Capítulo de novela inédita // Pedro Yagüe
Hago una pausa. Tengo los codos sobre el vidrio de la mesa y la mirada perdida en el ventanal. Allá afuera, las nubes blancas, infinitas, se mantienen firmes ante mí. Sobre la mesa hay un libro abierto que en su secreta afinidad con Fukuyama anuncia la llegada de un nuevo apocalipsis: el fin del amor. A su derecha está el paquete de pañuelos descartables, el cuaderno y la taza vacía de café. Despego un brazo y lo estiro hacia la cerámica tibia. La acerco a mi nariz y me dejo inundar por el aroma tostado que todavía expulsan los restos sólidos de la infusión. Bajo la mirada hacia las páginas del libro.
Leo.
Debía preguntarse muchas cosas a esa edad, debía estar confundida. Debía pensar mucho, imaginar sola, sola en ese mundo tan raro como ella. Un mundo privado, terriblemente privado. Debía preguntarse cómo era el universo de los otros, cómo sentían, cómo pensaban, cómo hacían sus cosas sin tanta regla, sin tanta ley. Debía experimentar la incomodidad de un cuerpo, del suyo, tan inaccesible y extraño como el de los demás: sus pelos, sus ropas, sus piernas, sus manos, todo parecía sexual desde esa visión temerosa e infantil. Debía preguntarse muchas cosas a esa edad.
Para ocultar el rubor, la vergüenza que debía sentir frente al semblante firme de los otros, ella se ponía a hablar y teorizaba: el mundo tal como lo conozco no es el mundo. Es el de ellos, legislado desde las sombras, desde un escenario dramático en el que todos deben construir, frente a los demás, su propia imagen. Años más tarde, esa realidad superficial la esperaría con los brazos abiertos. Es lo que diferencia al cristianismo del judaísmo: acá todos son bienvenidos. Solo se exige un sacrificio, algo mínimo, una especie de circuncisión pero del alma. Entonces sí, habiendo entregado esa libra de carne, habiendo dado lo que había que dar, se está en condiciones de acceder. La libertad del mercado, la fugacidad del orgasmo, el cuerpo sin cuerpo, el amor universal, el corazón de un dios abstracto como abstracto es el dinero para quien lo atesora y no lo gasta: acá todos son bienvenidos. Pero ella teorizaba. Entonces debía sentir algo extraño, una emoción profunda, incierta, como si fuera una extranjera en busca de nuevas tierras. Tierras ignotas, oscuras, aunque repletas de misterios. Debía hablar para sus adentros. Debía escuchar un silencio privado, frágil, que se estaba a punto de quebrar.
Mitad privado, mitad púbico, el colegio secundario le mostró las puertas de una percepción. La gestualidad trabajada, el sacrificio y la disciplina, esa impronta de intelectualidad que sirve de pretexto para todo. Debía sentirse maquillada cada vez que salía al mundo, cada vez que cruzaba las fronteras del barrio y se perdía como una más en el anonimato hermoso de las calles. Calles finas, calles anchas, largas y cortas, sin tanta pollera, peluca, telas, negocios y mantas: el universo de los otros. Debía perderse en el sentimiento de ser nadie y debía disfrutar de esa ausencia, de ese olvido absoluto. Debía sentirse aliviada en los paseos, en las caminatas por las veredas libres. Sin embargo, como sucede en los niños y en las parejas, con el paso del tiempo el juguete pierde interés. Ese juguete libre y fascinante pasaría al cajón de los recuerdos para dar lugar a otros más brillosos y prometedores. Era el fin del anonimato, el inicio de una nueva era.
Para abandonar la inexistencia, esa libertad clandestina de no estar, debía parecerse al mundo que la recibía. No era necesario erotizarse, solo había que exaltar lo erótico en el universo infinito de las palabras. Hablar del cuerpo como una coartada para su desaparición. Como los infieles que se muestran en lugares frecuentados para que nadie sospeche que están haciendo algo prohibido, el mundo intelectual se encuentra plagado de escritores que hablan del cuerpo erótico como una forma de esconder su ausencia. Algo parecido debía sentir ella desde su visión de extranjera. Por eso, para ocultarse, era necesario repetir esa experiencia infantil, ese primer encuentro que había marcado para siempre su relación con el mundo. Hablar y teorizar. Debía haber algo de ostentación en todo eso. Ostentación excesiva, abstracta y racional, idéntica a la de su ley, que se prolongaría más tarde en la Facultad de Filosofía y Letras. Debió haber conocido desde niña el placer por los sentimientos puros, el elogio gradual del control, del orden, de la ausencia absoluta de penetración, de succión, de sodomía, de sadismo. Ya adulta, debía experimentar placer al controlar el deseo, al volverlo manso. Debía lograrlo en cada palabra, en cada texto, en cada frase dirigida hacia alguno de sus amigos. Y debía sentirlo como una victoria sobre ese mundo aterrador, incontrolable, que de pronto se mostraba manso frente a la pureza efectiva de los conceptos.
Dejo de leer.
Sin levantar la cabeza, alejo la mirada del libro y, por un momento, le escapo al ahogo de sus palabras. Con la mirada en blanco, subsumido ahora en un nuevo estado, recuerdo. Las imágenes fluyen sin que me aferre a su sentido, pasan de largo y vienen otras. Llegan momentos, frases, personas. A los pocos segundos enderezo el cuello, hasta que, sin darme cuenta, vuelvo a mirar a través del vidrio limpio del ventanal. En el momento en que lo hago, llega un recuerdo, una situación concreta, una imagen que entonces parece una revelación. La actividad de la memoria me produce una especie de arrebato, una vitalidad repentina que se manifiesta de diferentes maneras: mi pie derecho empieza a dar golpes nerviosos contra el piso; los músculos de mi pierna, efecto de los golpes nerviosos del pie derecho, comienzan a temblar de manera floja; los pómulos se tensan como si estuviera por sonreír; los labios se alargan en línea recta sin despegarse; la cabeza gira de un lado al otro como si me indignara, como si negara algo, o, en realidad, como si no pudiera creer que estoy leyendo el libro de una mujer que alguna vez conocí. Sorprendido por la coincidencia y por la pequeñez indiscutible de la pequeña burguesía, me esmero en dejar la imagen y vuelvo a las páginas del libro.
Leo.
Con devoción religiosa, debía sentarse en los pupitres de la Facultad a incorporar la ley de los conceptos del mismo modo en que, años más tarde, lo haría con la ley del amor. Debía ingresar al aula con esa ostentación de intelectualidad idéntica a la de sus compañeros, con ese modo de hacerle saber al mundo que todo, absolutamente todo, podía adaptarse a la materia inerte de la filosofía. A juzgar por la disciplina invariable de sus estudios, se hubiera dicho que la aspiración a ese goce abstracto no dejaba de ser un simple medio, como luego lo serían otros, para el reconocimiento social, esa pasión vedada para los habitantes de su barrio. Sea como fuere, el amor debió haber estado siempre como problema, como pregunta, como palabra. Años más tarde, ya cerca de terminar sus estudios, se frustraría al reconocer la distancia que la alejaba de las parejas contemporáneas.
Debía sentirse débil al imaginar el poder de esos hombres, tan distintos a lo que ella hubiera querido: sujetos poderosos que saben lo que hacen y hacen lo que quieren; dueños de ese mundo sin garantías que ella intenta combatir. Debía sentir la injusticia marcada a fuego en sus entrañas cuando el teléfono no vibraba, cuando no respondían lo esperado, cuando el universo no se regía según su ideal de responsabilidad. Debía sentirse buena, casta y pura, como sus conceptos, cada vez que el mundo no rodaba según su parecer, cada vez que las ganas de los otros no se ajustaban a las suyas y ¡pobre! volvía a caer en esa trampa. Así como Rembrandt pudo pintar a la Virgen María como una simple campesina holandesa –esto lo decía Marx– no resulta extraño que una mujer religiosa se represente al mundo del amor de una manera que le es familiar. La ley fue abandonada, aunque no su abstracción, razón vacía sin cuerpo, con la que el nuevo mundo fue creado.
Debía sentir el dolor de esa deuda, la de los hombres, esa deuda imposible de pagar –ahora llega el turno de Simone Weil: “Los hombres nos deben lo que habíamos imaginado que nos darían. Perdonarles esa deuda. Yo también soy distinta de lo que imagino ser. Saberlo, es el perdón”. Pero ella no. Ella no es distinta de lo que imagina. Ella es exactamente lo que imagina. Por eso no hay lugar para el perdón, para el malentendido, para el desencuentro. Solo hay cielos e infiernos, malos y buenos. Entonces, me pregunto antes de levantar la cabeza y mirar por el ventanal, ¿habrá salido alguna vez de ese barrio?
Dejo de leer.
Durante algunos segundos detengo el flujo de mis ideas e imagino las calles del Once. Al hacerlo, recuerdo a una compañera de la Facultad, ahora devenida en profesora, que de un tiempo a esta parte realiza de manera pública un elogio compulsivo a ese barrio al que nombra como “el más plebeyo” y que, recuerdo mientras giro la cabeza hacia la pared, ella siempre padeció. ¿Cuál es el precio? ¿Qué costo tiene esa distancia entre lo que se dice y lo que se siente, entre la retórica pública y la vivencia real? Esa monotonía ajena, distante, también vacía y abstracta, me recuerda a la mujer del libro que leo, aunque hoy no haga otra cosa que imaginar una vida y una pose de la que sospecho.
Leo.
Debía buscar garantías, debía creer que el mundo sin ellas no es más que una incertidumbre espantosa, un vacío imposible de pensar. Debía evitar miradas, rechazar caramelos, desconfiar de extraños. Debía tratar de regular, casi legislar, los modos del placer. Era evidente que la religión ya no alcanzaba. Así como ciertas medidas securitistas y represivas solo pueden ser llevadas a cabo por gobiernos de izquierda, era necesario acudir a una retórica liberadora para ponerle un poco de orden al infinito inabarcable del deseo. En la escritura, al igual que en el amor, hay más verdad en el amateur que en el profesional. Hay más riesgo, más placer: otra presencia. Solo una profesional del amor que mira todo desde afuera, impoluta, una profesional del mundo, digamos, puede pensar, como dice, que la noche, para los hombres, es un parque de diversiones.
Dejo de leer.
Doy vuelta el libro y dejo las páginas tapadas contra la mesa. Levanto la mirada. Producto del azar, de mi falta de gracia o de mi torpeza, de esa que todo el tiempo me somete a la incomodidad de no saber qué hacer con las manos, recuesto la palma derecha sobre la tapa roja del libro. ¿Por qué me enoja tanto? ¿O elegí ese libro justamente para eso, para enojarme? Detengo la mirada en un punto invisible y permanezco inmóvil en la absorción hipnótica que me genera ese espacio. Poco a poco, los resabios de lectura se disuelven y solo permanece la pregunta: ¿estoy leyendo para enojarme? La conciencia de estar con los ojos abiertos en mi casa, en esta mesa frente al ventanal, me permite recuperar la sensación de estar sobre esta silla desde hace más de cuarenta minutos. No. No leo para enojarme. Leo para ver, para descubrir algo, aunque solo sea una emoción.
Como si despertara, sacudo la cabeza hacia un lado, hacia el otro, y reconozco de a poco los objetos del lugar. Miro los tablones del parquet, opacos y diferentes, el sillón, el televisor, los parlantes, el celular. Todo me parece propio, incluso la gente que escucho caminar por el pasillo, del otro lado de la puerta. Comprendo entonces que, durante el tiempo en que detuve los ojos en el ventanal, me permití un breve descanso. Pero ya es hora de volver. Doy vuelta la tapa roja y descubro el inicio del tercer capítulo.
Leo.
Ni el más entusiasta escritor de autoayuda se hubiera animado a tanto. El mismo Stamateas, sentado frente al escritorio de su country en San Fernando, hubiera considerado excesivo tal ejercicio de la persuasión. Como sea, ella, sin llamarse psicóloga, sin confundirse con esa casta desprestigiada de la autoayuda, se dedica a brindar herramientas para la superación personal.
Dejo de leer.
Estoy molesto. Sin mover el brazo izquierdo que desde hace varios minutos me sostiene el mentón, agarro una pila de páginas y, luego de apretarla con el costado del dedo índice y la yema del pulgar, la desplazo hacia el centro del libro abierto. De a poco inclino la mano, giro la palma y veo cómo la pila se dobla convirtiéndose en un arco tenso de papel. Con un movimiento sutil, casi imperceptible de mi dedo, suelto de a una las páginas que, con su sonido característico –p, p, p, p–, caen tendidas del otro lado del libro. Atrapado por esa actividad en la que reconozco un placer misterioso, seguro de mi decisión de ganar tiempo y no perderlo en ideas que, comprendo ahora, no me interesan, avanzo unas cincuenta páginas y llego al capítulo final.
Leo.
Pero no puedo. Intento pero no puedo. Perdí el estado, la frecuencia, el empecinamiento absurdo que, hasta hace unos minutos, me hizo leer. Y ahora, después de un largo rato de lectura, después de enojarme, de imaginar, de reflexionar, de suponer, me ahoga un vacío oscuro, como si de pronto me faltara algo. Perdí esa fuerza, o lo que sea, que cada tanto aparece. Una energía, como un relámpago, que me traslada a emociones, a lugares, a pensamientos, y a la que me aferro cuando viene porque sé que en cualquier momento se puede ir. Una intuición que es como un faro, un silbido hermoso en la oscuridad. Con los ojos firmes, perdidos en las manchas negras del papel, imagino esa fuerza, o lo que sea. La miro de cerca, la acaricio y comprendo que ese ir y venir, esa incertidumbre inexplicable, encantadora, se parece al amor más que cualquiera de las ideas del libro. Pero ahora esa fuerza no está. Se fue. Esta vez la interrupción no vino del mundo externo (gritos del vecino, perros que ladran o la vibración molesta del celular) sino de adentro. Perdí la continuidad, eso que necesito para hacer cualquier cosa.
Mientras lucho contra la fragmentación, el cambio de actividad y la interrupción del proceso en marcha, pienso en la distancia que muchas veces creí que me alejaba de la realidad, en la vivencia difusa que tengo de estos días. Miro todo como un nene que, ante una película de terror, se pone las manos en la cara, no para dejar de ver, sino para sentir la proximidad de los dedos que, de un segundo al otro, podrían taparle la vista.