Crónica de un viaje en subte // Emanuel Ferreyra
Viajo en subte, Buenos Aires durante enero puede ser -sino es un horno- la ciudad más habitable del mundo. De pie, cerca de mí, un joven de pelo largo, vestido de negro y con auriculares lee un libro de tapas rojas. Me llama la atención el gesto: en lugar de mirar su teléfono lee un libro, para aislarse mejor en su lectura escucha algo, presumiblemente música que lo ayuda a concentrare. Lee de pie. Como leí décadas, de pie en el colectivo o en el subte. Incluso caminando por la calle. Conozco bien esa modalidad extrema de la concentración, esa bendición que experimenta quien encuentra en las páginas de un libro barato la salvación de lo que nos hundiría en las calles o en el transporte público. Pero este joven, a diferencia de mi juventud, compite además con el celular (cuando yo tenía su edad no existían). La curiosidad me gana y espío el título del volumen que tiene entre manos: “Generación Idiota”, autor: Agustín Laje. Un intelectual de la extrema derecha argentina que según mis cálculo será unos diez años mayor que el joven lector a mi lado.
No llego a ver la editorial, pero intuyo que es un libro muy reciente. La escena problematiza un conjunto de opiniones lineales que actúan como bloqueo perceptual (e intelectual). ¿Lee este joven a Laje como un militante de izquierda lee a su enemigo para conocerlo mejor (como lo leería yo si lo leyera, y como el propio Laje lee y explica a Gramsci, Marcuse o Foucault)? ¿O se trata de una evidencia del inmenso y creciente auditorio de Laje, miles y miles de jóvenes a los que su ídolo insta a ser cada vez mejores lectores de libros? Imposible deducirlo. Imposibilidad de por sí significativa. Lo que en cambio no admite dudas es la rehabilitación de la lectura de libros por parte de lo que a esta altura habría que llamar los intelectuales de la ultraderecha argentina. Jóvenes lectores, menos dependientes de las pantallas que muchos de sus críticos (o incluso buenos realizadores de aquello que CFK recomendaba en su última clase magistral: ir del celular al libro). La condición de desafío que estos lectores suponen es múltiple. Por un lado, suscitan una nueva curiosidad sobre cómo se escriben y se leen estos libros que son parte de un nuevo interés que, según se nos dice, el libro había perdido.
Por otro, nos hace saber que la lectura ideológica ha recobrado nueva vida, en la medida que surgen nuevas formas de enemistad que pasan por el argumento y la cita. La sorpresa de una bibliofilia de los ultra-derechistas desarticula lugares comunes sobre los modelos de lectura de una juventud supuestamente atrapada en una identidad plana entre derecha y redes sociales, y nos devuelve a una realidad que se creía en plena disolución: la lectura de historia y filosofía política como una necesidad tan practica como puede serlo cualquier otro modo de militancia. Y coloca preguntas que arrastramos como lectores que presumimos de ser ideológicamente entrenados: ¿de qué planes de vida forman estas lecturas, que vienen y se van como olas, a veces de izquierda, otras nacional populares, hoy ultraliberales?