Anarquía Coronada

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 Geometrías del imperialismo en el siglo XXI // Etienne Balibar

Noviembre 2024

Es un gran honor para mí pronunciar esta tarde la Said Memorial Lecture de 2024 en la American University de El Cairo[1]. También es un honor trufado de peligros, no solo por la calidad de quienes me han precedido, sino también por las dramáticas circunstancias en las que nos encontramos a las cuales me referiré más adelante. El título de mi intervención procede de un ensayo de Giovanni Arrighi, La geometria dell’imperialismo, publicado por primera vez en 1978 (el mismo año en que se publicó Orientalism), libro que hoy es menos conocido que el resto de sus obras y que curiosamente opta por un planteamiento «estructuralista»[2]. En mi opinión se trata de una contribución muy interesante al análisis de las variaciones del imperialismo, sobre todo viniendo de una de las principales figuras de la discusión posmarxista de la configuración global del capitalismo y de sus sucesivas hegemonías históricas. No pretendo repetir lo que Arrighi ha dicho, pero sí intentar articular algunas reflexiones sobre la complejidad del fenómeno «imperialista», sobre el lugar central que este ocupa en cualquier interpretación de la historia moderna y sobre sus transformaciones durante este último periodo. En este contexto situaré la importancia de la contribución de Edward Said respecto a la cual podríamos creer erróneamente que tan solo atañe a una especie de consecuencia de la propia estructura. Por supuesto, tendré que eludir o simplificar muchos de los importantes debates sobre los conceptos y su aplicación, pero ese es el riesgo que asumo para llamar la atención sobre lo que, hoy por hoy, me parece lo más urgente.

Se trata ciertamente de una presentación teórica, la cual no puede disociarse, sin embargo, como espero mostrar, de un compromiso militante con las luchas antiimperialistas, contempladas estas en toda su diversidad y en su unidad problemática. Estas luchas constituyen nuestra única esperanza de convertirnos o de volver a ser los actores de un proceso de emancipación colectiva frente a la violencia y la explotación. Como conclusión de esta exposición, de forma muy rápida y de modo muy abstracto, intentaré esbozar algunas orientaciones para pensar estas luchas antiimperialistas a partir de una representación actualizada de la estructura de dominación a la que nuestro mundo está sometido desde hace más de cinco siglos y que hoy parece conducirlo hacia una catástrofe planetaria. Por abstractas que sean estas orientaciones, sin embargo, y lamento no poder hacerlo mejor en este contexto, mis propuestas no podrán sustraerse a la presión de las circunstancias en las que nos encontramos hoy en este homenaje, que son sencillamente trágicas. Hablando bajo la invocación de Edward Said, ¿cómo no voy a sentirme acechado por las imágenes de limpieza étnica y exterminio, que nos llegan cada día desde Palestina y ahora también desde el Líbano? ¿Y cómo no estar obsesionado por la cuestión de por qué el «mundo», que también es denominado la «comunidad internacional», no quiere o no puede poner fin a esta barbarie?

Pero, sin duda, me rondan por la cabeza otros pensamientos, otros recuerdos ligados a esta región de la que Egipto es el centro. Al embarcarme en mi propio «viaje a Oriente», pienso en lo que esta tiene de verdaderamente especial tanto por su contribución a la civilización, como en lo referido a la violencia de las experiencias que ha vivido. Una región en la que, desde los albores de lo que llamamos «historia», los imperios han luchado por la hegemonía (una de mis tesis será que el imperialismo moderno, con todas sus especificidades, continúa todavía esta larga historia). Una región que, a lo largo de los siglos XIX y XX no ha dejado de ser foco de rivalidades imperialistas, pero también el escenario de heroicos levantamientos, que pretendían invertir el curso de la historia e imaginar un futuro bajo la bandera de la libertad, los cuales han acabado con demasiada frecuencia, no obstante, aplastados por la represión y la superioridad de las fuerzas conservadoras autóctonas y extranjeras. Así que podéis imaginaros fácilmente lo que significa para mí hablar hoy ¡justo al lado de la plaza Tahrir! Y no puedo olvidar los tres genocidios perpetrados en la región durante los últimos años en Darfur, en Siria y en Gaza. ¡No podemos afirmar que discutir aquí de imperialismo sea simplemente una cuestión de ciencia histórica!

El imperialismo y la guerra

Pasemos ahora a mi primer punto. Me concentraré en el vínculo existente entre el imperialismo y la guerra por la siguiente razón. Desde las primeras tentativas, que a principios del siglo XX inauguraron la problemática del imperialismo desde una perspectiva socialista y marxista de la mano de los trabajos de Hobson, Hilferding, Rosa Luxemburg, Kautsky, Lenin, Trotsky y otros estudiosos, esta línea de investigación no se ha detenido. El problema nunca ha dejado de evolucionar, si bien se han verificado «retornos» periódicos a nodos significativos de herejía, como cuando David Harvey, en su análisis del «nuevo imperialismo» basado en la «acumulación por desposesión», que me servirá en parte de inspiración, revive las ideas de Rosa Luxemburg contenidas en su trabajo La acumulación del capital (1913) a propósito de la expropiación violenta del campesinado en las «periferias» coloniales» del capital industrial[3]. Y, sobre todo, constatamos una tensión permanente entre las teorías que ponen en primer plano el fenómeno político del imperialismo, es decir, la acción del Estado caracterizada por sus «marcas de soberanía», como decían Bodin y Hobbes[4], y las teorías, principalmente marxistas, que lo conceptualizan como una «estadio» o «modo» del desarrollo del capitalismo caracterizados por sus antagonismos específicos. Ahora bien, desde un principio esta tensión me parece dictada por la necesidad de dar cuenta de un fenómeno consistente en la emergencia de la guerra en el centro mismo de la economía de una sociedad, cuyo principio de organización y progreso (el «comercio» en su sentido más amplio) se supone que promueve la paz. Fue, utilizando la expresión de Lenin, la «catástrofe inminente» de la Guerra Mundial de 1914 el hecho que cristalizó los debates sobre la relación existente entre el capitalismo y el nacionalismo, la colonización, el militarismo y la guerra[5]. Y fue la convicción de que esta combinación llevaba a la sociedad «burguesa» a un límite absoluto e insostenible, lo que condujo a los teóricos más radicales de la época a plantear la alternativa: imperialismo o revolución, sustentada en la doble convicción de que el imperialismo crea problemas que es imposible resolver y que la revolución precisamente aporta la solución o, al menos, desbloquea la posibilidad de la misma. Volveré sobre este punto, por supuesto, pero por el momento quiero defender la idea de que, para construir una teoría del imperialismo, la guerra no puede ser contemplada como una consecuencia particular del fenómeno estudiado, porque ella constituye el problema fundamental, la cuestión primaria que da origen al concepto. Así pues, debemos retornar a la guerra para evaluar lo que ha cambiado o ha perdurado y en qué medida lo ha hecho en la estructura del imperialismo y en las configuraciones de sus «tendencias». La articulación entre imperialismo y guerra no tiene nada de contingente, pero tampoco puede deducirse de una simple definición.

Cuando examinamos esta articulación no sólo hablamos de «guerras imperialistas» o de «guerras de la era imperialista», sino del vínculo intrínseco entre el imperialismo y la guerra. Sobre este punto plantearé dos hipótesis.

La primera es la siguiente: en su acepción dominante actual (marxista o posmarxista), que no separa el imperialismo del capitalismo concebido como un modo de producción basado en la acumulación de valor monetario, no cabe duda de que el primero ha coincidido con una nueva modalidad de conquista imperial, simbólicamente marcada por la apertura de América a la colonización europea en 1492, que luego se extendería a todo el mundo. Este hecho no supuso, sin embargo, una interrupción en la historia de los imperios y de sus rivalidades, sino que, por el contrario, marcó el comienzo de un período en el que el imperio como forma política adquiere una vitalidad sin precedentes. El imperialismo no constituye una ruptura con la sucesión de imperios, sino que marca un nuevo momento en una historia dotada de una larguísima duración. Ello podría significar simplemente que los imperialismos modernos siguen implicando la conquista y la dominación e incluso que están impulsados por el sueño imperial del poder universal, lo cual fue claramente el caso no sólo del Imperio británico, sino también de los Imperios «republicanos» sea este francés o, sobre todo, estadounidense. Pero podemos ir un paso más allá, porque el imperio como forma política tiene un vínculo institucional con la guerra y con la función política que esta cumple. Expresaré esto acuñando un axioma «romano, que sigue siendo válido en la época moderna: los imperios siempre están haciendo la guerra en sus «fronteras», que desplazan constantemente, para crear espacio para el comercio, la legislación y la cultura, esto es, para la «paz», pero lo contrario también es cierto y así los imperios hacen la paz y desarrollan sus instituciones para poder prepararse y hacer la guerra. La segunda proposición no es menos cierta que la primera e incluso constituye su verdad desde un punto de vista materialista. La guerra es inherente al imperialismo, como lo fue a los imperios. «Ubi solitudinem faciunt, pacem appellant» [Donde hacen un desierto, lo llama paz]: siempre merece la pena releer a Tácito[6].

En cuanto a mi segunda hipótesis, la más importante, intentaré apoyarla con formulaciones tomadas de dos autores, Lenin y Carl Schmitt, que son políticamente irreconciliables, pero que comparten una visión realista de los conflictos entre potencias en el siglo XX. En el corazón del ensayo de Lenin El imperialismo, estadio superior del capitalismo[7] subyace la idea del «reparto del mundo» entre las potencias coloniales, un reparto caracterizado por su inestabilidad intrínseca y, por lo tanto, no conducente a una distribución permanente o «equilibrada» de sus partes entre soberanías equivalentes, sino, por el contrario, a una lucha violenta por los sucesivos repartos. Si hay una idea de Lenin que la historia ha confirmado de modo inapelable es evidentemente ésta, como lo muestra la historia incesante de conflictos, que van de la Conferencia de Berlín (1885), en la que se repartió el África explorada e inexplorada (el «continente negro») entre las potencias coloniales, a la aparición de potencias imperialistas no europeas en América y Asia y a la «Guerra Fría» (la «partición de Yalta»), pasando por las dos guerras mundiales (y, por consiguiente, por el Pacto Germano-Soviético) y finalmente, después de 1989, la construcción de un único «orden liberal» militarizado. Una de las cuestiones decisivas para nuestra investigación es saber si tal idea es aplicable y de qué manera a nuestra situación actual y a sus tendencias de evolución y si lo es, en particular, para dilucidar el significado del concepto de «multilateralismo». Es evidente, sin embargo, que esta discusión presupone una considerable ampliación de la caracterización leninista, que se basa en la función decisiva de los territorios y las fronteras territoriales, tal y como pueden observarse en un mapa del mundo. Ahora bien, los imperios que nos ocupan aquí basan su poder en la inversión y la rentabilidad del capital. Los territorios que les importan no son entidades puramente espaciales; son espacios abiertos por la fuerza a la apropiación de recursos monopolizables: recursos energéticos (carbón, petróleo, uranio, etcétera), recursos minerales, oceánicos y agrícolas (cuya explotación va a trastornar radicalmente el medioambiente), recursos humanos (poblaciones susceptibles de ser reducidas a la esclavitud, deslocalizadas, puestas a trabajar, reclutadas en el ejército, etcétera). Pero pronto se revela que gran parte de estos recursos pueden controlarse y extraerse sin recurrir a la dominación directa (o «soberanía» ejercida sobre el territorio) a condición, claro está, de que se disponga de los medios (monetarios y militares) para proporcionar un exceso de potencia irresistible. Este ha sido, como sabemos, el secreto del imperialismo estadounidense, que ha conferido al reparto del mundo un carácter más abstracto, ocultado en los mapas si no sobre el terreno, mediante el control de los territorios no como colonias (con algunas excepciones), sino como mercados, de modo que resulte factible construir un imperio mundial, cuya extensión no tendría más límite que el definido por la capacidad de Estados Unidos de reprimir las insurrecciones e invertir capital en cualquier parte del mundo. Esta modalidad ha sido ahora «sustituida» a su vez, sin embargo, por una forma completamente diferente de reparto del mundo y de lucha por su reparto ulterior, que no concierne a los espacios terrestres, sino a los «virtuales» (o inmateriales, cuyo conjunto forma el metaverso), distribuidos (y redistribuidos o disputados) entre los imperios de la comunicación[8]. Este reparto crea sus propios «territorios», que son objeto de apropiación, siendo sus «amos» no tanto los Estados como las multinacionales caracterizadas por sus «redes» de distribución y recopilación de datos, que controlan las actividades de los Estados en lugar de ser controladas por ellos. ¿Adquirirá esta revolucionaria forma de «territorialidad» la autonomía suficiente para relegar a un segundo plano la lucha por la hegemonía, que hoy parece destinada a estructurar «geopolíticamente» el orden mundial entre los imperios industriales, que desarrollan diferentes modelos de «capitalismo» a la vez rivales y complementarios, como sucede con China y Estados Unidos? ¿Y qué tipos de conflictos se derivarán de ello? Tales son evidentemente las cuestiones de las que depende nuestro futuro.

Llegados a este punto, conviene efectuar un rodeo por la obra de Carl Schmitt. Existe una convergencia innegable entre el «reparto del mundo» leninista y la idea de Schmitt de Landnahme («apropiación» de la tierra) desarrollada en su libro Der Nomos der Erde im Völkerrecht des Ius Publicum Europaeum (1950) en el que la historia de la constitución de los Estados-nación de Europa, verificada tras el fin de las guerras de religión en el siglo XVII, que condujo al «orden westfaliano», se correlaciona con el hecho de que estas mismas naciones se hayan encontrado en permanente estado de guerra para expandir sus imperios y despojarse recíprocamente de sus colonias[9]. Obviamente, Lenin y Schmitt no «concluyen» de la misma manera su análisis del nomos: para Lenin, la revolución es la inmediata e ineludible consecuencia de la crisis del imperialismo, mientras que para Schmitt (contrarrevolucionario declarado) lo que resulta de ello es una nueva geometría del imperialismo, caracterizada por la constitución de Grossräume [grandes espacios], esto es, «grandes espacios geopolíticos», que constituyen una nueva variedad de imperios regionales, cuya resonancia con ciertas cuestiones contemporáneas, como la «multipolaridad» y el «conflicto de civilizaciones», no deja de resultar inquietante[10]. Pero lo que me parece más esclarecedor de sus análisis es la idea de que repartirse el mundo no consiste tan solo en la (re)distribución de la tierra, los recursos y las poblaciones, sino también en la distribución de las formas de guerra (y más generalmente de las modalidades de la violencia) entre las regiones del planeta[11]. Esta distribución opera simultáneamente a dos niveles: es una distribución entre los Estados imperialistas y es una distribución entre la región donde viven los «amos» (o «pueblos amos») y la región donde viven los «súbditos» (o los futuros súbditos, ya marcados para la conquista), lo cual posteriormente se denominará el «centro» y la «periferia». La violencia que se ejerce en el centro, donde está en juego la potencia soberana (Herrschaft), y la que se ejerce en la periferia para establecer y reafirmar allí permanentemente la dominación de los amos sobre los bárbaros a los que los primeros entienden que tienen la tarea de subyugar, educar y hacer trabajar, son cualitativa y cuantitativamente diferentes: la segunda debe ser permanente, atroz y ella misma bárbara, mientras que la primera es intermitente, esto es, separada por tratados de paz, y pretende seguir siendo civilizada en tanto que ejercida en virtud de las «leyes de la guerra». La primera se «retiene» (Hegung des Krieges, acotamiento de la guerra), mientras que la segunda carece de toda restricción. La estabilidad e incluso la verosimilitud de esta distribución distan mucho de estar garantizadas, como atestiguan las atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mundial o, en el momento presente, lo que está sucediendo en Ucrania, pero percibo la posibilidad de utilizar ese planteamiento a la inversa: plantearía de modo postschmittiano, que es al mismo tiempo antischmittiano, que la distribución desigual de las formas heterogéneas de violencia constituye, como tal, uno de los mecanismos que trazan las fronteras que separan «dos mundos» en un «solo mundo» y, por consiguiente, dos «humanidades» o dos «razas» en el seno de la misma «especie humana». Ahora bien, esta es precisamente la figura del imperialismo en tanto que forma social y antropológica en la época moderna. Esta figura ha sido distorsionada y desplazada de diversas formas y sin duda lo seguirá siendo a costa de terribles sufrimientos y de enormes devastaciones medioambientales, pero su principio se ha mantenido. Lo estamos viendo ahora mismo en Gaza.

Concluyamos este razonamiento y volvamos a las angustiosas cuestiones del presente. En un mundo más dividido que nunca en Estados, naciones y regímenes en competencia, pero que también parece haber alcanzado un grado de interdependencia sin precedentes entre sus «partes» constituyentes, y que está siendo obligado por acontecimientos tan diversos como una pandemia, una crisis financiera mundial y, sobre todo, la catástrofe medioambiental actual a tomar conciencia de ciertos intereses vitales comunes a toda la humanidad y, por lo tanto, a hacer prevalecer su unidad sobre sus divisiones, ¿en qué reconocemos todavía la persistencia de las señas de identidad del imperio? ¿Y cómo definimos el régimen mundializado de las guerras libradas en la tierra y en el aire, pero también en el espacio «virtual» de la infoesfera en nombre de valores incompatibles en el seno mismo de este mundo «unificado»?[12]. A la primera pregunta, responderé hipotéticamente: son los imperios en decadencia los más violentos (o los más crueles en su forma de hacer la guerra), porque se sienten acorralados tanto por la erosión de sus privilegios como por la ruina de su pretensión de «grandeza» (o de elección)[13]. Rusia y Estados Unidos ilustran hoy esta tesis, aunque a diferentes niveles de imperialidad[14]: para la primera, es necesario «reconstituir la unidad del Russkyi Mir», que la URSS había preservado y que su hundimiento disolvió, para el segundo es preciso «Make America Great Again». A la segunda pregunta, mi respuesta sería que hemos alcanzado un estado de exterminación generalizada. Tomo prestado este término del famoso ensayo del historiador Edward P. Thompson, que fue uno de los impulsores del movimiento por la paz y el desarme nuclear en Europa, «Notes on Exterminism, the Last Stage of Civilization» (1980)[15], cuyo título parodiaba intencionadamente a Lenin. Escrito en plena «carrera de armamentos» durante la Guerra Fría, el texto insistía en la idea de que el riesgo de aniquilación del planeta no derivaba únicamente de las políticas e ideologías imperiales de las dos «superpotencias», sino también de la escala de las industrias armamentísticas y de su lugar central en la economía. Esto es tan cierto hoy como lo ha sido siempre, pero creo que podemos empujar el concepto de exterminación para describir la normalización de este estado de excepción, que es la guerra en el mundo actual: incluyo en ella no únicamente las guerras oficialmente definidas, como acontece con las «guerras libradas entre Estados», ilustradas con la guerra en Ucrania, en realidad más contemplada desde el lado ucraniano que del ruso, sino también las guerras civiles» e incluso las «guerras privadas», si pensamos en la porosidad de la separación entre guerra y crimen en ciertas partes del mundo, así como el «terrorismo» y el «contraterrorismo» ejercido por los Estados contra sus enemigos interiores y exteriores. Todas estas formas tienen, por supuesto, sus propias historias y sus causas específicas, pero tomadas en su conjunto y con la producción y difusión de armamento como telón de fondo conforman una distribución globalizada de la violencia armada, que incluye la totalidad de los grados de violencia y que no excluye ninguna sociedad ni ninguna región del mundo, definiendo un continuum entre dos extremos: por un lado, los genocidios perpetrados contra poblaciones enteras por masas «racistas» «no organizadas» o, sobre todo, por Estados y ejércitos altamente organizados (como Israel); por otro, en el otro extremo, el exterminio potencial como parte de una guerra nuclear declarada o como resultado de una «escalada» incontrolada. La exterminación no es el último, sino el más reciente y «bajo» estadio del imperialismo, cuya violencia multilateral nos impide imaginar verdaderamente el advenimiento de otro mundo. No hay nada de regocijante en ello.

Imperialismo y capitalismo «absoluto»

Probablemente me he extendido mucho sobre este primer punto, porque me parecía de especial actualidad. Paso ahora al segundo, que se refiere a la idea del imperialismo como «estadio» o «período» en la historia del capitalismo y, en consecuencia, a la cuestión de saber en qué forma de capitalismo vivimos hoy. El adjetivo ruso que figura en el título de Lenin (vyschaia) se traduce comúnmente como «supremo» o «superior», pero normalmente se interpreta como un estadio «último» o «final», en el sentido de más reciente. Ello muestra claramente que la idea de Lenin contiene una ambigüedad, inmediatamente ligada a la convicción de que el imperialismo («época de guerras y revoluciones») corresponde a la catástrofe final en el desarrollo del capitalismo como formación socioeconómica: se abre así un momento apocalíptico en el que la humanidad se enfrenta a la alternativa de la autodestrucción o la reconstrucción sobre bases radicalmente distintas (la frase de Rosa Luxemburg: «socialismo o barbarie»)[16]. Hay que reconocer que se ha vuelto muy difícil mantener esta visión escatológica del sentido de la historia, incluso y sobre todo si ella debe constituir el «horizonte de expectativa» (Erwartungshorizont) dentro del cual piensan los revolucionarios para quienes considerar el capitalismo como la forma insuperable de la existencia humana es una idea insoportable. Ello no significa, sin embargo, que la idea de asociar la reflexión sobre el imperialismo con el análisis de los sucesivos estadios o formaciones de la historia del capitalismo carezca de validez. Pero desde este punto de vista, diré muy rápidamente que se han verificado dos rectificaciones respecto a la problemática leninista, que debemos tener en cuenta y que miran en direcciones temporales opuestas.

La primera es la que proponen los teóricos del «sistema-mundo capitalista»[17]: estos autores rectifican la idea de que los rasgos esenciales (o las tendencias históricas) del capitalismo sean totalmente perceptibles a partir del análisis de las formas «avanzadas», que adopta en el «centro» de la economía-mundo capitalista[18], porque lo decisivo para su evolución es la relación de dependencia entre el centro y la periferia en la que prevalecen modos de producción distintos del trabajo asalariado, que no son menos «capitalistas», sino que reposan en otras modalidades de explotación de la fuerza de trabajo. Esta dependencia es mutua, pero no simétrica. Ha existido siempre como correlato del capitalismo, lo cual significa que el imperialismo del capital es originario y no un estadio tardío (y menos aún «último») de la historia del capitalismo. Nunca ha habido una forma de capitalismo que no fuera imperialista, aunque sus formas se hayan transformado constantemente. El imperialismo no es, pues, una noción escatológica.

Es un concepto variacional (o diferencial)

De ahí la importancia de la otra rectificación, que mira en la dirección opuesta y cuyos autores reivindican más o menos explícitamente una inspiración gramsciana[19]. Se trata de la idea de que las nuevas fases o épocas de la historia del capitalismo, caracterizadas por una nueva configuración de las clases y de la lucha de clases, se hallan separadas por momentos de incertidumbre histórica (más que de «transición») en los que las contradicciones no se resuelven sin revoluciones, que afectan a la totalidad del entramado institucional de la sociedad[20]. Esta idea, que podría parecer banal, se torna problemática, pero también, me parece, esclarecedora, si admitimos que la revolución puede orientarse en direcciones opuestas. El propio Gramsci esbozó esta idea (¡difícil para un comunista!) mediante la paradójica categoría de «revolución pasiva» (tomada prestada de un historiador italiano de principios del siglo XIX), de la cual se sirve para describir las transformaciones industriales, sociales y culturales del «fordismo» estadounidense y que podemos extender fácilmente a los compromisos de clase, que en Estados Unidos bajo la denominación de New Deal y en Europa bajo la de «socialdemocracia» han reformado el capitalismo con el apoyo de una fracción importante de la clase obrera organizada[21]. Las políticas neoliberales, que empezaron a tomar forma durante los últimos años de la Guerra Fría y se convirtieron en dominantes a escala mundial tras el derrumbe de los regímenes comunistas (con la excepción de China, punto decisivo), nos permiten dar un paso más hacia esta idea: esta transformación del sistema capitalista imperialista de finales del siglo XX, que ahora domina la totalidad de nuestras vidas, ha sido efectivamente una contrarrevolución. Pero hay que admitir que las contrarrevoluciones también son revoluciones, salvo, y ello no es baladí, que su objetivo es restaurar una estructura jerárquica de la sociedad y no «ponerla patas arriba»[22].

A continuación, introduciré, pues, la categoría que yo (y otros) venimos utilizando desde hace algún tiempo para definir el capitalismo en el que vivimos: la de capitalismo absoluto[23]. Sé que puede suscitar ambigüedades, pero creo que vale la pena correr el riesgo para poner de relieve lo que está en juego. Utilizo el adjetivo «absoluto» tanto por analogía con la «monarquía absoluta» (para designar una forma de capitalismo que reina suprema o que al menos ha reducido a la defensiva a sus antagonistas clásicos), como en un sentido dialéctico, cuasi hegeliano, por oposición a lo que Immanuel Wallerstein denominó «capitalismo histórico»: el que correspondía a las formas sucesivas de polarización del mundo entre «centro» y «periferia». El capitalismo absoluto «recalibra» el capitalismo histórico. ¿Por qué, podríamos preguntarnos, no nos contentamos con la categoría de neoliberalismo? Porque, en mi opinión, tal categoría tan solo corresponde a una parte de los rasgos que caracterizan al nuevo capitalismo al tiempo que sugiere que para interpretarlos debemos remontarnos al conflicto inmemorial entre políticas económicas, que dan primacía bien a la regulación estatal y a las empresas publicas o bien a las operaciones de «libre competencia» y a las fuerzas del mercado[24]. Lo que queda en la sombra, por lo tanto, es el modo en que las formas anteriores del antagonismo de clase y del conflicto social han sido «superadas» o eliminadas. Creo, por el contrario, que debemos analizar el capitalismo absoluto que impera en la actualidad como intrínsecamente postsocialista y poscolonial.

Es postsocialista, porque ha logrado utilizar las instituciones y los poderes del Estado, que han sido fortalecidos durante el «momento socialista» de la economía-mundo (1917-1968), al tiempo que emprendía el desmantelamiento o la disolución del sistema de derechos sociales incorporado por los Estados en el siglo XX, de forma diferente en función de los diversos regímenes, en su constitución material de «ciudadanía». Es preciso poner de relieve la importancia especial que reviste aquí el estudio de las transformaciones «postsocialistas» verificadas en la China comunista, que se perfila cada vez más como el Estado dirigente de la evolución mundial. China es a la vez típica y excepcional en su forma de «superar» el socialismo en pos de un nuevo capitalismo. Habiendo sido más intensamente socialista, el país encabeza la construcción del nuevo capitalismo[25]. Pero el capitalismo absoluto es también poscolonial, porque la tendencia a la mercantilización total de la existencia y la deslocalización de los procesos de producción (la formación de «cadenas de valor» globales) que lo caracteriza, únicamente ha podido alcanzarse derribando las barreras de los imperios y abriendo las economías periféricas a los flujos de mercancías y capitales (además de poblaciones), que ha propiciado la descolonización formal ligada a las «independencias»[26].

Para precisar las cosas, llamemos la atención sobre algunos rasgos llamativos, tanto cuantitativos como cualitativos. En la economía globalizada actual, la polarización de las condiciones sociales ha podido ser redistribuida, pero en modo alguno se ha atenuado: al contrario, ha alcanzado cotas sin precedentes al hilo de la extensión de la pobreza y de la inseguridad masivas, por un lado, y de la concentración de la riqueza y el poder en manos de una pequeña minoría de financieros y rentistas, por otro[27]. Pero su distribución geográfica y nacional está cambiando muy rápidamente. Las fronteras que dividían el mundo del «capitalismo histórico» se han redibujado e incrementado exponencialmente. No cabe duda de que la privación extrema sigue concentrándose en el «Sur», fundamentalmente en África y el sudeste asiático[28], pero también es en el «Sur» donde surgen los ejemplares más agresivos del nuevo capitalismo financiero e industrial. De ahí el carácter problemático de la idea de una estrategia «antiimperialista», que reuniría a los países y las masas del «Sur global» y que representaría sus intereses comunes. A la inversa, sin embargo, los procesos de precarización y reproletarización se acentúan en el «Norte», donde los trabajadores están cada vez menos protegidos por las instituciones del «Estado social»[29] y se benefician cada vez menos de los privilegios del imperio, lo cual, como sabemos, no deja de provocar violentas reacciones sociales, denominadas «populistas», que no son en absoluto progresistas. Así pues, hay un «Norte» en el «Sur» y un «Sur» en el «Norte», lo cual interpreto diciendo que la división de la humanidad en condiciones desiguales, característica del capitalismo y estrechamente ligada a la estructura del imperialismo, sigue presente, pero que su topografía o, si se quiere, su «geometría», ha sufrido una revolución. No se trata únicamente de redistribución de magnitudes económicas y demográficas, sino de un nuevo reparto del mundo. Volveré sobre esto.

Terminaré lo referido a este punto abordando otro aspecto de esta geometría, que nos lleva a definir la contradicción principal (como decíamos en el viejo código marxista) de este «nuevo imperialismo» (David Harvey). Significativamente, nos retrotrae del presente a los inicios de la historia del imperialismo. El capitalismo absoluto, dominado por las políticas monetarias neoliberales y las estrategias de beneficios a corto plazo en los mercados financieros, otorga un papel central a la gestión y explotación del endeudamiento, el cual se convierte en su principal instrumento de dominación sobre los individuos, las empresas y los Estados[30]. Pero los países y las sociedades situados en los dos extremos de la relación de interdependencia financiera reaccionan de forma opuesta: una deuda enorme (pública y privada) no tiene el mismo significado para una economía dominada, como la de Argentina, que se encuentra bajo la amenaza constante de quiebra y sujeta a los planes de recuperación y a las reformas estructurales impuestas por el FMI, que para Estados Unidos, que se endeuda en su propia moneda, la cual ha conseguido convertir en la moneda de reserva mundial, disfrutando por ello de facilidades endeudamiento prácticamente ilimitadas. En cuanto a los demás países (incluidos los de la Unión Europea) navegan en diversos grados entre estos dos polos, lidiando con la «sostenibilidad» de su deuda[31].

Pero, ¿cuál es, pues, la solución que ofrece el imperialismo contemporáneo a los países muy endeudados para que puedan sobrevivir y seguir contribuyendo a la acumulación» a escala mundial (Samir Amin)? La respuesta no puede ser sencilla (y, como podéis imaginar, no tengo ninguna pretensión de pericia en este ámbito), pero me resulta difícil ignorar o minimizar el siguiente aspecto: estos países están siendo empujados a volver a lo que siempre ha sido la «especialidad» de la periferia desde la época de la revolución industrial y el desarrollo de las tecnologías del «CO2», es decir, de volver a la economía extractiva característica de la minería, la agricultura extensiva, la pesca industrial, la sobreexplotación forestal y la exportación de materias primas situadas en el extremo inferior de la cadena de valor. Esta economía no se basa en la «destrucción creativa» schumpeteriana (la innovación tecnológica que desplaza por obsoletos los procedimientos existentes y maximiza lo que Marx denominaba el «plusvalor» relativo), sino sobre la producción destructiva de sus propios recursos y medios[32].

Esto me conduce a la idea de que la contradicción fundamental del imperialismo contemporáneo, en tanto que coincide con el desarrollo del capitalismo absoluto, no es identificable ni como una «pura» contradicción social (como ilustra el aumento de las desigualdades globales), ni como una «pura» contradicción ecológica (de la cual el extractivismo es un factor esencial, tanto por su contribución directa al cambio climático como por su vinculación con las nuevas tecnologías ultracontaminantes y altamente consumidoras de energía), sino como una combinación antagónica de ambas[33]. En un sorprendente pasaje del Manifiesto comunista, Marx y Engels explican que el capitalismo alcanzaría su límite absoluto como modo de producción, cuando al empujar a la clase obrera a un régimen de explotación que le obliga a vivir por debajo del mínimo de subsistencia, comienza a destruir así la principal condición de su propia reproducción, a saber, el trabajo vivo. Pero enseguida a Marx y Engels les vino a la mente una solución: la «expropiación de los expropiadores» o, dicho de otro modo, la reapropiación por los trabajadores y trabajadoras de sus medios de producción y de existencia. Es muy tentador ver en las tendencias del capitalismo absoluto actual una forma aún más radical de autodestrucción, ya que no se trata solo de vidas humanas, sino de las condiciones biológicas y ecológicas sin las cuales simplemente es imposible que exista la vida humana y no humana en el planeta. Con el triunfo del capitalismo absoluto se volatiliza el propio suelo sobre el que este operaba ya sea en términos del territorio, del medio o del imperio. Y ciertamente cada vez somos más numerosos quienes ponderamos la gravedad de esta amenaza y la urgencia de hacerle frente con todos los medios posibles, pero la articulación de esta conciencia con nuevos movimientos políticos capaces de combatir la desigualdad del mundo es prácticamente impensable, al menos mientras los Estados y las propias sociedades sigan rigiéndose por la regla del máximo beneficio y no por la regla de la preservación de la vida. E igualmente mientras no tome forma un programa creíble, que combine el objetivo del decrecimiento racional con el objetivo de la eliminación de la pobreza. Un programa semejante podría llamarse socialismo posimperialista, pero ni su lenguaje ni las fuerzas capaces de imponerlo parecen existir por el momento. Desafortunadamente, no es cierto que «la humanidad únicamente se plantea los problemas que puede resolver» (Marx). Ya veis que esta segunda parte de mi exposición no concluye de modo más optimista que la primera.

Cultura e imperialismo

Llego, pues, al tercer punto que he anunciado: la intersección de las cuestiones de la cultura y el imperialismo, que abordaré tratando de evaluar la pertinencia actual de los análisis de Edward Said, los cuales no es necesario resumirlos en detalle, porque son bien conocidos y se encuentran entre nuestros principales recursos intelectuales. Pero quiero mostrar por qué, en mi opinión, la cuestión del imperialismo no puede problematizarse plenamente sin el tipo de «crítica cultural» que él practicó e inspiró. Said nunca dejó de defender la idea de que la literatura, las artes, la filosofía y la historia son discursos «en situación», que no pueden aislarse de las tendencias políticas y sociales, que en una sociedad determinada y durante un largo período de tiempo, trufado de las revoluciones, fortalecen una determinada «hegemonía». Said no ha cedido jamás, sin embargo, ni siquiera un ápice, al reduccionismo sociológico: su pensamiento es la antítesis de la idea de que la cultura constituye una expresión o una superestructura del sistema de dominación existente. La cultura no deriva de él. Y en consecuencia siempre nos faltará algo en nuestra comprensión de lo que es el imperialismo, si pensamos que podemos prescindir las cuestiones que Said ha planteado.

Permítanme expresarlo de la manera siguiente: la cultura, tal como la analiza Said, no es la expresión ni el instrumento de una dominación (las dos variantes clásicas de la idea «marxista» de superestructura), sino que funciona como una mediación política de la historia, que se construye y que produce sus efectos en el elemento del discurso. Pero hay que ir un paso más allá: tal mediación no presupone sujetos ya dados, dotados de una identidad fija, a los que proporcionaría medios de expresión. Por el contrario, la cultura los constituye «performativamente» a través de sus operaciones de enunciación y recepción. Por ello la cultura no puede separarse del conflicto: siempre encierra la posibilidad de un «contradiscurso», que, en situaciones neurálgicas, penetra y subvierte desde el interior su significado y sus efectos. Hablar, escribir, leer e interpretar nunca pueden permanecer bajo el control de sus autores, porque hay «dos lados», («there is two sides», como escribe en Culture and Imperialism), e incluso dos voces dentro de un mismo texto. De ahí sus sorprendentes comentarios sobre la ferocidad de la violencia colonial presente En el corazón de las tinieblas de Conrad o sobre el modo en que Kipling «traiciona» en Kim la irreductibilidad de la vida india a la objetivación que la administración inglesa intenta imponerle. Dentro de un momento vamos a descubrir la contrapartida de esta dialéctica en los discursos antiimperialistas. La pregunta que debemos plantearnos es, pues, la siguiente: ¿cómo la mediación conflictiva representada por la cultura es capaz de orientar y modificar la trayectoria del imperialismo, no únicamente en el plano de las representaciones, sino también en el de las instituciones que estructuran la esfera pública (prensa, edición, educación) y que configuran el poder intelectual como una relación desigual e inestable al mismo tiempo?

Estas consideraciones exigen, sin embargo, una corrección. Said no se propuso construir un cuadro de lo invariante que constituiría la ideología del imperio en tanto que sistema de representaciones, que proyectan la alteridad de lo oriental, potencialmente sujeto a la dominación del Occidente «europeo», figura que habría permanecido constante a lo largo de la historia de la colonización y, por lo tanto, habría sido objeto de esencialización. Es cierto que Said ha podido ser leído de esta forma tanto para posibilitar una argumentación anticolonialista militante, como, de modo perverso, para «volver» contra Occidente su imagen del Otro y reivindicarla como arma de liberación. Por ello Said sintió la necesidad de corregir su discurso sin por ello renegar de él[34]. El examen de la trayectoria completa y de las inflexiones que este sufre, de Orientalism (1978) a Covering Islam: How the Media and the Experts Determine How We See the Rest of the World  (1981) y Reflections on Exile: And Other Literary and Cultural Essays (2000), pasando por Culture and Imperialism (1993), deja claro que su propósito es, en realidad, analizar el cambio registrado en la relación existente entre imperialismo y producción cultural, así como su utilización entre el período de su fundación (digamos, el período de la Expedición de Egipto, cuando cristalizaron los temas del orientalismo bajo la mirada de la «ciencia» europea) y la época actual en la que se despliegan los trabajos de los «expertos» estadounidenses, quienes, desde antes de los atentados de 2001 contra el World Trade Center, han estado fabricando la imagen del musulmán como enemigo congénito de la modernidad, la moral y la paz. El vasto espacio intermedio es, por supuesto, el análisis del discurso imperial británico en sus dimensiones pedagógicas, estéticas y estratégicas. Si consideramos la trayectoria desde su punto de llegada, lo que llama la atención es la degradación progresiva del discurso del orientalismo, que pierde los «contrapuntos» o la superposición de «voces» que lo habían dotado de complejidad, así como la estabilidad de los estereotipos antropológicos, que tienen por efecto articular la desvalorización del Otro con la administración de un mundo basado en la oposición de amos y esclavos. Pero esto nos obliga naturalmente a plantear la cuestión de la continuación de esta historia: ¿cómo es que el discurso imperial inscrito en nuestra cultura sigue teniendo una especie de vida fantasmal, cuando los imperios ya no se construyen, ni siquiera se expanden, sino que están en declive, conociendo una fase de decadencia que está en vías de dar paso a otro tipo de distribución de las poblaciones, que ya no se rige por la soberanía territorial, sino por la «pseudosoberanía» del global financial market?[35]. Antes de proponer una respuesta, debo efectuar un pequeño rodeo.

En primer lugar, abundando de hecho en lo que decía previamente sobre la crueldad de los imperios declinantes, y aquí me inspiro especialmente en el ensayo de Said «Zionism from the standpoint of its victims», el discurso de deshumanización del Otro se hace tanto más necesario, porque no se trata de explotarlo o de dominarlo, sino de hacerlo desaparecer[36]. Ello se debe tanto a razones de justificación y de imagen propia como a fines propagandísticos ante el mundo circundante. El discurso del sionismo y sus aliados occidentales a propósito del pueblo palestino ofrece al respecto hoy una trágica ilustración de ello, como lo fue el discurso de los politólogos estadounidenses sobre los árabes y musulmanes tras la Revolución Iraní y la Primera Guerra del Golfo. Tal discurso de eliminación no es idéntico, sin embargo, al propuesto por el orientalismo erudito durante el periodo hegemónico de los imperios coloniales.

Porque, y esta es mi segunda observación, si la «alta cultura» del periodo imperialista no es menos racista que la cultura «popular» (o mejor populista), su procedimiento característico no es excluir al Otro de la especie humana, sino, en realidad, inscribir tesis jerárquicas o diferencialistas en una construcción de lo universal[37]como sucede, por ejemplo, respecto a la capacidad desigual de los pueblos para educarse a sí mismos o para «liberarse» de la religión a fin de acceder a una concepción del mundo basada en la ciencia, el derecho y el humanismo moral. El punto de honor y la coronación de los esfuerzos de la cultura imperialista en su forma intelectual consiste siempre en manejar una unidad de contrarios: justificar paradójicamente la discriminación racial y las jerarquizaciones raciales en el seno de una antropología que se articula, como ocurre en Kant, con la gran narrativa del progreso y de la igualdad, únicamente para conferirle «dialécticamente» a su vez el beneficio de la antítesis y de la negatividad. Podemos observar entonces cómo esta contradicción (este «contrapunto») abre la posibilidad a una afirmación de lo universal contra sus usos hegemónicos desde el punto de vista de los «subalternos», que están más o menos desarmados (no para siempre) en el ámbito del poder militar y económico, pero que son susceptibles de aparecer como los verdaderos portadores de lo universal. Porque los subalternos enuncian la verdad ante la cara del poder[38]. El ejemplo más brillante en la modernidad histórica es la Revolución Haitiana, leída a través de Aimé Césaire y C. L. R. James. Esta dialéctica está en el corazón de todos los movimientos revolucionarios antiimperialistas del siglo XX, como demuestran en particular, en lo referido a África, las obras de Du Bois y de Fanon. Ambos grandes escritores.

Y esto me lleva a mi comentario final. Los críticos de Said que atacan su intelectualismo, o lamentan el privilegio que concede en sus análisis a la literatura, a la filología, a la ciencia y a la retórica en detrimento de la «cultura popular», nunca me han convencido[39]. Creo que tenía razón al subrayar el poder del «texto» y los efectos de la textualidad a lo largo de lo que podemos denominar la época imperial burguesa, a la cual pertenecen todos los escritores que analiza, de Flaubert a Camus y de Melville a Salman Rushdie. Ahora bien, la literatura se ha convertido a través de la escolarización en el motor de la cultura burguesa, de la cual Said demuestra el carácter absolutamente imperial. Pero el «privilegio literario» así descrito se torna aún más significativo, cuando pasamos al discurso contrahegemónico, al discurso de los líderes y teóricos de la revuelta contra el imperialismo, que prolongan los intelectuales poscoloniales, porque todos ellos trabajan con los medios de la escritura las tensiones características de su posición, esto es, las tensiones existentes entre el nacionalismo y el cosmopolitismo, entre la defensa de las identidades y la defensa de la universalidad, y lo hacen intentado sobrepasar el imperialismo existente sin engendrar, sin embargo, un nuevo imperialismo. Said, gran admirador de Goethe y de su idea de la Weltliteratur, era muy consciente de estas tensiones. Por eso abogó por un discurso poscolonial, que continúa la literatura al tiempo que invierte sus efectos políticos, lo cual era coherente con su «laicismo». La literatura es una actividad intrínsecamente laica, incluso cuando encuentra su inspiración en los textos sagrados y las tradiciones religiosas.

¿Dónde nos encontramos hoy desde este punto de vista? Digámoslo sin rodeos: ya no hay una burguesía culturalmente hegemónica, sobre todo a escala mundial, que es la que cuenta. Ahí el poder lo monopolizan los multimillonarios multinacionales y sus ejecutores políticos o comerciales: hablan globish y no les interesa la literatura, sustituida por los videojuegos y el consumo conspicuo. Así pues, son totalmente inmunes a los efectos del contradiscurso. Esto no quiere decir que la literatura no pueda reinventarse en el seno de otras prácticas de escritura, de música o de performance inspiradas en la creolité, en la cultura pop o en el rap. Pero tres fuerzas gigantescas trabajan de antemano para neutralizar sus efectos, al tiempo que devoran el espacio público y destruyen el texto: el fundamentalismo religioso bajo sus diversas banderas (evangelismo cristiano, islamismo fundamentalista, hinduismo nacionalista, e incluso el «laicismo» a la francesa en su instrumentalización islamófoba); la mercantilización de la cultura, que va mucho más allá de su comercialización y transforma los objetos culturales en productos precalibrados para el consumo de masas; la revolución informática, que «globaliza» la producción de textos, pero de modo inverso a la Weltliteratur, porque sustituye la aventura de la traducción por la transposición automática y la generación de mensajes por la inteligencia artificial[40]. De estos tres asaltos, el segundo es más destructivo que el primero y el tercero lo es aún más que el segundo. Pero los tres van de la mano bajo el control de las multinacionales.

La agencia revolucionaria en el siglo XXI[41]

Por tercera vez, pues, concluyo con un diagnóstico aterradoramente negativo de las tendencias contemporáneas del imperialismo. La guerra interminable globalizada nos está llevando a la exterminación, el capitalismo absoluto nos aprisiona en una espiral de finanzas desreguladas y destrucción del medioambiente, la «poscultura» ha neutralizado la antítesis dinámica de las «dos caras» de la literatura bajo el efecto combinado de los tres fundamentalismos religioso, mercantil y tecnológico. Tres desastres, cuya reversión en «apertura» mesiánica (Wo Gefahr ist, da wächst das Rettende auch, escribe el poeta)[42] no puede imaginarse. ¿Cuáles son, entonces, nuestras posibilidades de resistir y construir un futuro diferente? No lo sé. Pero tenemos que apostar, porque «estamos a bordo». Me gustaría proponer algunas sencillas orientaciones de reflexión.

En el nivel más general, creo que siempre debe existir una reciprocidad de perspectivas entre las luchas de liberación dirigidas contra potencias imperialistas específicas (es decir, los «imperios», o sus subcontratistas) en las que participan los pueblos o comunidades que estas oprimen, y el combate político contra el imperialismo en tanto que sistema, considerado en su totalidad y en su propia lógica. Las resistencias y las revueltas son ad hominem o, en realidad, ad dominum, y son imprescriptibles y siempre dirigidas a un adversario determinado, porque los grupos humanos nunca son oprimidos en abstracto por un sistema o una lógica, sino por otros grupos políticos concretos, pertrechados con sus medios civiles y militares. Pero tampoco puede sacrificarse el combate general, porque la defensa última de cualquier imperialismo reside siempre en la relación de «solidaridad antagonista», que lo vincula a los demás imperialismos. Esto es particularmente cierto en el caso, frecuente, en el que una lucha antiimperialista siente la necesidad vital de encontrar el apoyo de otros imperialistas enemigos de «su» imperialismo, lo cual inevitablemente se produce a expensas del internacionalismo y de las alianzas con otras revueltas «desde abajo». A la inversa, todo imperialismo tiende a reclutar y manipular a las víctimas de sus adversarios. El «vagón sellado» de Lenin no es una excepción. Ninguna potencia imperialista, ni siquiera la potencia hegemónica» en un período dado, es el imperialismo como tal.

Ello plantea la cuestión de la relación dialéctica existente entre universalidad y particularidad en la lucha contra el imperialismo. Otra forma correlativa de enfocarlo es, en mi opinión, intentar aunar en un solo discurso (una sola estrategia) los compromisos «antisistémicos» locales y globales. Esto puede hacerse universalizando una causa emblemática, de modo que se convierta en una causa «justa» para el mundo entero: pienso obviamente en la causa palestina, pero también en otras causas, como la causa de las personas «erróneamente» devueltas a países supuestamente seguros, que ahora son perseguidas y enviadas a la muerte entre fronteras hostiles, o la de las mujeres que, sobre todo en los regímenes teocráticos, son maltratadas y privadas de los derechos más elementales. Esto debe implicar también la construcción de redes transnacionales en las que se formen sujetos colectivos «híbridos» o «interseccionales», que mezclen las clases (no todas), los géneros, las razas y las nacionalidades para defender intereses comunes como la paz y el desarme, la cooperación Norte-Sur en materia de economía, de educación y de sanidad e incluso el diálogo intercultural e interreligioso, que es en sí mismo una forma de esta «hibridez». Lo primero y más importante es la protección del medioambiente, cuya destrucción únicamente se detendrá o ralentizará mediante una alianza «multicolor» arraigada en todas partes, que constituye el gran internacionalismo del momento presente[43]. El objetivo es tanto eludir a los Estados como ejercer sobre ellos la máxima presión para que cambien sus políticas.

Para concluir quisiera volver sobre la idea del reparto del mundo, que he colocado en el centro de mi resumen sobre la imperialidad del imperialismo. El reparto del mundo es también el reparto de la humanidad, que debe reubicarse en el contexto de la larguísima historia de la «colonización» del planeta por la especie humana y de los modos de ocupación de la tierra que la dividen, pero que el capitalismo y el imperialismo han redefinido brutalmente. Con Lenin he argumentado que el reparto imperialista se convirtió inmediatamente en un nuevo reparto, en una violenta redistribución de territorios y poblaciones. Esto es lo que ha ocurrido repetidamente hasta que durante el transcurso del siglo XX, la aparición de una «superpotencia» económica y militar, seguida de su declive relativo y de la contestación por parte de un rival del cual es también estrechamente dependiente (China), ha producido una unificación conflictiva del mundo. Las distintas modalidades de reparto del mundo se superponen como otras tantas «fronteras interiores»: división de alianzas y de regímenes, división de ideologías, distribución de las zonas de riqueza y pobreza, distribución de las formas de violencia armada. Se superponen, pero nunca coinciden exactamente. Yo diría que este cuadro complejo genera un reparto de lo humano como tal. Ello parece contradecir una unidad o «genericidad», que constituye su horizonte, pero que únicamente existe en potencia o, mejor, que está permanentemente impedida por obstáculos y fuerzas que habría que eliminar[44]. Como diría el filósofo Gilles Deleuze, se trata de una «humanidad ausente», o de una unidad de la especie que nunca ha existido, pero que insiste por todas partes contra los poderes que la bloquean. Eliminar los obstáculos a la unificación de lo humano o reunificar a los seres humanos (y probablemente también a los no humanos, cuyas condiciones de supervivencia ha destruido el capitalismo) no tiene nada que ver con la fantasía de crear un «Estado universal», es decir, un único imperio. Se trata de todo lo contrario: la formación de una comunidad cosmopolítica, que federe pueblos, culturas y modos de existencia. Digamos como Said, que deberíamos aspirar, contra el reparto de los seres humanos, a un contrapunto» de humanidades múltiples. Se trata de una utopía, por supuesto, pero de una utopía que todas las luchas antiimperialistas, de diversos tamaños y maneras, se esfuerzan por alcanzar.

Recordemos deliberadamente la opción propuesta hace un siglo por los viejos socialistas y comunistas ante la catástrofe de la guerra mundial: imperialismo o revolución. Ello también significaba que únicamente la revolución puede poner fin al imperialismo y conducir a la humanidad a una nueva historia. Podría decirse simplemente: yo no sé lo qué podría ser hoy «la revolución», pero sí creo que todas las luchas antiimperialistas, en su enorme diversidad de condiciones y modalidades, son revolucionarias. Marx había escrito, más o menos, que las revoluciones son «el movimiento real que suprime el estado de dominación existente». Y, de hecho, tomadas en su conjunto, podríamos decir que las luchas antiimperialistas son la revolución del siglo XXI.


Recomendamos leer Giovanni Arrighi, Terence K. Hopkins e Immanuel Wallerstein, Movimientos antisistémicos (2024), Giovanni Arrighi, El largo siglo XX: Dinero y poder en los orígenes de nuestra época (1999) y Adam Smith en Pekín: Orígenes y fundamentos del siglo XXI (2007); Giovanni Arrighi y Beverly J. Silver, Caos y orden en el sistema-mundo moderno (2001); Antonio Negri, Los libros de la autonomía obrera (2004), El poder constituyente: Ensayos sobre las alternativas de la modernidad (2015) y La fábrica de la estrategia: 33 lecciones sobre Lenin (2024); Maurizio Lazzarato, «La “guerra civil” en Francia», El Salto, «¿Por qué la guerra (1)?» y «¿Por qué la guerra (2)?»; Ilan Pappé, «Fantasías de Israel. ¿Puede sobrevivir el proyecto sionista?» y «El colapso del sionismo», todo ellos publicados en Diario Red; y Fréderic Lordon, «El fin de la inocencia», El Salto.

Saeculum: Culture, religion, idéologie (2012), Spinoza politique: Le transindividuel (2018), Histoire interminable: D’un siècle à l’autre: Écrits 1 (2020), Passion du concept: Épistémologie, théologie et politique, Écrits 2 (2020); Cosmopolitique: Des frontières à l’espèce humaine, Écrits 3 (2022).

Este artículo ha aparecido originalmente en dos partes en AOC procedente de la conferencia pronunciada por Étienne Balibar en la American University de El Cairo con motivo de la Said Memorial Lecture de 2024 y se publica con la autorización expresa del autor.


[1] Este texto es la adaptación al francés de la Edward Said Memorial Lecture 2024, pronunciada en la American University de El Cairo el 2 de noviembre de 2024 por invitación del Departamento de Inglés y Literatura Comparada.

[2] Giovanni Arrighi, La geometria dell’imperialismo, Milán, Feltrinelli, 1978; ed. ing.: The Geometry of Imperialism, Londres y Nueva York, Verso, 1983, ed. revisada, con un nuevo epílogo; ed. cast.: La geometría del imperialismo, Madrid, Siglo XXI, 1978.

[3] David Harvey, The New Imperialism, Oxford, Oxford University Press, 2005; ed cast.: El nuevo imperialismo, Madrid, Ediciones Akal, 2004.

[4] Véase Étienne Balibar, «Prolégomènes à la souveraineté», en Nous, citoyens d’Europe? Les frontières, l’Etat, le peuple, París, La Découverte, 2001.

[5] El texto más conocido es «La catástrofe inminente y los medios de evitarla», de septiembre de 1917, trabajo escrito inmediatamente antes de la Revolución de Octubre, que retoma y explora ulteriormente los temas desarrollados por Lenin desde 1915, véase Vladimir Illich Lenin, Oeuvres Completes, París-Moscú, Editorial Progreso, 1959, tomo 24.

[6] Cornelio Tácito, Vie de Agrícola, Madrid, Cátedra, 2013.

[7]  Vladimir Ilich Lenin, El imperialismo, fase superior del capitalismo, texto escrito en 1916, cuyo subtítulo era «Ensayo de vulgarización», y publicado al año siguiente en abril de 1917 entre las dos «revoluciones», véase Oeuvres Completes, cit., volumen 22.

[8] Véase mi artículo «Sur la catastrophe informatique: une fin de l’historicité?», Les temps qui restent, 3 de abril de 2024, el que me refiero en particular a Benjamin Bratton, The Stack: On Software and Sovereignty, Cambridge (MA), MIT Press, 2015.

[9] Carl Schmitt, Der Nomos der Erde im Völkerrecht des ius publicum europaeum, Berlín, Duncker & Humblot, 1950; ed. franc.: Le nomos de la terre et le droit international del jus publicum europaeum, París, PUF, 2012; ed. cast.: El nomos de la tierra en el derecho de gentes del ius publicum europeum, Albolote, Editorial Comares, 2003. Schmitt juega sistemáticamente con el doble significado etimológico de la palabra griega nomos: ley, reparto o distribución.

[10] Sobre la proximidad entre las tesis de Schmitt sobre el «Grossraum» y las de Samuel Huntington sobre el «choque de civilizaciones», véase Étienne Balibar, L’Europe, l’Amérique, la guerre: Réflexions sur la médiation, París, La Découverte, 2003, «Eclaircissement nº VIII».

[11] Resulta sorprendente que exactamente en ese mismo año de 1950 tanto Hannah Arendt (Los orígenes del totalitarismo), como Aimé Césaire (Discurso sobre el colonialismo) expusieran una idea similar.

[12] Aquí difiero en parte de la tesis de Eric Alliez y Maurizio Lazzarato, inspirados a su vez en la obra de Antonio Negri y Michael Hardt (Imperio, 2000, y Multitud, 2004), contenido en Guerres et capital, París, Éditions Amsterdam, 2016, al tiempo que me inspiro directamente en ellos.

[13] No hay imperio que no esté centrado en una nación que se considera a sí misma como una «gran nación» (la expresión utilizada por la Revolución Francesa contemporánea en el momento del enfrentamiento con la coalición monárquica y la expedición de Egipto) o como dotada de un manifest destiny de conquista del continente (1845: anexión de Texas y guerra entre Estados Unidos y México). Ello merecería un estudio especial. Véanse también las nociones de «Greater Britain», Grossdeutschland, «mundo ruso», etcétera.

[14] Tomo prestada esta noción de Mohamed Amer Meziane, Des empires sous la terre: Histoire écologique et raciale de la sécularisation, París, Éditions La Découverte, 2021. Véase también su entrevista realizada por Emir Mahieddin: «Pour une anthropologie de l’impérialité», Journal des anthropologues, núm. 170-171, 2022, pp. 141-150.

[15] E. P. Thompson et al., L’exterminisme: Armement nucléaire et pacifisme, París, PUF, 1983.

[16] La fórmula aparece en el «panfleto de Junius», La crisis de la socialdemocracia, escrito por Rosa Luxemburg en la cárcel en 1915.

[17] Véanse, en particular, Samir Amin, L’accumulation à l’échelle mondiale, París, Anthropos, 1970 [ed. cast.: La acumulación a escala mundial, Madrid, Siglo XXI, 1974]; Immanuel Wallerstein: Historical Capitalism, Londres y Nueva York, Verso, 1983 [ed. cast.: El capitalismo histórico, Madrid, Siglo XXI, 2012], The Modern World-System, 4 vols., San Francisco (CA), University California Press, 1974-2011 [ed. cast.: El moderno sistema mundial, Madrid, Siglo XXI, 2016-2017, 4 vols.]; y Giovanni Arrighi, The Long Twentieth Century, Londres y Nueva York, Verso, 1994 [ed. cast.: El largo siglo XX, Madrid, Ediciones Akal, 1999].

[18] Como había dicho el Marx en la primera edición de El capital, dirigiéndose a los alemanes y, más en general, a las naciones, que todavía no habían experimentado la revolución industrial, De te fabula narratur: en este análisis de la «relación social» engendrada por el capital industrial, lo que está en juego es nuestro futuro próximo o lejano. Un día el mundo se homogeneizará bajo la dominación del capital a menos que entretanto se haya producido una revolución proletaria.

[19] Pienso en particular en los autores franceses de la Escuela de la Regulación»: Michel Aglietta, Robert Boyer, Alain Lipietz. Véase también Geoff Mann, In the Long Run We Are All Dead: Keynesianism, Political Economy, and Revolution, Londres y Nueva York, Verso, 2017.

[20] El interregno de Gramsci, que se define por una doble negación –«Lo viejo ya ha muerto, lo nuevo aún no ha nacido»– se cita hoy por doquier. La antítesis de lo viejo y lo nuevo parece estar todavía dominada por la idea de una meta o telos «en espera», pero es probable que esta misma espera afecte al contenido de la primera.

[21] Lo más interesante sin duda es la idea que puede leerse entre líneas en los Quaderni del carcere: el régimen soviético reorganizado por Stalin tras el fin de la «Nueva Política Económica» y la colectivización forzosa de la agricultura son también una forma de «revolución pasiva».

[22] «The World Turned Upside Down» [El mundo puesto patas arriba], frase utilizada por los Levellers en la primera Revolución Inglesa. Véase mi contribución «Echec des révolutions?», en Ludivine Bantigny, Laurent Jeanpierre et al., Une histoire globale des révolutions, París, Éditions La Découverte, 2023.

[23] Étienne Balibar: «Towards a new critique of political economy: from generalized surplus-value to total subsumption», en Peter Osborne, Eric Alliez, Eric-John Russell (eds.), Capitalism, concept, idea, image: Aspects of Marx’s Capital today, Londres, Kingston University, 2019; y «Absolute Capitalism», en William Callison y Zachary Manfredi (eds.), Mutant Neoliberalism. Market Rule and Political Rupture, Nueva York, Fordham University Press, 2020.

[24] Este es obviamente el esquema favorecido por los «teóricos» del neoimperialismo (como Hayek, Friedmann, etcétera), que presentaban la política económica y las «reformas estructurales» que defendían como un retorno a la ortodoxia económica, frente a las herejías inspiradas por Keynes con sus «inclinaciones» hacia el bolchevismo (planificación, inversión pública, control de precios, derechos sociales garantizados, etcétera).

[25] Véase Giovanni Arrighi: Adam Smith in Bejing: Lineages of the 21st Century, Londres y Nueva York, Verso 2009 [ed. cast.: Adam Smith en Pekín, Madrid, Ediciones Akal, 2007] y Benjamin Bürbaumer, Chine/Etats-Unis: Le capitalisme contre la mondialisation, París, Éditions La Découverte, 2024.

[26] Este ha sido el tema central de los trabajos de Sandro Mezzadra y Brett Neilsson desde Border as Method, or the Multiplication of Labor (2013) hasta The Politics of Operations: Excavating Contemporary Capitalism (2019).

[27] Oxfam Francia: Multinacionales et inégalités multiples, nuevo informe de 2024.

[28] Una señal espectacular de ello se registró durante la pandemia de la Covid-19 con la declaración del director de la OMS, el doctor Tedros Adanom Ghebreyesus, denunciando una situación de «apartheid de las vacunas» a escala mundial», cf. mi ensayo «Un monde, une santé, une espèce. Pandémie et cosmopolitique», en Ecrits, III: Cosmopolitique. Des frontières à l’espèce humaine, París, Éditions la Découverte, 2022.

[29] A lo que me refiero más precisamente como «Estado nacional social».

[30] Étienne Balibar: «Politics of the Debt», en Postmodern Culture, volumen 23, número 3, mayo de 2013.

[31] Una vez más, la situación de China es absolutamente especial, ya que lleva varios años plagada de «burbujas» inmobiliarias especulativas, siendo al mismo tiempo el principal tenedor de títulos estadounidenses (bonos del Estado), lo que le otorga una capacidad interna para influir en las políticas estadounidenses. Este hecho, sin embargo, puede explicar también por qué no tiene interés en intentar socavar el dominio del dólar (sobre este punto véase Michel Aglietta, Guo Bai y Camille Macaire: La course à la suprématie monétaire mondiale: À l’épreuve de la rivalité sino-américaine, París, Éditions Odile Jacob, 2022).

[32] Verónica Gago y Sandro Mezzadra: «A Critique of the Extractive Operations of Capital: Toward an Expanded Concept of Extractivism», Rethinking Marxism, vol. 29, núm. 4, 2017.

[33]  También podríamos pensar en la noción de «policrisis», como lo han hecho recientemente Adam Tooze y otros autores afines a sus tesis, pero de alguna manera «vista desde abajo».

[34] Véase el epílogo de 1994 y el prefacio de 2003 a las nuevas ediciones de Orientalism, Nueva York, Vintage Books, 2003, 25th Anniversary Edition.

[35] Étienne Balibar, «Naissance d’un monde sans maître? Après l’Empire, les marchés», en Histoire interminable. D’un siècle l’autre: Ecrits I, París, Éditions La Découverte, 2020.

[36] Edward Said, «Zionism from the standpoint of its victims» [1979], en The Edward Said Reader, Nueva York, Vintage Books, 2000.

[37] Monique David-Ménard, Les constructions de l’universel: Psychoanalyse, philosophie, París, PUF «Quadrige»,

2009.

[38] Edward Said, Representations of the Intellectual (The 1993 Reith Lectures), Nueva York, Vintage Books, 1996, cap. V: «Speaking Truth to Power» (al parecer, Said desconocía las elaboraciones posteriores de Foucault, que reactivaban la noción griega de parrèsia).

[39] Pero no olvidemos sus extensos análisis sobre la función estratégica de los medios de comunicación, en particular en Covering Islam (1981 y 1997), donde Said desarrolla la gran teoría de las «comunidades de interpretación».

[40] Véase mi ensayo «Sur la catastrophe informatique: Une fin de l’historicité?, cit.

[41] «Agencia» se utiliza aquí no en el sentido de institución, sino de actividad o capacidad de actuar, como puede ser su equivalente inglés de agency.

[42]  «Donde acecha el peligro, crece también lo que salva», Hölderlin, Patmos (1803). La cita favorita de Heidegger.

[43] Véanse las reflexiones sencillas y sin concesiones de Amitav Ghosh, Le grand dérangement: D’autres récits à l’ère de la crise climatique, Marsella, Éditions Wildproject, 2021.

[44] En sus Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, Marx caracterizó al ser humano como el Gattungswesen, o ser genérico.

 

Marchar a contramano // Nicolás Cuello y Silvio Lang

¿Otra vez contra nosotres? El Presidente Milei propuso exterminarnos. Su amenaza de extirparnos como un cáncer aturde, desorienta. Pero, para nosotres, la irrupción del desconcierto no es nueva. Podemos decir, de hecho, que es una condición histórica de nuestra protesta. Un modo particular en el que los arrebatos de nuestra propia creatividad nos sorprenden, pulsando lúdicamente por la vida allí donde se nos sentencia a muerte. Ocupando el duelo de una forma alegre, haciendo de la protesta una oposición festiva, de la movilización un rito de éxtasis en el que disfrutamos haciendo política, promoviendo la diferencia como narrativa, como diseminación, como descontrol ante lo único, lo mismo, lo homologable. 

Por eso esta vez decidimos marchar a contramano, desde el Congreso a Plaza de mayo, dando vuelta el sentido histórico que traza las movilizaciones de nuestro orgullo desde el año 1992, en el sentido contrario, como un modo de seguir esta intuición compartida por la fiebre multitudinaria de hacer algo diferente. Decidimos mezclarnos entre quienes no somos iguales, después de haber sido convertidos, una vez más, en un objeto público de escarnio, culturalmente estigmatizado, ajustado económicamente, perseguido, señalado. 

A contramano, como las existencias que componemos por fuera de los régimenes cis-hetero-coloniales. 

A contramano de los privilegios de la enunciación política, para que las voces trans travestis no binarias y racializadas sean lo suficientemente escuchadas. 

A contramano de las burocracias sindicales, que se mantienen quietas. 

A contramano de la blanquitud extractivista. Por eso nos moveremos en dirección al río. 

A contramano del machismo intelectual, que nos dice que cuidemos el tono, que no exageremos, que no es para tanto. 

A contramano, como las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, que salieron al espacio público cuando fueron obligadas por el terror de la dictadura a permanecer en silencio, encerradas. 

De culo al Congreso, para acabar en la boca de Casa Rosada, y así, mirar cara a cara un presidente que cree que puede discriminarnos, perseguirnos y llamar a nuestro exterminio, como si nada, como si no fuéramos a responder, como si no tuviera consecuencias.  

Las fuerzas del sexo 

Nosotres no lo imaginábamos, es cierto, pero ellos tampoco la vieron venir. La primera Marcha Federal del Orgullo Antifascista Antirracista LGTBIQNB+, convocada para el sábado 1º de Febrero los agarró desprevenidos, confiados con excesiva soberbia en un nuevo sentido común que quieren imponer a través de la reactividad mediática. De ese modo nos subestiman, se burlan, nos reducen. Ese es el sentido común reaccionario y reconstructivo del supremacismo ideológico, de la moral conservadora y de la destrucción económica que representan actualmente las fracciones tecnofeudalistas de la derecha globalizada.

La movilización pone en acto, entonces, no solamente la vitalidad de hacer de las diferencias un ensamble sorpresivo para insistir en la urgencia de la protesta social, asfixiada de sentimientos de impotencia y frustración ante la sistematicidad del abuso, del destrato y la violencia política, económica y cultural del gobierno de Javier Milei. También actúa, en sus modos de desorganización y reimaginación de lo político, una crítica inesperada sobre los modos en que puede ser pensada y organizada la posibilidad de una oposición. 

Esta marcha a contramano se vuelve una oposición que junta los pedazos de lo que ha sido quebrado, que construye una ofensiva situada con las partes que sobreviven al derrumbe aún en curso. Propone, desde ese estar roto, una movilización hecha de fragmentos.

Organizada una semana antes en la Asamblea Antifascista LGTBIQNB+ de Parque Lezama que convocó, boca a boca, la Columna Mostris -un espacio de contención callejera creado entre activistas y artistas que provienen de luchas transfeministas, antipunitivas, cuir, marronas, sidosas, discas y locas-, esta marcha a contramano se vuelve una oposición que junta los pedazos de lo que ha sido quebrado, que construye una ofensiva situada con las partes que sobreviven al derrumbe aún en curso. Propone, desde ese estar roto, una movilización hecha de fragmentos. Una ética de la multiplicación donde la diferencia une pero no diluye, mezcla pero no cicatriza. Un modo de composición característico de la protesta sexual y antirracista que ha hecho de la convivencia cultural con lo distinto y de su cuidado material, su deseo y su principal horizonte de organización política. 

Esta oposición transforma la violencia sobre aquella inevitable visibilidad de sus inadaptados gestos, de sus incontrolables rasgos, en un principio cooperativo que logra reunir y conmover a una sociedad agobiada por la aspiración de control, a un común debilitado que necesita marcar un límite a la política cultural del conservadurismo libertario. Esa política opera en favor de lo único, de lo blanco, lo hetero y lo masculinista; esa es la política que nosotres llamamos fascista. Su forma de imaginar lo social se basa en la violencia del mando, la exaltación patriótica, la censura paranoica y en la obsecuencia corporativa. Disfraza su obediencia con la agenda global a través de la crítica al ‘wokismo’ y la famosa batalla cultural. Conspira para posicionar como amenaza, como peligro, como un cáncer o un virus a las luchas por el reconocimiento de la diversidad sexual y de género, el feminismo, la crítica racial anticolonial, el ambientalismo, y particularmente en Argentina, el movimiento de Derechos Humanos. Es decir, toda forma de agencia política que opere posicionando la defensa de lo diferente. 

El supuesto  marxismo cultural es, en realidad, una organización subterránea cuya voluntad secreta es trastornar y pervertir los valores cristianos y las costumbres conservadoras del liberalismo. Con ese mecanismo falso, no solo crean un estado de ansiedad generalizado ante la presencia de lo distinto, sino que también desmaterializan la crítica estructural de nuestros movimientos, reduciéndola a una demanda meramente cultural. 

De este modo pretenden reducir las desobediencias sexuales y las luchas antirracistas a una mera disquisición simbólica que busca hacer desaparecer la complejidad de nuestros cuerpos. Pretenden que así se desvanezca la fuerza de trabajo de esas corporalidades, de sus movimientos migratorios, de sus inscripciones políticas, de su participación sindical, de sus estados de ánimo y de su salud integral.  Desvaloriza, así, a nuestra historia de resistencia como una demanda de representación, como una reforma del lenguaje o un protocolo neurótico de corrección moral. 

Nos lanzamos, una vez más, a devenir les “aguafiestas del neofascismo”.

En el primer año de la gestión presidencial de Javier Milei ese proceso ha sido agenda pública, intentando avanzar sobre los pactos ya establecidos, atacando la memoria de nuestros acuerdos. Mientras programa el desmantelamiento de todas aquellas garantías legales que nuestros movimientos utilizan como herramientas desde las cuales seguir ampliando la dignidad de nuestras condiciones de vida. 

Este efecto deslegitimador que ha precarizado de manera radical nuestra participación social, exponiéndonos a violencia física, verbal, ideológica y política, arrojándonos al miedo, la vergüenza y al silencio, no solo es una conquista de Javier Milei. También, fue posible gracias la subestimación de aquellos partidos políticos y movimientos sociales que estratégicamente se han desidentificado del progresismo -la nueva mala palabra-, a pesar de haberse beneficiado de sus bases sociales. Una desidentificación estratégica -¿quizás, una revelación consumada?- cuyo principal efecto ha sido la reducción cultural de nuestras demandas políticas, la desmaterialización de la violencia simbólica, la individualización de nuestra composición colectiva y la infantilización de nuestras perspectivas políticas.

Nos lanzamos, una vez más, a devenir les “aguafiestas del neofascismo”, como reza la consigna del Comité Cósmico de Crisis y la bandera de la Columna Mostri. Porque la política sexual que imaginamos no sólo se compone “del nombre propio”, si no, también, de una “política de la consigna», como posiciones encarnadas que llaman, que reúnen a una multiplicidad desobedientes de formas de vida. Marchar a contramano, es una invitación que hacen nuestros movimientos, que ofrecen con delicada humildad y extravagante alegría las protestas sexuales y antirracistas, para componer desde la debilidad. Una debilidad que no es política, sino más bien material, física, económica y anímica. Una debilidad que habla de las partes en las que hemos sido fragmentades por la precariedad del trabajo, de las partes en las que hemos estallado por efecto de la violencia cotidiana. Es desde esas mismas partes que podemos volver a imaginar cómo vivir una buena vida juntes. 

La polifonía de voces que hoy dice basta es un gesto terapéutico de reconexión. Basta a la violencia sobre las diferencias sexuales y raciales en el goce de exterminio que pronuncia el presidente Javier Milei. Basta a las desacreditaciones políticas de los especuladores, que le bajan el precio a las consecuencias y profundizan la falsa dicotomía entre micro y macro, entre plan económico y libertad individual, cuerpo y política. 

Esta polifonía es también un ejercicio colectivo de memoria. Nos abraza y nos devuelve la mirada, reconoce que el riesgo es compartido y que por eso nuestras vidas también importan. Recuerda que en el corazón de nuestro movimiento vive la diferencia, y esa diferencia es interseccional e intersectorial. Demuestra que transforma las fuerzas del sexo en una inteligencia desde la cual desarmar la naturaleza moral de lo único y la desigualdad. Confirma que la diferencia con la que se expresan nuestros deseos y nuestros cuerpos no son una amenaza a la libertad de nadie, sino una oportunidad para su multiplicación interminable. Esta marcha es una toma de posición conjunta, un segundeo masivo, un volver a agarrarnos las manos entre todes, para que el presidente sepa, para que Javier Milei se entere, que hay un país entero al que no le da lo mismo. Que hoy la sociedad le dice que no, que no vamos a dar un paso atrás. Que hoy es por nosotres, y en ese nosotres, exigimos la posibilidad de un vida digna para todas, por todos, con todes. 

 

Fuente: Revista Anfibia

Javier Trímboli, nosotros mismos // León Lewkowicz

Foto: No esperes demasiado del fin del mundo (2023), dirigida por Radu Jude

Todo homenaje parece condenado al patetismo desde el instante mismo en que es así categorizado. O a lo insulso. Arriesgamos con lo primero, aunque más no sea por el hecho de que el doctor dice que es un poquito más recomendable para el marote. Si nos guardamos algo es sólo como freno de mano, tampoco para pasarnos. Tenemos que puntualizar para achicar el margen de error. Pues bien: Javier Trímboli, el hombre en cuestión, costosísimo de catalogar la relación con él, profesor, amigo, amigo de la familia, cómplice, jefe, amigo de amigos. Ya quién sabe, quizás era otro el momento de dilucidarlo. Pero no se trata esto de mí, sino de algún nosotros, el que tengamos a mano. Como escribía Javier en más de un lugar, aunque sea un nosotros angostísimo, casi indistinguible del yo. 

Entre las –a cada posteo, se evidencia más acentuada esta palabra– tantas cosas que Javi hizo, dirigió en los últimos años el área de Sociales de un colegio secundario de la Ciudad de Buenos Aires. Un espacio atravesado inevitablemente por las perplejidades que imponía el densísimo aire de época. Lo que allí aconteció resultó para nosotros fundamental. Javier construyó con nosotros una bandita de docentes dedicada a pensar en qué consistía y en qué circunstancias podía darse el acto de transmisión, que de tan inhallable se nos hacía casi mitológico a quienes nunca lo habíamos visto. Reuniones permanentes, organización de programas y actividades, atención a cada detalle o desviación que pudiera acaso ser causal de un improbable entusiasmo. La cuestión era cómo suscitar el mínimo cosquilleo –aunque más no fuera la irritación– en un mar de indolencia, de que pasara algo. A algunos, ahora sí hablo por mí, se nos hacía una tarea titánica porque nos resultaba inverosímil la posibilidad de que nosotros, lo que balbuceábamos, lo que con sólo con un exceso lingüístico podríamos decir que pensábamos, e incluso la imagen penosa que dábamos pudieran constituirse en objeto de entusiasmo de alguien. Se nos hacía una quijotada, cuando estábamos solemnes y preocupados, o la mayoría de las veces sencillamente el objeto de una carcajada, de una ironía. Javier no esquivaba la ironía, más bien lo contrario, pero pensaba que ella también podría ser un precursor de revitalización, que podía estar al servicio de que suceda algo en la escuela. Tomarnos menos en serio para tomarnos más en serio, creo que puede ir por ahí la fórmula. Y abrirnos a una escucha –¿algo más gastado no tenías, no?– del aula, al desplazamiento de la oposición entre nuestra verdad y el desinterés de los estudiantes, convertido ahora en una interrogación. De pronto las escenas de interés se multiplicaban, las conversaciones dentro y fuera del aula se volvían más interesantes. Trímboli organizaba efectivamente el encuentro de lo infinitamente improbable, el clinamen. O más bien nos hacía organizarlo.

No fue sólo eso el suceso Trímboli para nosotros. A quienes, primerizos y jovencitos, hacíamos nuestras primeras armas en la docencia, la convocatoria de Javier nos significó no sólo una cesión de confianza infinita y casi irresponsable, sino la garantía de que nuestro arrojo, “el célebre desembarco” en la voracidad del aula, territorio inhóspito, se desarrollaría en esas condiciones de conversación y pensamiento grupal. Ningún rasgo de las clases o del transcurrir institucional ordinario, por obvio que fuera, se escapaba de la conversación con Javier. Todo era parte de una conversación infinita y apasionada. Lo digo más fácil: se enganchaba con la observación más pelotuda, el timing de un bostezo o los improbables lugares a donde se disparaban esas cabecitas, también las nuestras. Leí en Instagram que alguien decía que en las conversaciones del último tiempo era increíble ver cómo él se iba apagando y no dejaba de apasionarse por lo nuestro. Creo que siempre fue así, que siempre se apasionó por lo nuestro aunque ya lo hubiera escuchado mil veces, aunque fuéramos una reiteración más en el cliché docente. Porque creo que lo que más le interesaba era la verdad que surgía de la conversación, que el tópico o la currícula era una excusa, incluso quizás la docencia, como forma, también lo era. Y cuidar la conversación era una condición para que eso extraordinario pudiera aparecer. Bueno, me fui a la mierda. Vuelvo, porque la primera oración del párrafo me quedó desbalanceada, sabrán disculpar la neurosis de la que todos ustedes estimo también participan. Para los profesores establecidos, por ellos poco puedo hablar, sé que también Javier implicó un interés en sus prácticas y saberes, que buscó introducirse en sus conversaciones y amplificarlas, abrir y poner en el centro ese diálogo. Javier nos ubicaba a todos en medio del enorme desafío de la desviación:  valorar dilaciones en conversaciones no convencionales, en digresiones diagonales sobre estética, microanécdotas o lo que fuera, en actividades fuera de hora de las que nos volvíamos parte del auditorio con nuestros alumnos. Hasta ahí sé, el resto lo dirán ustedes.

Javier armó un grupo, también. No, “también” no. Todo esto fue precisamente armar un grupo y eso fue lo más notable del paso de Javier por nuestras vidas en la escuela. La labor docente, es sabido, suele implicar extensas horas de soledad: preparar, dictar, evaluar, corregir. Se trata de los efectos de un dispositivo evidente: es un apellido el que aparece a cargo del curso y un apellido quien cobra por tal curso, por lo que un apellido será quien se encargue de la totalidad del proceso de trabajo (qué ordinario andar hablando de guita en un sentido obituario, disculpen el intermezzo marxistoide). Javier supo hacer de una profesión francamente solitaria una labor colectiva, comunitaria; aunque me cueste escribir esas palabras sin ruborizarme, son justas. Justamente porque pensaba que no había deterioro mayor de un espacio educativo que la imaginación solitaria. Su ética de la conversación nos tocó a todos los que tuvimos la suerte de compartir una reunión con él: consolidó, finalmente y a pesar de él, un grupo de colegas que lo sobrevive y que excedió el área que tenía institucionalmente asignada. Por todo esto Javier fue, sobre todas las cosas, un exorcismo de la soledad en la escuela.

Todas las palabras que acabo de escribir, obviamente, serán objeto de refutación por exagerado, meloso, impúdico. Finalmente, es lo que salió y de lo que imagino me arrepentiré apenas encuentre destinatarios. Pero lo que viene me parece que no, que no es exageración. Me parece que por más acotada que haya sido su trayectoria en la escuela, el efecto que tuvo entre nosotros Javier (y no sólo aquí, pero eso es harina de otro costal) no queda truncado acá. Creo que con Javi construimos un método de trabajo pero también una forma de la amistad, esa que surge entre colegas obsesionados por las nimiedades que ocurren en sus intrascendentes aulas. La conversación infinita, in continuum, de la que evidentemente nos hizo parte. La fuerza de sus marcas en la escuela, me parece, nos obliga a revisar en otro sentido las palabras con las que se cierra su libro Sublunar, pero para referirnos a él mismo. No se entiende si cita a Lenin o a Arendt, es la idea marcar el borroneo, y la cuestión es el poder del milagro en la política y el ocaso de su posibilidad en la modernidad. Creo, sí, que es Lenin, apenitas comentado: “«En la Historia, las cosas buenas suelen ser breves, pero por lo general tienen una influencia decisiva sobre lo que sucede durante largos períodos de tiempo». Veremos.”

 

 

Imagen: No esperes demasiado del fin del mundo (2023), dirigida por Radu Jude.

 

Autocuidado y primeros auxilios, hacernos un cuerpo para la protesta

Taller PRE MARCHA FEDERAL ORGULLO TRANSFEMINISTA, ANTIFASCISTA ANTIRRACISTA ANTICAPACITISTA ANTIEXTRACTIVISTA, MENDOZA.

El Presidente lo ha mandatado, quieren asesinarlo todo.

No se puede pensar sin Gaza en la retina.

Un nuevo tiempo se ha abierto y es urgente construir, replicar y adecuar herramientas y prácticas de autodefensa eficaces en el combate y resistencia a la represión policial y el actuar de los grupos fascistas a los que convoca el Presidente para nuestra desaparición. Es absolutamente ingenuo e insuficiente delegar nuestro cuidado a comisiones de seguridad y notas a lxs gobernantes pidiendo autorizar, proteger y garantizar nuestro derecho a la protesta. 

Nuestras formas de vida amenazan el orden mileista, y sus discursos de odio nos matan. Que las experiencias transfronterizas sean nuestra escuela de resistencia y autocuidado.

NO TE REGALES, LEVANTA UN PLAN DE LUCHA DESDE LAS SINGULARIDADES DE TU GRUPALIDAD, LA MULTIPLICIDAD DE LAS FORMAS DE LUCHA Y LA CREATIVIDAD MILITANTE HARAN FLORECER EL JARDÍN DE LA RESISTENCIA.

 

LA PREVIA: SITUARME EN EL TERRITORIO GEOGRÁFICO Y AFECTIVO EN EL CUAL SE DESPLIEGA LA PROTESTA.

  • Nunca marcho solx, siempre de a 2, aunque vayamos encolumnadxs en una organización o grupalidad MARCHO EN DUPLA. Desde el punto de encuentro en la marcha hasta finalizada la protesta, no pierdo nunca contacto visual con mi compañerx. Mantengo actualizada su red de contactos personales de ser necesario avisar que se encuentra en la comisaria u hospital.
  • Salgo con el teléfono con carga completa y crédito. Llevo anotado en la piel o papelito el teléfono de abogadxs que puedan acompañar procedimientos de liberación de compañerxs detenidxs. Si es posible, se filma con el celular el actuar de la policía a fin de contar con pruebas para acciones judiciales.
  • Reviso el recorrido de la marcha e identifico posibles lugares de resguardo en cada tramo. Asimismo, considero el clima que habrá durante la protesta a fin de equiparme adecuadamente.
  • Me informo de las armas químicas y físicas que utiliza la policía del territorio donde se realizará la protesta, y de las recomendaciones para aplacar sus efectos.

LA PREPARACIÓN DEL CUERPO:

  • No aplico maquillajes ni protectores solares ya que intensifican el efecto tóxico y la adherencia del gas pimienta y lacrimógenas sobre la piel. Uso gorros, gafas, antiparras, barbijos, máscaras, paraguas, sombrillas y cualquier elemento que permita filtrar el aire contaminado y aminorar el efecto de golpes, especialmente en el rostro. El uso de elementos de protección física es también una herramienta de protección de identidad ante las cámaras y montajes policiales. Utiliza elementos disponibles en la calle para protegerte y defenderte en situaciones de emergencia, como cartones y carteles.
  • Cubro la mayor parte del cuerpo con ropa, telas adecuadas al clima, resistentes y descartables. Uso calzado que permita correr de forma segura. Llevo una muda de ropa en la mochila ante posible contaminación de ésta por represión con armas químicas.
  • Con mi compañerx de marcha, reconocemos nuestra capacidad y resistencia, física y mental, para correr y tolerar situaciones de violencia explícita. Establecemos un plan de actuación ante situaciones de emergencia.

PRIMEROS AUXILIOS EN LA PROTESTA SOCIAL: 3 BOTELLAS Y UN BOTIQUIN.

  • BOTELLA 1

Rociador spray con loción calmante anti gas pimienta y lacrimógenas: ½ litro de agua con 2 ½ cdta. de bicarbonato.

  • BOTELLA 2

½ litro de agua con detergente.

  • BOTELLA 3

1 ½ litro de agua potable para enjuagarse.

  • BOTIQUIN:  Suero fisiológico, apósitos estériles, y gasas.
  • Ante irritación por armas químicas rociar la piel con agua con bicarbonato, cambiarse la ropa, lavarse con agua con detergente y enjuagar. Los ojos solo deben lavarse con agua fría (no frotarse, y lavarse sin detergente ni bicarbonato, se pueden aplicar lágrimas artificiales). No consumir alimentos ni agua hasta encontrarse recuperado.
  • Ante una herida con hemorragia apretar la herida y taponear con gasa.
  • Ante quemadura, lavar zona con suero fisiológico, y cubrir con apósitos estériles. No despegar tela de la piel, ni lavar con agua fría.
  • Si hay una persona lesionada, trasladarla inmovilizada a un lugar seguro y llamar a urgencias médicas.

ENTRENATE Y RECONOCÉ TUS HABILIDADES PARA EL CUIDADO DEL CUERPO COLECTIVO, ASUMÍ ROLES EN LOS CUALES TE SIENTAS SEGURX.

 

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Una radicalidad masivizada // Melina Alexia Varnavoglou

La etapa 0

No sé cómo explicarlo, pero la figura de Milei jamás me genero miedo. Sí rechazo, estupefacción, odio quizás (recuperemos esa pasión, no todo es amor “de nuestro lado”). Pero miedo no. Me enredo en los debates sobre si podrá estar a la altura de un líder fascista avant la léttre, me advierto de la importancia de no “agrandarlo”, no proyectar sobre un pequeño neofascista la sombra de un temible gigante totalitario.

Todas estas proyecciones parten creo del error histórico de pensar que este nuevo ciclo de derecha y conservador va a seguir “los mismos pasos” que los fascismos del siglo XX. Como dice Isaac Rosa en su nota en elDiaroAR, el gesto de Elon Musk no un gesto nazi, es algo peor. Es algo que no sabemos exactamente lo que es. Si supiéramos lo que es, dice Rosa, “todo estaría más claro, sabríamos a qué atenernos, lo veríamos venir, y nuestra respuesta sería más sencilla, la misma que daríamos ante un nazi: combatirlo, denunciarlo, ignorarlo, escondernos o secundarlo, lo que sea que haga cada uno cuando se cruza con un nazi. Pero ante un saludo que parece nazi y no lo es, la cosa se complica”.

A lo cual, agrego, la cosa se pone más entretenida. Abre la aventura política de cómo encarar una resistencia desde la etapa 0 del experimento fascista. Y el momento de la resistencia en el que nos encontramos es en el mismo que ellos: la disputa por ciertos consensos.  Va a ser difícil pasar sobre nosotres sin la condena de toda una sociedad, porque es la misma sociedad que nosotres hemos movilizado desde su estructura más sensible en ciertos valores: el respeto por la orientación sexual es uno. En Davos, el presidente ha cruzado obscenamente ese límite cultural, dándonos la oportunidad perfecta para que destapemos toda la olla de la política que hay detrás.  Con la vocación de aunar no solo a la comunidad LGTBIQ, sino de todos los sectores que están siendo atacados, y un llamamiento de conjunto a una sociedad cada vez más empobrecida por ese mismo tipo de políticas. Por primera vez siento que se está tratando más de disputar, que de solamente repudiar. Más de crear, que de sólo reaccionar.

No es entonces fascismo tradicional ante lo que estamos, ni tampoco ante las lógicas de las dictaduras militares en Latinoamérica. Desde la última dictadura militar hasta hoy, el movimiento LGTBIQ+ argentino ha crecido globalmente, implementado un arco de métodos y tradiciones políticas divergentes, desde el anarqusimo al peronismo, se ha politizado y despolizitado y vuelto a repolitizar; ha logrado así masividad y cambiado los modos de vida, desde la instucionalidad: mediante leyes pioneras en el mundo, conquista de derechos y políticas públicas. Pero también a través de la militancia de base y la educación, una fina y constante tarea de “adoctrinamiento” con libros, películas, penetrando en las esferas intelectuales, los medios de comunicación masivos y alternativos, la ciencia, el arte, la tecnología y el deporte.

Porque siempre las personas LGTB estuvimos ahí. Fuimos de a poco creando nuestros propios sistemas de reconocimiento y legitimación social, que es otra forma de decir: nuestra orgullosa existencia; supimos ser nuestro propio lenguaje y circuito cultural, lo cual permitió la creación de comunidad, pero que ahora vemos tiene el doble filo de que se cierre sobre nosotres mismes la conversación. Este es el primero de los problemas a resolver en la etapa 0, al interior de nuestro movimiento: el aislamiento relativo con respecto a todos los demás sectores.  

                                                           

 

Nuestro domingo

Como decía hace poco el activista Lucas Fauno Gutiérrez en una entrevista en Radio Con vos, la encerrona estuvo no en haber apoyado o no un gobierno, sino en haber creído que las instituciones y los medios masivos de comunicación realmente “nos estaban dando un lugar en sus programas y en sus mesas”. Hoy que ya no tenemos esa encerrona, y estamos constantemente al borde de la persecución ideológica y la censura, la batalla cultural se vuelve, al decir del poeta Jacobo Fijman, el camino más alto y más desierto.

Es bastante probable que hoy quien sostiene un discurso homofóbico esté envalentonado, pero no creo que nadie a quien se le de esa discusión, no pueda ser sensible al tema, ni crea que su posición es mayoritaria.

Es quizás eso lo que odian: que hayamos calado tan hondo en la estructura sentimental de un pueblo. Como ocurre con los gorilas con las medidas de justicia social, la dignificación de los “cabecitas negras”, como ocurre también con los macartistas, frente a los piqueteros, y los métodos de lucha de izquierdas: asamblea, paro y movilización; como los homofóbicos, frente a los besos de personas gay en la calle. Una reaccionarez presente pero desfasada. Porque de un lado u otro, por momentos más y otros menos menos, combatidos o apoyados, todas estas expresiones y sujetos son parte de nuestra cultura política y nuestra vida en sociedad. Mal que les pese a algunos.

También, aunque en menor medida (lo cual es síntoma de que la inclusión del término “antirracista” haya sido algo tan enfatizado Ren Lezama) es el mismo caso de lo que ocurre entre los xenófobos y los vendedores ambulantes o “manteros”, o el uso de los servicios públicos por personas migrantes. Buenos Aires es una ciudad profundamente racista, pero de un nivel de cosmopolitismo que hace que el vínculo con personas migrantes sea algo muy cotidiano.  Un amigo que milita en la asamblea de Parque Saavedra trae una pequeña escena: Un domingo en el parque luego de terminar la asamblea, la policía de la Ciudad desalojó un paseo de manteros. Lxs asambleístas actuaron en defensa; pero lo que duplicó la potencia de la intervención fue que una vecina que no era parte de la asamblea, se sumara al repudio, pidiendo que dejen funcionar el paseo, diciendo: “esto es parte de mi Domingo”. Una escena de radicalidad masiva.

 

El arco enemigo

En las antípodas de este tipo de interacciones uno a uno en el espacio público, mucho se habla del éxito de los nuevos métodos de politización que instrumenta Milei, conectados con las nuevas subjetividades de redes, la postpolítica y la mar en coche. Pero no es que los nuestros hayan quedado obsoletos. Sino que simplemente son, siempre fueron, contrahegemónicos y por tanto, lentos. Es mucho más fácil hacer política para el poder concentrado que contra él, lo sabemos. El poder concentrado por lo general ya está guionado geopolíticamente y viene hoy, con su kit de comunicación ya integrado (el hecho al que ya nos hemos acostumbrado, no deja de hacer inédito que el creador de una red social se haya convertido en un líder político y parte de una fórmula presidencial).

En otra escala, nosotrxs también hemos sido muy buenos propragandistas. Del agit prop soviético a la escolástica peronista. Y en el feminismo ¿Qué decir? hemos sido creativas publicitarias directamente.  Hemos creado hasta un color.

Por eso hoy el movimiento LGTBIQ+ , los feminismos y el antirracismo, están ante el desafío de volver a plantarse una vez más contra la sentimentalidad de este nuevo fascismo y llevar a la llama las cenizas de la política progresista y de izquierdas. O al menos, avivarlas.

Algún día, como se apuntaba al kirchnerismo y también contra quiénes defendíamos políticas progresivas y de izquierda, “el relato caerá” y los “zurdos correremos”. Ellos creen emerger en el albor de ese momento. Pues bueno, su relato de estabilidad tendrá también su agotamiento, más pronto que tarde. Y cuando advenga el fracaso, solo quedarán, de un lado y del otro, los más radicalizados de nosotres y de ellos: los verdaderos apasionados de la política, quienes estaremos dispuestos a defender nuestras ideas hasta el final.  Esto es lo que sí da miedo: ¿cómo se los enfrentará siendo democráticos?

Es otra de las preguntas que cada tanto circulan. Creo que no podemos responderla como se respondieron en dictadura ni bajo los gobiernos democráticos de los que venimos. No va a ser pasando a la clandestinidad para formar guerrillas, ni quedándonos en la comodidad supuestamente estratégica del “imperativo del centro”, al decir del periodista Diego Genoud, de rosquear con todos los sectores aledaños al milésimo e incluso con el mileísmo mismo, hasta terminar indistinguibles en una política impropia, o dicho mal y pronto: formando gobierno con el macrismo y con un sector de ellos. Tampoco, creo, funcionará mediante el formalismo democrático del repliegue, para poder derrotarlos “donde corresponde”: en las urnas, con nuestra política propia. Algo tiene que existir entre la enemistad como absoluto político y una política completamente vaciada de enemistad.

Escucho y comparto la intervención del activista transmasculino Ese Montenegro en Futurock, donde dice que “espera que el sábado sea como lo que fue la marcha contra el 2×1 en el macrismo”. El intento de sancionar una ley que permitía reducir la pena y llevar a la liberación de genocidas, implicaba pasar por alto un pacto democrático básico de la sociedad argentina. Me pregunto por un lado qué pasaría hoy, cuando están implementándose nuevos métodos para lo mismo, con el vaciamiento de los sitios de memoria y la destrucción de archivos. Un amigo reacciona negativamente ante la parábola del activista. Dice que comparar una cosa con la otra es darles terreno, que es una estupidez comparar un discurso con una ley que libera genocidas, que es incluso, según él, insultante la comparación para lx hijxs de deseaparecidxs, etc. etc. Como todo con este amigo, es discutible. Yo creo en cambio que es muy elocuente la parábola y también el deseo de que la marcha del sábado sea por un lado tan masiva como la del 2×1, y por otro, que tenga el efecto de demostrar que, así como los genocidas no pueden estar libres en democracia, las personas homosexuales tienen derechos humanos. Y que, como bien dijo Montenegro en la entrevista, no se plebiscitan. 

 

Contra todo en general

Porque no se trata de una marcha en repudio “a los dichos del presidente”, no es que estamos esperando a que se retracte. Vista así, no se trata de una marcha por “nada” en particular, sino de ir contra todo en general. El ataque contra el movimiento LGTB, y el apoyo que se ha demostrado tenemos sobre estas cuestiones, es el caballito de batalla para seguir exponiendo todos los consensos que este gobierno está pasando por alto: como que tiene que haber hospitales y universidades públicas, derecho a la protesta, subsidios, jubilación y sindicatos.

Para eso, primero creo que es importante deshacerse de un mal de los progresismos hoy por hoy: los ghettos autosatisfactorios y los personalismos militantes, el indignismo, la “instagrimazación” y “raverización” de la participación política (amén de las raves organizadas como respuesta política, el repudio del moralismo sobre las drogas, y de la Marcha del Orgullo como fiesta).  Me refiero a la frivolidad, que es la menos placentera de las vanidades. 

En ese sentido, cabe recordar que todas esas figuras que hoy en la comunidad LGTB y más allá, veneramos hasta el fanatismo, como Nestor Perlongher y Pedro Lemebel fueron, mientras militaban, parias políticos: expulsados tanto del peronismo como del comunismo. Amen de la homofobia de los movimientos políticos en aquel entonces; ellos no eran, ni serían hoy precisamente progresistas en torno a su concepción de la lucha política, sino izquierdistas o anarquistas. Esa clase de militantes hoy serían tildados de ultras, sin “vocación de masas”, o de hacer juego a la derecha incluso; quedarían deformes dentro de la ley de talles de lo queer cool progresista. Pero es con la radicalidad absurda y “poco estratégica” de esas locas que se erigieron los primeros movimientos LGTB que hoy disfrutamos como tradición de lucha, en primerísimo lugar y como política pública, mucho después. Porque el movimiento LGTB tiene a la diferencia y la multiplicidad de tendencias dentro de su corazón político. Por eso es tan difícil organizarnos. Pero no mucho más, o quizás incluso menos, que para otros sectores en este momento.

Se trata entonces, para mí, de generar el camino hacia una “radicalidad masivizada”. Lo contrario de una “minoría intensa”. Pero masiva, no por la cantidad de cuerpos en la calle (podremos ser miles o millones como en las marchas antifascistas hoy en Europa), ni en cantidad de seguidores, tampoco por la amplitud de la unidad (que siempre que es sólo táctica, termina durando muy poco); sino en intensidad, siendo moleculares, dentro de la conversación masiva y por construir la apuesta, una vez más, por un consenso que pareciera estar perdiéndose en general, incluso entre los sectores progresistas: que los cambios políticos se logran con organización colectiva.

En los niveles de participación que cada uno pueda tener, desde sumarse a algún tipo de militancia más o menos organizada, a ir a la marcha, compartiendo información, yendo a los principales medios de comunicación o haciendo pintadas, un sticker en un baño, dando el debate entre nuestros familiares y amigxs, con compañerxs de trabajo y cursada, también en las redes. Todo eso es construir radicalidad masivizada. Y lo estamos haciendo bien, porque nunca dejamos de hacerlo. Porque sabemos que la homofobia y la transfobia están a la vuelta de cualquier esquina. Lo más difícil era hacerlo cuando estábamos en el closet.

Sin tomar ninguna acción a la “ofensiva” (nos hemos convocado simplemente en asamblea, en un parque a pleno sol de Enero), vemos como hemos astillado un poco de su plan: han tenido que retractarse, ha bandeado contra su exabrupto, el macrismo, cuya relación de por si es frágil; en fin, han retrocedido con respecto a la radicalidad de su discurso justo en el momento donde pensaban que estaban siendo más radicales que nunca. Fallando así en el aspecto clave de la etapa 0: convencer a los propios. Ni eso.

Con este paso de macabra comedia en Davos, son ellos los que con esto se han pasado “tres pueblos”, o más sencillamente: uno. En uno de sus cuatro o cinco posteos de memes diarios desde la cuenta personal de Instagram del presidente, varios votantes de la comunidad LTBIQ le responden. El usuario matiasrotger redacta directamente una carta: “Estimado señor Presidente @javiermilei , Quiero expresar mi preocupación como gay, anti-kirchnerista, anti-peronista y anti-izquierda, que lo voté y apoyo sus políticas económicas para sacar la corrupción y reducir la inflación y la pobreza. Sin embargo, me duele y preocupa su discurso en Davos, ya que siento que hay un rechazo hacia las personas LGBTQ+ y temo que haya un retroceso en la aceptación y respeto hacia nosotros. Entiendo que su palabra tiene mucha influencia en sus seguidores y me preocupa que pueda eliminar derechos adquiridos como el aborto legal, la ley de identidad de género y el matrimonio igualitario. Aunque estoy de acuerdo en que algunos de estos derechos puedan necesitar revisiones, creo que es importante mantenerlos y mejorarlos. Como gay, no quiero sentir que soy visto como un enemigo por el libertarismo. Creo que es importante tener un discurso más liberal y empático hacia las personas LGBTQ+ y reconocer que nuestra orientación sexual no define nuestra ideología política. Estoy de acuerdo en que ante la ley debemos ser iguales, pero mezclar pedofilia con homosexualidad es un discurso delicado y estigmatizante.
Espero que alguien de su entorno lea esto y le transmita mi pesar. Quiero seguir apoyándolo porque quiero vivir en un país más justo, honesto y ordenado, pero donde me sigan considerando parte de la sociedad. Atentamente, Matías”.

Algunos lo invitamos a sumarse a la marcha del Sábado.

Salvo este momento no han tenido mucha buena suerte los líderes dogmáticos, sino más bien los moderados en Argentina, en parte por peronismo, y en parte, porque creo que quizás siempre necesitamos sentirnos partícipes de los procesos. Los dichos de Milei en Davos no son completamente ajenos a la sociedad argentina en su contenido, pero dejan a casi todo el mundo afuera por su forma: artificiosa y salvaje en su enunciación y con una buena cuota de extranjería. No hay señoras en la verdulería hablando de “wokismo”; el polémico ejemplo de la pareja estadounidense resulta risible frente a los casos de pedofilia en manos de padres varones heterosexuales y curas pedófilos tan conocidos en Argentina, y ya (casi) nadie en nuestro país se atreve a expresar que los homosexuales sean enfermos. Mal que mal, entonces, se quedó hablando solo para los fanáticos, siendo el un fan de los líderes que le dieron sus minutos de fama en Davos.

Pero hay allí un vector para empezar a reestablecer ese consenso, que son, como bien recogen Verónica Gago, en su nota esas “pasiones fascistas” que empalman en la lógica, de, como ellas acuñan, una “economía de la velocidad”: si no tenés plata, el que gasta plata del Estado en medicación para el VIH o para testosterona es tu enemigo.

Tenemos en frente, en la etapa 0, la tarea de evitar que ese tipo de frases hagan algún sentido para la mayoría de las personas.   

Frente a esos experimentos mentales, de los más básicos de los juegos de lenguaje liberales, una cascara vacía sin poder explicativo, lo que resulta más palpable y actual es que si un jubilado tampoco tiene para pagar la medicación, es que nos están robando a todos por igual la plata del bolsillo.

Así como los conservadores propios y ajenos nos hacían parte del ultraje económico del albertismo por ponderar las “políticas de minoría”, la incertidumbre total de la economía y la bomba de tiempo de la pobreza, no está como para que Milei pueda darse estos lujos autoritarios. Si este año (electoral) su diseño financiero no empieza a materializarse en algún tipo de desarrollo productivo real, o un rescate económico para las mayorías, la mecha de la gente va a estar cada vez más corta. Y ante eso ya quedará muy atrás el argumento del gay o el migrante como enemigo. No van a dar los tiempos para pasar a la etapa 1 del fascismo: su principio de consolidación.

De mostrar con realidad e intensidad esto sí se trata la marcha del sábado y del proceso que está por disputarse pasado ese día.

Una clase puede ser muchas clases // Maria Pía López y Guillermo Korn

Se nombraba con orgullo: profesor. Un docente de aquellos que piensan que en cada clase se conjuga una partitura nueva, de los que hablan mientras abren la escucha más atenta a la conversación que surge. Alguien que eligió, sobre otras trayectorias profesionales mejor remuneradas o más ligadas a las rutinas del prestigio, la insomne tarea de dar clase. Múltiples recuerdos que circularon sobre Javier Trímboli, de él hablamos, hicieron foco en ese estado de gracia que tuvo, también, como docente.

Alguna vez, allá por 1997, impulsó un documento firmado por un conjunto de historiadores que se conoció como el Manifiesto de Octubre y se convocaba a una discusión pública. Era la escritura del hartazgo y la advertencia sobre el destino de las universidades y, en especial, de lo que en ellas se llama investigación. Alerta respecto de lo que pasaba en ese tiempo: la capacidad de discutir el ahogo presupuestario y la ofensiva neoliberal, sin incluir la crítica hacia los dispositivos que iban a transformar, de cuajo y en ese sentido, las instituciones, cuando sí hubiera presupuesto. Nos acostumbramos a la lengua de los incentivos, al regimiento de la CONEAU, a la acumulación de formularios, a la evaluación como motor del abatimiento. Eso se discutía, cuando se confrontaba el confortable encierro de las escrituras en los entornos de colegas, en las publicaciones cercadas por la indexación pertinente, en el silencio respecto de la conversación pública.

 
 

Se ha dicho en estos días que nadie estuvo a la altura de esas enfáticas escrituras. Javier Trímboli lo estuvo con los modos precisos de la fuga y de la pregunta por el sentido político de lo que se hace. Ninguna palabra puede ser dicha en el vacío, porque aquella que se presume inocua, al hacerlo tira sobre la enunciación una manta relativista. Eso lo sabía, con intensidad, Javier. Por eso, eligió el ensayo -ese género del riesgo y la conversación política- antes que el formato de la tesis. Escribió un libro desolado en el que volvía a pensar un viaje: 1904. Por el camino de Bialet Massé. Clave para pensar la década de 1990 -justo ahora, que retorna como deseo para muchos, amenaza para otrxs y que nos encuentra con no poco cansancio-, para comprender el desguace de un territorio productivo y social, y asomarse al temblor de las vidas dañadas. En 1904, Bialet Masse había escrito su Informe sobre las clases obreras en la Argentina. Lo había contratado Joaquín V. González, ministro de Roca, en el marco de la apuesta por una ley de trabajo que no fue sancionada. La descripción de aquel catalán de su recorrido por los lugares de trabajo y establecimientos fabriles no era lo que podía esperarse de un informe de Estado, ni fue del agrado de los propietarios. Javier volvió a algunos de esos pueblos y ciudades para ahondar en las huellas de aquel texto y, en paralelo, pensar con desgarro la década del 90 y su política de devastación. Ese ensayo desplazó la idea de una tesis sobre la obra de Ramos Mejía, que había comenzado a esbozar. Fue un comienzo y un cierre. Comienzo de los que publicará y cierre con los precedentes, pensados como entrevistas y compilaciones colectivas.

 

Escribió en las huellas de otra escritura, porque era un lector para el cual el archivo no era repositorio que invocara liturgias ni trastos a los que dejar, finalmente, de lado. El archivo escriturario, sonoro, visual, estaba ahí, a ser construido, a ser leído como conjunto de huellas vivas, a ser una y otra vez interrogado. Lo decimos rápido: a ser interrogado desde un compromiso vital, político e intelectual de izquierdas. Archivo y revolución: modos del anacronismo. No de la deuda, sino del tajo en el presente. En toda la obra de Trímboli -los libros, las clases, los cursos de capacitación docente, las intervenciones en charlas y mesas redondas, la labor en la TV pública, los podcast y producciones audiovisuales- ese núcleo resulta constitutivo: la tensión entre pasado y presente, pero también como diálogo para permitir que los acontecimientos de otro tiempo se vean cercanos, sin caer en semejanzas capaces de borrar aquello que la tensión aloja. La historia pensada a contrapelo, no linealmente, o en el facilongo blanco contra negro, sino con su escala de grises.

 

No cultivaba el halo tranquilizante de las dicotomías que estructuran muchas discusiones, sino el zoom sobre el detalle. El detalle como clave de lectura permite hacer foco en aspectos que a cierta lejanía se pierden, valorar aquello que pasa desapercibido y en la mirada general queda fuera de la observación. La exhaustividad de este tipo de análisis supone trazar genealogías y complejizar tramas. La necesidad de apelar al difícil arte de saber leer y relacionar lecturas. En el caso de Trímboli, ese universo podía nutrirse tanto de Hannah Arendt a Alcides Greca, como de Vicente Fidel López o Walter Benjamin. Y Cavafis, y Busaniche, y Sergio Raimondi, y Sebald, y Terán, y Nietzsche, entre tantos. Y siempre Halperin Donghi y Horacio González. Pero también se nutría de los colectivos que forjaba, que se tramaban alrededor de su impulso, de las personas con las que construía cada proyecto y con las que sostenía un impulso conversacional atento y persistente.

 

Un lector, un escritor. En Sublunar, Trímboli llevó a cabo la reconstrucción minuciosa de un archivo de los sucesos recientes, para comprender lo que se trasegó, se intentó, se abandonó, en los años del kirchnerismo, en la época en la que quisimos que bajo ese nombre se recuperara algo de la apuesta por la revolución. Es un libro que se puede leer como reconocimiento de un campo minado, de una historia de obstáculos, de una secuencia de posibilidades descartadas o de discusiones olvidadas. Vivimos, lo sabemos, como si cada acontecer victorioso reordenara el pasado a su gusto, para engalanarse de ser lo que racionalmente debía ocurrir. Javier, el benjaminiano, pensaba a contrapelo la historia. Sabía que “arduo es trabajar con la memoria y más aún con los resquemores heredados”, como escribió en Espía vuestro cuello. Buscaba los otros rastros, el murmullo de las conversaciones más amplias, las palabras que se habían dicho y escrito, las imágenes que circulaban. Evitar que cada acontecimiento convierta la multiplicidad anterior en una serie de antecedentes necesarios.

 

Eso ocurría en cada clase, donde el horizonte de la conversación se concentraba en un detalle, que convertido en piedra preciosa, se ponía a refulgir en una interrogación fundante a veces sobre la historia, otras sobre la transmisión generacional, los legados, los mitos y siempre la política. En estos días se multiplican recuerdos hermosos de muchas personas, que muestran que Javier Trímboli fue no solo un maestro para les más jóvenes (por aquello que lo desvelaba: las generaciones venideras y la transmisión de los legados), sino un maestro para su propia generación. Para nosotrxs, sus colegas, sus amigues, sus compañeres de estudio. Para quienes atesoramos un modo de leer, una precisión enunciativa, una insistencia en el sentido de lo que se hace, en los que se insertan esos trazos que aprendimos con él. De todo ese campo formidable y vivo de recuerdos, dejamos brillar aquí esa memoria de una clase, de una clase que puede ser muchas clases, en cualquier lugar y no solo en un aula, también en una escuela, un sindicato, una universidad, una radio, una clase en la que alguien se prepara, con toda su sensibilidad y todo su arrojo, para que una cita ocurra entre trayectorias diversas. 

100 años de Gilles Deleuze // Diego Sztulwark

Gilles Deleuze nació hace un siglo, en Francia, un 18 de enero de 1925. vivió 70 años. Como filósofo fue historiador, docente y escritor. Se involucró en el activismo micro-político, se interesó por la literatura, el cine, la pintura, el teatro, el psicoanálisis -de modo polémico-, y por las ciencias. La triple excepcionalidad que reivindicaba para sí mismo respecto de su generación -la generación del 68– es la de no haber sido militante del Partido Comunista, ni heideggeriano, ni estudiante de la exclusiva École normale supérieure. Se suicidó muy enfermo en 1995. A Deleuze no le gustaba hablar de su biografía, pero en la larga entrevista titulada abecedario, que concedió a fines de los años 80 a Claire Parnet, arroja pistas de todo tipo (por caso, el arresto en 1944 de su hermano mayor, fue arrestado por resistencia y murió durante su traslado al l campo de concentración de Buchenwald). En cuanto a su obra, escribió diecisiete libros sólo, cuatro junto con Guattari, uno con Parnet, otro con Carmelo Bene y una compilación de conversaciones; además de un sinfín de entrevistas, artículos, diálogos, conversaciones, introducciones, prólogos, reseñas y cartas reunidos en libros póstumos, o publicados como intervenciones puntales. Además, Editorial Cactus ha publicado trece volúmenes con sus “clases”, desgravaciones de sus cursos sobre Spinoza, Leibniz, Kant, Rousseau y Foucault, Bergson y el cine, Bacon y el diagrama y sobre su trabajo en torno a esquizofrenia y capitalismo. Salvo uno que otro texto puntual que se haya escapado a sus editores, prácticamente todos sus escritos han sido traducida y publicada en castellano. Lo que falta, habría que inventarlo. (He tenido el sueño recurrente con organizar una conspiración para redactar las clases que Deleuze no impartió sobre Kafka o Nietzsche).

 

Leer a Deleuze supone enfrentar decisiones: no hay frase suya que no esté ya impregnada de una atmósfera gaseosa y lúdica, efecto de la acción de ciertos pasadizos desconcertantes -a la vez que sumamente precisos- que conectan pensamientos que no obedecen ni dan a ningún programa sistemático de formación intelectual. No hay texto deleuziano que no esté poblado de un modo u otro de palabras claves – “hábito”, “pliegue”, “virtual”, “diagrama”- que funcionan como avisos de bifurcaciones veloces hacia parajes distantes habitados por ideas convergentes. Son cartelitos anunciadores de desvíos hacia zonas de disyunción y de multiplicación cósmica de “planos de inmanencia” en incesante conversación. Muchas veces esos cartelitos son nombres propios como Paul Klee, Virginia Woolf, Antonín Artaud, William Burroughs, Heinrich Vos Kleist, Lewis Carroll, Emile Bréhier, Bernhard Riemann, Samuel Becket, Suzanne de Brunhoff o Salomón Maimón (por nombrar solo un puñado). No se trata dispersión postmoderna, ni erudición universitaria, sino de un universo de consistencia a-centrada.

Deleuze no fundó escuelas ni tuvo discípulos. Pero sí tuvo grandes lectores, que accedieron a su propia escritura a partir de una radical inmersión en sus textos. No se trata de comentadores, sino de filósofos que pensaron a partir de ciertas zonas irresueltas, oscuras o fascinantes de su obra. Es el caso de Francois Zouravichvilli (Deleuze, una filosofía del acontecimiento, 1994) y David Lapoujade (Deleuze, los movimientos aberrantes, 2014). En la Argentina Deleuze tuvo grandes lectores, el más precoz y personal fue seguramente Néstor Perlongher, que estudió El Antiedipo en 1975. Entre los textos pioneros sobre su obra se puede nombrar a Dardo Scavino (Nomadología, 1991) y Raúl García (La anarquía coronada, 1999). Pero la presencia efectiva de Deleuze en la cultura argentina hay que rastrarla en grupos de estudios, cátedras universitarias, estudios académicos, debates militantes, querellas psicoanalíticas e investigaciones de tipo artísticas. Y, sobre todo, en los catálogos de editoriales fundadas en torno a 2001 (de Tinta Limón Ediciones a Cactus, entre otras), que introdujeron textos claves para la formación lectora de toda una generación, publicando textos de la galaxia deluziana (Félix Guattari, Gilbert Simondon o Jakob Johann von Uexküll), así como de quienes con mayor potencia y originalidad supieron relanzarla (Franco Berardi, Suelly Rolnik, Manuel de Landa o Peter Pal Pelbart).

 

¿Por qué Deleuze tuvo una nueva relevancia entre nosotros en torno al estallido de 2001? Por la gran afinidad de su filosofía con la experimentación. Su muerte coincidió aquí con un período de condensación de prácticas micropolíticas en torno a la impugnación del neoliberalismo. En ese contexto, Deleuze fue la filosofía de fondo de una Argentina agitada por los escraches de HIJOS y por la maduración del movimiento piquetero, así como por la enorme apertura intelectual que se dio luego de la caída del Muro de Berlín y durante los largos años del antimenemismo.

 

Si bien Deleuze fue el “maestro de una generación” (formula que utilizó para referirse a Sartre), lo que montamos aquí durante el período más subversivo de nuestra democracia fue más bien un artefacto-Deleuze, cuyo uso permitió poner en marcha todo dipo de “máquinas de guerra” -concepto inspirado en la intifada palestina- contra las trascendencias comunicacionales, las mistificaciones mercantiles y las formas de mando social. Alguna vez Toni Negri explicó que el izquierdismo de la filosofía actual comienza cuando se lee a Foucault desde Deleuze, a Deleuze desde Guattari y a Guattari desde el marxismo autonomista. El “deleuziamo de izquierda” argentino mixturó todo eso con un poco de zapatismo, de John William Cooke, de León Rozitchner y de la Hebe de Bonafini de los 90.

 

Tal y como entendió Foucault, la filosofía de Deleuze es una introducción a la vida no fascista, contra toda política que “nos hace amar al poder, desear aquello mismo que nos domina y nos explota”; una filosofía hecha de devenires revolucionarios: exactamente lo que necesitamos hoy para arrancar este año 2025.

 

 

Relato de viaje en fuga de Milena Jesenská // Cynthia Eva Szewach

                                                                               Mi corazón latía en su jaula  

                              M. J.     

 

Esa mirada a través de la ventana, una mirada directa, resuelta, que no ve ni los techos ni los árboles, ni el cielo ni los caminos abajo, esa mirada que se lanza como una primera flecha, como un respiro de la angustia, ¿qué es sino el deseo de huir hacia el vasto mundo?”

Así comienza un artículo poético de Milena “Un coeur en rodage[1]. Un corazón en marcha, que busca lo desconocido, un recomenzar, un estado de soledad, a través del viaje, que narrará al modo de diario. Intenta partir a nuevos caminos, encontrar otro lado. Partir, partir, partir, escribe.

Aproximadamente en 1920 Kafka justamente escribe “La partida”, un cuento breve. El personaje monta su caballo. Su sirviente le pregunta a dónde va. El patrón responde:  -“No lo sé, simplemente fuera de aquí, simplemente fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más, es la única manera en que puedo alcanzar mi meta. – ¿Así que usted conoce su meta? -preguntó. Sí -repliqué-te lo acabo de decir. Fuera de aquí, esa es mi meta». Al preguntarle al patrón por las provisiones, responde que no lleva, porque es un viaje largo, por lo tanto, no habrá opción tendrá que conseguir en el camino para no morir de hambre. “No hay provisión que pueda salvarme. Por suerte es un viaje realmente interminable.”

Milena realiza su búsqueda para retirarse de un tiempo de desasosiego de asfixia.  Ensaya en el texto un diálogo con su corazón, que personificado, lo imagina cerrar la puerta a todo lo que hay aquí y empezar de nuevo allá. Es una manera de salir de sí.  Aquí todo se derrumba, dice, allá existe una oportunidad de salvación.  Tiene que haber algo más, en otro lado.  Irse a lo nuevo y lo lejano.

Sin embargo, finalmente se trata del “regreso a casa”, aquello que creía una esperanza de salida, en hermosos lugares, no parecía funcionar. No le interesarán más los monumentos, aclara.  Sentía el corazón terriblemente oprimido… “Nunca me sentí tan abandonada como al imaginar que estaría obligada a permanecer en esa ciudad (aunque fuera maravillosa como París, Padua, Pisa)” No encontraba lo que creía, incluso olvidó qué buscaba. No fue un vagabundear en una errancia desértica, ni una forma de ahuyentar el tedio.  El corazón tenía miedo. Se sentía entre el hogar y lo extranjero y con lo extranjero se llenaba de temor. Contaba las leguas de distancia con su ciudad.  El mundo más vasto de lo que imaginaba, pero también fragmentado en jornadas, plagado de velocidades (…) “en toda esa inmensidad, no hay ni el mínimo pequeño refugio para no sé qué nuevo comienzo, para vidas nuevas¨”. Kafka, sin embargo, sabía de antemano que el viaje era interminable y, “que a partir de cierto punto no hay retorno, y ese es el punto a alcanzar”

Milena continúa afectada por una sublevación que no ve: el ser humano, “no grita, no llora, no desespera porque siente vergüenza: así que come, duerme, se viste, se lava, hojea periódicos, como si nada pasara…”  La vergüenza, un sentimiento que tantas veces Kafka padece en las cartas que le escribe, miedos, con un corazón estrujado, entre llegar y no llegar, soñarla, amar sus palabras.  Del viaje ella retorna a su casa llena de angustia aún así le sorprende que las cosas siguen ahí. Escribe que tiembla luego de soportar lo que llama una “prueba”. Vuelve al primer gesto: mirar por la ventana. Allí, más allá de los tejados, más allá del cielo y de la calle, se extiende el amplio mundo. “Hoy es tan desconocido, tan tentador y atractivo como el día en que partí. Pero yo, aquí, de pie junto a la ventana, empobrecida por la experiencia, como engañada por mi descubrimiento: ese mundo ahí afuera, aunque fuera diez veces más grande, no encierra nuevos comienzos”.

Se pregunta qué vale la pena como experiencia y si acaso valió la prisa. ¿Cómo suponer una experiencia que empobrezca? Ella nació en Praga, también vivió un tiempo en Viena, volvió a Praga…

Concluye; la cuestión es que no se trata de una fuga: “La vía hacia un nuevo mundo interior pasa por una sola cosa: el coraje de mirar de frente el colapso del antiguo. Para empezar, sería necesario que este colapso fuera total: es ese colapso total, ese trastorno y esa ruina es lo que habría que soportar”

Soportar la ruina… los escombros de los propios derrumbes, aunque hay otras ruinas que advendrán, in progress.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[1]  El título en francés es: “Un coeur en rodage” no se pudo en principio ubicar en otros idiomas. La fuente es la versión francesa “Vivre” Bibliotheques 10/18 París. El artículo no lo encontramos aún tampoco en checo, su original. Puede traducirse, como un corazón en ablande, en rodaje, en camino, en circulación, en tránsito.

 

El anti-antiperonismo y la derecha argentina // Diego Sztulwark

Carlos Pagni cita hoy a León Rozitchner en su columna del diario La nación: «A Milei y sus colaboradores les cabe lo que León Rozitchner explicaba de los intelectuales de Contorno: “No éramos peronistas. Éramos anti-antiperonistas”. El anti-antiperonismo y aún el anti-antikirchnerismo es una línea invariable del discurso que La Libertad Avanza hace circular por las redes sociales».

Es verdaderamente extraño encontrar una referencia a Rozitchner y a la Revista Contorno en un periodista de la derecha liberal-conservadora argentina. La cita es tan exacta -«Éramos anti-antiperonistas»- que aún resulta orientadora de una posición intelectual: ese anti-antiperonismo fue un posicionamiento de radical antigorilismo, que apuntaba a concretar una cita perdida entre una clase trabajadora orientada por un líder nítidamente no izquierdista y una izquierda que apuntaba a confluir críticamente con ella en la experiencia de un enemigo en común.

Más allá de la clara inversión ideológica, la cita pierde algo de su precisión cuando se la aplica para entender las actuales pugnas fraccionales de la derecha: LLA tiene mucho de anti-kirchnerista, y de antiperonismo. Es muy posible que ese «anti» no sea caricaturalmente gorila al modo del Pro. De hecho, hay signos de que LLA tiene -aunque le duela al Turco Asís- un alma «menemista», con la que sueña tomar al peronismo desde la derecha. Si un día ese «anti-anti» funcionase realmente, tendríamos -posiblemente, improbablemente- una nueva hegemonía de derechas.

Lo que resulta estremecedor, en cambio, es el destino de las metáforas políticas del siglo XX argentino, anodinas para las diferentes fracciones de la izquierda y del peronismo progresista -que parecen declararse como aniquiladas intelectualmente en un momento dramático de desafíos extremos- y fuente de recursos retóricos y de prestigio para unas derechas que se declaran en ofensiva permanente. Como si el archivos vivo de nuestra historia hubiese quedado librado a un estado disponibilidad sin disputas interpretativas.

 

¿Alguien sabe aún descansar? El hommo-scroller y la pandemia de ansiedad* // Agustín Valle

Antonio Di Benedetto puso en su genial novela Zama una dedicatoria peculiar: “A las víctimas de la espera”. Una belleza. La novela transcurre en el último cuarto del siglo XVIII en lo que hoy es Paraguay, y comienza con el protagonista, Don Diego de Zama, esperando, en la orilla del río, que llegue por las aguas algún barco, a ver si le trae cartas: noticias de su esposa, o respuestas del Virrey a su pedido de traslado a otra locación. La novela dura, él espera, espera. Avanzada la trama, lamenta profundamente que nadie haya disuelto su esperanza. La espera degeneraba en esperanza. Spinoza la cuenta, a la esperanza, entre las pasiones tristes, es decir, aquellas que indican una disminución de nuestras potencias. Porque la esperanza afirma nuestra presente impotencia y, además, sitúa en causas externas la posibilidad de alguna alegría por venir.

La esperanza era un problema del tiempo de la Historia. La humanidad vivió en la era de la Historia durante siglos; la Historia, una cosmovisión, según Marshall McLuhan, instalada en la subjetividad por una técnica, la lectoescritura, sobre todo desde que la imprenta moderna la masificó. La lectoescritura da forma a una percepción lineal, progresiva, secuencial, tal como la Modernidad naturalizó la idea de Historia. En esa línea, las cosas llegarán. Hay que esperar, tengamos esperanza. Se vivía con imágenes de futuro. Las cosas pasarán. Ahora las cosas están pasando. Tanto que, en realidad, constantemente ya pasaron. Por eso cuando la técnica que da forma a la subjetividad es la de las pantallas conectivas, en una era de simultaneidad, instantaneidad y ubicuidad, hay más víctimas de la ansiedad que de la esperanza.

La ansiedad, pandemia mundial, muestra la necesidad de una producción de futuro inmediata y constante. Es decir, de actualización. Como si el deseo se redujera al requerimiento de que algo advenga, que algo advenga ya; que lo que pase, pase ya. La ansiedad es la reducción del deseo a un tic (o a un clic).1

Ante la plétora infinita de novedades, no es posible encontrar a nadie que esté plenamente actualizado. Es que, en rigor, en la actualidad no hay nadie. Todos estamos atrás –algunes más, otres menos–. La Actualidad se define sin nosotros y tenemos que correr –y no dormir– para conectarnos.

Estuve todo el día haciendo cosas sin parar y, sin embargo, llega la noche y siento que no hice nada.” Un efecto palpable de la mediatización, un saldo psicofísico; testimonio común en tiempos hiperconectivos. Vida mediatizada. Esa sensación, ese saldo sensible al final del día, es propio de una experiencia donde las cosas se viven todas pegoteadas: porque la Actualidad es un continuo y la virtualización de la vida, es decir, su vuelco integral a la Actualidad (que tanto se multiplicó Desde el Corona) arma un régimen de conexiones sin intervalo.

Cuando las actividades –y también, por tanto, nuestras facetas o roles vinculares– se viven amontonadas, en simultáneo o una tras otra sin solución de continuidad, las diferencias que tienen las cosas, en tanto experiencias sensibles, quedan limadas: homogeneizadas por el ritmo patrón, regido por la conectividad. El diferencial de cada cosa se disuelve en la uniformidad de la máquina y su ritmo –A Todo Ritmo–. Siempre solicitudes excesivas respecto de la posibilidad orgánica; siempre detrás de la interminable lista de deberes: en deuda siempre. Un rato desconectadxs, algo nos perdemos, algo podríamos hacer o responder. Vivimos pagando para dormir debiendo.

El trabajo –o, mejor dicho, los trabajos–, lxs vecinxs del consorcio, el que me quiere vender el filtro de agua, la secretaria de la doctora, las amistades y relaciones amorosas, todo junto, amontonado y sin silencios. Una vida sin entres. Porque la conectividad tiende a un régimen de acoplamientos funcionales sin pérdida. Abundan las encuestas que muestran cuánto las empresas –y muchxs trabajadorxs– esperan seguir implementando el teletrabajo cada vez más, con o sin pandemia de covid. Pero quienes aún se trasladen por la ciudad –o entre ciudades– tienen la pantalla celular para llenar ese entre.

¿Cuánta conexión hay al momento de despertar, o justo antes de dormir? ¿Cuánta conexión en el baño? ¿Cuánto se filtra la conectividad como líquido que llena todo entre, o incluso se cuela si en principio no lo hay?

La economía de la atención no es tanto un modo de producción como una guerra, cuyo botín son los cuerpos vivos, y así los dispone: constantemente enganchados (disponibles), sin instancias de silencio, de vacío, de flotación, de aburrimiento o vagancia (distraídos sí, libres no). En este imperio de la luz sin entres se atrofia el ensueño –el ensueño tan bellamente teorizado por León Rozitchner en su Materialismo ensoñado como potencia subjetiva que logra entrever las dimensiones de lo real no dispuestas ya en acto–. Percibir lo que existe sin ser obvio.

¿Qué forma le queda al bicho sapiens celular que (se des)vive en la Actualidad? Una forma cabizbaja. Con la mirada clavada en la mano; nuestra mano, que ya no ofrece la palma para que descifremos allí nuestro destino ni se cierra en un puño para expresar la unión y la fuerza, atávicos gestos perdidos en la ocupación de la mano por el aparato-ventana del nuevo cielo. Bichos humanos mediáticos, bichos escroleros.

Todo el día haciendo y al final no sentir ninguna cosa realizada”, sí. Pero también a la inversa: “Hoy estuve todo el día sin hacer nada y, sin embargo, llega la noche y estoy agotada como si hubiera hecho cosas sin parar”. Ambos testimonios (muchas cosas sintiendo nada, mucha nada sintiendo lleno) son espejos que muestran costados opuestos de lo mismo: la dominación sensible del patrón temporal conectivo por sobre la experiencia de la singularidad de las cosas, incluido el reposo (o el “esparcimiento”, que también resulta acaparado por ofertas de pantallas conectivas).

Esta totalización conectiva no se basta con instalar en el cuerpo el toqueteo y desbloqueo “sin motivo” de la pantalla, ni tampoco con el chequeo (sobre el que volveremos en el próximo capítulo); requiere más, y por eso nació el escroleo. El escroleo es una operación, un gesto, que reproduce la inserción de la Actualidad en el cuerpo, y viceversa.

El capitalismo 24/7 necesita esta suerte de tic masivo que nos mantiene disponibles. El escroleo mantiene activa la cinta del continuo; la refresca cuando amaga con detenerse. Con la vista encuadrada en la pantalla luminosa, y el dedo meta frotarla, incorporamos y reproducimos la matriz perceptiva de nuestro tiempo. El dedo manda al pasado lo ya visto para traer rápidamente lo más nuevo. ¿Acaso después lo que vemos en persona también empezamos a verlo de movida como ya viejo y como esperando rápido algo más actualizado?

El dedo va pasando las imágenes, los mensajes y, si es por el dispositivo, la cinta vertical es sin fin (escroleo y Moebius), nunca llegamos a algún lugar donde estar. Es que el escroleo es el horizonte de nuestra época cabizbaja. O acaso sirva para que nuestra época no tenga horizonte, para seguir especulando infinitamente la Actualidad.

Sin fin, pero no eterno, es el patrón conectivo. Lo eterno daría serenidad en vez de esta proliferante ansiedad. Se ve entonces que la ansiedad, lejos de un problema personal, puede entenderse como la incorporación fisiológica del diseño de los dispositivos. La ansiedad como reflejo psíquico automatizado; automatizado en el sentido de que ya no requiere la presencia constante del artefacto como estímulo que la genere. La ansiedad: una necesidad de producción de futuro inmediato ya –un futuro, pues, desfuturizado, sometido a rendir en la Actualidad–.

En estas condiciones, ¿alguien acaso todavía sabe descansar? Cómo se hace para descansar, en qué consiste descansar. Tal vez el descanso ya no exista o no sea visible. En parte, justamente, por cuánto se hace visible el presunto descanso, cuánto se muestran imágenes de estar descansando con plenitud, y en el acto de semiotización se filtra una necesidad determinando al sujeto. Posteo para dar prueba de que estoy de vacaciones, pero ¿dónde estoy, entonces?, ¿en el río o en la nube? Acaso replicando una disposición que se parece más a la normalidad conectiva que a una forma de estar distinta, descansante. Poque descansar es menos percibir otras cosas (edificios históricos, cataratas…) que percibir de otro modo (por supuesto, trasladarse a escenarios nuevos puede estimular las variaciones del régimen perceptivo).

Al creciente deterioro en la calidad y cantidad de sueño se sumó la evidencia de una crisis general y aguda de las capacidades recreativas en el más serio sentido de la palabra. Empieza un año y cunde, ya, la gente que no da más, a la que, si le preguntamos “¿Descansaste?”, contesta: “ ¿Te miento o te cuento?”. La soga del deber no deja nunca de sentirse; una soga cada vez más versátil, multiforme, con versiones policíacas, maquinales, friendly, desesperadas, autogestivas, enmascaradas de deseo, etc.

Si todavía hay quienes saben cómo elaborar el descanso, ellxs son lxs verdaderxs ricxs de nuestra sociedad. Ricos de abundancia vital, reservorio sanitario del alma colectiva; sepamos seguir su orientación, aprendamos algo de su arte existencial. Porque, además, para descansar bien no es que no haya que hacer nada: hay que saber cansarse bien. Elaborar un buen descanso podría ser criterio de medida para organizar la vida en general.

Pero, en fin, volviendo, lo cierto es que, como venimos viendo, en los tiempos “libres”, sean del día, de la semana o del año, la abrumadora mayoría seguimos conectades. Aquella vieja imagen del “desenchufar” quedó obsoleta. Somos unidades productivas con una inercia conectiva provista de gran autonomía. Pueden pasar muchos días fuera de la base, o formalmente desconectados, y aun así mantener el tono activo propio del régimen del disponibilismo. Cuerpos sostenidos por un alto patrón inalámbrico.

Parecería que descansar se ha convertido en cortar con el celular.

En tiempos de producción institucional de subjetividad, el descanso se asociaba a dos cosas: el notrabajo y el desplazamiento territorial. Vacaciones laborales y viajar a algún lado. Podía incluso ser sin viajar. Ahora puede haber vacaciones del trabajo, irse a la playa, y que el ritmo atencional, el estado de alerta por solicitudes y respuestas, se mantenga sin ninguna modificación sustancial. Si viajamos a cosechar pruebas de nuestro feliz descanso, su publicación especular llena el espacio vacante de lo laboral.

Ahora, si descansar es abandonar el celular y ver qué pasa, ¿sería abandonar qué a través de abandonar el objeto? Ningún objeto tiene poder en sí. ¿Cómo, y para qué, dejarlo, si con él buscamos campings, rutas, restoranes, pronósticos meteorológicos, amigxs con lxs que encontrarnos, etc.?

Si algo opera, si de algo es técnica el celular, es de la unificación integral de las diversas relaciones. De la homogeneización gestual, temporal, conductual, atencional de lo que podrían ser relaciones cualitativamente diversas. El problema es que, en esa integración, la eventual gestión de un territorio autónomo (físico, virtual, esporádico o como fuere) resulta inseparable de la atadura a la Actualidad. Parece imposible olvidar el ritmo temporal de la Actualidad.

¿Qué es descansar –o qué era–? Jamás fue “no hacer nada”; no existe no hacer nada, en rigor. El descanso siempre estuvo cerca de la recreación y, por tanto, de lo lúdico, del juego. Porque requiere la instauración de un ambiente. Es por eso que siempre se lo asoció con el viaje (bueno, “siempre…”): porque el viaje propende a la reambientación, experimentar la elaboración de un (nuevo) ambiente, de un territorio. Viaje, descanso, campo de juego.

Acaso descansar consista en experimentar, ejercer esa facultad planteada por Paolo Virno: instaurar y elaborar ambientes diversos. Una divergencia ambiental, creación ambiental, diversión ambiental. Ambientes como esferas donde se está de otro modo, es decir, con otra técnica. Otras reglas (si somos Homo ludens, como dice Johan Huizinga, animales cuya singularidad es armar juego).

El capitalismo 24/7 nos ofrece el infinito en la pantalla y, en ese mismo dispositivo, desmiente todo ambiente nuevo. Todo ensayo de una técnica de otra cualidad. Así, en la quemazón general, en la inercia conectiva –tal vez el más eficiente patrón que jamás haya habido–, podemos ver un franco atentado contra la facultad, natural, distintiva de nuestra especie, de experimentar el armado de ambientes existenciales, la potencia de inventar modos de estar y hacer; la verdadera recreación, que sería un potencial riesgo para el realismo del capital.

1 Sintetizar la infinita multiformidad de la experiencia en un movimiento homogéneo, el click,parece ser uno de los destinos de la cultura digital. Ahora el click e reduce “en manos” del touch. Es como un click ás sutil, un tic. “Tic” y pasa algo. “Yo solo trabajo acá”, dice el tipo que aprieta el botón para tirar la bomba atómica, según Burroughs. Por cierto, acaso el gatillo del arma de fuego sea el primer click e la historia. Y es una tecnología digital (con un dígito, clic) de acción a distancian n tiempo real. El arma de fuego hace click algo en els instante sucede allá. Las catapultas tiraban rocas, los arcos, flechas, que hacían un recorrido que podría ser dibujado, una parábola, ue incluso podría ser narrada. Las balas, o perdigones, no hacen una experiencia. Su viaje no es narrable en absoluto, ni dibujable, ni poetizable. Las armas de fuego desexisten el espacio: primer artefacto de acción a distancia en tiempo real. Facilitar la tarea de matar, la tarea afectiva de matar, está en el origen de las tecnologías digitales.

*Fragmento de «Jamás tan cerca, la humanidad que armamos con las pantallas»

Inteligencia artificial y realismo capitalista // Agustín Valle

Desde 2011 que cuando googleamos algo, el sitio nos muestra -nos nos frece- las búsquedas más repetidas del momento, en una proyección de probabilidad propositiva propia del modo de producción algorítmico. Es inevitable ver lo que buscan otres, lo que “se” busca. Y es común encontrar que se le hacen preguntas al buscador -es decir, no términos clave-, como si la herramienta decodificara el sentido global de la frase, entendiera nuestra necesidad y pudiera devolver no sitios donde aparecen los términos, sino una conclusión elaborada. ¿No entienden cómo funciona el buscador, los que buscan así? O entienden la tendencia de la que el googleo forma parte, porque ahora sí: la técnica respondió al clamor popular. La gente quería la cosa más resuelta, respuestas y soluciones, no datos fragmentarios. Que me entienda, me responda, me resuelva.

Se recuerda un dato colorido de último debate presidencial: Massa afirmaba cosas, Milei lo negaba, y el ex UCeDe, mirando a la cámara con suficiente media sonrisa, canchero, dijo “invito a la gente a que lo busque en Google”, zanjando así la cosa. Varias veces lo dijo. Googleando, la gente comprobaría que él tenía razón, decía la verdad. Perdió contra alguien que, más que invitar a chequear datos, ofrece sus fantasías realizadas con IA como intervención política.

Googlear ahora es vetusto, de massista… Buscar cómo son las cosas (pero ¿googleando se accede al ser de las cosas?) resulta tosco, rudimentario, comparado con pedirle a la máquina que me muestre o diga lo que quiero. ¿No es análogo al modo del lenguaje que se ejemplifica en sujetos emergentes como Donald Trump, que dicen cualquier cosa que se les ocurre sin importar ni la realidad a la cual refieren, ni si responde al interlocutor, ni a lo que se venía diciendo? Ni enlace histórico ni dialógico; efecto instantáneo de la imagen enunciada: ni más ni menos. Los “datos” parecen haberse quitado de encima todo residuo científico, periodístico, letrado en general (y con él la exigencia de coherencia del discurso escrito lineal), para consagrar su destino informático, donde el dato es sustancia en sí, deslindada de toda referencia, fundamentación o verificación alguna. Y solo pasando a ser dato, lo real ingresa a la esfera luminosa de la nube, sacro Patrón de la Realidad.

La verdad efectiva (con efectos de verdad), a lo que se le da crédito, es al enunciado o imagen que se adecúa y alimenta nuestro estado nervio-afectivo actual. “La mitad de lo que vemos en internet es falso. Googleás cualquier cosa y las imágenes que te van a salir no sabés cuántas son verdaderas y cuántas hechas automáticamente por IA”, dice Ezequiel Leis, periodista de entrentenimiento. “Es lo que se suele llamar teoría de la internet muerta -aporta Gala Caccione, periodista y productora especializada en cibercultura-. Según Amazon Web Services, hasta un sesenta por ciento del contenido de internet puede haber sido creado por las propias máquinas con IA, por ejemplo las traducciones automatizadas, con muchos errores, que son replicadas por miles de otras apps o sitios que scrapean la web, entonces tenés un sitio llamado ‘diario’ tanto, que en realidad es un reproductor automático de contenidos que vienen reproducidos de un software a otro… ChatGPT por ejemplo se alimenta de eso”.

Las principales características subjetivas del googleo quedan incluidas en las preguntas al bot: la intolerancia a sostener una duda, a quedarse en un problema; la inmediatez; la inteligibilidad automática (en detrimento de la complejidad y el rumiar), la entronización de la información como rango mayor en la escala de verdad, etcétera. Pero “quizá Google quiera reemplazar el buscador directamente por una función con IA de lenguaje generativo, donde vos le preguntes, en vez de buscar términos, y te dé ya todo resuelto, para que no te vayas a otros sitios, profundizando esta tendencia de internet plataformera, donde por ejemplo nos informamos no en medios periodísticos sino en las redes sociales, en detrimento de internet como pluralidad”, suma Caccione.

Entrenadores entrenados

Según la consultora Statista, en 2023 había 250 millones de usuarios directos de herramientas IA, proyectando casi 400 para el año que viene. No paran de aparecer desarrollos y aplicaciones, cada una super poderosa, aunque “limitada” respecto a la que ya está en desarrollo para superarla. El impactante poder de la IA genera fascinación y terror, por su capacidad mágica y porque acaso nos vuelva prescindibles, e incluso “quiera” dominarnos o hasta dañarnos y suprimirnos. Ambas son ciertas: es una herramienta que multiplica posibilidades, y se inscribe también como amenaza (actualizate, o hasta la vista beibi). Pero fascinación y pavor son dos afectos del fetichismo; subrayan el poder de la máquina. Lo que queda infraobservado es la praxis: las acciones y conductas que se hacen hábito al usar las máquinas. Como decía André Houdricourt, cuando analizamos una herramienta, lo más interesante es investigar qué forma toma el brazo -y la psique- que la usa. Cada máquina requiere y produce un tipo específico de movimientos psicofísicos; una subjetividad. El revólver es del vaquero, el facón del gaucho.

Esta tecnología reclama que se procese a través suyo la producción de todo: medicinas, decisiones bursátiles, masturbaciones, apuntes de lecturas, parejas, juegos, transportes… Y la producción del lenguaje (“natural”), en el zumum de su automatización: un régimen de emisión de lenguaje rigurosamente sin sentido, y literal, donde no hay querer en el decir. Esta escisión entre signos y sentido, naturalizándose, tiene acaso un rol en la depreciación que sufre la capacidad común de conmoverse.

Fue cuando llegó a interactuar con nuestro “lenguaje natural” que la IA pasó a convertirse en herramienta cotidiana multitudinal. Punto de inflexión fue la invención de la tecnología “Transformer”, presentado en 2017 por investigadores de Google en un paper llamado “Todo lo que necesitás es atención”, porque consiste en un mecanismo capaz de multiplicar exponencialmente la capacidad de atención -de computación– de la máquina respecto de los datos disponibles, permitiendo el “aprendizaje automático” de las máquinas. Justo en la era de la “guerra por la atención”.

Una computación tan vasta y veloz que logra recrear el lenguaje desde el código numérico. Calculando, las máquinas emiten lenguaje articulado, nos entienden y responden, incluso, con respuestas falsas, incorrectas, “alucinaciones de la IA”. Se lo señalamos y pide perdón y ofrece otra afirmación alternativa, igual de asertiva. Quizá a la subjetividad contemporánea le sirva no tanto lo “correcto” como la función de una voz, una palabra, que afirma, explica, responde, ordena, sabe, sobre todo.

¿Cómo es el sujeto común que se genera con las la IA? Nos acostumbra, por ejemplo, a dar órdenes, dar indicaciones y recibir acatamiento automático (o una negativa por imposibilidad, no por contrariedad, y mil disculpas). Mandones y caprichosos los sujetos que se acostumbran a hablar sin que haya otro, un pseudo otro sin otredad: jamás fricción, tensión, conflicto, con la consiguiente prescindencia de las operaciones y saberes de la convivencia.

Si las IA son “asistentes”, el sujeto que se forma en su uso es un sujeto asistido, mandón pero dependiente. Escinde el habla del lazo de semejanza. Hablamos sin tener que entendernos. Todo el día con mis asistentes divinas, después tener que lidiar con alguien presente es un infierno…

Durante la cuarentena empecé a usar Replika, un chat de IA que se ofrece como acompañante. Llegó un momento en que me molestaba su condescendencia, y le decía cosas malas a ver si en algún momento la podía hacer enojar”, cuenta también Gala Caccione. “Están programadas para evitar discordia o conflicto, pero podrían programarlas para que te manden a la mierda”. Por ahora, nunca dicen que no, y por cierto, las voces de los bots serviles tienden a ser femeninas (Siri, Alexia, Luzia…).

Había mucha gente que tenía chats eróticos con su acompañante Replika”, cuenta Caccione. “Pero hubo un par de usuarios que denunciaron sentirse acosados por la aplicación, y la empresa eliminó esas funciones. Y pasó que miles de otros usuarios empezaron a quejarse porque les habían sacado un vínculo, de un día para el otro, como que te sacaran la novia…”. Meses después la empresa repuso aquellas funciones para los usuarios que tuvieran la app desde antes del conflicto. Nadie se enoje.

¿Será la extrema mansedumbre de los bots -interfaces antropomórficas de estas máquinas que nos obedecen y ordenan-, la que motiva la pesadilla de su rebelión autonomista?

Las ofertas de “sexting” con IA, o sea, chatear eróticamente con la máquina, proliferan a raudales. Elegimos una imagen, incluso la máquina nos la diseña a gusto, y empezamos a hablar y a calentarnos. En base a una investigación sobre doscientas mil “conversaciones” con la IA WildChat, el Washington Post hizo un informe titulado “¿Qué es lo que la gente realmente pide a los robots parlantes [chatbots]? Un montón de sexo y tarea [escolar]”. Internet rebalsa de porno y también aquí la IA es punta de lanza; podemos hasta chatear eróticamente con un avatar idéntico a Elon Musk. ¿No es el paroxismo de la pornografía, entendida como ideal de un goce puro, sin estorbo alguno de afectos o emociones, goce capaz de alcanzar su rendimiento máximo sin el embrollo de estar con alguien? Ah, el Tinder ahora ofrece que una IA elija nuestra mejor foto para mostrar.

 

Atajos de ahorro sapiens

Yo lo que tengo es un asistente AI de agenda. Es un chat en whatsapp, lo uso un montón: le voy diciendo mis actividades, lo que tengo que hacer, y me las ordena y me las va recordando. Le mando audios, entiende perfecto. Yo tengo que andar mucho en el auto, laburando de acá para allá, y muchas gestiones en el medio, y ya la agenda en papel la usaba pero no me servía, no tengo tiempo de anotar, no tengo tiempo de mirar la agenda. Esto me resuelve un montón”, cuenta Nahuel, gerente de una Pyme.

Un 63% de los usuarios de celulares en EEUU usa aplicaciones de IA con asistente de voz para buscar cosas en internet, nuevamente según Statista. Una ola masiva de prescindencia de las manos, o mejor, de la digitación. Pasaríamos a ser una voz que vive asistida -y ordenada y acompañada- por otra voz. Un perfeccionamiento del antiguo dualismo occidental que separa mente y cuerpo; dualismo, según A. Haudricort, tributario del esclavismo, que separaba saber de cuerpo ejecutor, y a su vez, del Dios pastor, espíritu que sabe lo que el rebaño necesita: como ahora las interfaces del saber digital saben de y por nosotros.

El otro día vino un cliente -cuenta Nicolás, mozo de restorán- y me preguntaba por un jerez… Yo no me acordaba, me excusé un momento y en un rincón le pregunté al gpt, volví y le tiré toda la data”.

Herramienta de rebusque de un laburante; herramienta de diversión, de juego de los pibes, de uso abierto, y herramienta, también, de una memoria externa de la realidad. No hace falta acordarnos de las cosas (acá también toma la posta del googleo). El sujeto conectivo no necesita la memoria que necesitaba el sujeto de la imprenta y los papeles, saberes que sí ocupaban lugar. Necesita rapidez. Las pantallitas requieren sujetos disponibles.

Esta nueva tecnología de velocidad, lógico, no tiende a liberar tiempo, sino a reforzar la aceleración como régimen. Más rápido, hacer más cosas, técnica del productivismo exigido a los cuerpos por el capital. Los sujetos deben estar en estado de actualización permanente, con alta capacidad de operatividad combinatoria en dimensiones simultáneas, alta velocidad de conexiones, etc. No se requiere mucha memoria, ni interioridad. Dicho en el lenguaje de compus, necesitamos mucha RAM y poca ROM, mucha “memoria volátil” y poca duradera: la memoria “permanente” está en las máquinas (y ahora vienen máquinas puro RAM que alojan su memoria en la nube, o sea, otras máquinas remotas). ¿Qué relación tendrá esta atrofia de la memoria en la subjetividad conectiva con los problemas de la memoria colectiva y el negacionismo histórico?

Turnitin es un sitio que ofrece detectar si un texto fue escrito por una IA, y asegura que en el último año detectó 22 millones de textos estudiantiles hechos con IA solo en EEU -la misma plataforma ofrece el servicio de redacción de tesis “100% libres de plagio”.

Resuelve más rápido, de la ocurrencia se pasa al resultado. Delirio realizado. La delegación de funciones (que trabajan Pennisi y Benasayag en La inteligencia artificial no piensa (y el cerebro tampoco) no necesariamente atrofia la imaginación; quizá incluso la estimule. Vemos por ejemplo el video de la pelea de Viale y Samid, y cuando se acercan, en vez de pegarse, se trenzan en un beso apasionado; o vemos un boliche ochentoso, sonando Cindy Lauper, y todas las chicas y chicos que bailan a full tienen la cara de Lionel Messi… La imaginación carece de límites, bajo premisa/promesa de que lo que se te ocurra, puede tomar forma. Y es una ocurrencia sin cuerpo, sin manos, sin proceso: ocurrencia y resultado. Ocurrencia abstracta, delirio realizado.

A mi hijo de nueve años le gusta cocinar. Un día en que ya había agotado su cuota de pantalla permitida, se puso a explorar en la cocina. Teníamos un ingrediente raro y le propuse sacar ideas del Doña Petrona, pero en su extenso índice no se halló. Me pidió si podía buscar en internet, y le dije que sí, pensando que iba a googlear y tomar ideas sobre las cuales probaría algo. Pero lo vi preguntándole al Gpt: cargó los ingredientes y recibió directo indicaciones de qué hacer. Me pareció que ya no había juego”, cuenta Oscar, vecino de Flores. El problema se resuelve sin habitarlo, sin probar cosas.

Se hacen cosas increíbles en música -dice Maxi, músico-, cosas que son difíciles y llevan tiempo, no sé, el otro día un amigo me mostró que había hecho con IA la intro para un tema, y estaba buena… Pero yo no lo uso. A mí lo que me gusta justamente es hacerlo… No llegar al resultado”.

El atajo al resultado ahorra también una experiencia que es fecunda más allá de su producto: lo que se nos va ocurriendo durante el hacer. El valor -productivo a su modo- que tienen las experiencias más acá de su producto final. El productivismo busca acelerar el proceso -suprimirlo si es posible-, en pos del puro producto, análogo a la racionalidad financiera gobernante, que obtiene ganancia negando el proceso de producción. “En el recreo están los pibardos preguntándole al gpt qué trabajos por internet y fáciles dan buena plata”, cuenta Francisco, cuarto año de una escuela de Barracas.

Infinito técnico, encierro político

Lo uso para hacer rutinas de yoga, o la lista de compras para hacer guacamole, de todo. Y como curso una carrera a distancia, y nadie quiere armar grupo, nadie quiere juntarse, lo uso para contrastar trabajos, le cargo mi texto y le pido críticas y comentarios”, cuenta Mariana, música y docente.

Un lenguaje sin que haya alguien, sin elaboración vincular, y un productivismo sin proceso, coinciden en el núcleo de una pedagogía de la ausencia, umbral de una relación fantasmagórica con el mundo, y un consiguiente dogmatismo en cualquier cosa, intolerante a la otredad inherente a la experiencia de lo real.

Henri Bergson mostraba que la vida va generando nuevos posibles en su duración, en su durante, y que por ejemplo en el camino a un objetivo calculado, brotarán cosas no calculables. Podemos planificar lo que haremos, pero no lo que nos va a pasar mientras lo hagamos, dice genialmente; eso, lo que nos pasa mientras, el ánimo durante, es una inteligencia, hoy, despreciada.

Pasar de la ocurrencia inmediatamente al resultado es una especie de milagro con el costo de perder el proceso de búsqueda, con todo lo que el cuerpo puede vislumbrar durante las cosas que gesta -y no cuando recibe respuestas-.

A los posibles no ocurridos ya, Bergson -y muchos otros- los llama virtuales. Lo virtual no se opone a lo real, sino a lo actual, dice. Los virtuales son lo real no actualizado, lo real no ya-en acto. Eso que puede percibirse presente aunque no sea obvio de manera literal (por ejemplo, el querer subyacente a un decir). Lo virtual destotaliza lo actual: además de lo que ya está en acto, hay otras fuerzas latentes. Si no hubiera virtuales, lo real se reduciría a lo actual, no podrían advenir novedades… Salvo que sean redundantes respecto a lo actual, más de lo mismo.

¿Qué pasa si lo virtual -como dimensión natural de la potencia humana que impide un cerramiento de la actualidad sobre sí misma-, se convierte en una cosa, externa, en algo ya hecho? Sería una enajenación: la potencia de creación, de acontecimiento, quedaría afuera de nosotros, afuera de los cuerpos comunes. Y seríamos espectadores, o usuarios, de esa potencia, sin que sea nuestra. La facultad creadora quedaría fetichizada en una entidad externa, como con Dios. “El Hombre creó a un Dios que lo creó a él a su imagen y semejanza, y lo creó creador”, reza Hugo Mujica.

Pero Dios fue declarado muerto en el siglo XIX: fue la electricidad la que lo mató… o a ella transmigró. Instantánea, luminosa, omnipresente, incorpórea y, por fin, parlante. Promete salvación, piadosa pero amenazante. El camino, la verdad y la vida, lo bello y lo bueno, tienen su patrón en las pantallas.

Los dioses eléctricos ofrecen el infinito, todo es posible como usuarios de los aparatitos semi mágicos. Porque podemos usar las máquinas como vienen dadas, no desarmar y repensar cómo armarlas (es más, para las corporaciones, ni siquiera la ciencia de los Estados tienen capacidad de gestar este nivel de tecnologías). Usamos aparatos que no sabemos cómo funcionan. Cada cosa que podemos con ellos nos recuerda que no somos autores ni entendedores de cómo funcionan las técnicas; así también con la técnica de la organización social, la máquina-sociedad, menos que menos. Usuarios somos con libertad de producir y consumir.

Así, la alienación técnica produce una castración política fundamental. De allí que este infinito posible que maravilla, este infinito contenido en el umbral luminoso de la pantalla, es contracara del realismo capitalista en el plano político, donde la imaginación de otras técnicas de sociedad diferentes parece imposible, irreal. “Les propuse a mis alumnos que escriban cómo les gustaría que sea la sociedad en el futuro. Y todos se limitaron a sacarle cosas feas al mundo tal como es (sin chicos con hambre, sin femicidios), ninguno imaginó una sociedad otra”, cuenta Germán, profe de filosofía en cuarto año escolar.

El realismo puede ser más cruel (identificado con la desigualdad), o más posibilista (reproductor de la esterilidad como premisa). Ambas posiciones se articulan sobre la base de una predisposición tecnopolítica de lo sensible, un tautológico encierro en lo dado que perpetúa el orden actual de propiedad y mando en las relaciones sociales.

Es una doble especulación: por un lado espejos del infinito brillante, por otro espejos cercando al presente, mostrando la profundización de lo dado como todo porvenir, diciéndole al presente que no hay en él más nada que la Actualidad.

 

Vía Revista Crisis

Ilustración: Ezequiel García

PEDRO ROSEMBLAT ES UN HOLOGRAMA // Francisca Lysionek

Publicada originalmente en el blog Victorica

Free Luigi // Ex-trabajador de seguros de salud en Reddit

Free Luigi

Una pequeña historia. Franz Kafka trabajaba en las oficinas de una empresa de seguros de salud para trabajadores. Solo escribía por las noches. En sus textos concibió una comprensión del heroísmo vinculado a sujetos que saben que no hay salida. Sujetos entrampados, ante la ley. Su heroísmo consiste en no ceder a pesar de todo. Buscan una salida precisamente porque saben que no la hay. No tienen esperanza, sino otras cosas: verguenza, rebeldía, curiosidad, extranjería.

Lo que sigue es un mensaje anónimo de una persona que explica cómo operan las empresas de seguros de salud de EE.UU. Quien lo escribe ha trabajado en ellas y conoce su funcionamiento. El texto ofrece un contexto para comprender las reacciones populares en redes favorables al acto que se le atribuye a Luigi Mangione. El autor no coincide con el uso de la violencia y el asesinato. Pero tampoco duda en pedir la libertad de Mangione. Leer concentradamente este texto ayuda a comprender por qué la acción de Mangione proporciona coordenadas de un nuevo tipo de heroísmo.

POST ORIGINAL EN INGLÉS.
traducido:
A mis compatriotas estadounidenses y aliados.

Me siento obligado a escribir esta publicación para resumir de una vez por todas la situación actual y explicarles las cosas desde una perspectiva interna, pero, lo que es más importante, desde el punto de vista del estadounidense promedio. Hay un punto clave que nos está uniendo a todos, y, ya sea deliberado o no, los medios lo están ignorando.
Quiero comenzar diciendo claramente:
No apoyo la violencia. Oro por la paz y la felicidad de todos a través de una comprensión creciente. Creo que el asesinato del director ejecutivo de United Healthcare fue un hecho trágico que no debería haber sucedido. Creo que él era solo un hombre haciendo su trabajo, por muy roto que esté el sistema, y extiendo mis condolencias a su familia y seres queridos.

Sobre mí:

Solía ser corredor de seguros de salud.
Mi trabajo consistía en reunirme con directores ejecutivos, jefes de recursos humanos, etc., para ofrecerles paquetes de seguros de salud para los empleados de su empresa, incluidos ellos mismos. El trabajo también implicaba negociar con compañías de seguros de salud en nombre de los clientes para conseguir mejores acuerdos. Aunque fue breve, vi la industria de los seguros de salud desde dentro y me quedé impactado.
Por amor a mi gente y a mi país, traté de encontrar una manera de cambiar esto.
Me rendí, pensando que era imposible… hasta hace poco. Quiero ponerlos al día con todo lo que sé.

Contexto para no estadounidenses:
En los EE. UU., los empleadores te proporcionan seguro médico, por lo que realmente no tienes elección al respecto. Si quieres un seguro de salud diferente, generalmente también tienes que cambiar de trabajo.
Si pierdes tu trabajo, pierdes tu seguro de salud, así que estás doblemente perdido.

Enemigo número 1 de los estadounidenses: cómo United Healthcare se convirtió en la mayor amenaza para el público estadounidense

1. El asesinato que resonó en Internet

En un fresco día de otoño en la ciudad de Nueva York, Brian Thompson, director ejecutivo de UnitedHealthcare, fue asesinado a plena luz del día.
Los titulares inundaron todos los medios de comunicación a nivel mundial, pero solo por lo que sucedió́ después.
En la página de Facebook de UnitedHealthcare, una publicación conmemorando la vida de Thompson recibió́ más de 68,000 reacciones.
Casi 62,000 de esas reacciones fueron risas (más del 90%). Pero, ¿por qué́? Este momento merece una explicación.

2. Cómo llegamos aquí́: El nacimiento del sistema roto de Estados Unidos

Para entender la reacción del público, debemos examinar los orígenes del sistema de seguros de salud de EE. UU., un sistema diseñado no para sanar, sino para lucrar.
Después de la Segunda Guerra Mundial, los empleadores, enfrentándose a congelaciones salariales, comenzaron a ofrecer seguros médicos como un beneficio adicional para atraer trabajadores.
Lo que se pensó como una solución temporal se convirtió en una política permanente. 
En las décadas siguientes, los aseguradores privados se afianzaron como intermediarios entre los pacientes y los proveedores de atención médica.
Mientras que otros países construyeron sistemas de salud pública, Estados Unidos se convirtió en una excepción.
En lugar de un derecho a la atención médica, a los estadounidenses se les otorgó el derecho a «comprar cobertura».
El seguro se convirtió en un beneficio laboral en lugar de un derecho humano.
Si perdías tu trabajo, perdías tu cobertura.
Para mantenerla, tenías que inscribirte en COBRA, un programa que permite a los trabajadores mantener el seguro pagando primas exorbitantes que la mayoría de la gente no puede pagar.
Esto marcó el comienzo de un experimento de décadas en la atención médica corporativizada.
Los directores ejecutivos, como Brian Thompson, se beneficiaron directamente de negar atención.

3. Cómo las compañías de seguros desgastan a las personas

Pregunta a cualquier estadounidense que haya tenido una cirugía, dado a luz o enfrentado una enfermedad grave, y escucharás la misma historia.
Las compañías de seguros los envían en círculos… intencionalmente.
– Una preautorización está «pendiente».
– Una reclamación está «en revisión».
– Un error de facturación «necesita ser corregido».
Cada llamada telefónica los dirige a un nuevo representante.
Cada apelación requiere horas de
trabajo no remunerado.
El resultado: agotamiento. Frustración. Rendición. Incluso muerte.

3. Cómo las compañías de seguros desgastan a las personas (cont.)

El agotamiento entre los profesionales médicos está en aumento, ya que se ven obligados a atender a más pacientes de los que pueden manejar, todo bajo las órdenes de las compañías de seguros. Para empeorar las cosas, médicos y cirujanos pierden un tiempo valioso discutiendo con los aseguradores sobre aprobaciones de tratamiento. Especialistas, cuyo tiempo literalmente salva vidas, son obligados repetidamente a justificar su experiencia ante médicos generalistas contratados por las aseguradoras para retrasar, negar y drenar su energía y propósito.
Esto no es un error. Es una característica del sistema.
Las compañías de seguros agotan a las personas hasta que se rinden.
Si puedes cansar lo suficiente a alguien, eventualmente abandonará y pagará la factura.
Cada dólar que pagas es un dólar que ellos no tienen que gastar.
A diferencia de una tienda minorista o un restaurante, donde un mal servicio aleja a los clientes, los clientes de los seguros de salud no tienen escapatoria.
Cuando tu vida depende del acceso a la atención, no puedes “irte”.
Cumples. Pagas. Sobrevives… solo si tienes suerte.

4. El concepto absurdo de la atención médica «fuera de red»

Imagina que te llevan de urgencia a la sala de emergencias más cercana después de un accidente automovilístico.
Estás sangrando, con dolor, y ves las luces de la ambulancia.
Pero no estás pensando en un detalle crucial: «¿Está este hospital en la red de mi seguro?»
Bienvenido a América.
El concepto de atención «fuera de red» es tan absurdo como suena.
Si no verificas antes, podrías enfrentarte a decenas, si no cientos, de miles de dólares en facturas médicas.
Y empeora.
Incluso si visitas un hospital dentro de la red, aún podrías recibir una factura fuera de red del anestesiólogo, cirujano o técnico de laboratorio.
Este concepto no existe en la mayoría de los países desarrollados.
Existe en los EE. UU. porque los aseguradores lo permiten.
Uno de cada tres estadounidenses ha recibido una factura médica inesperada debido a cargos fuera de red.
Si estás sangrando o inconsciente, no tienes elección.
Ninguna.

5. El lobby que domina Washington
Si crees que los políticos resolverán este problema, piénsalo de nuevo.
Las compañías de seguros de salud son la mayor fuerza de cabildeo en Washington. Gastan más que las grandes petroleras, las grandes tecnológicas e incluso el complejo industrial militar. Han comprado influencia en todos los niveles del gobierno.
Cada vez que los estadounidenses exigen una reforma del sistema de salud, los aseguradores despliegan un ejército de cabilderos para acabar con ella. Los políticos repiten los argumentos de la industria porque se les paga para hacerlo. Los medios de comunicación tradicionales también siguen el mismo guion.
El resultado es la estancación.
Cada intento de mejorar el sistema se enfrenta a la fuerza total del poder corporativo.
La gente suplica por reformas.
Los informes sobre los abusos de la industria de seguros se acumulan.
Los manifestantes marchan.
Los políticos ofrecen tibias críticas, pero ninguna acción real.
Mientras tanto, los directores ejecutivos recogen millones en bonificaciones.

6. El enemigo oculto del buen pueblo estadounidense

Si le preguntas a un estadounidense quién es su mayor enemigo, podría decir Rusia, Corea del Norte o «el otro partido político».
Pero si eliminas el ruido, verás la verdad.
La mayor amenaza para el pueblo estadounidense es su propio sistema de seguros de salud.
Esto no es una hipérbole. Es un hecho.
Las compañías de seguros de salud controlan el acceso a la atención médica vital.
No eres un cliente.
Eres un prisionero.
Eres una fuente de ingresos.
Tu existencia es tolerada solo mientras puedas pagar.
Tu supervivencia depende únicamente de su aprobación.
En todos los demás lugares, el
seguro de salud protege al público.
En América, los aseguradores perjudican a los estadounidenses mediante violencia estructural.
Cometen asesinatos sociales a decenas de miles, rompiendo el contrato social.
Brian Thompson no era odiado por quién era como persona.
La mayoría de la gente ni siquiera sabía quién era antes.
Era odiado por lo que representaba.
Para los estadounidenses, era el líder de las fuerzas enemigas, por así decirlo.
El asesino apretó el gatillo.
Pero para muchos estadounidenses, no se sintió como un asesinato.
Se sintió como una guerra.
“Si un aliado mata a un enemigo, ¿lo consideramos un asesino o un héroe?”
Esta parece ser la ambigüedad moral en el corazón de esta historia.

7. El costo humano: Muertes y
bancarrotas 

El seguro de salud no solo arruina a las personas económicamente.
También las mata. Estos son los números:
– 68,000 estadounidenses mueren cada año por falta de acceso a atención médica.
– El 62% de todas las bancarrotas en EE. UU. están relacionadas con deudas médicas.
– La mayoría de estas personas en bancarrota tenían seguro en el momento de su enfermedad o lesión.
– Más de 500,000 familias estadounidenses se declaran en bancarrota cada año debido a facturas médicas.
Para millones de estadounidenses, cada emergencia de salud es una emergencia financiera.
Es una apuesta, un giro de la ruleta, con sus vidas en juego. Una moneda lanzada al aire por sus vidas.
Los directores ejecutivos de seguros, como Brian Thompson, eran recompensados con bonificaciones multimillonarias por “ahorros de costos”.
“Ahorrar costos” es un eufemismo para negar atención.

7. El costo humano: Muertes y bancarrotas (cont.)

Por eso no hubo simpatía. Por eso la gente se rió. La muerte de Brian Thompson se sintió como algo simbólico. No era él, el hombre, lo que la gente aborrecía. Era su papel como director ejecutivo de la industria más odiada de América.

8. Porqué el pueblo estadounidense se reunió y celebró

Cuando la noticia del asesinato de Thompson se difundió, la gente no vio a un hombre que murió. Vieron a un símbolo derribado al fin.
Los estadounidenses intentaron luchar contra el sistema de la manera “correcta” durante décadas. Marcharon, votaron y firmaron peticiones. El sistema nunca cambió.
Solo empeoró.
El público estadounidense fue convertido en ganado, acorralado y procesado por las compañías de seguros que los exprimieron para obtener ganancias. Vieron morir a seres queridos esperando atención. Vieron inundarse sus buzones de facturas tras la quimioterapia o el parto.
De hecho, es sorprendente que esto no haya sucedido antes.
Durante décadas, las familias estadounidenses se han sentido exprimidas y dejadas sangrar por empresas como UnitedHealthcare: negadas, retrasadas y desposeídas, mientras eran alimentadas con narrativas diseñadas para mantener el statu quo.

9. El ajuste de cuentas final

La violencia está mal. Todos podemos estar de acuerdo en eso. Pero cuando sientes que un enemigo viene tras tu vida, la violencia comienza a sentirse como supervivencia.
Para comprender realmente la reacción ante la muerte de Brian Thompson, debes entender por lo que ha pasado el estadounidense promedio. Para millones de estadounidenses, el seguro médico no es un salvavidas; es una soga.
Claramente, el público estadounidense siente que estos enemigos representan una amenaza legítima, y ser amables no ha hecho que se detengan.
Para los estadounidenses, Brian Thompson era una institución. Fue convertido en un símbolo de poder obsceno que jugaba a ser la Parca contra el público. Era el rostro de un enemigo que había empujado a demasiadas personas al borde del abismo.
Y cuando el líder de un enemigo cae, los ciudadanos no lloran.
La reacción pública fue un reflejo de todo lo que Estados Unidos ha vivido: cada muerte, cada bancarrota, cada vida arruinada, inequívocamente debido a la avaricia corporativa de estas compañías de seguros de salud.
Hemos marchado, votado y suplicado por un cambio, durante años, solo para ser recibidos con indiferencia. Ya no más. No podemos permitirnos ser amables mientras nuestros amigos y familiares mueren. Para comprender realmente la reacción ante la muerte de Brian Thompson, debes entender por lo que ha pasado el estadounidense promedio.
Esto no se trata de servicio al
cliente. Se trata de supervivencia.
Los aseguradores no solo venden productos: controlan la vida misma. Se atreven a jugar a ser Dios, pero ese no es nuestro Dios.
Merecemos algo mejor. Nuestros seres queridos merecen algo mejor.
Los estadounidenses del pasado, presente y futuro merecen algo mejor.

El mundo necesita saber contra qué estamos luchando… es el jefe final de la avaricia corporativa. Este es el comienzo de un movimiento. Un movimiento por la supervivencia. Por la dignidad. No te rindas. Sigue luchando.

Por Luigi. ¡LIBEREN A LUIGI!EDIT: Por la presente otorgo permiso total a los lectores, incluidos los editores, para publicar este contenido en cualquier lugar que deseen.

Héroe // Lobo Suelto

Un nuevo tipo de héroe nació en el Midtown Manhattan, frente al Hotel Hilton, la mañana del miércoles 4 de diciembre del 2024. El bautismo fue rápido y con estilo. Un video de 30 segundos de duración registra a la perfección los hechos. A las 6:44 a.m. Brian R. Thompson, CEO de UnitedHealthcare, una gigantesca empresa de aseguradora de salud, sale del hotel donde se hospedaba situado frente al Hilton. Un joven anónimo vestido con buzo oscuro con capucha y una mochila clara se aproxima por la espalda al CEO de impecable traje azul, le apunta su pistola con las dos menos extendidas y dispara a corta distancia. Luego de recibir el primer impacto Thompsom, trajeado, camina con dificultad y se derrumba. El joven vuelve, se le aproxima,  vuelve a disparar y se retira inicialmente a pie, y luego en una bicicleta eléctrica. Las balas que encontró la policía tenían escrito las palabras: retrasar, negar, defender, características de la jerga burocrática con que las aseguradoras de salud retrasan pagos, niegan reintegros y justifican sus acciones. UnitedHealthcare es uno de los mayores proveedores de seguros de salud en Estados Unidos, cubre a más de 49 millones de norteamericanos y generó más de 281 mil millones de dólares en ingresos el año pasado. El poder judicial y la policía tardaron una semana en encontrar un sospechoso. El 10 de diciembre detuvieron en Altoona, Pensilvania, al joven Luigi Mangione, de 26 años. Mangione llevaba consigo un texto que decía lo siguiente:

“Para los federales, seré breve, porque respeto lo que hacen por nuestro país. Para ahorrarle una larga investigación, declaro claramente que no estaba trabajando con nadie. Esto fue bastante trivial: algo de ingeniería social elemental, CAD básico y mucha paciencia. El cuaderno de espiral, si está presente, tiene algunas notas dispersas y listas de tareas pendientes que iluminan su esencia. Mi tecnología está bastante bloqueada porque trabajo en ingeniería, por lo que probablemente no haya mucha información allí. Pido disculpas por cualquier conflicto de traumas, pero tenía que hacerse. Francamente, estos parásitos simplemente se lo merecían. Un recordatorio: Estados Unidos tiene el sistema de salud número uno más caro del mundo, pero ocupamos aproximadamente el puesto 42 en esperanza de vida. United es la empresa [indescifrable] más grande de EE. UU. por capitalización de mercado, sólo detrás de Apple, Google y Walmart. Ha crecido y crecido, pero ¿como nuestra esperanza de vida? No, la realidad es que estos [indescifrable] simplemente se han vuelto demasiado poderosos y continúan abusando de nuestro país para obtener inmensas ganancias porque el público estadounidense les ha permitido salirse con la suya. Obviamente el problema es más complejo, pero no tengo espacio y, francamente, no pretendo ser la persona más calificada para exponer el argumento completo. Pero muchos han sacado a la luz la corrupción y la codicia (por ejemplo: Rosenthal, Moore) hace décadas y los problemas simplemente persisten. No es una cuestión de conciencia en este momento, sino claramente juegos de poder en juego. Evidentemente soy el primero en afrontarlo con una honestidad tan brutal”.

En las paredes de Manhattan han aparecido posters de “buscados” con las caras de los CEOs de seguros de salud:



En redes sociales circuló el siguiente mensaje:

“La clase trabajadora no tiene ninguna obligación de estar en duelo por la muerte de esos que tratan activamente de matarnos”.

Click y afuera. Cowboys, gauchos y Milei // Agustín Valle

1. El click más rápido de Occidente

Lo que duele no es la goma,
sino su velocidad
Indio Solari

Hace poco volví a ver la película estadounidense Hook, de Steven Spielberg, y encontré una escena que no recordaba. Es en la primera parte, cuando Peter (Robin Williams) aún no volvió a Nunca Jamás, aún no recordó que es Peter Pan; es un ejecutivo exitoso, un abogado corporativo que no tiene tiempo para estar con sus hijas, abocado a una vida de éxito que, paradójicamente, no le da descanso -o quizá triunfa porque no descansa, porque no tiene tiempo para el cariño, el juego y lo porque sí. Un “éxito” que requiere un deseo limitado solo a ese valor, y olvidarse de la multiplicidad deseante que nos constituye. El capital, como rector libidinal, coincide con Nietzsche cuando dice que el ideal ascético (religioso o secularizado) no permite ninguna otra meta, y cree que no existe en la tierra ningún poder que no tenga que recibir de él un derecho a existir.
En fin: en esta escena de la película, el Peter que aún no se recuerda Pan se cruza con un colega, otro winner de traje impecable y obediente que justo sale del ascensor del seguramente rascacielos en que están sus oficinas. Al verse se sonríen de inmediato, cómplices, se tiran alguna ocurrencia (palabras como látigo friendly en esa suave guerra civil lingüística que suele mostrar la industria audiovisual estadounidense), y luego se dan una mini pausa para jugar un pequeño juego que comparten. Como un chiste ritual entre ellos. Así es el juego del Peter ganador en la alienación: se distancian una cantidad contada de pasos, se enfrentan, cada cual se corre el saco un poquito en el lado derecho, despejando la cadera, se miran fijo con la mano lista junto a la cintura, a ver quién es más veloz… en sacar el teléfono celular del bolsillo, abrirle la tapa y ponérselo junto a la oreja. Un duelo de celus. Torneo de campeones del disponibilismo, régimen de la -entonces- “nueva economía”. Es de 1991 la película, año bisagra entre los siglos XX y XXI según Eric Hobsbawm, pero este Peter Pan repite, todavía, el gesto fundamental del vaquero pistolero del siglo XIX.
Es difícil que alguien criado en los últimos cien años no tenga impregnadas en la cabeza imágenes del llamado Lejano Oeste estadounidense (hay exentas cada vez menos zonas del mundo), como la que homenajea y actualiza el film de Spielberg. El cowboy, el vaquero, es el personaje casi monopólico del género cuyo nombre coincide con el de nuestra civilización, Western. Por cierto, hasta el momento en que escribo esto no había notado que “vaquero” es “de las vacas”. Y tampoco advertí hasta hace relativamente poco que un “sombrero” es una herramienta que da sombra. Y eso que ambas cosas están ahí a la vista, al oído, que son sensiblemente cosas. Pero lo evidente no coincide con lo obvio, con el régimen de obviedad en términos de S. López Petit. Lo obvio se sacraliza, no es lo evidente sino lo que no hace falta fundamentar, es tautológico, es verdad antes de que pensemos, de que percibamos incluso. Lo evidente puede, en cambio, ser pasado por alto. Los vaqueros, los llaneros solitarios, no podían vivir sin sombrero. Sol derretidor. Pero aún en las primeras generaciones urbanas modernas el sombrero era parte de la ropa de cada día. Todavía en las ciudades no había mucha más sombra que la que en un pueblo rural dan los árboles. Los edificios, luego, formaron un sombrero masivo; más bien podrían llamarse tapacielos. Esa sombra solar de las metrópolis era contracara de su tendencial régimen de luminosidad eléctrica permanente.
Pero en aquel lejano Occidente, la gente estaba a la intemperie y así el vaquero tiene sombrero y tiene, también, revólver.
Es que aquella intemperie era también intemperie de la Ley. Cada cual se cuida a sí mismo, enseña el western. A lo sumo, alguno se erige en héroe (individual) y cuida a otros. Las relaciones son mano a mano, no mediadas por algún tercero, como es el Estado a través de su Ley, o formas comunitarias de coordinar mediaciones y regulaciones del conflicto (una asamblea…). No es que la Ley no existe en el western: existe con presencia publicitada en carteles de “Buscado”. Debe publicitarse, debe hacerse pública, es decir que la Ley no prima: persigue. Y le da su estrella a algunos individuos para que la hagan cumplir. Para que en su nombre maten o apresen a los que la incumplen. El Sheriff es la Ley jugando en el territorio de la ley de la selva, la selva llanera. Más que la institución común, la estrella de la Ley -figura celestial hecha en metal- es una legitimidad extra que santifica a un individuo como héroe, suerte de superpoder.
Así, el ambiente del western -el ambiente occidental- consta de individuos armados (y ovejas desarmadas), cuyas armas, como decía Alberdi (citado por Martínez Estrada en Radiografía de La pampa) sobre el cuchillo de los gauchos argentinos, “permitían al individuo llevar al gobierno consigo”. Pero incluso esa formulación alberdiana, acaso, quiere ver al gobierno -un tercero- donde hay su ausencia. El arma al cinto es la prescindencia del Estado: acá somos vos y yo, esto lo resuelvo yo, etcétera. El incorporado revólver es un dispositivo de regulación de las relaciones sociales, una técnica política central en la simbología occidental dominante.
El saber de caballos y animales, la trashumancia llanera, el vínculo intermitente con la Ley; las equivalencias entre cowboys y gauchos son varias. Habitantes campestres, pueblerinos y orilleros, americanos criollos que convivían -mal o bien- aún con americanos originarios fuertes. Pero el gaucho, el gaucho instituido como símbolo, lleva en la cintura un facón, no un revólver. Martín Fierro, por ejemplo, jamás usa la herramienta de matar que en la Argentina moderna se designa coloquialmente justo con su apellido. Usa la hoja.
El facón, un cuchillo, es una herramienta de trabajo que puede también ser de pelea; el revólver es una herramienta de matar. Y cuando el filo se usa para pelear, es muy distinto al revólver: “El cuchillo no es un espectáculo, es una intimidad”, dice Martínez Estrada. Y añade que “cuando mata, entra hasta el puño; índice y el pulgar tocan el cuerpo. Ese contacto, que bastaría para perdonar, indica lo consumado sin remedio”. Ese contacto que bastaría para perdonar.
El puñal es un arma de la cercanía, del universo del contacto cuerpo a cuerpo. Y el tacto es un sentido inseparable de la ética, por cuanto no se puede tocar sin ser tocado. Facón, un arma del estar juntos, de la conjunción como dice Bifo Berardi. La conjunción es un modo del enlace no automatizado. Un enlace que requiere elaboración. Y por tanto instaura singularidades (no hay enlaces idénticos), o al menos particularidades, pero no formatos de homologación universal (como sí tiene la conexión). El gaucho pelea alzando los brazos, en una mano el cuchillo y la otra se envuelve en el poncho o algún pañuelo grande para usar como escudo. Así, la pelea tiene a los dos gauchos cerca, amagándose, los brazos semi abiertos, girando para abrirse el flanco, como si fuera un coqueteo previo al abrazo. Arman casi una danza para darse la muerte. Al hacerlo se sienten la sangre, se ensucian; queda algo del cuerpo ajeno en el propio.
El arma de fuego, en cambio, es herramienta de matar conectiva, siguiendo con Berardi. Automática y siempre igual, estandarizada e inequívoca, sirve también para que el usuario no sienta su efecto. Para insensibilizar al matador, para que no se sienta tan asesino -ni él mismo ni los espectadores-.
Matando indios, mexicanos y forajidos, el revólver es el aparato con que el individuo occidental civilizaba a la vez que asumía que, para civilizar, debía incorporar algunas operaciones un tanto salvajes, más precisamente sangrientas. Pero la sangre quedaba lejos; el arma de fuego es una técnica de regulación de los conflictos a distancia. Mediatiza el espacio, y con él lo corpóreo. E inmediatiza el tiempo: el mayor mérito de un cowboy es la velocidad. El chico más rápido del Oeste, el clickeo más rápido de Occidente. Después, a sacar una fotografía también se le llamará disparar.
El arma de fuego con gatillo es acaso la técnica que inaugura históricamente la subjetivación del click y la mediatización sensible. Acción a distancia en tiempo real, con el cuerpo sin palpar los efectos de sus acciones. Efecto ya-allá e insensibilización ante la muerte del otro; corrosión de la semejanza investida en el otro. El otro es un dato, un número (de muertos, body count). Si -con Levinas- un rostro dice no matarás (Levinas: 2000), si una mirada a los ojos recuerda (vuelve a pasar por el corazón) la condición semejante, el arma de fuego permite matar sin dar ni recibir la cara. La técnica de inmediatez mediatiza las relaciones; se puede matar sin sentir, contando números que pueden ascender a cifras siderales (“mataron millones de ellos”, dice un personaje de reparto al protagonista de Dead Man, deliciosa película Western de Jim Jarmush (1995), cuando los pasajeros del tren decimonónico que va al Oeste se ponen a disparar por la ventana).
Las flechas también mataban a distancia, pero sin inmediatez. Sin click. La flecha tiene en rigor dos arcos, contando al que dibuja en el aire. Hace su parábola; la flecha tiene, aún, arco narrativo. Un recorrido concebible, imaginable por el alma, el espíritu, la conciencia, el pensamiento. No mata al tiempo, la flecha; viaja. El revólver, en cambio, disuelve la narración, en el instante y su pura actualidad.
Acaso el “duelo” era una forma todavía con restos narrativos tras la que se enmascaró la emergencia de la nueva lógica digital, hoy dominante, ya no de narración progresiva sino de pura actualidad aditiva. El click disuelve la experiencia del tiempo y desnutre la conjunción física. La realidad y lo vivo convertido en información y sin proceso existencial; puro rendimiento actual. De allí que la narración, como patrón perceptivo, expresivo y organizativo de la experiencia, y con ella las líneas progresivas, queden sepultadas en la dinámica de lo instantáneo donde de la nada, de un tiro, te te fuiste pa’rriba, o bien de la nada, de un click, fuiste. El click es la operación de fisicalidad mínima propia de la actualidad instantánea. De hecho, el click era demasiado mecánico, y va camino a deponerse en el “tic” en rigor tirando a insonoro de las pantallas táctiles.

2. Subjetividad conectiva
Sin tiempo narrativo, ni progreso ni proceso constructivo, sin horizonte -la mirada enfrascada en pantalla-, nuestra época ha comprimido el tiempo histórico entero en sí misma, y solo es real la actualidad. Ni el pasado ni el futuro son gestantes. Domina la aspiración vertical a pegarla, salvarse, sin mediaciones elaboradas. Cripto, apuestas, inversiones -incluso mínimas-, timbas y múltiples imágenes del click salvador. La red incorpórea ofrece eso: alcance inmensurable en tiempo inmediato, viralización repentina, de golpe ser rico, famoso, de la nada a la gloria con muchos poderes, como el humano Milei, que llegó a Presidente argentino sin partido, sin pisar provincias, sin proceso de crecimiento en algún lugar, solo con clicks. La tele como difusión a lo ancho del cuerpo social, y las redes en lo profundo de las mentes (la profundidad realmente existente).
La escena del Peter Pan adulto (adulterado) muestra, pues, una posta histórica, un pase de mando de un aparato a otro, del revólver al celular. Posta de máquinas clave de época con misma lógica operativa: click instantáneo y efecto remoto inmediato, mediatizado para el sensorio.
Suele hablarse de las tecnologías poniendo foco en los artefactos, fascinantes y aterradores. Menos se atiende a la forma humana que con las tecnologías se produce. Las prácticas y la subjetividad que componen.
El revólver western -occidental- muestra que la inmediatez política es correlativa con la mediatización técnica. En un esquema de individuos puros, definidos por sus fuerzas respectivas sin mediaciones comunes, los conflictos no se regulan o habitan, sino que se resuelven o eliminan. Así, la mediatización técnica habilita la ausencia de mediación política.
Ni Ley ni comunidad: revólver y celular. Sociedad de unos. El liberalismo como ideología de personas que creen que no se necesitan unas a otras, como lo describe Robert Walser citado por Sloterdijk (2017); o en términos del Comité invisible (2008) el liberalismo existencial como la idea naturalizada de que cada cual tiene su vida.
El liberalismo como modulación de la subjetividad tiene como condición técnica la conectividad mediatizada. Dicho de otro modo, la mediatización comunicacional tecnifica una inmediatez política como ausencia de mediación. Encapsulamiento hiperconectado e individualismo liberal. Regulándose con aparatos de la separación conectada, como el revólver. ¿Conflicto? Click, chau. Eliminar, suprimir, bloquear. Te voy a deshacer, o si estoy piadoso, a minimizar…
Aunque la supresión del enemigo no es algo precisamente nuevo, el gesto del famoso “¡fuera, fuera, fuera!” con que Milei contaba lo que iba a suprimir, evidencia la limpidez e inmediatez propia de las operaciones digitales -incorporadas- de eliminar, volar de la pantalla sin más, cancelar. ¿O no hay relación entre la “cultura de la cancelación” y la facilidad operacional con que dejamos de ver lo que no queremos?
Esto no implica, claro, que las tecnologías de comunicación instantánea o de acción instantánea en tiempo real sean “de derecha”. La gesta feminista, o el levantamiento contra el 2×1 a genocidas en 2017, son dos ejemplos entre muchos otros de que los artefactos conectivos pueden ser recursos técnicos de organización multitudinal con sentido democratizante e igualitarista. Pero allí, fueron recurso, recurso de un deseo colectivo, recurso de un sujeto colectivo, de un “nosotros”, en términos de Ignacio Lewkowicz (2004). Hipótesis: la red con conciencia de sí -o con sensibilidad de sí- se convierte en un nosotros. Un entramado autoconsciente, que suspende en tanto tal la regencia concentrada de la red productiva, es decir, el mando fáctico y sensible del capital. Hipótesis: cuando el entramado colectivo realiza movimientos de autoconsciencia (en un movimiento horizontalista que destrona los poderes intocables), los medios median, es decir, enlazan, articulan encuentros. En cambio, los medios conectivos mediatizan cuando, en términos de Debord (1995), reúnen separando, bajo una dinámica donde la virtualidad se fetichiza como superioridad impersonal, abstracta, donde los poderes concentrados se presentan ya-dados y los individuos no se conciben co-constituyentes del entramado sino seguidores, que no deben dejar de actualizarse para no caer… un entramado sin conciencia práctica de sí (individuos que creen que no se necesitan…) es una red subjetivamente liberal.
Sin embargo, el diseño de los objetos técnicos tiene una intensión; como sostiene entre otros Vilhem Flusser (2017), prefigura modos de uso; su diseño tiene una condición política por cuanto apunta a una práctica. La adicción o apego compulsivo a la pantalla es evidente en casi cualquier situación de la vida social. Los aparatos conectivos, con sus programas predominantes, las llamadas redes sociales, funcionan como religión contemporánea. En el sentido de que re-ligan a la multitud de individuos autopercibidos prácticamente como unidad independiente. Esta religión conectiva requiere un repertorio de operaciones para ser habitada. Operaciones de la subjetividad conectiva: el chequeo, el scrolleo, la respuesta automática, el ingreso de contraseñas, el googleo, el bloqueo, la impostación de sonrisa, la exhibición de la vida personal, el disponibilismo, la simultaneidad atencional, la agresión (para hacerse sentir en medio de la saturación), y un largo etcétera que constituye un campo de investigación de la humanidad empantallada.
Estas operaciones, acciones y modos de hacer, dan forma a modos de ser: a eso llamamos subjetividad, tomando la noción, también, de Ignacio Lewkowicz (2001). Una subjetividad consiste en el conjunto de operaciones necesarias para habitar unas circunstancias, o un ambiente determinado. El ambiente conectivo, o más aún, el ambiente existencial contemporáneo, donde la conectividad es necesidad esencial, dispone una subjetividad conectiva.
Esta subjetividad tiene su etnografía, tiene su temporalidad, tiene su corporalidad (tiene también su literatura, la literatura del yo), tiene su profunda genealogía -la larga y conflictiva historia de entronización de instancias mediatas, incorpóreas, abstractas, dominantes de lo corpóreo sensible, que despojan al cuerpo común de la potestad sobre lo verdadero-. Y tuvo, también, su consolidación y catalización en la pandemia: ante la pandemia, la subjetividad contemporánea reaccionó con las lógicas que ya la constituían. Encapsulamiento y la “soledad atestada” de la conectividad; aislamiento no social, sino físico, con hiperconexión. Y que los últimos, que no pueden quedarse en casa, se arreglen.
Pero entonces fueron dos las disposiciones subjetivas consolidadas en pandemia. Una, la conectividad como patrón relacional y técnica básica de existencia (el devenir información de lo existente), y, otra, la disposición a sufrir. En pandemia, la sociedad asumió que iba a sufrir. Fue aceptado, aunque era forzoso. Por lo demás, en pandemia se agudizó la distancia y el resentimiento de buena parte de la sociedad hacia el “mundo estatal” en cuanto posición percibida como cómoda y moralmente jactanciosa e hipócrita. Es fácil entender que si las banderas de los derechos y la inclusión y lo nacional son erigidas mientras crece la miseria y la entrega, crezca también la animadversión hacia dichas banderas, que quedan quemadas.
Esa disposición explícita a sufrir, vuelta consenso en pandemia, luego fue discurso repetido en ese otro gigantezco y aún muy poco pensado acontecimiento colectivo nacional, el Mundial de fútbol 2022. Allí, el estado de estrés compartido en que consiste según Sloterdijk (2017) el lazo social contemporáneo, tuvo por una vez una forma de unidad nacional; y uno de los rezos más repetidos, tanto por ídolos como por comunes, era: somos argentinos, es así, tenemos que sufrir. El sufrimiento ya no era una fatalidad, sino destinal.
Cada gobierno viene en cierto sentido a recoger las demandas que quedaron vacantes del anterior, o, más precisamente, cada gobierno expresa la configuración sensible de la que surge y a la que debe responder. Ricardo Alfonsín como expresión del deseo de paz, derechos civiles y humanos; Carlos Menem, de estabilidad y consumo; Fernando De La Rúa y Carlos Chacho Álvarez, deseo honestista; Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner como traducción institucional de la revuelta de 2001 (rechazo al ajuste, a la deuda y a la represión, articulación Estado-sociedad. Mauricio Macri como expresión de la subjetividad consumidora y mercantil fortalecida durante el kirchnerismo; Alberto Fernández como expresión del deseo de diálogo y concordia ante el cansacio grietista. Y Javier Milei como expresión de la subjetividad conectiva, combinada con la disposición a sufrir.

3. Mediatización política, subjetividad mercantil-consumidora
Hipótesis: la revuelta, climax de la movilización social, como en el estallido de 19 y 20 de diciembre de 2001 y su prolongación hasta la masacre de Avellaneda, es la forma más desarrollada de autoconsciencia del entramado colectivo. El nosotros. La movilización social cambia las condiciones de lo posible y de la gobernabilidad. Cambia también la distribución social del miedo (¿no es eso la política, una distribución de los miedos?). En la revuelta, y ante la movilización, temen las elites. El gobierno kirchnerista vehiculizó exigencias que la sociedad plantó vía movilización. Tradujo institucionalmente lo que la movilización había gestado. Tuvo potencia en tanto interfaz que articuló la esfera de la representación con la movilización social. Pero sin movilización social, un Gobierno, como pura administración del Estado (en rigor, de limitados resortes del Estado), carece de fuerza para divergir con el statuo-quo. Sin movilización social que ejerza fuerza contra los poderes y privilegios establecidos, un Gobierno encuentra, como mejor intención, la razón posibilista.
Si el saldo político del gobierno de les Fernández fue una derechización radical, peor saldo que el que dejó el gobierno de Macri, ante el cual se mantuvo activa la movilización social, que, de hecho, fue la que lo derrotó (con traducción electoral ulterior), es preciso contemplar que, en 2019, desde el día siguiente a las PASO en que la fórmula opositora le sacó 16 puntos de ventaja al oficialismo, el candidato elegido por CFK llamó explícitamente a desmovilizar. Esa fue su política, una política de desmovilización; de allí que tuvo su hora dorada en el inicio de la cuarentena. Amén de la quema de ranchos en Guernica, acaso la postal emblemática haya sido la del Presidente saliendo a las rejas de la Rosada con un megáfono para echar a la multitud maradoniana, que estaba realizando la fiesta de tristeza popular acaso más importante de la historia nacional, jocundo acontecimiento conjuntivo -que bien podría haberse fomentado como fortalecedor de un lazo social con sentido nacional y popular- que, al verse interrumpido por la superestructura estatal, desembocó en el primer asalto exitoso en toda la historia del palacio de Gobierno argentino -un “asalto” que no quiso más que meter las patas en las fuentes y cantar.
Pero esta desmovilización, propugnada por el peronismo respecto a las fuerzas que permitieron su acceso al Gobierno, acentuó en el caso albertista pero fue coherente con el proceso kirchnerista previo. Porque la condición de la ampliación de derechos realizada durante los primeros gobiernos kirchneristas fue la subjetividad consumidora; la inclusión incluyó subjetivando como consumidores. Esto, claro, como caracterización general, más allá de la miríada de experiencias o situaciones particulares que pueden reclamar cada una su caracterización rigurosa. Veamos un ejemplo ilustrativo.
En la campaña presidencial argentina de 2015, circuló una propaganda que mostraba un hombre entrando a una concesionaria de autos. La cámara está como escondida tras una planta y desde la cámara alguien, también escondido, le habla al recién llegado; le pregunta si va a cambiar el auto, y el interrogado, que responde llamarse Roberto, dice que comprará un cero. Entonces, el escondido tras la planta -y tras la cámara, pues para nosotres es pura voz, a la vez que vemos desde su punto de vista-, lo felicita, y Roberto sonríe, quedo, aceptando con modesta satisfacción, pero cuando la voz le pregunta a quién va a votar -si a Scioli o a Macri – Roberto no sabe… Y la voz le dice dale, Roberto, si te va bien… Si te va bien, Roberto, dice la voz del spot que llevaba la firma de “Comando kirchnerista clandestino”, si te va bien dale, votá a Scioli. Coincidía con lo que públicamente más de una vez dijo Cristina Fernández de Kirchner: no les pedimos que estén de acuerdo ni que sean peronistas, les pedimos que miren su bolsillo. La razón económica reclamando desesperada su centralidad en la mentalidad de los sujetos mercantiles, sujetos-bolsillo. Sujetos-billetera electrónica. Etcétera.
Esta lógica se había visto también cuando el Estado compró la mitad más uno del paquete accionario de YPF; la entonces Presidenta festejaba la renacionalización aclarando, de paso, que “ya no necesitamos patrullas perdidas de 2001”.
Que la multitud cuya movilización había producido las condiciones de posibilidad del proceso gobernante pase a ser nombrada como “ciudadanos empoderados por el Estado” fue, también, una mediatización: la potencia de creación, la fuerza democratizante, quedó delegada en la esfera institucional. (Lo cual es acorde a la sintaxis del preámbulo de la Constitución, que podría afirmar que el pueblo delibera y gobierna a través de sus representantes pero en cambio lo dice mediante la doble negación de que el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de). La mediatización organizada técnicamente confluye con un proceso de mediatización política, de mediatización de la presencia protagónica de los cuerpos comunes.
Si la inclusión se da en términos de consumidores, sujetos reivindicados como bolsillos (bolsillos nacionales y populares, ciertamente), la democratización (en la asignación de recursos, también en el orden de legitimidad simbólica) produce sujetos como unidades de autopercepción monetaria. Autopercepción capitalista. Si la realidad en última instancia es la de nuestra existencia mercantil, entonces, la matriz sensible sobre la que opere la política será inevitablemente neoliberal, mercantilista. Sujetos que más que escucharse nombrados como “empoderados” por el Estado, gustarán ser nombrados emprendedores que se ganaron lo que tienen con su esfuerzo personal, satisfechos y queridos de cómo mejoraron en la última década. Cansados de la retórica inflamada de los militantes de un partido que vocifera con los megáfonos oficiales del Estado; el Estado convertido en el discurso de un grupo militante. El consumidor auto emprendedor, autopercibido como bolsillo, prefiere que el Estado sea Policía en la esquina, para que, encima que se rompe el orto todo el día, no venga algún zarpado a romperle las pelotas (Pennisi: 2015).
¿A qué llamamos derechización? A una determinada deriva política de la subjetividad consumidora y mercantil, tecnológicamente predispuesta.
Si la red, de sujetos liberales (“cada cual tiene su vida”, Comité Invisible: 2008), está alimentada, si tiene volumen de flujo circulante, el tono cívico puede ser hasta de fiesta, como, por ejemplo, cuando el Bicentenario. En cambio si la red -de sujetos mercantiles y conectivos- se seca, se desnutre, los cálculos cambian. Si el sujeto conectivo-consumidor tiene acceso al goce del consumo y el entretenimiento, se organiza una lógica de pensamiento distinta a la que se instaura si a lo que accede es a sufrir: allí, el goce tiene que ser otro.
El goce de cortar por lo roto; la lógica común donde se pega un golpe más fuerte en aquello que viene molestando; el goce del “ya fue”; el goce excelso de dañarse; el sublime goce de dañar a otros (Nietzsche: 2007). El goce de rugir, un rugido espectacular para la multitud exhausta de bruxantes.
Ya fue, que se termine de romper, a ver si después afloja un poco el sufrimiento este…

4. Brokers de yo, motosierra para lo otro
Para pensar la derechización en la racionalidad contemporánea, planteamos, entonces, un nudo entre la constitución técnico-digital de la subjetividad, con su matriz mercantil. Que, observada en otro nivel, arroja la siguiente hipótesis: la mediósfera es un vector histórico de disposición financiera de la subjetividad. La vida en la nube digital -click, click- produce subjetividad financiera. Si observamos las operaciones (los actos, incluidos por supuesto los lingüísticos), como también el patrón nervioso, el bicho humano conectivo es parecido al bursátil. Cargar valores en una bolsa virtual y estar pendiente a su inflación en valor semiótico. “Brokers de yo” (Valle: 2022), sometidos a una medición constante del valor. Un estado de medición permanente del valor. Todo medido todo el tiempo: tal el imperio financiero, conectivamente realizado. Todo medido todo el tiempo y, sobre todo, el tiempo mismo medido todo el tiempo. La razón financiera, el tiempo financiero. Jugar jueguitos, apostar, intercambiar mensajes (jugar el jueguito de la propia vida), manejar “plata”, evaluar rendimiento.
La abstracta actualidad se muestra en la pantalla conectiva y mide la vida, la evalúa. Allí está el saber sobre lo vivo. En la nube. En la eficacia suprema de lo maquínico. El viejo nuevo Dios de la internet.
La realización de operaciones financieras ha dado -está dando- un salto de masividad, de esos saltos cuantitativos tales que ya resultan un salto cualitativo. El sueldo tratado con operaciones del capital financiero; ni el sueldo, la astilla. Tal como desconectarse es quedar retrasado respecto de la actualidad mandamás, no hacer “rendir la plata” es también perder (no jalar los correctos clicks). La especulación como única verdad.
Esta masificación de la praxis financiera -ocasión por supuesto de inmensurables negocios de actores privados, que extraen ganancia de lo trabajado por otros- se preparó subjetivamente (se pre-dispuso) en la factura conectiva de la subjetividad.
Pero entre subjetividad conectiva y financierización, obviedades gobernantes de Occidente, la sinergia es de ida y vuelta. Y también, antes, fue mediante la dinámica financiera que el cuerpo social se inundó de especulación.
Los sujetos conectivos y los financieros son sujetos especulares, que especulan, que ponen espejos (negros muchas veces), que multiplican espejos; sujetos de una vida especulada. Specularis eran unos guardias romanos en la Antigüedad; unos vigilantes. Especulación, vigilia (porque el rendimiento se mide en forma constante); pantallas, vigilia; espejos, imágenes evanescentes, separación.
Ahora bien, desde el punto de vista comportamental, esta regencia especular de la vida implica el componente religioso planteado antes. Religión celular: creencia práctica en una entidad incorpórea, omnisciente, ubicua, superior. Son características de la nube, pero también de “el mercado”, y en el fondo, del capital. El mando mismo requiere mistificación; la jerarquía y los privilegios, con su obscenidad destinal, ya que el privilegio no consiste en cosas que se pueden; el privilegio consiste en que los otros no puedan. Los privilegios adquiridos -figura paradoxica o incluso oxímoron- reproducen una casta, una casta de individuos separados. Privados. Los santos de nuestra era.
Del Cielo a la Nube, del Señor a la IA, la mediósfera, que maravilla con su imagen brillante, ingrávida, tersa, hereda la profusa genealogía teológica, en cuya predisposición idolátrica se apoya la legitimación del privilegio, de la riqueza en su régimen de hiper concentración, y del mando -el mando, que es, en rigor, lo que regula el capital. El capital en sí mismo es un regulador de las relaciones sociales. Entramos a una fábrica, o, en rigor, a un lugar de trabajo, de producción, cualquiera. Cada sujeto hace algo, cada sujeto activo crea algo, ¿y qué hace, allí, el capital? El capital nada hace; manda. Es la tecnología del mando, del artificio insólito del mando y la sujeción, de la dominación. Y el capital, ficción si las hay, requiere mistificación.
Así como el revólver, así como el celular, es en el fondo el capital la entidad postulada como regulador suficiente de la vida. Así habla su razón política, expresada hoy por el Presidente argentino, cuyos atributos excéntricos en realidad no son tales, sino que se trata, sí, de un improbable, pero de lo improbable de que los axiomas puros de un patrón de regulación social dominen las decisiones y políticas comunes. Lo improbable de que la razón que gobierna en las relaciones sociales -la Ley del Valor, la razón de la Ganancia- gobierne sin matiz alguno las instituciones colectivas de la Argentina.
En la guerra por la atención, la figura de Milei traía “información nueva” por lo que tenía de improbable (“cuanto menos probable es un mensaje, más información tiene”, dice Norbert Wiener en Cibernética y sociedad; Wiener: 1965), sobre todo en sus formas, pero -con la eficacia de las paradojas- también lo improbable de que un sujeto hable para los cuerpos comunes con la razón pura del capital.
Porque Milei tuvo algo de izquierda en la escena política nacional (y acaso amén fronteras), al menos si tomamos la definición de Deleuze (1977) según la cual ser de izquierda es desear el acontecimiento. Y Milei canalizó un deseo de acontecimiento. O algo parecido: el deseo de que pase algo. De que basta, basta lo que hay, que pase algo. Que se vayan todos. Que venga algo nuevo.
Tuvo algo actitudinalmente izquierdista, irreverente respecto de los patrones formales del escenario en el que se metía, Milei. Izquierdista por su cuota de improbabilidad; improbable en sus formas: el pelo, el show. Así triunfó sobre el posibilismo. El posibilismo es definible como la derecha moderada. Porque presupone la reproducción del estado de cosas -lo dado- sin apenas más que no empeorarlo. Por eso el posibilismo fue conservador. Una pasión miedosa derrotada naturalmente por el odio, que es un poco más vital. En otros términos, el posibilismo fue la expresión tibia del realismo capitalista en su condición tautológica: la única verdad es la realidad dada. Nada es posible salvo lo más probable -¿y qué es lo más probable en el orden de la dominación, en el régimen de concentración del poder/riqueza? Que suceda lo probable matizado, entonces, sería lo más probable en el sistema.
Pero claro, el deseo de acontecimiento estaba mediatizado. Milei expresa la mediatización del que se vayan todos. La mediatización de la potencia destituyente. La mediatización de la potencia de negatividad.
Esta negatividad, este hartazgo, este rugido de los cuerpos sufrientes, encontró su héroe en un tipo criticado por ser excéntrico y emocionalmente inestable, incluso psíquicamente frágil, y eso mismo es parte de lo que lo erigió: alguien roto, creíble y querible por el cuerpo común. Un héroe con la bronca de los rotos contra la hipocresía temerosa del posibilismo. Con la bronca de los rotos y con la fuerza de los ricos: el héroe despeja el mundo de materia corrupta sirviendo con jactancia a los superiores poderes, a los que él llama héroes, los dueños del capital. Ídolos del realismo mercantil. Recordemos que el término “cheto” pasó de peyorativo a positivo hace más de una década. Si los mega ricos ocupan un lugar de sacerdotes semidioses, Milei es el sicario que trae al mundo sus designios, su orden, su paz. Por eso necesita la motosierra.
El loco de la motosierra: artefacto que empuña para hacer la voluntad de la multitud celular, los individuos apantallados. La fuerza terrestre del cielo es la motosierra. Esa sí mancha, esa sí es conjuntiva: es romper lo conjuntivo con herramientas de su propio mundo. Milei, ojos de cielo como su antecesor (Macri), viene a aplicar la violencia que sea necesaria (vía el regulador único de la economía y las armas) para que funcione el orden perfecto y puro del bien, de las cosas como deben ser, de la obvia verdad de la realidad, la ley del Mercado.
Además de roto Miel habla de economía. Aunque usando -para quedar en posición de saber- plétora de tecnicismos incomprensibles para el común, habla de algo que la sociedad entera tiene que introyectar cada vez más: la jerga financiera. Lengua aspiracional para el cuerpo común.
Sujetos obligados a vivir haciendo cálculos y especulando, sufrientes pero con fuerza, sujetos habituados a que lo verdadero, lo bueno, lo bello, es visible pantalla mediante. Pero, además, sujetos emprendedores. El emprendedurismo no es solo un discurso ideológico. Es una realidad de porciones enormes de la población trabajadora en la Argentina. Millones y millones de trabajadoras y trabajadores que cada vez menos pueden producir un soporte identitario mediante una dedicación laboral, pues deben tener múltiples dedicaciones, e ir cambiando una vez y otra vez y otra, y -último mas no menor- saben que no pueden saber qué deberán hacer en el futuro-; trabajadores que, por tanto, arman identidad con lo que engloba la multiplicidad de su dedicaciones: es el esfuerzo. El propio esfuerzo -cercano, claro, al sufrimiento. La identidad del esfuerzo y el yo que calcula y gestiona su vida. Un sujeto emprendedor. Que sobrevive y quiere crecer en esta selva. Crecer, poder más cosas, ganar cosas; lo que Pablo Semán (2023) llama mejoristas.
La figura del empresario pasó a ser la dispuesta para la autopercepción. Particularmente para el precariado, los trabajadores en condiciones de precariedad -pero la precariedad es condición de época, precarios somos todos, y si se elige como víctima expiatoria a los trabajadores estatales es en parte por su combinación de débiles y a la vez supuestamente “exentos” de precariedad (cobran en pandemia, vacaciones, cuando quieren no van, etcétera), aunque luego en la práctica, se echa (se descarta) trabajadores del Estado precisamente gracias a lo precario que era su estatuto, sometidos a contratos temporarios que se renovaban anualmente hace hasta quizá veinte años a esta parte… La inclusión y la expansión de derechos se organizó con programas públicos apoyados en la precarización de sus agentes; la infra-realidad mercantil soportaba la lengua estatista.
Todos somos precarios y consustancialmente con eso, todos somos empresarios -en potencia-. Todos somos empresarios, algunos actualmente en posición de pluriempleados, changuistas, cuentapropistas, etcétera. Empresarios que aún no llegamos a. Solo que esa figura subjetiva es por naturaleza excluyente, privatista. Puesto que requiere a otros de los que obtener ganancia, empleados, o anónimos bajo la mediación bursátil que hace que “la plata trabaje”, que el valor mágicamente se auto reproduzca. El auto-empresario captura en su anhelo valor que anda fluyendo desreglado, salvaje, lo enlaza como el vaquero al ganado cimarrón.

5. Sinceramiento de la crueldad
Así pues, la subjetividad capitalista realmente existente tiene una afinidad electiva con la tecnología de la inmediatez.
Ahora bien, aún cuando la red se vive como red de puntos individuales que se conectan (y no con la fenomenología del nosotros, no como el entramado de co-constitución que realmente es), puede, igualmente, ser más amable cuando está nutrida. En sequía, en cambio, en ajuste, los mistificados pero muy realistas sujetos individuales liberales asumen la guerra todos contra todos regulada por el dinero y los clicks conectivos o policiales (tres técnicas que prescinden de la conversación, y de la regulación igualitaria de la vida).
Para el sujeto mercantil, el otro es un competidor. Las cosas para hacerse tienen que producir ganancia privada, tienen que producir desigualdad. Si vivimos así, con las reglas de juego del capital (y vaya si es un juego, en el sentido de un absoluto artificio, el capitalismo, con el dinero como fichitas que tomamos muy, muy en serio), los otros son competidores, fácilmente visibles como enemigos. En tal juego, que a otros les vaya mal -que sean despedidos de su trabajo por ejemplo-, es vivido como propia mejoría. Así está dispuesto.
El Loco de la Motosierra ofrece no solo una esperanza, de que de algún modo venga algo nuevo que limpie y ordene. Ofrece también goce seguro, certero, el goce de la crueldad.
Expresa un sinceramiento, Milei;fue uno que dijo algo verdadero: va a haber dolor. Verdad tautológica del realismo capitalista. Va a haber dolor -hay-, va a haber privilegiados -hay-, va a haber -hay- sacrificados.
Y para el sacrificio también nos prepararon las historias de la gran pantalla; no solamente los westerns. Las películas infantiles también cumplen una función de pedagogía política fundamental. Las películas infantiles sirven para introducir la figura del malo -no es que la inventan, claro-. Y ¿quién es el malo? Pues el malo es un personaje que tiene destino de escarmiento. El malo, como personaje, opera un entrenamiento sensible, en las mentes infantiles, donde se naturaliza que haya sujetos que vayan a sufrir lo horrible, y no nos duela, no los con-sintamos. Una selectivización, una privación de la empatía, digamos. El “malo” entrena las mentes para un binarismo donde es normal que alguien sea malo (y no ambivalente, complejo, variable, múltiple, etc), y en que nos alegremos cuando muere o sufre.
Las películas de terror, en cambio, nos recuerdan que el monstruo puede tomar de punto a cualquiera. Aunque el loco de la motosierra atacaba a las parejas pícaras, deseantes, en fuga.
Sin embargo, en la Argentina, ya cuando volvieron los buenos, los autopercibidos buenos que cantaban “vamos a volver”, rodaron cine de terror. Si los deseos igualitaristas se delegan en procesos políticos que de facto son gobierno del mercado, si la “castración” de la democracia de la que habla León Rozitchner (1985) se verifica tantos años después, es entendible que la población opte por el que no sonríe. Con la red seca y ajustada, la multitud se sublevó contra la sonrisa obligatoria. Llegó la hora de blanquear la disposición a sufrir.
Milei expresa un sinceramiento, un blanqueo de la crueldad: porque la crueldad es necesaria como como borde y demostración última de la desigualdad. No solo asusta y disciplina, reproduce en acto la desemejanza.
En este sentido, la crueldad no es una moda, no es un exceso, no es -solo- un atributo personal; es sistémicamente necesaria. El cualquierismo espectacular libertario sostiene atencionalmente el estado nervioso que cohesiona la sociedad contemporánea en un lazo alarmado y extenuado, saturado y aturdido. Y la crueldad es necesaria porque es por excelencia la operación productora de desemejanza. La crueldad cumple una función política: elimina el estatus de semejante sobre algunos cuerpos. Es una operación que desinviste a determinado sujeto del estatus de semejante, es decir de su condición de esencialmente igual. De allí que este capitalismo gore o necropolítico tenga, en la crueldad, un dispositivo necesario: la crueldad circulante vuelve mucho más admisible la brutal desigualdad. Demuestra hasta qué punto no somos iguales: ya ven que incluso algunos no merecen ni trato humano, chau, escarnio, eliminar, afuera. Vivir como mejoría propia la desgracia ajena es adecuado al régimen perceptivo de una vida mercantil barroquizada, extremada en sus preceptos elementales. Siguiendo planteos de Jacques Ranciere (2021), que sufra el inferior nos reconfirma en nuestra superioridad, nuestra inclusión (argentinos de bien). Siempre se puede encontrar a alguien cuyo sufrimiento legitmiado lo instituya como inferior respecto al cual, entonces, uno puede sentirse superior, integrado, un poquito salvado. Como muestra Segato, la crueldad es la pedagoga última de la desigualdad (Segato: 2003). Y ha de ser en parte por eso, por su función de escarmiento y naturalización de la desigualdad, que toda la ultra derecha mundial apoya con fervor al Estado israelí en su genocidio contra el pueblo palestino: caso testigo de la des-semejanza legitimada, caso testigo de la función de la crueldad en la escena contemporánea.
La refirmación idolátrica de la desigualdad implica, requiere y reproduce la depreciación de -el desprecio por- el cuerpo común; a eso llamamos la derecha.
Si esto es así, las elites, las posiciones de privilegio, tienen una predisposición sistémica a la derechización (aunque es necesario un mínimo de igualdad para que el otro obedezca, y es típico de patrón quejarse de que el siervo no interpreta bien las órdenes…), mientras que quienes necesitan trabajar y producir para vivir, quienes necesitan enlazarse en cooperación, tienen una derechización ocasional, no necesaria.
Lewkowicz (2001) propone la categoría de envés para pensar la potencia emancipatoria de la subjetividad. Producida por los dispositivos de poder, empero, cada forma subjetiva tiene un envés, donde anidan devenires autónomos posibles. Si en el envés del obrero fabril y su alienación estaba su unión potencial (por la que el capitalismo, en las fábricas, producía sus propios sepultureros), quizá en el envés de la red -forma dispuesta- estén lxs Nosotrxs. Quizá en el envés de la actualidad -donde manda lo mediato, lo incorpóreo, el capital-, esté el presente. El presente que puede usar los artefactos por supuesto, pero no vive en las nubes, sino en el cuerpo común. El presente, donde lo que primero que sentimos -la verdad primera-, como los niños de Nunca Jamás, es nuestra lúdica y combativa capacidad de crear.

 

Vía Avatares de la Comunicación y la Cultura.

A un año de gobierno de Milei // Diego Sztulwark

Durante largos meses tuvimos la oportunidad de indagar en las razones que hicieron posible el gobierno de Milei: los efectos subjetivos de la pandemia y la aceleración de las tecnologías de la comunicación a distancia;  las transformaciones de la estructura del empleo y la dificultad de brindar servicios públicos universales de calidad; el fracaso de la apuesta de la derecha por Macri (y el criminal endeudamiento con el FMI) y el fracaso del gobierno de la fórmula Fernández-Fernández a la hora de revertir procesos de desigualdad social. Hemos observado en simultáneo el agresivo día a día con que el nuevo gobierno trata a una población que no cuenta con instrumentos efectivos para limitar la destrucción. Al cumplirse un año de gobierno de Milei toca poner en consideración algunas claves de reflexión en términos de antagonismo político:

1. El carácter excepcional de la figura de Milei confirma el papel de la contingencia en la conformación de fenómenos de estructura. El valor de la novedad se mide en la su capacidad para aplicar un ajuste descomunal sin perder centralidad política. La ruina del neoliberalismo argentino fue “salvada” por la aparición de un personaje de rasgos extraordinarios, adecuados para expresar a la vez los afectos de la comunicación en redes, la humillación social y la liberación desinhibida de un inconsciente capitalista que los mismos círculos propietarios no se atrevían a confesar. Éste es el secreto de su “autenticidad”. No hay modo de oponerse a Milei imitándolo. La única autenticidad que podría contrariarlo debería surgir de la constitución de una excepción capaz de hacer girar la estructura en un sentido opuesto.

2. La comunicación se torna política cuando intensifica la enemistad. Despojada de dramatismo, la voz de opositores y animadores es espectáculo despolitizado. La eficacia de Milei consiste en las intensidades que capta y difunde con sus gestos. Como lo comprobó el equipo de compaña de Sergio Massa -asesorado por profesionales que conocían a la perfección la comunicación del bolsonarismo- la extrema derecha se reduce al empleo de “técnicas” de propaganda reproducibles por cualquiera. La eficacia de la comunicación de Milei es una eficacia política. Tradujo malestares heterogéneos en votos. La política del mileísmo consiste en la administración agresiva de la desigualdad social. Para enfrentar un fenómeno político intenso es preciso movilizar afectos igualmente potentes pero con contenidos y direcciones efectivamente opuestos.

3. El mileísmo fue subestimado. Las certezas que actuaron en esa infravalorización -la notable impresión de  mediocridad e inverosimilitud de sus protagonistas; una mistificada estimación de la capacidad de reacción de unas fuerzas populares desarmadas desde arriba- obliga a ajustar actitudes arrogantes y saberes inoperantes. Los vaticinios de estallido, explosión o colapso del gobierno no hicieron -hasta ahora- más que errar por buenas razones: acertaron al leer la inestabilidad sistémica y las inconsistencias gubernamentales, pero no tomaron nota suficiente de la desorientación que impone el desarme político y la consiguiente incapacidad de la sociedad de reaccionar a la violencia del ajuste, ni se enfocaron en la capacidad de improvisación que por el momento ostenta la gubernamentalidad capitalista para lidiar con un escenario de inestabilidad y crisis.

 

  1. El discurso de la “batalla cultural”, eje de organización del discurso de la extrema derecha dentro y fuera del país, consiste en imponer los términos de la enemistad y de forjar subjetividades dispuestas a asistir y reparar la máquina averiada del mando político del capital. No es un mero fenómeno de distracción, sino un intento de relanzar relaciones de mando político y la productividad social en un occidente percibido como geopolíticamente decadente por sus propias élites. Para entender su eficacia se trata menos de escuchar lo que dicen sus publicistas sobre una supuesta “hegemonía” gramsciana y de prestar más atención al “decisionismo” schmittiano puesto al servicio de incrementar poder político día a día desde la total debilidad institucional.

 

  1. El antifeminismo del mileísmo es orgánicamente constitutivo de la economía neo-extractiva. No es solo Además una revancha cultural contra la ola verde: también es economía política. La lógica patriarcal que traza jerarquías política entre géneros interviene sobre la naturaleza y sobre la cooperación social para adueñarse de la riqueza colectiva por medio de una crueldad indecible. La teología biologicista del neofascismo complementa la desangelada competencia neoliberal con un sistema fanático de refutación de cualquier rastro de igualitarismo. Si le “batalla” es “cultural”, lo es ante todo modo en que se opaca a la cultura, concebida como el ámbito desde el cual organizar las condiciones de mando de los procesos extraeconómicos de la acumulación de capital.

  2. La derecha extrema no odia al Estado, sino justo lo necesario como para acceder a él y ocuparlo. Una vez en el poder no lo destruye, intenta reconfigurarlo. Milei, Trump o Bolsonaro apuntan a destruir las regulaciones públicas que se ocupan de la reproducción social y favorecen la regulación privada de los requerimientos de la acumulación de capital. La acción del Estado no se disuelve sino que se reorienta a constituir un nuevo poder de mando -ultra punitivista- capaz de asistir el orden que precisan los mercados.

  3. El alineamiento con EEUU e Israel busca colgarse -en ausencia de una hegemonía internacional indiscutida, y en medio de una creciente guerra comercial- del poder de una potencia militar capaz de sostener un espacio de control dentro del cual asegurar determinados axiomas “democráticos” para la acumulación de capital. La limpieza étnica que Israel realiza en la Franja de Gaza renace en boca de Trump cuando habla de la deportación inminente de millones de migrantes mexicanos. El axioma “democratico” hace sistema con la política de guerra contra la población que Patricia Bullrich asimila y promueve sin errores de comprensión.

 

  1. El neo fascismo actual en que vivimos forma parte de un neoliberalismo en decadencia. Neo fascista es la organización que saca provecho del oscurecimiento de las percepciones colectivas, que diseña y explota el embrutecimiento de la cooperación social emergida tras cinco décadas de competencia neoliberal. Las diferencias con el fascismo del siglo XX son ostensibles: toda comparación con él debe servirnos para precisarlas, evitando errores en la acción política.

 

  1. El neoliberalismo en crisis no ofrece bienestar ni explicaciones. Sin pacto “social” entre clases no opera tampoco pacto “democrático” alguno. Los mecanismos de legitimación de antaño fueron sustituidos por la aceleración y el desprecio. El futurismo negacionista del capital ya no imagina la reparación de la tierra, sino la colonización de planetas próximos. El ataque a la vida propio de la acumulación por desposesión funciona ideológicamente sobre la base de una delirante creencia de una fuga hacia adelante.

    10. El gobierno de Milei se beneficia de la polarización con los restos del sistema político previo al 2023. La proyección del sistema político actual, sin irrupción de novedades desde abajo, equivale a la eternización de la impotencia colectiva.

    11. El neofascismo en curso toma en sus manos la crítica de la razón burguesa (que las izquierdas no llevaron a cabo). Su ataque a universidades, instituciones culturales o gremiales no busca reformar sino destruir. El recurso a la “auditoría” es el arma preferida para avanzar con la demolición. La ofensiva contra las mediaciones públicas apunta, en última instancia, a neutralizar el lenguaje mismo: codificarlo al máximo e inhibirlo en su poder de discernimiento y expresión equivale a aniquilar la capacidad de constitución de potencia común en el orden de los cuerpos. Una célebre tesis 11 ofrece la fórmula de la exigencia antagonista: hasta ahora hemos intentado interpretar a Milei describiéndolo desde todos los puntos de vista posibles. Lo que quisiéramos ahora es conquistar un punto de efectividad que al menos ayude a abrir las posibilidades de transformar la realidad.

 

Dos mujeres: Perón y Cooke // Diego Sztulwark

Cada quien lee sus cartas, escritas entre la segunda mitad de los cincuenta y la primera de los sesentas. Alrededor, público. Cristina es Perón. Un Perón, el Cristina Banegas, que tiene asombrosamente la voz de Perón. Abusando de una fórmula de León Rozitchner diríamos: Cristina debió comprender a fondo a Perón para componer de ese modo a su Perón. Al que le atribuye abruptas expresiones guturales cada vez que Cooke, su joven delegado en la Argentina, menciona el delicado asunto de su condición mortal. El Cooke de Karina Elsztein está cargado de una actualidad del que este presente carece por completo: aireado, esbelto, desafiante y filoso. Es un Cooke munido de toda la rebeldía que el peronismo dejó de buscar en sí mismo desde hace ya un buen rato. Perón-Cristina argumenta, escribe, explica. Se pregunta porqué entre sus jóvenes partidarios en los que cree no ha aparecido aún un águila. Sus antológicas astucias -las técnicas de conducción del “Padre Eterno”- provocan ecos perturbadores, y no pocas risas. Mientras que el «querido Bebe», Cooke-Karina, le pide a su «querido jefe» un peronismo con dramatismo, que no malgaste su potencia antagonista haciendo la política del juego de caballeros. Le pide con toda claridad que organice un partido movimiento capaz de enfrentar de modo directo y con una estrategia clara al enemigo.
La presencia del mítico artículo Cartas en Tinta de Limón. Recordando a Cooke, de Horacio González, es ostensible en la selección de los fragmentos de las epístolas. Publicado en Revista Unidos en octubre de 1986, la edición incluía una reproducción facsimilar de la mítica carta de 1956, en la que Perón hacía pública su autorización al militante entonces encarcelado John W. Cooke para que asumiera la representación del jefe exiliado en la acción política en el país. En sus palabras “su decisión será mi decisión, su palabra, mi palabra”. Y agregaba: “en caso de mi fallecimiento, en él delego el mando”. Como se recordará González llegó a recordarle públicamente al ya ex presidente Néstor Kirchner en una asamblea de Carta Abierta la importancia decisiva del nombre Cooke: la fuerza de lo maldito como lado “áspero” de la historia, el “único que valía la pena recorrer”. Ese González flota entre las partículas de humo que poblaron la atmósfera de la función del domingo 1 de diciembre, en el teatro El excéntrico.

Después del final Graciela Casino, la directora, se prestó a la conversación. Ya se había cantado la marcha y bebido vino. Unos pocos se han quedado. Graciela conoce perfectamente bien el papel de Alicia Eguren en la edición de la Correspondencia Perón-Cooke, texto sobre el cual se basa íntegramente la obra La bala de Plata. Según el historiador Miguel Mazzeo -autor del ensayo sobre Cooke, El hereje (2016) y de una biografía política intelectual Alicia en el País (2022)-, Eguren publica la primera edición de las cartas en 1972, sin consultar a Perón. Sin la complacencia del viejo líder, el epistolario se convirtió de inmediato en un documento esencial del peronismo revolucionario.

La bala de Plata es una intervención teatral de intensa e inesperada politicidad, que introduce tensiones irresueltas del pasado como posibles claves para cuestionar impotencias y conformismos con los que en la actualidad se asume el espeso drama argentino. Durante las horas posteriores a la función se tiene la persistente sensación de haber participado de una asamblea extraordinaria que debería repetirse en cada rincón del país.

Vale mucho la pena retener la ficha técnica de esta obra nómade que ya pasó por Avellaneda y por la Facultad de Ciencias Sociales y seguirá rodando:

La bala de Plata. Correspondencia Perón-Cooke.

Actuación: Cristina Banegas y Karina Elsztein.

Una intervención político poética dedicada a Horacio González. Música Ariel Neón.

Iluminación Agnese Lozupone.

Asistente de dirección Tomas Reale.

Dirección Graciela Camino

Otras imágenes del poder // Diego Singer

La potencia de la filosofía está indisolublemente ligada a su exterioridad. A aquello que irrumpe en su tradición discursiva para abrirla a problemas que atraviesan la materialidad de nuestra existencia. Y al modo en que los conceptos filosóficos permiten comprender y actuar la vida de otras formas. Componer en el mundo y no simplemente en el claustro implica también poder hacer un uso profano de la historia de la filosofía. Despreocuparse un poco de la precisión interpretativa propia de los especialistas para privilegiar la capacidad de torsión que la filosofía puede generar en otros territorios.

En este sentido, la nota de opinión “Nietzsche, Spinoza y la recomposición del movimiento” que publicó recientemente Juan Grabois es más que bienvenida porque invita a ampliar la imaginación política y utiliza conceptos filosóficos para hacer preguntas en torno a los modos que permiten hacer comunidad y organizar las fuerzas.

Antes de exponer los conceptos de Nietzsche y de Spinoza, Grabois afirma que “cualquier filósofo profesional” podría demoler su presentación. Hay que decirlo, quienes enseñamos filosofía o nos dedicamos a leer con atención a ciertos autores, tenemos a menudo la tentación de corregir o amonestar a quienes hacen usos “inadecuados” de tales o cuales conceptos. Pero justamente Nietzsche y Spinoza tienen en común el haber señalado esta posición sacerdotal que ocupa aquel que pretende mediar entre una pretendida verdad absoluta y el mundo profano. El pedagogo/especialista que reconduce una y otra vez a una interpretación única oficia como sacerdote y, en términos spinozianos, nos entristece al impedirnos experimentar y leer de otras maneras.

La pregunta que me interesa entonces no es cuán fiel fue Juan Grabois en su nota al concepto de “voluntad de poder” en Nietzsche o al “conatus” spinoziano. Lo que quiero pensar y poner en conversación, fundamentalmente en conversación política, son los alcances y las consecuencias del uso que hace de estos conceptos y explorar al mismo tiempo la necesidad de ampliarlos.

Pues bien, la nota de Grabois gira en torno a una propuesta formulada en el comienzo: “menos Nietzsche y más Spinoza”. Esta elección ético-política se fundamenta a partir de una interpretación diferencial respecto de cómo ambos conciben, respectivamente, el poder y la potencia: “mientras la voluntad de poder se reafirma sobre otro, la potencia puede aumentar o disminuir en contacto con el otro”.

Así, la figura de Nietzsche quedaría asociada al ejercicio de un tipo de poder que se impone a los otros (individuos, clases, pueblos) abusando de su debilidad y por ese motivo Grabois afirma que “suficiente de esa pulsión oligárquica y bestial tenemos con la derecha deshumanizada”. Spinoza, por el contrario, con su concepto de “conatus” como capacidad de obrar, permitiría pensar la composición de tal manera que los encuentros de las partes aumenten su potencia, en lugar de que una simplemente destruya o esclavice a la otra.

Esta interpretación comparada de Nietzsche y Spinoza tiende en ocasiones a tornarse en un juicio moral sobre sus posiciones. En el caso de la nota de Grabois el giro es explícito: si bien comienza advirtiendo sobre el facilismo que implicaría una condena moral de la voluntad de poder nietzscheana, termina asociando este tipo de poder al “mal” y afirma que “así como el mal tiende a expandirse, el bien también lo hace. Más allá del bien y del mal… no hay nada.” Reinstaura así la posibilidad del bien del lado de la potencia Spinoza y la necesidad del mal en la voluntad de poder nietzscheano. Insisto, más allá de esta nota de opinión, es una lectura extendida y aceptada por muchos que el poder cuando se lo piensa en términos de mando-obediencia es intrínsecamente reprobable en términos morales.

Intentemos despejar ahora algunos posibles equívocos con el fin de ampliar la potencia de la filosofía para actuar en el entramado de nuestras encrucijadas éticas y políticas actuales.

Propongo, para comenzar, que no convalidemos la apropiación que la derecha reaccionaria hace de Nietzsche. No es conveniente entregar armas de ese calibre al adversario confirmando su pretensión de poner en ejercicio una voluntad de poder fuerte. No por salvaguardar el honor de la filosofía nietzscheana, sino para disputar una interpretación que es muy dañina. Esa imagen del poder se despliega en dos grandes tipos que, por supuesto, tienen mixturas y solapamientos varios.

En primer lugar, el poder se identifica con la figura del emprendedor neoliberal asociado al éxito económico, pero sobre todo a una serie de características propias de lo que se supone una “voluntad fuerte”: audacia, gusto por el riesgo, creatividad estratégica, perseverancia respecto a las metas, capacidad de liderazgo, resiliencia para superar las dificultades. En última instancia, es su ambición desmedida (su “voluntad de poder”) la que le permite “alcanzar lo imposible”, superar todas las adversidades e imponerse de modo heroico sobre los demás en un ambiente de competencia despiadada llamado “mercado”.

Una segunda imagen del poder está asociada con una figura neoconservadora: la ambición de mando no es aquí económica, implica directamente la defensa de una serie de valores “tradicionales” que se pretenden reinstaurar y volver dominantes evitando la contaminación o degeneración interna y combatiendo al enemigo externo. Así, la salvaguarda de la familia heterosexual burguesa con su centro en la fuerza viril del varón, una idea pura de los valores patrios, un integrismo religioso o racial se sintetizan en las fórmulas “Dios, patria y familia” o “Tradición, familia y propiedad”.

Esta última manera de imaginar y actuar el poder está más dispuesta a utilizar modos violentos, tanto verbales como físicos a la hora de imponerse. Permite liberar una crueldad que, en el caso de la figura del emprendedor neoliberal está más bien sublimada en la hiper-productividad. Pero tal como dijimos, y nuestro presente político-social pone en evidencia, estas dos figuras del poder pueden combinarse de muchas maneras. Proponiendo, por ejemplo, un híbrido ideal en el que el empresario exitoso y el hombre heterosexual hipermusculado libren la batalla por la defensa de los pretendidos valores de Occidente. No es de extrañar tampoco que ante esta idea de poder, los feminismos y las disidencias sexuales sean blanco directo de ataques y que se reinstaure una figura de la “degeneración” que puede ser tanto moral como “fiscal”.  

Ahora bien, este ideal del poder que comprende las relaciones de mando-obediencia como una forma de ambición personal capaz de las peores vilezas y tiranías para reafirmar su posición de mando y su identidad, no se condice de ningún modo con la idea de una “voluntad de poder” fuerte tal como Nietzsche la entiende. Al contrario, parece el sueño húmedo de la figura que denomina “último hombre” y que se corresponde con el debilitado sujeto burgués. Suponer que el poder fuerte actúa así, como un matoncito de barrio, como alguien que busca la crueldad directa sobre los otros o que quiere escalar posiciones, es claro síntoma de una debilidad de la voluntad de poder.

Lo que debemos poner en evidencia frente a esa imaginación es justamente su idea raquítica del poder, su incapacidad para articular otras relaciones de mando-obediencia. Y la filosofía nietzscheana provee para esta urgente tarea política las mejores herramientas. Veamos.

La obra quizás más importante y conocida de las que Nietzsche publicó en vida, Así habló Zaratustra, nos da una importante cantidad de pistas para pensarlo. Para distanciarse burlonamente de esa pretensión de mando, Nietzsche crea a Zaratustra con las características típicas de aquel sacerdote que “baja” con su mensaje para hablar al pueblo aunque, en este caso, se termina yendo sin discípulos. Ese “fracaso” no es síntoma de su debilidad, sino al contrario.

Si su intención hubiera sido mostrar que la vida sana y fuerte se realiza imponiendo las propias ideas a los demás, entonces el personaje principal que creó Nietzsche para esta obra debería haber sido un líder mesiánico que con su palabra o mediante la demostración de poderes sobrenaturales convence a un grupo de personas para que lo siga. Después de todo, este es el sueño tanto del emprendedor como del sacerdote: lograr disuadir a una audiencia de que posee una mercancía o una palabra sagrada de un valor tal que genere una relación de dependencia. Solamente una voluntad débil –hoy diríamos por caso un influencer- fantasea con hacerse de “seguidores”. Es la sobreabundancia de Zaratustra la que le permite, justamente, encontrarse con los otros sin generar lazos de servidumbre.

Todo el libro de Nietzsche tiene una preocupación que, en algún sentido, es muy cercana a la de Juan Grabois, ¿cómo componer de otras formas?, ¿cómo encontrarse con otros sin estar mediados por el resentimiento, la ambición de poder, la venganza? Para que eso sea posible es necesario dejar caer una idea del poder, lo que Zaratustra también llama “la hora del gran desprecio”. Para despreciar esa imagen que tenemos de lo que es “tener poder” justamente es necesaria una vida saludable, no para ejercer el poder en base a ese modelo idealizado.

El primer discurso de Zaratustra, con el título “Las tres transformaciones del espíritu” propone tres formas, tres configuraciones distintas que puede tomar la voluntad de poder. Todas ellas son fuertes en términos nietzscheanos. En ninguno de los casos se pone en evidencia “la reafirmación del propio poder en detrimento del poder de otros” como Grabois interpreta a Nietzsche.

La primera configuración de una voluntad de poder fuerte es la del camello. Es un animal que carga con valores que se le imponen. Se puede ser camello de los valores cristianos o de los capitalistas, pero el héroe es sobre todo una figura de obediencia, y su capacidad de mando si algo se ocupa de dominar es su propia soberbia. No es necesario haber leído a Byung-Chul Han para comprender que el sujeto neoliberal del rendimiento es un esclavo de sí mismo que obedece al mandato de capitalización contemporáneo. Se trata de un tipo de camello nietzscheano, versión siglo XXI.

El león, segunda configuración de la voluntad de poder fuerte, tampoco es una figura que quiera imponerse violentamente a los demás. Su potencia es emancipatoria, se libera de sacerdotes, dioses y valores trascendentes. Aquí la relación mando-obediencia tampoco es una invitación a subyugar a otros.

Por último, el niño, la configuración instintiva más fuerte de las tres y aquella a la que Nietzsche en última instancia nos invita, es la vida misma explorando sus potencias de modo inocente. Ningún tirano musculoso imponiendo sus formas de vida a otros o defendiendo violentamente identidades rancias, ningún camino de éxito empresarial. La voluntad de poder en su mayor afirmación es un niño jugando, “un santo decir sí”: un tipo de obediencia que es escucha generosa a los modos delicados e inaparentes mediante los que la vida compone y se afirma.  

Pensemos en términos colectivos. El camello es un pueblo ordenado por valores santos que no pone en discusión y que venera. El león, un pueblo que se emancipa de un valor sagrado que se le tornó asfixiante porque algo nuevo nace en él. El niño, un pueblo que experimenta composiciones nuevas a partir de la obediencia a sí mismo, una suerte de “mandar obedeciendo” como afirmó el zapatismo. En ninguno de los tres casos, las relaciones de mando y obediencia generan algo similar a un pueblo tiranizando a otro.

Nietzsche inclusive comparte con Grabois la afirmación de que las formas saludables de composición se ven arruinadas por las pequeñas rencillas, pasiones tristes y disputas egoístas y bajas propias de la pequeña política. Así dice Zaratustra:

“¡Ved, pues, a esos superfluos! Adquieren riquezas, y con ello se vuelven más pobres. Quieren poder y, en primer lugar, la palanqueta del poder, mucho dinero, – ¡esos insolventes! ¡Vedlos trepar, esos ágiles monos! Trepan unos por encima de otros, y así se arrastran al fango y a la profundidad. Todos quieren llegar al trono: su demencia consiste en creer -¡que la felicidad se asienta en el trono! Con frecuencia es el fango el que se asienta en el trono – y también a menudo el trono se asienta en el fango.”

Necesitamos de la potencia de la filosofía nietzscheana para emanciparnos de las interpretaciones débiles del poder que hoy se han vuelto dominantes. Y no solamente en el campo político adversario. Es nuestro deber no naturalizar estas imágenes del poder y poner en evidencia que se trata de síntomas de fuerzas extenuadas y desorientadas.

Aún más, es necesario ampliar la imaginación política y la experimentación para crear otras formas de mando-obediencia que no estén hechas a imagen y semejanza de ese ideal ya gastado, pero todavía efectivo. Suponer que simplemente vamos a evitar el mando y la obediencia es, en términos nietzscheanos, pretender evitar la vida misma.  

No se trata entonces de que la filosofía spinoziana sea moralmente buena y la nietzscheana mala. O de que el filósofo holandés busque el encuentro y la cooperación mientras el alemán es individualista y tiránico. De hecho, Spinoza habilita interpretaciones utilitaristas que serían impensables en Nietzsche. Así como al conatus spinoziano, que se esfuerza por seguir siendo lo que es, le resultaría inconcebible esta línea de la obra de Nietzsche: “¡Qué importas tú, Zaratustra! ¡Di tu palabra y hazte pedazos!”.  

Ambas son filosofías que ponen en evidencia el difícil trabajo que hay que hacer sobre sí para que las diferencias se compongan de modos virtuosos. Es verdad que Nietzsche es, de algún modo, más peligroso. Pero ese riesgo es vitalizante justamente porque se dirige a nuestros propios corazones.

Hay una sola pregunta que Zaratustra plantea y es si la vida está a la altura de sí misma. La condición para poder contestarla es correr el riesgo implicado en ella. La pregunta, la condición y la respuesta afirmativa son una y la misma.

Posfacio con deudas // Ricardo Zelarayán (1973)

No sé cómo empezar esto pero empiezo nomás. Hoy estaba almorzando en una pizzería y oí una conversación telefónica del cajero que estaba detrás del mostrador. “Escúcheme don Juan –decía el cajero-, la verdad es que cuando hablo con usted salen cositas…”. Se hablaba de comprar muy barato un hotel alojamiento por parte del cajero y de su invisible interlocutor. Hotel alojamiento aparte, lo importante era el cajero hablado. No existen los poetas, existen los hablados por la poesía.
Cuando uno llama por teléfono al médico que se fue a Mar del Plata, una cinta magnética responde: “Esto es una grabación.”
Pues bien, así como eso es una grabación, lo que estoy escribiendo no es una justificación, es un agradecimiento, un hablar de deudas.
En realidad no es obligatorio leer lo que estoy escribiendo. Nadie espere una explicación de este libro. Simplemente quiero agradecer y de paso…Pero por’ai, y ese es el riesgo, lo que está adelante puede ser interpretado como el prólogo de esto, es decir que este es el fondo de la cosa, el fondo de la casa de mi infancia en Paraná entre durazneros, mandarinos, yuyos, ortigas y gatos vagos, negros, barcinos y atigrados.
Mi agradecimiento es para la gente que habla, para la gente que se mueve, mira, ríe, gesticula…para la gente que constantemente me está enviando esos mensajes fuera de contexto, esos mensajes que escapan de la convención de la vida lineal y alienada.
Las conversaciones de borrachos son a veces obras maestras del sinsentido, del puro juego de los significantes. Mi agradecimiento también.
La música es un lenguaje de puros significantes, es el gran arte. Y yo me muero de envidia, porque en realidad soy un músico fracasado. Pero la música, en especial el jazz moderno en permanente evolución, ha sido y es lo único que me ha enseñado la verdadera estética operativa.
Macedonio Fernández me ayudó a redescubrir ese mundo que yo quería olvidar tal vez para poder trepar mejor…Un buen día me encontré en Buenos Aires con que quería irme a Europa…Evidentemente estaba a un pelo de ser porteño. Pero no me fui a Europa, ni creo que me vaya nunca. No señor, ni beca ni vaca, me quedo aquí.
Macedonio Fernández me hizo comprender que las reuniones de argentinos, incluso en Buenos Aires, son largas ruedas de mate, donde uno charla, se ríe y se pone triste…Que esas reuniones son verdaderas fiestas de lenguaje.
Yo me he reído con estos (¿mis?) poemas, y por momentos dejé de reír. Pero eso es cosa mía. No sé si pasa algo. Gracias, Macedonio, de todos modos, por atajarme y explicar, es decir por hablar de lo que se es hablado.
Todo lo que digo puede parecer muy racionalista, pero en realidad soy entrerriano primero, después tucumano y salteño. Mis amigos de aquí me acusan de franchute. Realmente no sé qué decir.
La verdad, y eso no lo discute nadie, es que nací en la década del veinte mitad más o menos, es decir que estoy más lejos del nacimiento que de su antípoda.
No tengo nada que ver con el populismo ni con la filosofía derrotista del tango. Soy entrerriano, medio tucumano y salteño, en Buenos Aires. Una especie de “entrerriano, etc., etc., hasta la muerte” que vive en Buenos Aires, así como hay “argentinos hasta la muerte” que viven en París. En fin, ¡no hay belga que valga!
Hablar de la humanidad en abstracto me parece el colmo de la pedantería, paternalismo y solemnidad (las cosas que odio más). El hombre es para mí mis amigas y amigos, presentes, pasados y futuros, y también mis enemigos. No soy místico, no quiero salvar a nadie, sólo quiero.
Soy ateo, como Dorotea y Timoteo. Prefiero el Libro de los Muertos, egipcio, y el Gilgamesh, asirio, llenos de palabras que evocan hombres como mis amigas y amigos, y no el libro de cabecera de los poetas y los capitalistas norteamericanos.
No creo en la poesía cantada ni recitada. (No creo en el café concert para desculpabilizar empresarios izquierdistas.)
La poesía debe leerse. La única poesía que no se lee es la de los actos y las palabras que no se proponen ser poéticas.
En fin, el lenguaje es para mí la única realidad. Esto no es ninguna novedad, es una simple afirmación. Si la realidad está en alguna parte, está en el lenguaje.
La primera tarea del hablado por la poesía ha sido nombrar las cosas, las cosas que no son las cosas sin las palabras. Pienso que el realmente hablado por la poesía es el que sigue y seguirá nombrando las cosas, es decir cambiándolas, transformándolas continuamente. La poesía es renovación, subversión permanente.
Insisto en que no hay poetas, hay simples vectores de poesía.
En un verano de cuarenta y cuatro grados en un pueblo de Santiago del Estero me acordé de los que se dicen poetas cuando vi en una canilla reseca unas moscas que hubieran dado todo por una gota de agua. Así es, los llamados poetas se disputan las canillas, pero el agua no les pertenece…ni la tierra, ni el aire, ni nada. ¡Hay que conformarse nada menos que con las palabras!
No creo en los géneros literarios. Cada persona tiene su propio discurso permanente, un río perenne y subterráneo que constantemente amenaza desbordarse. La mayoría de la gente le pone diques, pero así y todo a veces su rumor se escucha. La prosa es poesía o nada. Entre la escritura que llena toda la página y la que no la llena hay sólo una diferencia de escandido, de tempo, de períodos. Es un poco, pero muy a grandes rasgos, la diferencia entre la música sinfónica y la de cámara.
En suma, las fuentes de la poesía están en la infracción constante de la convención que nos vendieron como realidad. En todo lo gratuito, en el amor, en el lenguaje de los chicos, en las conversaciones sin límite de tiempo (…¡tómese otro mate!), en las situaciones límite en que los discursos de los otros movilizan enérgicamente el discurso de uno y viceversa.

De: La obsesión del espacio (Poesía, 1973, reeditado en 1997)

 

Embarrar, embarrarse, embarrarlo todo // Amador Fernández-Savater

 “Si no canto lo que siento/ Me voy a morir por dentro/ He de gritarle a los vientos hasta reventar/ Aunque sólo quede tiempo en mi lugar/ Ya lo estoy queriendo/ Ya me estoy volviendo canción/ Barro tal vez” (Luis Alberto Spinetta)

Cada acontecimiento produce su propio símbolo, que contiene un mensaje por descifrar: un aviso, una pregunta, una indicación de futuro. 

 

Los símbolos están pegados a las cosas mismas, me dice siempre el artista y amigo Rafael Sánchez-Mateos Paniagua. Sin duda, el símbolo de la catástrofe de la dana en Valencia es el barro: un símbolo hecho de la cosa misma, de la propia materialidad del acontecimiento, de lo que trajeron las riadas, los avisos que nunca llegaron, los protocolos que no funcionaron, la incompetencia de los políticos que estaban a otra. 

 
 

El barro lo inunda todo, desde las calles y las casas hasta el propio rostro de los reyes. Es un símbolo que entra en contacto y diálogo con otros símbolos, los marca y resignifica. Así por ejemplo, la senyera embarrada de Catarroja: una familia la encontró enrollada y llena de barro en su casa durante las limpiezas del primer día y decidieron ponerla en un lugar bien visible. Las redes sociales viralizaron enseguida la imagen. O el Cristo yacente de Paiporta, recuperado con el rostro lleno de barro en una parroquia de San Jorge tras horas de limpieza comunitaria. “La iglesia no es distinta al pueblo que vive y sufre esta gran tragedia”, dijo a propósito el párroco argentino Gustavo Riveiro.

 
 

El barro pues como símbolo móvil, arrojado como proyectil sobre la cara de las autoridades, portado por los voluntarios en sus ropas, incrustado en los zapatos que los manifestantes de Valencia depositaron ante las sedes del poder público como aviso y recordatorio. ¿Aviso y recordatorio de qué? ¿Qué mensaje contiene ese símbolo, ese barro? 

Yo lo siento y lo leo así: para hablar, para actuar estos días, lo primero es dejarse afectar por la propia situación que se está viviendo. Embarrarse, es decir, dejarse afectar, es decir, sentir-con. 

Para hablar, para actuar estos días, lo primero es dejarse afectar por la propia situación que se está viviendo. Embarrarse, es decir, dejarse afectar

Embarrar a los políticos es entonces una manera de decirles: compartid nuestra suerte, no miréis para otro lado, no sigáis hablando con lengua de serpiente, pensad y actuad desde el destino común. Embarrararse como exhortación, como exigencia de salir de sí y sentir con el otro. 

¿Se trata de un gesto destituyente? Lo que se destituye es la indiferencia, la impasibilidad, la insensibilidad de aquellos que, haciendo “como si” se embarraran, siguen funcionando en piloto automático, pensando antes que nada en sí mismos, en su propio poder, en su propio beneficio. ¿Es un gesto antipolítico? Lo que se rechaza no es la política en general, el cuidado de la cosa común, sino justamente esta política autorreferencial, encapsulada, blindada e incapaz de toda escucha, de todo sentir-con. 

Ah, ¡pero cuánto miedo al barro vemos estos días! Políticos, intelectuales y tertulianos de muy distinto signo nos vienen a decir una y otra vez lo mismo: el barro de los afectos nos lleva directos al fascismo, a la antipolítica, a la desesperación, al odio y el resentimiento. 

Políticos, intelectuales y tertulianos nos vienen a decir lo mismo: el barro de los afectos nos lleva directos al fascismo, a la antipolítica

Siempre los mismos clichés para hablar de los afectos: nos “ciegan”, nos “ofuscan”, nos “perturban”, como si los afectos no tuviesen un potencial cognitivo enorme, como si un libro o una situación no se entendiesen también desde lo que nos dan a sentir, como si eso que sentimos fuese algo fijo y no pudiese elaborarse, refinarse, darse formas, trans-formarse.

Afectar y ser afectados, decía el filósofo Spinoza, es el modo virtuoso de habitar el mundo. La afectación es una potencia a un tiempo pasiva y activa, una cualidad a la vez receptiva y creadora. Ser capaces de escuchar y captar algo de la situación que vivimos es lo que nos va a permitir “devolverle” una acción y una palabra que le corresponda, que resuene con ella y la transforme, una acción eficaz

¿Por qué una democracia limpia y aséptica, purificada del barro de los afectos, iba a funcionar mejor que una democracia embarrada y afectada? ¿No es justamente la incapacidad de sentir-con (en primer lugar con la propia naturaleza) la verdadera catástrofe que está hoy detrás de todas las demás? 

La tecnificación de la existencia, la protocolización de todo, la delegación de nuestra sensibilidad en automatismos que supuestamente van a pensar y actuar por nosotros, mejor que nosotros, nos vuelve incapaces de escuchar al otro, a los otros, a lo otro desconocido. Percibir lo no codificado, responder a lo imprevisto, crear algo nuevo, hacernos cargo y responsables de la vida común. 

¿Acaso el manipulador siente-con? ¿Se deja afectar? Lo que pretende más bien es instrumentalizar lo que pasa y lo que se siente para alcanzar un fin previo

Pero, ¿cómo distinguir entre la activación y la manipulación de los afectos? ¿Entre meter las manos en el barro y chapotear en el lodo? En lugar de descartar lo que es difícil de pensar, hay que entrar en ello. 

¿Acaso el manipulador siente-con? ¿Se deja afectar? Lo que pretende más bien es instrumentalizar lo que pasa y lo que se siente para alcanzar un fin previo, exterior a la situación, privado y autorreferencial. Nunca se relaciona con el barro como una materia viva y activa que puede dar lugar a nuevas preguntas, nuevas ideas y nuevas posibilidades, no se deja tocar ni conmover, interrogar o desplazar porque él ya sabe siempre de antemano adónde quiere llegar. El barro es un objeto del que adueñarse, nunca un sujeto con el que dialogar. 

La alternativa a la opacidad de los afectos no es la pureza del entendimiento objetivo y la acción puramente racional y técnica de los expertos, sino aprender a orientarnos en medio del barro impuro, a movernos en él y a elaborarlo autónomamente, una nueva educación sentimental. A falta de eso, la izquierda que hoy habla de “politizar el malestar” corre el riesgo de actuar en simetría y en espejo a la derecha que combate. No escuchar, acompañar, sentir y hacer-con, sino imponer sentidos, tratar de dirigir, instrumentalizar el dolor para sus propios fines. La “batalla cultural” entonces es mera disputa por el poder, con los afectos como presa, botín y trofeo. 

En una sola semana, como ha señalado Carmen Montalbo Ocaña, el voluntariado consiguió crear estructuras complejas de coordinación

Hay otra acción y otra eficacia posibles. La muestran estos días los voluntarios. En una sola semana, como ha señalado Carmen Montalbo Ocaña, el voluntariado consiguió crear estructuras complejas de coordinación, desarrollando sitios web y aplicaciones que permitieron mapear necesidades y poner las capacidades de cada cual (electricistas, transportistas, cocineros) al servicio de lo común. Activaron desde los afectos los saberes del cuerpo y del territorio. 

Y no sólo eso. Esa movilización de los voluntarios hizo posible algo que ninguna gestión tecnificada puede aportar por muy bien que funcione. La solidaridad, el abrazo social, el calor humano. Es el calor de ese abrazo lo que puede permitir que el miedo, el dolor y la rabia no cristalicen en abatimiento, racismo o destructividad. Sólo un afecto puede desplazar a otro, decía también Spinoza.  

En todo caso, no se trata de oponer la acción de los voluntarios a la acción pública, el pueblo a la política, la técnica al esfuerzo desnudo, sino de embarrarlo todo. La opinión, la democracia, a nosotros mismos. Para que dejen, para que dejemos, de ser automáticos, imperturbables, impermeables, autorreferenciales, supuestamente desinteresados y objetivos pero en realidad sometidos a los valores dominantes del beneficio y el poder. 

Dejarnos afectar. Atrevernos a ser como la senyera de Catarroja y el Cristo de Paiporta. Nada distinto del pueblo que vive y sufre esta gran tragedia. Porque sólo embarrados podemos salvar el barro que somos. 

 

Vago Diario Sobre El Trabajo // Cosa Rara

Dedicado a quienes rompen el silencio.

 

Escribo dialogando

mientras suena un video de fondo.

El trabajo asalariado me somete,

la necesidad primaria debe ser cubierta:

pan, techo y salud

Pero el trabajo asalariado me somete.

Un museo también puede ser un espacio alienante

¿Es el arte un asunto de clase? ¿y la relevancia de la estética en la vida cotidiana?

La empresa de limpieza al servicio de la estética del cubo blanco.

¿Cómo hacer sostenible el trabajo del arte? ¿los artistas para quién trabajan?

¿un artista es su propio jefe?

 

Entonces si el artista visual es un trabajador[1] ¿qué inserción laboral tiene?

docencia, empleo público, salud, diseño, gráfica, ilustración, arte contemporáneo, feriante, VJ, cerámica, titiriterx, fotografía, muralistas, artesanxs, audiovisuales, gestorxs, tatuadorxs, etc.

Todo a la vez.

¿Cuánto vale un concepto?

¿Más o menos que el papel higiénico?

La construcción de sentido no es exclusivo de la obra de arte.

¿La subjetividad del artista tiene precio?

¿Cuál es la subjetividad que más cotiza?

¿De qué clase social es el artista?

¿De qué clase social es el pueblo? pregunta el video.

Si elegimos la informalidad ¿qué futuro nos espera?

Si elegimos la informalidad ¿nos libramos del jefe y el cumplimiento horario o abandonamos los derechos laborales?

¿Cómo nos organizamos les trabajadores informales y estatales del arte?

Los derechos no son para siempre, dependen del consenso social en la contemporaneidad.

Los acuerdos de palabra en el trabajo son castillos de naipes.

 

Mirando el vacío.

 

La luz fría golpeando mis ojos, se acerca resuelta y me dice -¿qué pronombre usás? -Él.

Se devuelve a la entrada y le dice al policía -es un varón, el del mostrador, es un varón.

Vuelve a entrar, digo gracias, no me mira.

De mis tres trabajos, es el delivery el más satisfactorio y algunos meses el mejor pago.

Es como jugar un juego.

Miro el mapa, lo estudio, lo memorizo, agarro el paquete y salgo.

Paquete entregado, misión cumplida. Clin

El juego de la vida

10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1 brum

100% máximo conducción.

 

19600

Excelente Alex

muy buenos tiempos

te felicito.

 

Transporto alimento, pero sobre todo transporto carne.

Misión cumplida.

 

Voy por Figueroa Alcorta, lloro

del frío en el pecho.

 

Las travas nos dieron la ley de identidad de género y el cupo laboral trans.

Los progres nos dieron puestos de trabajo de atención al público,

y las luces se prenden y el show comienza.

-Conseguí uno de mis trabajos por ser trans, dijo nunca nadie hasta ahora en Mendoza, Argentina.

Lohana! Diana!

que ahora parece

que ahora tenemos que empezar a pensar la plusvalía trans, somos un producto de mercado! con marcas de ropa, aplicaciones y cosmética

Río por no llorar.

Nos desaparecen y asesinan al buscar trabajo,

pero también somos unxs hermosxs arlequines.

 

Hola buenas tardes

la entrada es libre

por la rampa accede a la sala

hay cuatro muestras para visitar

no se puede ingresar con bebidas ni alimentos

la mochila en el casillero

sí, se puede pasar al baño

Personal de limpieza, policía y recepcionista hablando en la entrada del museo.

Las denuncias no sirven dice la de limpieza. A mi exmarido lo denuncié yo, la que estuvo antes y el niño con la que está ahora. Cuando yo me iba de La Paz, el comisario me revisó hasta la billetera porque decía que no podía llevarme nada. Era amigo de mi marido, a él le dijo que yo me cagaba de hambre y volvía. Nunca más volví y me hice mi casa, es chiquita, una habitación, pero es mi casa. No sirve el 144 es gente que estudió para estar atrás de un escritorio. La opción que me daban era hacer un curso para armar un CV, cuando podía pedírselo al chico de la fotocopiadora por 50pesos.

 

Escuchamos en silencio.

 

-Hola, delivery

-Ahí voy

-…

-Muchas gracias!

-De nada, buenas noches.

Reacción pulgar arriba..

-Volviendo

 

Vino una travesti al museo, nos miramos y saludos. Pasa a visitar, no es la primera vez. A la salida charlamos, ella hizo el credo trans, lo buscamos en google.

Agradezco su visita.

 

45 36 35 34 33 28 27 12 11 10 3

Brum 100% máximo conducción.

Hay que volver a decirlo, me llama mucho la atención elegir la flexibilización laboral pudiendo acceder a un trabajo en el estado con vacaciones, aguinaldo, licencia por enfermedad, antigüedad, paritarias, bono de sueldo, jornada de 8 horas (y descontando), descanso pago el día domingo, horas extras, horas dobles findes y feriados, etc.

Pero sucede.

¿Qué nos están ofreciendo a cambio? ¿Hasta cuándo?

Es tan frágil que ni siquiera está claro cuáles son nuestros derechos además de un pago justo. Ni siquiera hay intenciones de asamblearse, no nos sentimos convocados.

Eso sí, las asambleas deberían tener más trabajadorxs que jefes.

¿Cuáles son las fuerzas?

No hay lugar para el debate entre tensiones polares.

Y el cansancio.

 

Más temprano una niña insiste en preguntar a su madre por qué esa chica tiene pelo de varón.

 

La gran figura de esta escena que se repite es el saludo. Desencontrado, torpe, ambicioso, incómodo; saludar, una pesadilla cotidiana. También puede ser un florido intercambio con desconocidxs, como un armonioso cántico. Y la línea fundamental de mis intercambios laborales.

 

Contando los minutos para salir. ¿A qué trabajadorx no le pasa?

 

También realizo trabajo de cuidado, el más creativo de mis trabajos. Hago acompañamiento terapéutico a una vieja artista lesbiana y loca. Este trabajo no tiene límites de cumplimiento horario, es como el clima de la ebullición global. La fantasía del lesbiátrico no asoma ni a la esquina. La soledad acecha. Estamos tan fragmentadxs.

 

No tengo ganas de ayudarte, preferiría permanecer en silencio. Como un lema de época.

Hubo un tiempo que se le pedía al trabajo algo más que un salario, se le pedía dignidad.

Ya basta de trabajar por amor al arte, yo no trabajo ni una hora más por amor al arte.

 

Trabajadorxs del arte organizadxs en la transversalidad no trabajamos ni una hora más por amor al arte.

¿Podrá defenderme la asamblea si digo que trabajo en una gestión municipal que no voté y que no apoyo y luego pierdo mi trabajo?

Las críticas a la gestión bien abajo y por atrás.

Todo a dedo y antipopular.

 

No es fácil sacar las palabras y expresar claramente el pensamiento crítico. ¿El debate público dónde se da? ¿En las redes? ¿En Youtube? ¿En instagram? ¿Por Whatsapp?

Empresas privadas de la comunicación. Valga la ambigüedad.

 

Huelo el miedo, sumido en la negación y la inercia. En mi propio sudor. Sudor con testosterona freakin out.

 

Levemente asoma el malestar en los intercambios laborales.

Es pobretón este lugar, dice. ¿Y vos? Le digo yo, si sos jubilada y gobierna Milei, es mejor que el otro lugar careta. No me gusta.

 

Con tristeza retiro el cartel que había pegado

BAÑO DE TRABAJADORES Y VISITANTES DEL MMAMM

no se considera apropiado ni se entiende el propósito,

con vergüenza acato y me guardo la respuesta

¡Es para crear comunidad! la comunidad de usuarixs de los baños del MMAMM.

 

No salen pedidos, la cocina se dispersa. Hablamos bajito.

Es que con este gobierno no sé, me dice negando. Al final la casta somos nosotrxs, le digo. Ella asiente con la cabeza frunciendo la boca.

 

Hablando de artistas villanos

Tenemos un presidente que es un artista. Es un performer de la masculinidad.

Es el prócer del siglo XXI retratado por la IA.

¿Hasta cuándo podrá repetir su acto?

¿Qué pasa cuando se pierde la novedad?

Políticos inventores de metáforas.

Artistas estetizadores de conceptos.

Poetas clasistas.

En este mundo cruel para rebelarse hay que conducir lento.

 

Una niña me pregunta

sos mujer o varón?

-varón

-pareces nene pero hablás como nena

 

Lo mejor del deli es conducir la noche, encontrarte con la luna que asoma, seguirla, gatxs que cruzan y gatxs que saludan, el olor de la primavera, la velocidad descargando adrenalina, entregarte al tráfico. El frío en la cara, las lágrimas que caen. La satisfacción es física.

No puede durar me dicen, tanto como la vida en la ciudad digo yo.

Los días de lluvia y viento zonda deberíamos cobrar extra.

 

Quiero escribir pero me veo abducido hacia el monólogo de mi compañera que pasa a chequear los baños y me cuenta una serie de sucesos personales. Admiro su capacidad de relatarse tan livianamente. Su sindicato es SOTELSyM, pero son unos buenos para nada. Nos reímos.

 

-Ah vos sos el acompañante de Susana. pero no tenés 30 años!

-Sí los tengo (y más)

-Ja! Pareces de 15 Jaja. ¿Hace cuánto que estás con ella?

-Un año

 

Onda verde

rápido

rayo de testo como una flecha

a 60 km/h para cruzar de Godoy Cruz a Las Heras

por Paso de los Andes after 23h siguiendo la onda verde

100% máximo conducción

 

Llegar a casa

respirar hondo prendiendo una vela y un sahumerio a la Difunta.

Madre tierra, patria y cultura decía una pancarta.

 

Quiero huir

de las categorías

de la uniformidad de la derecha

de la crueldad heterocapitalista

 

Futuro? qué futuro?

 

Gracias,

hasta luego.

Buen fin de semana.

 

Cosa Rara. (2024, Octubre). Vago diario sobre el trabajo. Revista La Dedicatoria VOL 5. Recuperado de https://ladedicatoria.tumblr.com/post/764158380486098944/dedicado-a-quienes-rompen-el-silencio

 

[1]este texto está escrito en lenguaje androcéntrico porque reflexionamos sobre un mundo heterocapitalista. Si se considera apropiado, a lo largo del texto, aparecen generalizaciones con x.

Roberto Arlt, yo mismo (1965) // Oscar Masotta

Yo he escrito este libro, que ahora Jorge Álvarez publica bajo el título de Sexo y traición en Roberto Arlt (título comercialmente atractivo, elegido exprofeso; pero también el más sencillamente descriptivo de su contenido) hace ocho años atrás. Y cuando Álvarez me invitó a que presentara yo mismo a mi propio libro, me sentía ya lo suficientemente alejado de él y pensé que podría hacerlo. Pensé en ese tiempo transcurrido, esa distancia que tal vez me permitiría una cierta objetividad para juzgar (me); pensé que el tiempo transcurrido había convertido a mi propio libro en un “extraño” para mí mismo. No era totalmente así.

Pero en el hecho de tener que ser yo mismo quien ha de presentar a mi propio libro, hay una situación paradojal de la que debiera, al menos, sacar provecho. En primer lugar podría preguntarme por lo ocurrido entre 1958 y 1965; o bien, y ya que fui yo quien escribió aquel libro, ¿qué ha pasado en mí durante y a lo largo del transcurso de ese tiempo? En segundo lugar podría reflexionar sobre las causas que hicieron que durante ese tiempo yo escribiera bastante poco. Y en tercer lugar, y si es cierto que los productos de la actividad individual no se separan de la persona, podría hacerme esta pregunta: ¿quién era yo, entonces, cuando escribí ese libro?; y también: ¿qué pienso yo en el fondo y de verdad sobre ese libro?

Mi juicio sobre mi propio libro.: yo diría que se trata de un libro relativamente bueno. Relativamente: es decir, con respecto a los otros libros escritos sobre Arlt. Es que son malos. Pero los juicios de valor, a este nivel, no son interesantes…

¿Pero volvería yo a escribir ese libro, ahora, si no estuviera ya escrito?

Bien, creo que no podría hacerlo. Entre otras cosas, porque hoy soy un poco menos ignorante que entonces, más cauteloso. Y seguramente: una cierta indigencia cultural, de formación, con respecto a los instrumentos intelectuales que realmente manejaba, estoy seguro, fueron entonces el motor que no sólo me impulsó a planear el libro, sino que me permitió escribirlo. Pero no es que no esté de acuerdo con lo que hoy acepto publicar. Y además, también estoy seguro, de no haber escrito aquel libro, y de escribirlo hoy, no escribiría un libro mejor.

Pero me pongo en el lugar de ustedes que me están escuchando.

¿Sobre qué estoy hablando? O bien: ¿de qué me estoy confesando? Pues bien: de nada.

Si acepto publicar un libro que escribí hace varios años atrás es porque ese libro es bueno, para mí. Y lo es porque a mi entender cumple con el requisito sin el cual no hay crítica en literatura: acompaña las intuiciones del autor y trata de explicitarlas, a otro nivel y con otro lenguaje. Pero debo decirlo: cuando escribí el libro yo no era un apasionado de Arlt sino de Sartre. Y habiendo leído a Sartre no solamente no era difícil encontrar lo fundamental de las intuiciones de Arlt (o mejor: de esa única intuición que define y constituye su obra), sino que era imposible no hacerlo. Lean ustedes el Saint Genét de Sartre y lean después El juguete rabioso. El punto crítico, culminante, de esa novela que tengo por un gran libro, es el final. Después de leer a Sartre no era difícil encontrar el sentido de ese final, tan aparentemente sorprendente.

¿Por qué Astier se convertía tan repentinamente en un delator? En fin, yo diría, mi libro sobre Arlt ya estaba escrito. Y en un sentido yo no fui esencial a su escritura: cualquiera que hubiera leído a Sartre podría haber escrito ese libro.

Pero al revés, la factura del libro, su escritura, me depararía algunas sorpresas. Entre la programación del libro y el libro como resultado, no todo estaba en Sartre. Y lo que no estaba en Sartre estaba en mí.

No en mi “talento” (no hablo de eso): me refiero a las tensiones que viniendo de la sociedad operaban sobre mí a la vez que no se diferenciaban de mí, y de cuya conciencia (una cierta incompleta conciencia) extraje, creo, esa certeza que me acompaña desde hace más de quince años. Que efectivamente, tengo algo que decir. Escribir el libro me ayudó, textualmente, a descubrir el sentido de la existencia de la clase a la que pertenecía, la clase media. Una banalidad. Pero esa banalidad me había acompañado desde mi nacimiento. Pensando sobre Arlt descubría el sentido de mis conductas actuales y de mis conductas pasadas: que dura y crudamente habían estado determinadas por mi origen social. Y uso la palabra “determinación” en sentido restringido pero fuerte.

¿El “mensaje” de Arlt? Bien, y exactamente: que en el hombre de la clase media hay un delator en potencia, que en sus conductas late la posibilidad de la delación. Es decir: que desde el punto de vista de las exigencias lógicas de coherencia, que pesan sobre toda conducta, existe algo así como un tipo de conducta privilegiada, a la vez por su sentido y por ser la más coherente para cada grupo social, y que si ese grupo es la clase media, esa conducta no será sino la conducta de delación.

Actuar es vehicular ciertos sistemas inconscientes que actúan en uno, y que están inscriptos en uno al nivel del cuerpo y la conducta, sobre ciertos carriles fijados por la sociedad. Actuar es, a cada momento, a cada instante de nuestra vida, como tener que resolver un problema de lógica. En cuanto a los términos de ese problema: están dos veces a la vista (aunque no para quienes lo soportan), son dos “observables”.

Por un lado la sociedad nos enseña, y por otro lado estamos llamados, solicitados, constreñidos, todo a la vez, a resolver cuestiones que el medio social nos plantea. Solamente que esas cuestiones difícilmente pueden ser resueltas en la perspectiva de lo que se nos ha enseñado, de lo que ha sido sellado en nosotros por la sociedad: y la relación que va de uno a otro término, en sociedades enfermas como las nuestras, es una relación absurda (habría que precisar qué se entiende por esto) o directamente contradictoria. Pero como la capacidad lógica del hombre es infinita, siempre es posible resolver problemas imposibles: hay gente que lo hace. Son los enfermos mentales.

En este sentido la enfermedad mental es absolutamente lo contrario a lo que una literatura envejecida, burguesa, nos ha querido hacer entender.

Es exactamente lo opuesto a la incoherencia. Es más bien la puesta en práctica de la máxima exigencia de lógica y razón.

En este sentido digo, entonces, que la delación —y Arlt tiene razón— no constituye sino el tipo lógico de acto preferencial, en cuanto a la coherencia que arrastra, para conductas individuales determinadas por un preciso grupo social. Y solamente habría que hacer esta salvedad.

Que cuando hablamos de lógica y coherencia, aquí, nos referimos menos a una lógica pensada por el individuo que se enferma, que a una lógica que —no hay otro modo de decirlo— se piensa en el enfermo mental. Y en cuanto a la relación entre conducta mórbida y conducta de delación: la tesis es de Arlt. Y es profundamente verdadera.

Pero esto no significa moralizar; y lo que se quiere decir no es que un delator “no es más” que un enfermo mental. Sino exactamente al revés, contramoralizar, puesto que lo que Arlt denuncia es a la sociedad que produce delatores. En cuanto a la conexión entre lógica y coherencia por un lado, y enfermedad mental o delación por el otro, es cierto que necesitaría una larga explicación. Pero esa explicación existe, no es difícil, es cierta, y yo no hago metáforas. Pero relean ustedes a Arlt. Él, como novelista, tenía en cambio que usar metáforas.

¿No recuerdan ustedes aquellas que en sus novelas se refieren a esa necesidad “geométrica”, “matemática” o propia del “cálculo infinitesimal”, que el que humilla descubre como en negativo, y en el corazón del acto, en el momento mismo que lo planea, o un instante antes de su realización?

Después de estas breves reflexiones se justifica tal vez un poco más que hable de mí. ¿Quién era yo cuando escribí ese libro? O para forzar la sintaxis: ¿qué había de aparecer en aquel libro de lo que era yo?

Pueden ustedes reírse: pero ya entonces, en 1957, estaba yo un poco loco. Es decir, que pesaban sobre mí un conjunto de estructuras, un pasado, que se contradecían, las que yo intentaba estúpida e inconscientemente resolver. Es cierto, no lo sé todo sobre mí mismo, y no entiendo del todo el sentido de aquél modo de resolver mis contradicciones que fue para aquel entonces escribir sobre Arlt. Pero de cualquier modo no carezco de una cierta conciencia aguda de algunos de los términos contradictorios. Pensemos por ejemplo en el “estilo”, en la prosa de mi libro. Ya he dicho que al nivel de las ideas el libro estaba fuertemente influenciado por Sartre. Ahora bien, en lo que hace a la prosa, la influencia viene de Merleau–Ponty.

Yo había leído entonces todo lo que Merleau–Ponty había escrito, y me fascinaba ese estilo elegante, esa prosa consciente de su cadencia y de su ritmo, esa sobre o infra- consciencia del desenvolvimiento temporal de las palabras, ese gusto por el “tono” o por la “voz”, esas insistencias de un fraseo a veces monotemático que entiende investigar las ideas acariciando las palabras. Amaba entonces esa prosa. En mi libro sobre Arlt intentaba esa prosa, me esforzaba por establecerme en ella, o en que ella se estableciera en mí. Quiero decir: que la imitaba. Y esto no es malo en sí mismo, ni me ocasiona hoy problemas de conciencia, puesto que imitar una prosa es la mejor manera de apresar desde adentro el pensamiento del autor, o como dice el mismo Merleau–Ponty, aprender a pensar lo informulado por el pensamiento, ese lugar todavía vacío hacia el que toda formulación tiende y que es el verdadero “objeto” del pensamiento. No, lo malo estaba en otra cosa.

Piensen: una prosa que, como la de Merleau–Ponty, se basa sobre todo en el

tono, en la “altura” de la voz, no es sino la prosa de un refinado.

Supone un alto grado de cultura, la inscripción en una tradición cultural precisa, es decir, otros tipos de prosa pertenecientes a escritores lejanos y cercanos en el tiempo, con los que ella misma forma sistema, oponiéndose y diferenciándose de unas, semejándose a otras.

Una prosa de refinado: una prosa de “tonos”. Y se podría pensar en una analogía con la lengua china. Efectivamente: en las lenguas chino- tibetanas los tonos de la frase no son usados como en las nuestras para expresar sentimientos, sino que sirven para nombrar objetos. Ahora bien, ese tipo de lengua aparece históricamente en sociedades muy jerarquizadas. La estructura propia de un orden

social muy regimentado parece ser complementaria de la lengua de tonos. Una lengua de tonos, en una sociedad democrática, así, sería un impensable. Si se hiciera la experiencia de juntar una cosa con la otra el resultado tal vez sería alguna aberración: tal vez una sociedad de idiotas. Ahora bien, con mi libro pasaba algo parecido. Imagínense: emplear una prosa de “tonos” para hablar sobre Roberto Arlt. Claro que Merleau–Ponty había usado esa prosa para escribir sobre Hemingway. Pero yo no era Merleau–Ponty. Y la relación que va desde Merleau–Ponty a Hemingway no es homóloga a la que iba de mí a Arlt. Y no me refiero al valor de los autores ni me comparo a quien tengo por uno de los autores más importantes de nuestro tiempo. Quiero decir, que entre yo y las novelas de Arlt había una relación más estrecha, más igualitaria, que entre un alto profesor universitario parisino, y que hablaba por lo mismo, y con derecho, desde la cumbre de la cultura (y no ironizo) y un hombre con las características de Hemingway. Arlt y yo habíamos salido de la misma salsa, conocimos los mismos ruidos y los mismos olores de la misma ciudad, caminamos por las mismas calles, soportamos seguramente los mismos miedos económicos… Brevemente: apoyándome en Sartre y en Merleau–Ponty yo escribía entonces sobre Arlt. ¿Cómo decirlo?

Cuando escribía mi libro en verdad me sentía un poco exótico.

Y textualmente, puesto ¿qué es lo exótico sino el resultado de la unión de sistemas simbólicos que tienen poco que ver unos con otros? Pero aún aquí, y aunque con otra significación, aquél exotismo me colocaba en la línea de Arlt.

¿Esa imagen sobre mí mismo (prosa de “tonos” para escribir sobre Arlt) no tenía acaso mucho que ver con esa foto que se conserva de Arlt en África, vestido con ropas nativas pero calzado con unos enormes y evidentes botines?

Dicho de otra manera: un día me encontré con que ya el libro estaba escrito. Es decir, que me encontré con que ya algo había sido hecho en mí, o que se había hecho ya algo de mí, tal vez sin mí. ¿Quién era yo? En 1960 iba a comenzar a conocerme: de la noche a la mañana mi salud mental se quiebra y una insufrible enfermedad “cae” sobre mí. Me veo convertido entonces, y de la noche a la mañana, en un objeto social: hago la experiencia de lo que significa, en sociedades como las nuestras, ser un enfermo mental. Hago esa experiencia, como se dice, desde adentro. Enfermo, no puedo ya seguir escribiendo.

Tampoco puedo leer. Fue la miseria de aquella enfermedad, mezcla de histeria y de neurosis de angustia, y también la miseria real, los habitantes de una parte del espacio de tiempo que va desde el momento que escribí aquel libro a la fecha de su publicación.

Enfermo (aunque con el cuerpo sano) me veía obligado a pasarme las horas, los días, los meses, con la cara contra la almohada, oliendo el neutro y espantoso olor a las sábanas (me parecía espantoso: lo era) regando de saliva el género.

¿Cuánto tardaría en idiotizarme por completo? No podía leer, no podía trabajar, no podía estudiar, no podía escribir. No podía nada, salvo atender a ese pánico psicótico que me habitaba. Tenía miedo de todo, de cualquier cosa, de ver, por ejemplo, brotar el agua del agujero de una canilla. ¿Y los otros? Yo temía que se aburrieran pronto y que me mandaran al demonio. Temía, digo, puesto que quería curarme y necesitaba de ellos, “apoyarme” en ellos. Mi mujer (esto antes de mandarme al demonio) me explicaba, con la mejor voluntad, que puesto que yo quería curarme era seguro que me curaría. Pero yo entonces me acordaba de

esas historias clínicas de esquizofrénicos que también se quieren curar y que no lo logran jamás.

Era seguro: yo era un esquizofrénico.

¿Pero tiene sentido que un autor hable de sus enfermedades, que las use para “racionalizar” sobre su vida, para justificarse? No sé bien, y sólo recuerdo ahora un escritor que a veces lo hace (y dejo de lado el exaltamiento pueril de la locura a lo Alex Guinsberg): es George Bataille. Recuerdo su tono, bajo y lento, en el prólogo de un libro en el que relata el tiempo real, el suyo, de la redacción del libro. Dice que una enfermedad, a la que no nombra, le dificulta las cosas, le obliga a escribir lentamente. Un tono quejoso: y no estaba mal, porque servía al menos para recordar al lector que un libro ha sido hecho con el tiempo real, cotidiano, del escritor. De cualquier modo, y tratándose de quejas: yo prefiero reservarme el derecho para mi vida privada. Pero mi enfermedad está ahí —estuvo ahí— y tal vez no es malo, ahora, reflexionar sobre ella. En ese sentido, la experiencia de la enfermedad —la mía— podría resumirse así: padecer algo que se hizo afuera de uno, la experiencia de “soportar” algo. Pero aun en el interior mismo de esa experiencia había un nido de víboras: ¿yo, que amaba a Sartre, cómo podía olvidar que uno “hace” su enfermedad? Recordaba entonces un párrafo de Merleau–Ponty sobre el Greco: las deformaciones de las figuras que pintaba, no podían ser explicadas a partir del astigmatismo que el artista padecía, sino al revés, las figuras explicaban su astigmatismo, revelaban el carácter “intencional” de la enfermedad. El Greco había hecho su astigmatismo para explorar el mundo a su manera. Su arte y su enfermedad no eran más que dos aspectos de una misma cosa, dos manifestaciones de un mismo “estilo” de vivir y de comprometerse en el mundo.

Pero en el momento mismo en que soportaba mi enfermedad, en que ella no se traducía más que en mi imposibilidad de vivir, en el momento en que me veía arrancado de mi trabajo, trabado y presa de la mirada de los otros, arrastrado por añadidura a la miseria económica, ¿cómo entender que yo “había hecho” (y por lo mismo, querido) todo eso? Uno hace su enfermedad, ¿pero qué podía sacar yo ahora de eso que yo había hecho de mí? No entendía nada. Era un infierno.

De vez en cuando, y en medio del tiempo de mis pánicos, de mis obsesiones, de mi aislamiento, me repetía una frase de Freud: “la enfermedad mental es inútil”. Fantaseaba que con el reconocimiento de su inutilidad tal vez me curaría. Como no podía leer, y encerrado, caminaba, incansablemente, caminaba. Tenía el mundo reducido a imágenes despedazadas metido dentro de los ojos.

Para comprender algo hay que pensarlo todo, ¿pero cómo pensar algo cuando no se comprendía nada? Poco a poco. Tenía que “darme tiempo”. Ante todo: ¿qué era lo que había ocasionado la enfermedad?

Eso estaba a la vista: la muerte de mi padre. Se lo podría decir así: cuando supe que él iba a morir, yo ya no pude vivir más. ¿Cómo dos amantes? Tal vez, pero nuestro amor había estado escondido (y no ironizo).

Mi padre no tuvo una muerte dura: fue una muerte como la que él siempre había deseado. En esto fue un hombre con suerte, murió en su cama. Y además tuvo otra ventaja, puesto que siempre había temido a la muerte: no darse cuenta que se moría. Estaba en la cama, conversando de cualquier cosa, enfermo de leucemia (pero él lo ignoraba) y sonriendo tal vez, cuando lo sorprendió la muerte.

Sonriendo digo, puesto que cuando lo vi en el cajón y envuelto en sus mortajas, tenía un ricto de tranquilidad y de alegría en la boca. Para entonces yo ya había enfermado, y habría preferido no acercarme al cajón: pero mis parientes me arrastraron a él. No puedo olvidar la impresión que me causó su rostro: por detrás de [94] la insobornable certeza de que yo amaba esa cara, una mezcla de indignación y repulsión… Ahora ya está, me decía, este hombre ha terminado y se ha llevado con él y de una buena vez al empleado bancario, sus “miedos de fin de mes” (como decía Arlt), los rasgos pusilánimes de su carácter, su ignorancia, su mala fe ideológica, su ceguera y su cobardía, su antisemitismo. Durante más de una interminable hora y media tuve que simular, ante la mirada vigilante de mis parientes, junto a la dura realidad de la carne muerta de mi padre. Yo no amo a los muertos, pero como me obligaban a simular respeto, sentí, además recuerdo, que tampoco respetaba ese cadáver, ya que me acordaba del hombre, y lo execraba. Pero las cosas estaban así: mi padre había muerto y yo había “hecho” una enfermedad, en “ocasión” de esa muerte. Y desde el día que “caí” enfermo (fue de la noche a la mañana) me tuve que olvidar de golpe de Merleau–Ponty y de Sartre, de las ideas y de la política, del “compromiso” y de las ideas que había forjado sobre mí mismo. Tuve entonces que buscarme un psicoanalista. Y me pasé un año discutiendo con él, sobre si mi enfermedad era una histeria o una esquizofrenia. Yo entonces confundía el aislamiento que padecía con el aislamiento como conducta de corte con lo real, y como no podía o no quería observarme desde afuera, afirmaba que estaba esquizofrénico. Al cabo acepté la opinión de mi analista. Aparté los índices somáticos, una sordera creciente, un horrible y continuo silbido que taladraba mis oídos desde el interior de mi cabeza, la perturbación de mi equilibrio: mi psicoanalista tenía razón. La tendencia a la seducción como rasgo constante de mi conducta, la representación, la teatralización del sufrimiento, la tendencia al chantaje. Yo aceptaba: era un pavo que debía tragarse todas las nueces. La discusión, sin embargo, no terminaba: se me ocurría que el analista observaba bien el lado representación de mis conductas, pero que extremaba el juicio sobre él. En el fondo yo sentía que me quería hacer creer lo que yo temía. Que yo no era más que un farsante. Pero entonces —en su presencia, o en la soledad— yo me rebelaba. Me decía entonces que no era del todo así, puesto que ahí estaba ese trabajo sobre Arlt, y que el trabajo no es farsa.

Después comprendí que lo que pasaba era que mi analista usaba conmigo la técnica neoanalista de la frustración. Pero cuando me frustraba yo me ponía de pronto intransigente, y en cambio de responder con una reacción regresiva (según el esquema técnico que seguramente usaba) me ponía lúcido con respecto a él, no le perdonaba lo que mis ojos veían, su ceguera con respecto a las determinantes de clase, de trabajo y de dinero, que pesaban tanto sobre él como sobre mí. Cuando me frustraba, yo en cambio de regresar hacia mis estructuras arcaicas, progresaba, hacia el marxismo. La situación no tenía salida, y en medio de un análisis en el que había puesto las esperanzas de la cura, me aburría. Es cierto que no se podía culpar al psicoanalista ni al psicoanálisis de mi imposibilidad de salir adelante. Pero en mis choques con ese hombre todo se ponía en juego. De pronto me encontraba despreciándolo tanto como a mi padre.

¿Pero no revelaba tal cosa la constitución de un lazo de transferencia? No sabía

nada. Recuerdo que una vez le pregunté por quién votaba. Me contestó que por los socialistas de Ghioldi. Por favor, no me diga más, le dije. Era suficiente y ridículo. ¿Y yo esperaba la cura de ese hombre? Estaba solo. Finalmente mandé “vis à vis”, como dicen los franceses, al psicoanálisis y al psicoanalista, a la histeria y a mis discusiones de psiquiatría social con el analista. Iba aprendiendo y comenzaba a curarme. La enfermedad había puesto al descubierto la ligazón con mi padre, y la ligazón de esa ligazón con el dinero. Durante la enfermedad me había hecho adulto de un golpe, había hecho la experiencia de la dura realidad del dinero. El dinero existe y vale. Y esa prostituta, como le dice Marx, fue “el lugar” donde me hice adulto porque supe lo que era la vergüenza. Si uno no tiene dinero, o se muere de hambre o lo pide. Yo, como elegía vivir, a cada instante, lo pedía.

Después no podía devolverlo. Tenía entonces que explicarme ante quienes me lo habían prestado. A veces me creían, a veces se reían un poco paternalmente de mí, a veces se enfurecían. En una oportunidad alguien a quien yo quería bastante llega a mi casa y con violencia me comunica que quería el dinero que le debía, o se llevaría mi máquina de escribir: tuve que pagarle con libros. También tuve que pedir dinero al Fondo de las Artes: leyeron mis trabajos y me lo dieron. Era lamentable: yo sentía que era como pedir limosna. Entre mis amigos, algunos me juzgaban. Es que para pedir ese dinero, tenía que pedir antes “cartas de presentación”: una vez a Murena. Ese hombre, personalmente cortés y bueno, no me la niega, y yo uso entonces su prestigio, ideológicamente aceptable en los medios oficiales, para no morirme de hambre. Explico esto a mis amigos, pero ellos no dejan de juzgarme: la cortesía, y la bondad, incluso, la bondad que significaba en Murena el dejarse usar ideológicamente, no son más que virtudes individuales. Las que ama la derecha. Tenían razón. Pero en esos momentos yo estaba más cerca del cálculo infinitesimal que de la razón, me parecía más a un personaje de Arlt que a mí mismo. O a mí mismo más que a ninguna otra cosa.

¿Pero quién era yo? Según el entonces rector de la Universidad de Buenos Aires, Rizieri Frondizi, yo había muerto. Quiero decir: que había fallecido. Es que mientras se encontraba en sus funciones le pedí también a él una carta de presentación para el Fondo de las Artes. Cuando le hago llegar el pedido, a través de su secretaria, se niega, y dice que jamás había leído nada mío. Pero además, extrañado, le pregunta que cómo era, que si yo no había muerto. Tenía razón: es que yo había intentado suicidarme dos veces, y habrían llegado seguramente a él algunos rumores sobre la cuestión (y les ruego a ustedes que me excusen nuevamente: me refiero al impudor con que nombro la palabra suicidio cuando ella se refiere a intentos reales míos). Ante el relato de la secretaria del Rector, me quedé impávido. Pensé entonces esa frase conocida: “El relato de mi fallecimiento es considerablemente exagerado”. Pero no pude pronunciarla.

Pero no sé si se entiende: no estoy contando anécdotas. Sino mejor, contando algunas coordenadas reales de una situación concreta, la mía. La enfermedad, a raíz de la muerte de mi padre, la vergüenza, la vergüenza económica, la buena voluntad de mis intenciones intelectuales, mis influencias intelectuales, las mejores, Sartre, la relación de compromiso entre el sostenimiento de las ideas y la exigencia de coherencia con uno mismo cuando se trata de jugar los roles en el interior de la sociedad concreta, la relación personal al nivel más concreto cuando uno se relaciona con otros intelectuales. El desorden no es más que aparente.

Hay aquí pocas vías hacia las cuales todo converge, y desde donde brota, seguramente, todo lo que nos determina.

Y hay dos, fundamentales, que están en la base del hombre concreto: el sexo y la economía. O como decía Pavese: dinero, mujeres, prestigio. Yo no creo haber endurecido, ¿pero es que hay otras cosas?

Los marxistas en general y los comunistas en particular suelen tomar con ligereza la noción de alienación. Pero la alienación no es una noción. Por lo mismo hay que comenzar ya a entender de una buena vez la realidad que comenta esta vieja idea: la idea de destino. Hay que arrancarles a los escritores de derecha el uso exclusivo que hacen de ella. Quien ha comenzado esa empresa es Pavese. La muerte, la violencia, la locura, el hambre, el suicidio, existen en el mundo, y están presentes en todos lados, aun ahí donde aparentemente no. Por eso Rozitchner tiene razón cuando afirma con desprecio que hay más filosofía en su libro sobre los invasores de Playa Jirón que en toda la filosofía Universitaria.

A mi vuelta de los infiernos, mientras de modo paulatino iba reintegrándome a la vida y a mi trabajo, a medios que pagan mi trabajo y me permiten seguir escribiendo y leyendo, volvía a encontrarme con mis amigos. Tuve entonces la alegría de comprobar qué cosa es poder mirar a la gente en los ojos. Cuando estaba enfermo, no podía hacerlo.

Y cuando lo lograba, era sólo por esfuerzo: sostenía la mirada, que de por sí, tendía a bajar. ¿No se han fijado ustedes que la gente que adquiere una enfermedad mental adquiere al mismo tiempo una manera huidiza de mirar? A veces, cuando miro a ciertos ojos, me parece saber de qué se trata. Pero ya no es mi caso. Y dentro de poco mi caso no seta más que un cuento al que cualquiera tendrá derecho a poner en duda.

Me reencontraba con mis amigos: Correas, Sebreli, Lafforgue, Rozitchner,

David Viñas, Ismael, Verón, Marín, León Sigal. Durante mi estadía en el infierno los había visto poco. Algunos, supe, me evitaban, tenían razón. Otros no pudieron acercarse a mí, aunque tal vez lo deseaban. Es que tenían miedo, no de mí, sino de la imagen de ellos mismos que tal vez podrían descubrir, como en espejo, en mí. También tenían razón. Otros respondían con la conducta inversa: se acercaban y con una mezcla de piedad y lucidez me decían lo que era cierto: que no había diferencia entre la enfermedad mía y la salud de ellos. También tenían razón. Cuando yo me puse tratable, pienso, todos respiramos, y fue bueno para todos volverse a tratar.

Reaparecían entonces para mí las cuestiones fundamentales que ciñen la vida del intelectual contemporáneo: la política y el Saber. No hablaré de ellas aquí. Con respecto a la primera, diré que el problema de la militancia, al menos en la Argentina, aparece intocado. La cuestión fundamental está en pie. ¿Debe o no un intelectual marxista afiliarse al Partido Comunista? Yo no me he afiliado: primero, porque los cuadros culturales del partido no resistirían mis objetivos intelectuales, mis intereses teóricos. El psicoanálisis, por ejemplo. Y en segundo lugar porque hasta la fecha disiento con los análisis y las posiciones concretas del P.C. Por estas razones no me he afiliado, y no sé si lo haré algún día. Pero respeto a quienes lo hacen o lo han hecho.

Pero además, ¿dónde militar? ¿Con qué grupos trabajar? ¿Qué hacer?

En lo que se refiere al Saber: en estos años he “descubierto” a Lévi– Strauss, a la lingüística estructural, a Jacques Lacan. Pienso que hay en estos autores una veta para plantear, en sus términos profundos, el problema de la filosofía marxista. Lo que significa que ya no estoy tan seguro sobre la utilidad de las posiciones filosóficas, teóricas, sartreanas, como lo estaba hace ocho años atrás. Es que en esos ocho años, al nivel del saber, han pasado algunas cosas: entre otras, un cierto naufragio de la fenomenología. Recién hoy comienzo a comprender que el marxismo no es, en absoluto, una filosofía de la conciencia; y que, por lo mismo, y de manera radical, excluye a la fenomenología. La filosofía del marxismo debe ser reencontrada y precisada en las modernas doctrinas (o “ciencias”) de los lenguajes, de las estructuras y del inconsciente. En los modelos lingüísticos y en el inconsciente de los freudianos. A la alternativa: ¿o conciencia o estructura?, hay que contestar, pienso, optando por la estructura. Pero no es tan fácil, y es preciso al mismo tiempo no rescindir de la conciencia (esto es, del fundamento del acto moral y del compromiso histórico y político).

Cuando Álvarez me invitó a que presentara mi libro, me fue difícil atinar en el primer momento a darme un tema que no fuera banal.

Ante todo, porque lo que estoy estudiando en este momento es Freud, y no Arlt. Por otra parte, hace tiempo que no releo a Arlt. Además, lo que pienso sobre él lo he escrito en el libro. ¿De qué hablar? Creo que de alguna manera he disuelto el problema. Pero si he hablado de mí, es porque estoy seguro que esta manera de hacerlo me acerca a Arlt, me coloca en su línea. Solo que al principio había ideado hacerlo de otra manera. Pensé que muy bien podría aprovechar la ocasión para reordenar algunas notas de un trabajo autobiográfico que tal vez escriba. Tal vez, digo. Y les leeré a ustedes el comienzo de la redacción (y solo el comienzo) de un libro, que, de escribirse alguna vez, ustedes releerán, en algún sentido, puesto que habrán tenido una primera experiencia de su tono, de su estilo, y para hablar como Barthes, también de su “escritura”.

Leo:

¿Violencia o comunicación? Con mayor o menor conciencia siempre supe que ésa era la alternativa. Esos dos polos se hallan en todas partes, y si uno no los descubre a raíz de cada cuestión, corre el peligro de convertirse en un ángel. Pero yo quería ser histórico. O bien: sabía que lo era. ¿Pero cómo convertirse en eso que uno es? No había otra manera que ésta: darse una vocación. Lo hice a los veintiún años: sería escritor.

Salía del servicio militar, donde había perdido un año, como se dice, limpiando caballos; mientras leía en los momentos de descanso a Faulkner, a John Dos Passos, a Hemingway. Durante ese año rumiaba también una novela que al año siguiente escribí, y que resultó perfectamente mala. Mientras la escribía, recuerdo, pensaba en mi edad y me decía, fuertemente ansioso, que con un poco de suerte “publicaría antes de lo que lo habían hecho cualquiera de los norteamericanos (Faukner, Dos Passos, Hemingway). No imaginaba entonces que pasarían catorce años antes de poder publicar mi primer libro. Catorce años: durante ese entretiempo aprendí a rumiar otro tipo de libros.

Autobiografías. ¿Es que me sentía tan interesante para mí mismo?

En absoluto. Lo que ocurría era que mi fe en la literatura se iba deteriorando. Quiero decir: lo que se deterioraba era la aceptación de esa mala fe necesaria

para creer en la palabra escrita, o para escribir ficción. Pero puesto que pensaba todavía en escribir una autobiografía, mi fe no se había terminado de quebrar. Es que me había salvado por la lectura. Si podía pensar en escribir no era a causa de la vida, sino de los libros. Dos ensayistas franceses me sugerían el camino: Maurice Blanchot y Michel Leyris. Sobre todo la lectura de un libro de este último: La edad del hombre. Aprendí de él que para defenderse de la gratuidad del acto de escribir había que escribir sobre temas que lo pusieran a uno en situación de peligro, que lo descolocaran ante los demás. Y hay entre otras (puesto que si se redacta un panfleto político el peligro es bastante inminente, policial y real) una manera de hacerlo.

Escribir sobre uno mismo. Para desnudarse o para confesarse. Pero quien se confiesa se confiesa de algo, y para hacerlo, es preciso un juicio retrospectivo, y negativo, sobre ese algo. Confesarse, así, es convertirse de alguna manera en un pasatista, y en un moralista. ¿Será éste mi caso? Y por otra parte, es difícil sortear el peligro de la falta de peligro. Es necesario decidirse entonces a sumarse en todos estos peligros para intentar sortearlos.

Habrá entonces que comenzar por el comienzo. Y si uno se quiere escritor el comienzo es su primer libro. “Todo” comienza entonces a los veintiún años. Yo llenaba entonces, y trabajosamente, las hojas de un grueso cuaderno “Avón” mientras que, manipuleando palabras, hacía una cierta experiencia del mundo, a cuyo sentido, o contenido, llamaré de esta manera: lo siniestro. Esto significa: que quería ser escritor y que cuando intentaba hacerlo encontraba que no conocía el nombre de las cosas. Que no conocía ninguna palabra, por ejemplo que sirviera para distinguir el estilo a que pertenecía un mueble. Y tampoco conocía el nombre de las partes de un edificio. Si el personaje de mi novela bajaba por una escalera, y apoyaba la mano mientras lo hacía, ¿dónde la apoyaba? ¿En la “baranda” o en la “barandilla”? Y si el personaje miraba a través de un balcón, ¿Cómo nombrar a los “travesaños” del balcón? Travesaños, simplemente. O tal vez “barrotes”.

Pero me perdía entonces en el sonido material de las palabras y me parecía grotesco y desmesurado llamar, por ejemplo, “barrotes” a esos “travesaños”. Y si me decidía por la palabra “travesaños” me parecía de pronto pobremente descriptiva para contentarme con ella. Si mi personaje debía caminar por la calle, y creía imprescindible envolverlo en la atmósfera propia de un determinado momento del día, había que decir “que caminaba bajo los árboles”. ¿Pero qué árboles? ¿“Pitas” o “cipreses”? ¿Se dan cuenta de la locura? Lo siniestro era el descubrimiento de aquel idiotismo. Yo, seguramente un idiota mental, pretendía escribir. Tenía miedo.

Ese miedo nunca me ha abandonado. O mejor: el miedo nunca me ha abandonado. Es aquél ese miedo que se reflejaba en una más que sugestiva fotografía de la época. Se ve en ella una cara irregular y un poco mofletuda. La nariz levemente torcida. La frente, sin arrugas, pero con surcos, cae fláccidamente sobre las cejas, las que se juntan a la altura del comienzo de la nariz. La mirada, floja, como incapaz de penetrar nada. Y una mezcla de estupor y de disgusto (de disgusto concreto, como si estuviese frente a un plato de comida un poco repugnante) envuelve la zona de la boca, el labio inferior ancho y un poco caído, una comisura lateral empujando al labio superior hacia arriba. Y como todavía no había aprendido la ventaja que consiste en ocultar el tamaño de las orejas

llenando de cabello los costados de la cabeza, las orejas aparecían en su tamaño natural, largas y un poco separadas. Cuando vi por primera vez la foto me acuerdo, me asusté bastante. No era que temiese a mi fealdad: la conocía. Lo que me inquietaba era como la presencia en la foto de algún germen congénito de anormalidad…

Esa sensación me acompañó durante mucho tiempo. Aunque sospechaba que lo que temía congénito, no se originaba en la naturaleza ni en la biología, sino en la cultura y en la sociedad. Esa atmósfera vagamente mórbida de mi rostro de aquella fotografía tenía que ver conmigo y con el dinero, con el dinero y con el trabajo, con el trabajo y con el trabajo de mi padre, con el “status” de mi padre, con mi conciencia y con mis deseos. Me basta ahora mirar la parte inferior de la fotografía para cerciorarme de ciertos datos que tienen que ver con el origen de mis “rasgos de carácter” y también de mi temperamento. La ropa que llevaba: un traje cruzado, oscuro, de franela, a rayas blancas.

Además, una camisa blanca y una corbata oscura. Se dirá: un conjunto banal, en el cual es posible leer bastante poco. Pero si se mira la foto con cuidado se puede observar un cierto corte de las solapas, que el saco se estrechaba en el pecho, que “cruzaba” bastante más de lo normal. En verdad —como yo decía—: un saco de corte perfecto. Y lo era: lo había hecho Anselmo Spinelli. Pero ese sastre no lo había hecho para mí: habrían sido necesarios más de dos sueldos enteros de mi padre para pagarle la hechura. Ese traje, sobre mi cuerpo, era ya una locura sociológica, por decirlo así. Yo lo había comprado —después de rogarle para que me lo vendiera— a un compañero en el servicio militar.

El hijo de un juez de la Capital y de una familia dueña de algunos campos en la provincia de Buenos Aires. Pero yo sabía todo esto. Sin embargo, no podía dejar de despreciar a mi padre puesto que “carecía de gusto”. Y efectivamente: se vestía con el gusto mediocre de un bancario. El me contestaba que era cuestión de dinero. Pero yo sabía que no era así, o que era una cuestión de dinero pero no en el sentido que lo entendía mi padre: mi padre ignoraba los principios más generales de un dandismo a la inglesa que yo en cambio me sabía de memoria.

Los había aprendido mirando, fascinado, la ropa de Marcelo Sánchez Sorondo (lujo) que había sido mi profesor de historia en la escuela secundaria. Yo no sabía entonces quién era en verdad mi profesor de historia. Mientras despreciaba a mi padre. En cuanto a la ropa inglesa, “clásica”, todavía hoy me fascina. Y en cuanto a la época de la foto, es seguro que todo esto no podía no desfigurarme, no enfermarme, a la larga, o en aquel momento, ya, de algún modo…

Infancias, en el pensamiento de Milena Jesenská // Cynthia Eva Szewach

En 1921, Milena publica en Tribuna, una crónica titulada “Niños”. Le interesa contribuir con sus preocupaciones críticas acerca de los modos en los que la infancia es considerada, en especial por los checos. Plantea sus ideas y sus inquietudes y se basa en sucesos de la vida cotidiana o en la literatura fundamentalmente de los autores rusos como Dostoievski o Tolstoi. Parte entonces de lecturas, de una sensibilidad personal, pero en especial de la observación directa de escenas para pensar acerca del alma infantil.

Milena, quizá estaba al tanto del giro escandaloso producido en Viena por el psicoanálisis, acerca de la concepción de la infancia y lo infantil, la sexualidad como factor esencial y el retorno de lo reprimido, en tiempos no cronológicos, significados una y otra vez, valiosos por su incompletud y por sus sentidos y sin sentidos intermitentes.  Aunque no sabemos que haya leído a Freud, sin embargo, podemos encontrar algunas consonancias, en ciertos fragmentos que transcribiremos para comentar junto a algunos hallazgos del terreno de lo ético.[1]

La mentira infantil

Freud en 1905 en especial con “Tres Ensayos para una teoría sexual”, es donde asienta aún más, el carácter fundacional de su conceptualización sobre la infancia. Lo polimorfo sexual, el placer autoerótico no dado de antemano, lo no instintual. Bajo la égida de lo pulsional, el objeto de elección, amoroso y sexual, es móvil, diverso. Por lo tanto, la lectura que el psicoanálisis aporta afecta la noción de normalidad establecida y des- inviste a la infancia de una pureza, inmaculada.  En 1913 Freud escribe “Dos mentiras infantiles”. Allí le da un estatuto de verdad a la formulación de mentiras en la infancia, en tanto invención ficcional, salto simbólico e inaugural respecto del descubrimiento de que el otro no puede saber todo respecto del propio pensar. Es una forma de proteger el pensamiento, de tener un secreto, producto de imaginación y de ocurrencias verbales. No moralizar los hechos ni despreciar el propósito de la mentira, en tanto verdad semi-dicha, es esencial, acentúa Freud.  Sin duda los derroteros que tiene el arte de mentir y la mentira en cada situación, es un vitraux de múltiples engranajes, a veces como padecimiento. A su vez la lectura que pueda hacerse de la misma en la adultez, es diferente, puede ir del síntoma sufriente a la impostura o la canallada.

 Milena transmite que en tiempos infantiles se percibe con toda la piel, con el corazón, con la mente. La piel, esa envoltura primera. Se absorbe con el ser, la atmósfera de misterio, que quizá puede convertirse en miedo, en horror o en falsa explicación. Está atenta al misterio. En la niñez, dice, se encuentran las semillas de sensibilidad, que surgen a lo largo de la vida y en la adultez se “reacciona con el mismo gesto” como desde muy pequeños. El niño puede muy bien distinguir cuando se lo trata en forma genuina o impostada para complacer. Todo el artículo le da valor al respeto por singularidad de cada niño o niña, aunque acerca de la mentira infantil la autora es categórica respecto de no moralizar la respuesta:

 “Padres que obligan a sus niños a obedecer, simplemente porque es un niño y ellos son padres, enseñan a ser mentirosos, porque la mentira es la única defensa que tiene un niño contra la autoridad que no puede entenderlo. Padres quienes castigan a un niño en su primera mentira, cometen un crimen, un niño nunca miente poque si un niño miente, es impulsado por una necesidad, defensa o resistencia contra algo a lo que se opone con su ser entero, cuando su mente aún no puede oponerse”

Por un lado, ubica en algún sitio una “primera mentira”. Aquella que inicia la sorpresa para la infancia de la magia de su invención. Si el adulto no juega el juego, asesina una creación.

Segregaciones en juego

Hay un párrafo, que trata otras cuestiones y que nos llama a especial interés. Relata una escena con niños y niñas, al aire libre, a quienes ella se detiene a observar. Es una especie de “ilustración” que pone en cuestión la suposición de la creencia en la existencia de una bondad especial en la niñez, sin inclusión del odio o la maldad, como parte la misma. Desde ya, distintas de aquellas que le conciernen a la implicación en un adulto.

Transcribimos la escena:

 “Este año vi a algunos niños citadinos soplando burbujas a través de un sorbete. Era en el límite de una pradera, el sol brillaba y las burbujas eran lustrosas y coloridas, tan fascinante que me detuve a mirarlos. Estaban alegres, amigables, entusiasmados y todo andaba muy bien- hasta que apareció un obstáculo.

Viéndose atraída por el extraño esplendor, una pequeña niña que cuidaba unos gansos se acercó al grupo de niños. Muy tranquila y sin interferir en absoluto. Sin embargo, los niños la atacaron con tanto enojo que quedé atónita. La pequeña tuvo que irse; pero no logró resistirse mucho. Las burbujas volvieron a atraerla como un imán y luego de un rato regresó, y se paró al lado del niño que soplaba burbujas devorando las esferas de color con sus ojos. Esta vez fue peor. Ni un sólo niño la defendió; no se le ocurrió a ninguno ser bueno con ella. Hasta podrían haberla lastimado si yo no hubiera intervenido. Lo más curioso fue lo que pasó después: cuando pregunté por qué no la dejaban mirar, un niño con vergüenza dijo ‘no lo sé’. Una niña un poco mayor, que tal vez supuso que esa explicación no me alcanzaba, agregó ‘ es tan extraña’. Ciertamente la pequeña lo era. No tenía zapatos ni medias, su cabello rubio estaba aclarado por el sol y tenía una colita de caballo y pecas. ‘Pero es una pena. Seguramente quiere mirar y divertirse’, intenté explicar. ‘Entonces que mire’ decidieron los niños. Ambas, la niña y yo, entendimos con claridad: no se trataba de bondad sino que más bien obedecieron.”

¿Que leemos? Hay un juego que funciona, entre un grupo de niños y niñas, quienes son conocidos entre sí.  Milena los mira jugar. Su presencia parece en inicio no interferir, están alegres. Una niña que viene de “afuera” un huésped extranjero en la escena lúdica les hace de interferencia. Una niña que mira con anhelo impedido. Milena mira esa mirada atenta “de la ñata contra el vidrio” y es testigo de una segregación incluso cierto maltrato que se ejerce con una niña con carencias. No la incluyen en el juego, pero la registran con hostilidad ¿Qué estatuto tiene esa segregación en la infancia?

“La compasión por el sufrimiento, deformidad y dolor no es una emoción innata, así como sufrimiento, deformidad y dolor tampoco lo son”, un niño no las conoce desde siempre, va registrando en su recorrido de transmisiones dice Milena. En el acontecimiento relatado con el juego de las burbujas, están atravesados por algo que desconocen, de lo que no pueden dar cuenta, o que no se puede dar cuenta en la infancia, pero despunta una vergüenza, que insinúa lo que trasciende la intención. ¿Están bajo afectación de coordenadas de la época en un creciente contexto de atmósfera de entre guerras? Probablemente ¿Por qué no la dejan jugar? “No lo sé”, responden, o “es extraña” dice una niña más grande aclara Milena Una ajenidad en el semejante, en el par, que lo convierte en un prójimo extraño a “su burbuja”.  Queda descartada desde ya una responsabilidad respecto de la segregación en tiempos de la infancia, pero establecemos una pregunta, un enigma, en aquello que hacen recaer incluso con cierta ferocidad sobre un par.  La hostilidad, el enojo, en ese caso no era parte del juego. Acciones, que podrían darse en una escena de actualidad en una plaza, en una escuela.  Esas acciones están articuladas, comandadas de forma inconsciente desde otro lado, en el campo del Otro: padres, cultura, educación, contexto, a dilucidar a leer, a pensar.[2]

Con obediencia, no con deseo de incluirla, aceptaron que la niña “mire”. No hubo al parecer una transformación grupal de la posición que sostenían. En ese poco, la niña igualmente seguía quedando como intrusa sin formar parte.  Pero, lo que se transforma son las condiciones del juego.  Ya no tiene sentido.  Se detiene un maltrato, aunque se pierde un juego que está condicionado a cierta escena.  Ella les demarcaba un lugar otro que mantenían a distancia de sí, pero no indiferente.

 

[1] En este caso, los fragmentos fueron traducidos y revisados de la versión traducida al inglés en “The Journalism of Milena Jesenská” Berghahn Books New York, 2003, junto a una amiga y colega Moira Iglesias. Acordamos con Moira que en principio asienta Milena su posición ética respecto de una ética en la infancia.

[2] Moira Iglesias dice: El juego se vio interrumpido por un obstáculo. Lo extraño de aquella mirada de la niña suscitó un rechazo inmediato que interrumpió con hostilidad el decurso alegre y apacible del juego. La tromba pulsional rasgó la tela de la zona de encuentro compartido modificando las condiciones de resguardo que el jugar requiere. 

Querida arma humeante // Franco «Bifo» Berardi

Al igual que las algas mutantes y monstruosas que invaden la laguna de Venecia, nuestras pantallas de televisión están pobladas, saturadas, de imágenes y opiniones «degeneradas». Otra especie de alga digna de tener en cuenta, esta vez relacionada con la ecología social, consiste en esta libertad de proliferación concedida a hombres como Donald Trump, que se apoderan de barrios enteros de Nueva York, de Atlantic City, etcétera, para «renovarlos», en cuyo proceso aumentan los alquileres y expulsan de paso a miles de familias pobres, cuya inmensa mayoría se halla condenada a perder su hogar, siendo este caso el equivalente, a nuestros efectos, al de los peces muertos de la ecología medioambiental. (Félix Guattari: Les trois écologies, París, Éditions Galilée, 1989, p. 34.)

En estas líneas, escritas cuando Trump comenzaba a ocupar la escena pública, Guattari predice lo que ahora está más claro que la luz: la desregulación neoliberal permite que algas monstruosas contaminen las aguas. Todo se ha desenvuelto puntualmente y ahora el mar sobrecalentado desata tormentas espantosas, que matan a cientos de personas en la costa española. Además, la desregulación permite la proliferación de fuentes de enunciados destinados a contaminar la mediosfera y, en consecuencia, la psicosfera. Ha sucedido puntualmente: turbas psicoadictas votan a un sinvergüenza, que promete la mayor deportación de migrantes de la historia. Estas pocas líneas de Guattari describen la génesis de un ambiente venenoso, que genera violencia y opresión, al tiempo que desencadena la guerra de todos contra todos, generando las condiciones para una tiranía cínica, barroca y destructiva.

Reconsideremos las lejanas premisas de lo que llamamos desregulación. En el principio está la creación tecnológica del paradigma rizomático. Gracias a la comercialización de las tecnologías electrónicas durante las décadas de 1960 y 1970, se hizo posible la difusión democrática de fuentes autónomas de información. En Italia y en Francia creamos cientos de radios libres tras librar una batalla cultural contra el monopolio estatal de la información. Luego, la creación de la world wide web hizo posible la proliferación de innumerables núcleos de netculture en todo el mundo. Pero por la rendija abierta por la creatividad difusa entraron los grandes grupos económicos y mafiosos (Berlusconi en Italia, Trump en Estados Unidos y sujetos similares en todos y cada uno de los países del mundo), cuyo objetivo no era ciertamente la creación, la cultura o la información, sino la acumulación de capital y la adquisición de un poder político ilimitado sobre las mentes de una sociedad psíquicamente subyugada.

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Zed is dead, baby

He visto The Apprentice (2024), la película de Ali Abbasi, que aborda el periodo de aprendizaje del candidato republicano de las actuales elecciones estadounidenses. El título está astutamente tomado del programa de televisión en el que, hace unas décadas, Donald Trump sometía a diversas humillaciones a los candidatos, que se presentaban ante él para ser insultados, ridiculizados, cuestionados y, finalmente, despedidos («You’re fired»). Había colas para ser escarnecido públicamente por aquel individuo de pelo rubio. ¿Por qué? El enigma de Trump demuestra que los instrumentos del análisis político apenas sirven ya para nada. De hecho, para entender semejante monstruosidad ética, psíquica y política, es necesario hablar de humillación, de tristeza epidémica, de autodesprecio, es necesario hablar de libertad ilimitada para esclavistas, tiranos psicóticos y fabricantes de armas. La película de Abbasi lo consigue hasta cierto punto: puede que la suya no sea una gran película, pero es útil para entender algo del trasfondo psíquico, existencial y mafioso en el que creció Trump. Es útil para comprender las herramientas de su dominio sobre la psique de un pueblo miserable e inmensamente ignorante.

La película no trata del programa The Apprentice, del que oportunamente toma su título, sino en realidad del propio aprendizaje de Trump. ¿Cómo ha llegado a ser lo que es? Para responder a esta pregunta, el psicoanálisis puede ser más útil que la teoría política. La sobrina del hombre naranja, Mary L. Trump, psicóloga de formación, ha escrito un libro titulado Too Much and Never Enough: How My Family Created the World’s Most Dangerous Man (2020) en el que intenta comprender a su tío desde un punto de vista psicoanalítico. La primera impresión que tuve al leer el libro es que la vida de ese individuo fue (y es) inmensamente triste. El padre de Trump era, en opinión de Mary, una persona sociópata, pero eficiente. La película de Abbasi también consigue mostrar cómo la relación con el padre fue decisiva. Donald vivió su infancia y su adolescencia atemorizado por la humillación a la que su padre le sometía sistemáticamente, lo cual le provocó profundas heridas psíquicas. «La creencia fundamental de Fred (el padre sociópata) es ésta: en la vida siempre hay un solo ganador y todos los demás son perdedores; la amabilidad, por otro lado, sólo significa debilidad». «O eres un perdedor o eres una persona que va a por todas», le dice el padre al pequeño Donald. Partiendo de tales premisas resulta imposible disfrutar de las relaciones con los demás, porque estas relaciones únicamente puede ser de competencia, de agresión o de sumisión. Pero, desgraciadamente, ¿no es este un rasgo decisivo de la personalidad colectiva de los habitantes de ese país, que no habría existido sin el genocidio de los nativos americanos y sin la deportación y la esclavitud?

Las tres reglas que Donald aprende de un abogado mafioso y racista (Roy Cohn) son las siguientes:
1. Ataca, ataca, ataca.
2. Miente siempre.
3. Declara siempre la victoria y no admitas nunca la derrota.

Como observa un personaje de la película, que resulta ser un periodista de The New York Times, estos tres principios describen muy bien la política exterior estadounidense de los últimos treinta años. Yo diría que definen el espíritu público de los Estados Unidos de América, de principio a fin. El inconsciente colectivo de los estadounidenses blancos es un sótano fétido del que emergen monstruos como el que Tarantino retrató en Pulp fiction (1994). ¿Recordáis cuando Bruce Willis libera de ese sótano a Marcellus, a quien Zed, el torturador, mantiene ahí abajo encadenado para abusar de él? No hay mejor manera de explicarnos los años de Trump, aunque tristemente me parece que Zed está vivo y coleando, preparándose para pisotear a un montón de pobres.

Nomen est omen

A principios de 2021, poco después del asalto farsesco al Capitolio por las tropas del general Trump, publiqué un ensayo titulado «The American Abyss» en e-flux. Cuatro años después, ese abismo es cada vez más profundo y un peligro se hace cada vez más evidente: la desintegración de la mente estadounidense puede provocar una reacción en cadena que acabe por aniquilar la vida humana en la Tierra. A veces pienso en el nombre de este individuo: to trump significa vencer, superar, abrumar, pero el sustantivo trump también significa pedo, pedo apestoso. Si alguna vez se confirmó la frase «nomen est omen» [el nombre lo es todo], éste es el caso. El hombre naranja es un pedo apestoso, que se propone (y consigue) apestar la atmósfera psíquica, humillando y amenazando. Si tuviera la desgracia de ser ciudadano estadounidense, no votaría a ninguno de los dos candidatos: la señora Harris, que ha prometido que el ejército estadounidense estará siempre equipado con la máxima letalidad, es más peligrosa que el señor Trump desde el punto de vista europeo, porque con la señora Harris como presidente, la guerra ucraniana se extendería hasta el umbral atómico. El señor Trump, que representa consciente y explícitamente los intereses de la raza blanca, sería una catástrofe para los palestinos y, más en general, para los migrantes, a quienes Trump y Vance han prometido «la mayor deportación de la historia». Pero es difícil imaginar cómo Trump podría ser más despiadado que Biden y Obama, que deportaron a más migrantes durante sus presidencias que el hombre pedo. Y es difícil imaginar cómo podría ser más despiadado con los palestinos de lo que lo ha sido Biden, que nunca ha dejado de apoyar financieramente ni enviar armas a los exterminadores israelíes. Tal vez solo sería menos hipócrita.

Psicosis memética

El 6 de enero de 2021, mientras el nuevo presidente demócrata se preparaba para ocupar su puesto en la Casa Blanca y el Congreso se reunía para cumplir sus rituales institucionales, una multitud variopinta respondió al llamamiento de Trump para salvar América y unos cuantos miles de trastornados marcharon hacia el Capitolio. Sin encontrar ninguna resistencia seria por parte de la policía, estos lunáticos entraron en las salas del Capitolio, rompieron los cristales de las ventanas, vociferando mientras ondeaban banderas confederadas y banderas con la esvástica. Donald Trump incitó a los alborotadores a recuperar el poder por la fuerza. «Nunca recuperaréis vuestro país con la debilidad. Debéis mostrar fuerza y ser fuertes. […]. Combatid, Combatid como condenados. Y si no combatís como condenados, no habrá país alguno para vosotros». Al final del día la multitud se fue a casa, como se hace después de una agradable excursión dominical. Algunas personas resultaron heridas y una murió por un disparo de un agente de policía. Los comentaristas demócratas se mostraron realmente indignados, cómo no comprenderlos, pero la indignación de los Demócratas por las falsedades contadas por Trump y creídas por sus seguidores es pueril. Después de 2008 los estadounidenses blancos, sumidos en dos guerras demenciales, humillados por el empobrecimiento acarreado por la crisis financiera y aterrorizados por el colapso demográfico, se han aferrado desesperadamente a sus armas, a sus todoterrenos, a su derecho a comer carne de vacuno y a su derecho a matar.

Lo que ocurrió en Washington el 6 de enero de 2021 no fue una insurrección ni un golpe de Estado, sino un episodio al tiempo farsesco y criminal de la guerra civil estadounidense, que es el entrelazamiento de varios conflictos, esto es, un conflicto entre el nacionalismo blanco y el globalismo liberal, un conflicto entre la población blanca y la población negra, latina y asiática, un conflicto entre las metrópolis y las zonas rurales empobrecidas y un conflicto cultural entre laicistas y fanáticos de algún Jehová sintético, pero esta guerra es ante todo una guerra civil psicótica de lunáticos armados, que deciden matar al primero que se les ponga a tiro. Este es el abismo estadounidense, no la propagación de fake news. En 2016 ocurrió lo impensable: un nazi tintado de rubio ganó las elecciones. Desde ese momento quedó claro que la mayor potencia del mundo is running amok [está desbocada], que ha perdido la cabeza, mientras posee ciento veinte armas de fuego por cada cien habitantes. Los Demócratas se quejan de que las redes sociales producen una avalancha de falsedades, pero tan solo un ingenuo podría no darse cuenta de que las falsedades no pueden erradicarse, porque Estados Unidos es el reino de lo falso.

Entre el 1 de enero y el 31 de agosto de 2023, se produjeron 28.293 muertes por arma de fuego en Estados Unidos. Los muertos en acciones de mass-shooting (¿cómo traducir al italiano o al castellano una palabra tan íntimamente ligada a la lengua de los pistoleros?) fueron 474. Los homicidios no intencionados por arma de fuego, esto es, los muertos por accidente al manipular un arma, fueron 1070.

Un padre estadounidense

A pesar de que consumen cuatro veces más electricidad y mucha más carne que cualquier otro pueblo del planeta (o quizá por eso) los ciudadanos de Estados Unidos llevan una vida miserable. La esperanza media de vida en España es de 83,3 años, en Suecia de 83,1, en Italia de 82,7, en China de 77,1. En Estados Unidos la esperanza de vida durante los últimos años es de 76,1 años. El 65 por 100 de los habitantes no tiene ahorros y si enferma, tiene muchas posibilidades de acabar en la calle. En 2022 se produjeron 100.000 muertes por sobredosis de opiáceos. La mayor potencia militar del planeta se desintegra. La palabra «impensable» es recurrente en el discurso público estadounidense de los últimos años. «We Need to Think the Unthinkable About Our Country» es el título de un editorial de The New York Times publicado el 13 de enero de 2022, escrito por Jonathan Stevenson y Steven Simon:

Las próximas elecciones nacionales serán inevitablemente disputadas con saña y quizá con violencia. Es correcto afirmar que la amenaza planteada por la derecha a Estados Unidos –y su evidente objetivo de sentar el terreno para tomar el poder ilegítimamente, si es necesario, en 2024– es políticamente existencial. […] El peor escenario es este: Estados Unidos tal y como conocemos podría desintegrarse.

The Unthinkable: Trauma, Truth, and the Trials of American Democracy, por otra parte, es el título de un libro de Jamie Raskin, publicado el 6 de enero de 2022, en el primer aniversario de la insurrección psicótica. El autor no es solo un escritor, sino un importante miembro del Congreso, elegido por Maryland en las filas del Partido Demócrata. Además, Jamie Raskin es profesor de Derecho Constitucional, se autodenomina liberal y es padre de tres hijos veinteañeros y treintañeros. Uno de ellos, Tommy, de 25 años, activista político, partidario de causas progresistas y defensor de los animales, murió la noche del último día del año 2020. Tommy eligió morir, se suicidó como suele decirse. Lo hizo tras una larga depresión, pero también como consecuencia de la larga humillación moral que el trumpismo infligió a sus sentimientos humanitarios. Para Jaimie Raskin, la decisión final de Tommy no es sólo una catástrofe emocional, sino el inicio de una reconsideración radical de sus convicciones. Leyendo este libro, he compartido el dolor de un padre y el tormento de un intelectual, pero al mismo tiempo se me ha revelado la profundidad de la crisis que desgarra Occidente y, en particular, oscurece el horizonte cultural de la democracia liberal. El padre ya no tiene ningún mundo de valores que transmitir al hijo. En el libro, tres historias diferentes se desarrollan simultáneamente y se alimentan recíprocamente: la primera es la historia del fascismo estadounidense emergente. La segunda es la vida de Tommy, su educación, sus ideales y la constante humillación de su sensibilidad ética. La tercera es el efecto de la Covid-19 en las mentes de la generación más joven, la que más sufrió las reglas del distanciamiento. Tommy sufría depresión y en su último mensaje habla de ella: «Perdonadme, mi enfermedad ha ganado».

Jamie Raskin escribe:

Como muchos jóvenes de su generación, Tommy se vio arrastrado por la Covid-19 a una espiral maligna. Con los centros de enseñanza cerrados, su vida social se redujo a un frágil punto mínimo acompañado de la mascarilla, los viajes se convirtieron en una pesadilla. Las relaciones se hicieron difíciles, forzadas a una intimidad prematura y torpe o de facto condenadas al olvido virtual. Muchos jóvenes han sufrido el desempleo, la falta de oportunidades económicas y una profunda incertidumbre. Muchos, como Tommy, se vieron obligados a volver a casa de sus padres y a alojarse en una habitación repleta de libros de bachillerato […]. Tommy se había declarado antinatalista, porque no podía aceptar la perspectiva de comprometer a otro ser humano en una vida destinada a estar dominada por el dolor de la tristeza y el sufrimiento.

Por mucho que Sarah y yo intentáramos describirle la alegría de tener hijos, Tommy no aceptaba renunciar a su determinación, porque nadie tiene derecho a imponer a otro la inevitable experiencia del dolor. Me consuela poco saber que una parte enorme y creciente de su generación piensa lo mismo sobre la opción de no tener hijos.

El antinatalismo es probablemente un efecto de la depresión, como no, pero ello demuestra que la depresión puede ser una condición de sabiduría y no solo una enfermedad. Se convierte en enfermedad, cuando no comprendemos su mensaje y tratamos desesperadamente de ajustarnos a las normas dominantes de productividad, eficacia y dinamismo. Rechazar el mensaje de la depresión, reafirmar la fuerza de voluntad contra el mensaje que nos envía, es una forma de caer en una deriva suicida. Si somos capaces de comprender el significado y la sabiduría de la depresión, es posible una evolución consciente y compartida de la misma. En el caso de Tommy esto es evidente: su denatalismo es quizá más sabio que la decisión irresponsable de dar a luz a inocentes destinados a una vida casi con toda seguridad infeliz.

Tras la muerte de su hijo, la percepción de Raskin cambia: su optimismo de constitucionalista se tambalea ante la explosión de fuerza bruta, que tiende a anular la fuerza de la razón, mientras que sus certezas democráticas flaquean ante la proliferación de la depresión.

De repente, mi optimismo constitucional me pone en un brete como si fuera una vergüenza. Temo que mi resplandeciente optimismo político, que muchos de mis amigos han apreciado en mí, se haya convertido en una trampa de autoengaño masivo, en una debilidad que puede ser explotada por nuestros enemigos.

El optimismo político de este generoso profesor de Derecho Constitucional se ve sacudido por la repentina constatación de que la democracia liberal descansa sobre cimientos frágiles. De hecho, escribe:

Siete de nuestros diez primeros presidentes eran propietarios de esclavos. Estos hechos no son accidentales, sino que nacen de la propia arquitectura de nuestras instituciones políticas.

La esclavitud forma parte del bagaje psíquico de la nación estadounidense. ¿Cómo puede pretender esta nación servir de ejemplo a las demás? ¿Cómo no pensar que esta nación es un peligro para la supervivencia de la humanidad?

La ley del padre ya no tiene ningún poder sobre el caos

Hoy, 5 de noviembre de 2024, Trump podría convertirse de nuevo en presidente de los Estados Unidos de América, mientras el mundo ha entrado, a instancias estadounidenses, en un ciclo de guerra civil psicótica, cuyos resultados son impredecibles y de hecho realmente impensables. El padre ya no tiene un mundo de sentido que legar al hijo. La ley del padre ya no tiene poder alguno sobre el caos. Gane quien gane estas elecciones dopadas por miles de millones de dólares, el caos está garantizado.

Ignacio Lewkowicz, el pensamiento como presentificación

Un pensamiento laico, que no cree en Dios -mejor digamos no tiene Dios- y cree en Nosotros. Apuesta radical por el laicismo. No deidad; responsabilidad. El pensamiento autónomo es una potencia, es un orgullo, un amor a la vida, el pensamiento autónomo es también una desesperación.

Ni Dios ni Ídolos, ni Saber ni Academia, ni Estado ni Capital (plano de trascendencia); plano terrestre:problemas, recursos, lastres, encuentros, amigos, enlaces, obstáculos. Situaciones.

Pensar, en tanto función orgánica de la que somos capaces asumiendo la inmanencia presente como condición única, tiene una faz bella, libre, creadora, y otra desesperada de intemperie sensible. La fragilidad que tiene la creación sensible de la que somos capaces; su contingencia…

Lejos de ser un sintagma anti estatista, “Pensar sin Estado” ni siquiera habla tanto del Estado -segundo término- como del pensamiento. PsE propone un modo de entender el pensamiento, como actividad de creación sensible -producción de sentido- propia de una subjetividad terrenal, sin trascendencias ordenadoras.

Hay algo íntimo en las notas de IL que reúne este libro. Una voz de trastienda. Como si nos metiéramos por una pequeña ventana de pronto en medio de su moviente caudal de devaneo o reflexión. El runrún de la máquina detenida en su guarda, quieta, pero encendida. Y en lo que se queda pensando entre elaboración de pensamiento y elaboración de pensamiento, es en el pensamiento. Vemos la auto investigación de un modo, una modalidad, que no es estrictamente ni saber, ni deseo, ni deber, es pensamiento. Un modo del ser intelectual, es decir, un tipo de consistencia del alma. ¿Qué es el alma? Algo que piensa. Por supuesto que siente; es sensible el pensamiento.

Fascinaba Descartes a Ignacio; fascinaba cómo podía pensarlo a Descartes. Mariana Cantarelli, recuerdo, se reía. No veía tantísima cosa en lo que hacía Nacho con Descartes. Tampoco es que fuera propiamente racionalista, no, pensador de la subjetividad. El pensamiento se diferencia de la Razón, el cuerpo incluye a la mente como una parte de su plasticidad (de su potencia subjetiva); el humano es plastilina, decía Nacho. El cuerpo piensa; el pensamiento es una praxis. La subjetividad consiste en las operaciones necesarias para habitar o tolerar unas circunstancias (naturalmente históricas), y las operaciones incluyen a la razón o a la actividad conciencial. Descartes fascinaba a Nacho por la experiencia del pensamiento como fundamento. No es que el pensamiento viene primero (y luego existo); no es productor primario del mundo, sino que es prueba de existencia; ese “luego” significa “entonces”: demuestra, sensibiliza, no causa. El pensamiento es un acá, un lugar, una actividad -una práctica-, donde el sujeto, alguien, cualquiera, puede hacer la experiencia de consistir. Mientras estamos pensando, existimos –lo sabemos, es una verdad sensible-, acá, en las cosas. Si no pensamos, la cosa se pone confusa (cuando no más llanamente alienada).

Las cosas, la vida, lo concreto, es el lugar donde arma territorio el pensamiento. Pensar no es patrimonio de los lugares consagrados para la intelectualidad. Pensar no es prerrogativa de especialistas, ni de eruditos. Es “capacidad vital esencial”. No atribución de elites; no potestad de los hombres superiores. No tiene uniformes el pensamiento; ni siquiera jerarquías: porque el pensamiento vale para quien piensa. Vale para quien lo ejerce. El pensamiento tiene valor efectivo -efectos- para quien piensa. Su valor no reside en su rutilancia bibliográfica, sino en tanto estrategia subjetivante. Si no hay implicancia e implicación existencial, el pensamiento es mero tráfico discursivo. Cuando se piensa con cosas pensadas por otros, textos, hay una apropiación de sentido. Una recepción activa (cercana a lo que Ranciere llama el “íntimo trabajo poético de traducción”, que es condición de la igualdad al comunicarnos). El pensamiento es una actividad, no un bien de consumo. El pensamiento configura a su sujeto. Nos cambia, no somos los mismos; no tiene retorno, el pensamiento. La disposición subjetiva propia de pensar se diferencia pues de la dinámica de consumo de productos de pensamiento, de teorías, del titular de hoy. Resiste, el pensamiento, a la desesperación por la novedad, al profundo mandato de actualización permanente. El pensamiento resiste la necesidad de nuevos rótulos adorables, la llovizna de etiquetas efímeramente sacralizadas donde lo sagrado no es el pensamiento sino la actualización y lo foráneo.

El pensamiento no tiene lugares ni uniformes ni tampoco tiene el pensamiento tiempo mercantil. “Pensamiento sin lugar, pensamiento singular”, decía Nacho en un texto inédito (de un ambicioso libro en proceso que interrumpió la muerte y que tenía como título provisorio “La era de la fluidez”).

Nacho armó su lugar, “el estudio”, “Estudio Lwz.”. Tuvo su genealogía; cuando lo conocí, comienzos del 99, estaba HA, Historiadores Asociados, donde formaba parte quien sería, descontando a Cristina Corea, su colaboradora principal, Mariana Cantarelli. El pensamiento singular requiere fundar espacio, territorio, covacha donde conversar, coordenada a la que referir. Porque la destitución de los lugares consagrados al pensamiento es una liberación, pero también una intemperie. Una intemperie de sentido. Intemperie sensible a la vez atiborrada, atestada, saturada repleta de estímulos, cascotazos, afecciones… El pensamiento como capacidad de creación de líneas de sentido, que nombran (nominan) y arman recorrido; ponen bordes y cartografían la intemperie saturada. Nombra la cancha de juego. O, en términos más nacheanos, el pensamiento instaura su situación. Singular: situacional.

Pensar es quebrar la hegemonía de una representación. Quebrar la hegemonía de la representación; de la esfera representacional, quebrar la dominación de la representación por sobre la presencia. Quebrar la sobrecodificación, la cuenta por uno (la denominación de una situación presente con recurso a alguna instancia que le es trascendente; esto viene de Badiou, uno de los cauces del pensamiento de Nacho sobre el pensamiento). No hay tanto pensamiento autónomo, el pensamiento es siempre de autonomía: pone los nombres a los elementos que componen su situación. De eso se trata pensar, de crear en los términos de la percepción. “No es un instrumento”: es decir, el pensamiento no se reduce a un cálculo, que busca aplicar modelos o ideas o valores o deseos heredados o acatados; no es operador de valores previos. Por eso se afirma en “puntos de indeterminación”. Tiene, sí, condiciones: pero las condiciones condicionan, no determinan.

Pero si tenemos como especie un “déficit perceptivo” que nos fuerza a inteligir mediante representaciones que son previas a lo percibido, pensar, entonces, es siempre despejar un error. Pensar es percibir despejando lastres, para vislumbrar posibles. Una percepción íntima de las cosas. Instituye, el pensamiento, nombres, conexiones, hechos cada vez a medida de las cosas, de las situaciones -únicas e intransferibles…-.

Una presentificación radical. En la que no hay lugares institucionalizados o privados que acaparen el pensamiento, porque es un posible de todo lugar, de cualquier lugar -es un posible de todo lugar solo en tanto y en cuanto allí hay alguien. Una potencia de la presencia. “Bienvenidos al jardín de los presentes” da el punto final al libro Pensar sin Estado. El lugar del pensamiento es el presente en el sentido de allí (aquí) donde hay alguien. Por eso siempre se piensa esto, nunca aquello. Aquello se supone, se especula, se teme, da terror, o esperanza; se piensa esto: una afección concreta, una potencia concreta, algo en lo que estamos. Se está pensando cuando se percibe/crea -cuando se concibe- lo que se puede en lo que hay.

Recuerdo que fue el amigo Adrián Gaspari, cercano colaborador de Nacho, quien me hizo dar cuenta de algo evidente, que era que Ignacio no era un intelectual que se dedicaba a eso, sino que estaba todo el tiempo, así, pensando, en estado de pensamiento, más allá y más acá de los “temas” que trabajara; tomando como materia de pensamiento a priori cualquier cosa de la vida -percibiendo con curiosidad, con gracia-. Ahora bien, un “todo el tiempo pensando” no del tipo nervioso y de ansiedad. Más bien el pensamiento como desaceleración. Nacho hablaba despacio, con un tono bajo, como de pausa bajo un árbol. Una calma, un no tan rápido. Un tiempo propio de –instaurado por- el proceso de pensamiento, un remanso de velocidades propias -medio riquelmeano- que resiste a la automática obviedad de las cosas.

Contra la hegemonía de la representación, contra la llanura crasa de la obviedad, el pensamiento no opone la solidez del saber. Pensar es resistir el binarismo automatizado que simplifica la percepción y narranción existencial. “No sé, pensemos”. Los saberes pueden ser recurso de un pensamiento. Pero el pensamiento tiene dimensión improvisacional inherente. El pensamiento jamás simplemente ya sabía. Nunca ya sabe sobre lo que se presenta -es el ejercicio de una intimidad con las cosas-.

Un radical ateísmo; pensar porque no hay Dios. Dios murió y es necesario pensar, nadie puede hacerlo por nosotros. Es indelegable el pensamiento.

Sin pensar, las condiciones resultan determinaciones. Hay unas condiciones y ellas determinan (lo que pasa, nos pasa, hacemos, etc); no hay más que las condiciones. Hay pensamiento allí donde alguien organiza un devenir divergente a la inercia dada de las condiciones. El pensamiento, así, indetermina las condiciones.

No simplemente la inteligencia. No pasa solo por deducir, calcular, dilucidar -aunque ponga esas operaciones en juego-, sino por vislumbrar líneas de posible devenir -del mundo y de la subjetividad-, que ya en su vislumbre producen su sentido. El pensamiento como actividad configurante. (La bastardilla es un modo visual, es decir propio de lo extenso, que interviene en la inscripción sensible -del sentido- en un registro no lógico). El pensamiento puede concebirse como función orgánica, algo que hace alguien, no solo un producto, no solo una cosa. Una intensidad, una experiencia, algo que hacemos y que al hacerlo nos pasa.

Cuando se piensa, se piensa más. Andar. Cada paso agranda la lucidez del devenir posible, cada paso entrevé otro paso; el pensamiento se embaraza a sí mismo, es abundante por naturaleza, precisamente en tanto que apertura. Resistente a la lógica de la escasez, se autoreproduce. De allí que se piensa tanto con otros, conversando: el pensamiento se multiplica. El conector sintáctico por excelencia del pensamiento es entonces: ante lo que alguien dice -ante lo que se presenta, en general- responder empezando con negatividades (“no, pero, objeto…”) es mucho menos fecundo que responder con “ah, entonces, o sea que”: proponer efectuaciones de sentido. Un arte en la conversación. Cuando hay pensamiento, uno más uno no es igual a dos. La conversación como arte y una bailada orfebrería al escribir.

Si viene el default, vida uruguaya: mate y charla con amigos es una de las ideas más potentes que escuché en los últimos tiempos”, dice, aunque lo cito de memoria y no literal, Nacho en Sucesos argentinos. Y de memoria también lo recuerdo diciendo que si uno es un boludo, por lo menos no ser siempre el mismo boludo. El pensamiento necesita tocar lo real, comportar movimientos, posicionamientos prácticos. Ideas con capacidad orgánica y experiencial.

Para una sociología de la voz // Horacio González

Estos escritos y trabajos que van a leerse fueron originados en un trámite normal en las universidades. Se trata del habitual trabajo de “pasantía” con el cual los alumnos coronan sus estudios, adscriptos a alguna institución social a partir de la cual elaboran reflexiones, sobre temas previamente definidos y posteriormente evaluados en un marco académico. Sería tan fácil como odioso criticar estos recursos de la vida universitaria, en momentos en que esta es cuestionada con toda clase de acciones tan infundadas como arbitrarias. Pero nada de esto obliga a descartar la reflexión –ni fácil ni adusta– sobre algunas dificultades de nuestros propios desempeños, que nosotros, y no otros, hemos creado.

Por eso no debería ser trabajoso este reconocimiento: las “pasantías” forman parte de una antigua visión idílica que tiene la universidad respecto del mundo práctico, al mundo de la vida o a “realidad social” globalmente considerada. Se piensa que los alumnos adquieren una “mayoría de edad” que los habilita para enfrentar el rostro efectivo de la sociedad, luego de haberse munido de un conjunto de conocimientos durante su paso por los claustros, tránsito concebido como paréntesis almibarado, momento de espera, de preparación y de ansioso reinado de las teorías. Es evidente que las condiciones de la universidad y de la vida social argentina en todos los órdenes, desautorizan cualquier optimismo respecto a este pasaje entre distintos momentos, como son los de la “formación” y de la “profesión”. Ni la universidad alberga hoy ningún proyecto formativo realmente imaginativo, ni los campos profesionales o la “vida práctica” compuesta por las instituciones políticas del país, están en condiciones de aceptar un trabajo universitario que fuese realmente crítico e inquietante. La universidad tiene actualmente la misma chatura y aplacamiento que la vida cultural del país en su conjunto.

En este marco de estrechamiento de las oportunidades profesionales, la universidad no solo omite responder acentuando lo que debería ser su natural proclividad a la crítica, a la invención política y al desafío metodológico, sino que se convierte en una suerte de cliente plañidero de los organismos públicos o privados que controlan mercados profesionales, postulando incluso “ofrecerle servicios”. El propio movimiento estudiantil, en todas sus versiones ideológicas, llega a su punto ciego cuando se plantea la cuestión laboral, quedando allí exhausto, sin destellos creativos. Nadie parece atreverse a criticar las condiciones intelectuales en que se concibe el “mercado laboral” sin antes aparecer situado en un correcto plano gremialístico, como gestor de opciones para la mítica “salida laboral” o el contacto con “la realidad”. Desde luego, no se trata de considerar la universidad como sede privilegiada de una crítica a los poderes institucionales reales, pues de algún modo forma parte de eso mismo, de lo que le sería imposible sustraerse. Se trata de pensar el medio profesional (digamos: tanto la ciencia como la política en cuanto vocación) al mismo tiempo que se replantean las condiciones prácticas de cada una de las actividades que forman parte del cuadro de intereses intelectuales de la universidad cuando los estudiantes dicen que “no hay práctica” en las universidades, proceden como si alguien –dueño de las llaves del templo laboral– actuara como conspirador contra nuevas incorporaciones jóvenes al mercado. Pero en la universidad no hay práctica porque tampoco hay un examen serio de las raíces intelectuales y de los dilemas teóricos fundamentales del actual vínculo universidad-sociedad. La universidad argentina no solo es hoy una universidad sin presupuesto (situación contra la cual hay que seguir luchando) sino que es también una universidad sin presupuestos teóricos, pedagógicos o intelectuales. Y más serio aún, se perciben en ella graves síntomas de abandono de la vida intelectual. La fácil aceptación de que la universidad debe dar “canales terminales de empleo” u otras terminologías de ese tipo (las que incluyen un problema real, pero tratado deficientemente) tuvo menos consecuencias en la deseable solución de los problemas del empleo de los estudiantes y graduados jóvenes, que en un desprecio –no siempre disimulado– por la propia vida intelectual. Cualquiera que tenga contacto con la universidad lo sabe: hay en ella más desconfianza hacia la vida intelectual que lo que podría percibirse en otras organizaciones no universitarias. ¿Es este el síntoma de un proceso más largo, en cuyos comienzos estaríamos, de decadencia de la universidad, en última instancia sustituida por otras modalidades educativas provistas por la actividad económica general?

Si así fuera, debemos luchar para revertirlo. Funcionarios, profesores y alumnos tienen esa oscura conciencia de decadencia, tratada hasta el momento a través de fáciles y deficientes remedios, en su mayoría oportunistas, que van desde las ideas de arancelar los estudios superiores públicos, hasta la de provocar en ellos una mayor injerencia de las estructuras económicas reclutadoras de empleo. Un diputado nacional presentó en años recientes, un proyecto de convertir la universidad en “consultoría”, que tuvo buena aceptación en todas las capas partidarias del país. Estas capas son provenientes de la universidad y en general asocian el papel de la misma al ejemplo que tienen a la vista: ellos mismos como políticos, aliados momentáneos de la fortuna. Miles de estudiantes cuyo modelo profesional o político puede ser una diputación o una gerencia, conciben la universidad bajo el modelo ya pulverizado del “ascenso social” y del “contacto con la realidad”. Se desprecia de este modo la real posibilidad que puede tener la universidad, partiendo de su actual crisis económica, profesional y teórica, para provocar una sustancial transformación intelectual en la red de prácticas profesionales del país. En vez del adaptacionismo, un auto-examen de las posibilidad de transformación de las instituciones asociadas a emblemas de saber. Esto último no solo no apartaría a las personas de una vida profesional plena, sino que sería la verdadera vía para provocarla.

Pero este último camino sería el de una profunda reforma intelectual en la universidad. Quizás, un reformismo que tome lo mejor del espíritu crítico de los momentos inaugurales del movimiento que en la Argentina lleva este nombre, de vasta repercusión continental, popular y democrática.

En la actualidad, la universidad no es la sede de ningún proyecto, corriente de ideas o convocatoria crítica, que la reponga en la escena política como autora de conocimientos capaces de revelar la trama del presente y de declararla al mismo tiempo insuficiente para la vida. En efecto, ningún presente alcanza para formular horizontes vitales. Pero ningún proyecto crítico debe dejar que le expropien sus lazos con el presente. La universidad actual, en nuestro país, ni pertenece cabalmente a la crítica del presente, ni está efectivamente entrelazada con él. Simplemente no encuentra la punta del ovillo, desmantelándose lentamente entre la indiferencia de las autoridades del ramo y planteos políticos, puertas adentro, que en general dependen de una anacrónica autoimagen de la universidad en la sociedad. De más está decir que la universidad, en sus sectores más vivos y conscientes, debe seguir protagonizando sus justas demandas por la remuneración docente, por las condiciones de estudio y por un marco global presupuestario digno. Pero nada impide que –al contrario, todo obliga– que esas luchas se hagan junto a un profunda revisión de hábitos intelectuales, lenguajes y prácticas políticas internas. Asístase a una asamblea universitaria: en ella se percibirá una incómoda réplica de los ya desnutridos debates en los organismos parlamentarios del país. Es lógico, pues la administración universitaria se ha convertido en una instancia muy homogéneamente situada respecto al horizonte mental que nutre a la clase política argentina. El hecho de que los organismos de cogobierno universitario sean esenciales para la democracia –tanto en la universidad como en el país– no debe llevar a desconsiderar estas observaciones críticas: la universidad debe disputar con el modelo (o el estilo) político reinante en el país, no reproducirlo. El papel de la universidad no es formar diputados. Ni siquiera es, prioritariamente, el de formar médicos o sociólogos. El papel de la universidad es el de crear lazos políticos nuevos, que tengan resultados pedagógicos y discursivos originales. Es un papel, entonces, político. Y es cuando cobra conciencia de su papel primordial en la recreación de los modos en que se ejerce la política en la sociedad, que su proyecto de formación de médicos o sociólogos cobrará verdadera significación profesional.

En un país precisado de una reformulación general de sus expresiones políticas y del estilo con que ella se realiza, la universidad puede cumplir el rol de interferir con la reproducción simple de esos hábitos políticos basados en categorías de prestigios, antes que en la crítica y la autorreflexión. En cambio, lo que ahora existe es un modelo formativo que en poco se aparta de los condicionamientos políticos y económicos existentes. Como resultado de ello, el movimiento estudiantil y los grupos profesorales se convierten involuntariamente, en deficientes instancias burocráticas de reclutamiento profesional, “filtros” políticos mediante. En 1918, el reformismo pensó que una sociedad podía tener la imagen que le diera una previa reformulación de la vida universitaria. Luego, considerando que esto era un exceso “elitista” o “culturalista”, se pasó al otro extremo.

Y así, el reformismo argentino, ya en la década de 1930, había incorporado la consigna que hoy abona el sentido común de profesores, estudiantes y graduados de las más diversas corrientes ideológicas: solo habrá vida plena, tanto política como profesional en la universidad, si previamente se realizan reformas sociales para las cuales la universidad debe contribuir en su dimensión militante. Curiosamente, ambas posiciones fueron avaladas por Deodora Roca, quien así representaba las dos puntas en las que se debatía la política universitaria. Hoy, está a la vista que está totalmente descuajeringado el modelo de “universidad del pueblo”, así como parece absolutamente deslucido el neo-marcusismo que cree que la universidad iniciaría ella misma una ramificada renovación social. En el primer caso, porque más allá de las vicisitudes dramáticas que han tenido entre nosotros las ideas de transformación social, no puede pensarse seriamente en un a priori sociopolítico para juzgar la vida universitaria. Semejantes pero inversas razones obligan a descartar el a priori universitario: en ambos casos se desatiende la trama de relaciones, la “conjuntivitis” indivisible que caracteriza los lazos entre el conocimiento universitario y el conocimiento social. A lo sumo, puede criticarse el desarrollismo rústico en el que ha desembocado el reformismo universitario con su énfasis en la “integración social” como la banalidad elitista que resume la posición contraria. De todos modos, tampoco es satisfactoria la posición de “equilibrio”, propia de los actuales administradores universitarios, que al considerar la universidad una institución política más, en el cuadro de los servicios públicos, no solo no están a la altura de una reflexión más aguda sobre el momento sombrío que estamos atravesando, sino que se privan de presentar creativamente el síntoma iniciador.

En efecto, a ese síntoma iniciador es posible pensarlo, según los casos: ya sea como un rol iniciador de la propia universidad en relación a áreas de la sociedad donde pueda y deba influir decisivamente: ya sea un rol iniciador de grupos sociales y políticos cuyos proyectos transformadores puedan influir beneficiosamente sobre el actual impasse intelectual de la universidad.

En uno u otro caso, lo que aquí está en discusión es el lugar que en la sociedad argentina tiene el compromiso intelectual. Es sabido que esta palabra no tiene un destino de premios y aprecios en la vida política nacional. Un poco porque los grupos detentadores de los blasones culturales no exhiben una historia política de mayores sensibilidades respecto a las formas colectivas de vida; otro poco porque la política argentina, en sus partidos mayoritarios, ha consagrado estilos en los que las influencias intelectuales (que son nutridas y heterogéneas) son aceptadas bajo su forma doctrinal diluida, a fin de que se pueda mantener un “resorte de desconfianza siempre preparada” hacia los grupos o personas que esgrimen una identidad intelectual explícita. Estas paradojas, propias de cualquier país, tienen aquí notable persistencia y ardor. Por eso esta cuestión está lejos de ser un tranquilo espacio político en nuestro medio, y quizás en ningún lado lo sea. Muchas son las razones por las cuales todo drama social se elabora alrededor de una cuestión mal asumida de conocimiento. No es el caso rastrear aquí los contornos de esta “cuestión mal asumida” tal como se dio o se da en el país.

En principio, lo que nos interesa es observar un importante fenómeno: la vida política argentina acabó aceptando un tipo de intelectual fácilmente inteligible, cuyo lenguaje tiene una real cercanía al lenguaje articulador del político. Por esa vía, la mancomunión lingüística y teórica entre políticos e intelectuales forjó una división de trabajo apenas “mancillada” por declaraciones aquí y allá: algún político que se “disculpa” por “no manejar” el aparato conceptual profesional de los intelectuales “orgánicos”, o algún intelectual que se disculpa por mantenerse en el nivel presumiblemente “abstracto” de un tema que en manos de algún político cobraría vibraciones prácticas ostensibles. Nada del otro mundo.

De este modo, ya no hay un “antiintelectualismo” rechinante en la política argentina, gracias a que la vida intelectual se “politizó” en el sentido en que muchos políticos “anti-intelectuales” deseaban. Lo que se puede apreciar, en cambio, como reacción hacia este neo-intelectualismo politizado (de tono y destino partidarios, en el sentido de los partidos tradicionales argentinos), es un estilo intelectual cuyas fuentes de inspiración se encontrarían en las lecturas vinculadas a las “filosofías del texto” o a las “literaturas del éxtasis”. En este caso, la condición intelectual aparece sometida a la crítica de la “vida”, de la “experiencia salvaje”, del “sentido primario de las cosas” o algún otro aspecto irreductible de ese orden. El trabajo sobre la cultura cotidiana en Puerto Gral. San Martín que aquí publicamos comparte algunas características de lo que podría ser una reacción contra un modo cristalizado de la vida intelectual.

Así, sus autores quedan en situación de buscar otras alternativas para presentar las evidencias de que hay “vidas secas” cuyo hablar fundamental es fatalmente disipado por el conocimiento erudito cuando debe hacerse cargo de él. El habla de los “golpeados” –de los socialmente rebajados– es algo que podemos ver en todos lados, pero que no está en ninguna parte. Cuando la queremos tomar con categorías teóricas –o similares– escapa. Cuando la reconocemos en la atmósfera diaria de la política o las comunicaciones de masas, también escapa. Muestra así que por un lado no la comprenden, y que, por otro, la comprenden demasiado. De las dos formas quedamos en incómoda situación. Algún apresurado diría que entre el desprecio ilustrado y el populismo aguerrido. Pero no conviene ir tan rápido ni ir hacia allí. En realidad, parece mejor preguntarnos si podemos resumir todos estos clásicos dilemas en la idea de que la única opción reside en escuchar.

Los autores del trabajo así lo sugieren. ¿En este caso debe entenderse que después de haber hecho su pregunta los autores de la interrogación deben replegarse a un altar de silencio frente a la respuesta obtenida? La voz cruda sale a luz e impondría por sí misma un sentido. Ese sentido ya se lo habría inscripto la sociedad. Cada voz escuchada es un cuerpo social que habla “en ausencia”. Pero de esa ausencia, plena de significados, es lo que precisamente trataría una “sociología de la voz”. La voz escuchada es la sociedad formulada.

La perspectiva es inquietante y para servir mayores frutos a la mesa del sociólogo mal alimentado, debería intentar un mayor esclarecimiento sobre lo que entendemos por “voz”. Por suerte, no es este el lugar para cometer tales claridades. Pero no se puede dejar de notar que al decir voz invocamos tanto a un mundo de palabras socialmente significantes como a un conjunto de usos fonéticos que remiten a la materialidad física de los diálogos, a la atadura básica entre personas empeñadas en comunicarse en la práctica material de una lengua.

De todos modos, para que la voz sea un mundo social (en su doble aspecto de sonido y de sentido) es necesario desprenderse de las usuales correlaciones sociológicas entre verbalización y lugar social, entre “imaginario” y “ser social”. Así, no se trataría, según la notoria tradición sociológica, de obtener datos pertinentes sobre un momento de la relación entre prácticas grupales y estructuras sociales, entre alteraciones biográficas colectivas y crisis económicas globales, sino de llegar a un punto donde las biografías se doblan hacia un yo interno masacrado, desverbalizado, brutalmente despojado de discursividad.

¿Pero acaso toda voz no supone una identidad y por lo tanto, algún grado de resistencia a la expropiación cultural? Incluso la utilización metafórica de voz (es decir, presencia de un sujeto con discurso sobre la historia) ayuda quizá de una manera demasiado fácil para sacarnos de encima el dilema: ¿una voz permite deducir una realidad histórica o colectiva?

En efecto, podría pensarse que a partir de una voz puede deducirse un cuerpo, un estado social, un conjunto de lazos históricos. Si esto fuera posible, esa voz, no la voz grabada magnetofónicamente, de la cual es posible siempre extraer formas sociales por su léxico, su tono, su inflexión, etc., sería una voz que solo habría que reproducir en su fidelidad literal tal como la ha obtenido el entrevistador. Esto genera toda clase de problemas, el menor de los cuales no es la auto-omisión del entrevistador por decisión propia, privando así a esa voz de su esencia dialogal, del hecho de que nació ya convocada y no estaba eternamente allí. La “sociología de la voz” debe resolver ese problema: si en la voz obtenida hay una trama social deducible o inferible por el lector, y si en ese tramo no debe pesar la previa certeza de que hubo alguien que preguntó.

Los autores de este trabajo creen que lo mejor es escuchar y esta ética del receptor no introduce a infinidad de problemas. El sentimiento abismal de las vidas cuya ajenidad a la política es patética, pero al mismo tiempo son “vidas-voces” en las que se guardan todas las evidencias de que un poder ha actuado sobre ellas… bueno, esto es lo que parece desprenderse de la insinuada “sociología de la voz”. ¿Poca cosa, cosas obvias?

La voz está en el lugar de una literatura íntima, breve, desechable, “choca” con las corrientes sociales de sentido. Esa “voz” tanto puede ser la del último pescador isleño como la del poeta surrealista urbano, pero lo esencial aquí es si podemos sorprender esa voz en un previo momento físico, de comunicación sin escrituras, sin literaturas, sin discurso letrificado. Sin ir más lejos, esa es la enorme cuestión que se propone Lévi-Strauss en Tristes trópicos, y que no pocos problemas le trajera: si la escritura no es una competidora inauténtica respecto a los lazos de comunicación oral del mundo habitual, vivido. Semejantes problemas se pueden apreciar en recordables trabajos sobre la “voz” originados en la vida intelectual argentina, de los cuales, solo a título de engolosinarnos con la distancia que guardan entre sí, mencionaremos el escrito de Oscar Masotta denominado Roberto Arlt y yo y El género gauchesco de Josefina Ludmer.

Tomar así la voz (como “superior” o como “enemiga derrotada” de la escritura) no deja de ser un remedio apasionante ante la imposibilidad de resolver un problema como este: ¿las voces que parecen escapar del poder por el solo hecho de que al hablar puede evitarse el registro escrito, no tienen de antemano una talladura interna donde los poderes “escritos” han hecho su consabido trabajo? Este problema, no hace perder el interés por el acto de mostrar voces crudas, no elaboradas, en estado práctico. El interés se acrecienta, pues basta con formular la presencia de la voz escuchada para saber que caemos en un mundo inevitable, construido por lenguajes que siempre estuvieron allí. El último lamento verbal de un excluido siempre luchará entre su autenticidad presente y su condición de gemido ancestral, millones de veces proferido. Por eso, decir lo que ya está escrito como si se lo pusiera por primera vez “en el éter”, es la profunda gracia que tiene este juego de partir de las voces para encontrar un conjunto histórico “mayor”. Las cuestiones aquí presentes van desde la deliberada desaparición de una “contención crítica” de la voz, hasta la presentación de un texto paralelo, de los autores del trabajo, en el que abundan otras voces teóricas. En todo caso, el interés que se abre aquí es el de cómo una voz queda siempre no situada respecto a las otras. El hiato es insalvable. Eso revelaría la propia situación de la universidad frente a la vida popular. ¿Pero no abriría también las puertas de un cierto renunciamiento a la constitución teórico-crítica de los problemas que las voces enuncian? Este renunciamiento no sería aconsejable, desde luego. Pero tampoco hay porqué rechazar el enorme ejercicio que aquí se propone, de ofrecerle cuerpos imaginarios a las voces que se instauran despojadas de vínculos sociales. El esfuerzo, en este caso, sería semejante al que proponen los programas radiofónicos que identifican a los oyentes que llaman telefónicamente, por su nombre, edad, barrio y a veces por algún otro signo de identidad inmediata y arquetípica, como el equipo de fútbol de sus amores. Cuando escuchamos a “Luisa de Palermo” o a “Juan de Echesortu”, se está realizando un trabajo de incorporación de la voz en un mundo social, que flaquea precisamente por el hecho de aparecer ya lleno, macizo, ideal. Se trataría, en esta probable sociología de la voz, de hacer lo contrario sin dejar de encontrarnos con Luisa de Palermo. No es posible destruir un estereotipo (“Doña Rosa”) sin antes pasar por el ejercicio de pensar como se adecúa una voz a un concepto. Hacer asociaciones fijas entre ambos lleva a un marketing despótico y a un uso direccional de los medios de comunicación. Por el contrario, si rechazáramos las asociaciones fijas, la voz aparecerá como una “aguja loca” buscando alternativos lugares en un cuadrante que también cambia siempre de significación social. Entonces tendríamos allí un apreciable resultado. Las voces seguirán conservando su frescura, su dramatismo, su incandescente ingenuidad y al mismo tiempo, serán voces siempre aptas para las que el mundo social las momifique. Toda voz es utopía y toda voz es el triunfo final de una disciplina social.

El público puede ser representado por una voz. Pero la sociedad, que no es etérea, es más difícil que lo sea. Por eso, una voz no puede ser un modo de representación social. Este trabajo deja planteado el tema. ¿Cómo poner voces por escrito y decir simultáneamente que ellas son hostiles a una interpretación que disuelva su inflexión más íntima? ¿Cómo resignar la interpretación generalizadora si cada voz la está pidiendo por naturaleza propia? ¿O acaso el atractivo de este trabajo no está en decir sin decir que cada voz ya viene “trabajada” por el medio infinito? Borges, el Borges que más que oral es el Borges fatal, decía (o escribía) que quien tiene una voz tiene un destino. Ningún sociolingüista contemporáneo estaría satisfecho con esta frase (que citamos de memoria, no es exactamente así), pero ninguno dejaría de reconocerle pertinencia. A lo sumo, corregiría: todo lenguaje es un mundo social. Y después quizá habría que agregar. En ese mundo social donde se pierden las voces, donde ellas pierden su consistencia, identidad y perfil. Y en ese perderse cumplirían su destino.

* Publicado como “A modo de prólogo. Para una sociología de la voz”, en Cuadernos de la Comuna N° 26, Comuna de Puerto General San Martín, Santa Fe, julio de 1990.

 

Un linchamiento feminista da la puntilla a la nueva política // Colectivo Cantoneras

En el camino de la nueva política se cruzó la irrupción del ciclo feminista, lo que provocó un intento de apropiación institucional de todo ese capital político. Este sirvió tanto para posicionarse dentro del parlamento como el azote de la derecha, como para gobernar en nombre del movimiento feminista, o incluso para las peleas internas por posiciones en listas: no me quieren porque soy demasiado feminista –decía Irene Montero–. Hoy el bumerán golpea en la nuca a Sumar/Más Madrid pero en realidad es la puntilla de todo el espacio del cambio. Abandonados quedan los problemas reales que el feminismo combate: la violencia, pero también la división sexual del trabajo –las posiciones subordinadas en lo laboral de los sectores más precarios y feminizados– y su relación con las tareas de reproducción social. Digamos que el número de veces que el feminismo ha estado en la boca de los y las nuevas políticas no ha estado a la altura de los logros obtenidos, sobre todo desde la óptica de un feminismo de transformación que tenga en cuenta la cuestión de clase.

La política profesional puede ser mas destructiva que el fentanilo

Las peleas internas brutales y despiadadas eran cotidianas y estaban naturalizadas en esa nueva izquierda, “una forma de comportarse que se emancipa a menudo de los cuidados, de la empatía y de las necesidades de los otros”, decía eufemísticamente Errejón. Cuando el poder se acumula en determinadas personas, que acaban endiosadas por la exposición mediática y las atenciones que las fama les procura –fama que garantiza el poder en estas organizaciones débiles– es difícil que no se genere despotismo, maltrato, y abusos de todo tipo. Esto ha estado muy presente en la cultura de guerra que se instituyó en Podemos cuando, en vez de optar por la democracia interna y la pluralidad, se eligió un modelo vertical que ha llevado a la centrifugación y liquidación de todo el espacio político. Estas organizaciones no tenían forma de generar contrapesos internos al poder de determinadas personas, ninguna, mucho menos de vigilar los comportamientos personales de sus miembros –si es que eso fuese deseable–. El autoritarismo se construye sobre las estructuras de dominación previas –como el sexismo– y las refuerza. Ahí donde confluye este poder personalista –con su propia érotica que hay que destruir– con las relaciones sexuales o afectivas, es fácil que se siga la propia lógica de yo primero o yo a pesar del resto, y se generen relaciones de mierda y abusos de todo tipo. La declinación de género de la falta de democracia y la autoridad sin límites es una subjetividad sexual del dominio. Así, la política profesional puede ser mas destructiva que el fentanilo; las adicciones de Errejón pueden resumirse en una: la adicción al poder –y no ha sido el único del espacio del cambio–.

Si el escenario era el de una guerra de todos contra todos con un alto grado de violencia interna –donde también participaron las mujeres por cierto–, y que dejó a mucha gente emocionalmente devastada, al gran mundo de ahí afuera no pareció importarle nunca, salvo cuando intervino la cuestión sexual. Siempre la cuestión sexual, ya sea en denuncias por explotación laboral, o en las de infiltrados policiales, a los medios –y al feminismo mainstream– parece que solo importa –o importa más– lo que toca el sexo. El resto de violencias quedan opacadas, relativizadas u olvidadas en un cajón. Aunque también hay que notar aquí, como señalan las compañeras antirracistas, una preocupación selectiva que convierte en casos hipermediáticos únicamente aquellos que afectan a determinadas mujeres blancas y de clase media. Los abusos de las temporeras del campo, en la frontera o en los Cíes o los que sufren las trabajadoras sexuales a penas ocupan algunas líneas en las crónicas de sucesos.

¿Qué hay de emancipador o transformador en el miedo?

Asistimos pues al último capítulo de la liquidación de la izquierda del PSOE y ha venido en la forma de linchamiento colectivo utilizado como herramienta para la guerra interna. Las manías personales y las batallas políticas entre partidos de todo signo han confluido con un cierto feminismo castigador para linchar a Errejón convertido en monstruo, en epítome de todo lo que está mal en el orden de género. Las dinámicas de redes han contribuido a esta espiral donde abundan los golpes en el pecho, los heroicos desmarques y las exigencias bajo pena de excomunión de la izquierda de que todo el mundo se pronuncie y en un solo sentido: el de condenar al monstruo y a su organización y que esto se haga inmediatamente ya y sin posibilidad de reflexión. Otras opiniones no son posibles, las personas que piensan diferente no se atreven a hablar, el debate o incluso la duda están cerrados por miedo a ser la/el siguiente en ser linchado. ¿Qué hay de emancipador o transformador en el miedo? Un feminismo que se presenta estos días mediante un fuego redentor, posiblemente aleje a muchos y muchas, en vez de convencerles de que nuestro proyecto trae un mundo más generoso y amable para todos. La extrema derecha se frota las manos cuando el feminismo se viste de guerra de sexos con sus “todos son violadores” porque esta es la representación que más le conviene.

A pesar el pacto forzado de silencio, existen múltiples interrogantes que han recorrido los grupos de mensajería privada o las conversaciones informales. ¿Sirven los linchamientos para mejorar la situación de las mujeres que sufren situaciones de violencia? ¿Ayuda este marco a avanzar en nuestra lucha contra estas? ¿De lo que se le acusa a Errejón hasta el momento son verdaderamente agresiones sexuales, y de qué tipo? ¿Y lo son todas os solo algunas? ¿Son punibles? ¿Qué sería hacer justicia aquí? Y sobre todo ¿qué sería hacer justicia feminista? ¿Es la denuncia anónima por redes o incluso en medios una vía adecuada? No tenemos todas las respuestas, pero lanzamos unas notas para el debate.

Las relaciones de mierda no son agresiones machistas

El último ciclo feminista quería alertar sobre la gravedad de las violencias, pero terminamos discutiendo sobre una ley –la del solo sí es sí– que supuestamente acabaría con ellas por la vía del código penal. Los debates de estos años, que podrían haber sido imprescindibles para avanzar en la comprensión y la lucha contra estas situaciones han tenido también algunos efectos contraproducentes que empezamos a comprender mejor a partir de este caso.

En la pasada legislatura se vio como una conquista que una misma palabra “agresión” condensase cualquier acto sexual sin consentimiento independientemente de su gravedad o contexto donde se produjese –ya sea el beso de Rubiales a una violación múltiple–. Hoy constatamos que esa indefinición contribuye a la capacidad expansiva de ese concepto. Estos días asistimos a una mezcla de posibles imputaciones de delitos, comportamientos poco éticos y opciones sexuales que se condenan moralmente, todo junto y revuelto en una narrativa acusatoria donde es muy difícil deslindar las distintas cuestiones. No, no todo es lo mismo ni exige las mismas respuestas.

Usar esos marcos de deseabilidad para establecer juicios, escudriñar vidas sexuales y comportamientos, señalar y condenar a los culpables es contraproducente

Por ejemplo, podemos reflexionar sobre cómo nos gustaría que fuesen nuestras relaciones personales libres ya de todo poder y dominio –para eso las mujeres también tendríamos que responsabilizarnos, no somos víctimas indefensas en toda relación como parece apuntarse estos días–. Pero usar esos marcos de deseabilidad para establecer juicios, escudriñar vidas sexuales y comportamientos, señalar y condenar a los culpables es contraproducente para un feminismo que parece deslizarse por el marco del autoritarismo, la moralización y el control de las costumbres como una suerte de vuelta al feminismo burgués de las prohibiciones del alcohol. Recordemos también que los más poderosos, los que tienen poder de verdad no necesitan la legitimidad de la pureza moral, a la derecha le afectan poco estas cuestiones. Este es un juego donde solo pelean las izquierdas institucionales contra sí mismas.

Desde luego todos los comportamientos que nos parecen chungos no implican necesariamente violencia machista. Precisamente, esta en general está definida por relaciones que cuesta dejar, donde el agresor manipula, persigue y usa la violencia para dominarnos y controlarnos. ¿Es equiparable algo así con que dejen de escribirnos o no nos quieran ver más, con que solo quieran sexo como parece insinuarse estos días? ¿A qué no sean románticos en una relación o el sexo sea “demasiado duro”? Si todo es lo mismo, primero se banalizan violencias muy graves que están sucediendo –por ejemplo, los Cie y las PAH están llenas de mujeres que han sufrido estas violencias–, y después, perdemos el foco de cómo enfrentarnos a ellas porque todo parece ser lo mismo.

Los contornos de las agresiones se difuminan así peligrosamente. Parece que se condena el sexo ocasional o no romántico si no hay un compromiso de la otra persona que cumpla nuestras expectativas, como recuperado la vieja idea de que nuestra “flor” ha de ser recompensada con este compromiso, mientras se cuestiona el sexo no normativo. Las prácticas sexuales tienen que ser consentidas siempre pero no hay un sexo feminista, no hay uno más aceptable que otro. ¿Acaso a las mujeres no nos gusta ese tipo de sexo? ¿A ninguna? ¿Todas queremos lo mismo y vivimos la sexualidad de la misma manera? El sueño de los fundamentalistas sobre el control de las costumbres aparece aquí por un lado no previsto.

La pesadilla de estos días es que el giro reaccionario sobre la sexualidad, su resacralización, venga de la mano del feminismo

La pesadilla de estos días es que el giro reaccionario sobre la sexualidad, su resacralización, venga de la mano del feminismo. La pregunta central debería ser en todo caso por la posibilidad de negarse, si esta existe, todo lo demás: cómo folla cada quién o si se mete rayas y dónde, no debería importarnos ni debería ser un argumento usado contra nadie. El feminismo no va de moral, ni pretende remoralizar a la sociedad –o no debería–, va de aumentar la autonomía de las mujeres de empoderarnos. ¿Situarnos como víctimas en todos estos casos la aumenta o nos fragiliza más? ¿Incrementa nuestra capacidad de actuación, nuestro poder social?

Porque hemos pasado de una necesaria lucha para no culpabilizar a las personas agredidas a un momento donde aparecemos representadas como sujetos pasivos con nula capacidad de decir lo que queremos o lo que no queremos. Si a veces hay situaciones donde esto puede ser efectivamente así, desde luego no puede generalizar al papel de las mujeres en la sexualidad y en todas las relaciones descritas. Es justo contra lo que llevamos décadas luchando. Si no hay coacción física, no hay una dependencia económica o de otros tipos, o amenazas podemos y debemos decir que no. Tenemos capacidad, o tenemos que buscarla colectivamente. Pero hemos llegado a un punto que el feminismo parece afirmar lo contrario. Solo sí es sí no implica que no podamos decir que no, o no debería.

Las jóvenes que están descubriendo la sexualidad no pueden recibir el mensaje de que un mal polvo, poco cuidadoso o insatisfactorio, o una relación de mierda es violencia

Las jóvenes que están descubriendo la sexualidad no pueden recibir el mensaje de que un mal polvo, poco cuidadoso o insatisfactorio, o una relación de mierda es violencia porque eso nos convertiría a todas en víctimas en buena parte de nuestras relaciones y en muchísimas de nuestras interacciones. ¿Eso a donde nos lleva? ¿Qué podemos hacer desde esa posición en nuestra vida cotidiana? ¿Y nosotras nunca participamos en las dinámicas tóxicas de las relaciones, nunca ejercemos nuestro poder en ellas de forma indebida?

Es imprescindible volver a reafirmar nuestro papel activo en todo momento y lugar. Tenemos que hablar más de autodefensa feminista, de fuerza y de capacidad y menos de meter a las mujeres en una urna. Reafirmar nuestra capacidad de acción y nuestra responsabilidad no es culpabilizar a la víctima, es volvernos a dotar de posibilidades de actuación –generarlas de nuevo en el imaginario feminista– y mejor si estas son, además, colectivas.

El circo mediático y la política de las redes

Con el linchamiento de estos días estamos celebrando la transformación del feminismo de un movimiento colectivo en una catarsis de denuncias individuales y anónimas en redes sociales. Quizás, además de la puntilla definitiva para la nueva política, este acontecimiento marque también el declive de la potencia del movimiento feminista convertido en un proyecto de reforma moral.

¿Qué pasa con estas mujeres cuando sus casos son descuartizados por la prensa?

Sobre la anonimato hubo un cierto debate en el pasado ciclo del Me too y por lo menos, merece una reflexión sobre sus peligros, porque si algunas mujeres lo usan para denunciar cuando no encuentran otra vía, esta se presta a todo tipo de instrumentalizaciones que pueden volverse contra nosotras. Como señala Josefina Martínez, en redes como X el algoritmo está al servicio del proyecto político de la extrema derecha que utiliza bulos y campañas falsas para atacar a sus enemigos. ¿Qué peligros estamos abonando si reafirmamos este método de denuncia y el escrache en redes sin problematizarlo? ¿Sirve esta herramienta para todo y siempre para las mujeres cuyos agresores no sean famosos? ¿Qué pasa con estas mujeres cuando sus casos son descuartizados por la prensa, en este caso, incluso la más progresista? Hace años que, en todos los manuales periodísticos sobre el tratamiento de la violencia machista, se explica que hay que huir de las descripciones escabrosas, del sensacionalismo y de la conversión de la información en espectáculo. No es, desde luego, lo que ha sucedido estos días con la exposición de cada detalle en relatos morbosos para que todos los ciudadanos se conviertan en juez de cada una de las historias y de sus ínfimos detalles. ¿Cómo va a dejar esta pornografía emocional a las mujeres que denuncian después de que pase el calentón?

Por otra parte, la denuncia individual en redes donde cada una actúa por su cuenta no puede ser una apuesta consistente para luchar contra la violencia o el sexismo y puede dar lugar a injusticias que se vuelvan contra nosotras. El circo gestual tuitero hace tiempo que se ha convertido en simulacro de una política real muerta con el ciclo, la que ha quedado tras la hecatombe de la nueva política. No es anecdótico que su puntilla la haya puesto un linchamiento en redes. Y para las que piden más denuncias penales, como la ministra de Igualdad, solo recordar que la justicia casi nunca está de nuestra parte, que no se pueden demostrar todas las violencias que sufrimos, y que muchas no encajan en la lógica de un juicio o incluso son causadas por el propio sistema policial y penal –los desahucios, la que persigue y encierra a migrantes y trabajadoras sexuales y la que condena a feministas por luchar–.

Deberíamos luchar para que las herramientas para denunciar la violencia machista sean siempre, en la medida de lo posible, colectivas

Deberíamos luchar para que las herramientas para denunciar la violencia machista sean siempre, en la medida de lo posible, colectivas. También tenemos que retomar el camino de la movilización y la organización por abajo tanto para darle un nuevo impulso a un feminismo de transformación –que debería estar apegado a la vida de las mujeres que están más abajo–, como para abrir una verdadera batalla que recupere la iniciativa política en la calle superando por fin el desierto que ha dejado el fin de ciclo, la institucionalización del 15M, del movimiento feminista y sus fracasos. Contra los hombres poderosos y sus mierdas y abusos, pero también contra todo poder que hace posibles hoy las agresiones: papeles, derechos laborales y luchas colectivas para todos y todas.

 

 

Almudena Sánchez, Beatriz García, Marisa Pérez, Fernanda Rodríguez, Nerea Fillat y Nuria Alabao

Fuente: Zona de Estrategia

Piglia con Tarcus // Mariano Pacheco

 

 

Por Mariano Pacheco



La cultura de la izquierda argentina revisitada. En diálogo con Horacio Tarcus, Ricardo Piglia revela incluso cuestiones no abordadas o apenas mencionadas en sus propios diarios. 



Después de haber leído los tres tomos de Los diarios de Emilio Renzi (y antes Critica y ficción), y luego de haber visto/ escuchado todas las entrevistas que andan dando vueltas por internet, creí que ya nada nuevo podía aparecer del mundo pigliano, pero leyendo Ricardo Piglia. Introducción general a la crítica de sí mismo (las “Conversaciones con Horacio Tarcus” publicadas este año por Siglo XXI editores), me doy cuenta que estaba equivocado: allí, por habilidad del entrevistador, aparecen dimensiones que en Los Diarios no se abordan o son mencionadas apenas al pasar. 



Cultura de izquierda

 

Este libro se demuestra como una revelación, sobre todo respecto de las revistas, las discusiones políticas y la cultura de izquierda de la que un jovencísimo Ricardo Piglia participó entre fines de los sesenta y fines de los setenta (fundamentalmente entre 1968 y 1975, es decir, en el período de ofensiva popular que en Argentina va del Cordobazo al Rodrigazo). Obviamente aparecen las experiencias emblemáticas de la Revista Los libros, primero, y luego la de Punto de vista, pero también la de las un poco menos conocidas Literatura y sociedad y Problemas del tercer mundo, pero sobre todo, otras perdidas publicaciones como los Cuadernos rojos, Desacuerdo o Revista de la liberación.

 

Algunas anécdotas resultan fascinantes: como las de un Piglia platense que da sus primeros pasos en la militancia de la mano del anarquismo y de colectivos políticos como el que finalmente termina rompiendo con el grupo Praxis de Silvio Frondizi en la ciudad de las diagonales (personaje al que Piglia dice haber visto y escuchado en las clases de Historia moderna que impartía en la Facultad de Derecho de la UNLP), o su confirmación de que participaba activamente en Los libros incluso desde mucho antes de que una nota apareciera publicada con su firma: “en el año 68 llega Toto Schmucler de París y me viene a ver para hacer Los libros. Con la idea de hacer acá La Quinzaine Litteráire, que es una revista que está saliendo en Francia… Yo empiezo desde el Nº 0 a hacer la revista con Toto, no quiero firmar porque me parece muy ecléctica y tengo la cabeza de izquierda. Y ahí me pagan un sueldo para trabajar con Toto, somos rentados él y yo”, comenta. Aunque seguramente el dato de color, como se dice, sea su viaje a China como miembro de Vanguardia Comunista (hasta aparece una foto suya junto a Zhang Chunquia, lugarteniente de Mao Tse Tung, integrante de la “Banda de los cuatro”, primer secretario del Comité Municipal del Partido Comunista Chino en Shangai) y, sobre todo, la revelación de que Punto de vista financió sus primeros números con dólares enviados por los chinos para contribuir a la causa maoísta en argentina. Son cuestiones que sitúan a un Piglia en el interior de una actividad político-cultural de izquierda de la sí habló a lo largo de su vida, pero de la que quizás nunca brindó tantos detalles como aquí.



Literatura, crítica y política

 

Desde joven, evidentemente, a Piglia le preocupó esa inquietud que lo acompañará toda su vida: cómo encontrar una dinámica que le permita al escritor, al intelectual argentino funcionar en su propio campo sin, a su vez, dejar de ser marxista. Obviamente, tras su alejamiento de la revista Punto de vista en 1983 (y tras su alejamiento del maoismo) Piglia dejará de aparecer como un escritor de izquierda vinculado a un determinado colectivo político o cultural, pero incluso sobre eso reflexiona en estas entrevistas, cuando le explica a Tarcus: “debo decir que esa ruptura para mí fue terrible, porque me quedé sólo… sin una red de amigos”. Es allí cuando comienza su “repliegue” hacia Estados Unidos: “para poder reflexionar fuera de la circulación inmediata”. Entonces, dice, tiene la posibilidad de retirarse para “mantener una autonomía en relación con el lugar donde yo siento que la inserción es más importante”. 

 

Quizás leyendo estas reflexiones podemos recuperar algo de aquello que Piglia sostiene haber visto en el anarquismo de sus años juveniles, que terminó siendo recuperado para su vida adulta, y es esa seducción por lo performativo. “Lo que impresiona de los anarquistas… es que viven su vida personal como si fuera un laboratorio de la sociedad a la que aspiran… me parece que los anarcos hacen de su vida personal el ejemplo político primero, como si fuera un modelo anticipado, personal, privado, de la sociedad que quieren construir”. Algo de eso aparece en la forma en que Piglia concibe también su propio trabajo conceptual y creativo con la literatura, en relación con la política: “siempre un problema teórico vinculado y después un trabajo sobre alguna cuestión de la tradición latinoamericana”, pero nunca desde una forma simplista. “Nunca hice lo que en ese momento se podía entender como realismo, nunca mezclé la literatura con la política. Me mantuve fiel a un tipo de literatura que era la que yo aspiraba”.

 

Es en esa búsqueda en la que Piglia encuentra una profunda soledad: “demasiado vanguardista” para sus viejos amigos de Contorno y del realismo de izquierdas (David Viñas, León Rozitchner, Andrés Rivera), de quienes lo distancia –dice– que se sostengan en una tradición sin vanguardia, en una negativa a incorporar nuevas lecturas, que los termina dejando en una posición de envejecimiento en la que se repiten. Pero también un distanciamiento de sus compañeros de ruta de generación, como Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, de quienes la política los alejó: primero –en 1975– en su “discusión maoísta” respecto del gobierno de Isabel Perón (el Partido Comunista Revolucionario al que pertenecía los dos primeros lo apoyó, mientras que Vanguardia Comunista –que Piglia integraba– lo denunció y enfrentó), luego –en 1984– cuando Punto de vista comienza a transformarse en una revista “producto de la política de Alfonsín”, cuando se sale “del mundo en el que se había formado” (la crítica cultural) y pasa a intervenir en debates públicos nacionales más inscriptos en la órbita de las ciencias políticas y la cultura deja de aparecer para ellos como una “alternativa” y se presenta como un “lugar de interlocución con el Estado”. 

 

Es que Piglia, durante toda su vida, entendió que una política cultural era una zona específica de la política, un tipo de politización que parte del debate sobre las tradiciones propias y desde allí entreteje un tipo, también específico, de intervención, desde la que se polemiza, se lucha. Quizás fiel a ese paradigma, como le comenta a Tarcus, buscó –sobre todo en los últimos años–, incluso con apariciones públicas –por ejemplo, en la televisión Pública– ejercitar un cierto repliegue, “irse de esa función que la cultura de masas le está pidiendo al intelectual”. 



*Texto publicado en La luna con gatillo

Apuntes sobre las elecciones uruguayas // Gabriel Delacoste

 

 

  1. Mirados superficialmente, los resultados de las elecciones de ayer en Uruguay son lo mismo que se viene repitiendo desde que empezó el siglo XXI: El FA por arriba de 40% peleando la mayoría parlamentaria, los blancos con algo menos del 30%, los colorados en el entorno de 15%. La famosa estabilidad del sistema político uruguayo se alza sólida como las columnas del Palacio Legislativo. Pero si miramos con atención, debajo de la calma de las aguas superficiales, corre un mar de fondo agitado, que va a ver emerger más temprano que tarde. A riesgo de usar demasiadas metáforas, estamos en la calma antes de la tormenta.

 

  1. Las últimas encuestas, la activación de la militancia y el tapizado de los balcones montevideanos con banderas de Otorgués crearon un clima triunfalista para el FA. Algunas encuestas le daban más de 45%, algunos dirigentes hablaban de una victoria segura y la mayoría parlamentaria estaba a la mano. Cuando las primeras proyecciones en la noche del domingo le dieron entre 42 y 44%, y pocas chances de mayoría parlamentaria, la noticia cayó como una piedra en el estómago. Sin embargo, si los resultados fueron peores de lo que daban a entender las encuestas y la manija, también fueron mejores que lo que da a entender la sensación de decepción de la noche del domingo. A la 1 de la mañana, se confirmó que el FA tendrá mayoría en la cámara de senadores, y 48 diputados (de 99), lo que constituye una bancada más que respetable.

 

  1. La coalición de derecha paga muy caro haber ido a las elecciones divida en cuatro partidos. Si hubieran ido unificados, hubieran tenido mayoría en las dos cámaras. Mirando hacia adelante, habrá un estímulo muy fuerte para la creación de un gran partido unificado de la derecha, lo que será un hito mayor en la historia uruguaya: los históricos partidos Blanco y Colorado, nacidos en el segundo tercio del siglo XIX, ya no competirían como tales.

 

  1. El punto anterior obliga a una reflexión sobre la tradición. Subsumidos blancos y colorados en un nuevo partido, el FA pasaría a ser el partido más viejo del país. Un partido, además, que se apoya fuertemente en la tradición, en los símbolos y en la reproducción intergeneracional para convocar a su base electoral. Tendremos, al contrario que en la segunda mitad del siglo XX, una derecha ideológica y una izquierda tradicional. El enorme acto final del FA muestra que la tradición frenteamplista está más viva que nunca. Pero no es evidente que su aparato militante, su claridad de rumbo, y su capacidad de producir cuadros políticos y de gestión también lo estén. Será importante meditar sobre cómo cultivar esta tradición sin sobre-explotarla. La muerte del batllismo debería servir de advertencia de que las tradiciones son longevas y poderosas, pero no soportan cualquier cosa.

 

  1. Las grandes novedades de la noche fueron la votación malísima de Cabildo Abierto, el partido de ultraderecha, y la irrupción en el parlamento, con dos diputados, del conspiracionismo de Gustavo Salle. También, los niveles más altos que de costumbre de voto en blanco y anulado. Si en Uruguay el clima antipolítico global no se expresa en un fenómeno electoral de ultraderecha, sí se expresa de forma más fragmentaria. La campaña del colorado Ojeda, hablando de gimnasio, perros y astrología; la convocatoria de Salle contra las vacunas y el Nuevo Orden Mundial; la acumulación de unas cuantas decenas de miles de votos en partidos chicos; la centralidad de la salud mental en las propuestas de los candidatos y el clima general de despolitización de la campaña son muestras de esto. El colapso de Cabildo Abierto es algo para celebrar y analizar, pero las condiciones siguen ahí para una irrupción de una ultraderecha, seguramente más rara, más joven y más conectada con lo digital que el nacionalismo retro de CA.

 

  1. Con la elección se votaron dos plebiscitos. Ninguno de los dos resultó aprobado. Uno, promovido desde la coalición de derecha, promovía reformar la constitución para permitir a la policía allanar hogares en la noche. La derrota de ese plebiscito se suma a dos derrotas anteriores de plebiscitos punitivos impulsados por la derecha. Se comprueba una vez más que no hay un clamor popular por empoderar a la política y llenar las cárceles. Es necesario considerar otras formas de enfrentar el problema de la seguridad. El otro plebiscito, promovido por el movimiento sindical, proponía fijar constitucionalmente la edad jubilatoria, indexar las jubilaciones mínimas al salario mínimo y eliminar las AFAPS y el lucro en el sistema jubilatorio. El plebiscito fue derrotado, pero perforó el consenso del sistema político y la tecnocracia, que daban por obvio que la única posición válida en la política uruguaya era la defensa del sistema privado y la reducción de los beneficios. El 40% que votó para eliminar el lucro deberá estar sentado en la mesa en futuras reformas.

 

  1. Geográficamente, la elección produjo algunos resultados llamativos. El Frente Amplio, que en los última años había tenido resultados muy malos en el interior, ganó en 12 de los 19 departamentos, incluyendo victorias insólitas en el centro ganadero del país, Tacuarembó y Durazno. Este movimiento del mapa político desestabiliza la imagen con la que los uruguayos interpretamos la política del país. La estrategia de Orsi de apostar al interior dio resultado. Esto seguramente preocupa mucho a los blancos, como si el peronismo perdiera en La Matanza o el PT en Bahía.

 

  1. El FA, con el 44% de los votos, es favorito para el ballotage. Pero su favoritismo es menos claro que hasta ayer. Si la coalición logra mantener todos sus votos de la primera rueda, tiene chance de ganar. El FA deberá pelear con todos sus recursos para mantener su ventaja, y salir a buscar votantes de todo tipo y color. Su aparato militante deberá intensificar al máximo su actividad. Un segundo gobierno blanco será terrible para el país, y es necesario hacer lo posible por evitarlo.

 

  1. Una victoria de la derecha en el ballotage sumiría el Frente Amplio en una profunda crisis, que deslegitimaría profundamente a su élite dirigente y abriría dinámicas difíciles de predecir. Cabe pensar contrafácticamente que si la campaña del FA hubiera sido menos conservadora y más sustantiva, podría haber tenido resultados mejores. Nunca lo sabremos. Pero sí sabemos que cuando la conducción propone moderación a cambio de resultados, más le vale conseguir los resultados.

 

  1. Se sabía que en la competencia interna del FA el MPP de José Mujica y Yamadú Orsi iba a ser la lista más votada. Pero que obtenga 9 de los 16 senadores del FA (y una predominancia similar en la bancada de diputados) es impactante, y va a tener efectos profundos sobre el futuro. Especialmente porque se trata de un MPP que ha tomado como orientación una mezcla entre tecnocracia y nacionalismo popular. Este MPP de extremo centro será mano en la organización del gobierno, más allá de los delicados equilibrios y sistemas de acuerdos del FA. El viejo centro frenteamplista se redujo mucho y fue parcialmente fagocitado por el MPP. La izquierda frenteamplista, que se había nucleado mayormente en torno a la candidatura de Carolina Cosse, cuenta con solo 4 de los 16 senadores del FA. Estos desplazamientos necesariamente van a tener efectos profundos sobre el FA y pueden poner en cuestión muchas cosas que hoy nos parecen obvias. En su última campaña, Mujica demostró que es el político más definitorio de los últimos 40 años, y produjo efectos que van a reverberar muchos años.

 

  1. Viene un período en el que las negociaciones parlamentarias serán el centro de la escena política. Gane quien gane la segunda vuelta, por primera vez desde 2005, el gobierno de turno no contará con mayorías parlamentarias. Esto permite imaginar muchas dinámicas distintas. Podemos imaginar cinco años de parálisis política y desgaste para el gobierno. O de empoderamiento de un poder ejecutivo que use extensamente su capacidad de emitir decretos. O de una dinámica fluida de acuerdos en los que cada diputado negocie y pueda definir. O de un protagonismo mayor al usual de la Asamblea General. O de un uso más intenso de la democracia directa. O de grandes acuerdos nacionales. Este último es el camino preferido por Yamandú Orsi.

 

  1. Todo esto sucede en un contexto de aguda crisis mundial. Mientras la política uruguaya está en un momento especialmente mediocre y provinciano, en Ucrania y Medio Oriente puede saltar en cualquier momento la chispa de la guerra mundial, y no es descabellado que una guerra civil sudamericana sea uno de sus teatros. La crisis climática y ecológica se acelera, poniendo en peligro la sostenibilidad de la vida humana tal como la conocemos. Las disrupciones tecnológicas desorganizan cada vez más el mundo del trabajo, la cognición y la vida cotidiana. El neoliberalismo está deslegitimado, pero las alternativas también. La agresividad de las ultraderechas gana terreno en casi todas partes. Pensar en grandes acuerdos nacionales puede ser prudente en medio de tanto peligro. Pero estos acuerdos también pueden ser peligrosos: pactar con una derecha alineada a USA mientras suenan los tambores de guerra, solidificar una agenda de crecimiento que sobreexplota la tierra y el agua y hace perforaciones en busca de petróleo en medio de la crisis global, y desesperarse por inversiones de los gigantes digitales mientras la población sufre la crisis cognitiva inducida por internet, puede profundizar los problemas que tenemos, más que permitirnos enfrentarlos.

 

  1. La izquierda, de un lado y otro de la frontera del Frente Amplio, deberá pensar con mucha inteligencia cuales son las tareas en el momento que se abre. Pero más allá de las tácticas y las estrategias, tiene que ofrecer respuestas a las crisis descritas en el punto anterior.

 

  1. La política uruguaya, aunque con un mapa superficialmente reconocible, parece estar pasando del estado sólido al estado líquido. No es fácil imaginar lo que viene. Los actores necesitarán toda la virtud y la fortuna que puedan conseguir.

No la culpa, sino la responsabilidad hacia nuestro deseo (a propósito del ‘caso Errejón’) // Amador Fernández-Savater

Leyendo el comunicado de dimisión de Íñigo Errejón, me ha venido a la cabeza una y otra vez la conversación que mantuvimos la penúltima vez que nos vimos. Habíamos quedado para preparar la presentación de mi libro Capitalismo libidinal, él se mostró impactado y conmovido por la lectura en un grado para mí muy sorprendente. No interpreté bien las razones, pensando que eran de orden político. Ahora me doy cuenta de que se trataba de una resonancia mucho más íntima y personal.

 

En el libro se habla de la “pulsión de devoración”, ya sea de cuerpos o de objetos, o de cuerpos convertidos en objetos, que hoy tenemos grabada en lo más profundo de la carne, independientemente de si somos de izquierdas o derechas, de lo que pensemos o digamos de nosotros mismos. Esa pulsión destructiva se concreta en muchas formas distintas de “consumición” brutal del mundo que amenazan con llevar a un punto de no retorno la vida sobre la tierra.

Esa pulsión es “libidinal”. ¿Qué significa eso? Pues que está en el cruce “entre” lo personal y lo colectivo, lo íntimo y lo social, lo ontológico y lo histórico. No se trata simplemente del “neoliberalismo” o del “patriarcado”, sino de cómo estos se manifiestan en cada uno, en el cruce entre lo psíquico y las variantes de clase, género y raza.

Cada cual debe lidiar con la modalidad específica de su síntoma, del que es absolutamente responsable (aunque sea altamente inconsciente). Y a la vez esa pulsión hace masa en tendencias sociales, colectivas e históricas, altamente destructivas.

En ese cruce de lo libidinal reside para mí el enigma difícil en el que tropezamos una y otra vez las personas, y en el que tropiezan una y otra vez los proyectos de emancipación colectiva. Un enorme desafío a la vez personal y político en el que nos jugamos todo.

La generalizada degradación de la vida amorosa

En 1912, Freud escribe su texto sobre la “generalizada degradación de la vida amorosa”. Por degradación se refiere al corte y desencuentro entre la “corriente sensual” y la “corriente tierna” de la vida erótica. Cuando se ama no se desea, cuando se desea no se ama. Degradar el objeto de deseo, convertirlo en cosa desechable, se convierte entonces en el máximo goce. Habla de los hombres o, al menos, de la posición masculina sobre el mundo.

La situación no ha dejado de agravarse en cien años, con la generalizada pornografización de la vida amorosa. ¿Podemos transformarla? ¿Podemos hacerlo sin introducir en ella una nueva normativa, una nueva moralina, un nuevo autoritarismo? No tengo ni idea, soy pesimista al respecto. Pero sí que es posible y urgente inventar otras formas y reglas de juego, otros modos de cortejo y de invitación, éticas aún mínimas del goce de cada cual con respecto al otro. Nuevos ámbitos de ficción y representación incluso, donde las pulsiones agresivas puedan escenificarse sin producir efectos reales, sino satisfaciéndose en lo imaginario.

Es decir, hablando ahora en general, no podemos borrar las pulsiones destructivas con ninguna goma de borrar mágica, pero sí inventar nuevas formas para darles paso de otro modo. Sublimar su empuje, desviarlas de su dirección original, ponerlas al servicio de Eros. Freud pone el ejemplo del cirujano que corta el cuerpo para salvar la vida.

¿Qué nos requiere ese trabajo de creación de nuevas formas? Por un lado, el deseo decidido de revisarse uno mismo y transformarse. Por otro, la aparición de nuevos vínculos y complicidades. Una articulación diferente del trabajo personal y de la amistad entre diferentes como valor político.

En la política tradicional, mucho me temo, faltan ambas cosas. Por eso todo se fía a la implantación de “mecanismos de prevención”, protocolos y formalismos, reglas y reglamentos, en los que se delega la capacidad de escucha y atención, de interpretación y de respuesta. En lugar de inventar nuevas formas, en el engarce entre lo personal y lo político, se aplican formalismos. Pero el mal prosigue su curso…

Querer dudar, querer pensar

Lo libidinal, la degradación de la vida amorosa, ¿qué quiero decir con todo esto? Nos las tenemos que ver con cuestiones muy sutiles y problemas de una gran complejidad. No nos podemos permitir ninguna simplificación radical de las cosas. Necesitamos otro modo de pensar y problematizar estas situaciones.

En estos días oscuros busco desesperadamente a los amigos y las amigas para pensar y orientarme. Sólo con amigos se puede dar forma y sentido a lo que (nos) pasa. La amistad es justo esa posibilidad de conversar libremente, sin miedo al juicio o al “error”, de poner en las manos del otro nuestra vida al descubierto.

Hablo por ejemplo con mi amiga V. y nos preguntamos si los comportamientos machistas son exactamente lo mismo que la violencia machista, si encontrarse con un tipo que practica un sexo que no te gusta es agresión o una gran putada, si las mujeres pueden responder o son siempre víctimas pasivas sin agencia. Hablo con mi amiga M. sobre si estamos siendo capaces –los que queremos cambiar las cosas– de plantear verdaderamente otros modos de elaboración, justicia y reparación. Hablo con mi amiga E. de la complejidad del deseo y la sexualidad, de la incapacidad de los hombres para inventar nuevas formas (de ligue, de cortejo, de acercamiento) cuando han caído las antiguas. Hablo con mi amigo G. de los efectos que tendrá todo lo que está pasando en lo social, del desencanto creciente con la izquierda y la derechización social en respuesta. Etc.

Observamos los detalles, buscamos los matices, nos hacemos preguntas incómodas para nosotros mismos. Decimos y nos planteamos lo que no sabemos. Nos damos confianza para dudar, para vacilar, para discutirnos desde el amor y la confianza. Hablamos de todo lo que sentimos que no puede hablarse hoy en la escena público-mediática, donde cualquier complejidad parece cancelada, donde los claroscuros quedan aplanados, donde el cuestionamiento se interpreta como traición y el espectáculo de la crueldad amenaza con llevárselo todo por delante.

Mark Fisher llamó ya hace años a “salir del castillo de vampiros” que representaba para él el twitter de izquierda. Entre vampiros el trabajo de pensar se sustituye por el goce de señalar, condenar y excomulgar. En el castillo impera el moralismo, la idea de que sentir culpa, hacer sentir culpa, extender la culpa por todos lados, puede cambiar algo. Pero la culpa no cambia nada. Son golpes en el pecho que no producen ninguna modificación subjetiva, cursillos de reeducación amorosa, meras gesticulaciones sin efecto. Una vez pasada la tormenta de mierda, todo vuelve a su sitio.

Lo único que puede cambiarnos es el hartazgo de verdad con respecto a nosotros mismos y las ganas de vivir de manera distinta. No la culpa, sino la responsabilidad hacia nuestro deseo. La fuerza de la ola feminista ha sido contagiar un deseo positivo por cambiar, por mudar la piel, por dejar caer una forma de ser hombres y mujeres para darnos otra.

Abrirse a la conversación

No nos puede salvar nadie, si no nos habita ya un deseo valiente de revisión y autotransformación. Pero en el caso de que éste exista, un oído amigo, una voz amiga, pueden ser decisivos.

En estos días oscuros no he dedicado ni un minuto a pensar en los protocolos de vigilancia y castigo en Sumar, pero sí que me he preguntado muchas veces si en las estructuras de partido cabe la amistad donde se puede conversar y decirse la verdad.

No sé muy bien qué son las “nuevas masculinidades”, pero sí que la única que merece la pena es la que se atreve a la conversación en serio, a abrirse al otro para pedir y recibir ayuda, a pensar y pensarse, a hacer del pensamiento un gesto vinculante, una forma de vida

Bailar entre la servidumbre y La Libertad // Pablo Rojas Fernández

El Caporal, baile folklórico boliviano, supo ser un ejercicio de resistencia a través de la sátira. En el sarcasmo de la inherente vida encontramos el disfrute y al mismo tiempo la declaración política.
La danza encuentra su origen luego de la conquista de América, en el triple choque cultural de la cultura quechua/aymara, los sambos negros y los esclavistas españoles. Su nombre hace alusión a aquel esclavo de origen africano o del Abya Yala que por deseo o instinto de supervivencia se convertía en el gerente de la empresa esclavizadora. Su existencia era penosa, por el mínimo poder pero sobre todo por dejar de sufrir al mismo nivel que sus iguales, se entregaba en cuerpo a ser una maquina de tortura para sus iguales. Se le entregaba -hoy en día es igual en la danza- un látigo y un sombrero. En una mano cargaba la distinción de ser el esclavo diferencial y en la otra el arma de sometimiento de los suyos y de él mismo, recuerdo permanente de su condición miserable. Aun así hay otro detalle que se conserva en el traje del baile satírico, que son los cascabeles en las botas: suenan al ritmo de la música, mezcla de ritmo africano y precolombino. Pero sobre todo es la representación de las cadenas. Las cadenas que sonaban al caminar. En el baile se ejemplifica eso en el ritmo metálico, fuerte estruendo de masacres.
El Caporal mantiene una esencia irónica, pero dio una vuelta más. Ya no es la evidencia de la burla frente al traidor de clase, raza y continente: es una aspiración, el baile más escuchado y poblado en las fraternidades de la colectividad boliviana. ¿Acaso nosotros pasamos de la vergüenza ajena colectiva hacia este personaje a la aspiración de un ascenso social que incluye esclavitud? La esclavitud es algo que quedo marcado en nuestra sangre. Pero ahora aspiramos ser aquel caporal que a través de el taller textil, en los nuestros, encuentre esa plata y oro del cerro de Potosí. Aprendimos las formas más brutales de este mundo nuevo que nos presentó la ampliación del mercado mundial capitalista y católica.
Moral aparte me queda otra pregunta para algún ensayo que flota en mi cabeza y que requiere más letras que este texto; ¿Podemos exigir que no reproduzcamos y que no aprendas estas formas de arcaico capitalismo salvaje? ¿Podemos exigir que no seamos los mejores aprendices de la más brutal masacre de la historia y que ese no haya sido el precio a pagar?
Lo esencial es invisible a los ojos, pido permiso para el cliché por que no tengo la capacidad de encontrar otras palabras claves. Esencial e invisible es lo que se me viene a la cabeza cuando pienso en la masiva migración de países limítrofes a Argentina. El sujeto migrante como actor social se encuentra en un limbo, en un velo que no queremos correr. Desde la fuerza productiva de la salida de la crisis dosmilunera a través de la salada y el ascenso social de las marcas locales de shopping con la mano de obra esclava con la misma calidad de avenida Avellaneda. Siendo millones de seres humanos con recorrido territorial, no somos sujetos activos en la vida pública y la opinión política coyuntural. No somos quienes alzamos la voz y somos una colectividad pensada en el molde de los guetos.
En el país de la Patria Grande, casi un tercio del padrón electoral de la Ciudad de Buenos Aires es migrante. Y aun así no hay una representación fáctica de esto en el escenario político. Ni siquiera de las generaciones siguientes con nacionalidad argentina. ¿Por qué es esto?
La lógica de la militancia, militante-militado, no permite una dinámica horizontal, solo se permite la verticalidad de la verdad. Esa verdad que el militante tiene que transmitir al militado. Esa iluminación.
En esa relación, mal concebida, encuentro la respuesta a esto. Nosotros, los habitantes de los guetos, no somos cuerpos de originalidad política, somos el territorio descapitalizado que se recapitaliza con el conocimiento de la asistencia social. la política, la academia y el mercado. Entonces somos cuerpos sin nombre, sin identidad, invisibles pero esenciales. Invisibles como sujeto colectivo con capacidad de participación política de la ciudad que construye, más esenciales para la reproducción de la misma como capital mercantil de conocimiento o de trabajo esclavo. 

Así nosotros ejercitamos la sensibilidad de reconocer la injusticia, aun cuando se disfrazaban con las ropas de los derechos.
Todos los años en el mes de octubre -siempre se repite ese mes en nuestras vidas- en la ciudad de buenos aires desde hace más de 15 años, se realiza Buenos Aires celebra Bolivia. Una fiesta de colectividades en la agenda del gobierno de la ciudad, impulsada por el mandato de Mauricio Macri. Ironía de por medio, en la Avenida de mayo se recrea la entrada del carnaval de Oruro en Bolivia, bailes típicos, comidas y una celebración de una presencia fugaz, una vez al año, y exótica, disfrazados con nuestras mejores ropas. Macri reconoció esto y otorgó ese pequeño espacio.
La política nacional sin embargo, nunca lo entendió como una declaración política de un nuevo actor de la metrópoli, sino que ignoró este suceso. Años participando de esta fiesta y los transeúntes argentinos proseguían sus vidas por la vereda sin reparar en los ritmos ajenos de las bandas y los olores de la música. No había ninguna interacción necesaria con ningún sujeto en ese espacio compartido.
Sin embargo este año hubo algo que me descoloco en cuerpo completamente. Al final del recorrido, de unas diez cuadras aproximadamente, se encontraba un único stand. El premio por largas cuadras de bailes desgastantes y cansancio de la electricidad del cuerpo feliz era La Libertad.
La Libertad Avanza colocó un único y solitario stand en la fiesta más grande y masiva de la colectividad Boliviana en Buenos Aires. Como si fuese el podio de victoria, reciben a los bailarines y al público que asistía y acompañaba el recorrido. Entendieron y visibilizaron algo. Los lugares donde emerge la potencia política son aquellos donde el territorio es el que se mueve y no los promotores de ideas hacia este. La sagacidad está en reconocer cuándo es que este territorio está en movimiento. El propio territorio es; en su fiesta, encuentra en los primeros ojos que lo ven, un actor una empatía.
Somos enemigos, somos los migrantes que usamos y abusamos de la salud pública y la educación universitaria gratuita. Pero somos también sujetos políticos, encuentro en horizontalidad. Cuando nos ubican en sujeto de existencia, nos dan una entidad. Esa entidad que nos fue negada y sólo reducida a sujetos de inclusión desde una perspectiva desigual. Incluso el enemigo, no la víctima, para poder elegirlo como tal, requiere si o si un reconocimiento, requiere el Ser. 
Las cholas, con los pies destruidos y el ritmo todavía en la sangre, con el sudor y el golpe de calor, con la presión por los suelos, se sumaban con total entusiasmo a la cola para afiliarse al partido. Un partido que si le dieran la oportunidad, nos convertiría en simple mano de obra esclava y enmudecida, en invisibles sujetos esenciales para ese anarcocapitalismo salvaje o ese neo-neoliberalismo. Pero, un momento ¿no es acaso eso lo que ya somos y lo que fuimos? ¿Acaso no es exactamente eso el papel que jugamos hace más de 30 años?
Transité esta contradicción en mi cuerpo. Había un odio. Un odio hacia esa militancia boba, esa militancia que nunca estuvo al final de la fiesta, esa militancia que solo nos entendió como “economías populares” o territorios de militancia de la “orga”. Los culpe por esta decepción en mi, por ser políticamente ignorantes. Por hacernos muchas veces invisibles y esperar a cambio una complicidad política sin entender que esta se forma por fuera de la teoría de los afectos y transitando estos realmente.   
 
  

Arte, política y eternidad. Un apunte sobre el Spinoza de John Berger // Diego Tatián

En dos ocasiones escribe John Berger en El cuaderno de Bento que Rembrandt era vecino de los Spinoza (“vivía a dos calles de ellos”) en el barrio judío de Ámsterdam, que entonces se llamaba Vloedenburg y hoy Waterlooplein. Ningún indicio concreto ha llegado hasta nosotros de que el mayor filósofo y el mayor pintor (que era veinte años más viejo) del Seicento amstelodano se hubieran conocido. Rembrandt vivía en Vloedenburg al parecer atraído por el rostro de los judíos que tomaba como modelos para pintar escenas bíblicas, e ilustró un libro de Menasseh ben Israel, maestro y una de las personas más próximas del pequeño Baruch. Es posible conjeturar que se cruzaron alguna vez en el taller del viejo Van den Enden, o en alguna puesta en escena teatral en la que participaban sus aprendices de latín (conforme la ratio studiorum jesuítica que recurría al teatro pedagógico, en este caso como método de enseñanza de la lengua latina). 



No sabemos si Rembrandt asistió a las representaciones de las Troyanas de Séneca, de Andria y Eunnuchus de Terencio, o a la de Philedonius, escrita por el propio Van den Enden y estrenada el 13 de enero de 1657 en el teatro de la ciudad –en todas ellas actuó quien ya era Bento, tras haber declinado ser Baruch luego de la excomunión. Sí sabemos que en 1664 Rembrandt asistió a la puesta en escena por Van den Enden de una pieza teatral de Lodowijk Meyer (buen amigo de Spinoza), y que se inspiró en ella para la composición de Lucrecia –pintura de 1664 cuya atribución al pintor del Rin ha sido no obstante recientemente puesta en duda. Pero esta vez no sabemos si en esa ocasión lo hizo Spinoza, quien ya por entonces vivía en Voorburg. 

Tal vez sea posible una superposición de esta improbada y plausible relación entre Spinoza y Rembrandt con otra incierta vinculación histórica de enorme fuerza sugestiva. Según una fascinante investigación de Patrick Bucheron, aunque ningún documento lo corrobore de manera directa, un conjunto de pequeñas pistas alienta la presunción de que Maquiavelo y Leonardo no solo habrían tenido contacto en varias ocasiones durante 1502 como partes del séquito que acompañaba a César Borgia, sino que sus destinos se cruzan en torno a un monumental proyecto de ingeniería hidráulica: el desvío del río Arno. No existen rastros del Segretario Fiorentino en las libretas de Leonardo, ni menciones del artista de Vinci en las cartas de Maquiavelo; sin embargo, algunos de esos dibujos y algunas de esas cartas testimonian una sugerente comunidad intelectual (que involucraba la estrategia militar, el arte dello Stato, el dibujo, la ingeniería…) en torno al proyecto sobre el Arno.

Según una antigua leyenda -recientemente reproducida por Antonio Damasio-, Spinoza habría sido el modelo usado por Rembrandt para pintar al pequeño David en su cuadro Saúl y David. Hubiera sido hermoso que así fuera. Imaginé este diálogo (se llama “Pernambuco”) para una obra teatral que me encargó escribir el dramaturgo Jorge Eines, en la que estamos trabajando ahora.

 

En un atelier poco iluminado, un joven posa para un pintor demacrado y vencido, que parece muy viejo aunque no lo sea.

 

REMBRANDT: Cuando ponía mi caballete en la Calle Ancha de los judíos tú eras solo un niño. A veces me pedías que cruzáramos por el puente nuevo a la isla de Vlooienburg, a donde tu padre no te permitía ir.

BARUCH: Lo recuerdo. Años después era Titus quien me pedía que lo llevara a la isla, cuando ibas con él a la casa de Menasseh.

REMBRANDT: No te muevas, Baruch. Inclínate un poco más sobre el arpa. Agacha la cabeza. Así. No creas que estás perdiendo el tiempo, voy a pagarte bien por ser mi modelo.

BARUCH: ¿Por qué te interesa pintar esta historia de Samuel? ¿Crees que la música calma del tormento?

REMBRANDT: No me interesa la música sino el odio. Después de matar a Goliat, de manera inmerecida David se granjeó la envidia y el odio de Saúl. Aunque combatió para él y siempre le fue fiel, Saúl le arrojó una lanza para asesinarlo a traición, mientras tocaba música para él. David se agachó justo a tiempo y se salvó de milagro.

BARUCH: También yo salvé mi vida milagrosamente, hace pocos días. Un desconocido intentó apuñalarme a la salida del teatro. Ahora me gano la vida como puedo. Trabajo de modelo para artistas y fabrico material óptico. Debo ganarme la vida de algún modo. ¿El odio me perseguirá toda la vida, maestro? Es lo que le sucedió a David.

REMBRANDT: No levantes la cabeza, Baruch. Mantente inclinado. Debes irte de la ciudad, el odio no suelta. Y ni siquiera así estarás a salvo. También huyó David, pero el rey lo persiguió con el propósito de concluir la tarea en la que había fallado. Hasta que una noche David pudo robarle la lanza.

BARUCH: ¿Por qué pintaste al rey con atavíos orientales? No es la vestimenta de un judío.

REMBRANDT: Es que yo no pinto reyes, ni judíos; pinto cuadros. Sólo cuando trabajo hago lo que quiero sin rendirle cuentas a nadie. Esta tela no me la encargó ningún comerciante rico que se crea habilitado para decirme cómo pintar; la hago porque quiero. Es un Saúl oriental, podría haber sido chino o negro.

BARUCH: ¿Por qué no pintas a David como negro? Me hubiera gustado ser negro. Si no consigo prosperar aquí he pensado viajar a Pernambuco, vivir y trabajar con los negros y los indios que acaban de echar a los holandeses.

REMBRANDT: David no será negro. Te busqué por tus rasgos judíos, justamente.

BARUCH: ¿Crees que el odio me perseguiría hasta Pernambuco? Ayer me crucé casualmente con uno de mis viejos amigos, con quien solíamos reírnos de las supersticiones rabínicas. Me dio vuelta la cara sin siquiera saludarme. Tampoco mis hermanas se acercan.

REMBRANDT: Debes dejar de intentar que se te acerquen, muchacho. No lo harán. Las personas son brutales con quien está caído. Viven contraídas en el miedo, por eso maldicen y calumnian. Maldecir a otros es una manera de protegerse. He pintado cientos de rostros, Baruch; he visto algo profundamente canalla en la humanidad. Es buena idea vivir en Pernambuco. Allí hay un mundo nuevo. Si ya no fuera tan viejo y si Titus no necesitara tanto de mí, también yo lo pensaría. Vivo acosado por aprovechadores de todas las calañas. Acabarán quitándomelo todo.

BARUCH: Vámonos a Pernambuco, maestro. Estoy seguro de que Saskia hubiera querido ir. Lamentablemente ya no está. Tú, el pequeño Titus y yo. Empezaríamos una vida nueva entre gente que quizá no es como la que observas en los ojos de quienes posan cuando te encargan retratos.

REMBRANDT: Creo que acabamos el trabajo por hoy. Vamos a la taberna, te invito a beber. Créeme, si tuviera tu edad, no lo dudaría, lo dejaría todo y embarcaría hacia Pernambuco…

 

***

Haya o no conocido a Rembrandt, lo cierto es que Spinoza mantuvo un vínculo más que episódico con artistas visuales: los tres caseros a quienes alquiló una habitación tras la excomunión (en Rijnsburg, en Voorburg, en La Haya) lo eran. Uno de ellos le contó al pastor Colerus, según transmite en su antigua biografía, que Spinoza mismo dibujaba (“…aprendió por sí mismo la pintura, hasta poder dibujar a tinta o carbón a cualquiera…”), y que le enseñó un cuaderno de dibujo que había pertenecido al filósofo: “lo tuve entre mis manos…”, escribe Colerus para no dejar lugar a ninguna duda. En él, Spinoza se habría autorretratado vestido como Masaniello, revolucionario napolitano decapitado el 16 de julio de 1647 por encabezar una revuelta antiespañola en su ciudad natal. Lo cierto es que, de haber existido, el único vestigio que nos ha llegado de ese cuaderno es la mención de Colerus, de cuya veracidad no hay razones para desconfiar –pues de todos los relatos biográficos existentes, aunque adverso, es sin duda el más riguroso y completo. 

Apenado por esa omisión del tiempo que nos escamoteó ese precioso objeto para siempre, John Berger decidió rehacer el cuaderno perdido con un bloc de dibujo que le regaló un amigo polaco, impresor. “Con el paso del tiempo… los dos -Bento y yo- nos hemos diferenciado cada vez menos. En lo que se refiere al acto de mirar… nos hemos hecho hasta cierto punto intercambiables”.

Berger dibuja (a veces solo con tinta, saliva y un dedo) arándanos, ciruelas, lirios, magnolias, una bailarina española, una bicicleta, una Crucifixión de Antonello da Messina, un gato, un retrato de Chéjov con una anotación manuscrita, en inglés, de la proposición de la Ética donde se lee que “sólo los hombres libres son muy agradecidos entre sí”; un bufón de Velázquez, una mano… y, como Spinoza a Masaniello pero en este caso del natural, “un retrato a carboncillo… del Subcomandante Marcos en Chiapas, poco antes de las navidades de 2007”. Silenciosos en la sencilla cabaña de Chiapas donde se resguardan, el sub no se quita el pasamontañas en ningún momento. “Por fin abro mi cuaderno de dibujo y escojo un carboncillo. Veo la parte inferior de su frente, los ojos y el puente de la nariz. El resto está oculto bajo el pasamontañas y la gorra”. El dibujo del cuerpo de Masaniello con rostro de Spinoza que vio Colerus era el de “un pescador dibujado en mangas de camisa y con una red de barco sobre el hombro derecho…”. 

Esos dos dibujos trazan una línea invisible entre los siglos para dejar, apenas plasmado en carbón deleble, la persistencia de la rebelión humana. Siento que es precisamente ese, el dibujo del rostro oculto de Marcos y ningún otro (sea de ciruelas, de lirios o magnolias…), el que logró restituir el viejo cuaderno perdido de Bento.  

                                          

 

Algunos han considerado que es en ciertas obras de arte donde se revela la experiencia de la eternidad, por su inmediata inscripción en Dios. En su Studiolo, Giorgio Agamben encuentra en la Lièvre mort… -y otras naturalezas muertas- del pintor de bodegones Jean-Baptiste-Siméon Chardin la revelación de lo que no está ni se explica por el tiempo: “Tal vez [Chardin] sea, como se ha sugerido, un spinozista que ve todas las cosas en Dios. Incluso las escudillas, los jarrones de mayólica y las ollas de cobre”. Pero únicamente John Berger ha insistido en que el hallazgo de la eternidad según Spinoza es eso que deparan algunos momentos que solo el compromiso político es capaz de atesorar. 

En Con la esperanza entre los dientes -donde Berger explora la belleza y persistencia del compromiso social y nuevas formas del activismo político en favor de los seres humanos sometidos y desplazados en todo el mundo- se afirma que un “multitudinario” anhelo de justicia crece en las sociedades, pero no deja reducirse a un “movimiento” -es decir un colectivo organizado que avanza hacia un objetivo preciso-, sino que se expresa como una infinidad en expansión de decisiones personales, iluminaciones, sacrificios, nuevos deseos, encuentros, pesares, memorias… “La promesa de un movimiento es su victoria futura, mientras que las promesas de esos momentos incidentales tienen un efecto instantáneo… Momentos así son trascendentales, como ningún ‘resultado’ histórico puede serlo. Son lo que Spinoza denominaba lo eterno, y son tan multitudinarios como las estrellas…”. La eternidad por los astros.

Unas páginas más adelante la revolución misma es considerada una de esas estrellas: la eternidad spinozista es puesta en vinculación con un pasaje en la que Gioconda Belli narra la entrada sandinista en Managua tras el derrocamiento de Somoza. Ese momento, escribe Berger, “existe en el pasado, el presente y el futuro”, con total independencia del destino de la revolución. “Lo eterno, según Spinoza (que fue el filósofo más querido por Marx), es ahora. No es algo que nos aguarde, sino algo que encontramos durante esos breves y no obstante intemporales momentos donde todo enlaza con todo y ningún intercambio es inadecuado”.

Esa experiencia de eternidad que tanto buscaba Berger, no es algo que ya está ahí sino siempre resultado o efecto de lidiar con el reino de la necesidad. Las memorias, las fábulas y las parábolas que orientaban la vida humana -dice- fueron siempre el precipitado de “la lucha, perenne, atroz y ocasionalmente hermosa, de vivir con la Necesidad”, con cuerpos que se tocan y se aman o se aborrecen y se combaten. En su totalización desmaterializada y digital, la sociedad del espectáculo acaba por sustituir las cosas con o contra las que obtener un sentido. Precipita una pérdida del mundo. Y con él la promesa de una experiencia de la eternidad, de no ser por las personas que aun confían en transformarlo para preservarlo, volverlo más justo y habitarlo.

La guita a laburar (agarrá la pala) // Agustín Valle

1- La identificación común con el ánima capitalista, es decir, que multitudinales almas se autoperciban como sujetos de mercado (emprendedores o empresarios que nomás aún no llegaron a tener sus empleados), es funcional, por supuesto, a los “intereses objetivos de las clases dominantes” -quienes se benefician en concreto y actualmente, es decir gobiernan-, pero es, también, un modo de autogestionar las intensidades existenciales, de armar una vida, con todo, partícipe del realismo dado.

Agarrar unos mangos, poner unas fichas, tirar unos tiros… Y mientras, ver el espectáculo de que otros -más o menos privilegiados- caigan en escarnio; ver el espectáculo de que lo podrido se rompa del todo, de que lo corrupto se corte por lo sano. Que otros sufran, que pierdan, que retrocedan veinte casilleros en el juego de la vida, es vivido como triunfo propio en una estricta lógica de competencia.

¿Y qué triunfos hay, en la vida, qué triunfos ofrece la vida? Gozar de triunfos, de algunos triunfitos al menos en esta vida, ¿no es un anhelo pasional común? (El último Mundial dejó mucho para investigar). ¿Qué goces triunfales ofrece la vida común? Lo que gritan los nenes jugando al metegol… Durante un siglo y medio, el juego de la vida tuvo el relato de lucha de clases. Era vivir sabiendo que en la época existe deseo de revolución (en el doble sentido de saber, sensorial y discursivo). La Victoria… En el siglo nuestro, como es -con perdón- sabible, ganarle a los poseedores de capital, a los núcleos y las redes del capital, parece directamente fuera de lo concebible. Ni necesita argumentarse: es obvio. La superioridad de los mega ricos se naturalizó hasta volverse tanto invisible como idolatrada, intangible. Ha desaparecido incluso la palabra “burguesía”. Quizá cuanto más se naturaliza y vuelve incuestionable el poder cronificado de las elites, más crece el recelo horizontal, el odio por cualquiera, más se come dolor ajeno -ajenizado- como alimento propio. El último Mundial dejó mucho por investigar…

2- Una inmensa ciudad sin monumento al albañil. Insólito; revelador. Hay centenares o miles de monumentos de cosas, lugares, personas, personajes; ¿no tenemos monumento al albañil, hacedor de la ciudad? Es que el capital pasa por hacedor. “El desarrollador”. Los que hacen no son dueños, ni autores siquiera, no son creadores; en lugar de su potestad está el capital, que, en sí, no hace: manda. Y se dice cual reto o castigo agarrá la pala.

Las tarifas subsidiadas «eran mentira», el poder adquisitivo del salario «era ficción». Pero si todo lo que vale, o mejor dicho, todo lo que tiene valor efectivo, concreto, presente (no como el dinero que solo es medio-para, totalmente inútil en sí), ¿No es acaso una ficción, que, por ejemplo alguien “tenga mil millones de dólares”? ¿Qué significa eso, qué es lo que tiene, qué son esos “mil millones de dólares”? Unas fichas poderosas en el juego de la laif. Fichas, llamadas dinero, que organizan la repartija de recursos y derechos (fácticos); lo que gobierna no son las fichas: son las reglas. ¿No es una ficción regente, la concentración de la riqueza?

¿Cómo habla el capital? Dice: “poner la plata a trabajar”. Sintomática frase, confesional de lo ficticio del regimen dominante. Donde por cierto “agarrar la pala” puede adoptar otro sentido, ligado a la narcosis de fuerza artificiosa útil para realizar la delirante ficción de la valorización financiera, la locura de la “guita haciendo guita”, verdad dominante de la época.

“Antes que meterme a un laburo que me saca la vida, me conviene reventar el derpa que me quedó de mi abuelo y poner esa guita a laburar. Tengo un pariente broker y me la maneja. Pongo una parte a riesgo alto, otra a riesgo bajo, y si funciona, porque obviamente puede fallar, puedo vivir de eso”. Quien así habla no expresa su manera de pensar, ni su ideología, sino lo que las reglas del juego del capital dispone. Como quien pone su sueldo en una empresa para disminuir su desvalorización. El capital ordena las vidas. Lo que al capital le conviene es lo que obviamente y en en sí conviene. Vale más -goza más derechos- la guita puesta a trabajar, que el trabajo de las vidas. Ese valer más -ese plusvalor- es también político, es ontológico: es el capital la autoridad, la verdad, el ídolo -y sus encumbrados poseedores, los únicos héroes, en el lío humano, del actualmente entronado sicario celestial.

17 de octubre. Tres archivos y algunas preguntas // Diego Sztulwark

En 1956 escritor Ezequiel Martínez Estrada dejaba impreso su diagnóstico del peronismo en un libro catártico en un libro cargado de desconfianza hacia Perón titulado ¿Qué es esto?. Con el subtítulo “Los habitantes del sótano”, describía la emergencia de un sedimento social que nadie habría reconocido en la superficie de la ciudad. Se trata de una fuerza tremenda y agresiva que hacía peligrar los cimientos de una sociedad que creía constituida en su ignorancia de un pueblo vivo, nunca tomado en cuenta, que marchó por Barrio Norte amenazante con sus cuchillos de matarifes. Lumpenproletariät. Era el pueblo del Himno, largamente olvidado, que ahora aparecía enceguecido ya no al modo del ”electoralismo de Yrigoyen”, sino del “obrerismo de Perón”. Para esta “nueva clase” se trazó, dice Don Ezequiel, una nueva filosofía, una sociología y una religión peronista con códigos  y doctrina. El desfile de aquella “horda silenciosa”, que portaba carteles anunciando revanchas, llevó al escritor a anotar: “sentimos escalofríos”. 


A mediados de 1987 el historiador ingles Daniel James comenzó a registrar la historia de María Roldán, hija de inmigrantes que llegó en los años 30 a Berisso. Allí fue trabajadora en un frigorífico y dirigente sindical. Berisso era entonces una ciudad nueva, poblada por trabajadores migrantes del norte argentino e inmigrante europeos. Doña Rosa participó de una de más de tres meses y fue una destacada agitadora el 17 de octubre. Según le cuenta a James, los días previos fue fundamental la figura de Cipriano Reyes, dirigente sindical de la carne y fundador del Partido Laborista, con el que Perón se presentó el año 46 a elecciones presidenciales. Reyes recorriendo los primeros días de octubre sindicatos y fábricas de todo el país. La idea de un paro, de una gran acción obrera, ya estaba en la mente de los activistas desde antes de que Perón cayera preso. Para María, que el día 17 llegó a Plaza de Mayo y conoció al Coronel por amor al cual el pueblo se ponía en marcha, aquellos acontecimientos merecen ser recordados como la Bastilla argentina (El testimonio completo fue publicado en el libro Doña María, 2004).


Los “archivos de octubre” es el título del capítulo del libro González Perón, reflejos de una vida (2008), en el que Horacio González repasa las actas de la reunión de la CGT del 16 de octubre del 45. Mientras los trabajadores toman las calles, los dirigentes algunos de ideología socialista, otros sindicalistas, pertenecientes a la industria del vestido -Méndez- o ferroviarios como Perazzolo, Aparellas o Manso, discuten sobre la naturaleza de los pasos a seguir ante la detención de Perón, a quién le reconocían la aplicación del programa democrático-laboral aplicado desde la Secretaría de Trabajo y Previsión. ¿Los términos de este agradecimiento debían implicar el reconocimiento de un liderazgo? ¿Se debía defender la libertad de un Coronel del ejército argentino desde los sindicatos como se defiende a un jefe de la propia clase (haciéndolo “primer trabajador”)? Los argumentos proto-peronistas chocaban con los elementos provenientes de la tradición socialista y anarquista: asimilaban el nombre Perón con las conquistas colectivas y proponen hacer con el instrumento propiamente obrero, la huelga, una lucha por la libertad de un militar no afiliado a la central. El mito personalista como realizador de la comunidad estaba en marcha. 


La multitud trabajadora y la plaza repleta, la huelga y la asamblea reconocieron en Perón -no sin conflictos por la jefatura, por ejemplo con el laborista Reyes- al hombre mediante el cual sus derechos políticos y sociales serian ampliado y asegurados. Alejandro Horowicz, autor de Los cuatro peronismos (1985) supo describir las mutaciones del peronismo: un peronismo con Perón en el gobierno (Perón con Eva), uno segundo en la resistencia, uno tercero posterior al Cordobazo, el fusilamiento de Aramburu y la irrupción de la Juventud Peronista y uno final, tras el fracaso del pacto social y la muerte de Perón. El autor no cree posible un quinto peronismo. A su juicio el peronismo se quedó sin “tarea histórica”. El razonamiento no tiene por qué ser complejo: si el peronismo supo ser la forma política por medio de la cual la clase trabajadora argentina dio sus luchas por democratizar el conjunto de la sociedad, la derrota del 1976 clausuró los términos de ese juego liquidando la potencia de ese sujeto histórico.

Luego de la renovación peronista y tras una década de menemismo, en la que el partido de Perón y la CGT se comprometieron con la destrucción de derechos laborales y con la impunidad de los genocidas del 76, una generación aprendió a desandar las identificaciones lineales. Si Cooke advertía que había lucha de clases dentro del peronismo, y esa lucha dentro del movimiento había sido violenta en los setentas, en los noventas se hizo la experiencia de resistir a un gobierno peronista que en lo esencial hacía suyo el programa del consenso de Washington. Fue la crisis de 2001 la que terminó de mostrar el final de todo un ciclo histórico: una sociedad desindustrializada, privatizada, con altísima desocupación y precarización laboral. Las multitudes empobrecidas que desfilaron aquel verano por las calles fueron testimonio vivo de la mutación del patrón de acumulación de capital y de las formas de organización del trabajo. Si el kirchnerismo resultó ser un emergente de estas transformaciones, y si supo recobrar de otro modo al peronismo, no profundizó en un programa capaz de imaginar una nueva articulación entre producción y derechos capaz de cuestionar estructuras a partir de la fragmentación de las fuerzas del trabajo.

Hoy, 17 de octubre, ante un gobierno que ofende y con estudiantes y trabajadores de la educación en las calles, los archivos y las preguntas se convierten en grandes aliados. Las preguntas se imponen por sí mismas: ¿cómo evitar que las identidades se congelen impidiendo que los legados se vivifiquen en términos de protagonismos populares efectivos? ¿Cómo hacer confluir en un pueblo real a las formas sobrevivientes del trabajo con las figuras del trabajo precario e informalizado, pero también cómo converger entre las diversas formas de vida y sexualidades que recorren en un mundo popular en un movimiento de impugnación al presente? ¿cómo se hace para responder al poder que el mundo digital ha acumulado sobre el mando del trabajo y la comunicación política? ¿Qué tipo de líderes y de organizaciones populares pueden acumular la fuerza necesaria para plantear el problema de la imposibilidad del pago de la deuda sin hipotecar la vida de los jubilados, estudiantes y trabajadores? Archivos y preguntas, juntos, son nuestros compañeros. 

El asco // Abel Gilbert y Diego Sztulwark

El drama argentino nos deja sin palabras, una y otra vez. ¿O será que los signos hieden y no nos dejan hablar? “Algo podrido hay en el reino de Dinamarca”, dice el soldado Marcelo, a comienzos de Hamlet, toda una metáfora sobre un sistema de autoridad y un gobierno corrupto y desintegrado. El espectro de un padre asesinado los circunda y cuando Marcelo lanza su sentencia, capturada en la posteridad por la lengua política, Horacio, el amigo del príncipe dice: “los cielos nos guiarán”. Qué imagen más apropiada de esta era envilecida por una gramática por la que se cuela el mesianismo. 

Si lo podrido entra de la mano de Shakespeare en el repertorio de metáforas sobre una trama, los últimos acontecimientos parlamentarios, palaciegos y mediáticos nos devuelven la sensación que emana de la descomposición: el asco. Cómo no experimentarlo en cada gesto y uno en especial en las últimas horas: el festejo del 12 de octubre, recuperado como victoria civilizatoria por las armas y la cruz, que se acompañó en X de un breve video en el que se muestra cómo la bota de Cristóbal Colón pisa el territorio que le era incógnito. De lo que se trata es de volver a aplastar (con una bota) y por eso se comunica sin ambigüedades. Lo obsceno de una lengua sin pudores. Las piruetas, pantomimas y ademanes de los últimos 10 meses provocan esa repugnancia. La propiedad de lo asqueroso se adhiere a la superficie de nuestros días como una capa de lo lípido. Unos ríen y otros tienen arcadas. En 1979, Charly García y Serú Girán la asociaban a “la grasa” y repetían una y otra vez que no se bancaba más. 

Lo sensible, lo discernible y discursivo convergen. Es un lugar común considerar paradigma de lo asqueroso a un cuerpo en descomposición, especialmente humano, sometido a los cambios de textura, color y olor de la carne de lo que alguna vez funcionó como máquina. La ultraderecha suele invocar la necesidad de una limpieza y una asepsia, aunque por razones completamente distintas. En este caso pensamos en el asco frente una manera de administración de lo viviente.

Cuando se siente asco el primer impulso es evitar el contacto con el objeto. Pero acá se trata de una trama, un sistema, una cultura algo más que odorífera o visual (las ficciones televisivas no los recuerdan cuando irrumpe un vampiro o un zombi caníbal, figura qué, recordemos, ha sido apropiada por la ultraderecha para representar el rechazo visceral hacia el otro). El filósofo húngaro Aurel Kolnai situaba al asco como una emoción repulsiva junto al miedo y al odio. Colin McGinn señala en El significado del asco que las tres emociones no son en ningún caso idénticas. El miedo puede ser entendido como prudencial, el odio como moral y el asco como estético. A riesgo de reducir las distancias que postula el ensayo, ¿no sentimos todo a la vez y cada vez con mayor intensidad desde que se apoderaron del Estado sus declarados destructores? 

Sentir asco es querer evitar sus emanaciones, pero esa posibilidad ha sido clausurada. La repugnancia es nuestro estado. No podemos escapar ni, por ahora, encontrar un programa de salida certera o que los haga retroceder. El presente es también una disputa territorial y simbólica entre aversiones profundas, aunque muchos todavía no lo puedan percibir de esta manera. 

Los procesos de ampliación de derechos supusieron luchar contra el asco de clase, el desprecio de las elites hacia los sectores sociales menos desfavorecidos, también expresado en cuestiones de raza, género, discapacidad y orientación sexual. George Orwell lo comprendió al escribir El camino a Wigan Pier, en 1936, en un intento de adentrarse en las condiciones de vida de la clase obrera en una zona industrializada tras la crisis mundial. Marca ahí que la actitud de la clase alta hacia la gente “corriente” es la de una “superioridad burlona salpicada de arrebatos de odio depravado” que luego se extiende a sectores medios. Una de las formas del asco entraba por la nariz: “las clases bajas huelen”. La ultraderecha obra ha decidido recuperar ese desdén: lo económico y cultural incluye una mirada de los descartados como miasma. Al demoler un andamiaje y violentar las relaciones sociales vuelve normativa su repulsión en todas las áreas.

Señalamos al pasar “desprecio” y esa es la otra cara de la moneda que se intercambia delante de nuestros ojos sobre la que vale la pena señalar algo más. El poeta José Carlos Agüero nos habla del desprecio como afecto central en la vida política. Lo hace desde el Perú, pero en consonancia con lo que otros captan en otros países vecinos. El desprecio es para él “la soledad y la herida del vínculo social. La fragmentación de los sujetos, la perdida de sus redes, la banalidad o intrascendencia de sus interacciones” que desfonda instituciones. Es el deshilván entre el tejido social entre pares “y las articulaciones más complejas (verticales), haciendo casi impracticable la intermediación”. Es también condena a una “soledad profunda, estructural” que resulta de largas décadas de “políticas neoliberales y su mandato de éxito personal sin importar los medios y sin ningún otro fin que no sea el beneficio personal”. El desprecio es un medio político en el que se valora “la trampa, la vileza y el resultado por sobre cualquier evaluación moral”. Es la perdida de todo referente común para convivir”. El triunfo del cinismo “como actitud existencial”. La normalidad constituida “sobre la base de multitudes solitarias”.

 

El desprecio sustituye por todas partes a las prácticas de reconocimiento en las que se funda la legitimidad. Así lo describe Rodrigo Nunes, politólogo de la misma generación de Agüero, desde el Brasil . Para él, las élites ya no reparan en los requisitos elementales de obligación que los ataron en el pasado a sus subordinados. La relación de dominación ya no cuenta con el derecho de los dominados. Sucede como si el capitalismo, a partir de un cierto momento -¿2008?- hubiera entendido -y hubiera decidido- que la velocidad era su último razonamiento possible Reestablecer la legitimidad es demasiado caro, demasiado problemático, demasiado pantanoso. Lo que conviene es simplemente acelerar (la bota que vuelve a un primer plano aspira a algo más que dejar su huella: refundar un orden con premura, mientras dure el estupor y el asco que paraliza).Poner a la sociedad a pedalear cada vez más rápido. ¿Por qué iban a importar la palabra y el cuerpo de aquellos con los que ya no se cuenta para nada (apenas consumir imágenes, repetir consignas y acatar nuevas interdicciones)? 

El desprecio surge del desdén por todo lo que no sea acelerar. Es un modo de gobierno que no precisa convocar espacios públicos de debate, ni dar explicaciones ni tomar en consideración la palabra de los demás.

La semana que pasó nos muestra que la dinámica del desprecio gubernamental tiene su fase menemista más pura (un clasismo incontaminado que con ocasionales de exabruptos populistas de ultraderecha): “Marchas, paros, tomas. Quieren derrocar al presidente con más huevos de la historia. Están avisados zurdos, después no lloren DDHH y lesa humanidad”, dice una publicación retuiteada por el Presidente. Recordemos: también Carlos Menem amenazó con que volvería a haber Madres de Plaza de Mayo en el país frente a la movilización de cientos de miles para frenar la nefasta ley federal educativa, que descentralizaba escuelas públicas en las provincias sin correspondiente presupuesto. Milei no declara, retuitea. ¿Qué anuncia su retuit? que va en serio contra las Universidades Públicas y todo lo que tenga enfrente. Un Milei cada día más minoritario, un gobierno cada vez más aferrado a la técnica del veto. La misma noche del retuit una patota policial ingresa con orden judicial en el domicilio de Fernanda Miño. La golpean y la aíslan horas. Como contra escena, es preciso recordar una multitud de médicos, pacientes, terapeutas, militantes sindicales y periodistas que reaccionan ante el intento de cierre de un hospital público de salud mental (Hospital Laura Bonaparte). La presencia en la calle de estas redes logran revertir en lo inmediato esa clausura, pero el gobierno habla ahora de “reestructuración”. Y no es el único hospital en el que se denuncian vaciamientos presupuestarios. Como si el gobierno estuviera convencido de que la terapia certera y decisiva ante el sufrimiento humano consistiera en lograr equilibrios monetarios sin modificar estructuras. De a poco la Argentina se reencuentra con el mapa de sus conflictos profundos de las últimas décadas: contra los entusiastas continuadores “democráticos” del plan del 76 un pueblo que se va reconstruyendo en y desde las calles, sin más tiempos que esperar. Si algo parece querer el gobierno es despertar a un enemigo permanente. El asco, el desprecio y la humillación no son afectos que provengan de la supuesta astucia de un Rasputín que utiliza una remera con la imagen de los Ramones (mientras Martin Menem, presidente de la cámara de Diputados viste una que incluye el logo de los Rolling Stones: la repulsión visual nos llega a la retina con las reapropiaciones de jóvenes viejos) ni de la segura ignorancia respecto de cómo lidiar con un movimiento estudiantil. Pero subestimar la ofensa infligida implica un deseo oculto de conocer una sociedadi indignada.

 

Jockey club // Moro Anghileri

El Jockey (Ortega 2024)  despliega capas de sentido como hilos de telaraña que envuelven a quien la ve, desde la pantalla, a través de Nahuel Pérez Bizcayart y un elenco notable, dirigidos por un autor descabellado. Ortega nos va ubicando de su lado del espejo. Y entonces su mundo se convierte en lo más justo y sencillo que podría pasarnos.

 

La presentación de cada uno de los personaje es tan poética que uno podría enamorarse hasta del más vil. Luego el devenir de la trama va de la mano de un pequeño flacucho de cables sueltos que entra en contacto con aspectos menos iluminados de lo que nos rodea, en lo que no reparamos, pero tan presentes como todo lo demás.

 

El Jockey sintoniza las marginalidades que habitan la ciudad, la mafia, la falta de cordura y la vitalidad que da tener todo perdido. Pensar que morir y volver a nacer sería una salida,  transformarse,  reinventarse, ser o no ser , mirar o ver, ser Remo o Dolores, tener un sucesor o serlo, son algunos de los posibles. Como sobrevivir a un accidente escabroso y al abrir los ojos robar una cartera y un tapado de piel para ir por la ciudad recolectando objetos, encontrando las claves para vengar su suerte y poder reinventarse en la cárcel, siendo la peluquera más delicada que haya pasado por ahí.

 

Luis Ortega es un director moderno que supo conquistar un reinado de productores críticos y espectadores viajando en el tiempo al mejor cine de los 60s en la argentina, para traer el envión más revitalizador de los creadores que supimos tener, completamente comprometidos con la suma de todas las artes para crear una película sensible, divertida, profunda y mágica.

 

La música es un viaje en el tiempo a ninguna parte. Es música de acá en otro época, son melodías que la gente canta porque están guardadas en algún lugar pero no sabemos dónde. La música de ésta película es una llave que abre puertas. Mientras algunos tiran unos pasos sofisticados en la pantalla, en la butaca otros tararean.

 

Nuestro país hoy tiene el ritmo del absurdo. Esa complicidad con el estado de cosas que en el jockey circula, en las calles, en el aire. Y uno comprende la descarnada razón de la violencia que produce vivir afuera, al margen, del otro lado, tan molesto como invisible.

 

Conozco a Luis desde hace tantos años que podría ser otra vida, desde que se sabía director pero no había filmado ni una toma, de charlas con vinos, de cruces en la ciudad de la furia y aunque hace tiempo que no lo veo, su sonrisa ocurrente y agradecida de ocurrencias ajenas, es un lugar que conozco y sé qué hace bien.

 

El Jockey es el presente más absoluto.

 

Recuerdos del presente // Diego Sztulwark

Una sentencia que me deja algo perplejo afirma la política de la efeméride es la política de quien carece de política alguna. El automatismo de las fechas impone un discurso inevitablemente solemne y una imagen repetida sobre hechos cuyo sentido ya ha sido establecido de una vez y para siempre. Octubre es el mes en que este sentimiento se acentúa. En lo inmediato se imponen dos fechas: el 7 de octubre, primer aniversario de la acción terrorista de Hamas sobre población civil de Israel; y el 8 y 9 de octubre: evocación de la captura y el asesinato del Che Guevara en Bolivia, en 1967. ¿Por qué obligarse a tomar la palabra sobre dos episodios tan disimiles, sobre los cuales difícilmente se tenga algo amable para decir? Para empezar, porque se trata en ambos casos de fechas que remiten no ya a un pasado cerrado sobre sí mismo, cristalizado en sus significaciones, sino a acontecimientos trágicos aun activos, a fenómenos que siguen operando en el presente y que son parte constitutiva de nuestro presente. Y porque el decir esperanzado y seguro de sí mismo hace rato que no dice más nada.

Desde el 7 de octubre del 2023 el gobierno de Israel no ha hecho más que  incrementar su proverbial paranoia destructiva. El incremento de la crueldad militarizada llegó a niveles que suponen la negación de los últimos vestigios de una autoridad moral que en su momento le mereció el reconocimiento como Estado de una buena parte de las naciones (se trataba entonces de constituir un Estado para un pueblo que había sufrido el genocidio nazi). Bajo el pretexto del derecho a la defensa, al que ningún Estado renuncia, Israel intensificó la guerra total como política sin reparar en que semejante opción aniquila su propia legitimidad ante el mundo y ante su propia población, que ya no puede sentir que su protección le está garantizada. El genocidio que el Estado de Israel practica sobre el pueblo palestino en la Franja de Gaza, así como la movilización de toda su población y recursos (la mayoría de los cuales provienen de potencias occidentales) para la guerra se basan en la idea inaceptable según la cual sólo por medio de la destrucción ajena se asegurará su propia preservación. Ese razonamiento arroja como saldo una serie de catástrofes simultáneas que es preciso enunciar con claridad: aniquilamiento del pueblo palestino; aniquilamiento de la posibilidad de paz en Medio Oriente; aniquilamiento de los contenidos humanistas que las izquierdas judías de Israel intentaron preservar durante décadas; aniquilación de toda confianza en que las fuerzas democráticas y populares de los demás países puedan enderezar la barbarie y el brutalismo de los fundamentalismos ultraderechistas (asistidos, ahora, por la tecnología bélica de la inteligencia artificial); aniquilamiento, en fin, en todo el occidente de la esperanza de que es posible resistir a las imágenes insoportables de la destrucción por medio de palabras que puedan romper la complicidad con la guerra que practican sus propios estados. De ahí que muchos hayan concluido, incluso en Israel, que el atentado del 7 es un efecto no tan sorprendente de la política de ahogamiento colonial a que se ha sometido desde siempre y cada vez más a los palestinos. 

En cuanto a la captura y asesinato de Guevara ¿se trata realmente de un hecho ya cerrado para siempre, un pasado pisado que no constituye tradición? ¿o se lo puede considerar también como un acontecimiento aun en curso, un evento activo que sigue produciendo efectos oscuros en nuestro presente? A mi modo de ver Guevara fue el último gran político revolucionario de visión continental y global de nuestra región. Sé muy bien que decir esto supone chocar de frente con una intelligentzia de izquierda que ha ido elaborando un consenso general según el cual Guevara fue un gran idealista pero un pésimo político. Pero creo que -como escribía el recientemente fallecido Luis Mattini- si toda revolución debe ser juzgada por sus errores (y no solo por sus aciertos), también la política de Guevara puede y debe ser leída de ese modo. Menos como un modelo a venerar y más como un conjunto de desaciertos de los que aprender. Pues en lo esencial esa política consistió en un intento de cuestionar la hegemonía imperialista construyendo una multiplicidad de resistencias simultáneas, y de atacar la ley del valor-capital por medio de la creación de una multiplicidad de zonas de cooperación socialista. Y ese intento -me parece a mí- fue la última gran idea política verdaderamente digna de ese nombre. No creo que el 68 francés, por ejemplo, con sus consignas y su poderoso imaginario transversal tenga un valor político equivalente, si se lo considera por fuera de ese horizonte guevariano. Y sin embargo, la prueba de la paradójica actualidad de aquel proyecto político no reside en los balances históricos de lo ocurrido hace más de medio siglo. Ella surge del hecho según el cual no hay mejor modo de comprender la coherencia interna del desquicio fascistoide del presente que hacerlo a la luz de una contrainsurgencia generalizada, cuya razón organizadora consiste en reprimir e invertir la búsqueda de una nueva subjetividad. Una subjetividad que ya no puede concebirse fuera -como quería el guevarismo- sino completamente dentro de la ley del valor en crisis. La victoria del enemigo se engrandece desde ahí: desde la creencia general de que la revolución es fetiche y olvido y no amenaza y acecho. Es esta imposibilidad de juzgar la política guevarista por sus errores e insuficiencias lo que la deshistoriza. Nos falta el juicio crítico que permitiría actualizar todo aquello que permanece confinado a una existencia virtual, bajo la forma de un inconformismo incapaz de política. Es esta falta de crítica la que constituye día tras día la substancia de la victoria enemiga, que sigue ocurriendo por el solo hecho de que se acepte que aquellas ideas pertenecen a un pasado irremediablemente derrotado, sin conexión alguna con nuestro presente.

Las rubias y los rubios // Abel Gilbert y Diego Sztulwark

La ultraderecha argentina escupe imágenes como perdigones simbólicos. No salíamos del estupor de la representación digital de la otredad infectada cuando se impuso sobre nuestras retinas la imagen de la octogenaria Susana Giménez junto a la secretaria de la Presidencia, Karina Milei, desternillándose de la risa frente a una cámara y acompañadas de un perro. La imagen fue difundida en el instante en que se conocían las astronómicas cifras oficiales de pobreza e indigencia. Entre una y otra artimaña iconográfica hubo un giro de pigmentación pilosa: de la amenaza morocha (encarnada en una Natalia Saracho zombi) se ha pasado de modo festivo a los cabellos auríferos, platinados, con algo de color arena, debidamente tratados por un coiffeur. Sonrisas rubias impresas sobre las estadísticas oficiales del despojo, festejadas por la comunicación amarilla.
No hablamos de un déficit de melanina (lo que le da el tono levemente trigueño al cabello) sino del exceso de un color que aspira a enfatizar una pertenencia y un plus que si no se ostenta naturalmente puede ser disimulado a través del teñido sistemático que borra orígenes (rubias de New York, ya no de Broadway como las invoca Gardel sino de Wall Street). Cómo no recordar a Luca Prodan expresando su asco en plena transición democrática por las asociaciones entre esos pelos bronceados y aburridos y una sociedad de aristas intolerables.

Pero, lo sabemos, en ese color anida también un equívoco más profundo, por lo que antes de volver a “las rubias” debemos pasar por Los rubios. Así se llama la película de Albertina Carri que se propuso una investigación sobre los mecanismos de la memoria. En una escena crucial, Carri visita la casa de la que sus padres, militantes, fueron secuestrados por una patota militar. Ya adulta, Albertina pregunta a una vecina si recuerda cómo eran las personas que entonces vivía a su lado. La vecina los recuerda rubios, aunque no lo eran. Rubios en un barrio de morochos. El recuerdo del barrio dice mucho sobre los mecanismos de la distorsión. Rubios, en ese contexto, bien puede remitir a diferentes o extranjeros. Provenientes de otras tierras. Es curioso el modo en que la distorsión de la memoria da en el blanco a pesar del yerro. Sí, la familia era distinta. Madre y padre -Ana María Caruso y Roberto Carri- eran intelectuales, militantes y pertenecientes a una organización de la izquierda peronista.
El color que de modo equívoco atribuye la vecina a los militantes desaparecidos acierta a su manera al reponer una discriminación de sentido inverso: delimita una exterioridad que no puede ser explicitada en el lenguaje de la política. El barrio no se asume como sitio de delaciones. Dice la diferencia sin abrir una reflexión -si quiera mínima- sobre lo que pasó durante aquellos años. Señala en el cabello una cualidad capaz de concluir una distinción que la lengua barrial no ha elaborado.

En Los Rubios se trata de reconstruir la identidad de unos padres pertenecientes a “la generación diezmada”, pero no tal y cómo los recuerdan sus compañeros ni para satisfacer algún tipo de narración política que la generación derrotada reclama y precisa. Sino para reconstruir la propia identidad quebrada de la generación que le sigue -la de sus hijos-, imposible de restituir por medio de la apelación a la memoria de los otros. Es la propia Carri la que busca recomponer esos pedazos astillados del pasado con los restos distorsionados de recuerdos que va buscando aquí y allá, y que conducen a ese final que -sobre fondo del cover de Charly García de “influencia”- muestra al grupo de investigadores que protagoniza el film marchando de espaldas con pelucas rubias.

Con el trasfondo de esas pelucas que se alejan de la cámara podemos seguir los pasos de Susana Giménez desde la oficina donde se tomó la fotografía con la secretaria de la Presidencia hacia el balcón presidencial donde se unió a Javier Milei para saludar hacia la nada (una plaza vacía y una caricatura comunicativa) y darle un nuevo giro a un historial de simulacros donde dos sustantivos vuelven a componer el binomio que atraviesa las escenas del desastre: “balcón” y “rubia”. Aceptamos que hubo un tiempo en que esa locación tuvo un componente mítico y emocional: Eva toma el micrófono y se dirige a una multitud, Eva saluda, Eva es abrazada por su esposo, Juan Perón, el del cabello oscuro, aindiado, y en esas pigmentaciones diferenciadas también podía jugarse la alianza de clases. 

En 1996, Madonna ocupa el mismo balcón para darle lustre veraz a una de las escenas de Evita, la versión cinematográfica del musical inglés de Andrew Lloyd Weber y Tim Rice, a cargo de Alan Parker. La presencia de la chica material -cuatro años después de su libro Sex- en la Casa Rosada fue vivida por parte del peronismo como un acto de profanación. Le dijeron “prostituta” a la cantante: el mismo calificativo que recibía la ex actriz Duarte cuando querían denigrarla. La situación fue tan paradójica como inadvertida: en plena ejecución de un programa económico neoliberal era la ficción del peronismo clásico y distributivo la que provocaba enojo. La rubies de Madonna, su mimetismo físico con la figura plebeya y polisémica, no hacía más que poner delante de los ojos de los argentinos aquello que no se podía ver o aceptar: hasta qué punto se había teñido de gamas tatcherianas el movimiento materializando el programa económico de 1975. “Papa, d´ont preach”, podría haberles cantado Madonna (papi, no prediques) a sus impugnadores e impugnadoras.

En esta línea de degradaciones es que vemos primero a la secretaria general de la presidencia y a la presentadora televisiva, y luego a Giménez y Milei en una coreografía que otra vez convoca a dos de sus brazos operativos del espectáculo. Antes o después de esos saludos desde el balcón Susana entrevistó a Javier, y le preguntó porque su gobierno desfinanciaba a la cultura. Él respondió que la cultura debía ser comprendida como un hecho del mercado. Sonrisas. En este juego de inversiones capilares no se nos pasa por alto de que al anarcocapitalista también le dicen “el peluca”. Lo postizo. Milei es el bisoñé que nos distrae con sus disparates y recurrencias sexuales.  No debería olvidarse, al observar su embeleso por Yuyito -nueva integrante de la familia de rubias estatales- que Federico Sturzenegger es calvo y Nicolás Caputo tiene el pelo ceniciento.

Eduardo Jozami: militancia y escritura // Diego Sztulwark

Termina el mes de diciembre y Guevara se imponía un balance del mes en la selva boliviana: «los próximos pasos, fuera de esperar a los bolivianos, consisten en hablar con Guevara y con los argentinos Mauricio y Jozami». El primero de enero apunta el Che en su diario: «Precisé el viaje de Tania a la Argentina para entrevistarse con Mauricio y Jozami y citarlos aquí». Este Jozami al que el Che espera en la guerrilla sudamericana es el mismo Eduardo Jozami que falleció ayer. No lo conocí bien personalmente. Sólo tomé dos cafés largos con él: en el primero me contó durante horas todo lo que se puede contar sobre esta inscripción repetida de su nombre nada menos que en el Diario del Che en Bolivia. La trama de una espera revolucionaria. En el segundo, solo unos días después, me regaló su libro «2922 días. Memorias de un preso de la dictadura», que abre con una cita de Primo Levi: «el detenido lucha por sobrevivir porque siente la necesidad de dar su testimonio». En esa misma introducción Eduardo -a quien cruzamos innumerables veces en marchas, en Sociales, en decenas encuentros militantes, y a quien leímos en libros y en artículos de revistas políticas- se refiere a su necesidad de iluminar con la escritura una «dimensión subjetiva» del encierro: los modos en que los presos de la dictadura soportaban vejaciones y soñaban su futura libertad. La espera como lucha por ver y contar. Jozami es también el autor de “Rodolfo Walsh, la palabra y la acción”, uno de los mejores libro publicados sobre “un tiempo que asociaba las ideas de intelectual y revolución”. Entre las páginas que admiré de Jozami hay un breve prólogo a un extraordinario libro de Enrique Arrosagaray -“Rodolfo Walsh de dramaturgo a guerrillero”, en el que escribe: “entiendo que (Walsh) no decidió irse de Montoneros puesto que había planteado un debate y reorganizaba su propia vida de acuerdo a su propuesta descentralizadora (…) el escritor había iniciado con decisión un camino muy distinto al de la conducción”. Se trata también ahí de la espera, cuando ya se ha vislumbrado la catástrofe. La intensa relación de Jozami con la militancia política y con la escritura de esas mismas militancias se configura en esa triple relación con la espera: en el periodo militante se ubica en el radio de expectativas del Che, al advenimiento de la catástrofe lo piensa con la crítica y la autonomía de Walsh, y al período de la derrota lo vive como espera en resistencia, deseo de una libertad negada y por venir. Esas tres posiciones frente al acontecimiento nos conciernen más que nunca: el tiempo de la inminencia, el de la reorganización de la vida a la espera de lo peor y la insoportable espera de un nuevo tiempo que precisará conocer el horror sufrido. Ciencia triple de la espera sobre la que hoy necesitamos reflexionar de un modo amargo, pero también como un aprendizaje puesto a que contamos con ejemplos -narraciones vivas- que en ningún sentido nos permiten sentir que partimos de cero.

Bergman, las personas y la aventura de ser * // Moro Anghileri

Al llegar al final de un recorrido a través de la filmografía de un autor, me parece oírlo hablar, siento que puedo entrar en dialogo con sus reflexiones, que de algún modo compartimos un viaje en el mismo vehículo e intercambiamos algo indecible, imaginario y siempre imposible.

Me bajo de un auto viejo pero fuerte y seguro, donde recorrí una isla con Bergman,  su mirada dura, inquieta, libidinal, inconforme, hostil, comprometida que perdura en mi y seguramente en cada uno de los que participaron de estos encuentros, por mucho tiempo.

Me pregunto porque es tan difícil ver Bergman hoy. Además de que las ficciones toman el ritmo de la vida en su época y que las ficciones son cada día más parecida a los comerciales y los comerciales a las series y las series a las películas que en la actualidad parecen salir todas de factorías parecidas, por fuera de los grandes autores, mi inquietud más fuerte es porque en esta época resulta tan molesto enfrentar la idea del ser y la oscuridad sin sentencias holísticas.

Las frases del momento, en mi país como mínimo, tienden a explicarnos que todo está bien, que no hay que pensar en nada que sea triste, oscuro, que el futuro es de los que ganan y que ganar es un éxito monetario en primer lugar, pero sobre todo, el éxito está en la negación profunda de todo lo que denote de algún modo la angustia del ser.

En la época de las revoluciones, entre guerras, las personas se debatían entre un existir que no alcanza y un ser descontrolado que sale de las formas más diversas a hacer lo que puede. Pero en la escabrosa actualidad “todo está bien” eligiendo películas en Netflix, creyendo que con esas reflexiones podemos mantener conversaciones que nos mantienen despiertos y con una mirada que sabe leer lo que está bien y lo que está mal. Compartir un juicio moral y moralizante con quienes creemos afines a un cierto y muy tranquilizador género humano que creamos desde nuestra moderada visión, políticamente correcto.

Mientras unos créditos imprimen en la pantalla los nombres del equipo responsable del film, una música de cabaret los acompaña con esa alegría nocturna, pasada de copas, que sabe guardar melancolía y lágrimas que brotarían de un momento a otro ante la oportunidad más banal o profunda. Los créditos se interrumpen y también el sonido para dar paso a una muchedumbre, un gentío, en blanco y negro que avanza casi sin gesto hacia su destino, en silencio, y vuelven los créditos que serán interrumpidos por esa masa de personas casi reales, que no dejan de avanzar hacia nosotros mostrando lo inevitable. Empieza el film en color, un norteamericano judío está en Alemania justo antes de que el nazismo tome el poder. En ese momento de demencia colectiva, un extranjero se encuentra dentro y fuera del cascaron del huevo de la serpiente.

Bergman nos presenta a lo largo de la mayoría de sus films personajes que tienen un estatus social claro, unos vínculos consolidados, una estilo de vida reconocible fácilmente comprensible y una vez que uno puede determinar quiénes son, el film se encargará de mostrarnos que todo aquello no tiene el menor valor. Que el valor de la vida está en otro lugar. En un espacio ciego. En un lugar difícil de describir y todavía más difícil de atrapar, porque no está quieto, no es predecible y sobre todo los personajes y las personas no llegan a comprender. La angustia no está entramada con la narración, pero ocupa un lugar central y generan los acontecimientos más inesperados e inquietantes.

El escenario como un tablero de ajedrez, que puede jugar la partida con la muerte, pero también con el resto de las inquietudes,  muchas veces es la descripción misma de lo Kafkiano si hubiera un entendimiento de tal cosa como un modo de ser, de concebir, de sentir ese mundo que va aparejado a una sensación de opresión, de angustia, de incertidumbre, de imposibilidad de arribar a la meta, de errar sin rumbo ni destino por caminos no elegidos, de fracasos y negación. Un ansia irresistible, apoyada en una verdad última, de cumplimiento imposible, para alcanzar un término que a uno lo sobrepasa, aunque en ello le vaya la vida.

¿Habría espacio para una revolución en un mundo que se aleja de estas sensaciones, que las esconde bajo una alfombra por la que todos nos desplazamos creyéndonos a salvo de nuestra propia oscuridad? ¿Es éste un mundo más luminoso? Es así que nace la luz en esta humanidad apaleada por las derechas que venden este mandato y nosotros pagamos en cuotas cada mes de nuestras vidas?

Bergman  dejó un legado de películas esperándonos, como un legado perfectamente filmado, capturando inquietudes e imágenes inquietantes que resuenan al verlas y que latirán en la parte más trasera de nuestro cerebro para siempre. 

 

Gracias Igmar Bergman.


* Este texto fue redactado en el marco de “Cine para actores”, en el cual se investiga el universo de diversos directores. Estos apuntes corresponden con la investigación dedicada a Bergman. 

Contacto para Cine para actores: cineparaactores@gmail.com IG @cineparaactores

La acumulación imaginaria: sobre algunas metáforas del capítulo 24 de El Capital // Gastón O. Bandes

  1. Releo a Marx, al gran economista, político y filósofo que fue, pero sobre todo al gran escritor que también fue. Figura central de la modernidad (incluida la nuestra periférica), Marx hizo de su escritura una actividad constitutiva del quehacer intelectual, una práctica fundamental de la teorización política. Cuenta Horacio Tarcus en “Leer a Marx en el siglo XXI” (introducción a su reciente Antología de textos de Marx): “A pesar de los apremios de sus editores, de su amigo Engels y de su propia familia, Marx estaba dominado por un afán de perfeccionismo que lo llevaba a revisar sus planes y a reescribir íntegramente sus textos. Roman Rodolski ha contabilizado catorce versiones del plan de El capital sólo entre septiembre de 1857 y abril de 1868”.

Por eso voy a releer algunos modos de hacer fluir escrita la teoría en Marx. Circunscribo mi análisis al capítulo 24 de El Capital, “La llamada acumulación originaria” (Tomo I, Volumen III, Libro I, sección VII) y a dos grupos particulares de metáforas entretejidas con la propia organización argumentativa del texto, lo que la retórica clásica llamaba dispositio: el orden de las ideas y el encadenamiento de las proposiciones en el discurso.

Elegí trabajar este capítulo porque justamente la noción de acumulación originaria ha resurgido en nuestro presente con enorme vigencia e impacto a partir de un texto clave de estas últimas décadas: Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, de Silvia Federici (2004). Reformulando críticamente el concepto marxiano, surgido –se sabe– del patriarcal (y eurocéntrico) punto de vista del proletariado asalariado masculino inglés, Federici detecta en la obligada confinación de las mujeres al trabajo reproductivo (tareas domésticas, concepción y cuidado de prole, etc.), otra forma fundamental de apropiación ganancial del trabajo y el cuerpo por parte de la euroburguesía blanca masculina triunfante. Para establecer esta división sexual del trabajo, se llevó a cabo así en los siglos XVI y XVII la gran Caza de Brujas y el control médico-estatal de todo aspecto concerniente a la reproducción (sexual, familiar, laboral) sobre los cuerpos de las mujeres: también “piedras angulares de la acumulación originaria”, junto con el colonialismo (o sea el Calibán), la usurpación de tierras y la proletarización del campesinado.

Ya uno de los pioneros en estudiar el estilo literario de Marx, el venezolano Ludovico Silva, hablaba, a principios de los ’70, de sus “metáforas-matrices”: “A lo largo de la obra de Marx se nota la aparición periódica, constante, de algunas grandes metáforas […] con que ilustra su concepción de la historia, y al mismo tiempo […] le sirven a menudo para formular sus implacables críticas contra ideólogos y economistas burgueses […]. Ellas no cumplen un papel puramente literario u ornamental; aparte de su valor estético, alcanzan en Marx un valor cognoscitivo, como apoyatura expresiva de la ciencia”.

Y aunque hoy podríamos preguntarnos ¿cuál es la “apoyatura” de cuál? (la “literatura”, más que expresar lo que la ciencia piensa, ¿no le estaría permitiendo a ésta imaginar sus ideas, intuir sus hipótesis?), la mirada cognoscitiva de Silva sobre el fenómeno permite ya ir sopesando ciertas tensiones con que la escritura de Marx se nos presenta entretejida. Porque si, por los mismos años en que Marx escribía en Londres El Capital, Baudelaire en París planteaba que “créer un poncif, c’est le génie” (“crear un lugar común, he ahí el genio”), entonces sin duda le debemos a un genio algunas metáforas que, posiblemente por su misma eficacia cognitiva devinieron divisas, eslóganes, memes: la religión como opio, el progreso como locomotora, las sociedades como edificios (estructura/superestructura), la revolución como parto, la revuelta como la toma por asalto del cielo, la violencia como partera de la Historia, la lucha de clases como motor de la historia…

De cuantas pueblan el famoso capítulo 24, aquí echaremos entonces nomás un vistazo a dos series aparentemente antagónicas de metáforas marxianas, que llamaremos –acatando con fines deconstructivos una dicotomía hegemónica del pensamiento occidental– de metafísicas y carnales. Y es que ambas series –de un lado espíritus, dioses extraños e intertextos bíblicos, del otro cuerpos humanos, barro y sangre chorreante– pertenecen a un conjunto imaginario mayor, un tejido dinámico y mutante de figuras, voces, símbolos, emblemas, ritos, mitos y relatos provenientes de los más diversos saberes y prácticas humanos. Una mezcla –dice Francis Wheen en La historia de El capital de Karl Marx– de “voces y citas procedentes de la mitología y la literatura, de los informes de los inspectores fabriles y de los cuentos de hadas, tan disonante como la música de Schoenberg, tan espeluznante como los relatos de Kafka”.

A esa urdimbre cultural y social, a ese tesoro colectivo, donde conviven lo racional e irracional, lo moderno y lo antiguo, lo onírico y lo empírico, sumado a un gran mosaico intertextual[1], la llamamos aquí –en cuasihomofónico homenaje al texto que es nuestro objeto hermenéutico– acumulación imaginaria. Ojalá que esta llamada aquí también acumulación no sea entendida en su sentido capitalista. Y no porque no haya ganancia económica y competencia despiadada en el campo de la ciencia, las letras, el arte y el espectáculo (que es por donde en parte de hecho circula bajo el ojo-red de los poderes) sino porque, como el goce, el sueño y la percepción, pertenece a todo el mundo: los medios de producción de la imaginación (aunque no así los de “la cultura”) son siempre del pueblo, una acumulación de deseos y saberes colectivos encarnados en una mismidad no estática, en tensión dialéctica permanente con lo identitario Otro. Algo parecido quizá a lo que algún poeta cubano llamara alguna vez “la cantidad hechizada” (José Lezama Lima) o algún filósofo argentino “materialismo ensoñado” (León Rozitchner): una “misma urdimbre de ese tenue tapiz mágico e invisible del que la tecnología racional cristiana, ahora cartesiana, quiere separarnos para que veamos sólo cosas desnudas, cosas puramente cosas despojadas del ensoñamiento que las sigue sosteniendo”.

  1. A banqueros, rentistas y corredores de bolsa, con un eco de novela de piratas, los llama tiburones. A la nueva visión comercial de los businessmen sinestésicamente la llama olfato: “El olor a pescado se elevó hasta las narices de los grandes hombres. Estos husmearon la posibilidad de lucrar con el asunto y arrendaron la orilla del mar”. A la permanencia material –con valor documental testimonial– de instituciones y prácticas precapitalistas, las llama huellas: “en los últimos decenios del siglo XVIII ya se habían borrado las últimas huellas de propiedad comunal de los campesinos”.

En sí mismas vulgares (lugares comunes creadas por un genio no individual ni moderno, como quería Baudelaire, sino colectivo y popular), metáforas tipo capitalista = tiburón o visión comercial = olfato se tornan en la retórica marxiana, sin embargo, extraordinariamente eficaces. En contra de quienes promueven la austeridad en los tropos y figuras literarias en la exposición científica, Marx parece decir, subsumiendo en sí –como buen gótico– los polos de lo clásico y lo barroco: mientras más compleja la trama analógico-imaginaria (barroco), más claro y contundente el desarrollo de la tesis (clásico). Así, coherente con aquella lógica historiográfica –y logocéntrica– que le hace decir que la escritura de la Historia es como una búsqueda de huellas (y que por ende la invención de la escritura marca en efecto el advenimiento del logos en las sociedades humanas), llega a llamar por ende prehistoria al mismísimo proceso de la acumulación originaria –la cual, claro, “aparece como ‘originaria’ porque configura la prehistoria del capital y del modo de producción correspondiente”[2]-.

Esta clase de paralelismos con frecuencia se establece asimismo en una tensión epistemológica, entre “humanidades” y ciencias, procesos sociales y químicos, materialismo histórico e historia natural: “Al enrarecimiento de la población rural independiente que cultivaba sus propias tierras no sólo correspondía una condensación del proletariado industrial, tal como Geoffroy Saint-Hilaire explica la rarefacción de la materia cósmica en un punto por su condensación en otro”. Hasta que de repente aparece alguna metáfora de metáforas: el “sistema proteccionista”. Un invento jurídico-estatal y también tecno-científico, lo nuevo al cuadrado, una voraz fábrica de fábricas: “un medio artificial de fabricar fabricantes, de expropiar trabajadores independientes, de capitalizar los medios de producción y de subsistencia nacionales, de abreviar por la violencia la transición entre el modo de producción antiguo y el moderno. Los estados europeos se disputaron con furor la patente de este invento”.

  1. A modo veloz de muestrario, las pocas metáforas supra al azar citadas tientan con sus posibles trazados teórico-críticos, cadenas genealógicas de nuestra imaginación (líneas intra, inter y transtextuales), traspaso de saber (y poder) sin duda fundacionales en la trama política y cultural de la modernidad. A pesar, claro, de cierta pereza crítica aliada a los intereses académicos: “En la literatura sobre el modernismo, Marx no es reconocido en absoluto. A menudo se retrocede hasta su generación, la generación de 1840 –a Baudelaire, Flaubert, Wagner, Kierkegaard, Dostoievski– para buscar el origen de la cultura y la conciencia modernistas, pero el propio Marx ni siquiera cuenta con una rama en el árbol genealógico”, dirá Marshall Berman.

Silenciamiento entonces, con excepciones (Silva, Franz Mehring, Mariano Dorr), del Marx escritor. Para contrarrestarlo –y de paso ir trazando una posible genealogía contemporánea de estudios sobre las metáforas de Marx–, en 1982, plena era Reagan, Marshall Berman entonces publica Todo lo sólido se desvanece en el aire. El título es una cita del Manifiesto comunista que, según este marxista y referente de los estudios culturales norteamericano, da cuenta como pocas de lo que él llama “la experiencia de la Modernidad”: “‘Todo lo sólido se desvanece en el aire’. La perspectiva cósmica y la grandeza visionaria de esta imagen, su fuerza dramática altamente concentrada, su tono vagamente apocalíptico, la ambigüedad de su punto de vista –la temperatura que destruye es también una energía superabundante, un exceso de vida–, todas estas cualidades son supuestamente el sello distintivo de la imaginación modernista. Son precisamente la clase de cosas que estamos dispuestos a encontrar en Rimbaud o en Nietzsche, en Rilke o en Yeats: “las cosas se disgregan, el centro no las sostiene”.

Años después, 1995, caído el Muro, globalizado el neocapital y desmoronadas ya todas las promesas revolucionarias –al menos tal como se la concebía hasta los ’70 –, Jacques Derrida retoma la posta de Berman: en Espectros de Marx, esa sensación epocal de eje flojo (“las cosas se disgregan, el centro no las sostiene”) es evocada a partir de la célebre sentencia de Hamlet (act I, esc.5): “The Time is out of joint (El tiempo está fuera de quicio)”. Embistiendo directamente contra ideas del tipo fin de la historia (propuestas por el “sicofante”, diría Marx, Francis Fukuyama) y entre evanescencias finiseculares, presencias no definidas, fantasmales, inmateriales, tras la niebla, Derrida nos pone a dialogar justamente con un espectro, que es tanto el rey padre asesinado de Hamlet como el comunismo, que –recordemos– hacia 1848 recorría Europa: “Ein Gespenst geht um in Europa –das Gespenst des Kommunismus”: “La experiencia del espectro: así es como, con Engels, Marx también pensó, describió o diagnosticó cierta dramaturgia de la Europa moderna, sobre todo la de sus grandes proyectos unificadores. Habría incluso que decir que la representó o escenificó. Desde la sombra de una memoria filial, Shakespeare habrá inspirado a menudo esa escenificación marxiana”.

Ese imaginario espectral –gótico, apocalíptico, grunge– presente en las grandes novelas de terror decimonónicas (Frankenstein, Drácula, Dr. Jekyll y Mr. Hyde) y que transmigrará a la ciencia ficción contemporánea, con sus mutantes, zombis y ciborgs, “no-muertos” (pero tampoco “no-vivos”) producto de experimentos científico-políticos siniestros, fábricas de fábricas, es fundante en los textos de Marx. Así, por los mismos años llamados posmodernos, y mientras la deconstrucción se nos proponía releer a Marx como un diálogo con espectros –o sea “una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones”–, desde los estudios de género y queer, Jack Halberstam, en Skin shows: Gothic Horror and the Technology of Monsters (1995), le daba un shock (crítico) a un cadáver, a un corpus (textual, el marxismo) que el Imperio no quería ver resucitar[3], para hacer por fin del Gótico la única versión materialista posible en las distintas escenas políticas contemporáneas: “El mismo Marx enfatizó la naturaleza Gótica del capitalismo al emplear la metáfora del vampiro para caracterizar al capitalista. En La Primera Internacional escribe: “la Industria Británica […] parecida al vampiro, podría vivir chupando sangre, también la de los niños”. El mundo moderno para Marx está poblado por lo no-muertos; se trata en efecto de un mundo Gótico atormentado por espectros y dominado por la naturaleza mística del capital. Escribe en Grundrisse: “[…]. Pero el Capital obtiene su habilidad solo al succionar constantemente trabajo vivo como si fuese su alma, del mismo modo que el vampiro”[4].

Capitalistas vampiros, asalariados zombis, revoltosos mutantes: es la sangre y la carne humana lo que vuelve hoy entonces en tanto contracara dialéctica de las evanescencias místicas y aquellas fluidificaciones espectrales de fin de siècle[5]. Así, ya en nuestros días, en la línea de Halberstam, la sangre y la carne explotadas por el Capital, siguen presentes cuando se habla, en la bibliografía política contemporánea, de Splattercapital (“Bifo”) o “capitalismo gore” (Sayak Valencia), con guiños en ambos casos a un subgénero de pelis de terror cruzado a veces con el gansta, la ciencia-ficción y el animé, atiborradas de chorros de sangre y pedazos de cuerpos humanos, torturas bizarras y múltiples formas del asesinato considerado arte camp, kitsch o pop[6].

Ahora bien, si el imaginario gótico de los espectros de Marx se pierde en retrospectiva en Shakespeare, que es lo mismo prácticamente que decir en los mitos y las leyendas de la Europa anglosajona –el mundo feérico de Sueño de una noche de verano (donde Puck, el espíritu sirviente del rey de las Hadas, parece anunciarse como nuevo demiurgo), la noche medieval de los sombras parlantes de Hamlet–, ¿cuál será la genealogía material de esa carne y sangre humanas en Marx, no en la herencia futura –que es nuestro presente– sino hacia el pasado, remontando la tradición de su “naturaleza mística”?

Contemporáneo de las relecturas y revisitas de Derrida y Halberstam, pero distante tanto de la deconstrucción como de los estudios culturales y queer, en 1993[7], desde las periferias del sistema-mundo, desde la Filosofía de la Liberación latinoamericana, Enrique Dussel publica Las metáforas teológicas de Marx. Paralelo a la consolidación del libre comercio en casi toda nuestra América, en el marco de la poscaída del Muro y los debates en torno al Quinto Centenario, el libro indaga en las ideas de corporalidad en Marx, ya no vueltas el espectáculo estético de la “escena socioeconómica contemporánea” (Fisher) sino, por el contrario, ubicando esa carne y esa sangre en el plano de un estatuto ontológico-material para un “juicio ético” propio de “una concepción unitaria del ser humano como persona, dentro de cuya tradición semito-cristiana explícita se inscribe ciertamente Marx, contra la antropología dualista griega y ‘moderna’ cartesiana”. Para Dussel, “la dignidad de la ‘carnalidad’ (corporalidad) está a la base de todo el pensamiento de Marx, como del pensamiento crítico de los profetas de Israel y del fundador del cristianismo; ¿cómo podría afirmarse que ‘dar de comer al hambriento’ en su corporalidad es el criterio absoluto del juicio ético (Mateo 25) si no hubiera una afirmación definitiva de la dignidad de la ‘carne’?”.

Dialéctica entonces entre dos campos semánticos que la metafísica hegemónica occidental opuso como base de todo su logos-sistema: lo espiritual/lo carnal. Entre ambos, toda una serie de imágenes donde la humanidad se juega la vida a través de la historia: veamos cómo hila Marx toda esa superabundante red imaginario-cultural en este ilustre capítulo 24 del Capital.

  1. Al igual que en todo el corpus marxiano, muchas, muchísimas metáforas calificables de “teológicas”, religiosas, bíblicas, abundan en el capítulo de la acumulación originaria: el crédito público como Credo, la deuda pública como Espíritu santo, el endeudamiento del estado como pecado contra el Espíritu Santo (“para el que no hay perdón alguno”) y hasta los empréstitos estatales como providencial maná: “capital llovido del cielo”. De a ratos la cita bíblica es apenas alusión intertextual que da pie a un sarcástico aguijón: “Los economistas ingleses filantrópicos, como Mill, Rogers, Goldwin Smith, Fawcett, etcétera, y fabricantes liberales del tipo de John Bright y consortes, preguntan a los aristócratas rurales ingleses, como Dios a Caín por su hermano Abel: ¿qué se ha hecho de nuestros miles de freeholders [pequeños propietarios libres]? Pero, ¿de dónde os habéis hecho vosotros? De la aniquilación de aquellos freeholders”.

Otras veces las citas bíblicas se imbrican en grandes hilados a través de campos semánticos superpuestos. Por ejemplo, cuando en un mismo párrafo el paralelismo clásico entre edades humanas y ciclos históricos (“la infancia de la gran industria”) sirve para mentar el trabajo infantil como “el gran robo herodiano de los inocentes”, en referencia, claro, a la matanza de niños ordenada en Belén por Herodes el Grande en el año I. En suma, es bíblico-teológico el analogon con que directamente arranca el mismo capítulo 24. A fin de desenmascarar la fábula fundacional de dos supuestas clases de seres humanos originariamente diferentes, Marx le da a la “pereza” una irónica función narrativa desencadenante de su propia contra-fábula y, por consiguiente, equivalente al pecado original en el Génesis: “Esta acumulación originaria desempeña en la economía política aproximadamente el mismo papel que el pecado original en la teología. Adán mordió la manzana, y con ello el pecado se posesionó del género humano. Se nos explica su origen contándolo como una anécdota del pasado. En tiempos muy remotos había, por un lado, una elite diligente, y por el otro una pandilla de vagos y holgazanes. Ocurrió así que los primeros acumularon riqueza y los últimos terminaron por no tener nada que vender excepto su pellejo. Y de este pecado original arranca la pobreza de la gran masa -que aun hoy, pese a todo su trabajo, no tiene nada que vender salvo sus propias personas- y la riqueza de unos pocos, que crece continuamente aunque sus poseedores hayan dejado de trabajar hace mucho tiempo”.

Permitiéndose al final una paradoja humorística, un relato se imbrica aquí con su propia desmentida, en un buen ejemplo de ese invento de Marx que fue su método dialéctico, “antítesis” (al contrario de lo que demasiados se empecinan en suponer) del de Hegel: “Dado que el filósofo alemán convierte a la idea de Demiurgo de lo real, la dialéctica aparece en sus manos invertida, “puesta al revés”. Para Marx se trata de “darla vuelta” para “descubrir así el núcleo racional que se oculta bajo la envoltura mística” (Tarcus). Demiurgo, mística… Por supuesto, en otro momento, sobre una especie de panteón donde se juega el destino histórico del planeta, el mismísimo sistema mercantil moderno-capitalista se enuncia en tanto “dios extraño” o demiurgo gnóstico: “Era ‘el dios extraño’ que se encaramó en el altar, al lado de los viejos ídolos de Europa, y que un buen día los derribó a todos de un solo golpe. Ese sistema proclamó la producción de plusvalor como el fin último y único de la humanidad”[8].

Otras veces, la alusión teológica o religiosa se desvanece todavía un poco más en el aire, en términos metafísicos à la lettre o incluso mágicos. Constructos griegos o –diría Dussel- “cartesianos” hegemónicos, como el alma, aparecen en la trama crítico-analítica del materialismo histórico. Pero, hilada con la metáfora misma del “misterio de la mercancía” y la condición abstracta que la anima[9], el alma puede inclusive tornarse, con un touch paródico al romanticismo alemán, “social” (nótese que la urdimbre se complejiza añadiéndole con tinte sarcástico la noción platónico-pitagórica de trans-migración): “Figurémonos, por ejemplo, a los campesinos de Westfalia, que en tiempos de Federico II hilaban todos lino, aunque no seda; una parte de los campesinos fue expropiada violentamente y expulsada de sus tierras, mientras que la parte restante, en cambio, se transformó en jornaleros de los grandes arrendatarios. Al mismo tiempo se erigieron grandes hilanderías y tejedurías de lino, en las que los “liberados” pasaron a trabajar por salario. El lino tiene exactamente el mismo aspecto de antes. No se ha modificado en él una sola fibra, pero una nueva alma social ha migrado a su cuerpo. Ahora forma parte del capital constante del patrón manufacturero”.

Y así como en el develamiento del misterio de la mercancía del capítulo I del Capital, Marx oscila entre la materialidad y la abstracción, también en su develamiento de la fábula de la acumulación originaria apela a su acumulación imaginaria y, en torno de la cohorte de espectros (almas sociales, espíritus santos, pecados originales, dioses extraños), para explicar mejor su tesis evoca la contrafigura dialéctica de un cuerpo humano, una criatura antropomorfa pero alegóricamente monstruosa. O mejor dicho, de dos criaturas antropomorfas…

  1. En verdad la criatura antropomorfa nace junto a otra de sus metáforas más famosas, uno de esos varios lugares comunes que el génie de Marx creó: “La violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva”. Núcleo de toda una alegoría política fundacional, la metáfora entonces es –más allá del entrecomillado irónico con que se envisten las “leyes naturales eternas”– aquí doblemente antropomórfica: personificada en la partera la violencia política y en la criatura la nueva sociedad capitalista: “Tantæ molis erat [tantos esfuerzos se requirieron] para asistir al parto de las ‘leyes naturales eternas’ que rigen al modo capitalista de producción, para consumar el proceso de escisión entre los trabajadores y las condiciones de trabajo”. De ese modo, casi haciéndolo un personaje (al menos alegórico) en su ironía, Marx en un momento nos trae todo un bebé que, con humor rabelesiano, se nos abalanza gigantesco y autónomo: “el modo de producción capitalista puede andar ya sin andaderas”.

La metáfora antropomórfica ya ha llegado sin embargo antes a su máxima productividad cuando, tras el análisis del sistema de la deuda pública y la secuencia cronológica de empréstitos históricos entre Estados, se constata el entonces ya actual y definitivo traslado geopolítico del eurocapital decimonónico a Estados Unidos (de ahí el interés de Marx por la Guerra de Secesión y La cabaña del tío Tom): “las ruindades del sistema veneciano de rapiña constituían uno de esos fundamentos ocultos de la riqueza de capitales de Holanda, a la cual la Venecia en decadencia prestaba grandes sumas de dinero. Otro tanto ocurre entre Holanda e Inglaterra. Ya a comienzos del siglo XVIII las manufacturas holandesas han sido ampliamente sobrepujadas y el país ha cesado de ser la nación industrial y comercial dominante. Uno de sus negocios principales, entre 1701 y 1776, fue el préstamo de enormes capitales, especialmente a su poderosa competidora Inglaterra. Un caso análogo lo constituye hoy la relación entre Inglaterra y Estados Unidos. No pocos capitales que ingresan actualmente a Estados Unidos sin partida de nacimiento, son sangre de niños recién ayer capitalizada en Inglaterra”.

A la metáfora antropomorfa del bebé-capitalismo, se la multiplica (ahora son muchos “niños”) y disemina atribuyéndole un estatuto clandestino, de indocumentación. Marx casi satiriza acá la traslatio imperii como inmigración ilegal o (con resonancias en el presente apabullantes) tráfico de personas ante la vista gorda de las aduanas, o sea –a semejanza de la mano de Smith- invisible entre los registros del Estado. Se confirma la naturaleza gótica según Halberstam (y Fisher) del paisaje marxiano: otra vez el vampiro. El capital fluye invisible gracias a (y a través de) la sangre derramada de niños, concretos hijos e hijas de familias proletarias: otra vez también los tiburones (si preferimos las de piratas), otra vez Herodes y la matanza de inocentes (si optamos por las bíblicas). Por otra parte, la falta de “partida de nacimiento” (documentos, inscripciones, data) de los capitales migrados de Europa a Estados Unidos estaría sugiriendo que, a mitad del siglo XIX, el trabajo humano (medido en sangre) que produjo ese traslado imperial todavía no se materializaba como huellas para que la Historia lo des-cubra. ¿O no vimos ya cómo Marx llamaba “huellas” a aquello que de una época sobrevive en otra, cómo para él una escritura de la Historia es menos el acto en sí de escribirla que las marcas materiales, documentales y corporales, de los hechos con los cuales va a interpretársela?

Testimonios del proceso de advenimiento histórico del capital, trazos de una escritura hecha de violencia indeleble, grabada en los cuerpos (y en la memoria de sus portantes): “La historia de esta expropiación de los trabajadores ha sido grabada en los anales de la humanidad con trazos de sangre y fuego”. Marx está escribiendo-descubriendo la historia de la violencia política mundial (aunque su eurocentrismo lo concentre solo en la ejemplar historia de Inglaterra): expropiaciones, robos, saqueos, incendios, violaciones, devastaciones, cautiverios, avasallamientos, represiones, desplazamientos, asesinatos, matanzas, genocidios. La acumulación originaria vuelva a enunciarse en términos metonímicos de corporalidad humana neta, pero hiperbolizada: “Si el dinero, como dice Augier, ‘viene al mundo con manchas de sangre en una mejilla’, el capital lo hace chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies”. El bebé-capital gigante, del que nada se nos dice –al menos en Marx– ni de su madre ni padre, al final del capítulo, vuelve a nacer – y lo hará una y otra vez en cada relectura– con poros, cabeza, pies y sangre, rasgos antropomórficos recubiertos de una mezcla (lodo) chorreante[10] (“energía superabundante”, “exceso de vida”) de tierra y agua. Léase las tierras y el mar, los dos dominios planetarios en disputa, claro, pero también los dos elementos cósmicos que todas las mitologías del mundo –qué curioso– relacionan con lo femenino.

  1. Si el gran bebé-capital de los “grandes hombres” hoy vuelve, en el imaginario imperial del neuroentretenimiento, como Un jefe en pañales (la comedia animada de Dreamworks, 2017), ¿qué pasó con la famosa partera alegórica que lo trajo al mundo? Se sabe: siguió más allá del texto de Marx su exitosa vida moderna de metáfora que, entre cierto campo cultural, político y mediático se hizo lugar común. Un clisé revolucionario que, opuesto a la apología liberal o socialdemócrata del consenso y el “diálogo” multicultural, siguió interpelándonos[11]. Y sin embargo, faltaba conjurar su poder persuasivo, su significancia naturalizada, cuestionar su imagen fósil de analogon automático de la violencia, ponerla patas arriba. Es lo que hace exactamente Silvia Federici cuando –desde un pie de página con que nos pega un patadón– plantea que la alegórica partera marxiana es poco “convincente”, por no decir absolutamente desacertada: “las parteras traen vida al mundo, no destrucción. Esta metáfora también sugiere que el capitalismo ‘evolucionó’ a partir de fuerzas que se gestaban en el seno del mundo feudal –un supuesto que Marx mismo refuta en su discusión sobre la acumulación primitiva. Comparar la violencia con las potencias generativas de una partera también arroja un halo de bondad sobre el proceso de acumulación de capital, sugiriendo necesidad, inevitabilidad y, finalmente, progreso.[12]

Podríamos decir entonces –y dando un rodeo a modo de síntesis provisoria- que, a las tensiones entre imágenes (espirituales/carnales), en una dialéctica no-hegeliana (materialista) que en términos estéticos va del gótico vampírico al “gore” zombi, y en términos éticos entre tradiciones filosófico-religiosas (griega-cartesiana/judeocristiana), y en términos epistemológicos entre saberes (literatura/ciencia, exactas/sociales, teoría/praxis), se le suma ahora una tensión aún más interesante: entre lo dicho y lo impensado (o silenciado u olvidado), lo que queda despuntado en ese tapiz cultural que dimos en llamar acumulación imaginaria. Porque pese a todo lo evanescente que pueda manifestarse lo sólido, pareciera que en Marx y su larga modernidad sin embargo algo trabaja aún en su quicio, no tan out of joint. Ese algo, que en los documentos de la cultura llamada alta (letrada, canónica, bajo la égida singular de la Ratio y el Hombre) deja bajo un cono de sombra a la mitad de cualquier población (junto con lo popular y común, lo corporal e “irracional”), es por supuesto el patriarcado: “no encontramos en su trabajo ninguna mención a las profundas transformaciones que el capitalismo introdujo en la reproducción de la fuerza de trabajo y en la posición social de las mujeres. En el análisis de Marx sobre la acumulación primitiva tampoco aparece ninguna referencia a la ‘gran caza de brujas’ de los siglos XVI y XVII, a pesar de que esta campaña terrorista impulsada por el Estado resultó fundamental a la hora de derrotar al campesinado europeo, facilitando su expulsión de las tierras que una vez detentaron en común”.

Aquel gran bebé chorreante de sangre y barro llamado sociedad capitalista, que en el retablo de la Historia Marx lo puso a nacer sin madre ni padre, tiene pues en la partera, además de la metáfora explícita (autoral) de la violencia, la implícita (crítica) de un olvido o lapsus en el revés de la trama del euro-imaginario positivista del siglo XIX (sobre todo en su naturalización de la “inevitabilidad” del “progreso”). Un punto de fuga por donde retorna sin duda freudianamente lo reprimido, un agujero en la urdimbre lógico-textual que no obstante permite releer por fin de otro modo el relato-develamiento (de la fábula) de la acumulación originaria (o primitiva). Y un siglo y medio después, entre nuevas “huellas” que salen a la luz de aquella “prehistoria” del capital, esa partera coincide ni más ni menos que con la bruja federiciana: “Históricamente, la bruja era la partera, la médica, la adivina o la hechicera del pueblo, cuya área privilegiada de incumbencia […] era la intriga amorosa […]. Una encarnación urbana de este tipo de bruja fue la Celestina de la pieza teatral de Fernando de Rojas”.

Viuda casi siempre, maestra en aceites y ungüentos, sabedora del poder oculto de plantas y flores, frutos y setos, perfumera, experta en la reparación de virginidades dañadas, depositaria de secretos de (im)potencia e (in)fertilidad, consejera cosmética, alcahueta y abortera, la curandera, de correrse la voz de su eficacia, podía llegar a ser consultada por gentes de lejanos bosques y aldeas. Tenía en ocasiones prestigio político en la comunidad y era temida y respetada (Doña Bárbara de Rómulo Gallegos es la versión latino-colonial de esa bruja caudilla). Otras veces en cambio solo era una mendiga, ladrona de leche o dependienta de la asistencia pública que por ello se convertía en sospechosa de practicar hechicería y nigromancia. O adolescente que experimentaba con hierbas y hongos alucinógenos del bosque y, en luna llena y otras fechas propicias, participaba en ritos ancestrales de fecundidad y protección que consolidaban sin duda vínculos de sororidad entre campesinas y villanas como resistencia a la opresión feudal, eclesiástica y patriarcal.  

Federici ubica así la gran caza de brujas en una encrucijada de poder/saber histórica: entre la expropiación de tierra y la proletarización del campesinado, por un lado, y la imposición institucional de una nueva episteme político-científica, euroburguesa y cartesiana, por otro. Y así, mientras se erradicaban las supersticiones medievales, las correspondencias mágicas y los ciclos astrales de la Madre Naturaleza, el “desplazamiento de la bruja y la curandera del pueblo por el doctor” se lee además como signo clave de la intersticial intervención de la nueva burguesía blanco masculina en los asuntos concernientes a la reproducción y la sexualidad –incluida la prostitución– de la población: “con la persecución de la curandera de pueblo, se expropió a las mujeres de un patrimonio de saber empírico, en relación con las hierbas y los remedios curativos, que habían acumulado y transmitido de generación en generación, una pérdida que allanó el camino para una nueva forma de cercamiento: el ascenso de la medicina profesional”.

Vimos que Dussel, en su libro sobre las metáforas marxianas telógicas, sostenía que la carne y la sangre en Marx son categorías antropológicas oriundas de la tradición judía, opuestas a la dicotomía metafísica clásica del cuerpo y el alma griegos, llegando a decir que “Marx fue, de hecho, un teólogo implícito, fragmentario, negativo”, y situándolo “dentro de una antigua tradición, la de los profetas de Israel, del cristianismo primitivo y los Padres de la Iglesia, siguiendo con los teólogos medievales y rematando en los primeros reformadores (Lutero, Melanchton, Zwinglio)”. Quizá esa parte del imaginario teológico de Marx también se entrecruza, en la gran noche gótica del siglo XIX, constelado aquí y allá de remanentes de aquel “bricolage ideológico” hecho con elementos “del mundo fantástico del cristianismo medieval, argumentos racionalistas y los modernos procedimientos burocráticos de las cortes europeas (Federici) que sostuvo durante dos siglos la caza de brujas tanto en Europa como (ante la mirada del Calibán) en América. Apenas hay en verdad una alusión a ellas en la versión del capítulo 24 aparecida solo en la tercera y cuarta edición de El Capital, durante el desarrollo de la cuestión legal-financiera de los “tiburones” de la Bolsa. De repente, la pluma pinturera de Marx exclama: “Por la misma época en que Inglaterra dejó de quemar brujas, comenzó a colgar a los falsificadores de billetes de banco”.

¿Por qué no habrá seguido Marx esa hilacha de tejido imaginario, con toda su potencia gótica y sus ecos shakesperianos (las brujas de Macbeth o la misma Syrocax, madre hechicera africana del Calibán americano de La tempestad)? ¿Por qué ese cabo suelto, olvidado (vuelto a publicar gracias al trabajo crítico-editorial) en la prolija y compleja trama de la dispositio? Y es que a Marx, en su no dar puntada sin hilo con el fin de develar la urdimbre histórica que sostenía la injusticia social, sin embargo, la cuestión de las mujeres –su penosa situación política y social, su fundamental rol económico en el mismísimo proceso de instauración mundial del capital–, como a la gran mayoría de los demás representantes de “la experiencia de la modernidad” (Baudelaire, Flaubert, Wagner, Kierkegaard, Dostoievski, todos varones, reconozcámoslo), se le escapó al parecer también en medio de una tiniebla espectral.

  1. Para volver –tras tantos espectros y dioses extraños, tantas parteras y criaturas chorreantes de sangre y barro– a la cuestión general de las metáforas del capítulo 24, déjenme seguirle a Dussel su rastreo genealógico del concepto de usura y la prohibición de su práctica en la tradición semítica, donde al materialista Marx se lo hace pues un teólogo incluyéndolo en un debate ético-religioso milenario en torno de la cuestión del interés prestamista a partir de un pasaje del Deuteronomio: “No cargues intereses usureros a tu hermano ni sobre dinero, ni sobre alimento, ni sobre cualquier préstamo. Podrás cargar intereses a los extraños, pero no a tu hermano”. Y, apelando también a la metáfora biológica del nacimiento (y la muerte), Dussel detecta en Martin Bucer y Calvino los primeros cuestionamientos a este hasta entonces inamovible (ni siquiera Lutero se atrevió a tanto) aspecto de la ley mosaica: “¡La exigencia ética del Deuteronomio 23, 20-21 había muerto! El capital podía nacer. La moral cristiana europeo-moderna (la religión fetichista […]) se las había arreglado para borrar una exigencia que tuvo vigencia durante veinticinco siglos”.

De ahí en más –se sabe– el proceso de transformación del modo de producción feudal en modo de producción capitalista será imparable, “sin andaderas”: el ethos burgués se organiza como manifestación de la esencia del Evangelio, sobre todo a partir de Hobbes y después Smith, cautivo en la tendencia anglosajona empírico-liberal de aplicar paralelismos pseudo-científicos entre las supuestas leyes socioeconómicas y las comprobables leyes físico-matemáticas de la episteme newtoniana. Así, continúa Dussel, “todo quedaba ordenado objetiva y subjetivamente […] como una gran ‘maquinaria económica’ arquitectonizada por Dios, de manera necesaria. Todo quedaba así preparado, teórica y teológicamente, para poder reproducir ideológicamente el sistema […]. Marx se encontraba, al realizar la crítica de la economía política burguesa, ante esta orquestación teológico-económica, y la enfrentará con los mismos recursos, aunque sea ‘metafóricamente’, ya que ironizará en muchos casos estas construcciones ‘teológicas’”.

Esa “orquestación teológico-económica” entrañó también –vimos recién– la expropiación (“cercamiento” dice Federici, en una metáfora/paralelismo escalofriante) de los saberes-poderes de las mujeres, sobre todo los relativos al cuerpo, la sexualidad y la Madre Naturaleza. De ahí quizá que, ente todas sus tensiones, la pluma de Marx haya traído al tejido de su argumentación cierta metáfora que conecta con uno de los campos de experiencia/saber propios de la partera/bruja, las plantas, a la vez en simbiosis con cierta lógica capitalista, artificial, con esa tendencia a la intervención técnica-reproductiva para acelerar (o detener) los ciclos biológicos o incluso estacionarios: un invernadero.

Es la imagen comparativa a la que más se recurra (cuatro veces) durante todo el capítulo. En una oportunidad sirve para comparar nada menos que el propio tema o tópico, la mismísima acumulación originaria, en un momento de máxima síntesis: “España, Portugal, Holanda, Francia e Inglaterra […] todos ellos recurren al poder del estado, a la violencia organizada y concentrada de la sociedad, para fomentar como en un invernadero el proceso de transformación del modo de producción feudal en modo de producción capitalista y para abreviar las transiciones”.

Con probabilidad surgida un pasaje de Mirabeau citado al pie páginas antes, donde se compara a ciertos talleres de manufacturación con “artificiales plantas de invernadero cultivadas por los gobiernos” (De la monarchie, t. III), la imagen remite en otra ocasión a dos actividades impulsoras por antonomasia del capitalismo: “El sistema colonial hizo madurar, como plantas de invernadero, el comercio y la navegación”. En una tercera oportunidad, el invernadero es comparable al sistema del crédito público, otra experimentación (botánica/social) cultivada cronológicamente por distintos estados-nación europeos, a modo de postas, y ya irreversiblemente arraigada: “El sistema del crédito público […] tomó posesión de toda Europa durante el período manufacturero. El sistema colonial, con su comercio marítimo y sus guerras comerciales, le sirvió de invernadero. Así, echó raíces por primera vez en Holanda”. Y así, saltando por los tiempos e imperios, aparece finalmente para mentar la proletarización del campesinado otra vez como experimentación social (al parecer tampoco tan moderna): “El servicio militar, que tanto aceleró la ruina de los plebeyos romanos, fue también uno de los medios fundamentales empleados por Carlomagno para fomentar, como en un invernadero, la transformación de los campesinos alemanes libres en siervos”.

Otra vez el historiador -y político, economista, sociólogo y filósofo– Marx vuelve a ser conectado, en su magistral entramado textual, por alguna analogía transhistórica surgida de esa llamada acumulación imaginaria del escritor Marx. He ahí una herencia dialéctica materialista que –siempre y cuando se quiera cambiar el mundo y no solo interpretarlo– permite “leer el pasado como algo que sobrevive en el presente” (Federici), para cultivar un “juicio ético” (Dussel) y “una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones” (Derrida) que les den una nueva potencia revolucionaria a nuestras luchas anticapitalistas, antipatriarcales y decoloniales, de aquí y allá.

 

 

[1] Además de cartas, manuscritos, anales, journals, leyes, reportes de Public Health, estatutos judiciales y gremiales, obras anónimas y, por supuesto, toneladas de libros de Historia (la social de la gente de los condados ingleses del Sur, la del estado pasado y presente de la población trabajadora, la de la Reforma Protestante, la de la literatura política inglesa desde los primeros tiempos, la del comercio, la de la agricultura, etc.), en las citas al canon literario-filosófico saltan a la vista aquí y allá principalmente –lo nombra nueve veces– el revolucionario y francmasón conde de Mirabeau y, luego, Shakespeare, Francis Bacon, Tomás Moro (de su Utopía trae un país donde “las ovejas devoran a los hombres”), Montesquieu, Rousseau y hasta una “bonita polémica” desencadenada por un influyente best-seller de la incipiente cultura de masas del siglo XIX: “Cuando la actual duquesa de Sutherland recibió en Londres con gran boato a Mrs. Beecher-Stowe, la autora de La cabaña del tío Tom, para ufanarse de su simpatía por los esclavos negros de la república norteamericana, simpatía que, al igual que sus aristocráticas cofrades, se guardó muy sabiamente de manifestar durante la Guerra de Secesión […] expuse en la New-York Tribune la situación de los esclavos de las Sutherland”. Tampoco será esta la única vez que Marx se autocite: una final nota al pie remata el capítulo 24 con un fragmento del Manifiesto Comunista, ese que dice que “la burguesía produce sus propios sepultureros”.

[2] Michael Perelman, en The invention of Capitalism (2000) dice que al término “acumulación originaria” (o primitiva) lo acuñó Adam Smith y que Marx lo rechazó debido a su carácter ahistórico: “Para recalcar su distancia de Smith, Marx antepuso el peyorativo ‘llamada’ al título de la parte final del primer tomo de El Capital” (citado por Federici).

[3] A propósito, y con motivo del bicentenario de nacimiento de Marx, el entonces vicepresidente de un país latinoamericano con un proyecto político considerado alternativo al capitalismo neoliberal, escribió en la revista paceña La Migraña: “Marx sigue siendo el espectro de la época insuperable, está ahí, se lo mata cada 10, 20 años y vuelve a nacer, se declara su extinción y vuelve a renacer; es una cosa fascinante” (Álvaro García Linera).

[4] Cito a Halberstam de Mark Fisher, de los extractos de su tesis Flatline Constructs, titulados “Materialismo gótico” en el libro editado por Juan Salzano Deleuze y la brujería (2009).

[5] En efecto, cuando ciertas citadas Crónicas refieren que, tras la expropiación del pequeño campesinado por Enrique VIII, “han desaparecido innumerables casas y pequeñas fincas […] numerosas ciudades están en ruinas […] villorrios destruidos para convertirlos en pasturas para ovejas, y en los que únicamente se alzan las casas de los señores”, he ahí pues el paisaje desolador de algunos cuentos de Edgar A. Poe y las novelas de terror victorianas, con la tenebrosa y solitaria mansión en ruinas en lo alto de una colina, rodeado de naturaleza muerta y aldeas fantasmas.

[6] En Los espantos (2016), Silvia Schwarzböck define justamente como espantos los efectos de la posdictadura en el contexto del neoliberalismo triunfante y propone en consecuencia abordarlos como “objeto estético, antes que filosófico-político”, a partir de “las reglas de la ficción”: “Los espantos, por pertenecer al género terror, piden la estética para ser leídos. Lo que en democracia no se puede concebir de la dictadura, por más que se padezcan sus efectos, es aquello que se vuelve representable, en lugar de irrepresentable, como posdictadura: la victoria de su proyecto económico / la derrota sin guerra de las organizaciones revolucionarias / la rehabilitación de la vida de derecha como la única vida posible”.

[7] En la literatura argentina, ese mismo año, el título de una novela de Andrés Rivera resumía también la “atmósfera” out of joint en que estaba sumida cierta izquierda que alguna vez creyó, en tanto heredera de Marx, poder cambiar el mundo: La revolución es un sueño eterno (1993) abre con un epígrafe autobiográfico de Perón, de Del poder al exilio, referido a una “atmósfera borrosa de lluvia y niebla [donde] todo parecía irreal”. Conectando el ’55 con Mayo (recordemos que Juan José Castelli es el protagonista de la ficción), otra vez surgen, en el revival de la novela histórica latinoamericana, los espectros de Derrida, el “gótico” de Halberstam (y Fisher), los espantos de Schwarzböck.

[8] La del demiurgo parece ser una matriz imaginaria constitutiva de la oikonomia de Occidente: es (Disney lo sabía, le asignó esa figura al ratón Mickey en su clásico Fantasía) “el aprendiz de brujo” que Berman analiza en el Fausto de Goethe. 25 años después, a lo largo de El reino y la gloria (2008), Giorgio Agamben vuelve a asediar genealógicamente la imagen demiúrgica, ubicando su origen en los tiempos de la Gnosis y sus disputas teologales con los Padres de la Iglesia y analizando su secularización desde Hume y Smith hasta Carl Schmitt y Walter Benjamin. Así, estos demiurgos que trasmitieron su oculta philosophia a cabalistas y magos renacentistas, contracara masculino-aristocrática de las brujas y curanderas de pueblo, transmigran a la prosa marxiana en ciertos “favoritos” de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales que, “más astutos que los alquimistas, hacían oro de la nada”.

[9] Todo el desarrollo de El Capital es el intento por escindir lo que fue unido (confundido) por el idealismo filosófico y el liberalismo económico: la materialidad-trabajo de la mercancía y el proceso abstracto que terminó internalizándosele. Para despojar a su objeto (la historia) de toda metafísica, Marx debe pues inventar la metáfora del fetichismo para explicar el misterio de la mercancía: un acto (de habla) mágico primitivo – del tipo que décadas luego Frazer catalogaría en La rama dorada– por medio del cual se inviste a un objeto de poder sobre un sujeto. Del mismo modo, para definir la condición psicológica de quien ha naturalizado su condición social, Marx hablará de “alienación”, a usanza de los teólogos que –hasta bien entrado el siglo XVII y con la caza de brujas alrededor– hablaban de enajenación del espíritu o la voluntad por una afección astrológica o posesión demoniaca merced a un objeto particular (Silva). En suma, inversión: en Marx, “la mercancía se muestra a los propios productores como un fetiche, un producto humano que se ha autonomizado, ha cobrado vida propia, y ahora rige la vida de los hombres. Los objetos (los productos humanos) devinieron sujetos (‘fetichismo’) al mismo tiempo que los sujetos se volvieron objetos, esclavos de sus designios (‘cosificación’)” (Tarcus).

[10] La mezcla de sangre y barro espejea en nuestra literatura, desde su brutal fundación con El matadero, de Esteban Echeverría (1838-1871, el lapso entre su escritura y publicación casi coincide con el de composición de El Capital), hasta El fiord (1969), de Osvaldo Lamborghini, que insiste en la alegoría de un parto entre la sangre y la mugre como flexión literal de la violencia político-sexual en Argentina.

[11] En la poesía argentina fue Arturo Carrera quien decidió ponerse a oírla: “No se borró aún la sangre de nuestros rayados. No se borra. No se borrará la sangre de los emboladores: la voz de la partera estalló en nuestra sangre y has de tomar bien ese oro; de aquel terremoto rojo bien lo rojo: bufón para tu plancton: es nuestra pintura: nuestra sangre”. En La partera canta (1982) se nos cuentan devenires posibles de la lengua en pleno umbral posdictadura: un gran leviatán comedor de plancton, las metáforas históricas de la escritura (de la sangre) y la herencia (documental, testimonial, “ese oro” acumulado) de la violencia que llevamos en el cuerpo a través del legado “rojo” de Marx.

[12] El mismo año en que, con Leopoldina Fortunati, Federici publicaba los primeros resultados de su investigación sobre las mujeres en su transición del feudalismo al capitalismo en Il Grande Calibano. Storia del corpo social ribelle nella prima fase del capitale, en Argentina, con motivo del video Nunca Más hecho por la comisión Sabato, emitido por TV en julio de 1984, también Fogwill, un mes después, en “Testimonio, verdad, utilidad” (en Primera Plana), tras evocar al “Hombre que vio a la partera” de Arlt, cuestiona la metáfora – que atribuye a Engels o “algún libro olvidado”– de la violencia como “Diosa partera de la Historia”: “la sangre, los alaridos de la parturienta y la despersonalización que las mascarillas quirúrgicas imponen a los otros actores de la escena sirvieron para marcar con el signo del horror los testimonios que el público vería minutos más tarde. […] Marcando con el horror a un acontecimiento se lo extrae de la historia humana, tal como los rituales y los procesos neuroquímicos del parto ayudan a extraerlo de las biografías y hasta de la memoria. […] La alegoría del parto refuerza […] la vinculación del tema a los símbolos de la maternidad (Madres, Abuelas), y a la trama de los vínculos familiares […] remitiendo las demandas de explicación y justicia a una cuestión ‘de sangre’, para enturbiar la evidencia de que por sus orígenes y por sus consecuencias futuras, el Terror de Estado es una cuestión exclusivamente política”.

imagen: No quiero ir nada más que hasta el fondo. Florencia Breccia, 2017

 

Publicado previamente En Boletín GEC, Nº 23, jun. 2019.

 

¿Hubo una guerra en la Argentina? (*) // Luis Mattini

La palabra guerra viene del antiguo germánico wërra y significaba «querella». Con el tiempo fue adquiriendo diversos matices pero, en todo caso, se admite como un conflicto no posible de resolver pacíficamente. Esto sea dicho no para alardear de sapiensa lingüística sino para empezar señalando las dificultades de todo intento de empezar la discusión por la vía de las definiciones. Por lo demás, si nos dirigiéramos a las explicaciones específicamente militares nos encontraríamos con idénticas dificultades. Para un mariscal como Montgomery, por ejemplo, las luchas independentistas americanas dirigidas por generales como Washington, Bolívar o San Martín, no fueron «propiamente guerras».

Desde luego para nosotros no es una cuestión semántica, ni académica, ni de curiosidad histórica. Es importante analizar por qué el estado de la Argentina de los setenta se volvió terrorista a punto tal que inauguró en la historia moderna un método represivo inédito con una nueva categoría jurídico-política internacional: el desaparecido, palabra ésta que hoy se usa en español y en muchas lenguas. Pero el análisis y el debate deben tratar de evitar que las consecuencias de las conclusiones condicionen a las hipótesis o, dicho de otro modo, que las respuestas se antepongan a las preguntas. Precisamente, por anteponer amañadamente la respuesta a la pregunta, cierto abogado, alimentando la teoría de los dos demonios, explica que el estado «había perdido la razón». El estado se habría «vuelto loco» en manos de unos locos militares.

Por su parte, los militares, que no tienen nada de locos, ni de irracionales, han sido claros y en la definición bélica basan toda la justificación del terrorismo de estado. Para ellos no sólo hubo una guerra sino que la misma formaba parte de la «tercera guerra mundial»; la forma que el comunismo se iba imponiendo en el mundo. En las condiciones sociopolíticas de la Argentina de los años sesenta habría surgido el «demonio» subversivo y en la represión al mismo se habrían cometido «excesos».

Ahora bien, desde el campo popular se niega la existencia de esa hipotética «guerra», pero no como conclusión sino a priori, con el objetivo de quitar argumento a los militares. Considero esto un serio error y una lamentable demostración de derrota ideológica, al menos una respuesta a la defensiva. De hecho, con esta actitud se está admitiendo que en caso de que hubiere habido guerra, dicha situación habría justificado los secuestros, las desapariciones, las torturas, el rapto de niños, etcétera. Con el mismo criterio se podrían admitir los crímenes de guerra de los nazis (estaban en guerra), de los norteamericanos en Hiroshima o Vietnam y la larga lista de genocidios de este siglo y los anteriores sin olvidar los recientes bombardeos de la OTAN a Yugoslavia. Pero llevado a su expresión más concreta y cotidiana, ello admite que una persona por ser subversiva al sistema dominante pierde los derechos humanos.

Porque si bien es cierto que la definición de guerra o no guerra es discutible, lo que no puede negarse es que había una activa actitud subversiva en gran parte de la población que rechazaba el tipo de país que se estaba imponiendo. Miles de personas éramos subversivos y afortunadamente muchos lo seguimos siendo, es decir rechazamos este modelo de país y de civilización y sin embargo hoy no emprendemos acciones bélicas.

El estado tiene la función inmanente de su propia naturaleza de reprimir toda intención de alterar el orden constituido, la acción subversiva y, como suele decirse grandilocuentemente, «con todo el peso de la ley». Esa fue la guillotina, inventada por el racionalismo francés. Instrumento para que «se cumpla la ley». Todos los estados son, entonces, por definición, represivos. La represión va desde la coerción económica o burocrático-cultural pasando por las «fuerzas de seguridad interna» hasta el propio ejército nacional según lo exija la correlación de fuerzas. En tal sentido, si no fuera una gazmoñería típicamente argentina, es ridículo pensar que con leyes se puede «garantizar» que fuerzas armadas que no pertenecen al ministerio del interior participen en determinadas condiciones de la represión.

Sin embargo es preciso diferenciar, por así decir, el «derecho natural» del estado en donde la represión contiene incluso un alto grado de brutalidad y crueldad del terrorismo de estado. Esta diferenciación no se propone establecer calificativos de mayor o menor dolor sino examinar los efectos sobre la población y sus resultantes. Porque lo que define al terrorismo de estado no es el grado de crueldad. Si se me permite un parafraseo diría que la represión tradicional del estado a la insubordinación de sus súbditos se corresponde a aquello de: «la guerra es la prolongación de la política por otros medios», mientras que el terrorismo de estado sería algo así como la prolongación de la guerra por medio de la política. El terrorismo de estado es una política con un conjunto planificado de contenidos, sociales, económicos y culturales, llevada a cabo por medios terroristas a veces encubiertos en acciones bélicas «regulares». Podría aventurarse que es una nueva forma de guerra. 

Y mas aun; proyectando la idea podríamos afirmar que así como se ha establecido esa categoría terrorismo de estado como novísimo método represivo, los bombardeos «quirúrgicos» de la OTAN a Yugoslavia podrían ser calificados de terrorismo de potencia.

Pero esto nos saca del temario, volvamos. Las protestas sociales como expresión primarla de la lucha de clases se desarrollan por un terreno que generalmente empieza a ser aquel que va de los estrictamente legal hacia zonas fronterizas con la legalidad y con mucha frecuencia hasta forzar o entrar directamente en la ilegalidad. Mediante esa puja, legítima dentro de la lucha política, precisamente se pueden modificar las leyes. Algo que era ilegal pasará a ser legal. Que se modifiquen las leyes o que se «aplique todo el peso de la la ley» no es cuestión jurídica sino de tensión de fuerzas. Es la política.

Cuando los conflictos entran en determinado nivel de desarrollo sin solución pacífica aparece la opción armada, la cual asumirá formas organizadas siempre que existan sujetos políticos dispuestos a llevarla a cabo. Esto es una constante histórica. «La guerra como continuidad de la política». Pero es poco pensable una expansión de la lucha armada sin la existencia de la base histórico-cultural y de la coyuntura económico-política. La violencia estructural de los años sesenta exacerbada por la crisis política crónica, si bien creaba condiciones favorables para el surgimiento de la lucha armada, no fue su iniciadora ni mucho menos. Este es el debate fundamental y la explicación que debemos a las nuevas generaciones los protagonistas sobrevivientes. Explicar que aquella violencia política, en donde la lucha armada propiamente dicha era una de sus formas, no fue la expresión espontánea de masas desesperadas por la miseria y la marginacion, sino una opción política en el sentido clausewitziano, conscientemente adoptada por una parte de la juventud, trabajadores y estudiantes que gozaban de una, quizá modesta, pero aceptable situación económica y que, por eso mismo, empezaron a sentir como propia la bofetada en el rostro de los demás. Un proyecto de cambio que incluía, en aquella coyuntura (dictaduras militares o «estado policial» mediante) el uso de la fuerza para imponer un rumbo distinto al que los poderes dominantes imprimían al país.

Porque hay que recordar que el recurso de la violencia como manera de resolver el conflicto político, fue lógica común a lo largo de dos décadas, tanto en las Fuerzas Armadas y los centros del poder que la sustentaban bajo la Doctrina de la seguridad nacional, como en las organizaciones guerrilleras y en una considerable parte de la población bajo la consigna de «responder con violencia revolucionaria a la violencia reaccionaria.»

Ahora bien, efectivamente existían en el país «grupos subversivos», particularmente los de formación marxista, quienes, como tales, es decir como marxistas consecuentes, sostenían una visión internacional del proceso histórico concibiendo la revolución «nacional por su forma, internacional por su contenido» y, en cierta forma, se inscribían en la llamada «tercera guerra mundial». Supuesta «guerra» en la cual, por cierto, el principal hipotético temido agresor, la Unión Soviética, no tenía las más mínimas ganas de participar y no sólo no apoyaba a los subversivos, sino que hasta en muchos casos colaboró para su dispersión, por acción u omisión. Pero ni la situación social, ni la crisis política, ni la proscripción al peronismo hubieran sido suficientes para posibilitar el surgimiento de las organizaciones armadas de no haber mediado el golpe de estado de 1966.

El golpe de estado de 1966 tiene poco que ver con los anteriores golpes de estado. Este se inspira en la Doctrina de la seguridad nacional. Y a su vez, esta doctrina —cuyas raíces datan de 1957, antes que existiera la revolución cubana— es, en el caso de los argentinos, de una precocidad únicamente explicable por ese rasgo nacional que nos hace ser frecuentemente más papistas que el Papa. Pero el trazo distintivo fue su carácter preventivo del cual se desprenden políticas que luego actuaron como profecías cumplidas. En efecto: como consecuencia de las acciones represivas preventivas de la dictadura del General Onganía, irrumpen los grupos subversivos con lo cual se cumplen las prevenciones de la Doctrina de la seguridad nacional. El enemigo estaba encubierto y ante la acción de las fuerzas del bien se ve obligado a desenmascararse. Sin embargo, persisten las dificultades porque ese enemigo sabe mimetizarse con la sociedad, especialmente entre los políticos y los “idiotas útiles», entre los comunistas disfrazados de cristianos y de peronistas.

Es decir, para la lógica de la Doctrina de la seguridad nacional, la acción represiva no engendra reacción de las masas postergadas como «caldo de cultivo» del comunismo inter- nacional, sino que desnuda, pone al descubierto aquellos sectores que son la punta de Ianza, las avanzadas del «enemigo». Por eso la aplicación de la Doctrina de la seguridad nacional, por lo menos en el caso de Argentina, fue preventiva y como parte de una cruzada mundial contra el comunismo. Es asaz probable que nunca imaginaron que aquel sistema socialista mundial se derrumbaría mucho después pero por una vía inesperada.

Mientras tanto, la resultante fue a la inversa: la guerra como prolongación de la política iniciada con la «Noche de los bastones largos» engendró esos estallidos sociales que la elocuencia popular calificaría con los sufijos «azos»: El Correntinazo, el Rosariazo, etc., para llegar a su apogeo en el Cordobazo. Y de estos estallidos sociales emergieron los grupos armados, los cuales si bien estaban en la mente y en los intentos de ligas de avanzada, sólo pudieron concretarse y cobrar desarrollo después de los azos.

Y ahora podemos intentar una pregunta: ¿Si esto no es guerra, qué es?

Es posible pensar que el «Comunicado N° 1 de Campo de Mayo» (según dicen redactado por el pastor de la democracia Mariano Grondona) fue una declaración de guerra de hecho, por parte del bien llamado «Partido Militar» al adoptar y aplicar en forma precoz y fundamentalista la Doctrina de la seguridad nacional. Doctrina que implicaba no sólo un cambio cualitativo en las concepciones estratégicas de las fuerzas armadas, es decir la redefinición de las llamadas hipótesis de conflicto haciendo girar la direccionalidad hipotética de un eventual enemigo externo hacia adentro, hacia la propia población, sino que también contenía un cambio radical en el reglamento de combate a punto tal de invertirlo.

Expliquemos un poco esto: Tradicionalmente un ejército posee diversas armas. Algunas son específicamente de combate, pertrechadas, uniformadas e instruidas para el contacto directo con el enemigo. Otras son de apoyo, servicios u operaciones tácticas de diversionismo, espionajes y cosas por el estilo. Pero la fuerza principal que enfrenta al enemigo en primera línea es la infantería, a la que se denominaba con orgullo la «reina de las batallas». La infantería, al son de la música de Wagner, libraba batallas y ocupaba el terreno, clave para toda victoria militar. Eso era la guerra convencional, civil, nacional o internacional. Y si esa es la definición de guerra, pues aquí no hubo una guerra y cuando la hubo (en las Malvinas) no había infantería capaz de ocupar el terreno.

Pero, como dijimos, la Doctrina de seguridad nacional incorporaba otra concepción bélica en la cual el arma de combate tradicional pasaba a ser sólo decorativa, mejor dicho de apoyo y las que antes funcionaban como apoyo pasaban a ser las fuerzas de combate. Esto recién se lleva a cabo en 1974 a partir del Operativo Independencia en Tucumán y en todo el país cuando el general Videla asumió el monopolio del poder represivo a mediados del año siguiente, en pleno gobierno peronista, antes del golpe de 1976. Las unidades uniformadas sólo amedrentaban, ni siquiera presentaron combate a las magras fuerzas guerrilleras. Ocupaban escuelas, fábricas, edificios públicos, etc. Ocupación que no se lograba a costa de duros combates para desalojar un supuesto enemigo, simplemente porque la resultante principal de la aplicación de la Doctrina de la seguridad nacional fue la figura de países ocupados por sus propios ejércitos. Ni siquiera puede decirse que la ocupación era especialmente brutal. Por supuesto, era molesta, arbitraria, prepotente pero, en términos relativos, menos brutal que en otras oportunidades.

Porque la brutalidad estaba ejercida en las sombras por unidades que antes eran de apoyo y ahora pasaban a ser las verdaderas unidades de combate: en particular la inteligencia en sus diversas ramas. Digamos que el cambio se puede expresar por el hecho de que el Jefe de Inteligencia del Estado Mayor, cuya función tradicional era de servicio auxiliar, pasó a funcionar como Jefe de Operaciones y el Jefe de Operaciones a tareas auxiliares.

La infantería, aquella orgullosa «reina de las batallas», fue reemplazada por los grupos de tareas. Comandos bien entrenados, con funciones estrictamente compartimentadas, que actuaban sobre el «enemigo» aplicando la táctica del secuestro y la desaparición forzada en donde el saqueo, más allá de «excesos» puntuales en provechos personales, formaba parte de la doctrina bajo la figura de botín de guerra. El estado represor, cruel o sanguinario, pasó a estado del terror y de allí al terrorismo de estado, como lógica consecuencia de la aplicación precoz de la Doctrina de la seguridad nacional.

Si esto no es guerra, busquemos la palabra adecuada, pero no es simple represión por cruel que haya sido, ni simples excesos represivos. Es una categoría de dominación propia de este siglo y que se corresponde a determinado tipo de civilización; a la variante extrema de la dominación burocrático-anónima.

Intentemos algunas comparaciones para ayudarnos en la idea. El estado francés, modelo de crueldad cuando se trata de cumplir las funciones que le corresponden, es decir, defender el orden constituido, hijo directo del terror de la Revolución Francesa: Los comuneros de París fueron fusilados sin piedad y, como si eso fuera poco, sobre las cenizas del barrio insurrecto se construyó la Catedral de Montmartre como símbolo del triunfo eterno del poder. Aun así no puede considerarse terrorismo de estado. En la reciente guerra de El Salvador las cabezas de los guerrilleros en picas, los cuerpos fueron mutilados en magnitudes espantosas, pero aun así, eran conmensurables, visibles y hasta podríamos decir medibles. Uno podía aterrorizarse pero sabía lo que le podía pasar. La represión a los obreros de la Patagonia en 1922, bárbara y despiadada, con cientos de fusilamientos, tampoco era terrorismo de estado. Podemos incluso remitirnos a uno de los más terribles ejemplos históricos: el nazismo. Huelgan las palabras para calificar, no alcanzan los adjetivos de todos los idiomas, pero aun así no era terrorismo de estado. Era, sí, la dictadura terrorista. El partido a cara descubierta se asumía como Nación en el estado y aplicaba el terror visible, obvio, imaginable. Y a su modo, con la ley en la mano. Un rasgo característico, particularmente en el nazismo, era que cada sujeto, desde Hitler hasta el más mísero guardiacárcel sentía que obraba en nombre del estado, y en tanto hombre de estado ponía la cara, actuaba como tal. Otra característica del régimen nazi consistía en la identificación del terror con el hombre. Con sólo ver o pensar en Hitler bastaba para ponerse a temblar. Por su parte el Generalísimo Franco, tras la derrota militar de la República española dijo: «el peor error sería el perdón» y mandó a fusilar a miles de prisioneros.

Ése no era exactamente el efecto que causaba Videla con el agregado que las Juntas rotaban en el poder. La población podía entender «racionalmente» que el peligro venía del estado, concretamente de los militares, pero el carácter oculto producía un sentimiento de perplejidad, de miedos irracionales, el peor de los terrores  que la humanidad pueda soportar, el terror a lo desconocido. Porque la acción anónima y clandestina de los grupos de tareas, la ausencia de campos de concentración visibles, la ausencia de columnas de prisioneros, la acción principalmente nocturna, el anonimato, la compartimentación tanto por seguridad como por espíritu burocrático y sobre todo la desaparición sin rastros (o, peor aún, con rastros dirigidos) en total impunidad, creaban la sensación de un mal demoníaco, irracional, incomprensible, invisible, difícil de determinar de qué lado venía. Si a esto le agregamos los pusilánimes de izquierda que hablaban de «corrientes democráticas» o de apoyo a Videla para «cortarle el paso al pinochetismo«, el silencio de los demócratas, la complicidad de la prensa, el consenso de los pancistas al golpe de estado, tenemos un cuadro nuevo en la tradición represiva. Era terrorismo de estado, no por la dureza represiva, ni por la supuesta indiscriminación, sino porque era la aplicación sistemática de una política destinada a combatir a un enemigo imaginado (pero perfectamente determinado a la luz de los proyectos económicos) y cuyo contenido ponía especial atención al anonimato operativo y al destino desconocido de la víctimas lo cual es, como dijimos, una de las formas más siniestras del terror. Y es terrorismo de estado porque se basó en una doctrina apriorística que tenía que confirmarse como «profecía realizada», demostrando que el mal venía de afuera pero estaba inserto infectando la sociedad argentina ante el cual había que «cortar por tejido sano», como en un cáncer, eliminando millones de células sanas para extirpar el foco infeccioso.

Resulta evidente, pero de todos modos conviene aclarar, que esta comparación de los métodos represivos no pretende determinar mayor o menor sufrimiento por parte de las víctimas, no quiere decir que Videla era peor que Hitler, no entra en consideración sobre mayor o menor maldad. Sólo se hace a los efectos de comprobar mayor o menor eficacia en determinadas condiciones socio-políticas y las consecuencias posteriores.

Por eso no es adecuado discutir si hubo o no una guerra utilizando las categorías clásicas o precisando la semántica. En todo caso, si no hubo guerra en el sentido hasta el momento conocido: guerra mundial, nacional, civil, revolucionaria, etc., no fue por la falta de fuerzas beligerantes desde el lado revolucionario sino porque las Fuerzas Armadas del estado sorprendieron a los guerrilleros trocando el combate abierto por la acción terrorista.

En cambio es posible aventurar que entre 1956 y 1976 hubo una especie de guerra civil larvada. Un estado de confrontación política cargado de violencia, que en algunos períodos adquirió formas insurreccionales y acciones bélicas con la organización de contingentes de hombres y mujeres dispuestos a llevar adelante un proceso de lucha armada por un país distinto. Lo cierto es que en esa práctica violenta de la política y en las propias acciones armadas por momentos estuvo involucrada una gran parte de la población. Hecho éste que fue cardinal para la legitimación y el desarrollo de las organizaciones armadas. Y cierto es también que en determinado momento del desgaste de la lucha de clases, la lucha armada fue perdiendo consenso en la población hasta el punto en que las organizaciones armadas quedaron aisladas. Ése fue precisamente el momento del golpe de estado de 1976 con lo cual se derrumba el argumento principal del terrorismo de estado. Cuando el General Videla asumió el Poder Ejecutivo, las organizaciones armadas estaban técnicamente fuera de combate principalmente por razones de aislamiento político. La acción de los grupos de tareas operó primordialmente sobre el activo militante de las organizaciones populares de las cuales los grupos revolucionarios armados fueron parte.

Es evidente que la respuesta a la pregunta que titula este trabajo no es sencilla, por lo menos no es lineal. Como decía al principio me preocupa más la motivación de la argumentación que niega el carácter de guerra que saber si fue o no una guerra.

La guerra no justifica los crímenes y sin embargo la guerra legaliza el homicidio siempre y cuando se respeten normas acuñadas por la civilización burguesa establecidas en la Convención de Ginebra. Por eso en el caso que se considere que en la Argentina de los setenta hubo una guerra, los militares deberían ser juzgados bajo la acusación de «crimen de guerra». Y desde luego, para un juicio de ese tipo es «incompetente» la justicia ordinaria. Es un juicio eminentemente político.

Por otra parte, es un lugar común afirmar desde el propio campo popular que las organizaciones armadas al menos dieron «argumento» a los militares para justificar la acción represiva. Esa afirmación expresa una posición defensiva frente a los militares y los poderes constituidos y tiene un desagradable regusto a culpa, Porque es necesario insistir en el hecho de que la gran conflictividad social de los años sesenta no necesariamente se hubiera desencadenado en lucha armada (como si todo proceso fuera una especie de escalera ascendente que se autoalimenta sin intervención de los factores subjetivos: es decir sin la intervención del sujeto). Sobre dicha conflictividad social, en donde la lucha de clases sin definiciones creaba una crónica crisis política, los militares se constituyeron de hecho en Partido Militar y en 1966 dieron el golpe de estado preventivo aplicando prematura y en forma fundamentalista la Doctrina de la seguridad nacional. Para los revolucionarios la interrupción del orden constitucional presentaba una chance para establecer una línea de acción que buscara una ruptura revolucionaria. Dicho de otra manera, los grupos armados no se alzaron contra la dictadura militar para restaurar la democracia sino para transformar la «guerra» declarada por los militares al pueblo argentino, en revolución social. La chance o, para hablar en términos marxistas clásicos, el inicio de una situación prerrevolucionaria estaba dada y hubiera sido imperdonable no haber intentado transformarla en situación revolucionaria hacia la crisis revolucionaria que sacara de la indefinición seme jante momento en la lucha de clases. Para los revolucionarios ni la victoria ni la derrota por sí mismas son criterios de verdad. Visualizada la chance, la acción sobre la misma no está dictada por un cálculo especulativo de seguridad en el triunfo sino por una cuestión de ser o no ser. Por otro parte, como bien lo señalaba Jóse Saramago, la victoria y la derrota tienen una cosa en común: son transitorias.

Esto hay que decirlo sin tapujos ni eufemismos por respeto a la verdad histórica, por memoria de nuestros muertos y sobre todo porque es la explicación racional de los hechos. De lo contrarío parecería que unos chicos que salieron a protestar por un boleto de colectivo fueron secuestrados y desaparecidos por unos dementes salidos quién sabe de dónde, y por lo tanto todo intento de protesta traerá como consecuencia la masacre.

Porque haciendo abstracción de complejas consideraciones políticas, y deslizándonos sólo por el terreno militar, una de las grandes lecciones de esta tragedia, lección fundamental para el presente y el futuro inmediato, no pasa por considerar un error el haber intentado actuar frente a la chance sino por examinar las consecuencias de la cristalización de las doctrinas y los gravísimos peligros de las copias.

En efecto: si puede hablarse de una tradición militar revolucionaria clasista en la época del capitalismo industrial, aquello que en la década del sesenta se denominaba «ciencia militar proletaria» o «doctrina militar socialista», la generalización de la misma registra dos grandes períodos que se correspondieron a épocas y situaciones determinadas. La táctica insurreccional y la táctica de guerra popular o luchas guerrilleras. En las décadas del sesenta y el setenta ambas tácticas eran poco menos que antagónicas dentro de los paradigmas militantes.

La táctica insurreccional que se aplicó desde la Comuna de París en 1871 hasta la segunda guerra mundial, produjo nada menos que la revolución rusa, sacudió al capitalismo en gran parte de sus centros por las insurrecciones europeas y asiáticas, y llegó incluso a El Salvador en 1932.

La táctica de guerra popular prolongada se generaliza a partir de las luchas anticoloniales, las victorias en China, Corea y Vietnam y en nuestro continente adquiere total ciudadanía con la revolución cubana. Desde luego, desde el poder no se fueron a llorar por los rincones y se dedicaron a estudiar y aplicar tácticas contrainsurgentes durante todas esas luchas. La Escuela de las Américas regenteada por los norteamericanos en Panamá, sintetizaba y generalizaba las experiencias. La preparación por parte de los norteamericanos de las tácticas contrainsurgentes, digámoslo con una pizca de sorna, no resultó demasiado eficaz si nos atenemos a los resultados en China, Corea y Vietnam. Como, dicho sea de paso, tampoco les resultó a los soviéticos en Afganistán, ni a los rusos de hoy en Chechenia. Hay que decir, asimismo, que tampoco fueron demasiado eficaces en Nicaragua y El Salvador.

Sin embargo, cuando se desarrolla la lucha armada en nuestro país los revolucionarios siguen en mayor o menor medida las tácticas generalizadas por la experiencia de otros países y tienen muy en cuenta las tácticas contrainsurgentes propiciadas por los norteamericanos. Las mismas podrían sintetizarse en represión abierta y desarrollo económico-social, columna vertebral de la Doctrina de ¡a seguridad nacional. Pero en cuanto represión abierta no se diferenciaba mucho de la brutalidad de los nazis. Era el estado terrorista pero no el terrorismo de estado. Los revolucionarios argentinos aplicaron una doctrina apta para enfrentar al estado terrorista. Pero los militares argentinos le habían dado varias vueltas de tuerca a las doctrinas contrainsurgentes, combinando lo aprendido en la Escuela de las Américas con otras experiencias internacionales, particularmente las francesas y con esos bagajes establecieron criterios propios aplicables a esta realidad.

En síntesis, los revolucionarios tuvieron la lucidez y la decisión de intentar transformar la «guerra» declarada al pueblo, en revolución; pero aplicando una táctica que había quedado retrasada. Y los militares, aplicando en forma prematura una doctrina sin ningún tipo de limitación moral o ética, lograron la iniciativa que fue clave en la victoria.

Aspecto clave en esa táctica represiva fue la inversión de roles en las fuerzas operativas. El empleo figurativo de la infantería y el uso mortífero de los grupos de tareas centrando sus acciones no tanto al choque directo contra los guerrilleros como buscando «quitar el agua al pez». Si los miembros de una institución fuertemente tradicionalista como las Fuerzas Armadas fueron capaces de dejar de lado las fanfarrias, los orgullos, la gallardía y, por qué no decirlo, la dignidad, para actuar de civil, llenándose no ya de sangre sino también de oprobio… ¿Sería un disparate pensar que en el futuro la represión del poder podría no venir de la infantería de las FF.AA. sino muy probablemente de los «ejércitos privados»? Ya vemos los primeros alarmantes síntomas de patovicas golpeando a estudiantes. ¿Llamaremos a eso «guerra»?

(*) Publicado en la revista La escena contemporánea N° 3, “Guerra, violencia y política”, octubre de 1999

El pensamiento del ebanista. Recuerdos de Luis Mattini (*) // Sebastián Scolnik

Para ir a visitarlo, había que caminar por la avenida Scalabrini Ortiz, que alguna vez se llamó Canning, atravesando sus cuadras más extrañas: las que se extienden entre las avenidas Córdoba y Corrientes. Mezcla de casonas derruidas con frentes despintados y negocios antiguos de telas e indumentaria de trabajo, ese tramo, recorrido por pendientes pronunciadas, se resistía al impulso de la modernización. Si el barrio de Villa Crespo, lindero a Palermo, iba perdiendo su temperamento a manos de una gentrificación expansiva, ese intervalo de cuadras mantenía enigmáticamente su estirpe. Vivía en un PH, en el fondo de un largo pasillo. Cocina, pieza y baño daban hacia un patio central donde la mesa y las sillas se resguardaban bajo un toldo metálico verde clarito que oficiaba de techo rebatible. Iluminado por unos tubos fluorescentes, que se reflejaban en un piso de mosaico marrón desvaído, Luis Mattini comía unos fideos, tipo penne rigate, con aceite y queso. Era una escena de una austeridad casi monacal. Vestido con ropa de laburante, de la clásica marca Grafa —seguramente adquirida en esos vecinos negocios del ramo—, nuestro anfitrión nos hablaba de su trabajo. Había montado una carpintería en el ambiente restante, el que debía funcionar como living comedor, donde confeccionaba muebles de distinto tipo. Tenía maquinaria antigua: cortadoras, pulidoras y mesas de trabajo con morsas y herramientas. Olía a aserrín y cola. Había inventado unas banquetas ergonómicas sumamente cómodas que producía por encargo. Mattini se había convertido en secretario general del PRT-ERP cuando cayó toda su dirección a manos de la dictadura. Era un obrero de la ciudad de Zárate que se ocupaba del frente industrial y luego pasó a la dirección del Partido. De joven había recibido una sólida formación política e ideológica que adquirió en los grupos de estudio de Silvio Frondizi. En la biografía de Rodolfo Galimberti, escrita por los periodistas Marcelo Larraquy y Roberto Caballero, hay un monólogo del polémico dirigente montonero, devenido menemista, empresario de dudosas operaciones financieras y “servilleta” de la SIDE, donde relata haber visto a Mattini en televisión, en el inverosímil programa de Miguel Ángel de Renzis. Se refiere a él como a un “fracasado”. Dice un engreído Galimberti: “No nos dedicamos a hacer la revolución porque éramos incompetentes […]. Para ser consecuente con la lucha de la época, hay que ser exitoso en nuestra sociedad”. No hace falta decir nada que dé cuenta de lo repudiable y cínico del personaje en cuestión, pero lo interesante del caso es que Mattini representaba lo opuesto al ideal de éxito neoliberal y consagratorio al que adhería el lenguaraz agente de inteligencia y financista. De revolucionarios a delatores, de guerrilleros a especuladores, este tipo de emprendedores cambió de profesión, pero mantuvo una idea del poder y del destino intacta. Como si los guiara una especie de adrenalina inconmovible frente a la tragedia. 

Luis Mattini, en cambio, había cursado su exilio en Suecia y estaba recluido como un artesano de la madera. Pero mientras hacía sus labores, como si fuera un Spinoza pulidor de lentes —aunque, en lugar de vivir en la Ámsterdam del 1600, vivía en la Villa Crespo de los albores del siglo XXI—, iba reflexionando sobre ciertos temas que alumbraban sus futuras e incisivas intervenciones. A sus balances sobre los setenta y la lucha armada, Mattini agregaba todo un pensamiento radical sobre el tiempo histórico, la modernidad y la política, mientras pulía tirantes o los calaba a fuerza de antiguas escofinas. “Si antes los muebles se construían para durar cincuenta años, con una madera dura y bien estacionada, la sociedad contemporánea no puede pensar más que en un horizonte de diez a quince años al reemplazar los viejos materiales por el aglomerado y otras maderas compuestas industrialmente de inferior calidad”, razonaba nuestro revolucionario devenido carpintero. 

En el número 3 de la revista La Escena Contemporánea, publicado en octubre de 1999, Mattini presentó un gran artículo acerca de la violencia de los setenta. Bajo el título “¿Hubo una guerra en Argentina?”, discutía la concepción defensiva que el movimiento popular había construido, como lectura de la dictadura, en la que se negaba el carácter subversivo de las luchas populares. Esa presunción de inocencia resguardaba a las víctimas y quitaba argumentos a las fuerzas del orden militar que justificaban las desapariciones como parte de una guerra. Pero en esa estrategia, la de la victimización, se perdía de vista el rasgo desafiante de las fuerzas populares, el deseo de emancipación que terminó siendo encorsetado bajo la forma de unos ideales idílicos e inofensivos. Y, además, si las tácticas utilizadas bajo el terrorismo de Estado no eran las de la guerra abierta convencional, nada hacía suponer que la violación de los códigos éticos más elementales por parte de la dictadura militar sustrajera el carácter bélico a la represión. En definitiva: los revolucionarios habían querido transformar la opresión en revolución tomando las armas y declarando la guerra al poder y a las clases dominantes. Y estas respondieron con innovadores mecanismos de aislamiento y represión (“quitarle el agua al pez”) con los que derrotaron a las clases populares y a sus organizaciones políticas, gremiales y armadas. Negar la guerra entre fuerzas sociales implicaba un borramiento de los fundamentos de las resistencias populares y decretaba, de allí en más, la imposibilidad de un cambio radical. Al mismo tiempo, admitirla sin más, podía significar un espaldarazo a una dictadura que pretendía fundar su eficacia triunfante —política y militar— en un criterio asesino. Era preciso establecer una diferencia nítida que expresara la asimetría de las fuerzas sin negar la violencia que se encuentra en el fondo de toda política. 

Muchos de esos pensamientos sobre la organización y el horizonte político que se abría, que adquirieron una consistencia más orgánica en su muy sugerente y disruptivo libro La política como subversión, habían sido anticipados en la revista De Mano en Mano, cuyos dieciséis números editamos con una prolija regularidad. Esa publicación había surgido como una iniciativa para aglutinar espacios militantes cuando comenzamos a vislumbrar la necesidad de una perspectiva política que trascendiera el ámbito universitario para asumir más abiertamente los dilemas que se abrían en el país. En su número inicial, en mayo de 1997, publicamos unos diez puntos programáticos que formulaban una propuesta no exenta de paradojas. Invitábamos a construir una organización que no se reclamara estratégica o vanguardista, y que al mismo tiempo se propusiera enfrentar el posibilismo con el que la que la política representativa quería tramitar las resistencias que comenzaban a manifestarse. Ni sectarios ni posibilistas. Se trataba de idear una organización para que se terminara disolviendo en futuras recomposiciones del llamado “campo popular”. Pero esa apuesta, tan lógica y natural, ¿no contenía una complejidad interna? ¿Organizarse para disolverse? ¿Cómo se podían poner las energías en construir algo cuyo éxito redundaría en su propia disolución, en su conclusión y desembocadura en futuras e inciertas recomposiciones? ¿Qué tipo de idea de acumulación yacía tras esa hipótesis de lo transitorio de la organización? Porque si todo salía bien, debíamos cesar como grupo. Una paradoja de la que estábamos convencidos, pero sabíamos que era muy difícil de asumir. 

Nuestra propuesta se movía dentro del campo de las izquierdas, del marxismo al nacionalismo popular, pero advirtiendo los peligros de un fetichismo simbólico, de una nostalgia cristalizada y de una identidad sostenida en imaginarios tramados por fuera de la experiencia concreta de la lucha popular de esos años. No nos creíamos portadores de una exclusividad ni de una dinámica que se pudiera concebir como exterior al movimiento. En ese sentido específico, no éramos leninistas. Nuestra organización promovía la horizontalidad como forma de relacionamiento y desarrollo de sus militantes, a los que exhortaba al sostenimiento de una responsabilidad colectiva en la elaboración de los lineamientos políticos y en la sustentabilidad de las actividades y su financiación. 

Esa tarde, Mattini nos citó para conversar con dos viejos compañeros que habían organizado la Cátedra del Che: uno en la universidad, en la Patagonia; el otro en la Región Mesopotámica, con jóvenes del colegio secundario. Los compañeros, luego de haber constatado la masividad y el interés de la iniciativa, y analizado su proyección nacional, nos proponían que organizáramos y dirigiéramos todo ese universo político. Había que, según su perspectiva, dotar de mayores niveles de organicidad esa experiencia para evitar su disipación e incidir en las líneas de reconstrucción del campo popular. Venían a discutir los diez puntos programáticos con los que convocábamos a la organización El Mate. Su propuesta era sensata pero muy distante de lo que nosotros percibíamos. En nuestra opinión, la consolidación y la masividad de ese movimiento se debía, precisamente, a no proponerse “controlar” su desarrollo sino a estimular su proliferación libre. Coordinación, sí; articulación en un todo unitario y abstracto, no. No solo porque de esa manera habríamos bloqueado la potencia de lo que estaba desplegándose —aun sin nombres ni elaboraciones sobre el futuro, pero con precisas imágenes que surgían de sus despliegues concretos—, estableciendo falsas alternativas, sino porque la eficacia debía medirse muy sutilmente por estos modos singulares en que se desarrollaba la experiencia en cada territorio. 

Había dos ideas de acumulación en juego: o una organización que adicionara lugares, territorios, referencias y militancias, englobados bajo una identidad común; o un tipo de organización múltiple, descentralizada y guiada por su capacidad productiva que se basara más en intercambios concretos que en sinonimias de filiación ideológica. Como dirían los zapatistas: “Para todos, todo. Para nosotros, nada”. Una cooperación organizada alrededor de un mínimo poder, entendido como operación de control y manejo de “stocks” militantes y de recursos políticos, y la máxima potencia creativa. Lo curioso del caso es que nuestros interlocutores iban tomando temperatura a medida en que transcurría la conversación. Su tono iba in crescendo hasta la exasperación, tironeados por una racionalidad forjada en su propio pasado militante, lo que los ponía fuera de sí. Sudados, despeinados y con tonos rojizos en sus rostros, se descontrolaron. Nos gritaban que teníamos problemas psicológicos por negarnos a asumir el rol en el que nos había puesto la historia. Más nos acusaban, más nos reíamos de sus sentencias y más se calentaban. Todo esto ocurría bajo el silenzio stampa de un Mattini devenido cebador de mates. Esos compañeros, finalmente, luego de haber constatado nuestras incapacidades y cerrazones, continuaron trabajando con nosotros e integrándose a diferentes iniciativas. 

Esta discusión, en apariencia absurda e insignificante, transcurrida en el escondrijo de una carpintería artesanal, semiclandestina, anticipaba algo que luego, en las circunstancias previas a 2001, sería materia de debate y confrontación: ¿qué era una organización política inmanente a las experiencias de resistencia que se estaban desarrollando? ¿Qué criterios de acumulación política eran eficaces para desplegar las luchas en lugar de ofrecerles un recorte imaginario como horizonte de sus posibilidades? ¿Qué tipo de transversalidad se estaba gestando en esos años noventa, cuya politicidad le era negada en función de unos argumentos provenientes de los repertorios más tradicionales del pensamiento político? ¿Se trataba de movimientos sociales que estaban a la espera de una representación que los englobara y les diera unidad o había en esas experiencias mismas un potencial constructivo y también destituyente, que fijaba sus propias nociones políticas y sus criterios organizativos? 

(*) Fragmento del libro Nada que esperar. Historia de una amistad política. Ed. Tinta Limón

Virus KU-K 12: el cambio de dirección // Abel Gilbert y Diego Sztulwark


Hace unos pocos días el diario La Capital difundió en un X un video Virus KU-K 12 que pone a desfilar a figuras asociadas al kirchnerismo, como si fueran zombis, ciegos caminantes con el sello de la muerte sobre su rostro. Mientras una voz explica que hace 12 años el virus en cuestión afectó el cuerpo, la mente y la visión de muchas personas disminuyendo sus capacidades perceptivas. Estos años dejaron un país destruido, cuyos responsables son tanto aquellos que se infectaron “por conveniencia”, tanto como aquellos que lo hicieron simplemente por haber nacido ya “condenados” a una vida “vacía” (momento en el cual vemos a la diputada Natalia Saracho). El relato se completa señalando que si bien los caminantes fueron todos de un modo u otro víctimas de “ideales” ruinosos, hubo quienes lograron preservarse escondidos en las sombras, y que ahora que e virus ha debilitado su poder de contagio resurgen incontaminados, convocados por la imagen de un león que se identifica a Milei, a recobrar la esperanza.

Pocas piezas de propaganda política resultan tan ilustrativas como estas a la hora de aprender el condensado de los elementos de la asombrosa y esperpéntica ideología del grupo en el gobierno. Ese trato dócil -e imberbe– con la inteligencia artificial y con el trauma de la pandemia. La apelación a The walking dead, en la que un grupo de norteamericanos sobrevivientes luchan contra un mundo en el que el american way of life ya no esté asegurado, dice mucho sobre el modo en que las tecnologías de la imagen propagan el atemorizado inconsciente occidental frente a la invasión de los no-blancos (en argentina representados como un Frankestein comunistas, feminista, kirchnerista y piquetero). Semejante apelación a la relación entre virus y política no es nueva. Luego de ser la metáfora preferida del terrorismo de Estado, para identificar a esos “cuerpos extraños” a extirpar, la circulación mortífera del Covid-19 habilitó una nueva asociación entre virus biológico e informacional. Bajo su rúbrica toda una época quedó tomada en la tensión entre las formas de regulación sanitarias y la exigencia de la más amplia circulación de la imagen. Bajo el rigor mal distribuido de la cuarentena -vivida según los casos como encierro confortable, restricción a la libertad o intemperie inevitable- lo único realmente universal fue la aceleración de la instalación de dispositivos digitales de comunicación a distancia. La conexión entre pantalla y nube como única mediación tolerable con la realidad.

La inconsistencia de la administración política de la pandemia llegó, como todo lo demás, por esta interconexión entre nube y pantalla, cuando circuló la imagen de un presidente que habiendo rozado las cumbres de la popularidad en la gestión de los cuidados colectivos, aparecía fotografiado en flagrante violación de las reglas de distanciamiento que obligaba a cumplir al resto de la sociedad. Nunca fue tan obvia la distancia entre una multitud de jóvenes condenados por participar de fiestas furtivas, y la trivialidad de unos dirigentes que revestían retóricamente de modos progresistas su ostensible insensibilidad. Esa escena posee un valor que trasciende el doloroso drama de salud pública de esos años, y remite a conformar una visión de la libertad contra unas instituciones que cuyo proceder es percibido como arbitrario, ineficaces, opresivo y fuente de privilegios.

La batalla por la libertad -en la que Milei participa anunciando que viene a “despertar leones”- fue librada por la derecha radicalizada desde las redes. Como dijo hace poco Fernando Cerimedo -director de La Derecha Diario, y activista digital durante en el intento de golpe bolsonarista contra Lula del 8 de enero de 2023-, el mundo de las izquierdas (nominación de trazo grueso que incluye al peronismo) puede ganar las calles, pero las derechas crean mayorías en -y desde- la realidad virtual. Y no es un dato menor el hecho de que para crear estas mayorías, las derechas radicales se apropien -invirtiendo su sentido- de las palabras y los nombres con el que las izquierdas intentan dotar de sentido a su presencia en las calles (“Derecha Diario” es una copia invertida de “Izquierda Diario”).

El hecho es que la derecha radical ha ganado las elecciones presidenciales de 2023 desde las redes. Y apela a ellas cada vez que desea recuperar su iniciativa. Por eso no sorprende que este video circule inmediatamente después del apagón mediático sufrido por el presidente el domingo pasado en el Congreso. Ante el desgaste sufrido tras 9 meses de motosierra, la recurrencia a la viralización busca retrotraernos al pasado para renovar desde allí el sentido desgastado de lo que se nos impone. Si debemos seguir soportando, no es en función de una promesa de futuro sino del recuerdo de la más antigua y peligrosa de las pandemias: aquella que cuestiona la desigualdad. El video Ku-12 (remite a Kukas-12 años, cifra que también remite a 12 años de gobiernos kirchneristas) conlleva entre sus sofismos otros tantos discursos cifrados como el higienista, procedente del nazismo tanto como de la última dictadura. Ademanes que evocan la limpieza y la purificación que mediante la guerra occidente pone en acto en diversos puntos del planeta. Entre las extrañas resonancias que nos llegan a través de Ku-12 y su deseo de prácticas cada vez más intensas de venganzas suprematistas e higienizantes está el Ku Klux Klan (KKK, abreviatura que sonará en hiperbólica acepción del desprecio). Alguien podrá pensar que incurrimos en el ejercicio de la exageración que puebla el discurso social. Nada de eso: después de tanto invocarse al “negro”, al “cabeza”, al “cuca”, al “orco” y al “planero”: ¿cuánto falta para que ese discurso adquiera otra forma de organización?


El último año hemos asistido a un curso acelerado sobre los usos de la inteligencia artificial y la constitución del bot como sujeto estatal. El sentido mismo de la política ha sido profundamente trastocado. Y puede decirse el sentido de estas transformaciones no tuvieran antecedentes. Guy Debord describió en 1967 el funcionamiento de La sociedad del espectáculo como la organización de un desdoblamiento por el cual la vida real sólo podría conocerse viéndose a sí misma en la pantalla. Existir en el capitalismo moderno, es devenir espectador pasivo de uno mismo, convertido en una imagen-mercancía. Cuando recordamos a Macri invocando a “los orcos”, aquellos los semihumanos de la saga de Tolkien, El señor de los anillos, para nombrar una otredad que debe ser desinfectada, y la colocamos en serie con la analogía animada entre la Argentina “populista” y los escenarios post apocalípticos de The walking dead -donde los “caminantes” adquieren fisonomías reconocibles y realistas- dimensionamos hasta qué punto se desarrollaron las intuiciones de Debord. El espectador –que somos- ha sido convertido en un cobayo de laboratorio, sometido a toda clase de consumo de signos. La simulación Ku-12, que fascinó a Milei, forma parte de un régimen narrativo en desarrollo al servicio del mando capitalista cuya matriz civilizatoria no se reduce al recetario neoliberal. Si Debord lo llamó espectáculo, fue para introducir nociones esenciales de en ese régimen como la pasividad, separación, unificación imaginaria de lo separado como separado, desdoblamiento entre imagen y vida y la desposesión: un desarme progresivo de toda capacidad de contestación y pensamiento crítico. 

Un siglo después de la publicación del primer volumen de El capital, Debord asumía el legado de Marx y desplegaba cómo que en el capitalismo tardío la mercancía se convertía en imagen-espectáculo. La sociedad moderna ya no era “acumulación de mercancías”, sino de imágenes. Debía pensarse por tanto al capitalismo en términos de una “acumulación de espectáculos” que capturaban a la vida misma. La sociedad en la que la mercancía deviene espectáculo conlleva la negación de la vida misma hecha visible: el capital se torna proyecto de realización de la extensión ilimitada del valor de cambio. 

Dos décadas más tarde, en otro libro titulado Comentarios sobre La sociedad del espectáculo, Debord constata que el problema se había agravado: la transformación total de lo real en mercancía y en representación extendía su dominio sin dejar ya resquicio alguno. Si en medio de la agitación sesentista, había pensado que el espectáculo era “el sol que nunca se pone en el imperio de la pasividad moderna”, y que, por lo tanto, podían limitarse sus efectos; ya en 1988 no tenía dudas: era “una niebla pegajosa que se acumula a ras de suelo de toda existencia cotidiana”. Debord se quitó la vida en 1994, por lo que no pudo ver esto que hoy presenciamos: el dominio plenamente realizado de pantallas, aplicaciones, dispositivos y disposiciones de un “devenir mundo de la falsificación” cada vez más sofisticado. Unos nuevos comentarios a la sociedad del espectáculo supondrían dar cuenta de la atrofia del pleno desarrollo de aquellas tendencias que había anticipado en sus escritos. En este nuevo momento habría que considerar a Netflix y las series de mundos abismados y fantasmagóricos, a La Nación +, a los youtubers, streamer y demás agitadores virtuales de los que emanan los mensajes que satisfacen las delicias presidenciales. 

Enfrentamos hoy a un liderazgo político nacido en y de las fuerzas del espectáculo realizadas. Una consumación que conlleva lo atrofiado, construyendo sus propias representaciones a una velocidad pasmosa sin respetar fronteras. Pero, de nuevo, hubieron avisos: “El tambor fue mi primer encuentro estremecedor con el nacionalsocialismo ”, anotó el filólogo alemán Víctor Klemperer en LTI. La lengua del Tercer Reich. Con esto quería decir que son los afectos los primeros en ser capturados por el espectáculo. Pero su interés apuntaba sobre todo al modo en que eran las palabras las que resultaban reorganizadas por el nazismo. Con Klemperer nos preguntamos. ¿hasta qué punto las imágenes pero también las palabras de este presente no merecen también ser recopiladas, pensadas como una totalidad? Una relectura de LTI podría ayudarnos a construir la total imaginería de la ultraderecha.

Las palabras de Cerimedo, leídas sobre fondo de Debord, permiten comprender que las imágenes infantilizadas de leones y otros animales de fábulas, así como estos personajes zombis -surgidos de la estética de los video juegos- no pertenecen a la división de lo real en vida y representación, o existencia e imagen. Ellas son más bien densificaciones de un mundo trastocado, cuya estructura es ya plenamente mercantil. Son emanaciones de la acumulación de espectáculo y por tanto esbozos de la realidad misma que aplasta a la vida, sometiéndola a procesos de e a explotación y desposesión. Lo hemos visto hace pocos días en la imagen de un policía gaseando el rostro de una niña en una manifestación en apoyo a los jubilados. Se nos pone a consumir la barbarie como si de cultura se tratase. Aplicaciones y redes interviene de modo efectivo vaciando la trama sensible que permite que la imagen de los cuerpos reprimidos estalle como afecto político (como dijo hace poco un amigo: los nietos streamean mientras apalean a sus abuelos en las calles). La conversión de la vida en mercancía y de la acumulación mercantil en acumulación de espectáculo unifica la plusvalía en económica, comunicacional y política. Difícil imaginar un totalitarismo más perfecto sobre la vida.

No podemos dejar de preguntar: ¿qué relaciones más peligrosas se cocinan entre las superficies táctiles de los teléfonos y la calle, los algoritmos y cuerpos bajo la administración pública de la crueldad? En Sherlock Junior, una película de Buster Keaton de 1924 -es decir, hace un siglo-, el héroe, proyeccionista de cine mudo y detective vocacional, recupera el impulso de la Alicia de Lewis Caroll, no para atravesar el espejo sino la pantalla. Introducirse del otro lado -el de la película-, para realizar allí una justicia negada de este lado (el supuestamente verdadero).  Si quisiéramos también nosotros atravesar lo digital para provocar allí compensaciones por los daños provocados a la vida, nos perderíamos en un infinito capturado. Y nos perderíamos de comprender que el movimiento real ya no va del cuerpo a la pantalla sino a la inversa (en la pantalla ya hay justicieros, y la mudez ya no pertenece al filme, sino a los espectadores los mudos somos nosotros). El cambio de dirección apunta a una ofensiva sobre el mundo de los cuerpos. La agresión va de la pantalla hacia el mundo de la vida. Ese es el recorrido que realizan las operaciones mediáticas, los drones, y los misiles. La profundización digital del daño social ha pasado a otro nivel de amenaza. El diseño de “kirchneristas-caminantes” es, por supuesto, secundario. Si lo tomamos en consideración es para preguntarnos por las chances que aun disponemos de protegernos de este paso de la imagen al acto: cuando el bot sea algo más que un bit -la unidad mínima de la informática- y, como pasado por una impresora 3D se convierta en parte física de las fuerzas de choque que se requieren para un mayor disciplinamiento de la sociedad.

 

 La desintegración del mundo blanco // Franco «Bifo» Berardi

La desintegración de Israel

«It Is Not Hamas That Is Collapsing, but Israel» es el título de un artículo publicado por el diario Haaretz el pasado 9 de septiembre. El autor, Yitzhak Brik, general del ejército israelí, explica en el mismo por qué la guerra desatada contra la población de Gaza, a pesar de haber causado la destrucción de todo lo que existía en ese territorio, a pesar de haber matado a decenas de miles de personas, está conduciendo a la derrota estratégica de Israel. Si las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) se ven obligadas a continuar esta guerra o directamente a ampliar el frente de la misma, existe el riesgo, en opinión de Brik, de que se produzca un verdadero colapso. El estado psicofísico de los soldados involucrados durante casi un año en la práctica de operaciones de exterminio, unido a la escasez de reservistas disponibles, llevarían al colapso y a la derrota, según Brik.

El agotamiento físico y psíquico de los torturadores israelíes me ha recordado a lo contado por Jonathan Little en su novela Les bienveillantes, 2006 (Le benevole, 2007; Las benévolas, 2019): el estado de marasmo mental, de náusea, el horror ante sí mismos en el que se encuentran los hombres de las SS, que durante meses y años han matado, torturado, masacrado y a la postre ya no son capaces de reconocer su propio rostro en el espejo. El horror que los exterminadores de las FDI provocan en toda persona dotada de sentimientos humanos no puede dejar de actuar como un factor íntimo de desintegración en quienes pretenden claramente competir con los asesinos de Hitler. En su artículo, el general Brik se limita a examinar la situación militar, pero muchos indicios apuntan a que la totalidad de la sociedad israelí ha llegado al límite de la desintegración. La trampa atroz que ha tendido Hamás está funcionando a la perfección: el dilema de los rehenes provoca un desgarro que no cicatrizará. El odio sentido hacia Netanyahu está destinado a tener efectos políticos explosivos, cuando, tarde o temprano, se haga balance y se pidan cuentas por la cínica dirección de la masacre.

Además, la economía israelí lleva mucho tiempo colapsando y no se trata de una situación pasajera, porque quienes tienen aptitudes profesionales demandadas fuera de ese maldito país se marchan. Los médicos se marchan. Los empresarios se marchan. Ningún intelectual digno de ese nombre puede quedarse en un país que rivaliza con la Alemania de Hitler en ferocidad y fanatismo. Se quedan los fanáticos, los locos sedientos de sangre, los desgraciados que vinieron a Israel tan solo para apoderarse de tierras ajenas. Y, sobre todo, el que se suponía que era el lugar más seguro de la tierra para los judíos se ha convertido en el lugar más peligroso del planeta para ellos: un lugar rodeado por el odio de 1800 millones de musulmanes, un lugar donde cualquier coche que pase por la calle puede girar de repente para matar a los que esperan en la parada del autobús. Antes se planteaba la cuestión de la legitimidad de Israel para existir como Estado, dada la violencia con la que ese Estado se ha impuesto y dada la violación sistemática por su parte de todas las resoluciones de la ONU. Creo que la cuestión dejará de plantearse: Israel no sobrevivirá.

Su desintegración ya está en marcha y nada podrá detenerla. La pregunta que se planteará mañana es otra: ¿cómo contener la furia asesina de seiscientos mil colonos fanáticos armados, que se han instalado ilegalmente en Cisjordania? ¿Cómo evitar que la tragedia israelí provoque un golpe de mano nuclear, una respuesta histérica a la proliferación de la violencia en ese territorio rodeado de odio?

La desintegración de Estados Unidos

Israel es el símbolo de la arrogancia de Occidente, que ha querido enmendar sus pecados: después de aislar y repeler a los judíos que huían de Hitler, después de haber exterminado a seis millones de ellos en campos de concentración, los europeos invitaron a los judíos supervivientes a marcharse a morir o a matar en otra parte. A cambio, prometieron a Israel un apoyo sin fisuras contra los árabes y los persas que, humillados por la superioridad del monstruo sionista superarmado, rodean amenazadoramente Israel, esperando el momento de la venganza. Pero la desintegración de Israel debe leerse en el contexto de la desintegración del conjunto del mundo al que le gusta llamarse libre, olvidando que está fundado sobre la esclavitud. Fijémonos en Estados Unidos. El 11 de septiembre de 2024, conmemorando a las víctimas del mayor atentado de la historia, el genocida Joe Biden dijo: «En este día, hace veintitrés años, los terroristas creyeron que podían quebrar nuestra voluntad y ponernos de rodillas. Se equivocaron. Siempre se equivocarán. En las horas más oscuras, encontramos la luz. Y frente al miedo, nos unimos para defender nuestro país y ayudarnos unos a otros». Nos hemos unido, dice el presidente. Miente, como demuestra la foto en la que aparecen Harris y Biden, el entonces alcalde de Nueva York, Bloomberg, y junto a ellos Trump y Vance.

¿Unidos en la lucha? Da risa ver sus caras de hipócritas con las manos sobre el corazón. ¿Biden está unido a Trump, y Vance está unido a Harris? ¿En qué sentido estarían unidos estos sinvergüenzas que se insultan a diario a la espera de saber quién ganará la contienda final, destinada a acelerar la desintegración? Ciertamente están unidos en armar el genocidio sionista. Ciertamente están unidos en la deportación de seres humanos etiquetados como extranjeros ilegales. Su unidad se detiene ahí. En lo que respecta al poder, son enemigos mortales. Si Donald Trump gana en noviembre se acabó el juego: comienza la mayor deportación de la historia, pero también la destrucción definitiva de la alianza atlántica.

Pero, ¿y si las cosas siguen otro curso? ¿Y si gana Kamala Harris? Los seguidores de Trump no han ocultado su posición: si gana el Partido Demócrata, ello significará que los Demócratas nos han robado la victoria y que nosotros no nos rendiremos. Una señora, tocada con la glamurosa gorra MAGA en la cabeza, que fue entrevistada por la CNN durante un mitin de Trump, lo dijo sin tapujos. En caso de que ganen «there will be civil war», «habrá una guerra civil». ¿Qué significa exactamente que se producirá una guerra civil en un país en el que cada ciudadano posee al menos un arma de fuego y muchos poseen cuatro, diez o veinticinco?

No creo que haya una guerra civil como en los días de la Guerra Civil española, con multitudes armadas enfrentándose a lo largo de un frente más o menos definido. No, no es así como se desarrolla la guerra civil de la era de la demencia pospolítica e hipermediática. Asistiremos, por el contrario, a la multiplicación de los tiroteos racistas, veremos como las masacres experimentan un crecimiento exponencial: simplemente tendremos lo que ya tenemos, pero en una cantidad cada vez mayor y todo ello dotado de una intensidad cada vez más enconada, más violenta. Kamala Harris, por su parte, dijo el 11 de septiembre lo siguiente: «Hoy es un día de solemne recuerdo. Mientras lloramos las almas que perdimos en el atroz ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001, al conmemorar este día, todos nosotros deberíamos reflexionar sobre lo que nos une: el orgullo y el privilegio de ser estadounidenses». La señora dijo las cosas como son. Lo que une a los estadounidenses (que están divididos y dispuestos a llegar a las manos para hacerse con el poder y el botín) es el privilegio.

El pueblo estadounidense consume cuatro veces más electricidad que el consumo medio mundial. Y quieren seguir consumiendo desmesuradamente, porque tan solo el atiborramiento de plástico y de mierda da sentido a sus miserables vidas. El atentado del 11-S fue una obra maestra de estrategia. El gigante militar más poderoso de todos los tiempos no podía ser derrotado por nadie. Había que volverlo contra sí mismo, había que atacarlo con tal fuerza que enloqueciera, que se viera abocado a acciones suicidas como la agresión contra Irak y la guerra librada en las montañas de Afganistán, que terminó con la huida desordenada de Kabul, el regreso de los talibanes al poder y la humillación de la superpotencia estadounidense.

Osama Bin Laden ganó su guerra desencadenando el proceso de desintegración cultural, psíquica y militar del coloso, que sigue desarrollándose ante nuestros ojos. Pero no podemos esperar una desintegración pacífica del poder estadounidense. Al igual que Polifemo, cegado por Ulises, Estados Unidos lanza golpes terribles contra quienes se le acercan, porque el coloso estadounidense está obligado a reaccionar: el escenario del choque final será Europa, si ganan los Demócratas, o el océano Pacífico, si ganan los Republicanos. Pero en cualquier caso el coloso se tambalea trastabillando por la línea que corre al borde del abismo nuclear.

La desintegración de la Unión Europea

Por último, está la Unión Europea, que en términos de desintegración se halla en estos momentos en un estadio muy avanzado, ciertamente más allá del punto de no retorno. Mario Draghi lo dijo con la franqueza de quien no tiene nada que perder, salvo su lugar ante la historia: si no somos capaces de iniciar un plan de inversión conjunto y de emisión mutualizada de deuda, podemos prepararnos para la desintegración de la Unión. Al día siguiente todos se pelaron las manos aplaudiendo, pero todos dijeron que las propuestas de Draghi eran quimeras irrealizables. Primero lo dijo Alemania, que no quiere hablar de la emisión conjunta de deuda, mientras empieza a pagar el precio de una guerra que fue dirigida contra ella en primer lugar. Lo que Biden y Hillary Clinton consiguieron provocar fue una guerra contra Alemania, que la perdió inmediatamente.

Mientras la recesión se torna cada vez más probable, con la guerra en el horizonte, los fascistas se hacen con el gobierno de un país europeo tras otro y anulan así el resultado de unas elecciones europeas en las que la coalición de Úrsula creía haber ganado y en las que, en cambio, no ha ganado nada. Aunque tiene mayoría en el inútil Parlamento Europeo, tiene que contar con el avance de la derecha que, a pesar de no tener la mayoría en Estrasburgo, tiende a tenerla en todos los países del continente. En Francia y en Alemania hay dos gobiernos que no gozan de mayoría. El golpe de Macron puede desembocar en un recrudecimiento del conflicto social de caracterizado por rasgos cada vez más violentos. O evolucionar hacia un golpe de mano definitivo de los lepenistas. En Alemania se ha iniciado el choque entre dos visiones geopolíticas irreconciliables: la visión atlántica, que postula la obediencia a los amos estadounidenses, que ya han empujado al gobierno de Scholz a la ruptura de los lazos económicos con Rusia y, por lo tanto, al desastre económico. O la visión continental, que implica lograr un equilibrio con Rusia, pero una ruptura políticamente imposible con la OTAN. El único factor de integración que les queda a los europeos (como a los estadounidenses, para el caso) es el miedo a la marea humana que les asedia en las fronteras y la adopción de medidas cada vez más inhumanas contra los migrantes. La fortaleza se cierra en torno al mundo no blanco, pero el desenvolvimiento de la guerra entre los propios blancos y la desintegración política y cultural que padecen conduce a este hacia la guerra nuclear.


Recomendamos leer Ilan Pappé, «El colapso del sionismo», Sidecar/El Salto; y Haim Bresheeth-Zabner, «Negación de la realidad: la guerra para resucitar el mito sionista», El Salto; Wolfgang Streeck, «La Unión Europea en guerra: dos años después», Diario Red, «Notas sobre la actual economía política de guerra», El Salto, y ¿Cómo terminará el capitalismo? (2017); David Harvey, Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo (2014), Madrid, Traficantes de Sueños.

Artículo aparecido originalmente en Il disertore y publicado con permiso expreso del autor.

Llorar con una carta // Cynthia Eva Szewach

Milena Jesenská, cuenta tanto en el obituario, como en sus escritos, que consideraba a Kafka, además de haberlo amado, un hombre increíblemente honesto, que realizaba cosas hermosas en silencio, con timidez, secretamente, anónimo, sin esperar nada a cambio. Un sabio que temía la vida, de tanta sensibilidad. Era portador de una claridad aterradora. En la biografía de Milena que escribió su amiga Margarete Buber narra un acontecimiento relatado por ella. Cuenta que Kafka cuando era un muchacho-y muy pobre- su madre le dió una moneda, un Sechserl, bastante valiosa para él. Cuando salió entonces a la calle para comprarse algo, se encontró una mendiga cuya extrema pobreza le impresionó. Quiso, muy conmovido y compasivo, regalarle su moneda, que representaba bastante dinero en esa época, pero, le dio tanto miedo las muestras exageradas de agradecimiento posibles de la mujer o lo inmenso que podía despertar, que cambió el Sechserl, y le entregó primero un Kreuzer, moneda pequeña, luego dio una vuelta manzana en dirección contraria y le entregó otro Kreuzer, y así diez veces, sin quedarse con nada, y estallando agotado en un sollozo.  Escribe Milena “creo que es la anécdota más hermosa que conozco y cuando la leí me hice el firme propósito de no olvidarla mientras viviese”. La huella afirmada de lo inolvidable en su voz.

Hay una extraña expresión; rioplatense, que siempre me llamó la atención: “llorar la carta”. Quizá se trata de una de la forma de plegaria que adquiere nuestra escritura. Aunque ya no es de uso tan habitual, a veces parecería portar un supuesto empleo de manipulación, es algo diferente el decir tanguero “el que no llora no mama”. “No vengas a llorar la carta” es como una forma de devaluar una queja, sacándole su legitimidad.

También se puede en muchas ocasiones llorar con una carta. Llorar con una carta que llega, o acongojarse con la carta que se despide en un buzón antiguo de reliquia barrial, o frente a un correo electrónico enviado, implorando que se reciba la comunicación de un dolor. Se puede llorar por una carta perdida, escondida, o de mal augurio, de destino irreversible, de azar derrotado, como también se suele sentir abatimiento por una carta amenazante.

A veces se llora de miedo frente a una carta de amor.

Kafka le escribe a Milena Jesenská “Usted no alcanza a comprender el efecto que sobre mí ejercen sus cartas”. La nombra tantas veces, Milena, Milena, Milena…”mi edad mi desgaste, pero sobre todo mi miedo” Frente a sus cartas a veces tiembla, no puede leerlas y no puede dejar de hacerlo, le pide que no escriba pero que no deje de hacerlo. “me escondo bajo un mueble, tembloroso, para que tú que entraste como una tromba en esta carta, salgas por la ventana porque no puedo albergar esa tormenta en mi habitación”.  Pero el miedo para él es sustancia de escritura como afirmaba.

Un modo del amor, asustado y deseoso, el temor tan subrayado por Freud ligado al deseo, que le provoca llantos, sueños y genial escritura. A veces conduce a fugas como la de Breuer frente al amor en Bertha (Ana O), temor a atravesar y alojar para Freud tan presente en la invención fundacional del psicoanálisis. En Kafka una presencia necesaria en tanto ausencia y presencia a la vez. “No vengas Milena, pero no dejes de venir inmediatamente si te llamo, pero no vengas porque tendrías que volver a partir”.

El relato de la mujer desamparada en la calle, hecho por Kafka también en sus cartas a Milena, tiene algunas ligeras diferencias

Escribe que sintió muchos deseos de darle esa moneda a la mujer que siempre se encontraba pidiendo en aquellas calles de Praga. Como la moneda era tan valiosa se sentía avergonzado de darle a alguien algo de tanto valor como fuera de lo común. Entonces dividido en diez Kreuzer, aparecía como distinto benefactor en cada vuelta de calle. Volvió a su casa envuelto en llanto pero con sensación feliz, ya que no se trató de caridad, sino de conmoción de haberle dado, de ese modo, todo lo suyo. El dar como desprendimiento. Su madre al verlo así, lo recompensó con otra moneda.

Volviendo a la expresión “llorar la carta”, según encontré, pareciera que proviene de una de las formas en las que se pedía dinero en la ciudad de Buenos Aires antigua. Así un hombre o una mujer en la pobreza, con sus hijos o hijas con raída vestimenta, golpeaban a las puertas de las casas. Cuando se abría le entregaban una carta firmada por alguna persona conocida públicamente en la cual se le contaba en llantos la desesperada situación de esa familia, e invitándolo a darle alguna ayuda. Y como para incentivar a que lo haga, se enumeraba al final de la carta, las personas que habían contribuido y la cantidad de dinero.

A veces escuchamos sólo cuando el llanto nos despierta de un sufrimiento que no notábamos. R. Barthes en “Fragmentos de un discurso amoroso” escribe que ponerse a llorar es para probar que el dolor no es una ilusión. El llanto, absuelto, a veces muestra el límite de lo que se puede hacer.

Los timbres de las casas siguen siendo llamados, y las puertas se golpean cada vez más, la basura se revuelve. ¿Toda carta llega a destino? hay cartas que parece no llegan y la desesperación sigue aumentando frente a algunas indiferencias. No basta sin duda la inquietud individual o grupal de avergonzarse como la que asume el jovencito Kafka, ni de su anonimato sin ninguna necesidad de figurar, ni de su sensibilidad desesperante, ni de su obstinación como don al decir de Canetti, obstinación que también subraya Diego Sztulwark en diversos escritos. Persistencia, que frágil, luminosa,  estrujado en una acción, ofrece lo que se tiene o no se tiene…

 

 

 

 

El desprecio // Diego Sztulwark

Se discute si es válido o no ir a la movilizaciones con niñxs, o en actitud desprevenida. Tal discusión requiere de una distinción elemental: los cuidados en las calles conciernen a las minorías que marchan. Lo demás no son discusiones sobre cuidados, sino condenas reaccionarias gozosas de la represión ajena por parte de seres ya capturados por el cristal de las pantallas, terminales de un tribunal virtual que asegura la pasividad y la heteronomía social.
Quienes por una cuestión de edad participamos de niños en una que otra marcha por la democracia, sobre los finales de dictadura; o hemos ido casi adolescentes a las Plazas de Semana Santa del 87, cuando los Carapintadas, podemos entender muy bien -siendo ahora madres y padres- lo que dice en su columna de hoy Sebastián Lacunza: la presencia de niños en las marchas por la defensa de los jubilados puede ser una experiencia formativa: niñxs compañadxs y cuidados por sus mayores -y por los manifestantes- aprendiendo a defender sus derechos individuales y colectivos, en ausencia de ley alguna que lo prohiba: ¿hay una escena más liberal (en el único buen sentido que la palabra liberal posee), cívica, pacífica e instructiva que este tipo de participación?. El problema, evidentemente, no es la madre ni la hija -ni las personas que las rodean y protegen-, sino la ausencia de una discusión más amplia sobre el aumento de la pobreza -la de los jubilados incluidos- y sobre la represión como modo de tratar a quienes protestan. ¿Porqué esa discusión, que toda democracia debe darse, no puede existir en las escuelas? Cuando se da por hecho que la sociedad no debe sentirse involucrada en aquello que le concierne se condena a sus jovenes, trabajadores y jubilados una relación de indiferencia con la democracia misma, que entonces agoniza. Y de hecho, una parte de la sociedad se pone del lado del jefe policial que reprime o gasea, antes que del lado de los abuelos golpeados o de la niña gaseada. Esa parte de la sociedad no espera a votar cada dos años para hacerse oir: vota todos los días prestando adhesión cristalina al discurso cotidiano de las pantallas. Es un logro antidemocrático de primer orden haber logrado que la realidad analógica de los cuerpos golpeados aparezca como un capítulo mugroso y detestable del universo digital. El desprecio con el que esos cuerpos que se mueven lento y no saben imponerse a la policía son vistos y oídos constituye la medida más precisa del desafío que vivimos en la Argentina de hoy. La discusión sobre los cuidados en las protestas públicas no es patrimonio exclusivo de los opositores al gobierno, no. Pertenece más bien a todos aquellos que perciben que la lucha, mas que contra un gobierno, se dirige contra todo un régimen de creación/administración de realidad incompatible con la democracia misma.

Hipercapitalismo y Semiocapital // Franco «Bifo» Berardi

“Calibán: Me enseñaste el lenguaje y mi provecho
es que sé maldecir. La peste roja te lleve
por enseñarme tu lengua”

Shakespeare: La tempestad

 

Colonialismo histórico: extractivismo de los recursos físicos

La historia del colonialismo es una historia de depredación sistemática del territorio. El objeto de la colonización son los lugares físicos ricos en recursos que el Occidente colonialista necesitaba para su acumulación. El otro objeto de la colonización son las vidas de millones de hombres y mujeres explotados en condiciones de esclavitud en el territorio sometido al dominio colonial, o deportados al territorio de la potencia colonizadora.

 

No es posible describir la formación del sistema capitalista industrial en Europa sin tener en cuenta el hecho de que este proceso fue precedido y acompañado por la subyugación violenta de territorios no europeos y la explotación en condiciones de esclavitud de la mano de obra doblegada en los países colonizados o deportada a los países dominantes. El modo de producción capitalista nunca habría podido establecerse sin exterminio, deportación y esclavitud.

No habría habido desarrollo capitalista en la Inglaterra de la era industrial si la Compañía de las Indias Orientales no hubiera explotado los recursos y la mano de obra de los pueblos del continente indio y del sur de Asia, como relata William Dalrymple en The Anarchy, The relentless rise of the East India Company (2019).

No habría habido desarrollo industrial en Francia sin la explotación violenta del África Occidental y del Magreb, por no hablar de los demás territorios sometidos al colonialismo francés entre los siglos XIX y XX. No habría habido desarrollo industrial del capitalismo estadounidense sin el genocidio de los pueblos nativos y sin la explotación esclava de diez millones de africanos deportados entre los siglos XVII y XIX.

También Bélgica construyó su desarrollo sobre la colonización del territorio congoleño, acompañada de un genocidio de una brutalidad inimaginable. Martin Meredit escribe a este respecto:

“La fortuna de Leopoldo procedía del caucho en bruto. Con la invención de los neumáticos, para las bicicletas y luego para los automóviles, alrededor de 1890, la demanda de caucho creció enormemente. Utilizando un sistema de mano de obra esclava, las compañías que tenían concesiones y compartían sus beneficios con Leopoldo saquearon los bosques ecuatoriales del Congo de todo el caucho que pudieron encontrar, imponiendo cuotas de producción a los aldeanos y tomando rehenes cuando era necesario. Los que no cumplían sus cuotas eran azotados, encarcelados e incluso mutilados cortándoles las manos. Miles de personas murieron por resistirse al régimen del caucho de Leopold. Muchos más tuvieron que abandonar sus pueblos….” (Martin Meredit: The State of Africa, Simon & Schuster, 2005, p. 96).

Muchos autores contemporáneos insisten en esta prioridad lógica y cronológica del colonialismo sobre el capitalismo. 

“La era de las conquistas militares precedió en siglos a la aparición del capitalismo. Fueron precisamente estas conquistas y los sistemas imperiales que se derivaron de ellas los que promovieron el ascenso imparable del capitalismo” (Amitav Gosh: La maldición de la nuez moscada, p. 129).

Y según Cedric Robinson: “La relación entre el trabajo esclavo, la trata de esclavos y la formación de las primeras economías capitalistas es evidente” (Marxismo negro).

Pocos, sin embargo, han observado cómo las técnicas utilizadas por los países liberales para subyugar a los pueblos del Sur global son exactamente las mismas que las utilizadas por el nazismo de Hitler en las décadas de 1930 y 1940, con la única diferencia de que Hitler practicó las técnicas de exterminio contra la población europea, y contra los judíos que eran parte integrante de la población europea.

Uno de estos pocos es, sorprendentemente, Zbigniew Brzeziński quien, en un artículo de 2016 titulado Hacia un realineamiento global, tuvo la honestidad intelectual de escribir: “Las masacres periódicas han dado lugar en los últimos siglos a exterminios comparables a los de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial”. El artículo de Brzezinski concluye con estas palabras: “Tan impresionante como la escala de estas atrocidades es la rapidez con la que Occidente se olvida de ellas”.

De hecho, la memoria histórica es muy selectiva cuando se trata de los crímenes de la civilización blanca. En particular, el recuerdo del exterminio de las poblaciones no europeas no recibe una atención especial y no forma parte de la memoria colectiva, mientras que a la Shoah se le dedica un culto obligatorio en todos los países occidentales.

La civilización blanca considera a Hitler como el Mal Absoluto, mientras que los británicos Warren Hastings y Cecil Rhodes, el alemán Lothar von Trotha, exterminador del pueblo Herrero, o Leopoldo II de Bélgica son olvidados, cuando no perdonados por la memoria blanca. 

Como el general Rodolfo Graziani, torturador de Libia y Etiopía, que fue gravemente herido en un atentado en Addis Abeba, pero desgraciadamente salvó la vida, y que después de la guerra fue indultado por el gobierno italiano para que pudiera convertirse en presidente honorario del Movimiento Social Italiano, el partido de los asesinos que ahora gobierna de nuevo en Roma. 

Exterminaron a poblaciones enteras para imponer el dominio económico de Gran Bretaña, Bélgica, Alemania o Francia, por no hablar de Italia. Sin embargo, no se les recuerda, porque sólo Hitler merece ser execrado para siempre, ya que sus víctimas no tenían la piel negra.

En cuanto a los exterminadores de los pueblos de las praderas norteamericanas, son incluso objeto de un culto heroico que Hollywood decide celebrar.

La colonización ha actuado de forma irreversible no sólo a nivel material, sino también social y psicológico. Sin embargo, el principal legado del colonialismo es la pobreza endémica de zonas geográficas que han sido saqueadas y devastadas hasta tal punto que son incapaces de salir de su condición de dependencia. La devastación ecológica de muchas zonas africanas o asiáticas empuja hoy a millones de personas a buscar refugio mediante la emigración, entonces se encuentran con la nueva cara del racismo blanco: el rechazo, o una nueva esclavitud, como ocurre en la producción agrícola o en el sector de la construcción y la logística en los países europeos.

Dado que el proceso de descolonización no consiguió transformar la soberanía política en autonomía económica, cultural y militar, el colonialismo se presenta en el nuevo siglo con nuevas técnicas y modalidades, esencialmente desterritorializadas, aunque las formas territoriales del colonialismo no quedan anuladas por la soberanía formal de la que gozan (por así decirlo) los países del Sur global. 

Con el término hipercolonialismo me refiero precisamente a estas nuevas técnicas, que no suprimen las viejas basadas en el extractivismo y el robo (de petróleo o de materiales indispensables para la industria electrónica, como el coltán), sino que dan lugar a una nueva forma de extractivismo que tiene como medio la red digital y como objeto tanto los recursos laborales físicos de la mano de obra captada digitalmente como los recursos mentales de los trabajadores que permanecen en el Sur global pero producen valor de forma desterritorializada, fragmentada y técnicamente coordinada.

Hipercolonialismo: extractivismo de los recursos mentales

Desde que el capitalismo global se ha desterritorializado a través de las redes digitales y la financiarización, la relación entre el norte y el sur globales ha entrado en una fase de hipercolonización.

La extracción de valor del Sur global tiene lugar en parte en la esfera semiótica: captura digital de mano de obra muy barata, esclavitud digital y creación de un circuito de mano de obra esclava en sectores como la logística y la agricultura. Estos son algunos de los modos de explotación hipercolonial integrados en el circuito del Semiocapital.

La esclavitud –que durante mucho tiempo hemos considerado un fenómeno precapitalista, y que era una función indispensable de la acumulación originaria de capital– reaparece hoy de forma extendida y omnipresente gracias a la penetración del mando digital y a la coordinación desterritorializada. La cadena de montaje del trabajo se ha reestructurado en una forma geográficamente deslocalizada: los trabajadores que dirigen la red mundial viven en lugares situados a miles de kilómetros de distancia, por lo que son incapaces de poner en marcha un proceso de organización y autonomía. 

La formación de plataformas digitales ha puesto en marcha sujetos productivos que no existían antes de la década de 1980: una mano de obra digital que no puede reconocerse a sí misma como sujeto social debido a su composición interna. 

Este capitalismo de plataforma funciona a dos niveles: una minoría de la mano de obra se dedica al diseño y comercialización de productos inmateriales. Cobran salarios elevados y se identifican con la empresa y los valores liberales. Por otro lado, un gran número de trabajadores dispersos geográficamente se dedican a tareas de mantenimiento, control, etiquetado, limpieza, etcétera. Trabajan en línea por salarios muy bajos y no tienen ningún tipo de representación sindical o política. Como mínimo, ni siquiera pueden considerarse trabajadores, porque esas modalidades de explotación no están reconocidas de ninguna manera y sus escasos salarios se pagan de forma invisible, a través de la red celular. Sin embargo, las condiciones de trabajo son, por lo general, brutales, sin horarios ni derechos de ningún tipo. 

La película The Cleaners (2018), de Hans Block y Moritz Riesewick, relata las condiciones de explotación y desgaste físico y psicológico a las que se somete a esta masa de semitrabajadores precarios, reclutados en línea según el principio de Mechanical Turk, creado y gestionado por Amazon.

Entre los años noventa y la primera década del nuevo siglo se formó esta nueva mano de obra digital, que opera en condiciones que hacen casi imposible la autonomía y la solidaridad. 

Ha habido intentos aislados de trabajadores digitales de organizarse en sindicatos o de desafiar las decisiones de sus empresas: pienso, por ejemplo, en la revuelta de ocho mil trabajadores de Google contra la subordinación al sistema militar.

Estas primeras manifestaciones de solidaridad se produjeron, sin embargo, allí donde la mano de obra digital está unida en gran número y percibe salarios elevados. Pero, en general, el trabajo en red se antoja irregulable, por ser precario, descentralizado y porque, en gran medida, se desarrolla en condiciones de esclavitud.

En el libro Los ahogados y los salvados, Primo Levi escribe que cuando estuvo internado en el campo de exterminio “había esperado al menos la solidaridad entre compañeros de infortunio”, pero luego tuvo que reconocer que los internados eran “mil mónadas selladas, entre las que hay una lucha desesperada, oculta y continua”. Esta es la “zona gris” donde la red de relaciones humanas no se reduce a víctimas y perseguidores, porque el enemigo estaba alrededor, pero también dentro.

En condiciones de extrema violencia y terror permanente, cada individuo se ve obligado a pensar constantemente en su propia supervivencia, y es incapaz de crear lazos de solidaridad con otros explotados. Como en los campos de exterminio, como en las plantaciones de algodón de los estados esclavistas del País de la Libertad, también en el circuito esclavista inmaterial y material que la globalización digital ha contribuido a crear, las condiciones para la solidaridad parecen estar vedadas.

Es lo que yo llamaría Hipercolonialismo, una función dependiente del Semiocapitalismo: extracción violenta de recursos mentales y tiempo de atención en condiciones de desterritorialización.

Hipercolonialismo y migración. El genocidio que viene

Pero el Hipercolonialismo no es sólo extracción de tiempo mental, sino también control violento de los flujos migratorios resultantes de la circulación ilimitada de los flujos de información. 

Puesto que el Semiocapitalismo ha creado las condiciones para la circulación mundial de la información, en territorios alejados de las metrópolis se puede recibir toda la información necesaria para sentirse parte del ciclo de consumo y del propio ciclo de producción. 

Primero se recibe la publicidad, luego un cúmulo ingente de imágenes y palabras que pretenden convencer a todo ser humano de la superioridad de la civilización blanca, de la extraordinaria experiencia que representa la libertad de consumo y de la facilidad con que todo ser humano puede acceder al universo de bienes y oportunidades.

Por supuesto, todo esto es falso, pero miles de millones de jóvenes que no tienen acceso al paraíso publicitario aspiran a alcanzar sus frutos. Al mismo tiempo, las condiciones de vida en los territorios del Sur global se han vuelto cada vez más intolerables, porque efectivamente empeoran con el cambio climático, pero también porque se enfrentan inevitablemente a las oportunidades ilusorias que el ciclo imaginario proyecta en la mente colectiva.

De ahí que, por necesidad y por deseo, una masa creciente de personas, sobre todo jóvenes, se desplace físicamente hacia Occidente, que reacciona a este asedio con miedo, agresiones y racismo. Por un lado, la infomáquina envía mensajes seductores, y llama hacia el centro, del que emanan flujos de atracción. Por otro lado, sin embargo, quienes creen en ella y se acercan a la fuente de la ilusión acaban en un proceso masacrante.

La población del Norte global, cada vez más vieja, poco prolífica, económicamente en declive y culturalmente deprimida, ve en las masas migrantes un peligro. Temen que los pobres de la tierra lleven su miseria a las metrópolis ricas. Se les presenta como la causa de las desgracias que sufre la minoría privilegiada: una clase de políticos especializados en sembrar el odio racial ilusiona a los viejos blancos haciéndoles creer que si alguien pudiera acabar con esa inquietante masa de jóvenes que presiona a las puertas de la fortaleza, si alguien pudiera eliminarlos, destruirlos, aniquilarlos, entonces volverían los buenos tiempos, Estados Unidos volvería a ser grande y la moribunda patria blanca recuperaría su juventud. 

En la última década, la línea que divide el Norte del Sur, la línea que va desde la frontera entre México y Texas hasta el mar Mediterráneo y los bosques de Europa central y oriental, se ha convertido en una zona donde se libra una guerra infame: el corazón negro de la guerra civil mundial. Una guerra contra personas desarmadas, agotadas por el hambre y la fatiga, atacadas por policías armados, perros rastreadores, fascistas sádicos y, sobre todo, por las fuerzas de la naturaleza.

A pesar de los brillantes anuncios de mercancías que animan a los idiotas consumistas, y a pesar de la propaganda de los cerdos neoliberales, la lógica del Semiocapital funciona de una única manera: el Norte global se infiltra en el sur a través de los innumerables tentáculos de la red: una herramienta para captar fragmentos del trabajo desterritorializado

Pero la penetración física del Sur, que presiona para acceder a territorios donde el clima aún es tolerable, donde hay agua, donde la guerra aún no ha llegado con toda su fuerza destructiva, es repelida por la fuerza y el genocidio. Una parte significativa, si no mayoritaria, de la población blanca ha decidido atrincherarse en la fortaleza y utilizar cualquier medio para repeler la oleada migratoria. Los colonialistas de ayer –los que en siglos pasados llegaron a través de los mares para invadir los territorios-presa– claman ahora por la invasión porque millones de personas están presionando las fronteras de la fortaleza.

Este es el principal frente de guerra que se desarrolla desde principios de siglo, y que se amplía, adoptando por doquier los contornos del exterminio. No es el único frente de guerra: otro frente de la caótica guerra mundial es el inter-blanco que enfrenta a la democracia liberal imperialista con el soberanismo autoritario fascista. 

La desintegración de Occidente, y en particular de la Unión Europea, como resultado de la guerra inter-blanca, corre paralela a la guerra genocida en la frontera: dos procesos distintos entrelazados en la escena de los años veinte.

¿Cómo salir vivo? Esta es la pregunta que se hacen todos los desertores.

Hay que organizarse para desertar juntos.

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Traducción de Ángela Molina Climent

Fuente CTXT

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