No matarás // Diego Sztulwark
La escena abismal del fallido magnicidio reabrió en la imaginación colectiva la idea nada fantasiosa de una violencia de derecha. No resulta fácil imaginar en las actuales circunstancias políticas qué tipo de respuestas podrían desactivarla. Puestos a discernir los tipos de violencia que circulan por nuestra sociedad, puede ser útil volver sobre la querella del “no matarás”, la polémica que reunió a filósofos y militantes argentinos hace casi dos décadas (2004/2006), y en particular a la filosofía de León Rozitchner –uno de sus participantes–, para quien la eficacia de la resistencia defensiva excluye al asesinato político, propio del pensamiento reaccionario. La polémica del “no matarás” se remonta a 2004, cuando la revista cordobesa Intemperie publica una magnífica “Entrevista con Héctor Jouve, protagonista destacado del EGP”. Allí, el veterano sobreviviente de la guerrilla de Jorge Masetti –que a su vez respondía al Che Guevara– narra la historia del foco revolucionario instalado en Orán, Salta, durante 1963-64. El de Jouve es un rico testimonio de aquella experiencia insurgente, que no elude un episodio extremo ocurrido al interior del grupo rebelde: el fusilamiento ordenado por el propio Masetti de dos jóvenes guerrilleros, “Pupi” (Adolfo Roblat) y “Nardo” (Bernardo Groswald), que ya no estaban en condiciones de participar de los rigores de la guerrilla (“se “quebraron –dice Jouve–, perdieron toda posibilidad de pensar”) sin poner en peligro al grupo. Fueron fusilados, por tanto, sin haber cometido falta alguna al reglamento guerrillero. Jouve, que se había opuesto a los fusilamientos, ve en ellos la materialización de una pérdida del rumbo del colectivo, un anticipo de la derrota (el testimonio entero de Jouve fue publicado por Daniel Avalos en su libro La guerrilla del Che y Masetti en Salta, 1964).
Al leer el testimonio de Jouve, el filósofo cordobés Oscar del Barco envió una carta a la revista Intemperie, publicada en diciembre de ese mismo año 2004, provocando una intensa polémica, desarrollada en decenas de textos y cartas publicadas en diversas revistas de la época (luego reunidas en dos tomos editados por la Universidad de Córdoba bajo el título No matar, sobre la responsabilidad, 2007). En su carta, Del Barco afirma que al leer sobre los fusilamientos lloró a “Pupi” y a “Nardo” como si fueran sus propios hijos y pensó en él mismo y en sus compañeros de entonces, quienes “por haber apoyado las actividades de ese grupo eran tan responsable como los que lo habían asesinado”: quienes habían simpatizado en su momento al EGP debían ser por ende considerados como responsables de esas muertes, pues ya no es aceptable (y aún si lo hubiera sido en aquel tiempo, ya no lo sería en este presente) recurrir a causas o ideales para “eximirnos de la culpa” que supone el matar a otros. La carta convocaba a asumir el “no matarás” como voz reguladora más íntima y a sostener este mandamiento como término último y más exigente en el plano político frente a los otros hombres. En su carta, Del Barco extendía la responsabilidad por las acciones de las organizaciones armadas a todos aquellos que hubieran simpatizado con ellas y reafirmaba que todo aquel que mata es asesino sin derecho a justificarse en un “presunto derecho a matar”.
Entre las intervenciones de la querella del “no matarás” destaca un largo ensayo de León Rozitchner: “Primero hay que saber vivir. Del vivirás materno al ‘no matarás’ patriarcal” (publicado en la revista El ojo mocho, 2006). En explícita polémica con Del Barco, con el tono teológico de la culpa y el mandamiento, Rozitchner explora de un modo diferente la cuestión de la violencia. La cuestión planteada por Jouve abría las puertas para una reflexión de una índole completamente diferente, que lejos de unificar todas las formas de violencia en una, permitía más bien operar distinciones útiles para una crítica más aguda y menos despolitizada. En particular, Rozitchner ve en la discusión entre Masetti y Jouve sobre el fusilamiento de sus compañeros la dramatización de dos concepciones distintas de la violencia: una derechista, presente incluso en las militancias revolucionarias de izquierda, y otra que pretende producir otro tipo de coherencia excluyendo el asesinato.
¿Qué es un sujeto “de derecha” para Rozitchner? Todo aquel que dispone de una coherencia ya dada entre lo que siente y piensa, y “sabe de antemano que hay coincidencia” entre su modo de ser y la realidad. La derecha parte de una aceptación de la propia coherencia como premisa desde la cual descubrir el mundo, siendo el otro un dato segundo de la experiencia. Mientras que “de izquierda” sería, por el contrario, todo aquel que debe constituir la concordancia entre sus afectos y sus sentimientos, que parte de una adecuación con la realidad que desea transformar y que por tanto debe hallar no en sí mismo sino en su relación con los demás el secreto de la fuerza capaz de realizar su propósito transformador. De acuerdo a estas premisas, Rozitchner propone llamar violencia de derecha a aquella que no vacila en suprimir al otro. Esta ausencia de vacilación se desprende del carácter secundario del otro en la constitución de su propia existencia, y en el sentimiento de adecuación al mundo que no demanda reunir fuerzas colosales para modificarlo. De allí que quepa decir que el asesinato es un tipo de ejercicio de la violencia que responde a las categorías de la derecha. Mientras que la violencia de izquierda supone, por el contrario, la presencia activa de los otros en la propia constitución de su mundo, tanto como en la de la fuerza para reformarlo, por lo que el desarrollo de sus categorías presupone una drástica exclusión del asesinato.
El asunto se complica, sin embargo, cuando los modos de pensar de la derecha “infectan” los modos de actuar de la izquierda, lo que habría sucedido en los años ‘70 al menos en tres aspectos:
- En el de la concepción del militante combatiente como un sujeto cuya vida queda devaluada por el ingreso a la guerrilla (según relata Ciro Bustos, otro ex combatiente de la guerrilla del Che, las primeras palabras de Guevara en el encuentro inicial con el grupo del EGP fueron: “Bueno, aquí están, ustedes aceptaron unirse a esto y ahora tenemos que preparar todo, pero a partir de ahora consideren que ya están muertos. Aquí la única certeza es la muerte”);
- En el déficit de distinción entre la contra-violencia y la violencia, que ha cambiado de cualidad, y que por tanto ya no puede ser la misma violencia, con la mera salvedad de que ahora apuntaría en dirección opuesta; y
- En la falta de reconocimiento sobre la “disimetría de las fuerzas”, que exigía contar con una actividad colectiva mayoritaria por parte de los rebeldes antes sometidos para imponerse y, sobre todo, que “la vida es lo que debe preservarse para lograr incluirlos en un proyecto digno».
De la oposición de Jouve a fusilar a sus compañeros, Rozitchner no deduce una condena de toda violencia, sino más bien la imperiosa necesidad de discriminar la presencia de estos modos de ser y pensar, de derecha y de izquierda, y de la notable disminución de la eficacia política que experimenta la izquierda cuando actúa con categorías de derecha. El combatiente no es un ser adherido a la muerte –como se lo suele presentar desde la derecha– y sus chances políticas provienen precisamente de su capacidad de preservar su existencia suscitando en otros una vitalidad que el sometimiento apaga.
Si algo reprocha Rozitchner a la izquierda armada de entonces, pero también a los intelectuales de izquierda con los que discutía sobre estos temas, es el no haber comprendido que la contra-violencia no es simétrica con la violencia de los que aniquilan, sino que se caracteriza por una cualidad distintiva y contradictoria con ella, como experiencia de vida y no de muerte, que es lo que la vuelve temible para la derecha. Bajo ese prisma afirma “que la vida suprimida fríamente, aun la de Aramburu, no podía ser utilizada como un triunfo simbólico revolucionario, aunque Aramburu fuera un enemigo”. Porque el matar por fuera de un situación defensiva es un acto que afecta a quien mata tanto como a quienes lo celebran, al involucrarlos en un movimiento de cancelación en el que se pierde la defensa de la vida como fuente de eficacia.
La polémica con Del Barco tiene muchas aristas, pero hay una que guarda particular interés para actualizar una crítica de la violencia política. Porque al plantear que el asesinato político no es solamente un modo de acción que hace del otro una abstracción cuya vida podría suprimirse, sino que además opera una destrucción en aquel que mata del principio que debería distinguirlo (destrucción que se extiende a quienes adhieren a esa propuesta), Rozitchner va más allá del mandamiento que advierte y prohíbe, y acude a razones que se apoyan en una comprensión diferente del enfrentamiento, propio de las estrategias de tipo defensivas. Al incluir en la acción política la preservación de la vida de todo hombre (“aunque sea un miserable y un asesino”), lo que se busca no es la conciliación, sino la activación de una fuerza de otra naturaleza, capaz de animarse desde el mundo popular masivo, inmovilizando en el enemigo “su capacidad de producir la muerte”. Se trata de una forma no asesina de asumir el enfrentamiento, que permite que la vida continúe por fuera de la falsa creencia según la cual un “asesino puede pagar con su vida el daño producido”. Y no tanto por creer que este enemigo –pongamos Aramburu– merezca la existencia, sino porque “si llegara a truncar su vida emputezco la mía”.
Para pensar todas estas cuestiones tan difíciles de pensar, Rozitchner invoca un poema de Paco Urondo: “Las sombras, las sombras, las sombras, las sombras me molestan y no las puedo tolerar”. Sombras intolerables de aquello que no hemos aprendido a discriminar. Es contra ellas que el filósofo lucha.