Anarquía Coronada

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lobosuel

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Las rubias y los rubios // Abel Gilbert y Diego Sztulwark

La ultraderecha argentina escupe imágenes como perdigones simbólicos. No salíamos del estupor de la representación digital de la otredad infectada cuando se impuso sobre nuestras retinas la imagen de la octogenaria Susana Giménez junto a la secretaria de la Presidencia, Karina Milei, desternillándose de la risa frente a una cámara y acompañadas de un perro. La imagen fue difundida en el instante en que se conocían las astronómicas cifras oficiales de pobreza e indigencia. Entre una y otra artimaña iconográfica hubo un giro de pigmentación pilosa: de la amenaza morocha (encarnada en una Natalia Saracho zombi) se ha pasado de modo festivo a los cabellos auríferos, platinados, con algo de color arena, debidamente tratados por un coiffeur. Sonrisas rubias impresas sobre las estadísticas oficiales del despojo, festejadas por la comunicación amarilla.
No hablamos de un déficit de melanina (lo que le da el tono levemente trigueño al cabello) sino del exceso de un color que aspira a enfatizar una pertenencia y un plus que si no se ostenta naturalmente puede ser disimulado a través del teñido sistemático que borra orígenes (rubias de New York, ya no de Broadway como las invoca Gardel sino de Wall Street). Cómo no recordar a Luca Prodan expresando su asco en plena transición democrática por las asociaciones entre esos pelos bronceados y aburridos y una sociedad de aristas intolerables.

Pero, lo sabemos, en ese color anida también un equívoco más profundo, por lo que antes de volver a “las rubias” debemos pasar por Los rubios. Así se llama la película de Albertina Carri que se propuso una investigación sobre los mecanismos de la memoria. En una escena crucial, Carri visita la casa de la que sus padres, militantes, fueron secuestrados por una patota militar. Ya adulta, Albertina pregunta a una vecina si recuerda cómo eran las personas que entonces vivía a su lado. La vecina los recuerda rubios, aunque no lo eran. Rubios en un barrio de morochos. El recuerdo del barrio dice mucho sobre los mecanismos de la distorsión. Rubios, en ese contexto, bien puede remitir a diferentes o extranjeros. Provenientes de otras tierras. Es curioso el modo en que la distorsión de la memoria da en el blanco a pesar del yerro. Sí, la familia era distinta. Madre y padre -Ana María Caruso y Roberto Carri- eran intelectuales, militantes y pertenecientes a una organización de la izquierda peronista.
El color que de modo equívoco atribuye la vecina a los militantes desaparecidos acierta a su manera al reponer una discriminación de sentido inverso: delimita una exterioridad que no puede ser explicitada en el lenguaje de la política. El barrio no se asume como sitio de delaciones. Dice la diferencia sin abrir una reflexión -si quiera mínima- sobre lo que pasó durante aquellos años. Señala en el cabello una cualidad capaz de concluir una distinción que la lengua barrial no ha elaborado.

En Los Rubios se trata de reconstruir la identidad de unos padres pertenecientes a “la generación diezmada”, pero no tal y cómo los recuerdan sus compañeros ni para satisfacer algún tipo de narración política que la generación derrotada reclama y precisa. Sino para reconstruir la propia identidad quebrada de la generación que le sigue -la de sus hijos-, imposible de restituir por medio de la apelación a la memoria de los otros. Es la propia Carri la que busca recomponer esos pedazos astillados del pasado con los restos distorsionados de recuerdos que va buscando aquí y allá, y que conducen a ese final que -sobre fondo del cover de Charly García de “influencia”- muestra al grupo de investigadores que protagoniza el film marchando de espaldas con pelucas rubias.

Con el trasfondo de esas pelucas que se alejan de la cámara podemos seguir los pasos de Susana Giménez desde la oficina donde se tomó la fotografía con la secretaria de la Presidencia hacia el balcón presidencial donde se unió a Javier Milei para saludar hacia la nada (una plaza vacía y una caricatura comunicativa) y darle un nuevo giro a un historial de simulacros donde dos sustantivos vuelven a componer el binomio que atraviesa las escenas del desastre: “balcón” y “rubia”. Aceptamos que hubo un tiempo en que esa locación tuvo un componente mítico y emocional: Eva toma el micrófono y se dirige a una multitud, Eva saluda, Eva es abrazada por su esposo, Juan Perón, el del cabello oscuro, aindiado, y en esas pigmentaciones diferenciadas también podía jugarse la alianza de clases. 

En 1996, Madonna ocupa el mismo balcón para darle lustre veraz a una de las escenas de Evita, la versión cinematográfica del musical inglés de Andrew Lloyd Weber y Tim Rice, a cargo de Alan Parker. La presencia de la chica material -cuatro años después de su libro Sex- en la Casa Rosada fue vivida por parte del peronismo como un acto de profanación. Le dijeron “prostituta” a la cantante: el mismo calificativo que recibía la ex actriz Duarte cuando querían denigrarla. La situación fue tan paradójica como inadvertida: en plena ejecución de un programa económico neoliberal era la ficción del peronismo clásico y distributivo la que provocaba enojo. La rubies de Madonna, su mimetismo físico con la figura plebeya y polisémica, no hacía más que poner delante de los ojos de los argentinos aquello que no se podía ver o aceptar: hasta qué punto se había teñido de gamas tatcherianas el movimiento materializando el programa económico de 1975. “Papa, d´ont preach”, podría haberles cantado Madonna (papi, no prediques) a sus impugnadores e impugnadoras.

En esta línea de degradaciones es que vemos primero a la secretaria general de la presidencia y a la presentadora televisiva, y luego a Giménez y Milei en una coreografía que otra vez convoca a dos de sus brazos operativos del espectáculo. Antes o después de esos saludos desde el balcón Susana entrevistó a Javier, y le preguntó porque su gobierno desfinanciaba a la cultura. Él respondió que la cultura debía ser comprendida como un hecho del mercado. Sonrisas. En este juego de inversiones capilares no se nos pasa por alto de que al anarcocapitalista también le dicen “el peluca”. Lo postizo. Milei es el bisoñé que nos distrae con sus disparates y recurrencias sexuales.  No debería olvidarse, al observar su embeleso por Yuyito -nueva integrante de la familia de rubias estatales- que Federico Sturzenegger es calvo y Nicolás Caputo tiene el pelo ceniciento.

Eduardo Jozami: militancia y escritura // Diego Sztulwark

Termina el mes de diciembre y Guevara se imponía un balance del mes en la selva boliviana: “los próximos pasos, fuera de esperar a los bolivianos, consisten en hablar con Guevara y con los argentinos Mauricio y Jozami”. El primero de enero apunta el Che en su diario: “Precisé el viaje de Tania a la Argentina para entrevistarse con Mauricio y Jozami y citarlos aquí”. Este Jozami al que el Che espera en la guerrilla sudamericana es el mismo Eduardo Jozami que falleció ayer. No lo conocí bien personalmente. Sólo tomé dos cafés largos con él: en el primero me contó durante horas todo lo que se puede contar sobre esta inscripción repetida de su nombre nada menos que en el Diario del Che en Bolivia. La trama de una espera revolucionaria. En el segundo, solo unos días después, me regaló su libro “2922 días. Memorias de un preso de la dictadura”, que abre con una cita de Primo Levi: “el detenido lucha por sobrevivir porque siente la necesidad de dar su testimonio”. En esa misma introducción Eduardo -a quien cruzamos innumerables veces en marchas, en Sociales, en decenas encuentros militantes, y a quien leímos en libros y en artículos de revistas políticas- se refiere a su necesidad de iluminar con la escritura una “dimensión subjetiva” del encierro: los modos en que los presos de la dictadura soportaban vejaciones y soñaban su futura libertad. La espera como lucha por ver y contar. Jozami es también el autor de “Rodolfo Walsh, la palabra y la acción”, uno de los mejores libro publicados sobre “un tiempo que asociaba las ideas de intelectual y revolución”. Entre las páginas que admiré de Jozami hay un breve prólogo a un extraordinario libro de Enrique Arrosagaray -“Rodolfo Walsh de dramaturgo a guerrillero”, en el que escribe: “entiendo que (Walsh) no decidió irse de Montoneros puesto que había planteado un debate y reorganizaba su propia vida de acuerdo a su propuesta descentralizadora (…) el escritor había iniciado con decisión un camino muy distinto al de la conducción”. Se trata también ahí de la espera, cuando ya se ha vislumbrado la catástrofe. La intensa relación de Jozami con la militancia política y con la escritura de esas mismas militancias se configura en esa triple relación con la espera: en el periodo militante se ubica en el radio de expectativas del Che, al advenimiento de la catástrofe lo piensa con la crítica y la autonomía de Walsh, y al período de la derrota lo vive como espera en resistencia, deseo de una libertad negada y por venir. Esas tres posiciones frente al acontecimiento nos conciernen más que nunca: el tiempo de la inminencia, el de la reorganización de la vida a la espera de lo peor y la insoportable espera de un nuevo tiempo que precisará conocer el horror sufrido. Ciencia triple de la espera sobre la que hoy necesitamos reflexionar de un modo amargo, pero también como un aprendizaje puesto a que contamos con ejemplos -narraciones vivas- que en ningún sentido nos permiten sentir que partimos de cero.

Bergman, las personas y la aventura de ser * // Moro Anghileri

Al llegar al final de un recorrido a través de la filmografía de un autor, me parece oírlo hablar, siento que puedo entrar en dialogo con sus reflexiones, que de algún modo compartimos un viaje en el mismo vehículo e intercambiamos algo indecible, imaginario y siempre imposible.

Me bajo de un auto viejo pero fuerte y seguro, donde recorrí una isla con Bergman,  su mirada dura, inquieta, libidinal, inconforme, hostil, comprometida que perdura en mi y seguramente en cada uno de los que participaron de estos encuentros, por mucho tiempo.

Me pregunto porque es tan difícil ver Bergman hoy. Además de que las ficciones toman el ritmo de la vida en su época y que las ficciones son cada día más parecida a los comerciales y los comerciales a las series y las series a las películas que en la actualidad parecen salir todas de factorías parecidas, por fuera de los grandes autores, mi inquietud más fuerte es porque en esta época resulta tan molesto enfrentar la idea del ser y la oscuridad sin sentencias holísticas.

Las frases del momento, en mi país como mínimo, tienden a explicarnos que todo está bien, que no hay que pensar en nada que sea triste, oscuro, que el futuro es de los que ganan y que ganar es un éxito monetario en primer lugar, pero sobre todo, el éxito está en la negación profunda de todo lo que denote de algún modo la angustia del ser.

En la época de las revoluciones, entre guerras, las personas se debatían entre un existir que no alcanza y un ser descontrolado que sale de las formas más diversas a hacer lo que puede. Pero en la escabrosa actualidad “todo está bien” eligiendo películas en Netflix, creyendo que con esas reflexiones podemos mantener conversaciones que nos mantienen despiertos y con una mirada que sabe leer lo que está bien y lo que está mal. Compartir un juicio moral y moralizante con quienes creemos afines a un cierto y muy tranquilizador género humano que creamos desde nuestra moderada visión, políticamente correcto.

Mientras unos créditos imprimen en la pantalla los nombres del equipo responsable del film, una música de cabaret los acompaña con esa alegría nocturna, pasada de copas, que sabe guardar melancolía y lágrimas que brotarían de un momento a otro ante la oportunidad más banal o profunda. Los créditos se interrumpen y también el sonido para dar paso a una muchedumbre, un gentío, en blanco y negro que avanza casi sin gesto hacia su destino, en silencio, y vuelven los créditos que serán interrumpidos por esa masa de personas casi reales, que no dejan de avanzar hacia nosotros mostrando lo inevitable. Empieza el film en color, un norteamericano judío está en Alemania justo antes de que el nazismo tome el poder. En ese momento de demencia colectiva, un extranjero se encuentra dentro y fuera del cascaron del huevo de la serpiente.

Bergman nos presenta a lo largo de la mayoría de sus films personajes que tienen un estatus social claro, unos vínculos consolidados, una estilo de vida reconocible fácilmente comprensible y una vez que uno puede determinar quiénes son, el film se encargará de mostrarnos que todo aquello no tiene el menor valor. Que el valor de la vida está en otro lugar. En un espacio ciego. En un lugar difícil de describir y todavía más difícil de atrapar, porque no está quieto, no es predecible y sobre todo los personajes y las personas no llegan a comprender. La angustia no está entramada con la narración, pero ocupa un lugar central y generan los acontecimientos más inesperados e inquietantes.

El escenario como un tablero de ajedrez, que puede jugar la partida con la muerte, pero también con el resto de las inquietudes,  muchas veces es la descripción misma de lo Kafkiano si hubiera un entendimiento de tal cosa como un modo de ser, de concebir, de sentir ese mundo que va aparejado a una sensación de opresión, de angustia, de incertidumbre, de imposibilidad de arribar a la meta, de errar sin rumbo ni destino por caminos no elegidos, de fracasos y negación. Un ansia irresistible, apoyada en una verdad última, de cumplimiento imposible, para alcanzar un término que a uno lo sobrepasa, aunque en ello le vaya la vida.

¿Habría espacio para una revolución en un mundo que se aleja de estas sensaciones, que las esconde bajo una alfombra por la que todos nos desplazamos creyéndonos a salvo de nuestra propia oscuridad? ¿Es éste un mundo más luminoso? Es así que nace la luz en esta humanidad apaleada por las derechas que venden este mandato y nosotros pagamos en cuotas cada mes de nuestras vidas?

Bergman  dejó un legado de películas esperándonos, como un legado perfectamente filmado, capturando inquietudes e imágenes inquietantes que resuenan al verlas y que latirán en la parte más trasera de nuestro cerebro para siempre. 

 

Gracias Igmar Bergman.


* Este texto fue redactado en el marco de “Cine para actores”, en el cual se investiga el universo de diversos directores. Estos apuntes corresponden con la investigación dedicada a Bergman. 

Contacto para Cine para actores: cineparaactores@gmail.com IG @cineparaactores

La acumulación imaginaria: sobre algunas metáforas del capítulo 24 de El Capital // Gastón O. Bandes

  1. Releo a Marx, al gran economista, político y filósofo que fue, pero sobre todo al gran escritor que también fue. Figura central de la modernidad (incluida la nuestra periférica), Marx hizo de su escritura una actividad constitutiva del quehacer intelectual, una práctica fundamental de la teorización política. Cuenta Horacio Tarcus en “Leer a Marx en el siglo XXI” (introducción a su reciente Antología de textos de Marx): “A pesar de los apremios de sus editores, de su amigo Engels y de su propia familia, Marx estaba dominado por un afán de perfeccionismo que lo llevaba a revisar sus planes y a reescribir íntegramente sus textos. Roman Rodolski ha contabilizado catorce versiones del plan de El capital sólo entre septiembre de 1857 y abril de 1868”.

Por eso voy a releer algunos modos de hacer fluir escrita la teoría en Marx. Circunscribo mi análisis al capítulo 24 de El Capital, “La llamada acumulación originaria” (Tomo I, Volumen III, Libro I, sección VII) y a dos grupos particulares de metáforas entretejidas con la propia organización argumentativa del texto, lo que la retórica clásica llamaba dispositio: el orden de las ideas y el encadenamiento de las proposiciones en el discurso.

Elegí trabajar este capítulo porque justamente la noción de acumulación originaria ha resurgido en nuestro presente con enorme vigencia e impacto a partir de un texto clave de estas últimas décadas: Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, de Silvia Federici (2004). Reformulando críticamente el concepto marxiano, surgido –se sabe– del patriarcal (y eurocéntrico) punto de vista del proletariado asalariado masculino inglés, Federici detecta en la obligada confinación de las mujeres al trabajo reproductivo (tareas domésticas, concepción y cuidado de prole, etc.), otra forma fundamental de apropiación ganancial del trabajo y el cuerpo por parte de la euroburguesía blanca masculina triunfante. Para establecer esta división sexual del trabajo, se llevó a cabo así en los siglos XVI y XVII la gran Caza de Brujas y el control médico-estatal de todo aspecto concerniente a la reproducción (sexual, familiar, laboral) sobre los cuerpos de las mujeres: también “piedras angulares de la acumulación originaria”, junto con el colonialismo (o sea el Calibán), la usurpación de tierras y la proletarización del campesinado.

Ya uno de los pioneros en estudiar el estilo literario de Marx, el venezolano Ludovico Silva, hablaba, a principios de los ’70, de sus “metáforas-matrices”: “A lo largo de la obra de Marx se nota la aparición periódica, constante, de algunas grandes metáforas […] con que ilustra su concepción de la historia, y al mismo tiempo […] le sirven a menudo para formular sus implacables críticas contra ideólogos y economistas burgueses […]. Ellas no cumplen un papel puramente literario u ornamental; aparte de su valor estético, alcanzan en Marx un valor cognoscitivo, como apoyatura expresiva de la ciencia”.

Y aunque hoy podríamos preguntarnos ¿cuál es la “apoyatura” de cuál? (la “literatura”, más que expresar lo que la ciencia piensa, ¿no le estaría permitiendo a ésta imaginar sus ideas, intuir sus hipótesis?), la mirada cognoscitiva de Silva sobre el fenómeno permite ya ir sopesando ciertas tensiones con que la escritura de Marx se nos presenta entretejida. Porque si, por los mismos años en que Marx escribía en Londres El Capital, Baudelaire en París planteaba que “créer un poncif, c’est le génie” (“crear un lugar común, he ahí el genio”), entonces sin duda le debemos a un genio algunas metáforas que, posiblemente por su misma eficacia cognitiva devinieron divisas, eslóganes, memes: la religión como opio, el progreso como locomotora, las sociedades como edificios (estructura/superestructura), la revolución como parto, la revuelta como la toma por asalto del cielo, la violencia como partera de la Historia, la lucha de clases como motor de la historia…

De cuantas pueblan el famoso capítulo 24, aquí echaremos entonces nomás un vistazo a dos series aparentemente antagónicas de metáforas marxianas, que llamaremos –acatando con fines deconstructivos una dicotomía hegemónica del pensamiento occidental– de metafísicas y carnales. Y es que ambas series –de un lado espíritus, dioses extraños e intertextos bíblicos, del otro cuerpos humanos, barro y sangre chorreante– pertenecen a un conjunto imaginario mayor, un tejido dinámico y mutante de figuras, voces, símbolos, emblemas, ritos, mitos y relatos provenientes de los más diversos saberes y prácticas humanos. Una mezcla –dice Francis Wheen en La historia de El capital de Karl Marx– de “voces y citas procedentes de la mitología y la literatura, de los informes de los inspectores fabriles y de los cuentos de hadas, tan disonante como la música de Schoenberg, tan espeluznante como los relatos de Kafka”.

A esa urdimbre cultural y social, a ese tesoro colectivo, donde conviven lo racional e irracional, lo moderno y lo antiguo, lo onírico y lo empírico, sumado a un gran mosaico intertextual[1], la llamamos aquí –en cuasihomofónico homenaje al texto que es nuestro objeto hermenéutico– acumulación imaginaria. Ojalá que esta llamada aquí también acumulación no sea entendida en su sentido capitalista. Y no porque no haya ganancia económica y competencia despiadada en el campo de la ciencia, las letras, el arte y el espectáculo (que es por donde en parte de hecho circula bajo el ojo-red de los poderes) sino porque, como el goce, el sueño y la percepción, pertenece a todo el mundo: los medios de producción de la imaginación (aunque no así los de “la cultura”) son siempre del pueblo, una acumulación de deseos y saberes colectivos encarnados en una mismidad no estática, en tensión dialéctica permanente con lo identitario Otro. Algo parecido quizá a lo que algún poeta cubano llamara alguna vez “la cantidad hechizada” (José Lezama Lima) o algún filósofo argentino “materialismo ensoñado” (León Rozitchner): una “misma urdimbre de ese tenue tapiz mágico e invisible del que la tecnología racional cristiana, ahora cartesiana, quiere separarnos para que veamos sólo cosas desnudas, cosas puramente cosas despojadas del ensoñamiento que las sigue sosteniendo”.

  1. A banqueros, rentistas y corredores de bolsa, con un eco de novela de piratas, los llama tiburones. A la nueva visión comercial de los businessmen sinestésicamente la llama olfato: “El olor a pescado se elevó hasta las narices de los grandes hombres. Estos husmearon la posibilidad de lucrar con el asunto y arrendaron la orilla del mar”. A la permanencia material –con valor documental testimonial– de instituciones y prácticas precapitalistas, las llama huellas: “en los últimos decenios del siglo XVIII ya se habían borrado las últimas huellas de propiedad comunal de los campesinos”.

En sí mismas vulgares (lugares comunes creadas por un genio no individual ni moderno, como quería Baudelaire, sino colectivo y popular), metáforas tipo capitalista = tiburón o visión comercial = olfato se tornan en la retórica marxiana, sin embargo, extraordinariamente eficaces. En contra de quienes promueven la austeridad en los tropos y figuras literarias en la exposición científica, Marx parece decir, subsumiendo en sí –como buen gótico– los polos de lo clásico y lo barroco: mientras más compleja la trama analógico-imaginaria (barroco), más claro y contundente el desarrollo de la tesis (clásico). Así, coherente con aquella lógica historiográfica –y logocéntrica– que le hace decir que la escritura de la Historia es como una búsqueda de huellas (y que por ende la invención de la escritura marca en efecto el advenimiento del logos en las sociedades humanas), llega a llamar por ende prehistoria al mismísimo proceso de la acumulación originaria –la cual, claro, “aparece como ‘originaria’ porque configura la prehistoria del capital y del modo de producción correspondiente”[2]-.

Esta clase de paralelismos con frecuencia se establece asimismo en una tensión epistemológica, entre “humanidades” y ciencias, procesos sociales y químicos, materialismo histórico e historia natural: “Al enrarecimiento de la población rural independiente que cultivaba sus propias tierras no sólo correspondía una condensación del proletariado industrial, tal como Geoffroy Saint-Hilaire explica la rarefacción de la materia cósmica en un punto por su condensación en otro”. Hasta que de repente aparece alguna metáfora de metáforas: el “sistema proteccionista”. Un invento jurídico-estatal y también tecno-científico, lo nuevo al cuadrado, una voraz fábrica de fábricas: “un medio artificial de fabricar fabricantes, de expropiar trabajadores independientes, de capitalizar los medios de producción y de subsistencia nacionales, de abreviar por la violencia la transición entre el modo de producción antiguo y el moderno. Los estados europeos se disputaron con furor la patente de este invento”.

  1. A modo veloz de muestrario, las pocas metáforas supra al azar citadas tientan con sus posibles trazados teórico-críticos, cadenas genealógicas de nuestra imaginación (líneas intra, inter y transtextuales), traspaso de saber (y poder) sin duda fundacionales en la trama política y cultural de la modernidad. A pesar, claro, de cierta pereza crítica aliada a los intereses académicos: “En la literatura sobre el modernismo, Marx no es reconocido en absoluto. A menudo se retrocede hasta su generación, la generación de 1840 –a Baudelaire, Flaubert, Wagner, Kierkegaard, Dostoievski– para buscar el origen de la cultura y la conciencia modernistas, pero el propio Marx ni siquiera cuenta con una rama en el árbol genealógico”, dirá Marshall Berman.

Silenciamiento entonces, con excepciones (Silva, Franz Mehring, Mariano Dorr), del Marx escritor. Para contrarrestarlo –y de paso ir trazando una posible genealogía contemporánea de estudios sobre las metáforas de Marx–, en 1982, plena era Reagan, Marshall Berman entonces publica Todo lo sólido se desvanece en el aire. El título es una cita del Manifiesto comunista que, según este marxista y referente de los estudios culturales norteamericano, da cuenta como pocas de lo que él llama “la experiencia de la Modernidad”: “‘Todo lo sólido se desvanece en el aire’. La perspectiva cósmica y la grandeza visionaria de esta imagen, su fuerza dramática altamente concentrada, su tono vagamente apocalíptico, la ambigüedad de su punto de vista –la temperatura que destruye es también una energía superabundante, un exceso de vida–, todas estas cualidades son supuestamente el sello distintivo de la imaginación modernista. Son precisamente la clase de cosas que estamos dispuestos a encontrar en Rimbaud o en Nietzsche, en Rilke o en Yeats: “las cosas se disgregan, el centro no las sostiene”.

Años después, 1995, caído el Muro, globalizado el neocapital y desmoronadas ya todas las promesas revolucionarias –al menos tal como se la concebía hasta los ’70 –, Jacques Derrida retoma la posta de Berman: en Espectros de Marx, esa sensación epocal de eje flojo (“las cosas se disgregan, el centro no las sostiene”) es evocada a partir de la célebre sentencia de Hamlet (act I, esc.5): “The Time is out of joint (El tiempo está fuera de quicio)”. Embistiendo directamente contra ideas del tipo fin de la historia (propuestas por el “sicofante”, diría Marx, Francis Fukuyama) y entre evanescencias finiseculares, presencias no definidas, fantasmales, inmateriales, tras la niebla, Derrida nos pone a dialogar justamente con un espectro, que es tanto el rey padre asesinado de Hamlet como el comunismo, que –recordemos– hacia 1848 recorría Europa: “Ein Gespenst geht um in Europa –das Gespenst des Kommunismus”: “La experiencia del espectro: así es como, con Engels, Marx también pensó, describió o diagnosticó cierta dramaturgia de la Europa moderna, sobre todo la de sus grandes proyectos unificadores. Habría incluso que decir que la representó o escenificó. Desde la sombra de una memoria filial, Shakespeare habrá inspirado a menudo esa escenificación marxiana”.

Ese imaginario espectral –gótico, apocalíptico, grunge– presente en las grandes novelas de terror decimonónicas (Frankenstein, Drácula, Dr. Jekyll y Mr. Hyde) y que transmigrará a la ciencia ficción contemporánea, con sus mutantes, zombis y ciborgs, “no-muertos” (pero tampoco “no-vivos”) producto de experimentos científico-políticos siniestros, fábricas de fábricas, es fundante en los textos de Marx. Así, por los mismos años llamados posmodernos, y mientras la deconstrucción se nos proponía releer a Marx como un diálogo con espectros –o sea “una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones”–, desde los estudios de género y queer, Jack Halberstam, en Skin shows: Gothic Horror and the Technology of Monsters (1995), le daba un shock (crítico) a un cadáver, a un corpus (textual, el marxismo) que el Imperio no quería ver resucitar[3], para hacer por fin del Gótico la única versión materialista posible en las distintas escenas políticas contemporáneas: “El mismo Marx enfatizó la naturaleza Gótica del capitalismo al emplear la metáfora del vampiro para caracterizar al capitalista. En La Primera Internacional escribe: “la Industria Británica […] parecida al vampiro, podría vivir chupando sangre, también la de los niños”. El mundo moderno para Marx está poblado por lo no-muertos; se trata en efecto de un mundo Gótico atormentado por espectros y dominado por la naturaleza mística del capital. Escribe en Grundrisse: “[…]. Pero el Capital obtiene su habilidad solo al succionar constantemente trabajo vivo como si fuese su alma, del mismo modo que el vampiro”[4].

Capitalistas vampiros, asalariados zombis, revoltosos mutantes: es la sangre y la carne humana lo que vuelve hoy entonces en tanto contracara dialéctica de las evanescencias místicas y aquellas fluidificaciones espectrales de fin de siècle[5]. Así, ya en nuestros días, en la línea de Halberstam, la sangre y la carne explotadas por el Capital, siguen presentes cuando se habla, en la bibliografía política contemporánea, de Splattercapital (“Bifo”) o “capitalismo gore” (Sayak Valencia), con guiños en ambos casos a un subgénero de pelis de terror cruzado a veces con el gansta, la ciencia-ficción y el animé, atiborradas de chorros de sangre y pedazos de cuerpos humanos, torturas bizarras y múltiples formas del asesinato considerado arte camp, kitsch o pop[6].

Ahora bien, si el imaginario gótico de los espectros de Marx se pierde en retrospectiva en Shakespeare, que es lo mismo prácticamente que decir en los mitos y las leyendas de la Europa anglosajona –el mundo feérico de Sueño de una noche de verano (donde Puck, el espíritu sirviente del rey de las Hadas, parece anunciarse como nuevo demiurgo), la noche medieval de los sombras parlantes de Hamlet–, ¿cuál será la genealogía material de esa carne y sangre humanas en Marx, no en la herencia futura –que es nuestro presente– sino hacia el pasado, remontando la tradición de su “naturaleza mística”?

Contemporáneo de las relecturas y revisitas de Derrida y Halberstam, pero distante tanto de la deconstrucción como de los estudios culturales y queer, en 1993[7], desde las periferias del sistema-mundo, desde la Filosofía de la Liberación latinoamericana, Enrique Dussel publica Las metáforas teológicas de Marx. Paralelo a la consolidación del libre comercio en casi toda nuestra América, en el marco de la poscaída del Muro y los debates en torno al Quinto Centenario, el libro indaga en las ideas de corporalidad en Marx, ya no vueltas el espectáculo estético de la “escena socioeconómica contemporánea” (Fisher) sino, por el contrario, ubicando esa carne y esa sangre en el plano de un estatuto ontológico-material para un “juicio ético” propio de “una concepción unitaria del ser humano como persona, dentro de cuya tradición semito-cristiana explícita se inscribe ciertamente Marx, contra la antropología dualista griega y ‘moderna’ cartesiana”. Para Dussel, “la dignidad de la ‘carnalidad’ (corporalidad) está a la base de todo el pensamiento de Marx, como del pensamiento crítico de los profetas de Israel y del fundador del cristianismo; ¿cómo podría afirmarse que ‘dar de comer al hambriento’ en su corporalidad es el criterio absoluto del juicio ético (Mateo 25) si no hubiera una afirmación definitiva de la dignidad de la ‘carne’?”.

Dialéctica entonces entre dos campos semánticos que la metafísica hegemónica occidental opuso como base de todo su logos-sistema: lo espiritual/lo carnal. Entre ambos, toda una serie de imágenes donde la humanidad se juega la vida a través de la historia: veamos cómo hila Marx toda esa superabundante red imaginario-cultural en este ilustre capítulo 24 del Capital.

  1. Al igual que en todo el corpus marxiano, muchas, muchísimas metáforas calificables de “teológicas”, religiosas, bíblicas, abundan en el capítulo de la acumulación originaria: el crédito público como Credo, la deuda pública como Espíritu santo, el endeudamiento del estado como pecado contra el Espíritu Santo (“para el que no hay perdón alguno”) y hasta los empréstitos estatales como providencial maná: “capital llovido del cielo”. De a ratos la cita bíblica es apenas alusión intertextual que da pie a un sarcástico aguijón: “Los economistas ingleses filantrópicos, como Mill, Rogers, Goldwin Smith, Fawcett, etcétera, y fabricantes liberales del tipo de John Bright y consortes, preguntan a los aristócratas rurales ingleses, como Dios a Caín por su hermano Abel: ¿qué se ha hecho de nuestros miles de freeholders [pequeños propietarios libres]? Pero, ¿de dónde os habéis hecho vosotros? De la aniquilación de aquellos freeholders”.

Otras veces las citas bíblicas se imbrican en grandes hilados a través de campos semánticos superpuestos. Por ejemplo, cuando en un mismo párrafo el paralelismo clásico entre edades humanas y ciclos históricos (“la infancia de la gran industria”) sirve para mentar el trabajo infantil como “el gran robo herodiano de los inocentes”, en referencia, claro, a la matanza de niños ordenada en Belén por Herodes el Grande en el año I. En suma, es bíblico-teológico el analogon con que directamente arranca el mismo capítulo 24. A fin de desenmascarar la fábula fundacional de dos supuestas clases de seres humanos originariamente diferentes, Marx le da a la “pereza” una irónica función narrativa desencadenante de su propia contra-fábula y, por consiguiente, equivalente al pecado original en el Génesis: “Esta acumulación originaria desempeña en la economía política aproximadamente el mismo papel que el pecado original en la teología. Adán mordió la manzana, y con ello el pecado se posesionó del género humano. Se nos explica su origen contándolo como una anécdota del pasado. En tiempos muy remotos había, por un lado, una elite diligente, y por el otro una pandilla de vagos y holgazanes. Ocurrió así que los primeros acumularon riqueza y los últimos terminaron por no tener nada que vender excepto su pellejo. Y de este pecado original arranca la pobreza de la gran masa -que aun hoy, pese a todo su trabajo, no tiene nada que vender salvo sus propias personas- y la riqueza de unos pocos, que crece continuamente aunque sus poseedores hayan dejado de trabajar hace mucho tiempo”.

Permitiéndose al final una paradoja humorística, un relato se imbrica aquí con su propia desmentida, en un buen ejemplo de ese invento de Marx que fue su método dialéctico, “antítesis” (al contrario de lo que demasiados se empecinan en suponer) del de Hegel: “Dado que el filósofo alemán convierte a la idea de Demiurgo de lo real, la dialéctica aparece en sus manos invertida, “puesta al revés”. Para Marx se trata de “darla vuelta” para “descubrir así el núcleo racional que se oculta bajo la envoltura mística” (Tarcus). Demiurgo, mística… Por supuesto, en otro momento, sobre una especie de panteón donde se juega el destino histórico del planeta, el mismísimo sistema mercantil moderno-capitalista se enuncia en tanto “dios extraño” o demiurgo gnóstico: “Era ‘el dios extraño’ que se encaramó en el altar, al lado de los viejos ídolos de Europa, y que un buen día los derribó a todos de un solo golpe. Ese sistema proclamó la producción de plusvalor como el fin último y único de la humanidad”[8].

Otras veces, la alusión teológica o religiosa se desvanece todavía un poco más en el aire, en términos metafísicos à la lettre o incluso mágicos. Constructos griegos o –diría Dussel- “cartesianos” hegemónicos, como el alma, aparecen en la trama crítico-analítica del materialismo histórico. Pero, hilada con la metáfora misma del “misterio de la mercancía” y la condición abstracta que la anima[9], el alma puede inclusive tornarse, con un touch paródico al romanticismo alemán, “social” (nótese que la urdimbre se complejiza añadiéndole con tinte sarcástico la noción platónico-pitagórica de trans-migración): “Figurémonos, por ejemplo, a los campesinos de Westfalia, que en tiempos de Federico II hilaban todos lino, aunque no seda; una parte de los campesinos fue expropiada violentamente y expulsada de sus tierras, mientras que la parte restante, en cambio, se transformó en jornaleros de los grandes arrendatarios. Al mismo tiempo se erigieron grandes hilanderías y tejedurías de lino, en las que los “liberados” pasaron a trabajar por salario. El lino tiene exactamente el mismo aspecto de antes. No se ha modificado en él una sola fibra, pero una nueva alma social ha migrado a su cuerpo. Ahora forma parte del capital constante del patrón manufacturero”.

Y así como en el develamiento del misterio de la mercancía del capítulo I del Capital, Marx oscila entre la materialidad y la abstracción, también en su develamiento de la fábula de la acumulación originaria apela a su acumulación imaginaria y, en torno de la cohorte de espectros (almas sociales, espíritus santos, pecados originales, dioses extraños), para explicar mejor su tesis evoca la contrafigura dialéctica de un cuerpo humano, una criatura antropomorfa pero alegóricamente monstruosa. O mejor dicho, de dos criaturas antropomorfas…

  1. En verdad la criatura antropomorfa nace junto a otra de sus metáforas más famosas, uno de esos varios lugares comunes que el génie de Marx creó: “La violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva”. Núcleo de toda una alegoría política fundacional, la metáfora entonces es –más allá del entrecomillado irónico con que se envisten las “leyes naturales eternas”– aquí doblemente antropomórfica: personificada en la partera la violencia política y en la criatura la nueva sociedad capitalista: “Tantæ molis erat [tantos esfuerzos se requirieron] para asistir al parto de las ‘leyes naturales eternas’ que rigen al modo capitalista de producción, para consumar el proceso de escisión entre los trabajadores y las condiciones de trabajo”. De ese modo, casi haciéndolo un personaje (al menos alegórico) en su ironía, Marx en un momento nos trae todo un bebé que, con humor rabelesiano, se nos abalanza gigantesco y autónomo: “el modo de producción capitalista puede andar ya sin andaderas”.

La metáfora antropomórfica ya ha llegado sin embargo antes a su máxima productividad cuando, tras el análisis del sistema de la deuda pública y la secuencia cronológica de empréstitos históricos entre Estados, se constata el entonces ya actual y definitivo traslado geopolítico del eurocapital decimonónico a Estados Unidos (de ahí el interés de Marx por la Guerra de Secesión y La cabaña del tío Tom): “las ruindades del sistema veneciano de rapiña constituían uno de esos fundamentos ocultos de la riqueza de capitales de Holanda, a la cual la Venecia en decadencia prestaba grandes sumas de dinero. Otro tanto ocurre entre Holanda e Inglaterra. Ya a comienzos del siglo XVIII las manufacturas holandesas han sido ampliamente sobrepujadas y el país ha cesado de ser la nación industrial y comercial dominante. Uno de sus negocios principales, entre 1701 y 1776, fue el préstamo de enormes capitales, especialmente a su poderosa competidora Inglaterra. Un caso análogo lo constituye hoy la relación entre Inglaterra y Estados Unidos. No pocos capitales que ingresan actualmente a Estados Unidos sin partida de nacimiento, son sangre de niños recién ayer capitalizada en Inglaterra”.

A la metáfora antropomorfa del bebé-capitalismo, se la multiplica (ahora son muchos “niños”) y disemina atribuyéndole un estatuto clandestino, de indocumentación. Marx casi satiriza acá la traslatio imperii como inmigración ilegal o (con resonancias en el presente apabullantes) tráfico de personas ante la vista gorda de las aduanas, o sea –a semejanza de la mano de Smith- invisible entre los registros del Estado. Se confirma la naturaleza gótica según Halberstam (y Fisher) del paisaje marxiano: otra vez el vampiro. El capital fluye invisible gracias a (y a través de) la sangre derramada de niños, concretos hijos e hijas de familias proletarias: otra vez también los tiburones (si preferimos las de piratas), otra vez Herodes y la matanza de inocentes (si optamos por las bíblicas). Por otra parte, la falta de “partida de nacimiento” (documentos, inscripciones, data) de los capitales migrados de Europa a Estados Unidos estaría sugiriendo que, a mitad del siglo XIX, el trabajo humano (medido en sangre) que produjo ese traslado imperial todavía no se materializaba como huellas para que la Historia lo des-cubra. ¿O no vimos ya cómo Marx llamaba “huellas” a aquello que de una época sobrevive en otra, cómo para él una escritura de la Historia es menos el acto en sí de escribirla que las marcas materiales, documentales y corporales, de los hechos con los cuales va a interpretársela?

Testimonios del proceso de advenimiento histórico del capital, trazos de una escritura hecha de violencia indeleble, grabada en los cuerpos (y en la memoria de sus portantes): “La historia de esta expropiación de los trabajadores ha sido grabada en los anales de la humanidad con trazos de sangre y fuego”. Marx está escribiendo-descubriendo la historia de la violencia política mundial (aunque su eurocentrismo lo concentre solo en la ejemplar historia de Inglaterra): expropiaciones, robos, saqueos, incendios, violaciones, devastaciones, cautiverios, avasallamientos, represiones, desplazamientos, asesinatos, matanzas, genocidios. La acumulación originaria vuelva a enunciarse en términos metonímicos de corporalidad humana neta, pero hiperbolizada: “Si el dinero, como dice Augier, ‘viene al mundo con manchas de sangre en una mejilla’, el capital lo hace chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies”. El bebé-capital gigante, del que nada se nos dice –al menos en Marx– ni de su madre ni padre, al final del capítulo, vuelve a nacer – y lo hará una y otra vez en cada relectura– con poros, cabeza, pies y sangre, rasgos antropomórficos recubiertos de una mezcla (lodo) chorreante[10] (“energía superabundante”, “exceso de vida”) de tierra y agua. Léase las tierras y el mar, los dos dominios planetarios en disputa, claro, pero también los dos elementos cósmicos que todas las mitologías del mundo –qué curioso– relacionan con lo femenino.

  1. Si el gran bebé-capital de los “grandes hombres” hoy vuelve, en el imaginario imperial del neuroentretenimiento, como Un jefe en pañales (la comedia animada de Dreamworks, 2017), ¿qué pasó con la famosa partera alegórica que lo trajo al mundo? Se sabe: siguió más allá del texto de Marx su exitosa vida moderna de metáfora que, entre cierto campo cultural, político y mediático se hizo lugar común. Un clisé revolucionario que, opuesto a la apología liberal o socialdemócrata del consenso y el “diálogo” multicultural, siguió interpelándonos[11]. Y sin embargo, faltaba conjurar su poder persuasivo, su significancia naturalizada, cuestionar su imagen fósil de analogon automático de la violencia, ponerla patas arriba. Es lo que hace exactamente Silvia Federici cuando –desde un pie de página con que nos pega un patadón– plantea que la alegórica partera marxiana es poco “convincente”, por no decir absolutamente desacertada: “las parteras traen vida al mundo, no destrucción. Esta metáfora también sugiere que el capitalismo ‘evolucionó’ a partir de fuerzas que se gestaban en el seno del mundo feudal –un supuesto que Marx mismo refuta en su discusión sobre la acumulación primitiva. Comparar la violencia con las potencias generativas de una partera también arroja un halo de bondad sobre el proceso de acumulación de capital, sugiriendo necesidad, inevitabilidad y, finalmente, progreso.[12]

Podríamos decir entonces –y dando un rodeo a modo de síntesis provisoria- que, a las tensiones entre imágenes (espirituales/carnales), en una dialéctica no-hegeliana (materialista) que en términos estéticos va del gótico vampírico al “gore” zombi, y en términos éticos entre tradiciones filosófico-religiosas (griega-cartesiana/judeocristiana), y en términos epistemológicos entre saberes (literatura/ciencia, exactas/sociales, teoría/praxis), se le suma ahora una tensión aún más interesante: entre lo dicho y lo impensado (o silenciado u olvidado), lo que queda despuntado en ese tapiz cultural que dimos en llamar acumulación imaginaria. Porque pese a todo lo evanescente que pueda manifestarse lo sólido, pareciera que en Marx y su larga modernidad sin embargo algo trabaja aún en su quicio, no tan out of joint. Ese algo, que en los documentos de la cultura llamada alta (letrada, canónica, bajo la égida singular de la Ratio y el Hombre) deja bajo un cono de sombra a la mitad de cualquier población (junto con lo popular y común, lo corporal e “irracional”), es por supuesto el patriarcado: “no encontramos en su trabajo ninguna mención a las profundas transformaciones que el capitalismo introdujo en la reproducción de la fuerza de trabajo y en la posición social de las mujeres. En el análisis de Marx sobre la acumulación primitiva tampoco aparece ninguna referencia a la ‘gran caza de brujas’ de los siglos XVI y XVII, a pesar de que esta campaña terrorista impulsada por el Estado resultó fundamental a la hora de derrotar al campesinado europeo, facilitando su expulsión de las tierras que una vez detentaron en común”.

Aquel gran bebé chorreante de sangre y barro llamado sociedad capitalista, que en el retablo de la Historia Marx lo puso a nacer sin madre ni padre, tiene pues en la partera, además de la metáfora explícita (autoral) de la violencia, la implícita (crítica) de un olvido o lapsus en el revés de la trama del euro-imaginario positivista del siglo XIX (sobre todo en su naturalización de la “inevitabilidad” del “progreso”). Un punto de fuga por donde retorna sin duda freudianamente lo reprimido, un agujero en la urdimbre lógico-textual que no obstante permite releer por fin de otro modo el relato-develamiento (de la fábula) de la acumulación originaria (o primitiva). Y un siglo y medio después, entre nuevas “huellas” que salen a la luz de aquella “prehistoria” del capital, esa partera coincide ni más ni menos que con la bruja federiciana: “Históricamente, la bruja era la partera, la médica, la adivina o la hechicera del pueblo, cuya área privilegiada de incumbencia […] era la intriga amorosa […]. Una encarnación urbana de este tipo de bruja fue la Celestina de la pieza teatral de Fernando de Rojas”.

Viuda casi siempre, maestra en aceites y ungüentos, sabedora del poder oculto de plantas y flores, frutos y setos, perfumera, experta en la reparación de virginidades dañadas, depositaria de secretos de (im)potencia e (in)fertilidad, consejera cosmética, alcahueta y abortera, la curandera, de correrse la voz de su eficacia, podía llegar a ser consultada por gentes de lejanos bosques y aldeas. Tenía en ocasiones prestigio político en la comunidad y era temida y respetada (Doña Bárbara de Rómulo Gallegos es la versión latino-colonial de esa bruja caudilla). Otras veces en cambio solo era una mendiga, ladrona de leche o dependienta de la asistencia pública que por ello se convertía en sospechosa de practicar hechicería y nigromancia. O adolescente que experimentaba con hierbas y hongos alucinógenos del bosque y, en luna llena y otras fechas propicias, participaba en ritos ancestrales de fecundidad y protección que consolidaban sin duda vínculos de sororidad entre campesinas y villanas como resistencia a la opresión feudal, eclesiástica y patriarcal.  

Federici ubica así la gran caza de brujas en una encrucijada de poder/saber histórica: entre la expropiación de tierra y la proletarización del campesinado, por un lado, y la imposición institucional de una nueva episteme político-científica, euroburguesa y cartesiana, por otro. Y así, mientras se erradicaban las supersticiones medievales, las correspondencias mágicas y los ciclos astrales de la Madre Naturaleza, el “desplazamiento de la bruja y la curandera del pueblo por el doctor” se lee además como signo clave de la intersticial intervención de la nueva burguesía blanco masculina en los asuntos concernientes a la reproducción y la sexualidad –incluida la prostitución– de la población: “con la persecución de la curandera de pueblo, se expropió a las mujeres de un patrimonio de saber empírico, en relación con las hierbas y los remedios curativos, que habían acumulado y transmitido de generación en generación, una pérdida que allanó el camino para una nueva forma de cercamiento: el ascenso de la medicina profesional”.

Vimos que Dussel, en su libro sobre las metáforas marxianas telógicas, sostenía que la carne y la sangre en Marx son categorías antropológicas oriundas de la tradición judía, opuestas a la dicotomía metafísica clásica del cuerpo y el alma griegos, llegando a decir que “Marx fue, de hecho, un teólogo implícito, fragmentario, negativo”, y situándolo “dentro de una antigua tradición, la de los profetas de Israel, del cristianismo primitivo y los Padres de la Iglesia, siguiendo con los teólogos medievales y rematando en los primeros reformadores (Lutero, Melanchton, Zwinglio)”. Quizá esa parte del imaginario teológico de Marx también se entrecruza, en la gran noche gótica del siglo XIX, constelado aquí y allá de remanentes de aquel “bricolage ideológico” hecho con elementos “del mundo fantástico del cristianismo medieval, argumentos racionalistas y los modernos procedimientos burocráticos de las cortes europeas (Federici) que sostuvo durante dos siglos la caza de brujas tanto en Europa como (ante la mirada del Calibán) en América. Apenas hay en verdad una alusión a ellas en la versión del capítulo 24 aparecida solo en la tercera y cuarta edición de El Capital, durante el desarrollo de la cuestión legal-financiera de los “tiburones” de la Bolsa. De repente, la pluma pinturera de Marx exclama: “Por la misma época en que Inglaterra dejó de quemar brujas, comenzó a colgar a los falsificadores de billetes de banco”.

¿Por qué no habrá seguido Marx esa hilacha de tejido imaginario, con toda su potencia gótica y sus ecos shakesperianos (las brujas de Macbeth o la misma Syrocax, madre hechicera africana del Calibán americano de La tempestad)? ¿Por qué ese cabo suelto, olvidado (vuelto a publicar gracias al trabajo crítico-editorial) en la prolija y compleja trama de la dispositio? Y es que a Marx, en su no dar puntada sin hilo con el fin de develar la urdimbre histórica que sostenía la injusticia social, sin embargo, la cuestión de las mujeres –su penosa situación política y social, su fundamental rol económico en el mismísimo proceso de instauración mundial del capital–, como a la gran mayoría de los demás representantes de “la experiencia de la modernidad” (Baudelaire, Flaubert, Wagner, Kierkegaard, Dostoievski, todos varones, reconozcámoslo), se le escapó al parecer también en medio de una tiniebla espectral.

  1. Para volver –tras tantos espectros y dioses extraños, tantas parteras y criaturas chorreantes de sangre y barro– a la cuestión general de las metáforas del capítulo 24, déjenme seguirle a Dussel su rastreo genealógico del concepto de usura y la prohibición de su práctica en la tradición semítica, donde al materialista Marx se lo hace pues un teólogo incluyéndolo en un debate ético-religioso milenario en torno de la cuestión del interés prestamista a partir de un pasaje del Deuteronomio: “No cargues intereses usureros a tu hermano ni sobre dinero, ni sobre alimento, ni sobre cualquier préstamo. Podrás cargar intereses a los extraños, pero no a tu hermano”. Y, apelando también a la metáfora biológica del nacimiento (y la muerte), Dussel detecta en Martin Bucer y Calvino los primeros cuestionamientos a este hasta entonces inamovible (ni siquiera Lutero se atrevió a tanto) aspecto de la ley mosaica: “¡La exigencia ética del Deuteronomio 23, 20-21 había muerto! El capital podía nacer. La moral cristiana europeo-moderna (la religión fetichista […]) se las había arreglado para borrar una exigencia que tuvo vigencia durante veinticinco siglos”.

De ahí en más –se sabe– el proceso de transformación del modo de producción feudal en modo de producción capitalista será imparable, “sin andaderas”: el ethos burgués se organiza como manifestación de la esencia del Evangelio, sobre todo a partir de Hobbes y después Smith, cautivo en la tendencia anglosajona empírico-liberal de aplicar paralelismos pseudo-científicos entre las supuestas leyes socioeconómicas y las comprobables leyes físico-matemáticas de la episteme newtoniana. Así, continúa Dussel, “todo quedaba ordenado objetiva y subjetivamente […] como una gran ‘maquinaria económica’ arquitectonizada por Dios, de manera necesaria. Todo quedaba así preparado, teórica y teológicamente, para poder reproducir ideológicamente el sistema […]. Marx se encontraba, al realizar la crítica de la economía política burguesa, ante esta orquestación teológico-económica, y la enfrentará con los mismos recursos, aunque sea ‘metafóricamente’, ya que ironizará en muchos casos estas construcciones ‘teológicas’”.

Esa “orquestación teológico-económica” entrañó también –vimos recién– la expropiación (“cercamiento” dice Federici, en una metáfora/paralelismo escalofriante) de los saberes-poderes de las mujeres, sobre todo los relativos al cuerpo, la sexualidad y la Madre Naturaleza. De ahí quizá que, ente todas sus tensiones, la pluma de Marx haya traído al tejido de su argumentación cierta metáfora que conecta con uno de los campos de experiencia/saber propios de la partera/bruja, las plantas, a la vez en simbiosis con cierta lógica capitalista, artificial, con esa tendencia a la intervención técnica-reproductiva para acelerar (o detener) los ciclos biológicos o incluso estacionarios: un invernadero.

Es la imagen comparativa a la que más se recurra (cuatro veces) durante todo el capítulo. En una oportunidad sirve para comparar nada menos que el propio tema o tópico, la mismísima acumulación originaria, en un momento de máxima síntesis: “España, Portugal, Holanda, Francia e Inglaterra […] todos ellos recurren al poder del estado, a la violencia organizada y concentrada de la sociedad, para fomentar como en un invernadero el proceso de transformación del modo de producción feudal en modo de producción capitalista y para abreviar las transiciones”.

Con probabilidad surgida un pasaje de Mirabeau citado al pie páginas antes, donde se compara a ciertos talleres de manufacturación con “artificiales plantas de invernadero cultivadas por los gobiernos” (De la monarchie, t. III), la imagen remite en otra ocasión a dos actividades impulsoras por antonomasia del capitalismo: “El sistema colonial hizo madurar, como plantas de invernadero, el comercio y la navegación”. En una tercera oportunidad, el invernadero es comparable al sistema del crédito público, otra experimentación (botánica/social) cultivada cronológicamente por distintos estados-nación europeos, a modo de postas, y ya irreversiblemente arraigada: “El sistema del crédito público […] tomó posesión de toda Europa durante el período manufacturero. El sistema colonial, con su comercio marítimo y sus guerras comerciales, le sirvió de invernadero. Así, echó raíces por primera vez en Holanda”. Y así, saltando por los tiempos e imperios, aparece finalmente para mentar la proletarización del campesinado otra vez como experimentación social (al parecer tampoco tan moderna): “El servicio militar, que tanto aceleró la ruina de los plebeyos romanos, fue también uno de los medios fundamentales empleados por Carlomagno para fomentar, como en un invernadero, la transformación de los campesinos alemanes libres en siervos”.

Otra vez el historiador -y político, economista, sociólogo y filósofo– Marx vuelve a ser conectado, en su magistral entramado textual, por alguna analogía transhistórica surgida de esa llamada acumulación imaginaria del escritor Marx. He ahí una herencia dialéctica materialista que –siempre y cuando se quiera cambiar el mundo y no solo interpretarlo– permite “leer el pasado como algo que sobrevive en el presente” (Federici), para cultivar un “juicio ético” (Dussel) y “una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones” (Derrida) que les den una nueva potencia revolucionaria a nuestras luchas anticapitalistas, antipatriarcales y decoloniales, de aquí y allá.

 

 

[1] Además de cartas, manuscritos, anales, journals, leyes, reportes de Public Health, estatutos judiciales y gremiales, obras anónimas y, por supuesto, toneladas de libros de Historia (la social de la gente de los condados ingleses del Sur, la del estado pasado y presente de la población trabajadora, la de la Reforma Protestante, la de la literatura política inglesa desde los primeros tiempos, la del comercio, la de la agricultura, etc.), en las citas al canon literario-filosófico saltan a la vista aquí y allá principalmente –lo nombra nueve veces– el revolucionario y francmasón conde de Mirabeau y, luego, Shakespeare, Francis Bacon, Tomás Moro (de su Utopía trae un país donde “las ovejas devoran a los hombres”), Montesquieu, Rousseau y hasta una “bonita polémica” desencadenada por un influyente best-seller de la incipiente cultura de masas del siglo XIX: “Cuando la actual duquesa de Sutherland recibió en Londres con gran boato a Mrs. Beecher-Stowe, la autora de La cabaña del tío Tom, para ufanarse de su simpatía por los esclavos negros de la república norteamericana, simpatía que, al igual que sus aristocráticas cofrades, se guardó muy sabiamente de manifestar durante la Guerra de Secesión […] expuse en la New-York Tribune la situación de los esclavos de las Sutherland”. Tampoco será esta la única vez que Marx se autocite: una final nota al pie remata el capítulo 24 con un fragmento del Manifiesto Comunista, ese que dice que “la burguesía produce sus propios sepultureros”.

[2] Michael Perelman, en The invention of Capitalism (2000) dice que al término “acumulación originaria” (o primitiva) lo acuñó Adam Smith y que Marx lo rechazó debido a su carácter ahistórico: “Para recalcar su distancia de Smith, Marx antepuso el peyorativo ‘llamada’ al título de la parte final del primer tomo de El Capital” (citado por Federici).

[3] A propósito, y con motivo del bicentenario de nacimiento de Marx, el entonces vicepresidente de un país latinoamericano con un proyecto político considerado alternativo al capitalismo neoliberal, escribió en la revista paceña La Migraña: “Marx sigue siendo el espectro de la época insuperable, está ahí, se lo mata cada 10, 20 años y vuelve a nacer, se declara su extinción y vuelve a renacer; es una cosa fascinante” (Álvaro García Linera).

[4] Cito a Halberstam de Mark Fisher, de los extractos de su tesis Flatline Constructs, titulados “Materialismo gótico” en el libro editado por Juan Salzano Deleuze y la brujería (2009).

[5] En efecto, cuando ciertas citadas Crónicas refieren que, tras la expropiación del pequeño campesinado por Enrique VIII, “han desaparecido innumerables casas y pequeñas fincas […] numerosas ciudades están en ruinas […] villorrios destruidos para convertirlos en pasturas para ovejas, y en los que únicamente se alzan las casas de los señores”, he ahí pues el paisaje desolador de algunos cuentos de Edgar A. Poe y las novelas de terror victorianas, con la tenebrosa y solitaria mansión en ruinas en lo alto de una colina, rodeado de naturaleza muerta y aldeas fantasmas.

[6] En Los espantos (2016), Silvia Schwarzböck define justamente como espantos los efectos de la posdictadura en el contexto del neoliberalismo triunfante y propone en consecuencia abordarlos como “objeto estético, antes que filosófico-político”, a partir de “las reglas de la ficción”: “Los espantos, por pertenecer al género terror, piden la estética para ser leídos. Lo que en democracia no se puede concebir de la dictadura, por más que se padezcan sus efectos, es aquello que se vuelve representable, en lugar de irrepresentable, como posdictadura: la victoria de su proyecto económico / la derrota sin guerra de las organizaciones revolucionarias / la rehabilitación de la vida de derecha como la única vida posible”.

[7] En la literatura argentina, ese mismo año, el título de una novela de Andrés Rivera resumía también la “atmósfera” out of joint en que estaba sumida cierta izquierda que alguna vez creyó, en tanto heredera de Marx, poder cambiar el mundo: La revolución es un sueño eterno (1993) abre con un epígrafe autobiográfico de Perón, de Del poder al exilio, referido a una “atmósfera borrosa de lluvia y niebla [donde] todo parecía irreal”. Conectando el ’55 con Mayo (recordemos que Juan José Castelli es el protagonista de la ficción), otra vez surgen, en el revival de la novela histórica latinoamericana, los espectros de Derrida, el “gótico” de Halberstam (y Fisher), los espantos de Schwarzböck.

[8] La del demiurgo parece ser una matriz imaginaria constitutiva de la oikonomia de Occidente: es (Disney lo sabía, le asignó esa figura al ratón Mickey en su clásico Fantasía) “el aprendiz de brujo” que Berman analiza en el Fausto de Goethe. 25 años después, a lo largo de El reino y la gloria (2008), Giorgio Agamben vuelve a asediar genealógicamente la imagen demiúrgica, ubicando su origen en los tiempos de la Gnosis y sus disputas teologales con los Padres de la Iglesia y analizando su secularización desde Hume y Smith hasta Carl Schmitt y Walter Benjamin. Así, estos demiurgos que trasmitieron su oculta philosophia a cabalistas y magos renacentistas, contracara masculino-aristocrática de las brujas y curanderas de pueblo, transmigran a la prosa marxiana en ciertos “favoritos” de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales que, “más astutos que los alquimistas, hacían oro de la nada”.

[9] Todo el desarrollo de El Capital es el intento por escindir lo que fue unido (confundido) por el idealismo filosófico y el liberalismo económico: la materialidad-trabajo de la mercancía y el proceso abstracto que terminó internalizándosele. Para despojar a su objeto (la historia) de toda metafísica, Marx debe pues inventar la metáfora del fetichismo para explicar el misterio de la mercancía: un acto (de habla) mágico primitivo – del tipo que décadas luego Frazer catalogaría en La rama dorada– por medio del cual se inviste a un objeto de poder sobre un sujeto. Del mismo modo, para definir la condición psicológica de quien ha naturalizado su condición social, Marx hablará de “alienación”, a usanza de los teólogos que –hasta bien entrado el siglo XVII y con la caza de brujas alrededor– hablaban de enajenación del espíritu o la voluntad por una afección astrológica o posesión demoniaca merced a un objeto particular (Silva). En suma, inversión: en Marx, “la mercancía se muestra a los propios productores como un fetiche, un producto humano que se ha autonomizado, ha cobrado vida propia, y ahora rige la vida de los hombres. Los objetos (los productos humanos) devinieron sujetos (‘fetichismo’) al mismo tiempo que los sujetos se volvieron objetos, esclavos de sus designios (‘cosificación’)” (Tarcus).

[10] La mezcla de sangre y barro espejea en nuestra literatura, desde su brutal fundación con El matadero, de Esteban Echeverría (1838-1871, el lapso entre su escritura y publicación casi coincide con el de composición de El Capital), hasta El fiord (1969), de Osvaldo Lamborghini, que insiste en la alegoría de un parto entre la sangre y la mugre como flexión literal de la violencia político-sexual en Argentina.

[11] En la poesía argentina fue Arturo Carrera quien decidió ponerse a oírla: “No se borró aún la sangre de nuestros rayados. No se borra. No se borrará la sangre de los emboladores: la voz de la partera estalló en nuestra sangre y has de tomar bien ese oro; de aquel terremoto rojo bien lo rojo: bufón para tu plancton: es nuestra pintura: nuestra sangre”. En La partera canta (1982) se nos cuentan devenires posibles de la lengua en pleno umbral posdictadura: un gran leviatán comedor de plancton, las metáforas históricas de la escritura (de la sangre) y la herencia (documental, testimonial, “ese oro” acumulado) de la violencia que llevamos en el cuerpo a través del legado “rojo” de Marx.

[12] El mismo año en que, con Leopoldina Fortunati, Federici publicaba los primeros resultados de su investigación sobre las mujeres en su transición del feudalismo al capitalismo en Il Grande Calibano. Storia del corpo social ribelle nella prima fase del capitale, en Argentina, con motivo del video Nunca Más hecho por la comisión Sabato, emitido por TV en julio de 1984, también Fogwill, un mes después, en “Testimonio, verdad, utilidad” (en Primera Plana), tras evocar al “Hombre que vio a la partera” de Arlt, cuestiona la metáfora – que atribuye a Engels o “algún libro olvidado”– de la violencia como “Diosa partera de la Historia”: “la sangre, los alaridos de la parturienta y la despersonalización que las mascarillas quirúrgicas imponen a los otros actores de la escena sirvieron para marcar con el signo del horror los testimonios que el público vería minutos más tarde. […] Marcando con el horror a un acontecimiento se lo extrae de la historia humana, tal como los rituales y los procesos neuroquímicos del parto ayudan a extraerlo de las biografías y hasta de la memoria. […] La alegoría del parto refuerza […] la vinculación del tema a los símbolos de la maternidad (Madres, Abuelas), y a la trama de los vínculos familiares […] remitiendo las demandas de explicación y justicia a una cuestión ‘de sangre’, para enturbiar la evidencia de que por sus orígenes y por sus consecuencias futuras, el Terror de Estado es una cuestión exclusivamente política”.

imagen: No quiero ir nada más que hasta el fondo. Florencia Breccia, 2017

 

Publicado previamente En Boletín GEC, Nº 23, jun. 2019.

 

¿Hubo una guerra en la Argentina? (*) // Luis Mattini

La palabra guerra viene del antiguo germánico wërra y significaba “querella”. Con el tiempo fue adquiriendo diversos matices pero, en todo caso, se admite como un conflicto no posible de resolver pacíficamente. Esto sea dicho no para alardear de sapiensa lingüística sino para empezar señalando las dificultades de todo intento de empezar la discusión por la vía de las definiciones. Por lo demás, si nos dirigiéramos a las explicaciones específicamente militares nos encontraríamos con idénticas dificultades. Para un mariscal como Montgomery, por ejemplo, las luchas independentistas americanas dirigidas por generales como Washington, Bolívar o San Martín, no fueron “propiamente guerras”.

Desde luego para nosotros no es una cuestión semántica, ni académica, ni de curiosidad histórica. Es importante analizar por qué el estado de la Argentina de los setenta se volvió terrorista a punto tal que inauguró en la historia moderna un método represivo inédito con una nueva categoría jurídico-política internacional: el desaparecido, palabra ésta que hoy se usa en español y en muchas lenguas. Pero el análisis y el debate deben tratar de evitar que las consecuencias de las conclusiones condicionen a las hipótesis o, dicho de otro modo, que las respuestas se antepongan a las preguntas. Precisamente, por anteponer amañadamente la respuesta a la pregunta, cierto abogado, alimentando la teoría de los dos demonios, explica que el estado “había perdido la razón”. El estado se habría “vuelto loco” en manos de unos locos militares.

Por su parte, los militares, que no tienen nada de locos, ni de irracionales, han sido claros y en la definición bélica basan toda la justificación del terrorismo de estado. Para ellos no sólo hubo una guerra sino que la misma formaba parte de la “tercera guerra mundial”; la forma que el comunismo se iba imponiendo en el mundo. En las condiciones sociopolíticas de la Argentina de los años sesenta habría surgido el “demonio” subversivo y en la represión al mismo se habrían cometido “excesos”.

Ahora bien, desde el campo popular se niega la existencia de esa hipotética “guerra”, pero no como conclusión sino a priori, con el objetivo de quitar argumento a los militares. Considero esto un serio error y una lamentable demostración de derrota ideológica, al menos una respuesta a la defensiva. De hecho, con esta actitud se está admitiendo que en caso de que hubiere habido guerra, dicha situación habría justificado los secuestros, las desapariciones, las torturas, el rapto de niños, etcétera. Con el mismo criterio se podrían admitir los crímenes de guerra de los nazis (estaban en guerra), de los norteamericanos en Hiroshima o Vietnam y la larga lista de genocidios de este siglo y los anteriores sin olvidar los recientes bombardeos de la OTAN a Yugoslavia. Pero llevado a su expresión más concreta y cotidiana, ello admite que una persona por ser subversiva al sistema dominante pierde los derechos humanos.

Porque si bien es cierto que la definición de guerra o no guerra es discutible, lo que no puede negarse es que había una activa actitud subversiva en gran parte de la población que rechazaba el tipo de país que se estaba imponiendo. Miles de personas éramos subversivos y afortunadamente muchos lo seguimos siendo, es decir rechazamos este modelo de país y de civilización y sin embargo hoy no emprendemos acciones bélicas.

El estado tiene la función inmanente de su propia naturaleza de reprimir toda intención de alterar el orden constituido, la acción subversiva y, como suele decirse grandilocuentemente, “con todo el peso de la ley”. Esa fue la guillotina, inventada por el racionalismo francés. Instrumento para que “se cumpla la ley”. Todos los estados son, entonces, por definición, represivos. La represión va desde la coerción económica o burocrático-cultural pasando por las “fuerzas de seguridad interna” hasta el propio ejército nacional según lo exija la correlación de fuerzas. En tal sentido, si no fuera una gazmoñería típicamente argentina, es ridículo pensar que con leyes se puede “garantizar” que fuerzas armadas que no pertenecen al ministerio del interior participen en determinadas condiciones de la represión.

Sin embargo es preciso diferenciar, por así decir, el “derecho natural” del estado en donde la represión contiene incluso un alto grado de brutalidad y crueldad del terrorismo de estado. Esta diferenciación no se propone establecer calificativos de mayor o menor dolor sino examinar los efectos sobre la población y sus resultantes. Porque lo que define al terrorismo de estado no es el grado de crueldad. Si se me permite un parafraseo diría que la represión tradicional del estado a la insubordinación de sus súbditos se corresponde a aquello de: “la guerra es la prolongación de la política por otros medios”, mientras que el terrorismo de estado sería algo así como la prolongación de la guerra por medio de la política. El terrorismo de estado es una política con un conjunto planificado de contenidos, sociales, económicos y culturales, llevada a cabo por medios terroristas a veces encubiertos en acciones bélicas “regulares”. Podría aventurarse que es una nueva forma de guerra. 

Y mas aun; proyectando la idea podríamos afirmar que así como se ha establecido esa categoría terrorismo de estado como novísimo método represivo, los bombardeos “quirúrgicos” de la OTAN a Yugoslavia podrían ser calificados de terrorismo de potencia.

Pero esto nos saca del temario, volvamos. Las protestas sociales como expresión primarla de la lucha de clases se desarrollan por un terreno que generalmente empieza a ser aquel que va de los estrictamente legal hacia zonas fronterizas con la legalidad y con mucha frecuencia hasta forzar o entrar directamente en la ilegalidad. Mediante esa puja, legítima dentro de la lucha política, precisamente se pueden modificar las leyes. Algo que era ilegal pasará a ser legal. Que se modifiquen las leyes o que se “aplique todo el peso de la la ley” no es cuestión jurídica sino de tensión de fuerzas. Es la política.

Cuando los conflictos entran en determinado nivel de desarrollo sin solución pacífica aparece la opción armada, la cual asumirá formas organizadas siempre que existan sujetos políticos dispuestos a llevarla a cabo. Esto es una constante histórica. “La guerra como continuidad de la política”. Pero es poco pensable una expansión de la lucha armada sin la existencia de la base histórico-cultural y de la coyuntura económico-política. La violencia estructural de los años sesenta exacerbada por la crisis política crónica, si bien creaba condiciones favorables para el surgimiento de la lucha armada, no fue su iniciadora ni mucho menos. Este es el debate fundamental y la explicación que debemos a las nuevas generaciones los protagonistas sobrevivientes. Explicar que aquella violencia política, en donde la lucha armada propiamente dicha era una de sus formas, no fue la expresión espontánea de masas desesperadas por la miseria y la marginacion, sino una opción política en el sentido clausewitziano, conscientemente adoptada por una parte de la juventud, trabajadores y estudiantes que gozaban de una, quizá modesta, pero aceptable situación económica y que, por eso mismo, empezaron a sentir como propia la bofetada en el rostro de los demás. Un proyecto de cambio que incluía, en aquella coyuntura (dictaduras militares o “estado policial” mediante) el uso de la fuerza para imponer un rumbo distinto al que los poderes dominantes imprimían al país.

Porque hay que recordar que el recurso de la violencia como manera de resolver el conflicto político, fue lógica común a lo largo de dos décadas, tanto en las Fuerzas Armadas y los centros del poder que la sustentaban bajo la Doctrina de la seguridad nacional, como en las organizaciones guerrilleras y en una considerable parte de la población bajo la consigna de “responder con violencia revolucionaria a la violencia reaccionaria.”

Ahora bien, efectivamente existían en el país “grupos subversivos”, particularmente los de formación marxista, quienes, como tales, es decir como marxistas consecuentes, sostenían una visión internacional del proceso histórico concibiendo la revolución “nacional por su forma, internacional por su contenido” y, en cierta forma, se inscribían en la llamada “tercera guerra mundial”. Supuesta “guerra” en la cual, por cierto, el principal hipotético temido agresor, la Unión Soviética, no tenía las más mínimas ganas de participar y no sólo no apoyaba a los subversivos, sino que hasta en muchos casos colaboró para su dispersión, por acción u omisión. Pero ni la situación social, ni la crisis política, ni la proscripción al peronismo hubieran sido suficientes para posibilitar el surgimiento de las organizaciones armadas de no haber mediado el golpe de estado de 1966.

El golpe de estado de 1966 tiene poco que ver con los anteriores golpes de estado. Este se inspira en la Doctrina de la seguridad nacional. Y a su vez, esta doctrina —cuyas raíces datan de 1957, antes que existiera la revolución cubana— es, en el caso de los argentinos, de una precocidad únicamente explicable por ese rasgo nacional que nos hace ser frecuentemente más papistas que el Papa. Pero el trazo distintivo fue su carácter preventivo del cual se desprenden políticas que luego actuaron como profecías cumplidas. En efecto: como consecuencia de las acciones represivas preventivas de la dictadura del General Onganía, irrumpen los grupos subversivos con lo cual se cumplen las prevenciones de la Doctrina de la seguridad nacional. El enemigo estaba encubierto y ante la acción de las fuerzas del bien se ve obligado a desenmascararse. Sin embargo, persisten las dificultades porque ese enemigo sabe mimetizarse con la sociedad, especialmente entre los políticos y los “idiotas útiles”, entre los comunistas disfrazados de cristianos y de peronistas.

Es decir, para la lógica de la Doctrina de la seguridad nacional, la acción represiva no engendra reacción de las masas postergadas como “caldo de cultivo” del comunismo inter- nacional, sino que desnuda, pone al descubierto aquellos sectores que son la punta de Ianza, las avanzadas del “enemigo”. Por eso la aplicación de la Doctrina de la seguridad nacional, por lo menos en el caso de Argentina, fue preventiva y como parte de una cruzada mundial contra el comunismo. Es asaz probable que nunca imaginaron que aquel sistema socialista mundial se derrumbaría mucho después pero por una vía inesperada.

Mientras tanto, la resultante fue a la inversa: la guerra como prolongación de la política iniciada con la “Noche de los bastones largos” engendró esos estallidos sociales que la elocuencia popular calificaría con los sufijos “azos”: El Correntinazo, el Rosariazo, etc., para llegar a su apogeo en el Cordobazo. Y de estos estallidos sociales emergieron los grupos armados, los cuales si bien estaban en la mente y en los intentos de ligas de avanzada, sólo pudieron concretarse y cobrar desarrollo después de los azos.

Y ahora podemos intentar una pregunta: ¿Si esto no es guerra, qué es?

Es posible pensar que el “Comunicado N° 1 de Campo de Mayo” (según dicen redactado por el pastor de la democracia Mariano Grondona) fue una declaración de guerra de hecho, por parte del bien llamado “Partido Militar” al adoptar y aplicar en forma precoz y fundamentalista la Doctrina de la seguridad nacional. Doctrina que implicaba no sólo un cambio cualitativo en las concepciones estratégicas de las fuerzas armadas, es decir la redefinición de las llamadas hipótesis de conflicto haciendo girar la direccionalidad hipotética de un eventual enemigo externo hacia adentro, hacia la propia población, sino que también contenía un cambio radical en el reglamento de combate a punto tal de invertirlo.

Expliquemos un poco esto: Tradicionalmente un ejército posee diversas armas. Algunas son específicamente de combate, pertrechadas, uniformadas e instruidas para el contacto directo con el enemigo. Otras son de apoyo, servicios u operaciones tácticas de diversionismo, espionajes y cosas por el estilo. Pero la fuerza principal que enfrenta al enemigo en primera línea es la infantería, a la que se denominaba con orgullo la “reina de las batallas”. La infantería, al son de la música de Wagner, libraba batallas y ocupaba el terreno, clave para toda victoria militar. Eso era la guerra convencional, civil, nacional o internacional. Y si esa es la definición de guerra, pues aquí no hubo una guerra y cuando la hubo (en las Malvinas) no había infantería capaz de ocupar el terreno.

Pero, como dijimos, la Doctrina de seguridad nacional incorporaba otra concepción bélica en la cual el arma de combate tradicional pasaba a ser sólo decorativa, mejor dicho de apoyo y las que antes funcionaban como apoyo pasaban a ser las fuerzas de combate. Esto recién se lleva a cabo en 1974 a partir del Operativo Independencia en Tucumán y en todo el país cuando el general Videla asumió el monopolio del poder represivo a mediados del año siguiente, en pleno gobierno peronista, antes del golpe de 1976. Las unidades uniformadas sólo amedrentaban, ni siquiera presentaron combate a las magras fuerzas guerrilleras. Ocupaban escuelas, fábricas, edificios públicos, etc. Ocupación que no se lograba a costa de duros combates para desalojar un supuesto enemigo, simplemente porque la resultante principal de la aplicación de la Doctrina de la seguridad nacional fue la figura de países ocupados por sus propios ejércitos. Ni siquiera puede decirse que la ocupación era especialmente brutal. Por supuesto, era molesta, arbitraria, prepotente pero, en términos relativos, menos brutal que en otras oportunidades.

Porque la brutalidad estaba ejercida en las sombras por unidades que antes eran de apoyo y ahora pasaban a ser las verdaderas unidades de combate: en particular la inteligencia en sus diversas ramas. Digamos que el cambio se puede expresar por el hecho de que el Jefe de Inteligencia del Estado Mayor, cuya función tradicional era de servicio auxiliar, pasó a funcionar como Jefe de Operaciones y el Jefe de Operaciones a tareas auxiliares.

La infantería, aquella orgullosa “reina de las batallas”, fue reemplazada por los grupos de tareas. Comandos bien entrenados, con funciones estrictamente compartimentadas, que actuaban sobre el “enemigo” aplicando la táctica del secuestro y la desaparición forzada en donde el saqueo, más allá de “excesos” puntuales en provechos personales, formaba parte de la doctrina bajo la figura de botín de guerra. El estado represor, cruel o sanguinario, pasó a estado del terror y de allí al terrorismo de estado, como lógica consecuencia de la aplicación precoz de la Doctrina de la seguridad nacional.

Si esto no es guerra, busquemos la palabra adecuada, pero no es simple represión por cruel que haya sido, ni simples excesos represivos. Es una categoría de dominación propia de este siglo y que se corresponde a determinado tipo de civilización; a la variante extrema de la dominación burocrático-anónima.

Intentemos algunas comparaciones para ayudarnos en la idea. El estado francés, modelo de crueldad cuando se trata de cumplir las funciones que le corresponden, es decir, defender el orden constituido, hijo directo del terror de la Revolución Francesa: Los comuneros de París fueron fusilados sin piedad y, como si eso fuera poco, sobre las cenizas del barrio insurrecto se construyó la Catedral de Montmartre como símbolo del triunfo eterno del poder. Aun así no puede considerarse terrorismo de estado. En la reciente guerra de El Salvador las cabezas de los guerrilleros en picas, los cuerpos fueron mutilados en magnitudes espantosas, pero aun así, eran conmensurables, visibles y hasta podríamos decir medibles. Uno podía aterrorizarse pero sabía lo que le podía pasar. La represión a los obreros de la Patagonia en 1922, bárbara y despiadada, con cientos de fusilamientos, tampoco era terrorismo de estado. Podemos incluso remitirnos a uno de los más terribles ejemplos históricos: el nazismo. Huelgan las palabras para calificar, no alcanzan los adjetivos de todos los idiomas, pero aun así no era terrorismo de estado. Era, sí, la dictadura terrorista. El partido a cara descubierta se asumía como Nación en el estado y aplicaba el terror visible, obvio, imaginable. Y a su modo, con la ley en la mano. Un rasgo característico, particularmente en el nazismo, era que cada sujeto, desde Hitler hasta el más mísero guardiacárcel sentía que obraba en nombre del estado, y en tanto hombre de estado ponía la cara, actuaba como tal. Otra característica del régimen nazi consistía en la identificación del terror con el hombre. Con sólo ver o pensar en Hitler bastaba para ponerse a temblar. Por su parte el Generalísimo Franco, tras la derrota militar de la República española dijo: “el peor error sería el perdón” y mandó a fusilar a miles de prisioneros.

Ése no era exactamente el efecto que causaba Videla con el agregado que las Juntas rotaban en el poder. La población podía entender “racionalmente” que el peligro venía del estado, concretamente de los militares, pero el carácter oculto producía un sentimiento de perplejidad, de miedos irracionales, el peor de los terrores  que la humanidad pueda soportar, el terror a lo desconocido. Porque la acción anónima y clandestina de los grupos de tareas, la ausencia de campos de concentración visibles, la ausencia de columnas de prisioneros, la acción principalmente nocturna, el anonimato, la compartimentación tanto por seguridad como por espíritu burocrático y sobre todo la desaparición sin rastros (o, peor aún, con rastros dirigidos) en total impunidad, creaban la sensación de un mal demoníaco, irracional, incomprensible, invisible, difícil de determinar de qué lado venía. Si a esto le agregamos los pusilánimes de izquierda que hablaban de “corrientes democráticas” o de apoyo a Videla para “cortarle el paso al pinochetismo“, el silencio de los demócratas, la complicidad de la prensa, el consenso de los pancistas al golpe de estado, tenemos un cuadro nuevo en la tradición represiva. Era terrorismo de estado, no por la dureza represiva, ni por la supuesta indiscriminación, sino porque era la aplicación sistemática de una política destinada a combatir a un enemigo imaginado (pero perfectamente determinado a la luz de los proyectos económicos) y cuyo contenido ponía especial atención al anonimato operativo y al destino desconocido de la víctimas lo cual es, como dijimos, una de las formas más siniestras del terror. Y es terrorismo de estado porque se basó en una doctrina apriorística que tenía que confirmarse como “profecía realizada”, demostrando que el mal venía de afuera pero estaba inserto infectando la sociedad argentina ante el cual había que “cortar por tejido sano”, como en un cáncer, eliminando millones de células sanas para extirpar el foco infeccioso.

Resulta evidente, pero de todos modos conviene aclarar, que esta comparación de los métodos represivos no pretende determinar mayor o menor sufrimiento por parte de las víctimas, no quiere decir que Videla era peor que Hitler, no entra en consideración sobre mayor o menor maldad. Sólo se hace a los efectos de comprobar mayor o menor eficacia en determinadas condiciones socio-políticas y las consecuencias posteriores.

Por eso no es adecuado discutir si hubo o no una guerra utilizando las categorías clásicas o precisando la semántica. En todo caso, si no hubo guerra en el sentido hasta el momento conocido: guerra mundial, nacional, civil, revolucionaria, etc., no fue por la falta de fuerzas beligerantes desde el lado revolucionario sino porque las Fuerzas Armadas del estado sorprendieron a los guerrilleros trocando el combate abierto por la acción terrorista.

En cambio es posible aventurar que entre 1956 y 1976 hubo una especie de guerra civil larvada. Un estado de confrontación política cargado de violencia, que en algunos períodos adquirió formas insurreccionales y acciones bélicas con la organización de contingentes de hombres y mujeres dispuestos a llevar adelante un proceso de lucha armada por un país distinto. Lo cierto es que en esa práctica violenta de la política y en las propias acciones armadas por momentos estuvo involucrada una gran parte de la población. Hecho éste que fue cardinal para la legitimación y el desarrollo de las organizaciones armadas. Y cierto es también que en determinado momento del desgaste de la lucha de clases, la lucha armada fue perdiendo consenso en la población hasta el punto en que las organizaciones armadas quedaron aisladas. Ése fue precisamente el momento del golpe de estado de 1976 con lo cual se derrumba el argumento principal del terrorismo de estado. Cuando el General Videla asumió el Poder Ejecutivo, las organizaciones armadas estaban técnicamente fuera de combate principalmente por razones de aislamiento político. La acción de los grupos de tareas operó primordialmente sobre el activo militante de las organizaciones populares de las cuales los grupos revolucionarios armados fueron parte.

Es evidente que la respuesta a la pregunta que titula este trabajo no es sencilla, por lo menos no es lineal. Como decía al principio me preocupa más la motivación de la argumentación que niega el carácter de guerra que saber si fue o no una guerra.

La guerra no justifica los crímenes y sin embargo la guerra legaliza el homicidio siempre y cuando se respeten normas acuñadas por la civilización burguesa establecidas en la Convención de Ginebra. Por eso en el caso que se considere que en la Argentina de los setenta hubo una guerra, los militares deberían ser juzgados bajo la acusación de “crimen de guerra”. Y desde luego, para un juicio de ese tipo es “incompetente” la justicia ordinaria. Es un juicio eminentemente político.

Por otra parte, es un lugar común afirmar desde el propio campo popular que las organizaciones armadas al menos dieron “argumento” a los militares para justificar la acción represiva. Esa afirmación expresa una posición defensiva frente a los militares y los poderes constituidos y tiene un desagradable regusto a culpa, Porque es necesario insistir en el hecho de que la gran conflictividad social de los años sesenta no necesariamente se hubiera desencadenado en lucha armada (como si todo proceso fuera una especie de escalera ascendente que se autoalimenta sin intervención de los factores subjetivos: es decir sin la intervención del sujeto). Sobre dicha conflictividad social, en donde la lucha de clases sin definiciones creaba una crónica crisis política, los militares se constituyeron de hecho en Partido Militar y en 1966 dieron el golpe de estado preventivo aplicando prematura y en forma fundamentalista la Doctrina de la seguridad nacional. Para los revolucionarios la interrupción del orden constitucional presentaba una chance para establecer una línea de acción que buscara una ruptura revolucionaria. Dicho de otra manera, los grupos armados no se alzaron contra la dictadura militar para restaurar la democracia sino para transformar la “guerra” declarada por los militares al pueblo argentino, en revolución social. La chance o, para hablar en términos marxistas clásicos, el inicio de una situación prerrevolucionaria estaba dada y hubiera sido imperdonable no haber intentado transformarla en situación revolucionaria hacia la crisis revolucionaria que sacara de la indefinición seme jante momento en la lucha de clases. Para los revolucionarios ni la victoria ni la derrota por sí mismas son criterios de verdad. Visualizada la chance, la acción sobre la misma no está dictada por un cálculo especulativo de seguridad en el triunfo sino por una cuestión de ser o no ser. Por otro parte, como bien lo señalaba Jóse Saramago, la victoria y la derrota tienen una cosa en común: son transitorias.

Esto hay que decirlo sin tapujos ni eufemismos por respeto a la verdad histórica, por memoria de nuestros muertos y sobre todo porque es la explicación racional de los hechos. De lo contrarío parecería que unos chicos que salieron a protestar por un boleto de colectivo fueron secuestrados y desaparecidos por unos dementes salidos quién sabe de dónde, y por lo tanto todo intento de protesta traerá como consecuencia la masacre.

Porque haciendo abstracción de complejas consideraciones políticas, y deslizándonos sólo por el terreno militar, una de las grandes lecciones de esta tragedia, lección fundamental para el presente y el futuro inmediato, no pasa por considerar un error el haber intentado actuar frente a la chance sino por examinar las consecuencias de la cristalización de las doctrinas y los gravísimos peligros de las copias.

En efecto: si puede hablarse de una tradición militar revolucionaria clasista en la época del capitalismo industrial, aquello que en la década del sesenta se denominaba “ciencia militar proletaria” o “doctrina militar socialista”, la generalización de la misma registra dos grandes períodos que se correspondieron a épocas y situaciones determinadas. La táctica insurreccional y la táctica de guerra popular o luchas guerrilleras. En las décadas del sesenta y el setenta ambas tácticas eran poco menos que antagónicas dentro de los paradigmas militantes.

La táctica insurreccional que se aplicó desde la Comuna de París en 1871 hasta la segunda guerra mundial, produjo nada menos que la revolución rusa, sacudió al capitalismo en gran parte de sus centros por las insurrecciones europeas y asiáticas, y llegó incluso a El Salvador en 1932.

La táctica de guerra popular prolongada se generaliza a partir de las luchas anticoloniales, las victorias en China, Corea y Vietnam y en nuestro continente adquiere total ciudadanía con la revolución cubana. Desde luego, desde el poder no se fueron a llorar por los rincones y se dedicaron a estudiar y aplicar tácticas contrainsurgentes durante todas esas luchas. La Escuela de las Américas regenteada por los norteamericanos en Panamá, sintetizaba y generalizaba las experiencias. La preparación por parte de los norteamericanos de las tácticas contrainsurgentes, digámoslo con una pizca de sorna, no resultó demasiado eficaz si nos atenemos a los resultados en China, Corea y Vietnam. Como, dicho sea de paso, tampoco les resultó a los soviéticos en Afganistán, ni a los rusos de hoy en Chechenia. Hay que decir, asimismo, que tampoco fueron demasiado eficaces en Nicaragua y El Salvador.

Sin embargo, cuando se desarrolla la lucha armada en nuestro país los revolucionarios siguen en mayor o menor medida las tácticas generalizadas por la experiencia de otros países y tienen muy en cuenta las tácticas contrainsurgentes propiciadas por los norteamericanos. Las mismas podrían sintetizarse en represión abierta y desarrollo económico-social, columna vertebral de la Doctrina de ¡a seguridad nacional. Pero en cuanto represión abierta no se diferenciaba mucho de la brutalidad de los nazis. Era el estado terrorista pero no el terrorismo de estado. Los revolucionarios argentinos aplicaron una doctrina apta para enfrentar al estado terrorista. Pero los militares argentinos le habían dado varias vueltas de tuerca a las doctrinas contrainsurgentes, combinando lo aprendido en la Escuela de las Américas con otras experiencias internacionales, particularmente las francesas y con esos bagajes establecieron criterios propios aplicables a esta realidad.

En síntesis, los revolucionarios tuvieron la lucidez y la decisión de intentar transformar la “guerra” declarada al pueblo, en revolución; pero aplicando una táctica que había quedado retrasada. Y los militares, aplicando en forma prematura una doctrina sin ningún tipo de limitación moral o ética, lograron la iniciativa que fue clave en la victoria.

Aspecto clave en esa táctica represiva fue la inversión de roles en las fuerzas operativas. El empleo figurativo de la infantería y el uso mortífero de los grupos de tareas centrando sus acciones no tanto al choque directo contra los guerrilleros como buscando “quitar el agua al pez”. Si los miembros de una institución fuertemente tradicionalista como las Fuerzas Armadas fueron capaces de dejar de lado las fanfarrias, los orgullos, la gallardía y, por qué no decirlo, la dignidad, para actuar de civil, llenándose no ya de sangre sino también de oprobio… ¿Sería un disparate pensar que en el futuro la represión del poder podría no venir de la infantería de las FF.AA. sino muy probablemente de los “ejércitos privados”? Ya vemos los primeros alarmantes síntomas de patovicas golpeando a estudiantes. ¿Llamaremos a eso “guerra”?

(*) Publicado en la revista La escena contemporánea N° 3, “Guerra, violencia y política”, octubre de 1999

El pensamiento del ebanista. Recuerdos de Luis Mattini (*) // Sebastián Scolnik

Para ir a visitarlo, había que caminar por la avenida Scalabrini Ortiz, que alguna vez se llamó Canning, atravesando sus cuadras más extrañas: las que se extienden entre las avenidas Córdoba y Corrientes. Mezcla de casonas derruidas con frentes despintados y negocios antiguos de telas e indumentaria de trabajo, ese tramo, recorrido por pendientes pronunciadas, se resistía al impulso de la modernización. Si el barrio de Villa Crespo, lindero a Palermo, iba perdiendo su temperamento a manos de una gentrificación expansiva, ese intervalo de cuadras mantenía enigmáticamente su estirpe. Vivía en un PH, en el fondo de un largo pasillo. Cocina, pieza y baño daban hacia un patio central donde la mesa y las sillas se resguardaban bajo un toldo metálico verde clarito que oficiaba de techo rebatible. Iluminado por unos tubos fluorescentes, que se reflejaban en un piso de mosaico marrón desvaído, Luis Mattini comía unos fideos, tipo penne rigate, con aceite y queso. Era una escena de una austeridad casi monacal. Vestido con ropa de laburante, de la clásica marca Grafa —seguramente adquirida en esos vecinos negocios del ramo—, nuestro anfitrión nos hablaba de su trabajo. Había montado una carpintería en el ambiente restante, el que debía funcionar como living comedor, donde confeccionaba muebles de distinto tipo. Tenía maquinaria antigua: cortadoras, pulidoras y mesas de trabajo con morsas y herramientas. Olía a aserrín y cola. Había inventado unas banquetas ergonómicas sumamente cómodas que producía por encargo. Mattini se había convertido en secretario general del PRT-ERP cuando cayó toda su dirección a manos de la dictadura. Era un obrero de la ciudad de Zárate que se ocupaba del frente industrial y luego pasó a la dirección del Partido. De joven había recibido una sólida formación política e ideológica que adquirió en los grupos de estudio de Silvio Frondizi. En la biografía de Rodolfo Galimberti, escrita por los periodistas Marcelo Larraquy y Roberto Caballero, hay un monólogo del polémico dirigente montonero, devenido menemista, empresario de dudosas operaciones financieras y “servilleta” de la SIDE, donde relata haber visto a Mattini en televisión, en el inverosímil programa de Miguel Ángel de Renzis. Se refiere a él como a un “fracasado”. Dice un engreído Galimberti: “No nos dedicamos a hacer la revolución porque éramos incompetentes […]. Para ser consecuente con la lucha de la época, hay que ser exitoso en nuestra sociedad”. No hace falta decir nada que dé cuenta de lo repudiable y cínico del personaje en cuestión, pero lo interesante del caso es que Mattini representaba lo opuesto al ideal de éxito neoliberal y consagratorio al que adhería el lenguaraz agente de inteligencia y financista. De revolucionarios a delatores, de guerrilleros a especuladores, este tipo de emprendedores cambió de profesión, pero mantuvo una idea del poder y del destino intacta. Como si los guiara una especie de adrenalina inconmovible frente a la tragedia. 

Luis Mattini, en cambio, había cursado su exilio en Suecia y estaba recluido como un artesano de la madera. Pero mientras hacía sus labores, como si fuera un Spinoza pulidor de lentes —aunque, en lugar de vivir en la Ámsterdam del 1600, vivía en la Villa Crespo de los albores del siglo XXI—, iba reflexionando sobre ciertos temas que alumbraban sus futuras e incisivas intervenciones. A sus balances sobre los setenta y la lucha armada, Mattini agregaba todo un pensamiento radical sobre el tiempo histórico, la modernidad y la política, mientras pulía tirantes o los calaba a fuerza de antiguas escofinas. “Si antes los muebles se construían para durar cincuenta años, con una madera dura y bien estacionada, la sociedad contemporánea no puede pensar más que en un horizonte de diez a quince años al reemplazar los viejos materiales por el aglomerado y otras maderas compuestas industrialmente de inferior calidad”, razonaba nuestro revolucionario devenido carpintero. 

En el número 3 de la revista La Escena Contemporánea, publicado en octubre de 1999, Mattini presentó un gran artículo acerca de la violencia de los setenta. Bajo el título “¿Hubo una guerra en Argentina?”, discutía la concepción defensiva que el movimiento popular había construido, como lectura de la dictadura, en la que se negaba el carácter subversivo de las luchas populares. Esa presunción de inocencia resguardaba a las víctimas y quitaba argumentos a las fuerzas del orden militar que justificaban las desapariciones como parte de una guerra. Pero en esa estrategia, la de la victimización, se perdía de vista el rasgo desafiante de las fuerzas populares, el deseo de emancipación que terminó siendo encorsetado bajo la forma de unos ideales idílicos e inofensivos. Y, además, si las tácticas utilizadas bajo el terrorismo de Estado no eran las de la guerra abierta convencional, nada hacía suponer que la violación de los códigos éticos más elementales por parte de la dictadura militar sustrajera el carácter bélico a la represión. En definitiva: los revolucionarios habían querido transformar la opresión en revolución tomando las armas y declarando la guerra al poder y a las clases dominantes. Y estas respondieron con innovadores mecanismos de aislamiento y represión (“quitarle el agua al pez”) con los que derrotaron a las clases populares y a sus organizaciones políticas, gremiales y armadas. Negar la guerra entre fuerzas sociales implicaba un borramiento de los fundamentos de las resistencias populares y decretaba, de allí en más, la imposibilidad de un cambio radical. Al mismo tiempo, admitirla sin más, podía significar un espaldarazo a una dictadura que pretendía fundar su eficacia triunfante —política y militar— en un criterio asesino. Era preciso establecer una diferencia nítida que expresara la asimetría de las fuerzas sin negar la violencia que se encuentra en el fondo de toda política. 

Muchos de esos pensamientos sobre la organización y el horizonte político que se abría, que adquirieron una consistencia más orgánica en su muy sugerente y disruptivo libro La política como subversión, habían sido anticipados en la revista De Mano en Mano, cuyos dieciséis números editamos con una prolija regularidad. Esa publicación había surgido como una iniciativa para aglutinar espacios militantes cuando comenzamos a vislumbrar la necesidad de una perspectiva política que trascendiera el ámbito universitario para asumir más abiertamente los dilemas que se abrían en el país. En su número inicial, en mayo de 1997, publicamos unos diez puntos programáticos que formulaban una propuesta no exenta de paradojas. Invitábamos a construir una organización que no se reclamara estratégica o vanguardista, y que al mismo tiempo se propusiera enfrentar el posibilismo con el que la que la política representativa quería tramitar las resistencias que comenzaban a manifestarse. Ni sectarios ni posibilistas. Se trataba de idear una organización para que se terminara disolviendo en futuras recomposiciones del llamado “campo popular”. Pero esa apuesta, tan lógica y natural, ¿no contenía una complejidad interna? ¿Organizarse para disolverse? ¿Cómo se podían poner las energías en construir algo cuyo éxito redundaría en su propia disolución, en su conclusión y desembocadura en futuras e inciertas recomposiciones? ¿Qué tipo de idea de acumulación yacía tras esa hipótesis de lo transitorio de la organización? Porque si todo salía bien, debíamos cesar como grupo. Una paradoja de la que estábamos convencidos, pero sabíamos que era muy difícil de asumir. 

Nuestra propuesta se movía dentro del campo de las izquierdas, del marxismo al nacionalismo popular, pero advirtiendo los peligros de un fetichismo simbólico, de una nostalgia cristalizada y de una identidad sostenida en imaginarios tramados por fuera de la experiencia concreta de la lucha popular de esos años. No nos creíamos portadores de una exclusividad ni de una dinámica que se pudiera concebir como exterior al movimiento. En ese sentido específico, no éramos leninistas. Nuestra organización promovía la horizontalidad como forma de relacionamiento y desarrollo de sus militantes, a los que exhortaba al sostenimiento de una responsabilidad colectiva en la elaboración de los lineamientos políticos y en la sustentabilidad de las actividades y su financiación. 

Esa tarde, Mattini nos citó para conversar con dos viejos compañeros que habían organizado la Cátedra del Che: uno en la universidad, en la Patagonia; el otro en la Región Mesopotámica, con jóvenes del colegio secundario. Los compañeros, luego de haber constatado la masividad y el interés de la iniciativa, y analizado su proyección nacional, nos proponían que organizáramos y dirigiéramos todo ese universo político. Había que, según su perspectiva, dotar de mayores niveles de organicidad esa experiencia para evitar su disipación e incidir en las líneas de reconstrucción del campo popular. Venían a discutir los diez puntos programáticos con los que convocábamos a la organización El Mate. Su propuesta era sensata pero muy distante de lo que nosotros percibíamos. En nuestra opinión, la consolidación y la masividad de ese movimiento se debía, precisamente, a no proponerse “controlar” su desarrollo sino a estimular su proliferación libre. Coordinación, sí; articulación en un todo unitario y abstracto, no. No solo porque de esa manera habríamos bloqueado la potencia de lo que estaba desplegándose —aun sin nombres ni elaboraciones sobre el futuro, pero con precisas imágenes que surgían de sus despliegues concretos—, estableciendo falsas alternativas, sino porque la eficacia debía medirse muy sutilmente por estos modos singulares en que se desarrollaba la experiencia en cada territorio. 

Había dos ideas de acumulación en juego: o una organización que adicionara lugares, territorios, referencias y militancias, englobados bajo una identidad común; o un tipo de organización múltiple, descentralizada y guiada por su capacidad productiva que se basara más en intercambios concretos que en sinonimias de filiación ideológica. Como dirían los zapatistas: “Para todos, todo. Para nosotros, nada”. Una cooperación organizada alrededor de un mínimo poder, entendido como operación de control y manejo de “stocks” militantes y de recursos políticos, y la máxima potencia creativa. Lo curioso del caso es que nuestros interlocutores iban tomando temperatura a medida en que transcurría la conversación. Su tono iba in crescendo hasta la exasperación, tironeados por una racionalidad forjada en su propio pasado militante, lo que los ponía fuera de sí. Sudados, despeinados y con tonos rojizos en sus rostros, se descontrolaron. Nos gritaban que teníamos problemas psicológicos por negarnos a asumir el rol en el que nos había puesto la historia. Más nos acusaban, más nos reíamos de sus sentencias y más se calentaban. Todo esto ocurría bajo el silenzio stampa de un Mattini devenido cebador de mates. Esos compañeros, finalmente, luego de haber constatado nuestras incapacidades y cerrazones, continuaron trabajando con nosotros e integrándose a diferentes iniciativas. 

Esta discusión, en apariencia absurda e insignificante, transcurrida en el escondrijo de una carpintería artesanal, semiclandestina, anticipaba algo que luego, en las circunstancias previas a 2001, sería materia de debate y confrontación: ¿qué era una organización política inmanente a las experiencias de resistencia que se estaban desarrollando? ¿Qué criterios de acumulación política eran eficaces para desplegar las luchas en lugar de ofrecerles un recorte imaginario como horizonte de sus posibilidades? ¿Qué tipo de transversalidad se estaba gestando en esos años noventa, cuya politicidad le era negada en función de unos argumentos provenientes de los repertorios más tradicionales del pensamiento político? ¿Se trataba de movimientos sociales que estaban a la espera de una representación que los englobara y les diera unidad o había en esas experiencias mismas un potencial constructivo y también destituyente, que fijaba sus propias nociones políticas y sus criterios organizativos? 

(*) Fragmento del libro Nada que esperar. Historia de una amistad política. Ed. Tinta Limón

Virus KU-K 12: el cambio de dirección // Abel Gilbert y Diego Sztulwark


Hace unos pocos días el diario La Capital difundió en un X un video Virus KU-K 12 que pone a desfilar a figuras asociadas al kirchnerismo, como si fueran zombis, ciegos caminantes con el sello de la muerte sobre su rostro. Mientras una voz explica que hace 12 años el virus en cuestión afectó el cuerpo, la mente y la visión de muchas personas disminuyendo sus capacidades perceptivas. Estos años dejaron un país destruido, cuyos responsables son tanto aquellos que se infectaron “por conveniencia”, tanto como aquellos que lo hicieron simplemente por haber nacido ya “condenados” a una vida “vacía” (momento en el cual vemos a la diputada Natalia Saracho). El relato se completa señalando que si bien los caminantes fueron todos de un modo u otro víctimas de “ideales” ruinosos, hubo quienes lograron preservarse escondidos en las sombras, y que ahora que e virus ha debilitado su poder de contagio resurgen incontaminados, convocados por la imagen de un león que se identifica a Milei, a recobrar la esperanza.

Pocas piezas de propaganda política resultan tan ilustrativas como estas a la hora de aprender el condensado de los elementos de la asombrosa y esperpéntica ideología del grupo en el gobierno. Ese trato dócil -e imberbe– con la inteligencia artificial y con el trauma de la pandemia. La apelación a The walking dead, en la que un grupo de norteamericanos sobrevivientes luchan contra un mundo en el que el american way of life ya no esté asegurado, dice mucho sobre el modo en que las tecnologías de la imagen propagan el atemorizado inconsciente occidental frente a la invasión de los no-blancos (en argentina representados como un Frankestein comunistas, feminista, kirchnerista y piquetero). Semejante apelación a la relación entre virus y política no es nueva. Luego de ser la metáfora preferida del terrorismo de Estado, para identificar a esos “cuerpos extraños” a extirpar, la circulación mortífera del Covid-19 habilitó una nueva asociación entre virus biológico e informacional. Bajo su rúbrica toda una época quedó tomada en la tensión entre las formas de regulación sanitarias y la exigencia de la más amplia circulación de la imagen. Bajo el rigor mal distribuido de la cuarentena -vivida según los casos como encierro confortable, restricción a la libertad o intemperie inevitable- lo único realmente universal fue la aceleración de la instalación de dispositivos digitales de comunicación a distancia. La conexión entre pantalla y nube como única mediación tolerable con la realidad.

La inconsistencia de la administración política de la pandemia llegó, como todo lo demás, por esta interconexión entre nube y pantalla, cuando circuló la imagen de un presidente que habiendo rozado las cumbres de la popularidad en la gestión de los cuidados colectivos, aparecía fotografiado en flagrante violación de las reglas de distanciamiento que obligaba a cumplir al resto de la sociedad. Nunca fue tan obvia la distancia entre una multitud de jóvenes condenados por participar de fiestas furtivas, y la trivialidad de unos dirigentes que revestían retóricamente de modos progresistas su ostensible insensibilidad. Esa escena posee un valor que trasciende el doloroso drama de salud pública de esos años, y remite a conformar una visión de la libertad contra unas instituciones que cuyo proceder es percibido como arbitrario, ineficaces, opresivo y fuente de privilegios.

La batalla por la libertad -en la que Milei participa anunciando que viene a “despertar leones”- fue librada por la derecha radicalizada desde las redes. Como dijo hace poco Fernando Cerimedo -director de La Derecha Diario, y activista digital durante en el intento de golpe bolsonarista contra Lula del 8 de enero de 2023-, el mundo de las izquierdas (nominación de trazo grueso que incluye al peronismo) puede ganar las calles, pero las derechas crean mayorías en -y desde- la realidad virtual. Y no es un dato menor el hecho de que para crear estas mayorías, las derechas radicales se apropien -invirtiendo su sentido- de las palabras y los nombres con el que las izquierdas intentan dotar de sentido a su presencia en las calles (“Derecha Diario” es una copia invertida de “Izquierda Diario”).

El hecho es que la derecha radical ha ganado las elecciones presidenciales de 2023 desde las redes. Y apela a ellas cada vez que desea recuperar su iniciativa. Por eso no sorprende que este video circule inmediatamente después del apagón mediático sufrido por el presidente el domingo pasado en el Congreso. Ante el desgaste sufrido tras 9 meses de motosierra, la recurrencia a la viralización busca retrotraernos al pasado para renovar desde allí el sentido desgastado de lo que se nos impone. Si debemos seguir soportando, no es en función de una promesa de futuro sino del recuerdo de la más antigua y peligrosa de las pandemias: aquella que cuestiona la desigualdad. El video Ku-12 (remite a Kukas-12 años, cifra que también remite a 12 años de gobiernos kirchneristas) conlleva entre sus sofismos otros tantos discursos cifrados como el higienista, procedente del nazismo tanto como de la última dictadura. Ademanes que evocan la limpieza y la purificación que mediante la guerra occidente pone en acto en diversos puntos del planeta. Entre las extrañas resonancias que nos llegan a través de Ku-12 y su deseo de prácticas cada vez más intensas de venganzas suprematistas e higienizantes está el Ku Klux Klan (KKK, abreviatura que sonará en hiperbólica acepción del desprecio). Alguien podrá pensar que incurrimos en el ejercicio de la exageración que puebla el discurso social. Nada de eso: después de tanto invocarse al “negro”, al “cabeza”, al “cuca”, al “orco” y al “planero”: ¿cuánto falta para que ese discurso adquiera otra forma de organización?


El último año hemos asistido a un curso acelerado sobre los usos de la inteligencia artificial y la constitución del bot como sujeto estatal. El sentido mismo de la política ha sido profundamente trastocado. Y puede decirse el sentido de estas transformaciones no tuvieran antecedentes. Guy Debord describió en 1967 el funcionamiento de La sociedad del espectáculo como la organización de un desdoblamiento por el cual la vida real sólo podría conocerse viéndose a sí misma en la pantalla. Existir en el capitalismo moderno, es devenir espectador pasivo de uno mismo, convertido en una imagen-mercancía. Cuando recordamos a Macri invocando a “los orcos”, aquellos los semihumanos de la saga de Tolkien, El señor de los anillos, para nombrar una otredad que debe ser desinfectada, y la colocamos en serie con la analogía animada entre la Argentina “populista” y los escenarios post apocalípticos de The walking dead -donde los “caminantes” adquieren fisonomías reconocibles y realistas- dimensionamos hasta qué punto se desarrollaron las intuiciones de Debord. El espectador –que somos- ha sido convertido en un cobayo de laboratorio, sometido a toda clase de consumo de signos. La simulación Ku-12, que fascinó a Milei, forma parte de un régimen narrativo en desarrollo al servicio del mando capitalista cuya matriz civilizatoria no se reduce al recetario neoliberal. Si Debord lo llamó espectáculo, fue para introducir nociones esenciales de en ese régimen como la pasividad, separación, unificación imaginaria de lo separado como separado, desdoblamiento entre imagen y vida y la desposesión: un desarme progresivo de toda capacidad de contestación y pensamiento crítico. 

Un siglo después de la publicación del primer volumen de El capital, Debord asumía el legado de Marx y desplegaba cómo que en el capitalismo tardío la mercancía se convertía en imagen-espectáculo. La sociedad moderna ya no era “acumulación de mercancías”, sino de imágenes. Debía pensarse por tanto al capitalismo en términos de una “acumulación de espectáculos” que capturaban a la vida misma. La sociedad en la que la mercancía deviene espectáculo conlleva la negación de la vida misma hecha visible: el capital se torna proyecto de realización de la extensión ilimitada del valor de cambio. 

Dos décadas más tarde, en otro libro titulado Comentarios sobre La sociedad del espectáculo, Debord constata que el problema se había agravado: la transformación total de lo real en mercancía y en representación extendía su dominio sin dejar ya resquicio alguno. Si en medio de la agitación sesentista, había pensado que el espectáculo era “el sol que nunca se pone en el imperio de la pasividad moderna”, y que, por lo tanto, podían limitarse sus efectos; ya en 1988 no tenía dudas: era “una niebla pegajosa que se acumula a ras de suelo de toda existencia cotidiana”. Debord se quitó la vida en 1994, por lo que no pudo ver esto que hoy presenciamos: el dominio plenamente realizado de pantallas, aplicaciones, dispositivos y disposiciones de un “devenir mundo de la falsificación” cada vez más sofisticado. Unos nuevos comentarios a la sociedad del espectáculo supondrían dar cuenta de la atrofia del pleno desarrollo de aquellas tendencias que había anticipado en sus escritos. En este nuevo momento habría que considerar a Netflix y las series de mundos abismados y fantasmagóricos, a La Nación +, a los youtubers, streamer y demás agitadores virtuales de los que emanan los mensajes que satisfacen las delicias presidenciales. 

Enfrentamos hoy a un liderazgo político nacido en y de las fuerzas del espectáculo realizadas. Una consumación que conlleva lo atrofiado, construyendo sus propias representaciones a una velocidad pasmosa sin respetar fronteras. Pero, de nuevo, hubieron avisos: “El tambor fue mi primer encuentro estremecedor con el nacionalsocialismo ”, anotó el filólogo alemán Víctor Klemperer en LTI. La lengua del Tercer Reich. Con esto quería decir que son los afectos los primeros en ser capturados por el espectáculo. Pero su interés apuntaba sobre todo al modo en que eran las palabras las que resultaban reorganizadas por el nazismo. Con Klemperer nos preguntamos. ¿hasta qué punto las imágenes pero también las palabras de este presente no merecen también ser recopiladas, pensadas como una totalidad? Una relectura de LTI podría ayudarnos a construir la total imaginería de la ultraderecha.

Las palabras de Cerimedo, leídas sobre fondo de Debord, permiten comprender que las imágenes infantilizadas de leones y otros animales de fábulas, así como estos personajes zombis -surgidos de la estética de los video juegos- no pertenecen a la división de lo real en vida y representación, o existencia e imagen. Ellas son más bien densificaciones de un mundo trastocado, cuya estructura es ya plenamente mercantil. Son emanaciones de la acumulación de espectáculo y por tanto esbozos de la realidad misma que aplasta a la vida, sometiéndola a procesos de e a explotación y desposesión. Lo hemos visto hace pocos días en la imagen de un policía gaseando el rostro de una niña en una manifestación en apoyo a los jubilados. Se nos pone a consumir la barbarie como si de cultura se tratase. Aplicaciones y redes interviene de modo efectivo vaciando la trama sensible que permite que la imagen de los cuerpos reprimidos estalle como afecto político (como dijo hace poco un amigo: los nietos streamean mientras apalean a sus abuelos en las calles). La conversión de la vida en mercancía y de la acumulación mercantil en acumulación de espectáculo unifica la plusvalía en económica, comunicacional y política. Difícil imaginar un totalitarismo más perfecto sobre la vida.

No podemos dejar de preguntar: ¿qué relaciones más peligrosas se cocinan entre las superficies táctiles de los teléfonos y la calle, los algoritmos y cuerpos bajo la administración pública de la crueldad? En Sherlock Junior, una película de Buster Keaton de 1924 -es decir, hace un siglo-, el héroe, proyeccionista de cine mudo y detective vocacional, recupera el impulso de la Alicia de Lewis Caroll, no para atravesar el espejo sino la pantalla. Introducirse del otro lado -el de la película-, para realizar allí una justicia negada de este lado (el supuestamente verdadero).  Si quisiéramos también nosotros atravesar lo digital para provocar allí compensaciones por los daños provocados a la vida, nos perderíamos en un infinito capturado. Y nos perderíamos de comprender que el movimiento real ya no va del cuerpo a la pantalla sino a la inversa (en la pantalla ya hay justicieros, y la mudez ya no pertenece al filme, sino a los espectadores los mudos somos nosotros). El cambio de dirección apunta a una ofensiva sobre el mundo de los cuerpos. La agresión va de la pantalla hacia el mundo de la vida. Ese es el recorrido que realizan las operaciones mediáticas, los drones, y los misiles. La profundización digital del daño social ha pasado a otro nivel de amenaza. El diseño de “kirchneristas-caminantes” es, por supuesto, secundario. Si lo tomamos en consideración es para preguntarnos por las chances que aun disponemos de protegernos de este paso de la imagen al acto: cuando el bot sea algo más que un bit -la unidad mínima de la informática- y, como pasado por una impresora 3D se convierta en parte física de las fuerzas de choque que se requieren para un mayor disciplinamiento de la sociedad.

 

 La desintegración del mundo blanco // Franco “Bifo” Berardi

La desintegración de Israel

«It Is Not Hamas That Is Collapsing, but Israel» es el título de un artículo publicado por el diario Haaretz el pasado 9 de septiembre. El autor, Yitzhak Brik, general del ejército israelí, explica en el mismo por qué la guerra desatada contra la población de Gaza, a pesar de haber causado la destrucción de todo lo que existía en ese territorio, a pesar de haber matado a decenas de miles de personas, está conduciendo a la derrota estratégica de Israel. Si las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) se ven obligadas a continuar esta guerra o directamente a ampliar el frente de la misma, existe el riesgo, en opinión de Brik, de que se produzca un verdadero colapso. El estado psicofísico de los soldados involucrados durante casi un año en la práctica de operaciones de exterminio, unido a la escasez de reservistas disponibles, llevarían al colapso y a la derrota, según Brik.

El agotamiento físico y psíquico de los torturadores israelíes me ha recordado a lo contado por Jonathan Little en su novela Les bienveillantes, 2006 (Le benevole, 2007; Las benévolas, 2019): el estado de marasmo mental, de náusea, el horror ante sí mismos en el que se encuentran los hombres de las SS, que durante meses y años han matado, torturado, masacrado y a la postre ya no son capaces de reconocer su propio rostro en el espejo. El horror que los exterminadores de las FDI provocan en toda persona dotada de sentimientos humanos no puede dejar de actuar como un factor íntimo de desintegración en quienes pretenden claramente competir con los asesinos de Hitler. En su artículo, el general Brik se limita a examinar la situación militar, pero muchos indicios apuntan a que la totalidad de la sociedad israelí ha llegado al límite de la desintegración. La trampa atroz que ha tendido Hamás está funcionando a la perfección: el dilema de los rehenes provoca un desgarro que no cicatrizará. El odio sentido hacia Netanyahu está destinado a tener efectos políticos explosivos, cuando, tarde o temprano, se haga balance y se pidan cuentas por la cínica dirección de la masacre.

Además, la economía israelí lleva mucho tiempo colapsando y no se trata de una situación pasajera, porque quienes tienen aptitudes profesionales demandadas fuera de ese maldito país se marchan. Los médicos se marchan. Los empresarios se marchan. Ningún intelectual digno de ese nombre puede quedarse en un país que rivaliza con la Alemania de Hitler en ferocidad y fanatismo. Se quedan los fanáticos, los locos sedientos de sangre, los desgraciados que vinieron a Israel tan solo para apoderarse de tierras ajenas. Y, sobre todo, el que se suponía que era el lugar más seguro de la tierra para los judíos se ha convertido en el lugar más peligroso del planeta para ellos: un lugar rodeado por el odio de 1800 millones de musulmanes, un lugar donde cualquier coche que pase por la calle puede girar de repente para matar a los que esperan en la parada del autobús. Antes se planteaba la cuestión de la legitimidad de Israel para existir como Estado, dada la violencia con la que ese Estado se ha impuesto y dada la violación sistemática por su parte de todas las resoluciones de la ONU. Creo que la cuestión dejará de plantearse: Israel no sobrevivirá.

Su desintegración ya está en marcha y nada podrá detenerla. La pregunta que se planteará mañana es otra: ¿cómo contener la furia asesina de seiscientos mil colonos fanáticos armados, que se han instalado ilegalmente en Cisjordania? ¿Cómo evitar que la tragedia israelí provoque un golpe de mano nuclear, una respuesta histérica a la proliferación de la violencia en ese territorio rodeado de odio?

La desintegración de Estados Unidos

Israel es el símbolo de la arrogancia de Occidente, que ha querido enmendar sus pecados: después de aislar y repeler a los judíos que huían de Hitler, después de haber exterminado a seis millones de ellos en campos de concentración, los europeos invitaron a los judíos supervivientes a marcharse a morir o a matar en otra parte. A cambio, prometieron a Israel un apoyo sin fisuras contra los árabes y los persas que, humillados por la superioridad del monstruo sionista superarmado, rodean amenazadoramente Israel, esperando el momento de la venganza. Pero la desintegración de Israel debe leerse en el contexto de la desintegración del conjunto del mundo al que le gusta llamarse libre, olvidando que está fundado sobre la esclavitud. Fijémonos en Estados Unidos. El 11 de septiembre de 2024, conmemorando a las víctimas del mayor atentado de la historia, el genocida Joe Biden dijo: «En este día, hace veintitrés años, los terroristas creyeron que podían quebrar nuestra voluntad y ponernos de rodillas. Se equivocaron. Siempre se equivocarán. En las horas más oscuras, encontramos la luz. Y frente al miedo, nos unimos para defender nuestro país y ayudarnos unos a otros». Nos hemos unido, dice el presidente. Miente, como demuestra la foto en la que aparecen Harris y Biden, el entonces alcalde de Nueva York, Bloomberg, y junto a ellos Trump y Vance.

¿Unidos en la lucha? Da risa ver sus caras de hipócritas con las manos sobre el corazón. ¿Biden está unido a Trump, y Vance está unido a Harris? ¿En qué sentido estarían unidos estos sinvergüenzas que se insultan a diario a la espera de saber quién ganará la contienda final, destinada a acelerar la desintegración? Ciertamente están unidos en armar el genocidio sionista. Ciertamente están unidos en la deportación de seres humanos etiquetados como extranjeros ilegales. Su unidad se detiene ahí. En lo que respecta al poder, son enemigos mortales. Si Donald Trump gana en noviembre se acabó el juego: comienza la mayor deportación de la historia, pero también la destrucción definitiva de la alianza atlántica.

Pero, ¿y si las cosas siguen otro curso? ¿Y si gana Kamala Harris? Los seguidores de Trump no han ocultado su posición: si gana el Partido Demócrata, ello significará que los Demócratas nos han robado la victoria y que nosotros no nos rendiremos. Una señora, tocada con la glamurosa gorra MAGA en la cabeza, que fue entrevistada por la CNN durante un mitin de Trump, lo dijo sin tapujos. En caso de que ganen «there will be civil war», «habrá una guerra civil». ¿Qué significa exactamente que se producirá una guerra civil en un país en el que cada ciudadano posee al menos un arma de fuego y muchos poseen cuatro, diez o veinticinco?

No creo que haya una guerra civil como en los días de la Guerra Civil española, con multitudes armadas enfrentándose a lo largo de un frente más o menos definido. No, no es así como se desarrolla la guerra civil de la era de la demencia pospolítica e hipermediática. Asistiremos, por el contrario, a la multiplicación de los tiroteos racistas, veremos como las masacres experimentan un crecimiento exponencial: simplemente tendremos lo que ya tenemos, pero en una cantidad cada vez mayor y todo ello dotado de una intensidad cada vez más enconada, más violenta. Kamala Harris, por su parte, dijo el 11 de septiembre lo siguiente: «Hoy es un día de solemne recuerdo. Mientras lloramos las almas que perdimos en el atroz ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001, al conmemorar este día, todos nosotros deberíamos reflexionar sobre lo que nos une: el orgullo y el privilegio de ser estadounidenses». La señora dijo las cosas como son. Lo que une a los estadounidenses (que están divididos y dispuestos a llegar a las manos para hacerse con el poder y el botín) es el privilegio.

El pueblo estadounidense consume cuatro veces más electricidad que el consumo medio mundial. Y quieren seguir consumiendo desmesuradamente, porque tan solo el atiborramiento de plástico y de mierda da sentido a sus miserables vidas. El atentado del 11-S fue una obra maestra de estrategia. El gigante militar más poderoso de todos los tiempos no podía ser derrotado por nadie. Había que volverlo contra sí mismo, había que atacarlo con tal fuerza que enloqueciera, que se viera abocado a acciones suicidas como la agresión contra Irak y la guerra librada en las montañas de Afganistán, que terminó con la huida desordenada de Kabul, el regreso de los talibanes al poder y la humillación de la superpotencia estadounidense.

Osama Bin Laden ganó su guerra desencadenando el proceso de desintegración cultural, psíquica y militar del coloso, que sigue desarrollándose ante nuestros ojos. Pero no podemos esperar una desintegración pacífica del poder estadounidense. Al igual que Polifemo, cegado por Ulises, Estados Unidos lanza golpes terribles contra quienes se le acercan, porque el coloso estadounidense está obligado a reaccionar: el escenario del choque final será Europa, si ganan los Demócratas, o el océano Pacífico, si ganan los Republicanos. Pero en cualquier caso el coloso se tambalea trastabillando por la línea que corre al borde del abismo nuclear.

La desintegración de la Unión Europea

Por último, está la Unión Europea, que en términos de desintegración se halla en estos momentos en un estadio muy avanzado, ciertamente más allá del punto de no retorno. Mario Draghi lo dijo con la franqueza de quien no tiene nada que perder, salvo su lugar ante la historia: si no somos capaces de iniciar un plan de inversión conjunto y de emisión mutualizada de deuda, podemos prepararnos para la desintegración de la Unión. Al día siguiente todos se pelaron las manos aplaudiendo, pero todos dijeron que las propuestas de Draghi eran quimeras irrealizables. Primero lo dijo Alemania, que no quiere hablar de la emisión conjunta de deuda, mientras empieza a pagar el precio de una guerra que fue dirigida contra ella en primer lugar. Lo que Biden y Hillary Clinton consiguieron provocar fue una guerra contra Alemania, que la perdió inmediatamente.

Mientras la recesión se torna cada vez más probable, con la guerra en el horizonte, los fascistas se hacen con el gobierno de un país europeo tras otro y anulan así el resultado de unas elecciones europeas en las que la coalición de Úrsula creía haber ganado y en las que, en cambio, no ha ganado nada. Aunque tiene mayoría en el inútil Parlamento Europeo, tiene que contar con el avance de la derecha que, a pesar de no tener la mayoría en Estrasburgo, tiende a tenerla en todos los países del continente. En Francia y en Alemania hay dos gobiernos que no gozan de mayoría. El golpe de Macron puede desembocar en un recrudecimiento del conflicto social de caracterizado por rasgos cada vez más violentos. O evolucionar hacia un golpe de mano definitivo de los lepenistas. En Alemania se ha iniciado el choque entre dos visiones geopolíticas irreconciliables: la visión atlántica, que postula la obediencia a los amos estadounidenses, que ya han empujado al gobierno de Scholz a la ruptura de los lazos económicos con Rusia y, por lo tanto, al desastre económico. O la visión continental, que implica lograr un equilibrio con Rusia, pero una ruptura políticamente imposible con la OTAN. El único factor de integración que les queda a los europeos (como a los estadounidenses, para el caso) es el miedo a la marea humana que les asedia en las fronteras y la adopción de medidas cada vez más inhumanas contra los migrantes. La fortaleza se cierra en torno al mundo no blanco, pero el desenvolvimiento de la guerra entre los propios blancos y la desintegración política y cultural que padecen conduce a este hacia la guerra nuclear.


Recomendamos leer Ilan Pappé, «El colapso del sionismo», Sidecar/El Salto; y Haim Bresheeth-Zabner, «Negación de la realidad: la guerra para resucitar el mito sionista», El Salto; Wolfgang Streeck, «La Unión Europea en guerra: dos años después», Diario Red, «Notas sobre la actual economía política de guerra», El Salto, y ¿Cómo terminará el capitalismo? (2017); David Harvey, Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo (2014), Madrid, Traficantes de Sueños.

Artículo aparecido originalmente en Il disertore y publicado con permiso expreso del autor.

Llorar con una carta // Cynthia Eva Szewach

Milena Jesenská, cuenta tanto en el obituario, como en sus escritos, que consideraba a Kafka, además de haberlo amado, un hombre increíblemente honesto, que realizaba cosas hermosas en silencio, con timidez, secretamente, anónimo, sin esperar nada a cambio. Un sabio que temía la vida, de tanta sensibilidad. Era portador de una claridad aterradora. En la biografía de Milena que escribió su amiga Margarete Buber narra un acontecimiento relatado por ella. Cuenta que Kafka cuando era un muchacho-y muy pobre- su madre le dió una moneda, un Sechserl, bastante valiosa para él. Cuando salió entonces a la calle para comprarse algo, se encontró una mendiga cuya extrema pobreza le impresionó. Quiso, muy conmovido y compasivo, regalarle su moneda, que representaba bastante dinero en esa época, pero, le dio tanto miedo las muestras exageradas de agradecimiento posibles de la mujer o lo inmenso que podía despertar, que cambió el Sechserl, y le entregó primero un Kreuzer, moneda pequeña, luego dio una vuelta manzana en dirección contraria y le entregó otro Kreuzer, y así diez veces, sin quedarse con nada, y estallando agotado en un sollozo.  Escribe Milena “creo que es la anécdota más hermosa que conozco y cuando la leí me hice el firme propósito de no olvidarla mientras viviese”. La huella afirmada de lo inolvidable en su voz.

Hay una extraña expresión; rioplatense, que siempre me llamó la atención: “llorar la carta”. Quizá se trata de una de la forma de plegaria que adquiere nuestra escritura. Aunque ya no es de uso tan habitual, a veces parecería portar un supuesto empleo de manipulación, es algo diferente el decir tanguero “el que no llora no mama”. “No vengas a llorar la carta” es como una forma de devaluar una queja, sacándole su legitimidad.

También se puede en muchas ocasiones llorar con una carta. Llorar con una carta que llega, o acongojarse con la carta que se despide en un buzón antiguo de reliquia barrial, o frente a un correo electrónico enviado, implorando que se reciba la comunicación de un dolor. Se puede llorar por una carta perdida, escondida, o de mal augurio, de destino irreversible, de azar derrotado, como también se suele sentir abatimiento por una carta amenazante.

A veces se llora de miedo frente a una carta de amor.

Kafka le escribe a Milena Jesenská “Usted no alcanza a comprender el efecto que sobre mí ejercen sus cartas”. La nombra tantas veces, Milena, Milena, Milena…”mi edad mi desgaste, pero sobre todo mi miedo” Frente a sus cartas a veces tiembla, no puede leerlas y no puede dejar de hacerlo, le pide que no escriba pero que no deje de hacerlo. “me escondo bajo un mueble, tembloroso, para que tú que entraste como una tromba en esta carta, salgas por la ventana porque no puedo albergar esa tormenta en mi habitación”.  Pero el miedo para él es sustancia de escritura como afirmaba.

Un modo del amor, asustado y deseoso, el temor tan subrayado por Freud ligado al deseo, que le provoca llantos, sueños y genial escritura. A veces conduce a fugas como la de Breuer frente al amor en Bertha (Ana O), temor a atravesar y alojar para Freud tan presente en la invención fundacional del psicoanálisis. En Kafka una presencia necesaria en tanto ausencia y presencia a la vez. “No vengas Milena, pero no dejes de venir inmediatamente si te llamo, pero no vengas porque tendrías que volver a partir”.

El relato de la mujer desamparada en la calle, hecho por Kafka también en sus cartas a Milena, tiene algunas ligeras diferencias

Escribe que sintió muchos deseos de darle esa moneda a la mujer que siempre se encontraba pidiendo en aquellas calles de Praga. Como la moneda era tan valiosa se sentía avergonzado de darle a alguien algo de tanto valor como fuera de lo común. Entonces dividido en diez Kreuzer, aparecía como distinto benefactor en cada vuelta de calle. Volvió a su casa envuelto en llanto pero con sensación feliz, ya que no se trató de caridad, sino de conmoción de haberle dado, de ese modo, todo lo suyo. El dar como desprendimiento. Su madre al verlo así, lo recompensó con otra moneda.

Volviendo a la expresión “llorar la carta”, según encontré, pareciera que proviene de una de las formas en las que se pedía dinero en la ciudad de Buenos Aires antigua. Así un hombre o una mujer en la pobreza, con sus hijos o hijas con raída vestimenta, golpeaban a las puertas de las casas. Cuando se abría le entregaban una carta firmada por alguna persona conocida públicamente en la cual se le contaba en llantos la desesperada situación de esa familia, e invitándolo a darle alguna ayuda. Y como para incentivar a que lo haga, se enumeraba al final de la carta, las personas que habían contribuido y la cantidad de dinero.

A veces escuchamos sólo cuando el llanto nos despierta de un sufrimiento que no notábamos. R. Barthes en “Fragmentos de un discurso amoroso” escribe que ponerse a llorar es para probar que el dolor no es una ilusión. El llanto, absuelto, a veces muestra el límite de lo que se puede hacer.

Los timbres de las casas siguen siendo llamados, y las puertas se golpean cada vez más, la basura se revuelve. ¿Toda carta llega a destino? hay cartas que parece no llegan y la desesperación sigue aumentando frente a algunas indiferencias. No basta sin duda la inquietud individual o grupal de avergonzarse como la que asume el jovencito Kafka, ni de su anonimato sin ninguna necesidad de figurar, ni de su sensibilidad desesperante, ni de su obstinación como don al decir de Canetti, obstinación que también subraya Diego Sztulwark en diversos escritos. Persistencia, que frágil, luminosa,  estrujado en una acción, ofrece lo que se tiene o no se tiene…

 

 

 

 

El desprecio // Diego Sztulwark

Se discute si es válido o no ir a la movilizaciones con niñxs, o en actitud desprevenida. Tal discusión requiere de una distinción elemental: los cuidados en las calles conciernen a las minorías que marchan. Lo demás no son discusiones sobre cuidados, sino condenas reaccionarias gozosas de la represión ajena por parte de seres ya capturados por el cristal de las pantallas, terminales de un tribunal virtual que asegura la pasividad y la heteronomía social.
Quienes por una cuestión de edad participamos de niños en una que otra marcha por la democracia, sobre los finales de dictadura; o hemos ido casi adolescentes a las Plazas de Semana Santa del 87, cuando los Carapintadas, podemos entender muy bien -siendo ahora madres y padres- lo que dice en su columna de hoy Sebastián Lacunza: la presencia de niños en las marchas por la defensa de los jubilados puede ser una experiencia formativa: niñxs compañadxs y cuidados por sus mayores -y por los manifestantes- aprendiendo a defender sus derechos individuales y colectivos, en ausencia de ley alguna que lo prohiba: ¿hay una escena más liberal (en el único buen sentido que la palabra liberal posee), cívica, pacífica e instructiva que este tipo de participación?. El problema, evidentemente, no es la madre ni la hija -ni las personas que las rodean y protegen-, sino la ausencia de una discusión más amplia sobre el aumento de la pobreza -la de los jubilados incluidos- y sobre la represión como modo de tratar a quienes protestan. ¿Porqué esa discusión, que toda democracia debe darse, no puede existir en las escuelas? Cuando se da por hecho que la sociedad no debe sentirse involucrada en aquello que le concierne se condena a sus jovenes, trabajadores y jubilados una relación de indiferencia con la democracia misma, que entonces agoniza. Y de hecho, una parte de la sociedad se pone del lado del jefe policial que reprime o gasea, antes que del lado de los abuelos golpeados o de la niña gaseada. Esa parte de la sociedad no espera a votar cada dos años para hacerse oir: vota todos los días prestando adhesión cristalina al discurso cotidiano de las pantallas. Es un logro antidemocrático de primer orden haber logrado que la realidad analógica de los cuerpos golpeados aparezca como un capítulo mugroso y detestable del universo digital. El desprecio con el que esos cuerpos que se mueven lento y no saben imponerse a la policía son vistos y oídos constituye la medida más precisa del desafío que vivimos en la Argentina de hoy. La discusión sobre los cuidados en las protestas públicas no es patrimonio exclusivo de los opositores al gobierno, no. Pertenece más bien a todos aquellos que perciben que la lucha, mas que contra un gobierno, se dirige contra todo un régimen de creación/administración de realidad incompatible con la democracia misma.

Hipercapitalismo y Semiocapital // Franco “Bifo” Berardi

“Calibán: Me enseñaste el lenguaje y mi provecho
es que sé maldecir. La peste roja te lleve
por enseñarme tu lengua”

Shakespeare: La tempestad

 

Colonialismo histórico: extractivismo de los recursos físicos

La historia del colonialismo es una historia de depredación sistemática del territorio. El objeto de la colonización son los lugares físicos ricos en recursos que el Occidente colonialista necesitaba para su acumulación. El otro objeto de la colonización son las vidas de millones de hombres y mujeres explotados en condiciones de esclavitud en el territorio sometido al dominio colonial, o deportados al territorio de la potencia colonizadora.

 

No es posible describir la formación del sistema capitalista industrial en Europa sin tener en cuenta el hecho de que este proceso fue precedido y acompañado por la subyugación violenta de territorios no europeos y la explotación en condiciones de esclavitud de la mano de obra doblegada en los países colonizados o deportada a los países dominantes. El modo de producción capitalista nunca habría podido establecerse sin exterminio, deportación y esclavitud.

No habría habido desarrollo capitalista en la Inglaterra de la era industrial si la Compañía de las Indias Orientales no hubiera explotado los recursos y la mano de obra de los pueblos del continente indio y del sur de Asia, como relata William Dalrymple en The Anarchy, The relentless rise of the East India Company (2019).

No habría habido desarrollo industrial en Francia sin la explotación violenta del África Occidental y del Magreb, por no hablar de los demás territorios sometidos al colonialismo francés entre los siglos XIX y XX. No habría habido desarrollo industrial del capitalismo estadounidense sin el genocidio de los pueblos nativos y sin la explotación esclava de diez millones de africanos deportados entre los siglos XVII y XIX.

También Bélgica construyó su desarrollo sobre la colonización del territorio congoleño, acompañada de un genocidio de una brutalidad inimaginable. Martin Meredit escribe a este respecto:

“La fortuna de Leopoldo procedía del caucho en bruto. Con la invención de los neumáticos, para las bicicletas y luego para los automóviles, alrededor de 1890, la demanda de caucho creció enormemente. Utilizando un sistema de mano de obra esclava, las compañías que tenían concesiones y compartían sus beneficios con Leopoldo saquearon los bosques ecuatoriales del Congo de todo el caucho que pudieron encontrar, imponiendo cuotas de producción a los aldeanos y tomando rehenes cuando era necesario. Los que no cumplían sus cuotas eran azotados, encarcelados e incluso mutilados cortándoles las manos. Miles de personas murieron por resistirse al régimen del caucho de Leopold. Muchos más tuvieron que abandonar sus pueblos….” (Martin Meredit: The State of Africa, Simon & Schuster, 2005, p. 96).

Muchos autores contemporáneos insisten en esta prioridad lógica y cronológica del colonialismo sobre el capitalismo. 

“La era de las conquistas militares precedió en siglos a la aparición del capitalismo. Fueron precisamente estas conquistas y los sistemas imperiales que se derivaron de ellas los que promovieron el ascenso imparable del capitalismo” (Amitav Gosh: La maldición de la nuez moscada, p. 129).

Y según Cedric Robinson: “La relación entre el trabajo esclavo, la trata de esclavos y la formación de las primeras economías capitalistas es evidente” (Marxismo negro).

Pocos, sin embargo, han observado cómo las técnicas utilizadas por los países liberales para subyugar a los pueblos del Sur global son exactamente las mismas que las utilizadas por el nazismo de Hitler en las décadas de 1930 y 1940, con la única diferencia de que Hitler practicó las técnicas de exterminio contra la población europea, y contra los judíos que eran parte integrante de la población europea.

Uno de estos pocos es, sorprendentemente, Zbigniew Brzeziński quien, en un artículo de 2016 titulado Hacia un realineamiento global, tuvo la honestidad intelectual de escribir: “Las masacres periódicas han dado lugar en los últimos siglos a exterminios comparables a los de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial”. El artículo de Brzezinski concluye con estas palabras: “Tan impresionante como la escala de estas atrocidades es la rapidez con la que Occidente se olvida de ellas”.

De hecho, la memoria histórica es muy selectiva cuando se trata de los crímenes de la civilización blanca. En particular, el recuerdo del exterminio de las poblaciones no europeas no recibe una atención especial y no forma parte de la memoria colectiva, mientras que a la Shoah se le dedica un culto obligatorio en todos los países occidentales.

La civilización blanca considera a Hitler como el Mal Absoluto, mientras que los británicos Warren Hastings y Cecil Rhodes, el alemán Lothar von Trotha, exterminador del pueblo Herrero, o Leopoldo II de Bélgica son olvidados, cuando no perdonados por la memoria blanca. 

Como el general Rodolfo Graziani, torturador de Libia y Etiopía, que fue gravemente herido en un atentado en Addis Abeba, pero desgraciadamente salvó la vida, y que después de la guerra fue indultado por el gobierno italiano para que pudiera convertirse en presidente honorario del Movimiento Social Italiano, el partido de los asesinos que ahora gobierna de nuevo en Roma. 

Exterminaron a poblaciones enteras para imponer el dominio económico de Gran Bretaña, Bélgica, Alemania o Francia, por no hablar de Italia. Sin embargo, no se les recuerda, porque sólo Hitler merece ser execrado para siempre, ya que sus víctimas no tenían la piel negra.

En cuanto a los exterminadores de los pueblos de las praderas norteamericanas, son incluso objeto de un culto heroico que Hollywood decide celebrar.

La colonización ha actuado de forma irreversible no sólo a nivel material, sino también social y psicológico. Sin embargo, el principal legado del colonialismo es la pobreza endémica de zonas geográficas que han sido saqueadas y devastadas hasta tal punto que son incapaces de salir de su condición de dependencia. La devastación ecológica de muchas zonas africanas o asiáticas empuja hoy a millones de personas a buscar refugio mediante la emigración, entonces se encuentran con la nueva cara del racismo blanco: el rechazo, o una nueva esclavitud, como ocurre en la producción agrícola o en el sector de la construcción y la logística en los países europeos.

Dado que el proceso de descolonización no consiguió transformar la soberanía política en autonomía económica, cultural y militar, el colonialismo se presenta en el nuevo siglo con nuevas técnicas y modalidades, esencialmente desterritorializadas, aunque las formas territoriales del colonialismo no quedan anuladas por la soberanía formal de la que gozan (por así decirlo) los países del Sur global. 

Con el término hipercolonialismo me refiero precisamente a estas nuevas técnicas, que no suprimen las viejas basadas en el extractivismo y el robo (de petróleo o de materiales indispensables para la industria electrónica, como el coltán), sino que dan lugar a una nueva forma de extractivismo que tiene como medio la red digital y como objeto tanto los recursos laborales físicos de la mano de obra captada digitalmente como los recursos mentales de los trabajadores que permanecen en el Sur global pero producen valor de forma desterritorializada, fragmentada y técnicamente coordinada.

Hipercolonialismo: extractivismo de los recursos mentales

Desde que el capitalismo global se ha desterritorializado a través de las redes digitales y la financiarización, la relación entre el norte y el sur globales ha entrado en una fase de hipercolonización.

La extracción de valor del Sur global tiene lugar en parte en la esfera semiótica: captura digital de mano de obra muy barata, esclavitud digital y creación de un circuito de mano de obra esclava en sectores como la logística y la agricultura. Estos son algunos de los modos de explotación hipercolonial integrados en el circuito del Semiocapital.

La esclavitud –que durante mucho tiempo hemos considerado un fenómeno precapitalista, y que era una función indispensable de la acumulación originaria de capital– reaparece hoy de forma extendida y omnipresente gracias a la penetración del mando digital y a la coordinación desterritorializada. La cadena de montaje del trabajo se ha reestructurado en una forma geográficamente deslocalizada: los trabajadores que dirigen la red mundial viven en lugares situados a miles de kilómetros de distancia, por lo que son incapaces de poner en marcha un proceso de organización y autonomía. 

La formación de plataformas digitales ha puesto en marcha sujetos productivos que no existían antes de la década de 1980: una mano de obra digital que no puede reconocerse a sí misma como sujeto social debido a su composición interna. 

Este capitalismo de plataforma funciona a dos niveles: una minoría de la mano de obra se dedica al diseño y comercialización de productos inmateriales. Cobran salarios elevados y se identifican con la empresa y los valores liberales. Por otro lado, un gran número de trabajadores dispersos geográficamente se dedican a tareas de mantenimiento, control, etiquetado, limpieza, etcétera. Trabajan en línea por salarios muy bajos y no tienen ningún tipo de representación sindical o política. Como mínimo, ni siquiera pueden considerarse trabajadores, porque esas modalidades de explotación no están reconocidas de ninguna manera y sus escasos salarios se pagan de forma invisible, a través de la red celular. Sin embargo, las condiciones de trabajo son, por lo general, brutales, sin horarios ni derechos de ningún tipo. 

La película The Cleaners (2018), de Hans Block y Moritz Riesewick, relata las condiciones de explotación y desgaste físico y psicológico a las que se somete a esta masa de semitrabajadores precarios, reclutados en línea según el principio de Mechanical Turk, creado y gestionado por Amazon.

Entre los años noventa y la primera década del nuevo siglo se formó esta nueva mano de obra digital, que opera en condiciones que hacen casi imposible la autonomía y la solidaridad. 

Ha habido intentos aislados de trabajadores digitales de organizarse en sindicatos o de desafiar las decisiones de sus empresas: pienso, por ejemplo, en la revuelta de ocho mil trabajadores de Google contra la subordinación al sistema militar.

Estas primeras manifestaciones de solidaridad se produjeron, sin embargo, allí donde la mano de obra digital está unida en gran número y percibe salarios elevados. Pero, en general, el trabajo en red se antoja irregulable, por ser precario, descentralizado y porque, en gran medida, se desarrolla en condiciones de esclavitud.

En el libro Los ahogados y los salvados, Primo Levi escribe que cuando estuvo internado en el campo de exterminio “había esperado al menos la solidaridad entre compañeros de infortunio”, pero luego tuvo que reconocer que los internados eran “mil mónadas selladas, entre las que hay una lucha desesperada, oculta y continua”. Esta es la “zona gris” donde la red de relaciones humanas no se reduce a víctimas y perseguidores, porque el enemigo estaba alrededor, pero también dentro.

En condiciones de extrema violencia y terror permanente, cada individuo se ve obligado a pensar constantemente en su propia supervivencia, y es incapaz de crear lazos de solidaridad con otros explotados. Como en los campos de exterminio, como en las plantaciones de algodón de los estados esclavistas del País de la Libertad, también en el circuito esclavista inmaterial y material que la globalización digital ha contribuido a crear, las condiciones para la solidaridad parecen estar vedadas.

Es lo que yo llamaría Hipercolonialismo, una función dependiente del Semiocapitalismo: extracción violenta de recursos mentales y tiempo de atención en condiciones de desterritorialización.

Hipercolonialismo y migración. El genocidio que viene

Pero el Hipercolonialismo no es sólo extracción de tiempo mental, sino también control violento de los flujos migratorios resultantes de la circulación ilimitada de los flujos de información. 

Puesto que el Semiocapitalismo ha creado las condiciones para la circulación mundial de la información, en territorios alejados de las metrópolis se puede recibir toda la información necesaria para sentirse parte del ciclo de consumo y del propio ciclo de producción. 

Primero se recibe la publicidad, luego un cúmulo ingente de imágenes y palabras que pretenden convencer a todo ser humano de la superioridad de la civilización blanca, de la extraordinaria experiencia que representa la libertad de consumo y de la facilidad con que todo ser humano puede acceder al universo de bienes y oportunidades.

Por supuesto, todo esto es falso, pero miles de millones de jóvenes que no tienen acceso al paraíso publicitario aspiran a alcanzar sus frutos. Al mismo tiempo, las condiciones de vida en los territorios del Sur global se han vuelto cada vez más intolerables, porque efectivamente empeoran con el cambio climático, pero también porque se enfrentan inevitablemente a las oportunidades ilusorias que el ciclo imaginario proyecta en la mente colectiva.

De ahí que, por necesidad y por deseo, una masa creciente de personas, sobre todo jóvenes, se desplace físicamente hacia Occidente, que reacciona a este asedio con miedo, agresiones y racismo. Por un lado, la infomáquina envía mensajes seductores, y llama hacia el centro, del que emanan flujos de atracción. Por otro lado, sin embargo, quienes creen en ella y se acercan a la fuente de la ilusión acaban en un proceso masacrante.

La población del Norte global, cada vez más vieja, poco prolífica, económicamente en declive y culturalmente deprimida, ve en las masas migrantes un peligro. Temen que los pobres de la tierra lleven su miseria a las metrópolis ricas. Se les presenta como la causa de las desgracias que sufre la minoría privilegiada: una clase de políticos especializados en sembrar el odio racial ilusiona a los viejos blancos haciéndoles creer que si alguien pudiera acabar con esa inquietante masa de jóvenes que presiona a las puertas de la fortaleza, si alguien pudiera eliminarlos, destruirlos, aniquilarlos, entonces volverían los buenos tiempos, Estados Unidos volvería a ser grande y la moribunda patria blanca recuperaría su juventud. 

En la última década, la línea que divide el Norte del Sur, la línea que va desde la frontera entre México y Texas hasta el mar Mediterráneo y los bosques de Europa central y oriental, se ha convertido en una zona donde se libra una guerra infame: el corazón negro de la guerra civil mundial. Una guerra contra personas desarmadas, agotadas por el hambre y la fatiga, atacadas por policías armados, perros rastreadores, fascistas sádicos y, sobre todo, por las fuerzas de la naturaleza.

A pesar de los brillantes anuncios de mercancías que animan a los idiotas consumistas, y a pesar de la propaganda de los cerdos neoliberales, la lógica del Semiocapital funciona de una única manera: el Norte global se infiltra en el sur a través de los innumerables tentáculos de la red: una herramienta para captar fragmentos del trabajo desterritorializado

Pero la penetración física del Sur, que presiona para acceder a territorios donde el clima aún es tolerable, donde hay agua, donde la guerra aún no ha llegado con toda su fuerza destructiva, es repelida por la fuerza y el genocidio. Una parte significativa, si no mayoritaria, de la población blanca ha decidido atrincherarse en la fortaleza y utilizar cualquier medio para repeler la oleada migratoria. Los colonialistas de ayer –los que en siglos pasados llegaron a través de los mares para invadir los territorios-presa– claman ahora por la invasión porque millones de personas están presionando las fronteras de la fortaleza.

Este es el principal frente de guerra que se desarrolla desde principios de siglo, y que se amplía, adoptando por doquier los contornos del exterminio. No es el único frente de guerra: otro frente de la caótica guerra mundial es el inter-blanco que enfrenta a la democracia liberal imperialista con el soberanismo autoritario fascista. 

La desintegración de Occidente, y en particular de la Unión Europea, como resultado de la guerra inter-blanca, corre paralela a la guerra genocida en la frontera: dos procesos distintos entrelazados en la escena de los años veinte.

¿Cómo salir vivo? Esta es la pregunta que se hacen todos los desertores.

Hay que organizarse para desertar juntos.

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Traducción de Ángela Molina Climent

Fuente CTXT

El Anti-Progre // Diego Sztulwark

Hecha desde una exaltación neoliberal -o fascistoide- de la vida, la refutación del progresismo no ha sido hasta acá más que un fetichismo exaltado. Quien disfruta de la supuesta refutación derechista del progresismo se rinde incondicional ante un enemigo infinitamente superior al cual se somete impudorosamente. De este quiebre personal surge el parecido inconfesable entre el progresista y su debilitado objetor. Ambos hacen la misma mímica impostada de la transgresión. La coartada del nihilista contra el progresismo es tan sencilla que por momentos inspira cierta vergüenza ajena: falsifica la situación atribuyendo al progresismo como fuerza dominante de una situación. Exactamente lo mismo que hacen los neoliberales y los fascistas. Y sólo cuando han falseado de ese modo la realidad, desgranan su ironía. Pretendiendo encarnar una posición extramoral, estos anti-progresistas esparcen los residuos de la lógica cultural del capitalismo, aquella que sólo abraza el gesto de la rebelión cuando coincide al máximo con la de la resignación. El nihilismo antiprogre consuma la única exaltación de la crítica que no precisa organizar fuerzas populares para llevarse a cabo. Esa es su decidida despolitización. Le basta con difundir la imagen de sí mismo para sentir que su sonrisa triunfa en el único espacio que mira: la pantalla. Tal la miserabilidad de su conformismo. Si algo deja irresuelto el anti-progre es la tarea que interesa: una crítica efectiva -es decir, de izquierda- al progresismo.

Orgullo del súper-viviente // Agustín Valle

Tres o cuatro tipos charlaban en el furgón del San Martín, entre dándose risas y pensando las cosas de la vida, sobre todo la vida callejera (“se dan cuenta que estás en la calle, por la pinta nomás…”). Tiene algo de asamblea de clase trabajadora, el furgón, asamblea ocasional del precariado metropolitano (sin la dimensión decisora de la asamblea). Estos decían por ejemplo:

– El otro día volvía de la cancha, y fui por Palermo y al final me re cagaron a trompadas, unos travestis.

– No, si yo los vi pelear, son terribles peleando los travestis, porque peleando son un hombre… ¿Pero les hiciste alguna, vos?

– No, no yo ningún quilombo, venía caminando, y la ligué nomás…

– Yo donde hay quilombo, le esquivo. Me gusta la joda, me puedo sentar en una plaza hasta dormirme de escabiar, pero donde hay quilombo, no… Lo único que me falta es que me terminen cagando a trompadas.

Era de mediana edad este hombre cauto.

Después hablaron de los precios del transporte y de los colectiveros buena onda y mala onda. Uno -el que más roto parecía- hablaba de que las empresas del bondi se privatizaran… “Ya son privadas”, le contestó el prudente, pero el privatista insistía: “si el gobierno privatiza el bondi, lo va a manejar una empresa, y el Gobierno no se va a meter más en el medio, y vos vas a depender de vos mismo”, con mucho énfasis en las últimas palabras. Eso se afirmaba, depender de vos mismo. Eso es lo verdadero: la gente sobrevive gracias a su esfuerzo y rebusque (y duele, y cansa, y…), el resto es falso. Se vive en la selva hace rato (de forma desigual, claro): tiene sentido que se haya votado por un supuesto león. Que vino a blanquear, a sincerar una razón -un sentido- ya prefigurada por las condiciones de vida: vos dependés de vos mismo. El resto es chamuyo.

El agente mediático oficialista Pablo Rossi dijo en la Rural que el ajuste en curso -que llevó la miseria a niveles récord en la historia nacional- es posible “gracias al aguante del pueblo argentino”. La cultura del aguante resulta capital del capitalismo extremo. Este cinismo máximo, que convierte la capacidad de autoafirmación popular en épica del despojo, tiene, empero, encarnación realista. Sobrevivís por tu capacidad de sobrevivir, y eso -que duele- es un orgullo. Un orgullo subjetivo que se afirma: dependés de vos mismo. No hay servidumbre voluntaria, hay voluntad de sentir la fuerza propia, que en condiciones de gran despojo es la reproducción de la vida, la supervivencia. Y se siente más la propia fuerza superviviente cuando se declara que no hay otra fuerza que la propia de cada quien. Este entendible un orgullo del súper-viviente que sale al mundo con su fuerza desnuda a conseguir el mango, versión sincerada (y ajustada) del discurso emprendedurista (que otrora ofrecía devenir empresario), es fomentado desde el poder como racionalidad popular mientras la desigualdad y la concentración de riqueza/poder siguen subiendo más allá de las nubes de alienación anímica.

El susurro de un pasado irredento (*) // Sebastián Scolnik

Las palabras no son inocentes. Llevan en sí, entre arañazos y arrugas, toda su historia. 

Paolo Virno



  1. Rastros 

El filósofo argentino León Rozitchner solía advertir que toda obra debía valorarse en relación con la biografía que está por detrás de su existencia material. Las categorías teóricas comprenden, más o menos veladamente, las zigzagueantes circunstancias históricas por las que atraviesa un autor. Refieren a una época y a los problemas que esta suscita en el pensamiento, por lo que el contexto es la marca en el orillo de una escritura que lo expresa y lo contiene. Pero un autor es un pliegue, un cierto modo en que esa época vive y se recrea en la palabra. Una sensibilidad que aprehende de una manera singular aquello que toca experimentar. La escritura no sólo tiene el don de la “expresión”. También rehace el cuerpo que piensa y la experiencia a la que refiere. No hay lucha sin palabra, decía la militante feminista boliviana María Galindo. Pues la narración, tantas veces despreciada en la lengua de la política, es intrínseca a la sensibilidad creativa del acto político. Sin embargo, nos animamos a agregar aquí, tampoco hay palabra sin lucha. Porque ni los modelos lógicos herméticos, ni la tentación retórica o esteticista —que hace un culto del preciosismo del lenguaje emancipándolo del drama político de su hora—, resuelven los dilemas que requieren de una relación compleja y viva entre las palabras y las cosas. Un vínculo que siempre hay que estar descubriendo y que nunca puede darse por concluido de manera definitiva. Si escribir fuera sencillamente referirse a aquello que “ya sabemos”, no habría experiencia alguna en la escritura ni desafío sobre lo que toca pensar.  

De Paolo Virno conocemos algunas cosas fundamentales. Sabemos que fue parte de una generación italiana que asumió la imprescindible tarea de reelaborar el marxismo bajo la urgente impronta de un movimiento de lucha que reclamaba una nueva lucidez crítica. Obreros y capital, el fundamental libro de Mario Tronti, fue pionero en los planteos de la Autonomía Operaria y marcó el pulso de una reinvención teórica. En su horizonte estaba reponer el problema marxiano de la composición técnica y política del trabajo (a partir de la consideración de la anterioridad de la potencia —el trabajo vivo—), sin dejar de percibir las distintas formas de captura de la energía productiva por parte de las estructuras de la dominación.  Las mutaciones del mundo obrero siempre estuvieron en el radar de los planteos autonomistas. Esta corriente reconoce dos grandes momentos: el primero, alrededor de las luchas desplegadas en torno al 68 italiano. Las revueltas obreras y estudiantiles dieron tono y carácter a un movimiento de masas que impuso desafíos muy concretos a la reproducción del capital. Se resistía la disciplina y la intensificación de la explotación. Todo estaba en discusión. Hubo míticas ocupaciones universitarias y fabriles (la toma de la fábrica Fiat fue clave), y también violentos enfrentamientos. De esa efervescencia obrera surgieron dos importantes organizaciones, Potere Operaio y Lotta Continua, que participaron activamente en la organización de nuevos sujetos del trabajo que se integraban a la dinámica productiva. Si bien estas organizaciones persistieron hasta mediados de los setentas, el periódico Lotta continua siguió existiendo más allá de su organización. Allí se reflejaban las discusiones en torno a la nueva composición de las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Un renovado obrerismo izquierdista —también expresado en las revistas Quaderni Rossi (1961-1965), fundada por Raniero Panzeri, y Classe Operaia (1963-1966), que continuó con los temas del primer grupo, dirigida por Mario Tronti, Sergio Bologna y Toni Negri— llevó al extremo, y de manera muy fructífera, la investigación y la problematización acerca de la condición obrera. Estas tentativas por pensar el cambio en las cualidades del trabajo y en las condiciones de vida, daban cuenta de otro tipo de exigencias políticas, cuyo corolario fue el rechazo al conservadurismo de una izquierda partidaria que se aferraba a la tradicional clase obrera fordista para no asumir las transformaciones en curso. Lo que para la Autonomía Operaria era una inclinación que devenía central, para la izquierda tradicional era un fenómeno marginal, a menudo condenable, y muchas veces indiferente. 

El segundo momento, el Movimiento del 77, fue un punto visagra para la historia italiana contemporánea. Extremo máximo de la experimentación, anticipo de una tendencia y lección para un capitalismo que, para mantener su dominio necesitaba reconvertirse. La insubordinación colectiva no solo se expresó en el ámbito universitario y fabril (actualizando la historia del consejismo obrero de los años 20), sino que el ensayo de nuevas formas de poder colectivo se trasladó a la ciudad como espacio privilegiado del ciclo de luchas que se abría. Una transversalidad política, con sujetos y contenidos diferentes, que reconocía planteos y demandas que ya no se circunscribían a las características de las luchas de antaño, se afirmó con una contundencia inusitada. Era el germen de lo que se llamó, retomando los manuscritos de Marx, compilados en los Grundisse, el intelecto general; una cualidad cognitiva común que se cifraba en el pasaje del obrero masa al obrero social que caracterizó el capitalismo posfordista en el que el conocimiento tomó una importancia estratégica frente a las formas productivas anteriores. 

La trama de las luchas del 77 italiano estuvo tejida por distintas experiencias contraculturales. Las radios libres (experiencia inseparable de la figura de Franco Berardi, Bifo) y la elaboración de un nuevo lenguaje que desafió las certezas categoriales de la izquierda tradicional, fueron claves en la comprensión de las transformaciones operadas en el capitalismo tardío, también conocidas como posfordismo. Las premisas teóricas y las consecuencias políticas de esta gran metamorfosis, fueron recogidas por los herederos de las luchas del 68 —la generación de Paolo Virno—, quienes animaron distintas iniciativas para dar cuenta de estos desafíos. El propio Paolo, junto a Oreste Scalzone y a Franco Piperno, fundaron la revista Metrópoli, una suerte de órgano intelectual del movimiento que tuvo una corta, pero muy intensa existencia. Duró apenas dos años, hasta 1979, momento en el que encarcelaron a la junta directiva acusándola de pertenecer a organizaciones terroristas (“bandas armadas”) que atentaron contra el orden público. Ellos, y una cantidad significativa de militantes e intelectuales, fueron enviados a prisión. Esto se dio en el contexto del secuestro y asesinato del presidente Aldo Moro por parte de la organización armada Brigadas Rojas, y de la política de “Compromiso histórico” protagonizada por la Democracia Cristiana y el Partido Comunista italiano. Paolo estuvo tres años encerrado con prisión preventiva —recordando una larga saga que se remonta al fascismo y al encarcelamiento de Antonio Gramsci (redactor del periódico L´ordine nuovo)—, a la espera de su sentencia. Fue condenado a 12 años de reclusión sustentados en acusaciones vagas e imprecisas. Finalmente, tras la apelación, fue absuelto en 1987. 

La salida de la cárcel ofreció un panorama completamente inédito. El mundo ya no era el mismo. Paolo y Piperno participaron de la fundación de la revista Luogo comunne, en la que se dedicaron a pensar las formas de vida que, de alguna manera, radicalizaron aquello que se había vislumbrado en los años setentas. Fue editor de esta revista hasta 1993, época en la que intensificó su labor como profesor universitario, enriqueciendo sus clásicos temas de reflexión con otros tópicos ligados a la lingüística y las neurociencias.

Este rápido y descuidado repaso solo tiene el objetivo de reconocer las circunstancias que rodean la obra de Virno. No es una historización exhaustiva, pero nos sirve para comprender el peso que tuvieron ciertos hechos en su vida intelectual y política, asuntos que merodean cada idea que el lector desprevenido, recortando inevitablemente las palabras de esa urdimbre que está por detrás de ellas, apenas puede percibir como producción teórica.   

  1. Bitácora en el desierto

Este libro compila las notas que Paolo Virno publicó como redactor del suplemento cultural del diario Il manifesto entre los años 1988 y 1991. Cada una de ellas, expresa un concentrado que anticipa su obra. Se trata de un registro inmediato que captura los rasgos revelados en los desplazamientos sociales y las transformaciones en curso. Hay en su prosa una reunión entre el pensamiento y la percepción. Puesto en conjunto, este andamiaje revela un método. Cada fragmento de la vida interviene en la producción de una reflexión sobre la época. Sin jerarquías. La reseña de un libro, un programa de televisión, una declaración política, la sustitución del clásico y mecánico “Flipper” (el Pinball) por los juegos digitales, el comentario sobre alguna película que vio en el cine, una discusión entre filósofos, la introducción de la robótica en los procesos productivos, las innovaciones en el campo tecnológico, las costumbres y las subjetividades urbanas que son la condición de la nueva clase obrera cognitiva. Todo forma parte de estas reflexiones acerca de la nueva realidad metropolitana, cuyos contornos se desmenuzan en esta sucesión de temas heterogéneos.

Paolo define estas notas como un “diario público” que tiene la virtud de ahorrarle al lector “los tormentos interiores que acechan a quien lo escribe”. Hay un observador voraz y perplejo de todo aquello que ve a su alrededor y que convierte en un “monólogo en voz alta” dirigido a una multitud anónima. Todo escritor debe enfrentar el enigma de quién será su lector y las expectativas que en él suscita su escritura. Sin embargo, al “hablarse a sí mismo”, el monologuista, en este caso Paolo, recorta esa distancia pues solo procesa su propia condición de hablante que refiere a aquello que percibe y precisa ser elaborado. La sucesión de temas y fechas, y los cambios de registro, van conformando un “calendario en el que se inscriben las pasiones y acciones, las formas de vida y pensamiento que surgen de la derrota de los movimientos revolucionarios”. 

Virno se adentra en el desierto de los años ochenta. Se siente extranjero en su propia tierra. La vida cambió y cada artículo ofrece “un fotograma inerte que debe entenderse en función del montaje, la trama y el fondo desde el que surgen”. Son “crónicas urgentes y apresuradas” en las que el autor ausculta los sentimientos dominantes de la época transformándose en un sagaz testigo del desencanto, el cinismo y el oportunismo. Son las pasiones propias de la ciudad que ahora son solicitadas como requisitos productivos, y que se despliegan y articulan en su escritura a partir del trabajo con los materiales anímicos y existenciales más disímiles. Su tono es benjaminiano. No suscribe ningún optimismo respecto a las mutaciones de las fuerzas productivas ni tampoco delinea un horizonte para el desarrollo humano. Su tema es el de los pasados no realizados. Los restos, lo que quedó, lo “contrafáctico”, lo que podría haber sido y no pudo ser. ¿Qué hay de verdad en esos pasados derrotados? ¿Se trata solo de una nostalgia o hay una sabiduría que Virno intenta transmitir, siguiendo las huellas del pensador alemán, a quienes profesan la fe de la adaptación o sucumben ante el optimismo progresista? Pero, así como no hay confianza en el futuro ni nostalgia de un pasado mejor, tampoco hay un conservadurismo que condena sin más la vida metropolitana contemporánea. Todo se juega en el terreno de una ambivalencia cuyo sentido último no está escrito de antemano.  

La escritura de Paolo es sobria pero vibrante; luce austera y elegante. No concede a la tentación descriptivista de la lengua periodística ni a una analítica sociológica clasificatoria. Por momentos viaja por la historia del pensamiento frecuentando los nombres de Hegel, Bergson, Wittgenstein, Nieszthe, Habermas y Heidegger. Sabe cómo cincelar una lengua filosófica propia y singular que luego devendrá política. Cuando navegábamos inquietos y fascinados por el mar de los conceptos, pasando la hoja, de repente nos encontramos con tremendas afirmaciones sobre el año 77 que refuerzan nuestra asombrada curiosidad: “prólogo desquiciado, anticipación o fecha inaugural. Derrumbe de las formas políticas sesentiochescas. Inicio de un éxodo aún hoy inconcluso”. Hay una historia material de la filosofía que es política —una génesis no teórica de los conceptos— y que está en el fondo de cada idea. En ambos lados del Atlántico, el pensamiento resuena cuando la vida que lo empuja se ha forjado entre fervores y promesas no consumadas, donde la lucidez aparece como requisito indispensable para elaborar lo que nunca se sabe cómo asumir; las historias más dignas y las derrotas más duras.

  1. Derrota y contrarrevolución

¿Qué puede sentir alguien que ha construido su vida entera alrededor de ciertas premisas que ya no existen más? ¿Cómo asimilar el anacronismo de una experiencia histórica en la que los criterios elementales con los que uno contaba para orientarse en el mundo ya no significan nada en la situación contemporánea? Constatar esa discrepancia, entre los propios modos de percepción y el paisaje social que a uno lo rodea, produce una sensación extrema. Como si se hubieran desplomado todas las referencias y los sostenes de la propia consistencia. Una lengua que ya no nombra y resulta abstracta, unas creencias que ya no son capaces de hablarle a nadie porque implican un sistema de cálculos y disposiciones insostenibles para las exigencias del presente; un conjunto de rostros, voces y cuerpos que se difuminan en imágenes borrosas que se asemejan a los sueños. De eso tratan las derrotas. De una ciudad en la que ya no se es protagonista y que cuesta tanto entenderla como vivirla. No hay analítica explicativa —aunque haya motivos y razones para procesar las marcas de lo que no pudo ser— que alcance para satisfacer esa perplejidad. Hay algo que sucede en el orden de lo sensible. Un desmoronamiento existencial que solo podemos comprender cuando corroboramos esa distancia entre nuestra experiencia anterior y lo admisible del tiempo actual. Contó Paolo Virno, una vez en Barcelona, que entró a la cárcel usando máquina de escribir y cuando salió se enfrentó al mundo de los “ordenadores”. Este episodio, que puede considerarse apenas como un simple deslizamiento técnico, expresaba con notoria claridad el pasaje de una época a la otra. Y eso sintió nuestro filósofo cuando pudo salir en libertad. El mundo al que arribaba ya era otro. 

Tal vez quienes han sido responsables del encierro en la cárcel de los militantes de las corrientes autonomistas, no previeron lo que esa decisión persecutoria significó; paradójicamente la reclusión abría un espacio común de estudio, reflexión y discusión colectiva. De esas circunstancias, nunca exentas de tormentos y acechanzas, surgió el texto ¿Do you remember counterrevolution?, redactado por el propio Paolo, pero discutido en esas largas horas de meditaciones a la sombra. Allí se preguntaban por el significado de la contrarrevolución en Italia, asunto que no podía reducirse al aspecto represivo (que nunca dejó de estar presente; las muertes y encarcelamientos lo testimonian), ni tampoco como una vuelta al pasado, al régimen anterior previo a las revueltas del 77. La contrarrevolución, precisamente, es el 77 invertido, el reverso de la insubordinación social que recoge sus planteos, resistencias e innovaciones, tomados como el material indispensable para la reposición del mando capitalista. La crítica a la disciplina fordista, los anhelos de una vida más libre, menos rutinaria y cronometrada, y la disponibilidad oscilante, fueron asumidos como requisitos de un nuevo sentido común que relanzó el trabajo cognitivo como la vanguardia de esa recomposición capitalista. ¿Hay derrota mayor que la captura de la sensibilidad y las reivindicaciones de lucha para ponerlas a trabajar al interior de los engranajes de una maquinaria que se quería destruir? Lo que no pudo inventarse, una auto institucionalidad de masas duradera que dé forma a las potencias de la multitud instituyendo otro tipo de relación entre regla y experiencia, terminó siendo agenciado por el poder capitalista para su reinvención. El posfordismo fue un modo de resolver los desafíos de la lucha de clases a escala planetaria. Y eso no se efectuó solamente en la negatividad del reflejo represivo, como dijimos, sino afirmando la nueva realidad material de la composición de la clase trabajadora y sus cualidades urbanas. En las huellas de toda contrarrevolución, nos dice Paolo Virno, la historiografía crítica debería esforzarse por encontrar los vestigios de una revolución posible. Aquello que fue el combustible que alimentó la lucha y luego fue expropiado y pervertido por el comando del capital. En el pasaje del rechazo al trabajo hacia nuevas formas de explotación, ¿no encontramos la ambivalencia de lo propiamente humano? 

Dice Paolo Virno que el movimiento del 77 es, parafraseando a Hannah Arendt, el “futuro a la espalda”; es decir, el recuerdo de lo que está por porvenir. Porque ofrece el rostro rebelde de aquello que fue regenteado por el “comunismo del capital”, pero que, aun subsumido, está siempre latente como el agujero negro secreto del optimismo mercantilista contemporáneo. 

Para poder comprender y asumir las dimensiones de la derrota, es preciso situarse en un lugar diferente al que pone distancia con lo “ya acontecido”. Virno se sorprende amargamente con los balances contables de los “errores”. No es que no se hayan cometido desaciertos, ni que nada de lo hecho pueda ser sometido al escrutinio de la crítica. Pero la posición del “error” exime a quien lo enuncia de pensar qué hacer con el sentido de la experiencia reciente.  Si el pasado, aún derrotado, sigue vivo, es, precisamente, porque no se trató de un conjunto de hechos consumados, sino de un proceso práctico de subjetivación. La adaptación de muchos compañeros de generación sorprende a Virno. Se comenzó a ver una tolerancia de última horneada y una pasión por la democracia que no se veía en las intervenciones pretéritas. ¿Son las mismas personas?, se pregunta Paolo mientras ve un programa especial de la RAI dedicado a hacer un raconto de la época. 

La palabra sustraída en el testimonio es “derrota”: 

“La derrota social del obrero de la cadena de montaje, de su fuerza contractual, de sus instancias de poder, de su capacidad para unificar el conjunto del trabajo dependiente. Y la derrota de una generación de militantes, que se había ligado a aquella figura obrera. Catástrofe que se ha consumado a mediados de los años setenta, con una ´revolución desde arriba´ de los modos de producción, con una alteración del mismo paisaje en el que el conflicto se inscribía… El primer efecto de toda derrota es el de hacerse olvidar, de salir del horizonte, dejando el protagonismo a una triste manifestación de errores y de alucinaciones. Los derrotados se vuelven errantes, almas demasiado simples y perturbadas, en cualquier caso, en pena”. 

Duras consideraciones de Virno para los sobrevivientes de una época que no asumen las consecuencias últimas del desenlace del conflicto político. Dado que la derrota no se deja percibir con facilidad, todas las evocaciones que la tienen como protagonista no dejan de parecer banales o estridentes: 

“El alma en pena del vencido, adora creer que las cosas fueron mal, entonces, porque no fuimos distintos de como éramos; segunda pirueta sin gracia, concluye que las cosas ahora van casi bien solo por el hecho de que en efecto hemos cambiado”. 

La negación de la derrota, la culpabilización o la victimización, la distancia con los sucesos, la aritmética prospectiva, la admiración por la lógica instrumental de los triunfadores, y el pensamiento adaptativo, son todas formas del olvido. Mecanismos defensivos para abjurar de lo que se hizo borrando los rastros del mundo anterior. ¿Quién se es cuando se ha sido derrotado? ¿Cómo elaborar el sentido de lo vivido que no puede nunca circunscribirse a las evidencias empíricas? Lo ocurrido solo explica lo que ha sido marginalizado en las luchas pasadas. ¿Hay aún algo que hacer con lo que no pudo ser? ¿Cómo se construye una mirada lúcida y no culposa de lo que ha ocurrido?

“Solo si se busca en el ojo de la aguja por el que pueda abrirse paso un nuevo ciclo de luchas, es posible redimir, pero de verdad, a los perdedores de las generaciones anteriores, devolviéndoles la voz y el honor. El conflicto actual reescribe la historia, cambia la perspectiva desde la que se mira cada uno de sus recovecos e inventa tradiciones. Es la única Apelación concedida”.

 Entre esos desgarros se piensa. Entre esas cicatrices se habla y se escribe. Pero esa voz que puede sonar quebradiza, recupera su vigor cuando una nueva generación la llama y la atrae. No en busca de modelos sino de intensidades. Y en la voracidad de esas luchas, todo ese pasado que no ha sido ofrecido como fetiche discursivo, acude presuroso a la nueva cita. 

  1. Mutación y nomadismo

Siempre es un misterio saber cuál es el indicio, el signo que se nos revela y es capaz de abrir nuestra percepción frente a algo desconocido que luego podrá convertirse en una tendencia general. No se trata de recibir una información sociológica acerca de una novedad. La investigación militante, que estuvo en el núcleo de las intervenciones de los colectivos ligados a la tradición de la Autonomía Operaria en Italia, es un proceso de subjetivación que no se restringe exclusivamente a la conciencia. El cuerpo es el “verificador” de lo que se vive, el campo de confrontación entre nuestra contextura sensible y lo que la desafía.  

El movimiento del 77 sufrió el ninguneo de las militancias clásicas. Se lo juzgó con los parámetros de una izquierda formada en las coordenadas del fordismo tradicional. Esa marginación desconocía un conjunto de transformaciones del mundo del trabajo ligadas al surgimiento de nuevas figuras obreras, emergentes de luchas y reivindicaciones que prontamente se propagaron por distintas partes de Italia. 

El mundo se reescribía en esas luchas al calor de una mutación en la composición de clase, acelerada después de la crisis del petróleo a escala planetaria, que extraía su productividad de los nuevos modos de vida en la ciudad. Son los años claves en los que el capitalismo enfrentó su mayor grado de impugnación y conflictividad, forzándolo a rehacer sus dispositivos sociales de control. Cada metamorfosis drástica del modo de producción, nos recuerda Virno, está destinada a invocar la acumulación originaria debiendo trasmutar la relación entre las cosas (tecnología, inversión de capital, reconversión de la fuerza de trabajo según los nuevos requisitos específicos). La subjetividad, aspecto desdeñable en la producción seriada y manual, empezó a ser cada vez más solicitada como un requisito indispensable para el proceso de valorización. La masificación del trabajo intelectual da cuenta de un cambio de hábitos en la fuerza laboral que se volvieron visibles. Esta nueva constitución del trabajo produjo una renovada conflictividad ligada al rechazo de la sociedad salarial.  En ese movimiento, se produjo la “percepción del trabajo asalariado como un episodio de una biografía y no como una cadena perpetua”. Se abría un tiempo de nuevas condiciones y horizontes para la lucha. Lucha contra la disciplina fabril que tendía a volverse territorial, yendo más allá de las fronteras de la fábrica. Eso que también despuntó en las Coordinadoras obreras del cordón productivo en Argentina, en 1975, también comenzó a percibirse en Italia. Ya no se trataba de la fábrica como espacio de exclusividad del conflicto sino de la ciudad misma tomada como espacio de la lucha de clases.  

¿Qué era lo incomprensible de los jóvenes del Movimiento del 77? El trabajo, bajo la forma empleo, dejó de ser el núcleo central de la socialización. El proceso de formación continua, adquirido en la disposición “mundana” en el espacio metropolitano (la charla y la curiosidad), se correspondió con una aspiración de flexibilidad de los procesos y movilidad de los trabajadores. La huida y el éxodo se manifestaron como un deseo de las nuevas clases creativas a partir de la constatación de la marginalidad de la repetición mecánica y manual frente a la automatización de los procesos productivos. Una renovada aspiración libertaria (interpretada y manipulada nuevos dispositivos de explotación) apareció en la imaginación. La deserción obrera fue uno de los elementos analizados por Marx, retomados por Virno, en los que se verifica la crisis de la acumulación de capital. La fuga hacia la frontera, en el caso de Estados Unidos (analizada en El capital como una “función social”), encarecía el costo de la fuerza de trabajo manufacturera. La frontera es lo otro del confín. Si este es límite fijo y determinado, obstáculo ante el que detenerse, la frontera es un espacio indefinido, una aspiración. Hay una historia que va del nomadismo a la migración y que contiene esta pulsión. Una memoria de la fuga que se expresa en el Movimiento del 77 y que es la contracara del fordismo. Pero Paolo critica a los que ven en el desarrollo técnico un paso hacia la emancipación, como si fuera el resultado paradójico de un movimiento derrotado. A los apologetas de la técnica, les recuerda la discusión de Walter Benjamin con los socialdemócratas respecto a la equívoca idea de progreso que toda barbarie esconde bajo su rostro civilizatorio. 

En el consumo (donde Virno en lugar de ejercer la condena moral visualiza un potencial plebeyo), en el deseo de fuga, en la innovación creativa, en el oportunismo (que permite seleccionar los posibles no realizados, para efectuarlos según la ocasión), en el miedo, el desencanto y en el cinismo (que expresa la comprobación de la distancia entre la experiencia y la regla; la vida y el cálculo), se cifra la ambivalente condición emotiva de la multitud contemporánea. 

Es indudable que estos problemas que planteó tempranamente Paolo Virno (muchas veces negados en la narrativa política estatal), radicalizados en la economía del conocimiento, el “capitalismo de plataforma” (que abraca desde el entretenimiento hasta la logística cotidiana) y la informalidad), están en la base de las nuevas disposiciones subjetivas del trabajo. El emprendedurismo o el auto empresariado de masas suele tener una traducción más sencilla en las nuevas derechas que en formas de politización vinculadas a la sensibilidad de izquierda. La ambigüedad que presentan estas circunstancias, no hace otra cosa que actualizar los desafíos y problemas abiertos en aquellos acontecimientos del año 1977. 

  1. Amistad política

Si lo más habitual es que lo vivido de una experiencia histórica no pueda recordarse en su singularidad, suscitándola en el presente, es porque la mirada —dominada por un espíritu historicista— se extravía en la objetividad de los hechos empíricamente verificables. Es imprescindible que la narración del pasado pueda reencontrar los núcleos de sentido producidos por las luchas para recuperar el tejido común que estuvo por detrás de esos acontecimientos. La amistad política está en el fondo de todo lo que se hizo y lo que se dijo. No se trata de la amistad en el sentido clásico (compartir gustos, temas, o meramente alguna cualidad común). La amistad política es aquella que surge de la composición de una fuerza colectiva para ir más allá de los límites que una época impone. La militancia, cuando no se agota en un recetario de prescripciones partidarias o decálogos morales, forja una amistad política que es soporte material y horizonte constituyente. Ella nombra personas concretas, pero también problemas y trayectos. Es capaz de recordarnos los más dramáticos momentos y también las ironías de las que hemos sido capaces. Nos proporciona la fragilidad para asumir el dolor propio y sentir el de los demás. En sus pliegues se experimenta la dignidad y el encantamiento de vivir bajo los destellos de una complicidad.  

Son bellísimos y estremecedores los pasajes donde Paolo recuerda a sus amigos. Varios de ellos forjaron su amistad en la cárcel. Sus valoraciones son sutiles y complejas. El amor en cada palabra, cuidadosamente escogida, denota que esos vínculos fueron lacrados por el fuego sagrado de la experiencia común. Lucio Castellano, muerto en un banal accidente, acreditaba una destacada experiencia fabril que lo llevó en esos años a disponer de una capacidad de anticipación de la reconversión posfordista en ciernes. Mantuvo su crítica al socialismo real y a las izquierdas dogmáticas hasta sus últimos días. Era de esas personas que “tenía razón en las cosas que importan”. Sabía improvisar en las situaciones más extremas: la huelga y la cárcel. Nunca había una determinación clara sino un “más o menos”, que es como un “ir viendo” por dónde pasan las cosas. Esas personas, las que no tienen un saber predeterminado aplicable a todas las circunstancias por igual, son las que pueden captar, en la madeja de los hechos, los matices, los claroscuros y también las potencialidades que se abren en una situación. Fue autor, en otoño de 1976, del que Paolo define como el “más bello ensayo” sobre el movimiento del 77: Lavoro e produzione

Luciano Ferrari Bravo fue también compañero de celda. Era, en palabras de Virno, “el mejor lector, uno de los pocos en los que uno piensa cuando escribe”.  Vivió con decencia la derrota pues “nunca se hizo ilusiones de vivir una gran revancha”. Creía en las palabras. Cada lectura valía por su capacidad para confrontarse con las más duras condiciones que la vida propone. Y, agrega Paolo, “para un materialista como él era bastante obvio que el verbo debe hacerse carne”.  

Mario Dalmaviva ejerció con notable aptitud la virtud de la ironía. Con la misma profundidad en la década de la revolución como en la contrarrevolución. Reía de la patética solemnidad de las izquierdas y sus lúgubres representaciones. Fue también compañero de celda, esos espacios donde se prefiguraba una “micro sociedad” en la que cada uno representaba un papel que se gestaba entre guiños cómplices y pactos implícitos de cuidado y cooperación. 

Benedetto Vecchi fue redactor de Il manifesto, informático y teórico de las redes del general intellect. Participó de la revista Luogo comunne. Con él, dice Virno, “una sonrisa bastaba para entenderse”, al igual que Rossana Rossanda quien forjó amistad con los militantes presos sin dejar de discutir por todo con ellos. Al final de cada contienda, recuerda Paolo, una complicidad inesperada emergía, un gesto que los distinguía de la vieja y la nueva izquierda. 

¿Qué son esos amigos cuando ya no hay una vida en común? ¿Qué queda de esos nombres, esos rostros, esas sonrisas y esas compliciadades? Los amigos son los personajes con los que fabulamos el mundo. Sujetos esenciales de la conspiración, compañeros de aventuras y de desdichas. ¿Cómo se actualiza la amistad? ¿Son los amigos y amigas las marcas de unas circunstancias concretas o hay una sobrevida de la amistad que no se restringe al tiempo de la experiencia común? Quizá lo propio de la amistad política sea conservar ese misterio que solo la indagación y los desafíos que se enfrentan serán capaces de develar. 

  1. Solicitante descolocado

Si al comienzo decíamos que por detrás de una obra siempre hay una biografía que la empuja, lo mismo podemos sugerir del lector que recibe y descifra una escritura. Recuerdo muy nítidamente lo que significaron los libros de Paolo Virno en nuestra experiencia. Pertenecíamos a un grupo de investigación militante, el Colectivo Situaciones, muy implicado en las luchas argentinas que se desplegaron desde fines del siglo pasado y se adentraron en los primeros años de los 2000. Intentábamos pensar las diferentes hipótesis con las que un contrapoder se iba tejiendo en las distintas resistencias (desde las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo hasta los movimientos piqueteros, desde los Hijos de desaparecidos hasta los grupos contraculturales, desde las prácticas de salud y educación popular a los movimientos campesinos, de los mercados populares y los clubes del trueque a los sindicalismos de los trabajadores precarizados). Todo un haz de luchas, fervoroso y ávido de palabras que dieran fuerza a la experiencia, huyendo de las imágenes representativas, dialogaba entre sí en una especie de asamblea veloz e imperceptible, donde una red de saberes adquiría una consistencia fluida y productiva. 

Fue en ese contexto donde descubrimos primero Gramática de la multitud. Para un análisis de las formas de vida contemporáneas, y luego Recuerdos del presente. Ensayo sobre el tiempo histórico. La conmoción fue total. Estábamos frente a una escritura sutil que desandaba la candidez del optimismo teleológico sin perder de vista las posibilidades reales que abría cada situación. Un tipo de erudición capaz de recorrer los dilemas filosóficos más complejos sin ceder a la tentación de sucumbir en la historia de la filosofía. Los análisis acerca de las aptitudes, comportamientos y tonalidades emotivas de la multitud posfordista hablaban directamente de los sujetos en lucha de estas geografías, a condición de que fuéramos capaces de emprender un diálogo, un proceso de traducción y contra-traducción con esas categorías que requerían una reelaboración. Paolo intervino en las discusiones acaecidas en torno a las estridentes jornadas de 2001. Veía allí una multitud que rechazaba la democracia representativa, que resultaba, a esa altura del partido, incapaz de dar cuenta de la experiencia urbana contemporánea. Fue contestado y reprendido por el pensamiento más clásico que no se tomó el trabajo de sacar todas las conclusiones de lo que Virno planteaba. Luego, con el tiempo, nos volvimos editores de algunas de sus obras. Cuando el verbo se hace carne. Lenguaje y naturaleza humana; Ambivalencia de la multitud. Entre la innovación y la negatividad, y más recientemente quienes continuaron con la editorial Tinta Limón, publicaron Sobre la impotencia. La vida en la era de la parálisis frenética.    

 Siempre fue deslumbrante descubrir sus razonamientos. Aún si sabíamos que no se trataba de suscribir ninguna moda teórica sino de recrear un pensamiento en una red de sentidos propia, había algo en el estilo de Paolo que nos dejaba rumiando, en estado meditativo, tanteando hacia qué rumbos llevaban sus palabras. 

Cuando vino a Argentina, caminó por las calles de Buenos Aires y comió pescado en las orillas del Paraná, en Rosario. Recorrió barrios periféricos, participó de charlas y se reunió con movimientos sociales. Posiblemente de esa realidad ya lejana no quede nada. Sus grupos se han disgregado y las expectativas populares en torno a esas formas organizativas se han mudado hacia otros parajes. Sin embargo, a pesar de las recomposiciones y descomposiciones institucionales, de la inclusión compleja y ambivalente (para usar una de sus más destacadas nociones) del mundo popular en la economía de matriz extractiva, y de la impotencia de los gobiernos en regular los modos de explotación económica, las preguntas abiertas en aquel 2001 nunca tuvieron las respuestas que se merecían. Primero la pretendida vuelta del Estado que disolvió esas demandas en un sistema de reconocimientos parciales desplegado bajo una retórica soberanista más o menos clásica. Y luego, cuando esa política verificó sus propios límites, la aparición de una osada derecha que pervirtió esas preguntas tomándolas como ejes de una nueva subordinación. Siguiendo a Virno, se invirtieron los enunciados críticos producidos por una experiencia de politización desde abajo, la de 2001, para acoplarlos a una gestión fascista de los afectos y los recursos. Sin embargo, los temas “virnianos” (las innovaciones en el mundo del trabajo, los nuevos modos de vida, la ambivalencia de las cualidades humanas —el lenguaje y la comunicación—, los cambios técnicos y productivos, los tonos emocionales de las nuevas generaciones y la discrepancia entre regla y experiencia) siguen latiendo en el pulso de una ciudad que cada día se rehace entre una vitalidad popular arrebatada, la mercantilización de sus vínculos y la instrumentalización de sus potencias comunes. 

“Se tiene una sola experiencia política en la vida”, dijo Paolo Virno un día, en una reunión, con total tranquilidad. Esa frase que al principio nos descolocó, retumbó como perturbación por años en nuestras cabezas. No se trataba del fin de una disposición sino de la afirmación de una experiencia descolocada respecto a la escena actual. Hay un tipo de sensibilidad constituida en las luchas de las que se participa que se transforma en nuestra memoria corporal y afectiva. Su cristalización nos lleva al callejón sin salida, el de un tipo de nostalgia que renuncia al presente. Pero siempre hay una predisposición prospectiva que es capaz de encontrar en ese pasado un yacimiento de fuerzas y posibilidades. Tal vez Paolo, ante nuestro desconcierto inicial, se haya referido ese legado disponible, el “futuro anterior”, para los nuevos intérpretes del pueblo por venir.  

Noviembre de 2023

(*) Prólogo al libro En los años de nuestro descontento. Diario de la contrarrevolución de Paolo Virno. Publicado en Argentina en 2024 por Rededitorial y en España por Tercero incluido. 




El Diego por la culata // Agustín Valle

Un grande Adorni: hombre entregado al show. No le importa exhibir al desnudo su reactividad pura, reactivo contra algo que por naturaleza es previo; reaccionario contra algo que, se ve, se le metió en algún momento adentro. No le importa que nadie lo quiera. Se entrega por completo al espectáculo, se inmola por el show. El circo es cruel, claro. Pero dado lo cruel, podemos al menos saborear el circo. Una buena chupada de circo; la llamada derechización como refrito del orden: el mismo orden -el orden del capital-, pero excacerbado. Purificado. Con el Presidente como la voz misma del capital. El vocero presidencial es la voz del cinismo, y el Presidente es el vocero del capital. Cuerpo-medium de la racionalidad pura del capital: su deseo univalente, su furia, su desprecio a los cuerpos que le estorban, sus cálculos y leyes déspotas; su obviedad, su artificiosidad. Si el capital hablara, hablaría como él.

Pero el capital, para organizar una sociedad en que reproducirse, necesita adaptarse, negociar, aceptar algunas condiciones; de allí su sistema político. El capitalismo, como sistema social, supo organizar y contener la tensión entre capital y trabajo vivo. Milei quiere disolverla, en el mando puro del capital. Un idealista. Él está a la derecha del capitalismo, es decir, más a la derecha que que capitalismo en cuanto sistema de reproducción social (así como Cristina, decían sus soldados, estaba a la izquierda de la sociedad…). Un tipo específico de delirio: delirio por purismo de la razón dominante. Como un purista de la Gravedad querría que todo esté aplastado contra el piso. Porque ya vivimos regidos por la Ley del Valor, la razón de ganancia privada, del Negocio: pero para Milei, tiene que ser la única regulación de todo intercambio social, de toda producción humana. Individuos e intereses privados, punto. El capital como regulador único: verdadero nombre del Ministerio de desregulación. No se desregula, se entrega todo a las reglas del capital. El capital, ficción primordial de la sociedad, pasó de mineral brillante a volátiles papelitos de colores, hasta puros numeritos en pantalla, tiqui tiqui.

Lejos de ser una cosa monetaria nomás, el capital es el principal operador político de nuestra sociedad. Organiza masivamente las relaciones de mando, la distribución de derechos y recursos. Qué puede y qué le toca a cada quién, quién manda y puede maltratar a quién, y un extenso etcétera, que, por supuesto, incluye también a los bienes naturales (la montaña, el mar, la herida tierra). Su regimen es un delirio: produce personas con más recursos que países enteros, produce gente con derecho a servirse del trabajo de miles y miles de otros… Pero este delirio naturaliza tanto sus dispositivos (así como su obra mayor, la abismal desigualdad), que llega a concebir prescindible al trabajo vivo, en la fantasía de que la plata haga plata. Poner la plata a laburar. El capital aumentándose sin más, límpidamente: la ficción del capital sin fricción con lo real.

Sintomáticamente, la voz del capital manda a laburar vidas díscolas como forma punitoria, y el capital mismo dice ser el que trabaja, el que produce. Ese delirio financiero pretende una inflación permanente de la vida: que se infle la guita, que se infle el éxito, que se infle…Instala un estado de medición permanente del valor (cómo están mis apuestas, cómo están las vistas de mi video…). Regimen de ansiedad, euforia maníaca y depresión (que propicia, por cierto, otro tipo de pala). La hiper-inflación delirante -del capital, del viralizarse aspiracional, etc- es contracara del terror a la desexistencia.

A lo que desmiente el absolutismo, a lo que actúa con reglas distintas, lo odian. A las existencias que muestran otros motivos. Y ni hablar si motivan a otres… Lo que no es efecto y útil al Negocio, lo que no se pliega al Negocio como sentido único (ascetismo del capital), es hereje, contrario a la verdad: solo es realmente verdadero de toda verdad lo legitimado por el capital. Lo demás existe, pero con un grado de existencia de segunda clase, es menos real. Como si lo que no tuviera sentido capitalista existiera por la ilusión o ficción de quienes lo sostienen, tolerado por la condescendencia del orden real, que en realidad, si las clavijas se aprietan, es la única verdad…

Así se logran las inversiones espectaculares donde “lo de antes era una ficción, no era real, vivíamos demasiado bien, de regalo”, o “le hicieron creer al empleado que podía viajar en avión”: en cambio, los miles de millones de dólares, y la profusión de lujos obscenos que solo existen porque existe semejante concentración de riqueza, eso sí es real… La existencia que se afirma no sometida, debe ser borrada de la faz de la tierra. Como Diego Armando Maradona, su orgullo, su desobediencia, su encare. Su instinto de pelear contra los más fuertes. Diego de esta tierra, mayor ícono de la cultura popular argentina, mostró hoy ser nombre proscripto para los voceros del orden real capitalista. Lo odian como a nadie; es la mejor sustancia reactiva: siempre hace saltar a la derecha. Lo odian porque existe sin capital. Era un nadie y es el más amado, el más valorado. ¿Quién va a llorar a un Adorni, a un Milei, a un Macri, cuando mueran?

Pero no es nada obvio en qué consiste “ser zurdo”. Está visto que pueden enarbolarse discursos de filiación izquierdista mientras se sostienen prácticas de derecha, como la competencia con los semejantes, la aspiración al mando, el vínculo instrumental o utilitario con los demás, el ninguneo a quienes no detentan poder, etc. Está la citada idea deleuziana según la cual ser de izquierda es “desear el acontecimiento”. Pero una dosis de actitud izquierdista se encauzó en la reaccionaria opción electoral, un ya fue, que termine de romperse todo, un deseo destituyente, aunque mediatizado. Los mileinials querían acontecimiento, aunque sea contenido dentro de las relgas regentes -un acontecimiento con fondo obediente-. Quizá ser zurdo sea desafiar a los más poderosos, a los más ricos. Situar en la riqueza, en su regimen de concentración, la causa de la pobreza. Quizá ser zurdo sea sostener prácticas y sentidos disidentes a la obviedad del Negocio. En cualquier caso, con tanto agite contra los zurdos, ¿no les podrá salir en algún momento el tiro por la culata? De tanto poner sobre la mesa el significante -así como el “heroísmo” de los magnates-, ¿no pueden reabrir discusiones sobre la legitimidad de la renta infinita, y dejar términos disponibles como elementos flotantes, zurdos, con potencial afirmativo cuando cambie la marea?

Venezuela, balance desde Argentina // Diego Sztulwark en Subversiones Radio (audio)

En una nueva intervención de Diego Sztulwark en Subversiones con la columna de Lobo Suelto, en diálogo con Pablo Ramos, analizan lo que acontece en Venezuela. ¿Cuáles fueron los limites de los procesos socialistas, progresistas en América Latina? ¿Cómo leer esas decepciones?

Elecciones presidenciales en Venezuela: nota breve en horas cruciales // Reinaldo Iturriza López

La complejidad de lo que acontece en Venezuela demanda sensatez y sentido común. Si bien son importantes, valiosos y en todo caso inevitables los análisis movidos por los intereses y los cálculos políticos de los partidos en pugna o centrados en consideraciones geopolíticas, no es prudente perder de vista que muy pocas veces una coyuntura histórica nos exigió intentar hacer un análisis de la situación poniendo el énfasis en la perspectiva del ciudadano común, a fin de cuentas el verdadero protagonista.

 

En política, como en todo, no es posible estar con dios y con el diablo. Hoy, y en todo momento, hay que ubicarse en favor de la voluntad de las mayorías.

 

Algo que no puede olvidarse es que el pueblo venezolano acudió a las urnas electorales en el contexto de una profunda crisis de representación política. A riesgo de equivocarme, me atrevería a afirmar que la mayoría de quienes han votado por alguno de los dos principales candidatos, lo ha hecho no tanto motivado por expresar su firme respaldo a uno u otro, sino a pesar de lo que, a su juicio, estos representan. Puede gustarnos o no, lo que no puede es negarse. Pero lo más notable de todo es que lo ha hecho de manera entusiasta y masiva

 

Este domingo 28 de julio, desde muy tempranas horas de la mañana, millones de personas se volcaron a los centros electorales dispuestos a lo largo y ancho del país, en una jornada que transcurrió, por regla general, sin incidentes de significación. Tal manifestación de voluntad democrática obligaba, y lo sigue haciendo, a la mayor de las responsabilidades políticas, al más escrupuloso apego a las normas electorales, al irrestricto respeto de los derechos ciudadanos.

 

Demorar la publicación del detalle de los resultados electorales, por la razón que fuere, sin ofrecer explicación suficiente, constituye una grave omisión que en nada contribuye al clima de paz social que, ciertamente, anhela la mayoría de la sociedad venezolana. No basta con afirmar que el sistema electoral venezolano es uno de los más sólidos y transparentes del mundo para prevenir cualquier actuación al margen de la Constitución y las leyes. Se actúa con total transparencia, sin dejar margen de dudas, para prevenir cualquier desborde antidemocrático, pero fundamentalmente por el respeto que se merece el pueblo venezolano. Las instituciones del Estado tienen la obligación de actuar al ritmo de las demandas populares, no es el pueblo venezolano el que debe acompasarse, resignadamente, al parsimonioso ritmo de aquellas.

 

Dicho lo anterior, no es menos cierto que la sociedad venezolana no merece estar a merced de las aspiraciones una figura política que, como María Corina Machado, se estrenó en política avalando las denuncias de supuesto fraude durante el referendo revocatorio de 2004, en el que resultara ratificado el Presidente Hugo Chávez Frías, y que desde entonces ha permanecido en la primera línea de ataque contra la democracia venezolana. No es casual que a estas horas siga evadiendo su responsabilidad de condenar las viles agresiones y persecuciones que debieron sufrir dirigentes chavistas de base en varios lugares del país ayer lunes 29 de julio.

 

La actual coyuntura exige de los liderazgos políticos anteponer el más supremo de los intereses, que no es otro que el de las mayorías, y reencauzar la disputa al único terreno donde el pueblo venezolano puede ser partícipe y protagonista: el de lo político.

 

Es momento de cerrar filas en un frente común contra el odio y el revanchismo, apelando al más genuino espíritu bolivariano: más allá y por encima de los partidos. La ocasión también es propicia para recordar que el desconocimiento del otro equivale a la nada. En estas horas en que suenan los tambores del conflicto fratricida, es la hora de reencontrarnos en aquello que nos une, nos vincula y nos hermana, de reafiliarnos alrededor de aquello que tenemos en común: la nación bolivariana. Lo valiente es actuar creando las condiciones para que prevalezca la paz con justicia. Lo contrario es perdernos.

 

Caracas, martes 30 de julio de 2024

1:34 pm

 Thomas Matthew Crooks // Franco “Bifo” Berardi

El héroe de Butler

Cuando he leído las noticias sobre la empresa suicida de Thomas Crooks en Butler, me ha venido a la cabeza Anathematic anarchist incel, el protagonista de un documental de Gala Hernández López al que me referiré a continuación, y que puede encontrarse, si suscita el correspondiente interés, en Vimeo bajo el título de La mecánica de los fluidos. Crooks, el chaval suicida que se sube al tejado para disparar al candidato, es para mí la figura central del drama estadounidense. Es él, Thomas Crooks, el incel [involuntary celibate] universal, la única subjetividad que me interesa en el mundo estadounidense preso de una gigantesca convulsión psicótica. El individuo que se manifiesta de repente en la azotea de un almacén vestido con un traje militar gris es el mismo fantasma que Gala Hernández López busca en La mecánica de los fluidos.

No es Trump, no es Biden, no es la turba vociferante de racistas entusiastas del Mesías que esquiva la bala y levanta el puño, no son los Demócratas, preocupados porque Estados Unidos se precipite a un abismo indescifrable. Ellos detentan el poder, pero no son el sujeto de la historia.

El sujeto de la historia es Thomas Crooks, el chavalín del que no sabemos nada, porque no hay nada que saber.

«Intelligent anassuming loser» [Un modesto perdedor inteligente], lo definen los investigadores.

«His intentions may have been less politically motivated and more about attacking the highest-profile target near him []» [Sus intenciones pueden haber estado menos motivadas políticamente y más haberlo estado por el deseo de atacar el objetivo de más alto perfil situado cerca de él].

«Crooks seems similar to the dozens of other young men who’ve wreaked havoc across the US with high-powered assault-style rifles in recent years. He had few close friends, he would often go shooting at a local firing range, and he didn’t seem to display strongly held views that would suggest a politically driven assassination []» [Crooks parece similar a las docenas de otros jóvenes que han causado estragos durante los últimos años en Estados Unidos pertrechados con rifles de asalto de alta potencia. Tenía pocos amigos íntimos, solía ir a disparar a un campo de tiro local y no parecía mostrar opiniones muy arraigadas, que puedan sugerir un asesinato por motivos políticos].

«“The more we know, the less we understand about the exact reason why”, said Juliette Kayyem, a former assistant secretary at the Department of Homeland Security and a CNN national security analyst» [Cuanto más sabemos sobre él, menos comprendemos el motivo exacto de su comportamiento”, declaró Juliette Kayyem, exsecretaria adjunta del Departamento de Seguridad Nacional y analista de seguridad nacional en la CNN].

Félix Guattari hablaba de inconscient machinique mucho antes de que la máquina digital penetrara en la dinámica de la mente, pero hoy sabemos que el inconsciente conectivo es incompatible con el orden simbólico conjuntivo: lo digital recodifica el lenguaje, pero lo hace incapaz de acceder a la dinámica fluida de la afectividad, del deseo, de la amistad

Cuanto más sabemos, menos entendemos, dice la pobre investigadora, que intenta descifrar el comportamiento de nuestro héroe. Es fantástico: por lo que podemos comprender a Thomas le importaba un bledo quién era el tal Trump o al menos le importaba realmente muy poco. Con la misma diligente atención habría disparado a Biden o a cualquier otro famoso personaje, que le hubiera permitido reverberar fama sobre él. El Narciso suicida no muestra interés alguno por los contenidos políticos de su acción. Su acción tiene un carácter metapolítico, incluso metafísico. Es el mundo entero el que se debe cancelar con ese gesto que no sólo pretende matar, sino sobre todo suicidarse. Crooks es el proletario de la hipermáquina digital, es la otra cara del tecno-optimismo. Es el trabajador cognitivo precario, que escribe software por unos pocos dólares de salario. Es el consumidor compulsivo de estímulos electrónicos. Es el objetivo de todas las campañas promocionales de las empresas de alta tecnología, es la víctima del bombardeo neuroinformativo. El héroe suicida, aplastado por una miseria psíquica y sexual, que la retórica política no puede en modo alguno comprender.

En la High School [instituto] Bethel Park lo tenían por un alumno preparado, tranquilo. Sus compañeros le habían hecho bullying varias veces, a este crío lleno de granos, que aparece sonriendo en la foto. Le gustaba jugar al ajedrez y los videojuegos, estaba aprendiendo lenguajes de programación. Sus compañeros contaron que quería entrar en el equipo de tiro del colegio, pero no fue admitido, porque en las pruebas demostró que no tenía buena puntería. En 2023 la agencia de inversiones Black Rock rodó una película publicitaria en su instituto y Thomas aparece en una escena de la misma. Black Rock ha retirado la película de la circulación inmediatamente después del atentado en el que murió Thomas. Había sido admitido en la University of Pittsburgh y también en la Robert Morris Universtiy. Era un buen estudiante. Podría haber concluido sus estudios y luego seguir una carrera como ingeniero o algo similar. Habría ganado un sueldo ligeramente superior a la media. De sus opiniones políticas no sabemos mucho, de hecho tenemos informaciones contradictorias: donó 15 dólares a una campaña demócrata en 2022, luego, en los últimos tiempos, se había registrado en el censo electoral republicano.

¿Por qué este chaval un día cogió el rifle de su padre y se dirigió diligentemente a Butler, donde se celebraba el mitin electoral de Donald Trump? ¿Qué representaba para él el hombre naranja?

Y sobre todo: ¿qué tipo de mermelada conforma el cerebro de los estadounidenses, de este pueblo de colonos armados, que se dispone a deportar a los extranjeros hispanos o mahometanos, que han cruzado fronteras superprotegidas y que se materializan como pesadillas paranoicas?

La mecánica de los fluidos

La mecanica de los fluidos, el documental de Gala Hernández López referido, comienza con un mensaje de Anathematic anarquista incel, anunciando su suicidio. Tras este mensaje, Anathematic anarchist incel no da más señales de vida, en esa semivida que viven los trolls, los avatares, en definitiva los alter egos de una generación que ha aprendido más palabras de una máquina que de una voz humana. En lugar del inconsciente, esta generación debería tener una prótesis conectiva, pero la prótesis no funciona tan bien, evidentemente, y el inconsciente, encapsulado en la jaula digital, produce monstruos. Félix Guattari hablaba de inconscient machinique mucho antes de que la máquina digital penetrara en la dinámica de la mente, pero hoy sabemos que el inconsciente conectivo es incompatible con el orden simbólico conjuntivo: lo digital recodifica el lenguaje, pero lo hace incapaz de acceder a la dinámica fluida de la afectividad, del deseo, de la amistad.

El lenguaje recombinante no es compatible con los flujos psíquicos. Deteriora la amistad, cuando la mente sólo funciona por oposiciones binarias: el formato conectivo de la mente, aunque optimiza la recombinación funcional, le impide conectarse empáticamente con otras mentes. Una especie de soledad sistémica resulta de esta incompetencia conjuntiva, que genera una ola de depresión.

La cura de Trump

La sociedad estadounidense está devastada por una depresión sistémica y Trump es la cura como Hitler fue la cura para la depresión sistémica de la sociedad alemana hace un siglo. Depresión, toxicomanía, dependencia de los medicamentos, constituyen el telón de fondo narrativo de la novela de J. D. Vance, el vicepresidente elegido por Trump para su ticket electoral. Si Trump es la expresión del pueblo de la Segunda Enmienda (racismo armado), Vance es la expresión del pueblo del Fentanyl (epidemia depresiva). Recordemos cómo acabó la cura practicada por Hitler en el siglo pasado y tratemos de imaginar cómo resultará la cura propuesta por Trump. Hitler desató las energías psíquicas hacia un chivo expiatorio que se encontraba en el seno de la sociedad europea y que debía ser eliminado. El chivo expiatorio de Trump-Vance, el alien criminal [criminal extranjero], es más indefinido, más grande, más inaferrable. De momento, parece que la cura Trump-Vance podrá compactar un cuerpo mayoritario de la sociedad estadounidense.

La galaxia incel

La galaxia incel es una reserva electoral para Trump, como ya lo había comprendido Angela Nagel en su libro de 2017 Kill all normies. Pero volvamos a La mecánica de los fluidos. El narrador de la película (la voz de Gala Hernández López) nos cuenta la búsqueda de este Anathematic anarchist incel  que en 2017 creó un grupo de 17.000 usuarios en Reddit llamado braincels. Gala Hernández López nunca conoció a este chaval salvo a través de sus publicaciones y le llamó la atención su último mensaje, aquel en el que Anathematic anarchist incel anuncia su suicidio.

I am a suicidal and I have been for weeks now

There is nobody that can save me now

My family wont’ help me, the hospital won’t give a shit about me

And I am incapable of helping myself

This is because American culture views people like me

As garbage

The blood of other thousands of people like me is on America’s hands…

My only wish is that I become a martyr

[Soy suicida y lo soy desde hace semanas. Ya no hay nadie que pueda salvarme ahora. Mi familia no me ayudará, al hospital no le importo una mierda. Y soy incapaz de ayudarme a mí mismo. Así es como la cultura estadounidense ve a la gente como yo. Como basura. La sangre de otros miles de personas como yo está en las manos de Estados Unidos… Mi único deseo es convertirme en mártir]

Anathematic anarchic incel envió este mensaje y luego desapareció y Gala Hernández López lo busca en los infinitos meandros de la semiexistencia, aventurándose en el universo online de la soledad sexual contemporánea, de la manosfera: un universo saturado de timidez agresiva, de individualismo exaltado y de repulsión por lo femenino. Y, sobre todo, de sufrimiento rabioso. Gala Hernández López busca a Anathematic anarchist incel en las interminables praderas digitales. Lo busca en los innumerables vídeos en los que machos tímidos o agresivos, barbudos o lampiños, expresan su visión de un mundo sin hembras. Muchos de ellos se graban en el interior de un coche. Algunos en un pequeño dormitorio con posters pegados en la pared. Todos dicen «joder» cada tres palabras.

Luego Gala Hernández López recorre el universo Tinder, 26 millones de citas al día, almas que se buscan en un desierto que tiene su centro en un edificio de Silicon Valley y sus terminales en todos los barrios del mundo. La gente se busca para no encontrarse nunca, basándose en un algoritmo que evalúa su atractivo sexual. Que sí, que sí, asegura el dueño de Tinder, muchos matrimonios han sido posibles gracias a Tinder. El mercado de cuerpos follables o no follables empezó hace mucho tiempo, cuando Facebook nació en 2004 para abastecer este mismo mercado.

Me pregunto si el punto de contagio está en uno de vuestros foros de machos solitarios, dice Gala Hernández López, mientras un oleaje hace astillas los botes. Entonces se adentra en el universo de los videojuegos, donde hombres vestidos de metal con cascos y visores electrónicos matan a todos los que aparecen en la pantalla. Hay un foro que recoge mensajes de chicos que se han suicidado. Una tumba colectiva para los incel. Hay páginas web que publican los poemas de incels suicidas.

Bulging eyes focused on the man

While his pair of eyes stared right back

The crowd angered for the last act.

One last trick before parting ways

Glad to oblige he grabbed the saw

Splitting his torso from his legs

[Los ojos saltones se centraron en el hombre. Mientras su par de ojos le devolvían la mirada. La multitud enfurecida por el último acto. Un último truco antes de separarse. Encantado de hacerlo, agarró la sierra. Separando el torso de las piernas]

Víctimas y verdugos del futuro Reich

Desde que vi Elephant (2003), de Gus Van Sant, la figura del chaval asesino me ha hipnotizado. En esa película se cuenta la historia de los dos chicos que en 1999 fueron a su escuela de Columbine (Colorado), armados con fusiles de asalto, y dispararon contra sus compañeros, matando a quince de ellos. En Columbine comenzó una masacre interminable, cuyo relato puede encontrarse en The Traceun sitio web, que se presenta como «An Atlas of American Gun Violence» y que lleva la cuenta de los muertos, los heridos y los suicidios provocados por tiroteos indiscriminados en Estados Unidos a lo largo de los años.

En 2015 escribí un libro,  Heroes: Mass Murder and Suicide, sobre esta matanza interminable, porque me parecía que en este fenómeno estaba la clave para entender Estados Unidos, la implosión psíquica de un país aterrador, que arde cada vez más rápido, pero que desgraciadamente no puede arder sin que arda también el resto del mundo con él. Ahora estoy más convencido que nunca de que la palabra «sociópata», que se utilizó en su día para describir al tipo de enfermos mentales que odian a sus semejantes hasta el punto de desearles el mal y hacer todo lo posible por atormentarlos, ya no sirve desafortunadamente para definir a una categoría específica de patología mental, porque la sociopatía se ha convertido en un carácter universal de la humanidad conformado en el distanciamiento digital y luego filtrado por el distanciamiento pandémico. Hay toda una industria de criptodrónica al servicio de esta sociedad sociópata: los drones y la criptografía te permiten matar anónimamente a alguien cuya cara nunca has visto, como hacen los soldados israelíes. Muchos lo hacen sólo por divertirse. Los que no han sufrido la sociopatía solo pueden buscar vías de fuga y nichos en los que esconderse. Desertar.

Gunther Anders escribió en 1962:

La técnica que el Tercer Reich ha puesto en marcha a gran escala aún no ha llegado a los confines de la tierra, aún no es «tecno-totalitaria». Todavía no ha llegado la noche. El horror del reinado venidero superará con creces el de ayer, que en comparación sólo parecerá un teatro experimental provinciano, un ensayo general del totalitarismo disfrazado de ideología estúpida, Gunther Anders, Noi figli di Eichmann, Florencia, Giuntina, 1995, p. 66.

Y también:

Podemos esperar que los horrores del Reich futuro eclipsen los horrores del Reich del pasado […] cuando un día nuestros hijos o nietos, orgullosos de su perfecta comecanización, miren desde las alturas de su imperio de mil años al Reich de ayer, les parecerá un experimento menor y provinciano, ibid.).

Algunos, cada vez más numerosos, eligen el suicide by cop, el suicidio facilitado por un policía que en un momento dado irrumpe en escena y le dispara en la cabeza para interrumpir su acción

Ahora los nietos de Anders son testigos del triunfo del Nuevo Tercer Reich, que ya no se limita a Alemania, sino que se extiende por toda la tierra, como un monstruo de muchas cabezas, armado con artefactos exterminadores. Anders comprendió que la historia que nos contaron después de 1945 era una fábula falsa, o tal vez una ilusión óptica. La muerte de Hitler, la destrucción de la Alemania nazi, no fue en absoluto el final del horror, sino el final de su comienzo, la derrota de un primer intento inmaduro.

Ahora lo vemos claramente, el monstruo ha resurgido con un nuevo disfraz multicolor y con un equipo enormemente más poderoso. Invencible. Eterno. Hitler está en todas partes en 2024, ataviado con diferentes chaquetas y en todas partes promete genocidio, en todas partes despliega guardias armados en la frontera, en todas partes azota, ahorca, tortura.

Gaza es el símbolo de la era venidera.

El suicidio es el comportamiento más racional para miles de millones de individuos destinados al suplicio, que en general, sin embargo, se ven frenados por motivos irracionales: la ilusión de que el mañana podría ser mejor, el miedo a la nada. Algunos, cada vez más numerosos, eligen el suicide by cop, el suicidio facilitado por un policía que en un momento dado irrumpe en escena y le dispara en la cabeza para interrumpir su acción. Poco a poco el ejército de suicidas se extiende, llevando la muerte a los supermercados, las escuelas, las iglesias, las calles, con armas mortíferas guardadas en la bodega junto con las mermeladas y las garrafas de vino malo. Esta es la guerra civil más probable en el Estados Unidos futuro de Trump. Thomas Crooks es la víctima inconsciente y, al mismo tiempo, el cómplice.

También él, Narciso mefistofélico, quiere unirse a la fiesta y dispara al tipo de pelo naranja que habla, sin importarle quien sea, sin importarle lo que esté diciendo. Aquí están seducidos en el abrazo triunfal, ¿quién puede decir quién es la víctima y quién el verdugo?

Primero hay que saber sufrir (apuntes sobre cómo llegamos a esto) // Agustín Valle

Estadista y desmovilización

Lo que seguro no es inteligente es repetir lo fallado solo que tratando de esta vez hacer más fuerza. Adaptarse con realismo a las relaciones de fuerza -por caso- es parte de lo fallado. Hacer algún tipo de balance crítico del proceso kirchnerista en este momento, con la Argentina gobernada por un ultracapitalismo cruel, es quizá poco simpático, parezca “no urgente”, incluso hasta suene inconveniente, pero a la vez imprescindible: ¿qué pasó? Milei es más consecuencia que causa. Balance “crítico” no en el sentido de rechazante sino que intente distinguir potencias y lastres u obstáculos, y extraer criterios a partir de la experiencia, etcétera. Pero si la única verdad es la Palabra de Cristina (“Habló la Estadista”), si se endiosa un liderazgo, ante la calamitosa realidad poco podremos pensar más que los malos son muy fuertes y que la gente, bueno, a veces se equivoca. La Estadista es en efecto una estadista cuando habla. Claro, “comparando” es un lujo… Hablando, les pasa el trapo a casi todes y demás. Discursos, cartas, entrevistas: alguien que discursea con atributos admirables.

Lo cierto es que el último gobierno peronista dejó un saldo político mucho peor que el de Macri. Y fue un gobierno cristinista en idea, concepción, convocatoria. Aunque después lo cascoteaba -lejos, allí, de lucidez estadista. Sucumbió el kirchnerismo al impulso de criticar al que tenés arriba y creés que no hace bien las cosas y que vos harías mejor… Que la conducción se dedique a hacer oposición interna en el oficialismo que ella misma armó, destituye buena parte del aura estadista que otrora tuviera; una mirada estadista habría estado muy por encima de esa rencilla, que, dicho sea de paso, echó a Guzman y entonces advino Massa, la economía empeoró, la famosa y reputada correlación de fuerzas en realidad también…

Pero el saldo político del gobierno de les Fernández fue dramático por su marcado sesgo desmovilizador. Las fuerzas nacional-populares, el ánimo democratizante de la multitud, los deseos igualitaristas, en fin, quedaron pasmados ante el abrumador triunfo de la razón del capital proyectada como razón pura de gobierno. Una marcada sensación de impotencia se hizo flagrante en los primeros meses del actual Gobierno, pero era sensible ya desde hacía rato (cuanto menos desde que el candidato “nacional y popular” era Sergio Massa). Impotencia como ante un terror: cerrar los ojos, endurecerse, esperar para la revisión de daños ulterior… Un estado que no era debilidad sino desarme. Como si se percibiera solo la fuerza adversa, y no también la fuerza propia, que aunque sea menor, su autopercepción naturalmente cierta confianza. Palpar y pensar desde la propia potencia, aunque sea menor y en derrota, destotaliza la relación de fuerzas, destotaliza la coyuntura, destotaliza la dominación. Luego el ánimo un poco se complejizó -en el buen sentido de indeterminar un poco lo posible, superando la simpleza narrativa del impune terror dominante- gracias a las suecesivas movilizaciones multitudinales.

Pero fue precisamente la desmovilización, la desactivación de la movilización social -de sentido nacional, popular, democratizante, igualitarista-, lo que caracterizó el saldo político de la última gestión peronista del gobierno. Que intensificó un problema de raíz previa: la inclusión en términos de consumidores, la subjetivación mercantilista promovida por el Estado (a la que adhería el Estado). Aquella conformación de ciudadanos empoderados por el Estado mediante su acceso al consumo requirió y produjo un complejo proceso de delegación del estado de ánimo, donde el legado de la revuelta, el legado de la capacidad de movilización autónoma, y su potencia destituyente, potencia de creación vía rechazo (“nada es verdad, todo está permitido”, “que se vayan todos” cantado desde un nosotros), era convertida en potencia consituyente cosificada, transferida al Estado y hasta fetichizada en el liderazgo. La fuerza generada por la movilización pasó a presentarse como generada por la representación, que desde los resortes estatales proveía pues a los ciudadanos de derechos que, básicamente, eran mejorar su bolsillo. Años felices si los hubo. La fuerza social puede ser efectiva vehiculizada vía representantes (o al menos pudo). Pero el endiosamiento de los representantes, que los sitúa en lugar de causa, los separa de los comunes, como cuerpos superiores y creadores, con un efecto de impotentizar a la multitud. Los cuerpos comunes ahora no son creadores de posibles, no son gestantes de la fuerza, sino soldados del sacro liderazgo. Consumidores invitados a creer -dar crédito-, no sin buenos motivos, por supuesto, pero motivos cada vez más viejos, abstractos, discursivos…

Y el ánimo destituyente volvió, e hizo fuerza en la política argentina, con el triunfo de LLA. Pero la potencia destituyente esta vez vino mediatizada. Delegada a un ídolo roto, un héroe con motosierra. Sicario de los Sumos Sacerdotes del orden social (los Black Rock, los Eurnekian, los Rocca, los Musk), Milei ligó afectivamente con un realismo selvático que se había vuelto inteligencia intuitiva en la multitud trabajadora. Realismo del capital que es regente en la ciudad contemporánea (en algunos sectores más agudamente que en otros, como para el masivo precariado) Al realismo selvático se le ofreció como un león (aunque sea el más salmón…). Un rugido muy gozable para la multitud bruxante.

 

El mejor llanto, perdido.

La pandemia no sólo dio lugar a movilizaciones anti todo, más bien anti Estado, anti regulación de una libertad enseñada por las tecnologías conectivas; no solo se certificó la mediatización digital de la vida, la conectividad como patrón del modo de producción actual. En pandemia, también, se abrió un consenso para sufrir. Una aceptación nacional de que la pasaríamos mal. Podía discutirse cómo (si con más empobrecimiento o con más enfermedad…), pero se aceptó masivamente que, bueno: ahora toca pasarla mal.

Este axioma se expresó ya convertido en sentido común dos años después, en ese maravilloso reverso que tuvo la pandemia, esa fiesta de quemados -o sea todes- que fue el Mundial, donde los ídolos de la Selección decían lo mismo que los comunes por la calle: somos argentinos, hay que sufrir. Notable, por cierto, que hayan sido deportistas de elite, cuerpos exitosos en el sometimiento al mando máximo del rendimiento, quienes oficiaran de voceros de este nuevo sentido común nacional: somos argentinos, tenemos que sufrir.

Esa identificación, este discurso, esta aceptación, este asumido destino de sufrimiento, cuando se lo nombra, pasa a quedar flotando, también, como mandato: hay que sufrir. Para la gloria, por otra parte lejos de estar garantizada. Una vez puesto como sentido común oficial, el sufrimiento implica todo un régimen tanatopolítico. El ser humano se las rebusca para obtener algún goce, algún placer, en cualquier circunstancia que le toque existir, ¿no?, incluso hasta en el sufrir. De algún modo se organiza. Con culpa, con sacrificio, con auto explotación, con crueldad; sufrir nosotros, pero más otros. Hay que sufrir; la distribución y régimen de sufrimiento pasa a definir la política. Adviene Milei entonces como un sinceramiento del sufrir, un blanqueo del dolor como política.

Sin embargo, en el camino de ese proceso aconteció un dolor muy grande, gigante: el llanto más grande de la historia argentina, el duelo por la muerte de Diego Maradona. El mayor ícono de la cultura popular nacional (Gardel está muy pegado a lo porteño, Eva y Perón al peronismo). Acontecimiento destinado a ser una fiesta popular conmovedora de las profundas capas tectónicas del ánimo el cuerpo colectivo; trances que te recuerdan quién sos, interrupciones al continuo bobo de lo obvio…. Era pandemia: más épica todavía. ¿Hacia cuánto la Argentina no tenía una intensificación sensible semejante con clave fraternal? Desde la marea verde, clave sorora. Jamás tantos millones de ojos lloraron las mismas lágrimas en este suelo. La tramitación compartida de la pena, los abrazos con cualquiera porque compartimos pésame, nos pesa lo mismo, porque compartimos un amor, ejerce un enorme cúmulo de rituales, mecanismos conjuntivos que dan al entramado viviente un enorme subidón de auto-sensibilización.

¿Y qué hizo el gobierno peronista? Salió a echar a la gente de la plaza. A la casa. Un peronismo alfonsinoide que lógicamente había tenido su cuarto de hora en la cuarentena (y la verdad es que Alfonsín ejerció mucho más fuerza y valentía que Alberto). El Presidente con un megáfono en la reja de la Rosada, como botón razonable explicándole a la multitud maradoniana que listo, la cosa terminó, rige la razón privada en este funeral, más allá de estas horitas de apertura popular. Echando a los negros de la plaza. Gesto de un insalvable divorcio entre la representación institucional y la movilización popular presuntamente representada, incluso más que Guernica, otro desalojo de negros con quema de sus ranchos incluida (¿no despuntaba, ahí, la pedagogía cruel?). Embalsamarlo a Diego y llevarlo de caravana por el país, o dejar abierta la Rosada 96hs, algo que realmente ponga al gobierno como instrumento del deseo popular… y que a la vez intervenga cohesivamente en el lazo social. No hacía falta ser gran estadista para “verla”, esa movida.

 

¿Quién es estúpido?

Ahora se escucha gente decir que la gente es estúpida porque votó un gobierno que la va a perjudicar, a dirigentes decir que “hay que acompañar al pueblo que le viene costando entender algunas cosas”… Pero los que votamos a la fórmula F-F también luego sufrimos un empeoramiento de las condiciones de vida. También votamos algo que nos perjudicó. ¿Nosotros que votamos al FdT somos más inteligentes? El aumento de la miseria y la entrega quemó las banderas progresistas en cuyo nombre se gestionaba. Si ese gobierno llegó a tal fue porque la movilización social resistió al gobierno de Macri -sin prescindir de las piedras- y lo derrotó. “¿Durante todo el mandato te encerrabas con Netflix desde las 7 de la tarde?, le preguntó Juana Viale, y Macri contestó: “No, fue desde diciembre del 17, y las catorce toneladas de piedras, a partir de ahí es como que deprimí”. Ahí asumieron su derrota programática y fueron a armar el plan con el FMI, que financió la campaña, a los bancos, y dejó engrampado a cualquier gobierno por venir que no osara desconocer semejante estafa.

Fue derrotado por la movilización social, aquel oficialismo que gobernaba la Nación, la Ciudad, la Provincia de BA, los grandes medios, la embajada, los bancos, los terratenientes, el circulo rojo y las fuerzas represivas… La fuerza de la movilización se tradujo electoralmente en la herramienta diseñada por Cristina (allí con gran lucidez electoral). La paliza de 48 a 32 en las PASO del 19, que hoy parece tan lejana, fue elocuente muestra de que se expresaba en las urnas un ánimo que fluía poderoso por el cuerpo social. En diciembre del 19 para festejar la asunción de un nuevo Gobierno, la Plaza de Mayo desbordó en un microcentro porteño repleto de una marea de gente que no solo era inconmensurable en cantidad, sino que tenía una fuerza, una potencia donde era insólito que alguien, allí, hablara de cautela o realismo por la relaciones de fuerza…

El kirchnerismo ofició de interfaz entre la movilización social y la institucionalidad; logró así nutrirse y encauzar la fuerza de la revuelta. En este sentido suele apuntarse a la revuelta de 2001 como condición de posibilidad del proceso kirchnerista. Pero también su condición, en tanto proceso de delegación anímica, transferencia de fuerza a la Jefatura, es 2002, la masacre de Avellaneda. El dolor y el terror generaron la disposición a delegar, dejarse representar, mediatizar. Después, la jefa dispuso, y la militancia dogmatizó, votar a Insaurralde, a Scioli, a Alberto, y aún mientras se acusaba a Alberto de traición, a Massa -¿no va a traicionar? Siempre con aquel realismo de lo dado, que es el verdadero juego a la derecha. Con el des-empoderamiento político, de protagonismo, de la multitud común. La idolatría sacralizante desarma la potencia de movilización, tarde o temprano. Hay algo en el peronismo de tragedia: pareciera no poderse sin el peronismo ejercer transformaciones igualitaristas, pero a la vez bloquea la fuerza que las sostenga. Si dependen de la Jefatura, resultan de papel, fáciles de soplar. Por supuesto, el enemigo del igualitarismo nacional y popular es el conjunto de actores que se benefician del empobrecimiento general, que hoy está de fiesta.

En algún momento cambiará la marea. Puede que vengan cosas nuevas; entre ellas, un nuevo rol del peronismo en la movilización social. Sin movilización social no hay fuerza efectiva posible para un gobierno que pretenda intervenir contra la relación de fuerzas establecida. En 2008, la Coca Cola todavía mantenía su edificio de oficinas administrativas oculto, sin cartel, invisible, por miedo a la insurgencia popular. Sin movilización social, que redistribuya el miedo y se asusten un poco las elites, un gobierno no puede más que administrar el statu-quo, el estado de cosas, a lo sumo sin crueldad, o sin hacer de la crueldad la ideología oficial, lo cual, claro, hoy sería de desear… No por arriba, sino con un estado de salud alegre y potente del cuerpo social -alegre incluso por lo que hacemos con los dolores y heridas-, en su naturaleza autónoma, fundante, gestante, puede poner coto al fascismo, que no es fascismo, pero falta palabra mejor para esta política del sufrimiento horizontal y la sacralización de los millonarios; algo nuevo, capaz de ofrecerle al sufrimiento convertirse en algo mejor.

Un patrón, una trama concentrada // Teresa Poyrazian

Hace unas semanas me encontré con un libro sorprendente. Su autor es Philippe Sands y el libro se titula Calle Este-Oeste. Es un excelente y minucioso trabajo sobre la historia de Europa oriental desde 1900, cuando comienzan las persecuciones y matanzas de judíos, el ascenso y caída del nazismo hasta el juicio de Núremberg. Del libro destaco la historia de dos abogados judíos que lograron introducir en el derecho internacional las leyes de “crímenes contra la humanidad” y “genocidio” mientras ellos mismos y sus familias eran víctimas del nazismo.

Si hubiera leído este libro unos años antes me habría causado admiración. Hoy, impotentes y angustiados con las imágenes cotidianas que recibimos del genocidio que realiza el gobierno de extrema derecha de Israel con su máquina de guerra sobre el pueblo palestino, estas historias cobran otra resonancia. Conflicto que no comenzó en 2023 sino en 1948, tal como lo anticiparon algunos intelectuales judíos como Sigmund Freud, Albert Einstein y Martin Buber, entre otros, en las primeras décadas del siglo poniendo el acento en el temor de que “el fanatismo irrealista” del sionismo, según Freud, despertara la desconfianza del pueblo árabe.

 El corazón del libro son las ciudades de Lemberg y Zolkiew, ubicadas en la Galitzia oriental, es decir, en territorio del imperio austrohúngaro, a unos 25 kilómetros de distancia la una de la otra. Allí vivió un conglomerado de pueblos que, aún en un ámbito de conflictos constantes, ocupaciones, tensiones y un creciente antisemitismo, desarrollaron una profunda tradición intelectual, una cultura sostenida por polacos, judíos, ucranianos y rusos en su mayoría, cada uno con sus costumbres, sus religiones y sus lenguas. Había sinagogas, templos católicos y ortodoxos, una imprenta que editaba libros, un teatro de ópera, un museo, una universidad prestigiosa, un impactante edificio del Parlamento de Galitzia heredado de los fastos del imperio austrohúngaro, una catedral, una sinagoga del siglo XVII.

La ciudad de Zolkiew estaba construida sobre un trazado de dos calles, una llamada Norte-Sud y la otra Este-Oeste que es la que da el título al libro. Allí vivieron las familias de los protagonistas judíos de esta historia, allí nacieron y pasaron su infancia y juventud y dos de ellos hicieron estudios de derecho en su universidad.

A poco de subir Hitler al poder, invade Austria y luego Polonia y designa como gobernador general de este país a Hans Frank, apodado el “carnicero de Varsovia”. Se le asigna un territorio que triangula entre Varsovia al norte, Lemberg al este y Cracovia al oeste. En agosto de 1941 Lemberg y Galitzia fueron incorporados al Gobierno General de Alemania. Ya era territorio ocupado. Lemberg se convirtió en la capital del Distrikt Galizien. Esas fronteras incluyeron poco después los campos de concentración de Treblinka, Belzec, Majdanek y Sobibor, también a cargo directo de Frank. A un paso de esa frontera estaba Auschwitz.

La acción de Frank fue feroz. Se vanagloriaba de su eficacia en deshacerse de todos aquellos que perturbaran su plan de una Alemania “ampliada y racialmente intacta”. De los tres millones de judíos que habitaban esa zona no quedó prácticamente nadie. Primero eran enviados a guetos miserables que habían creado en cada ciudad, donde una buena parte moría por falta de alimentos, y luego llevados a los campos de exterminio. Idéntica suerte corrieron cerca de 200.000 polacos ejecutados, con especial violencia hacia sus intelectuales, y 800.000 fueron llevados al Reich como mano de obra esclava. 

Hubo un particular ensañamiento con los niños. En el campo de Janowska en Lemberg mataron a más de 8.000. A otros los usaban como blancos para hacer práctica de tiro. Con total frialdad y una precisión matemática, Frank comentaba que el índice de mortalidad infantil en el gueto de Varsovia era del 54%. El objetivo era la liquidación completa. 

Por la calle Este-Oeste fueron conducidos los 3.500 judíos a los que ejecutaron en un hermoso bosque cercano en el que jugaban de niños los protagonistas de esta historia. Como decían las actas de la Conferencia de Wannsee, hubo un acuerdo “para purgar el espacio vital alemán de judíos por medios legales”.  

En 1944, cuando los nazis están perdiendo la guerra y los soviéticos se acercan a Lemberg, Frank huye hacia su casa en Alemania en compañía de su secretario y su chofer. Lleva consigo las 39 carpetas donde, prueba de su grado extremo de infatuación y del afán burocrático que caracterizó a todos los jerarcas nazis a cargo de la solución final, hizo transcribir día a día sus “hazañas”. Estas carpetas fueron la prueba irrefutable que lo condujo a la pena de muerte en el juicio de Núremberg. Lleva consigo también su cuadro preferido, de los tantos que confiscó en Galitzia, La dama del armiño de Leonardo da Vinci, y una pequeña película casera titulada Cracovia. Cuando llega a Alemania crea una patética cancillería del Gobierno General en el exilio hasta el día en que un jeep se detiene en la puerta de su casa, baja el teniente Walter Stein del VII Ejército de Estados Unidos y lo lleva detenido.  

La película casera contenía algunas escenas familiares, imágenes de Frank en su despacho, otras acariciando a un perro, trenes pasando por delante de la cámara y una escena filmada en una de sus visitas al gueto de Cracovia donde aparece una niñita con un vestido rojo sonriendo a la cámara. En la página 318 del libro, Sands incluye una foto de la escena de la niña del vestido rojo. Aquí no queda más que cerrar el libro y abandonarse al silencio. Las palabras, heridas, ya no alcanzan. El lector queda detenido ante el misterio insondable de la imagen de esa niña que sonríe a la cámara en medio del infierno.

 

Uno de los personajes del libro es su abuelo León Buchholz, nacido en Lemberg aunque la mayor parte de la familia residía en Zolkiev. Además de ser la persona que está en el origen de este libro, su figura presentifica a los miles y miles de judíos que tuvieron que salir hacia el oeste de Europa, muchos de ellos expulsados, como es su caso, otros para salvar sus vidas, abandonando su familia, su tierra y su lengua. Fueron los que padecieron, como dice W. G. Sebald con extrema lucidez, “el escalofrío de la apatridia que sopla sobre el campo del exilio”. Son los judíos errantes, los Ostjuden, que describe Joseph Roth en sus novelas. 

En 1937 Hitler abandona la Sociedad de las Naciones y avanza ferozmente sobre las minorías oprimidas.

El autor conoce a sus abuelos en Paris en los años sesenta. Recuerda que en su departamento reinaba el silencio. Ninguna referencia a la vida anterior, a la familia, ninguna fotografía. Pese a eso, el nieto afirma que León resurgió del terror “con la dignidad intacta, con la calidez de su sonrisa”. Quizás debido a ese silencio, Sands reconstruye, con habilidad de detective, ese pasado de sus abuelos.

 

Otro personaje del libro es Herst Lauterpacht, el jurista que logró introducir en el juicio de Núremberg y luego en el derecho internacional el término de “crímenes contra la humanidad”. Nacido también en Zolkiew, en la calle Este-Oeste, hijo de una numerosa familia judía de clase media, muy culta y devota, estudia luego en Lemberg, donde se recibe de abogado en su universidad. Se destaca siempre por su inteligencia y tenacidad, devora libros, aprende idiomas, pero también esos años de aprendizaje dejan en él la marca del antisemitismo y de todos los trágicos acontecimientos que ocurrieron en Lemberg en momentos previos y durante la Primera Guerra, mientras se producía el derrumbe del Imperio Austrohúngaro. No puede rendir sus exámenes finales porque la universidad ya no acepta más a los estudiantes judíos de Galitzia oriental. Así, decide ir a Viena, donde también la situación es muy difícil para los judíos. Se puede matricular en la universidad, donde entra en contacto, a través de su maestro Hans Kelsen, con una idea nueva en el ámbito del derecho internacional: la idea de que un individuo tiene derechos constitucionales y puede ir a un tribunal para hacer valer esos derechos. Con todas esas ideas en su cabeza y la preocupación por el futuro de su familia de Lemberg se instala en Londres en 1923. Desde ese momento se dedica intensamente al tema de los derechos del individuo en el derecho internacional. Para él los derechos humanos eran una cuestión de “necesidad vital”. Fue titular de derecho internacional en la Universidad de Cambridge y publicó libros considerados fundamentales en su especialidad. En el prólogo de uno de ellos escribió: “El bienestar del individuo es el objeto último de todo el derecho”. Fue una vida de trabajo y de reconocimiento pero no exenta de sufrimiento. Su familia no había querido salir de Lemberg y las noticias que llegaban desde allí eran cada vez más escasas y angustiosas.  

Las actividades de Lauterpacht no se limitaron al ámbito académico, sino que activó en la creación en Inglaterra y Estados Unidos de distintas instancias de protección de los derechos humanos de las minorías, en ese momento diezmadas por el nazismo. Por ejemplo, la creación de una comisión de crímenes de guerra que luego se convertiría en la Comisión de Crímenes de Guerra de las Naciones Unidas. Lauterpacht logró que la noción de “crímenes contra la humanidad”, por la cual tanto había luchado, fuese introducida en el derecho internacional y en el estatuto del juicio de Núremberg . Tuvo una gran participación en el juicio no sólo como asesor de Robert Jackson, el fiscal jefe del Tribunal de Núremberg, sino que participó en la confección de su gran discurso inaugural así como en el alegato final del fiscal general británico.

 

Rafael Lemkin fue el otro gran abogado judío de la calle Este-Oeste, el creador e introductor en el derecho internacional del término “genocidio”. Las violentas persecuciones que se vivían lo afectaron fuertemente y, según lo que escribe en sus memorias, fueron las noticias de las matanzas de los armenios en Turquía lo que lo llevaron a interesarse por la suerte de los grupos minoritarios y comenzar a pensar cómo hacer algo para paliar su situación, para que no quedaran tan expuesto a las decisiones de un Estado. Estudió derecho en la Universidad de Lemberg, con algunos de los mismos profesores que había tenido Lauterpracht. Cuando los alemanes estaban llegando a Lemberg ya hacía siete años que era fiscal de Estado en Varsovia y había escrito varios libros. Tenía una idea que lo obsesionaba: ¿cuál era la naturaleza de la ocupación alemana, cuál era el objetivo, cuál era el patrón, cuál era la pauta de comportamiento? Pensando que la clave podía estar en los documentos oficiales que emitían los alemanes comenzó a reunir decretos y ordenanzas nazis aprovechando sus vinculaciones profesionales. Cuando decide exiliarse ya estaban cerradas las fronteras. Inicia un viaje muy accidentado cargando enormes maletas llenas de documentos. Llega así a Estados Unidos, donde le habían ofrecido una cátedra en la Universidad de Carolina del Norte. Luego de meses de arduo trabajo con los documentos, algunos firmados por Hitler, consigue encontrar elementos comunes, el “patrón”, una “trama concentrada” que enuncia del siguiente modo:

-La destrucción total de los territorios ocupados tenía como objetivo el Lebensraum del que hablaba Hitler en Mi lucha, la creación de un nuevo “espacio vital” para ser habitado por los alemanes. Polonia recibía una nueva denominación, Territorios Orientales Incorporados. “Era este un territorio donde se podía germanizar el suelo y la gente, hacer de los polacos ‘personas sin cabeza y sin cerebro’, liquidar a la intelectualidad y reorganizar a las poblaciones como mano de obra esclava”. Para lograr ese objetivo había pasos.

-El primer paso era la desnacionalización, que cortaba el vínculo entre los judíos y el Estado despojándolos de la protección de la ley.

-El segundo paso era la deshumanización que eliminaba todos los derechos legales. Estos dos pasos fueron aplicados en toda Europa.

-Se obligaba a los judíos a ir a los guetos, estableciendo la pena de muerte para los que los abandonaban. Lemkin se pregunta el porqué de la pena de muerte. ¿Quizás era una forma de “acelerar” lo que ya estaba “previsto”?

-La incautación de propiedades convertía al grupo en “indigente” y “dependiente del racionamiento”. Los decretos limitaban las raciones de carbohidratos y proteínas reduciendo a los miembros del grupo a “cadáveres vivientes”. Con el espíritu quebrantado, los individuos se volvían “apáticos con relación a sus propias vidas”, sometidos como estaban a trabajos forzados que además causaban numerosas muertes. Para los que seguían con vida había ulteriores medidas de “deshumanización y desintegración” mientras se les dejaba aguardar la “hora de la ejecución”.  

He conservado los términos de Sands en la descripción de estas pautas.

En Estados Unidos, Lemkin sigue peleando, tratando de difundir las matanzas que ocurrían en Europa oriental y su idea de genocidio ante sus alumnos, en conferencias públicas, hasta acceder como asesor a los altos mandos del ejército. La guerra de Alemania estaba dirigida contra los pueblos, explicaba, lo que violaba las leyes internacionales. En la práctica, Alemania había rechazado las regulaciones de La Haya. Hasta llegó a enviarle una carta al presidente Roosevelt para pedirle que detuviera las matanzas, pero le llegó una respuesta negativa. El presidente reconocía el peligro, pero no era el momento de actuar. “Sea paciente, se informaba a Lemkin, habrá una advertencia, pero todavía no”. 

Empecinado en hacer valer su idea viaja a Núremberg donde no había sido invitado oficialmente y, enfermo e internado en un hospital en Paris, escucha desalentado que en la sentencia final no se reconoce el genocidio como un crimen. Ni tampoco todas las matanzas ocurridas previas a la guerra.

Pero semanas después del juicio se reúne la Asamblea General de las Naciones Unidas y en su resolución 96 determina que “el genocidio niega el derecho a existir a grupos humanos enteros”, y dictamina que “el genocidio es un crimen según el derecho internacional”.

Lemkin luchó durante toda su vida para sostener su idea y finalmente consiguió imponerla. Tanto Lauterpacht como Lemkin recién se enteraron en Núremberg de la suerte corrida por sus familiares. De la familia del primero, compuesta por más de sesenta personas, sólo quedaba viva una sobrina. De la de Lemkin, un hermano que ocasionalmente no había estado en Galitzia.

 

Terrible, siniestra paradoja de la historia, los que antes fueron víctimas ahora son victimarios. La tecnología y la industrialización de nuevas armas se ha “perfeccionado” a pasos acelerados y ahora en un minuto un edificio habitado por centenares de personas puede derrumbarse como si fuera de papel.

Ya lo había anunciado otro judío persistente en tiempos de precariedad, Walter Benjamin, cuando define a la historia no como una larga marcha de la humanidad hacia el progreso sino como una montaña de ruinas que se eleva al cielo. 

¿Podrá el gobierno de Israel escuchar las voces del dolor de Galitzia? ¿Sabrá que detrás de las instituciones internacionales cuyos hospitales y escuelas bombardea sin descanso y denosta constantemente hubo dos judíos que, en circunstancias extremas, creyeron firme y apasionadamente que valía la pena instituir leyes que protegieran a los grupos o individuos indefensos?

Las instituciones internacionales no son perfectas ni tan eficaces como sería necesario pero es lo que supimos conseguir. Sin ellas, el desastre humanitario sería mucho mayor, como bien lo sabe el autor de este libro que además de historiador es abogado especialista en derecho internacional y ha participado en numerosos casos de violaciones a los derechos humanos. Sin ellas, dejaríamos aún más vía libre a que los lobos exterminemos al otro. 

El periodista israelí Gideon Levy recuerda una frase de Golda Meir, quien afirmaba que después del Holocausto los judíos tenían el derecho de hacer lo que quieran. No, señora Meir, precisamente por haber vivido el Holocausto, y así no lo hubieran vivido, ustedes no pueden hacer lo que quieren. Ni ustedes ni nadie.

Durante el juicio de Núremberg, el comandante de Auschwitz Rudolf Hoss hizo una descripción minuciosa del gaseado y entierro de al menos dos millones y medio de personas en el término de tres años. En privado, Hoss le dijo al doctor Gilbert, un psicólogo que estaba a cargo de la atención de los acusados, que la actitud predominante en Auschwitz era de absoluta indiferencia. “Nunca se nos pasó por la cabeza cualquier otro sentimiento.”

Es la indiferencia del burócrata que cumple debidamente su tarea. En alemán la palabra Willfahrigkeit significa complacencia, docilidad, deferencia y también aceptación, obediencia, sumisión, el “hágase su voluntad”. Cuestiones de lengua.

Indiferencia, según el diccionario: in como prefijo significa falta o negación de la cosa expresada por la palabra primitiva. Indiferencia sería entonces falta de diferencia. Si no hay diferencia no se es afectado. Necesidad de heterogeneidad, necesidad de pasar por el otro.   

 

Terminando este escrito llega la noticia de que el gobierno de extrema derecha de Israel aprobó la mayor confiscación de tierras en Cisjordania ocupada de los últimos treinta años. Los palestinos no tendrán más acceso a esas tierras. El ministro Smotrich declaró que por cada país que reconozca al estado de Palestina construirá una nueva colonia. Lo denuncia la organización israelí Peace Now.

 

                                                                                              Teresa Poyrazian

Buenos Aires, julio de 2024

 

Impotencia demencia nihilismo // Franco “Bifo” Berardi

“Oh let not me be mad, not mad, sweet heaven. Keep me in temper. I would not be mad” (William Shakespeare: King Lear.

 

Vimos a los dos flácidos gladiadores pelear entre sí como perros de pelea exhaustos para diversión de millones de espectadores que deben decidir cuál de los dos merece ser presidente de una nación que desde hace tiempo viene dando claras muestras de moral, psicología y decadencia política.
Uno de los dos es un violador en serie, un mentiroso sistemático, un empresario fallido y un estafador; el otro es un asesino genocida. No quiero que me obliguen a elegir, pero afortunadamente no soy estadounidense.
En los últimos tiempos nos hemos acostumbrado a presenciar en directo numerosos espectáculos de horror y crueldad (la masacre de inocentes en Palestina, la tortura de toda una población por las bestias sionistas, la masacre de jóvenes ucranianos y rusos, el ahogamiento de inmigrantes arrojados al mar). mar por parte de la guardia costera, el asesinato de trabajadores agrícolas sin contrato…) que la consternación que siento ante el último espectáculo de crueldad que nos ofrece la mediática global puede parecer estúpida: la exhibición del duelo entre dos ancianos por quien parecería imposible sentir lástima.

Sin embargo, al presenciar el tartamudeo de ese confundido y vacilante hombre de ochenta y un años, al presenciar las muecas burlonas de ese arrogante e ignorante hombre de setenta y ocho años, (también) sentí lástima.

¿Podemos sentir lástima por un criminal que suministra armas al genocidio sionista, por un violador en serie que predica el exterminio de los inmigrantes en la frontera?

Los odio a ambos, como los mayores representantes de la democracia estadounidense. Sin embargo, sentí lástima por ellos  cuanto eran ancianos.

En la débil voz de Biden reconocí la triste ronquera de mi propia voz.

Tengo setenta y cinco años y veo en mí todos los signos del sufrimiento indescriptible que sienten los hombres blancos de todo el mundo: la disminución de la fuerza física, el debilitamiento de los sentidos y de la voz, el inexorable desvanecimiento de la mente.

No hablamos de vejez, salvo con vergüenza e hipocresía. El respeto a los mayores es signo del desprecio que todo joven siente por quienes detentan un poder que ya no tiene cuerpo, sino sólo técnica.

No hablamos de ello, pero el envejecimiento del mundo occidental blanco es el tema político más importante de todos.

Por razones de corrección política y comprensible vergüenza, el envejecimiento es difícil de analizar: el propio Freud prefirió no abordar sus aspectos psíquicos.

Un autoanálisis del envejecimiento es hoy una tarea prioritaria del psicoanálisis, pero también del pensamiento político. No entenderemos la ola reaccionaria global sin reflexionar sobre la senescencia.

Los movimientos culturales y políticos del siglo XX expresaron la energía juvenil de una población en rápido crecimiento, en la que los jóvenes constituían la gran mayoría.

El futurismo de los movimientos culturales y políticos del siglo XX fue una expresión de esta composición generacional: la expansión fue una condición biopolítica, incluso antes que económica.

A partir de cierto momento, dos fenómenos concomitantes han cambiado radicalmente la composición generacional: la ampliación de la esperanza de vida y el descenso de la natalidad en las últimas décadas.

Si el fascismo del siglo XX fue la agresión depredadora de jóvenes que aspiraban a conquistar el mundo, a subyugar al pueblo, el fascismo de este último siglo es el fascismo de viejos enfurecidos por su propia impotencia y aterrorizados por la marcha implacable de masas jóvenes ávidas de venganza.

La impotencia es el núcleo del fascismo actual; no importa si los votantes jóvenes también votan por los racistas de hoy. Son jóvenes, viejos, psíquicamente frágiles: la civilización blanca dominante está agonizando tanto por razones demográficas (un tercio de los habitantes europeos tiene más de sesenta años) como por razones psicopolíticas: depresión, dependencia de psicofármacos, dependencia de la máquina semiótica que absorbe cada emoción y energía.

Una senescencia iracunda y por tanto demente se destaca en el horizonte de un siglo que acaba de comenzar y que ya agoniza, y esta senescencia trae la muerte para todos, porque los viejos odian el mundo que podría sobrevivirles.

Por eso la destruirán, ya la están destruyendo.

En su libro sobre la obsolescencia del hombre, Gunther Anders (que aparece cada día más como el gran pensador de nuestro posfuturo) observa que la tecnología es el sustituto del poder humano, y que la bomba atómica es la culminación de este sustituto de poder.

La raza dominante, blanca y occidental, está furiosa por su impotencia para gobernar la complejidad ingobernable del mundo global.

Si la Inteligencia Artificial es el sustituto estúpido y emocionalmente paralizante de la capacidad de pensamiento perdida de los humanos, la bomba nuclear es el sustituto del poder viril perdido de la raza dominante.

Por eso no escaparemos a la maldición final, porque la raza dominante, como Sansón y Netanyahu, decidirá exterminar a los jóvenes, cada vez más asustados, cada vez más incapaces de autonomía y rebelión.

Esta carrera de impotentes hiperarmados, la infame carrera de Biden, Trump, Netanyahu y Putin, utilizará el único poder que les queda: el poder de aniquilarlo todo.

El hereje de los pelos al viento. Recuerdo de Horacio González // Sebastián Scolnik

Lo que para algunos podía parecer una gragea espontánea, arrojada al aire en medio de una conversación, era un enunciado que surgía de una elaboración paciente, quizá precedida por años de maduración. El estilo de asociación salvaje, que por momentos se volvía vertiginoso cuando engarzaba tramos de lecturas o figuras e imágenes históricas, siempre tenía una temporalidad previa disimulada en el ramalazo de la palabra inesperada. Horacio González nos alucinaba con la destreza del ejercicio libre y desbordante de conjugaciones raras e impensadas que, sin embargo, nunca eran azarosas. Con ese método, capaz de salirse de las evidencias que toda palabra ofrece en su literalidad, problematizando sus significados posibles, Horacio llegó a cautivar públicos heterogéneos (estudiantes, militantes, intelectuales, amigos y fugaces interlocutores). Claro que ese “éxito” en la escucha no siempre fue así. Hubo años de inciertas peregrinaciones en el desierto, en medio de rencores, banalidades humillantes, ninguneos y el desprecio de ciertos intelectuales engominados, científicos aristocráticos y políticos de manual y doctrina. La vida cultural, política y universitaria conoció el rumor y las sentencias en sordina, procedentes de un resentimiento disimulado que insistía en denunciar lo que consideraba la insensatez de un jugeteo infantil e irresponsable. A las mezclas extrañas, que hoy serían saludadas por las ciencias sociales cool como “hibridaciones”, se agregaban todo tipo de iniciativas, algunas lúdicas y burlonas, para deshacer la consistencia de una academia que fingía seriedad en medio de la frigidez de la palabra vacía y la desolación de la vida universitaria e intelectual.

Con ese estilo libre, humorístico y desafiante, en una de sus infinitas mesas redondas, González lanzó una frase que para mí resultó definitoria: “ser de izquierda es leer mal”. ¿Qué significaba este enunciado perturbador? Las militancias de aquellos años, promediando los noventa, ¿eran artefactos incapaces de comprender adecuadamente los textos? ¿Había falta de rigor en el estudio y la reflexión política? La palabra gonzaleana tenía esa virtud: dejaba una espina clavada con la que uno se iba y debía medirse. No era un tópico balsámico que nos confirmaba en nuestro ser, sino una daga que tenía la capacidad, si quien la recibía estaba dispuesto a dejarse interrogar por su filo implacable, de desafiar nuestra coherencia. Efectivamente, leer mal, según pude interpretar —y las izquierdas militantes de distinto pelaje deberían hacerlo y promoverlo—, era desobedecer la sacralidad de los textos. Era la propuesta de una lectura rea y libre, por qué no equivocada, para restituir el misterio de la palabra que ha sido hurtado por la linealidad de las interpretaciones “serias”, por los pontífices y especialistas, y por la proliferación de las etiquetas y categorías que clasifican y definen la vida colectiva. Leer mal es desafiar la distancia con el texto para hacer con él una experiencia que se corrobora cuando nos precipitamos al abismo de eso que no sabemos pensar y que la repetición mecánica de gestos vacíos o rituales narcisistas disimula bajo la suficiencia del erudito o el especialista.

Leer mal es soportar el vahído provocado por la palabra que desestabiliza nuestra arquitectura, nuestra consistencia en el mundo. La mala lectura es la que nos lleva a un desdibujamiento de los contornos, a una sospecha respecto a la lengua heredada, y nos compele a organizar nuestros cuerpos y nuestras percepciones para sentir, ver y escuchar ese tejido imperceptible de las fuerzas del mundo. La mala lectura es, indudablemente, un ejercicio de disidencia; un programa existencial del devenir otro.

Recientemente hemos visto una charla, presumiblemente ocurrida en los noventa, en el subsuelo de alguna institución bancaria ligada al cooperativismo. La calidad de la imagen —acompañada por una escenografía de cortinados y manteles tan anacrónicos y formales como la institución que oficia de anfitriona— es tan artesanal y precaria que marca una distancia inevitable con el mundo digital en el que estamos sumergidos. González plantea allí una crítica severa al intelectual profesional, al burócrata de estado, al propagandista partidario y a la figura mediática que busca su lugar de reconocimiento sometiendo su lengua a la lógica comunicativa. León Rozitchner incitó a presentificar a los pensadores muertos, amigos históricos como Ramón Alcalde y Rodolfo Walsh, para continuar el debate con sus ideas y modelos teóricos (distantes entre sí), y para dilucidar la pregunta por la propia condición intelectual. Es tarea de los que han sobrevivido a la Dictadura, dice León, recomponer los dilemas y discusiones pendientes, trayendo nuevamente al ruedo a los que ya no están por fuera de toda condición heroica y santificada que impide tratar sus apuestas y trayectorias como materia viva para la elaboración. Medir la eficacia de las formas de intervención intelectual en relación a la vida y no a la muerte es la cuestión. David Viñas, a su turno, emprendió contra las formas de abyección en el lenguaje. Los modelos de sumisión intelectual que se subordinan a las jerarquías del poder, brindando para ello elocuentes ejemplos, que recogen las migajas de un banquete. A los miserables que se arrodillan se los descubre en sus palabras y en la solemnidad de sus formulaciones.

Alguna vez, Horacio González les dedicó a estos dos amigos un libro (Historia de la Biblioteca Nacional. Estado de una polémica): “A David Viñas y León Rozitchner, a quienes leímos tardíamente y que nos honran con su amistad”. Tal vez haya faltado decir “tardíamente y mal”, para completar el método gonzaliano de aproximación a los textos y a los pensadores. Lectura irreverente y amistad. Viñas, el duelista de estilo vehemente; Rozithcner, el combatiente crítico de la sensibilidad escindida y Horacio, el protagonista de las travesuras libertarias, son los vértices de una geometría imprecisa que, al recordarlos, nos imponen la tarea de crear nuestros propios estilos del pensamiento y la intervención pública. Si volvemos a ellos, una y otra vez, es para respirar cuando la asfixia de la época pretende cerrar la porosidad de la vida, envolviendo la escena, bajo el peso de unas palabras fatídicas, en una mismidad insoportable. Son los amigos del pasado, los que han hecho algo con las palabras encontradas y se han organizado para rehacer esa lengua recibida.

Cada generación debe descubrir y asumir sus propios problemas. Pero no se trata de una simple enumeración de temas sino de construir los propios dispositivos de enunciación. Los asuntos que debemos resolver y el lenguaje que precisamos para formularlos requieren de organización. Y la organización no vence al tiempo, sino que vence con el tiempo. Hay que hacerla cada vez, interpretando el pulso de los requerimientos de la época con la misma la inocencia de pensar que se trata de algo fundador y no una reiteración de las formas acontecidas. Y cuando nos sentimos solos o sin fuerzas, volvemos sobre esos personajes que, en cierto modo, han marcado nuestra vida. Les solicitamos que retornen para que el aire se llene nuevamente de fuerza y para que la complicidad entre épocas sea menos un tema de veneración y más un ejercicio de lucidez y compañerismo. Los llamamos y los recordamos cada vez que nos desviamos de las lecturas correctas o de la obediencia sórdida y complaciente. Y cuando lo hacemos, rememoramos el tono grave de un Viñas, la palabra acogedora pero definitiva de León y también los pelos al viento de Horacio, con su campera marrón de gamuza (que Oscar Landi le regaló) y su manojo de libros al costado, caminando por el corredor eólico de la calle Uriburu, entre Marcelo T. de Alvear y Paraguay (la esquina más ventosa de la ciudad, la definió Carlos Gamerro en Las islas), con los pelos al viento, deteniéndose a hablar con los transeúntes; o bajo las patas del gliptodonte, en la explanada de la Biblioteca Nacional, saludando a sus trabajadores. Horacio, el hereje de la lectura desacralizada y libre, tan dispuesto a resistir los dictámenes de su época, desafiándolos, como sus invitaciones seductoras; siempre ejerciendo su radical derecho a incomodarse con las propias tradiciones y a leer mal, desarreglando las obviedades y las filiaciones, los signos de la historia. Siempre con una sonrisa y una mirada tan intrépida como ensoñada. 

22 de junio de 2024.    

El círculo narrativo del terror // Diego Sztulwark

Como nunca, gobernar es narrar. El miércoles 12 de junio, con la represión de la manifestación en la plaza Congreso se materializó una narración estatal precisa: quienes resisten las políticas de despojo y concentración de la riqueza en pocas manos son “terroristas” que pretenden hacer un “golpe de Estado”. La acusación condena de antemano a los sujetos de la protesta y los somete -como en una novela de Kafka- a un tratamiento penal absurdo. Ahí están los manifestantes aprisionados, todavía hoy, para atestiguarlo. Esa narrativa se retroalimenta a nivel nacional e internacional y resuena entre burocracias, fiscales, medios de comunicación y fuerzas de seguridad. Según informa el periodista Sebastián Lacunza, nada menos que el fiscal Stornelli “reconoció en su presentación ante la jueza María Romilda Servini de Cubría que debía construir las pruebas y delimitar responsabilidades” pero que, “a título ilustrativo”, tenía “indicios” para aportar. ¿Cuáles fueron esos indicios?. Vale la pena retenerlo: “Evocaré distintos fragmentos de reportes periodísticos y publicaciones oficiales, de los cuales se desprenden circunstancias relacionadas con los eventos y que entiendo pertinente tener en cuenta”. Los fragmentos que brindó Stornelli fueron tres: “un mensaje en X de la Oficina del Presidente y sendas notas de los portales de Clarín y La Nación”. El texto oficial ponía la línea, las notas periodísticas la replicaban. El procedimiento es perfectamente circular: el ministerio de seguridad y la fiscalía diseñan un dispositivo de criminalización que les permite pasar al acto y capturar manifestantes; el relato oficial nutre a los grandes medios de comunicación que reproducen con agregados “creativos” la narración estatal editando imágenes, empleando un aceitado lenguaje anti-insurgente y proponiendo conjeturas conspiracionistas en afiatada sintonía con la acción de servicios de inteligencia. De modo que la narración misma se convierte en la que suministra los “indicios” que los operadores judiciales precisan como base de pruebas para consolidar la acción policial.

León Rozitchner pensaba la democracia de postdictadura desde la teoría de la guerra. Los vencedores de la lucha de clases imponen sus términos en el plano de la dominación social. Luego de la derrota militar de la clase trabajadora de 1976, y cuando ella se encontraba desarticulada y débil, se abrió un campo de tregua democrática, que produce la apariencia de una “política sin guerra”. Se trata de un espacio en el que la regulación jurídica del conflicto impide el enfrentamiento armado. Como su terror y política no fueran modalidades mixtas,  cuya combinación específica define las variantes de la dominación social. Como sabemos bien, durante el terrorismo de Estado hubo política, y en la democracia subsiste el terror (incluso a modo de espectáculo). En un artículo de los años 90, “El terror y la gracia”, Rozitchner ponía en serie a Videla y Martínez de Hoz y Menem y Cavallo. No para negar sus diferencias, sino precisamente, para resaltarlas. Puesto que no hay cómo entender la continuidad de la dominación si no se pueden distinguir sus diferencias específicas. Si Videla representó la brutalidad armada, la tortura y la apariencia de terror sin política; Menem, sentado sobre millones de votos, hablaba de “ajuste sin anestesia”, un perfecto sucedáneo metafórico de la vinculación entre la gestión de la economía y la crueldad sobre los cuerpos, que podía ser comunicada sin provocar un desenmascaramiento de la apariencia de una democracia sin terror. ¿Qué pasa si sumamos a Milei y Caputo a la serie? Cuando Milei habla de “motosierra”, y se enorgullece del tamaño del ajuste y goza de hacer “llorar a los zurdos”, ¿no está inscribiéndose ya en una larga y conocida tradición (a la que podríamos sumar sin esfuerzo a Macri y Sturzenegger o al mismo Caputo)? ¿Y cuál sería exactamente la barrera ilusoriamente infranqueable que haría de la motosierra y del llanto de los “zurdos” solo palabras y no -como sucede desde la semana pasada- una actualización de mecanismos de represión antisubversiva compatible con una democracia capaz de procesar parlamentariamente la estafa a un pueblo por medio de sus más republicanas instituciones?

Como se habrá advertido, cada término de la serie que armamos a partir de Rozitchner refiere a un tándem gubernamental articulado por una “y” que explicita el nexo entre forma política y economía liberal. Ahora bien: ¿Se sale Milei de esa secuencia cuando juega a borronear el nexo gubernamental entre mando político y desposesión económica declarando que su propósito es “destruir el estado”? ¿Y no es de lo más curioso -o si se quiere contradictorio y hasta sospechoso- que su odio confeso al Estado sea tan compatible con el uso intensivo que su grupo político hace de la capacidad narrativa-represiva de ese mismo Estado? Convengamos en que nuestra historia nos enseña todo lo que es posible aprender sobre la continuidad (liberal) entre “libertades” de mercados monopólicos y orden policial férreo. Conocemos al detalle el doble movimiento simultáneo y coherente que por un lado desregula toda mediación pública que sostenga la reproducción social mientras que por el otro organiza una re-regulación mercantil que subordina a la sociedad a la reproducción del gran capital. Si hay una novedad en juego no es, por cierto, la de un presidente que cacarea anti-estatalismo para disolver mediaciones públicas, mientras por otro fortalece ese mismo estado en sus capacidades soberanas en función de instaurar mediaciones privadas (como el RIGI es ejemplo).

En todo caso, la novedad retórica consiste en negar el intenso apego al Estado en el momento en que se lo aprecia máximamente en su carácter vertical, represivo y clasista. Esta negación retórica, que substrae el momento público que autoriza y promueve toda privatización, parece funcionar como condición habilitante de una narrativa por momentos hilarante sobre el orden y la enemistad que no obstante permite renovar los desgastados enlaces entre política económica y mando político. No es imposible que esta desvinculación que permite repudiar desde adentro al Estado en el momento mismo en que se lo rehabilita en toda su brutalidad neoliberal, anide un aprendizaje del grupo represivo que acompaña a Bullrich. Ella fue testigo de primer nivel del vibrante fracaso sufrido por Fernando de la Rúa cuando intentó implantar el Estado de sitio el 19 diciembre de 2001, pero también de las concluyentes “toneladas de piedras” que dieciséis años más tarde cayeron sobre la política de “reformas” del gobierno de Macri. La eficacia de este uso substractivo y engañoso del peso de lo público en la reorganización de la sociedad a partir del poder de la acumulación privada de capital es en sí misma una gran apuesta política: se trata de esparcir la confusión entre la tarea de desmonte de regulaciones públicas y un alarmante deseo de aniquilación de toda oposición dispuesta a hacerse presente en plaza pública. Una confusión que parece decir que en cada cuerpo opositor arrestado se está conquistando una libertad de mercado. Al volver borrosa la “y” que permitía distinguir economía y política, pero también los polos ilusorios según los cuales la dictadura aparenta ser terror sin política y la democracia política sin terror se disuelven también las inhibiciones que permiten que el sueño abolicionista de Milei y sus soportes de poder pasen al acto. Ya sucedió en el pasado con Sabag Montiel. La novedad política de este gobierno no es, por tanto, programática sino del orden de la supresión del régimen mismo de las metáforas. Al encarnar las nociones de la enemistad con las que se empujan las reformas liberales en un orden soez y paranoico -que asimila a la “casta” con los “colectivismos” y los “zurdos”- descarga tiránicamente el paseo del aparato de seguridad del Estado sobre las personas y los grupos que hacen uso de su derecho elemental a participar de la protesta pública. De este modo la retórica oficial traspasa las barreras que distinguen -incluso ilusoriamente- las categorías políticas del desmonte de lo público con la integridad de los cuerpos vivos y politizados de quienes defienden la existencia de mediaciones públicas como indispensables para la vida colectiva.

La pregunta que obviamente queda planteada con una urgencia inusitada -una que de la que no se puede desertar sin desertar en el acto de todo compromiso con la vida democrática- se refiere a las estrategias de contra-narración como parte indispensable de la recomposición de organización popular en un contexto en el que el doble movimiento de la economía de la desposesión (correctamente denunciada con la consigna popular “la patria no se vende”), se combina con una “democracia capaz de terror” (¿con qué consigna denunciamos esta tenebrosa pretensión?) para descargar su propia y pronunciada crisis bajo la forma de una agresiva ofensiva continua.

Fuente: Página/12

 

Milena, un sueño // Cynthia Eva Szewach y Un sueño de Milena Jensenská

 

Milena, un sueño

                                                                                                              Cynthia Eva Szewach

 Milena Jesenská entre 1920 y 1922 publica, como colaboradora, diversos artículos en “Tribuna”, un diario de Praga.  Los temas que elige son diversos; la vida en Viena, los cafés en la ciudad, la infancia, las cartas sobre escritores e incluso sobre moda.  Kafka en las cartas intercambiadas con ella, en especial durante 1920 menciona en varias ocasiones su interés por leerlos: “Nada bastaría si no estuviera la Tribuna de por medio, esa posibilidad diaria de encontrar algo tuyo (…) Y a mí me gusta tanto leer tus artículos. ¿Y quién puede hablar de ellos sino yo, tu mejor lector?  Hace tiempo ya, antes que me lo dijeras, sentía que lo escrito por ti guardaba una relación conmigo, es decir lo apretaba a mí”.   Y en otra carta: “Tengo ante mí, Tribuna (…) escucho la voz, ¡mi voz! ante el estrépito del mundo.

El artículo que hoy transcribimos está fechado en 1921. Se trata del relato de un sueño estremecedor.  No sabemos si Kafka lo leyó, pero en consonancia con su escritura, Milena lo relata como una especie de anticipación perceptiva de lo que advendrá.  Si bien las épocas de guerra cercana ya habían transformado las vidas, las imágenes y vivencias del relato onírico, en un clima y lenguaje de bruma nítida pleno de angustia que Milena decide publicar, no dejan de impactar.  Entre la condena y el deseo de salvación, entre la contraseña anhelada y las fronteras que no podrán ser atravesadas.

Tal como lo cuenta Margarette Buber Neuman, su amiga durante la estadía, prisión y muerte en el campo de concentración de Ravensbrück en 1944: “En los ojos de Milena habitaba el dolor de lo que está por redimir, el dolor del hombre que se siente un extraño en este mundo. Me hechizaba lo que había en ella de incomprensible”

 

Un sueño[1]

                                                                                                             El 14 de junio de 1921

                                                                                                                      Milena Jesenská

Anywhere-out of the world.[2]

Estaba en algún lugar infinitamente lejos de mi hogar, ¿en América? ¿En China? En alguna parte del otro lado del mundo, cuando todo el planeta era golpeado por la guerra o tal vez por la peste o por el diluvio. No tenía ningún detalle sobre la catástrofe

Como los otros, me sentía arrastrada a la fuga por el pánico y la agitación general, ignoraba adonde íbamos, ni siquiera lograba saber por qué huíamos. Interminables trenes salían, repletos, de la estación uno tras de otro, tambaleándose hacia el mundo. Los empleados entraban en pánico. Nadie quería ser el último en quedarse ahí. La gente arriesgaba sus vidas para conseguir un lugar. Entre la plataforma y yo se extendía una inmensa multitud; no tenía ninguna esperanza de lograr atravesarla.  La desesperación se apoderó de mí.

-“¡Soy joven, todavía no puedo morir!”

Pero delante de mí había otros jóvenes. Y de pronto ya no habría más pasajes. El tren que estaba por partir era el último. A la luz del día, las luces verdes y rojas de la estación parpadeaban amenazantes. Ninguna esperanza de salvación. En ninguna parte.

Alguien me tocó el hombro, me di vuelta, un desconocido me extendió un papel y me dijo; este pasaje la llevará a cualquier lugar del mundo, le permitirá pasar todas las fronteras y tener un lugar en el tren. No tenga miedo y sea valiente. Rápido, rápido, apúrese, ya es tiempo.

 Aunque no me hubiese dado cuenta mientras veía su cara, no podía tratarse sino de algún viejo conocido, de un buen amigo. Quizás era mi amigo sin que yo lo supiese. No sentí ni confianza, ni agradecimiento, ni siquiera esperanza. Pero obedecía como quien no tiene otra opción. No puedo decir que tuve miedo. Es como si hubiese sabido desde siempre que algo terrible iba a suceder y respiraba más libremente, porque eso al fin había ocurrido.

Me abrí camino a través de la multitud y de pronto me sacudió una idea:  es indigno escapar sola mientras miles de otras personas no pueden hacerlo. Pero una voz maliciosa dentro de mí me respondió:

– ¿Realmente esperas poder salvarte?

-Y sí, quizá, después de todo…

Y la voz:

-Pero quien puede salvarse ¿es despreciable?

– ¡De ninguna manera, de ninguna manera, de ninguna manera…!

En el mismo momento en que el tren se puso en marcha, fue la catástrofe.

La tierra cayó en un abismo y el mundo se transformaba en una red ferroviaria que transportaba seres enloquecidos. Seres que habían perdido su casa y su patria

Los rieles sobrevolaban el vacío y las máquinas giraban furiosamente. Finalmente, el tren se detuvo en la frontera

– ¡Control! ¡Todo el mundo descienda! – gritó un guarda.

La multitud se precipitó hacia la garita de la aduana. Me quedé sola, atrás, no tenía ni pasaporte ni equipaje. Mi mano, tensa, apretaba el trozo de papel que el hombre me había regalado, el terror me invadió

Un oficial se acercó a mí y me pidió mis papeles, los segundos se transformaron en eternidad, saqué mi pasaje que de pronto pesaba veinte veces más. El oficial, impaciente, saltaba de un pie al otro con la mano extendida.  Parecía decidido de antemano a no dejarme pasar. Miré el papel, estaba escrito en veinte lenguas diferentes:

“Condenada a muerte”

Un sudor frío corrió por mi frente, mi corazón cesó de latir. Un nudo de miedo espasmódico, doloroso, contrajo mi pecho. Un terror mortal me cerró la garganta y con una débil esperanza, ya agonizante, con mi último aliento, le digo al oficial de aduana, con un tono suplicante

¿Tal vez sea solo una contraseña para poder pasar más fácil al otro lado?

 

 

 

 

[1] Traducción libre a partir de la versión francesa “Vivre” Bibliotheques 10/18 París, la versión en inglés incluida en Letters to Milena, Schocken Books new york, 1990, y un fragmento de la versión alemana, Ein Traum en “Briefe an Milena

[2]  “En alguna parte fuera del mundo” Decidimos dejar la frase en inglés, ya que así se encontraba en las diferentes versiones.

La sonrisa de Marx. Carta a lxs lectorxs de la Revista Crisis // Diego Sztulwark

carta a lxs lectorxs:

En su último número la revista crisis publicó un texto de uno de los editores, Mario Santucho, titulado “Quién entregó a mi viejo. Allí se despliega una investigación que él mismo considera de orden existencial y que conecta con los desafíos colectivos de nuestro tiempo. El título walsheano sitúa de entrada la trama criminal, narrada para gatillar una serie de preguntas que solo al ser formuladas por escrito podrían aspirar a elaborar en parte las respuestas colectivas que precisamos. 

La historia es la siguiente: en julio de 1976 el ejército argentino desaparece a un grupo de guerrilleros guevaristas, del Partido Revolucionario de los Trabajadores – Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP), entre ellos a su secretario general Mario Roberto Santucho. Una pista hallada en 2019 lleva a Mario Santucho hijo a prestar atención a una secuencia precisa: un militante vinculado al tercer miembro en jerarquía del PRT-ERP, el Gringo Mena, realiza una transacción con el ejército con la intención de recuperar la libertad para su mujer detenida por los militares a cambio de información para capturar al Gringo. La secuencia se completa cuando el ejército, luego de secuestrar a Mena, encuentra en su ropa la dirección de una farmacia cuya pista lleva a la patota al departamento de Villa Martelli donde estaba la dirección de la guerrilla. La pregunta que se plantea es: ¿qué habría que hacer ante la identificación de la persona que estableció aquella transacción con el ejército?

Hasta allí llega la pregunta que se formula el grupo íntimo, conformado por el hijo y algunos viejos compañeros. A partir de ese momento, surgen otras: ¿con qué criterio se juzga al sujeto de la transa, y qué consecuencias o sanciones le caben? Es en este punto que Mario advierte el problema mayor de un conflicto entre temporalidades, entre la enemistad organizada según los criterios de los años setenta, y su imposible reanudación en un presente dominado por la derrota de los modos de la revolución. En las condiciones en que actuaban los protagonistas de aquella historia la única discusión admisible es si hubo o no un acto de traición. Y de confirmarse, los términos de una pena revolucionaria. 

Pero, ¿quiénes serían hoy los jueces autorizados a actuar según aquellos criterios? La pregunta es delicada, porque luego de la derrota de las organizaciones revolucionarias no es posible retomar aquellos criterios como si nada hubiera pasado. La cuestión planteada por Mario destroza los límites de la deliberación privada en la que la época quiere encerrar a la tragedia de las vidas militantes, para enfrentarnos a una doble imposibilidad: imposible juzgar con criterios revolucionarios en un presente sin revolución; pero igualmente imposible es resistir a la brutalidad del presente sin alguna idea de revolución. Imposible actuar como si una moral fundada en la verdad histórica fuera operativa en un tiempo en el que ha triunfado una verdad basada de la figura de la víctima; pero igualmente imposible resulta adherir a esa verdad histórica de la víctima, como pura reducción del presente a una derrota sin verdad. Ahí donde el cese del antagonismo en términos revolucionarios ha dado paso a una política sin verdad (sin fuerza de transformación), sólo quedaría aceptar esta versión desarmada de la política, en la que no habría lugar para otra verdad que la del brutalismo vencedor.

Transpuesta sobre la coyuntura política inmediata, la constatación de Mario muestra de modo nítido y angustiante una cuestión crucial: sin constitución de una rigurosa enemistad que le devuelva a la política su fuerza de cuestionamiento, no hay condiciones para sostener el valor de otra verdad, ni modo de asignar y establecer responsabilidades elementales sobre cuestiones básicas de nuestro presente. Preguntas, como por ejemplo: ¿qué clase de política es aquella que nos dejó encerrados en esta trampa insoportable del brutalismo

La cuestión de la responsabilidad obliga a reconsiderar qué política puede (y cuál no) restablecer un límite real al programa del saqueo y la masacre. Esta es nuestra urgencia y la condición de cualquier verdad que nos valga. Dicho de otro modo: si no podemos establecer los criterios de una nueva enemistad (y un nuevo modo de desplegarla), si no podemos comprender que hay modos incompatibles de existencia y precisamos nuevos mecanismos de delimitación entre campos de práctica enfrentados, entonces tampoco podemos fijar los términos de nuestra propia defensa, ni evaluar los medios prácticos de ejercerla. Y mucho menos podemos imaginar un movimiento de reconstitución de sentidos para la vida.

 

 

la guerra

 

El enemigo último de la mercancía quizá sea el honor. La existencia que se concibe al margen del intercambio general y actúa como límite para el circuito infinito de lo cuantificado, y de su pregunta: “cuánto cuesta”. Siempre que hay rivalidad, se conserva y recrea este paredón moral capaz de hacer saber que el sistema de precios no es ni tiene por qué ser la única verdad. Pero no basta con la apelación al honor para transformar el mundo. Marx se burlaba de las formas precapitalistas del prestigio. Descreía de los antiguos valores jerárquicos desmantelados por la revolución burguesa. Veía transformarse en toda Europa y sus colonias lo sagrado por el mercado. Pero se mofaba también de las celebrity, gurúes e influencers de su tiempo. 

Si hablamos de enemistad y honor es para remarcar que son rasgos de cualquier lucha contra las imposiciones dictatoriales de los mercados. Y la sonrisa de Marx, el gesto de desafiar al poder, remite a una modalidad muy particular de ese antagonismo y ese honor, que tanto él como Walter Benjamin reconocieron en la participación de los oprimidos en la lucha de clases. Esa sonrisa atesora los saberes de los vencidos, sí. Pero también cierto des-precio frente a la teatralización impostada de la victoria que hacen las clases dominantes de todos los tiempos.

Hoy la dimensión antagonista de la política aparece monopolizada por las formas más reaccionarias de la derecha. Como acaba de señalar Franco “Bifo” Berardi,  esta derecha no es solo una expresión política más, sino un nuevo brutalismo transnacional. La “ola brutalista” es efecto de décadas de neoliberalismo, de competencia y desensibilización. Lo que hay que comprender, dice Bifo, es menos el discurso de la derecha extrema y más “la cualidad antropológica y psíquica que subyace a la adhesión masiva a los movimientos ultrarreaccionarios”. Un hilo (no tan) subyacente que vincula la indiferencia de la mayoría de estados ante el genocidio del pueblo palestino, con las selfies que se sacan jóvenes apostadores y mineros de cripto con Toto Caputo en el Luna Park. 

El brutalismo de la extrema derecha es un abierto cuestionamiento de la herencia que muchos llaman “humanista”, que en rigor se propone el desmantelamiento de las diversas producciones de igualdades surgidas a lo largo de dos siglos de revoluciones burguesas, socialistas, anticoloniales, contraculturales y feministas. El brutalismo es la sensibilidad de la contrarrevolución. La ilusión, para quienes participan de esa empresa, de sentirse fuertes y, por tanto, triunfadores. Cada quien puede participar de la batalla equipado con su teléfono inteligente, soñado como un fusil o motosierra. La extrema derecha no triunfa a pesar de su crueldad, sino gracias a ella. Las condiciones de su triunfo son los fracasos de las socialdemocracias, los populismos y los liberalismos previos en su intento de moderar al neoliberalismo. Su programa capitalista y posneoliberal no difunde las condiciones para la integración popular en los mercados mediante la competencia, sino en la alianza bélica entre Estado y grandes capitales de modo brutal, liso y llano.

En el contexto argentino esto supone una reivindicación abierta de la guerra por parte de las élites. Todos los velos se han caído. En torno al presidente y la vice emerge el lenguaje cloacal del terrorismo de Estado. El embajador de Israel se ha sentado en una reunión del gabinete nacional, y el biógrafo presidencial es un veterano escriba de los restos del partido militar que hace de la homofobia la base de un programa de revancha contra toda forma de existencia que se desvíe del plan de vida del Opus Dei. El cuestionamiento del número de desaparecidos y el goce ante el empobrecimiento social convergen en un mismo desprecio por los cuerpos vivos o muertos de los derrotados. 

Y aunque la teología política diga que la fuerza está concentrada toda de un solo lado e invite a cada quien a sentirse parte, en su propia imaginación, del bando de los vencedores, lo cierto es que si logramos sacarle jugo a las buenas preguntas que este tiempo sombrío nos plantea, tendremos más chances de eludir el destino mortífero que se cierne como una condena sobre todos nosotros. Y por esto importa el texto de Mario Santucho.

 

 

cuestión de honor

 

En su artículo, Mario escribe: “necesito pensar”. Y afirma que escribir no solo lo ayuda a organizar las ideas, sino que también es un modo de politizar, en el sentido de solicitar a su entorno una reflexión colectiva sobre los modos de establecer el peso de verdad histórica de las circunstancias que le toca evaluar. (Abro aquí un paréntesis: pienso que la expresión “mi viejo”, sobre todo en este caso, supone por parte del autor un vínculo que no es exclusivamente de sangre. El padre asesinado, en tanto que revolucionario muerto por el Estado, se presenta en el discurso oficial como insurgente armado contra el orden y por tanto como un “delincuente”, según la interpretación convencional del código penal, que pagó con la muerte su error. Pero desde la posición insurgente misma, esa muerte se lee de otro modo: se trata de un militante que selló con su vida la distancia irreductible con la realidad, en la que unos poderes asesinos amenazan con matar a todo aquel que ose cuestionarlo seriamente. Ya el surgimiento de la agrupación H.I.J.O.S. politizaba estas cuestiones sin que por ello hayan sido definitivamente resueltas. No alcanza reconocerse como hijo para resolver esta alternativa frente a la ley. Tampoco alcanza con la expresión “hijos de una generación diezmada”. La asunción del legado de la rebeldía supone elaborar esa rebelión en los propios términos. Y es esa elaboración la que define. Cierro paréntesis y sigo).

Luego de dar cuenta del anacronismo que conlleva todo juicio que involucre criterios de justicia considerados en desuso por la actualidad, Mario se pregunta cómo reunir fuerzas para crear criterios que, si bien no serían los de unas militancias que ya no existen, tampoco pueden ser los que la época a la que llama con razón “victimista” (pero que es en realidad también brutalista) admite. Lo que se plantea es, entonces, la violencia de un choque entre el poder reaccionario del presente y todo aquello que no encaja en él. Es decir, un choque que convierte todo aquello que se resiste a la brutalidad, en enemigo a derribar (ahí entra el lenguaje del mundo libertariano, la estigmatización, el bullying, la destitución y la cancelación, el trolleo, la desfinanciación, el cierre, el despido, el recorte, la auditoría y, por fin, la destrucción).

Cuando escuchamos, entre perplejos e indignados, cómo circulan los discursos negacionistas de las derechas extremas —no solo “libertarias”, por cierto; no sólo en la Argentina, como es notorio—, que no se restringen a invalidar testimonios del horror, sino que increpan a toda vida que resiste, podemos reconocer la insuficiencia de una ideología que confía en la figura de la víctima como límite al horror. Por el contrario, la brutalidad alcanza a la custodia misma que los recuerdos hacen de sus recuerdos, y a la pretensión de considerar ese testimonio una verdad pública incuestionable. De hecho, la brutalidad aplicada al pasado es correlativa y proporcional a la aplicada al presente. No entender esto es no entender nada de lo que está en juego en la Argentina desde 1976 a la fecha. 

Pero esto quiere decir que el proyecto brutalista supone una reescritura de nuestros modos de leer la historia. Las críticas de izquierda que se han formulado a los proyectos revolucionarios de la década del setenta durante el período democrático 1983-2024, sólo conservarán su vigencia si la relectura es certera. Las que tuvieron el propósito de valorizar una apuesta a la democracia que el brutalismo refuta, deberán soportar la presión de una época que destroza la democracia. Las que fueron hechos para brindar a los revolucionarios del futuro un archivo, creyendo que con el tiempo la revolución volvería, deberán enfrentar el forzamiento que el brutalismo hace sobre el lenguaje, invirtiendo el significado de las palabras, comenzando por la misma idea de revolución.

Pero el riesgo mayor es otro. Convertirnos nosotros mismos en negacionistas, tachando lo que es tan difícil de asumir. Y es que no aceptar los términos del brutalismo, nos coloca inevitablemente en una zona de enemistad. Y una vez allí, nada sería más inconveniente que no hacerse cargo con sumo realismo de las amenazas que la época depredadora nos dirige. Sin darse cuenta que la enemistad viene de afuera, pero que la fuerza para enfrentarla viene desde dentro —dentro quiere decir: cooperación— seremos además de arrasados, profundamente humillados. Y es por eso, porque en cierto modo no tenemos opción, que estamos obligados —salvo que aceptemos la máxima indignidad— a reconsiderar qué quiere decir ser quienes somos. Qué quiere decir no aceptar. Qué quiere decir buscar un camino ahí donde generaciones anteriores no pudieron. Porque el capitalismo, que supo maniobrar por izquierda cuando fue keynesiano, que experimentó el pavor de la autonomía política de la clase obrera, parece decidido hoy como nunca a sacudirse los últimos vestigios de aquella maniobra, imprimiendo en cada quien las huellas del simultáneo entusiasmo que hace un siglo sintieron los revolucionarios de todo el mundo ante el mismo hecho. Un entusiasmo que no deberá resurgir ni a propósito de los años de luchas sin victorias como los setenta, o el 2001, ni de ninguna otra fecha. 

Pero en particular, hablamos ahora de los años setenta. Y de los revolucionarios argentinos y latinoamericanos que se agruparon bajo el guevarismo. Esos combatientes, masacrados primero, cristianizados como mártires luego, mistificados después y ahora diabolizados, siguen despertando fascinación en quienes fueron sus enemigos. La derecha fascistoide intenta volver una y otra vez sobre las vidas de aquellos a quienes desaparecieron. Reinician, a cada paso, su batalla contra los “zurdos”. Se apropian de sus palabras, “revolución”, “libertario”. Hacen la parodia del transgresor y se conciben como combatientes contra el Estado. Se trata de un odio fascinado. Por eso no olvidan, a pesar de lo que aconsejan. Retornan sobre la escena de la aniquilación. Mantienen viva esa crueldad —racista, antisemita, patriarcal, occidentalista, supremasista y sobre todo clasista—, la crueldad aquella que es también esta crueldad.

 

 

sonreír

 

Sus refutaciones del Marx profeta, científico o militante hacen reír. Y mejor así. No hay Marx sin sonrisa. Él nos enseñó que la vida es tiempo concreto, sea para la vida (emancipación) o para el capital (explotación). Nos mostró cómo desentrañar las categorías mistificadas de la dominación social. 

La ironía del barbado devuelve su seriedad a los explotadores y conecta con el humor de los explotados. Los primeros escuchan su nombre y se apresuran a refutarlo. Los segundos, los que se resisten, constatan su verdad en la experiencia cotidiana. Pero ahí donde la refutación es una repetición vacía en la que cada nuevo refutador concede que esa refutación no habría sido efectiva, en la constatación se verifica de una vez y para siempre que no hay ni puede haber una razón común para una sociedad fundada en la dominación de unas clases sobre otras. Y que la democracia no lo será nunca hasta que no pueda lidiar con este antagonismo desigualador, sobre el que se fundan críticamente las izquierdas y los populismos.

 
 

Partiendo de la negación de la plusvalía, los reaccionarios han podido convocar sentimientos antisistema desprovistos de cualquier apuesta por transformar el mundo. Se trata, ante todo, de rodear de subjetividad la fe en el algoritmo. La propia derecha ha dejado crecer una epistemología brutalista que liquida, con las banderas del ajuste y la batalla cultural, el entero aparato cultural del país. El brutalismo se alza así contra la propia herencia de una burguesía ilustrada, que en algunos casos cree realizar. 

Asistimos atónitos y horrorizados al espectáculo de las fuerzas destructivas del presente. No hay cómo jugarle al brutalismo de igual a igual. Ni en el diálogo o conversación, ni en las redes y los medios. No se nos concede hasta ahora la posibilidad de abrir un espacio de tregua y convivencia con ellos. Solo queda asumir sin ilusiones la tarea de la autodefensa. Y esa defensa no es posible sin una firme percepción del honor. Sí, del honor. No de ese prestigio señorial premoderno. Tampoco de la torpe satisfacción de los likes. El honor es aquello que, sustraído de la transacción mercantil, nos devuelve un saber sobre quiénes somos, y por qué estamos donde estamos. Y nos reencuentra con la poderosa razón que impide que nos doblemos servilmente. 

Y bien, lo cierto es que no sabemos cómo hacernos cargo de la palabra revolución —de su honor—, pero sí sabemos que aparejada a ella se dirime el desmonte de las igualdades materiales y simbólicas que hemos conocido gracias a ella. No sabemos del todo aún cómo poner en marcha esta defensa, ni sabemos hasta dónde llegará esta vez la fuerza de la brutalidad. Pero sí podemos constatar que estamos acá, que aún sonreímos con ironía burlona frente al enemigo, que nos seguimos creyendo merecedores de otra verdad, y que las resistencias populares serán —ya lo son— claves para orientarnos una y otra vez. No se trata desde luego de una cuestión de fe, sino simplemente de dignidad.

Imágenes: Gala Abramovich

ma a’ // Oscar del Barco

me cuesta ver esto que llaman la vida, líneas círculos fracturas dispersiones cortes mezclas nunca algo que evoluciona o progresa hacia algo sino una o infinitas masas inmóviles pero agujereadas en expansión-contracción de lo mismo que nunca es ni puede ser lo mismo

 

miles de fugas de saltos en el vacío todo inconsistente derrumbándose en el fondo de un resplandor sin nombre pero al que se quiere nombrar casi desesperadamente porque se siente o se presiente el fin entonces cuáles son los cortes de este amasijo sin orden o donde el orden es una camisa de fuerza en la que tratamos de encerrar o volver inocua o inocente nuestra locura, este caos que no se doblega que se resiste a todo intento de reducirlo a un punto o a alguien que va hacia algún lugar terrestre o celeste? por eso he tratado de cavar indefinidamente y sin plan alguno en lo mismo aquí en esto, pocos metros de tierra donde una nada a la que llaman con mi nombre habita ¿por qué la pintura? ¿y por qué preguntar sobre el por qué de la pintura? ¿acaso también “yo” deseo saber o construir un sentido, el sentido de esta vida? ¿quiero un dios, un “sistema”, siempre ridículo, donde recoger hasta la última partícula de un tiempo sin fundamento? hace mucho que sabemos que no hay por qué ni para qué, y que la rosa florece porque florece, así no más, en su roseidad, valga el término

 

trato de desbrozar lo amorfo que inevitablemente terminará en otro amorfo o en otra mezcla de la que ya voy alejándome sin poder apartarme ni un paso, siempre en lo mismo que a su vez es lo distinto de lo mismo, líneas de filosofía, innumerables, desde los griegos, siempre mal entendidos, por supuesto, o no entendidos, porque lo que me interesó y me sigue interesando de la filosofía son algunas frases, a veces algunas palabras, que me sirven para alimentar digamos el espíritu estaba por escribir la desmesura pero recordé que espíritu es fuego, y ese fuego que es un alimento debe a su vez ser alimentado, sigo, hasta husserl o derrida o levinas o cualquiera de los miles de tipos que pensaron y piensan misteriosamente el misterio, es claro que tengo mis preferencias, como ser plotino, la locura desenfrenada de descartes, de kant, de schelling… ¡bataille! ¡blanchot! eso no para, siempre se choca y del choque brota una chispa y la chispa se apaga y uno esto uno algo nada vaya a saber qué sigue se mete en el sutra-diamante y llora junto a subuti ante la descomunal demencia del discurso del buda y hay que sentarse horas y horas y años para no pensar para sólo oír la lluvia oír la lluvia dejar que cese la lluvia dejar abandonarse des-serse limpiar la superficie del vacío amar el sobogenzo de dogen, los breves discursos de wi-neng, llegar a desimaru al amigo augusto y un buen día desaparecer

 

pero desde mucho antes estaba la poesía y no sé no puedo no se puede saber por qué un chico de 14 o 15 años se pone a escribir versos uno detrás de otro y no para y no parará más, nunca más hasta el fin de sus días, es extraño lo recuerdo vagamente y me pregunto inútilmente ¿qué habrá escrito? ese fue y siguió siendo por mucho tiempo su más profundo secreto llenar páginas y páginas con breves “poemas” que nunca leyó nadie hasta que un día, ya grande, publicó “variaciones sobre un viejo tema” y después “infierno” hasta llegar a “poco pobre nada” y “diario” ¿40 años entre una cosa y la otra? ¿y en medio? el partido comunista, mi pelea contra lenin, contra su teoricismo y su terrorismo, y por otro lado el igitur de mallarme, la filosofía en el tocador de sade, la guerrilla, viajes, exilio, méxico, el peyote, dolor por los muertos queridos y por los muertos desconocidos, por los torturados y desaparecidos, un dolor conformando mis ojos, mis oídos, la totalidad de mi ser hasta darme una visión trágica, la única aceptable, sangrienta y desgarrada del mundo, eso ya no me abandonará, la shoá, los gulags, todos los genocidios, el proceso, más el infinito dolor cotidiano, omnipotente, que como una plaga infernal constituye la esencia de lo que llamamos hombre, este infierno que somos, que es la vida, este grito universal de dolor que se expresa en el pensamiento, en el arte, en la plegaria…

 

vallejo, juan l. ortiz, macedonio, hölderlin, rimbaud, mallarmé, baudelaire, artaud, pound, william carlos williams, ungaretti, celan, cientos de nombres pasaron por la criatura, la exaltaron y la pulverizaron con su belleza, la palabra, la “obra”, ¿por qué los hombres, pienso en sófocles, pienso en el dante, pienso en el canto de los esquimales y en todos los cantos luctuosos y jubilatorios, se han lanzado “al fondo de lo desconocido”, al misterio? ¿es la forma íntima de su ser hombres ese himno imperecedero que intenta rescatarlo, consolarlo del dolor de su propia presencia? ah, el hilo rojo, el hilo rojo de las palabras que en el lenguaje y como lenguaje alaban lo ilimitado, desconocido e inaccesible… ¿cómo no pensar en san anselmo y en el maestro eckhart, cómo no pensar en los jasidistas cantando hasta el éxtasis y en los sufíes danzando hasta la ebriedad de la divinidad? darle cabida a todos, a maría sabina comiendo sus hongos como diminutos dioses proféticos o a santo tomás abandonando el esplendor del pensamiento para sumirse en el explendor de la no existencia…

 

amorfo amorfo líneas disparatadas hasta que un día que recuerdo con toda claridad irrumpió de manera abrupta la música moderna más allá o por sobre o en la música de siempre, como un tam-tam de tambores en la amada melodía, o un trino en la calma del cielo, de pronto después de mucho buscarlo irrumpió en una pequeña pieza llena de libros fotos papeles protegida del calor por un viejísimo nogal digo irrumpió el quinteto para instrumentos de viento número 15 de arnold schoenberg y todo cambió, cómo decirlo, brevemente: entré, pude entrar, ay dios mío, qué inmensidad, en lo que en voz muy baja, vacilante porque sé que no puede decirse, porque es algo que excede todo, en el arte contemporáneo, en la música dije, schoenberg, schoenberg, y todos los ángeles posteriores, webern, bartok, celsi, nancarow, stockhausen, lutoslavski, feldman, hasta barraqué, pobrecito, que murió alcohólico, muy joven, el amigo de foucault, el discípulo de messiaen y condiscípulo de boulez, todo ese sonido filtrándose y arrasando la masa amorfa, llevándola al descontrol de lo “sublime”, digo sublime para no hablar con énfasis sino a ras de la tierra, como ese personaje de “en presencia del payaso” que en un manicomio pone una y otra vez los acordes del quinteto de schubert y uno tiene que oír esto es esto es la música también ella sosteniéndonos en esa iluminación que nos sostiene que impide que muramos en este mismo instante

 

y entonces la pintura, debo reconocer que desde muy joven, influenciado por la vida de van gogh y junto con un primo al que quise sin límite pintábamos sin saber bien qué hacíamos aunque él dedicó toda su vida a eso mientras yo debí esperar años, décadas, y de esa época él guardó un cuadro mío amarillo casi rojo y ya viejo me lo regaló para mi sorpresa allá en su cabaña en plena sierra antes de morir, entonces bueno no puedo decir todo recomencé con mis líneas y con mis gritos alaridos balbuceos triuteos ilúdeos mugidos berrinches ladridos rugidos de dientes y lengua horas y horas y días y años sin lenguaje una especie de prelenguaje como el ruido de una tormenta o del amor y a veces acompañado por mi familia y dibujando líneas sin ton ni son mezcladas arremolinadas y después le agregué puntos negros y un día colores y después… otro día también como un don sin querer, sin pensar, algo semejante a un nacimiento, empecé a pintar con óleos y con acrílicos, hará unos 14 años y me dio la locura, verdaderamente la locura, más o menos 600 cuadros a los que agregué pedazos de diarios, rostros, pedazos de madera, bichitos muertos, hojas, fotos terribles, desnudos, me hundí en una piecita al fondo de mi casa y me estaqueé en el suelo, y puse música, fuerte, arrebatadora, y no paré más, hasta el día de hoy, y no quiero decir ni pretendo insinuar que hice cosas buenas ni malas, hice lo que hice, esto que se ve aquí, pasé más o menos rápido de lo geométrico a un expresionismo que me tocó en lo más hondo al reino de un color que yo sentía doloroso, donde todo fue llanto y grito de protesta, hasta llegar a los cuadros que sometí al trabajo creador de las llamas, cuadros quemados que después destruía o incorporaba al cuerpo dándole algunas pinceladas o recibiéndolos como llegaban, al azar, como si el fuego fuese el gran maestro “al fin hallado” por mí… no sé qué son ni si son para mi algo si durarán algún tiempo como tampoco lo sé de mi poesía, tal vez todo sea como los gritos que a falta de saber música lancé durante años al borde de la nada y hacia la nada como todo por otra parte sí como todo

 

así sea

 
 
 
 
 

Fuente: Texto incluido en el catálogo ma a-Obra Pictórica (Córdoba, 2008), publicado en ocasión de la exposición homónima en el curso de la cual se exhibieron ciento cincuenta obras inéditas de distintos formatos y técnicas que OdB viene realizando silenciosamente desde hace quince años.

Fuente: Adynata

Publicado en: Del Barco, Oscar, “Alternativas de lo posthumano. Textos reunidos”. Caja Negra. Buenos Aires, 2010.

 
 

Toda esa cuestión // Sebastián Scolnik

A propósito del libro Libres o muertos, jamás esclavos. Historias de la militancia revolucionaria en Tres de Febrero, de Edgardo “Cambá” Fontana.

 

  1. Artesanalidad política

Conocí a Cambá, también autopercibido como Edgardo Fontana, en circunstancias muy específicas. En ese entonces militábamos en una agrupación, de origen universitario, que se proponía heredera de las experiencias populares y revolucionarias, derrotadas por la Dictadura asesina, cuando esas tradiciones no eran portadoras del glamour ni del prestigio de los reconocimientos públicos. Tampoco eran una cualidad ligada al mérito moral ni al requisito laboral. Asumirse como parte de esa historia, tan estigmatizada en esos años noventa, tenía algo de testarudez. Lo que para algunos era sencillamente comodidad (me refiero a quienes sólo se inscribían en esa genealogía sin revisar su propia relación con las luchas y las palabras del pasado), para nosotros era fuente de problema y obsesión: debíamos encontrar nuestra propia relación con aquello cuya derrota era también nuestra, dado que aún vivíamos en sus efectos, y a la vez establecer nuestro propio modo de experimentar la política sin ninguna clase de sumisión al pasado. Este tipo de vínculo crítico no sólo proponía cierto desmarque de los rituales más rígidos y payasescos de la liturgia militante, sino también procuraba recrear cierta frescura que nos permitiese cuidar, rodeándolo de amor, eso que por entonces era objeto del cinismo circundante. El Mate ya daba indicios (después de haber organizado la Cátedra Libre Che Guevara de la UBA) de prolongar su experiencia organizativa más allá de los confines universitarios. Así conocimos a Cambá, quien se había interesado en las discusiones y los propósitos organizativos que asumía la agrupación.

Hay una historia de las casas, de la cocina como forma de encuentro, geografía concreta de la artesanalidad política. En esas infinitas, y aparentemente insignificantes reuniones, se van gestando los momentos fundacionales de las cosas. Así lo afirma Cambá en su libro Libres o muertos, jamás esclavos. Historias de la militancia revolucionaria en Tres de Febrero. Son la precuela de toda forma de institucionalización y visibilidad de las experiencias políticas. No es posible pensar las siglas, los grupos y sus estructuras, pero tampoco las biografías militantes, sin estos imperceptibles agrupamientos. Así ocurrió en Tres de Febrero, como relata Cambá, y así también podemos verlo en el libro Los Villaflor de Avellaneda, de Enrique Arrosagaray. Hay una historia de las familias y los hogares que congregan (una historia que abarca los períodos de resistencia y clandestinidad, pero también de elaboración política y organizativa) sin la cual no podríamos explicar nada de lo acontecido. No habría política, en su sentido más noble, sino existieran estos anudamientos que son claves para andar un camino juntos. Ninguno de nosotros olvidará esos lugares que dieron lugar a un primer encuentro, al gesto característico de la persona que en esas circunstancias conocimos ni al tono de sus intervenciones. Permanecen grabados en nuestras retinas, pues todas las aventuras y dilemas recorridos siempre vuelven a ese mismo lugar de partida.

Un buen día nos encontrábamos, en una casa de Paternal, a conocer a Cambá, quien se sumaría a la agrupación. La austera escena doméstica de una casa juvenil no le quitaba calidez al cónclave ni desmerecía la seriedad de lo que allí se discutía. Nos juntamos a comer unos tallarines a la boloñesa, un plato que formaba parte indispensable de los repertorios gastronómicos militantes. Como la casa era un PH, en un primer piso y con pocas ventanas, el clima se habría enrarecido porque flotaba en el aire el vapor de las ollas que se entremezclaba con el humo de los cigarrillos. El tono de Cambá era firme y severo (incluso, no creo equivocarme si digo que al principio podía sonar intimidante). Sin embargo, nunca tuve la sensación de estar con un “aparato” de los setenta. Más bien percibía que, por debajo de su enunciación férrea (que con los años pudo haberse agravado siguiendo el derrotero de las dificultades auditivas), había una sensibilidad extrema y emocionada. El tono intenso era más propio del entusiasmo que de una gravedad impostada de corte setentista y ceremonial. Al fin de cuentas, nada impedía reír de nosotros mismos y apostar al camino juntos. Recordé esta escena mientras repasaba el libro. La presencia de las casas, en este caso de la familia Sandoval en Caseros y la carpintería de Juan Sandoval (que inevitablemente me remite a las reuniones que, veinte años más tarde, tuvimos en la carpintería de Luis Mattini) y la casa de Cecilia Almada en Derqui, que nos llevan a un tiempo previo de las cosas. Allí, nos dice Cambá, se reunían, imprimían volantes y periódicos en mimeógrafos (como El cumpa, cuyo nombre tomaríamos en El Mate como publicación de un grupo que se proponía discutir el tema del trabajo), discutían la coyuntura, escuchaban las cintas con los discursos de Perón, leían las cartas de John William Cooke, veían películas como La hora de los Hornos, etcétera. Las casas, en Tres de Febrero, la de Sandoval y la de Almada, y en Avellaneda la de los Villaflor —don Aníbal y Josefina, Raimundo y también Azucena—, eran auténticas fábricas de la conspiración. Y ese gesto cómplice, compañero y rebelde, es el que recuerdo cuando conocí a Cambá, un mediodía perdido a lo lejos, en una casa del barrio de Paternal. Hay un hilo de la artesanalidad política que se reconoce en todos estos momentos que no son los que destellan espectacularidad sino elaboración sutil, donde se traman esos vínculos que resultan definitivos.   

  1. Cartografía existencial

Andar con Cambá por el conurbano era una experiencia inaudita. Montado en su Volkswagen Gol, celeste metalizado, algo chillón y con el tiempo baqueteado, se movía por las distintas geografías como pez en el agua. Manejaba mientras fumaba y conversaba incesantemente. Pero cada lugar por el que pasábamos era un signo que revelaba una historia. “En esta esquina volanteamos, en este otro lugar hicimos una `operación´, acá vivía tal y de ahí se llevaron a tal otro u otra”. A su marcha, Cambá iba trazando una cartografía experiencial, nutrida por los recuerdos que siempre son situados: transcurren en algún lugar y bajo ciertas circunstancias. Era una recorrida por un tiempo que volvía, pero al retornar volcaba su densidad sobre el presente, terreno fáctico donde nos movíamos y campo práctico de nuestras militancias que se proponían cambiar las cosas bajo las exigencias que su propio tiempo imponía.

A mi memoria viene el recuerdo de una reunión que transcurrió en la ciudad de Berlín. Había varios participantes que eran miembros de colectivos artísticos. Entre ellos, estaban unos artistas franceses que se habían especializado en hacer “cartografías”, algo que por entonces estaba muy de moda. En sus mapas, estos artistas hacían bosquejos de la ciudad en los que resaltaban la presencia de instituciones financieras globales, bases militares y centros de reclusión de migrantes. Nosotros veníamos con las ínfulas del 2001, con la insolencia propia de quien no acepta los consensos fáciles. Se me ocurrió discutir esa idea de mapa, diría “pre-foucaultiano”, puesto que el poder quedaba sintetizado en ciertos puntos salientes, edificios y estructuras visibles que ocultaban las relaciones de poder social que por detrás de esas evidencias se tejen y habilitan esas formas de gobierno de lo social. Como contrapunto, animado por la presencia de un integrante del Grupo de Arte Callejero, puse el “Aquí viven genocidas” como un ejemplo en el que las marcas señalizadas daban cuenta de las luchas acontecidas o aquellas por venir. Es sabido que los Escraches eran formas de justicia popular que actuaban en el territorio operando sobre los efectos concretos de la dictadura: la destrucción de los lazos colectivos, la normalización neoliberal y las instituciones maniatadas de una democracia que surgía de la derrota. No solo denunciaban el lugar donde vivían los milicos asesinos, sino que también actuaban sobre las estructuras de complicidad social. El Escrache era intolerable para la democracia y para la impunidad que se tejía entre sus pliegues bloqueando las posibilidades de repensar lo ocurrido en el país. Por eso, el “Aquí viven genocidas”, proponía un trazado vivo que no se conforma con la narración del horror, sino que ofrecía un plan de acción, una actividad colectiva y situada contra toda forma de sutura y reconciliación.

Algo de esto pude sentir al leer el libro de Cambá. No se trata de una historia “generalista”, vista desde arriba. Si puede considerarse la más completa historia sobre el noroeste conurbano es, precisamente, porque es el resultado de una investigación militante que recoge los ecos de las luchas, sus desdichas y sus momentos felices. No para dar por concluida una experiencia sino para relanzarla hacia el presente. De esta manera, podemos viajar a las casas, los locales, las organizaciones, las escuelas (donde se narra una, para mí desconocida historia de Cambá en el centro de estudiantes), las sociedades de fomento y las fábricas, verdaderos laboratorios políticos en los que todas ideas políticas (discutidas en asambleas, consejos, panfletos y publicaciones), ofrecían a la experiencia obrera una riqueza extraordinaria. Un territorio se compone por sus movimientos migratorios, sus formas de habitar el espacio y las luchas que cobija. A uno y otro lado del Atlántico, en Caseros o en Turín, el nombre Fiat era el emblema de una experimentación política insurreccional, de un ejercicio de democracia radical en el que todos los tonos de la revolución convergían para luchar contra las formas opresivas del trabajo y la complicidad de las burocracias sindicales. De los consejos operarios en Italia a las coordinadoras obreras en Argentina hay un ejercicio de poder popular que la dictadura vino a pretender cortar de cuajo. Y en ese magma, todas las organizaciones y sus militantes iban desplegándose al calor de las exigencias prácticas. Los tonos y las intervenciones de cada una de esas experiencias están especialmente cuidados en la presentación que ofrece Cambá en este libro. Si se trata de una cartografía existencial no es solo porque Cambá fue protagonista de estas páginas sino porque su propósito no es congelar la historia como un expediente ya acontecido —la muy rigurosa investigación sobre los dispositivos del poder represivo y sus procedimientos no permiten ilusionarse, en estos días, con dar por cerrado el tema—, sino comunicar intensidades. Esas que hemos percibido infinitamente en la narración oral de los sobrevivientes, que hoy vuelve en la letra escrita, y que nos hace comprender que tenemos el derecho de pensar las derrotas en todas sus dimensiones trágicas y el deber de recrear la experiencia política. El mapa vivo que propone Cambá se trata de eso.  De una voluntad que persevera, de un acto de justicia con sus compañeros y compañeras y de una fidelidad con cada trayectoria que merece ser redescubierta en las sombrías perspectivas del presente.

  1. Tarea principal

Las trayectorias militantes no pueden evaluarse como una mera acumulación aritmética de circunstancias. Hay puntos de quiebre, acontecimientos que marcan de manera decisiva una biografía política. Un encuentro, una voz, un gesto, un nombre, un texto… Cuando conocimos a Cambá él insistía en la figura de Gustavo Rearte. Miembro relevante de la resistencia peronista y de las organizaciones revolucionarias, Rearte no era una de las figuras más conocidas de la escena militante que frecuentaba el anecdotario en reuniones y morfis colectivos. Quizá, precisamente, porque sus concepciones distaban mucho de la espectacularidad y porque si bien no cesó en su corta pero intensa vida de producir experiencias organizativas, incluso armadas, algo de su convicción más profunda lo llevaba a suponer que siempre había algo estratégico que era prioritario respecto a los egos y engordes organizativos. También respecto a cualquier ilusión fierrera que sustituyera el trabajo político. Cita Cambá en el libro: “Debe rechazarse toda ilusión idealista de contar con las masas por la mera presencia de un grupo armado”. Esta frase coincide perfectamente con el editorial “Violencia y tarea principal”, publicado en la revista En lucha, que permanentemente Cambá nos recordaba. En él, Rearte enfatizaba el trabajo político de masas por encima de cualquier atajo táctico, sustitución representativa o armada del sujeto real de las transformaciones. La idea de la “tarea principal” siempre me resultó tan fundamental como enigmática. Porque asume que hay un asunto central que no siempre se descubre o se prioriza, y que la militancia suele encontrar coartadas distractivas que impiden concentrarse en eso que, imprescindible, se constituye como el carozo de toda transformación.

Cuando Cambá cumplió 65 años, reunió en su casa a varias capas militantes de sus distintas épocas. Cuando regresábamos, comentando la reunión, uno de los asistentes decía con gracia: “Cambá está siempre igual”. ¿Qué significa que esté igual si tantos años han pasado desde que militábamos juntos, primero en El Mate y luego en el Colectivo Situaciones? Pues bien, siempre igual, según interpreto, significa fiel a la “tarea principal”, a eso que nunca debe olvidarse y exige ser tratado con meticulosa obsesión. A aquello que debe luchar por resguardarse de la tentación de todo encandilamiento narcisista y boludeo epocal (y los últimos años han sido especialmente dados a estas zanahorias).

El libro de Cambá llega en momentos muy especiales, cuando un nuevo tipo de derecha, negacionista y perversa, viene a refutar muchas de las concepciones que se edificaron en la cultura política democrática de la post-dictadura. Hace pocos días, Mario Santucho escribió un gran texto en la revista Crisis. Lleva por título “Quien entregó a mi viejo”. Diría que este escrito reúne las condiciones de un gran ensayo político. Lo propio de este género (muchas veces malversado en esteticismos de regodeo o en demostraciones explicativas en las que no hay vacilación ni búsqueda) es escribir para asumir lo que no se sabe cómo pensar —como dice Mario que le sucede—, lo que requiere de un esfuerzo colectivo y de una búsqueda de verdad, sacando el dilema a pensar de los confines de la propia individualidad para ofrecerlo como materia común. ¿Qué hacer cuando los criterios forjados en la época donde la historia que Marito repone y comparte no son válidos para el presente? ¿Y si todos estos años de reconocimientos públicos, que hemos vivido como un tiempo de conquistas y derechos, hubieran producido una paradojal despolitización que tiene en la figura de la víctima un punto de neutralización para la crítica política? ¿Qué ocurre cuando la derecha se nutre de nuestra lengua histórica, la que hemos dejado de hablar hace tiempo —como la propia palabra Revolución— o la que hemos burocratizado volviéndola cliché administrativo, para efectuar una contrarrevolución reaccionaria y fascista que nos deja perplejos e inmóviles? Si esta democracia, que habló en nombre de derechos e igualdades, no cesó de producir desigualdades sociales, ¿por qué fuimos nosotros quienes nos dedicamos a defenderla de la acción destituyente de la derecha neutralizando en ese gesto nuestro potencial crítico? ¿Cómo establecer criterios de verdad y responsabilidad que nos comuniquen con la historia revolucionaria en un tiempo no revolucionario? Las preguntas de Mario llegaron, en un momento de zozobra y de peligro, como un aullido para reunir a la manada. Y aquí estamos, tan preocupados como siempre, desculando lo que se ciñe sobre nosotros. Veo la cara de cada compañera y compañero de este periplo colectivo rodeando esta inquietud para desenrollar el ovillo que nos detiene en la perplejidad. Si la nueva derecha, que nos afanó la palabra “libertad”, procede como el viejo fascismo, esto es, oscureciendo las percepciones y enloqueciendo los signos, tal y como afirma con sutil precisión Diego Sztulwark, debemos aclararnos. Mirar al fascismo de frente y sin temor, como dijo Toni Negri en el último texto que escribió, o Nora Cortiñas tras el triunfo de Milei. Para eso es necesario recuperar nuestras potencias críticas y nuestro poder colectivo. Acudimos presurosos al llamado. Qué relación podemos tener con las experiencias revolucionarias del pasado, se preguntó hace poco Javier Trímboli, en ocasión del último 24 de marzo, sospechando de nuestra masiva y dócil adhesión al presente (si hablamos en primera persona del plural no es para desconocer las incomodidades que hemos tenido en todos estos años sino para enfatizar la dimensión de catástrofe colectiva en la que estamos metidos). EL libro de Cambá tiene algo de esa inquietud. Nos cuenta una historia que debemos elaborar con la máxima libertad creativa y no como una continuidad lineal. Y es evidente que el gran episodio que nos tocó vivir juntos, marcándonos a fuego —me refiero al 2001—, debe ser retomado en lo que dejó inconcluso o abierto como enigma a ser descifrado. Metidos en este gran lío, aquí estamos, pues.     

  1. No hay dos sin tres….

Hace no mucho tiempo, a propósito de un escrito que repasaba los dilemas y estilos militantes forjados en torno al 2001, Cambá decía: “para mí, personalmente, fueron de los más felices de mi vida (…) nunca me olvidé de esos momentos y nunca me los voy a olvidar, porque tuve la gran suerte de vivir con ustedes una segunda vez militante tan potente y maravillosa como la primera que fue en los 70, pero también eso me hace ilusionar con la posibilidad de una tercera, porque no hay dos sin tres. Ojalá lo sea con ustedes…”. Quizá, lo propio de la política sea este encuentro entre generaciones, esta cita de la que hablaba Walter Benjamin, y que ocurre cuando el peligro acecha y las luchas encienden su misteriosa e inesperada llama. Si las nuevas generaciones así lo disponen, tal vez nosotros tengamos nuestra segunda vida y Cambá su tercera oportunidad. Un nuevo nacimiento que siempre requiere, como pensó León Rozitchner, volver a pasar por aquella ensoñación e inocencia primera, por esa extraña sensación en la que somos tomados por intensidades que gobiernan nuestra imaginación rehaciendo el mundo entero como un nuevo sentido. Este libro, y esta reunión, son anticipos que llaman y suscitan eso que nunca sabremos de antemano cómo será pero que, no por ello, dejamos de convocar con urgencia y curiosidad.

 

 

La envidia blanca y el bolsonarismo // Diego Sztulwark

Quienes creíamos que la derecha extrema no podía triunfar en la Argentina lo hacíamos confiando en el arraigo de una contra historia. Ya durante el terrorismo de Estado las Madres de Plaza Mayo pusieron en circulación lo que Ricardo Piglia llamó una contra-narración, opuesta a la narración oficial sobre lo que ocurría con los desaparecidos. Esa contra-narración no dejó de anudarse con otras tantas, en particular ligadas al territorio y al autoritarismo de la economía neoliberal. Luego de 2001, la política buscó legitimarse en muchas de esas contra-narraciones, buscando reconstruir la autoridad de la palabra pública pero también desgastando la potencia irreverente de esas contra-narraciones. El error de estimación que cometimos quienes creíamos que la derecha extrema no podía triunfar políticamente en la Argentina no tenía que ver con cálculos electorales. Desde 2021, hacia el fin de la pandemia y luego de las elecciones de medio término, ya era claro que parte del voto popular se replegaba y abandonaba toda relación positiva no solo con el entonces Frente de Todos, sino también con la representación política convencional. La trampa en la que caímos fue aceptar que aquellas contra historias debían salir en defensa de un gobierno que las había trivializado. Ya en 2023 no podíamos ser indiferentes ante lo que se consumó como el triunfo de Milei ni creer tampoco que la candidatura de Sergio Massa, un enemigo de estas contra-historias, resultara apta para la pelea política de fondo.

 
 


Así las cosas, debimos convertirnos a las apuradas en estudiosos de la llamada extrema derecha. Y nos la pasamos el verano releyendo los libros sobre el asunto -del de Pablo Stefanoni al de Juan González- que habíamos leído como al pasar, como se echa el ojo a una rareza que no habla de nosotros. Desde entonces no paramos de asistir a cursos acelerados sobre Vox, el trumpismo e ideólogos como Murray Rothbard sólo para concluir -como lo ha hecho esta semana Franco “Bifo” Berardi- que nada en los que se dicen líderes e intelectuales de la ultraderecha nos hará comprender el giro que pegaron las masas que decidieron creer en ellos. En otras palabras: el “giro brutalista” es incomprensible sin considerar el crecimiento de la desigualdad social, la intervención de nuevas tecnologías de la comunicación, y el papel de una afectividad inmediata, que no encuentra mediaciones democráticas en las que procesar su propia desesperación. Se trata de una situación de alcance global, pero que no se explica por fuera de las escenas nacionales específicas, que precisa ser descripta en el plano de la formación de las audiencias de la ultraderecha tanto como el de las técnicas que le han permitido capturarlas.

Como parte de esa tarea es aconsejable leer “Bolsonarismo y extrema derecha global”, de Rodrigo Nunes (Tinta Limón, 2024). Las tesis del libro, útiles para aprender del contraste entre la consolidación de la extrema derecha en Brasil y nuestro presente actual, pueden resumirse en estos aspectos:

–Luego de 2008 las élites neoliberales se saben políticamente deslegitimadas y deciden arremeter. El aceleracionismo de la globalización en crisis ha buscado desde entonces mecanismos de compensación de la desregulación pública por medio de una distribución privada y violenta del poder social. En Brasil uno de estos mecanismos es el paternalismo que actúa gestionando merecimientos por fuera de la ley. Nunes llama a este tipo de acción de autoridades informales “capitalismos de capataz”.

–Desde entonces se ha ido estableciendo una “gramática moral” que permite reunir narraciones surgidas de la experiencia de clases diferentes. En torno al individualismo emprendedor y al punitivismo se han producido puntos de encuentro entre contingentes sociales empobrecidos que ya no esperan más nada de la promesa democrática y élites derechistas que tampoco están dispuestas a concesión democrática alguna. En esta “gramática moral” se funda la sustitución de las aspiraciones igualitarias de las izquierdas por una nueva pasión desigualitaria presente en la base tanto como en la cima de la sociedad.

–Para administrar esta gramática ha sido clave la sustitución de una imagen izquierdista que adjudica la injusticia vivida como lucha de clases por otra en la que se trata de efectivizar por abajo una revancha contra grupos sociales -diferencias sexuales, de forma de vida, de ingresos- concebidos como privilegiados, y por arriba una concordancia moral y cultural entre derechas conservadoras y liberales.

–La constitución de la narración extremo-derechista logra hacer sentido, resuena con la crudeza de la vida popular y con las apetencias de orden y ganancias de las élites. Se nutre de unos sentimientos “antisistema” -con el que las izquierdas no se han tramado-, a los que involucra en una paradojal “revuelta conformista”. La ultraderecha pone en marcha una política antisistema para que gente que ha sido despojada de toda creencia en el sistema pueda ser realmente transformada.

–En esa narrativa juegan un papel fundamental técnicas de comunicación como la doble comunicación y la máscara Troll. Son procedimientos de disociación afectiva que permiten la ridiculización y el doble discurso, distinguiendo entre un sentido interno (a los propios) y uno “externo”, al que se pone cada vez a prueba para definir qué es verdad y hasta donde el público está dispuesto a seguir el juego. Se trata de una “osadía provocadora” que avanza desplazando límites. Otro aspecto del éxito de esas narraciones es la apropiación del discurso del complot, asociado siempre a la movilización del resentimiento. El conspiracionismo no hace sino personificar el funcionamiento de las fuerzas del sistema. Allí donde el capital desposee se echa la culpa a grupos precisos como los negros, las mujeres, los homosexuales, los favelados, los vagos que reciben ayuda social, los políticos, etc.

–El discurso politológico y periodístico sobre la “polarización”, que ha encubierto el carácter unilateral del fenómeno de la radicalización (en EE.UU primero, en Brasil después) de la derecha. La aparición de la idea de una “guerra cultural” que llega a Brasil en 2013, ya había sido ensayada en EE.UU por Nixon, movilizando la “Envidia blanca” contra la cultura negra y la lucha contra la guerra de Vietnam. Actualmente, los amigos de Milei que traducen esta guerra como “batalla cultural” también han logrado provocar un desplazamiento desde la política (denunciada como parte de la casta) a la moral y hacia lo que llaman la cultura. ¿Qué encuentran allí? En primer lugar, sellar la substracción de la economía de toda discusión real, en segundo lugar, la apelación a la familia y a las micro-sociedades para que actúen como compensadores de una privatización general de la desinversión publica en las funciones de reproducción social y, en tercer lugar, una justificación de la violencia represiva.

 

 

–El año 2013 es clave en Brasil. La secuencia es la siguiente: Si la crisis financiera de 2008 agotaba los términos de una polarización entre el ala conservadora y la progresista del neoliberalismo, abriéndose la posibilidad de una salida radical, fue del ala conservadora de donde con mayor eficacia se desprendió una tendencia extrema que logró acusar de “globalista” al extendido arco de la izquierda, el progresismo, y liberalismo moderado. El movimiento de protestas en junio de 2013, reprimido por el PT, fue uno de los costos que debió pagar el gobierno de Lula por aferrarse a la vieja polarización y obtener a como dé lugar la victoria electoral de Dilma. Pero el costo mayor de no introducir reformas izquierdistas entre los años 2008 y 2013 fue su incapacidad de contener luego el ascenso del bolsonarismo. Según Nunes, la derecha bolsonarista no actuó polarizando, sino tironeando. La diferencia es ésta: en lugar de dos polos luchando por conquistar el centro, la derecha extrema se desentendió de toda preocupación por armar mayoría y solo se preocupó por mantener su propia base, confiando en que el centro -cansado de hablar contra los extremos- actuará de modo anti-izquierdista.

¿Qué podemos aprender de todo esto? El autor nos hace saber que a su juicio -la mirada es politológica- bolsonarismo y mileísmo, con sus diferencias, suponen una reorganización capitalista de las mediaciones de arriba hacia abajo. Esa reorganización toma la forma de una reasignación de aquellas regulaciones que permanecen en la esfera pública respecto de aquellas que se delegan a la esfera privada (explotación pactada en términos puramente mercantiles). Estas nuevas mediaciones suponen también una humillación del centro político y un desafío al universo de las izquierdas. Queda planteada la cuestión de si para salir de este escenario se precisa hacer como en Brasil una nueva alianza de cúpulas entre centro e izquierdas, o bien de acelerar la creación de una nueva radicalidad social que, desde abajo y a la izquierda, sea capaz de tensar las formas políticas en una dirección contraria, forzando nuevos escenarios. Si la salida viene por el lado de la recomposición de la represión electoral del desastre o por la disputa de esos sentimientos antisistema que la derecha extrema envuelve en una profiláctica falta de fe en toda transformación. Una nueva combinatoria electoral, que logre sacarse de encima el mote de la casta, y logre invertir el resultado del 2023 o bien un nuevo extremismo que intente modificar la ecuación entre desesperación popular y cuestionamiento a los pilares de un capitalismo neo-extractivo y rentístico que solo promete pobreza, desposesión y cadáveres a nuestra gente.

 

* El viernes 31 de mayo, a las 19, Rodrigo Nunes dialogará con Diego Sztulwark y Daniel Tognetti, en Cazona de Flores, Morón 2453.

Brutalismo supremacista libertario-capitalista // Franco “Bifo” Berardi

Reflexiones sobre la cumbre de Madrid donde se reunieron los líderes mundiales del capitalismo gore y sobre la formación de Anthropos 2.0


Dinámica profunda de la ola nazi-libertaria


La cumbre de la ultraderecha blanca occidental que tuvo lugar en Madrid el 29 de mayo fue el momento culminante de un proceso que escapa a las categorías de la política moderna.
Seguimos interpretándolo con las categorías que tenemos a nuestra disposición, democracia, liberalismo, socialismo, fascismo, etc.
Pero creo que estas categorías interpretativas políticas no capturan la esencia de este proceso, que no tiene muchas novedades en el nivel enunciativo y programático, pero sí radicalmente nuevo en el nivel antropológico y psicocognitivo.
Las declaraciones de los líderes de la derecha mundial no explican la fuerza disruptiva del movimiento que nadie parece capaz de detener -con algunas excepciones como Colombia, Brasil y la España socialista, bastiones de la resistencia humana-. Las dinámicas tradicionales de democracia parlamentaria y lucha social parecen haber sido superadas, como si un ciclón de poder sin precedentes arrasara con las defensas que la sociedad construyó después de la Segunda Guerra Mundial.
La cumbre de Madrid reunió a grupos que se remontan al supremacismo blanco occidental, y no a los movimientos que lideran países como la India de Modi, un ejemplo de suprematismo no blanco, y la Rusia de Putin, un ejemplo de suprematismo no occidental.
En la segunda mitad de 2024 es posible que la derecha supremacista gane la presidencia estadounidense y cambie la mayoría del Parlamento Europeo, aliándose con el centro. Pero incluso si la derecha no prevaleciera en Europa y los demócratas ganaran las elecciones americanas, esto no cambiaría mucho, porque en cuestiones fundamentales -en primer lugar, el rearme, la guerra y la cuestión climática- ya no existe una distinción entre la extrema derecha Gobiernos de ala y centro. De hecho, en la situación que se está gestando, la victoria del lepenismo en las elecciones de junio y la victoria de Trump en noviembre tendrían el efecto de romper la unidad occidental en la guerra contra Rusia.
Pero el objeto de mi reflexión no es el resultado de las elecciones de 2024.
Lo que me interesa aquí es comprender la dinámica antropológica y no meramente política que ha transformado las sociedades de Occidente y de gran parte del planeta, después de haber barrido al movimiento obrero organizado y desactivado una tras otra las instituciones internacionales de liberalismo -era democrática que comienza con la ONU.
¿Se puede reducir lo que está sucediendo a un retorno del fascismo histórico? Yo diría definitivamente que no: el nacionalismo fascista sigue constituyendo el principal referente del lenguaje y la mentalidad de la clase política que cabalga la ola reaccionaria, porque se trata de personas de muy bajo calibre intelectual que no tienen capacidad de encontrar conceptos y palabras a la altura de la fuerza que la transformación antropológica ha puesto a su disposición.
Me parece que no existe una conciencia del derecho igual al poder del derecho.
Además, la brutalidad generalmente no es muy consciente de sí misma.
Lo que está surgiendo es un fenómeno de alcance gigantesco, que no puede explicarse con las categorías de la política porque tiene sus raíces en la mutación tecnoantropológica que ha experimentado la humanidad en las últimas cuatro décadas, y porque constituye la salida del hiperliberalismo, lo que ha hecho de la competencia (es decir, la guerra social) el principio universal de las relaciones interhumanas.
Las explicaciones políticas de la ola brutalista libertaria captan sólo aspectos marginales del fenómeno: los demócratas liberales sostienen que el orden político se ve sacudido por el soberanismo autoritario. Los marxistas, o muchos de ellos, interpretan lo que está sucediendo como un retorno del fascismo histórico tras los errores del movimiento obrero organizado.
Pero ni lo uno ni lo otro explican lo más importante: la cualidad antropológica y psíquica que subyace a la adhesión masiva a los movimientos ultrarreaccionarios.
Lo que debemos entender no es el significado de las declaraciones de Trump, Milei, Netanyahu o Norendra Modi, sino las razones por las que una creciente mayoría de la población del planeta abraza con entusiasmo la furia destructiva de estos líderes.
A diferencia del nazifascismo histórico que practicó una economía estatista, la ola supremacista fusiona los clichés del racismo y el conservadurismo cultural con un énfasis histérico en el liberalismo económico: la libertad de ser brutal.
¿Es esta novedad suficiente para explicar el éxito abrumador de la papilla intelectual que despierta el entusiasmo de multitudes en todas partes?
¿Se supone que debemos pensar que las multitudes siguen a Trump a pesar de sus descaradas mentiras, a pesar de su machismo de bajo grado? ¿Y que las multitudes israelíes apoyen al gobierno fascista a pesar del exterminio de niños palestinos, y que la mayoría de los argentinos voten por Milei a pesar de la motosierra con la que se prepara para destruir el Estado de bienestar y matar de hambre a millones de trabajadores?
¿O tal vez debería invertirse el razonamiento? Planteo la hipótesis de que nos enfrentamos a una verdadera inversión del juicio ético: que los estadounidenses votan por Trump precisamente porque es un violador y un mentiroso, que los israelíes apoyan a Netanyahu precisamente porque practica el genocidio, compensando una profunda e indescriptible necesidad de compensación para los descendientes de las víctimas de un genocidio pasado. Y que los jóvenes argentinos siguen a Milei porque creen que finalmente los mejores podrán sobresalir y los demás morirán de hambre como se merecen.
Lo nuevo que hay que entender es la cualidad psíquica, cognitiva, antropológica del Anthropos 2.0.
La cínica inversión del juicio, el entusiasmo por la violencia racista implican una perversión de la percepción y del procesamiento psíquico, incluso antes que moral: el capitalismo gore, como Sayak Valencia define la realidad mexicana.
 
Brutalismo social
Al hacer de la competencia el principio universal de las relaciones interhumanas, el neoliberalismo ha ridiculizado la empatía por el sufrimiento de los demás, erosionado los cimientos de la solidaridad y, por tanto, destruido la civilización social.
Cuando Milei afirma que la justicia social es una aberración, sólo legitima el derecho de los más fuertes y galvaniza la ilusión de masas de jóvenes (en su mayoría varones) convencidos de que están dotados de la fuerza necesaria para vencer a todos los demás. Esta creencia no es fácil de desmantelar, porque cuando mañana estos individuos sean, como ya lo son, miserables y empobrecidos solitarios, sólo culparán de su derrota a los inmigrantes, a los comunistas o a Satán, dependiendo de su psicosis preferida.
Mientras que la justicia social se condena como una intrusión aberrante del socialismo de Estado en la libertad de los individuos, la ferocidad competitiva se naturaliza: en la lucha por la vida, aquellos que no están a la altura de la ferocidad merecen morir. La empatía no es compatible con la economía de la supervivencia; de hecho, es autolesiva. Como dice Thomas Wade en la novela de Liu Cixin (El Bosque Oscuro): “Si perdemos nuestra humanidad perdemos algo, si perdemos nuestra bestialidad lo perdemos todo”.
El brutalismo se convierte en la base de la vida social.
Inconsciente conectivo y fin de la mente crítica
Mc Luhan escribió en 1964 que cuando la comunicación interhumana pasa de la dimensión lenta de la técnica alfabética a la dimensión rápida de la técnica electrónica, el pensamiento se vuelve inadecuado para la crítica y el pensamiento mitológico se restablece. La mutación tecnocomunicativa está resultando más abrumadora que las propias predicciones de McLuhan.
Según el director general de Netflix, Reed Hastings, el principal competidor de las empresas de información es el sueño. Sumando las horas de actividad multitarea de una persona de nuestro tiempo, el día son 31 horas, de las cuales sólo seis horas y media se dedican a dormir.
En Capitalismo 24 horas al día, 7 días a la semana y el fin del sueño, Jonathan Crary escribe que el tiempo medio dedicado al sueño ha disminuido en un siglo de ocho horas y media a seis horas y media. ¿Qué efectos puede tener la contracción del sueño sobre la autonomía mental de cada individuo?
Durante trece horas la mente está expuesta a estímulos provenientes de la infosfera. Un lector de libros podría exponer su mente a la recepción de signos alfabéticos durante muchas horas, pero la intensidad y velocidad de los impulsos electrónicos es incomparablemente superior. ¿Cuáles son las consecuencias de esta transformación tecnocomunicativa?
En resumen: la mente sometida al bombardeo ininterrumpido de impulsos electrónicos, independientemente de su contenido, funciona de forma completamente distinta a como funcionaba la mente alfabética, que tenía la capacidad de discriminar lo verdadero y lo falso en la información, y que poseía la capacidad de construir una ruta de procesamiento individual. De hecho, esta capacidad depende del tiempo de procesamiento emocional y racional, que en el caso de un niño que vive trece horas al día en la infosfera electrónica se reduce a cero.
La distinción entre verdad y falsedad de las afirmaciones no sólo se hace difícil, sino que es irrelevante, como cuando se está en un entorno de juego . En semejante ambiente no tiene sentido aprobar o desaprobar la violencia de los hombres verdes que invaden el planeta rojo. Hacerlo sólo conduciría a perder el juego.
La configuración conectiva de la mente contemporánea es cada vez más indiferente a la distinción entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el mal. La elección entre un estímulo y otro no depende de un juicio crítico sino del grado de excitación, o estimulación dopaminérgica. Por poner un ejemplo personal: la noche del 9 de noviembre de 2016, mientras esperábamos los resultados de las elecciones americanas en las que Hillary Clinton se enfrentaba a Donald Trump, recuerdo que me desperté a las cuatro de la madrugada para encender mi ordenador y ver cómo El concurso había terminado. No es que tuviera ninguna simpatía por Hillary, pero la idea de que este bruto pudiera llegar a ser presidente me parecía moralmente repugnante. Sin embargo, me di cuenta de que algo en mí quería que sucediera el evento más fuerte, más inesperado, más escandaloso, en resumen, más estimulante de la dopamina. Y mi sistema nervioso estaba satisfecho: el horror había prevalecido y el espectador que había en mí estaba satisfecho, porque todo espectador siempre quiere que la pantalla le envíe el estímulo más fuerte. Creo que la mente conectiva ha evolucionado en una dirección incompatible con el juicio moral y la discriminación crítica.
 
La tecnología celular y la gran migración
El marxismo ha subestimado en general la cuestión demográfica, después de que Marx criticara las tesis malthusianas a mediados del siglo XIX. Marx tenía razón contra Malthus, quien predijo que el aumento de la población provocaría trastornos sin considerar la evolución técnica de la productividad. Pero los marxistas no tenían la misma razón al no considerar las consecuencias de la extraordinaria aceleración posibilitada por la medicina y el progreso social. El salto de dos mil quinientos millones de personas en 1950 a ocho mil millones setenta años después supuso una intensificación sin precedentes de la explotación de los recursos de la Tierra y creo que condujo inevitablemente a la devastación del medio ambiente planetario. El capitalismo liberal tiene sus defectos, pero creo que ningún sistema de producción podría haber satisfecho las necesidades provocadas por la explosión demográfica sin efectos catastróficos en la ecología planetaria, y también en la percepción psíquica de los demás: en condiciones de superpoblación, el inconsciente colectivo, en el En el modo contemporáneo de inconsciente conectivo, ya no es capaz de percibir al otro como un amigo, porque en realidad cualquier otro individuo es una amenaza para la supervivencia.
En los años 1960, el etólogo John Bumpass Calhoun hablaba de un sumidero conductual a este respecto .
La devastación ecológica está volviendo inhabitables zonas cada vez más extensas del planeta y haciendo imposible el cultivo en zonas enteras. Es comprensible que las poblaciones del sur del mundo (expresión que significa: las zonas que han sufrido los efectos de la colonización y sufren especialmente los efectos del cambio climático) quieran desplazarse hacia el norte del mundo (lo que significa zona que ha disfrutado de las ventajas de la explotación colonial y que ha sufrido menos, por el momento, las consecuencias del cambio climático).
También es comprensible (aunque sea inmoral, pero el juicio moral es tan bueno como el triunfo en esta coyuntura) que los habitantes del norte del mundo estén asustados por la idea de que masas cada vez mayores se desplacen del sur hacia el norte. Esto explica por qué la gran migración empuja y empujará cada vez más a las poblaciones del norte hacia posiciones abiertamente racistas. Esto explica por qué el genocidio ya existe hoy y probablemente se convertirá cada vez más en una técnica para controlar los movimientos de población. Por eso los europeos hacen todo lo posible para que miles de personas mueran ahogadas en el mar o perdidas en los desiertos del norte de África.
En la novela Gun Island, Amitav Gosh habla sobre el ciclo de migración y comunicación celular.
“Ya no estamos en el siglo XX. Para acceder a la red no necesitas una megacomputadora. Todo lo que necesitas es un teléfono y ahora todo el mundo tiene uno. Y no importa si eres analfabeto. Podrás encontrar lo que deseas con solo hablar, tu asistente virtual se encargará del resto. Te sorprenderá lo rápido y bien que aprende la gente. Así comienza el viaje, no comprando un billete y obteniendo un pasaporte. Comienza con un teléfono y tecnología de reconocimiento de voz.
…¿Dónde crees que aprenden que necesitan una vida mejor? Mierda, ¿de dónde crees que se hacen una idea de lo que es una vida mejor? Desde sus teléfonos, por supuesto. Ahí es donde ven imágenes de otros países; ahí es donde ven anuncios donde todo luce fabuloso; ven cosas en las redes sociales, publicaciones de vecinos que ya hicieron el viaje… ¿qué crees que hacen después? ¿Que vuelvan a sembrar arroz? ¿Alguna vez has intentado plantar arroz? Todo el día inclinado contra el suelo, bajo el sol, con serpientes e insectos pululando a tu alrededor. ¿Creéis que alguien quiere volver a esos campos después de ver fotos de sus amigos bebiendo cafés con leche caramelizados cómodamente en un bar berlinés? Y el mismo teléfono que les muestra esas imágenes también puede ponerles en contacto con intermediarios… digamos que un chico pide asilo en Suecia. Necesitará un historial confiable. No es una de las tonterías habituales. Una historia como las que quieren escuchar allá arriba. Digamos que el tipo murió de hambre porque sus campos se inundaron: o digamos que todo el pueblo enfermó a causa del arsénico en el suelo; o digamos que el dueño golpeó al tipo porque no podía hablar de las deudas. Nada de esto les importa a los suecos. Les gusta la política, la religión y el sexo. Tienes que tener un historial de persecución si quieres que te escuchen. Así ayudo a mis clientes, les cuento ese tipo de historias”. (Amitav Gosh: La isla de los rifles , Neri Pozza, 2019, páginas 74-76).
La gran migración del sur y del este hacia el norte y el oeste del mundo es el proceso que más que ningún otro contribuye a la ola ultrarreaccionaria, mientras el contraste entre el norte imperialista y el sur colonizado adquiere contornos cada vez más claros. Basta mirar el mapa de los países que condenan el colonialismo israelí y los países que lo apoyan, para comprender la geografía del choque trascendental que se está gestando. Pero no debemos creer que la brutalidad pertenece sólo al mundo occidental blanco: la Rusia de Putin no es occidental y la India de Modi no es blanca, pero ambas comparten las características esenciales del brutalismo y la indiferencia ante el genocidio.
La posibilidad de una revolución anticolonialista tenía perspectivas progresistas en el marco del internacionalismo obrero, pero parece haber desaparecido del horizonte de la historia. Y el fin del internacionalismo ha abierto las puertas del apocalipsis que ahora vivimos.
 
Campana demográfica y conclusiones provisionales
Debemos considerar el hecho de que la expansión demográfica, que regresa al norte global, continuará globalmente hasta que se espere que la población mundial alcance los diez mil millones.
Es cierto que algunos demógrafos predicen que en ese momento, a mediados de siglo, la población de la Tierra comenzará a disminuir a un ritmo similar al que creció en el siglo pasado.
Según Dean Spears, se puede dibujar una campana que sube dramáticamente de dos a diez mil millones en la izquierda, alcanzando un pico alrededor de 2040 y luego cayendo de manera igualmente precipitada. A este colapso de la natalidad contribuyen al menos tres factores que no pretendo analizar aquí: el colapso de la fertilidad masculina, la reticencia femenina a generar víctimas del holocausto climático y bélico, y la tendencia a la desaparición de la sexualidad como resultado de la hipersemiotización del deseo.
Pero es totalmente previsible que la brutalidad política y moral que se está imponiendo en todas partes, combinada con el creciente poder de las armas de destrucción masiva y la racionalidad amoral de la inteligencia artificial aplicada a los armamentos, provocará el colapso final de la civilización humana antes de que suene la campana. entra en la fase descendente.
¿Podemos esperar una reversión de la tendencia que he estado analizando aquí?
Para responder debemos considerar que el auge del brutalismo libertario ha acumulado y continúa acumulando una energía que parece surgir de la dinámica profunda de la evolución tecnológica, psíquica y cognitiva de la raza humana. Una energía de este tipo no puede detenerse mediante una acción voluntaria en la que, además, los sujetos políticos, sociales y culturales se ven cada vez menos.
Por lo tanto, me temo que esta ola sólo podrá detenerse cuando esta energía haya producido todos los efectos de los que es capaz, del mismo modo que el Tercer Reich sólo se detuvo cuando destruyó todo lo que podía destruir, incluida Alemania.
Pero la fuerza destructiva de que dispone el Tercer Reich global de nuestro tiempo es suficiente para borrar todo rastro de vida humana del planeta.
24 de mayo de 2023

Cuidado con El jefe // Sebastián Dunphy

La hermana del presidente, Karina Milei, apareció en escena en el último tiempo a cuento de que el propio Javier Milei durante la campaña presidencial se refiriera a ella como “El jefe”. Al comienzo ejerciendo el poder como un monje negro, fuera del radar de los medios, y actualmente como Secretaria General de la Presidencia,cargo que la puso por encima del Jefe de Gabinete de Ministros en el organigrama estatal.

 

Ya en el gobierno, Karina teje alianzas con la familia Menem y libra internas en La Libertad Avanza y hasta el momento no perdió ni una sola. La influencia sobre su hermano es determinante. Karina parece tener un verdadero poder de jefe: al punto tal que en los últimos días encabezó las reuniones de gabinete.

 

 

Su falta de formación formal, su aura de espiritista, su extraña relación con su hermano y lo poco que habla en público, Karina aparece como una novedad en la política argentina, pero su apodo la pega a una figura con significantes propios y la arrastra una tradición ya remanida.

 

El jefe es también una película de 1958 dirigida por Fernándo Ayala, con guión de David Viñas. Cuenta la historia de un grupo de delincuentes juveniles que encuentran en su jefe a un líder capaz de resolver sus problemas y hacer realidad sus deseos. Berger, el líder, dirige con firmeza a su banda cultivando la lealtad y la admiración mediante una combinatoria de carisma y violencia.

 

 

Considerando el imaginario político de Viñas, El jefe es una alegoría de Perón. La demagogia, el caudillaje manipulador, el cortoplacismo (“por cuatro días locos te tenés que divertir” suena al comienzo del film. Canción que Para David era el resumen de los primeros gobiernos peronistas) Pero años más tarde, la mirada atenta de Horacio González lograba ver más allá y logró relativizar la lectura tan antiperonista de la película de Ayala y Viñas. Para González El jefe es un cúmulo de temas comunes a las inquietudes de David: el liderazgo, la cobardía, la traición, las masas, el poder. Problemas que hacen a toda la política argentina hasta el día de hoy

 

El jefe les facilita plata y diversión, y promete un futuro brillante bajo su tutela ¡Pero cuidado!

La película termina con la banda de chicos implicados en un crimen mayor y el jefe, obviamente, traicionandolos.

 

Milena, una voz // Cynthia Eva Szewach y una crónica de Milena sobre Praga

Milena, una voz

Cynthia Eva Szewach

Milena Jesenská, nació en 1896, en Praga.  Suele ser reconocida por su relación con Kafka de quien como se sabe fue traductora al checo de algunos de sus libros y cuentos. Intercambiaron desde 1920 una valiosa y bellísima correspondencia publicada como “Cartas a Milena”. Una relación amorosa y de trabajo compartido durante algunos años que fue predominantemente epistolar. No conocemos lamentablemente las cartas enviadas por ella, pero sí, el efecto inquietante, tembloroso, vital en la escritura y en la vida de Kafka por la proximidad de su amada: “Usted no alcanza a comprender el efecto sobre mí cuando una carta llega, Milena”  “…Tus dos cartas no son para leerlas sino que son para desplegarlas, hundir mi rostro en ellas y perder la razón…”

Milena, una mujer de gran sensibilidad literaria y compromiso político. Trabajó y publicó desde 1920, artículos como periodista en diversos periódicos. Participó muy activamente en Praga por la resistencia, ayudando a refugiados perseguidos por el nazismo y fue apresada por la Gestapo en 1939, recluida en el campo de concentración de Ravensbrück, donde murió de una infección en 1944.

Es apenas para iniciar, un mínimo bosquejo de una vida plena de acontecimientos, heridas dolientes y arrojos.

En esta ocasión damos lugar a uno de sus escritos. Se trata de una crónica periodística publicada en un Semanario Cultural llamado Prítomnost, (Presencia) iniciado en 1924 y que luego, durante el nazismo fue prohibido.

En este breve texto se escucha la voz aguda de Milena, incluso por momentos con cierta ironía, pero por sobre todo escrita con el cuerpo afectado y con el tono del impacto inicial de lo que sin embargo para ella fue presentido. Se ubica en un lugar frontera entre  el hecho de formar parte  y relatar los hechos, como en los bordes de una ventana. Es la crónica de una jornada particular para los habitantes de Praga, sus rostros, sus silencios compartidos y una cotidianidad intervenida por la entrada del ejército alemán a la ciudad

La de Milena fue una mirada sensible, lúcida y valiente acerca de los sucesos europeos, apreciaciones de la vida en común y a veces en zonas, como cita en el relato biográfico su hija Jana Cerna con una frase sugerente del poeta Philipe Soupalt “Más venenosas que las aceras donde han descansado nuestras sombras muertas de haber visto”

Praga, la  mañana de 15 de marzo de 1939[1]

Texto del 22 de marzo, Prítomnost

Milena Jesenská

¿Cómo sobrevienen los grandes acontecimientos? Son inesperados y repentinos. Pero cuando llegan, constatamos que no nos sorprenden. El ser humano siempre tiene como un presentimiento, un conocimiento previo del futuro, aun si está ensordecido por la razón, por la voluntad, por el miedo, por la prisa o el trabajo. Tan pronto como el alma se desnuda un instante, y queda despojada de todo, excepto de sus sentimientos más secretos, descubre de inmediato: “yo lo sabía”. No es por nada que escuchamos a tanta gente repitiendo: yo sospecho, yo dudo… lo dije…  les creo. Todos lo sospechábamos. Y si hubiésemos prestado atención a la voz de nuestro corazón, por ejemplo, cuando nos encontrábamos solos en nuestra casa, nos despertábamos cansados al alba, y hubiésemos sabido vestir de palabras los sentimientos que son justos, verdaderos, y no solamente nuestros pensamientos a menudo son engañosos, hubiésemos dicho: lo esperábamos.

La lógica de las cosas oculta al mismo tiempo su contrario. Todo el mundo supone que en su vida le ocurrirá algún acontecimiento sorpresivo; la felicidad, la miseria, la enfermedad, el hambre, la muerte. Pero cuando ocurre, no lo reconocemos, lo único que sabemos, es que ese acontecimiento, se apoderó de nosotros sin darnos tiempo ni posibilidad de actuar.

Cuando el teléfono sonó el martes a las cuatro de la mañana, cuando los conocidos y los amigos llamaron, cuando la radio checa comenzó a emitir, la ciudad, debajo de nuestras ventanas, mostraba el mismo aspecto de todas las otras noches, su misma configuración, las esquinas formaban la misma cruz. Salvo que, poco a poco a partir de las tres de la mañana, vimos las encenderse las luces: en la casa de los vecinos, abajo, arriba, enfrente, después en toda la calle. Estábamos parados en la ventana y nos dijimos:  ya lo saben. Despertamos a otras personas cercanas por teléfono: ¿saben?  Respondían: Sí.

Ese amanecer lúgubre, encima de los tejados, la luna pálida bajo las nubes, los rostros sin dormir, la taza de café caliente y los anuncios de la radio a intervalos regulares.

Es así como llegan los grandes acontecimientos, sigilosamente y sin previo aviso.

Los diarios alemanes publicaron un reportaje a soldados alemanes que se acercaban a Praga: la ciudad silenciosa en un amanecer que anuncia la primavera, la columna de camiones alemanes, repletos de hombres con el corazón palpitando: ¿Qué iban a encontrar tras los muros de la ciudad? ¿Cómo se comportaría la gente en estas calles desconocidas?

 En los suburbios ellos detienen al primer transeúnte que se dirige a su trabajo. Se dan cuenta a simple vista que está al tanto de todo.  

El hombre se muestra calmo, no eleva la voz y les indica indiferente, el camino.

Como siempre durante los grandes acontecimientos, los checos se comportan admirablemente. Que la radio checa reciba un agradecimiento por la concisión, la objetividad con la cual transmite cada cinco minutos: las tropas alemanas cruzaron la frontera y se dirigen hacia Praga. Mantengan la calma, vayan a su trabajo, manden sus niños a la escuela.

 A las siete y media, la multitud de los niños emprenden el camino hacia la escuela como es habitual. Los obreros y empleados fueron a sus trabajos como de costumbre, los tranvías estaban llenos como siempre. Pero la gente estaba diferente. Estaban ahí parados y guardaban silencio. Nunca había oído tanta gente callarse. La gente no se agolpaba en las calles. No conversaba entre sí. En las oficinas no levantaban la cabeza de sus escritorios.

Ignoro de dónde viene ese comportamiento uniforme y coherente de miles de personas, de dónde brota ese ritmo consonante de todas esas almas que no se conocen: a las ocho y treinta y cinco del 15 de marzo de 1939, el ejército del Reich llegó a la Avenida Nacional. Sobre las aceras, había una multitud de transeúntes, como habitualmente. Nadie miraba, nadie giraba la cabeza. Solo los habitantes alemanes de Praga daban la bienvenida al ejército del Reich.

También hacia nosotros tuvieron un comportamiento cortés.  Es muy extraño cómo cambian las cosas, cuando una unidad se descompone en individuos, y una persona está cara a cara frente a otra.

 En Wenceslas Square, una jovencita checa se encuentra con un grupo de soldados alemanes – y porque ya era el segundo día, y porque nosotros estábamos con los nervios un poco destrozados y porque hay que esperar hasta el segundo día para comprender mejor, y reflexionar más- las lágrimas corrieron por sus mejillas. Pasó una cosa curiosa: Un soldado alemán se aproxima a ella, un simple soldado raso, y le dice, «Aber Fraulein, Wir können doch nichts dafür” (pero señorita, nosotros no podemos hacer nada…), como cuando se le habla a un pequeño niño para consolarlo. El soldado tiene una cara alemana, algunas pecas, los cabellos un poco rojos y un uniforme alemán, por lo demás, nadie lo distinguiría de un checo civil, de un hombre simple, amante de su país. Y es así que dos seres estaban ahí uno frente al otro: “Und konnten nichts dafür” (Y no podían hacer nada). Esta frase simple y terriblemente banal es la clave de todo.  

En un tranvía pasó otra cosa. Un joven checo, con un brazalete en la manga, estaba alardeando: “Esperen y verán lo que vamos a hacer ahora, a quiénes vamos a aplastar, y poner fin a todo esto y lo que le demostraremos al mundo”.  Además de su brazalete, llevaba también una esvástica en la solapa de su chaqueta. Y como sus discursos caen en un gran silencio en todo el vagón, un oficial alemán sentado en una esquina se levanta bruscamente, se aproxima al joven y se dirige a él en checo: –¿Usted es checo?  El joven saca pecho y responde seguro de sí: – “Sí, soy checo”. Entonces el oficial alemán le quita la esvástica de su chaqueta y le dice tranquilamente, pero enfatizando sus palabras: “En ese caso usted no tiene el derecho de usar tal insignia!”

Qué cosa… hay momentos donde uno quisiera acercarse a un oficial alemán y decirle “gracias señor”.

Hace algunos días, estaba hablando con un alemán, un nacional socialista, por supuesto. Él me habló largamente y de una forma sensata, de la posición de los checos, y las ventajas que habíamos adquirido – en su opinión, — y las desventajas que él mismo reconocía. Todo esto no es muy interesante porque hoy todo está en estado de cambio, incluso la gente bien informada no puede dar más que una simple opinión. Lo que sí es interesante, sin embargo, son sus opiniones sobre los checos. Él me preguntó casi tímidamente:  cómo se explica que una cantidad de checos se nos acerquen y saluden : Heil Hitler!

– ¿Los Checos? Es seguramente un error

-No es un error. Vienen a nuestra oficina levantan el brazo derecho y saludan: ¡Heil Hitler! Podría contarle de un escritor que ya está moviendo cielo y tierra -y a toda prisa- para conseguir que sus obras sean representadas en Berlín. Podría hablarle de mucha gente que está haciendo más de lo necesario, celosamente, sin aliento.

Usted sabe, todo alemán comprende el orgullo nacional y el rechazo a agachar la cabeza. El comportamiento servil solo provoca en los alemanes una sonrisa irónica, créame.

En dos días la imagen de la ciudad se volvió irreconocible. En los cafés y los restaurantes, se ven hombres vestidos de uniformes que no reconocemos ni en las fotos. En las calles circulan autos que jamás habíamos visto. Van para un lado, van para el otro, saben siempre lo que tienen que hacer, actúan de manera decidida y con un propósito.

En las librerías, compran planos de Praga, libros en francés y en inglés. Pequeños grupos de soldados recorren las calles, se detienen delante de las vitrinas, miran, conversan.  Y mientras tanto, todo sigue igual, ningún engranaje, ni una sola pluma, ni una sola máquina se ha detenido.

En la plaza de la Ciudad Antigua, se alza la tumba del Soldado Desconocido. Hoy, el monumento ni puede verse, está recubierto por una montaña de campanillas de invierno. Una fuerza extraña guía misteriosamente los pasos de la gente y reúne allí una multitud de residentes de Praga; cada uno deposita un ramillete de flores sobre esa modesta tumba de un gran recuerdo. La gente se para alrededor, las lágrimas corren por sus mejillas. No solamente de las mujeres y los niños, también de los hombres que no están habituados a llorar.  Y eso también es distintivamente Checo: no es todo un lamento, no es siquiera miedo ni desesperación, no es en absoluto un estallido emocional. Es solo tristeza.

Esa tristeza debe encontrar su vía de salida, deben humedecerse con ella varios cientos de ojos. Es así quizá como nacen las tradiciones nacionales.   Son los primeros sillares de un futuro rito inmemorial.

Todos los 15 de marzo, las madres checas irán con sus niños checos a dejar un manojo de flores sobre la tumba del Soldado desconocido. Y ese gesto se inscribirá en el espíritu de la gente como un gran acto sacrificial.

Detrás de esa multitud, vi pasar a un soldado alemán, se detuvo a hacer el saludo militar. Miraba los ojos rojos por el llanto, las lágrimas que caían, la montaña de flores cubierta de nieve, miraba a esa gente que lloraba y lloraba porque él estaba ahí. Y él hizo el saludo. Es de suponer que comprendía las razones de esa tristeza. Observándolo, pensé en la película La Grande Illusión: ¿llegará realmente el día en que podamos vivir uno al lado del otro, alemanes, checos, franceses, rusos, ingleses — sin dañarnos, sin estar obligados a odiarnos, sin cometer injusticias unos contra otros? ¿se comprenderán un día los países como se comprenden entre sí los individuos? ¿Llegará un día en que caigan las fronteras entre países, así como caen las fronteras entre las personas?

 ¡Qué hermoso sería ver ese día!

 

[1] Traducción personal a partir de la versiones del francés en “Vivre” Bibliothèques 10/18”, Paris y del inglés en  “The Journalism” Berghahn Books New york

Compañeros de incredulidad // Julián Doberti

“Incredulidad 

Del lat. incredulĭtas, -ātis.

1. f. Repugnancia o dificultad en creer algo.

2. f. Falta de fe y de creencia religiosa.”

Diccionario de la lengua española

 

Sin lamentarse, podrá decir junto con uno de nuestros compañeros de incredulidad: dejemos los cielos/ a ángeles y gorriones

Freud

“Como lector, sé que el mejor efecto que produce una escritura en mí es dejar en suspenso mi incredulidad”

Erri De Luca, citado por Jean Allouch

 

La cita de Freud se encuentra al final del capítulo IX de El porvenir de una ilusión. En una nota al pie se precisa que la expresión “compañeros de incredulidad” (Unglaubensgenossen) es un hallazgo de Heine, quien la aplica a Spinoza. En el contexto de la argumentación que viene sosteniendo Freud, la apelación a esa figura supone la construcción de un nosotros (“uno de nuestros compañeros de incredulidad”) que da cuenta de una posición subjetiva: abandonar la satisfacción que provee la creencia en el más allá, concentrando “en la vida terrenal todas las fuerzas así liberadas”, de tal modo que “la vida se vuelva soportable”. Pienso que no se trata de una mera apelación racionalista que rechazaría lo religioso como vana ilusión –aunque eso esté presente en cierto nivel, no deja de ser una banalidad- sino de ubicar una economía que se organiza en términos de una distribución específica de esfuerzo psíquico (noción que en Freud no se abandona nunca): las fuerzas libidinales liberadas de la creencia en una salvación en los cielos, pueden ser desplazadas hacia otra cosa, otra representación ¿por qué no? más terrenal. Freud no cita una fórmula química (digamos, aquella de la trimetilamina) para oponer a la religión una evidencia científica, sino los versos de un poeta: dejemos los cielos/ a ángeles y gorriones (figuras sin sexualidad ni inconsciente en el sentido freudiano).

La incredulidad freudiana –esta es la hipótesis que me importa sostener- no se deja confundir con un gesto cínico ni con las tontas arrogancias relativistas o positivistas. Es menos un gesto de repugnancia erudita de un heredero de la Aufklärung –para tomar el adjetivo de la definición del diccionario- que la reivindicación de un movimiento corporal-libidinal de apuesta a lo que supone ser un sujeto parlante, sexuado y mortal en este mundo. Una incredulidad que aloja un nosotros poético, inventivo, que se corporiza, donde la angustia irrumpe, donde algunas preguntas pueden ser planteadas sin que las Respuestas con las mayúsculas del Otro las aplasten demasiado rápido. “No se conviertan en gorriones ni en ángeles”, parece ser la enunciación de Freud. Algunos años después, Lacan retomará ese gesto advirtiendo los peligros de que algunos seres hablantes se terminen convirtiendo en planetas, flotando sin alteridad, sin deseo, sin palabras, en la oscuridad helada de un universo tecnificado.

Me pregunto: ¿no es la transferencia una prueba de la credulidad humana? ¿no es el amor de transferencia la evidencia de un obstinado anhelo de creer? ¿su caída equivaldría a una conquista de la incredulidad? ¿pero, es la incredulidad objeto de una conquista posible, de una vez y para siempre? ¿sería un análisis, cualquier análisis, un viaje de la credulidad a la incredulidad? Parece demasiado apresurado aceptar, sin más, una afirmación semejante.

Freud considera que los efectos ¿terapéuticos? de un análisis implican la liberación de un gasto psíquico excesivo expresado en los síntomas, que podría quedar libre para fines menos penosos. ¿No es el fantasma el sostén de una creencia inconsciente? Creencia en la completud de alguna figura del Otro, creencia en el sentido opaco de ciertas frases escuchadas a medias, palabras y escenas que marcaron a alguien para siempre. Las llamadas teorías sexuales infantiles, ¿no constituyen versiones de creencias? No se trata de postular un afuera de las creencias en el sentido de una exterioridad pura y simple. En algún punto, habitar el lenguaje es creer. La incredulidad, entonces, sería un movimiento, a través de la transferencia (aunque probablemente no sea el psicoanálisis su terreno exclusivo), de un cierto ir arrancándole posibilidades de vida a las creencias que nos vienen del discurso de esos otros que conforman el Otro. Posibilidades de vida en el sentido más pulsional y deseante que pueda adquirir esa expresión. Un ir arrancando que implica necesariamente momentos de atravesamiento, vaciado, caída de sentido, pero también construcción, encuentro, invención de un nosotros que no equivalga a la desmentida de la alteridad que nos constituye.

Como lector, sé que el mejor efecto que produce una escritura en mí es dejar en suspenso mi incredulidad, afirma Erri de Luca. La lectura en transferencia se vale del suspenso de la incredulidad (vía el amor de transferencia), pero sus consecuencias implican un retorno de la incredulidad en el sentido paradojal de un vaciamiento de sentido, en el que resuenan el cuerpo, la sexualidad, la muerte. Quienes se analizan se analizan porque el psicoanálisis ayuda a estar en el mundo. Si fuéramos gorriones o ángeles seguramente no necesitaríamos del artificio que nos legó Freud. Tal vez, la cuestión sea poder suspender la incredulidad del yo autosuficiente, en la creencia de la transferencia, para alcanzar un movimiento de incredulidad que habilite la caída de algunas creencias sufrientes. Así, sin lamentarse, podrá decir junto con uno de nuestros compañeros de incredulidad: dejemos los cielos/ a ángeles y gorriones.

¿Cómo transformarnos para desactivar la provocación de la extrema derecha? // Diego Sztulwark en Subversiones Radio (audio)

A partir de la entrevista que le realizó Ernesto Tenemabum -en su programa de radio Ahora quien podrá ayudarnos en Radio Con Vos- a Nicolás Márquez -biógrafo de Milei, abogado y publicista de la ultraderecha-, Diego Sztulwark en diálogo con Pablo Ramos reflexionan sobre los modos de discusión posible a los discursos que habilitan violencias en todos los planos. Ante este panorama, la pregunta que surge es: ¿Cómo transformarnos para desactivar la provocación de la extrema derecha? 

 

La realidad como coartada // Diego Sztulwark

Ya no es posible mantenerse al margen de la propaganda de la ultraderecha. Estos días escuchamos a uno de los recientes biógrafos del presidente Milei cuyo libro se acaba de publicar de cara a la edición actual de la Feria del libro. Se trata de Nicolás Márquez, abogado y publicista de la ultraderecha “dura y pura” (como él mismo se califica), dedicado desde hace dos décadas a escribir libros, dar conferencias y reclutar activistas reivindicando la versión de la historia argentina reciente desde el punto de vista del terrorismo de Estado (a la que llama “verdad histórica”). No hay ninguna novedad en sus palabras, pero quien las pronuncia extrae sus resonancias actuales de la amistad político y personal que desde hace años tiene con Milei. Aliado del liberalismo en la “batalla ideológica” contra la cultura como fenómeno del “progresismo” pero sin ser libertario, este agitador antisubversivo experto en el uso insultante del verbo y en el dato manipulado como procedimiento, será el representante de la confrontación discursiva en el mercado de los libros. Milei no irá a la Feria, pero allí estará su biógrafo.

Esta mañana sin ir más lejos, en una conversación radial en el programa Ahora quien podrá ayudarnos Ernesto Tenembuam y su equipo periodístico oscilaron entre el intento por comprender y por refutar el desprecio de Márquez y la llamada “nueva derecha” hacia la homosexualidad y la defensa cerrada que hace del terrorismo de Estado. Aunque apenas si pasaron de exhibir el estado de asombro y perplejidad ante la desinhibición más reaccionaria que ostena este vocero del grupo en el gobierno en torno a verdades que han sido producto de largas luchas que quizás se creyeron ingenuamente ganadas (como si las luchas contra la desigualdad y por la verdad pudieran ser ganadas en el marco del capitalismo). El propio Márquez relata que desde 2004 vive de escribir y discursear para un mercado “subterráneo” -nunca pequeño- y que recién ahora sale a la luz porque por fin, con la llegada de la Libertad Avanza al gobierno, existe “libertad para hablar”. Hay sin embargo un punto de inflexión en esa historia previa. El interés que causó en 2016 la publicación de El libro negro de la nueva izquierda, escrito en coautoría con Agustín Laje. Allí Laje ataca lo que llama la “tercer ola del feminismo” y Márquez al “homosexualismo” como otras tantas máscaras que desde la caída del Muro de Berlín utiliza la “nueva izquierda” para infiltrarse y manipular a personas y sociedades. Su comprensión de la crítica al discurso de género se reduce para ellos a una táctica de insurgencia “gramsciana” de los marxistas derrotados en la guerra fría a quienes hay que responder con la misma fiereza contrainsurgente que las derechas no vergonzantes supieron emplear durante los siglos pasados.

 
 

Groseros personajes -Laje como teólogo político, Márquez como panfletaria fuerza de choque- con argumentos pavotes -la homosexualidad como desviación social motivada por el marxismo cultural y la democracia como autentica dictadura-, no parecen merecer la menor atención. No aportan nuevos enfoques que inviten a reabrir discusiones. Si interesan es como fenómeno agitativo en redes. Como dice Juan González -autor de El loco-, su eficacia consiste en el tráfico de afectos y en la incitación de ánimos de revancha. Por lo que la lectura de sus libros y el seguimiento de sus streaming solo sirven como trabajo sobre documentos del presente que ayudan a desentrañar la eficacia de sus mecanismos ideológicos a fin de elucidar el valor de síntoma que adquieren en la coyuntura.

Para Márquez el asunto es fácil: la sexualidad viene biológicamente definida (y por tanto toda instancia subjetiva referida a ella no es sino propaganda subversiva). Pero claro, dado que hay enfermedades fisiológicas que pervierten a los sujetos, es preciso tomar una decisión sobre qué hacer con ellos. Por supuesto que en lo personal -aclara- él no es de la opinión de que haya que perseguirlos como hizo la iglesia en otros tiempos. De hecho, no tiene nada contra los “invertidos” (cuya protección, dice, les viene garantizada por el liberalismo de derecha y no por una historia larga y sufrida de luchas desde abajo, necesaria en cualquier sistema o régimen político). Aunque sí se declara en pie de guerra contra quienes pretenden que el Estado invierta recursos en promover la perversión como modo de vida (gruesa contradicción: si la vida está biológicamente determinada, ¿cómo podrían los “invertidos” influenciar a los rectos hijos de Dios?). El homosexual es para él alguien autodestructivo (según sus “datos duros” está demostrado por ejemplo que son “cuatro veces más proclives al tabaquismo”), de quien sin embargo hay que prevenirse puesto que en su nombre se formulan políticas públicas corruptoras ante las que es preciso reaccionar urgentemente pues bajo el pretexto de promover derechos a la diversidad (sexual, o la que fuera) se esconde en el fondo la tentativa foucaultiana de azuzar el conflicto social y la inversión del conjunto de las jerarquías sociales (Marx detrás del pañuelo verde).

Y otro tanto respecto del negacionismo del terrorismo de Estado, presentado como una forma de revisionismo histórico, cosa que no procede por cuanto en el discurso de Márquez y sus amigos no se proporciona un solo documento o punto de vista nuevo sobre ninguna cuestión relevante. La afirmación descarada sobre la supuesta inexistencia de los centros clandestinos de detención, por ejemplo, no surge de ninguna investigación, sino solo de afirmar que dado que la guerrilla intentaba promover la fuga de sus compañeros apresados por las Fuerzas Armadas estos últimos escondían su paradero (lo que no es más que una penosa justificación del secuestro de la información de lo obrado por el Estado aquellos años). Lo mismo ocurre con la negación de que hubiera habido violaciones sexuales de los represores a las detenidas. A Márquez le basta con el recurso canallesco de afirmar que no hay pruebas de eso más allá de testimonios de las denunciantes que para él simplemente “no son creíbles”. Y lo mismo intenta con los niñxs apropiados. En ningún caso se intenta aportar información. No hay el menos esfuerzo por contribuir a verdad alguna. Incluso cuando se repone la idea de la “guerra irregular”, no se trata de comprender la lucha de clases de los años setenta ni el intento militante de destruir el proyecto de las clases dominantes. Siempre con cada tema solo se trata de justificar hoy con los argumentos de los represores de ayer el accionar del terror estatal.

Se trata, por tanto, de una retórica que no busca establecer verdades históricas ni contribuir a formas más lúcidas de comprender el presente, sino meramente continuar la lucha antisubversiva por otros medios. Buscando sintonizar con la frustración política y con los fluidos reaccionarios que emanan de ciertas napas profundas de la innovación tecno-subjetiva en curso. No hay más plan que sacar provecho de estas nuevas convergencias para garantizar las líneas maestras de un orden agobiado del que se sienten los últimos custodios. Su desprecio por la investigación y por la discusión, y por las verdades a las que han llegado quienes sí han investigado y discutido las últimas décadas, forma parte de un desprecio histórico mayor de quienes prolongan la “guerra anti-insurrecccional” por los medios de la comunicación. Por lo que más que mirar para otro lado o ignorarlos como si fueran una secta intrascendente, se trata en primer lugar de tomar nota de la actividad de estos nuevos cruzados del capitalismo, que hacen de la “batalla cultural” un llamado a la movilización -por medios puramente virtuales- de narraciones funcionales al aseguramiento de todo aquello que la política y la economía por sí mismo no pueden lograr. Efectivamente, la llamada “nueva derecha” pretende renovar, en los términos más reaccionarios posibles, la lucha supremacista en defensa de los mecanismos extra políticos de la dominación política, y de los mecanismos extra-económicos de la acumulación de capital. Por lo que sabemos hasta ahora, estos discursos producen audiencia por medio del modo insultante, y ganan en complicidad refutando el tono pedagógico de la enunciación progresista (denunciando la “corrección”). Además, sacan provecho de las mutaciones que en el plano del trabajo (precarización e informalización) y de la comunicación (redes sociales) han despojado a la política convencional de su base social tradicional. ¿Tiene sentido referirse a esta publiscística con el término “fascista”? Ellos responderán que no, que el fascismo es estatalista y corporativo y que ellos, con Milei a la cabeza, son expresión de una versión extrema del liberalismo de derecha. Aceptar esta argumentación sería caer en el error que denunciaba Theodor Adorno: la democracia no puede responder a los nuevos publicistas de la reacción con un conjunto de estratagemas y artilugios propagandistas para ganar un debate. No hay otro modo de lidiar con ellos que comprendiendo de dónde surge la capacidad de expansión de esta voluntad de desigualdad extrema. Si el mundo de las izquierdas (es decir de quienes cuestionamos las estructuras de explotación) no da pasos en firme para plantear formas efectivas de una verdad a la altura de una sociedad dividida en antagonismos y sumisiones colectivas, la dominación desigualitaria tendrá siempre y cada vez más a su favor la realidad como coartada.

Kafka olvidado en lo kafkiano // Diego Sztulwark

El 22 de abril La nación publica una entrevista a Alberto Manguel a propósito de actividades vinculadas en Europa al 100 aniversario del fallecimiento de Kafka. Extraigo un breve fragmento. Entrevistadora: “Hoy, lo kafkiano, según una acepción del Diccionario de la lengua española, es lo absurdo y lo angustioso”. El ex director de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno durante el gobierno de Macri responde: “Sí. Cuando Borges leía a Kafka, no existía este adjetivo, porque el adjetivo kafkiano se crea después de la muerte de Kafka y empieza a significar lo pesadillezco, después adquiere la connotación de absurdo. Hoy en la Argentina, naturalmente, se convierte en grotesco porque la Argentina es un ejemplo de la pesadilla grotesca”. Dos cosas llaman la atención. Lo primero es la desaparición de Kafka en los Kafkiano. Porque aquí ya no se trata de la introducción del absurdo como procedimiento para cuestionar las representaciones de la realidad, demasiado bien adecuadas a cierta “lógicas” naturalizada. Ya no se trata de Kafka escritor, ni de su dispositivo crítico y desnaturalizador. La periodista se refiere al Diccionario, y a lo “kafkiano”. Y el escritor responde acerca de lo que se le pregunta, y de las representaciones pesalliescas tal y como son naturalizadas. Ahí donde el escritor se detiene haría falta un kafkismo: una ambigüedad, un juego capaz de someter lo kafkiano naturalizado a lo kafkiano desnaturalizante. Son cuestiones de acento, de énfasis. Por cierto, significativas: Kafka escritor es vanguardista. Pero lo kafkiano circula como nombre de una representación triunfante. Y de un triunfo al que se le niega toda lógica. Con lo kafkiano, además, triunfarían las intuiciones de Kafka. Y no deja de ser notable -esto es lo segundo- que Manguel sitúe este triunfo de lo kafkiano en “la Argentina de hoy”. Es aquí donde triunfa lo grotesco. Por supuesto, uno puede entender que Manguel no está afirmando que este triunfo ocurra solo aquí. Y de hecho no lo hace. La Argentina, piensa Manguel, es hoy un territorio pesadillezco en donde triunfa “naturalmente” lo kafkiano. Frente a la siguiente pregunta -“¿La Argentina vive hoy una pesadilla grotesca?”- Manguel responde: “Sí, y desgraciadamente a lo largo de nuestra historia hemos visto momentos similares”. Imposible no acordar sobre el pasado reciente del país. Y de hecho, uno esperaría una reflexión sobre esos “momentos similares”, y en particular sobre el más reciente de ellos -aquel que fue explícitamente preparatorio de este “momento kafkiano”-, aquel en el que gobernó Macri. Y uno supone que esta reflexión no ocurre, en partes, porque el diario en cuestión es una de las grandes continuidades entre los “momentos kafkianos” del país. En fin, me refería a que hay cosas en esta entrevista que llaman la atención. Una de ellas es que el gobierno de Milei es inadvertidamente calificado aquí como “momento k” del país. Hubiera sido un gran título, sin dudas. El otro elemento llamativo es el vaciamiento de la carga explosiva de la literatura kafkiana, que ya no sería -como lo era en Ricardo Piglia, nombre que aparece en la entrevista- la escucha del horror en la historia y a la vez desnaturalización de ese horror tal y como se lo prepara en el lenguaje, sino un tibio sitio de homenajes en el cual hace gala del olvido. Y no agrego demasiado si me detengo en otro momento de la entrevista en el que el erudito canadiense nacido en argentina responde sobre el “resurgimiento del antisemitismo” citando a George Steiner para quien el fenómeno del odio al judío –“una burocracia del prejuicio”- se debería a una antigua resistencia de antiguos pueblos al monoteísmo. Como si el momento actual, definido como pesadillezco, no impusiese la necesidad hacer al menos una mención a la barbarie en la Franja de Gaza. Barbarie militar israelí asistida por usos bélicos de la Inteligencia Artificial norteamericana. A esas mismas tecnologías adjudica Manguel el fenómeno del olvido que en el presente vivimos respecto del horror pasado. El olvido de Kafka que se realiza en lo kafkiano es, sin dudas, un gran tema.

Ponerle el cuerpo al pensamiento de nosotros mismos // Diego Sztulwark

Un enemigo sin talento se mete con un cuchillo entre los dientes y hace desastres en nuestro campo discursivo. Elsa Ducaroff plantea el problema, en una charla de la Universidad Experimental de Venado Tuerto y propone una hipótesis: el estado de desconcierto en que nos encontramos es directamente proporcional a todo aquello que no nos atrevimos a pensar a fondo sobre nosotros mismos (no solo en el plano individual, se entiende, sino sobre todo colectivamente), en particular en el plano político. Hay ante todo una cuenta pendiente en nuestro propio campo. Una falta de coraje para pensarse. 

Y pensarse, pensarnos, es pensarse en un sentido crítico. Esa es la tarea pendiente en ese campo discursivo “nuestro”.

Se trata, por tanto, de afrontar los límites y temibles agujeros que definen un tipo de politización basada en una suerte de orgullo de nosotros mismos cuyo punto ciego es no percibir que todo “nosotros político” tiene el valor que adquiere en función de cómo plantea y resuelve problemas, a la luz de una evaluación que necesariamente trasciende cualquier narcisismo, incluido el de tipo ideológico. Es este, el de Elsa, un muy buen punto de partida.

Sobre todo porque de él deriva un primer paso práctico. Tenemos que entender más rápido que tarde las razones por las que una parte considerable de la población asume o acepta buena parte de la retórica y la gestualidad de la ultraderecha que en este momento está en el gobierno. La comprensión del fenómeno exige que se abandone toda actitud auto-exculpatoria. Por supuesto que hay circunstancias que parecen haber favorecido la audibilidad  para que los planteos de la ultraderecha: el factor traumático de la pandemia, el frustrante del gobierno de lxs Fernández, la intervención desconcertante de la subjetivación de redes sociales y la precarización laboral. Pero enumerar estas condiciones no autoriza a eludir la localización de aquellos aspectos en los que el discurso ultraderechista penetró incluso en nuestro propio campo. Falta comprender cómo funciona el correlato entre esa penetración y aquellos aspectos en que nuestros discursos y prácticas resultaron decepcionantes, autocomplacientes o falsos. Pensar es, dice la Elsa, “pensarnos a fondo, sin embellecernos, sin sentirnos superiores. Dar a cada discurso horroroso del enemigo la chance de tocar en nosotrxs algún punto débil y registrar qué nos toca, por dónde avanza, y estar dispuestxs a tomar ese toro por los cuernos aunque duela”.

Este “aunque duela” involucra al cuerpo. El dolor, en este ejercicio, permite localizar esas consistencias fallidas, zonas de repliegue inadvertidas, que conservan sin elaborar todo aquello que no hemos sabido plantear ni superar obstáculos, en los que hemos concedido sin llegar a admitirlo. El dolor nos señala esos puntos sensibles a revisar. León Rozitchner tomaba muy en cuenta este modo de poner el cuerpo en el pensamiento, en particular cuando nos pensamos a nosotros mismos. Tomar la propuesta de Elsa en serio implica algo distinto a lo que tradicionalmente se ha propuesto con la palabra “crítica” (y “autocrítica”). Porque por crítica se entiende por lo general la crítica de lo hecho por otros, y la auto-crítica a lo hecho en el pasado. Son dos modos de escapar al dolor de interrogar de frente lo que hacemos nosotros ahora mismo. Parto entonces de la premisa de que la crítica en el plano histórico-político vale sobre todo cuando se la formulaba en el momento mismo en que el fenómeno a criticar está sucediendo. El coraje del crítico se juega en el hecho de arriesgar el favor de un cierto tiempo en función de corregir o modificar procesos en curso. Es la discusión misma sobre qué hacer y cómo lo constituye el campo amplio del “nosotros” discursivo del que habla Elsa. Valiente es, por tanto, la palabra disidente cuyo riesgo es ser sancionada por disonante cuando las decisiones están ocurriendo y hay, por tanto, chances de transformación. Lejos del par de la culpa-arrepentimiento (que tal vez sí le quepa a los responsables de las grandes decisiones estratégicas que nos trajeron hasta acá), la cuestión realmente dolorosa es cómo participar ahora mismo de las discusiones claves sobre qué iniciativas precisamos. Y sumo una premisa más. La crítica se frustra cuando no es más que un rechazo de la posición de los otros desde nuestras autocomplacencias ideológicas. Criticar no es señalar desviaciones de otros, sino verificar que hay mejores funcionamientos posibles e intentar ponerlos en marcha. El valor de las palabras de Elsa, me parece, radica en el gesto de no señalar sólo al pasado ni solo a otros. Cuando habla de puntos dolorosos habla de su dolor, como nosotros deberíamos hacerlo del nuestro (que quizás sea el mismo). No se trata, por supuesto, de disfrutar del dolor sino de otra cosa: de revisar urgentemente aquellos puntos acríticos que nos vuelven inmunes a toda verificación práctica, permitiendo a un enemigo sin talentos a la vista avanzar tanto y sobre cuestiones tan importantes y sensibles para nosotrxs. El paso práctico que se desprende del razonamiento de Elsa consiste, me parece, en detectar (la cito): “qué de su auténtica experiencia está tocando ese discurso y cómo podemos llegar a tocar esa misma experiencia, con una respuesta de izquierda y no de derecha”.

Se trata, por tanto, de llegar cuanto antes a lo que podríamos llamar el núcleo del asunto, formulado en las palabras de la autora en Venado Tuerto: “un discurso que defiende en abstracto lo que en lo real no existe no puede nunca derrotar a un discurso que se nutre de lo real para proponer que lo que existe es una porquería y no debe por ende existir más”. Todas las palabras que en nuestros discursos no se verifican en la experiencia señalan el peso de un impensado, de una pereza, de una pequeña —o gran— derrota. La marcha del 23 de abril es ejemplar al respecto. Defender lo público —las universidades públicas, sí, pero no sólo ellas— deja de ser una frase retórica auto-reivindicatoria e ineficaz cuando se hace claro para muchos cientos de miles qué es lo que está realmente en juego.

El examen que Elsa nos propone nos sitúa en el campo de batalla. Se trata de un trabajo de preparación de las propias fuerzas para un combate que ya comenzó. Se trata de un combate en torno al sentido, en el que todo lo que se resuelve por el lado de la ultraderecha se alimenta aquí y ahora de cada una de las palabras silenciadas con que enmudecimos ante lo que no nos atrevimos a decir, con cada una de las tácticas que no nos hemos atrevido a emplear por temor a la sanción y con cada una de la inhibiciones que nos han limitado a la hora de poner en juego nuestra propia sensibilidad como dato real de nuestras acciones. Todas estas, abstenciones sin virtud, deben ser contabilizadas entre las razones implícitas de nuestra propia falta de eficacia histórica. Y para el caso da exactamente igual que seamos —o hayamos sido— más o menos peronista, kirchneristas, marxistas, o lo que sea. No habrá un frente común verdadero sino podemos elaborar por izquierda lo que hoy se elabora por derecha. Sin un lenguaje apto para ligar con la desesperación no habrá frente común ante un enemigo de lo común. 

Se trata, dice Elsa de recomponer a fuerza de agudeza y autoorganización las comprensiones y la prácticas confrontativas que ese frente común que llama “nuestro campo” perdió prácticamente en dimensiones cruciales de la disputa. Y se trata, también, de recalibrar también que las formas fracasadas no pueden ser conservadas ni tampoco plenamente borradas, como si no hiciera falta partir de lo que somos si queremos llegar a ser lo que queremos ser. No hay idea nueva que pueda ahorrarse la lenta transición de lo que el cuerpo siente. Contra la idea de que lo nuevo se da por borramiento de lo viejo, e incluso de lo antiguo, me parece que la imprescindible interpelación que nos hace Elsa a revisar el sistema de nuestras ineficacias (silencios, lenguajes, enfoques) supone un doble movimiento: escuchar el malestar, los descontentos que vienen del mundo sin darnos la razón, y entrar en conversación con ellos para evitar que sean empaquetados en lenguas mortíferas y fascistoides, pero también para recobrar una historicidad compleja pero de algún común, que nos incluya junto a ellos. Precisamos un nuevo anudamiento, un nuevo tipo de convergencia entre el murmullo de lo negativo y una capacidad narrativa que nos permita retomar un pasado de luchas que son nuestras en lo que nos orgullo pero también en lo que de ellas nos duele y vergüenzas.

Sobre todo coincido con Elsa —y con tantxs amigxs— en algo que mucho hemos conversado pero que sus palabras arrojan sobre todos nosotros de modo tan claro: precisamos una corriente de izquierda militante amplia y no orgánica, con ganas de hablar claro y sobre todo, de discutir todo y en particular —y sobre todo, con urgencia— la hegemonía de la ultra-derecha. Solo que compartir ese deseo no implica para nada saber cómo se hace para ponerlo en marcha. Lo que tenemos es una obsesión compartida, una obsesión en busca de un cuerpo, de una voluntad colectiva.

28 de abril 2024

Clase completa de Elsa Drucaroff sobre la que Diego Sztulwark escribe este texto.

Atención poética, política, ética / Cynthia Eva Szewach

“De quien con atención no sea escuchada; la triste voz del triste llanto mío”

 

Góngora

 
 
 

“Una sola atención óptica, impresión sensorial, siempre causa más impacto en el alma que mil

 

opúsculos y artículos de periódicos”

 

Stefan Zweig

 
 
 

“Estar atendiendo” es una manera de nombrar al acto de recibir, escuchar, hacer un lugar. Es tender hacia lo que se dirá y hacia lo que se dejará en silencio.

 
 

La atención puede dirigirse al detalle de los gestos, a las breves palabras, al modo de contar una situación que afecta, a los sonidos, a los tonos con los que se habla, al color de la vestimenta, a la forma de saludar, al movimiento de caminar, a las repeticiones, a una frase poética inesperada, a una lágrima, a una sonrisa sin sentido, al sentido que atenta los sentidos.

 

 

 

Paradojas. Freud aconseja igual atención flotante (gleichschwebende Aufmerksamkett). La palabra igual (gleich), ¿perturba o determina al estado flotante? ¿Se trata de igualar a quien escucha y a quien habla? ¿convierte en difusa, una supuesta frontera entre un lugar y otro?

 
 
 

Es una atención que requiere entrega.  Deja a un lado la reflexión, el saber, la sensatez de la conciencia juiciosa.

 
 
 

La atención flotante es la errancia de la escucha. Una escucha en espera que no se posa en ningún sitio privilegiado con anterioridad y aguarda el surgimiento de ocurrencias insospechadas. Si dirigimos, seleccionamos o nos dejamos guiar por nuestras expectativas, afirma Freud, correremos el peligro de no descubrir jamás sino lo que ya sabemos.

 
 

Bion señaló que la interpretación surge en el entramado de esa atención. Una feliz casualidad de la que brota un relámpago, poetiza Lacan, que se asienta en la materialidad de la aparición del equívoco.

 

En ocasiones, sin aviso previo, algo captura la atención. Se siente en algún lugar del cuerpo.

 
 

Es una atención pulsional, perceptiva. Puede ser una imagen que detiene la mirada o la aparta, un olor, un sonido o una palabra que no resulta indiferente. Quizá esa atención se descubra a posteriori, como un resto diurno que palpita, un ensueño, como el acontecimiento inconsciente, fugaz, sorpresivo.

 
 
 

Hay otra atención diferente. Es una atención que requiere de concentración. No supone un estado flotante. Compromete una zona de la conciencia. Se detiene, por ejemplo, muy puntillosamente en lo que se está diciendo en una conversación o en la tarea que se está realizando. Puede ser la investigación de un tema o la curiosidad por un asunto que importa. Solicita un ensimismamiento calmo y activo. Introduce la pregunta por la relación entre atención y concentración.

 
 

Cuando esta atención dedicada y decidida, está despierta, las palabras que llegan las queremos comprender, no nos hipnotizan, las incluimos de modo crítico, abierto, amoroso, temible, alerta. Las subrayamos y las “masticamos” para que queden grabadas a fuego, indelebles, imborrables, accesibles.

 
 
 

Políticas de la atención. Nadiezhda Manldestam memorizaba atenta cada palabra de cada uno de los poemas de su marido, Ossip, muerto en los gulags en tiempos de Stalin, para salvarlos del olvido. Juan Forn, relata el trabajo de las llamadas “Calceteras”. Se trataba de una propuesta de la poeta Ajmátova a un círculo de mujeres cercanas que la solían visitar. Mientras hacían ruido de tejedoras de calcetines, con agujas y lana, desviaban la atención de los micrófonos de la KGB y podían aprender de memoria poemas antes de quemarlos. Una relación singular entre atención, política y cierta memoria. Una atención poética.

 
 
 

La experiencia de la atención puede ser un compromiso placentero o una imposición asumida, un efecto de la sumisión a un poder, cargado de crueldad.

 
 
 

La atención sensible a las palabras, puede agudizar la percepción de los lenguajes que buscan adormecer, desganar, desesperanzar, nublar la vista.

 
 
 

Es un enigma inmaterial de la inteligencia, acentuado por Ranciere en “El maestro ignorante”.

 
 
 

Cuando está gobernada por el imperativo de una voz que pide ¡Atención! Attenti! ¡Achtung! oprime la mirada, tensa el cuerpo, detiene una liviandad.

 
 
 

En lengua castellana se dice de varias maneras: prestar atención, llamar la atención, captar la atención, poner atención. En francés a veces se dice preter attention, o etre attentif, a veces faire atention. Hacerla. En hebreo por ejemplo prestar atención se dice de manera muy poética, Asim lev: poner corazón. En idish hay dos expresiones “tsuhern zikh” es más “escuchar con atención / atentamente”, mientras que “oyshern” es prestar atención.

 

Si se tratara de prestar, literal, supondría que se espera una devolución. Es un prestarse. Una disposición. La atención se ofrece generosa, su recepción es contingente como el amor.

 
 
 

Se dice también en el sentido de regalo excepcional, un extra. Voy a darte una atención.

 
 
 

Una concentración atenta e impactante en la infancia está sostenida en la soledad del jugar placentero, riguroso, preciso, meticuloso. Cada movimiento es un valioso y conmovedor acontecimiento con el juguete, con la actividad.

 
 
 

Cada cual atiende su juego…y el que no… Una propuesta lúdica y ambigua. ¿Se trata de no estar en conexión con el juego del otro? ¿Es el cuidado de no invadir territorios? ¿La mirada que se desvía hacia un celular, atiende su juego? ¿Es una propuesta individualista de prendas y premios? Es estar atento cuando Al Don Pirulero se le ocurra tomar tu instrumento y darte su lugar. Entonces, ¿no sería otra la letra del juego?

 
 
 

En el acto amoroso, sexual, una determinada atención, ligada al yo, suele quedar en parte disuelta y apartada. Las atenciones se dirigen a los misterios de la fantasía, escena privada o compartida. El orgasmo atiende a la fusión con un gozar abismal sin distracción

 
 
 

La atención se requiere al ejecutar un instrumento, al leer, al realizar un deporte. El desvío hacia otra cosa puede perturbar el acto en sí. Pero quizá esa interrupción, ese levantar la vista, esa dispersión, si bien puede llevar al error, a la pérdida del tanto, a pifiar la tecla, también puede transportar hacia un lugar nuevo, valioso, impredecible. La invención en el traspié.

 
 
 

En ese sentido se puede deplorar el término “déficit de la atención”.

 
 
 

¿Hacia dónde va el desvío? ¿Qué lo motoriza? ¿Qué otra escena resulta atractiva para retirar la atención hacia ella? ¿Cuál es el ensueño que llama a ser atendido? Son las preguntas nunca realizadas cuando se designa como déficit y bajo el mote de una sigla diagnóstica.

 
 
 

Para Simone Weill, la atención se cultiva, habilita un acceso elevado, oracional. La atención, para ella, nos lleva a un lugar sin elección, necesariamente desaparecemos para aparecer en otro sitio.

 
 
 

“La atención o la vida”, otra figura política de la atención. Hay momentos donde no puede haber distracción posible, cuando un instante puede ser fatal.

 
 
 

En una conversación con F Camon, Primo Levi plantea que entre “hundidos y salvados”, la mayor crueldad de la opresión en el Campo de Concentración era la incomunicación lingüística, el aislamiento de no entenderse, no poder hablarse entre pares, y no descifrar las órdenes con rapidez. Se propuso así, para apostar a su supervivencia, agudizar al máximo la atención: “Absorber el alemán del aire que me rodeaba”.

 
 
 

El dolor y la desesperación de tener hambre, cuando son incalmables, pueden perturbar inmensamente la atención.

 
 
 

La excitación sensitiva, perceptiva, transita y puede alcanzar la conciencia si la función de la atención, localizada en el preconsciente permite o no, el acceso a partir de una distribución, que Freud nombra como fuerza, fuerza de la atención.

 
 
 

La atención, tal como nos interesa, es una fuerza no un esfuerzo. No es una forma de producción de capital acumulable, a más atención, más…

 
 
 

En una nota al pie de “Lo inconsciente”, se lee un lamento del traductor: No hay demasiada luz puesta en los escritos de Freud sobre el tema de la atención. La argumentación esgrimida es una pérdida: el artículo extraviado sobre la conciencia.

 
 
 

Aun así, podemos seguir una ruta freudiana: encuentra una relación entretejida, enigmática con el soñar. Los órganos sensoriales, corporales, sensibles cobran relieve al intentar percibir, notar, lo que llama realidad exterior. La atención es una función captadora.

 
 
 

Es una actividad, un suceder, que sale al paso, explora, se anticipa.

 
 
 

Está ubicada como una actividad periódica, persistente y simultánea. Registra, nota, deposita. Crea memoria. Una memoria ligada a una inscripción, que deja huella inconsciente duradera. No tiene relación con la memorización, sino con impresiones que, aunque fragmentarias, sellan.

 
 
 

La atención con la que se lee una carta de un amor, cada coma, cada acento, cifra la medida del deseo. “Estoy leyendo las dos cartas en la misma actitud que el gorrión que roba las migas de mi habitación temblando, con el oído y el ojo alertas, con el plumaje encrespado” le escribe Kafka a Milena.

 
 
 

Cierta forma de atención muchas veces queda destronada de cierta función por el efecto del acostumbramiento. Puede que algunas acciones de esa manera se maquinicen, se burocraticen, pierdan sensibilidad.

 
 
 

Muy diferente es el salto que implica un acto, donde es imprescindible una fuga de la atención, a favor de una decisión impensada.

 
 
 

El personaje principal de “Días perfectos”, la película de Win Wenders, muestra que cada gesto, cada acción cotidiana hecha con la atención puesta en esa acción, se trate de limpiar un baño público o del trabajo en un quirófano de alta complejidad, desarticula el acostumbramiento tedioso con el que algunas personas cargan. Da una clave del vivir.

 
 
 

La atención tiene una relación con el pensar, el soñar y el recordar. Busca claves imperceptibles donde leer los hechos.

 
 
 

Plantea una dimensión de ruptura. Al estar aquí, no estoy en otro lado.

 
 
 

Atentamente Suyo, firma Freud. Pero, cuando la relación comienza a perder formalidad en favor de la intimidad, queda:

 

 Tuyo.

Imagen: Jake Garfield Mujer leyendo una carta 2021 Bloque de madera 56 × 76 cm

Fuente: Adynata

 
 

La universidad en la mira // Bruno Bosteels

“No sé qué hacer,” me dijo mi estudiante después de darme la mano. “Quedarme acá o irme con mis compañeros y compañeras que están allá.”

“Acá,” en este caso, significaba del lado del campamento de solidaridad con Gaza, donde estaban los estudiantes dispuestos a ser arrestados en caso de que entrara nuevamente la policía de la ciudad de Nueva York, tal y como lo había hecho–en pleno día–el jueves de la semana anterior, invitada por la presidenta de la Columbia University, Nemat (Minouche) Shafik. En aquel despliegue de fuerza, marcando la primera vez desde 1968 cuando la policía había entrado en el campus con tal presencia armada, habían sido arrestados 108 estudiantes de distintas escuelas de la universidad, así como del colegio para mujeres de Barnard ubicado del otro lado de Broadway.

“Allá,” en el terrenito frente a la escuela de periodismo, se juntaban unas doscientas o trescientas personas que por las razones que fueran no querían correr el riesgo de ser arrestadas.

Aún en medio de la oscuridad de la medianoche sabíamos que el pasto de ambos lados había sido meticulosamente preparado para la ceremonia de fin del año académico que ahora parecía estar retrocediendo como una ocasión incongruente, si no imposible de llevar a cabo como de costumbre.

A nadie se le olvida que la generación que va a graduarse en mayo es la misma que pasó el último año de la preparatoria completamente en línea, a causa de la pandemia. Pero en medio del conflicto global que se ha inmiscuido en nuestra vida diaria con distintos grados de cercanía y agudeza personal desde los ataques del 7 de octubre en Israel, para muchos de esta generación no parece apropiado celebrar cuando varios de sus compañeros siguen suspendidos–incapaces de continuar con sus estudios ni por vía remota y, en el caso de las estudiantes de Barnard, echadas de sus dormitorios con apenas quince minutos para juntar sus cosas.

El campamento se había organizado en la madrugada del día de los testimonios ante el Congreso. Las demandas desplegadas en mantas y pancartas son las mismas que varios grupos estudiantiles con apoyo de profesores y empleados de la universidad habían propuesto desde hace meses: que Columbia deje de invertir en compañías que sacan provecho de la guerra y de las ocupaciones ilegales en Palestina; que se cierre el Centro Global de Columbia recién inaugurado en Tel Aviv, parecido a los que tiene la universidad en París o Río de Janeiro; y que se quite el diplomado doble de cooperación entre Columbia-Tel Aviv que cada año atrae a docenas de estudiantes.

Mucha gente a favor de estas demandas establece un paralelo con la campaña de desinversiones de parte de la universidad de Columbia en el régimen de apartheid en África del Sur en 1985. Otros, en cambio, denuncian esta campaña como una forma de antisemitismo, del mismo modo en que una mayoría de los estados en el país han legislado o están intentando legislar para prohibir el movimiento de boicoteo, desinversiones y sanciones (BDS).

Este debate se complica de forma exponencial cuando se cruza en el escenario actual de la política parlamentaria con las fuerzas de la nueva derecha y la derecha extrema en Estados Unidos. Así, lo que muchos consideramos la causa justa de los palestinos choca con un complejo entramado de factores políticos, ideológicos y económicos que van mucho más allá de un campus universitario.

En primer lugar, el Partido Republicano lleva años con las universidades en su punto de mira. La censura de una larga lista de libros considerados subversivos u ofensivos para la moral pública, hasta la prohibición de disciplinas enteras como la sociología o nuevas orientaciones metodológicas como la teoría crítica de la raza y la interseccionalidad, ha sido el pasatiempo favorito de candidatos y candidatas a la presidencia o la gobernatura en estados como Florida y Texas. Con las protestas de Black Lives Matter por el violento asesinato de George Floyd y muchos otros a manos de la policía, o con los programas de diversidad, igualdad e inclusión (DEI por sus siglas en inglés), el presidente Donald J. Trump y su base de fieles parecen haberse enrabiado con lo que consideran el “wokismo” (de woke, en el sentido de ideológicamente despierto y consciente) de las universidades, según ellos llenas de ideólogos, “marxistas culturales”, o gente “perversa” que indoctrina a la juventud en la fluidez de género, la crítica decolonial al imperialismo y otros valores supuestamente antiamericanos.

Desde que empezó la cruenta guerra de Israel en Gaza como respuesta a los ataques brutales de Hamas, esta lucha ideológica ha fortalecido la nueva alianza que existía ya desde antes entre Trump y Benjamín Netanyahu. Significa que curiosamente la misma gente que saludó a “muchas personas finas” de entre los que marchaban por las calles de Charlottesville en Virginia con antorchas al grito de frases como “no nos reemplazarán los judíos” ahora se perfila como la auténtica vanguardia, si no el último baluarte, en la lucha contra el antisemitismo supuestamente rampante en las universidades estadounidense. No es que falten incidentes antisemitas y racistas que hace falta investigar y condenar con total claridad en las protestas. Pero en parte por falta de información y en parte por la ceguera voluntaria de ambos lados, los rumores y las conspiraciones están ganándole la carrera a la investigación de los hechos.

Es por eso que un grupo de profesores electos como miembros del Comité de Política y Planificación (PPC) han firmado una carta abierta para denunciar la desinformación que actualmente rodea el campus de Columbia.

Mi estudiante, mientras tanto, no tuvo que elegir. Poco después de la medianoche, empezó a correr la voz que el ultimátum de la presidenta se había postergado. Y que por lo menos durante 48 horas más no habrá ninguna intervención en el campamento, mientras se retomen las negociaciones.

DESBORDE DE LO PÚBLICO: diálogo con los maestros // Diego Sztulwark en Subversiones Radio (audio)

En una nueva columna de Lobo Suelto, Diego Sztulwark conversa con Pablo Ramos sobre las sensaciones y reflexiones en torno a la Marcha Federal Universitaria. Diego nos propone pensarlo como un desborde de lo público, una defensa de lo público, de lo común. A partir del diálogo con la obra de León Rozitchner, Pablo y Diego se preguntan de qué traer al presente a los maestros que los formaron. 

El desahogo: acerca de la marcha en defensa de la Educación Pública // Santiago Giménez

La realidad de ser golpeados, de tener que adaptarse y aguantar, suscitó en la masiva movilización en defensa por la educación pública: fue el desahogo de una impotencia generalizada, expresada en consigas de lo más poéticas y viscerales.

 

Esa potencia es transversal a las tradiciones políticas y generacionales; y logró recuperar la iniciativa y la adhesión política en su amplitud. Generó la ruptura de esa impotencia cotidiana por recibir a menudo acontecimientos calamitosos; demostró que las Universidades son para la sociedad el último refugio de prestigio de lo público, en tiempos de infinito desprecio hacia las instituciones públicas.

 

Desde el lenguaje -como no ocurría hace tiempo- logró percibir esos valores esenciales que nacen de lo individual y se transforman en lo colectivo; proceso que surge de una memoria histórica individual de quien percibe la oportunidad de haber accedido a una educación universitaria pública y gratuita, y se convierte en colectiva en el querer que otros accedan a lo mismo.

 

Esa comprensión logró unir un mismo desahogo para quienes transitaron la educación pública, los que lo hacen en la actualidad y los que vendrán, donde las premisas de las oportunidades, la libertad, la soberanía, los derechos, la calidad y la gratuidad son valores irrenunciables para el conjunto de la sociedad; valores todos que se sintetizan en una idea más llana: lo que tuve para mí lo quiero para todos. Lograr recuperar ese valor de y por lo público es la tarea más urgente para una ofensiva del presente.


“El silencio es un cuerpo que cae” // Vanesa Bianchi y Lelia Lanzillotti

“Milei habló en su colegio y dos chicos se desmayaron de emoción, así titulaban la última noticia, una más, de la frenética serie de informaciones que nos intervienen la vida ininterrumpidamente en estos tiempos. Llegaba con el video de youtube que ilustraba la crónica de los hechos https://www.youtube.com/watch?si=AmLOHPI5UmD7Mzy-&v=jamJmjHp4aA&feature=youtu.be

Perplejidad por el impacto de la escena y las imágenes. Angustia, cuando lo que era inimaginable dentro de lo posible, está sucediendo en la escuela. Pronto, afortunadamente, alguien puede escribir: ”Milei en la escuela, una clase de sadismo(cuando el cuerpo adolescente habla porque los adultos callan)”. Alivio de poder empezar a leer, algo más que cinismo, en un titular.

Aparecen preguntas ¿De qué hablan los cuerpos adolescentes?¿qué callamos los adultos?

¿Es que no terminamos de ser interpelados por estos cuerpos? ¿Sería justo pretender que no son también nuestros cuerpos, esos, que ya no encuentran modo de decirnos que estamos mal, enfermos de impotencia?

Javier Milei, presidente de la Nación Argentina, brindó un discurso en el que fuera su colegio, Instituto Cardenal Copello.

Al decir de Sergio Zabalza. ”Lo que sucedió allí, constituye un ejemplo paradigmático de la dramática situación que atraviesa en el plano simbólico e institucional (además del económico y político), obvio, nuestro país.” y sigue…………………………. “En su discurso se pudo escuchar el habitual

repertorio de insolencias, a lo que esta vez, se le agregó la acción de mofarse de una persona púber para que sus pares se rieran del accidentado.”

Habiendo tomado nota del aberrante acto y del aprovechamiento que el presidente hace de la situación de fragilidad de los jóvenes para redoblar su violencia sobre ellos, nos interesa escuchar y poder pensar los desmayos dentro de esa escena. ¿De qué está hablando cuando

 

le habla a los jóvenes?.¿Habría alguna relación, cierta correspondencia entre el impacto de la palabra proferida y el desvanecimiento de los estudiantes?¿Desde dónde habla?

El discurso es en el marco de la escuela, apunta a las nuevas generaciones. ¿Por qué resultan ser los jóvenes los elegidos? Responde Milei “…es que los jóvenes llevan menos tiempo expuestos al mecanismo de lavado de cerebro que es la Educación Pública,que independientemente de que sea de gestión estatal o privada, determinan contenidos recontra rojos.”

El presidente de la Nación, va a matar a la Educación Pùblica y va a hacerlo a su propio territorio, la escuela, utilizando como medio el acto institucional de apertura del ciclo lectivo 2024. Además, elige “su” escuela: institución religiosa perteneciente a una congregación cristiana.

Su arenga descarga contra lo público de la educación, de gestión estatal o privada, indistintamente. Ya no se trata de privatizar la gestión estatal, gesto clásico neoliberal, sino de pensar la escuela como peligro rojo de intervención en los valores de la familia. “Tu familia elige este colegio por la cuestión de los valores, ese es el recuerdo más fuerte que yo tengo del colegio”, dice.

 

Milei hace un despliegue, mostración y uso explícito del poder que detenta.¿Qué es lo que anima a través de su gestualidad agresiva y transgresora? ¡Viva la libertad carajo! Su modo resulta una sacudida a los protocolos de la expresión democrática. Se dirige a la juventud resaltando su capacidad de rebelarse contra lo políticamente correcto, de ahí la efectividad de su discurso.Toca un punto sensible para una generación, que apostando a cuidar las diferencias, quedó atrapada en protocolos paralizantes y veladores de incómodas desigualdades.

Por otra parte, utiliza el ataque a la percepción como método sistematizado de impotentizar al otro. Esta, es la estrategia discursiva a la que apela durante toda su exposición. Para ello, utiliza el mecanismo perverso de negar lo que afirma al mismo tiempo.“Ingresé a este colegio en 1977, con lo cual las historias que yo les pueda contar son absolutamente anacrónicas”… Al mismo tiempo que niega, ”lo anacrónico del 77”, afirma: “una de las épocas más oscuras de nuestro país”, y por otra parte monta una escena que se percibe como la afirmación misma de eso que está negando. Si lo anacrónico es lo que no es propio de la época de la que se trata entonces, cualquier relación de sucesos históricos con la actualidad son pura coincidencia, o mejor dicho, cualquier actualización en la experiencia, un error en la percepción.

Detengámonos entonces ahora en los desmayos.¿Por qué hacerlo?

Pensamos los desmayos como efecto de la afectación de los cuerpos. “El afecto es a la vez evento y memoria: tal su potencia expresiva en contextos de disputa a la vez política y cultural”.(Ana Kiffer). Cuerpos afectados por una escena perversa, caídas que coinciden con los momentos más intimidatorios del discurso:

El primer desmayo ocurre cuando Milei está diciendo:”Me tocó un profesor que me resultaba bastante zurdo, aún para esa época… Pensar hoy, yo creo que casi me podía dar un ataque

 

gritándole comunista! – exaltado trata de remediar el exabrupto sonriendo- Pero, como verán vivo haciendo chistes, sobre mí mismo, porque si no la vida es un bodrio, más ahora que me tratan como de la realeza…“.”uh se cayó!”-dice-pero la persona está por fuera de la imagen que se ve. Sigue una voz en off: “Se desmayó pero ya la van a atender”.

El segundo: “Hay mucha gente que es socialista sin saberlo. De ahí que fue tan estremecedor

-el joven abanderado tambalea- que me paré en Davos y casi que les dije Uds son todos unos zurditos !… “ El joven se desvanece y cae al piso.“Uy!”- expresa Milei – y mirando a su hermana: dice: “Otro más?”. Vuelve la mirada al auditorio y remata: “Otro más. Sí, los nombro y son infalibles, son infalibles, juro que no los nombro más.

Ahora bien ¿cuál sería el peligro para Milei de nombrar a los zurdos?

¿Nombrar a los zurdos podría también recordarnos su lucha? La lucha y por lo mismo los zurdos, caen bajo el plan de exterminio de la derecha pero también la lucha es borrada por el discurso políticamente correcto, cuando los zurdos son recordados sólo como víctimas de acciones perversas. Es, en ese mismo acto, que son lavados de su potencia revolucionaria. Velar la lucha es no terminar de reconocer la violencia. La negación de la violencia como sostén de las prácticas democráticas llevó a imaginar un sujeto libre de odio, capaz de sublimar sus pasiones en una práctica de consenso.

El presidente le da un giro siniestro a su discurso : a la amenaza perpetrada durante toda su alocución, “Tranquilos, bueno, como verán, mencionar a los comunistas es tan peligroso que genera problemas siempre...”, redobla la apuesta al terror al responsabilizar a los zurdos infalibles de los estragos acaecidos en ese fatídico acto escolar: es que son los zurdos que, de sólo nombrarlos, provocan estragos en los jóvenes.

¿Qué lugar queda para esos jóvenes sosteniendo las banderas?.¿Implicaría también sostener las banderas del anarco capitalismo? Sostener la bandera podría ser, de algún modo, sostener la complicidad implícita en ese acto. Lugar imposible y desesperado. El cuerpo percibe y se revela, y rebelándose, entonces cae.

 

Mencionar a los comunistas es tan peligroso que genera problemas siempre” ”Hay mucha gente que es socialista sin saberlo”, aclara Milei. Palabras como balas que atraviesan a esos cuerpos que deciden no prestarse a sostener una escena que les resulta insoportable.

Intolerable en su decir aterrorizante. Inaguantable por estar sosteniéndolo frente a millones que no dejan de mirarlos, en la transmisión en vivo y su reproducción posterior e infinita en las redes sociales. Todo agravado por el hecho de ser jóvenes pertenecientes a una generación criada en la exposición a las pantallas, en modos de vida convocados a performar y a realizarse en escena.

 

Pero también podríamos leer al desmayo como una posible salida, la deserción de una escena siniestra, una oportunidad (si hay alguien que lea) de hacer visible lo invisible. Siguiendo a la joven politóloga Leyla Bechara: “La denuncia es que somos invisibles, no que no queremos estar”, dándole otra vuelta al concepto de deserción. No se trataría de buscar desaparecer, más bien sería una búsqueda desesperada de poder hacerse presente de otro modo.

 

Esos cuerpos que caen denuncian que no hay miramiento alguno hacia ellos, que son invisibles para este mundo. El momento de la caída, lejos de hacerlos desaparecer, presentifica esos cuerpos y en ese acto resaltan su modo de estar en el mundo y su modo de no estar en este mundo también, su rechazo de un mundo en el que no es posible vivir.

 

“No apartes la mirada”

 

          fotograma No dejes de mirarme (2018). Dir. Floriann Henckel von Donnersmarck.

 

 

En la película “ No apartes la mirada”, Elizabeth, una bella y sensible joven estudiante, en el acto de entrada de Hitler a su ciudad en Alemania, se ve llevada, a ser ”la elegida” para entregar al führer un ramo de flores como símbolo de bienvenida.

En la escena está sola, la rodean una multitud de otras jóvenes enfervorizadas que reproducen el gesto del brazo en alto del saludo fascista. En ese instante, todos la miran y nadie la ve. A través de una mueca de sonrisa exaltada, deja entrever claramente una fuerte excitación frente al acontecimiento. Inmediatamente después sobreviene su desestabilización emocional, su caída.

En la siguiente toma se ve como la jovencita, desesperada, es arrancada de su familia . Elizabeth lucha y resiste la violencia de ser arrastrada por médicos a un “encierro curativo”. El niño es testigo de una escena que le arrebata la infancia. Su madre, en un intento de velar la crueldad, interpone su mano entre sus ojos y la desgarradora imagen, La chica le grita: “nunca apartes la mirada”. Luego, es el niño, quien intercalando su mano, hace el primer gesto de desenfocar para ver. Lo que sigue, un diagnóstico de esquizofrenia que la conduce a una forzada práctica de esterilización frente a la cual se rebela y que por lo mismo, finalmente, la condena a la cámara de gas.

 

Exterminio como modo de preservar la pureza de la raza y, de paso, de borrar para siempre cualquier rastro subversivo que pudiera despertar la rebelión frente a la opresión, en las generaciones venideras. Los nazis saben que el peligro radica en que la huella es, ante todo, un material donde el pasado puede construirse y actualizarse en el marco de las interrogaciones que el presente le dirige a la Historia.

Así, la película deja ver cuál es el precio a pagar por poner el cuerpo en una escena siniestra. Lo que detona la caída de Elizabeth es haberse prestado a sostener el teatro que celebra la entrada de la crueldad desatada, en su ciudad.

Pero también la historia que narra la película, abre la deriva de la vida de un niño que es acercado al arte a través de su tía Elizabeth. Ya en su adultez, como pintor, ese niño se convierte en artista. Es cuando, después de un período interminable y tortuoso, sentado frente a un lienzo en blanco, recorta la foto del criminal de guerra del periódico, la pinta y luego difumina cuidadosamente la pintura con su pincel. La última noticia de ese diario anunciaba que el responsable del Proyecto Eutanasia luego de 18 años, había sido finalmente apresado.

Algo obra en él. La pintura va apareciendo a partir de imágenes de copias en óleo de fotografías hiperrealistas, (resabio e insumo de su formación pictórica en el realismo socialista), que en un segundo momento, son borroneadas por su mano que se arrastra sobre el óleo y desenfoca la imagen perfecta. Así, el gesto del niño retorna y por lo mismo retoma y revive la fuerza vital que anima el cuadro del pintor: su tía, él de niño, el abrazo amoroso entre ellos, los asesinos. Un viento entra por el ventanal del taller, interviniendo la obra y componiendo azarosamente sus elementos, superponiendo las imágenes.

La vida siempre persevera. También existe el cine, oxígeno para volver a respirar al vislumbrar la posibilidad de una salida vital como reverso del horror; y los artistas ”personas que ven los campos de color azul, el cielo verde y las nubes de color amarillo verdoso e insistirían en que no es ver sino percibir. Esos que viendo las cosas de ese modo, y consecuentemente, creen en lo que plasman”.

Territorios // Beatriz López Mosteiro

Visité la muestra de Teresa Dürmuller en la Galería Isabel Anchorena (Libertad 1389, CABA). Al entrar en ese espacio se ingresa a un mundo misterioso y enigmático.
Las mujeres nos están esperando inmersas en paisajes que nos permiten entreverlas, adivinarlas y también sorprenderlas en esa quietud aparente.
Hay una actividad sensible en ellas que nos llevan a acompañarlas, a estar con ellas y participar de esa vegetación, de los pájaros, del clima que se configura simplemente al estar allí, al dejarse estar allí.
El trabajo de Teresa Dürmuller es a la vez delicado y riguroso. Si evoco otras muestras (Museo Sívori, La Olla Roja, Centro Borges en Galeríías Pacífico), encuentro en ésta a la vez una expansión y madurez en el universo que habita Teresa Dürmuller.
Las cerámicas acompañan y acompasan.
Vivimos un momento en el que nuestra capacidad de pensar, imaginar mundos posibles está afectada por la urgencia de lo inmediato, por la perplejidad.
Teresa Dürmuller nos permite, por un instante que se prolonga en el recuerdo de esas imágenes, confirmar que hay otros mundos posibles de habitar.

La desimplicancia // Diego Sztulwark

Si toda acción histórica de tipo revolucionaria supone un desajuste interno entre forma y contenido, Marx se proponía distinguir la modalidad de tal desajuste observando que en las revoluciones burguesas europeas del siglo XVIII se montaban ostentosas escenografías en las que los muertos heroicos del pasado eran revividos en auxilio de unas transformaciones de alcance limitado, de un contenido “estrechamente burgués”. Por el contrario, las proletarias del sXIX, que se planteaban transformar todas las estructuras de explotación social debían despejar de su horizonte mental toda clase de repetición pretérita farsesca -dejando que los muertos entierren a sus muertos- y extraer su propia poesía exclusivamente del provenir. Si toda revolución se propone destruir el orden anterior, la diferencia expresiva -de lenguajes y vestuarios- entre la burguesa y la proletaria derivaba directamente de su misión específica en la escena de la historia universal.

 
 

Y, dado que no hay clase insurrecta que suba desnuda al escenario y, puesto que Marx creía indispensable delimitar la diferencia entre la vieja revolución burguesa y la nueva proletaria, pudo escribir: “allí, la frase desborda el contenido: aquí, el contenido desborda la frase”. Esta relación inversamente proporcional entre forma y contenido es la que se ha manifestado en la conciencia burguesa revolucionaria como desborde en favor de la frase, como forma supletoria de la falta de contenido. Pero incluso ahí donde el desborde en favor de la forma enmascara la pobreza del contenido revolucionario, la frase forma parte inmanente de la revolución. Pues no hay toma del poder burgués sin constitución de un pueblo que la respalde, pero tampoco constitución de un pueblo revolucionario sin una burguesía que protagonice el curioso espectáculo en el cual un contenido “estrecho burgués” se presenta como universal. Ahí, la frase desborda al contenido: la pronuncia la propia burguesía para darse ánimos y conquistar una pasión revolucionaria que no podría hallar jamás en sus propias prácticas de administración y contabilidad. La revolución proletaria, a la inversa, tratará de despejar la forma revolucionaria de toda contaminación con la forma anterior que pueda actuar como un pasado opresor sobre la conciencia de los vivos. La revolución que debe fundar la igualdad substancial -y no la meramente burguesa- debe cuidarse bien de disolver toda veneración supersticiosa de un pasado que obstaculice la invención radical de una nueva forma política. Ahí, el contenido desborda a la frase.

 

 
Como fuera, burguesa o proletaria, la revolución es la presencia del desquicio en la historia. A la destrucción del poder de las viejas clases propietarias sobre las que se constituía el viejo orden, le suma el hecho de que el propio acto insurreccional está tramado por un inevitable desbarajuste interno (entre forma y contenido, frase y misión, escenificación y transformación). Es este desquicio, con sus desbordes y entusiasmos, quien imprime un curso no lineal a las cosas. Todo lo contrario a un tiempo de correspondencia y razonabilidades donde la principal bandera serían la sensatez y el principal valor la cordura.

Muy por el contrario, en tiempos puramente reaccionarios como estos, en los que no se pasa de un ejercicio de inversiones en los valores de los signos sin que aparezca un nuevo contenido histórico, la relación entre frase y tarea histórica queda completamente destruida. Ya no hay desajustes ni desbordes sino farsa y crueldad. De la revolución solo queda el vértigo de la velocidad y la incertidumbre en torno a la duración de las cosas. Pero se trata de un vértigo y de una incertidumbre que, a diferencia de lo que sucede en las revoluciones, se aplican a destruir la trama de la reproducción social y con ella todo vestigio de fuerza popular. Aceleración y abismo pierden todo contacto con heroísmos del pasado. La única justicia que se evoca es la de los amos de la vieja sociedad que cualquier revolución querría destruir. El espectáculo se confina a las pantallas -en ellas todo es innovación tecnológica y voluntad desreguladora-, mientras que por un desacople perfecto entre lo digital y lo analógico, en el mundo de la vida solo hay repliegue y carestía. En términos de estricta actualidad: la baja del riesgo país no es sino la contracara de la miseria planificada en cada aumento de los precios de alimentos, servicios, alquileres, medicamentos y transporte.

 

Sin misión histórica alguna, la frase se torna hiperbólica para sustituir todo contenido histórico. Simula una liberación total y da marcha a una desinhibición que la despoja de todo compromiso con cualquier tarea socialmente progresiva. De ahí su aparente liviandad: nada de lo que se dice dura, todo puede ser contradicho con una sonrisa desafiante. Todo el régimen de sentido queda en estado de excepción. De ahí el efecto de transgresión.

De modo que la “revolución” en curso no revoluciona nada. Es puro repudio del tiempo precedente -un tiempo caracterizado como incapaz de resolver los problemas que se le planteaban-, pero también incapacidad de criticarlo ni de superarlo en ningún punto decisivo. En lugar de provocar reformas, se causan daños. Daños que son ofensas, pero ofensas que no exigen reparaciones ni revanchas. En lugar de la revolución, triunfa el régimen de la desimplicancia. Una relación con la acción -y con la palabra- despojada de todo carácter consecutivo. La frase repudia al contenido y se actúa y se habla como si la desvinculación pudiera sostenerse en la nada de consecuencias. Sería un error vincular esta desimplicancia con una liberación de los signos y de los devenires. Es más bien lo contrario: esta desvinculación destroza la historia de la emancipación y apunta a liquidar cualquier afirmación de un contenido nuevo.

 

Sobre el funcionamiento de este mecanismo de la desimplicancia, Juan González nos ofrece un ejemplo relativamente prematuro en su libro El loco. Allí, se reproduce un dialogo con un influencer de la ultraderecha argentina que se hace llamar Emmanuel Danann, quien narra un episodio esclarecedor ocurrido en 2018, cuando uno de sus videos alcanzó un millón de reproducciones. Para responder a las críticas e insultos de un público progresista que lo asediaba, Dannan decidió sacarse una foto arriba de un Ford Falcon verde con un epígrafe que decía “subí que te llevo, bebé” y “subite a la Dananneta”. González transcribe en su libro la explicación de Danann, para quien mostrarse en un auto como el que usaban los grupos de tareas del terrorismo de Estado suponía solo “una caricaturización de lo que ya se decía de nosotros”. Dado que un público de izquierda lo acusaba de “facho”, Dannan les devolvió la acusación con una foto que quería ser burlona: si la lógica del sentido de sus críticos -hecha de implicancias históricas- lo colocaba a él en ese Falcon, la foto procedía de ellos mismos, a ellos les pertenecía y por tanto a ellos se las dedicaba. Cuenta González que Danann fue uno de quienes se alejaron de Milei cuando este último hizo un pacto político con Ricardo Bussi, hijo del general genocida de Tucumán. En palabras del influencer: “me puedo sacar una foto con el Falcon riéndome de los que nos dicen fachos, pero ¿cómo vamos a hacer una alianza con el hijo del genocida y reivindicador del padre? ¿somos liberales o somos socios de la casta más rancia?”. Si la burguesía en su fase revolucionaria se aturdía a sí misma con citas de la historia universal para realizar su contenido, la ultraderecha actual se confunde a sí misma en los procedimientos farsescos de la desimplicancia -que tan bien capta Capusotto en su personaje Micky Vainilla-, desde la cual se mofa de la conciencia eslabonada del historicista: un Falcon verde solo querría decir eso y nada más que eso: una marca y un color, y punto. El símbolo no supondría una política. Y sin embargo no puede no implicarla, y efectivamente Milei y LLA sí consumaron su alianza con Bussi.

 

 

La llamada “nueva” derecha, que define su novedad precisamente por esta desvinculación, asume así la posición de socavamiento y al mismo tiempo de restitución del mundo rígido de sentidos de la vieja derecha. La desinhibición que practican en el campo de los signos no alcanza una deshistorización plena, sino que permanece agarrada de la escena del ’76 (fecha que nos pide que olvidemos). Actúan como si quisiesen que las palabras y las imágenes desfilaran antes nosotrxs sin la menor elocuencia, en un desliz no reglado, pero no dejan de recurrir a símbolos que suscitar un poderoso y aterrador poder de recuerdo y anuncio. La desimplicancia no es más que el deseo de la ultraderecha de desentenderse de la herencia de la antigua revolución burguesa. Es más bien su negación más acabada, pero también la más embaucadora. Porque actúa sobre el desconcierto que provoca su negación de todo contenido (incluido el “estrechamente burgués”). Es la pretensión siempre fallida de las clases dominantes por desvincularse de las explotadas, de las frases por liberarse de los contenidos, de los precios por desanudarse del valor-trabajo, del signo por desentenderse del afecto, de lo digital por dominar lo analógico y de los negocios por aniquilar la historia. Se trata de una ofensiva deshinibitoria que busca quebrar en la pantalla los límites que le impone a la acumulación la sensibilidad colectiva. De ahí que la barbarie de las palabras y las imágenes que ponen en circulación en las redes se traduzcan en la bárbaras acciones represivas que ejecutan en las calles. Así ocurrió por ejemplo durante la brutal represión del miércoles 8 de abril cuando las policías federal y de la ciudad, a cargo de Milei-Bullrich y Macri-Kravetz atacaron a los miles y miles de manifestantes que concentraban frente al Ministerio de Capital Humano para exigir alimentos. La desimplicancia no es el verbo sin consecuencias sino una estrategia bélica que recurre a un fraseo sarcástico. Un modo verbal que retrae y contiene la consecuencia en la risa sólo para aplicarla a la vida desarmada que se pregunta como resistir. Sólo a ellas les es reservada de modo dosificado la recobrada e intocada gramática desnuda de la lengua de lo instrumental y del exterminio.

Este artículo fue publicado originalmente el día 16 de abril de 2024

Hagamos cuentas (en serio) // Francisco Pancho Ferrara

Tremendo lo que ha ocurrido en Argentina. Todavía flota en el aire la polvareda levantada por el resultado electoral de diciembre último que ungió como presidente a Javier Milei, un personaje casi desconocido que trastrocó con una retórica estrafalaria la vida nacional.

Todavía nos estamos interrogando: ¿qué pasó? ¿cómo pasó? Simplemente no lo vimos venir. Y ahora se impone que entendamos lo ocurrido, que hagamos cuentas en serio para poder siquiera atisbar algún asomo de explicación que abra perspectivas de corrección. Aunque sea a largo plazo. O necesariamente a largo plazo.

Tal vez convendría comenzar por caracterizar al personaje, un tipo que suele ser mentiroso, fanfarrón, grosero, emocionalmente inestable, provocador, bizarro pero que cuenta a su favor con una condición capaz de empequeñecer todos sus aspectos negativos y permitirle hacerse con la presidencia de la Nación en muy poco tiempo: es un excelente comunicador.

Javier Milei fue capaz, por ejemplo, de advertir cuatro o cinco puntos claves de la sensibilidad popular y convertirlos en formidables herramientas forjadoras de popularidad.

Y es ahí donde vale la pena detenerse para analizar lo más a fondo posible el fenómeno de la adhesión a Milei e intentar una comprensión capaz de develar el misterio y posibilitar la apertura de líneas de argumentación alternativas.

Milei “pesca” astutamente algunos puntos significativos de la sensibilidad popular y los convierte en herramientas eficaces de captación de la atención primero y de la adhesión después. Esos puntos, naturalizados en la conciencia de quienes los conocemos y sufrimos desde siempre, denuncian a los gritos lo que se silenciaba por pudor o por hastío, lo impronunciable que, de pronto, pasa al primer plano de la política por el desparpajo de ese sujeto vociferante y grotesco.

Porque, ¿alguien ignora, por ejemplo, la existencia de políticos corruptos, atornillados a sus cargos, incapaces de otra cosa que el ejercicio de una elocuencia vacía, traidores contumaces de sus promesas, capaces de las más escandalosas volteretas para reacomodarse cada vez que haga falta? ¿Desconocemos acaso la conducta obscena de dirigentes sindicales enriquecidos en el ejercicio de sus eternos mandatos? ¿Ignoramos que, aun cuando los empleados públicos cumplen un importantísimo rol, sobre todo en la atención de los sectores más castigados, existen los “loteos” de los ministerios entre los sectores políticos y son también reales los ñoquis y acomodados?

A todos estos los bautizó eficazmente Milei como “la casta” y sintonizó de ese modo con el imaginario de vastos sectores sociales. Y aunque existen políticos y sindicalistas honestos y luchadores, el decir lo que nunca se dice le otorgó a Milei la condición de denunciante  atrevido, de portavoz de un silenciado saber popular.

Habría que preguntarse, a modo de inventario de errores y fracasos, por qué esas denuncias no figuraron con la suficiente fuerza en las plataformas de las políticas progresistas. El haberle regalado a Milei el repudio a las prácticas descompuestas de la política deberá figurar por siempre en el Debe de los sectores autodenominados progresistas y populares.

Junto a la habilidad para hacerse con una bandera sentida por vastos sectores, Milei se proclama como el más enconado enemigo del sistema político y económico imperante. Lo que tradicionalmente fuera emblema de la izquierda y de las fuerzas políticas de alternativa es ahora esgrimido sin pudor por este mandatario de los grandes capitales y los poderes supranacionales. Y aquí hay otro hallazgo comunicacional de enorme potencial: la lucha contra el sistema conecta con un profundo hastío popular hacia las formas tradicionales de gestionar la cosa pública, con los límites que parecen estar encontrando (y no solo en Argentina) la democracia y sus instituciones.

Las formas actuales de la encarnizada acumulación del capital, cada vez en menos manos, no parece dejar espacio para los programas redistributivos desde adentro del sistema. Aquello que naciera con el Estado de Bienestar de los años 40 del siglo pasado, esas políticas ideadas para contrarrestar las ideas socialistas y comunistas, han llegado a un punto límite y se han agotado ante el avance incontenible del imperio del capital.

Décadas de intentos fallidos, de proyectos populares fracasados, de golpes de estado o de mercado contra gobiernos progresistas han dejado como sedimento una vaga pero firme certeza de que esto no va más, de que no hay esperanzas ni promesas cumplibles  dentro de lo conocido.

Entonces, ¿qué más da romperlo todo, pudrirlo todo, terminar a lo bestia con todo, agarrar la motosierra y destrozar los símbolos de la eterna frustración?

Ahí se monta Milei y se hace portavoz de oscuros anhelos, de hondos deseos reivindicativos despertados por una prédica vociferante y confusa aunque eficaz en su simpleza.

¿Qué los resultados no serán los esperados? Ya se irá decantando con el tiempo que lleve la expoliación a los sectores trabajadores y de clase media y la enorme transferencia de riqueza hacia los ricos poderosos. Por lo pronto se ha consumado la venganza con los políticos corruptos y el “estado ladrón”. Las hondas frustraciones, las mil ilusiones pisoteadas una y otra vez, encontraron en Milei un eficaz vengador. El despertar del sueño llevará su tiempo.

Puestas así las cosas ya no quedan más chances de seguir confiando en un ilusorio “buen capitalismo” que tome en cuenta los profundos anhelos de los pobres. La rapiña desatada no tiene miras  de parar y el mundo está siendo empujado hacia un abismo insondable. La propia suerte del planeta está seriamente amenazada por la codicia sin límites.

¿Qué resta, entonces? Tal vez no quede otra que apurar el armado de las instancias populares y participativas capaces de resistir desde la ofensiva, de abrir un horizonte hacia una comunidad de hombres, mujeres y diversidades libres (de verdad) capaces de construir un futuro a escala humana, un mundo en el que quepan todos los mundos, como dijeran alguna vez los zapatistas.

Pancho Ferrara, 8 de abril de 2024

 

Catástrofe y ensoñación: sobre los fracasos como nuevos puntos de partida // Entrevista de Cristián Sucksdorf a Diego Sztulwark


En esta entrevista a Diego Sztulwark he intentado eludir (por lo que tiene de mecánico) el formato tradicional de preguntas y respuestas, y reponer en cambio una forma mucho más próxima como es el contrapunto que dibuja la conversación. Conversación entre amigos sobre un amigo en común que ya no
está. Pero también, y fundamentalmente, sobre lo que ese amigo, que fue además un maestro, sigue habilitando para pensar el presente.

La conversación está transida por la sorpresa (esperable) de esa (ir)resistible ascensión de la ultraderecha en Argentina. Juntarse para pensar –primero para metabolizar– un horizonte que se cierra cada vez más. ¿Cambiará radicalmente el país si ese avance de la ultraderecha se afianza? ¿O acaso ese cambio ya se produjo y esto no es más que la punta del ovillo, el primer suceso de una serie que expresa el nuevo estado de las cosas? Estas preguntas nos traen el recuerdo de los relatos que hacía la generación de los grandes maestros (Rozitchner, González, Piglia,14 etc.) de sus respectivos regresos del exilio. Por ejemplo, Rozitchner y González coincidían en que al volver del exilio (Venezuela para uno, Brasil para el otro) sintieron que no habían vuelto al mismo país del que se habían ido. Algo se había roto; no era solo una cuestión política o económica, sino que la fisonomía misma de la ciudad había cambiado. Eran otras las expresiones en las caras, otras las conversaciones, los lenguajes, los sobrentendidos; no se podría leer en ellos lo que se había dejado atrás, la Argentina anterior a la dictadura había desaparecido. Había que reinventar los modos inserción política, cultural, etc.

La charla que sigue a continuación no es entonces estrictamente una entrevista, o al menos no en el sentido de esa segmentación de comienzos y finales, de preguntas que cortan el fluir del discurso y lo parcelan en respuestas. Este texto aspira a reponer –o al menos evocar, hasta donde el artificio lo permite– la forma de la conversación, que siempre se inserta subrepticiamente entre algo ya dicho y algo que quedará siempre por decir.

Diego Sztulwark: Te hablaba de estos relatos, de lo que llamaría la generación de los dos maestros (independientemente de la relación personal que uno tenga con ellos), personas que uno toma por cómo leían, cómo integraban los afectos al pensamiento, cómo hacían intervenciones, lo creativos o radicales eran, lo profundos y conmovedores de algunos de sus textos. Maestros en ese sentido. Decía que cuando relataban los retornos de sus exilios, y contaban de una ciudad que cambió, un país que cambió, un mundo político que cambió, cuando uno escuchaba todo esto o cuando los leía, no sé si lo vivía con el mismo dramatismo que con el que ellos lo contaban. Porque visto desde uno son todas cambios mínimos en vidas ajenas. Son historias que uno se imagina más o menos lineales y que uno no acaba de aprehender. Pero que uno tiene que aprender de todas formas, como si hubiese en el mundo una mínima invariancia que permite que uno pueda tomar cosas de otra generación para ponerlas en juego en el mundo en el que a uno le toca jugar. Ahora, yo pienso que el mundo que nos toca a nosotros es radicalmente distinto del mundo para el cual nos preparamos. Cuando uno tiene una cierta edad (por ejemplo, tiene hijos a los cuales rendirle cuentas de su propia inserción en el mundo) es fuerte darte cuenta de que estuviste preparándote, tanto en la militancia, en las ciencias sociales, en las lecturas, en la filosofía, en todos esos universos digamos, para una serie de escenas que no van a ocurrir, para un mundo que tal y como es no te reciben. Es decir, todo lo que vos asumías como teniendo el máximo valor. Esos libros que vos sabés que pudiste leer y que son tu orgullo, esas charlas únicas con personas que ya fallecieron y que vos sabés que encontraste ahí – como diría Benjamin– una narración como transmisión de experiencia, que eso como valor se devaluó. Tal como contaba esta generación de maestros, que cuando volvieron del exilio encontraron que el mundo en el que ellos se habían formado había desaparecido, y tenían que enfrentarse a otro mundo.

Entonces ahora me planteo esta misma cuestión. Aquella generación, después de los 70, tuvo que cargar con un mundo que había fracasado, que habían derrotado, o que de alguna u otra manear habían efectivamente liquidado, y ya no podían hablar sin cargar con esa marca, sin que ese mundo que ya no existía fuera parte de su enunciación. Tuvo que resolver cómo cargar, por ejemplo, con un mundo de lecturas que consideró fundamental para entender la vida: lecturas de Freud, de Marx, del peronismo o de la Revolución Cubana: eran maneras de vincularse con una biblioteca, con unos problemas epocales, con un lenguaje histórico: con un universo que de pronto se disuelve. Y aun así sobreviven como personas a las que escuchamos con muchísimo interés, que tienen unas lecturas que nos apasionan y queremos saber cómo aprendieron a leer y qué leyeron. Nos queremos meter en su mundo. Cuando nos toca hoy a nosotros dar una clase, escribir un texto, charlar con amigas y amigos, tener una iniciativa militante o la escena que fuera, cargamos con unas marcas que en cierto modo son radicalmente anacrónicas. Pero que nos cuesta mucho darnos cuenta, porque es nuestro mundo de sentido. Para mí darme cuenta de eso implica, por un lado, una depresión muy grande, una tristeza muy grande y una sensación de anacronismo, como si uno no fuera parte del mundo real. Y por otro lado recuerdo a esos admirados maestros (digamos así), cómo expusieron las marcas de un tiempo que había desaparecido a un tipo de enunciación que producía efectos en mí. Entonces me pregunto: nosotros, ¿seremos capaces de darnos cuenta que el mundo que existe no es el mundo para el que nos formábamos, no es el mundo, digamos, que imaginábamos que surgía de aquellas clases o aquellos textos y al mismo tiempo (estamos obligados o condenados a) hacer de eso un lugar de enunciación? Y no sabemos qué efectos produce o qué escenas produce, pero de alguna manera ahí hay una forma de legado. Nos toca ver cómo apropiarnos de eso y ponerlo a jugar. En una situación en la que incluso –el día de hoy que estamos conversando hay muchas personas que hablan de sentirse amenazadas por lo que implica Milei, incluso con el extremo de personas que comparan esto con los orígenes de una especie de nazismo, de fascismo, de ultraderecha muy agresiva, y no sabemos qué será de nuestras posibilidades de hablar en este país en dos años, con quién hablaremos, cómo hablaremos, no sabemos si viene una violencia política de derecha como la que tuvieron las personas a las que nosotros admiramos y leímos. Yo creo que hay un dilema enorme sobre el peso de los textos, de las lecturas, de lo que decimos, de lo que pensamos, de qué es dar clases, de qué es dar una entrevista, de qué es participar de iniciativas, las cosas que hacemos nosotros, ¿no? Me parece que es un tema muy benjaminiano. En el sentido de… lo voy a decir de esta manera: vamos a averiguar si nosotros somos recibidos o no en el mundo. Benjamin tiene esa frase de las Tesis sobre la filosofía de la historia que dice que toda generación se entera que es recibida en el mundo porque hay unas generaciones pasadas que están ahí para ser contadas; en la medida que una generación va a una cita con las generaciones anteriores. Pero también que esa cita está perdida, que es una cita imposible. No se puede dejar de ir, pero no hay un lugar donde recibiremos el pasado hecho para continuarlo. Entonces hay un gesto de apropiación, de esta “débil fuerza mesiánica” que toda generación tiene que poner en juego. Recién entonces nos enteraremos si somos bien recibidos en este mundo, es decir, si hay algo de las cosas que nosotros hemos vivido y aprendido y en las que nos hemos metido completamente, que en el tiempo que viene tienen pertinencia, que el hablan a alguien, que pueden afirmar algo, puede producir unas diferencias. Me parece que cada vez más leerlo a León Rozitchner (que es una cosa que nosotros hacemos siempre) es averiguar si somos de algún modo — y en qué sentido— continuidad de un pasado.

Ahora me acordaba, por ejemplo, de un texto de León… no, de un programa de televisión del que participó, que duró trece minutos (me acuerdo que lo cronometré). Fue una intervención en un programa de televisión de cable con un periodista (que en realidad era un dirigente político, Fernando Nadra) en la época del menemismo, en donde León hace una relación entre la convertibilidad y el juicio a las Juntas. Y habla de la convertibilidad muy interesantemente, como el conjunto de problemas escamoteados y de alucinaciones en las que solemos entrar, como bancar el uno a uno, etc. Estos días, escuchando sobre la dolarización, escuchando a Milei, pensaba: bueno, nosotros tenemos toda una tradición muy crítica, muy interesante y muy brillante sobre cómo afrontar estos momentos de alucinación colectiva. Pero al mismo tiempo hay que ponerla en juego en un lenguaje actual, de una manera actual, ante una adversidad actual, y sin todo ese prestigio, que tenían Rozitchner y aquellos intelectuales de izquierda cuando ya eran adultos y tenían una probada participación en el mundo de las ideas. Entonces aquel mundo de las izquierdas peronistas y no peronistas no había sido tan destruido como hoy. Yo tengo la sensación — seguramente injusta— de que nuestra posibilidad es mucho más precaria, que la que ellos tuvieron.

Cristián Sucksdorf: Yo creo, pensando en uno de los últimos libros que publicamos de León (Hacia la experiencia arcaica), en el que hay textos escritos en los primeros años de la década del noventa –algunos retomados y reescritos después de 2000– en las marcas profundas que esos años dejaron. Al leerlos se nota la presencia de un cataclismo. Y creo que se pone en juego ahí algo como un desnivel de la percepción de la realidad de generaciones muy distantes. Nosotros tenemos como especie de arcadia personal una serie de sucesos que ocurrieron entre los 90 y el 2001 –me refiero a ese espacio de charlas, de clases, de movimientos culturales y políticos, etc. que forma parte de nuestra “educación político-sentimental”. Pero esa “arcadia”, al mismo tiempo está sucediendo como parte de una catástrofe para la política, para las ideas, para el mundo político-cultural de izquierda de todas las generaciones pasadas. Era prácticamente tierra arrasada. Pero en esa destrucción es que se producían también estas cosas (ideas, libros, charlas, clases) que resistían y que nosotros pensábamos: “qué maravillosas son estas charlas, estas clases, etc.”. Pero si pensamos por ejemplo en la historia de León y su generación, ¿qué espacio les quedaba para tomar la palabra en esa realidad de los 90? Venían además de una larga lista de promesas que habían caído o no había alcanzado todo lo esperado, digo, todos esos sucesos de los 60 –algunos años buenos también en los 70–, e incluso los 80 eran incomparablemente mejores, más productivos, más movilizadores que los 90. Venían de todo eso y de pronto su mundo (ese conjunto de promesas y horizontes) se desploma.

DS: Sí, una gran desautorización

CS: Si, una desautorización del mundo. Y ante eso nosotros decimos: “esa época, esa sí era buena”. Entonces, es como si desde nuestra experiencia vital las cosas se vieran de otro modo. Digo, ¿hasta qué punto esta experiencia actual no tiene que ver con aquella?

DS: Hay una película de Woody Allen fabulosa, Medianoche en París, que él admira la generación de los años 20, y logra, mediante un artificio ficcional, llegar a la generación del 20 y se encuentra con que todos los del 20 admiraban la generación de 1870, y va yendo hacia atrás y nadie está orgulloso del momento que se está viviendo, sino que siempre se quiere vivir uno anterior.

CS: En relación con esto, creo que hay algo que es muy propio de León, en lo que estuve reparando últimamente, y es la clara distinción que él hace entre fracaso y derrota. Es una diferencia que creo que hoy nos permitiría “organizar el pesimismo”: asumir fracasos. La otra vez, repasando algunas cuestiones, me dio la sensación de que toda la obra de León es de algún modo una filosofía del fracaso. El libro Las desventuras del sujeto político tiene un subtítulo, que para mí es brillante: Ensayos y errores. Creo que define de algún modo toda su obra esa relación entre el ensayo y fracasos, en tanto el fracaso es la forma de asumir que algo ha caído y que por lo tanto ese intento pasado es también el comienzo de un nuevo punto de partida. Como diría Beckett: fracasar de nuevo, fracasar mejor. Porque toda apuesta política es, desde cierta perspectiva, un fracaso futuro.

DS: Se me ocurren dos cosas. Por un lado, León ante Malvinas. Él en Venezuela exiliado, como dice en el prólogo del Perón, con los amigos muertos. Exiliados, derrotados, con los amigos muertos. El recuerdo de Paco Urondo, que es muy insistente en León. Por otro lado, me contó Luis Horstein, un psicoanalista que estuvo con él en Venezuela, que lo vio los días en que él escribía sobre Malvinas, que estaba poseído, con una energía intelectual desbordante. Y que en muy pocos días escribe su libro, en el que debate con el Grupo de Discusión Socialista de México. Admiro todos los textos de León, pero con pocos me pasa lo que me pasa con Malvinas. Me resulta fascinante su escritura. Como si algo de ese estado de lucidez mental de León apareciera todo de una pieza. Me impactan mucho dos operaciones que hace León ahí. La primera es extremar el gesto disidente: la afirmación según la cual el quiere que las fuerzas armadas argentinas sean derrotadas. ¿Cómo te pagas el pasaje de avión a Buenos Aires después de escribir eso? Yo por ejemplo cuando hablo en público me cuido. Trato de no decir cosas que bloqueen la audibilidad de lo que realmente quiero decir. Entonces más o menos concedés, o te hacés el pelotudo con algunas cosas, porque en el fondo hay un núcleo donde sí estás arriesgando algo, que sabés que sí es polémico. Pero León quema todos los puentes. Dice “yo estoy acá, y pienso que toda la gente que está apoyando la guerra de Malvinas merece una derrota”. No porque ellos —los manifestantes— fueran sus enemigos inmediatamente. Pero dice: “en este contexto el principal enemigo es la dictadura, son los que están matando a nuestros compañeros en la ESMA”. Ese gesto me parece de una valentía… porque con el paso del tiempo se demuestra que todo aquello tenía una duración determinada. Cuando esos consensos caen, reaparece con evidencia el valor de aquella osadía. Y el otro gesto que me parece muy increíble, quizás en esa época no era tan increíble, pero a mí me parece increíble, es un fragmento en donde él explica no solo que un grupo de generales o de militares, de Perón a Videla, todos ellos formados en un país periférico con doctrinas militares construidas por países imperialistas, tienen una idea de la guerra construida por un modelo de conquista. Y que tienen la idea de que la guerra es siempre guerra ofensiva. Siempre es ese tipo de guerra. León, que había estudiado tan bien a Perón, al circuito militar de Perón, se da cuenta de inmediato de que no hay chance posible de una guerra anticolonial exitosa mientras se está privatizando la economía, la tierra está en manos extranjeras y la gente joven está detenida en Campo de Mayo y la ESMA. Que todo eso es un sistema alucinatorio, que no hay eficacia política alguna, en esas condiciones, para un verdadero enunciado anticolonial o antiimperialista. Pero dice algo más, que resulta absolutamente conmovedor. Dice: el único principio de una soberanía distinta que hay en este país —durante la dictadura— son las Madres de Plaza de Mayo. Qué no eran una fuerza política, era un grupo absolutamente minoritario. Pero no era un grupo con un discurso que trivialmente llamaríamos utópico, porque la suya era una lucha efectiva, que tenía como condición de posibilidad una revisión de todo lo que estaba ocurriendo en el país. Entonces la idea de que al pedir por sus hijos, lo que estaban haciendo era plantear un antagonismos con el delirio del militar argentino, digamos, que supo ser un delirio de masas en aquel momento, hizo que León vea en las Madres de Plaza de Mayo ese principio de soberanía alternativo fundado en el cuidado de los cuerpos (conociéndolo a León: los cuerpos son siempre los cuerpos y los territorios, el cuerpo y la tierra). Me resulta totalmente conmovedor que León no sea solo un disidente pesimista, sino también alguien que detecte inmediatamente un punto y diga: “acá hay algo, absolutamente fundamental”, que no importa que en un momento determinado aparezca como ultra minoritario y totalmente atacado: “este es el punto en el cual nosotros podemos existir, pensar, escribir”. Ese gesto de León me parece que es extraordinario porque en primer lugar es lo que permite que el pesimismo pueda ser organizado, que el pesimismo se convierta en una lucidez activa, que tenga un arraigo material, físico, afectivo, todas las cosas que León siempre dijo y siempre puso en juego: un “tenemos desde donde”, desde donde resistir, desde donde pensar; no importan las dimensiones, no importa la escala, no importan los pronósticos de triunfo inmediatos, lo que importa es que tenemos una apoyatura de otra índole. Esto me hace pensar en la consigna benjaminiana de “la organización del pesimismo”. Me gusta mucho lo que me estabas diciendo de que León es alguien que ya desde la década del 60, en el momento de mayor optimismo de las izquierdas mundiales, en “La izquierda sin sujeto” le está avisando a la izquierda en ascenso mundial que ahí faltaba algo fundamental (¡ya querríamos para nosotros hoy contar con aquel optimismo de izquierda!). Y, sin embargo, León ya advertía que si no revisan algo todo eso se va a la mierda. Avisaba sobre lo que no funcionaba en el momento en el que todo parecía ir en ascenso. Efectivamente es un pensador radical de la eficacia política; y como como pensador de la eficacia, sabe ver bien donde hay un engaño.

CS: Sí, y ahí creo que hay un punto en que León se diferencia. Porque donde muchos de sus contemporáneos están articulando una derrota –y esto en nuestra historia pasa sistemáticamente– él encuentra un punto de partida nuevo, que consiste en convertir esa derrota en fracaso. Para ir a un caso concreto: últimamente estuve revisitando los textos de León en Contorno, y me di cuenta de que la formulación de “La izquierda sin sujeto” era anticipada, en sus premisas centrales, en “Un paso adelante, dos atrás”, el artículo que publica en 1959 en los Cuadernos de Contorno, como cierre de la revista y del ciclo frondizista. Cuando la apuesta por Frondizi cae, León propone estas nuevas coordenadas políticas que es el “programa” (por llamarlo de algún modo) que va a aparecer en “La izquierda sin sujeto”: hay una izquierda abstracta, que carece de dimensión subjetiva (personal) y que tiene una racionalidad abstracta, lo que supone pasar de un salto desde la materialidad vivida del presente a una idea meramente futura, sin mediaciones, de realización. Y esa es su abstracción, su falta de realidad. En ese planteo, ese esas izquierdas –dice León– se cuidan de no poner en juego su vida personal, la mantienen encapsulada, protegida fuera de la vida política. Son conformistas en lo personal y revolucionarios en el cielo abstracto de la política. Todas estas tesis (que van a estar mucho más sistematizadas en “La izquierda sin sujeto”) aparecen entonces en este artículo como forma de responder ante lo que era una clara derrota: “Frondizi traicionó”. Pero en lugar de sostener esa posición fácil (centrarse en la “traición” era poner el problema afuera), que sería el cierre la cluasura de una apuesta, convierte la apuesta fracasada en el descubrimiento de un índice de verdad: el sujeto, la vida personal, etc. Es un gesto tremendo. Y lo mismo va a pasar con “La izquierda sin sujeto”, en el momento en que también lenta pero sistemáticamente se podría ir viendo una articulación de derrotas. Y otro tanto cuando escribe en el exilio el libro sobre Perón, y propone en el Simón Rodríguez [Filosofía y emancipación] una veta para buscar un nuevo un comienzo, dar lugar desde el fracaso al “segundo nacimiento”. Algo mínimo, una “flaca fuerza mesiánica”, pero que permite prolongar otra cosa. Y el materialismo ensoñado hace lo mismo, más aún cuando –como hablábamos recién– era todo un mundo de sentido lo que se derrumbaba.

DS: Sí, digamos: en Malvinas son las Madres de Plaza de Mayo, en su libro sobre Simón Rodríguez (escrito al mismo tiempo que el Perón) es el “segundo nacimiento” y en el final, frente al derrumbe del socialismo (La cosa y la Cruz), es El materialismo ensoñado. Es lo que León imagina como un engendramiento material/maternal, que en cada momento dice “bueno, acá algo empieza de nuevo”. Pero al mismo tiempo no es el discurso pseudo poético abstracto de la utopía, sino que siempre está tocando algo bien concreto. En el dos mil y pico, me acuerdo, en uno de los videítos que grabamos con León (León Rozitchner. Es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa), hicimos uno que al final, editado, lo llamamos “Odisea 2001”. Todos esos videos me gustan mucho, yo cada tanto los veo, me encanta el humor de León ahí, me acuerdo de muchas cosas, la verdad que la paso muy bien cuando los vuelvo a ver, me gusta mucho cuando él dice “Ah, estos Derrida, estos tipos que leyeron todo, todo, todo, pero después se tienen que sacar todo eso de encima para empezar a pensar. Yo, en cambio, que no tenía guita para leerme todo y que estaba siempre en quilombos, nunca tuve esa dificultad para tratar de decir algo”. Me parece un humor y una ironía… realmente de maestro, que nos decía cosas muy importantes a nosotros. Pero el último de estos videítos me perturba. Lo veo y me quedo inquieto. En esa charla volvemos sobre la cuestión del 2001: él dice: está todo derrotado, está todo destruido. Y yo le respondo: “bueno, mirá lo que está pasando en Bolivia, en Argentina estuvieron los grupos piqueteros y todavía están…”. Él me mira y me dice: “vos quizás tenés contactos con grupos que te permiten saber algo más, y yo no los tengo”, y no lo decía, pero era muy obvio que me estaba diciendo: “pero tengo muchos años de mirar este país”, “tengo una elaboración, he hecho un trayecto, se ve que algo puedo percibir, ¿no?”. Entonces agregaba: hay una escena en un puente en Corrientes, en la represión de esos años, se ve a una mujer llorar. Ante la pregunta de un movilero responde: “yo no lloro por la represión, lloro porque el pueblo no vino a acompañar”. Entonces, de alguna manera, siempre sentí que León me estaba diciendo que no podíamos entramparnos en formas de optimismo, que no podíamos permitirnos formas de optimismo. Pero no porque no hubiera en León una cosa sensual, alegre, encarnada, erótica (que era abrumadora en él personalmente). No porque fuera una suerte de amargado y derrotado, que no se permitía tener una relación vital con la existencia. No por eso, sino porque buscaba el punto de la eficacia. Y porque suponía que si uno se despegaba del punto de la eficacia iba a una derrota asegurada (y necesariamente dolorosa), cosa que el 76 ya no nos había enseñado. El 76 nos quitó el derecho a seguir pensando de esa manera. Entonces me resulta muy perturbador ese video, porque yo pensaba: pero si el movimiento de 2001, o lo que pasa en Bolivia, no son los puntos de apoyo, ¿cuáles son entonces? ¿Cuál es el punto que te permite a vos, León, decir, por un lado, que no sabés de dónde sacas las ganas, que no entendés cómo seguir (aunque él sigue), y preguntar de dónde sacan las ganas los demás, y aventurar que las ganas sin apoyatura histórica son formas de alucinación optimista? Entonces ¿cómo qué seguimos? ¿Con qué seguís vos, León? Mi sensación es que él realmente seguía porque hacía un esfuerzo por conectar, en él, en su experiencia, con algo de esto que llamaba materialismo ensoñado. Para el caso de León, digamos, era esto: partir de la filosofía como registro de una lucha en el nivel de la propia vida. Ese punto de partida debía operar en cada quien, en la lucha en que estuviera inscripto. Tenía que encontrar el punto real desde el cual partir. Si bien es un discurso que se lo puede hacer filosófico, político, tiene una dimensión que no sé cómo llamarla… en donde cada quien tiene que reencontrarse con su… ¿conatus, como diría Spinoza?. No sé, con esta dimensión de ensueño. Y tengo muy presente la idea –esto te lo voy a preguntar a vos, Cristián. Tengo muy presente cuando León leía el Tratado de las pasiones del alma de Descartes, y ahí dice: bueno, el materialismo burgués parte de un dualismo en el cual el propio cuerpo queda del lado de una materialidad extensa, divisible, cuantificable, manipulable, objetivable, etc., etc. Y del otro lado queda un alma o sujeto, que enfrenta a ese objeto y es manipulador, medidor, etc., entonces un nuevo dualismo (herencia de un dualismo teológico) reafirma la idea de una materia totalmente despojada de una sensibilidad o una inteligencia afectiva propia, o de un ensueño. Y eso sería, poco más poco menos, la base de lo que llamaríamos un materialismo burgués o también una economía política burguesa. Pensaba estos días – fuertemente con el ascenso de (Javier) Milei, con la presencia de Patricia Bullrich, no solo

 

por ellos, sino por buena parte de este neoliberalismo de base popular que triunfó, y al que Bullrich o Milei le arman una escena política, pero que triunfó en varios niveles– si no estamos hoy ante una especie de desfile de un “materialismo anti-ensoñado”. Ante un enorme triunfo del materialismo burgués más grosero. En donde por un lado hay un materialismo, y por lo tanto una preocupación también económica, y una discusión sobre intereses, sobre la materialidad de las vidas, sobre la moneda, sobre el trabajo, sobre los territorios; todo muy materialista. No es una “boludez”. Pero es un materialismo que ha decidido pasar a una relación totalmente reactiva con la dimensión ensoñada. Violentamente reactiva con la dimensión ensoñada. Entonces me parecía que León vuelve a estar en el núcleo de lo que podríamos llamar un planteo distinto. Es el núcleo porque es un materialismo ensoñado bloqueado por un tipo de materialismo no solamente muy raspado, muy gastado, muy dolorido, etc., sino uno resentido con el materialismo ensoñado. Y es una operación jodida tomar el ensueño como si fuera una utopía abstracta: un ideal progresista. Mientras que el ensueño es otra cosa, ¿no? ¿Vos como lo ves?

CS: Me parece que es tal cual lo decís. Y me parece que las categorías de León permiten leer muy bien este momento. Para empezar, está ese materialismo burgués, que es también un materialismo espectral. Es decir, esa noción según la cual lo contrario de la ensoñación es el espectro persecutorio. Porque ese materialismo no aparece vinculado a la satisfacción de necesidades negadas desde hace muchos años para las clases populares. Hay materialismo, indudablemente. Pero no apunta a la satisfacción, sino más bien a la persecución de la fantasía ajena. Y creo que en este sentido aparece muy claro el papel de una especie de realismo fantástico con el que en los últimos años vimos sustida la necesidad de cambios radicales, que lleguen realmente a esas necesidades. En ese “realismo fantastico” (o fantasioso quizás), muchos aspectos de la realidad (especialmente los obstáculos y las resistencias) eran sustituidos por una fantasía compartida, una fantasía de grupo, un consenso un poco abstracto, que estando a favor o en contra se mantenía igual como índice de realidad del país. Porque la realidad, esta materialidad a la que no se puede escapar (salarios en caída libre, condiciones de vida que empeoran, imposibilidad de acceder a la vivienda, las nuevas generaciones que tienen la certeza de que van a vivir peor que la de sus padres, etc.) seguía avanzando a su descomposición, pero la fantasía al mismo tiempo era como un complemento que la amortiguaba. En esas condiciones, creo, había una serie de ilusiones o fantasías de igualdad, de inclusión, de libertad, etc., que jugaban un papel fundamental. Y en lugar de atacar la distancia entre realidad y fantasía, recurriendo por ejemplo a la ensoñación, que es una elaboración al propio cuerpo –por lo tanto de manera inseparable a la propia situación– se afirmaba la unilateralidad de la fantasía. La fantasía o la ilusión, no es esa dimensión del sentido humano, sino que supone más bien otro movimiento. Ante el obstáculo real habría como una retracción del deseo, que se distancia de la realidad y retorna recubriendo el obstáculo con un cumplimiento inmediato. Sin mediación, ilusorio. Por esto la fantasía suele ser sostenida únicamente en ciertas condiciones un poco más acomodadas de la existencia. Si uno tiene un margen, una posición desde la cual guarecerse de la necesidad, puede, hasta cierto punto, dar mayor lugar a esas prótesis de la fantasía. Se puede así vivir en dos mundos paralelos, uno progresista, inclusivo y políticamente abstracto, el otro, en el que sin embargo se satisfacen

 

las propias necesidades, que es expulsivo, elitista reaccionario. Se vive una fantasía política que la propia realidad material desmiente.

Ahora, esta reacción que venimos viendo en estos días ante la fantasía, me refiero al espectro persecutorio que expresa el discurso de Milei, de Villarruel, etc., no busca liberar la realidad de los obstáculos que impiden la satisfacción, sino únicamente perseguir la dimensión ensoñada aprovechando un cierto consenso o bronca con las fantasías que en estos tiempos sustituyeron una transformación de la realidad que resultaba indispensable. Entonces, esta pasión reaccionaria y espectral, ciertamente busca eliminar la fantasía, pero no para dar paso a la realidad, sino para mantenerla intocada o intocable. Ni fantasía ni ensueño. Estamos ante una realidad también insatisfecha, pero quizás sostenida ahora por la pasión de la persecución. Que supone una satisfacción simbólica, sustitutiva, pero satisfacción al fin. Podríamos llamarla –para seguir con el lenguaje de León– una satisfacción espectral. Lo difícil es entonces esto: ¿cómo sostener la ensoñación ante esta realidad amenazada a dos puntas, por un lado por esa persecución espectral y por el otro por la ineficacia de la fantasía?

DS: Es una pregunta extraordinaria, y es una pregunta sometida a chantaje, ¿no? Porque apenas empezás a pensar en esto aparece un discurso de la urgencia que dice “sí, bueno, sí, ya. Pero mañana hay que defender tal o cual posición política” y eso implica asumir en el campo de la política real una posición concreta, porque si no la destrucción aumenta y la posibilidad de defender aquello que te interesaría es menor. Tengo recuerdos de los textos de los últimos diez años de León de este contrapunto. Por un lado la ensoñación y por el otro la idea del fin del mundo, de una especie de catástrofe, de un triunfo ya inapelable porque el capital se ha reestructurado y opera en un punto tal que instauró definitivamente todas las formas destructivas y aniquiladores a nivel ambiental, a nivel de las tecnologías, etc. Entonces es una escena muy extrema porque creo que cuesta mucho percibir cuál es la escena política en la que nosotros podamos conjugar la cuestión el ensueño, con una dimensión practica frente al telón de fondo de la destrucción. ¿Cómo se hace eso? Porque tendríamos de un lado la catástrofe y del otro lado aferrarnos a esta dimensión ensoñada como última posibilidad, y en el medio la necesidad de asumir posiciones en la lucha política cotidiana. Creo que ahí tenemos una disputa con el progresismo (en un sentido no caricatural de la palabra) por leer algunos procesos del último tiempo y del tiempo que viene.

Del último tiempo yo me acuerdo dos, que son a los que vuelvo recurrentemente, pero hay más. ¿Qué pasó con los derechos humanos? ¿Qué pasó con el feminismo? Son fenómenos decisivos que tocan núcleos muy centrales de lo ensoñado. Y, en tercer lugar: ¿qué pasó con algunas formas colectivas de resistencia al trabajo precario? Ahora mismo, hacen diez días, vinieron desde Jujuy una serie de comunidades que fueron reprimidas en Jujuy, porque sus comunidades están montadas sobre tierras sobre las que se quiere extraer litio. Entonces el gobernado de Jujuy (Gerardo Morales) hace una reforma constitucional sin respetar pasos legales, para poder correr a esas comunidades y además inmediatamente prohibirles su derecho a la protesta. Entonces se vinieron a Capital a acampar en Plaza Lavalle, frente a Tribunales. Y ahí están a la espera de que el poder judicial falle contra la reforma de Morales, pero abandonados por los mismos progresismos que dicen “mirá Jujuy, mirá Jujuy, mirá Jujuy”; pero están ahí acampando, por ejemplo, ante el diluvio de

 

ayer, en una situación un poco terrible: frío, colchones mojados, ropa mojada y no hay estructura que los ampare, no se les permite acampar, además, porque es una plaza pública. Entonces uno dice, bueno, ¿qué va a pasar con el conflicto social? ¿De qué reacciones seremos capaces si gana las elecciones la derecha y se intensifica el conflicto social?

Hay una frase de Benjamin, presente también en las Tesis sobre el concepto de historia, que comienza con una cita de Hegel, que dice algo así como “luchad por el pan y se os dará el reino de los cielos”. Pero cuando la desarrolla Benjamin dice que en realidad las clases dominantes tienen una concepción de lo espiritual que es la del botín de guerra: museos, cuadros: la cultura como mercancía. Pero que para las clases oprimidas lo espiritual surge como un conjunto de posibilidades que brotan de la lucha por el pan. Y dice algo así como ellas brotan bajo la forma de “el humor, la astucia, el coraje”. Entonces, esa dimensión ensoñada de León podría ser recobrada en luchas por el pan en las que los oprimidos recobren su dimensión espiritual. En la lucha por el pan. Surge la pregunta: ¿será en el conflicto social que tendremos que buscar las claves de la lectura de León? En Rozitchner siempre se supone que ese conflicto es la condición de posibilidad para que la filosofía piense (“cuando el pueblo no lucha, la filosofía no piensa”), una especie de paralelismo spinozista: es por el conflicto social que la filosofía redescubre las premisas materiales de un pensamiento. ¿Habrá ahí un enlace entre Rozitchner y Benjamin útil para nosotros? Como decía este último, el materialista histórico, el historiador entrenado en Marx, capta el relámpago que ilumina el instante de peligro, tiene que saber mirar a contrapelo la historia. Es decir que hay que mirar de una cierta manera lo que está pasando, y estar descubriendo ya como momento de barbarie lo que se nos presenta como un momento de cultura. Una especie de visión lateralizada, que sepa ver la dimensión de conflicto y de lucha para el pensamiento. ¿Será ese el punto en donde podríamos volver sobre el comienzo de la conversación y decir: “ahí están los fracasos que son simultáneamente puntos de partida?

¿Es ahí (en el retomar del conflicto) donde los tenemos que encontrar? ¿Es ahí donde hay que ligar una biblioteca anacrónica, o aparentemente anacrónica, o cuya actualidad depende de poder enlazarla con algunos conflictos, que normalmente aparece como zonas de desprestigio social? Porque, ¿quién va prestar atención a las comunidades indígenas jujeñas a Plaza Lavalle? No van ni los que hablan de inclusión social, ni los que hablan de revolución socialista, ¿quién va a ir? ¿Es ahí, con ellos o a partir de ellos con quienes tenemos que hacer un esfuerzo por pensar? Es lo que ocurre con el diagnóstico de la catástrofe. Nos enseña el mundo tal y como es de horroroso, pero resulta paralizante, precisamente que no propone un nuevo punto de partida. Pero tengo la impresión de que lo que a nosotros nos interesa es producir desplazamientos respecto a lo que el mundo es, no contar lo que el mundo es. No es una especie de periodismo-verdad del horror, sino preguntarnos si existen activaciones posibles.

CS: Respecto a esta cuestión, sigo pensando en los tres textos políticos de León en Contorno, en parte porque es en lo que estuve ocupado estos días, pero también porque me impresionó lo temprano en que aparece este mismo problema. Es una coyuntura de tres años, donde se van dando cambios muy profundos, casi de un año a otro. Incluso el artículo sobre Mallea tiene de fondo algunas discusiones sobre el gobierno de Perón. Pero

 

la coyuntura de cada uno de los tres textos que siguen supone cambios muy abismales entre un artículo y el otro. Abismos, y que se abren muy rápido y a los que parece que hay que dar respuesta con urgencia. Es un tiempo muy acelerado. En el primer texto cae Perón, y León entiende que hay que no solo hay que decir algo de eso, sino entenderlo. Entonces hay que decir algo sobre las distintas experiencias del peronismo, sobre la comprensión política.

DS: ¡Como hoy! Hoy se cae el peronismo y nosotros sabemos que hay un cambio brutal de época y tenemos que pensarlo.

CS: Y tenemos que desconfiar de nuestra comprensión (eso es algo que me parece extraordinario del planteo de León). Tenemos que desconfiar de nuestra propia compresión lúcida. En ese momento dice: “los intelectuales tenemos todos los elementos para comprender, y ninguno para creer en lo que comprendemos”.

DS: Me gusta este tema. Démosle una vueltita más: tenemos la actual lucidez que es capaz de describir matizada, informada y críticamente lo que está ocurriendo. Digamos así, una nueva generación “periodística” de personas leídas que saben contar lo que ocurre, y en la que fácilmente nos podríamos ver incluidos como columnistas, por aportes desde las redes sociales, etc. todos ahí podemos hacer un aporte comprensivo. Y al mismo tiempo lo que hay es un agotamiento de creencias. En el sentido de que la fase anterior nuestras maneras de adhesión o de crítica al mundo se fundaban en las creencias sobre lo que ocurría, eso es lo que realmente cambio. Por lo tanto aún si tenemos narraciones descriptivas de lo que ocurre, lo que no sabemos es exactamente como se reconstruyen nuevas creencias en el mundo (o nuevos puntos de partida). Creencias que no solamente nos sirvan para describir, explicar, sino que nos sirvan también para operar desplazamientos afectivos que nos incluyan, que nos interesen; que despierten esa dimensión afectiva tanto en nosotros como en los demás.

CS: Yo agregaría algo más, o formularía esta pregunta: ¿qué quiere decir que no podamos creer en lo que comprendemos? Quiero decir, podemos pasar de largo, y afirmar que efectivamente no creemos en lo que comprendemos. Pero si nos detenemos en la cuestión, vemos que es bastante compleja. ¿Qué significa tener todo para comprender y nada para creer en lo que se comprende? En principio diría que se trata de una incapacidad de inervar afectos en una serie de significaciones, que tienen un funcionamiento objetivo de comprensión, que describen de un modo adecuado el estado de las cosas, o que se adecuan a él, pero que al mismo tiempo están para nosotros vacías de sentido; no somos capaces, por decirlo así, de investirlas afectivamente, de darles calor. Ante este escenario lo que planteaba León era la necesidad de una experiencia más amplia. Porque solo eso podía ampliar también la eficacia misma de la comprensión. Si la comprensión –podría definírsela así– es un modo de sistematización de la experiencia, esto supondría que ante experiencia parcializada, fuertemente limitada, unilateral, la comprensión que la sistematice, por más abarcativa que intente ser, por más descriptiva, sutil, exacta, o lo que se quiera, va a ser parcial, y por eso falsa en lo que tiene de parcial. Porque no está incluyendo ese plus, esa nota extra que en este texto León llama “creencia”, aunque que podría llamarse también de otro modo.

 

DS: Me gusta mucho, sí, que sea creencia. No por lo que la creencia tenga resonancia religiosa, sino porque una de las grandes definiciones de creencia es el tipo de confianza que uno tiene en lo que todavía no existe. Entonces tenemos lo que existió y lo que deja de existir, eso lo podemos describir, pero todos sabemos que hay algo que todavía no existe, y entonces el problema es qué tipo de confianza tenemos en eso que todavía no existe. Si pensar supone creencias, y nosotros que somos materialistas, ligamos las creencias con un sistema de verificaciones que son los afectos ¿cuándo se nos despiertan? En el prólogo al Perón (de diciembre de 1979), hay un párrafo –que es uno de los párrafos de León que más me ha impactado desde siempre– en el que está explicando a Spinoza y entonces dice: en realidad hay dos maneras de saber, por un lado, un saber erudito que puede tener el individuo en tanto que individuo. Este individuo está separado del mundo, separado de la experiencia, de lo colectivo, aterrado, encerrado en sí mismo, y mientras tanto podría leer mucho y tener muchísma información (de nuevo el paralelismo con Benjamin, que también opone un crítico a un saber información). Siguiendo a Spinoza, León dice que hay otra manera de saber que consiste en el hecho de que uno encuentra en sí mismo el recinto o el lugar de un primer poder que se abre a otros y si se encuentra con ellos y se compone colectivamente con otros, da lugar a una experiencia que es capaz de registrar más potencia que desde lo individual. Por lo tanto, aparece una saber que se corresponde con esta experiencia, más compleja o más compuesta que ya no tiene equivalencia con el saber del individuo aterrorizado y lo mismo con su reflexión individual. Este segundo saber es el de una potencia colectiva. Entonces podríamos decir que León tiene una comprensión marxista según la cual la materialidad del mundo es obra de una acción colectiva, en el sentido de que hay una cooperación colectiva que produce mundo, riquezas, pero a la que le es hurtada una comprensión igualmente colectiva del mundo en toda su extensión. Y quizás esto es en lo que León piensa todo el tiempo: ¿cómo poder conectar el poder comprensión, en principio individual, con un máximo de cooperación social del que participamos bajo relaciones de explotación, haciendo que el pensamiento se extienda y se inscriba como una conciencia de ese poder colectivo? Es muy conmovedor ver como León, para poder decir esto está leyendo no solo la filosofía (ya sabemos, Marx, pero tantos otros: Spinoza, Freud, Clausewitz, etc.) a la luz de la propia experiencia. En este punto podemos decir que nosotros estamos repitiendo a León en un punto irrepetible, en el sentido de que lo que le pasó (a él y a sus compañeros) con la derrota del 76 (en su caso, el ya mencionado exilio en Venezuela), son momentos en que la realidad pega giros dramáticos, en que se cuestionan las creencias. Y aun en medio del dolor más extremo se puede aspirar a un tipo de lucidez, que lleva a formularse la pregunta más decisiva que es en qué creer y como operar a partir de esas creencias. Una enseñanza que León nos hace es (como una vez me recordabas vos que había escrito Borges): siempre estamos en tiempos difíciles. Eso, más el gesto este de encontrar el punto en que nuestra afectividad realmente opera y actúa como base del pensamiento. Ese sería una suerte de gesto programático que nosotros tomamos de él sin saber exactamente como desarrollarlo, pero lo heredamos y lo queremos poner en juego.

CS: Me gustó mucho esa definición de la creencia ligada a la confianza. Quisiera volver a la idea de esa comprensión que no nos puede despertar confianza, digo la comprensión

 

actual. Que sin embargo también es colectiva, como lo era la comprensión de ese artículo, es decir de los intelectuales de izquierda distantes del peronismo y del antiperonismo. Pero en ese carácter colectivo lo que no se alcanza es a una experiencia más amplia. Las bases de esa experiencia eran fallidas, faltaba la experiencia proletaria del mismo proceso, que también era deficiente, porque precisamente seguían siendo proletarios, explotados, cuerpos descartables para el capital, etc. Entonces, esa también era una experiencia parcial y por lo tanto falsa en su parcialidad. Pero con señalar esto no se completa la experiencia parcial, ni se mejora, por lo tanto, nuestra comprensión. Y por esto sigue siendo una comprensión en la que no podríamos tener confianza.

DS: No, claro, ahí entra ese gran tema de León que es que el pensamiento se tiene que orientar a percibir los auténticos obstáculos, ¿no?

CS: Claro, y percibir el obstáculo en términos materiales, ya supone un cierto modo de enfrentarlo.

DS: A mí me parece que este es otro gran tema para traer de León, que es el tema de la eficacia. El pensamiento y la política están convocados, y puestos a prueba, en términos de su eficacia y no solo de su nobleza moral. ¿Qué se puede y qué no se puede, no en función de una ideología de época sino con relación a un obstáculo histórico específico? Esta idea del obstáculo me parece que es totalmente rozitchneriana. La dificultad de pensar el obstáculo es la cuestión de León. Lo que se deja de lado para eludir la angustia. Se multiplican las situaciones en las que lo importante es no provocar desanimo. ¿Y qué es lo que desanima? ¿Lo que desanima la presencia del obstáculo o su señalamiento? Quizás nos agobia la idea de que el obstáculo es algo así como un enemigo imbatible. ¿Y qué es lo que anima? Para mí es una pregunta difícil. ¿Anima la voluntad de seguir creyendo a pesar de todo, o el atrevimiento a plantear a plantear la presencia de un obstáculo buscando en ese planteamiento un nuevo punto de partida para lo colectivo? Esta segunda propuesta supone que ir construyendo unas conversaciones que funden creencias de grupo transitorias para que esto no se desarme tiene que servir para afrontar la dimensión desafiante de atravesar el obstáculo. Como si dijésemos: la práctica que consiste en la contención del grupo se empobrece sino es capaz de acercarse al vértigo de saber que por fin se está tocando un obstáculo real. Como diría Nietzsche, se trata de buscar un enemigo mayor que uno para que el enfrentamiento no degrade nuestras fuerzas. El tema de la eficacia en Rozitchner, desde su texto pionero Moral burguesa y revolución, va por ahí, me parece. Se trata de atreverse a lo que no sabemos pensar, aquello que para ser enfrentado requiere afrontar angustias, y por lo tanto supone una gestión de los afectos y de las alianzas en vistas a enfrentar dicho obstáculo. A mí esta idea de eficacia me resulta vital, aunque en nuestros entornos, donde prima la idea de levantar al ánimo, quizá no sea muy prestigiosa.

¿Te acordás de esa vieja discusión entre Cristina Kirchner y David Viñas registrada fragmentariamente en la tv? Que él decía que hay que empezar por el “no”, que hay que empezar por la crítica, y ella respondía que la función del dirigente político es entusiasmar. Qué también tiene razón. Pero el problema de la eficacia aparecería, para León, si la idea de contener y entusiasmar elude el señalamiento del obstáculo y por tanto si se yerra en la preparación de una fuerza para enfrentar el conflicto correspondiente.

CS: Me interesó esta última cuestión, que en cierto modo es también la relación entre

 

fantasía y obstáculo. Cuando estabas diciendo esto, me vino a la mente una frase de Deleuze –que indudablemente vos vas a tener más clara–, en la que dice algo así como que el arte es esa dimensión capaz de encontrar un camino donde aparece un obstáculo. Y en cierto modo un podría extremarla y decir que la política y las formas más vitales de acción, no solo son aquellas que donde hay un obstáculo pueden encuentran un medio, sino más bien las que solo –y esto es algo central de la vida humana– pueden encontrar medios donde hay obstáculos. Que no tienen otros medios que los que el obstáculo superado puede darles. Entonces, la eliminación del obstáculo funciona también la eliminación de los medios. Una eliminación de los caminos. Si yo el obstáculo lo eludo en la fantasía, lo que estoy perdiendo es un camino posible, un método.

Me parece fundamental caracterizar al de León como un pensamiento de la eficacia, un pensamiento del obstáculo, y sobre todo un pensamiento que no cede nunca a la fantasía –que quizás sea una de las resistencias más persistentes en la obra de León–. No ceder a la fantasía, no “creer” en la propia compresión primera, sino en aquella que se abre después de haber puesto en duda la primera y haber ampliado la experiencia de algún modo. Y esto aunque más no sea, como punto de partida, la propia experiencia personal.

DS: La impresión que me da es que León veía dos cosas al mismo tiempo. Por un lado esto que te decía antes sobre la catástrofe. Un mundo que se destruye. ¿Qué hubiera dicho León de la pandemia, y de la guerra en Europa no? Me imagino que hubiera hablado de un retorno del terror y de un retorno de una destrucción de la naturaleza y de la cultura muy fuerte. Me imagino a los dos Leones, o a las dos actitudes simultáneas y difíciles de compatibilizar entre sí: por un lado, la búsqueda de un punto de partida desde donde resistir, y al mismo tiempo haciendo un diagnóstico muy tremendo. Muy oscuro. Dos actitudes que parecen excluirse y que León buscaba afirmar al mismo tiempo. Si a esto le sumamos inteligencia artificial, las aplicaciones y redes sociales… todo un programa de rediseño capitalista del conocimiento, digamos así, consiste en el hecho de que uno excluya toda afectividad colectiva a la hora de pensarse y de concebir estrategias de vida, no? La pandemia nos enseñó a depender más de las apps y de la conexión a distancia antes que de la movilización social. La combinación entre distancia y desigualdad devaluó la experiencia de una afectividad colectiva como medio para para resolver problemas políticos. Luego del Mundial hubo 5 millones de personas en la calle, y fue algo extraordinario como experiencia de salida de la pandemia. Pero en términos de reaccionar a problemas políticos, de la pandemia para acá estamos en un nivel de retroceso como país muy enorme respecto a movilizaciones previas.

Me acuerdo que cuando fue el Bicentenario, en 2010, un día me llamó León por teléfono y me dijo que era extraordinario lo que estaba pasando en la calle. Y que él sentía esta vibración de algo distinto que pasaba, y me lo decía como “tomémoslo en serio, es extraordinario que pase, esto, ¿no?”. Muy divertido, porque justo esa mañana, o al día anterior, no me acuerdo, había escrito en Clarín Christian Ferrer una nota muy oscura, muy pesimista y muy aguda también, que hablaba de las grandes fiestas —como la del Bicentenario—, organizadas por el Estado que compensaban con una alegría ficticia una especie de defraudación de la vida material. Entonces me acuerdo que me gustaban mucho los dos razonamientos, pero me sorprendió que León, siendo alguien que no concede a la

 

fantasía colectiva, estuviera tan entusiasta con esa situación. Y pienso un poco en la experiencia el 2001 (que en su momento interesó tanto también a León) con el movimiento piquetero, lo que pasó antes con los organismos de derechos humanos y luego con el 2 x 1, lo que pasó con el movimiento feminista, hubo una serie de respuestas, una capacidad de responder fundada no solo en partidos políticos, no solo en los discursos, no solo en dirigentes, sino en una afectividad colectica que en todo caso los sostenía. Que fueron capaces de lanzar prácticas y enunciados, enfrentamientos, de alguna manera, por un tiempo. Incluso pondría en esa lista el Bicentenario –a pedido de León– y a la movilización por la Ley de medios como tratando de pensar que esas formas colectivas fueron muy heterogéneas entre sí, muy discontinuas, pero que a partir de la pandemia, en algún momento eso quedó liquidado, quedó destruido, quedó agredido, quedó replegado, y pienso que es un poco el reverso de lo que estamos viendo hoy. Estamos viendo una escena en donde la afectividad colectiva como principio desde el cual dar respuestas políticas o pensar está radicalmente agredido. Incluso la sensación de impotencia que acompaño la movilización tras el intento de asesinato de Cristina tendría que ser pensada en este cuadro. Y hoy estamos tratando de incluir todo esto en lo que León llamaba el obstáculo, muy serio para nosotros. Spinoza decía “la mente humana se esfuerza en todo momento por darle al individuo aquello que le sirve para perseverar en su ser”. Estamos tratando desesperadamente de recordar, pensar, leer, traer todas aquellas ideas que nos ayuden a enfrentar este momento.

CS: Creo que también nos alegramos en un objeto pasado como una forma de compensación o respuesta ante la idea que tenemos de que un objeto futuro deseable (un proyecto), o una estrategia para alcanzarlo, tiene hoy poca efectividad. Entonces uno se repliega, trae el recuerdo y eso da algún tipo de vitalidad. El problema es si confundimos esas dos dimensiones. La idea de “estrategia”, tal como aparece planteada en general hoy, se limita a ganar tiempo. Pero ese ganar tiempo significa que lo que viene…

DS: Claro, viene de todas maneras.

CS: Sí, y además con más fuerza, con una potencia acumulada. Y ese ganar tiempo aparece entonces como “estrategia”.

DS: Pero ganar tiempo no es una estrategia, podría ser la condición para una estrategia. Pero es la condición, no la estrategia.

CS: Claro, es que se trata de una estrategia imaginaria. O estrategia en el peor sentido de la palabra, es decir aquella que hace pasar la política por algo como un juego de ajedrez. Y ahí aparece esa seguidilla de “grandes estrategias”, electorales fundamentalmente. Ya sea por arriba en la arquitectura de la fórmula electoral “salvadora” como por abajo en la fantasía del diseño del “voto propio”. Es decir que el correlato de esas “estrategias” por arriba es el corte de boleta personal, el un diseño individual de un voto propio; por arriba y por abajo se pretendió hacer pasar esto por una forma de política. Y claramente eso culmina en una realidad que se desentiende de esos plantes. Finalmente, uno podría pensar que todo camino a la derrota está empedrado de “estrategias brillantes”.

DS: Sí, exacto. Porque ahí donde podríamos pensar que un cierto tacticismo político libera una zona de experimentación, en realidad no hace sino consolidar una zona de

 

conformismo. Me acuerdo de algo más de León, que está publicado en uno de los últimos libros que sacamos [Hacia la experiencia arcaica]. Es un texto que se llama “Oh, mis amigos”. En donde León emprende un extraordinario diálogo con Horacio González. Quiero decir algo sobre cómo Horacio y León se leen mutuamente. Por un lado está Horacio González lector de Rozitchner: en su último libro sobre el humanismo le dedica muchos capítulos a conversar con León. Pero en uno de ellos dice algo así como que el libro sobre Perón y sobre todo el libro sobre Malvinas, le costaron muy caro a Rozitchner, porque fue leído como un filósofo antipopular, gorila, antiperonista, etc., cuando en realidad en la manera de refutar de Rozitchner había más comprensión que en cualquier adherente. El propio Horacio tardó un tiempo en alcanzar esta comprensión. Si uno siguiera la historia de las referencias de González a Rozitchner, desde la salida del Perón hasta sus últimos textos, lo que iría encontrando es un González que en cada texto es más y más comprensivo de León. Hasta directamente escribir en algún lado que a Viñas y a Rozitchner él los descubrió demasiado tarde. Y en su libro sobre el humanismo escribe que Rozitchner es la sombra doliente de lo popular. Esa manera de leerlo a León, desde González y su historia, me parece uno de los puntos de horizonte político programática para pensar.

Y por otro lado está Rozitchner leyéndolo a González. “Oh, mis amigos” es una carta, o un texto que escribe Rozitchner cuando recibe un mail, una carta de González, que quizás se llamaba también “Oh, mis amigos”, no sé. González invitaba a armar lo que después sería Carta abierta. En el contexto de una ofensiva de la derecha –González era director de la Biblioteca Nacional– se convoca a una serie de amigos y militantes a reaccionar contra lo que se denuncia “un clima destituyente”. Y León fue, como fueron varios amigos, y cada uno terminó adoptando frente a esa situación una posición distinta. Pero me acuerdo haber hablado con León a la mañana y a la tarde. La cuestión que planteaba León era la de querer acompañar y a la vez no quedar simplemente a disposición del gobierno. Le parecía una posición política inconveniente. Pretendía que el apoyo al gobierno fuera parte de una discusión, de una transacción política en el sentido más interesante del término. Es decir, una tensión en la cual uno constituye una fuerza que la pone a disposición de una escena, pero incidiendo en esa escena. Entonces León luego del primer encuentro ya no quería seguir participando. Pero al mismo tiempo decía la izquierda no es capaz de hablar en términos de “amigos”, como sí lo hacía González. A la izquierda le faltaba esa capacidad de mandar una carta fraternal para invitar a pensar; estaba ganada por un sistema de sectarismos y de arrogancias. Entonces León escribía algo así como: “yo creo que Carta Abierta no tendría que ponerse a disposición acríticamente del gobierno, sino que tendría que entrar en una conversación muy crítica, y al mismo tiempo apoyar, etc. etc., sobre todo en una cierta coyuntura, pero al mismo tiempo me resulta muy importante que González abra una zona de fraternidad desde la que podamos pensar esta situación”. Y tengo la impresión de que esta doble afirmación que hace Rozitchner, en la que lo se valora no es exactamente la propuesta política, pero si algo más importante quizás, porque es una condición de posibilidad para pensar una política es el modo en que González está convocando: un tipo de afectividad que necesitamos (¡hoy ni hablar!) para pensar colectivamente problemas. Esa doble afirmación (de González a Rozitchner y de Rozitchner a González) me parece muy valiosa, y creo que podría ser uno de nuestros recursos. No tenemos estrategia, pero vamos a necesitar momentos en donde sepamos abrir esta zona… no sé cómo llamarla… fraterna digamos, en donde personas con apuestas distintas podamos pensar efectivamente los obstáculos y producir intervenciones. Siento que entre el modo en que González y Rozitchner se fueron leyendo mutuamente, nosotros encontraríamos elementos para un programa, por lo menos de actitudes, que nos permitan quizás participar de algunas convocatorias: revistas, textos reuniones, lo que fuera.

14 Piglia cuenta en el tercer volumen de Los diarios de Emilio Renzi esa sensación, no respecto de un exilio, pero sí de un largo viaje a EEUU durante la dictadura, y la sorpresa que sintió al retornar a ese país transformado.

 

Viernes 18 de agosto de 2023

 
   

imagen: Nocturnal, Santiago Caruso

Fuente de imagen y artículo: Revista Diferencia(s)

León Rozitchner y el retorno democrático. Una lectura de la polémica con Emilio de Ípola y Horacio González // León Lewkowicz y Facundo Abramovich

INTRODUCCIÓN

 

Nos toca a nosotros, en este instante histórico fundamental, dar la respuesta que signifique ponerle una bisagra a este tiempo argentino. Vamos hacia el nuevo rumbo, con la nueva marcha, con la nueva lealtad, hacia el futuro de los argentinos.

Raúl Alfonsín, 30 de septiembre de 1983

 

Pareciera que en el tiempo histórico ha habido un segundo donde el pasado nos

ha alcanzado

Raúl Alfonsín, 19 de abril de 1987

 

 

Una palabra también puede llenarse de polvo, quedar insípida. Eso sucede entre nosotros con la palabra derrota. El peso que produce su enunciación contiene una paradoja: por un lado, su innegable carga de verdad; por otro, el que al ser pronunciada damos por sentado su significado. Una verdad cuyo sentido es tan difícil de despejar es una verdad insoportable, vacía.

Revisar el magma de las discusiones que sostuvieron los intelectuales provenientes de las diferentes tendencias de la izquierda en los setentas en la llamada reapertura democrática puede ser útil para despejar la pregunta sobre su significado. En el ocaso de la última dictadura cívico militar (1976-1983) y los primeros años del gobierno de Raúl Alfonsín, el debate sobre aquello que se había cerrado y aquello que se abría, sobre lo viejo y lo nuevo, sobre las continuidades y discontinuidades, sobre la derrota y los triunfos de los proyectos políticos que se habían disputado la hegemonía social desde el Cordobazo, ocupó el asiento principal en revistas culturales como Controversia, Punto de Vista, Unidos, La Ciudad Futura, Revista Crisis, Fin de Siglo y tantas otras. La obra de León Rozitchner navegó por aquellas páginas, sea desde la presencia de su propia pluma o para ser objeto de cuestionamiento o problematización ajena. Pues su filosofía se había animado a asumir tempranamente la profundidad, la eficacia transformadora, de la operación a la que la dictadura abierta en 1976 había sometido al conjunto de la sociedad argentina vía terror. Si vale preguntarse, a la luz de la obra de León Rozitchner y sus contornos, qué es lo derrotado de la derrota es porque, desde su temprano exilio en Venezuela, Rozitchner se ha dedicado de lleno en comprender el significado profundo del significante “derrota”: de allí sus libros Perón: entre la sangre y el tiempo, Malvinas. De la guerra sucia a la guerra limpia, Filosofía y emancipación. Simón Rodríguez: el fracaso de un triunfo ejemplar, Freud y el problema del poder. Si para Rozitchner es una premisa central que “cuando la gente no se mueve, la filosofía no piensa” (López y Sztulwark, septiembre 2000: 91), como ha señalado célebremente, entonces la derrota popular constituye el obstáculo epistémico por antonomasia para su filosofía y, por tanto, se constituye en objeto de conocimiento privilegiado.

Precisamente, en el presente artículo nos proponemos revisar y reponer el modo en que la filosofía de León Rozitchner estuvo inserta en los debates intelectuales desde los años finales de la dictadura hasta los primeros años del gobierno de Alfonsín. Buscaremos atravesar este problema revisando la polémica que Rozitchner sostuvo con Horacio González y Emilio de Ípola al promediar la década del ‘80. En ella se resumen, de modo ejemplar, las posiciones más relevantes sobre el problema coyuntural fundamental del pacto democrático post-derrota, su historia, sus posibilidades y su sentido. Dicho mal y pronto: se trata de una escenificación de las posiciones más interesantes que adquirieron, por un lado, el modelo intelectual alfonsinista (de inspiración socialista) propia del grupo editor de Punto de Vista, y del modelo peronista renovador, del otro lado, de la Revista Unidos.

Podremos observar, así, cómo la posición rozitchneriana se presenta en espejo a ambas posiciones, procurando indagar un más allá de ellas crítico. Intentaremos señalar que León Rozitchner sostuvo una posición diferencial con respecto a los dos grandes núcleos político-intelectuales de los ochentas. Por un lado, nos detendremos en la posición de los intelectuales nucleados en Punto de Vista, quienes enfatizaron la necesidad de fundar un pacto democrático capaz de sostener un conflicto regulado y normado, encabezado por Raúl Alfonsín y cuya virtud radicase, fundamentalmente, en producir un corte absoluto con el tipo de conflicto que se había desarrollado en los años setenta. Del otro lado, revisaremos la posición de la revista Unidos, que señalaba que la naciente democracia sólo podía diferenciarse de la dictadura en la medida en que sea capaz de sostener un compromiso social e incorporar a los sujetos sociales a la dinámica política, o, sucintamente, que no había democracia sin protagonismo peronista.

León Rozitchner cuestionó ambas posiciones: a su entender, en ellas se discutía la naturaleza del pacto —si resultaban primordiales las premisas formales o el contenido social de la democracia— pero, en definitiva, no se interrogaban por sus precondiciones, supuestas y no investigadas: la materialidad de los sujetos firmantes del pacto. ¿Se puede constituir un pacto, un quiebre con el pasado dictatorial, sin investigar no sólo la ineficacia de las izquierdas en el pasado, sino la suma operación de terror que se había hecho sobre y con la sociedad argentina?

 

DIGRESIÓN PRELIMINAR: CONTROVERSIA, LABORATORIO DE LOS ‘80

Sin embargo, la historia siempre empieza antes. Porque los partidos que se enfrentarán en polémica antes no se encontraban partidos, o bien, ya se habían enfrentado. Porque si, como señala Verónica Gago, las polémicas que componen Controversia son “módulos de anticipación” del lenguaje político que colmará el retorno democrático (Gago, 2012: 99), entonces vale la pena tomar nota de que un primer mojón de esta triple polémica –la que aquí nos ocupa, repitamos, alrededor de la derrota y el pacto democrático– ya está adecuadamente situado en esta revista editada por intelectuales argentinos, anteriormente comprometidos con las organizaciones revolucionarias armadas, en el exilio mexicano, aún durante la vigencia del régimen militar, entre 1979 y 1981.

 

Controversia, en tanto proyecto editorial,6 tenía la vocación de constituirse en voz pública para “reflexionar críticamente sobre temas centrales para la reconstitución de una teoría política que pueda dar cuenta de una transformación sustancial de nuestro país”, es decir, pensar una Argentina en la que los proyectos revolucionarios habían sido derrotados no sólo producto de “la superioridad del enemigo, sino de nuestra incapacidad para valorarlo, de la sobrevaloración de nuestras fuerzas, de nuestra manera de entender el país, de nuestra concepción de la política” (Controversia, octubre 1979: 1). El espíritu de Controversia era radicalmente (auto)crítico y refundacional: implicaba dar cuenta críticamente de razones que, invisibles al momento de la acción, motivaron una derrota; razones en las que, en última instancia, se escondía la única posibilidad de constituir una nueva teoría para la izquierda. Para Controversia se trataba no de producir un sincretismo de posiciones y lanzar una nueva política, sino de convocar a una “controversia lúcida, serena, fraternal” (Controversia, octubre 1979: 1) entre la diversidad de aquellos grupos que habían sufrido una derrota que sólo podía caracterizarse como “atroz”.

Nos detenemos en Controversia prolongando la intuición de Javier Trímboli que, reconstruyendo la historia del significante “derrota” en la lengua de la izquierda revolucionaria, no puede sino situar, a la revista, como un epicentro de su irrupción. Es en esta publicación que aparece como punto de partida la “derrota” ya sin adjetivos (sea militar, popular, táctica, estratégica o de la guerrilla) que pudieran mitigarla, darle una temporalidad, sino “categórica, sin atenuantes” (Trímboli, 2017: 34), como pura derrota. La derrota era el nombre inevitable de ese vacío de teoría, de ese fracaso intelectual y político.

Los motivos diversos de esa derrota fueron el objeto de crítica de la publicación, que se aproximó a ellos bajo diversos nombres: sea el “vanguardismo guerrillero” y el “foquismo” (Caletti, octubre 1979: 18), sea la relativización política de la universalidad de los derechos humanos (Schmucler, octubre 1979: 2), sea la confusión entre “lo nacional-popular y los populismos realmente existentes” (Portantiero y de Ípola, agosto 1981: 11), lo cierto es que el diagnóstico al que se dirige el grupo editor de Controversia es a convocar al velorio del proyecto revolucionario, leído en clave de equívoco o de aventura desafortunada; a, en mayor o menor medida, llevar adelante un corte histórico con la biblioteca de la revolución y, finalmente, a pensar cuáles podrían ser los fundamentos de una democracia del futuro. Serán estos fundamentos los que serán objeto de una investigación diferencial, en el retorno al país, entre Punto de Vista y Unidos.

Ahora bien, resulta significativo localizar ya en este punto la disidencia de Rozitchner: conviene situar el infortunio del proyecto revolucionario, dice Rozitchner, antes, en su escrito Psicoanálisis y política. La lección del exilio (febrero 1980). El problema de la derrota del movimiento revolucionario en Argentina no aparece al nivel de una matriz teórica fallida que cabría reemplazar por otra (es decir, la revolución o el foquismo por la democracia) o una sobrevaloración de las propias fuerzas, sino a “nivel político-epistemológico”, alucinaciones y miopías “incluso anteriores a la propia relación de fuerzas ya que refieren al modo mismo de medir y evaluar esa geometría del enfrentamiento”, como señala Verónica Gago (2012: 31). La especificidad del pensamiento de Rozitchner pasa, precisamente, por situar este sintagma (derrota) dentro de una pregunta más amplia, una duración más larga, en la que se vuelve imposible de pensar en términos ontológicos, eterna, intemporal. Y precisamente por eso es que se preguntará por las conclusiones diferentes que pueden extraerse de esta nueva circunstancia afectiva, y qué negaciones y posibles admite.

El exilio (venezolano, en su caso) es tomado por Rozitchner como instancia excepcional desde la que pensar “los vacíos del lleno de la propia patria” que habían sido llenados “con la fantasía y la imaginación” por las organizaciones revolucionarias (Rozitchner, febrero 1980: 8). La distancia con las fuerzas vivas de la nación, entonces, permitirían pensar los errores y las ilusiones que condujeron a la derrota y que, a su vez, subsanados, permitirían ejercer un retorno al país.

Precisamente, para Rozitchner, el hecho del cuerpo argentino fuera de lugar, el exilio, da cuenta de la derrota: es su índice de verificación. Es desde allí que puede constatarse el fracaso, sólo desde allí puede tomarse la distancia suficiente para situar lo sucedido en los años setenta como prolongación de un delirio en lo real, suscitado en el deseo de evitar un enfrentamiento con las formas primigenias del terror. La pregunta es sencilla: “¿las experiencias del fracaso y del exilio han servido para ahondar la comprensión política renovando el instrumento de la teoría, animada ahora por un saber y una evidencia que antes no se tenía, pero que ahora es imposible desconocer?” (Rozitchner, febrero 1980: 6).

Rozitchner se sirve de la figura del psicoanalista como modelo de pensamiento. El psicoanalista toma distancia —o, más bien, sólo puede serlo por el hecho de la distancia. Sólo desde la exterioridad puede observarse el delirio: el pliegue actuado por las organizaciones revolucionarias entre lo imaginario y lo real. O lo que es lo mismo: que el tránsito de la dominación a la constitución de un poder revolucionario fue, en Argentina, fantaseado, convertido en real en un salto imaginario. Pero es también desde esa distancia que se puede percibir una perturbación en lo más íntimo: “Por eso el fracaso político que culmina en el terror impune abre la dimensión social inesperada de lo siniestro. Se abre de pronto, pero lo que se descubre ya estaba allí, lo sabíamos de algún modo con un saber relegado, despreciado, ignorado en su desafío, temido en su amenaza postergada” (Rozitchner, febrero 1980: 7) .

La derrota señala la presencia de un obstáculo que por invisible la provocó: la presencia del terror primigenio en la constitución de cada uno, prolongado en la tierra común que se pretendía realizar, pero para la cual era preciso atravesar un tránsito, enfrentando aquel terror. Porque “lo siniestro es este reencuentro de lo más temido allí donde precisamente deberíamos estar preservados de él: la propia nación y el hogar” (Rozitchner, febrero 1980: 8). Se vuelve visible desde fuera del terror, desde el exilio.

Por eso, este exilio no es sólo el abandono del campo común de verificación con los demás compatriotas, sino que también es pensable como un refugio, una oportunidad débil de situar un nuevo punto de partida para el pensamiento político. ¿Por qué? Porque la ausencia de conexión con aquel campo de verificación común, ese vacío, es pensable como aquella ausencia de verificación que llevó a la izquierda argentina a la derrota. Ese vacío sentido es el que puede motivar pensar una acción posible, una reflexión sobre las condiciones sobre las que se podrá volver al país.

 

PUNTO DE VISTA: LA DEMOCRACIA COMO PREMISA

Entre 1978 y 2008, el mundo intelectual argentino fue atravesado por la preponderancia de la revista Punto de Vista. En los primeros años del alfonsinismo, que son los que aquí nos interesan, constituyeron el núcleo teórico más gravitante de los debates de la postdictadura. Dirigida por Beatriz Sarlo, su consejo editorial absorbió a intelectuales fundamentales de la década anterior como José Aricó o Juan Carlos Portantiero.7 Hija legítima de la experiencia de Controversia, su desafío era proponer una nueva teoría democrática que sostuviera la tensión entre fundar una solidez institucional basada en consensos sociales y políticos que permitan, a la vez, mantener el conflicto social de un modo “no violento”. Se trataba de construir un sistema político capaz de esquivar dos destinos: por un lado, el escenario de una democracia capturada por la guerra, de la confrontación directa y la violencia, sin normas éticas capaces de organizarla —imagen del conflicto desplegado, al menos, entre 1973 y 1976— y, por otro lado, esquivar el drama de una “sociedad extremadamente ordenada e institucionalizada (…) en el cual los estados de anomia tiendan a cero” (Portantiero y de Ípola, agosto 1984: 16). Ni orden absoluto ni guerra, ni anomia ni autoritarismo, sino un sistema político virtuoso capaz de producir e integrar conflictos en sus instituciones a partir del establecimiento de “reglas constitutivas” y “reglas normativas”. Como había sido sugerido en Controversia, para relanzar el conflicto social era necesario producir un quiebre con el mundo teórico de las izquierdas setentistas, demasiado absorbidas por la violencia. Se trataba de repensar la democracia a la luz de las novedosas teorías de Rawls, Habermas y Searle, entre otros nombres.

Uno de los artífices protagónicos de este imaginario en torno a la refundación democrática fue Emilio de Ípola. Fue él quien asumió el ajuste de cuentas con su amigo León Rozitchner y fue protagonista de este emprendimiento teórico-político al punto que su teoría de la democracia, plasmada esencialmente en el artículo “Crisis social y pacto democrático” (Portantiero y de Ípola, agosto 1984) coescrito junto a Juan Carlos Portantiero, acabará en las palabras del propio Raúl Alfonsín en su famoso discurso de Parque Norte (1985).

En 1986, decíamos, escribe de Ípola “León Rozitchner: la especulación filosófica como política sustituta”. El artículo inicia con un elogio a Rozitchner: se lo reconoce por su “obstinada voluntad de coherencia teórica y política” y como el “único filósofo marxista ‘realmente existente’ cuya producción no se ha resignado jamás a parafrasear recetas dogmáticas ni al culto del talmudismo” (de Ípola, noviembre 1986: 9). Por otro lado, se reconoce una deuda argentina frente a la teoría rozitchneriana: realizar un “análisis digno” de ella, que vaya más allá de “lacónicos comentarios”, rompiendo “una arbitraria conspiración del silencio [que] ha afectado injustamente a su obra” (de Ípola, noviembre 1986: 10).

De Ípola sitúa su reflexión, fundamentalmente, en Perón: entre la sangre y el tiempo. ¿Por qué importa Rozitchner? Porque, de algún modo, el pensamiento rozitchneriano cristaliza, de manera original y sofisticada, aquello sobre lo cual hay que ejercer una negatividad para pensar la democracia: la idea que Rozitchner piensa cruzando a Marx, Freud y Clausewitz, que la política y la guerra son dos formas del conflicto social que son teóricamente discernibles pero realmente inseparables. Pues, en el cruce de la guerra y la política, Rozitchner “lleva las huellas visibles de un pensamiento endurecido y aferrado a sus convicciones con una obstinación que roza peligrosamente la intolerancia y la incapacidad de escuchar” (de Ípola, noviembre 1986: 14). En el fondo, dice de Ípola, que la guerra sea un “destino de toda política (…) me parece una conclusión arbitraria y en el fondo falsa”, ya que plantear que la política encubre a una guerra que, en rigor, habría que desarrollar, es “desear [el] aniquilamiento” (de Ípola, noviembre 1986: 14).

En resumidas cuentas, pensar una democracia pluralista, para de Ípola y Punto de Vista, requería reponer la distinción entre violencia y política para, como había dicho Alfonsín durante la campaña que lo llevó a la presidencia, “ponerle una bisagra a este tiempo argentino”. Retomar aquella tradición que se remite, al menos, al pensamiento contractualista, implicaba entonces dejar del otro lado de la puerta aquellos conflictos que no pudieran ser procesados mediante el lenguaje del sistema político. Esto implicaba, en el discurso político del alfonsinismo, dejar atrás todo lo que fuera denominado autoritario, cuya traducción inmediata era ante todo un acuse de recibo de la otra gran tradición política, el peronismo: como señala Garategaray (2018: 57), “las fuerzas políticas opositoras al peronismo le negaban atributos democráticos identificándolo con el autoritarismo y defendiendo las instituciones como el piso para cualquier tipo de convivencia”. Pero también se trataba de dejar en el terreno de lo prepolítico todo orden del conflicto primigenio, insimbolizable, reduciendo la historia reciente al orden del mero enfrentamiento. Rozitchner volvía, entonces, como espectro ineliminable de ese orden negado: volveremos más adelante hasta qué punto.

 

IDENTIDAD Y PLURALISMO: UNIDOS Y UN PERONISMO EN CRISIS

Algo se había quebrado, obvio y cierto era en 1983, y el nombre de Perón —y, por lo tanto, el peronismo— había quedado capturado por una multiplicidad de sentidos irreconciliables: Perón como primer y último representante democrático, como único garante de la democracia o como ejemplo autoritario-populista que operaba de límite de un proyecto realmente democrático, como representante indiscutible de la clase obrera y la mayoría social, como inspirador de la guerrilla o sus perseguidores, como productor del caos social y la violencia setentista, etcétera. Demasiado irreconciliables entre sí, decíamos, todos estos significados de Perón y el peronismo se verían, en 1983, enfrentados a una verdad: el acto electoral que se autoproclamaba como inaugural de la democracia había consagrado al radicalismo, a Alfonsín, como su representante legítimo. El peronismo perdía su primera elección, sin fraude ni proscripción, en la historia. A la derrota que recogían Punto de Vista y Controversia había que anotarle un adjetivo más.

El peronismo, entonces, se enfrentaba a una serie de preguntas infranqueables: ¿cuál era la supervivencia del peronismo, su verdad, luego de la dictadura? ¿Era posible reconstituir las premisas del peronismo sin Perón? ¿Qué significaba un peronismo democrático, post-dictatorial (y post-derrota)? Estas preguntas implicaban, a la vez, revisar los años setenta. La revista Unidos asumió directamente dichas preguntas entre los años 1983 y 1991.8

Este novedoso proyecto intelectual y político se erigía sobre dos premisas a simple vista contradictorias. Por un lado, que el peronismo había sido el único proyecto realmente democrático desde 1945 —es decir, no había democracia sin protagonismo del peronismo por cuanto era el nombre de su fundación—, a la vez que, al ser el peronismo la principal víctima del terrorismo de Estado, era su reverso y negatividad natural. Por otro lado, que el alfonsinismo renovaba las premisas conceptuales de la “democracia” y actualizar el peronismo implicaba dejarse atravesar por el nuevo espíritu radical: la novedosa “cultura democrática”. Parafraseando a Horacio González (2014), se trataba de invertir los términos: en la cultura peronista de la Argentina pre-dictatorial, la “democracia” partía de la producción de una “comunidad organizada”; en la postdictadura, se trataba de partir de la democracia –entendida como un mínimo de reglas y horizontes éticos– como “filosofía primera” para, luego, producir una “comunidad” (González, 2014: 41). Es por eso que, sin ironía, el mismo González apunta a renglón seguido que “Unidos era alfonsinista” (González, 2014: 41).

Dicha encrucijada intelectual tenía como complemento una proximidad con la experiencia política llamada “renovación peronista”, encabezada por Antonio Cafiero. Pues en la renovación encontraban una fuerza capaz de colaborar en la consolidación democrática recuperando las banderas del peronismo:

Decían que el radicalismo encontraría en esta fuerza “la garantía de estabilidad democrática y pluralista real”, que el resultado electoral significaba que la sociedad era políticamente plural y que “rechazaba cualquier identificación que la reduzca a una sola expresión política en clave hegemónica”, y que “nadie tiene la mayoría absoluta ni la mayoría permanente: se acabaron los hegemonismos” (Garategaray, 2018: 51).

Paradójicamente, en este marco de interrogaciones conceptuales, que obligaba a revisar las identidades políticas sólidas en tiempos de “pluralismo” emerge Perón: entre la sangre y el tiempo, de León Rozitchner, como núcleo de interés para interrogar al peronismo. Será sometido a crítica por dos de sus principales intelectuales: Mario Wainfeld y Horacio González. Nos detendremos únicamente en la reseña de este último a propósito de su densidad conceptual.

En Perón y Verón: dos tesis sobre el malentendido, González (diciembre 1986) lanza un puñal al Perón rozitchneriano. Esta doble reseña es una apuesta a la reflexión de qué hacer con el peronismo postdictatorial, de cuáles son sus tareas inmediatas: un peronismo que debía desarmar las míticas teorías de la “conducción” que Perón había establecido para rearmarse en “un sentido posible, el que nos interesa: la lucha de los trabajadores argentinos por la justicia” (González, diciembre 1986: 6). Había que revisar a Perón, sí, para “desreproducirlo” y “ejercer una negatividad sobre él” en tanto —repetimos— sistema de conducción, porque “todo lo que formó parte del habla diferente [de Perón] hay que retraducirlo a otras condiciones sociales e históricas, no para negar nada (…) sino que ya no hay que hablar sobre cómo hablar, sino que hay que hablar nuevamente de un único modo posible: enunciando unívocamente…” (González, diciembre 1986: 6). Dicha tarea de auto revisión crítica había que hacerla “no para dejar de ser de izquierda y peronistas, sino para reponer históricamente y de mejor forma ese dilema, central para la democracia argentina” (González, diciembre 1986: 9). Enfrentarse a Perón o muerte de Sigal y Verón y, también, al libro de Rozitchner, era una necesidad, definitivamente, programática. Se trataba de un doble movimiento: cuestionar la teoría de Perón como un “manipulador” de las masas y de la juventud peronista —es decir, defender un pasado militante en el movimiento—, y, al mismo tiempo, dar por inútil las dogmáticas teorías de la conducción que el peronismo había forjado y que el Perón rozitchneriano cuestionaba profundamente.

Luego de haber participado en la revista Envido, militado en Montoneros y sido parte de la escisión llamada “Lealtad”, en su retorno del exilio, González lee en Rozitchner a un escritor incapaz de tolerar al nombre de Perón como el soporte de una carga de significados ambiguos y, por lo tanto, inscribe a Rozitchner entre aquellos que creen que la izquierda peronista “leyó mal” a Perón. León Rozitchner, dice una y otra vez González, es un “moralista” que pide al sujeto que en cada hecho tenga “toda la autoconciencia” y, por lo tanto, está ”diciéndonos que si un individuo histórico es malo, todos los efectos que lo envuelven serán igualmente malos” (González, diciembre 1986: 7). Y sigue: “Rozitchner no soporta la ambigüedad, como Sebreli” (González, diciembre 1986: 8).

Redoblando la apuesta, define a León Rozitchner como “agrio ensayista de la moral” y continúa afirmando que para Rozitchner “se trata de considerar que hay ‘isomorfismo’ entre la conciencia propia y el sistema de dominación” (González, diciembre 1986: 8), mientras que para González hay “malas lecturas de Perón” porque “todo malentendido es creativo” y porque ”entender ‘mal’ es una forma de izquierda de entender las cosas” (González, 1986: 9). Perón era aquel nombre bajo el cual esa diferencia era posible; era esa la diferencia del propio Perón. Se entendió mal porque se entendió bien, porque era la única manera de entender las cosas. Luego González agrega “no se entiende parmenídicamente nada. Se es lo que no se es, no se es lo que se es” (González, 1986: 9). Se es de izquierda a fuer de ser peronista, se es peronista como el modo legítimo de ser de izquierda.

En definitiva, para Horacio González, no se trataba de enfrentar ese enigmático obstáculo que era la derrota. Para Unidos, de algún modo, se trataba de reponer una continuidad con la última versión de Perón, el “León herbívoro”, en las nuevas condiciones democráticas. Pues, en definitiva, el programa de la revista era el de construir “una mirada en la que Perón no era otro que el de ‘la lucha por la idea’, un Perón desperonizado” (Garategaray, 2018: 34). Se trataba, entonces, de retomar una tarea que Perón había formulado pero no había podido culminar: la de un pacto social —condensado en el abrazo entre Perón y Balbín—. Por eso, en definitiva, se produce una lectura reactiva de la obra de León Rozitchner: él, dicho sintéticamente, descubre en Perón el modelo en el que las clases dominantes y el ejército disciplinan a la clase obrera a través de una relación “mística” con un Conductor que “buscaba instalar su poder afectivo, hacer germinar su modelo humano —su transacción— en el centro mismo del desear de los hombres que se plegaban a él” (Rozitchner, 2012: 272). Modelo donde, finalmente, Perón “utilizaba” a la clase obrera y a la izquierda como exhibición de fuerzas pero no como un nuevo principio de legitimidad al no cuestionar las estructuras objetivas y subjetivas de la dominación burguesa.

 

LEÓN ROZITCHNER Y LA PREGUNTA POR EL SUJETO FIRMANTE DEL PACTO

El lenguaje contractualista nos permite dar cuenta de la operación estratégica de lo que podríamos llamar crítica rozitchneriana. Pues aquello que en su filosofía aparece bajo la categoría de sujeto, tan problematizada por él, no es otra cosa que la interrogación en torno a las condiciones que hacen posible que determinado sujeto se constituya en ciertas transacciones. Tal como señala en una entrevista en 1990 a propósito de la coyuntura que aquí nos ocupa, sus adversarios intelectuales y políticos llevaron adelante una mistificación, una hipóstasis del propio concepto de sujeto, de la materialidad sobre la que se sostiene:

Y prolongando la abstracción tanto el radicalismo como el peronismo plantearon el problema político como un pacto jurídico entre distintos “símbolos” y corporaciones, pero se dejó de mostrar el fundamento material de la fuerza que sostiene todo pacto. Una vez más, lo simbólico ocultaba en lo jurídico el campo de las fuerzas reales (Rozitchner, 2015a: 140-141)

En definitiva, queremos decir, la pregunta sobre el sujeto para León Rozitchner es inseparable de una historización del conflicto que nos hace, por un lado, “aceptar” ciertas relaciones de dominación y, por otro, nos recuerda que sin reponer esa historia conflictiva no es posible desandar la trampa de la dominación misma.

Esta noción de historia será el centro de la crítica al pacto democrático imaginado por los intelectuales alfonsinistas de Punto de Vista. También la revista Unidos llamaba a reponer la historia en la nueva época post dictatorial, en la medida en que un pacto historizado debía realizarse a partir del último pacto realmente democrático que el “pueblo” había hecho con Perón. Sin embargo, no será este el sentido de la noción de historia (digamos, la historia figurada bajo la forma de la “tradición”) a la que recurrirá Rozitchner. La historia para Rozitchner no es sólo la sucesión compilada en esa “tradición de todas las generaciones muertas” de las que el actor político debiera, o bien negar para fundar “lo nuevo”, o bien reivindicar y reelaborar. Antes bien, a esta dimensión “horizontal”, diacrónica, debe agregársele el sentido “del acceso del hombre individual a la historia, la historia vertical, que está presente como un discontinuo, un hiato, un corte represivo en el tránsito de la infancia al adulto, dado por el carácter prematuro del nacimiento humano” (Rozitchner, 2015c: 23).

Repongamos brevemente el sentido de esta distinción en la filosofía de Rozitchner: este hiato es el efecto del enfrentamiento a muerte del hijo con el padre en el complejo de Edipo; complejo que redunda en la introyección de la ley de la cultura vía idealización- identificación. Sin embargo, esta recuperación de Freud para pensar la historia social implica prestar especial atención a la densidad que tendrá este ingreso traumático en la organización del sujeto y el yugo que esta historia le supondrá en adelante:

Freud encuentra (…) que nosotros, en nuestra individualidad, hemos sido organizados como el lugar donde la dominación y el poder exterior, cuya forma extrema es la racionalidad pensante que nos cerca desde adentro y desde afuera, reprime nuestro propio poder, el del cuerpo, que sólo sentirá, pensará y obrará siguiendo las líneas que la represión, la censura y la instancia crítica le han impuesto como única posibilidad de ser: ser “normal” (Rozitchner, 2015b: 96).

Esta dualidad producto del terror primigenio será —resumamos— constitutiva del aparato psíquico. En primer lugar, tendrá la cualidad de ser “congruente con la forma de aparecer de los objetos sociales” (Rozitchner, 2015b: 89), vale decir, produce las formas del deseo que van a ser “confirmadas como adecuadas a la dominación” (Rozitchner, 2015b: 87). Sin embargo, se tratará precisamente de “modelos alienados de participación personal dentro del sistema” (Rozitchner, 2015b: 88). En segundo lugar, pues, si el complejo de Edipo no es un mero tránsito a lo real como inscripción pasiva del niño “natural” en la cultura, sino un enfrentamiento dramático real, dice Rozitchner, entonces la conciencia que emerge de su resolución no puede ser sino conciencia marcada, a la vez, por el enfrentamiento y la angustia.

En su libro Perón: entre la sangre y el tiempo. Lo inconsciente y la política (2012), León Rozitchner cuestionó al peronismo en tanto transacción que sometía a la clase obrera a la dominación, impidiéndole una política revolucionaria. En definitiva, la novedad histórica que había introducido Perón “consiste en que para reprimir es preciso satisfacer, y utilizar la satisfacción —el afecto, el amor— para contener” (Rozitchner, 2012: 374). La clase obrera, asumiendo la conducción de Perón, puede satisfacer sus necesidades sin realizar el tránsito exigente que la izquierda le propone: “una lucha penosa y difícil que desde las necesidades inmediatas debe ir más allá de la mera satisfacción puntual” (Rozitchner, 2012: 375). Asumir la satisfacción sin enfrentar la persecución y la muerte implica actualizar una transacción previa: la del complejo de Edipo. En resumen, el pacto que implicaba el peronismo actualiza una derrota previa, aquella que “todos los hombres asumen desde el comienzo mismo de la vida” (Rozitchner, 2012: 376) que consiste en deponer la violencia en el enfrentamiento contra el Padre para interiorizar, vía idealización, la dominación como fundamento de la vida social que luego se prolonga sobre las instituciones. Entonces, como “el cuerpo de cada trabajador está trabajado a su vez por otros pactos desiguales desde niño” (Rozitchner, 2012: 297), Perón condenó, vía amor, a la clase obrera a la repetición, a la sumisión a la burguesía que alguna vez fue sumisión al Padre.

De estas premisas vendrá su profundo cuestionamiento a las teorías democráticas de los ochentas cuyas recepciones repasamos brevemente. Para Rozitchner no era posible pensar a la democracia como un corte con respecto a la dictadura ya que “la guerra y la dictadura son el terror; pero la democracia es una gracia que el poder del terror nos concede como una tregua” (Rozitchner, 2015a: 188). No había, no hay, lo otro de la Dictadura, porque la naturaleza misma de la política contiene, en sí misma, a la guerra como encubierta: es una democracia, un pacto, que nace encubriendo su fundamento violento y conflictivo, y “esta doble polaridad de la política habitualmente nos queda oculta: es el secreto del liberalismo” (Rozitchner, 2015a: 188).

 

ROZITCHNER, ESE ESPEJO TAN TEMIDO: REFLEXIONES FINALES

La obra de León Rozitchner, su filosofía, constituye en sí misma reflexiones políticamente situadas. Tanto en sus obras más densas como en las intervenciones públicas

—entrevistas, artículos en revistas—, el uso de la filosofía, su movimiento conceptual y sus operaciones teóricas, están inscriptas en sincronía con su tiempo histórico. En los primeros años ochenta, años del retorno democrático, su filosofía actúa como impugnación de los dos grandes núcleos teórico-políticos de la Argentina: Punto de Vista —vinculado al alfonsinismo— y Unidos —vinculado al peronismo—. A la inversa, son estas grandes corrientes las que deben enfrentarse con el pensamiento rozitchneriano que llamaba, una y otra vez, a enfrentar en la reflexión la experiencia histórica reciente que había aterrorizado a la sociedad en su conjunto.

En verdad, León Rozitchner nunca responde “directamente” ni a Emilio de Ípola ni a Horacio González. Apenas en una entrevista, Rozitchner señala que de Ípola piensa “por encima del terror” (Rozitchner, 2015a: 355) y, al hacerlo no le permite “poner de relieve este fundamento de fuerzas excluidas de la realidad del pacto” (Rozitchner, 2015a: 356).

Pero tampoco se trata, para Rozitchner, entonces, de llevar adelante una crítica a la Unidos: no se trataba de discutir el contenido social o político del pacto, sino cuestionar que las fuerzas políticas y militares derrotadas no estaban en condiciones de producir un pacto favorable sin cuestionar el doblegamiento que el genocidio había operado sobre ellas. El pacto democrático era meramente la creación de una formalidad política sobre el fondo de unas relaciones de fuerza radicalmente desiguales, impuestas por el terrorismo de estado. La clase obrera y las fuerzas políticas que a ella representaban firmaban el pacto sólo en tanto derrotadas. Pensar la democracia, la postdictadura, entonces, era una operación inseparable de pensar el terror, el sometimiento y la dominación.

Valdría la pena no engañarse, sin embargo, sobre algún tipo de transparencia del concepto de derrota en Rozitchner. El sentido de la derrota es inequívocamente opaco. Es posible afirmar que lo derrotado no es una clase obrera movilizada revolucionariamente, sino una clase obrera incapaz de pensar más allá de los límites del peronismo —sus organizaciones no supieron pensar la guerra ni lograron constituir fuerzas movilizadas de una manera diferente a la que Perón había planteado como dinámica interna de su movimiento, es decir, como dinámica interna de su dominación. Entonces lo derrotado mediante el terrorismo de Estado, a su modo ya estaba derrotado por el peronismo. Derrotado en tanto que el potencial de la movilización popular no hallaba un cauce propio: su derrota ya estaba escrita en la medida en que las fuerzas populares no lograban construir otro tipo de horizonte subjetivo en el quehacer político más allá de las consignas agitadas o el imaginario socialista que impregnó la movilización en la década de los setenta. La “revolución” —sus fuerzas— no fue derrotada, para Rozitchner, sino como parte de la dinámica interna de la Argentina peronista que no logró constituirse como fuerza autónoma en el enfrentamiento político.

6 Controversia fue editada entre los años 1979 y 1981 por un grupo de intelectuales argentinos exiliados en México. Su grupo editorial estaba compuesto, por un lado, por un grupo nucleado en la Mesa de Discusión Socialista — Aricó, Portantiero, Bufano, Tula, Nudelman, Ábalo—, y por aquel nucleado en la Mesa Peronista —Caletti, Schmucler, Casullo (Farías, 2015, p. 357). Como veremos más adelante, la tensión entre estas dos mesas constitutivas del proyecto de Controversia provocará que sus miembros confluyan (como editores o colaboradores habituales) en Punto de Vista y Unidos, respectivamente. Tanto de Ípola —próximo al grupo editorial, colaborador habitual— como Rozitchner —colaborador ocasional— escriben en Controversia.

7 Entre 1978 y 1981, el único nombre público asociado a la revista era el de la propia Sarlo, mientras que el resto de los editores y colaboradores firmaba con seudónimo. A partir del número 12, esto se modificó por un relajamiento de la censura de la dictadura militar. Así, a partir de julio de 1981, sabemos que el “Consejo de redacción en los números 12 al 15 estuvo integrado por: Carlos Altamirano, Ricardo Piglia, Beatriz Sarlo, Hugo Vezzetti, en el número 16 Piglia abandona Punto de Vista y a partir del número 17 se incorporó Hilda Sábato, desde el número 20, José Aricó y Juan Carlos Portantiero, a partir del 42 Adrián Gorelik y en el 53 un Consejo Asesor integrado por: Raúl Beceyro, Jorge Dotti, Rafael Filippelli, Federico Monjeau y Oscar Terán” (Garategaray, 2013: 58).

8 Unidos era dirigida por Carlos “Chacho” Álvarez e integraban su consejo de redacción, entre otros, Arturo Armada, Horacio González, Vicente Palermo, Mario Wainfeld y Felipe Solá. Colaboraron en ella destacados intelectuales y políticos como José Pablo Feinmann, Álvaro Abós, Nicolás Casullo, Artemio López, Julio Godio o Alcira Argumedo.

Imagen: Voluntad, de Santiago Caruso

 

Fuente de imagen y artículo: Revista Diferencia(s)

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Controversia (octubre 1979), “Editorial” en Controversia, 1, p. 2.

de Ípola, E. (noviembre 1986). “León Rozitchner: La especulación filosófica como política sustituta” en Punto de Vista, 28, pp. 9-14.

de Ípola, E., y Portantiero, J. C. (agosto 1981). “Lo nacional-popular y los populismos realmente existentes” en Controversia, 14, pp. 11-12.

de Ípola, E., y Portantiero, J. C. (agosto 1984). “Crisis social y pacto democrático” en Punto de Vista, 21, pp. 13-21.

Farías, M. (2015). “Un epílogo para los años setenta. Controversia y la crítica a las organizaciones revolucionarias” en L. Prislei, Polémicas intelectuales, debates políticos. Las revistas culturales en el siglo XX, Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, pp. 355-398.

Gago, V. (2012). Controversia: Una lengua del exilio. Biblioteca Nacional.

Garategaray, M. (2013). “Punto de Vista, Unidos y La Ciudad Futura en la transición política e ideológica de la década del ’80” en Estudios Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba, 29, pp. 53-72.

Garategaray, M. (2018). Unidos, la revista peronista de los ochenta. Universidad Nacional de Quilmes.

González, H. (diciembre 1986). “Perón y Verón: Dos tesis sobre el malentendido” en Unidos,

  1. 13. Recuperado de: https://pdfcoffee.com/peron-veron-horacio-gonzalez-pdf-free.html

 

González, H. (2014). El peronismo fuera de sus fuentes. Universidad Nacional de General Sarmiento; Biblioteca Nacional Ediciones.

López, M. P. y Sztulwark, D. (septiembre 2000). “Entrevista a León Rozitchner” en La escena contemporánea, 5.

Trímboli, J. (2017). Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución. Cuarenta Ríos. Rozitchner L. (2012). Perón: entre la sangre y el tiempo. Lo inconsciente y la política. Del duelo a la política: Freud y Clausewitz. Ediciones Biblioteca Nacional.

Rozitchner, L. (2015a). Escritos políticos. Ediciones Biblioteca Nacional.

Rozitchner, L. (2015b). Escritos psicoanalíticos. Matar al padre, matar al hijo, matar a la madre. Ediciones Biblioteca Nacional.

Rozitchner, L. (2015c). Marx y la infancia. Ediciones Biblioteca Nacional.

Rozitchner, L. (febrero 1980). “Psicoanálisis y política. La lección del exilio” en Controversia, 4, pp. 5-8.

Schmucler, H. (octubre 1979). “Coyuntura. La actualidad de los derechos humanos” en

Controversia, 1, p. 3.

León Rozitchner y lo político // Revista Diferencia(s)

Introducción

Cristián Sucksdorf
9-14
 

Dossier

Amador Fernández-Savater
17-32
Lila María Feldman
33-43
Pedro Yagüe
45-58
Emiliano Exposto
59-77
Nahuel Michalski
79-95
Joaquín Alfieri
97-116
Florencia González Cuba
117-129
Facundo Abramovich, León Lewkowicz
131-145
Cristián Sucksdorf
147-169
 

Conversaciones

Cristián Sucksdorf
171-189
 

Imágenes

Santiago Caruso
191-200

 

“Si no odias tu vida, ¿cómo la cambiarás?”: Entrevista a Santiago López Petit // Sergi Picazo

 

Entrevista realizada por: Sergi Picazo

Aparecida en El Critic. (Barcelona)

19-3-2024

 

Uno de los primeros libros preferidos de mi hija Lena era uno de aquellos en que se abren pestanyetes de dibujos: El libro de los sentidos, se llamaba. Un día de verano en el Pirineo conoció a Santiago López Petit (Barcelona, 1950) y, sin dar cuenta del error, me dijo: “Papa, vamos a ver el Sentidos” en lugar de Santi. Pensamos que no había que corregirla. Para coger los reflexiones de López Petit sobre la vida, la enfermedad, la muerte, el amar y el pensar, es necesario tener los cinco sentidos muy despiertos. Esta conversación quiere servir para entender el pensamiento de uno de los filósofos más contestatarios, libres y críticos de los últimos treinta años en Cataluña y, para hacer el viaje con él, pasé un verano leyendo (y subrayando) algunos de sus libros más “desesperados”: Hijos de la noche, Amar y pensar. El odio de querer vivir, El gesto absoluto o La movilización global: breve tratado para atacar la realidad.

¿Cómo empiezas a politizarte?

Con 18 años, debía de ser 1969 o 1970, empiezo a estudiar Químicas, y entro en el movimiento estudiantil. Por una serie de casualidades, conozco a José Antonio Díaz, un cura secularizado, trabajador del metal y uno de los fundadores de las primeras comisiones obreras. Con un pequeño grupito hicimos una imprenta clandestina, traducíamos todo lo que podíamos de la izquierda no autoritaria como Castoriadis o los Situacionistas, y así entro en el movimiento obrero autónomo. Era la izquierda que no existía. Aquí todo el mundo era marxista-leninista…

Viviste los años convulsos, a finales del 70, el fin del franquismo, las grandes protestas sociales y estudiantiles…

Sí, sí. El momento en que realmente aprendo que es el movimiento obrero es con la huelga de Roca, en Gavà, durante los años 76 y 77. Cuatro mil trabajadores en huelga y autoorganizados! Era la segunda fábrica de España. Me impliqué mucho. Yo entonces vivía en el barrio de Pubilla Casas, en l’Hospitalet de Llobregat, y formaba parte de una organización que se llamaba Liberación, y que inicialmente había sido una editorial de origen cristiano. A mí me enviaron a vivir a l’Hospitalet y acabaría entrando a trabajar en una fábrica de vidrio. Abandoné definitivamente la investigación sobre el origen de la vida que tanto me apasionaba.

De químico en una fábrica de vidrio… a profesor de Filosofía van unos cuántos pasos.

En los años 80, la fábrica de vidrio donde trabajaba entró en crisis y nos la quedamos los 150 trabajadores después de algunos meses de lucha. La convertimos en cooperativa. Y, con el dinero que ganaba, me pagué la carrera de Filosofía. Tenía 30 años.

¿Por qué filosofía?

La huelga de la Roca y otras muchas huelgas y protestas acabaron con pactos miserables y con traiciones. Se acercaban las elecciones democráticas y algunos querían destruir aquellos movimientos como fuera. El caso de la huelga de Roca es emblemático. Había que demostrar que los controlaban. Entonces un día, allí solo, pensé: “¿Qué ha sido de mi vida? ¿Ha merecido la pena luchar para acabar así?” Y pensé que quería entender por qué habíamos perdido, y a pesar de que dudé entre Economía y Filosofía, acabé estudiando Filosofía.

Acabaste siendo uno de los profesores más conocidos y populares de la Facultad de Filosofía de la Universitat de Barcelona a los 90 y 2000, ¿no?

Bien, no lo sé, no lo sé… Pero sí que es cierto que convertimos las clases en un laboratorio político donde todos aprendíamos de todos. Cuando se produjo el desalojo del cine Princesa, en el año 96, paramos las clases y bajamos todos allí.

Del estallido de rabia por el desalojo del Princesa en la Barcelona de la antiglobalización y el 15-M: volviste a vivir intensamente un nuevo ciclo de protestas sociales.

Veníamos de una travesía del desierto muy larga, desde la Transición a los Juegos Olímpicos del 92, y, finalmente, volvíamos a vivir un estallido social. Yo nunca viví en una casa okupada, pero sí que usamos la okupación como una palanca política. Surgieron todo tipo de colectivos, muchas okupaciones breves de espacios abandonados, la Oficina 2004 contra el Foro de las Culturas y campañas como la de Dinero Gratis, la película del Taxista Ful. El Dinero Gratis, de hecho, ya era una crítica del trabajo, y una crítica de la vida cotidiana misma. Y también los “Espacios liberados contra la guerra”…

¿Cómo ves ahora aquel ciclo de protestas sociales, y como acabó?

La crítica que hacíamos tuvo, yo  diría, una cierta hegemonía cultural y política en aquel momento en Barcelona. Entre todos conseguimos deslegitimar un poco el Modelo Barcelona. Pero duró poco. De alguna manera y a otra escala, pasó lo mismo con el 15M. El 15M fue la palanca para ocupar el espacio público e interrumpir la cotidianidad. Era una crítica de la política, de la política en el sentido de representación política. ¿Qué sucedió después? A mí la palabra traición no me gusta, porque tiene un contenido muy psicológico, y es más complejo que esto… pero  en mi caso, fue la segunda vez que me ocurría algo parecido. Ya había visto, a comienzos de la democracia, compañeros que habían estado a nuestro lado y que entraban a las instituciones…  parecía cómo si se olvidaran de lo que habían vivido. Para decirlo suavemente.

¿Pero qué alternativa había a la política electoral y a entrar a las instituciones ante aquella ventana de oportunidad?

Sinceramente, no sé si había otro camino. Hay un dilema siempre en los movimientos de izquierdas, que es, o bien haces una política institucional, y por tanto una politización desde el Estado, podríamos decir, y por tanto defiendes reformas, a pesar de que yo pienso que el poder no deja espacio ni para reformas realmante verdaderas; o la otra posición, que es no entrar en las instituciones y acabar siendo autocomplaciente con la inutilidad de tu lucha. Sabes que tu lucha ha sido inútil, pero tú te mantienes muy puro. Todo lo que he escrito, todo lo que he pensado e intentado, es cómo atravesar este dilema.

Entonces, tú, en realidad, ante el clásico dilema de la izquierda entre reforma o ruptura, dirías que todas las opciones son malas.

Me niego a escoger siempre el “mal menor”. Por eso digo que se tiene que atravesar este dilema.

¿Cómo lo atravesaremos? ¿Tienes respuesta?

No, yo no tengo ninguna solución… pero la historia del movimiento obrero nos enseña que han existido muchos momentos en los cuales se ha intentado una síntesis entre la politización de la vida y una intervención política más amplía.

Políticamente e ideológicamente, ¿dirías que la izquierda (así en general y entendiéndola muy ampliamente) vive una época de derrota y resistencialismo? ¿O estamos a la ofensiva y en el camino de asaltar los cielos?

Estamos frente a un impasse. Lo resumo mediante una paradoja: “Lo que es políticamente posible no cambiará nada. Lo que verdaderamente podría cambiar algo es imposible políticamente”. Parece bastante indudable que las reformas propuestas por el reformismo (socialdemócrata o populista de izquierda) son ilusorias. Habría que añadir, además, una cosa: estamos en la época de las políticas identitarias (muchas con una base biológica) y de “lo políticamente correcto”, y a pesar de ser políticas necesarias, nos han conducido a un callejón sin salida. Por ejemplo la consigna: “Todo lo personal es político…” se ha convertido actualmente en una obviedad que ha perdido toda su fuerza. Evidentemente, no se trata de volver a la sociedad-fábrica ni de defender un universalismo vacío… pero sí de volver a poner la lucha de clases en el centro. Una lucha de clases que esté a la altura de las transformaciones sociales de hoy en día.

Para entender tu pensamiento y activismo político hay que detenerse en una cuestión clave: la enfermedad y, en general, tu lucha por querer vivir. ¿Qué enfermedad tienes, Santiago?

Hace ya muchos años empecé a encontrarme mal. Primero, no dormía bien, después el dolor de cabeza. Tengo lo que se denomina síndrome de fatiga crónica. Sensación de pérdida de memoria, de dolor por todo el cuerpo, de ansiedad y de insomnio… lo que los médicos denominan “la niebla matinal”. Se trata de una expresión poética maravillosa, pero que si lo sufres es terrible. Clara Valverde escribió un libro magnífico sobre estas enfermedades que tenía por título: “Pues tienes buena cara!” Porque, como también afirmaba ella, la gente que tiene fibromialgia o fàtiga crónica, llevamos la silla de ruedas dentro nuestro, y no se ve.

Decías en tu libro Hijos de la noche, que querías explicar “lo que le pasa a mi cabeza”, “el dolor que no me deja vivir”, “porque la noche está en mí”… ¿Por qué decidiste explicarlo?

Yo no quería explicar mi historia personal. Esto no tendría ningún interés. Pero exponer mi sufrimiento me permite ir más en allá del caso particular y empezar a poner las preguntas verdaderamente importantes: ¿qué relación existe entre la salud y la enfermedad? ¿Quién no está enfermo en esta sociedad? Y especialmente: ¿Se puede hacer de la enfermedad un arma?

¿Cuáles son, pues, para ti los malestares de esta época?

El diagnóstico de lo que yo tengo,  es para mí también un diagnóstico de la sociedad. Esta sociedad nos hace enfermar y tritura nuestras vidas. He intentado pensar esto, no desde el lugar de la víctima, sino desde el lugar de aquel que dice, “yo no puedo más”. Pero la frase  “yo-no-puedo-más” abre una puerta. ¿No crees?? El “yo-no-puedo-más” es la bifurcación que se abre ante ti: o te agarras a la cuerda que te estrangula, o te agarras a la cuerda que evita tu caída y puedes salir adelante.

La idea que subyace el “yo-no-puedo-más” a mí me parece un final. Pero, en cambio, tú crees que esto es como una rebelión. No lo entiendo.

Cualquiera que diga, “yo no puedo más” o “ yo no soporto más esta sociedad”, es ya un rebelde: porque el que expresa su situación de enfermo es que no se quiere doblegar, que no quiere bajar la cabeza y someterse. Todo este tipo de enfermedades, desde  la fatiga crónica o el simple cansancio hasta un cuadro de depresión o ansiedad, son enfermedades de la normalidad, o enfermedades del vacío. ¿Si no viviéramos en este mundo, tendríamos estas enfermedades? Lo que tienen en común es la desconexión. Yo me desconecto de este mundo. Pero ¿por qué nos desconectamos? Nos desconectamos porque no queremos estar metidos dentro de un movimiento continuo impulsado por esta máquina de matar despacio que es la sociedad. La sociedad nos va destruyendo, nos va minando, nos va exprimiendo. Y nos rebelamos. Yo aquí veo aquí, en esta rebelión, una extraña alegría.

Tenia un prejuicio al principio de la entrevista, quizás por culpa de otra gente que me hablaba de ti, creía que me encontraba ante un autor nihilista, pesimista, que hablaba de la muerte. Pero leyéndote  finalmente he encontrado a un López Petit que, en realidad, está haciendo un canto a la vida. Defiendes, en tus escritos, el “querer vivir” , y escribes cosas como: “Pensar el querer vivir ha sido para mí la manera de seguir vivo”. Poéticamente hablas de, “hambre de hambre, sed de sed”. ¿Eres un optimista en realidad?

No soy optimista ni pesimista, porque el que está en una lucha no se plantea si es optimista o pesimista, o si hay esperanza o ya no. El lugar desde donde miro el mundo no es desesperanzado. No, no, no. Es desesperado. Desesperado es otra cosa.

¡Vaya! ¿Qué diferencia hay?

Si tú miras el mundo hoy, o tienes una mirada desesperada, o eres un cínico. La guerra es la nueva centralidad. En la actualidad hay más de cien guerras en el mundo y, además, estamos viendo como surgen nuevas potencias nuevas militares, paramilitares o económicas que quieren disputar el poder a los Estados Unidos. Y esto solo es la superficie. Vivimos en un sistema basado en la violencia, la que se ve, y la que no se ve. Te pongo un ejemplo: aquí en Barcelona, en el barrio de Gracia se han puesto de moda los talleres de cerámica, hay un montón, y la gente suele decir que va a hacer cerámica porque así se encuentra a sí misma. Pues, bien, esto es una estupidez. Van para no ver el mundo, para evadirse. Para… escapar de la realidad.

Sin embargo, escribiste,, un libro después de un hecho sobrecogedor como fue la muerte por suicidio del activista social barcelonés, Pablo Molano. Lo titulaste El gesto absoluto.

No me interesa el suicidio como lugar reflexivo. No soy un existencialista, ni pienso que la vida sea absurda. Me interesa el querer vivir. El querer vivir es lo que he intentado pensar siempre. Casi todos los subtítulos de mis libros hacen referencia al querer vivir. Y es cierto,  Pablo Molano, que había sido estudiante y amigo mío, un día decidió suicidarse. Ante el inmenso vacío que se produjo, creí que tenía que hacer algo. No deseaba preguntarme por el motivo de su suicidio. Lo que yo quería era intentar contestar: ¿qué nos dice su suicidio, a la gente que estamos vivos. A los supervivientes. Por eso intento pensar el suicidio como un fracaso colectivo, y a la vez, como una herida abierta que nos hace pensar, que nos hace pensar sobre este mundo.

Volvemos al punto anterior: así, pues, ¿cómo se atraviesa la sociedad del malestar o de la enfermedad? ¿cómo se impulsa la resistencia o la rebelión?

El primer paso es politizar la vida, politizar la existencia, y esto no tiene nada que ver con hacer política. Es decir, no es apuntarse a un sindicato, o a un partido, o una cosa así. No tiene nada a ver. La política, hoy, satura la realidad y, de hecho, la política es una de las maneras más sofisticadas de despolitizar. ¿Qué seria, pues, politizar la existencia? Politizar la existencia seria atreverse a hacer de tu imposibilidad de vivir, de tu “yo no puedo más”, un desafío. Decir “yo no seré una pieza de esta máquina de movilización”, seré una anomalía. Politizar quiere decir yo seré una anomalía, es decir, una vida rota, pero que persiste y se rompe porque no acepta lo que hay y se rompe como manera de desafiar.

Buff, a ver, explícamelo algo mejor, por favor, para que yo lo entienda…

Hace unos días fui a comprar  a una panadería, y la señora que estaba atendiendo se echó a llorar.Tenía un ataque de ansiedad y tuvo que dejar su trabajo. ¿Cuánta gente está en una situación parecida? Muchas vidas se aguantan con hilos. Somos vidas rotas. Vivimos dentro del vientre de la bestia, llámalo la Vida en mayúscula, o  el sistema capitalista. Lo fundamental es que somos nosotros mismos quienes, viviendo, alimentamos a la bestia. Por tanto, para matar la bestia, hay que salir de su vientre. Y, para salir, de alguna manera, tendrás que hacerte daño. Atravesar la noche produce daño, y sobre todo, produce daño a los que más quieres.

Claro, y nadie se quiere hacer daño, nadie quiere arriesgarse a perder lo poco que tiene, para salir del vientre de la bestia…

Cierto, pero esa es la única manera de tener aire, de poder respirar…

Por qué hablas de una Vida en mayúscula y de una vida en minúscula? Tú hacías una reflexión en el libro: “En este mundo simulado es imposible vivir. No vivimos, tenemos una vida. Tenemos una vida que debe ser rentabilizada”. ¿Así alimentamos la bestia?



A raíz de la pandemia de la Covid-19, el Estado nos dijo: “Tenemos que salvar la vida y para salvar la vida os encerramos en casa”. La pregunta que me hacía aquellos días era: “Salvar la vida? Qué vida quieren salvar?” Querían salvar la Vida en mayúscula, es decir, la economía, el capital, las estructuras económicas y políticas. Tener una vida no quiere decir vivir. Tener una vida hoy día quiere decir trabajar para hacerla rentable. No vivimos, tenemos una vida. Y además estamos encadenados a una deuda permanente. Cómo si tuviéramos que pagar algo. Somos esclavos, aunque de una manera sofisticada. Antes la sujeción se ejercía mediante una sociedad disciplinaria. Ahora no. Ahora la proclama culpabilizadora dice: “¡Eres libre! Las oportunidades están delante tuyo. De ti depende que las aproveches!”

No hay escapatoria, ¿pues?

La lucha tiene que ser contra esta Vida en mayúscula, para arrancarle la vida. Tenemos que interrumpir la máquina, es decir, dejar de ser los terminales, hacerse incontables, no visibles, o sea, no codificables. Y este es el gran peligro para el poder, que no sabe lo que hay en los agujeros negros. La dicotomía actual está entre ser un terminal del algoritmo, una pieza de la máquina de movilización, o una anomalía. Tenemos que escoger y lo hacemos cada día. Ahora bien, si eres una anomalía, lo pagarás. Lo pagarás, por ejemplo, con estas enfermedades de la normalidad, con un gran malestar, con la pobreza, o con la marginación. Pienso que una alianza de amigos puede ayudar a vivir, pero ciertamente no es suficiente si es autorreferencial y no piensa el problema de la coyuntura y de la mayoría. No es suficiente una ética del querer vivir; necesitamos una política del querer vivir. La cuestión fundamental para mí es la siguiente: cómo hacer que la fuerza de dolor se encuentre con la fuerza del anonimato? Esta cuestión es la que intento plantear en el libro Tiempos de espera. Marx, Artaud y la fuerza de dolor y que quisiera terminar este año.

El odio del querer vivir es una expresión que repites a menudo en tus libros. Al principio me costó entenderlo, la verdad. Llegas a decir: “El odio a la vida es la llama que enciende el fuego”. ¿Cómo puedes odiar la vida?

Si tú no odias tu vida, ¿Cómo la cambiarás? Es decir, odiar tu vida significa establecer una demarcación: esto lo quiero vivir, esto no lo quiero vivir. Y yo siempre digo, la Vida en mayúscula te pasa lista cada día. Te miras al espejo y te preguntas: ¿Por cuánto dinero me vendo hoy? Hay un odio que no te lleva al suicidio, a la muerte, y que tampoco es resentimiento. No es odio al otro, es un odio liberador. De hecho Marx ya hablaba del odio de clase. Si no hay un odio de clase, ¿cómo puedes cambiar la sociedad? Hay que odiar esta vida que nos cierra y, es necesario “hacer del querer vivir un desafío”. Al final del mi libro Hijos de la noche, hay esta frase: “Pero me agarro con todas mis fuerzas a esta puta vida tan hermosa”. Pues bien, para poder escribir esto, he tardado cuarenta años y cientos de páginas. Aquí se condensa todo: la vida, el querer vivir, y su relación.

En tu libro Amar y pensar, defiendes que “amar, pensar y luchar son los tres gestos radicales”.

Una vida política es aquella que se basa amar, pensar y luchar. Y con esto basta. Contra las filosofías vitalistas que exaltan la vida… lo que planteo es una lucha a muerte con la Vida en mayúscula. Para provocarla, para arrancarle un poco de vida. Esta exacerbación es lo que te posibilitará amar, pensar, y resistir. Si no estás dispuesto a sacudir tu vida, nunca podrás amar, pensar, ni resistir… En este sentido amar es de valientes porque quiere decir compartir tu querer vivir con un extraño que tiene que permanecer siempre extraño.

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