería más violencia que la que ya tengo encima. Esto lo voy a llevar hasta el fin de mis días”.

 

Violencias rompen vidas, las despojan, las reducen hasta arrasarlas. Y, aun así, desde la merma, las últimas voces dicen: ¡Basta! No queremos más violencias que las que ya tenemos encima.

 

 

 

18.

 

Saber el desquite.

 
 
 

Las clínicas que hacemos acompañan desquites.

 

Muchas veces desquites se confunden con venganzas.

 

Saber el desquite supone apostar a una nueva partida.

 

Desquites no cargan desdichas de las derrotas, de las tristezas, de las caídas.

 

Desquites ilusionan volver a acontecer lo acontecido, desean desperderse de lo perdido, paladean otros comienzos.

 

Desquites no se regodean con lo perdido, prefieren promesas de lo naciente.

 

Desquites, a diferencia de las revanchas, nacen del solo vivir, no del resentimiento.

 

Dice un refrán sobre la perseverancia que quiere seguir jugando: “Perdí y volví a jugar, con ansia de desquitar”.

 

Libertad Demitrópulus -que testimonia historias de azúcar y muerte en la vida en los ingenios, que denuncia abusos y acosos de mujeres originarias, pobres, mestizas, de Jujuy – presenta la idea de desquite como oportunidad venidera, como circunstancia vital, como justicia tardía del azar. La esquiva justicia no como acción repara, sino como habilitación de otra oportunidad.

 

En el final de Río de las congojas (1981), se lee: “En las derrotas, late el desquite”.

 

Al concluir Sabotaje en el álbum familiar (1984) asistimos a una escena dramática. El hijo, nacido de la violación del hombre blanco, llama a su mamá “india comprada” o “mataca tuerta”. La golpea y humilla. En su arrogancia, borracho, se cae en un pozo, y le ordena que lo ayude. La mujer no lo auxilia, se lee: “Que llore, que muera, que se pudra. Que se seque dentro del pozo como charquí. Que reviente el hijo de Pegro Urgimán, mandinga como su padre. Desprecia a la tribu de matacos, la humilla vuelta y vuelta porque él se siente blanco y cristiano. Pero es mandinga. Salió malo y sin corazón. (…) Que se tome su meada y se coma su cagada. Que aprenda a no llamarla mataca tuerta”.

 

La madre de la novela no busca, no trama, no espera venganza. Se encuentra ante lo que interpreta como justicia del azar. De su voz brota una maldición. Un manifiesto de dolor macerado. La maldición sobreviene como última confianza en una palabra desmembrada. Tal vez después de la lección lo haga sacar, aunque ese hijo no lo merezca ni entienda nada.

 

A la madre de la novela le implantan una criatura y le extraen el corazón de un niño. No vive el desquite como la alegría de un nuevo juego. Nunca supo en qué consiste el derecho a jugar. Nace a la palabra nacida de un desgarro y de una maldición. La mataca tuerta tiene un ojo de más.

 

El derecho al desquite equivale para ella al derecho de a la vida.

 

Tal vez se necesite pensar un desquite nacido de la humillación que no pide venganza sino justicia. La acción de la india comprada no se compone de odio, sino del deseo de hacer nacer de nuevo al hijo de la violación, esta vez desde el dolor del amor. Justicia como oportunidad de otro nacimiento. La oportunidad de otro corazón en el costado helado del hijo del Amo.

 

Venganzas se revuelcan en el odio, se imaginan negando clemencia, permanecen en el pasado, vuelven estéril el porvenir. Tienen la obsesión de traspasar un sufrimiento cambiando la dirección de un daño.

 

Venganzas adquieren el gusto rancio y emponzoñado del rencor. Proponen el resarcimiento de la víctima a través de colgarse el traje de verdugo. Se excitan devolviendo males.

 

Desquite no equivale tampoco a revancha, a la insatisfacción que carga con enojos y orgullos heridos. No equivale al deseo que aspira a la restitución de la vanidad perdida.

 

Desquites solicitan la oportunidad: barajar y dar de nuevo. Como dice otro refrán: “Al mal dar, paciencia y barajar”.

 

Desquites esperan el próximo juego.

 

Cargan con un dolor, pero no aspiran a curarse de lo perdido, viven en la alegría del solo jugar.

 

Y, al final, cuando las cosas terminan (bien o mal), desquites se despiden diciendo: ¡Quién nos quita lo bailado!

 

Imagen: V. Nicolás Koralsky Aguja y hormigas 2023 Imagen digital generada con AI

 

Fuente: Revista Adynata

Acerca de aquello que resiste VII: irregularidades // Branco Troiano

El pensamiento es un soplido involuntario que sólo es capaz de constituirse cuando proviene de ese hueco, de ese hiato que se forma una vez que el lenguaje es alcanzado por su tiempo histórico. Pensar es fruto de una espera que nos trasciende; una espera que aguarda agazapada en una cavidad y que de repente se descubre con la flecha lanzada y nosotros ahí, estupefactos y rengos, fascinados e incrédulos, con el arco en las manos y sin más provisiones, ahora, que la fe.   

 

Marea esta inconstancia, escribió alguna vez Fogwill,

                                                                                    y nadie yéndose

                                                                                    y nadie yéndose. 

 

***

 

Hay una entrevista a la que Herzog acude de jogging y remera lisa. El encuentro tiene lugar en una suerte de anfiteatro de Nueva York. A sala llena, el entrevistador, de saco de gabardina y tono de neoyorquino que entrevista de saco de gabardina pregunta cómo fue que llevó a cabo la locura de Fitzcarraldo, el remolque del barco de 320 toneladas a la cima de esa montaña para grabar la película. Tiempo, responde Herzog. Cómo, Werner. Claro, insiste, tenía tiempo, y qué problema se puede tener si el tiempo está con vos. 

 

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En el momento en que a Perón se le ocurre que la organización vence al tiempo, exactamente en ese momento el tiempo da a luz y la organización aplaude, a un costado, mesurada a la vez que enloquecida, chocando copas, derramando jirones de una potencia en puerta. 

 

Asiste, sin saberlo, a su propio nacimiento, escribe Saer en un pasaje de El Entenado. 

 

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Milei es, quizás, el político más contemporáneo de la historia moderna argentina. Y allí es que radica, justamente, su inmediata caducidad. 

 

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En 2009, Andrés Iniesta resume su genialidad en el fútbol de la siguiente manera: veo espacios y me aprovecho. En 2010 sale campeón mundial con su selección y al mes siguiente cae en depresión. 

 

Hay un argumento de cuento que Piglia toma de las anotaciones que deja Chejov: un hombre va al casino, gana una millonada, vuelve a su casa y se suicida. 

 

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No hay tiempo siempre y cuando le otorguemos el lugar que el capital le otorga. Para que el tiempo abone al curso de vidas vivibles es imprescindible que se establezca como contrarrevolución, y eso, hoy, y hace rato, es lentitud. 

 

En el 99 algunos decían que Riquelme no podía jugar en Europa porque era lento. En el 2000 fue campeón del mundo bailando al Real Madrid.

 

Riquelme bailó al Madrid, tuvo el mundo a sus pies. Riquelme dice que nunca es tan feliz como cuando comparte asados con sus amigos y su hijo. Riquelme dice que su mamá, ahora, está feliz. 

 

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Hay quienes establecen lazos entre el lenguaje y el juego elaborado. Pero eso es un error. El lenguaje tiene un primo futbolero y no es el juego asociado, es el gol. Ambos son una irregularidad, el lenguaje y el gol. Cuando el lenguaje es, en efecto, lenguaje, surca los huesos. Los goles surcan los huesos. Un poema de Vallejo surca los huesos. Un gol de Riquelme surca los huesos. Un pasaje de Bolaño surca los huesos. Un gol del Burrito Ortega surca lo huesos. Los diarios de Pavese surcan los huesos. Un gol de Henry surca los huesos. Después están las palabritas y los circuitos, mango aparte. 

 

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Onetti dijo que hay numerosas maneras de mentir, pero que la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Maradona dijo que, en caso de no haber sido futbolista, habría sido payaso para darle a los niños con toda mi alma las mismas alegrías que le di como jugador. 

 

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El cineasta y escritor alemán Werner Fassbinder, hacedor de la maravillosa Berlin Alexanderplatz, dijo que, a fin de cuentas, sigue siendo mejor disfrutar de los dolores que padecerlos. Fassbinder tiene un puñado de fotos jugando al fútbol. De todas ellas, en la única que se lo ve con pelota dominada la va llevando con cara externa. En la siguiente está abriendo una cerveza, chivadísimo.

Román // Juan Pablo Fernández Rojas

Andrés Ducatenzeiler -ex presidente del Club Atlético Independiente- afirma hace meses que el último y único espacio de disputa política real de este país es Boca Juniors. Insiste en que si perdemos Boca, perdemos la batalla.

El enganche, es aquel jugador que, necesariamente, tiene una visión diferente. Es aquel jugador que ordena y desordena; aquel jugador que obliga y rige las formas estéticas de un partido de fútbol. Por sus pies, pero sobre todo por su cabeza, transcurre todo el partido. Está presente en dos lugares a la vez, dentro del campo y -aquellos privilegiados- en la tribuna. ¿Cómo es posible esto? Mientras posee el balón, mientras tiene la pelota en los pies, marca el ritmo del presente. Decide y ejecuta la orientación del juego, no solo de su propio equipo, sino del rival. Dependiendo de sus ganas y entusiasmo, puede hacer y deshacer su equipo y el ajeno. Cuando no posee el balón, escribe los compases futuros, se convierte en un plateista, no interviene activamente en la faceta defensiva del juego, pero es el espectador que más conoce los tiempos, sabe dónde y cómo posicionarse y, nuevamente, dependiendo de su humor, incluso sin balón, va a regir la actividad contraria según donde decida estar, él es capaz de tener una perspectiva de platea, mira el fútbol en primera y tercera persona, sabe lo que sucede en cada estrato de la cancha, lo que va a pasar y lo que se debería hacer, aunque a veces no suceda.

El enganche también se llama enlace. Es su función más definitoria. Y acá me detengo: el que une las partes, el que transiciona ataque y defensa, rusticidad y lirismo. Es el que pacifica, da tregua a la eterna batalla, lo necesitas para un diálogo dentro de la cancha. Crea e imagina espacios, espacios de juego, espacios donde el delantero es libre, donde puede desplegar su magia. Cuando no los encuentra -porque el juego no lo permite-, él los crea. Es tal su magnitud (cuando el enganche es crack) que fabrica espacios cuando no los hay.

Riquelme (me resisto a llamarlo Román por mi identidad Cuerva) es la máxima expresión de esta imaginación y visión. Maradona desde mi punto de vista (el mejor jugador que pisó este planeta) fabricaba en la incomodidad, improvisaba en la falta de aire. Ni él conocía de lo que era capaz su cuerpo, se desconoce a sí mismo con su propia capacidad individual y colectiva, era un enganche de fantasía, magia.

Riquelme es la otra versión de un Diez, es la versión analítica y rítmica, no dejaba de ser corporal, consciente de sus capacidades a pleno. Decidía y gobernaba la cancha con una vehemencia matemática.

Habiendo dicho esto ¿Cómo es posible que estos dos jugadores, en un mismo puesto y con facetas o caracteres distintos generen tales pasiones?

Riquelme es un cuerpo apolítico, es un cuerpo excéntrico y críptico, generó un aura (¿Ricotera?) de misterio. Sin embargo, desde su retiro y posterior desembarco en la política de su club, asumió el rol protagónico en un partido con las mayores dimensiones posibles. El Diez nunca se esconde, siempre pide la pelota y, él en este caso, la agarra y la retiene como nadie. En este momento particular del país, nos está otorgando a todos la capacidad de discutirnos, un momento crucial de discusión que no se dio ni en las urnas ni en los debates ni en las campañas. 

Nos pasa la pelota y nos habilita a esa resistencia, a esa incomodidad y a aquello corporal que nos obliga a salir a la calle. Hoy es su 17 de octubre, no está preso, no se lo llevaron a una isla, pero se lo quieren arrebatar a los hinchas de Boca y él es uno de ellos. Si lo tocan a Roman que quilombo se va a armar y se armó nomas, la consigna es clara y cuando tocan algo que afecta las sensibilidades y pasiones, el quilombo se arma. ¿Qué hace esa multitud un martes a la noche en la Boca? ¿Acaso hay otro político nacional que pueda movilizar espontáneamente esta cantidad de personas? 

Se puede pensar que en las elecciones de un club se discuta (a dos semanas de las elecciones nacionales) los dos modelos de país. Riquelme lo plantea claro “vienen por todo, si se llevan este escudo nos sacan el corazón”. Con un tono de voz, con unas expresiones, con una sensibilidad y una comunicación mejor que cualquier cuadro político. No lo entiendo realmente, pero es muchísimo más claro que medio año de campaña electoral nacional. En una conferencia de prensa hizo temblar a aquel, que el partido político electo fue a buscar para ganar unas elecciones Presidenciales. Ese gesto de Riquelme volteandose y señalando su escudo, como su corazón, esa forma de transmitir absolutamente todo en tan pocas palabras, es un tipo de transmisión que cualquier comunicador desearía.

El sabe, en la sabiduría de su cuerpo, que la vulnerabilidad nunca fue aceptada en el territorio, no nos podemos mostrar débiles y dóciles frente al enemigo. Pero por un instante, un pequeño instante de vacilación y principio de llanto, Riquelme nos conmueve, nos conmueve porque su cuerpo y vida transitan ese escudo, sabe que vienen por todo y que no puede correrse de ese lugar. Hay una eficacia en la comunicación, no calculada ¿Acaso alguien fue capaz de transmitir eso en esta campaña? Hace años no vemos un político, un jugador que transmita eso. Nos hace sentir incómodos en el asiento, nos hace querer salir a la calle.¿Qué me importa a mi que Macri quiera hacer negocios en Boca? Yo los deje afuera de la libertadores el día anterior y lo festeje como nunca. ¿Pero qué se discute ahí? El país fantástico en el que vivo me responde “Boca es Boca” pero, sobre todo, la pasión que reside en los cuerpos, aquella pasión que es inaguantable, que nos irrita cuando hablan mal o no saben hablar de ella y nos emociona cuando la halagan, aquello que los cuerpos no pueden disimular, no se toca. No podemos regalar, ni privatizar nuestro estado de ánimo. Está bien festejar una victoria, aunque sea pequeña, en un club frente a tal barbarie, tal sonrisa y ojos. Que por una vez la cara de la victoria sea aquel que, frente al poder económico, político, judicial y mediático, lo único que tiene son sus asistencias de la década pasada y un martillo en el garguero.

Mauricio habló hace poco, que se acabó la época de transgresiones, se terminó Maradona. Y viene el diez de su propio equipo a generar un espacio de discusión por fuera de la política nacional, que incluye a toda la política y coyuntura nacional, eso hace un enganche. Riquelme, por primera vez desde el Balotaje, nos habilitó (sin offside) la calle, el progresismo y los partidos políticos rediscutian el territorio y como ocupar la calle, Riquelme agarró la pelota y habilitó el cambio de época, de este lado, por que del otro ya lo hicieron en las urnas. Transgrede dentro del juego apolitico en el que tanto se apoya Milei y Macri. ¿Cómo le decimos al Diez que es casta? ¿Cómo lo ubicamos en la figura corrupta? ¿Cómo lo alejamos de la sensibilidad de la gente?

 Riquelme no exige representar algo, más allá de los bosteros, no se atribuye nada más que hacer feliz a su madre. Y en el fondo, ¿no es aquello lo ingobernable?, ¿no es esa simpleza y cercanía lo que no se puede desarmar? El Diez, consciente de esto, esgrime en su sencillez su máxima defensa ante los ataques judiciales. No soy más que un jugador de fútbol, lo dice sabiendo perfectamente que es más, es mucho más, es un enganche, un diez, un enlace.            

Perfección del capitalismo // Agustín J. Valle

Qué perfecto es el capitalismo: capaz de (re)producir la subjetividad que necesita. Aún bajo condiciones de un mal vivir escandaloso, aún inculcando por doquier al apocalipsis como sensación, produce sujetos que tienden a reproducirlo, a desearlo. Admirable, chapeau a la burguesía… Aunque el término “burguesía” no se usa más: desde la Dictadura más o menos, para decirlo con humor negro, desapareció, con todas sus declinaciones (estética burguesa, individualismo burgués, etc). Resulta que los que ganaron no solo escriben la historia sino que, además, se invisibilizan como sujeto autor. Autoridad invisibilizada (y cuando se invisibiliza la autoridad de la clase capitalista, es lógico que se infle y mistifique la autoridad de “los políticos”). El campo semántico en torno al sustantivo “burguesía” desapareció en la naturalización total de sus descomunales ganancias y poder. La desigualdad y la concentración de la riqueza es tan obscena y abismal como natural y hasta innombrable, al modo del agua para los peces. En un movimiento increíble, la pobreza y la miseria terminan velando -en el discurso y la atención políticas- a la riqueza desbordante. Chapeau, digamos, entonces, a los sectores que resultan privilegiados en el orden actual de las relaciones sociales.

Me llegó una vez el relato de un tipo que fue director de fábrica en Ushuaia en los setenta, empresa argentina de electrodomésticos, industria nacional, y contaba que el gobierno militar, en un momento, les ordenó cerrar la fábrica, no en forma definitiva pero sí suspender su actividad por un buen tiempo: para evitar la reunión de los obreros, y, así, bloquear su activismo político. La industria, epicentro del negocio capitalista, instancia de extracción de (plus)valor de la vida, resultaba políticamente peligrosa. Una contradicción de intereses entre la economía y la política capitalistas; un momento donde lo político estratégico intervino primando sobre la forma del negocio cotidiano. Perder negocio para cuidar el negocio.

Y esos fueron los años, en efecto, en que se consagró el afamado paso del capitalismo industrial al financiero. Un desplazamiento en la dinámica de valorización del capital, que pasó a regirse cada vez más por procedimientos de especulación que de producción. Pero entonces, a la luz de la anécdota referida, puede pensarse que el paso del capitalismo industrial al financiero no es solo un movimiento económico, no es solo un perfeccionamiento en las técnicas de valorización y la persecución de ganancia, sino que tuvo, también, un sentido político: organizar el negocio del capital sin poner en el centro a las fábricas, sin producir a sus propios sepultureros, o al menos restándoles poder. Desde allí entonces el sujeto del cambio social se desdibuja (y no solo por la caída del bloque pro soviético). Las clases dominantes encontraron la capacidad de seguir extrayendo un plusvalor, una ganancia privada succionada del trabajo de la multitud (de dónde si no), sin forjar un sujeto que, protagonista central de la producción, tenga todo dado para unirse prescindiendo del patrón. La fábrica como algo subordinado al negocio financiero.

La gente no trabaja menos en el capitalismo financiero, pero sí con menor estabilidad. Los lugares en el orden general de la producción son menos sólidos, menos fijos. Hay cada vez menor permanencia en un lugar de trabajo, incluso en un rubro; cada vez más necesidad de adaptarse y ser capaces de hacer muchas cosas distintas, no solo a lo largo del tiempo, sino a la vez. Así, el trabajo no te devuelve una identidad estable; a la persona que no posee más que su fuerza de trabajo para vivir no se le arma una identidad definida en tanto que trabajador. Ya no sos metalúrgico o telefónico o lo que fuere, sino que sos “vos” y dependés de tu aguante y rebusque para salir adelante… Más que “ser”, el mercado exige estar disponibles para lo que la ocasión mande.

Cada cual teniendo que sobrevivir, salvarse, haciendo una cosa u otra, pues, se logra una torsión que es de los mayores logros del capitalismo: que una enorme cantidad de trabajadores se conciban a sí mismos como emprendedores independientes, como individuos auto producidos. Como empresarios que todavía no llegaron a armar su negocio y tener empleados. Y si se muerde alguna cosita del Estado o de algún lado, es leída desde esta misma lógica, desde esta misma racionalidad de sujetos como micro empresas, que gestionan su supervivencia o progreso de modo multiforme. El Estado no funda subjetividad sino que provee -si acaso- algún recurso para este sujeto que piensa con la racionalidad del capital introyectada. “El liberalismo es la ideología de personas que creen que no se necesitan unas a otras”, dice MartinWalser. Si ya vivimos en la selva, si la única ley ante la que resulta verosímil concebirnos “iguales” es la ley de la selva -el mercado-, entonces los ricos son capos aspiracionales, porque “la hicieron”, y se odia a los que tienen facilidades o ayudas propias de un Estado proveedor irreal; en la selva se vota al león, o su mejor postor, porque el odio, la bronca, el rechazo, por lo demás, son naturalmente más seductoras y vigorizantes que el miedo.

Apuntes a una semana de la victoria de Milei // Diego Sztulwark

 

A una semana de la derrotada la lista Massa- Rossi, que debía contener y desplazar los peligros de la fórmula Milei-Villaroel (con apoyo de Macri-Bullrich), las discusiones comienzan a reorganizarse. Pasado el tiempo de preguntarse si Massa era o no el indicado para esa tarea, comienzan a planteare cuestiones más urgentes.
1. ¿Corre peligro la democracia? la respuesta depende lo que se considere por democracia. Si la consideramos como mera parlamentarización de la (dominación) política no parece correr riesgos evidentes, por la sencilla razón de que no aparecen -al menos en lo inmediato- actores con capacidad de resolver la crisis de gobierno por métodos extra-parlamentarios. Pero cuando concebimos la democracia según su capacidad de transformar estructura sociales regresivas (o incluso defender derechos básicos), entonces es muy obvio que la democracia sí está en riesgo. Y está en riesgo porque si ya estaba intervenida/neutralizada por poderes financieros, informacionales y comunicacionales, y como subproducto de estos poderes, por el crimen organizado (que no deja de ser un subproducto particularmente activo y corrosivo del desbordes de la lógica del capital respecto de toda instancia normativa, jurídica o comunitaria), el bloque político que opera con la lógica de estos poderes antidemocráticos resultó favorecido en las últimas elecciones. A lo anterior, hay que agregar la declaración de Macri a solo 24hs de conocidos los resultados electorales sobre la necesidad de organizar grupos revolucionarios de extrema-derecha para responder con violencia a la protesta social. Por ahora son solo palabras.
2. ¿Cómo actuar ante semejante diagnóstico? La disputa electoral tendió a subestimar el discurso que ofrecido CFK hace un año, cuando se conoció la sentencia judicial en su contra. Allí la vicepresidenta denunció un «estado paralelo», un «poder judicial mafioso», una «proscripción» electoral y una poderosa capacidad de hacer de los lideres populares meras mascotas del poder. Si fue este un diagnóstico justo y preciso, debería estar presente como mapa operativo en cualquier acción política democrática, derivándose de ese mapa una serie de cuestionamientos activos a la intervención de los poderes que bloquean la democracia desde arriba.
3. ¿Qué clase de ofensivas se activan desde el nuevo gobierno y qué esperar de ellas? A las amenazas de Macri se suman la llegada de Villarroel-Bullrich en el manejo de áreas de defensa y seguridad, y la exasperación de un clima social de revancha enardecida sobre toda forma de vida que irrite a los normopatas en el poder. El clima de amenazas está en su apogeo. Habrá que ver, sin embargo, qué sucederá cuando las propias contradicciones y desarreglos que ya se evidencian en el bloque político que tiene la responsabilidad de gobierno a partir del 10 de diciembre se combinen con la puesta en marcha del hiperagresivo plan de despidos, ajuste y desactivación de diversas áreas de actividad púbica.
4. ¿Hay un marco político claro para agrupar a una oposición nítida al programa de gobierno en el poder? En 2015 una parte importante del poder parlamentario le ofreció gobernabilidad al presidente Macri. ¿Se puede repetir la experiencia? Evidentemente, se trata de hacer del 45% de los votantes opositores un piso alto y no un techo insuficiente. Seguramente esto suponga al menos dos cosas: sacar conclusiones respecto del desbalance entre una micro-campaña o mico-militancia que estuvo por delante (en todo sentido) del comando campaña; y precisar formas de organización capaces de orientar acciones defensivas multitudinarias y una selección de referentes capaces de testimoniar con su conducta las ideas que permitan hacer de la defensa de la democracia un replanteo fuerte de las prácticas políticas.

Grito (Aunque sea el último grito que sale) // León Rozitchner

El grito ahogado de los que están exhaustos.

El grito mudo de los que se disuelven en una angustia punzante que lacera hasta las cuerdas vocales.

Ese océano inmenso y sus profundas aguas es —¿no lo sabemos?— donde metamorfoseados van a parar todos los gritos ahogados de todos los que han muerto y que no pudieron ser gritados, que se agitan y asedian todas las costas donde los vivos viven, creen, a resguardo, es él. Las olas que mueren en la playa traen ese magma elemental al que seremos reducidos todos, porque si todos los sólidos se disuelven en el aire, en cambio todos los gritos de los hombres moribundos se disuel- ven en el agua.

El último gemido es el epitafio que contiene todo y nunca será escrito.

¿Y si la inmensidad del océano solo contuviera, licuado, el infi- nito de los gritos no gritados de todos los moribundos a los que se les escapó con el último suspiro solo el susurro contenido de una fuerza exhausta?

¿Quién grita? Es el ser el que grita.

El concepto no grita, la imagen no grita: es el cuerpo el que grita y se condensa en el grito.

Los gritos: siempre son de algo. No hay un universal del grito. Siempre es un grito particular. Por eso son de alguien, pero también por algo:

 

Por algo:

el grito del supliciado de alegría

de dolor de espanto de miedo de sorpresa

de desesperación de guerra

de amor

de desesperación de odio

 

(el grito es siempre grito de los extremos). Y los grito de alguien:

del padre

del torturador del patrón

del niño

del que ordena y manda de una madre exasperada

de la amante que se goza, gozosa.

 

Las cosas gritan cuando se rompen. Un cristal grita, una casa que se derrumba, un árbol que cae, una pared que se viene abajo, el mar brama, la tempestad aúlla.

Los pájaros cantan pero no gritan, y tampoco saben gritar: solo cantan (salvo algunos, como el tero que pega el grito. Nunca escuché el grito de un zorzal muriendo. [Solo los ruiseñores cantan mientras la espina hiende su corazón: eso me lo enseñó Wilde, pero era una metá- fora de su propio corazón sangrando].

 

Un pueblo grita cuando no está enmudecido por el miedo.

El terror acalla el grito (el grito entonces, para aparecer, es desborde y ruptura de un límite). La carpa de docentes no grita: murmura, habla en voz alta quizás, pero no grita.

Para poder gritar debe tenerse el coraje o la desesperación por atra- vesar un límite: gritamos (cuando nos animamos) o se grita en uno sin que tengamos la intención de hacerlo.

Todo lo que viene desde abajo, atravesando todos los niveles y los pisos que se elevan sobre la tierra, y la distancian, todo lo que rompe y aparece pese a estar sujeto, todo eso grita, como el volcán que estalla en fuego brama y el mar tempestuoso ruge. Por eso la teoría, el pen- samiento, podemos decir que grita cuando articula la vida a la pala- bra: cuando viene desde el cuerpo de la tierra, busca sus cimientos, se apoya en ellos para decir lo suyo. Entonces es grito, que todos escu- chan y todos entienden, porque no está distanciado de lo que más nos inquieta, nos atrae o nos duele.

Para gritar fuerte hay que ser muchos: para que nos oigan. Si no los gritos caen en saco roto, se hacen los sordos: se convierten en palabra impotente, en grito también sordo.

El poder calla el fundamento de muerte sobre el cual se apoya: es un grito siniestro que viene no desde el cuerpo colectivo sino desde las armas: es el cuerpo militar el que despóticamente grita para asustarnos. Los dueños del dinero gritan en la bolsa. Gritos y contra-gritos: hay gritos desde el bolsillo y gritos desde el alma. Por eso solo puede llamarse grito al que sale desde las entrañas señalando que se rompe, por el valor que se tiene, un límite que la fuerza nos impuso.

Los que gritan para tapar la palabra, lo hacen para que nuestro grito no se convierta en cuerpo viviente, en fuerza. El grito indica, señala el lugar de la fuerza de la cual proviene. El gritón, el desaforado grita por- que no tiene quien le imponga un límite: grita desde la suficiencia que da el poder para tapar el grito del humillado. Grita para simular que es poderoso desde un cuerpo acobardado.

 

El grito surge desde las entrañas de la madre tierra, en el edificio desde sus cimientos (es una metáfora). ¿Quién no escuchó el bramido de dolor de las dos torres? Pero el grito en el hombre grita cuando nace y abandona el cobijo: cuando se separa del cuerpo de la madre. Por eso todo grito es de profundis. Hasta allí debemos retornar para sacar fuerzas: desde el momento fundante de la vida. Hay que volver hasta el fundamento de la vida para reclamarla nuevamente, y porque allí encuentra no solo la fuerza sino también el sentido.

El cuerpo se estruja para decir su palabra.

Todo en la actualidad ensordece: el sistema habla hasta por los codos, vivimos en un mundo lleno de palabras, es decir, de ruidos y de imágenes supletorias del cuerpo verdadero de la vida. No hay lugar donde no quieran captar nuestra atención para desviarnos de lo que más tendría que importarnos. Nos ensordecen los gritos de los par- tidos de fútbol, de la TV, de los diputados, de los senadores, de los ministros de Economía, de los presidentes y los generales: nos cagan a gritos.

Pero no son gritos en serio, son gritos de superficie, no vienen desde lo hondo, es intensidad incrementada por la técnica: un cuerpo vir- tual que la palabra adorna como si hubiera un cuerpo verdadero que la sostiene. Es solo la palabra del sistema, el cuerpo del establishment, pero que calla lo más importante, lo que hace en silencio y gritan para ensordecernos: para que no se vea lo que hacen. Separan al cuerpo de la palabra.

Recuperar el poder del cuerpo es el fundamento del grito. Y cuando es grito colectivo, solo allí adquiere el poder que le dan los cuerpos que se rebelan y se reúnen todos juntos para adquirir una fuerza nueva que venza al cuerpo del Estado, al cuerpo de la policía, al cuerpo de la madre Iglesia, al cuerpo de celadores. Todos esos cuerpos son cuerpos supletorios donde se disuelven los lazos de los cuerpos que nos unen.

¡Oh, mis amigos! // León Rozitchner

 

  1. Texto fechado el 9 de noviembre de 2009.

Ellos, los de Carta Abierta, quizás quedaron demasiado pegados en el apoyo, cuando en realidad, pensamos, ese apoyo tendría que tener su contraparte en un pacto político donde las críticas de Carta Abierta fueran un compromiso a cumplir por el gobierno. En política ninguna fuerza, por pequeña que sea, se entrega gratis. Es un toma y daca y debe haber un pacto, un contrato: si para ganar las elecciones en momentos en que los votos peligran, las fuerzas de izquierda o progresistas que lo apoyan debían hacer valer el peso por el cual el gobierno requiere de ellos. Si el apoyo no compromete nada a cambio (no la miserabilidad del intercambio de favores económicos y recompensas), ¿Qué sentido positivo tiene sino agregar una crítica que seguirá siendo un enunciado de palabras y teórica, mientras que el apoyo político tiene un peso ver- dadero, material y práctico? ¿Carta Abierta lo tiene o no lo tiene?

De pronto, en medio de la miserabilidad humana que ha invadido el campo de las relaciones sociales y que muestra su mayor saliencia en el espacio que se dibuja como política, a medias entre la virtua- lidad de las míseras y endebles y chatas figuras sostenidas en el éter electrónico, o en el papel impreso que tolera todavía una “toma de distancia”, que remiten a una realidad más oprobiosa todavía vehi- culizada por la palabra escrita. Escuetamente dicho: la de los cuer- pos dominantes y a la de los cuerpos sometidos, una llamada, la más amplia, que viene también del espacio político, pero que lo incluye todo: la recuperación de la tierra, de los ferrocarriles, de las minas, del petróleo, pero también contiene un llamado que da sentido a los bienes perdidos. Contiene un llamado ¿político?: “¡Oh, mis amigos!”, invoca Horacio. Una solicitación que barre con todas las miserias que buscan convocar en el imaginario pueril de la gente una cercanía afectiva y benevolente que el desprecio más abyecto simula. Aparece de pronto un llamado humano que sostiene a todo lo otro, que había sido olvidado en la política, donde la hermandad de la amistad es invo- cada como una bajada a tierra humana en la política. ¡Oh, mis ami- gos! No ha habido entre la izquierda ese hermoso llamado afectuoso y sincero a los amigos para mostrar hasta dónde la política debe bajar y llenar humanamente un clamor inaudible, porque allí, en ella, aun en nuestro espacio hecho de buenas intenciones, de preocupación por los otros y sus desventuras necesarias para que los otros no las vivan, nadie sin embargo lo sostiene. Nadie sostiene una llamada humana en el campo político que suscite la humanidad del otro para pensar y hacer algo juntos. El “Oh, mis amigos” de Horacio es un llamado desgarrado y pensante para suscitar de nuevo entre nosotros esa pre- sencia en la izquierda del otro como amigo que hace muchos años se había perdido. Pensemos desde lo que nos une en una configuración “ideológica” de izquierda, que vuelva a despertar los afectos perdidos en las mil batallas perdidas, una cercanía donde el “lazo” social que estudia la sociología se ha hecho realidad en la densidad solo teórica sentida que sostiene, desde más abajo, toda relación humana cuando incluye a la amistad dentro de la política (cuyos niveles actuales han sumergido todo lo que nos sostenía antes).

Entre la oposición y el enfrentamiento extremo de un Pino que considera al gobierno como el enemigo, o la cercanía crítica pero sin contraparte de Carta Abierta, que trata al gobierno como amigo, y donde ambos pierden su eficacia política —uno, por servir de apoyo directo o indirecto a la derecha fascista que no es objeto principal o inmediato de su crítica, el otro, por servir de apoyo a un gobierno que enfrentó a los fundamentos del poder de la derecha pero que carece del empuje para dar los pasos necesarios en la materialidad de los hechos para enfrentar las transformaciones también necesarias que hagan posible cubrir la miseria de los millones de menesterosos (no hicieron valer su apoyo con pactos que comprometan en la realidad su permanencia como gobierno)—. Estas divergencias deberían ser resueltas entre amigos políticos, distinguiéndose claramente de los enemigos, a los cuales directa o indirectamente se apoya.

El “Oh, mis amigos” de Horacio nos pide que pensemos y sintamos juntos, sean cuales fueren las ideas que sostenemos (o más bien nos sostienen).

Primero necesita que le crean. No estamos con eso, repite una y mil veces: no estamos con lo que hace mal o no ha hecho el gobierno. Estar en los que ejercen el poder más formal que material (el gobierno) frente a los que disponen del poder más material que formal (la opo- sición que abarca todo el frente de los grandes aniquiladores), que surgieron de pronto cuando nadie lo esperaba, como una transgresión que implicó entre nosotros, viniendo y viviendo sobre fondo de diver- sos terrores (militar, religioso, económico, policial y político) un giro radical y un corte con las etapas anteriores en el cuerpo y en la concien- cia de las grandes mayorías.

Al gobierno, después de haber hecho eso, yo no le pido más nada. No somos ni primos ni hermanos, ni siquiera amigos. Cada uno está en lo suyo: somos realistas, cada cual atiende su juego. Me basta para ver que allí se abrió un límite que marca e inicia un derrotero inasimi- lable para la antipatria de la contra fascista, católica, genocida que no tiene vergüenza de amarrarse al palo para danzar desnuda (aunque le paga a otros para que en su nombre lo hagan). Miremos las caras, por favor, y saquemos las cuentas: ¿Vieron la de De Narváez, la de Mirtha, las de Macri, Michetti, Carrió junto (aunque se distancie) de su doble tetuda? Todos se desdoblan y se convierten en espectros de sí mismos: de lo que al esconder nos muestran. Esa realidad paralela a la realidad que hace que la realidad y la ficción sean una, porque une la ficción: no hay distancia para la diferencia, nada las separa. Pobres infelices, hacen cualquier cosa, venden a su madre y quieren que todos se emputezcan para que los voten a ellos. Quieren que la gente comparta con ellos el carnaval inmundo de la estupidez humana a la que el neoliberalismo nos lleva, y necesita que la población se degrade para que los voten y ellos lo aprovechen. Derecha obscena, devoradora, inmunda.

 

El kirchnerismo encierra en sí mismo, al menos, una contradicción nueva, irreductible a todo el espectro político que le ladra y le escupe: marca una línea tajante con el pasado —superestructural dirían algunos—, y aunque ellos no lo puedan y ni quizás lo quieran, han abierto una brecha nacional transitable para toda esperanza política futura (a no ser que ustedes se consuelen con la Revolución prometida. Y como dicen los venezolanos: ¿con qué culo se sienta la cucaracha? En este caso, ¿con qué culo se sienta la cucaracha de la revolución que ustedes, en nombre de un popolo que no alcanzó siquiera el populismo, proclaman? ¿Y eso frente a un gobierno populista que se quedó sin siquiera lograrlo?). Y si algo es posible es porque el presente lo dibuja contradictoriamente, y este ser contradictorio es necesario, porque si no, no sería real: sería una fantasía de izquierda que nadie sostiene, que con ser la más noble carece de fuer- zas. Entonces comencemos apoyando, aunque no sean lindos, y les guste la guita, y se den el lujo de parecer buenos mientras nos engañan con otros amores más voluptuosos que les sostienen las ganas día a día, a quienes han abierto una división de aguas, tajante en algunos aspectos, menos visible en otros. ¿O seguiremos apostando a que el pueblo en realidad es, montoneritos míos que están en el cielo, revolucionario?

Y desde ese lugar donde la línea, llamada divisoria, une y separa al mismo tiempo, también Horacio nos dice para que le creamos, una y muchas más veces: no estamos con eso. La posición es difícil:

¿cómo coincidir en algo y separarse en lo otro? ¿Es posible despegar de la realidad donde el poder se inserta, porque los argentinos al votarlos también lo ganaron? Horacio nos dice: hay que estar al menos agarrados con el dedo meñique a los que, sin ser tan buenos como nosotros, han abierto un espacio desde el cual transitemos un futuro distinto. Tanto más los dejemos solos tanto más serán barridos: entonces nos quedaremos clamando una vez más esperando que el pueblo de París se subleve, y volvamos como ellos lo hicieron a tomar la Bastilla. ¿Con qué culo se sienta la cucaracha de lafantasía revolucionaria de la izquierda? ¿Seguimos en el fondo esperando el 17 de Octubre o el avión negro? ¿No nos damos cuenta de que estamos más pobres de pueblo que antes, y nos damos el lujo de despreciar un punto de partida diferente, el único que en ver- dad tenemos? No somos Bolivia, muchachos, no somos Ecuador ni Venezuela. Aquí, a diferencia de ellos, vendimos a la madre al elegir a Perón como padre: estos son sus hijos y nietos. Nuestra diosa no es la jocunda Lionza con sus nalgas abiertas que cabalga un búfalo frente a la Universidad Central de Caracas: es la pobre virgencita de Lujan la que adoramos, y la juventud, que antes era revolucionaria, va a pedirle por millones que la saque del pozo. Extraño que Tinelli a esa figura religiosa política, a la virgencita, no la haya llevado a su programa para mostrarla desnuda. Se entiende también que no haya llevado a ningún cura: en ellos la apariencia coincide con la realidad, no hay distancia. Muchachos, muchachos, reunámonos —“oh, mis amigos”—, volvamos a reunirnos para charlar un poco y escuchar- nos para ver si podemos todos juntos, no separados como estamos, hacer algo nuevo reconociendo este punto de partida: no nos queda otro, a no ser que, de cuadro en cuadro, como en la rayuela, espere- mos de un salto alcanzar el cielo.

Si las cosas estuvieran más claras, nosotros, que nos conocemos por- que somos amigos, no tendríamos que decir —como Horacio nece- sita— “tampoco queremos eso”. Eso que Horacio no quiere tampoco lo quiere Pino. Pero eso que Pino quiere, y también quiere Horacio, si no se apoyan como punto de partida en el actual enfrentamiento de fuerzas, se da en el enfrentamiento de la derecha fascista reunida frente al gobierno que se ha distanciado en los hechos de ella, pierden ambos, es decir, perdemos todos. No nos corran por izquierda, no nos atri- buyan (nos conocemos) apetencias falsas. Por una vez en la izquierda: volvamos a ser amigos para pensar juntos, porque la separación nos mata. Podemos apoyar al gobierno y nos diferenciamos: no estamos con eso. No estamos con eso. Parecería que el peligro de la confusión acecha, es lo más temido, y no es para menos: ya conocemos la función del socialismo democrático en la destrucción de la izquierda, y como si faltara poco la función del peronismo en función de gobierno, como socio del socialcristianismo y de la derecha. Pero como el gobierno nos necesita, aunque sea un poquito, en este tiempo de penurias donde su destino está en juego, hubiera merecido quizás un acuerdo donde el gobierno hubiera avalado la certidumbre de Carta Abierta de “no estar con eso”.

Y sin embargo, estamos sosteniendo una política por ser la que une, aunque al mismo tiempo separa necesariamente lo que nosotros que- remos de lo que ellos quieren. En la morbosa perversión que el neoli- beralismo acentuó en el campo de la política al expandir su “modelo” de vida antes nunca visto, ni tan profundo ni tan poderoso. Parecería que la recuperación de los bienes nacionales —ferrocarriles, petróleo, minas, bosques, campos, etc.— no es apoyada por la mayoría porque la población “no sabe”: ¿no será que el espacio político que debe abrirse para que eso suceda es lo que más miedo mete? ¿Ustedes creen que el grotesco de los políticos que van a la tele no esconde para ellos, y aun para todos nosotros, en su comicidad abyecta, por no decir inmunda, la amenaza que su desenfado muestra en sus caras y en sus cuerpos mar- cados por el terror y la riqueza que los sostienen? Tras la devota ton- tería familiarista (Mirtha) que nos invita a compartir su mesa, como otras divas (Moria) nos invitaban a compartir sus camas, se muestra la tersura del refectorio.

Nunca como hasta ahora el campo político estuvo tan entreverado por los límites que el terror sigue marcando. No quiere solamente darnos razones sobre lo que se nos viene, si dejamos que pasen como otras veces lo han hecho. La sensatez no es una virtud de las deman- das reivindicadoras. Para lo que Pino quiere, ahora desde afuera, como una exigencia sin sostén político, Horacio dice que hay un avance con- tradictorio, cierto en los hechos, aún no definido, y que es necesario empujar para que se lo alcance.

 

Donde todo se ha emputecido

 

Sabemos: en el gobierno está lo que la oposición pretende, pero tam- bién está lo que la inquieta y lo que la desborda. Si el gobierno no hiciera algo diferente, y que se opone a lo que la oposición requiere, no apare- cería como “oficialismo”. Oficialismo es lo que contiene aquella parcela de independencia nacional que la oposición anhela que desaparezca. Si esa porción diferente que es lo que el gobierno tiene para nosotros de positivo no la contrariara, desaparecería la diferencia y todo sería lo mismo: la oposición sería oficialismo. Entonces en el gobierno no habría contradicción de intereses entre lo nacional-popular (para decirlo de algún modo) y lo nacional-neoliberal que necesita de lo popular para que exista. Si nosotros somos los verdaderos opositores se trata de que simultáneamente seamos opositores de los “opositores”, pero somos opositores a lo que el gobierno tiene de oficialismo. Somos los verdaderos opositores a lo que el neoliberalismo pretende dentro y fuera del gobierno: opositores al neoliberalismo transnacional de los que están afuera del gobierno, como opositores al pretendido neolibe- ralismo nacionalista de los que están adentro.

La oposición juega a atraerse a lo popular con otros medios: no les da jubilaciones, ni nacionaliza el correo, ni busca ponerlos en blanco, ni recupera los juicios a los represores, ni la nueva Corte Suprema, ni las AFJP, ni la ley de radiodifusión, ni intenta regular la medicina prepaga, ni se opone al ALCA. Se opone ferozmente a todo lo que hace el gobierno, salvo a aquello que el gobierno tiene de común con la oposición, que es lo que esta calladamente y en silencio avala. Si no lo hace no podría sostenerse como gobierno porque la oposición sería gobierno, y el gobierno dejaría de ser una porción de las fuerzas nacio- nales que tratan contradictoriamente de seguir siéndolo. Y eso dentro de los límites tajantes y temibles que la oposición ejerce. La oposición hoy en día representa lo más opuesto a la nación y a su población mayo- ritaria: por eso están todos juntos, son más sabios que nosotros. Si la fracción de Pino Solanas, sin abandonar su proyecto, hiciera un pacto con el gobierno para comprometerlo, con su apoyo político necesa- rio para seguir girando hacia lo que contradictoriamente apunta, pero carece de fuerzas para hacerlo, entonces Pino Solanas dejaría de ser oposición y sin confundirse con el gobierno pactarían sobre una pro- puesta que prolongaría lo que apareció esbozado en el gobierno para llevar esa política prácticamente adelante. ¿Qué hubiera pasado si el gobierno hubiera aceptado modificar sus propuestas en el caso del campo y hubiera comprendido que le convenía pactar con las fuer- zas nacionales que representa Pino y no ceder hasta tal punto con los Grobocopatel?

Lo que Horacio señala como verdadera “oposición” dentro del gobierno —oposición a lo que la derecha neoliberal extranjerizante pide— es lo que la oposición, que está enfrentada al gobierno —que ha dado vuelta todos los términos—, exige: que abandone su “popu- lismo”. Pero si fuera solo populismo, así como últimamente se lo ha pretendido definir teóricamente, este populismo sin popolo, la política sería un enfrentamiento formal donde el juego de las fuerzas enfrenta- das, que el terror delimita, no existiría.

Irse o quedarse (*) // Horacio González

 Apenas está promediando la clase, y ya algunos alumnos se levantan y se van. Otros los siguen ¿Qué ocurre? Es la pregunta atribulada del profesor. ¿Clase mala? ¿Desinterés de las nuevas generaciones? ¿Un momento habitual en una clase no demasiado bien preparada? ¿Las camadas actuales vienen con otro interés? Como sea, la pregunta esencial que aquí ha de hacerse no es sobre la responsabilidad de los alumnos y sus cambiantes intereses sino sobre la responsabilidad del conocimiento y su forma de impartirlo. Ahora bien, esta última frase acierta en poner el problema en el conocimiento, no en designarlo como algo que se imparte. ¿Pero cómo nombrarlo? Se escucha decir administrar conocimientos, adquirir conocimientos, producir conocimientos, generar conocimientos, diseminar conocimientos, en fin, asumir conocimientos. 

Sé que la cuestión universitaria trata hoy de cómo proponer una institución que vive de ciertas proclamas o avatares de espíritu público, pero sus estilos y procedimientos en mucho se inspiran en la relación del conocimiento con las instituciones y el individuo privado. Sé también que la cuestión universitaria no puede dejar hoy de abordar la cuestión de los intereses del conocimiento, pues si bien no puede haberlo sin intereses, estos no pueden ser solamente definidos por su inmediatez profesional y, ni siquiera, histórica. El interés del conocimiento debe incluir una dialéctica con la dimensión desinteresada y postergada de utilidades, la cual garantiza en última instancia el útil —no el utilitarismo del conocer—.

Por eso, nuestras luchas sobre la imagen pública de la universidad deben considerar también —si no partir— de la cuestión del conocimiento. Se escucha decir “sociedad del conocimiento”. Pues bien, lo que digo es lo contrario. No la sociedad donde el conocimiento es una pieza de cambio de posiciones de un campo de saber —cumplimiento invertido y administrativista de la utopía de Bordieu— o una tecnología del saber —cumplimiento anómalo de una visión foucaultiana—. Lo que digo es, o sería —hablamos sobre un ciclo histórico lleno de improbabilidad— la posibilidad de ver el conocimiento no como algo que se propone en proporciones de una pedagogía, sino como un vínculo entre dos situaciones que origina el propio autoexamen de la relación que establece.

A partir de allí, todas sus artesanías —propongo llamarlas así— se deberán desplegar no como algo que se imparte o algo que se instruye, sino como algo que incluye el autoconocimiento y su contrario. EL no conocimiento es lo que garantiza los intereses del conocimiento. EL no conocimiento es el umbral o el momento en que “no se sabe nada” pero en grado de autoconciencia. Este doble plano que afirma el saber que se nos niega es el corazón mismo de una reconstitución de la universidad. Irse de una clase, así, en vez de ser una deserción que envuelve el conjunto de deserciones posibles se convierte en la imagen de una actividad posible del conocer. No el instruirse, no el adquirir, no el producir, sino apenas el salir.

*Publicado originalmente en el cuadernillo de las Jornadas de sociología zona liberada (octubre de 2000), convocadas por la agrupación El Mate y la revista Arde filo se quema sociales.  

La patria no vio al otro // Sebastián Scolnik

En 1548 el filósofo Étienne de La Boétie escribió el Discurso de la servidumbre voluntaria, en el que se preguntaba por qué los hombres luchaban por su esclavitud como si se tratase de su libertad. El célebre libro se distribuyó primero clandestinamente hasta que, por insistencia de su amigo Michel de Montaigne, se publicó en 1572. A partir de ese momento no hubo experiencia política de resistencia que no haya tomado en cuenta estas reflexiones para pensar los dilemas que enfrenta toda lucha al toparse con las distintas formas de alienación que bloquean las posibilidades emancipatorias. 

Pero estas lejanas advertencias lucen malversadas en el tono culpabilizador con el que el progresismo intenta explicar(se) los resultados electorales de las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO). En todo caso, no sabemos por qué votar a Massa sería un acto de libertad, ni por qué quienes votaron a Milei se habrían equivocado o se dejaron seducir en la bruma de ofertas estéticas electorales cuyas propuestas son contrarias a los intereses populares. Toda recurrencia bibliográfica, cuando sirve como morada tranquilizadora y autojustificatoria y no como desafío, debería ser puesta en suspenso, pues las legitimidades que de estas citas se desprenden tienden a la mala fe. Y el aire aristocrático de la condena, que supone una superioridad moral, intelectual y política, asombra por su incapacidad de revisar los supuestos en los que se erige.

 

 

la bala de sabag montiel

 

Hace un año Cristina Fernández de Kirchner fue casi ejecutada ante la mirada atónita de un puñado de concurrentes que se había congregado en su apoyo y de una audiencia televisiva que no salía del estupor. Creo que todos nos hemos preguntado por qué, frente a la magnitud de lo ocurrido, no rompimos todo. ¿Por qué no se ha cumplido, en esta circunstancia límite (como en todas las que la precedieron), el famoso “quilombo” con el que nos dábamos manija para suponer que estábamos luchando contra las derechas persecutorias y vengativas, y para defender a quien atribuíamos la condición de encarnar la justicia social resultante de una política popular? En ese ritual, reiterado en cada marcha, hacíamos de cuenta que había límites infranqueables. Y ese quilombo no se armó por muchas razones. La bala disparada por el shooter no salió de la recámara. Pero esa ejecución pública nos condujo a pensar que algo fuerte había ocurrido como para sacar conclusiones simples o ningunear sus efectos. 

Mucho se ha dicho acerca de los discursos de odio que actuaron como preludio de este acontecimiento. Esta mirada, que atribuye a la palabra un carácter performativo, descuida la pregunta por las condiciones de posibilidad de su enunciación. ¿Por qué ciertas cosas pudieron ser dichas sin despertar las reacciones más elementales en todos nosotros (más allá de la condena en las redes sociales)? ¿Qué se había roto entre el kirchnerismo y la sociedad para que el matador desbordado, precedido por la lengua oscura de su tiempo, gatillara intentando pasar a la posteridad? Esa escena, que no podemos desprender de nuestras retinas alucinadas, nos señaló que estábamos ante el fin de una época. Y que nosotros, adocenados ciudadanos de una democracia putrefacta, no íbamos a hacer nada contra un poder judicial que ocultó y disgregó pruebas y conexiones, que dispersó en el tiempo las conclusiones más evidentes de una trama asesina para aislar y encapsular, en su extremo más débil, la atribución de responsabilidades. 

La bala que no salió tuvo el efecto de matar una época, teatralizando un final que nadie quiso asumir. Tiempo después, la propia Cristina advirtió sobre la existencia de un Estado mafioso, jurídico, mediático y judicial, que había vaciado a la democracia. La gravedad de este señalamiento tampoco produjo efectos. Era como un ladrido a la luna ante la indiferencia de una sociedad que repartía sus preocupaciones y su atención entre los problemas cotidianos y el Mundial de fútbol. Y nada hicimos tampoco. Un poco por desidia, un poco por comodidad, porque la fantasía de cuidar las instituciones para preservar la democracia siempre estuvo en el horizonte del kirchnerismo (Cristina propuso un pacto democrático con los mismos partidos implicados en ese Estado mafioso que denunciaba incluyendo, claro, el peronismo). Y, sobre todo, no hicimos nada porque luego de un vasto período de normalización, obediencia y vida pacificada, ya no hubiéramos sabido cómo.

 

la bala que no salió tuvo el efecto de matar una época, teatralizando un final que nadie quiso asumir.

 

el dulce encanto de la reparación

 

La legitimidad del kirchnerismo hay que buscarla en su afán reparatorio. Es hijo de la más radical insubordinación social de los últimos tiempos. Supo interpretar, para recomponer la institucionalidad, esas demandas de quienes estábamos “afuera”. Si ya nada esperábamos de la democracia, completamente comprometida con los poderes globales y reducida a la administración del ajuste permanente, la tarea era destruir ese ordenamiento institucional que emergió de la dictadura y de las sucesivas frustraciones y derrotas democráticas. En los años noventa aprendimos a romper todo. Allí formamos nuestra estirpe. Madres, Piqueteros y Redonditos de Ricota. Creíamos más en nosotros que en la democracia y su sistema de partidos. Tampoco extendíamos crédito a las organizaciones sindicales (salvando las excepciones democráticas y combativas que parecen haber perdido la memoria). 

El kirchnerismo nos dio una vida. Si éramos intelectuales nos ofreció carreras académicas y Conicet. Si éramos artistas nos llenó de elogios, conciertos y programas televisivos. Si éramos desocupados nos ofreció trabajo. Si éramos pobres nos repartió guita. A los científicos los repatrió. A los organismos de Derechos Humanos los reconoció. Hizo suya una genealogía histórica y unos enunciados que de esas luchas se desprendieron. De pronto pasamos de querer romper todo a cuidar una vida, un sistema político que la sustentaba y permitía disfrutar de las mieles de reconocimientos y consagraciones. Pasamos a tener derechos, cuentas bancarias y aguinaldos, vidas domésticas y un relato que nos comprendía y representaba. Nuestros afectos, al fin, se habían organizado en torno a la actividad estatal. 

Ya no tendríamos que preocuparnos por luchar. Ahora éramos espectadores que solo debíamos obedecer. Obedecer a una jefatura política, previniéndonos de no hacerle el juego a la derecha, y obedecer los dictámenes de nuestra propia vida de plataforma, consumo y recompensas. Éramos aquello que había sido reconocido. Podríamos viajar, comer sano y entregarnos a terapias de distinta índole para compensar los pesares y desdichas de una vida encapsulada, mediatizada y cada vez más precaria. Pasamos del ardor de la rabia a la templanza pacificada. En el tránsito de ese “afuera” al “adentro”, de la intemperie a la reparación, ganamos en comodidad y perdimos en sensibilidad. Tercerizamos la política y el discurso. Pasamos de la crítica a la adhesión, del pensamiento a la opinión, y de los enunciados conceptuales a las consignas.

 

 

 

la casta somos nosotros

 

Llegados a este punto, corresponde indagar las razones por las que un elefante se incubaba debajo de nuestras narices y no fuimos capaces de verlo. Milei nos puso un espejo en el que estamos obligados a confrontarnos para preguntar quiénes somos y qué hemos hecho. No debe sorprendernos si decimos que la casta somos nosotros. Los que experimentamos una vida acomodada y cortamos la capilaridad que siempre nos comunicó con el dolor de los demás. 

La trama popular, indispensable para la política y la distribución del poder, se segmentó en “sectores” y “sujetos”. Dejamos de vivir los padecimientos en nuestras propias vidas confiando en que esta vez había quien los cuidara. A partir de entonces, tendríamos “intereses” específicos. Aun si cada vez debimos laburar más para sostener los niveles de consumo y responder al endeudamiento (factor clave de la reproducción social), lo hicimos en nuestro propio rubro reconocido. Si somos profesores, cada vez debemos sumar más horas, pero mantenemos el status. Y así sucesivamente en cada actividad a la que nos dedicamos. Pero, en el reverso de esa vida, se iba produciendo todo un mundo tan concreto y evidente como invisible para nuestros ojos. Al fin de cuentas, somos el tamaño de nuestra propia burbuja y no la vimos venir. No supimos, no pudimos o no quisimos.

Vivimos la pandemia enorgullecidos de las medidas extremas que, en la incertidumbre, se tomaron para cuidar la vida. Festejamos los aviones carreteando con vacunas, nos emocionamos con los barbijos del Conicet, nos volvimos vigilantes, austeros y obedientes. Esperamos filminas e instrucciones. Leímos curvas estadísticas y escuchamos especialistas de todo tipo que pontificaban el cuidado. Pero nunca nos preguntamos, en los pliegues de esa “política pública”, por el sufrimiento de los demás. Por las consecuencias del encierro y del hacinamiento. Por la depresión y el hastío. Si fue la derecha la que supo interpretar que algo se abría en esos intersticios no fue por su lucidez sino por nuestra propia inmovilidad. Por nuestra satisfacción con quienes somos y por estar demasiado enamorados de nosotros mismos. 

Milei fue el que mejor supo destapar esa olla. Porque interpretó el malestar. Porque canalizó la rabia y ofreció un instrumento para la revancha. Al nombrar la casta como lo otro de la libertad, demarcó el campo. Se hizo portavoz de la furia y el deseo de cambio. Leyó las transformaciones en el mundo del trabajo y la impotencia estatal para regular las condiciones de vida e intercambio. Es el emergente del capitalismo de plataforma y su participación decisiva en la vida de cada uno de nosotros, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Tampoco el Estado mejoró la devastada infraestructura popular de los barrios periféricos. Ni siquiera pudo cuidar el bolsillo y la capacidad de consumo. Milei fue el objetor del lenguaje de los derechos, del gastado fraseo estatal y la justicia social declamada en nombre de una igualdad que nunca llegó. Se hizo dueño del rencor y convirtió esa furia en el material de su propia combustión. 

 

la hora de la desesperación

 

“Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”, se canta en los mitines libertarios. Los viejos lobos del fascismo argentino se camuflan en la verba flamígera del enigmático monigote. La ultraderecha argentina, expresión criolla de los conocidos fenómenos globales, pisa fuerte ganando las elecciones. Un combo de dolarización, desregulación mercantil de todas las relaciones, desmantelamiento del aparato público y la infraestructura social, es el programa vencedor. 

Milei es la perversión de 2001. Porque si en ese entonces la desesperación se conectaba con ensayos militantes que expresaban el malestar para elaborar una política “desde abajo”, ahora es el ultracapitalismo el que ofrece voz a los humillados para perpetrar su venganza. Es la salida delirante que escenifica la rebeldía para evitar sus desenlaces impredecibles, para fundar nuevas articulaciones mercantiles que repongan su mando. Habla el lenguaje de la guerra y no oculta su programa, como hacía Menem, sino que lo enfatiza. De vuelta: ¿en qué momento se franqueó un límite sensible para ciertas políticas abyectas?

Hay en Milei una malversación de la vitalidad popular, una usurpación de una lengua que no le pertenece y a la que debe apelar para sobreactuar una revolución que se propone evitar. Si las derechas pueden afanarnos las palabras (las necesitan porque las suyas están muertas) es porque primero permitimos que nos fueran expropiadas para cristalizarlas como lengua de Estado, porque no pudimos hacerlas vivir de otra manera recreando su contenido emancipador y las convertimos en slogans. Y porque en el fondo hemos dejado de pronunciarlas hace tiempo. 

 

Las militancias sustituyeron la imaginación por la obediencia. Cuando todos nos vimos sorprendidos por la sociedad que emergía del rencor y de otras formas del cálculo y las expectativas, incomprendida e indescifrable para las estructuras existentes (peronismo, iglesia, sindicatos, movimientos sociales), muchos salieron a la caza de estos votantes para ver “qué piensan”, “cómo se conducen”. De repente, los traductores del mundo viscoso se ofrecieron como mercancía apetecible. Libros de especialistas, espacios televisivos de representantes truchos de ese mundo, proliferación de encuestas y un repertorio variado de hipótesis buscaron satisfacer una curiosidad inagotable por comprender el objeto ninguneado durante años. 

Otros se propusieron salir a convencer a los votantes de Milei, como si no supieran lo que han votado o como si lo que pudiéramos ofrecerles como continuismo sirviera de antídoto a esa “irracionalidad”. Milei es el síntoma. La frustración no se disipará votando su programa, pero tampoco el de la “casta”. Tal vez hablando con sus votantes logremos espantarlos más. Será muy difícil evitar su victoria, pero si así fuera y la módica epopeya patriótica que se nos ofrece lograse imponerse, solo contendría y desplazaría la hecatombe. El verdadero hecho es que algo se reveló. Emergió una realidad de la que ya no podremos sustraernos. El cóctel de pobres, evangélicos, jóvenes y desahuciados se hizo presente. De aquí en más será imposible desconocer la fuerza de esa realidad.

Si a lo largo de este artículo me he atrevido a usar la primera persona del plural es para evitar ese odioso deslinde de responsabilidades que cada quien puede hacer. “Yo no apoyé a este gobierno”, “yo me relacioné con los pobres”, “yo me movilicé cada vez que me convocaron”. Podemos elegir a Macedonio Fernández, Borges o Foucault, cada quien tendrá su preferencia. Pero recomendamos suprimir el Yo para empezar a pensar, y para asumir que esta es una catástrofe colectiva, sin autor, de la que todos nos tendremos que hacer cargo para salir del atolladero y construir un recomienzo para la vida política.

Será necesario retomar las sensibilidades rebeldes y contrademocráticas de las décadas de resistencia, reencontrar una relación entre las palabras y las cosas, articular una nueva fuerza que recupere la política de los derechos e imaginar nuevas instituciones que sirvan para prolongar las transformaciones en lugar de decretar la inmovilidad. Si la derecha nos ganó con su impulso mítico, se impone empezar por salir del conservadurismo temeroso que nos guio estos años para bosquejar un nuevo vitalismo. 

Suele atribuirse a Mao Tse-Tung una frase cuya veracidad nunca pudo comprobarse, pero eso ya no importa: “Se avecina una tormenta terrible. Hoy es un gran día”. Debemos aprontarnos, pues.

El Capital Humano y el lenguaje del nuevo gobierno // Diego Sztulwark

 

Como enseñó Michel Foucault hace ya más de cuatro décadas, la expresión «capital humano» -propuesta por Milei para organizar un super ministerio- surge del neoliberalismo norteamericano (Escuela de Chicago), como estrategia para extender al dominio laboral las técnica del cálculo económico. Ahí donde Marx había demostrado que el salario solo reconoce del trabajo los elementos abstractos de la fuerza y el tiempo, haciendo de él una mercancía que oculta (y expropia) el valor que produce, los neoliberales norteamericanos introducen una “mutación epistemológica”, sustituyendo el análisis del proceso productivo por “decisiones sustituibles” referidas al “modo de asignación de recursos escasos a fines que son antagónicos”. La economía se convierte con estos neoliberales en una «ciencia de los comportamientos humanos», y la noción de «capital humano» hace surgir un nuevo punto de vista, que es el de la persona que trabaja como un estratega de sí mismo, capaz de (y obligado a) valorizarse a sí mismo. Una vez que la persona que trabaja se vive a sí mismo como un capital capaz de una renta futura (y ya no como un asalariado cuyos ingresos dependen de fenómenos colectivos) se torna factible extremar la novedad epistemológica neoliberal hasta hacerla la base de un enorme calculo económico para el conjunto de la sociedad. Pero para que esto funcione, la premisa del capital humano debe quedar firmemente establecida. Esa premisa consiste en una operación de ensamblaje por la cual el capital queda por siempre adosado cuerpo mismo de quien trabaja: a la vida humana. Al punto de hacer de los fenómenos genéticos y hereditarios uno de los factores o fuentes de rendimiento económico. Al adoptar la noción de capital humano como base de una política poblacional, el neoliberalismo reencuentra tópicos biopolíticos del nacional-socialismo. Puesto que la propuesta gubernamental de un incremento del capital humano ya no se distingue de un proyecto de mejoramiento incluso biológico de la vida (íntimamente ligado a la reactivación del discurso de las razas). Teniendo en cuenta lo dicho, podemos preguntarnos si efectivamente pueden estos antiguos razonamientos académicos ponerse en juego casi cinco décadas después en un país en el que la precariedad laboral y los déficit de prestaciones públicas han provocado una crisis política sin precedentes, si estas antiguas racionalizaciones académicas gozan de suficiente potencia política para provocar un cambio en la gestión de lo social y si la dura realidad material a la que está sometida una parte creciente de la población se dejará interpelar con nociones como éstas, que suponen una penetración simbólica tanto como una inyección de recursos financieros que, precisamente, escasean. Es cierto que la precariedad y la informalización dejan el terreno yermo para esta clase de tentativas. Pero no lo es menos que en un contexto de alta inflación, a los que se agregarían despidos y recesión y con una población que no carece de aptitudes para el conflicto social, este lenguaje del «capital humano» puede funcionar como mera retórica cosmética o bien esconder una magnitud aun indeterminada de autoritarismo y violencia.

 

Pelear la calle // Juan Pablo Fernández Rojas

¿Quién tiene que volver a la calle? Si nunca nos fuimos ¿Cuál es el campo de lucha que buscamos? ¿Acaso estamos en discusión nosotros? o ¿los cuerpos, la calle y el ecosistema que integra?

¿Y qué es la calle? ¿Hay que escribir una guía, una descripción de lo que es caminar/correr, la noche, las miradas, el grito y la música? Si hay que escribir de eso, que siempre fue una gilada, estamos todos mal.

 – Yo voté mal, quiero y quise hacerlo, quiero probar votar y destruir ¿Por qué me juzgas, de qué lloras?

A mí no me mirés, ahora estás de visitante y te estás por regalar. En esta nosotros somos los locales, yo ya sé que es esto, lo viví toda la vida, no se vos, vos fijate.

  • Anda a laburar y gánate el escabio del sábado a la noche. Yo no necesito aprender eso.

      – ¿Vamos a volver, a donde vamos a volver? ¿Qué dice?

Esto no es voto bronca, es voto “te querés matar” y por ahí nos queremos matar, por ahí no está tan mal. Fue mucho tiempo sin escucharnos, nos olvidamos de nosotros, pero nos vamos a recordar.

Yo no sé a vos, pero a mi me invitaron a una joda de festejo por Milei. Todos pibes, las minas están todas buenas, y los flacos hoy tienen para comprar más. 

– Fede, parece la época de Cristina.

 Igual hay unas latas de smirnoff verdes, sabor manzana, que pegan como Coto. Esas me gustan, con esas voy a festejar. Es una fiesta sobre Varela, hay un grupo de música ¿de dónde sale esto? Pero ya me empieza a gustar, hace un par de horas estaba angustiado, ¿Por que estaba angustiado? ¿Qué pasa?

 La seguimos en un after, medio puestos todos. En una cueva, una caverna, tapan las ventanas de la casa para que no distingamos día y noche. Pero hay ese aire acondicionado.   

–  Tranqui espero en la parte delantera, donde está la heladera.

 Y voy saludando a los pibes que van llegando. Vino el que vende pizzas, gran amigo y solo hablamos de dos cosas, minas y Milei.

– No podés votar a Massa, viste cómo está el dólar, me acusa.

– Vos escuchaste a Milei, lo que dijo de las Malvinas y la dictadura.

– ¿Y qué importa? Amigo, así son todos, ya sabemos que va a pasar, pero se van a ir los de siempre.

– Si, pero en “los de siempre” está Macri, dejate de joder.

– Pero… si no, perdía ¿A vos te gusta perder?

– ¿Qué querés que te diga? En un rato llega una piba.

– Dale.

Pagamos una y una.

Tranqui haciendo hora. empiezan a caer los del otro baile. En mi cabeza; ¿Por qué nos vestimos tan bien para ir a bailar? ¿Qué estamos ostentando? Estamos en una cueva, un sucucho en el Bajo, no cambia nada, no somos nadie. Nos lo recuerdan todo el tiempo. Sin embargo acá estamos, festejando.

A mi me gusta esa piba, siempre me gustó. Qué me va a importar que tenga novio, es un pelotudo, siempre me llama cuando se pelea con él. Si la mina se la quiere mandar, se la manda y si él se quiere regalar, que se regale, acá soy yo.

Aun así, no esperaba verla entrar. No pensé que iba a venir de verdad, ella no es de acá y él gil menos. Qué bronca me da ese chabón.

– Mirale la cara es un gil, no entiende nada. 

Siempre podemos leer eso en la gente, cuando no entienden nada. Acá no podés permitirte ser tan boludo, con las minas, con la plata, con los gendarmes, con la política. No podes ser tan pollo para pensar que podés venir a decirme qué es mi barrio y qué es mi calle, acá la cosa se explica sola y así.

– Mira que acá no estás en tu barrio eh, te regalaste.

Tenés que primerear siempre, incluso para gastar o votar, pero sobre todo para pegar, como en las urnas, porque la primera piña también te duele a vos, pegás tan fuerte que te duele el puño, los nudillos, entonces tiene que valer la pena. Yo sé también que tengo los pibes atrás, pueden ser amigos, conocerme de vista o saber reconocer que uno es del barrio, aunque no lo hayas visto en tu vida. ¿Será por el olor, será la forma de movernos? Pero lo sabemos: Siempre hay que estar atentos a la oportunidad, si se arma bardo, todos estamos predispuestos a lo que pinte. Se arma ese quilombo en el que el ruido se funde entre gritos, puteadas, música y el no escuchar nada, los paralizados y los que actúan, todos tienen un papel.

 Él la comió, perdió. Ya había perdido al venir a mi lugar. Y él apenas atravesó la puerta y se cruzaron los ojos, las vidas, las minas, la guita, la historia, lo supo. Lo terminaron sacando, se terminó yendo. ¿Perdió o perdí yo? Para. ¿Con quién se fue la piba? Creo que ni la saludé, recuerdo que tenía un vestido rosa hermoso. No importa, siempre me llama cuando se pelea con él y hoy se va a pelear con él. Los pibes andaban por ahí, ya pasó, volvieron a lo suyo, es normal, no pasó nada. Pero estaban ahí, atentos. Si él quería pelear acá, actuaban. 

No soy quien, pero creo que en esa improvisación está la calle. Es la sensibilidad, es percibir las situaciones de ganar y perder, en reconocer la potencia de la situación, saber si ahí podías rescatar algo, desde afanar un celular, hasta el reconocimiento en una pelea.

No, no digo que esté bien, pero la piña se la merecía, nos tenemos mucha bronca, esa piba nos encanta a los dos. Él es quien yo elegí de enemigo, él es quien representa lo que quiero, él es quien prueba, en esta joda, que entiendo la cosa. Cuando me tocó ir de visitante, siempre supe que no se puede perder, pero las pocas veces que estoy de local, solo me queda ganar. Y cuando la coyuntura es esta, donde nosotros nos movemos, es cuando ustedes no entienden nada. Esa piña fue nuestro voto y sabemos perfectamente que la piba nunca nos va a elegir a nosotros, pero golpeamos y esta vez golpeamos duro. Ahora se juega acá.

 Acá estamos cómodos, nos hicieron mierda, pero ahora por decisión propia, por autonomía, nos vamos a hacer mierda. Esta vez decidimos nosotros, ¿Que no sabemos lo que queremos y lo mejor para nosotros? ¿Que no sabemos pelear? ¿Que no sabemos votar? ¿Cómo se explica que el voto popular acompañe a un candidato como Él? Si la pregunta es esa, seguramente también necesitarás leer una guía de como salir a militar  la calle.      

El mercado y la violencia justa // Diego Sztulwark


Macri advirtió anoche en una entrevista televisada sobre la existencia de jóvenes organizados para responder con violencia física a quienes pretendan resistir, por medio de protestas públicas, al programa de reformas de mercado votado en las elecciones del último domingo. De este modo, a 24h de conocidos los resultados, el ex presidente retoma un eje fundamental de su propia comprensión de la historia política reciente. Las «toneladas de piedras» arrojadas sobre el Congreso Nacional que abollaron en diciembre de 2017 la pretensión de su gobierno de acelerar medidas de ajuste, han quedado grabada en su memoria. Fueron ellas las que impidieron la corrección de lo que considera el principal error de su gobierno: el gradualismo en la aplicación del ajuste. Entre las claves de lo ayer expresado, se destaca por un lado la concepción extra-estatal de la represión a las previsible reacciones populares ante los despidos y otra agresiones ya anunciada a diversos derecho colectivos (presentado como «privilegios»), pero -sobre todo- se destaca una concepción de la violencia. Lo que hizo Macri ayer fue explicarnos su reivindicación de una violencia justa, dirigida precisamente a aniquilar toda tentativa de violencia desde abajo. Para terminar de comprender este esquema de pensamiento es preciso atar cabos y establecer una conexión entre aquella protesta social de diciembre de 2017 y el atentado contra Cristina, el 1 de septiembre de 2022. En la preparación del intento de magnicidio apareció por primera vez esa juventud de derecha-extrema haciendo gala de una convicción inédita en favor de una violencia ordenancista, capaz de reparar el desvío que amenaza desde abajo. Mientras Cecilia Pando y Victoria Villarruel extrañan al partido militar, Macri y Milei procesan su justificación de una violencia extra-estatal para amedrentar las previsibles resistencias a su propuesta de privatización, suba de tarifas, destrucción de empleo y baja salarial.

El fin de la orgullosa sordera // Diego Sztulwark

Los triunfadores de ayer corean «Qué se vayan todos!». Un canto de impugnación nacido de una revuelta y luego marginalizado como «anti-política». El orgullo de la «política» posterior creyó poder olvidar ese «anti». Ese olvido orgulloso esterilizó el discurso progresista. Se quiso creer que ese «anti» era el pasado, la derecha, la reacción. Todo lo que la política no quería revisar caía en la oscuridad de lo «anti». En esa zona opaca creció una economía informal, una pasionalidad mal vista, una vivencia carente de articulación institucional, y un lenguaje despolitizado. Ahí, bajo la alfombra de la política, se depositó todo el deshecho de un modo de existir auto-percibido como político (del liberalismo al progresismo pasando por el populismo). Todas las verdades que maduraron contra esa sordera alimentaron el lenguaje soez de las derechas de red social y grandes medios.

Qué se vayan todxs, fue un «ya basta!» en 2001. Recorrió territorios desocupados, piqueteros, asamblearios. 2001 era la destitución del modo en que los discursos de la democracia de la derrota se inscribían en la realidad. 2001 era un balance negativo -activamente negativo- de los términos neoliberales de la democracia. Hoy es la consigna de un balance oscura de los 40 años que nos separan del 83. Es un grito de desprecio y descrédito, de desesperación escenificada, de conciencia del empobrecimiento, de revancha entregada, de rebelión puesta al servicio del orden, de humillación humillada.
Tras cada elección los derrotados hablan de «escuchar» al pueblo. Bien, pero ¿qué hay que escuchar hoy, lunes 20 de noviembre, día de la «soberanía», en que se anuncian las primeras privatizaciones (YPF) del nuevo gobierno?
El candidato vencedor, Milei, ganó con dos escarbadientes a casi todo el sistema político. ¿Se puede seguir “escuchando” desde esta idea de lo que conocimos como la política? ¿No es precisamente esta escucha la que aquí ha sido refutada?
Podemos aferrarnos de la memoria de los resistentes del pasado, de las madres, de aquel 2001. Pero al hacerlo deberíamos recordar en primer lugar que esa historia fue la de otra experiencia de escucha. Si resistir fue siempre escuchar como propia la desesperación ajena, habrá que tomar nota de la bancarrota una relación con el lenguaje que pudo escuchar nada. Que dejó de escuchar y cada vez escuchó menos. Mientras, se nos informa que lo que viene es una devaluación, un incremento sobre la inflación, un golpe sobre los ingresos ya golpeados. Y que la vicepresidente negacionista Victoria Villarroel asumirá de modo unificado defensa y seguridad. No podemos menos que imaginar como habremos de pasar de la mudez al grito -un grito que nos destape los oídos- y nos permita participar sin eufemismos de lo que se nos vino encima.

Antifascismo en El Colon, una tradición maravillosa // Diego Sztulwark

El director del Teatro Colón sostuvo que una minoría del público y la orquesta intentó entonar la marcha peronista para escrachar la presencia de Milei. Hizo referencia a la intolerancia de quienes cantaban «Milei Basura, vos sos la dictadura» y llamó a valorar el recinto de la cultura como un sitio en el que vibran juntos quienes piensan diferente. Por el contrario, me da mucha pena no haber estado ahí, para experimentar cómo suena la memoria histórica y el canto popular entre paredes tan bien acustizadas. Cuando hablo de memoria histórica me refiero al escrache antifascista que en el año 25 protagonizó un grupo de anarquistas -entre los que se encontraba Severino Di Giovanni- en el mismo teatro. Aquí un fragmento del auténtico libertario Osvaldo Bayer al respecto:
«El embajador italiano en Buenos Aires, Luigi Aldrovandi Marescotti, conde de Viano, espera en la propia escalinata del Teatro Colón al presidente de la Nación. Suenan aplausos. Ahí viene don Marcelo T. de Alvear acompañado por doña Regina Pacini. Detrás de él, los ministros del Interior, de Relaciones Exteriores y de Instrucción Pública. Es evidente que va a resultar una gran fiesta. La colectividad italiana ha resuelto festejar con toda ostentación el 25º aniversario del advenimiento al trono de Victor Manuel III. Punto culminante será la gran velada artística en el Teatro Colón en la noche del Sábado 6 de junio de 1925. Esa fiesta será una prueba para el embajador italiano. Primero, porque sabe que el propio Mussolini tiene gran interés en las repercusiones de su régimen en la colectividad peninsular en la Argentina, y segundo, porque hay que demostrar poderío y eficacia ante los otros embajadores que andan con remilgos ante el fascismo. Lo cierto es que esa noche el Colón parece estar en la propia Roma. Todo está magníficamente organizado y con la ostentación propia de los actos fascistas. Cualquier intento de desorden será inmediatamente reprimido por la juventud camisas negras de la colectividad. La delegación del Fascio ha cuidado bien ese detalle. La platea luce con sus mejores galas. Las damas italianas de la adinerada burguesía se han puesto lo mejor en esa fiesta que es la culminación de todo un día de actos. Se habla en forma engolada y se admiran los uniformes con muchos entorchados, especialmente de diplomáticos y militares. Los bersaglieri hacen suspirar a más de una dama cuarentona. Al ingresar al palco presidencial, Alvear es recibido con una salva de entusiastas aplausos. Los jóvenes camisas negras, distribuidos estratégicamente, observan que todo está tranquilo. Es una verdadera fiesta de los buenos hijos de Italia.
De pronto, la banda municipal inicia la ejecución del Himno Nacional. Hay unción y circunspección. Todo el mundo de pie. La música viene a obrar como un bálsamo que calma la nerviosidad propia de los grandes acontecimientos. Termina la canción patria. Aplausos respetuosos. Pero ya arranca la marcha real italiana. Ahora sí, todo el temperamento meridional se desborda. Hay lágrimas en los ojos. La sangre arde en las venas de todos esos hombres reunidos a tanta distancia de la Patria. ¡Esos sones! La orquesta está más afinada que nunca. Se oyen las voces roncas. Todo el mundo canta. Es que Italia vive una época nueva. Ha renacido. Italia vuelve a Roma. Pero parece que hay alguien que quiere hacer amargar la noche a esa gente tan entusiasta. Desde la platea se comienza a percibir como un murmullo que va bajando desde el paraíso. El embajador sigue cantando. No, no puede ser. Pero sí. El embajador despierta como de un sacudón cuando en medio de las voces cree oír claramente: — ¡Assassini! ¡Ladri! ¡Matteotti!- Todavía el embajador no está enteramente convencido. No, no puede ser. Sí, desgraciadamente, sí. Por delante de las narices de Luigi Aldrovandi Marescotti, conde de Viano, pasan centenares de volantes como una lluvia de papel picado. Ahora sí se oyen claramente los gritos: — ¡Ladri! ¡Assassini! ¡Viva Matteotti!- Toda la sala se ha levantado y mira hacia arriba. Siguen cayendo volantes. La orquesta continúa tocando pero ya nadie le presta atención. Ahora los gritos de ¡Assassini! ¡Viva Matteotti! dominan. En el paraíso se está luchando. El desorden ha surgido de la primera fila del paraíso. Son apenas ocho o diez que iniciada la marcha real italiana, han comenzado con los gritos y a tirar volantes hacia la platea. Los muchachos camisas negras no reaccionan con la prontitudrevista, precisamente porque no esperaban un ataque así. Apenas despiertan de su sorpresa, se lanzan con santa indignación contra los revoltosos. Pero estos tipos se defienden bien. Hay un desparramo general; las filas próximas del paraíso quedan vacías, las mujeres gritan y los hombres huyen. Puñetazo viene y puñetazo va. Ya entran a tallar cachiporras traídas desde un rincón por los muchachos del Fascio. Pero los indóciles parecen tener la cabeza muy dura. Particularmente hay un rubio que se defiende como un león. Ha tomado un volante y con un vozarrón que debe llegar a la platea grita:
—¡Santificatori della monarchia Sabauda, avete dimenticato che proprio sotto il regno di Vittorio Emanuele Terzo, per grazia di e volontá… di pochi…!- En ese momento un camisa negra lo toma del cuello y lo arrastra por sobre las butacas. Pero ese muchacho rubio con abrigo negro tiene la fuerza de una bestia. De unas cuantas brazadas tira abajo a los que le tratan de dar puñetazos, cachiporrazos y patadas, se para en la primera fila y sigue: —¡Re d’Italia, sorse, si alimentó nel sangue que l’accozaglia di brigante che si chiamano i Fascisti… con tutti suoi Dumini, i Filipelli, i Rossi, i De Vecchi, i Regazzi, i Farinacci… e che trova in Benito Musssolini…!- La lucha sigue sin cuartel. Hay un grupo de hombres que se golpean y se muerden en el suelo. Los revoltosos se defienden con uñas y dientes pero cada vez van llegando más refuerzos para los camisas negras. Los hombres de la tertulia y la cazuela se sienten en el deber de subir y poner orden en el paraíso. Jóvenes y viejos —éstos con bastones— suben las escaleras a tranco largo para dar su merecido a los perturbadores. También los bomberos y la policía intervienen. La orquesta trata de continuar pero sus sones son un poco menos marciales que al comienzo. Algunos de los revoltosos van siendo reducidos. Entre diez o doce brazos, puños y bastones caen sobre las cabezas de los rebeldes. Pero el joven rubio vestido de negro sigue de pie en una butaca y continúa con sus varias veces interrumpido discurso: — … in Benito Mussolini le piú precisa e perfetta raffigurazzione di tutte le infamie. Glorificatori della monarchia appuntellata dal pugnale dei Dumini scriviti nella storia della Casa Saboya questo nome glorioso: ¡Matteotti!- El asunto ya no da para más. Unos brazos férreos toman al muchacho rebelde por el cuello mientras un camisa negra le da una y otra vez puñetazos en el ojo izquierdo. Cuando se lo llevan arrastrando por el pasillo, todavía puede gritar: —¡Ricordate 700 assassinati nel 1898 dai cannoni di Umberto il Buono!-Todos querían pegarle, señores elegantes con rostros descompuestos de rabia y muchachos con expresiones de campo de batalla. Finalmente, los diez atrevidos son reducidos y entregados a bomberos y policías. Los concentran en el hall de entrada y allí los esposan. Cuando llega el celular los hacen poner en fila india. Tienen que avanzar rodeados por una multitud indignada. Antes de subir, el rubio joven revoltoso le lanza un certero salivazo en el rostro a un tieso militar italiano con sombrero de bersaglieri, mientras grita: — ¡Evviva l’anarchia!-.
Hemos reconstruido el episodio del Teatro Colón —sobre la base de las publicaciones de la época y testimonios de testigos presenciales— para mostrar el clima que vivía la colectividad italiana de la Argentina de esa época, profundamente dividida por las ideas políticas y la violencia, y también para mostrar el punto de partida de la actuación de un hombre joven que durante poco más de cinco años iba a aparecer constantemente en la crónica periodística. El resultado del desorden en el Colón, para los hombres de Orden Social de la Policía, es el siguiente: diez detenidos y, recogidos en el lugar: “dos macanas de madera, un bastón, una galera, dos chambergos negros y un par de lentes pinza con el aro derecho roto y faltándole el cristal derecho”. De los diez detenidos, nueve se niegan a declarar qué ideología profesan y cualquier otro dato que el oficial sumariante les requiere. Sólo uno responde sin ningún problema: el joven rubio vestido de negro, que es el más golpeado de todos y presenta un ojo en compota. Sus declaraciones textuales son las siguientes: “Que fue al homenaje al rey de Italia a repartir mil volantes en los que se trata de demostrar la funesta influencia que ha tenido la casa de Saboya y las fatales consecuencias que tendrá el gobierno del señor Mussolini”. Preguntado qué hizo en el interior del teatro, responde: “Que cuando la banda tocaba la marcha Real Italiana arrojó al aire los panfletos, que cayeron a la platea, que entonces un sujeto que le había ordenado que se descubriera le aplicó un puñetazo en el ojo izquierdo y otras personas lo atacaron hasta que perdió el conocimiento”. Preguntado si conoce a los otros nueve detenidos: Nazareno Tirabassi, Antonio De Marco, Dionisio Di Giustini, Carlos Marchese, Santiago Sabatino, Albino Carpinetti, José Romano, Agostino Del Medico y Domingo Coliberti, contesta: “Que fue solo al teatro pero que en el paraíso se encontró con otros antifascistas pero ignora sus nombres” Preguntado de qué ideología es, contesta: “Que desde hace cuatro años milita en el anarquismo”. Preguntado si propaga su ideología política, dice: “Propaga el anarquismo por medio de conferencias o artículos publicados en diarios y revistas, especializándose en la crítica al actual gobierno italiano. Publicó notas en el periódico anarquista ‘L’Avvenire’ órgano de la colectividad anarquista italiana.
Preguntado si cree en la violencia como medio para cambiar la sociedad, contesta: “Que repudia todo acto que significa violencia estando su modo de pensar más próximo a Tolstoi que a Ravachol”. Preguntado si forma parte de alguna entidad sindical, dice: “Que no forma parte de ninguna sociedad gremial porque es antiorganizacionista” Por último señala que es de profesión tipógrafo y que trabaja en la imprenta de Polli en Morón. Tampoco tiene inconveniente en decir que se domicilia en Yatay 1389, de Morón. La policía está un tanto confundida. No está acostumbrada a que un detenido ideológico reconozca con tanta franqueza su filiación política. Ese hombre de 24 años, de simpática presencia, de rasgos atractivos ha respondido las preguntas con un dejo de desafío, como si estuviera seguro de que en su ideología está la verdad. No tiene inconveniente en firmar su declaración y lo hace con letra firme: Severino Di Giovanni».

La miseria de la política // Diego Sztulwark

La miseria de la política general (la de los gobiernos de los últimos años en particular y de los candidatos de la segunda vuelta muy en especial) no justifica la aceptación y el compromiso con los contenidos abiertamente fascistas que difunde la derecha llamada extrema. Hannah Arendt escribió páginas preciosas sobre lo que llamó la «banalidad del mal». El funcionario que firma la autorización que habilita deportaciones de miles de personas a campos de concentración no hace sino obedecer una mera orden burocrática. El mal no se expresa en rasgos particularmente perversos, le alcanza para funcionar con la inscripción de cada quien en la rutina de un horror incuestionado. Diego Capusotto ofreció una versión inmejorable de la idiotez eufemística del fascista en su premonitorio Micky Vainilla (¿qué hay de malo en desear la destrucción de quienes no son “exitosos”?). Llorar, reír, comprender: no hay izquierda viva que no conjugue estos tres estados en una feroz crítica del presente. León Rozitchner pensaba el mal de un modo distinto: él sí se encarna. Y actúa sobre el sujeto que no puede ser parte de la máquina asesina sin comprometer definitivamente su ser. El torturador no destruye a su víctima sin destruirse él mismo como sujeto humano. El mal atraviesa y «emputece» a sus agentes. La violencia fascista no es sólo la de los violentos dispuestos a vandalizar y a matar, sino también al extenso conglomerado humano que prepara, acepta y justifica esa violencia opresiva. De ahí la fórmula “el asesino es la verdad del grupo”. La filosofía de Rozitchner es una guía para distinguir violencia fascista de contra-violencia revolucionaria. Las elecciones del próximo domingo no suponen, es cierto, una resolución política de los problemas fundamentales de nuestra sociedad. Pero sí ponen en juego, como nunca antes desde 1983, la actitud de un pueblo ante el envilecimiento y la crueldad que constituyen el núcleo indisimulable de la propuesta general que se nos hace desde la extrema-derecha de Milei-Villarruel-Bullrich-Macri y sus seguidores. El esfuerzo de comprender al otrx no conoce límites e involucra necesariamente también una autocomprensión. Somos parte del problema, toda vez que la derecha extrema actúa como síntoma de aquellas estructuras que no somos capaces de transformar. Una comprensión radical del presente supone, por tanto, una fuerte revisión de las condiciones en las que estos ultra-reaccionarios alcanzan la difusión y la condición de una amenaza a la convivencia. La calidad de la comprensión que logremos de este fenómeno se verificará parcial o completamente el día de su derrota política. El voto del domingo 19 adopta un valor extraordinario cuando se lo inscribe en este proceso comprensión radical y refutación. No en el de la gobernabilidad, sino de la reconstitución de una fuerza popular viva.

Al borde (redes y nosotrxs) // Agustín J. Valle

Anoche fuimos a la Cazona de Flores a ver la peli documental de César Gónzalez sobre el proceso electoral, Al Borde. Yunta nutrida de gente. La proyección incluía una presentación, tipo prólogo antes del comienzo del film propiamente dicho, donde CG y Federico Vázquez, uno de los directores de Futurrock (productora de la obra) contaban, sobre todo, que «en este momento esta película está estrenándose simultáneamente en más de cuatrocientos lugares en todo el país». Que habían pensado publicarla online, pero prefirieron agitar que nodos comunitarios de todo tipo la proyectaran, gratis. Que la gente se junte para verla, aún si eso hacía que la viera menos gente que si la estrenaban en youtube (aunque no es seguro, eso). Creo que la decisión es ejemplo de un tipo de operación o desplazamiento político y subjetivo clave en esta época: el paso de la red al nosotrxs. El capitalismo conectivo nos dispone en red. La red, como figura, designa una constelación de conexiones, pero también un dispositivo de sujeción. En el régimen conectivo de producción, donde si no estás enganchado en la red no existís, pues, una subjetivación emancipante consiste en convertir esa fáctica red en un nosotrxs autoafirmado. Y desde el punto de vista de la experiencia, son mundos distintos. El cambio cualitativo es enorme, entre la soledad atestada de la red, y la presencia compartida del nosotrxs -así sean momentáneas y modestas las puestas en nosotrxs.

Después, la peli no me gustó mucho. Sí al comienzo, el primer rato: un documental que registra y testimonia desde barrios humildes, marginales, periféricos, villas y asentamientos, preguntándole a personas distintas por el escenario electoral. Esta pregunta por la política desde los sectores económicamente más pobres y vulnerables de la sociedad resulta especialmente vital porque tiene un encuadre, en el primer tramo, sin victimización, ni moral cristiana, ni esnobismo intelectual ni de estetización, en fin: sin los lugares comunes del estigma reaccionario o la culpa progresista. El tono es simpático, gracioso, fresco y variado. Pone una cámara vivaracha y da el micrófono en lugares de la ciudad que raramente pueden expresarse así, sin subordinación a algún sabiondo explicador. La gente dice distintas cosas y de distintas maneras.

Después, sin embargo, comienzan a repetirse una y otra vez testimonios del mismo tenor, básicamente trabajadores más o menos precarizados, más o menos pobres -algunos en condiciones de miseria ante la cual sobrevivir y regalarle una alegría a los chicos en sus cumpleañitos amerita la mayor de las admiraciones-, diciendo que con Milei todo sería peor, que necesitamos al peronismo, y que al peronismo no lo van a borrar tan fácil. Ah, y que los llamados “planeros” son gente que labura, necesita ayuda y es víctima de una estigmatización vil. El problema por un lado es que se hace larguísimo con voces que dicen y redicen lo mismo una y otra vez (“le sobran cincuenta años”, como decía Borges de Cien años de soledad, “¡pero eso significa que tiene cincuenta buenos!”). Y, por otro, que ya deja de ser un documental en el sentido de documentar el estado de cosas; deja de descubrir y pasa a compilar material donde encuentra lo que decide buscar y mostrar. Lo “documentado” queda sometido a un finalismo, el finalismo de un mensaje. Y por tanto se vuelve imposible no discutirla políticamente, incluso en los magros términos de la política representacional y su coyuntura: tanto es la mejor opción el peronismo, pero no hay una sola palabra que dé cuenta de que estos cuatro años que terminan fueron del peronismo gobernando. Ese problemita lo pasamos por alto. La película termina siendo un largo spot de campaña. Y sí, ¡vamos Massa! Y vamo Massa no podemos perder… Pero es difícil encontrar en la peli elementos que puedan ganarse votos o simpatías de gente que no estuviera ya decidida a clickear al candidato peronista en las urnas. Lo que sí ofrece, en el modo en que se decidió su circulación (y entiendo que también su producción, con una financiación multitudinal), son motivos para que se fortalezcan los espacios de encuentro, los tejidos micro políticos, la cercanía deseada y habitable, para que el espacio sensible al cual pertenece se dé ánimos, para que las redes no se olviden de nosotrxs.

¿Hazlo tú mismo? ¡Mejor hazlo con tus amigxs! // Elian Chali

Es la cuarta vez que me encuentro en el escenario de Trimarchi. Cuarta. La primera fue en el 2013, la segunda en el 2017 y la tercera el año pasado junto a Jorge Pomar. Cuatro veces subiéndome a esta gran barca sin entender muy bien porqué, pero tengo varias teorías para esto. La primera y más engreída es que Pablo y Seba tienen algún tipo de fetiche conmigo. Asumo que soy un chico lindo pero un poco raro al igual que ellos y supongo que deben hacer espejo. La verdad que eso me parece muy saludable porque sabemos que a menudo es difícil amigarse con lo que nos devuelve el reflejo, es decir, amigarnos con lo que somos. Si esta teoría tiene algo de cierta, aprovecho para confesarles que también son un fetiche para mi y se los agradezco. Me enseñaron a que los raros tenemos un lugar en el mundo, merecemos afecto por igual y podemos hacer cosas valiosas. Los quiero mucho.

La segunda teoría es la siguiente: Trimarchi a lo largo de 20 años alojó a montones de referentes y curiosos de todo el mundo y ahora, que es su turno de moverse hacia otros lugares, está necesitando amigos queridos que lo acompañen en la travesía. Acá me gustaría correr a Pablo y Seba del centro para insistir en Trimarchi como un sujeto autónomo de sus creadores, una vida emancipada. Una especie de Frankenstein autofabricado por experiencias, saberes, amores y goces que se anima a mostrarse asustado frente a la expedición planetaria. Trimarchi es como esa nube energética que flota entre la gente en situaciones colectivas como recitales, manifestaciones u orgías. Trimarchi es pura circunstancia, puro devenir del encuentro. Entonces este pequeño Frankenstein que ya es un adulto, me convoca a viajar con él y yo no puedo más que hacer espejo otra vez, porque también soy un monstruo autofabricado por experiencias, saberes, amores, goces y algún que otro llanto y dolorcito también. Me subo a su caravana que despega de la ciudad bella y tenebrosa de Mar del Plata para aterrizar en otra ciudad bella y tenebrosa como Madrid, sin garantías ni expectativas, pero con la certeza de que el viaje será divertido.

La tercera teoría y creo, más sensata, es que Trimarchi es puro aliento, y como buen Frankenstein, confía en que los monstruos siempre podemos dar un poquitito más.

Aunque sea por ahora, decido quedarme con esta posibilidad amorosa de las amistades que son trampolin, escalera, guarida y paracaídas. Esas amistades que están allí posibilitando una imagen del mundo que no se construye sola, un presente de ensoñación y alivio.

Me temo que los voy a defraudar. Voy a seguir leyendo y también hablando de ustedes y de otros que han hecho de este plano un lugar menos hostil. Pero primero me presento para dar contexto de por qué estoy parado en este escenario. Me llamo Elian Chali, nací en Córdoba hace 35 años y tengo una fascinación por el espacio público que roza la obsesión. Espacio público que es calle, espacio público que es exposición, espacio público que es político, espacio público que es la posibilidad del encuentro con otros distintos a mi. La música de fondo de mi educación sentimental adolescente fue el punk rock y siempre sospeché de cómo se organizan ciertas cosas de la supuesta normalidad. Una de las consignas que aprendí con esos ritmos apresurados y salvajes fue “hazlo tú mismo”. Sin dudas, este combo se volvió una huella fundamental de mi esencia. Había un sabor a provocación y autonomía en esa frase que me parecía muy seductora, casi que podía escuchar a alguien invitándome a cruzar a la otra vereda, a construir una actitud, un modo de pararme frente a la realidad. La sentía como una consigna camiseta, un lema tatuado en una bandera. Entonces el empecinamiento que tenía por la calle, sumado a música ruidosa llena de energía y una consigna poderosa, no podía provocar otra cosa que el deseo de gritarle lo que pienso al mundo. Aunque tardé por lo menos 10 años en asumirlo, cuando reconocí ese deseo, fue el momento exacto en el que me transformé en artista. Ahora en perspectiva lo puedo ver de manera evidente.

Me gusta pensar la transición de humano a artista porque no creo que seamos de la misma especie y esto no es siempre motivo de orgullo. Si no, le podemos preguntar a los raros que nombré anteriormente qué piensan de su raritud y veremos que a veces es un lugar incómodo. Creo que somos de otra especie porque tenemos una piel extraña que funciona como un radar de la poesía que flota en la atmósfera. Somos de otra especie porque perseguimos una idea con la misma obstinación que los perros que persiguen coches en su afán por atraparlos. Somos de otra especie porque creemos que una flor está repleta de sabiduría. Hacemos cosas que no funcionan, teatros sensibles de lo pequeño. Dibujos en papelitos, cantos afónicos. Todo tan minúsculo como para desestabilizar los órdenes del mundo.

Por esto -y algunas otras cosas más- creo que somos de otra especie. Entonces, aunque sí sea trabajo, el arte no es un trabajo como cualquier otro, porque este solo brota en tanto y en cuanto haya alguien dispuesto a recibir la ofrenda. Existe en modo relacional, afectivo y paciente. Esto tampoco garantiza nada, más todo lo contrario, profundiza la incertidumbre y nos invita a bucear en ella de manera misteriosa, porque el arte es una brújula que no siempre marca el sur.

De igual modo, lo que quiero contarles es que la consigna funcionó. El hazlo tú mismo se volvió un estandarte: lo hice por mi mismo. Ladrillo por ladrillo empecé a construir una forma de vida acompasada a mis deseos, pero siempre con la torpeza de quien busca desesperadamente. Estas imágenes que pasan detrás mío, son proyectos que desarrollé en el espacio público, ese lugar que me intriga hasta la obsesión, funcionó como plataforma para inventar una posibilidad poética y una mirada sobre el mundo que me toca habitar. Pero también son recortes que materializan las experiencias, saberes, amores y goces que me componen como persona. No son imágenes planas, más bien se parecen a cuencos donde se acumula agua y puede brotar lo vivo. Al menos yo elijo verlo así. Quizás se estén preguntando por qué las paso tan rápido y no me detengo a contarles alguna anécdota o motivación particular, es que considero que en esta conversación, la obra no importa tanto. Bah, sí importa porque es el móvil para todo lo que pasa alrededor, es como una gran gran excusa. Además, debo admitir que desconfío un poco de las imágenes, son demasiado escurridizas. No quiero que toda esta declaración de amor y pasión quede en segundo plano por la intensidad visual, si quieren encontrar mis obras, saben dónde pueden hacerlo. Y la verdad que me parece importante que me escuchen, porque ustedes también amarían a toda esta gente. Créanme, es imposible no hacerlo. Han salvado vidas, ¿me entienden? Bah, por lo menos salvaron la mía y eso merece toda la gratitud. No son amigos, son amores, al decir de la Lemebel.

Me refiero a que lo que estoy compartiendo, no tiene que ver con resultados finales, sino con procesos y con la forma en la que se inscribe la memoria en el cuerpo. Sí, claro que hay un motor que levanta la velocidad del pulso y eso es inexplicable, no lo voy a negar: la práctica artística es un deleite espectacular. En la misma línea les pregunto a ustedes ¿qué será lo que los artistas intentamos descubrir? ¿Qué clase de fantasía sostiene esta ficción? Tengo la leve sospecha que ese talismán preciado que tanto manipulamos -o añoramos manipular- tiene que ver con fabricar una noción de verdad donde pueda caber un montón de gente, o aunque sea los raros como yo y ustedes y quizás eso es suficiente.

Como verán en esta gran pantallota, me he dedicado a ocupar la ciudad como lienzo respetando un programa estético-visual preciso y estricto. Utilizar colores primarios y geometría blanda para conversar con los edificios. Soy riguroso con la síntesis de recursos, es mi homenaje secreto a la precariedad sudaka. Me interesa la tensión que pueden producir el encuentro de algunas formas. Engañar al ojo y suavizar las estructuras que dibujan el paisaje en las urbes. Aunque gigantes, insisto en que mi pintura se trata de gestos pequeños. Creo en la posibilidad de borrar las fronteras de las categorías. Con esto me refiero a que si mi obra se confunde con algo decorativo o publicitario y no queda suficientemente claro que es arte, más que un problema, lo considero una potencia. Porque al final, los artistas siempre estamos tratando de encontrar arte fuera del arte. También debo admitir que aunque sea un workaholic incurable, soy bastante vago. Tengo una concepción de la ley del mínimo esfuerzo que es un poco enroscada, pero de verdad me parece valioso hacer lo menos menos posible.

En los últimos 15 años recorrí más de 50 ciudades de 30 países alrededor del mundo junto a mis proyectos y aunque esto no es un mérito en sí mismo, la verdad es que fue muchísimo trabajo. Es que no me atrae particularmente lo cuantificable, salvo en la escala.

Las métricas, las estadísticas, lo mensurable prefiero dejársela a los bancos, las corporaciones y las redes sociales. Pero voy a hablar de esto en un ratito, ya vuelvo.

 

Durante todos estos kilómetros de placer y esfuerzo, me encontré de manera reiterativa con una idea que siempre me hizo ruido sin distinguir norte, sur, primero o tercer mundo, oriente u occidente. Eso de que los artistas que trabajamos en el espacio público, tenemos la capacidad de transformar los contextos con nuestra obra. “Acupuntura urbana creativa”, “recuperación”, “embellecimiento urbano”, “reactivación”, “revitalización de zonas vulneradas”. La verdad es que esto me parece de mínima, una posición vaga y de máxima una arrogancia brutal. ¿Quiénes nos creemos los artistas para decir que tenemos la capacidad de transformar un contexto? ¿Quién nos convenció de que un contexto lo puede transformar una obra de arte por sí misma o peor, que lo puede hacer una sola persona? Y me refiero a que me parece una posición vaga porque carece de lectura de la realidad, cuando esta nos está indicando constantemente que la vida sucede más aquí y más allá de las estructuras que la componen. La realidad nos muestra que no se trata de controlar lo indomable de lo social, sino más bien imaginar cómo ser parte de ella de una forma más amable, sumergirse en su torrente orgánico como método de intervención sin que esto conlleve la adecuación total. Ahora, ¿transformar un contexto? ¿De pe a pa? ¡Ojalá pudiéramos hacerlo! Imaginense que pintando un edificio, cambiáramos la realidad del barrio, viviríamos en un mundo maravilloso, si en porcentaje, hoy somos más artistas que humanos. Ojo, yo SÍ creo con todo mi ser que un trazo puede hacer temblar el universo, pero sus formas son un poco enmarañadas, al menos para mi. El cuento de la revolución del arte al cual muchos le rezamos, es el que nos vendieron los mercados. Ese mismo cuento ruidoso que tapa lo que muchas personas sienten cuando el arte brota inesperadamente más allá de la épica que tiene pegoteada. Es la harto conocida sentencia de que la verdad tracciona sobre el tiempo lineal, como si la única historia válida fuera la contada por los héroes. Pero el arte también está en otro lado. No sé dónde, pero en otro lado.

 

Quizás ustedes estén pensando que soy un enano rompebolas y sí, tienen razón. Lo soy. ¿Pero saben que? Tengo una relectura de esa idea de la transformación, el arte y los contextos. Se las cuento: yo creo que no intervengo lugares, los lugares me intervienen a mí. Sin duda mi obra -que es otra forma de espejo extraño- se contamina de los entornos donde aparece y de esa manera se transforma, es decir, de esa manera me transformo. Los lugares redondean mis ángulos personales. Nunca soy el mismo, nunca salgo indemne. Siempre vuelvo a mi casa siendo otro, y no me refiero a regresar más alto o con menos panza, eso ya es un tanto más complicado. A lo que voy, es que es tan opaco e inexplicable lo que sucede, que debo entrenar al máximo mi permeabilidad para absorber todo lo que los lugares tienen para compartir. ¿Qué significa esto? Apostar a lo sensible, ablandar el cuero, muy por el contrario al cuento sobre la fortaleza que nos vendieron y también compramos sin chistar. En vez de despreciar los contextos diciendo que venimos a mejorarlos, podríamos agradecer por tanto obsequio. Al menos yo lo estoy y les propongo que lo hagan, verán cómo cambia su recorrido de vuelta a casa. Por todo esto sigo un programa estético-visual estricto, porque funciona como una esponja que llevo a la conversación con la ciudad y lo lindo de conversar no es solamente hablar, sino también escuchar. No me creo capaz de exponer o retratar algo o alguien sin caer en la demagogia. Para poder hacerlo, necesitaría paciencia y tiempo, poner atención especial en cómo se habita, sentirlo en el cuerpo. Si en unos pocos días ni turismo se puede hacer, ¿Cómo podemos pretender cambiar una realidad en una semana? Además, ya lo sabemos, los lugares se transforman por voluntad colectiva. La revolución nunca la hace un solo sujeto, aunque a menudo veamos alguno que otro intentando acaparar todos los créditos.

Esperen, esto me da lugar para rebobinar. Quiero volver a hablar de lo anterior y mezclarlo con esto y bueno, espero que se entienda algo de toda la ensalada que les estoy compartiendo.

 

Acá van otros condimentos:

No se si preguntaran cómo hice todas esas obras tan grandes y, aunque para mí sea una obviedad que trabajo con un montón de gente, prefiero contarles más, porque esto sí es importante en esta conversación. Acá voy: siempre fui de esos artistas que piensan en una idea y después ven cómo se ejecuta. Es decir, a la inversa de quien trabaja con lo que tiene a mano, esto incluye desde materialidades hasta capacidades. Me gusta imaginar más allá de que no tenga claro cómo se baja a tierra y luego diseñar alguna metodología para llevarla a cabo. Doy un ejemplo simple por si no me explico bien: si quiero hacer una escultura de metal, no me interesa aprender a soldar, prefiero buscar al mejor herrero para que lo haga. Vamos, yo les anticipé que era medio vago, pero esto no es solamente por eso, de verdad me entusiasman otras partes de los procesos.

 Durante mis primeros años viajando por el mundo, realicé todas mis obras yo solo. Estos 130 centímetros de carne que me componen, contra esos gigantes de concreto. Hoy reviso lo cometido y me parece una locura sin sentido. Por un lado fue así porque eran las condiciones disponibles para poder hacerlo, pero también por el gravísimo error de creer que tenía que valerme por mi mismo. Entre todos los otros, también compré el cuento de que la obra de arte sale del estómago de los artistas en un gesto de maestría y erudición absoluta. Y para embarrar un poco más la cosa, al ser una persona con discapacidad y particularmente una persona más pequeña que el promedio, creía que en mi caso era ineludible, trascendental y urgente valerme por mí mismo. No se olviden que el cuento inicial que adquirí para mi biblioteca mental fue el “hazlo tú mismo”, pero en un ratito vuelvo a eso. La verdad es que no sé qué pensaba o qué quería reparar. No sé si mi falta de estatura o de fuerza, no sé si sentía que estaba en juego el tamaño de mi valentía, no lo tengo muy en claro. Lo que sí sé, es que ese cóctel mortal de autosuficiencia, al cabo de unos años empezó a destartalar mi cuerpo, así que se volvió evidente que si quería seguir imaginando ideas más allá de lo que tenía a mano, debía pedir ayuda. El problema es que pedir ayuda tiene muy mala prensa desde siempre, así que salir de ese laberinto no fue ni es tarea fácil. Pero a partir de ese momento, muchos de los cuentos que me había creído, empezaron a perder sustancia, como si se hubieran vuelto amarillentos con el tiempo. El artista erudito, el significado de la valentía, la revolución del arte, el hazlo tú mismo. Todo con olor a guardado y descolorido. Justo ahi fue que mi obra junto a mi cuerpo se complotaron para empujarme fuera del closet de la discapacidad, y de pronto me encontré transicionando nuevamente hacia otra especie aún más rara. Una especie debilitada que hace de la interdependencia un motivo de celebración, más que de lástima. Una especie lenta, vapuleada por el ojo público de la sociedad pero con larga trayectoria sobre la ternura en la intimidad. Una especie que no tiene drama de romper las paredes asfixiantes del orgullo para pedir auxilio. Entonces no solo me asumí como una persona debilitada, sino que esa debilidad trajo una nueva fortaleza. Esta se compone por el acoplamiento con otros y hace que pasen cosas inesperadas. De repente tu fuerza es la de muchos y también se redistribuyen las angustias y dolores. Mi cuerpo debilitado me hizo entrar a una dimensión que justamente no tiene cuerpos, solo flujos y devenires cruzados todo el tiempo. La verdad que no le deseo una enfermedad o una dolencia a nadie, pero debo decirles que habitar una diferencia corporal y reconocerlo, te abre a nuevas perspectivas radicalmente distintas, más por estas épocas en que la diferencia cotiza alto en los mercados sociales. No estoy hablando de sentir orgullo, me refiero a emanciparse de las expectativas de los demás para empezar a vivir la vida a tu propia velocidad. Es permitirte dislocar la mirada para darte cuenta que no somos todos iguales y eso es una gran suerte. Ya lo dije al principio, es difícil amigarse con lo que somos, así que cuando encuentren una fisurita por donde ingresar a ese plano, uso y recomiendo escabullirse sin pensarlo. A mí por ejemplo, me hizo entender algo que me inquietaba mucho no encontrarle sentido, ya que es una característica notable de mi obra: nada más y nada menos que la escala. Obviamente escuché muchas veces ese lugar común de que tengo algún tipo de complejo de inferioridad. Claro, como soy enano, hago cosas gigantes para remendar, lógico. Algunos que trabajan en grandes formatos también hablan de la efectividad del impacto, otros acatan la relación con el tamaño de los soportes y su monumentalidad. A mi nada de esto me convencía del todo, hasta que descubrí que en realidad es un gesto mucho más pequeño: hacer que las personas tengan que alzar la mirada para poder ver la obra. Ese gesto de levantar la cabeza, como quien le hace frente a las cosas. Como quien se maravilla con el cielo. Ese gesto es el que hago todo el tiempo porque miro desde abajo, estoy en el subsuelo, me asombro con todo. Fueron muchos kilómetros de placer y esfuerzo para entender que lo único que quiero, es compartir mi admiración por la vida. Pero volviendo a lo anterior, es indispensable ser y estar con otros.

 

¿Quién puede solo con la vida? Esto me recuerda a la mentira de la formación autodidacta, que hace parecer que alguien tiene la capacidad de aprender por sí mismo aislado de su contexto, cuando autodidacta significa con y en relación con los demás. El tema es que ese otro no siempre tiene el ropaje de maestro o institución, entonces de vuellllta aparecen las categorías para estorbarnos la vida.

Pero vuelvo a lo concreto: La limpieza de la casa, por ejemplo. Pagar las cuentas. Atravesar un duelo. Salir de fiesta. Construir una nave espacial. Ver una película. Imaginar un mundo mejor. Esperar en la fila del banco. No sé, todo siempre es con otros, para bien o para mal. Incluso hasta hacer pinturas enormes en lugares recónditos alrededor del mundo. O escribir, que como verán, es algo que también me gusta hacer y no lo hago solo. Aprovecho para confesar que escribí todo esto que estoy leyendo porque cuando hablo de cosas importantes me pongo nervioso, pero también porque me da mucho placer hacerlo. La escritura como sinónimo amable de la ansiedad y entusiasmo previo que genera un encuentro. Escritura como abono para la tierra del anhelo.

Pero admito que ni escribir, ni pintar, ni imaginar, ni sobrevivir lo podría haber hecho sin Simón. Ni Adrián, ni Juan, ni Anita, ni Laureano, ni Sole, ni Doblack, ni Emi, ni Crizis, ni Manu, ni Santi, ni Anahi, ni Pedro, ni Guille, ni Chula, ni Cheru, ni Sofi, ni Nico, ni Clau, ni Franco, ni Sara, ni Anibal, ni Andrés, ni Ral, ni Ale, ni Vic, ni Marie, ni Luchi, ni Crizis, ni Fran, ni Milu, ni May, ni Mica, ni Luca, ni Rodri, ni Charo, ni Marga, ni Facu, ni Jota, ni Coti, ni Nolo, ni Cami, ni Pau, ni Gaby, ni Pablo, ni Vicky, ni Nacho, ni Seba, ni Vale, ni Pili, ni Lucas, ni Marce, ni Cristina, ni Dolo, ni Victor, ni Fabián, ni Inés, ni Bel, ni Turco, ni Dina, ni Maia, ni Ivan, ni Noe, ni Gise, ni Bicho, ni Cande, ni Goyo, ni Cin, ni Romy, ni China, ni Jime, ni Felipe, ni Ema, ni Valen, ni Pocho, ni Monse, ni Lau, ni Luli, ni Fede, ni Ari, ni Agus, ni Hernán, ni José, ni Ceci, ni Coca, ni Lu, ni Arturo, ni Sabri, ni Orco, ni Gordo, ni Dante, ni Ro, ni Meri, ni Pepa, ni Marti, ni Chino, ni Magda, ni Bea, ni Kike, ni Sol, ni Caty, ni Vero, ni Cho, ni Axel, ni Lalo, ni Dani, ni Diego, ni Mostro, ni Lichi, ni Carla, ni Maca, ni Martin, ni Viole, ni Octa, ni Nina, ni Malen, ni Javi, ni Juli, ni Guada, ni Meli, ni Silvio, ni Jorge, ni Pancho, ni Nata, ni Rena, ni Jose, ni Nana, ni Maria, ni Alfredo, ni Leila, ni Flor, ni Lili.

 

De seguro me olvido de varios y algunos más vendrán, pero sepan que sin ellos no hubiera podido, ni tampoco puedo. Pero lo mas lindo es que tampoco quiero, porque ellos hacen más fácil tragar la vida cotidiana y conectarme con lo que soy y lo que deseo. Y ahora tengo la intuición de que esto es lo más cercano que puedo estar de la definición de libertad. Al menos por un rato.

Y los nombro porque es una forma de hacerlos aparecer en este escenario junto a mi, ¿los pueden ver? A mi izquierda hay una gran banda y a la derecha otra. De seguro varios flotando arriba de mi cabeza y otros sosteniéndome desde abajo. Quizás no los ven porque en este momento son fantasmas, pero son ellos, con ellos y por ellos la gran excusa de todo esto. No hace falta nombrarlos para darles existencia, es solo una forma insuficiente de decirle gracias y verbalizar mi excusa permanente de estar vivo.

Entonces querida audiencia que ya debe estar frita de mi exagerada verborragia, les pido que me acompañen a declararle a mi yo adolescente punk rabioso que fracasé: Ya no lo hago más por mi mismo. Ahora elijo hacerlo con mis amigos.

 

 

Conferencia en el marco del Festival Trimarchi.

Círculo de Bellas Artes, Madrid, España. Septiembre 2023.

 

La derrota de Milei y la picardía política plebeya // Igor Peres

 

 

Primero las evidencias… ¡Hasta a los brasileños tras el cuatrienio bolsonarista les asustó la posibilidad de un triunfo de Javier Milei!

            Por lo pronto, hay dos grandes hipótesis de lectura sobre el triunfo de Sergio Masa. La primera atribuye el repunte ante las PASO a la máquina electoral activada por el actual ministro de economía. Desde luego, “máquina electoral” es un eufemismo para caracterizar la captura de la voluntad electoral por la “plata volcada a la calle” en las semanas previas a la elección. (Para los adeptos de esa línea, no habría que descartar también la “extorsión” tarifaria practicada desde el ejecutivo nacional en las últimas semanas, los sucesivos bonos compensatorios ofrecidos, las exenciones impositivas concedidas, entre otras conocidas ingenierías prebendarias “populistas” …)

            La segunda hipótesis sostiene que el miedo al retroceso civilizatorio representado por Milei habría reactivado reservas democráticas neutralizadas por la bronca con una década de crisis social. Aquí, el legado de las luchas forjadas en la resistencia a la dictadura, la transición y las distintas experiencias de organización popular contemporáneas habría emergido a último momento frenando la debacle que se avecinaba.

            Ambas hipótesis valen para explicar la derrota momentánea de Milei, pero tienden a idealizar la subjetividad plebeya. Los casi 15% de las voluntades políticas juntadas por Massa no se deben ni a la compra lisa y llana de votos ni a una conversión militante repentina. Quizás el 22 de octubre hayamos presenciado la manifestación de la picardía política plebeya, que condujo a la élite política hasta el margen del abismo y le mostró la magnitud del daño que le esperaba. Exactamente como ocurrió con la contraofensiva de Lula luego del ascenso del bolsonarismo, la subjetividad plebeya desafió las proyecciones de las encuestas y mostró (¿hasta cuándo?) que Milei no es más que el emisario de la revancha popular.

            La derrota momentánea de LLA abre múltiples interrogantes. ¿Hacia dónde migrarán los votos de Patricia Bullrich? ¿Será el peronismo sui generis de Schiaretti particular a punto de prestarle votantes a un Milei? ¿Un posible acuerdo entre Massa, Larreta, Monzó, Frigerio, Morales, Losteau y tutti quanti sepultaría las chances de una victoria de la ultraderecha en el balotaje?

La picardía política plebeya tuvo clemencia de Axel Kicillof por ahora. (Le prestó por un rato su voluntad creyendo quizás en la promesa del gobernador de que era momento de que empecen a sonar nuevas melodías políticas…) Lo que parece indudable es que el 22 de octubre la realidad política argentina se sintonizó de una buena vez con el “nuevo tiempo del mundo”, y sería imprudente ningunear el aviso de incendio transmitido por el voto popular.

 

Ser judío en Brasil // Peter Pál Pelbart

La primera sinagoga de Brasil, ubicada en Recife, capital del estado de Pernambuco – Foto: Ed Machado/Folha de Pernambuco

Soy judío, húngaro, amante de la filosofía, de los locos, los indígenas, simpatizante de los zapatistas, de las feministas, de los movimientos sociales y sus ocupaciones, de los disidentes de todo tipo, y por, sobre todo, un antifascista acérrimo. Por suerte, no vivo ni en Hungría ni en Israel, aunque ya he obtenido –y renunciado– a los pasaportes de ambos países, cuya escalada xenófoba y fundamentalista (cristiana o judía) es para mí una fuente de perturbación y desvelos, así como el reciente giro político en Brasil es una fuente de alivio y regocijo cotidiano.

Nada me parece más abyecto que el fascismo en sus diversas formas, ya sean históricas o actuales. En el pasado, sus víctimas fueron los judíos, los gitanos, los homosexuales, los izquierdistas, las locas y los locos, los artistas, los científicos, los intelectuales y los desviantes. Desde la izquierda pensábamos que era un capítulo enterrado de nuestra historia, pero nos ha sorprendido verlo reaparecer bajo nuevas formas en pleno siglo XXI.

Hubo un tiempo en el que ser judío era, en parte, una condición existencial minoritaria. En simultáneo a la persecución, existían los sueños revolucionarios. Frente a la violencia selectiva, la salvación del mundo. Pertenecer a la colectividad significaba ir más allá de la comunidad y abrazar el mundo. Un cierto mesianismo se manifestaba en utopías nada religiosas. Incluso cuando no era el caso, una inmensa generosidad ética caracterizaba a esa constelación: Spinoza, Marx, Freud, Rosa Luxemburgo, Kafka, Benjamin, Hannah Arendt, Paul Celan, Gertrude Stein, Lévi-Strauss, y más recientemente Judith Butler y tantos otros.

Es célebre la imagen del judío errante. Pero la connotación de esta figura es mayoritariamente negativa. Para el antisemita, el judío errante es el eterno extranjero: infiltrado, parásito y traidor cuyo objetivo es corromper la cultura y degenerar la raza. Siempre sospechoso de algún complot, ya sea como agente del comunismo internacional o maquinando los destinos del mundo, ya que forma también parte de la plutocracia financiera.

            Omnipresente e insidioso, el judío representa el mayor peligro para la civilización occidental, desde los Protocolos de los sabios de Sión hasta Mein Kampf. El polo opuesto a esta imagen es el judío como nómade, aquel que no carece de una tierra, ya que hace del desplazamiento incesante su propia morada. Por definición, vive al margen del Imperio, en el desierto, en la dispersión, en el exilio, expuesto a todos los vientos y acontecimientos. Ajeno al Estado y sus poderes, es un tránsfuga, subvierte todos los códigos y mezcla todas pertinencias trazando una línea transversal y/o de fuga. De allí la idea de un “pensamiento nómade”, tal como lo denominó Gilles Deleuze, el cual atraviesa fronteras y hace del movimiento su territorio existencial. Nietzsche o Kafka serían algunos de los ejemplos significativos de ello.

En este último sentido, una posible definición de judío sería: aquel que es capaz de devenir-otra-cosa-que-no-es-judío. Pero no el Zelig de Woody Allen, que se limita tan solo a imitar. Ni el judío–no judío de Isaac Deutscher, con su doble vida. Se trataría de algo más sutil: una cierta potencia de metamorfosis, de reinvención de sí mismo en la vecindad con la alteridad. En una bellísima película, Nuestra música, de Jean-Luc Godard, una periodista israelí entrevista al poeta palestino Darwish, que, privado de su tierra, hizo de las palabras su patria. Ella comenta: “¡estás empezando a sonar como un judío!”. El devenir-judío del palestino, el devenir-palestino del judío.

Pero volvamos a Brasil. Sabemos que nuestra historia ha estado signada por la presencia judía desde sus comienzos, con los cristianos nuevos y todo el juego del escondite ante las persecuciones de la Inquisición. Curiosamente, la primera sinagoga de América se construyó en la ciudad de Recife durante la ocupación holandesa (1630-1654), por iniciativa de judíos sefardíes de origen portugués refugiados en los Países Bajos. Si se escarba un poco, siempre se acabará encontrando a un tatarabuelo descendiente de un criptojudío.

 

La primera sinagoga de Brasil, ubicada en Recife, capital del estado de Pernambuco – Foto: Ed Machado/Folha de Pernambuco
La primera sinagoga de Brasil, ubicada en Recife, capital del estado de Pernambuco – Foto: Ed Machado/Folha de Pernambuco

            Pero fue en el siglo XX cuando se formó una gran colectividad judía, con la llegada masiva de inmigrantes de Europa Oriental que huían de los pogromos y después, del nazismo. En general, encontraron aquí una acogida favorable. Más allá del alineamiento pasajero del Estado Novo con los países del Eje y la consiguiente subordinación relativa a algunos dictámenes discriminatorios, tales como la restricción temporal de la inmigración judía y de la infame deportación de Olga Benário, no hay constancia de antisemitismo sistemático por parte del Estado o de la población en general –salvo por aquel cultivado por el integralismo– a diferencia del caso argentino.

El hecho es que, en general, la comunidad judía ha disfrutado de extraordinarias oportunidades económicas, sociales, académicas y culturales en Brasil, así como de absoluta libertad de culto, de asociación y comunitaria. Un judío no puede quejarse de un país que tanto le ha dado. Pero la historia hace sus jugarretas. Tomemos como ejemplo el barrio de Bom Retiro de São Paulo. Antaño fue el centro de la vida judía en Brasil, o al menos en São Paulo: sinagogas, centros culturales, organizaciones de asistencia social, venta ambulante, confección de ropa, hijos en la universidad, escuelas con una perspectiva abierta (Scholem Aleijem), movimientos juveniles vinculados a diferentes corrientes de pensamiento, a veces más comunistas, a veces más sionistas, a veces más tradicionales. Asimismo, gozaban de actividad el Teatro de Arte Israelita Brasileño (Taib), la prensa en yidis, el Instituto Cultural Israelita Brasileño (Icib – actual Casa del Pueblo), sin olvidar Ezra, Ofidas, la Policlínica, la Cooperativa de Crédito Bom Retiro, Chevra Kadisha y entidades de otros barrios, como el Hogar de Ancianos, la Federación Israelita y la Confederación Israelita de Brasil.

Con el ascenso social de sus miembros, la mayoría de la comunidad se trasladó a los barrios de Higienópolis, Jardins y alrededores. La nueva generación, formada en su mayoría por profesionales liberales, médicos, ingenieros, docentes, psicólogos, periodistas, editores o gente ligada al comercio o a las finanzas, cuando no empresarios o banqueros, ya no se vivía la vida de shtetl que todavía prevalecía en el barrio de Bom Retiro. Aun así, se conservaron las redes de apoyo, como el Hogar de Niños, fundado por judíos alemanes, o la Unión Brasileño-Israelita de Bienestar Social – Unibes, que desde hace mucho tiempo se dedica a asistir a las personas en estado de vulnerabilidad, o los clubes (Hebraica y Macabi).

Sin embargo, al margen de algunos centros más religiosos, con sus sinagogas en ocasiones escandalosamente ostentosas y protegidas por muros fortificados o rodeadas de guardias de seguridad, en general los lazos comunitarios tendieron a aflojarse. En cambio, se reforzó la identificación con el Estado judío. Se puede entender esta actitud de los sobrevivientes de la Shoah dispersos por el mundo en el tiempo de la posguerra, quienes anhelaban de una referencia protectora.

No obstante, con el aburguesamiento paulatino de la comunidad, podemos aventurar la hipótesis de que el Estado de Israel –y ya no una tierra prometida de paz y justicia– terminó por prevalecer en la vida judía. En lugar del horizonte espiritual, primó la adaptación geopolítica concreta. Pues bien, como desde el año 1977, con la elección de Menajem Beguin, la política israelí ha venido dando un viraje derechista, la diáspora no podía permanecer indiferente a esta inflexión.

Cuán lejos estamos hoy en día del perfil que solíamos bosquejar del judío errante o nómade. La fundación del Estado de Israel como hogar nacional de los judíos, al ofrecerles un territorio, también los reterritorializó subjetivamente. Los israelíes tenían que ser duros, fuertes y ganadores, y despegarse todo lo posible de la imagen del judío diaspórico, frágil, vulnerable y apátrida. No faltaron intelectuales israelíes que cuestionaron esta imagen: los escritores Amos Oz y David Grossman, la poeta Lea Goldberg, el cineasta Amos Gitai, el filósofo y biólogo religioso Yeshayu Leibowitz (quien, al referirse a la ocupación de Cisjordania, acuñó una expresión intolerable para un israelí: ¡nazisionismo!), el activista y periodista Uri Avnery… son solamente algunos de una inmensa lista.

Sin embargo, la Guerra de los Seis Días, o la conquista de los territorios palestinos, los mecanismos cada vez más perversos de gestión de la población sometida, la creciente veneración del Estado, la supremacía del Ejército, el espejismo de una Tierra Santa y el derecho bíblico del “pueblo elegido” a ella, como así también el alineamiento incondicional con Estados Unidos, han desembocado en lo que vemos actualmente: la alianza más siniestra entre la extrema derecha nacionalista y colonialista y el fundamentalismo religioso.

Lo peor de todo, si arriesgáramos una reflexión más amplia, es que el Estado de Israel revindica el derecho exclusivo a representar al judaísmo mundial y a heredar su legado. Es así como dicta su forma nacional y su color político. Se trata de un secuestro de la multiplicidad que antes componía la memoria histórica de la diáspora.

Es sabido que un importante asesor de marketing político estadounidense, Arthur Finkelstein, invitado por Bibi Nethanyahu para colaborar en una campaña especialmente difícil tras el asesinato de Rabin, tenía una aguda lectura del escenario israelí y una diabólica sugerencia. Su diagnóstico era que la derecha se identificaba más como “judía” y la izquierda más como “israelí”. Para alterar el derrotero político del país era necesario contaminar el ambiente con un discurso “judío”: extraña paradoja para una nación que quiso deshacerse de su imagen diaspórica.

Y eso fue es lo que sucedió. Ni hablar de que ese mismo consultor, también judío, fue el que le sugirió al primer ministro húngaro Viktor Orbán que convirtiera al megainversor multimillonario judío-húngaro George Soros, fundador de la Open Society, en el enemigo público número uno del país, ¡aumentando la fuerza de la derecha húngara y su dimensión antisemita!

El inversionista y filántropo húngaro naturalizado estadounidense George Soros – Fabrice Coffrini, 23 ene 2020/AFP

 

El precio que paga un país por 55 años de dominación sobre millones de palestinos no es pequeño. Hablamos de los israelíes muertos en combate para perpetuar la ocupación, pero sobre todo de la insensibilidad que va junto a la inversión histórica de los lugares. El gobierno actual, que se considera heredero de las víctimas del nazismo, no se da cuenta de hasta qué punto desempeña actualmente el papel de verdugo.

Un blindaje sensorial en el discurso y en la práctica, en los medios de comunicación y en la gestión de la población que ha llevado a naturalizar la violencia micro y macropolítica. Estado de excepción, dice Giorgio Agamben; necropolítica, dice Mbembe. La amenaza iraní, que es real, solamente encubre y refuerza la negación de la ocupación de los territorios: un tema tabú, siempre relegado a un segundo plano, aunque esté en las noticias a diario. Es la ley del más fuerte rediseñando la geopolítica y sus prioridades.

¿Y qué efecto tuvo esto sobre los judíos brasileños? Esto es lo que vimos: el acercamiento de una parte de la comunidad al candidato presidencial que nunca ocultó sus simpatías por los regímenes autoritarios. Su gobierno resucitó lo que parecía superado: improntas de supremacismo blanco, desprecio por las poblaciones originarias o precarizadas, propaganda inspirada en Goebbels, valorización de la fuerza militar o paramilitar-parapolicial, belicismo explícito, ataque sistemático a las instituciones y a la cultura y el genocidio.

En resumen, una agenda de extrema derecha alineada con lo más regresivo que se pueda imaginar. Sumado a ello, la adhesión irrestricta de la extrema derecha brasileña a la política israelí estaba visible: la bandera israelí pasó a formar parte de la campaña bolsonarista, ¡e incluso apareció en la invasión golpista de los palacios de la Plaza de los Tres Poderes en Brasilia el 8 de enero de 2023! En otras palabras, para muchos judíos no existía una contradicción entre las posturas fascistas o protonazis y el alineamiento incondicional con Israel. Todo se encajaba.

El bolsonarismo logró la adhesión de una parte de los judíos brasileños no a pesar de su faceta fascista, sino precisamente por ella. Por ende, es necesario preguntarse qué pasó con una parte de esta comunidad desde el punto de vista ético o político, que de constituir una minoría perseguida o refugiada pasó a ocupar un estamento de clase media alta y a adherir a ideologías totalitarias.

Las risas y los aplausos que el humor racista de Jair Bolsonaro arrancó del público durante una conferencia en la sede de Hebraica de Río de Janeiro durante su campaña presidencial de 2018 fue tan solo una muestra de ello. La participación de un tal Weintraub en el Ministerio de Educación fue otra; he allí adónde fuimos a parar: un analfabeto que cita con orgullo al famoso escritor judío llamado “Kafta”.

Jair Bolsonaro con las banderas de Brasil e Israel.

Se hace difícil no poner estos aspectos en la balanza cuando se cuestiona el grado de pertinencia, participación e implicación de un judío o de una judía en el contexto brasileño. Es obvio que a mucha gente le repugna la complicidad activa de una parte de la comunidad con una agenda que, décadas antes, había sido la causa de la desgracia para los judíos europeos. Que en la mira estén ahora los negros o los indígenas, los gais o los pobres, los presos y los indefensos de toda índole, solamente atestigua el profundo cambio de inclinación y de sensibilidad de una parte de la comunidad judía, dada su recomposición de clase, su identificación con las elites de un país tan desigual, con el consiguiente conformismo frente al racismo atávico (estructural) del que, por cierto, también ella, como parte de la fracción blanca de la población, se benefició en abundancia.

A las elites blancas de Brasil les resulta extremadamente difícil reconocer la “blancura” sobre la que descansan sus privilegios. Lo propio sucede con los judíos, por mucho que se escuden en la historia de las persecuciones de las cuales fueron víctimas. La falta de empatía con los descendientes de tragedias horrendas como las de los afrodescendientes o las de los pueblos indígenas plantea cuestiones cáusticas sobre la dialéctica de la dominación, la identificación con los agresores, la negación, la dificultad para elaborar el trauma y la repetición histórica.

Ahora bien, ¿cómo se puede cambiar esto? No creo que haya una solución rápida, como tampoco la hay para el fascismo. La lucha es la misma, el desafío es el mismo. Incluso si se pudieran llevar a cabo iniciativas específicas en los cada vez más escasos espacios comunitarios, no creo que sean eficaces si permanecen desvinculadas de su entorno más amplio.

La Casa del Pueblo antes mencionada constituye un buen ejemplo en tal sentido, con su línea de actuación al mismo tiempo local e global, singular y universal, histórica y actual. Refugio de perseguidos durante la dictadura militar, en la actualidad conviven allí, juntos, el coro yidis, festejos judíos, ensayos y presentaciones de grupos artísticos guaraníes, bolivianos y transexuales, debates sobre las Jornadas de Junio de 2013 en Brasil y ensayos de la compañía teatral Ueinzz. En esta confluencia entre mundos distintos se vislumbra alguna salida.

Otra vía que se me ocurre en el mismo sentido es la de los libros. Jacó Guinsburg nos enseñó qué puede una editorial en un país como Brasil. Junto a Scholem, Buber, Agnón y los más grandes nombres de la literatura judía mundial, el más audaz catálogo del pensamiento universal, desde Platón hasta Nietzsche, desde las obras completas de Spinoza hasta Hannah Arendt, y eso sin hacer mención a los ensayos clásicos y modernos de estética, teatro y semiótica: la lista es infinita. Lo que Brasil le debe a ese proyecto editorial aún está por escribirse.

La pequeña editorial que fundamos hace diez años sigue la estela de ese espíritu. Títulos como Crítica da razão negra (Mbembe), Corpos que importam (Butler), Metafísicas canibais (Viveiros de Castro), Cosmopolítica dos animais (J. Fausto), Manifesto contrassexual (Preciado), O reino e o jardim (Agamben) y O enigma da revolta (Foucault) constituyen una pequeña muestra de los diversos mundos convocados por n-1 edições. Esparsas, un libro de memoria familiar de Georges Didi-Huberman sobre el Levantamiento del Gueto de Varsovia, que se presentó durante la semana del aniversario en la Casa del Pueblo, tiende un puente más directo con el mundo judío.

Pero es necesario decir una última palabra sobre los exponentes de la cultura de origen judío que se han entregado en cuerpo y alma al contexto brasileño. Clarice Lispector, Paulo Rónai, Maurício Tragtemberg, Mira Schendel, Vladimir Herzog, Jorge Mautner y Boris Schnaiderman: la lista también en este caso es inmensa.

Así y todo, quiero poner de relieve a una de las figuras más conmovedoras desde el punto de vista del encuentro con la alteridad. Claudia Andujar nació en Suiza y pasó su infancia en Transilvania, en ese entonces bajo la dominación húngara. Con la invasión nazi, toda su familia paterna fue deportada a Auschwitz. Ya siendo adulta llegó a Brasil, en donde trabajó como fotógrafa y se interesó especialmente por los yanomamis.

 

Claudia Andújar siendo pintada por un indígena.

Toda su obra artística −que es la vida− estuvo dedicada a la defensa de esta etnia. En 1977, fundó la Comisión Pro-Yanomamis (CCPY). Aliada al chamán Davi Kopenawa y al misionero Carlo Zacquini, emprendió una campaña internacional de gran envergadura en favor de la demarcación de su territorio, cuyo resultado fue la homologación en el año 1992 de la Tierra Indígena Yanomami. Recientemente, en medio de la revelación del genocidio en aquella área, que coincidió con una gran exposición de sus obras en Nueva York, Andujar reiteró en cadena nacional de comunicación la conexión entre ambas puntas de su vida: habiendo perdido a su familia en el Holocausto, abrazó la causa yanomami y la hizo suya para evitar que también ellos fuesen exterminados. ¿Habría algún ejemplo más digno del encuentro y del entrelazamiento de mundos distintos? ¿No existe algo profundamente judío en esa ética de la alianza y de la solidaridad?

Quizá sea esto lo que más falta hace en Brasil entre las llamadas minorías: que se lleve a cabo la tarea que le incumbe al chamán en el universo indígena, que es la de la negociación entre mundos. Un chamán se ofrece como diplomático “cosmopolítico”, entre los vivos y los muertos, los animales y los humanos, el pasado y el presente. Salvando las distancias, en la inmensa diversidad que compone este país, tal vez lo más importante sea favorecer la coexistencia entre la pluralidad de mundos, sin que ninguno de ellos pretenda la exclusividad, a diferencia de lo que intentó hacer el gobierno anterior con su proyecto de refundar Brasil sobre bases evangélicas y supremacistas.

Una coexistencia no significa que cada uno se encierre en su gueto cultivando su identidad esencialista, en un multiculturalismo superficial. Es necesario que estos mundos puedan afectarse entre sí, contagiarse y sensibilizarse mutuamente. En ocasiones, de esto pueden incluso nacer nuevos pueblos y otras formas de poblar el planeta.

Pero, ¿cómo podemos estar a la altura de semejante reto? ¿No podríamos soñar con una “internacional cosmopolítica”? ¿Es tal aspiración una alternativa al mesianismo judío eurocéntrico, otrora de gran pregnancia y tan fructífero, y ahora cada vez más desvaído e inoperante?

*Peter Pál Pelbart es profesor titular de Filosofía en la Pontificia Universidad Católica de São Paulo – PUC-SP. Es autor de O avesso do niilismo: cartografias do esgotamento (n-1 edições), entre otros libros.

             Traducción: Paula Cobo–Guevara y Damian Kraus.

 

Prólogo a La democracia en cuestión. La larga marcha hacia la emancipación, de Mariano Pacheco // Miguel Mazzeo

Existe cierto consenso respecto del grave problema que aqueja a la democracia argentina que en diciembre de 2023 cumplirá cuarenta años: esta democracia no ha estado a la altura de su promesa. Se trata de la supuesta promesa de diciembre de 1983 –curarse, educarse y comer– con sus permanentes incumplimientos y sus sucesivas re-actualizaciones. ¿Pero, al margen de las retóricas –un poco ingenuas, un poco publicitarias o abiertamente cínicas– alguna vez prometió esta democracia algo diferente a lo que ha ofrecido?

Sostenemos que su sentido más íntimo no se prestó nunca a confusiones y que su código siempre fue relativamente fácil de identificar en medio del maremagnum de las significaciones polivalentes de la democracia. Un código normalizador, fetichizante, disciplinador y melancólico; un código negador de los conflictos sustantivos, de los antagonismos sociales y del sentido trágico de la historia, en fin: un código avieso encubridor de la lucha de clases.

Se trata del código de la democracia liberal, la democracia en extremo celosa de su compatibilidad con la propiedad privada, el mercado y la valoración del capital. Una democracia que, en nuestro caso, además, no deja de ser el resto de una tremenda derrota popular. Una democracia de posguerra. Una democracia de “reorganización nacional”. Ese código funge, además, como fondo invariante de todos los períodos o “ciclos” que queramos identificar en el marco de los últimos cuarenta años.

Los interrogantes se apilan: ¿ofrece esta democracia las circunstancias propicias para una lucha democrática de las y los de abajo?, ¿pueden anclarse en ella los proyectos nacional-populares y/o poscapitalistas?, ¿o, por el contrario, estos proyectos, si aspiran a avanzar decididamente, están obligados a trascender el “campo de objetividad” que esta democracia les impone?

Esa democracia, durante cuarenta años, demostró que no está diseñada para “expresar” cualquier correlación de fuerzas. Posee una clara conciencia de sus límites. Ante la más mínima amenaza desde abajo, ante cualquier impugnación en profundidad de sus pilares y sus “reductos innegociables”, buscará cooptar, canalizar, desviar, institucionalizar, quebrar la energía popular. Minará, con sutileza o con impiedad, cualquier avance del poder popular, toda experiencia orientada a la autodeterminación y al autogobierno popular.

Si los momentos de reparación han sido tipificados como excesivos (por las clases dominantes) o como el horizonte más ambicioso posible (por quienes los promovieron), queda descartada, desde el vamos, por inviable e impensable, toda idea de cambio estructural, de igualdad sustantiva, de ruptura de las jerarquías sociales establecidas, todo proyecto revolucionario… ¿Se pueden sostener en el tiempo altos niveles de politización popular abjurando de esos proyectos?          

Es cierto: hubo instantes en el transcurso de estos cuarenta años en los que los efectos de la derrota parecieron refutados. Hubo situaciones que nos hicieron creer que el terror quedaría definitivamente atrás. Desde abajo: durante la recomposición popular molecular de la década de 1990, en la rebelión del 19/20 diciembre de 2001. Desde arriba (y también desde abajo): a partir de 2003, sin deuda externa, sin Fondo Monetario Internacional (FMI), con la recuperación de alguna capacidad de “decisión nacional”, con cuadros de genocidas descolgados, etc. Antes, con juicios a los dictadores. Pero la filigrana metálica de la derrota y del terror siguió obrando en nuestra historia, en el plano material y subjetivo y en el contexto de un capitalismo cada vez más complejo e inestable. Desde abajo: con notorias incapacidades para la autodeterminación política, con serias limitaciones a la hora de desarrollar un gramsciano “espíritu escisión” y gestar proyectos propios de las clases subalternas y oprimidas. Desde arriba: con extranjerización y centralización económica, con neo-desarrollismo periférico y extractivismo, con alianzas espurias con sectores conservadores y reaccionarios, sin iniciativas tendientes a la socialización de poder; con políticas orientadas a abortar las iniciativas autónomas de las clases subalternas y oprimidas; con electoralización y corporativización de los movimientos sociales y las organizaciones populares; con la confusión de la política con la gestión y con la gestión colonizando “lo político”; con agenda liberal (y, por lo tanto, atestada de ítems neoliberales) y sin contrarrestar “la fractura social y subjetiva” producida por el neoliberalismo. ¿Cuánto se avanzó en la línea de la reversión de la derrota y el  terror? Muy poco, en verdad. ¿Cuán disruptivos fueron los contenidos de la memoria social que el peronismo posterior a 2003 se encargo de “conectar”? No demasiado, por cierto.

La inconformidad, entonces, más que un accidente, se presenta como un elemento constitutivo de esta democracia, como una respuesta a sus límites institucionalizados, a su inaccesibilidad congénita. La derecha, claro está, se ha movido y se mueve con soltura en esta democracia y no desaprovechó ni desaprovecha ninguna oportunidad para reducir aún más esos límites. Esta democracia está siempre a un santiamén de auto-limitarse, a un tris de convertirse en demorazzia, al decir de Mariano Pacheco.

Frente a esta situación, suele presentarse una paradoja: las fuerzas políticas nacional-populares, de izquierda o “progresistas”, muchas veces, terminan   reivindicando el mismo código que las despotencia, confinadas en las estrechas coordenadas de los “consensos democráticos”, integradas al orden dominante y opresor y condenadas a “hacerle el juego a la derecha” en un plano que, por ser tan inmenso, a veces resulta imperceptible. De este modo, su política (nuestra política) se torna antipoética y se vacía de vida y tragedia. Los productos simbólicos que ofrecen (ofrecemos) son de pésima calidad y, para colmo de males, se parecen demasiado a los del enemigo. Son productos de “segundas marcas” que el enemigo, además, se encarga de estigmatizar.         

 

¿Cómo evitar, entonces, la inconformidad frente a unos formalismos, procedimientos y contenidos que consolidan las posiciones de las clases dominantes y socavan las del demos?  

En esta síntesis histórica de los últimos cuarenta años trazada por Mariano se percibe la aspiración a reconducir la inconformidad. Mariano quiere que ésta, en lugar de seguir el camino allanado que va directo a la resignación y al conformismo (y a la tristeza), devenga imaginación. Imaginación política; la que más escasea por estos días sombríos. Él prefiere escapar de la angustia en lugar de arrojarse a ella. Nos invita a modificar la figura del mundo y no a acomodarnos a lo intolerable.

Mariano reclama los fueros de la imaginación política. Su reflexión sobre la democracia da cuenta de la clásica dicotomía procedimental-sustantiva, pero va más allá de ella. Plantea la importancia de la conquista y ocupación de todo el espacio ofrecido por la democracia normalizada. Propone abarcarlo hasta la incomodidad, sin desatender ningún resquicio (derechos, garantías, “libertades públicas”, etc.); adueñarse de él hasta que quede chico, agotarlo para trascenderlo. ¿Existe alguna forma de trascender el espacio de la democracia normalizada sin agotarlo? ¿Es posible agotar las posibilidades de ese espacio sin asumir, desde el vamos, el objetivo de trascenderlo? Una productiva clave dialéctica habita en la intersección de estos interrogantes. 

Mariano no olvida que el proceso social es dialéctico y no puramente acumulativo, por lo tanto, sus intenciones estratégicas apuntan a desarrollar una dialéctica entre la democratización del Estado para ir más allá del Estado y la democratización de la sociedad civil popular (lo que implica impulsar modos de producir, de relacionarse, de decidir, de sentir, etc. alternativos a los del capital).

 

Mariano expone una dialéctica transformadora (revolucionaria) más atenta a las “mutaciones subjetivas”, a las “dinámicas existenciales”, a “la reforma moral e intelectual” que a las destrezas vanguardistas y gubernamentales. Una dialéctica que recupere los saberes y mitos gestados por todas las luchas populares de los cuarenta años de democracia. Una dialéctica capaz de trascender el campo de objetividad impuesto por esta democracia. Una dialéctica que contradiga el lugar común “progresista” que sostiene que el “problema” de esta democracia se resolverá con “más democracia” y que plantee, sin rodeos, que dicho “problema”, en realidad, solo se resolverá con “otra democracia”, con “otra institucionalidad”. Es decir, una democracia que discuta la riqueza (no la pobreza), la propiedad y sus formas, la redistribución del poder social, político, comunicacional, etcétera.  

 

Sin lugar a dudas, cuesta mucho hablar hoy de “otra democracia” cuando las clases dominantes ni siquiera están dispuestas a respetar esta democracia, cuando se activan los micro-fascismos societales y la ultraderecha gana posiciones día tras día. Pero está a la vista que los proyectos de radicalización de la democracia liberal tienen patas cortas y que, de modos históricamente diversos, casi siempre terminan imponiendo la reversibilidad de los procesos que impulsan. Lo mismo cabe para las praxis políticas confiadas en que democracia liberal posee algún “estadio superior”.

 

Mariano identifica al sujeto principal y variopinto de esta dialéctica: los feminismos radicales, las economías populares, el precariado organizado de las grandes urbes, etc., y toda instancia enraizada en el no-ser del capital; aquello que está orientado a desprivatizar, desmercantilizar y desenajenar y que está predispuesto a la movilización y a la acción directa.

 

Mariano lo sabe bien, la imaginación política (teórica y práctica) es un arma indispensable para reinventar una “simbólica” y unos lenguajes descubridores (Ludwing Wittgenstein decía: “los límites de mi lenguaje son los límites de mi realidad”); para evitar que el antiintelectualismo que flota en el ambiente nos torne afásicos y negligentes, incapaces de descifrar los sentidos pertenecientes a las cosas; para no quedarnos en el balbuceo de palabras envilecidas e hipótesis superficiales; para no caer en el error de las y los intelectuales bovárycos que, en lugar de ver las cosas, prefieren reparar en lo que se dice de ellas; para traspasar los sentidos de la democracia de diciembre de 1983 y para comenzar vislumbrar otros de una buena vez.

 

PRESENTACIÓN EN CABA

El viernes 10 de noviembre, a las 19 horas, el autor conversará con el docente y ensayista Miguel Mazzeo, en la Librería Interminable- Espacio Taura (Alsina 685).

Teoría del instante. La democracia como problema // Diego Sztulwark

«después sigue la pared sin abandonarla y encontrarás una salida».

Franz Kafka

 


Comienza a concluir un año electoral. Nos volvemos especialistas en superficies. A pesar de la evidencia en contra, confiamos en el aparato de lectura que nos provee la pantalla. Porque la superficie en cuestión no es epidérmica. ¿Qué se publica en los portales? ¿Cuánto suben los precios? Finalmente habrá que creer que Javier Milei tenía razón. Sino toda, al menos una parte de ella: es el mercado el que dice la verdad, el número el que explica.

Verdad a medias, en todo caso, porque además de los mercados aparecen otra clase de dinámicas: dinámicas de las profundidades. Que se refieren o, más bien, remiten a los cuerpos. Cuerpos cualitativos, dominados por pasiones. Temores y esperanzas que actúan formando y descomponiendo también cuerpos colectivos. Las inflexiones de una multitud que se articula y desarticula siguiendo flujos mixtos, hechos de afectos y automatismos informacionales. Durante las elecciones, dicha afectividad se manifiesta como ya intervenida, inmediatamente cuantificada: nos enteramos de quiénes somos por medio de la lectura de esos números.


Alguna vez Jacques Rancière llamó “postdemocracia” a esta intervención del número como medida por sobre lo supernumerario de la democracia. La idea era que la democracia suponía un todos-cualquiera en el que cada quien poseía un poder semejante al de los demás. La política misma depende de esta igualdad subyacente entre los muchos. La necesidad de la igualdad de poder debía subsistir incluso como premisa de las desigualdades jerárquicas que vemos funcionar en toda sociedad. La democracia puede ocurrir en un instante único, siempre que ese instante sea decisivo. Es lo que ocurre, por ejemplo, durante el momento del sufragio (en otra época podríamos haber puesto el ejemplo más interesante y lejano de la huelga general). En el instante del voto actuamos al unísono y como si poseyéramos una cierta igualdad de poder. Este hecho de valer como cualquiera, es decir, este participar de una multitud sincronizada a título de una supuesta igualdad es al que apelamos cuando imaginamos la democracia. La magia se concentra en un instante igualitario, en el que los poderes parecen disolverse dando lugar a lo que solemos pensar como el poder del pueblo. La “postdemocracia” actúa recubriendo ese instante ensoñado a partir de la acción de técnicas de poder específicas que actúan justo antes y justo después del instante popular. La política postdemocrática es la política como control -más que como represión- del acontecimiento. La intervención sobre el instante es ejercida desde un Antes -una estructura de clases, unas relaciones de explotación, una escandalosa desigualdad de recursos materiales y simbólicos, una dinámica de desposesión y terror- que prepara el terreno para prevenir los posibles no deseados del acontecimiento; y de un Después, -una estructura de clases, unas relaciones de explotación, una escandalosa desigualdad de recursos materiales y simbólicos, una dinámica de desposesión y terror- para su interpretación. Antes y después denotan el tiempo de la esterilización democrática.


La democracia, por tanto, y sobre todo desde el punto de vista del análisis de lo electoral, cuenta en su favor con el poder de un instante. A ese instante es al que debería bastarle para la formación de un mandato popular. Se trata de un instante agobiado. Sobre él se cierne un espeso tejido de consultoras, focus groups y una insoportable trama encuestológica, reforzada por una continua red comunicacional particularmente proclive a actuar como vocera de esa fina capa sensible que son los humores financieros, cuyas variaciones monetarias nos informan sobre los escenarios amenazadores -y, por tanto, de los peligros- de votar contra las expectativas del capital. La postdemocracia puede ser entendida como la síntesis de diversos flujos cuantificados que hacen del instante del sufragio una instancia difícilmente suprimible para la legitimidad del sistema. Aunque cada vez se critique más abiertamente el sistema electoral argentino compuesto de tres instancias -las PASO, primera y, eventualmente, segunda vuelta-, la recurrencia a la cita de ese instante eventualmente incómodo, pero también potencialmente controlable, forma parte de los costos aceptados y de las molestias intrínsecas al orden político en que vivimos.


La nuestra es una democracia nacida de la desactivación represiva del campo popular, pero también de la derrota militar de la guerra de Malvinas. La combinación de estas coordenadas llevó a Alejandro Horowicz -autor de un interesantísimo libro de reciente publicación: El kirchnerismo desarmado– a hablar de una “democracia de la derrota”. Una democracia así concebida es una en la cual se vote lo que se vote acaba triunfando siempre el mismo programa de gobierno. Antes de 2001, ese programa constaba al menos de dos invariantes: la impunidad de los cuadros del terrorismo de Estado, y la fuga del excedente productivo a través del sistema financiero. En este contexto democracia quería decir “parlamentarización de la dominación”. La principal novedad política de esta modalidad de imposición de la voluntad del bloque de clases dominantes sobre el conjunto de la sociedad era -y sigue siendo- que la participación electoral sustituye a la imposición por la vía de las armas. La solución de las crisis de gobierno ya no pasa por la intervención del partido militar en cuanto brazo armado del Estado (porque ese partido ha sido descompuesto por el terrorismo de Estado y por la ya citada derrota bélica ante las fuerzas armadas británicas). El Parlamento -entendido como libre juego de competencia y acuerdos entre partidos políticos- se convierte desde 1983 en el espacio de resolución de las crisis de gobierno, tal como ocurrió tanto en 2001 como ahora, en 2023.

 

La primera de estas crisis fue la de 2001. Tomando prestada de Carl Schmitt la idea de que la excepción es más interesante -más instructiva- que la norma, es posible afirmar que durante la crisis del orden jurídico se evidencian los mecanismos resolutivos efectivos sobre los cuales la normatividad se reestructura. 2001 no fue solo una crisis del partido de gobierno (La Alianza), sino una descomposición (una crisis sucesiva de cinco presidentes)
que amenazó al conjunto del sistema político (“que se vayan todos, que no quede ni uno solo”) que amenazó convertirse en una crisis del Estado. La normalización llegó de a poco. Luego de la represión policial y del llamado eclesiástico a la unidad, el parlamento consagró una serie de acuerdos entre la UCR y el PJ (sobre todo de los líderes bonaerenses de ambos partidos: Raúl Alfonsín y Eduardo Duhalde) que consagró a un senador derrotado en las urnas como el titular de la primera magistratura. El asesinato de los militantes piqueteros Kosteki y Santillán en junio de 2002 supuso el adelantamiento de las elecciones -el acortamiento del mandato parlamentario de Duhalde- y la trabajosa constitución de un nuevo gobierno legitimado por el voto popular (la renuncia del ganador de la primera vuelta, Menem, al ballotage, hizo que Néstor Kirchner debiera asumir en 2003 con el 22% de los sufragios). La consigna de construir un “país normal” formó parte del esfuerzo por reconstituir un poder presidencial a partir de lo que Horowicz llama la recuperación de la palabra pública, solo posible como parte de una serie de reparaciones materiales e históricas. El kirchnerismo fue todo esto (la formación de una nueva corte suprema y la anulación de las leyes de impunidad a los genocidas) sobre la base de una coyuntura económica que permitía respaldar esa recomposición dentro de los marcos intocables de un sistema de poder económico basado sobre todo en la exportación de granos y minería. Ese ciclo se corta durante el conflicto con la patronal del campo en 2008. La derrotada iniciativa de imponerle a esta patronal nuevos términos de recaudación impositiva a sus exportaciones no fue otra cosa que la exhibición del núcleo duro de los poderes sobre los que actúan los mecanismos de la postdemocracia.

Pero hay más. Habría que retener la secuencia desplegada desde el final del gobierno kirchnerista (Massa derrotando al candidato de CFK, Martin Insaurralde, en 2013 en la Provincia de Buenos Aires; Scioli candidato impuesto por eso que se da en llamar “las circunstancias”; la significativa victoria de Macri en 2015 y su revalidación parlamentaria de 2017 con la subsiguiente crisis de su programa de reformas durante la protesta callejera de diciembre del 2017 y el consecuente endeudamiento con el FMI durante 2018; la postulación de Alberto Fernández como candidato presidencial y el armado del Frente de Todos en 2019; la pandemia y la incapacidad del nuevo gobierno peronista de proteger salarios e ingresos; el nuevo contexto de la guerra en Europa y la emergencia de una extrema derecha en el país),
para comprender con claridad una cosa: la argentina no volvió a tener, a pesar del desbarranque, un estallido como el de 2001. El sistema parlamentario fue eficaz en ese plano. El costo de este “éxito” (así lo consideró José Luis Manzano en entrevista con Diego Genoud publicada en su libro El peronismo de Cristina) fue someter a la mayoría de la sociedad a una implosión administrada.


Por implosión administrada puede entenderse una política de gestión precaria de la precariedad social. Leandro Bartolotta e Ignacio Gago, integrantes del colectivo Juguetes Perdidos, se han dedicado a mirar de cerca este fenómeno dando lugar a lo que llaman una “sociología política de la implosión”. En su libro Implosión. Apuntes sobre la cuestión social en la precariedad (Tinta Limón 2023), proponen una sociología que se abre paso despejando los espectros del estallido, por medio de una exploración micropolítica atenta a los afectos que circulan y dan vida -una vida ciertamente extenuada- en los barrios populares allende los barrios acomodados de la ciudad.

Implosionar es estallar hacia adentro una determinada estructura por causa de una violenta presión externa. El término fue muy usado en su momento para explicar el final de la URSS. Con la expresión “sociedad ajustada” Bartolotta y Gago dan cuenta al mismo tiempo de los dos factores involucrados en la fórmula de la implosión administrada: la sociedad es la implosionada y el ajuste como norma es la fuerza externa que presiona hasta quebrar las sus invariantes estructurales. La sociedad ajustada es la sociedad neoliberal vista en su dinámica efectiva. Allí donde el ajuste no es considerado en su aspecto técnico-administrativo (desde un pensamiento sobre las cuentas del Estado) ni como parte de una denuncia de la ideología de los grupos políticos que lo justifican. Lo que interesa sobre todo a los autores es el ajuste como un término que recoge y a la vez desborda el significado que le dan políticos y economistas. Ajuste no es responsabilidad fiscal ni racionalidad del padre de familia que no gasta más de lo que gana, sino una política activa de redistribución regresiva de poder social. Desposesión de la riqueza y del poder colectivo. El ajuste es una dimensión activa -configuracional y destructiva- de la vida neoliberal. Su lógica específica es productiva desde el punto de vista en común: produce precariedad social. Y la precariedad tan creciente como naturalizada e inmodificable impone lo que los autores denominan un régimen “totalitario” de existencia. La precariedad totalitaria se instaura de un modo inopinado, irreversible, omni-abarcador. El ajuste, visto como una operación de fuerzas, da lugar a un fenómeno propiamente político (o infra-político) nunca del todo considerado como tal. Porque lo totalitario de la precariedad tiende a refutar -a esterilizar- lo democrático como referencia de legitimidad del sistema de reglas de los partidos políticos y el Estado. Este totalitarismo en el que se sumerge de modo creciente a poblaciones enteras supone la imposición de formas de trabajo y de barrialidad asfixiantes. El tono afectivo de la vida totalizada en la precariedad, dicen Bartolotta y Gago, es el cansancio. Una fatiga que surge del cuerpo a cuerpo con el mercado. Pero también del cuerpo a cuerpo que supone tener que defender cada mercancía adquirida, siempre amenazada. A diferencia del estallido -el espectro de la “antipolítica” que obsesiona a la política desde 2001- la implosión no abre, sino que cierra, nuevos escenarios. Su temporalidad es la cámara lenta, su espacio la dilatación. Ella no aúlla, murmulla. Y esta es quizás la gran diferencia con la mirada que propone Carlos Pagni en su libro El Nudo, en particular sobre su descripción del conurbano. Mas que un conjunto de demandas postergadas, opacidades perceptivas y poderes reaccionarios, Bartolotta y Gago prestan atención al particular timbre auditivo que una comprensión de la vida precaria demanda. La sonoridad de la implosión pasa por debajo del umbral de escucha de la política instituida. Ahí donde el estallido destituye, la implosión desgasta. Donde el esfuerzo del Estado por evitar el estallido sin provocar transformaciones sociales es leído por el periodista como conurbanización, la microsociología política pone la escucha en la implosión administrada como premisa desde la que leer los efectos de una política consensuada del ajuste e indagar sobre la condición desesperante de las vidas sumergidas y sobre sus estrategias en el totalitarismo de la precariedad social.

 

2001 era, para el historiador Ignacio Lewkowicz, el año de un corte decisivo. El estallido nos hacía entender algo más profundo que una mera crisis de gobierno. Nos anoticiaba de una catástrofe aún más profunda, porque concernía no solo a la objetivad histórica, sino también a la subjetividad de quien procuraba comprenderla. En su libro Pensar sin Estado (2003), Lewkowicz empleó el término catástrofe como una palabra-umbral (o categoría-umbral) capaz de dar cuenta de las dimensiones objetivas y subjetivas de la crisis. El uso de la imagen del “umbral” resulta clave: nos anoticia de un pasaje del plano categorial a uno experiencial. A diferencia de la crisis como trauma -intromisión de un factor disfuncional para la estructura que como tal puede resultar tratable/asimilable- o como acontecimiento -irrupción de un elemento hasta entonces impensado y desleído cuya nominación permite organizar un nuevo esquema-, la catástrofe sería una forma de la crisis que adquiere los rasgos del diluvio. Esto es: no admite la sobrevivencia de la vieja estructura de asimilación ni se caracteriza por la emergencia de una lógica sustitutiva que habilita organizar una consistencia sustitutiva. El estallido no era solo crisis de gobierno sino, sobre todo, catástrofe social: anuncio de un nuevo diagrama de fuerzas (al que dio el nombre de “era de la fluidez”). Dicho diagrama se presentaba ante todo como un sistema de destituciones del diagrama anterior y era necesario plantear una serie interrogantes acerca de las operaciones de pensamiento capaces de proveer estrategias para habitar el nuevo espacio.

2001 no era un acontecimiento referido a lo estatal sino una afección del pensamiento. Suponía la refutación de un mundo. Lewkowicz llamaba “condiciones estatales” al universo en ruinas configurado por la antigua potencia soberana, y “condiciones de mercado” a la realidad que emergía producto de la potencia “líquida” del capital financiero entendida como desborde del orden jurídico. La ética implícita de Pensar sin Estado no era politicista sino nietzscheana. Se trataba de entender un nuevo capítulo del desfundamento operado ante la “muerte de Dios”. En la catástrofe solo puede haber política en la medida en que se refunde profundamente la comprensión de lo que ese término nomina. Otro texto del mismo historiador, publicado además de modo simultáneo a Pensar sin Estado, “Condiciones postjurídicas de la ley” (Deseo de ley, Primer Coloquio Internacional, 2003) definía a las destituidas “condiciones estatales” como un efecto jurídico de la potencia soberana del Estado. Es esta potencia soberana la que articula en el derecho la ley simbólica que permite definir aquello que se define como “humanidad” y el conjunto de las reglas sociales. Es la aparición de una potencia heterogénea la que provoca la mutación que vivimos hace ya décadas. Según Lewkowicz esa mutación ocurre cuando el propio capital experimenta una transformación de “productivo y real”  a “financiero y virtual”. Mientras el primero se regulaba por “la ley de la ganancia media”, el segundo “funciona sobre el imperativo de ganancia infinita”. Este imperativo de infinitud, montado sobre el andamiaje tecnológico de las comunicaciones y la información, es el que constituye la dinámica de un “substrato fluido” sobre el que deben hacer pie hoy día los propios estados. Bajo “condiciones de mercado”, la fluidez sustituye/destituye al sentido. En ausencia de toda consistencia sólida -decía Lewkowicz- el sentido no debe ser supuesto sino instaurado y sostenido por prepotencia de la subjetividad. La temporalidad instaurada por la catástrofe es la de una “sucesión sin sentido”. Sin un tiempo progresivo que garantice la institución, la organización roza de modo ineludible la desesperación. En el presente diagrama de fuerzas la operatoria de la institución debe ser garantizada cada vez. La fórmula empleada por Lewkowicz tiene resonancias sugerentes: “para perseverar hay que alterarse” (en contexto del ‘68 francés, Deleuze pudo leer a Spinoza bajo la fórmula conatus = devenir, inaugurando una línea distinta de interpretación sobre las operaciones de la potencia). La pregunta que hacía Lewkowicz al final de su texto era la siguiente: si bajo las nuevas condiciones la excepción deja de ser excepcional “¿qué tipo de poder es el del capital financiero que la impone sin decidirla?” Durante los primeros años de kirchnerismo, la respuesta fue un decisionismo político que supo aprovechar una situación económica favorable para una formidable reconstitución de la autoridad del Estado. A dos décadas de la asunción de aquel gobierno, se hace indispensable extraer conclusiones de la aparente decadencia a la que ha arribado este ciclo político. La práctica de gobierno, en las actuales “condiciones de mercado”, depende cada vez más de una la acción de una densa red de automatismos financieros-comunicacionales (como lo viene explicando Franco Bifo Berardi) y por la guerra (como insiste desde haces ya unos años Mauricio Lazaratto).


Este pasaje por la implosión y la catástrofe nos sirven para caracterizar la crisis y volver sobre la cuestión de la democracia. La democracia de la derrota, pensada desde el 2023, supone la reproducción de los dos factores que la determinan. El estallido de 2001 no resultó ser una fuente de inspiración para una política capaz de provocar una ruptura con el modo de acumulación. Luego de 2001, la política devino mediación precaria para contener la precariedad social. Este tipo de gestión mal-trata cada uno de los problemas centrales del país: de la informalidad y la irrupción de mecanismos de acumulación sostenidos en el crimen, a la pérdida de ingresos y el bloqueo de la capacidad de una afectividad colectiva capaz de dar respuestas desde abajo a la desposesión. En otras palabras: la postdemocracia es al potencial disruptivo del instante electoral, lo que la implosión administrada al potencial disruptivo del estallido. En ambos casos la política consiste en evitar la sorpresa y controlar el acontecimiento. Es un tratamiento paliativo de la catástrofe.

 

Y, aun así, es irrenunciable para las militancias sostener su creencia en la política como una práctica de transformación social. La distancia entre la política efectiva y la política a la que se aspira es otra manera de señalar el perímetro del problema. De hecho, fue la derecha extrema y no la militancia progresista, populista o de izquierda la que mejor supo escenificar la desesperación colectiva, y por unos cuantos meses vivimos con espanto el crecimiento de la amenazante figura de Milei, que emergía como el instrumento elegido por los humillados para intentar humillar a los humilladores. Derrotado éste en la primera vuelta y sin pretender adivinar qué ocurrirá en la segunda, es viable imaginar que el espacio configurado por la decepción política pueda ser reactivado en el futuro por otras figuras. Las razones por las que la derecha realmente existente -el macrismo- no creció con el derrape del peronismo del 2021 señalan a la vez la insuficiencia descriptiva del término “derechización” y las condiciones para la aparición de un fenómeno nuevo y más radicalizado, que no crece como demanda de ajuste sino de revancha contra la casta ajustadora. Milei es el síntoma más caricatural -y por tanto más nítido- de la implosión social, y de los efectos subjetivos que produce en medio de la catástrofe el gobierno de los automatismos informacionales-comunicacionales. Y, por su parte, Massa es el síntoma del éxito del sistema en evitar el estallido. Ahí donde Massa garantiza mejor unas condiciones realistas de reproducción que Milei, actuó como una amenaza a las coordenadas ideológicas clásicas. Al punto que con un poco de humor podría decirse lo siguiente: ahí donde Milei supo apropiarse por derecha del gesto izquierdista de rechazo a las élites y Bullrich no supo enunciar de modo fluido el programa de la Fundación Mediterránea (ni articularla a una propuesta de reconstitución de lo social), Massa apareció como el centrista que mejor garantizaba un voto por izquierda. Al anunciar luego de las PASO que se podía alcanzar el equilibrio fiscal recortando gasto público que beneficia a grandes empresas y que convocaría a acuerdo político y a un gobierno de unidad nacional, el ministro de economía comienza a recorrer el camino sugerido durante el último año largo por Cristina Fernández: un pacto en torno de la economía bimonetaria, el de la renegociación con el FMI y el de la violencia política (pacto del que ella misma está excluida por la irritación que causa entre los convocados a pactar). 
El hecho de que la capacidad de reacción electoral de una parte de la sociedad (que el peronismo se auto adjudica con exagerado orgullo a pesar de realizar la peor elección presidencial para una primera vuelta) parezca alcanzar para desactivar la amenaza inmediata de una derecha extrema en el poder no debería hacernos creer que las condiciones que produjeron el fenómeno amenazante se han revertido o diluido. Milei no tuvo responsabilidad alguna en el empobrecimiento sostenido del país ni en la transferencia constante de recursos de abajo hacia arriba de la última década de la política argentina. Es síntoma y no causa de la esterilización postmodemocrática. Es también, si se quiere, un balance crudo, que nos informa que ni el momento democrático de la elección ni el estallido de 2001 han alcanzado para sacudir a la política de su impotencia. Y, sin embargo, anida en ellos la ilusión igualitaria del instantes libre capaz de activar un caudal de inspiración. Esa ilusión es clave para forjar nuevos instrumentos conceptuales y organizativos. Es solo una ranura por la que se cuela una luz política capaz de despejar la niebla opaca que nos desorienta en la noche de lo común expropiado y nos acerca a la experiencia de su redención. O al menos a un lenguaje capaz de conectar de modo virtuoso con la desesperación. Dejarle la desesperación de nuevo al peor de los enemigos equivaldría a no haber escuchado el último aviso.

 


Buenos Aires, 31 de octubre de 2023.

(para La Tecl@ Eñe)

A Iorio no lo encontrás en la góndola del chino // Hernán Sassi

I.

Fui esclavo durante once años, tres meses y cuatro días allá por los 90. Los palotes los tachaba en un local del microcentro. La vida transcurría yendo de acá para allá, llevando equipos de oficina y trayendo guita que no engrosaba mis cargas sociales porque se había hecho costumbre, incluso para el dueño, un tío que no era un mal tipo pero como la cultura toda se había hecho menemista, no refrendar los derechos de los trabajadores, sino mancillarlos de un modo canchero que se perfeccionará con el macrismo. 

Eran los dorados años de Menem, a quien voté un poco sin saber lo que hacía, como hoy miles de jóvenes a Milei; y otro poco por apego a mi vieja, empleada municipal y “peronista de Perón”, como se definía, también Ricardo Iorio, motivo de estas líneas.

Yo era cadete y gozaba de un mejor salario de lo que a mis “dulces 16” me pijoteaba McDonalds en mi primer trabajo mientras terminaba el secundario en una nocturna de Almagro. 

Con pelo largo y siempre con una remera metalera, ahora disfrutaba de ser correveidile callejero. A esa edad –y no solo a esa–, serlo tiene sus ventajas.

La primera. Siendo cadete, si hacés el laburo rápido, te queda algo de tiempo para vos, un tiempo que no le robaste a nadie porque cumpliste con tu tarea, y es tuyo y bien ganado. Esa pequeña gran libertad diaria la usaba para comprar libros en mesas de saldo por cinco magos. Eran días de un uno a uno que a mí, en esto de los libros, me beneficiaba, pero que a millones, entre los que yo también estaba, nos llevaba al estallido.

La segunda. El laburar entre adultos implicó aprender a la carrera de los empleados del local, todos más grandes que yo, grandes que aún no habían tirado la toalla en su obligación de educar a la generación siguiente como los papis y mamis de chat de hoy día, el verdadero “Fin de la Historia”.

La tercera es la que importa para esta semblanza. Lo piola de ser cadete es que, incluso haciendo trámites para otro, el tiempo es tuyo. En ese tiempo yo escuchaba la radio, esa “pantalla más grande que el cine”, como la definió Wells, un refugio decisivo cuando a esa edad todo lo que escuchás (lo que ves y leés, va de suyo) da forma a tu identidad. 

Con la radio, ese medio de viejos en esta Era de perritos falderos del celu, el guardián de nuestro “confort”, escuché por primera vez al Iorio de Hermética un día en el que, sin “manos arriba”, quedé paralizado. Fue en la Rock & Pop, donde conocí a Sabbath, Maiden, Purple y Metallica. Gracias a esa señal, pero también a la posibilidad de la radio de toparme con otras formas musicales y discursos, me decidí por el “Indio sí, Soda no”, una cerrazón, qué duda cabe, pero también el rito iniciático de muchos en la toma de posición política cuando ésta se volvía farándula, farsa, pose.

Por entonces, algo imposible hoy para cualquier esclavo de RAPI y Pedido Ya, formas desfondadas del cadete de antaño en este capitalismo de plataformas sin jefe al comando, con mi magro sueldo de “gil trabajador” yo accedía a los recitales de aquellas bandas legendarias que tocaban mientras este Titanic, que alguna vez había representado el 50% del PBI de Latinoamérica, se hundía inexorablemente hasta tocar fondo con el “menemismo blanco” de la Alianza.

El uno a uno sería una fiesta efímera con hora de retirada como la de los cuentos de hadas. ¿Qué había sido sino esa década? Y sonaron las doce: “La hora de la espada” del nuevo siglo dejó un tendal de 50 muertos en las calles. El 2001 fue la prueba de que las fiestas efímeras en política, como a la que hoy invita Milei con la dolarización, el denuesto del Estado y de la justicia social, terminan mal. Muy.

Si bien Iorio había sido rockero cuando no era glamoroso serlo, en tiempos de Riff y V8, cuando el metal era de los pocos discursos que avisaba que los hippies eran un síntoma de un giro a la derecha que aún no termina, a mí me había llegado con el glamour del menemismo, una manifestación de la cultura, cínica y ombliguista, que excede un partido y llega a Macri, Milei y un intendente que lo confirma desde Marvella a las redes.

Iorio fue decisivo, no en cualquier etapa de mi vida, sino cuando mi, ahora y para siempre identidad rockera, me hizo tomar conciencia de la debacle. Iorio, y no el Indio, que siempre prefirió Nueva York a la Argentina y Baires a cualquier rincón de este hermoso país, era “mi único héroe en este lío”. Parafraseando a Purple, fue mi “trae-tormenta”. Sin saberlo, me dijo: “Pendejo, no te hagás el boludo que vos también sos culpable de todo esto”. 

Considerar a Iorio solo un exponente del metal es bajarle el precio a un artista que excede un género, alguien que enseñó, porque enseña no solo quien tiene título, que no todo tiene precio, y lo enseñó en la cresta de la ola neoliberal, cuando se consolidaba la idea de que tener es mucho más que ser. Mucho antes de escribir “Sé vos”, Iorio lo inculcaba en acto: nunca tuvo precio, y su actitud de vida, con lo que me enseñó más que con nada, valía doble para alguien que podía haberse vendido muy caro tras el éxito de Hermética y de su esperada reunión.

Con su vozarrón portentoso, eco del de Lemmy Kilmister, líder de Motorheaad de quien tomó, además, el riesgo de ser auténtico y no manada, Iorio, el Iorio de Hermética, al menos a mí me despertó del cuento de hadas neoliberal.

Ya despierto, le perdí el rastro. Así de ingratos somos con los que enseñan a no ser cordero, de pantalla o no.

Luego de dos décadas de no escucharlo, el que me lo trajo a mi vida nuevamente fue “el Beto” Casella con sus entrevistas, un amigo que quería que las nuevas generaciones conocieran a alguien que no encontrás en la góndola del chino. 

 

II.

En La amante de Lady Chatterly hay un momento clave. La “Lady” en cuestión está dele que te dele con su amante, pero éste no se digna a esperar a que ella llegue al momento cúlmine del asunto; y lo que es peor, luego reivindica su “derecho” a no hacerlo. En ese instante, para ella, el tipo se cae como un piano. Ya no hay vuelta atrás.

Para mí, y no solo para mí, Iorio pareció cruzar un límite de no retorno. Con los años, sus intervenciones se volvieron más y más de derecha, se mostró con Biondini y coronó el declive con Villarroel, exponente del discurso milico en esta post-democracia que necesitamos sostener, o de lo contrario, quedará un agujero negro donde antes había un país.

Hacían fila para cancelarlo por facho. Lo creo un desatino, también el incurrir en la cancelación, práctica canalla, amén de otra prueba del triunfo neoliberal. 

Es lo primero porque la cancelación implica la objeción, de un personaje impar, achacándole “un renuncio”, aquello que lo hace humano, demasiado humano. Según este prisma, Nabocov es un misógino y Heidegger un nazi. No importa que uno sea de los mejores escritores de su generación, tanto que le pelea a cualquier norteamericano el podio, y en su propia lengua incluso; y el otro “el” filósofo alemán del Siglo XX. Cancelamos a personajes de excepción, no precisamente en lo que los hace excepcionales, sino en lo que tienen de común y silvestre, en lo poco que podemos parecernos a ellos. Lo dicho, una canallada.

Por otra parte, ¿qué es la cancelación sino la política patrullera del progre, ese ayuda de cámara del neoliberalismo? ¿O no es la cancelación sino una policía de las buenas costumbres mientras el Capital avanza a paso firme? 

Era un desatino cancelar a Iorio –¿lo harán con Celine, Pound y Anzoátegui?– cuando hasta la juventud se volvió de derecha. No alcanzan los patrulleros atrapa-fachos en estas décadas en las que, como afirmó Nicolás Casullo, “decir derecha es decir un estado del mundo hoy”.

Como pocas personas, Iorio tenía muchas caras. Reducirlo a una, muestra del enano fascista que todos/as llevamos dentro, era olvidar las valiosas, que no abundan en la feria. 

Las entrevistas de Casella me recordaron que, en días en que seducíamos a los ingleses enviándoles ositos para que tuvieran a bien devolvernos las Malvinas, los mismos en que vendíamos el país al mejor postor foráneo, Iorio se plantaba nacionalista. Pero a diferencia de la derecha de hoy día que hasta regalaría las Malvinas, y más bien como la derecha de otro tiempo (la de mi abuelo, periodista nacionalista y facho como Ricardo), Iorio siempre tuvo orgullo de ser argentino.

En esas entrevistas, y no antes, descubrí que Iorio era de la rama San Martín–Rosas-Perón y que, además de la cumbia, una degradación de la cultura popular según creía, él rechazaba el folklore-FM. Impugnaba piezas melódicas como las de “La Sole”, Los Nocheros y el Chaqueño Palavecino. Despotricaba contra quienes habían olvidado a sus raíces y a los que defendieron nuestro suelo, de los ranqueles a Artigas y Guemes.

En esas entrevistas, por último, lo advertí divulgador de la cultura. En días en que hemos perdido la memoria a manos del celu, él recitaba poemas completos del repertorio tanguero y de la literatura nacional. Era hombre muy leído, aunque su sabiduría le venía menos de letras recordadas que del trato con el hombre común, de pueblo, del que aprendió a mirar con desdén nuestro culto a la Técnica. Huyendo del mundanal ruido, prefirió vivir en el campo, en “la inmensidad”, como la llamaba, donde murió, pero no del todo. 

 

III.

Como profe, desde hace veinte años invito a escritores y escritoras, a directores y directoras. En Avellaneda, un día invité a un escritor famoso que se autopercibe de izquierda. Dio una muy interesante charla a partir de su segunda novela, que habíamos trabajado en clase. 

Llegó el final de la charla y, presurosos, se acercaron los estudiantes para que le firmara las fotocopias de su novela, único modo de acceder a ella en papel dado el costo de vida (más que de los libros), que siempre es alto para todo estudiante, más en un profesorado del Conurbano. 

La cosa es que el tipo –a diferencia de Leo Oyola el año anterior y Diego Valeriano el siguiente– se negó a firmar, y hasta como el amante de la novela, se jactó esgrimiendo, en su caso, razones a cada cual más disparatada. Los pibes se fueron con la cabeza gacha y a mí me pasó lo que a la “Lady”: se me cayó como un piano el muchacho, nunca más pude leer nada suyo y desde entonces considero que, como obra, no deja más que un puñado de frases largas, el deleite de todo profe de gramática que juega al “encuentre la subordinada de la subordinada de la subordinada” con el alumnado.

Iorio deja otra cosa. Muy distinta. Valiosa.

Ese tipo que nunca traicionó sus convicciones, ese Discépolo de nueva Era que se apenaba por la decadencia de este país, una decadencia moral según creía; ese Larralde gritón que se volvió más y más misántropo; el Facundo Cabral de mi generación que nos inculcaba cómo desprendernos de lo superfluo; deja un legado. 

Sin trecho entre lo dicho y lo hecho, este maestro sin título como su querido Almafuerte, además de temas que llevamos en el corazón, entre otras cosas nos enseñó que: 

– “La pobreza no es no tener dinero, es no superarse”.

 – “Ser uno es ganar”.

– “La mejor forma de ser mejor es conocerse.”

Son días de grandes pérdidas para la cultura argentina. Se fue Gabo Ferro, luego Mario Wainfeld y ayer nomás Mariana Moyano. A ellos, como a Iorio, tampoco los encontrás en la góndola del chino.

 

Zona de enjambres. De la Revuelta chilena a la hegemonía autoritaria // Mauro Salazar J

Dado el parte médico que estamparon nuestras oligarquías sobre la difunta revuelta (“estallido social”) no es posible reconocer los herederos de su herencia espectral. Lejos de las barricadas y el fetichismo de Plaza Dignidad, nuestro mainstream  condena su desborde y falta de articulación. Aunque es fundamental la crítica realista-normativa, al “desvío mesiánico”, siguen intactas abismantes desigualdades que exceden con creces el binomio malestar-anomia acuñado por  el dispositivo modernizador. La liturgia de octubre, so pena de una violencia insondable, resulta urticante porque impugnó intensamente los mitos del realismo y la gobernabilidad transicional (1990-2014). 

En un tiempo marcado por el agotamiento de las teorías críticas, la “guerra de posiciones” en Chile no infundió ningún «sujeto político de la post-revuelta», tampoco se activó algún movimiento que reemplace los silogismos del orden a nombre de un nuevo horizonte libidinal. No irrumpió nada similar  a un PODEMOS u otro tipo de vector o articulación que suscribiera una “política post-hegemónica” (viral, imágenes o multitudes). El movimiento del 19 no fue “necesariamente” antineoliberal, sino que se asemeja más a la imagen de un sujeto “lumpen consumista” hibridado con demandas que abundan en cuerpos pobres. A ello alude Lucy Oporto, desde una lectura algo obstinada  y espiritista, exalta las figuras del mal “lumpenfascita”, a saber, el “gran saqueador” (escorial) sería el responsable del paisaje narco-político. 

Y aunque irrumpieron «marginalidades mediáticas», rebeldías que chocaban como “olas negras”. Nostalgias sobre el nuevo sujeto popular extraviado desde 1973, y devenido en distopía bajo la vanguardia especulativa que cimentó la Dictadura. Las energías “distópicas”, se mezclaron con inmigración, delincuencia, xenofobia, nostalgia por el futuro, e inseguridad por el presente. El colofón fue una abundante epidemiología cristalizada en una cultura del “rechazo existencial”. Y en medio de los flujos de antagonismos, el primer virus posfordista del XXI (Covid-19), fue la forma en que el futuro abstracto existió en un presente enfermo. 

De hecho, sí la revuelta no tuvo rostro, orgánica, ni partido, ello no avala goces, o bien, atributos anti hegemónicos. Y ello al precio de que la (post)hegemonía devela a la hegemonía como una categoría descriptivo-analítica, que ha perdido potencia transformadora en el campo de la articulación. Con todo, aún no damos con el vector o pliegue de una “política post-hegemónica”. Al parecer el recurso del pensamiento crítico (“fuente de libertad”) ha sido liberar la multiplicidad deseante de la axiomática del capital y, evitar equivalencias, traducciones imperfectas, resguardando un  “lugar vacío”, antes de ser «un hegemón» capturado en la máquina institucional -contrariando la concepción deleuziana sobre lo institucional como un campo estriado, protuberante, que cabría disputar. 

Bajo la revuelta chilena, no se dieron las condiciones -ni la inventiva- para gestionar el ansiado nexo entre territorios, cuerpos, subjetividades e instituciones durante el 2019. Tampoco fue mero espontaneísmo el 19 porque octubre tiene complejos eslabones con movilizaciones anteriores (2006/2011) y cultivó una pluralización de antagonismos acumulados. 

En medio de tales contrastes, se alzó el Partido Republicano- y el programa de la “irrebasable despinochetización” coronó nuestro presente en los 50 años de la Unidad Popular. Contra el deseo de transformación, el sujeto de la post-revuelta es la derecha radical – JAK- y su angustiante agenda securitaria capturó las marginalidades mediáticas del 19. 

En tal trama expresiva, no existió mera negatividad, ni claro fervor destituyente, aunque vivimos una huelga general absolutamente inédita. Tampoco sirve de mucho la trampa de los ingresos medios estancados para explicar los sucesos. Ni siquiera la quema de la Torre ENEL puede ser leída como un  hito antineoliberal. Todo este collage fue un orgasmo de espectáculos para el dispositivo matinal y sus rankings de consumo (“mediatización de los despidos”). No podemos obviar a la calle como escenario performativo de los “cuerpos monetarizados”. Hubo hitos aparentemente desaprovechados -calculados- por los partidos de izquierda: el 25 de octubre desembocó en la “Marcha más grande de Chile”, que fue capaz de convocar, solo en Santiago, a más de 1 millón de personas. La movilización histórica reafirmó la magnitud de la movilización y su carácter policlasista apelando a derechos fundamentales que poco tienen que ver con un “Golpe de Estado no tradicional” como suelen decir nuestros administradores cognitivos. Y aunque el dato es abrumador, esa masa de ciudadanos también litigaba desde y contra los enjambres del mercado. Más tarde cayó la Convención (04 de septiembre de 2022) y las revuelta recibía el tiro de gracia. Luego el oscilante electoralismo que nos arrastró a una restauración conservadora ¡todo un oxímoron!

 

¿Qué fue la revuelta? Si hay algo que no ayuda a descifrar sus enigmas, es el populismo mediático -publicitario- que la nombra como “estallido social” -fuego- y mera irrupción de la indiada. Tampoco resulta muy elocuente la holgura de salón que, a nombre de tanto bienestar del milagro chileno (“teóricos de la modernización”), cataloga el proceso como una insurrección por mayor bienestar. Todo se debería -según a tal tesis- a una frustración de expectativas -tesis que aplica a la estética del disenso del  movimiento 2011 y la demografía FA.  La anomia, concitando a Javier Agüero, se devela como una categoría narcotizante, destinado a contener las angustias en el dispositivo de la modernización, a saber, un significante corporativista -anestésico- capaz de bloquear los flujos de metaforicidad en sus apareceres litigantes. En suma, tal término neutralizaba los cuerpos monetarizados del “malaise” en su afán de restaurar el “credencialismo globalizador como índice celebratorio del milagro chileno”. 

 

Ante tal pregunta, cabría sospechar si hoy -más allá de las rebeldías- la potencia de la revuelta (2019) sigue siendo un imaginario sin cuerpo que estaría lejos de representar un “horizonte de sentido”. Y sí, por doloroso que resulte,  debemos admitir subjetividades con afecciones, dadas sus distintas articulaciones con múltiples formas de exclusión material, nomenclaturas de crédito -fragmentación y riesgo- y no así, el sujeto de la lírica destituyente. El dominio neoliberal de la revuelta no ofrecía las condiciones materiales para un “nosotros estratégico”, porque la mayoría fáctica -sin mínimos de convivencia- hacía de la demanda un gesto totalitario contra el capital y sus violencia, como así mismo, negaba toda articulación comunitaria. 

 

En suma, la revuelta neoliberal se identifica globalmente con el Partido Republicano  y la gestión del odio institucional que responde al dogma securitario. Una vez que se esfuman los fetiches de la revuelta (2019), ha irrumpido un conservadurismo mitológico que expresa un orden fáctico donde la Kastización deviene en un proyecto cuasi-hegemónico. 

Tal proceso ha colonizado el sentido común de la chilenidad, a saber, el taxista “con pistolas”, el profesional, el vecino de capa media con rictus marcial, el vendedor minorista, el trabajador despolitizado y la porosidad popular, han suscrito con beatitud al mesianismo conservador. El hito del Partido Republicano, a partir de la escisión de la subjetividad neoliberal, nos alecciona sobre el goce de la “violencia institucionalizada” para legitimar una  “figura monarcal” frente a imaginarios narcotizantes desplegados en la revuelta como irá contra la desigualdad, pero sin ningún deseo de comunidad política. De allí que irrumpa una metabolización sádica, dolorosa y gozosa, ante la masificación del abuso y luego un clamor de orden. Y así, los angustiados, los endeudados, los depresivos, los bipolares, y todos los vulnerables del mercado laboral, luego de la revuelta, buscan placer en una retórica de la limpieza étnica. Quizá una mayoría fáctica echó las bases para una deriva autoritaria que dibujó el sujeto político del nuevo realismo -histérico- en su demanda de orden y participa de diversas formas de enemización. En suma, esa “rabia erotizada” que no se dejó metabolizar colectivamente por los modos expresivos del orden neoliberal, y hace de los otros, un enemigo absoluto que puede ser el terrorista virológico del Covid-19, un desconocido, cualquier anónimo, o bien, el vecino que ha “devenido narco”. 

En suma, será necesario repensar radicalmente los progresismos y sus enigmáticas agendas ante los hechos de violencia, y otras materias asociadas a diseños sobre modernización, subjetividad y campo popular, modelos de ciudadanía, institucionalidad y conflictividad, paradigmas de transformación, formas del intelectual, etc. 

Por fin, a propósito de la «revuelta tanática» del 19, y el frenesí exorcizante de nuestro “laissez faire” oligarquizante, vaya una nimia conjetura. En el próximo plebiscito constitucional, cómo se repartirá los méritos la clase política, y especialmente el «mundo progre» y (FA), si en diciembre (2023) se impone el Apruebo Constitucional patrocinado por las derechas duras. Y qué decir si se impone la opción Rechazo y el corpus constitucional del golpe de Estado sigue intacto en su factualidad jurídica. Todo indica que estamos ante un “neoliberalismo constitucional” que vive asediado por la revuelta, ya no como momento propositivo, sino como aquel “metafórico expansivo” que obra como el acompañante impredecible de la modernización y sus glorias. 

Bajo estos dilemas habrá que asimilar el parpadeo excedentario de la revuelta. Quizá la difunta del 19 no quiere morir, sin antes ser reconocida, como “hija bastarda” de su tiempo distópico. Expulsar tal espectro será la tarea del 17 de Diciembre, para evitar la coincidencia con el número 17. Es decir, volver un día antes del llamado estallido (2019).  

 

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