Un común sentir. Esquirlas del Miedo #3 // Marcelo Percia
Estos tiempos incitan a imaginar otros modos de lo común.
En la expresión “el sentido común” el adjetivo común indica que se trata de algo que pertenece y aúna a la mayoría normalizada.
Mientras que en el sintagma “un común sentir”, el infinitivo adviene sujeto intervenido por un común que no totaliza ni permanece.
Se vive en el terror cuando se siente que un dolor no tiene límites. Cuando no se puede prever su final. Cuando no hay afuera de lo que aflige y amenaza. Cuando no se cuenta con suavidades que, con la sola convicción del deseo, digan: “Esto pasará, si no pasa hoy, pasará mañana”.
Solidaridad no se reduce a retóricas altruistas: de la filantropía, de la caridad, de la beneficencia, de las morales sacrificiales, de las buenas conciencias.
Conviene reservar la palabra solidaridad para nombrar una común alegría de dar la cercanía.
En el ascensor de una casa de departamentos, en un barrio de la ciudad, colocan un cartel que dice: “Si sos médico, enfermero, farmacéutico o te dedicas a la salud, ¡Andate del edificio porque nos vas a contagiar a todos, hdp! Tus vecinos”.
De pronto, la cualidad de la vecindad, de la cercanía, de la proximidad, se vuelve peligrosa enemistad.
Individualismos urbanos incuban secretas violencias comunitarias que, además de vigilar, delatar, husmear, pueden -bajo la forma de tumultos anónimos- amenazar, dañar, expulsar, golpear, matar.
Queda llorar cuando duele la vida, cuando entristecen las distancias, cuando lastiman las proximidades, cuando se está ante lo irremediable, cuando no hay a quién llamar, cuando no se puede otra cosa.
La expresión mano dura aproxima medicinas con policías.
Una mano dura sanitaria corre el riesgo de olvidar suavidades y firmezas de hospitalidades que cuidan.
Ante el riesgo de muerte, entre el Estado y el Mercado, preferible confiar en el Estado. Una autoridad pública responsable que decida, que contenga, que informe, que frene poderes crueles y suicidas.
Pero, ante los límites del Estado, se necesita habitar un común proteger, un común cuidar, un común escuchar. Políticas de cercanías que los Estados no pueden, no saben y que, a veces, temen.
La preferencia se presenta como condición débil y restrictiva de la decisión. Se opta por la preferencia cuando solo queda elegir entre alternativas dadas, sin posibilidad ni tiempo de suscitar otros escenarios.
La idea de bien común calcula conveniencias. Instala una representación y autoriza voces que hablan en su nombre.
Poderes dicen qué hace bien y qué hace mal para el conjunto, la totalidad, la mayoría. Amparan y persuaden fragilidades que se entregan subyugadas al poder. Que rehúyen conflictividades del estar cerca.
Pero no hay EL bien común. No se puede pretender lo común como uno solo.
Se trata de bienestares y malestares desparramados, dispersiones de intereses y afectividades.
Un común bienestar se presenta como pregunta insidiosa sobre qué beneficia y perjudica a la no totalidad comunitaria.
Lo común no se ajusta ni se acomoda en conjuntos cerrados. No se impone como unidad coercitiva.
Lo común transcurre en franjas de afectaciones que, muchas veces, no se tocan. Paralelismos de bienestares y malestares que, cada tanto, colisionan.
Choques negados o, a veces, admitidos como anomalías, excepciones, escándalos, noticias de color.
La vida como presión de productividad resume una exigencia que embelesa a las hablas del capital.
Increíble el consejo psicológico que recomienda aplicar ese patrón de rendimiento en las obligadas estadías en las casas.
Para quienes las tienen, claro.
“Todo está muy raro”.
Rarezas nombran desconciertos, extrañezas, suspensiones de lo conocido.
Las rutinas están dislocadas.
Las palabras están fatigadas.
Una común perplejidad solicita ternuras que piensen sin premuras.
Sin la compulsión de volver a la normalidad.
Paranoias tienen un enemigo del que protegerse.
Depresiones se abrazan a lo perdido.
Pero cuando no se sabe por dónde viene el ataque ni qué se va a perder, se cae en la incertidumbre.
Incertidumbres y angustias hablan una misma lengua intraducible.
Grupos racistas, neonazis, supremacistas amenazan con salir a propagar el virus entre la comunidad judía de Nueva York.
Acciones de contagio como armas de exterminio sobrevuelan como verosímiles de una civilización habituada, en situaciones de pánico, a protegerse seleccionando vidas.
Se respiran peligros: no se sabe si sí o si no, ni dónde ni hasta cuándo, que no te beso, ni te abrazo, ni me acerco, que si estuve o no estuve, que si toqué o no toqué, que si me despido o espero.
La inminencia no cesa.
La indeterminación no da descanso.
La declaración “Hoy no hice nada” se escucha como confesión de un delito o una falta de iniciativa, de voluntad, de creatividad.
El sentido común confunde tiempos de perplejidad, con desgano o depresión.
Un día sin logros ni resultados se sentencia como perdido.
“Cuando esto pase, te voy a abrazar”. Solo una frase alcanza para alojar lo venidero.
En películas del fin del mundo, se ven multitudes desesperadas dispuestas a cualquier cosa para no morir.
Poderes que disciplinan y castigan no alcanzan, incluso muchas veces no sirven.
Además de gobernar, se necesita encantar lo común: un deseo de cercanías que dan el dar.
A la jefa de la terapia intensiva del hospital Vera Barros de la ciudad de La Rioja, el test de coronavirus le da positivo. Incendian su auto, dejan sobre el parabrisas un cartel que dice: «Ratas infestadas. Váyanse”.
Aunque cueste decirlo, una común violencia resquebraja utopías e idealizaciones de la vida en común.
No somos seres biológicos ni seres matemáticos, acontecemos como sensibilidades que se tocan, se huelen, se respiran, mientras encantamos o destruimos la vida con palabras.
Una cosa vidas que tienen donde ir y se protegen en un común estar. Otra, hacinamientos que amontonan y apilan vidas menospreciadas.
Una cosa quedarse en casa, otra en manicomios y cárceles.
Instituciones que encierran ejecutan muertes encubiertas.
Ahora que el sentido común choca y se escandaliza con los horrores de los encierros, duele más no haber terminado todavía con los manicomios.
Ni con el sentido común.
El virus no iguala, ahonda desigualdades.
El 2 de mayo La Garganta Poderosa publica este tuit: “Murió por coronavirus una vecina de la Villa 31. No murió, ¡la mataron de abandono!». La mujer de 84 años, madre de la primera joven que enferma en la villa, compartía en baño con once personas.
Cuando se ven los mapas llenos de puntitos rojos, se piensa: “No hay a dónde ir”.
No hay protección por fuera de un común cuidar.
La pregunta: “Alguna novedad” revela, en estos días, un lado incómodo: la obligación de tener algo que contar por encima de los números que reportan muertes y contagios.
De golpe, sentimos angustias no solo personales y comunitarias, también sentimos aflicciones de todas las existencias que respiran, de las que no se ven, de las que se comen y se corrompen. Sentimos aflicciones de la tierra, del agua, del aire.
Sentimos la común angustia de lo vivo.
Racionalidades epidemiológicas vaticinan que tras el virus (sin contar la mala suerte) sobrevivirán las criaturas más aisladas, más fuertes, más sanas, más jóvenes, más ricas.
Esos destinos estadísticos no tienen en cuenta amores y cercanías, ni siquiera como albures inmunitarios.
Las palabras están más indecisas que nunca.
Cada tanto un pensamiento tropieza con una idea, entonces caen montones de preguntas.
La destrucción del hábitat de vivientes que no hablan y la crianza de esas vidas cautivas, hacinadas, deprimidas, mal alimentadas, tratadas con químicos; favorecen mutaciones de virus que luego pasan a arrogancias hablantes, cada vez más indefensas.
La vida no depende de sistemas inmunológicos personales, sino de necesarios equilibrios entre ecosistemas de todas las existencias que alberga la Tierra.
Cada muerte por el virus ocurre como deceso individual, pero recuerda que se está extinguiendo la común corporeidad.
Asistimos a frustradas explicaciones que comienzan diciendo “siento que…”.
Sentimientos que no se terminan de decir, que no se saben decir, que se está viviendo sin que se puedan saber.
Sentimientos a la deriva que pasan de una cosa a otra, sin poder reconocerse en los fragmentos desacoplados de las normalidades rotas.
Así, las angustias.