Anarquía Coronada

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lobosuel

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Roberto Arlt, yo mismo (1965) // Oscar Masotta

Yo he escrito este libro, que ahora Jorge Álvarez publica bajo el título de Sexo y traición en Roberto Arlt (título comercialmente atractivo, elegido exprofeso; pero también el más sencillamente descriptivo de su contenido) hace ocho años atrás. Y cuando Álvarez me invitó a que presentara yo mismo a mi propio libro, me sentía ya lo suficientemente alejado de él y pensé que podría hacerlo. Pensé en ese tiempo transcurrido, esa distancia que tal vez me permitiría una cierta objetividad para juzgar (me); pensé que el tiempo transcurrido había convertido a mi propio libro en un “extraño” para mí mismo. No era totalmente así.

Pero en el hecho de tener que ser yo mismo quien ha de presentar a mi propio libro, hay una situación paradojal de la que debiera, al menos, sacar provecho. En primer lugar podría preguntarme por lo ocurrido entre 1958 y 1965; o bien, y ya que fui yo quien escribió aquel libro, ¿qué ha pasado en mí durante y a lo largo del transcurso de ese tiempo? En segundo lugar podría reflexionar sobre las causas que hicieron que durante ese tiempo yo escribiera bastante poco. Y en tercer lugar, y si es cierto que los productos de la actividad individual no se separan de la persona, podría hacerme esta pregunta: ¿quién era yo, entonces, cuando escribí ese libro?; y también: ¿qué pienso yo en el fondo y de verdad sobre ese libro?

Mi juicio sobre mi propio libro.: yo diría que se trata de un libro relativamente bueno. Relativamente: es decir, con respecto a los otros libros escritos sobre Arlt. Es que son malos. Pero los juicios de valor, a este nivel, no son interesantes…

¿Pero volvería yo a escribir ese libro, ahora, si no estuviera ya escrito?

Bien, creo que no podría hacerlo. Entre otras cosas, porque hoy soy un poco menos ignorante que entonces, más cauteloso. Y seguramente: una cierta indigencia cultural, de formación, con respecto a los instrumentos intelectuales que realmente manejaba, estoy seguro, fueron entonces el motor que no sólo me impulsó a planear el libro, sino que me permitió escribirlo. Pero no es que no esté de acuerdo con lo que hoy acepto publicar. Y además, también estoy seguro, de no haber escrito aquel libro, y de escribirlo hoy, no escribiría un libro mejor.

Pero me pongo en el lugar de ustedes que me están escuchando.

¿Sobre qué estoy hablando? O bien: ¿de qué me estoy confesando? Pues bien: de nada.

Si acepto publicar un libro que escribí hace varios años atrás es porque ese libro es bueno, para mí. Y lo es porque a mi entender cumple con el requisito sin el cual no hay crítica en literatura: acompaña las intuiciones del autor y trata de explicitarlas, a otro nivel y con otro lenguaje. Pero debo decirlo: cuando escribí el libro yo no era un apasionado de Arlt sino de Sartre. Y habiendo leído a Sartre no solamente no era difícil encontrar lo fundamental de las intuiciones de Arlt (o mejor: de esa única intuición que define y constituye su obra), sino que era imposible no hacerlo. Lean ustedes el Saint Genét de Sartre y lean después El juguete rabioso. El punto crítico, culminante, de esa novela que tengo por un gran libro, es el final. Después de leer a Sartre no era difícil encontrar el sentido de ese final, tan aparentemente sorprendente.

¿Por qué Astier se convertía tan repentinamente en un delator? En fin, yo diría, mi libro sobre Arlt ya estaba escrito. Y en un sentido yo no fui esencial a su escritura: cualquiera que hubiera leído a Sartre podría haber escrito ese libro.

Pero al revés, la factura del libro, su escritura, me depararía algunas sorpresas. Entre la programación del libro y el libro como resultado, no todo estaba en Sartre. Y lo que no estaba en Sartre estaba en mí.

No en mi “talento” (no hablo de eso): me refiero a las tensiones que viniendo de la sociedad operaban sobre mí a la vez que no se diferenciaban de mí, y de cuya conciencia (una cierta incompleta conciencia) extraje, creo, esa certeza que me acompaña desde hace más de quince años. Que efectivamente, tengo algo que decir. Escribir el libro me ayudó, textualmente, a descubrir el sentido de la existencia de la clase a la que pertenecía, la clase media. Una banalidad. Pero esa banalidad me había acompañado desde mi nacimiento. Pensando sobre Arlt descubría el sentido de mis conductas actuales y de mis conductas pasadas: que dura y crudamente habían estado determinadas por mi origen social. Y uso la palabra “determinación” en sentido restringido pero fuerte.

¿El “mensaje” de Arlt? Bien, y exactamente: que en el hombre de la clase media hay un delator en potencia, que en sus conductas late la posibilidad de la delación. Es decir: que desde el punto de vista de las exigencias lógicas de coherencia, que pesan sobre toda conducta, existe algo así como un tipo de conducta privilegiada, a la vez por su sentido y por ser la más coherente para cada grupo social, y que si ese grupo es la clase media, esa conducta no será sino la conducta de delación.

Actuar es vehicular ciertos sistemas inconscientes que actúan en uno, y que están inscriptos en uno al nivel del cuerpo y la conducta, sobre ciertos carriles fijados por la sociedad. Actuar es, a cada momento, a cada instante de nuestra vida, como tener que resolver un problema de lógica. En cuanto a los términos de ese problema: están dos veces a la vista (aunque no para quienes lo soportan), son dos “observables”.

Por un lado la sociedad nos enseña, y por otro lado estamos llamados, solicitados, constreñidos, todo a la vez, a resolver cuestiones que el medio social nos plantea. Solamente que esas cuestiones difícilmente pueden ser resueltas en la perspectiva de lo que se nos ha enseñado, de lo que ha sido sellado en nosotros por la sociedad: y la relación que va de uno a otro término, en sociedades enfermas como las nuestras, es una relación absurda (habría que precisar qué se entiende por esto) o directamente contradictoria. Pero como la capacidad lógica del hombre es infinita, siempre es posible resolver problemas imposibles: hay gente que lo hace. Son los enfermos mentales.

En este sentido la enfermedad mental es absolutamente lo contrario a lo que una literatura envejecida, burguesa, nos ha querido hacer entender.

Es exactamente lo opuesto a la incoherencia. Es más bien la puesta en práctica de la máxima exigencia de lógica y razón.

En este sentido digo, entonces, que la delación —y Arlt tiene razón— no constituye sino el tipo lógico de acto preferencial, en cuanto a la coherencia que arrastra, para conductas individuales determinadas por un preciso grupo social. Y solamente habría que hacer esta salvedad.

Que cuando hablamos de lógica y coherencia, aquí, nos referimos menos a una lógica pensada por el individuo que se enferma, que a una lógica que —no hay otro modo de decirlo— se piensa en el enfermo mental. Y en cuanto a la relación entre conducta mórbida y conducta de delación: la tesis es de Arlt. Y es profundamente verdadera.

Pero esto no significa moralizar; y lo que se quiere decir no es que un delator “no es más” que un enfermo mental. Sino exactamente al revés, contramoralizar, puesto que lo que Arlt denuncia es a la sociedad que produce delatores. En cuanto a la conexión entre lógica y coherencia por un lado, y enfermedad mental o delación por el otro, es cierto que necesitaría una larga explicación. Pero esa explicación existe, no es difícil, es cierta, y yo no hago metáforas. Pero relean ustedes a Arlt. Él, como novelista, tenía en cambio que usar metáforas.

¿No recuerdan ustedes aquellas que en sus novelas se refieren a esa necesidad “geométrica”, “matemática” o propia del “cálculo infinitesimal”, que el que humilla descubre como en negativo, y en el corazón del acto, en el momento mismo que lo planea, o un instante antes de su realización?

Después de estas breves reflexiones se justifica tal vez un poco más que hable de mí. ¿Quién era yo cuando escribí ese libro? O para forzar la sintaxis: ¿qué había de aparecer en aquel libro de lo que era yo?

Pueden ustedes reírse: pero ya entonces, en 1957, estaba yo un poco loco. Es decir, que pesaban sobre mí un conjunto de estructuras, un pasado, que se contradecían, las que yo intentaba estúpida e inconscientemente resolver. Es cierto, no lo sé todo sobre mí mismo, y no entiendo del todo el sentido de aquél modo de resolver mis contradicciones que fue para aquel entonces escribir sobre Arlt. Pero de cualquier modo no carezco de una cierta conciencia aguda de algunos de los términos contradictorios. Pensemos por ejemplo en el “estilo”, en la prosa de mi libro. Ya he dicho que al nivel de las ideas el libro estaba fuertemente influenciado por Sartre. Ahora bien, en lo que hace a la prosa, la influencia viene de Merleau–Ponty.

Yo había leído entonces todo lo que Merleau–Ponty había escrito, y me fascinaba ese estilo elegante, esa prosa consciente de su cadencia y de su ritmo, esa sobre o infra- consciencia del desenvolvimiento temporal de las palabras, ese gusto por el “tono” o por la “voz”, esas insistencias de un fraseo a veces monotemático que entiende investigar las ideas acariciando las palabras. Amaba entonces esa prosa. En mi libro sobre Arlt intentaba esa prosa, me esforzaba por establecerme en ella, o en que ella se estableciera en mí. Quiero decir: que la imitaba. Y esto no es malo en sí mismo, ni me ocasiona hoy problemas de conciencia, puesto que imitar una prosa es la mejor manera de apresar desde adentro el pensamiento del autor, o como dice el mismo Merleau–Ponty, aprender a pensar lo informulado por el pensamiento, ese lugar todavía vacío hacia el que toda formulación tiende y que es el verdadero “objeto” del pensamiento. No, lo malo estaba en otra cosa.

Piensen: una prosa que, como la de Merleau–Ponty, se basa sobre todo en el

tono, en la “altura” de la voz, no es sino la prosa de un refinado.

Supone un alto grado de cultura, la inscripción en una tradición cultural precisa, es decir, otros tipos de prosa pertenecientes a escritores lejanos y cercanos en el tiempo, con los que ella misma forma sistema, oponiéndose y diferenciándose de unas, semejándose a otras.

Una prosa de refinado: una prosa de “tonos”. Y se podría pensar en una analogía con la lengua china. Efectivamente: en las lenguas chino- tibetanas los tonos de la frase no son usados como en las nuestras para expresar sentimientos, sino que sirven para nombrar objetos. Ahora bien, ese tipo de lengua aparece históricamente en sociedades muy jerarquizadas. La estructura propia de un orden

social muy regimentado parece ser complementaria de la lengua de tonos. Una lengua de tonos, en una sociedad democrática, así, sería un impensable. Si se hiciera la experiencia de juntar una cosa con la otra el resultado tal vez sería alguna aberración: tal vez una sociedad de idiotas. Ahora bien, con mi libro pasaba algo parecido. Imagínense: emplear una prosa de “tonos” para hablar sobre Roberto Arlt. Claro que Merleau–Ponty había usado esa prosa para escribir sobre Hemingway. Pero yo no era Merleau–Ponty. Y la relación que va desde Merleau–Ponty a Hemingway no es homóloga a la que iba de mí a Arlt. Y no me refiero al valor de los autores ni me comparo a quien tengo por uno de los autores más importantes de nuestro tiempo. Quiero decir, que entre yo y las novelas de Arlt había una relación más estrecha, más igualitaria, que entre un alto profesor universitario parisino, y que hablaba por lo mismo, y con derecho, desde la cumbre de la cultura (y no ironizo) y un hombre con las características de Hemingway. Arlt y yo habíamos salido de la misma salsa, conocimos los mismos ruidos y los mismos olores de la misma ciudad, caminamos por las mismas calles, soportamos seguramente los mismos miedos económicos… Brevemente: apoyándome en Sartre y en Merleau–Ponty yo escribía entonces sobre Arlt. ¿Cómo decirlo?

Cuando escribía mi libro en verdad me sentía un poco exótico.

Y textualmente, puesto ¿qué es lo exótico sino el resultado de la unión de sistemas simbólicos que tienen poco que ver unos con otros? Pero aún aquí, y aunque con otra significación, aquél exotismo me colocaba en la línea de Arlt.

¿Esa imagen sobre mí mismo (prosa de “tonos” para escribir sobre Arlt) no tenía acaso mucho que ver con esa foto que se conserva de Arlt en África, vestido con ropas nativas pero calzado con unos enormes y evidentes botines?

Dicho de otra manera: un día me encontré con que ya el libro estaba escrito. Es decir, que me encontré con que ya algo había sido hecho en mí, o que se había hecho ya algo de mí, tal vez sin mí. ¿Quién era yo? En 1960 iba a comenzar a conocerme: de la noche a la mañana mi salud mental se quiebra y una insufrible enfermedad “cae” sobre mí. Me veo convertido entonces, y de la noche a la mañana, en un objeto social: hago la experiencia de lo que significa, en sociedades como las nuestras, ser un enfermo mental. Hago esa experiencia, como se dice, desde adentro. Enfermo, no puedo ya seguir escribiendo.

Tampoco puedo leer. Fue la miseria de aquella enfermedad, mezcla de histeria y de neurosis de angustia, y también la miseria real, los habitantes de una parte del espacio de tiempo que va desde el momento que escribí aquel libro a la fecha de su publicación.

Enfermo (aunque con el cuerpo sano) me veía obligado a pasarme las horas, los días, los meses, con la cara contra la almohada, oliendo el neutro y espantoso olor a las sábanas (me parecía espantoso: lo era) regando de saliva el género.

¿Cuánto tardaría en idiotizarme por completo? No podía leer, no podía trabajar, no podía estudiar, no podía escribir. No podía nada, salvo atender a ese pánico psicótico que me habitaba. Tenía miedo de todo, de cualquier cosa, de ver, por ejemplo, brotar el agua del agujero de una canilla. ¿Y los otros? Yo temía que se aburrieran pronto y que me mandaran al demonio. Temía, digo, puesto que quería curarme y necesitaba de ellos, “apoyarme” en ellos. Mi mujer (esto antes de mandarme al demonio) me explicaba, con la mejor voluntad, que puesto que yo quería curarme era seguro que me curaría. Pero yo entonces me acordaba de

esas historias clínicas de esquizofrénicos que también se quieren curar y que no lo logran jamás.

Era seguro: yo era un esquizofrénico.

¿Pero tiene sentido que un autor hable de sus enfermedades, que las use para “racionalizar” sobre su vida, para justificarse? No sé bien, y sólo recuerdo ahora un escritor que a veces lo hace (y dejo de lado el exaltamiento pueril de la locura a lo Alex Guinsberg): es George Bataille. Recuerdo su tono, bajo y lento, en el prólogo de un libro en el que relata el tiempo real, el suyo, de la redacción del libro. Dice que una enfermedad, a la que no nombra, le dificulta las cosas, le obliga a escribir lentamente. Un tono quejoso: y no estaba mal, porque servía al menos para recordar al lector que un libro ha sido hecho con el tiempo real, cotidiano, del escritor. De cualquier modo, y tratándose de quejas: yo prefiero reservarme el derecho para mi vida privada. Pero mi enfermedad está ahí —estuvo ahí— y tal vez no es malo, ahora, reflexionar sobre ella. En ese sentido, la experiencia de la enfermedad —la mía— podría resumirse así: padecer algo que se hizo afuera de uno, la experiencia de “soportar” algo. Pero aun en el interior mismo de esa experiencia había un nido de víboras: ¿yo, que amaba a Sartre, cómo podía olvidar que uno “hace” su enfermedad? Recordaba entonces un párrafo de Merleau–Ponty sobre el Greco: las deformaciones de las figuras que pintaba, no podían ser explicadas a partir del astigmatismo que el artista padecía, sino al revés, las figuras explicaban su astigmatismo, revelaban el carácter “intencional” de la enfermedad. El Greco había hecho su astigmatismo para explorar el mundo a su manera. Su arte y su enfermedad no eran más que dos aspectos de una misma cosa, dos manifestaciones de un mismo “estilo” de vivir y de comprometerse en el mundo.

Pero en el momento mismo en que soportaba mi enfermedad, en que ella no se traducía más que en mi imposibilidad de vivir, en el momento en que me veía arrancado de mi trabajo, trabado y presa de la mirada de los otros, arrastrado por añadidura a la miseria económica, ¿cómo entender que yo “había hecho” (y por lo mismo, querido) todo eso? Uno hace su enfermedad, ¿pero qué podía sacar yo ahora de eso que yo había hecho de mí? No entendía nada. Era un infierno.

De vez en cuando, y en medio del tiempo de mis pánicos, de mis obsesiones, de mi aislamiento, me repetía una frase de Freud: “la enfermedad mental es inútil”. Fantaseaba que con el reconocimiento de su inutilidad tal vez me curaría. Como no podía leer, y encerrado, caminaba, incansablemente, caminaba. Tenía el mundo reducido a imágenes despedazadas metido dentro de los ojos.

Para comprender algo hay que pensarlo todo, ¿pero cómo pensar algo cuando no se comprendía nada? Poco a poco. Tenía que “darme tiempo”. Ante todo: ¿qué era lo que había ocasionado la enfermedad?

Eso estaba a la vista: la muerte de mi padre. Se lo podría decir así: cuando supe que él iba a morir, yo ya no pude vivir más. ¿Cómo dos amantes? Tal vez, pero nuestro amor había estado escondido (y no ironizo).

Mi padre no tuvo una muerte dura: fue una muerte como la que él siempre había deseado. En esto fue un hombre con suerte, murió en su cama. Y además tuvo otra ventaja, puesto que siempre había temido a la muerte: no darse cuenta que se moría. Estaba en la cama, conversando de cualquier cosa, enfermo de leucemia (pero él lo ignoraba) y sonriendo tal vez, cuando lo sorprendió la muerte.

Sonriendo digo, puesto que cuando lo vi en el cajón y envuelto en sus mortajas, tenía un ricto de tranquilidad y de alegría en la boca. Para entonces yo ya había enfermado, y habría preferido no acercarme al cajón: pero mis parientes me arrastraron a él. No puedo olvidar la impresión que me causó su rostro: por detrás de [94] la insobornable certeza de que yo amaba esa cara, una mezcla de indignación y repulsión… Ahora ya está, me decía, este hombre ha terminado y se ha llevado con él y de una buena vez al empleado bancario, sus “miedos de fin de mes” (como decía Arlt), los rasgos pusilánimes de su carácter, su ignorancia, su mala fe ideológica, su ceguera y su cobardía, su antisemitismo. Durante más de una interminable hora y media tuve que simular, ante la mirada vigilante de mis parientes, junto a la dura realidad de la carne muerta de mi padre. Yo no amo a los muertos, pero como me obligaban a simular respeto, sentí, además recuerdo, que tampoco respetaba ese cadáver, ya que me acordaba del hombre, y lo execraba. Pero las cosas estaban así: mi padre había muerto y yo había “hecho” una enfermedad, en “ocasión” de esa muerte. Y desde el día que “caí” enfermo (fue de la noche a la mañana) me tuve que olvidar de golpe de Merleau–Ponty y de Sartre, de las ideas y de la política, del “compromiso” y de las ideas que había forjado sobre mí mismo. Tuve entonces que buscarme un psicoanalista. Y me pasé un año discutiendo con él, sobre si mi enfermedad era una histeria o una esquizofrenia. Yo entonces confundía el aislamiento que padecía con el aislamiento como conducta de corte con lo real, y como no podía o no quería observarme desde afuera, afirmaba que estaba esquizofrénico. Al cabo acepté la opinión de mi analista. Aparté los índices somáticos, una sordera creciente, un horrible y continuo silbido que taladraba mis oídos desde el interior de mi cabeza, la perturbación de mi equilibrio: mi psicoanalista tenía razón. La tendencia a la seducción como rasgo constante de mi conducta, la representación, la teatralización del sufrimiento, la tendencia al chantaje. Yo aceptaba: era un pavo que debía tragarse todas las nueces. La discusión, sin embargo, no terminaba: se me ocurría que el analista observaba bien el lado representación de mis conductas, pero que extremaba el juicio sobre él. En el fondo yo sentía que me quería hacer creer lo que yo temía. Que yo no era más que un farsante. Pero entonces —en su presencia, o en la soledad— yo me rebelaba. Me decía entonces que no era del todo así, puesto que ahí estaba ese trabajo sobre Arlt, y que el trabajo no es farsa.

Después comprendí que lo que pasaba era que mi analista usaba conmigo la técnica neoanalista de la frustración. Pero cuando me frustraba yo me ponía de pronto intransigente, y en cambio de responder con una reacción regresiva (según el esquema técnico que seguramente usaba) me ponía lúcido con respecto a él, no le perdonaba lo que mis ojos veían, su ceguera con respecto a las determinantes de clase, de trabajo y de dinero, que pesaban tanto sobre él como sobre mí. Cuando me frustraba, yo en cambio de regresar hacia mis estructuras arcaicas, progresaba, hacia el marxismo. La situación no tenía salida, y en medio de un análisis en el que había puesto las esperanzas de la cura, me aburría. Es cierto que no se podía culpar al psicoanalista ni al psicoanálisis de mi imposibilidad de salir adelante. Pero en mis choques con ese hombre todo se ponía en juego. De pronto me encontraba despreciándolo tanto como a mi padre.

¿Pero no revelaba tal cosa la constitución de un lazo de transferencia? No sabía

nada. Recuerdo que una vez le pregunté por quién votaba. Me contestó que por los socialistas de Ghioldi. Por favor, no me diga más, le dije. Era suficiente y ridículo. ¿Y yo esperaba la cura de ese hombre? Estaba solo. Finalmente mandé “vis à vis”, como dicen los franceses, al psicoanálisis y al psicoanalista, a la histeria y a mis discusiones de psiquiatría social con el analista. Iba aprendiendo y comenzaba a curarme. La enfermedad había puesto al descubierto la ligazón con mi padre, y la ligazón de esa ligazón con el dinero. Durante la enfermedad me había hecho adulto de un golpe, había hecho la experiencia de la dura realidad del dinero. El dinero existe y vale. Y esa prostituta, como le dice Marx, fue “el lugar” donde me hice adulto porque supe lo que era la vergüenza. Si uno no tiene dinero, o se muere de hambre o lo pide. Yo, como elegía vivir, a cada instante, lo pedía.

Después no podía devolverlo. Tenía entonces que explicarme ante quienes me lo habían prestado. A veces me creían, a veces se reían un poco paternalmente de mí, a veces se enfurecían. En una oportunidad alguien a quien yo quería bastante llega a mi casa y con violencia me comunica que quería el dinero que le debía, o se llevaría mi máquina de escribir: tuve que pagarle con libros. También tuve que pedir dinero al Fondo de las Artes: leyeron mis trabajos y me lo dieron. Era lamentable: yo sentía que era como pedir limosna. Entre mis amigos, algunos me juzgaban. Es que para pedir ese dinero, tenía que pedir antes “cartas de presentación”: una vez a Murena. Ese hombre, personalmente cortés y bueno, no me la niega, y yo uso entonces su prestigio, ideológicamente aceptable en los medios oficiales, para no morirme de hambre. Explico esto a mis amigos, pero ellos no dejan de juzgarme: la cortesía, y la bondad, incluso, la bondad que significaba en Murena el dejarse usar ideológicamente, no son más que virtudes individuales. Las que ama la derecha. Tenían razón. Pero en esos momentos yo estaba más cerca del cálculo infinitesimal que de la razón, me parecía más a un personaje de Arlt que a mí mismo. O a mí mismo más que a ninguna otra cosa.

¿Pero quién era yo? Según el entonces rector de la Universidad de Buenos Aires, Rizieri Frondizi, yo había muerto. Quiero decir: que había fallecido. Es que mientras se encontraba en sus funciones le pedí también a él una carta de presentación para el Fondo de las Artes. Cuando le hago llegar el pedido, a través de su secretaria, se niega, y dice que jamás había leído nada mío. Pero además, extrañado, le pregunta que cómo era, que si yo no había muerto. Tenía razón: es que yo había intentado suicidarme dos veces, y habrían llegado seguramente a él algunos rumores sobre la cuestión (y les ruego a ustedes que me excusen nuevamente: me refiero al impudor con que nombro la palabra suicidio cuando ella se refiere a intentos reales míos). Ante el relato de la secretaria del Rector, me quedé impávido. Pensé entonces esa frase conocida: “El relato de mi fallecimiento es considerablemente exagerado”. Pero no pude pronunciarla.

Pero no sé si se entiende: no estoy contando anécdotas. Sino mejor, contando algunas coordenadas reales de una situación concreta, la mía. La enfermedad, a raíz de la muerte de mi padre, la vergüenza, la vergüenza económica, la buena voluntad de mis intenciones intelectuales, mis influencias intelectuales, las mejores, Sartre, la relación de compromiso entre el sostenimiento de las ideas y la exigencia de coherencia con uno mismo cuando se trata de jugar los roles en el interior de la sociedad concreta, la relación personal al nivel más concreto cuando uno se relaciona con otros intelectuales. El desorden no es más que aparente.

Hay aquí pocas vías hacia las cuales todo converge, y desde donde brota, seguramente, todo lo que nos determina.

Y hay dos, fundamentales, que están en la base del hombre concreto: el sexo y la economía. O como decía Pavese: dinero, mujeres, prestigio. Yo no creo haber endurecido, ¿pero es que hay otras cosas?

Los marxistas en general y los comunistas en particular suelen tomar con ligereza la noción de alienación. Pero la alienación no es una noción. Por lo mismo hay que comenzar ya a entender de una buena vez la realidad que comenta esta vieja idea: la idea de destino. Hay que arrancarles a los escritores de derecha el uso exclusivo que hacen de ella. Quien ha comenzado esa empresa es Pavese. La muerte, la violencia, la locura, el hambre, el suicidio, existen en el mundo, y están presentes en todos lados, aun ahí donde aparentemente no. Por eso Rozitchner tiene razón cuando afirma con desprecio que hay más filosofía en su libro sobre los invasores de Playa Jirón que en toda la filosofía Universitaria.

A mi vuelta de los infiernos, mientras de modo paulatino iba reintegrándome a la vida y a mi trabajo, a medios que pagan mi trabajo y me permiten seguir escribiendo y leyendo, volvía a encontrarme con mis amigos. Tuve entonces la alegría de comprobar qué cosa es poder mirar a la gente en los ojos. Cuando estaba enfermo, no podía hacerlo.

Y cuando lo lograba, era sólo por esfuerzo: sostenía la mirada, que de por sí, tendía a bajar. ¿No se han fijado ustedes que la gente que adquiere una enfermedad mental adquiere al mismo tiempo una manera huidiza de mirar? A veces, cuando miro a ciertos ojos, me parece saber de qué se trata. Pero ya no es mi caso. Y dentro de poco mi caso no seta más que un cuento al que cualquiera tendrá derecho a poner en duda.

Me reencontraba con mis amigos: Correas, Sebreli, Lafforgue, Rozitchner,

David Viñas, Ismael, Verón, Marín, León Sigal. Durante mi estadía en el infierno los había visto poco. Algunos, supe, me evitaban, tenían razón. Otros no pudieron acercarse a mí, aunque tal vez lo deseaban. Es que tenían miedo, no de mí, sino de la imagen de ellos mismos que tal vez podrían descubrir, como en espejo, en mí. También tenían razón. Otros respondían con la conducta inversa: se acercaban y con una mezcla de piedad y lucidez me decían lo que era cierto: que no había diferencia entre la enfermedad mía y la salud de ellos. También tenían razón. Cuando yo me puse tratable, pienso, todos respiramos, y fue bueno para todos volverse a tratar.

Reaparecían entonces para mí las cuestiones fundamentales que ciñen la vida del intelectual contemporáneo: la política y el Saber. No hablaré de ellas aquí. Con respecto a la primera, diré que el problema de la militancia, al menos en la Argentina, aparece intocado. La cuestión fundamental está en pie. ¿Debe o no un intelectual marxista afiliarse al Partido Comunista? Yo no me he afiliado: primero, porque los cuadros culturales del partido no resistirían mis objetivos intelectuales, mis intereses teóricos. El psicoanálisis, por ejemplo. Y en segundo lugar porque hasta la fecha disiento con los análisis y las posiciones concretas del P.C. Por estas razones no me he afiliado, y no sé si lo haré algún día. Pero respeto a quienes lo hacen o lo han hecho.

Pero además, ¿dónde militar? ¿Con qué grupos trabajar? ¿Qué hacer?

En lo que se refiere al Saber: en estos años he “descubierto” a Lévi– Strauss, a la lingüística estructural, a Jacques Lacan. Pienso que hay en estos autores una veta para plantear, en sus términos profundos, el problema de la filosofía marxista. Lo que significa que ya no estoy tan seguro sobre la utilidad de las posiciones filosóficas, teóricas, sartreanas, como lo estaba hace ocho años atrás. Es que en esos ocho años, al nivel del saber, han pasado algunas cosas: entre otras, un cierto naufragio de la fenomenología. Recién hoy comienzo a comprender que el marxismo no es, en absoluto, una filosofía de la conciencia; y que, por lo mismo, y de manera radical, excluye a la fenomenología. La filosofía del marxismo debe ser reencontrada y precisada en las modernas doctrinas (o “ciencias”) de los lenguajes, de las estructuras y del inconsciente. En los modelos lingüísticos y en el inconsciente de los freudianos. A la alternativa: ¿o conciencia o estructura?, hay que contestar, pienso, optando por la estructura. Pero no es tan fácil, y es preciso al mismo tiempo no rescindir de la conciencia (esto es, del fundamento del acto moral y del compromiso histórico y político).

Cuando Álvarez me invitó a que presentara mi libro, me fue difícil atinar en el primer momento a darme un tema que no fuera banal.

Ante todo, porque lo que estoy estudiando en este momento es Freud, y no Arlt. Por otra parte, hace tiempo que no releo a Arlt. Además, lo que pienso sobre él lo he escrito en el libro. ¿De qué hablar? Creo que de alguna manera he disuelto el problema. Pero si he hablado de mí, es porque estoy seguro que esta manera de hacerlo me acerca a Arlt, me coloca en su línea. Solo que al principio había ideado hacerlo de otra manera. Pensé que muy bien podría aprovechar la ocasión para reordenar algunas notas de un trabajo autobiográfico que tal vez escriba. Tal vez, digo. Y les leeré a ustedes el comienzo de la redacción (y solo el comienzo) de un libro, que, de escribirse alguna vez, ustedes releerán, en algún sentido, puesto que habrán tenido una primera experiencia de su tono, de su estilo, y para hablar como Barthes, también de su “escritura”.

Leo:

¿Violencia o comunicación? Con mayor o menor conciencia siempre supe que ésa era la alternativa. Esos dos polos se hallan en todas partes, y si uno no los descubre a raíz de cada cuestión, corre el peligro de convertirse en un ángel. Pero yo quería ser histórico. O bien: sabía que lo era. ¿Pero cómo convertirse en eso que uno es? No había otra manera que ésta: darse una vocación. Lo hice a los veintiún años: sería escritor.

Salía del servicio militar, donde había perdido un año, como se dice, limpiando caballos; mientras leía en los momentos de descanso a Faulkner, a John Dos Passos, a Hemingway. Durante ese año rumiaba también una novela que al año siguiente escribí, y que resultó perfectamente mala. Mientras la escribía, recuerdo, pensaba en mi edad y me decía, fuertemente ansioso, que con un poco de suerte “publicaría antes de lo que lo habían hecho cualquiera de los norteamericanos (Faukner, Dos Passos, Hemingway). No imaginaba entonces que pasarían catorce años antes de poder publicar mi primer libro. Catorce años: durante ese entretiempo aprendí a rumiar otro tipo de libros.

Autobiografías. ¿Es que me sentía tan interesante para mí mismo?

En absoluto. Lo que ocurría era que mi fe en la literatura se iba deteriorando. Quiero decir: lo que se deterioraba era la aceptación de esa mala fe necesaria

para creer en la palabra escrita, o para escribir ficción. Pero puesto que pensaba todavía en escribir una autobiografía, mi fe no se había terminado de quebrar. Es que me había salvado por la lectura. Si podía pensar en escribir no era a causa de la vida, sino de los libros. Dos ensayistas franceses me sugerían el camino: Maurice Blanchot y Michel Leyris. Sobre todo la lectura de un libro de este último: La edad del hombre. Aprendí de él que para defenderse de la gratuidad del acto de escribir había que escribir sobre temas que lo pusieran a uno en situación de peligro, que lo descolocaran ante los demás. Y hay entre otras (puesto que si se redacta un panfleto político el peligro es bastante inminente, policial y real) una manera de hacerlo.

Escribir sobre uno mismo. Para desnudarse o para confesarse. Pero quien se confiesa se confiesa de algo, y para hacerlo, es preciso un juicio retrospectivo, y negativo, sobre ese algo. Confesarse, así, es convertirse de alguna manera en un pasatista, y en un moralista. ¿Será éste mi caso? Y por otra parte, es difícil sortear el peligro de la falta de peligro. Es necesario decidirse entonces a sumarse en todos estos peligros para intentar sortearlos.

Habrá entonces que comenzar por el comienzo. Y si uno se quiere escritor el comienzo es su primer libro. “Todo” comienza entonces a los veintiún años. Yo llenaba entonces, y trabajosamente, las hojas de un grueso cuaderno “Avón” mientras que, manipuleando palabras, hacía una cierta experiencia del mundo, a cuyo sentido, o contenido, llamaré de esta manera: lo siniestro. Esto significa: que quería ser escritor y que cuando intentaba hacerlo encontraba que no conocía el nombre de las cosas. Que no conocía ninguna palabra, por ejemplo que sirviera para distinguir el estilo a que pertenecía un mueble. Y tampoco conocía el nombre de las partes de un edificio. Si el personaje de mi novela bajaba por una escalera, y apoyaba la mano mientras lo hacía, ¿dónde la apoyaba? ¿En la “baranda” o en la “barandilla”? Y si el personaje miraba a través de un balcón, ¿Cómo nombrar a los “travesaños” del balcón? Travesaños, simplemente. O tal vez “barrotes”.

Pero me perdía entonces en el sonido material de las palabras y me parecía grotesco y desmesurado llamar, por ejemplo, “barrotes” a esos “travesaños”. Y si me decidía por la palabra “travesaños” me parecía de pronto pobremente descriptiva para contentarme con ella. Si mi personaje debía caminar por la calle, y creía imprescindible envolverlo en la atmósfera propia de un determinado momento del día, había que decir “que caminaba bajo los árboles”. ¿Pero qué árboles? ¿“Pitas” o “cipreses”? ¿Se dan cuenta de la locura? Lo siniestro era el descubrimiento de aquel idiotismo. Yo, seguramente un idiota mental, pretendía escribir. Tenía miedo.

Ese miedo nunca me ha abandonado. O mejor: el miedo nunca me ha abandonado. Es aquél ese miedo que se reflejaba en una más que sugestiva fotografía de la época. Se ve en ella una cara irregular y un poco mofletuda. La nariz levemente torcida. La frente, sin arrugas, pero con surcos, cae fláccidamente sobre las cejas, las que se juntan a la altura del comienzo de la nariz. La mirada, floja, como incapaz de penetrar nada. Y una mezcla de estupor y de disgusto (de disgusto concreto, como si estuviese frente a un plato de comida un poco repugnante) envuelve la zona de la boca, el labio inferior ancho y un poco caído, una comisura lateral empujando al labio superior hacia arriba. Y como todavía no había aprendido la ventaja que consiste en ocultar el tamaño de las orejas

llenando de cabello los costados de la cabeza, las orejas aparecían en su tamaño natural, largas y un poco separadas. Cuando vi por primera vez la foto me acuerdo, me asusté bastante. No era que temiese a mi fealdad: la conocía. Lo que me inquietaba era como la presencia en la foto de algún germen congénito de anormalidad…

Esa sensación me acompañó durante mucho tiempo. Aunque sospechaba que lo que temía congénito, no se originaba en la naturaleza ni en la biología, sino en la cultura y en la sociedad. Esa atmósfera vagamente mórbida de mi rostro de aquella fotografía tenía que ver conmigo y con el dinero, con el dinero y con el trabajo, con el trabajo y con el trabajo de mi padre, con el “status” de mi padre, con mi conciencia y con mis deseos. Me basta ahora mirar la parte inferior de la fotografía para cerciorarme de ciertos datos que tienen que ver con el origen de mis “rasgos de carácter” y también de mi temperamento. La ropa que llevaba: un traje cruzado, oscuro, de franela, a rayas blancas.

Además, una camisa blanca y una corbata oscura. Se dirá: un conjunto banal, en el cual es posible leer bastante poco. Pero si se mira la foto con cuidado se puede observar un cierto corte de las solapas, que el saco se estrechaba en el pecho, que “cruzaba” bastante más de lo normal. En verdad —como yo decía—: un saco de corte perfecto. Y lo era: lo había hecho Anselmo Spinelli. Pero ese sastre no lo había hecho para mí: habrían sido necesarios más de dos sueldos enteros de mi padre para pagarle la hechura. Ese traje, sobre mi cuerpo, era ya una locura sociológica, por decirlo así. Yo lo había comprado —después de rogarle para que me lo vendiera— a un compañero en el servicio militar.

El hijo de un juez de la Capital y de una familia dueña de algunos campos en la provincia de Buenos Aires. Pero yo sabía todo esto. Sin embargo, no podía dejar de despreciar a mi padre puesto que “carecía de gusto”. Y efectivamente: se vestía con el gusto mediocre de un bancario. El me contestaba que era cuestión de dinero. Pero yo sabía que no era así, o que era una cuestión de dinero pero no en el sentido que lo entendía mi padre: mi padre ignoraba los principios más generales de un dandismo a la inglesa que yo en cambio me sabía de memoria.

Los había aprendido mirando, fascinado, la ropa de Marcelo Sánchez Sorondo (lujo) que había sido mi profesor de historia en la escuela secundaria. Yo no sabía entonces quién era en verdad mi profesor de historia. Mientras despreciaba a mi padre. En cuanto a la ropa inglesa, “clásica”, todavía hoy me fascina. Y en cuanto a la época de la foto, es seguro que todo esto no podía no desfigurarme, no enfermarme, a la larga, o en aquel momento, ya, de algún modo…

Infancias, en el pensamiento de Milena Jesenská // Cynthia Eva Szewach

En 1921, Milena publica en Tribuna, una crónica titulada “Niños”. Le interesa contribuir con sus preocupaciones críticas acerca de los modos en los que la infancia es considerada, en especial por los checos. Plantea sus ideas y sus inquietudes y se basa en sucesos de la vida cotidiana o en la literatura fundamentalmente de los autores rusos como Dostoievski o Tolstoi. Parte entonces de lecturas, de una sensibilidad personal, pero en especial de la observación directa de escenas para pensar acerca del alma infantil.

Milena, quizá estaba al tanto del giro escandaloso producido en Viena por el psicoanálisis, acerca de la concepción de la infancia y lo infantil, la sexualidad como factor esencial y el retorno de lo reprimido, en tiempos no cronológicos, significados una y otra vez, valiosos por su incompletud y por sus sentidos y sin sentidos intermitentes.  Aunque no sabemos que haya leído a Freud, sin embargo, podemos encontrar algunas consonancias, en ciertos fragmentos que transcribiremos para comentar junto a algunos hallazgos del terreno de lo ético.[1]

La mentira infantil

Freud en 1905 en especial con “Tres Ensayos para una teoría sexual”, es donde asienta aún más, el carácter fundacional de su conceptualización sobre la infancia. Lo polimorfo sexual, el placer autoerótico no dado de antemano, lo no instintual. Bajo la égida de lo pulsional, el objeto de elección, amoroso y sexual, es móvil, diverso. Por lo tanto, la lectura que el psicoanálisis aporta afecta la noción de normalidad establecida y des- inviste a la infancia de una pureza, inmaculada.  En 1913 Freud escribe “Dos mentiras infantiles”. Allí le da un estatuto de verdad a la formulación de mentiras en la infancia, en tanto invención ficcional, salto simbólico e inaugural respecto del descubrimiento de que el otro no puede saber todo respecto del propio pensar. Es una forma de proteger el pensamiento, de tener un secreto, producto de imaginación y de ocurrencias verbales. No moralizar los hechos ni despreciar el propósito de la mentira, en tanto verdad semi-dicha, es esencial, acentúa Freud.  Sin duda los derroteros que tiene el arte de mentir y la mentira en cada situación, es un vitraux de múltiples engranajes, a veces como padecimiento. A su vez la lectura que pueda hacerse de la misma en la adultez, es diferente, puede ir del síntoma sufriente a la impostura o la canallada.

 Milena transmite que en tiempos infantiles se percibe con toda la piel, con el corazón, con la mente. La piel, esa envoltura primera. Se absorbe con el ser, la atmósfera de misterio, que quizá puede convertirse en miedo, en horror o en falsa explicación. Está atenta al misterio. En la niñez, dice, se encuentran las semillas de sensibilidad, que surgen a lo largo de la vida y en la adultez se “reacciona con el mismo gesto” como desde muy pequeños. El niño puede muy bien distinguir cuando se lo trata en forma genuina o impostada para complacer. Todo el artículo le da valor al respeto por singularidad de cada niño o niña, aunque acerca de la mentira infantil la autora es categórica respecto de no moralizar la respuesta:

 “Padres que obligan a sus niños a obedecer, simplemente porque es un niño y ellos son padres, enseñan a ser mentirosos, porque la mentira es la única defensa que tiene un niño contra la autoridad que no puede entenderlo. Padres quienes castigan a un niño en su primera mentira, cometen un crimen, un niño nunca miente poque si un niño miente, es impulsado por una necesidad, defensa o resistencia contra algo a lo que se opone con su ser entero, cuando su mente aún no puede oponerse”

Por un lado, ubica en algún sitio una “primera mentira”. Aquella que inicia la sorpresa para la infancia de la magia de su invención. Si el adulto no juega el juego, asesina una creación.

Segregaciones en juego

Hay un párrafo, que trata otras cuestiones y que nos llama a especial interés. Relata una escena con niños y niñas, al aire libre, a quienes ella se detiene a observar. Es una especie de “ilustración” que pone en cuestión la suposición de la creencia en la existencia de una bondad especial en la niñez, sin inclusión del odio o la maldad, como parte la misma. Desde ya, distintas de aquellas que le conciernen a la implicación en un adulto.

Transcribimos la escena:

 “Este año vi a algunos niños citadinos soplando burbujas a través de un sorbete. Era en el límite de una pradera, el sol brillaba y las burbujas eran lustrosas y coloridas, tan fascinante que me detuve a mirarlos. Estaban alegres, amigables, entusiasmados y todo andaba muy bien- hasta que apareció un obstáculo.

Viéndose atraída por el extraño esplendor, una pequeña niña que cuidaba unos gansos se acercó al grupo de niños. Muy tranquila y sin interferir en absoluto. Sin embargo, los niños la atacaron con tanto enojo que quedé atónita. La pequeña tuvo que irse; pero no logró resistirse mucho. Las burbujas volvieron a atraerla como un imán y luego de un rato regresó, y se paró al lado del niño que soplaba burbujas devorando las esferas de color con sus ojos. Esta vez fue peor. Ni un sólo niño la defendió; no se le ocurrió a ninguno ser bueno con ella. Hasta podrían haberla lastimado si yo no hubiera intervenido. Lo más curioso fue lo que pasó después: cuando pregunté por qué no la dejaban mirar, un niño con vergüenza dijo ‘no lo sé’. Una niña un poco mayor, que tal vez supuso que esa explicación no me alcanzaba, agregó ‘ es tan extraña’. Ciertamente la pequeña lo era. No tenía zapatos ni medias, su cabello rubio estaba aclarado por el sol y tenía una colita de caballo y pecas. ‘Pero es una pena. Seguramente quiere mirar y divertirse’, intenté explicar. ‘Entonces que mire’ decidieron los niños. Ambas, la niña y yo, entendimos con claridad: no se trataba de bondad sino que más bien obedecieron.”

¿Que leemos? Hay un juego que funciona, entre un grupo de niños y niñas, quienes son conocidos entre sí.  Milena los mira jugar. Su presencia parece en inicio no interferir, están alegres. Una niña que viene de “afuera” un huésped extranjero en la escena lúdica les hace de interferencia. Una niña que mira con anhelo impedido. Milena mira esa mirada atenta “de la ñata contra el vidrio” y es testigo de una segregación incluso cierto maltrato que se ejerce con una niña con carencias. No la incluyen en el juego, pero la registran con hostilidad ¿Qué estatuto tiene esa segregación en la infancia?

“La compasión por el sufrimiento, deformidad y dolor no es una emoción innata, así como sufrimiento, deformidad y dolor tampoco lo son”, un niño no las conoce desde siempre, va registrando en su recorrido de transmisiones dice Milena. En el acontecimiento relatado con el juego de las burbujas, están atravesados por algo que desconocen, de lo que no pueden dar cuenta, o que no se puede dar cuenta en la infancia, pero despunta una vergüenza, que insinúa lo que trasciende la intención. ¿Están bajo afectación de coordenadas de la época en un creciente contexto de atmósfera de entre guerras? Probablemente ¿Por qué no la dejan jugar? “No lo sé”, responden, o “es extraña” dice una niña más grande aclara Milena Una ajenidad en el semejante, en el par, que lo convierte en un prójimo extraño a “su burbuja”.  Queda descartada desde ya una responsabilidad respecto de la segregación en tiempos de la infancia, pero establecemos una pregunta, un enigma, en aquello que hacen recaer incluso con cierta ferocidad sobre un par.  La hostilidad, el enojo, en ese caso no era parte del juego. Acciones, que podrían darse en una escena de actualidad en una plaza, en una escuela.  Esas acciones están articuladas, comandadas de forma inconsciente desde otro lado, en el campo del Otro: padres, cultura, educación, contexto, a dilucidar a leer, a pensar.[2]

Con obediencia, no con deseo de incluirla, aceptaron que la niña “mire”. No hubo al parecer una transformación grupal de la posición que sostenían. En ese poco, la niña igualmente seguía quedando como intrusa sin formar parte.  Pero, lo que se transforma son las condiciones del juego.  Ya no tiene sentido.  Se detiene un maltrato, aunque se pierde un juego que está condicionado a cierta escena.  Ella les demarcaba un lugar otro que mantenían a distancia de sí, pero no indiferente.

 

[1] En este caso, los fragmentos fueron traducidos y revisados de la versión traducida al inglés en “The Journalism of Milena Jesenská” Berghahn Books New York, 2003, junto a una amiga y colega Moira Iglesias. Acordamos con Moira que en principio asienta Milena su posición ética respecto de una ética en la infancia.

[2] Moira Iglesias dice: El juego se vio interrumpido por un obstáculo. Lo extraño de aquella mirada de la niña suscitó un rechazo inmediato que interrumpió con hostilidad el decurso alegre y apacible del juego. La tromba pulsional rasgó la tela de la zona de encuentro compartido modificando las condiciones de resguardo que el jugar requiere. 

Querida arma humeante // Franco «Bifo» Berardi

Al igual que las algas mutantes y monstruosas que invaden la laguna de Venecia, nuestras pantallas de televisión están pobladas, saturadas, de imágenes y opiniones «degeneradas». Otra especie de alga digna de tener en cuenta, esta vez relacionada con la ecología social, consiste en esta libertad de proliferación concedida a hombres como Donald Trump, que se apoderan de barrios enteros de Nueva York, de Atlantic City, etcétera, para «renovarlos», en cuyo proceso aumentan los alquileres y expulsan de paso a miles de familias pobres, cuya inmensa mayoría se halla condenada a perder su hogar, siendo este caso el equivalente, a nuestros efectos, al de los peces muertos de la ecología medioambiental. (Félix Guattari: Les trois écologies, París, Éditions Galilée, 1989, p. 34.)

En estas líneas, escritas cuando Trump comenzaba a ocupar la escena pública, Guattari predice lo que ahora está más claro que la luz: la desregulación neoliberal permite que algas monstruosas contaminen las aguas. Todo se ha desenvuelto puntualmente y ahora el mar sobrecalentado desata tormentas espantosas, que matan a cientos de personas en la costa española. Además, la desregulación permite la proliferación de fuentes de enunciados destinados a contaminar la mediosfera y, en consecuencia, la psicosfera. Ha sucedido puntualmente: turbas psicoadictas votan a un sinvergüenza, que promete la mayor deportación de migrantes de la historia. Estas pocas líneas de Guattari describen la génesis de un ambiente venenoso, que genera violencia y opresión, al tiempo que desencadena la guerra de todos contra todos, generando las condiciones para una tiranía cínica, barroca y destructiva.

Reconsideremos las lejanas premisas de lo que llamamos desregulación. En el principio está la creación tecnológica del paradigma rizomático. Gracias a la comercialización de las tecnologías electrónicas durante las décadas de 1960 y 1970, se hizo posible la difusión democrática de fuentes autónomas de información. En Italia y en Francia creamos cientos de radios libres tras librar una batalla cultural contra el monopolio estatal de la información. Luego, la creación de la world wide web hizo posible la proliferación de innumerables núcleos de netculture en todo el mundo. Pero por la rendija abierta por la creatividad difusa entraron los grandes grupos económicos y mafiosos (Berlusconi en Italia, Trump en Estados Unidos y sujetos similares en todos y cada uno de los países del mundo), cuyo objetivo no era ciertamente la creación, la cultura o la información, sino la acumulación de capital y la adquisición de un poder político ilimitado sobre las mentes de una sociedad psíquicamente subyugada.

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Zed is dead, baby

He visto The Apprentice (2024), la película de Ali Abbasi, que aborda el periodo de aprendizaje del candidato republicano de las actuales elecciones estadounidenses. El título está astutamente tomado del programa de televisión en el que, hace unas décadas, Donald Trump sometía a diversas humillaciones a los candidatos, que se presentaban ante él para ser insultados, ridiculizados, cuestionados y, finalmente, despedidos («You’re fired»). Había colas para ser escarnecido públicamente por aquel individuo de pelo rubio. ¿Por qué? El enigma de Trump demuestra que los instrumentos del análisis político apenas sirven ya para nada. De hecho, para entender semejante monstruosidad ética, psíquica y política, es necesario hablar de humillación, de tristeza epidémica, de autodesprecio, es necesario hablar de libertad ilimitada para esclavistas, tiranos psicóticos y fabricantes de armas. La película de Abbasi lo consigue hasta cierto punto: puede que la suya no sea una gran película, pero es útil para entender algo del trasfondo psíquico, existencial y mafioso en el que creció Trump. Es útil para comprender las herramientas de su dominio sobre la psique de un pueblo miserable e inmensamente ignorante.

La película no trata del programa The Apprentice, del que oportunamente toma su título, sino en realidad del propio aprendizaje de Trump. ¿Cómo ha llegado a ser lo que es? Para responder a esta pregunta, el psicoanálisis puede ser más útil que la teoría política. La sobrina del hombre naranja, Mary L. Trump, psicóloga de formación, ha escrito un libro titulado Too Much and Never Enough: How My Family Created the World’s Most Dangerous Man (2020) en el que intenta comprender a su tío desde un punto de vista psicoanalítico. La primera impresión que tuve al leer el libro es que la vida de ese individuo fue (y es) inmensamente triste. El padre de Trump era, en opinión de Mary, una persona sociópata, pero eficiente. La película de Abbasi también consigue mostrar cómo la relación con el padre fue decisiva. Donald vivió su infancia y su adolescencia atemorizado por la humillación a la que su padre le sometía sistemáticamente, lo cual le provocó profundas heridas psíquicas. «La creencia fundamental de Fred (el padre sociópata) es ésta: en la vida siempre hay un solo ganador y todos los demás son perdedores; la amabilidad, por otro lado, sólo significa debilidad». «O eres un perdedor o eres una persona que va a por todas», le dice el padre al pequeño Donald. Partiendo de tales premisas resulta imposible disfrutar de las relaciones con los demás, porque estas relaciones únicamente puede ser de competencia, de agresión o de sumisión. Pero, desgraciadamente, ¿no es este un rasgo decisivo de la personalidad colectiva de los habitantes de ese país, que no habría existido sin el genocidio de los nativos americanos y sin la deportación y la esclavitud?

Las tres reglas que Donald aprende de un abogado mafioso y racista (Roy Cohn) son las siguientes:
1. Ataca, ataca, ataca.
2. Miente siempre.
3. Declara siempre la victoria y no admitas nunca la derrota.

Como observa un personaje de la película, que resulta ser un periodista de The New York Times, estos tres principios describen muy bien la política exterior estadounidense de los últimos treinta años. Yo diría que definen el espíritu público de los Estados Unidos de América, de principio a fin. El inconsciente colectivo de los estadounidenses blancos es un sótano fétido del que emergen monstruos como el que Tarantino retrató en Pulp fiction (1994). ¿Recordáis cuando Bruce Willis libera de ese sótano a Marcellus, a quien Zed, el torturador, mantiene ahí abajo encadenado para abusar de él? No hay mejor manera de explicarnos los años de Trump, aunque tristemente me parece que Zed está vivo y coleando, preparándose para pisotear a un montón de pobres.

Nomen est omen

A principios de 2021, poco después del asalto farsesco al Capitolio por las tropas del general Trump, publiqué un ensayo titulado «The American Abyss» en e-flux. Cuatro años después, ese abismo es cada vez más profundo y un peligro se hace cada vez más evidente: la desintegración de la mente estadounidense puede provocar una reacción en cadena que acabe por aniquilar la vida humana en la Tierra. A veces pienso en el nombre de este individuo: to trump significa vencer, superar, abrumar, pero el sustantivo trump también significa pedo, pedo apestoso. Si alguna vez se confirmó la frase «nomen est omen» [el nombre lo es todo], éste es el caso. El hombre naranja es un pedo apestoso, que se propone (y consigue) apestar la atmósfera psíquica, humillando y amenazando. Si tuviera la desgracia de ser ciudadano estadounidense, no votaría a ninguno de los dos candidatos: la señora Harris, que ha prometido que el ejército estadounidense estará siempre equipado con la máxima letalidad, es más peligrosa que el señor Trump desde el punto de vista europeo, porque con la señora Harris como presidente, la guerra ucraniana se extendería hasta el umbral atómico. El señor Trump, que representa consciente y explícitamente los intereses de la raza blanca, sería una catástrofe para los palestinos y, más en general, para los migrantes, a quienes Trump y Vance han prometido «la mayor deportación de la historia». Pero es difícil imaginar cómo Trump podría ser más despiadado que Biden y Obama, que deportaron a más migrantes durante sus presidencias que el hombre pedo. Y es difícil imaginar cómo podría ser más despiadado con los palestinos de lo que lo ha sido Biden, que nunca ha dejado de apoyar financieramente ni enviar armas a los exterminadores israelíes. Tal vez solo sería menos hipócrita.

Psicosis memética

El 6 de enero de 2021, mientras el nuevo presidente demócrata se preparaba para ocupar su puesto en la Casa Blanca y el Congreso se reunía para cumplir sus rituales institucionales, una multitud variopinta respondió al llamamiento de Trump para salvar América y unos cuantos miles de trastornados marcharon hacia el Capitolio. Sin encontrar ninguna resistencia seria por parte de la policía, estos lunáticos entraron en las salas del Capitolio, rompieron los cristales de las ventanas, vociferando mientras ondeaban banderas confederadas y banderas con la esvástica. Donald Trump incitó a los alborotadores a recuperar el poder por la fuerza. «Nunca recuperaréis vuestro país con la debilidad. Debéis mostrar fuerza y ser fuertes. […]. Combatid, Combatid como condenados. Y si no combatís como condenados, no habrá país alguno para vosotros». Al final del día la multitud se fue a casa, como se hace después de una agradable excursión dominical. Algunas personas resultaron heridas y una murió por un disparo de un agente de policía. Los comentaristas demócratas se mostraron realmente indignados, cómo no comprenderlos, pero la indignación de los Demócratas por las falsedades contadas por Trump y creídas por sus seguidores es pueril. Después de 2008 los estadounidenses blancos, sumidos en dos guerras demenciales, humillados por el empobrecimiento acarreado por la crisis financiera y aterrorizados por el colapso demográfico, se han aferrado desesperadamente a sus armas, a sus todoterrenos, a su derecho a comer carne de vacuno y a su derecho a matar.

Lo que ocurrió en Washington el 6 de enero de 2021 no fue una insurrección ni un golpe de Estado, sino un episodio al tiempo farsesco y criminal de la guerra civil estadounidense, que es el entrelazamiento de varios conflictos, esto es, un conflicto entre el nacionalismo blanco y el globalismo liberal, un conflicto entre la población blanca y la población negra, latina y asiática, un conflicto entre las metrópolis y las zonas rurales empobrecidas y un conflicto cultural entre laicistas y fanáticos de algún Jehová sintético, pero esta guerra es ante todo una guerra civil psicótica de lunáticos armados, que deciden matar al primero que se les ponga a tiro. Este es el abismo estadounidense, no la propagación de fake news. En 2016 ocurrió lo impensable: un nazi tintado de rubio ganó las elecciones. Desde ese momento quedó claro que la mayor potencia del mundo is running amok [está desbocada], que ha perdido la cabeza, mientras posee ciento veinte armas de fuego por cada cien habitantes. Los Demócratas se quejan de que las redes sociales producen una avalancha de falsedades, pero tan solo un ingenuo podría no darse cuenta de que las falsedades no pueden erradicarse, porque Estados Unidos es el reino de lo falso.

Entre el 1 de enero y el 31 de agosto de 2023, se produjeron 28.293 muertes por arma de fuego en Estados Unidos. Los muertos en acciones de mass-shooting (¿cómo traducir al italiano o al castellano una palabra tan íntimamente ligada a la lengua de los pistoleros?) fueron 474. Los homicidios no intencionados por arma de fuego, esto es, los muertos por accidente al manipular un arma, fueron 1070.

Un padre estadounidense

A pesar de que consumen cuatro veces más electricidad y mucha más carne que cualquier otro pueblo del planeta (o quizá por eso) los ciudadanos de Estados Unidos llevan una vida miserable. La esperanza media de vida en España es de 83,3 años, en Suecia de 83,1, en Italia de 82,7, en China de 77,1. En Estados Unidos la esperanza de vida durante los últimos años es de 76,1 años. El 65 por 100 de los habitantes no tiene ahorros y si enferma, tiene muchas posibilidades de acabar en la calle. En 2022 se produjeron 100.000 muertes por sobredosis de opiáceos. La mayor potencia militar del planeta se desintegra. La palabra «impensable» es recurrente en el discurso público estadounidense de los últimos años. «We Need to Think the Unthinkable About Our Country» es el título de un editorial de The New York Times publicado el 13 de enero de 2022, escrito por Jonathan Stevenson y Steven Simon:

Las próximas elecciones nacionales serán inevitablemente disputadas con saña y quizá con violencia. Es correcto afirmar que la amenaza planteada por la derecha a Estados Unidos –y su evidente objetivo de sentar el terreno para tomar el poder ilegítimamente, si es necesario, en 2024– es políticamente existencial. […] El peor escenario es este: Estados Unidos tal y como conocemos podría desintegrarse.

The Unthinkable: Trauma, Truth, and the Trials of American Democracy, por otra parte, es el título de un libro de Jamie Raskin, publicado el 6 de enero de 2022, en el primer aniversario de la insurrección psicótica. El autor no es solo un escritor, sino un importante miembro del Congreso, elegido por Maryland en las filas del Partido Demócrata. Además, Jamie Raskin es profesor de Derecho Constitucional, se autodenomina liberal y es padre de tres hijos veinteañeros y treintañeros. Uno de ellos, Tommy, de 25 años, activista político, partidario de causas progresistas y defensor de los animales, murió la noche del último día del año 2020. Tommy eligió morir, se suicidó como suele decirse. Lo hizo tras una larga depresión, pero también como consecuencia de la larga humillación moral que el trumpismo infligió a sus sentimientos humanitarios. Para Jaimie Raskin, la decisión final de Tommy no es sólo una catástrofe emocional, sino el inicio de una reconsideración radical de sus convicciones. Leyendo este libro, he compartido el dolor de un padre y el tormento de un intelectual, pero al mismo tiempo se me ha revelado la profundidad de la crisis que desgarra Occidente y, en particular, oscurece el horizonte cultural de la democracia liberal. El padre ya no tiene ningún mundo de valores que transmitir al hijo. En el libro, tres historias diferentes se desarrollan simultáneamente y se alimentan recíprocamente: la primera es la historia del fascismo estadounidense emergente. La segunda es la vida de Tommy, su educación, sus ideales y la constante humillación de su sensibilidad ética. La tercera es el efecto de la Covid-19 en las mentes de la generación más joven, la que más sufrió las reglas del distanciamiento. Tommy sufría depresión y en su último mensaje habla de ella: «Perdonadme, mi enfermedad ha ganado».

Jamie Raskin escribe:

Como muchos jóvenes de su generación, Tommy se vio arrastrado por la Covid-19 a una espiral maligna. Con los centros de enseñanza cerrados, su vida social se redujo a un frágil punto mínimo acompañado de la mascarilla, los viajes se convirtieron en una pesadilla. Las relaciones se hicieron difíciles, forzadas a una intimidad prematura y torpe o de facto condenadas al olvido virtual. Muchos jóvenes han sufrido el desempleo, la falta de oportunidades económicas y una profunda incertidumbre. Muchos, como Tommy, se vieron obligados a volver a casa de sus padres y a alojarse en una habitación repleta de libros de bachillerato […]. Tommy se había declarado antinatalista, porque no podía aceptar la perspectiva de comprometer a otro ser humano en una vida destinada a estar dominada por el dolor de la tristeza y el sufrimiento.

Por mucho que Sarah y yo intentáramos describirle la alegría de tener hijos, Tommy no aceptaba renunciar a su determinación, porque nadie tiene derecho a imponer a otro la inevitable experiencia del dolor. Me consuela poco saber que una parte enorme y creciente de su generación piensa lo mismo sobre la opción de no tener hijos.

El antinatalismo es probablemente un efecto de la depresión, como no, pero ello demuestra que la depresión puede ser una condición de sabiduría y no solo una enfermedad. Se convierte en enfermedad, cuando no comprendemos su mensaje y tratamos desesperadamente de ajustarnos a las normas dominantes de productividad, eficacia y dinamismo. Rechazar el mensaje de la depresión, reafirmar la fuerza de voluntad contra el mensaje que nos envía, es una forma de caer en una deriva suicida. Si somos capaces de comprender el significado y la sabiduría de la depresión, es posible una evolución consciente y compartida de la misma. En el caso de Tommy esto es evidente: su denatalismo es quizá más sabio que la decisión irresponsable de dar a luz a inocentes destinados a una vida casi con toda seguridad infeliz.

Tras la muerte de su hijo, la percepción de Raskin cambia: su optimismo de constitucionalista se tambalea ante la explosión de fuerza bruta, que tiende a anular la fuerza de la razón, mientras que sus certezas democráticas flaquean ante la proliferación de la depresión.

De repente, mi optimismo constitucional me pone en un brete como si fuera una vergüenza. Temo que mi resplandeciente optimismo político, que muchos de mis amigos han apreciado en mí, se haya convertido en una trampa de autoengaño masivo, en una debilidad que puede ser explotada por nuestros enemigos.

El optimismo político de este generoso profesor de Derecho Constitucional se ve sacudido por la repentina constatación de que la democracia liberal descansa sobre cimientos frágiles. De hecho, escribe:

Siete de nuestros diez primeros presidentes eran propietarios de esclavos. Estos hechos no son accidentales, sino que nacen de la propia arquitectura de nuestras instituciones políticas.

La esclavitud forma parte del bagaje psíquico de la nación estadounidense. ¿Cómo puede pretender esta nación servir de ejemplo a las demás? ¿Cómo no pensar que esta nación es un peligro para la supervivencia de la humanidad?

La ley del padre ya no tiene ningún poder sobre el caos

Hoy, 5 de noviembre de 2024, Trump podría convertirse de nuevo en presidente de los Estados Unidos de América, mientras el mundo ha entrado, a instancias estadounidenses, en un ciclo de guerra civil psicótica, cuyos resultados son impredecibles y de hecho realmente impensables. El padre ya no tiene un mundo de sentido que legar al hijo. La ley del padre ya no tiene poder alguno sobre el caos. Gane quien gane estas elecciones dopadas por miles de millones de dólares, el caos está garantizado.

Ignacio Lewkowicz, el pensamiento como presentificación

Un pensamiento laico, que no cree en Dios -mejor digamos no tiene Dios- y cree en Nosotros. Apuesta radical por el laicismo. No deidad; responsabilidad. El pensamiento autónomo es una potencia, es un orgullo, un amor a la vida, el pensamiento autónomo es también una desesperación.

Ni Dios ni Ídolos, ni Saber ni Academia, ni Estado ni Capital (plano de trascendencia); plano terrestre:problemas, recursos, lastres, encuentros, amigos, enlaces, obstáculos. Situaciones.

Pensar, en tanto función orgánica de la que somos capaces asumiendo la inmanencia presente como condición única, tiene una faz bella, libre, creadora, y otra desesperada de intemperie sensible. La fragilidad que tiene la creación sensible de la que somos capaces; su contingencia…

Lejos de ser un sintagma anti estatista, “Pensar sin Estado” ni siquiera habla tanto del Estado -segundo término- como del pensamiento. PsE propone un modo de entender el pensamiento, como actividad de creación sensible -producción de sentido- propia de una subjetividad terrenal, sin trascendencias ordenadoras.

Hay algo íntimo en las notas de IL que reúne este libro. Una voz de trastienda. Como si nos metiéramos por una pequeña ventana de pronto en medio de su moviente caudal de devaneo o reflexión. El runrún de la máquina detenida en su guarda, quieta, pero encendida. Y en lo que se queda pensando entre elaboración de pensamiento y elaboración de pensamiento, es en el pensamiento. Vemos la auto investigación de un modo, una modalidad, que no es estrictamente ni saber, ni deseo, ni deber, es pensamiento. Un modo del ser intelectual, es decir, un tipo de consistencia del alma. ¿Qué es el alma? Algo que piensa. Por supuesto que siente; es sensible el pensamiento.

Fascinaba Descartes a Ignacio; fascinaba cómo podía pensarlo a Descartes. Mariana Cantarelli, recuerdo, se reía. No veía tantísima cosa en lo que hacía Nacho con Descartes. Tampoco es que fuera propiamente racionalista, no, pensador de la subjetividad. El pensamiento se diferencia de la Razón, el cuerpo incluye a la mente como una parte de su plasticidad (de su potencia subjetiva); el humano es plastilina, decía Nacho. El cuerpo piensa; el pensamiento es una praxis. La subjetividad consiste en las operaciones necesarias para habitar o tolerar unas circunstancias (naturalmente históricas), y las operaciones incluyen a la razón o a la actividad conciencial. Descartes fascinaba a Nacho por la experiencia del pensamiento como fundamento. No es que el pensamiento viene primero (y luego existo); no es productor primario del mundo, sino que es prueba de existencia; ese “luego” significa “entonces”: demuestra, sensibiliza, no causa. El pensamiento es un acá, un lugar, una actividad -una práctica-, donde el sujeto, alguien, cualquiera, puede hacer la experiencia de consistir. Mientras estamos pensando, existimos –lo sabemos, es una verdad sensible-, acá, en las cosas. Si no pensamos, la cosa se pone confusa (cuando no más llanamente alienada).

Las cosas, la vida, lo concreto, es el lugar donde arma territorio el pensamiento. Pensar no es patrimonio de los lugares consagrados para la intelectualidad. Pensar no es prerrogativa de especialistas, ni de eruditos. Es “capacidad vital esencial”. No atribución de elites; no potestad de los hombres superiores. No tiene uniformes el pensamiento; ni siquiera jerarquías: porque el pensamiento vale para quien piensa. Vale para quien lo ejerce. El pensamiento tiene valor efectivo -efectos- para quien piensa. Su valor no reside en su rutilancia bibliográfica, sino en tanto estrategia subjetivante. Si no hay implicancia e implicación existencial, el pensamiento es mero tráfico discursivo. Cuando se piensa con cosas pensadas por otros, textos, hay una apropiación de sentido. Una recepción activa (cercana a lo que Ranciere llama el “íntimo trabajo poético de traducción”, que es condición de la igualdad al comunicarnos). El pensamiento es una actividad, no un bien de consumo. El pensamiento configura a su sujeto. Nos cambia, no somos los mismos; no tiene retorno, el pensamiento. La disposición subjetiva propia de pensar se diferencia pues de la dinámica de consumo de productos de pensamiento, de teorías, del titular de hoy. Resiste, el pensamiento, a la desesperación por la novedad, al profundo mandato de actualización permanente. El pensamiento resiste la necesidad de nuevos rótulos adorables, la llovizna de etiquetas efímeramente sacralizadas donde lo sagrado no es el pensamiento sino la actualización y lo foráneo.

El pensamiento no tiene lugares ni uniformes ni tampoco tiene el pensamiento tiempo mercantil. “Pensamiento sin lugar, pensamiento singular”, decía Nacho en un texto inédito (de un ambicioso libro en proceso que interrumpió la muerte y que tenía como título provisorio “La era de la fluidez”).

Nacho armó su lugar, “el estudio”, “Estudio Lwz.”. Tuvo su genealogía; cuando lo conocí, comienzos del 99, estaba HA, Historiadores Asociados, donde formaba parte quien sería, descontando a Cristina Corea, su colaboradora principal, Mariana Cantarelli. El pensamiento singular requiere fundar espacio, territorio, covacha donde conversar, coordenada a la que referir. Porque la destitución de los lugares consagrados al pensamiento es una liberación, pero también una intemperie. Una intemperie de sentido. Intemperie sensible a la vez atiborrada, atestada, saturada repleta de estímulos, cascotazos, afecciones… El pensamiento como capacidad de creación de líneas de sentido, que nombran (nominan) y arman recorrido; ponen bordes y cartografían la intemperie saturada. Nombra la cancha de juego. O, en términos más nacheanos, el pensamiento instaura su situación. Singular: situacional.

Pensar es quebrar la hegemonía de una representación. Quebrar la hegemonía de la representación; de la esfera representacional, quebrar la dominación de la representación por sobre la presencia. Quebrar la sobrecodificación, la cuenta por uno (la denominación de una situación presente con recurso a alguna instancia que le es trascendente; esto viene de Badiou, uno de los cauces del pensamiento de Nacho sobre el pensamiento). No hay tanto pensamiento autónomo, el pensamiento es siempre de autonomía: pone los nombres a los elementos que componen su situación. De eso se trata pensar, de crear en los términos de la percepción. “No es un instrumento”: es decir, el pensamiento no se reduce a un cálculo, que busca aplicar modelos o ideas o valores o deseos heredados o acatados; no es operador de valores previos. Por eso se afirma en “puntos de indeterminación”. Tiene, sí, condiciones: pero las condiciones condicionan, no determinan.

Pero si tenemos como especie un “déficit perceptivo” que nos fuerza a inteligir mediante representaciones que son previas a lo percibido, pensar, entonces, es siempre despejar un error. Pensar es percibir despejando lastres, para vislumbrar posibles. Una percepción íntima de las cosas. Instituye, el pensamiento, nombres, conexiones, hechos cada vez a medida de las cosas, de las situaciones -únicas e intransferibles…-.

Una presentificación radical. En la que no hay lugares institucionalizados o privados que acaparen el pensamiento, porque es un posible de todo lugar, de cualquier lugar -es un posible de todo lugar solo en tanto y en cuanto allí hay alguien. Una potencia de la presencia. “Bienvenidos al jardín de los presentes” da el punto final al libro Pensar sin Estado. El lugar del pensamiento es el presente en el sentido de allí (aquí) donde hay alguien. Por eso siempre se piensa esto, nunca aquello. Aquello se supone, se especula, se teme, da terror, o esperanza; se piensa esto: una afección concreta, una potencia concreta, algo en lo que estamos. Se está pensando cuando se percibe/crea -cuando se concibe- lo que se puede en lo que hay.

Recuerdo que fue el amigo Adrián Gaspari, cercano colaborador de Nacho, quien me hizo dar cuenta de algo evidente, que era que Ignacio no era un intelectual que se dedicaba a eso, sino que estaba todo el tiempo, así, pensando, en estado de pensamiento, más allá y más acá de los “temas” que trabajara; tomando como materia de pensamiento a priori cualquier cosa de la vida -percibiendo con curiosidad, con gracia-. Ahora bien, un “todo el tiempo pensando” no del tipo nervioso y de ansiedad. Más bien el pensamiento como desaceleración. Nacho hablaba despacio, con un tono bajo, como de pausa bajo un árbol. Una calma, un no tan rápido. Un tiempo propio de –instaurado por- el proceso de pensamiento, un remanso de velocidades propias -medio riquelmeano- que resiste a la automática obviedad de las cosas.

Contra la hegemonía de la representación, contra la llanura crasa de la obviedad, el pensamiento no opone la solidez del saber. Pensar es resistir el binarismo automatizado que simplifica la percepción y narranción existencial. “No sé, pensemos”. Los saberes pueden ser recurso de un pensamiento. Pero el pensamiento tiene dimensión improvisacional inherente. El pensamiento jamás simplemente ya sabía. Nunca ya sabe sobre lo que se presenta -es el ejercicio de una intimidad con las cosas-.

Un radical ateísmo; pensar porque no hay Dios. Dios murió y es necesario pensar, nadie puede hacerlo por nosotros. Es indelegable el pensamiento.

Sin pensar, las condiciones resultan determinaciones. Hay unas condiciones y ellas determinan (lo que pasa, nos pasa, hacemos, etc); no hay más que las condiciones. Hay pensamiento allí donde alguien organiza un devenir divergente a la inercia dada de las condiciones. El pensamiento, así, indetermina las condiciones.

No simplemente la inteligencia. No pasa solo por deducir, calcular, dilucidar -aunque ponga esas operaciones en juego-, sino por vislumbrar líneas de posible devenir -del mundo y de la subjetividad-, que ya en su vislumbre producen su sentido. El pensamiento como actividad configurante. (La bastardilla es un modo visual, es decir propio de lo extenso, que interviene en la inscripción sensible -del sentido- en un registro no lógico). El pensamiento puede concebirse como función orgánica, algo que hace alguien, no solo un producto, no solo una cosa. Una intensidad, una experiencia, algo que hacemos y que al hacerlo nos pasa.

Cuando se piensa, se piensa más. Andar. Cada paso agranda la lucidez del devenir posible, cada paso entrevé otro paso; el pensamiento se embaraza a sí mismo, es abundante por naturaleza, precisamente en tanto que apertura. Resistente a la lógica de la escasez, se autoreproduce. De allí que se piensa tanto con otros, conversando: el pensamiento se multiplica. El conector sintáctico por excelencia del pensamiento es entonces: ante lo que alguien dice -ante lo que se presenta, en general- responder empezando con negatividades (“no, pero, objeto…”) es mucho menos fecundo que responder con “ah, entonces, o sea que”: proponer efectuaciones de sentido. Un arte en la conversación. Cuando hay pensamiento, uno más uno no es igual a dos. La conversación como arte y una bailada orfebrería al escribir.

Si viene el default, vida uruguaya: mate y charla con amigos es una de las ideas más potentes que escuché en los últimos tiempos”, dice, aunque lo cito de memoria y no literal, Nacho en Sucesos argentinos. Y de memoria también lo recuerdo diciendo que si uno es un boludo, por lo menos no ser siempre el mismo boludo. El pensamiento necesita tocar lo real, comportar movimientos, posicionamientos prácticos. Ideas con capacidad orgánica y experiencial.

Para una sociología de la voz // Horacio González

Estos escritos y trabajos que van a leerse fueron originados en un trámite normal en las universidades. Se trata del habitual trabajo de “pasantía” con el cual los alumnos coronan sus estudios, adscriptos a alguna institución social a partir de la cual elaboran reflexiones, sobre temas previamente definidos y posteriormente evaluados en un marco académico. Sería tan fácil como odioso criticar estos recursos de la vida universitaria, en momentos en que esta es cuestionada con toda clase de acciones tan infundadas como arbitrarias. Pero nada de esto obliga a descartar la reflexión –ni fácil ni adusta– sobre algunas dificultades de nuestros propios desempeños, que nosotros, y no otros, hemos creado.

Por eso no debería ser trabajoso este reconocimiento: las “pasantías” forman parte de una antigua visión idílica que tiene la universidad respecto del mundo práctico, al mundo de la vida o a “realidad social” globalmente considerada. Se piensa que los alumnos adquieren una “mayoría de edad” que los habilita para enfrentar el rostro efectivo de la sociedad, luego de haberse munido de un conjunto de conocimientos durante su paso por los claustros, tránsito concebido como paréntesis almibarado, momento de espera, de preparación y de ansioso reinado de las teorías. Es evidente que las condiciones de la universidad y de la vida social argentina en todos los órdenes, desautorizan cualquier optimismo respecto a este pasaje entre distintos momentos, como son los de la “formación” y de la “profesión”. Ni la universidad alberga hoy ningún proyecto formativo realmente imaginativo, ni los campos profesionales o la “vida práctica” compuesta por las instituciones políticas del país, están en condiciones de aceptar un trabajo universitario que fuese realmente crítico e inquietante. La universidad tiene actualmente la misma chatura y aplacamiento que la vida cultural del país en su conjunto.

En este marco de estrechamiento de las oportunidades profesionales, la universidad no solo omite responder acentuando lo que debería ser su natural proclividad a la crítica, a la invención política y al desafío metodológico, sino que se convierte en una suerte de cliente plañidero de los organismos públicos o privados que controlan mercados profesionales, postulando incluso “ofrecerle servicios”. El propio movimiento estudiantil, en todas sus versiones ideológicas, llega a su punto ciego cuando se plantea la cuestión laboral, quedando allí exhausto, sin destellos creativos. Nadie parece atreverse a criticar las condiciones intelectuales en que se concibe el “mercado laboral” sin antes aparecer situado en un correcto plano gremialístico, como gestor de opciones para la mítica “salida laboral” o el contacto con “la realidad”. Desde luego, no se trata de considerar la universidad como sede privilegiada de una crítica a los poderes institucionales reales, pues de algún modo forma parte de eso mismo, de lo que le sería imposible sustraerse. Se trata de pensar el medio profesional (digamos: tanto la ciencia como la política en cuanto vocación) al mismo tiempo que se replantean las condiciones prácticas de cada una de las actividades que forman parte del cuadro de intereses intelectuales de la universidad cuando los estudiantes dicen que “no hay práctica” en las universidades, proceden como si alguien –dueño de las llaves del templo laboral– actuara como conspirador contra nuevas incorporaciones jóvenes al mercado. Pero en la universidad no hay práctica porque tampoco hay un examen serio de las raíces intelectuales y de los dilemas teóricos fundamentales del actual vínculo universidad-sociedad. La universidad argentina no solo es hoy una universidad sin presupuesto (situación contra la cual hay que seguir luchando) sino que es también una universidad sin presupuestos teóricos, pedagógicos o intelectuales. Y más serio aún, se perciben en ella graves síntomas de abandono de la vida intelectual. La fácil aceptación de que la universidad debe dar “canales terminales de empleo” u otras terminologías de ese tipo (las que incluyen un problema real, pero tratado deficientemente) tuvo menos consecuencias en la deseable solución de los problemas del empleo de los estudiantes y graduados jóvenes, que en un desprecio –no siempre disimulado– por la propia vida intelectual. Cualquiera que tenga contacto con la universidad lo sabe: hay en ella más desconfianza hacia la vida intelectual que lo que podría percibirse en otras organizaciones no universitarias. ¿Es este el síntoma de un proceso más largo, en cuyos comienzos estaríamos, de decadencia de la universidad, en última instancia sustituida por otras modalidades educativas provistas por la actividad económica general?

Si así fuera, debemos luchar para revertirlo. Funcionarios, profesores y alumnos tienen esa oscura conciencia de decadencia, tratada hasta el momento a través de fáciles y deficientes remedios, en su mayoría oportunistas, que van desde las ideas de arancelar los estudios superiores públicos, hasta la de provocar en ellos una mayor injerencia de las estructuras económicas reclutadoras de empleo. Un diputado nacional presentó en años recientes, un proyecto de convertir la universidad en “consultoría”, que tuvo buena aceptación en todas las capas partidarias del país. Estas capas son provenientes de la universidad y en general asocian el papel de la misma al ejemplo que tienen a la vista: ellos mismos como políticos, aliados momentáneos de la fortuna. Miles de estudiantes cuyo modelo profesional o político puede ser una diputación o una gerencia, conciben la universidad bajo el modelo ya pulverizado del “ascenso social” y del “contacto con la realidad”. Se desprecia de este modo la real posibilidad que puede tener la universidad, partiendo de su actual crisis económica, profesional y teórica, para provocar una sustancial transformación intelectual en la red de prácticas profesionales del país. En vez del adaptacionismo, un auto-examen de las posibilidad de transformación de las instituciones asociadas a emblemas de saber. Esto último no solo no apartaría a las personas de una vida profesional plena, sino que sería la verdadera vía para provocarla.

Pero este último camino sería el de una profunda reforma intelectual en la universidad. Quizás, un reformismo que tome lo mejor del espíritu crítico de los momentos inaugurales del movimiento que en la Argentina lleva este nombre, de vasta repercusión continental, popular y democrática.

En la actualidad, la universidad no es la sede de ningún proyecto, corriente de ideas o convocatoria crítica, que la reponga en la escena política como autora de conocimientos capaces de revelar la trama del presente y de declararla al mismo tiempo insuficiente para la vida. En efecto, ningún presente alcanza para formular horizontes vitales. Pero ningún proyecto crítico debe dejar que le expropien sus lazos con el presente. La universidad actual, en nuestro país, ni pertenece cabalmente a la crítica del presente, ni está efectivamente entrelazada con él. Simplemente no encuentra la punta del ovillo, desmantelándose lentamente entre la indiferencia de las autoridades del ramo y planteos políticos, puertas adentro, que en general dependen de una anacrónica autoimagen de la universidad en la sociedad. De más está decir que la universidad, en sus sectores más vivos y conscientes, debe seguir protagonizando sus justas demandas por la remuneración docente, por las condiciones de estudio y por un marco global presupuestario digno. Pero nada impide que –al contrario, todo obliga– que esas luchas se hagan junto a un profunda revisión de hábitos intelectuales, lenguajes y prácticas políticas internas. Asístase a una asamblea universitaria: en ella se percibirá una incómoda réplica de los ya desnutridos debates en los organismos parlamentarios del país. Es lógico, pues la administración universitaria se ha convertido en una instancia muy homogéneamente situada respecto al horizonte mental que nutre a la clase política argentina. El hecho de que los organismos de cogobierno universitario sean esenciales para la democracia –tanto en la universidad como en el país– no debe llevar a desconsiderar estas observaciones críticas: la universidad debe disputar con el modelo (o el estilo) político reinante en el país, no reproducirlo. El papel de la universidad no es formar diputados. Ni siquiera es, prioritariamente, el de formar médicos o sociólogos. El papel de la universidad es el de crear lazos políticos nuevos, que tengan resultados pedagógicos y discursivos originales. Es un papel, entonces, político. Y es cuando cobra conciencia de su papel primordial en la recreación de los modos en que se ejerce la política en la sociedad, que su proyecto de formación de médicos o sociólogos cobrará verdadera significación profesional.

En un país precisado de una reformulación general de sus expresiones políticas y del estilo con que ella se realiza, la universidad puede cumplir el rol de interferir con la reproducción simple de esos hábitos políticos basados en categorías de prestigios, antes que en la crítica y la autorreflexión. En cambio, lo que ahora existe es un modelo formativo que en poco se aparta de los condicionamientos políticos y económicos existentes. Como resultado de ello, el movimiento estudiantil y los grupos profesorales se convierten involuntariamente, en deficientes instancias burocráticas de reclutamiento profesional, “filtros” políticos mediante. En 1918, el reformismo pensó que una sociedad podía tener la imagen que le diera una previa reformulación de la vida universitaria. Luego, considerando que esto era un exceso “elitista” o “culturalista”, se pasó al otro extremo.

Y así, el reformismo argentino, ya en la década de 1930, había incorporado la consigna que hoy abona el sentido común de profesores, estudiantes y graduados de las más diversas corrientes ideológicas: solo habrá vida plena, tanto política como profesional en la universidad, si previamente se realizan reformas sociales para las cuales la universidad debe contribuir en su dimensión militante. Curiosamente, ambas posiciones fueron avaladas por Deodora Roca, quien así representaba las dos puntas en las que se debatía la política universitaria. Hoy, está a la vista que está totalmente descuajeringado el modelo de “universidad del pueblo”, así como parece absolutamente deslucido el neo-marcusismo que cree que la universidad iniciaría ella misma una ramificada renovación social. En el primer caso, porque más allá de las vicisitudes dramáticas que han tenido entre nosotros las ideas de transformación social, no puede pensarse seriamente en un a priori sociopolítico para juzgar la vida universitaria. Semejantes pero inversas razones obligan a descartar el a priori universitario: en ambos casos se desatiende la trama de relaciones, la “conjuntivitis” indivisible que caracteriza los lazos entre el conocimiento universitario y el conocimiento social. A lo sumo, puede criticarse el desarrollismo rústico en el que ha desembocado el reformismo universitario con su énfasis en la “integración social” como la banalidad elitista que resume la posición contraria. De todos modos, tampoco es satisfactoria la posición de “equilibrio”, propia de los actuales administradores universitarios, que al considerar la universidad una institución política más, en el cuadro de los servicios públicos, no solo no están a la altura de una reflexión más aguda sobre el momento sombrío que estamos atravesando, sino que se privan de presentar creativamente el síntoma iniciador.

En efecto, a ese síntoma iniciador es posible pensarlo, según los casos: ya sea como un rol iniciador de la propia universidad en relación a áreas de la sociedad donde pueda y deba influir decisivamente: ya sea un rol iniciador de grupos sociales y políticos cuyos proyectos transformadores puedan influir beneficiosamente sobre el actual impasse intelectual de la universidad.

En uno u otro caso, lo que aquí está en discusión es el lugar que en la sociedad argentina tiene el compromiso intelectual. Es sabido que esta palabra no tiene un destino de premios y aprecios en la vida política nacional. Un poco porque los grupos detentadores de los blasones culturales no exhiben una historia política de mayores sensibilidades respecto a las formas colectivas de vida; otro poco porque la política argentina, en sus partidos mayoritarios, ha consagrado estilos en los que las influencias intelectuales (que son nutridas y heterogéneas) son aceptadas bajo su forma doctrinal diluida, a fin de que se pueda mantener un “resorte de desconfianza siempre preparada” hacia los grupos o personas que esgrimen una identidad intelectual explícita. Estas paradojas, propias de cualquier país, tienen aquí notable persistencia y ardor. Por eso esta cuestión está lejos de ser un tranquilo espacio político en nuestro medio, y quizás en ningún lado lo sea. Muchas son las razones por las cuales todo drama social se elabora alrededor de una cuestión mal asumida de conocimiento. No es el caso rastrear aquí los contornos de esta “cuestión mal asumida” tal como se dio o se da en el país.

En principio, lo que nos interesa es observar un importante fenómeno: la vida política argentina acabó aceptando un tipo de intelectual fácilmente inteligible, cuyo lenguaje tiene una real cercanía al lenguaje articulador del político. Por esa vía, la mancomunión lingüística y teórica entre políticos e intelectuales forjó una división de trabajo apenas “mancillada” por declaraciones aquí y allá: algún político que se “disculpa” por “no manejar” el aparato conceptual profesional de los intelectuales “orgánicos”, o algún intelectual que se disculpa por mantenerse en el nivel presumiblemente “abstracto” de un tema que en manos de algún político cobraría vibraciones prácticas ostensibles. Nada del otro mundo.

De este modo, ya no hay un “antiintelectualismo” rechinante en la política argentina, gracias a que la vida intelectual se “politizó” en el sentido en que muchos políticos “anti-intelectuales” deseaban. Lo que se puede apreciar, en cambio, como reacción hacia este neo-intelectualismo politizado (de tono y destino partidarios, en el sentido de los partidos tradicionales argentinos), es un estilo intelectual cuyas fuentes de inspiración se encontrarían en las lecturas vinculadas a las “filosofías del texto” o a las “literaturas del éxtasis”. En este caso, la condición intelectual aparece sometida a la crítica de la “vida”, de la “experiencia salvaje”, del “sentido primario de las cosas” o algún otro aspecto irreductible de ese orden. El trabajo sobre la cultura cotidiana en Puerto Gral. San Martín que aquí publicamos comparte algunas características de lo que podría ser una reacción contra un modo cristalizado de la vida intelectual.

Así, sus autores quedan en situación de buscar otras alternativas para presentar las evidencias de que hay “vidas secas” cuyo hablar fundamental es fatalmente disipado por el conocimiento erudito cuando debe hacerse cargo de él. El habla de los “golpeados” –de los socialmente rebajados– es algo que podemos ver en todos lados, pero que no está en ninguna parte. Cuando la queremos tomar con categorías teóricas –o similares– escapa. Cuando la reconocemos en la atmósfera diaria de la política o las comunicaciones de masas, también escapa. Muestra así que por un lado no la comprenden, y que, por otro, la comprenden demasiado. De las dos formas quedamos en incómoda situación. Algún apresurado diría que entre el desprecio ilustrado y el populismo aguerrido. Pero no conviene ir tan rápido ni ir hacia allí. En realidad, parece mejor preguntarnos si podemos resumir todos estos clásicos dilemas en la idea de que la única opción reside en escuchar.

Los autores del trabajo así lo sugieren. ¿En este caso debe entenderse que después de haber hecho su pregunta los autores de la interrogación deben replegarse a un altar de silencio frente a la respuesta obtenida? La voz cruda sale a luz e impondría por sí misma un sentido. Ese sentido ya se lo habría inscripto la sociedad. Cada voz escuchada es un cuerpo social que habla “en ausencia”. Pero de esa ausencia, plena de significados, es lo que precisamente trataría una “sociología de la voz”. La voz escuchada es la sociedad formulada.

La perspectiva es inquietante y para servir mayores frutos a la mesa del sociólogo mal alimentado, debería intentar un mayor esclarecimiento sobre lo que entendemos por “voz”. Por suerte, no es este el lugar para cometer tales claridades. Pero no se puede dejar de notar que al decir voz invocamos tanto a un mundo de palabras socialmente significantes como a un conjunto de usos fonéticos que remiten a la materialidad física de los diálogos, a la atadura básica entre personas empeñadas en comunicarse en la práctica material de una lengua.

De todos modos, para que la voz sea un mundo social (en su doble aspecto de sonido y de sentido) es necesario desprenderse de las usuales correlaciones sociológicas entre verbalización y lugar social, entre “imaginario” y “ser social”. Así, no se trataría, según la notoria tradición sociológica, de obtener datos pertinentes sobre un momento de la relación entre prácticas grupales y estructuras sociales, entre alteraciones biográficas colectivas y crisis económicas globales, sino de llegar a un punto donde las biografías se doblan hacia un yo interno masacrado, desverbalizado, brutalmente despojado de discursividad.

¿Pero acaso toda voz no supone una identidad y por lo tanto, algún grado de resistencia a la expropiación cultural? Incluso la utilización metafórica de voz (es decir, presencia de un sujeto con discurso sobre la historia) ayuda quizá de una manera demasiado fácil para sacarnos de encima el dilema: ¿una voz permite deducir una realidad histórica o colectiva?

En efecto, podría pensarse que a partir de una voz puede deducirse un cuerpo, un estado social, un conjunto de lazos históricos. Si esto fuera posible, esa voz, no la voz grabada magnetofónicamente, de la cual es posible siempre extraer formas sociales por su léxico, su tono, su inflexión, etc., sería una voz que solo habría que reproducir en su fidelidad literal tal como la ha obtenido el entrevistador. Esto genera toda clase de problemas, el menor de los cuales no es la auto-omisión del entrevistador por decisión propia, privando así a esa voz de su esencia dialogal, del hecho de que nació ya convocada y no estaba eternamente allí. La “sociología de la voz” debe resolver ese problema: si en la voz obtenida hay una trama social deducible o inferible por el lector, y si en ese tramo no debe pesar la previa certeza de que hubo alguien que preguntó.

Los autores de este trabajo creen que lo mejor es escuchar y esta ética del receptor no introduce a infinidad de problemas. El sentimiento abismal de las vidas cuya ajenidad a la política es patética, pero al mismo tiempo son “vidas-voces” en las que se guardan todas las evidencias de que un poder ha actuado sobre ellas… bueno, esto es lo que parece desprenderse de la insinuada “sociología de la voz”. ¿Poca cosa, cosas obvias?

La voz está en el lugar de una literatura íntima, breve, desechable, “choca” con las corrientes sociales de sentido. Esa “voz” tanto puede ser la del último pescador isleño como la del poeta surrealista urbano, pero lo esencial aquí es si podemos sorprender esa voz en un previo momento físico, de comunicación sin escrituras, sin literaturas, sin discurso letrificado. Sin ir más lejos, esa es la enorme cuestión que se propone Lévi-Strauss en Tristes trópicos, y que no pocos problemas le trajera: si la escritura no es una competidora inauténtica respecto a los lazos de comunicación oral del mundo habitual, vivido. Semejantes problemas se pueden apreciar en recordables trabajos sobre la “voz” originados en la vida intelectual argentina, de los cuales, solo a título de engolosinarnos con la distancia que guardan entre sí, mencionaremos el escrito de Oscar Masotta denominado Roberto Arlt y yo y El género gauchesco de Josefina Ludmer.

Tomar así la voz (como “superior” o como “enemiga derrotada” de la escritura) no deja de ser un remedio apasionante ante la imposibilidad de resolver un problema como este: ¿las voces que parecen escapar del poder por el solo hecho de que al hablar puede evitarse el registro escrito, no tienen de antemano una talladura interna donde los poderes “escritos” han hecho su consabido trabajo? Este problema, no hace perder el interés por el acto de mostrar voces crudas, no elaboradas, en estado práctico. El interés se acrecienta, pues basta con formular la presencia de la voz escuchada para saber que caemos en un mundo inevitable, construido por lenguajes que siempre estuvieron allí. El último lamento verbal de un excluido siempre luchará entre su autenticidad presente y su condición de gemido ancestral, millones de veces proferido. Por eso, decir lo que ya está escrito como si se lo pusiera por primera vez “en el éter”, es la profunda gracia que tiene este juego de partir de las voces para encontrar un conjunto histórico “mayor”. Las cuestiones aquí presentes van desde la deliberada desaparición de una “contención crítica” de la voz, hasta la presentación de un texto paralelo, de los autores del trabajo, en el que abundan otras voces teóricas. En todo caso, el interés que se abre aquí es el de cómo una voz queda siempre no situada respecto a las otras. El hiato es insalvable. Eso revelaría la propia situación de la universidad frente a la vida popular. ¿Pero no abriría también las puertas de un cierto renunciamiento a la constitución teórico-crítica de los problemas que las voces enuncian? Este renunciamiento no sería aconsejable, desde luego. Pero tampoco hay porqué rechazar el enorme ejercicio que aquí se propone, de ofrecerle cuerpos imaginarios a las voces que se instauran despojadas de vínculos sociales. El esfuerzo, en este caso, sería semejante al que proponen los programas radiofónicos que identifican a los oyentes que llaman telefónicamente, por su nombre, edad, barrio y a veces por algún otro signo de identidad inmediata y arquetípica, como el equipo de fútbol de sus amores. Cuando escuchamos a “Luisa de Palermo” o a “Juan de Echesortu”, se está realizando un trabajo de incorporación de la voz en un mundo social, que flaquea precisamente por el hecho de aparecer ya lleno, macizo, ideal. Se trataría, en esta probable sociología de la voz, de hacer lo contrario sin dejar de encontrarnos con Luisa de Palermo. No es posible destruir un estereotipo (“Doña Rosa”) sin antes pasar por el ejercicio de pensar como se adecúa una voz a un concepto. Hacer asociaciones fijas entre ambos lleva a un marketing despótico y a un uso direccional de los medios de comunicación. Por el contrario, si rechazáramos las asociaciones fijas, la voz aparecerá como una “aguja loca” buscando alternativos lugares en un cuadrante que también cambia siempre de significación social. Entonces tendríamos allí un apreciable resultado. Las voces seguirán conservando su frescura, su dramatismo, su incandescente ingenuidad y al mismo tiempo, serán voces siempre aptas para las que el mundo social las momifique. Toda voz es utopía y toda voz es el triunfo final de una disciplina social.

El público puede ser representado por una voz. Pero la sociedad, que no es etérea, es más difícil que lo sea. Por eso, una voz no puede ser un modo de representación social. Este trabajo deja planteado el tema. ¿Cómo poner voces por escrito y decir simultáneamente que ellas son hostiles a una interpretación que disuelva su inflexión más íntima? ¿Cómo resignar la interpretación generalizadora si cada voz la está pidiendo por naturaleza propia? ¿O acaso el atractivo de este trabajo no está en decir sin decir que cada voz ya viene “trabajada” por el medio infinito? Borges, el Borges que más que oral es el Borges fatal, decía (o escribía) que quien tiene una voz tiene un destino. Ningún sociolingüista contemporáneo estaría satisfecho con esta frase (que citamos de memoria, no es exactamente así), pero ninguno dejaría de reconocerle pertinencia. A lo sumo, corregiría: todo lenguaje es un mundo social. Y después quizá habría que agregar. En ese mundo social donde se pierden las voces, donde ellas pierden su consistencia, identidad y perfil. Y en ese perderse cumplirían su destino.

* Publicado como “A modo de prólogo. Para una sociología de la voz”, en Cuadernos de la Comuna N° 26, Comuna de Puerto General San Martín, Santa Fe, julio de 1990.

 

Un linchamiento feminista da la puntilla a la nueva política // Colectivo Cantoneras

En el camino de la nueva política se cruzó la irrupción del ciclo feminista, lo que provocó un intento de apropiación institucional de todo ese capital político. Este sirvió tanto para posicionarse dentro del parlamento como el azote de la derecha, como para gobernar en nombre del movimiento feminista, o incluso para las peleas internas por posiciones en listas: no me quieren porque soy demasiado feminista –decía Irene Montero–. Hoy el bumerán golpea en la nuca a Sumar/Más Madrid pero en realidad es la puntilla de todo el espacio del cambio. Abandonados quedan los problemas reales que el feminismo combate: la violencia, pero también la división sexual del trabajo –las posiciones subordinadas en lo laboral de los sectores más precarios y feminizados– y su relación con las tareas de reproducción social. Digamos que el número de veces que el feminismo ha estado en la boca de los y las nuevas políticas no ha estado a la altura de los logros obtenidos, sobre todo desde la óptica de un feminismo de transformación que tenga en cuenta la cuestión de clase.

La política profesional puede ser mas destructiva que el fentanilo

Las peleas internas brutales y despiadadas eran cotidianas y estaban naturalizadas en esa nueva izquierda, “una forma de comportarse que se emancipa a menudo de los cuidados, de la empatía y de las necesidades de los otros”, decía eufemísticamente Errejón. Cuando el poder se acumula en determinadas personas, que acaban endiosadas por la exposición mediática y las atenciones que las fama les procura –fama que garantiza el poder en estas organizaciones débiles– es difícil que no se genere despotismo, maltrato, y abusos de todo tipo. Esto ha estado muy presente en la cultura de guerra que se instituyó en Podemos cuando, en vez de optar por la democracia interna y la pluralidad, se eligió un modelo vertical que ha llevado a la centrifugación y liquidación de todo el espacio político. Estas organizaciones no tenían forma de generar contrapesos internos al poder de determinadas personas, ninguna, mucho menos de vigilar los comportamientos personales de sus miembros –si es que eso fuese deseable–. El autoritarismo se construye sobre las estructuras de dominación previas –como el sexismo– y las refuerza. Ahí donde confluye este poder personalista –con su propia érotica que hay que destruir– con las relaciones sexuales o afectivas, es fácil que se siga la propia lógica de yo primero o yo a pesar del resto, y se generen relaciones de mierda y abusos de todo tipo. La declinación de género de la falta de democracia y la autoridad sin límites es una subjetividad sexual del dominio. Así, la política profesional puede ser mas destructiva que el fentanilo; las adicciones de Errejón pueden resumirse en una: la adicción al poder –y no ha sido el único del espacio del cambio–.

Si el escenario era el de una guerra de todos contra todos con un alto grado de violencia interna –donde también participaron las mujeres por cierto–, y que dejó a mucha gente emocionalmente devastada, al gran mundo de ahí afuera no pareció importarle nunca, salvo cuando intervino la cuestión sexual. Siempre la cuestión sexual, ya sea en denuncias por explotación laboral, o en las de infiltrados policiales, a los medios –y al feminismo mainstream– parece que solo importa –o importa más– lo que toca el sexo. El resto de violencias quedan opacadas, relativizadas u olvidadas en un cajón. Aunque también hay que notar aquí, como señalan las compañeras antirracistas, una preocupación selectiva que convierte en casos hipermediáticos únicamente aquellos que afectan a determinadas mujeres blancas y de clase media. Los abusos de las temporeras del campo, en la frontera o en los Cíes o los que sufren las trabajadoras sexuales a penas ocupan algunas líneas en las crónicas de sucesos.

¿Qué hay de emancipador o transformador en el miedo?

Asistimos pues al último capítulo de la liquidación de la izquierda del PSOE y ha venido en la forma de linchamiento colectivo utilizado como herramienta para la guerra interna. Las manías personales y las batallas políticas entre partidos de todo signo han confluido con un cierto feminismo castigador para linchar a Errejón convertido en monstruo, en epítome de todo lo que está mal en el orden de género. Las dinámicas de redes han contribuido a esta espiral donde abundan los golpes en el pecho, los heroicos desmarques y las exigencias bajo pena de excomunión de la izquierda de que todo el mundo se pronuncie y en un solo sentido: el de condenar al monstruo y a su organización y que esto se haga inmediatamente ya y sin posibilidad de reflexión. Otras opiniones no son posibles, las personas que piensan diferente no se atreven a hablar, el debate o incluso la duda están cerrados por miedo a ser la/el siguiente en ser linchado. ¿Qué hay de emancipador o transformador en el miedo? Un feminismo que se presenta estos días mediante un fuego redentor, posiblemente aleje a muchos y muchas, en vez de convencerles de que nuestro proyecto trae un mundo más generoso y amable para todos. La extrema derecha se frota las manos cuando el feminismo se viste de guerra de sexos con sus “todos son violadores” porque esta es la representación que más le conviene.

A pesar el pacto forzado de silencio, existen múltiples interrogantes que han recorrido los grupos de mensajería privada o las conversaciones informales. ¿Sirven los linchamientos para mejorar la situación de las mujeres que sufren situaciones de violencia? ¿Ayuda este marco a avanzar en nuestra lucha contra estas? ¿De lo que se le acusa a Errejón hasta el momento son verdaderamente agresiones sexuales, y de qué tipo? ¿Y lo son todas os solo algunas? ¿Son punibles? ¿Qué sería hacer justicia aquí? Y sobre todo ¿qué sería hacer justicia feminista? ¿Es la denuncia anónima por redes o incluso en medios una vía adecuada? No tenemos todas las respuestas, pero lanzamos unas notas para el debate.

Las relaciones de mierda no son agresiones machistas

El último ciclo feminista quería alertar sobre la gravedad de las violencias, pero terminamos discutiendo sobre una ley –la del solo sí es sí– que supuestamente acabaría con ellas por la vía del código penal. Los debates de estos años, que podrían haber sido imprescindibles para avanzar en la comprensión y la lucha contra estas situaciones han tenido también algunos efectos contraproducentes que empezamos a comprender mejor a partir de este caso.

En la pasada legislatura se vio como una conquista que una misma palabra “agresión” condensase cualquier acto sexual sin consentimiento independientemente de su gravedad o contexto donde se produjese –ya sea el beso de Rubiales a una violación múltiple–. Hoy constatamos que esa indefinición contribuye a la capacidad expansiva de ese concepto. Estos días asistimos a una mezcla de posibles imputaciones de delitos, comportamientos poco éticos y opciones sexuales que se condenan moralmente, todo junto y revuelto en una narrativa acusatoria donde es muy difícil deslindar las distintas cuestiones. No, no todo es lo mismo ni exige las mismas respuestas.

Usar esos marcos de deseabilidad para establecer juicios, escudriñar vidas sexuales y comportamientos, señalar y condenar a los culpables es contraproducente

Por ejemplo, podemos reflexionar sobre cómo nos gustaría que fuesen nuestras relaciones personales libres ya de todo poder y dominio –para eso las mujeres también tendríamos que responsabilizarnos, no somos víctimas indefensas en toda relación como parece apuntarse estos días–. Pero usar esos marcos de deseabilidad para establecer juicios, escudriñar vidas sexuales y comportamientos, señalar y condenar a los culpables es contraproducente para un feminismo que parece deslizarse por el marco del autoritarismo, la moralización y el control de las costumbres como una suerte de vuelta al feminismo burgués de las prohibiciones del alcohol. Recordemos también que los más poderosos, los que tienen poder de verdad no necesitan la legitimidad de la pureza moral, a la derecha le afectan poco estas cuestiones. Este es un juego donde solo pelean las izquierdas institucionales contra sí mismas.

Desde luego todos los comportamientos que nos parecen chungos no implican necesariamente violencia machista. Precisamente, esta en general está definida por relaciones que cuesta dejar, donde el agresor manipula, persigue y usa la violencia para dominarnos y controlarnos. ¿Es equiparable algo así con que dejen de escribirnos o no nos quieran ver más, con que solo quieran sexo como parece insinuarse estos días? ¿A qué no sean románticos en una relación o el sexo sea “demasiado duro”? Si todo es lo mismo, primero se banalizan violencias muy graves que están sucediendo –por ejemplo, los Cie y las PAH están llenas de mujeres que han sufrido estas violencias–, y después, perdemos el foco de cómo enfrentarnos a ellas porque todo parece ser lo mismo.

Los contornos de las agresiones se difuminan así peligrosamente. Parece que se condena el sexo ocasional o no romántico si no hay un compromiso de la otra persona que cumpla nuestras expectativas, como recuperado la vieja idea de que nuestra “flor” ha de ser recompensada con este compromiso, mientras se cuestiona el sexo no normativo. Las prácticas sexuales tienen que ser consentidas siempre pero no hay un sexo feminista, no hay uno más aceptable que otro. ¿Acaso a las mujeres no nos gusta ese tipo de sexo? ¿A ninguna? ¿Todas queremos lo mismo y vivimos la sexualidad de la misma manera? El sueño de los fundamentalistas sobre el control de las costumbres aparece aquí por un lado no previsto.

La pesadilla de estos días es que el giro reaccionario sobre la sexualidad, su resacralización, venga de la mano del feminismo

La pesadilla de estos días es que el giro reaccionario sobre la sexualidad, su resacralización, venga de la mano del feminismo. La pregunta central debería ser en todo caso por la posibilidad de negarse, si esta existe, todo lo demás: cómo folla cada quién o si se mete rayas y dónde, no debería importarnos ni debería ser un argumento usado contra nadie. El feminismo no va de moral, ni pretende remoralizar a la sociedad –o no debería–, va de aumentar la autonomía de las mujeres de empoderarnos. ¿Situarnos como víctimas en todos estos casos la aumenta o nos fragiliza más? ¿Incrementa nuestra capacidad de actuación, nuestro poder social?

Porque hemos pasado de una necesaria lucha para no culpabilizar a las personas agredidas a un momento donde aparecemos representadas como sujetos pasivos con nula capacidad de decir lo que queremos o lo que no queremos. Si a veces hay situaciones donde esto puede ser efectivamente así, desde luego no puede generalizar al papel de las mujeres en la sexualidad y en todas las relaciones descritas. Es justo contra lo que llevamos décadas luchando. Si no hay coacción física, no hay una dependencia económica o de otros tipos, o amenazas podemos y debemos decir que no. Tenemos capacidad, o tenemos que buscarla colectivamente. Pero hemos llegado a un punto que el feminismo parece afirmar lo contrario. Solo sí es sí no implica que no podamos decir que no, o no debería.

Las jóvenes que están descubriendo la sexualidad no pueden recibir el mensaje de que un mal polvo, poco cuidadoso o insatisfactorio, o una relación de mierda es violencia

Las jóvenes que están descubriendo la sexualidad no pueden recibir el mensaje de que un mal polvo, poco cuidadoso o insatisfactorio, o una relación de mierda es violencia porque eso nos convertiría a todas en víctimas en buena parte de nuestras relaciones y en muchísimas de nuestras interacciones. ¿Eso a donde nos lleva? ¿Qué podemos hacer desde esa posición en nuestra vida cotidiana? ¿Y nosotras nunca participamos en las dinámicas tóxicas de las relaciones, nunca ejercemos nuestro poder en ellas de forma indebida?

Es imprescindible volver a reafirmar nuestro papel activo en todo momento y lugar. Tenemos que hablar más de autodefensa feminista, de fuerza y de capacidad y menos de meter a las mujeres en una urna. Reafirmar nuestra capacidad de acción y nuestra responsabilidad no es culpabilizar a la víctima, es volvernos a dotar de posibilidades de actuación –generarlas de nuevo en el imaginario feminista– y mejor si estas son, además, colectivas.

El circo mediático y la política de las redes

Con el linchamiento de estos días estamos celebrando la transformación del feminismo de un movimiento colectivo en una catarsis de denuncias individuales y anónimas en redes sociales. Quizás, además de la puntilla definitiva para la nueva política, este acontecimiento marque también el declive de la potencia del movimiento feminista convertido en un proyecto de reforma moral.

¿Qué pasa con estas mujeres cuando sus casos son descuartizados por la prensa?

Sobre la anonimato hubo un cierto debate en el pasado ciclo del Me too y por lo menos, merece una reflexión sobre sus peligros, porque si algunas mujeres lo usan para denunciar cuando no encuentran otra vía, esta se presta a todo tipo de instrumentalizaciones que pueden volverse contra nosotras. Como señala Josefina Martínez, en redes como X el algoritmo está al servicio del proyecto político de la extrema derecha que utiliza bulos y campañas falsas para atacar a sus enemigos. ¿Qué peligros estamos abonando si reafirmamos este método de denuncia y el escrache en redes sin problematizarlo? ¿Sirve esta herramienta para todo y siempre para las mujeres cuyos agresores no sean famosos? ¿Qué pasa con estas mujeres cuando sus casos son descuartizados por la prensa, en este caso, incluso la más progresista? Hace años que, en todos los manuales periodísticos sobre el tratamiento de la violencia machista, se explica que hay que huir de las descripciones escabrosas, del sensacionalismo y de la conversión de la información en espectáculo. No es, desde luego, lo que ha sucedido estos días con la exposición de cada detalle en relatos morbosos para que todos los ciudadanos se conviertan en juez de cada una de las historias y de sus ínfimos detalles. ¿Cómo va a dejar esta pornografía emocional a las mujeres que denuncian después de que pase el calentón?

Por otra parte, la denuncia individual en redes donde cada una actúa por su cuenta no puede ser una apuesta consistente para luchar contra la violencia o el sexismo y puede dar lugar a injusticias que se vuelvan contra nosotras. El circo gestual tuitero hace tiempo que se ha convertido en simulacro de una política real muerta con el ciclo, la que ha quedado tras la hecatombe de la nueva política. No es anecdótico que su puntilla la haya puesto un linchamiento en redes. Y para las que piden más denuncias penales, como la ministra de Igualdad, solo recordar que la justicia casi nunca está de nuestra parte, que no se pueden demostrar todas las violencias que sufrimos, y que muchas no encajan en la lógica de un juicio o incluso son causadas por el propio sistema policial y penal –los desahucios, la que persigue y encierra a migrantes y trabajadoras sexuales y la que condena a feministas por luchar–.

Deberíamos luchar para que las herramientas para denunciar la violencia machista sean siempre, en la medida de lo posible, colectivas

Deberíamos luchar para que las herramientas para denunciar la violencia machista sean siempre, en la medida de lo posible, colectivas. También tenemos que retomar el camino de la movilización y la organización por abajo tanto para darle un nuevo impulso a un feminismo de transformación –que debería estar apegado a la vida de las mujeres que están más abajo–, como para abrir una verdadera batalla que recupere la iniciativa política en la calle superando por fin el desierto que ha dejado el fin de ciclo, la institucionalización del 15M, del movimiento feminista y sus fracasos. Contra los hombres poderosos y sus mierdas y abusos, pero también contra todo poder que hace posibles hoy las agresiones: papeles, derechos laborales y luchas colectivas para todos y todas.

 

 

Almudena Sánchez, Beatriz García, Marisa Pérez, Fernanda Rodríguez, Nerea Fillat y Nuria Alabao

Fuente: Zona de Estrategia

Piglia con Tarcus // Mariano Pacheco

 

 

Por Mariano Pacheco



La cultura de la izquierda argentina revisitada. En diálogo con Horacio Tarcus, Ricardo Piglia revela incluso cuestiones no abordadas o apenas mencionadas en sus propios diarios. 



Después de haber leído los tres tomos de Los diarios de Emilio Renzi (y antes Critica y ficción), y luego de haber visto/ escuchado todas las entrevistas que andan dando vueltas por internet, creí que ya nada nuevo podía aparecer del mundo pigliano, pero leyendo Ricardo Piglia. Introducción general a la crítica de sí mismo (las “Conversaciones con Horacio Tarcus” publicadas este año por Siglo XXI editores), me doy cuenta que estaba equivocado: allí, por habilidad del entrevistador, aparecen dimensiones que en Los Diarios no se abordan o son mencionadas apenas al pasar. 



Cultura de izquierda

 

Este libro se demuestra como una revelación, sobre todo respecto de las revistas, las discusiones políticas y la cultura de izquierda de la que un jovencísimo Ricardo Piglia participó entre fines de los sesenta y fines de los setenta (fundamentalmente entre 1968 y 1975, es decir, en el período de ofensiva popular que en Argentina va del Cordobazo al Rodrigazo). Obviamente aparecen las experiencias emblemáticas de la Revista Los libros, primero, y luego la de Punto de vista, pero también la de las un poco menos conocidas Literatura y sociedad y Problemas del tercer mundo, pero sobre todo, otras perdidas publicaciones como los Cuadernos rojos, Desacuerdo o Revista de la liberación.

 

Algunas anécdotas resultan fascinantes: como las de un Piglia platense que da sus primeros pasos en la militancia de la mano del anarquismo y de colectivos políticos como el que finalmente termina rompiendo con el grupo Praxis de Silvio Frondizi en la ciudad de las diagonales (personaje al que Piglia dice haber visto y escuchado en las clases de Historia moderna que impartía en la Facultad de Derecho de la UNLP), o su confirmación de que participaba activamente en Los libros incluso desde mucho antes de que una nota apareciera publicada con su firma: “en el año 68 llega Toto Schmucler de París y me viene a ver para hacer Los libros. Con la idea de hacer acá La Quinzaine Litteráire, que es una revista que está saliendo en Francia… Yo empiezo desde el Nº 0 a hacer la revista con Toto, no quiero firmar porque me parece muy ecléctica y tengo la cabeza de izquierda. Y ahí me pagan un sueldo para trabajar con Toto, somos rentados él y yo”, comenta. Aunque seguramente el dato de color, como se dice, sea su viaje a China como miembro de Vanguardia Comunista (hasta aparece una foto suya junto a Zhang Chunquia, lugarteniente de Mao Tse Tung, integrante de la “Banda de los cuatro”, primer secretario del Comité Municipal del Partido Comunista Chino en Shangai) y, sobre todo, la revelación de que Punto de vista financió sus primeros números con dólares enviados por los chinos para contribuir a la causa maoísta en argentina. Son cuestiones que sitúan a un Piglia en el interior de una actividad político-cultural de izquierda de la sí habló a lo largo de su vida, pero de la que quizás nunca brindó tantos detalles como aquí.



Literatura, crítica y política

 

Desde joven, evidentemente, a Piglia le preocupó esa inquietud que lo acompañará toda su vida: cómo encontrar una dinámica que le permita al escritor, al intelectual argentino funcionar en su propio campo sin, a su vez, dejar de ser marxista. Obviamente, tras su alejamiento de la revista Punto de vista en 1983 (y tras su alejamiento del maoismo) Piglia dejará de aparecer como un escritor de izquierda vinculado a un determinado colectivo político o cultural, pero incluso sobre eso reflexiona en estas entrevistas, cuando le explica a Tarcus: “debo decir que esa ruptura para mí fue terrible, porque me quedé sólo… sin una red de amigos”. Es allí cuando comienza su “repliegue” hacia Estados Unidos: “para poder reflexionar fuera de la circulación inmediata”. Entonces, dice, tiene la posibilidad de retirarse para “mantener una autonomía en relación con el lugar donde yo siento que la inserción es más importante”. 

 

Quizás leyendo estas reflexiones podemos recuperar algo de aquello que Piglia sostiene haber visto en el anarquismo de sus años juveniles, que terminó siendo recuperado para su vida adulta, y es esa seducción por lo performativo. “Lo que impresiona de los anarquistas… es que viven su vida personal como si fuera un laboratorio de la sociedad a la que aspiran… me parece que los anarcos hacen de su vida personal el ejemplo político primero, como si fuera un modelo anticipado, personal, privado, de la sociedad que quieren construir”. Algo de eso aparece en la forma en que Piglia concibe también su propio trabajo conceptual y creativo con la literatura, en relación con la política: “siempre un problema teórico vinculado y después un trabajo sobre alguna cuestión de la tradición latinoamericana”, pero nunca desde una forma simplista. “Nunca hice lo que en ese momento se podía entender como realismo, nunca mezclé la literatura con la política. Me mantuve fiel a un tipo de literatura que era la que yo aspiraba”.

 

Es en esa búsqueda en la que Piglia encuentra una profunda soledad: “demasiado vanguardista” para sus viejos amigos de Contorno y del realismo de izquierdas (David Viñas, León Rozitchner, Andrés Rivera), de quienes lo distancia –dice– que se sostengan en una tradición sin vanguardia, en una negativa a incorporar nuevas lecturas, que los termina dejando en una posición de envejecimiento en la que se repiten. Pero también un distanciamiento de sus compañeros de ruta de generación, como Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, de quienes la política los alejó: primero –en 1975– en su “discusión maoísta” respecto del gobierno de Isabel Perón (el Partido Comunista Revolucionario al que pertenecía los dos primeros lo apoyó, mientras que Vanguardia Comunista –que Piglia integraba– lo denunció y enfrentó), luego –en 1984– cuando Punto de vista comienza a transformarse en una revista “producto de la política de Alfonsín”, cuando se sale “del mundo en el que se había formado” (la crítica cultural) y pasa a intervenir en debates públicos nacionales más inscriptos en la órbita de las ciencias políticas y la cultura deja de aparecer para ellos como una “alternativa” y se presenta como un “lugar de interlocución con el Estado”. 

 

Es que Piglia, durante toda su vida, entendió que una política cultural era una zona específica de la política, un tipo de politización que parte del debate sobre las tradiciones propias y desde allí entreteje un tipo, también específico, de intervención, desde la que se polemiza, se lucha. Quizás fiel a ese paradigma, como le comenta a Tarcus, buscó –sobre todo en los últimos años–, incluso con apariciones públicas –por ejemplo, en la televisión Pública– ejercitar un cierto repliegue, “irse de esa función que la cultura de masas le está pidiendo al intelectual”. 



*Texto publicado en La luna con gatillo

Apuntes sobre las elecciones uruguayas // Gabriel Delacoste

 

 

  1. Mirados superficialmente, los resultados de las elecciones de ayer en Uruguay son lo mismo que se viene repitiendo desde que empezó el siglo XXI: El FA por arriba de 40% peleando la mayoría parlamentaria, los blancos con algo menos del 30%, los colorados en el entorno de 15%. La famosa estabilidad del sistema político uruguayo se alza sólida como las columnas del Palacio Legislativo. Pero si miramos con atención, debajo de la calma de las aguas superficiales, corre un mar de fondo agitado, que va a ver emerger más temprano que tarde. A riesgo de usar demasiadas metáforas, estamos en la calma antes de la tormenta.

 

  1. Las últimas encuestas, la activación de la militancia y el tapizado de los balcones montevideanos con banderas de Otorgués crearon un clima triunfalista para el FA. Algunas encuestas le daban más de 45%, algunos dirigentes hablaban de una victoria segura y la mayoría parlamentaria estaba a la mano. Cuando las primeras proyecciones en la noche del domingo le dieron entre 42 y 44%, y pocas chances de mayoría parlamentaria, la noticia cayó como una piedra en el estómago. Sin embargo, si los resultados fueron peores de lo que daban a entender las encuestas y la manija, también fueron mejores que lo que da a entender la sensación de decepción de la noche del domingo. A la 1 de la mañana, se confirmó que el FA tendrá mayoría en la cámara de senadores, y 48 diputados (de 99), lo que constituye una bancada más que respetable.

 

  1. La coalición de derecha paga muy caro haber ido a las elecciones divida en cuatro partidos. Si hubieran ido unificados, hubieran tenido mayoría en las dos cámaras. Mirando hacia adelante, habrá un estímulo muy fuerte para la creación de un gran partido unificado de la derecha, lo que será un hito mayor en la historia uruguaya: los históricos partidos Blanco y Colorado, nacidos en el segundo tercio del siglo XIX, ya no competirían como tales.

 

  1. El punto anterior obliga a una reflexión sobre la tradición. Subsumidos blancos y colorados en un nuevo partido, el FA pasaría a ser el partido más viejo del país. Un partido, además, que se apoya fuertemente en la tradición, en los símbolos y en la reproducción intergeneracional para convocar a su base electoral. Tendremos, al contrario que en la segunda mitad del siglo XX, una derecha ideológica y una izquierda tradicional. El enorme acto final del FA muestra que la tradición frenteamplista está más viva que nunca. Pero no es evidente que su aparato militante, su claridad de rumbo, y su capacidad de producir cuadros políticos y de gestión también lo estén. Será importante meditar sobre cómo cultivar esta tradición sin sobre-explotarla. La muerte del batllismo debería servir de advertencia de que las tradiciones son longevas y poderosas, pero no soportan cualquier cosa.

 

  1. Las grandes novedades de la noche fueron la votación malísima de Cabildo Abierto, el partido de ultraderecha, y la irrupción en el parlamento, con dos diputados, del conspiracionismo de Gustavo Salle. También, los niveles más altos que de costumbre de voto en blanco y anulado. Si en Uruguay el clima antipolítico global no se expresa en un fenómeno electoral de ultraderecha, sí se expresa de forma más fragmentaria. La campaña del colorado Ojeda, hablando de gimnasio, perros y astrología; la convocatoria de Salle contra las vacunas y el Nuevo Orden Mundial; la acumulación de unas cuantas decenas de miles de votos en partidos chicos; la centralidad de la salud mental en las propuestas de los candidatos y el clima general de despolitización de la campaña son muestras de esto. El colapso de Cabildo Abierto es algo para celebrar y analizar, pero las condiciones siguen ahí para una irrupción de una ultraderecha, seguramente más rara, más joven y más conectada con lo digital que el nacionalismo retro de CA.

 

  1. Con la elección se votaron dos plebiscitos. Ninguno de los dos resultó aprobado. Uno, promovido desde la coalición de derecha, promovía reformar la constitución para permitir a la policía allanar hogares en la noche. La derrota de ese plebiscito se suma a dos derrotas anteriores de plebiscitos punitivos impulsados por la derecha. Se comprueba una vez más que no hay un clamor popular por empoderar a la política y llenar las cárceles. Es necesario considerar otras formas de enfrentar el problema de la seguridad. El otro plebiscito, promovido por el movimiento sindical, proponía fijar constitucionalmente la edad jubilatoria, indexar las jubilaciones mínimas al salario mínimo y eliminar las AFAPS y el lucro en el sistema jubilatorio. El plebiscito fue derrotado, pero perforó el consenso del sistema político y la tecnocracia, que daban por obvio que la única posición válida en la política uruguaya era la defensa del sistema privado y la reducción de los beneficios. El 40% que votó para eliminar el lucro deberá estar sentado en la mesa en futuras reformas.

 

  1. Geográficamente, la elección produjo algunos resultados llamativos. El Frente Amplio, que en los última años había tenido resultados muy malos en el interior, ganó en 12 de los 19 departamentos, incluyendo victorias insólitas en el centro ganadero del país, Tacuarembó y Durazno. Este movimiento del mapa político desestabiliza la imagen con la que los uruguayos interpretamos la política del país. La estrategia de Orsi de apostar al interior dio resultado. Esto seguramente preocupa mucho a los blancos, como si el peronismo perdiera en La Matanza o el PT en Bahía.

 

  1. El FA, con el 44% de los votos, es favorito para el ballotage. Pero su favoritismo es menos claro que hasta ayer. Si la coalición logra mantener todos sus votos de la primera rueda, tiene chance de ganar. El FA deberá pelear con todos sus recursos para mantener su ventaja, y salir a buscar votantes de todo tipo y color. Su aparato militante deberá intensificar al máximo su actividad. Un segundo gobierno blanco será terrible para el país, y es necesario hacer lo posible por evitarlo.

 

  1. Una victoria de la derecha en el ballotage sumiría el Frente Amplio en una profunda crisis, que deslegitimaría profundamente a su élite dirigente y abriría dinámicas difíciles de predecir. Cabe pensar contrafácticamente que si la campaña del FA hubiera sido menos conservadora y más sustantiva, podría haber tenido resultados mejores. Nunca lo sabremos. Pero sí sabemos que cuando la conducción propone moderación a cambio de resultados, más le vale conseguir los resultados.

 

  1. Se sabía que en la competencia interna del FA el MPP de José Mujica y Yamadú Orsi iba a ser la lista más votada. Pero que obtenga 9 de los 16 senadores del FA (y una predominancia similar en la bancada de diputados) es impactante, y va a tener efectos profundos sobre el futuro. Especialmente porque se trata de un MPP que ha tomado como orientación una mezcla entre tecnocracia y nacionalismo popular. Este MPP de extremo centro será mano en la organización del gobierno, más allá de los delicados equilibrios y sistemas de acuerdos del FA. El viejo centro frenteamplista se redujo mucho y fue parcialmente fagocitado por el MPP. La izquierda frenteamplista, que se había nucleado mayormente en torno a la candidatura de Carolina Cosse, cuenta con solo 4 de los 16 senadores del FA. Estos desplazamientos necesariamente van a tener efectos profundos sobre el FA y pueden poner en cuestión muchas cosas que hoy nos parecen obvias. En su última campaña, Mujica demostró que es el político más definitorio de los últimos 40 años, y produjo efectos que van a reverberar muchos años.

 

  1. Viene un período en el que las negociaciones parlamentarias serán el centro de la escena política. Gane quien gane la segunda vuelta, por primera vez desde 2005, el gobierno de turno no contará con mayorías parlamentarias. Esto permite imaginar muchas dinámicas distintas. Podemos imaginar cinco años de parálisis política y desgaste para el gobierno. O de empoderamiento de un poder ejecutivo que use extensamente su capacidad de emitir decretos. O de una dinámica fluida de acuerdos en los que cada diputado negocie y pueda definir. O de un protagonismo mayor al usual de la Asamblea General. O de un uso más intenso de la democracia directa. O de grandes acuerdos nacionales. Este último es el camino preferido por Yamandú Orsi.

 

  1. Todo esto sucede en un contexto de aguda crisis mundial. Mientras la política uruguaya está en un momento especialmente mediocre y provinciano, en Ucrania y Medio Oriente puede saltar en cualquier momento la chispa de la guerra mundial, y no es descabellado que una guerra civil sudamericana sea uno de sus teatros. La crisis climática y ecológica se acelera, poniendo en peligro la sostenibilidad de la vida humana tal como la conocemos. Las disrupciones tecnológicas desorganizan cada vez más el mundo del trabajo, la cognición y la vida cotidiana. El neoliberalismo está deslegitimado, pero las alternativas también. La agresividad de las ultraderechas gana terreno en casi todas partes. Pensar en grandes acuerdos nacionales puede ser prudente en medio de tanto peligro. Pero estos acuerdos también pueden ser peligrosos: pactar con una derecha alineada a USA mientras suenan los tambores de guerra, solidificar una agenda de crecimiento que sobreexplota la tierra y el agua y hace perforaciones en busca de petróleo en medio de la crisis global, y desesperarse por inversiones de los gigantes digitales mientras la población sufre la crisis cognitiva inducida por internet, puede profundizar los problemas que tenemos, más que permitirnos enfrentarlos.

 

  1. La izquierda, de un lado y otro de la frontera del Frente Amplio, deberá pensar con mucha inteligencia cuales son las tareas en el momento que se abre. Pero más allá de las tácticas y las estrategias, tiene que ofrecer respuestas a las crisis descritas en el punto anterior.

 

  1. La política uruguaya, aunque con un mapa superficialmente reconocible, parece estar pasando del estado sólido al estado líquido. No es fácil imaginar lo que viene. Los actores necesitarán toda la virtud y la fortuna que puedan conseguir.

No la culpa, sino la responsabilidad hacia nuestro deseo (a propósito del ‘caso Errejón’) // Amador Fernández-Savater

Leyendo el comunicado de dimisión de Íñigo Errejón, me ha venido a la cabeza una y otra vez la conversación que mantuvimos la penúltima vez que nos vimos. Habíamos quedado para preparar la presentación de mi libro Capitalismo libidinal, él se mostró impactado y conmovido por la lectura en un grado para mí muy sorprendente. No interpreté bien las razones, pensando que eran de orden político. Ahora me doy cuenta de que se trataba de una resonancia mucho más íntima y personal.

 

En el libro se habla de la “pulsión de devoración”, ya sea de cuerpos o de objetos, o de cuerpos convertidos en objetos, que hoy tenemos grabada en lo más profundo de la carne, independientemente de si somos de izquierdas o derechas, de lo que pensemos o digamos de nosotros mismos. Esa pulsión destructiva se concreta en muchas formas distintas de “consumición” brutal del mundo que amenazan con llevar a un punto de no retorno la vida sobre la tierra.

Esa pulsión es “libidinal”. ¿Qué significa eso? Pues que está en el cruce “entre” lo personal y lo colectivo, lo íntimo y lo social, lo ontológico y lo histórico. No se trata simplemente del “neoliberalismo” o del “patriarcado”, sino de cómo estos se manifiestan en cada uno, en el cruce entre lo psíquico y las variantes de clase, género y raza.

Cada cual debe lidiar con la modalidad específica de su síntoma, del que es absolutamente responsable (aunque sea altamente inconsciente). Y a la vez esa pulsión hace masa en tendencias sociales, colectivas e históricas, altamente destructivas.

En ese cruce de lo libidinal reside para mí el enigma difícil en el que tropezamos una y otra vez las personas, y en el que tropiezan una y otra vez los proyectos de emancipación colectiva. Un enorme desafío a la vez personal y político en el que nos jugamos todo.

La generalizada degradación de la vida amorosa

En 1912, Freud escribe su texto sobre la “generalizada degradación de la vida amorosa”. Por degradación se refiere al corte y desencuentro entre la “corriente sensual” y la “corriente tierna” de la vida erótica. Cuando se ama no se desea, cuando se desea no se ama. Degradar el objeto de deseo, convertirlo en cosa desechable, se convierte entonces en el máximo goce. Habla de los hombres o, al menos, de la posición masculina sobre el mundo.

La situación no ha dejado de agravarse en cien años, con la generalizada pornografización de la vida amorosa. ¿Podemos transformarla? ¿Podemos hacerlo sin introducir en ella una nueva normativa, una nueva moralina, un nuevo autoritarismo? No tengo ni idea, soy pesimista al respecto. Pero sí que es posible y urgente inventar otras formas y reglas de juego, otros modos de cortejo y de invitación, éticas aún mínimas del goce de cada cual con respecto al otro. Nuevos ámbitos de ficción y representación incluso, donde las pulsiones agresivas puedan escenificarse sin producir efectos reales, sino satisfaciéndose en lo imaginario.

Es decir, hablando ahora en general, no podemos borrar las pulsiones destructivas con ninguna goma de borrar mágica, pero sí inventar nuevas formas para darles paso de otro modo. Sublimar su empuje, desviarlas de su dirección original, ponerlas al servicio de Eros. Freud pone el ejemplo del cirujano que corta el cuerpo para salvar la vida.

¿Qué nos requiere ese trabajo de creación de nuevas formas? Por un lado, el deseo decidido de revisarse uno mismo y transformarse. Por otro, la aparición de nuevos vínculos y complicidades. Una articulación diferente del trabajo personal y de la amistad entre diferentes como valor político.

En la política tradicional, mucho me temo, faltan ambas cosas. Por eso todo se fía a la implantación de “mecanismos de prevención”, protocolos y formalismos, reglas y reglamentos, en los que se delega la capacidad de escucha y atención, de interpretación y de respuesta. En lugar de inventar nuevas formas, en el engarce entre lo personal y lo político, se aplican formalismos. Pero el mal prosigue su curso…

Querer dudar, querer pensar

Lo libidinal, la degradación de la vida amorosa, ¿qué quiero decir con todo esto? Nos las tenemos que ver con cuestiones muy sutiles y problemas de una gran complejidad. No nos podemos permitir ninguna simplificación radical de las cosas. Necesitamos otro modo de pensar y problematizar estas situaciones.

En estos días oscuros busco desesperadamente a los amigos y las amigas para pensar y orientarme. Sólo con amigos se puede dar forma y sentido a lo que (nos) pasa. La amistad es justo esa posibilidad de conversar libremente, sin miedo al juicio o al “error”, de poner en las manos del otro nuestra vida al descubierto.

Hablo por ejemplo con mi amiga V. y nos preguntamos si los comportamientos machistas son exactamente lo mismo que la violencia machista, si encontrarse con un tipo que practica un sexo que no te gusta es agresión o una gran putada, si las mujeres pueden responder o son siempre víctimas pasivas sin agencia. Hablo con mi amiga M. sobre si estamos siendo capaces –los que queremos cambiar las cosas– de plantear verdaderamente otros modos de elaboración, justicia y reparación. Hablo con mi amiga E. de la complejidad del deseo y la sexualidad, de la incapacidad de los hombres para inventar nuevas formas (de ligue, de cortejo, de acercamiento) cuando han caído las antiguas. Hablo con mi amigo G. de los efectos que tendrá todo lo que está pasando en lo social, del desencanto creciente con la izquierda y la derechización social en respuesta. Etc.

Observamos los detalles, buscamos los matices, nos hacemos preguntas incómodas para nosotros mismos. Decimos y nos planteamos lo que no sabemos. Nos damos confianza para dudar, para vacilar, para discutirnos desde el amor y la confianza. Hablamos de todo lo que sentimos que no puede hablarse hoy en la escena público-mediática, donde cualquier complejidad parece cancelada, donde los claroscuros quedan aplanados, donde el cuestionamiento se interpreta como traición y el espectáculo de la crueldad amenaza con llevárselo todo por delante.

Mark Fisher llamó ya hace años a “salir del castillo de vampiros” que representaba para él el twitter de izquierda. Entre vampiros el trabajo de pensar se sustituye por el goce de señalar, condenar y excomulgar. En el castillo impera el moralismo, la idea de que sentir culpa, hacer sentir culpa, extender la culpa por todos lados, puede cambiar algo. Pero la culpa no cambia nada. Son golpes en el pecho que no producen ninguna modificación subjetiva, cursillos de reeducación amorosa, meras gesticulaciones sin efecto. Una vez pasada la tormenta de mierda, todo vuelve a su sitio.

Lo único que puede cambiarnos es el hartazgo de verdad con respecto a nosotros mismos y las ganas de vivir de manera distinta. No la culpa, sino la responsabilidad hacia nuestro deseo. La fuerza de la ola feminista ha sido contagiar un deseo positivo por cambiar, por mudar la piel, por dejar caer una forma de ser hombres y mujeres para darnos otra.

Abrirse a la conversación

No nos puede salvar nadie, si no nos habita ya un deseo valiente de revisión y autotransformación. Pero en el caso de que éste exista, un oído amigo, una voz amiga, pueden ser decisivos.

En estos días oscuros no he dedicado ni un minuto a pensar en los protocolos de vigilancia y castigo en Sumar, pero sí que me he preguntado muchas veces si en las estructuras de partido cabe la amistad donde se puede conversar y decirse la verdad.

No sé muy bien qué son las “nuevas masculinidades”, pero sí que la única que merece la pena es la que se atreve a la conversación en serio, a abrirse al otro para pedir y recibir ayuda, a pensar y pensarse, a hacer del pensamiento un gesto vinculante, una forma de vida

Bailar entre la servidumbre y La Libertad // Pablo Rojas Fernández

El Caporal, baile folklórico boliviano, supo ser un ejercicio de resistencia a través de la sátira. En el sarcasmo de la inherente vida encontramos el disfrute y al mismo tiempo la declaración política.
La danza encuentra su origen luego de la conquista de América, en el triple choque cultural de la cultura quechua/aymara, los sambos negros y los esclavistas españoles. Su nombre hace alusión a aquel esclavo de origen africano o del Abya Yala que por deseo o instinto de supervivencia se convertía en el gerente de la empresa esclavizadora. Su existencia era penosa, por el mínimo poder pero sobre todo por dejar de sufrir al mismo nivel que sus iguales, se entregaba en cuerpo a ser una maquina de tortura para sus iguales. Se le entregaba -hoy en día es igual en la danza- un látigo y un sombrero. En una mano cargaba la distinción de ser el esclavo diferencial y en la otra el arma de sometimiento de los suyos y de él mismo, recuerdo permanente de su condición miserable. Aun así hay otro detalle que se conserva en el traje del baile satírico, que son los cascabeles en las botas: suenan al ritmo de la música, mezcla de ritmo africano y precolombino. Pero sobre todo es la representación de las cadenas. Las cadenas que sonaban al caminar. En el baile se ejemplifica eso en el ritmo metálico, fuerte estruendo de masacres.
El Caporal mantiene una esencia irónica, pero dio una vuelta más. Ya no es la evidencia de la burla frente al traidor de clase, raza y continente: es una aspiración, el baile más escuchado y poblado en las fraternidades de la colectividad boliviana. ¿Acaso nosotros pasamos de la vergüenza ajena colectiva hacia este personaje a la aspiración de un ascenso social que incluye esclavitud? La esclavitud es algo que quedo marcado en nuestra sangre. Pero ahora aspiramos ser aquel caporal que a través de el taller textil, en los nuestros, encuentre esa plata y oro del cerro de Potosí. Aprendimos las formas más brutales de este mundo nuevo que nos presentó la ampliación del mercado mundial capitalista y católica.
Moral aparte me queda otra pregunta para algún ensayo que flota en mi cabeza y que requiere más letras que este texto; ¿Podemos exigir que no reproduzcamos y que no aprendas estas formas de arcaico capitalismo salvaje? ¿Podemos exigir que no seamos los mejores aprendices de la más brutal masacre de la historia y que ese no haya sido el precio a pagar?
Lo esencial es invisible a los ojos, pido permiso para el cliché por que no tengo la capacidad de encontrar otras palabras claves. Esencial e invisible es lo que se me viene a la cabeza cuando pienso en la masiva migración de países limítrofes a Argentina. El sujeto migrante como actor social se encuentra en un limbo, en un velo que no queremos correr. Desde la fuerza productiva de la salida de la crisis dosmilunera a través de la salada y el ascenso social de las marcas locales de shopping con la mano de obra esclava con la misma calidad de avenida Avellaneda. Siendo millones de seres humanos con recorrido territorial, no somos sujetos activos en la vida pública y la opinión política coyuntural. No somos quienes alzamos la voz y somos una colectividad pensada en el molde de los guetos.
En el país de la Patria Grande, casi un tercio del padrón electoral de la Ciudad de Buenos Aires es migrante. Y aun así no hay una representación fáctica de esto en el escenario político. Ni siquiera de las generaciones siguientes con nacionalidad argentina. ¿Por qué es esto?
La lógica de la militancia, militante-militado, no permite una dinámica horizontal, solo se permite la verticalidad de la verdad. Esa verdad que el militante tiene que transmitir al militado. Esa iluminación.
En esa relación, mal concebida, encuentro la respuesta a esto. Nosotros, los habitantes de los guetos, no somos cuerpos de originalidad política, somos el territorio descapitalizado que se recapitaliza con el conocimiento de la asistencia social. la política, la academia y el mercado. Entonces somos cuerpos sin nombre, sin identidad, invisibles pero esenciales. Invisibles como sujeto colectivo con capacidad de participación política de la ciudad que construye, más esenciales para la reproducción de la misma como capital mercantil de conocimiento o de trabajo esclavo. 

Así nosotros ejercitamos la sensibilidad de reconocer la injusticia, aun cuando se disfrazaban con las ropas de los derechos.
Todos los años en el mes de octubre -siempre se repite ese mes en nuestras vidas- en la ciudad de buenos aires desde hace más de 15 años, se realiza Buenos Aires celebra Bolivia. Una fiesta de colectividades en la agenda del gobierno de la ciudad, impulsada por el mandato de Mauricio Macri. Ironía de por medio, en la Avenida de mayo se recrea la entrada del carnaval de Oruro en Bolivia, bailes típicos, comidas y una celebración de una presencia fugaz, una vez al año, y exótica, disfrazados con nuestras mejores ropas. Macri reconoció esto y otorgó ese pequeño espacio.
La política nacional sin embargo, nunca lo entendió como una declaración política de un nuevo actor de la metrópoli, sino que ignoró este suceso. Años participando de esta fiesta y los transeúntes argentinos proseguían sus vidas por la vereda sin reparar en los ritmos ajenos de las bandas y los olores de la música. No había ninguna interacción necesaria con ningún sujeto en ese espacio compartido.
Sin embargo este año hubo algo que me descoloco en cuerpo completamente. Al final del recorrido, de unas diez cuadras aproximadamente, se encontraba un único stand. El premio por largas cuadras de bailes desgastantes y cansancio de la electricidad del cuerpo feliz era La Libertad.
La Libertad Avanza colocó un único y solitario stand en la fiesta más grande y masiva de la colectividad Boliviana en Buenos Aires. Como si fuese el podio de victoria, reciben a los bailarines y al público que asistía y acompañaba el recorrido. Entendieron y visibilizaron algo. Los lugares donde emerge la potencia política son aquellos donde el territorio es el que se mueve y no los promotores de ideas hacia este. La sagacidad está en reconocer cuándo es que este territorio está en movimiento. El propio territorio es; en su fiesta, encuentra en los primeros ojos que lo ven, un actor una empatía.
Somos enemigos, somos los migrantes que usamos y abusamos de la salud pública y la educación universitaria gratuita. Pero somos también sujetos políticos, encuentro en horizontalidad. Cuando nos ubican en sujeto de existencia, nos dan una entidad. Esa entidad que nos fue negada y sólo reducida a sujetos de inclusión desde una perspectiva desigual. Incluso el enemigo, no la víctima, para poder elegirlo como tal, requiere si o si un reconocimiento, requiere el Ser. 
Las cholas, con los pies destruidos y el ritmo todavía en la sangre, con el sudor y el golpe de calor, con la presión por los suelos, se sumaban con total entusiasmo a la cola para afiliarse al partido. Un partido que si le dieran la oportunidad, nos convertiría en simple mano de obra esclava y enmudecida, en invisibles sujetos esenciales para ese anarcocapitalismo salvaje o ese neo-neoliberalismo. Pero, un momento ¿no es acaso eso lo que ya somos y lo que fuimos? ¿Acaso no es exactamente eso el papel que jugamos hace más de 30 años?
Transité esta contradicción en mi cuerpo. Había un odio. Un odio hacia esa militancia boba, esa militancia que nunca estuvo al final de la fiesta, esa militancia que solo nos entendió como “economías populares” o territorios de militancia de la “orga”. Los culpe por esta decepción en mi, por ser políticamente ignorantes. Por hacernos muchas veces invisibles y esperar a cambio una complicidad política sin entender que esta se forma por fuera de la teoría de los afectos y transitando estos realmente.   
 
  

Arte, política y eternidad. Un apunte sobre el Spinoza de John Berger // Diego Tatián

En dos ocasiones escribe John Berger en El cuaderno de Bento que Rembrandt era vecino de los Spinoza (“vivía a dos calles de ellos”) en el barrio judío de Ámsterdam, que entonces se llamaba Vloedenburg y hoy Waterlooplein. Ningún indicio concreto ha llegado hasta nosotros de que el mayor filósofo y el mayor pintor (que era veinte años más viejo) del Seicento amstelodano se hubieran conocido. Rembrandt vivía en Vloedenburg al parecer atraído por el rostro de los judíos que tomaba como modelos para pintar escenas bíblicas, e ilustró un libro de Menasseh ben Israel, maestro y una de las personas más próximas del pequeño Baruch. Es posible conjeturar que se cruzaron alguna vez en el taller del viejo Van den Enden, o en alguna puesta en escena teatral en la que participaban sus aprendices de latín (conforme la ratio studiorum jesuítica que recurría al teatro pedagógico, en este caso como método de enseñanza de la lengua latina). 



No sabemos si Rembrandt asistió a las representaciones de las Troyanas de Séneca, de Andria y Eunnuchus de Terencio, o a la de Philedonius, escrita por el propio Van den Enden y estrenada el 13 de enero de 1657 en el teatro de la ciudad –en todas ellas actuó quien ya era Bento, tras haber declinado ser Baruch luego de la excomunión. Sí sabemos que en 1664 Rembrandt asistió a la puesta en escena por Van den Enden de una pieza teatral de Lodowijk Meyer (buen amigo de Spinoza), y que se inspiró en ella para la composición de Lucrecia –pintura de 1664 cuya atribución al pintor del Rin ha sido no obstante recientemente puesta en duda. Pero esta vez no sabemos si en esa ocasión lo hizo Spinoza, quien ya por entonces vivía en Voorburg. 

Tal vez sea posible una superposición de esta improbada y plausible relación entre Spinoza y Rembrandt con otra incierta vinculación histórica de enorme fuerza sugestiva. Según una fascinante investigación de Patrick Bucheron, aunque ningún documento lo corrobore de manera directa, un conjunto de pequeñas pistas alienta la presunción de que Maquiavelo y Leonardo no solo habrían tenido contacto en varias ocasiones durante 1502 como partes del séquito que acompañaba a César Borgia, sino que sus destinos se cruzan en torno a un monumental proyecto de ingeniería hidráulica: el desvío del río Arno. No existen rastros del Segretario Fiorentino en las libretas de Leonardo, ni menciones del artista de Vinci en las cartas de Maquiavelo; sin embargo, algunos de esos dibujos y algunas de esas cartas testimonian una sugerente comunidad intelectual (que involucraba la estrategia militar, el arte dello Stato, el dibujo, la ingeniería…) en torno al proyecto sobre el Arno.

Según una antigua leyenda -recientemente reproducida por Antonio Damasio-, Spinoza habría sido el modelo usado por Rembrandt para pintar al pequeño David en su cuadro Saúl y David. Hubiera sido hermoso que así fuera. Imaginé este diálogo (se llama “Pernambuco”) para una obra teatral que me encargó escribir el dramaturgo Jorge Eines, en la que estamos trabajando ahora.

 

En un atelier poco iluminado, un joven posa para un pintor demacrado y vencido, que parece muy viejo aunque no lo sea.

 

REMBRANDT: Cuando ponía mi caballete en la Calle Ancha de los judíos tú eras solo un niño. A veces me pedías que cruzáramos por el puente nuevo a la isla de Vlooienburg, a donde tu padre no te permitía ir.

BARUCH: Lo recuerdo. Años después era Titus quien me pedía que lo llevara a la isla, cuando ibas con él a la casa de Menasseh.

REMBRANDT: No te muevas, Baruch. Inclínate un poco más sobre el arpa. Agacha la cabeza. Así. No creas que estás perdiendo el tiempo, voy a pagarte bien por ser mi modelo.

BARUCH: ¿Por qué te interesa pintar esta historia de Samuel? ¿Crees que la música calma del tormento?

REMBRANDT: No me interesa la música sino el odio. Después de matar a Goliat, de manera inmerecida David se granjeó la envidia y el odio de Saúl. Aunque combatió para él y siempre le fue fiel, Saúl le arrojó una lanza para asesinarlo a traición, mientras tocaba música para él. David se agachó justo a tiempo y se salvó de milagro.

BARUCH: También yo salvé mi vida milagrosamente, hace pocos días. Un desconocido intentó apuñalarme a la salida del teatro. Ahora me gano la vida como puedo. Trabajo de modelo para artistas y fabrico material óptico. Debo ganarme la vida de algún modo. ¿El odio me perseguirá toda la vida, maestro? Es lo que le sucedió a David.

REMBRANDT: No levantes la cabeza, Baruch. Mantente inclinado. Debes irte de la ciudad, el odio no suelta. Y ni siquiera así estarás a salvo. También huyó David, pero el rey lo persiguió con el propósito de concluir la tarea en la que había fallado. Hasta que una noche David pudo robarle la lanza.

BARUCH: ¿Por qué pintaste al rey con atavíos orientales? No es la vestimenta de un judío.

REMBRANDT: Es que yo no pinto reyes, ni judíos; pinto cuadros. Sólo cuando trabajo hago lo que quiero sin rendirle cuentas a nadie. Esta tela no me la encargó ningún comerciante rico que se crea habilitado para decirme cómo pintar; la hago porque quiero. Es un Saúl oriental, podría haber sido chino o negro.

BARUCH: ¿Por qué no pintas a David como negro? Me hubiera gustado ser negro. Si no consigo prosperar aquí he pensado viajar a Pernambuco, vivir y trabajar con los negros y los indios que acaban de echar a los holandeses.

REMBRANDT: David no será negro. Te busqué por tus rasgos judíos, justamente.

BARUCH: ¿Crees que el odio me perseguiría hasta Pernambuco? Ayer me crucé casualmente con uno de mis viejos amigos, con quien solíamos reírnos de las supersticiones rabínicas. Me dio vuelta la cara sin siquiera saludarme. Tampoco mis hermanas se acercan.

REMBRANDT: Debes dejar de intentar que se te acerquen, muchacho. No lo harán. Las personas son brutales con quien está caído. Viven contraídas en el miedo, por eso maldicen y calumnian. Maldecir a otros es una manera de protegerse. He pintado cientos de rostros, Baruch; he visto algo profundamente canalla en la humanidad. Es buena idea vivir en Pernambuco. Allí hay un mundo nuevo. Si ya no fuera tan viejo y si Titus no necesitara tanto de mí, también yo lo pensaría. Vivo acosado por aprovechadores de todas las calañas. Acabarán quitándomelo todo.

BARUCH: Vámonos a Pernambuco, maestro. Estoy seguro de que Saskia hubiera querido ir. Lamentablemente ya no está. Tú, el pequeño Titus y yo. Empezaríamos una vida nueva entre gente que quizá no es como la que observas en los ojos de quienes posan cuando te encargan retratos.

REMBRANDT: Creo que acabamos el trabajo por hoy. Vamos a la taberna, te invito a beber. Créeme, si tuviera tu edad, no lo dudaría, lo dejaría todo y embarcaría hacia Pernambuco…

 

***

Haya o no conocido a Rembrandt, lo cierto es que Spinoza mantuvo un vínculo más que episódico con artistas visuales: los tres caseros a quienes alquiló una habitación tras la excomunión (en Rijnsburg, en Voorburg, en La Haya) lo eran. Uno de ellos le contó al pastor Colerus, según transmite en su antigua biografía, que Spinoza mismo dibujaba (“…aprendió por sí mismo la pintura, hasta poder dibujar a tinta o carbón a cualquiera…”), y que le enseñó un cuaderno de dibujo que había pertenecido al filósofo: “lo tuve entre mis manos…”, escribe Colerus para no dejar lugar a ninguna duda. En él, Spinoza se habría autorretratado vestido como Masaniello, revolucionario napolitano decapitado el 16 de julio de 1647 por encabezar una revuelta antiespañola en su ciudad natal. Lo cierto es que, de haber existido, el único vestigio que nos ha llegado de ese cuaderno es la mención de Colerus, de cuya veracidad no hay razones para desconfiar –pues de todos los relatos biográficos existentes, aunque adverso, es sin duda el más riguroso y completo. 

Apenado por esa omisión del tiempo que nos escamoteó ese precioso objeto para siempre, John Berger decidió rehacer el cuaderno perdido con un bloc de dibujo que le regaló un amigo polaco, impresor. “Con el paso del tiempo… los dos -Bento y yo- nos hemos diferenciado cada vez menos. En lo que se refiere al acto de mirar… nos hemos hecho hasta cierto punto intercambiables”.

Berger dibuja (a veces solo con tinta, saliva y un dedo) arándanos, ciruelas, lirios, magnolias, una bailarina española, una bicicleta, una Crucifixión de Antonello da Messina, un gato, un retrato de Chéjov con una anotación manuscrita, en inglés, de la proposición de la Ética donde se lee que “sólo los hombres libres son muy agradecidos entre sí”; un bufón de Velázquez, una mano… y, como Spinoza a Masaniello pero en este caso del natural, “un retrato a carboncillo… del Subcomandante Marcos en Chiapas, poco antes de las navidades de 2007”. Silenciosos en la sencilla cabaña de Chiapas donde se resguardan, el sub no se quita el pasamontañas en ningún momento. “Por fin abro mi cuaderno de dibujo y escojo un carboncillo. Veo la parte inferior de su frente, los ojos y el puente de la nariz. El resto está oculto bajo el pasamontañas y la gorra”. El dibujo del cuerpo de Masaniello con rostro de Spinoza que vio Colerus era el de “un pescador dibujado en mangas de camisa y con una red de barco sobre el hombro derecho…”. 

Esos dos dibujos trazan una línea invisible entre los siglos para dejar, apenas plasmado en carbón deleble, la persistencia de la rebelión humana. Siento que es precisamente ese, el dibujo del rostro oculto de Marcos y ningún otro (sea de ciruelas, de lirios o magnolias…), el que logró restituir el viejo cuaderno perdido de Bento.  

                                          

 

Algunos han considerado que es en ciertas obras de arte donde se revela la experiencia de la eternidad, por su inmediata inscripción en Dios. En su Studiolo, Giorgio Agamben encuentra en la Lièvre mort… -y otras naturalezas muertas- del pintor de bodegones Jean-Baptiste-Siméon Chardin la revelación de lo que no está ni se explica por el tiempo: “Tal vez [Chardin] sea, como se ha sugerido, un spinozista que ve todas las cosas en Dios. Incluso las escudillas, los jarrones de mayólica y las ollas de cobre”. Pero únicamente John Berger ha insistido en que el hallazgo de la eternidad según Spinoza es eso que deparan algunos momentos que solo el compromiso político es capaz de atesorar. 

En Con la esperanza entre los dientes -donde Berger explora la belleza y persistencia del compromiso social y nuevas formas del activismo político en favor de los seres humanos sometidos y desplazados en todo el mundo- se afirma que un “multitudinario” anhelo de justicia crece en las sociedades, pero no deja reducirse a un “movimiento” -es decir un colectivo organizado que avanza hacia un objetivo preciso-, sino que se expresa como una infinidad en expansión de decisiones personales, iluminaciones, sacrificios, nuevos deseos, encuentros, pesares, memorias… “La promesa de un movimiento es su victoria futura, mientras que las promesas de esos momentos incidentales tienen un efecto instantáneo… Momentos así son trascendentales, como ningún ‘resultado’ histórico puede serlo. Son lo que Spinoza denominaba lo eterno, y son tan multitudinarios como las estrellas…”. La eternidad por los astros.

Unas páginas más adelante la revolución misma es considerada una de esas estrellas: la eternidad spinozista es puesta en vinculación con un pasaje en la que Gioconda Belli narra la entrada sandinista en Managua tras el derrocamiento de Somoza. Ese momento, escribe Berger, “existe en el pasado, el presente y el futuro”, con total independencia del destino de la revolución. “Lo eterno, según Spinoza (que fue el filósofo más querido por Marx), es ahora. No es algo que nos aguarde, sino algo que encontramos durante esos breves y no obstante intemporales momentos donde todo enlaza con todo y ningún intercambio es inadecuado”.

Esa experiencia de eternidad que tanto buscaba Berger, no es algo que ya está ahí sino siempre resultado o efecto de lidiar con el reino de la necesidad. Las memorias, las fábulas y las parábolas que orientaban la vida humana -dice- fueron siempre el precipitado de “la lucha, perenne, atroz y ocasionalmente hermosa, de vivir con la Necesidad”, con cuerpos que se tocan y se aman o se aborrecen y se combaten. En su totalización desmaterializada y digital, la sociedad del espectáculo acaba por sustituir las cosas con o contra las que obtener un sentido. Precipita una pérdida del mundo. Y con él la promesa de una experiencia de la eternidad, de no ser por las personas que aun confían en transformarlo para preservarlo, volverlo más justo y habitarlo.

La guita a laburar (agarrá la pala) // Agustín Valle

1- La identificación común con el ánima capitalista, es decir, que multitudinales almas se autoperciban como sujetos de mercado (emprendedores o empresarios que nomás aún no llegaron a tener sus empleados), es funcional, por supuesto, a los “intereses objetivos de las clases dominantes” -quienes se benefician en concreto y actualmente, es decir gobiernan-, pero es, también, un modo de autogestionar las intensidades existenciales, de armar una vida, con todo, partícipe del realismo dado.

Agarrar unos mangos, poner unas fichas, tirar unos tiros… Y mientras, ver el espectáculo de que otros -más o menos privilegiados- caigan en escarnio; ver el espectáculo de que lo podrido se rompa del todo, de que lo corrupto se corte por lo sano. Que otros sufran, que pierdan, que retrocedan veinte casilleros en el juego de la vida, es vivido como triunfo propio en una estricta lógica de competencia.

¿Y qué triunfos hay, en la vida, qué triunfos ofrece la vida? Gozar de triunfos, de algunos triunfitos al menos en esta vida, ¿no es un anhelo pasional común? (El último Mundial dejó mucho para investigar). ¿Qué goces triunfales ofrece la vida común? Lo que gritan los nenes jugando al metegol… Durante un siglo y medio, el juego de la vida tuvo el relato de lucha de clases. Era vivir sabiendo que en la época existe deseo de revolución (en el doble sentido de saber, sensorial y discursivo). La Victoria… En el siglo nuestro, como es -con perdón- sabible, ganarle a los poseedores de capital, a los núcleos y las redes del capital, parece directamente fuera de lo concebible. Ni necesita argumentarse: es obvio. La superioridad de los mega ricos se naturalizó hasta volverse tanto invisible como idolatrada, intangible. Ha desaparecido incluso la palabra “burguesía”. Quizá cuanto más se naturaliza y vuelve incuestionable el poder cronificado de las elites, más crece el recelo horizontal, el odio por cualquiera, más se come dolor ajeno -ajenizado- como alimento propio. El último Mundial dejó mucho por investigar…

2- Una inmensa ciudad sin monumento al albañil. Insólito; revelador. Hay centenares o miles de monumentos de cosas, lugares, personas, personajes; ¿no tenemos monumento al albañil, hacedor de la ciudad? Es que el capital pasa por hacedor. “El desarrollador”. Los que hacen no son dueños, ni autores siquiera, no son creadores; en lugar de su potestad está el capital, que, en sí, no hace: manda. Y se dice cual reto o castigo agarrá la pala.

Las tarifas subsidiadas «eran mentira», el poder adquisitivo del salario «era ficción». Pero si todo lo que vale, o mejor dicho, todo lo que tiene valor efectivo, concreto, presente (no como el dinero que solo es medio-para, totalmente inútil en sí), ¿No es acaso una ficción, que, por ejemplo alguien “tenga mil millones de dólares”? ¿Qué significa eso, qué es lo que tiene, qué son esos “mil millones de dólares”? Unas fichas poderosas en el juego de la laif. Fichas, llamadas dinero, que organizan la repartija de recursos y derechos (fácticos); lo que gobierna no son las fichas: son las reglas. ¿No es una ficción regente, la concentración de la riqueza?

¿Cómo habla el capital? Dice: “poner la plata a trabajar”. Sintomática frase, confesional de lo ficticio del regimen dominante. Donde por cierto “agarrar la pala” puede adoptar otro sentido, ligado a la narcosis de fuerza artificiosa útil para realizar la delirante ficción de la valorización financiera, la locura de la “guita haciendo guita”, verdad dominante de la época.

“Antes que meterme a un laburo que me saca la vida, me conviene reventar el derpa que me quedó de mi abuelo y poner esa guita a laburar. Tengo un pariente broker y me la maneja. Pongo una parte a riesgo alto, otra a riesgo bajo, y si funciona, porque obviamente puede fallar, puedo vivir de eso”. Quien así habla no expresa su manera de pensar, ni su ideología, sino lo que las reglas del juego del capital dispone. Como quien pone su sueldo en una empresa para disminuir su desvalorización. El capital ordena las vidas. Lo que al capital le conviene es lo que obviamente y en en sí conviene. Vale más -goza más derechos- la guita puesta a trabajar, que el trabajo de las vidas. Ese valer más -ese plusvalor- es también político, es ontológico: es el capital la autoridad, la verdad, el ídolo -y sus encumbrados poseedores, los únicos héroes, en el lío humano, del actualmente entronado sicario celestial.

17 de octubre. Tres archivos y algunas preguntas // Diego Sztulwark

En 1956 escritor Ezequiel Martínez Estrada dejaba impreso su diagnóstico del peronismo en un libro catártico en un libro cargado de desconfianza hacia Perón titulado ¿Qué es esto?. Con el subtítulo “Los habitantes del sótano”, describía la emergencia de un sedimento social que nadie habría reconocido en la superficie de la ciudad. Se trata de una fuerza tremenda y agresiva que hacía peligrar los cimientos de una sociedad que creía constituida en su ignorancia de un pueblo vivo, nunca tomado en cuenta, que marchó por Barrio Norte amenazante con sus cuchillos de matarifes. Lumpenproletariät. Era el pueblo del Himno, largamente olvidado, que ahora aparecía enceguecido ya no al modo del ”electoralismo de Yrigoyen”, sino del “obrerismo de Perón”. Para esta “nueva clase” se trazó, dice Don Ezequiel, una nueva filosofía, una sociología y una religión peronista con códigos  y doctrina. El desfile de aquella “horda silenciosa”, que portaba carteles anunciando revanchas, llevó al escritor a anotar: “sentimos escalofríos”. 


A mediados de 1987 el historiador ingles Daniel James comenzó a registrar la historia de María Roldán, hija de inmigrantes que llegó en los años 30 a Berisso. Allí fue trabajadora en un frigorífico y dirigente sindical. Berisso era entonces una ciudad nueva, poblada por trabajadores migrantes del norte argentino e inmigrante europeos. Doña Rosa participó de una de más de tres meses y fue una destacada agitadora el 17 de octubre. Según le cuenta a James, los días previos fue fundamental la figura de Cipriano Reyes, dirigente sindical de la carne y fundador del Partido Laborista, con el que Perón se presentó el año 46 a elecciones presidenciales. Reyes recorriendo los primeros días de octubre sindicatos y fábricas de todo el país. La idea de un paro, de una gran acción obrera, ya estaba en la mente de los activistas desde antes de que Perón cayera preso. Para María, que el día 17 llegó a Plaza de Mayo y conoció al Coronel por amor al cual el pueblo se ponía en marcha, aquellos acontecimientos merecen ser recordados como la Bastilla argentina (El testimonio completo fue publicado en el libro Doña María, 2004).


Los “archivos de octubre” es el título del capítulo del libro González Perón, reflejos de una vida (2008), en el que Horacio González repasa las actas de la reunión de la CGT del 16 de octubre del 45. Mientras los trabajadores toman las calles, los dirigentes algunos de ideología socialista, otros sindicalistas, pertenecientes a la industria del vestido -Méndez- o ferroviarios como Perazzolo, Aparellas o Manso, discuten sobre la naturaleza de los pasos a seguir ante la detención de Perón, a quién le reconocían la aplicación del programa democrático-laboral aplicado desde la Secretaría de Trabajo y Previsión. ¿Los términos de este agradecimiento debían implicar el reconocimiento de un liderazgo? ¿Se debía defender la libertad de un Coronel del ejército argentino desde los sindicatos como se defiende a un jefe de la propia clase (haciéndolo “primer trabajador”)? Los argumentos proto-peronistas chocaban con los elementos provenientes de la tradición socialista y anarquista: asimilaban el nombre Perón con las conquistas colectivas y proponen hacer con el instrumento propiamente obrero, la huelga, una lucha por la libertad de un militar no afiliado a la central. El mito personalista como realizador de la comunidad estaba en marcha. 


La multitud trabajadora y la plaza repleta, la huelga y la asamblea reconocieron en Perón -no sin conflictos por la jefatura, por ejemplo con el laborista Reyes- al hombre mediante el cual sus derechos políticos y sociales serian ampliado y asegurados. Alejandro Horowicz, autor de Los cuatro peronismos (1985) supo describir las mutaciones del peronismo: un peronismo con Perón en el gobierno (Perón con Eva), uno segundo en la resistencia, uno tercero posterior al Cordobazo, el fusilamiento de Aramburu y la irrupción de la Juventud Peronista y uno final, tras el fracaso del pacto social y la muerte de Perón. El autor no cree posible un quinto peronismo. A su juicio el peronismo se quedó sin “tarea histórica”. El razonamiento no tiene por qué ser complejo: si el peronismo supo ser la forma política por medio de la cual la clase trabajadora argentina dio sus luchas por democratizar el conjunto de la sociedad, la derrota del 1976 clausuró los términos de ese juego liquidando la potencia de ese sujeto histórico.

Luego de la renovación peronista y tras una década de menemismo, en la que el partido de Perón y la CGT se comprometieron con la destrucción de derechos laborales y con la impunidad de los genocidas del 76, una generación aprendió a desandar las identificaciones lineales. Si Cooke advertía que había lucha de clases dentro del peronismo, y esa lucha dentro del movimiento había sido violenta en los setentas, en los noventas se hizo la experiencia de resistir a un gobierno peronista que en lo esencial hacía suyo el programa del consenso de Washington. Fue la crisis de 2001 la que terminó de mostrar el final de todo un ciclo histórico: una sociedad desindustrializada, privatizada, con altísima desocupación y precarización laboral. Las multitudes empobrecidas que desfilaron aquel verano por las calles fueron testimonio vivo de la mutación del patrón de acumulación de capital y de las formas de organización del trabajo. Si el kirchnerismo resultó ser un emergente de estas transformaciones, y si supo recobrar de otro modo al peronismo, no profundizó en un programa capaz de imaginar una nueva articulación entre producción y derechos capaz de cuestionar estructuras a partir de la fragmentación de las fuerzas del trabajo.

Hoy, 17 de octubre, ante un gobierno que ofende y con estudiantes y trabajadores de la educación en las calles, los archivos y las preguntas se convierten en grandes aliados. Las preguntas se imponen por sí mismas: ¿cómo evitar que las identidades se congelen impidiendo que los legados se vivifiquen en términos de protagonismos populares efectivos? ¿Cómo hacer confluir en un pueblo real a las formas sobrevivientes del trabajo con las figuras del trabajo precario e informalizado, pero también cómo converger entre las diversas formas de vida y sexualidades que recorren en un mundo popular en un movimiento de impugnación al presente? ¿cómo se hace para responder al poder que el mundo digital ha acumulado sobre el mando del trabajo y la comunicación política? ¿Qué tipo de líderes y de organizaciones populares pueden acumular la fuerza necesaria para plantear el problema de la imposibilidad del pago de la deuda sin hipotecar la vida de los jubilados, estudiantes y trabajadores? Archivos y preguntas, juntos, son nuestros compañeros. 

El asco // Abel Gilbert y Diego Sztulwark

El drama argentino nos deja sin palabras, una y otra vez. ¿O será que los signos hieden y no nos dejan hablar? “Algo podrido hay en el reino de Dinamarca”, dice el soldado Marcelo, a comienzos de Hamlet, toda una metáfora sobre un sistema de autoridad y un gobierno corrupto y desintegrado. El espectro de un padre asesinado los circunda y cuando Marcelo lanza su sentencia, capturada en la posteridad por la lengua política, Horacio, el amigo del príncipe dice: “los cielos nos guiarán”. Qué imagen más apropiada de esta era envilecida por una gramática por la que se cuela el mesianismo. 

Si lo podrido entra de la mano de Shakespeare en el repertorio de metáforas sobre una trama, los últimos acontecimientos parlamentarios, palaciegos y mediáticos nos devuelven la sensación que emana de la descomposición: el asco. Cómo no experimentarlo en cada gesto y uno en especial en las últimas horas: el festejo del 12 de octubre, recuperado como victoria civilizatoria por las armas y la cruz, que se acompañó en X de un breve video en el que se muestra cómo la bota de Cristóbal Colón pisa el territorio que le era incógnito. De lo que se trata es de volver a aplastar (con una bota) y por eso se comunica sin ambigüedades. Lo obsceno de una lengua sin pudores. Las piruetas, pantomimas y ademanes de los últimos 10 meses provocan esa repugnancia. La propiedad de lo asqueroso se adhiere a la superficie de nuestros días como una capa de lo lípido. Unos ríen y otros tienen arcadas. En 1979, Charly García y Serú Girán la asociaban a “la grasa” y repetían una y otra vez que no se bancaba más. 

Lo sensible, lo discernible y discursivo convergen. Es un lugar común considerar paradigma de lo asqueroso a un cuerpo en descomposición, especialmente humano, sometido a los cambios de textura, color y olor de la carne de lo que alguna vez funcionó como máquina. La ultraderecha suele invocar la necesidad de una limpieza y una asepsia, aunque por razones completamente distintas. En este caso pensamos en el asco frente una manera de administración de lo viviente.

Cuando se siente asco el primer impulso es evitar el contacto con el objeto. Pero acá se trata de una trama, un sistema, una cultura algo más que odorífera o visual (las ficciones televisivas no los recuerdan cuando irrumpe un vampiro o un zombi caníbal, figura qué, recordemos, ha sido apropiada por la ultraderecha para representar el rechazo visceral hacia el otro). El filósofo húngaro Aurel Kolnai situaba al asco como una emoción repulsiva junto al miedo y al odio. Colin McGinn señala en El significado del asco que las tres emociones no son en ningún caso idénticas. El miedo puede ser entendido como prudencial, el odio como moral y el asco como estético. A riesgo de reducir las distancias que postula el ensayo, ¿no sentimos todo a la vez y cada vez con mayor intensidad desde que se apoderaron del Estado sus declarados destructores? 

Sentir asco es querer evitar sus emanaciones, pero esa posibilidad ha sido clausurada. La repugnancia es nuestro estado. No podemos escapar ni, por ahora, encontrar un programa de salida certera o que los haga retroceder. El presente es también una disputa territorial y simbólica entre aversiones profundas, aunque muchos todavía no lo puedan percibir de esta manera. 

Los procesos de ampliación de derechos supusieron luchar contra el asco de clase, el desprecio de las elites hacia los sectores sociales menos desfavorecidos, también expresado en cuestiones de raza, género, discapacidad y orientación sexual. George Orwell lo comprendió al escribir El camino a Wigan Pier, en 1936, en un intento de adentrarse en las condiciones de vida de la clase obrera en una zona industrializada tras la crisis mundial. Marca ahí que la actitud de la clase alta hacia la gente “corriente” es la de una “superioridad burlona salpicada de arrebatos de odio depravado” que luego se extiende a sectores medios. Una de las formas del asco entraba por la nariz: “las clases bajas huelen”. La ultraderecha obra ha decidido recuperar ese desdén: lo económico y cultural incluye una mirada de los descartados como miasma. Al demoler un andamiaje y violentar las relaciones sociales vuelve normativa su repulsión en todas las áreas.

Señalamos al pasar “desprecio” y esa es la otra cara de la moneda que se intercambia delante de nuestros ojos sobre la que vale la pena señalar algo más. El poeta José Carlos Agüero nos habla del desprecio como afecto central en la vida política. Lo hace desde el Perú, pero en consonancia con lo que otros captan en otros países vecinos. El desprecio es para él “la soledad y la herida del vínculo social. La fragmentación de los sujetos, la perdida de sus redes, la banalidad o intrascendencia de sus interacciones” que desfonda instituciones. Es el deshilván entre el tejido social entre pares “y las articulaciones más complejas (verticales), haciendo casi impracticable la intermediación”. Es también condena a una “soledad profunda, estructural” que resulta de largas décadas de “políticas neoliberales y su mandato de éxito personal sin importar los medios y sin ningún otro fin que no sea el beneficio personal”. El desprecio es un medio político en el que se valora “la trampa, la vileza y el resultado por sobre cualquier evaluación moral”. Es la perdida de todo referente común para convivir”. El triunfo del cinismo “como actitud existencial”. La normalidad constituida “sobre la base de multitudes solitarias”.

 

El desprecio sustituye por todas partes a las prácticas de reconocimiento en las que se funda la legitimidad. Así lo describe Rodrigo Nunes, politólogo de la misma generación de Agüero, desde el Brasil . Para él, las élites ya no reparan en los requisitos elementales de obligación que los ataron en el pasado a sus subordinados. La relación de dominación ya no cuenta con el derecho de los dominados. Sucede como si el capitalismo, a partir de un cierto momento -¿2008?- hubiera entendido -y hubiera decidido- que la velocidad era su último razonamiento possible Reestablecer la legitimidad es demasiado caro, demasiado problemático, demasiado pantanoso. Lo que conviene es simplemente acelerar (la bota que vuelve a un primer plano aspira a algo más que dejar su huella: refundar un orden con premura, mientras dure el estupor y el asco que paraliza).Poner a la sociedad a pedalear cada vez más rápido. ¿Por qué iban a importar la palabra y el cuerpo de aquellos con los que ya no se cuenta para nada (apenas consumir imágenes, repetir consignas y acatar nuevas interdicciones)? 

El desprecio surge del desdén por todo lo que no sea acelerar. Es un modo de gobierno que no precisa convocar espacios públicos de debate, ni dar explicaciones ni tomar en consideración la palabra de los demás.

La semana que pasó nos muestra que la dinámica del desprecio gubernamental tiene su fase menemista más pura (un clasismo incontaminado que con ocasionales de exabruptos populistas de ultraderecha): “Marchas, paros, tomas. Quieren derrocar al presidente con más huevos de la historia. Están avisados zurdos, después no lloren DDHH y lesa humanidad”, dice una publicación retuiteada por el Presidente. Recordemos: también Carlos Menem amenazó con que volvería a haber Madres de Plaza de Mayo en el país frente a la movilización de cientos de miles para frenar la nefasta ley federal educativa, que descentralizaba escuelas públicas en las provincias sin correspondiente presupuesto. Milei no declara, retuitea. ¿Qué anuncia su retuit? que va en serio contra las Universidades Públicas y todo lo que tenga enfrente. Un Milei cada día más minoritario, un gobierno cada vez más aferrado a la técnica del veto. La misma noche del retuit una patota policial ingresa con orden judicial en el domicilio de Fernanda Miño. La golpean y la aíslan horas. Como contra escena, es preciso recordar una multitud de médicos, pacientes, terapeutas, militantes sindicales y periodistas que reaccionan ante el intento de cierre de un hospital público de salud mental (Hospital Laura Bonaparte). La presencia en la calle de estas redes logran revertir en lo inmediato esa clausura, pero el gobierno habla ahora de “reestructuración”. Y no es el único hospital en el que se denuncian vaciamientos presupuestarios. Como si el gobierno estuviera convencido de que la terapia certera y decisiva ante el sufrimiento humano consistiera en lograr equilibrios monetarios sin modificar estructuras. De a poco la Argentina se reencuentra con el mapa de sus conflictos profundos de las últimas décadas: contra los entusiastas continuadores “democráticos” del plan del 76 un pueblo que se va reconstruyendo en y desde las calles, sin más tiempos que esperar. Si algo parece querer el gobierno es despertar a un enemigo permanente. El asco, el desprecio y la humillación no son afectos que provengan de la supuesta astucia de un Rasputín que utiliza una remera con la imagen de los Ramones (mientras Martin Menem, presidente de la cámara de Diputados viste una que incluye el logo de los Rolling Stones: la repulsión visual nos llega a la retina con las reapropiaciones de jóvenes viejos) ni de la segura ignorancia respecto de cómo lidiar con un movimiento estudiantil. Pero subestimar la ofensa infligida implica un deseo oculto de conocer una sociedadi indignada.

 

Jockey club // Moro Anghileri

El Jockey (Ortega 2024)  despliega capas de sentido como hilos de telaraña que envuelven a quien la ve, desde la pantalla, a través de Nahuel Pérez Bizcayart y un elenco notable, dirigidos por un autor descabellado. Ortega nos va ubicando de su lado del espejo. Y entonces su mundo se convierte en lo más justo y sencillo que podría pasarnos.

 

La presentación de cada uno de los personaje es tan poética que uno podría enamorarse hasta del más vil. Luego el devenir de la trama va de la mano de un pequeño flacucho de cables sueltos que entra en contacto con aspectos menos iluminados de lo que nos rodea, en lo que no reparamos, pero tan presentes como todo lo demás.

 

El Jockey sintoniza las marginalidades que habitan la ciudad, la mafia, la falta de cordura y la vitalidad que da tener todo perdido. Pensar que morir y volver a nacer sería una salida,  transformarse,  reinventarse, ser o no ser , mirar o ver, ser Remo o Dolores, tener un sucesor o serlo, son algunos de los posibles. Como sobrevivir a un accidente escabroso y al abrir los ojos robar una cartera y un tapado de piel para ir por la ciudad recolectando objetos, encontrando las claves para vengar su suerte y poder reinventarse en la cárcel, siendo la peluquera más delicada que haya pasado por ahí.

 

Luis Ortega es un director moderno que supo conquistar un reinado de productores críticos y espectadores viajando en el tiempo al mejor cine de los 60s en la argentina, para traer el envión más revitalizador de los creadores que supimos tener, completamente comprometidos con la suma de todas las artes para crear una película sensible, divertida, profunda y mágica.

 

La música es un viaje en el tiempo a ninguna parte. Es música de acá en otro época, son melodías que la gente canta porque están guardadas en algún lugar pero no sabemos dónde. La música de ésta película es una llave que abre puertas. Mientras algunos tiran unos pasos sofisticados en la pantalla, en la butaca otros tararean.

 

Nuestro país hoy tiene el ritmo del absurdo. Esa complicidad con el estado de cosas que en el jockey circula, en las calles, en el aire. Y uno comprende la descarnada razón de la violencia que produce vivir afuera, al margen, del otro lado, tan molesto como invisible.

 

Conozco a Luis desde hace tantos años que podría ser otra vida, desde que se sabía director pero no había filmado ni una toma, de charlas con vinos, de cruces en la ciudad de la furia y aunque hace tiempo que no lo veo, su sonrisa ocurrente y agradecida de ocurrencias ajenas, es un lugar que conozco y sé qué hace bien.

 

El Jockey es el presente más absoluto.

 

Recuerdos del presente // Diego Sztulwark

Una sentencia que me deja algo perplejo afirma la política de la efeméride es la política de quien carece de política alguna. El automatismo de las fechas impone un discurso inevitablemente solemne y una imagen repetida sobre hechos cuyo sentido ya ha sido establecido de una vez y para siempre. Octubre es el mes en que este sentimiento se acentúa. En lo inmediato se imponen dos fechas: el 7 de octubre, primer aniversario de la acción terrorista de Hamas sobre población civil de Israel; y el 8 y 9 de octubre: evocación de la captura y el asesinato del Che Guevara en Bolivia, en 1967. ¿Por qué obligarse a tomar la palabra sobre dos episodios tan disimiles, sobre los cuales difícilmente se tenga algo amable para decir? Para empezar, porque se trata en ambos casos de fechas que remiten no ya a un pasado cerrado sobre sí mismo, cristalizado en sus significaciones, sino a acontecimientos trágicos aun activos, a fenómenos que siguen operando en el presente y que son parte constitutiva de nuestro presente. Y porque el decir esperanzado y seguro de sí mismo hace rato que no dice más nada.

Desde el 7 de octubre del 2023 el gobierno de Israel no ha hecho más que  incrementar su proverbial paranoia destructiva. El incremento de la crueldad militarizada llegó a niveles que suponen la negación de los últimos vestigios de una autoridad moral que en su momento le mereció el reconocimiento como Estado de una buena parte de las naciones (se trataba entonces de constituir un Estado para un pueblo que había sufrido el genocidio nazi). Bajo el pretexto del derecho a la defensa, al que ningún Estado renuncia, Israel intensificó la guerra total como política sin reparar en que semejante opción aniquila su propia legitimidad ante el mundo y ante su propia población, que ya no puede sentir que su protección le está garantizada. El genocidio que el Estado de Israel practica sobre el pueblo palestino en la Franja de Gaza, así como la movilización de toda su población y recursos (la mayoría de los cuales provienen de potencias occidentales) para la guerra se basan en la idea inaceptable según la cual sólo por medio de la destrucción ajena se asegurará su propia preservación. Ese razonamiento arroja como saldo una serie de catástrofes simultáneas que es preciso enunciar con claridad: aniquilamiento del pueblo palestino; aniquilamiento de la posibilidad de paz en Medio Oriente; aniquilamiento de los contenidos humanistas que las izquierdas judías de Israel intentaron preservar durante décadas; aniquilación de toda confianza en que las fuerzas democráticas y populares de los demás países puedan enderezar la barbarie y el brutalismo de los fundamentalismos ultraderechistas (asistidos, ahora, por la tecnología bélica de la inteligencia artificial); aniquilamiento, en fin, en todo el occidente de la esperanza de que es posible resistir a las imágenes insoportables de la destrucción por medio de palabras que puedan romper la complicidad con la guerra que practican sus propios estados. De ahí que muchos hayan concluido, incluso en Israel, que el atentado del 7 es un efecto no tan sorprendente de la política de ahogamiento colonial a que se ha sometido desde siempre y cada vez más a los palestinos. 

En cuanto a la captura y asesinato de Guevara ¿se trata realmente de un hecho ya cerrado para siempre, un pasado pisado que no constituye tradición? ¿o se lo puede considerar también como un acontecimiento aun en curso, un evento activo que sigue produciendo efectos oscuros en nuestro presente? A mi modo de ver Guevara fue el último gran político revolucionario de visión continental y global de nuestra región. Sé muy bien que decir esto supone chocar de frente con una intelligentzia de izquierda que ha ido elaborando un consenso general según el cual Guevara fue un gran idealista pero un pésimo político. Pero creo que -como escribía el recientemente fallecido Luis Mattini- si toda revolución debe ser juzgada por sus errores (y no solo por sus aciertos), también la política de Guevara puede y debe ser leída de ese modo. Menos como un modelo a venerar y más como un conjunto de desaciertos de los que aprender. Pues en lo esencial esa política consistió en un intento de cuestionar la hegemonía imperialista construyendo una multiplicidad de resistencias simultáneas, y de atacar la ley del valor-capital por medio de la creación de una multiplicidad de zonas de cooperación socialista. Y ese intento -me parece a mí- fue la última gran idea política verdaderamente digna de ese nombre. No creo que el 68 francés, por ejemplo, con sus consignas y su poderoso imaginario transversal tenga un valor político equivalente, si se lo considera por fuera de ese horizonte guevariano. Y sin embargo, la prueba de la paradójica actualidad de aquel proyecto político no reside en los balances históricos de lo ocurrido hace más de medio siglo. Ella surge del hecho según el cual no hay mejor modo de comprender la coherencia interna del desquicio fascistoide del presente que hacerlo a la luz de una contrainsurgencia generalizada, cuya razón organizadora consiste en reprimir e invertir la búsqueda de una nueva subjetividad. Una subjetividad que ya no puede concebirse fuera -como quería el guevarismo- sino completamente dentro de la ley del valor en crisis. La victoria del enemigo se engrandece desde ahí: desde la creencia general de que la revolución es fetiche y olvido y no amenaza y acecho. Es esta imposibilidad de juzgar la política guevarista por sus errores e insuficiencias lo que la deshistoriza. Nos falta el juicio crítico que permitiría actualizar todo aquello que permanece confinado a una existencia virtual, bajo la forma de un inconformismo incapaz de política. Es esta falta de crítica la que constituye día tras día la substancia de la victoria enemiga, que sigue ocurriendo por el solo hecho de que se acepte que aquellas ideas pertenecen a un pasado irremediablemente derrotado, sin conexión alguna con nuestro presente.

Las rubias y los rubios // Abel Gilbert y Diego Sztulwark

La ultraderecha argentina escupe imágenes como perdigones simbólicos. No salíamos del estupor de la representación digital de la otredad infectada cuando se impuso sobre nuestras retinas la imagen de la octogenaria Susana Giménez junto a la secretaria de la Presidencia, Karina Milei, desternillándose de la risa frente a una cámara y acompañadas de un perro. La imagen fue difundida en el instante en que se conocían las astronómicas cifras oficiales de pobreza e indigencia. Entre una y otra artimaña iconográfica hubo un giro de pigmentación pilosa: de la amenaza morocha (encarnada en una Natalia Saracho zombi) se ha pasado de modo festivo a los cabellos auríferos, platinados, con algo de color arena, debidamente tratados por un coiffeur. Sonrisas rubias impresas sobre las estadísticas oficiales del despojo, festejadas por la comunicación amarilla.
No hablamos de un déficit de melanina (lo que le da el tono levemente trigueño al cabello) sino del exceso de un color que aspira a enfatizar una pertenencia y un plus que si no se ostenta naturalmente puede ser disimulado a través del teñido sistemático que borra orígenes (rubias de New York, ya no de Broadway como las invoca Gardel sino de Wall Street). Cómo no recordar a Luca Prodan expresando su asco en plena transición democrática por las asociaciones entre esos pelos bronceados y aburridos y una sociedad de aristas intolerables.

Pero, lo sabemos, en ese color anida también un equívoco más profundo, por lo que antes de volver a “las rubias” debemos pasar por Los rubios. Así se llama la película de Albertina Carri que se propuso una investigación sobre los mecanismos de la memoria. En una escena crucial, Carri visita la casa de la que sus padres, militantes, fueron secuestrados por una patota militar. Ya adulta, Albertina pregunta a una vecina si recuerda cómo eran las personas que entonces vivía a su lado. La vecina los recuerda rubios, aunque no lo eran. Rubios en un barrio de morochos. El recuerdo del barrio dice mucho sobre los mecanismos de la distorsión. Rubios, en ese contexto, bien puede remitir a diferentes o extranjeros. Provenientes de otras tierras. Es curioso el modo en que la distorsión de la memoria da en el blanco a pesar del yerro. Sí, la familia era distinta. Madre y padre -Ana María Caruso y Roberto Carri- eran intelectuales, militantes y pertenecientes a una organización de la izquierda peronista.
El color que de modo equívoco atribuye la vecina a los militantes desaparecidos acierta a su manera al reponer una discriminación de sentido inverso: delimita una exterioridad que no puede ser explicitada en el lenguaje de la política. El barrio no se asume como sitio de delaciones. Dice la diferencia sin abrir una reflexión -si quiera mínima- sobre lo que pasó durante aquellos años. Señala en el cabello una cualidad capaz de concluir una distinción que la lengua barrial no ha elaborado.

En Los Rubios se trata de reconstruir la identidad de unos padres pertenecientes a “la generación diezmada”, pero no tal y cómo los recuerdan sus compañeros ni para satisfacer algún tipo de narración política que la generación derrotada reclama y precisa. Sino para reconstruir la propia identidad quebrada de la generación que le sigue -la de sus hijos-, imposible de restituir por medio de la apelación a la memoria de los otros. Es la propia Carri la que busca recomponer esos pedazos astillados del pasado con los restos distorsionados de recuerdos que va buscando aquí y allá, y que conducen a ese final que -sobre fondo del cover de Charly García de “influencia”- muestra al grupo de investigadores que protagoniza el film marchando de espaldas con pelucas rubias.

Con el trasfondo de esas pelucas que se alejan de la cámara podemos seguir los pasos de Susana Giménez desde la oficina donde se tomó la fotografía con la secretaria de la Presidencia hacia el balcón presidencial donde se unió a Javier Milei para saludar hacia la nada (una plaza vacía y una caricatura comunicativa) y darle un nuevo giro a un historial de simulacros donde dos sustantivos vuelven a componer el binomio que atraviesa las escenas del desastre: “balcón” y “rubia”. Aceptamos que hubo un tiempo en que esa locación tuvo un componente mítico y emocional: Eva toma el micrófono y se dirige a una multitud, Eva saluda, Eva es abrazada por su esposo, Juan Perón, el del cabello oscuro, aindiado, y en esas pigmentaciones diferenciadas también podía jugarse la alianza de clases. 

En 1996, Madonna ocupa el mismo balcón para darle lustre veraz a una de las escenas de Evita, la versión cinematográfica del musical inglés de Andrew Lloyd Weber y Tim Rice, a cargo de Alan Parker. La presencia de la chica material -cuatro años después de su libro Sex- en la Casa Rosada fue vivida por parte del peronismo como un acto de profanación. Le dijeron “prostituta” a la cantante: el mismo calificativo que recibía la ex actriz Duarte cuando querían denigrarla. La situación fue tan paradójica como inadvertida: en plena ejecución de un programa económico neoliberal era la ficción del peronismo clásico y distributivo la que provocaba enojo. La rubies de Madonna, su mimetismo físico con la figura plebeya y polisémica, no hacía más que poner delante de los ojos de los argentinos aquello que no se podía ver o aceptar: hasta qué punto se había teñido de gamas tatcherianas el movimiento materializando el programa económico de 1975. “Papa, d´ont preach”, podría haberles cantado Madonna (papi, no prediques) a sus impugnadores e impugnadoras.

En esta línea de degradaciones es que vemos primero a la secretaria general de la presidencia y a la presentadora televisiva, y luego a Giménez y Milei en una coreografía que otra vez convoca a dos de sus brazos operativos del espectáculo. Antes o después de esos saludos desde el balcón Susana entrevistó a Javier, y le preguntó porque su gobierno desfinanciaba a la cultura. Él respondió que la cultura debía ser comprendida como un hecho del mercado. Sonrisas. En este juego de inversiones capilares no se nos pasa por alto de que al anarcocapitalista también le dicen “el peluca”. Lo postizo. Milei es el bisoñé que nos distrae con sus disparates y recurrencias sexuales.  No debería olvidarse, al observar su embeleso por Yuyito -nueva integrante de la familia de rubias estatales- que Federico Sturzenegger es calvo y Nicolás Caputo tiene el pelo ceniciento.

Eduardo Jozami: militancia y escritura // Diego Sztulwark

Termina el mes de diciembre y Guevara se imponía un balance del mes en la selva boliviana: «los próximos pasos, fuera de esperar a los bolivianos, consisten en hablar con Guevara y con los argentinos Mauricio y Jozami». El primero de enero apunta el Che en su diario: «Precisé el viaje de Tania a la Argentina para entrevistarse con Mauricio y Jozami y citarlos aquí». Este Jozami al que el Che espera en la guerrilla sudamericana es el mismo Eduardo Jozami que falleció ayer. No lo conocí bien personalmente. Sólo tomé dos cafés largos con él: en el primero me contó durante horas todo lo que se puede contar sobre esta inscripción repetida de su nombre nada menos que en el Diario del Che en Bolivia. La trama de una espera revolucionaria. En el segundo, solo unos días después, me regaló su libro «2922 días. Memorias de un preso de la dictadura», que abre con una cita de Primo Levi: «el detenido lucha por sobrevivir porque siente la necesidad de dar su testimonio». En esa misma introducción Eduardo -a quien cruzamos innumerables veces en marchas, en Sociales, en decenas encuentros militantes, y a quien leímos en libros y en artículos de revistas políticas- se refiere a su necesidad de iluminar con la escritura una «dimensión subjetiva» del encierro: los modos en que los presos de la dictadura soportaban vejaciones y soñaban su futura libertad. La espera como lucha por ver y contar. Jozami es también el autor de “Rodolfo Walsh, la palabra y la acción”, uno de los mejores libro publicados sobre “un tiempo que asociaba las ideas de intelectual y revolución”. Entre las páginas que admiré de Jozami hay un breve prólogo a un extraordinario libro de Enrique Arrosagaray -“Rodolfo Walsh de dramaturgo a guerrillero”, en el que escribe: “entiendo que (Walsh) no decidió irse de Montoneros puesto que había planteado un debate y reorganizaba su propia vida de acuerdo a su propuesta descentralizadora (…) el escritor había iniciado con decisión un camino muy distinto al de la conducción”. Se trata también ahí de la espera, cuando ya se ha vislumbrado la catástrofe. La intensa relación de Jozami con la militancia política y con la escritura de esas mismas militancias se configura en esa triple relación con la espera: en el periodo militante se ubica en el radio de expectativas del Che, al advenimiento de la catástrofe lo piensa con la crítica y la autonomía de Walsh, y al período de la derrota lo vive como espera en resistencia, deseo de una libertad negada y por venir. Esas tres posiciones frente al acontecimiento nos conciernen más que nunca: el tiempo de la inminencia, el de la reorganización de la vida a la espera de lo peor y la insoportable espera de un nuevo tiempo que precisará conocer el horror sufrido. Ciencia triple de la espera sobre la que hoy necesitamos reflexionar de un modo amargo, pero también como un aprendizaje puesto a que contamos con ejemplos -narraciones vivas- que en ningún sentido nos permiten sentir que partimos de cero.

Bergman, las personas y la aventura de ser * // Moro Anghileri

Al llegar al final de un recorrido a través de la filmografía de un autor, me parece oírlo hablar, siento que puedo entrar en dialogo con sus reflexiones, que de algún modo compartimos un viaje en el mismo vehículo e intercambiamos algo indecible, imaginario y siempre imposible.

Me bajo de un auto viejo pero fuerte y seguro, donde recorrí una isla con Bergman,  su mirada dura, inquieta, libidinal, inconforme, hostil, comprometida que perdura en mi y seguramente en cada uno de los que participaron de estos encuentros, por mucho tiempo.

Me pregunto porque es tan difícil ver Bergman hoy. Además de que las ficciones toman el ritmo de la vida en su época y que las ficciones son cada día más parecida a los comerciales y los comerciales a las series y las series a las películas que en la actualidad parecen salir todas de factorías parecidas, por fuera de los grandes autores, mi inquietud más fuerte es porque en esta época resulta tan molesto enfrentar la idea del ser y la oscuridad sin sentencias holísticas.

Las frases del momento, en mi país como mínimo, tienden a explicarnos que todo está bien, que no hay que pensar en nada que sea triste, oscuro, que el futuro es de los que ganan y que ganar es un éxito monetario en primer lugar, pero sobre todo, el éxito está en la negación profunda de todo lo que denote de algún modo la angustia del ser.

En la época de las revoluciones, entre guerras, las personas se debatían entre un existir que no alcanza y un ser descontrolado que sale de las formas más diversas a hacer lo que puede. Pero en la escabrosa actualidad “todo está bien” eligiendo películas en Netflix, creyendo que con esas reflexiones podemos mantener conversaciones que nos mantienen despiertos y con una mirada que sabe leer lo que está bien y lo que está mal. Compartir un juicio moral y moralizante con quienes creemos afines a un cierto y muy tranquilizador género humano que creamos desde nuestra moderada visión, políticamente correcto.

Mientras unos créditos imprimen en la pantalla los nombres del equipo responsable del film, una música de cabaret los acompaña con esa alegría nocturna, pasada de copas, que sabe guardar melancolía y lágrimas que brotarían de un momento a otro ante la oportunidad más banal o profunda. Los créditos se interrumpen y también el sonido para dar paso a una muchedumbre, un gentío, en blanco y negro que avanza casi sin gesto hacia su destino, en silencio, y vuelven los créditos que serán interrumpidos por esa masa de personas casi reales, que no dejan de avanzar hacia nosotros mostrando lo inevitable. Empieza el film en color, un norteamericano judío está en Alemania justo antes de que el nazismo tome el poder. En ese momento de demencia colectiva, un extranjero se encuentra dentro y fuera del cascaron del huevo de la serpiente.

Bergman nos presenta a lo largo de la mayoría de sus films personajes que tienen un estatus social claro, unos vínculos consolidados, una estilo de vida reconocible fácilmente comprensible y una vez que uno puede determinar quiénes son, el film se encargará de mostrarnos que todo aquello no tiene el menor valor. Que el valor de la vida está en otro lugar. En un espacio ciego. En un lugar difícil de describir y todavía más difícil de atrapar, porque no está quieto, no es predecible y sobre todo los personajes y las personas no llegan a comprender. La angustia no está entramada con la narración, pero ocupa un lugar central y generan los acontecimientos más inesperados e inquietantes.

El escenario como un tablero de ajedrez, que puede jugar la partida con la muerte, pero también con el resto de las inquietudes,  muchas veces es la descripción misma de lo Kafkiano si hubiera un entendimiento de tal cosa como un modo de ser, de concebir, de sentir ese mundo que va aparejado a una sensación de opresión, de angustia, de incertidumbre, de imposibilidad de arribar a la meta, de errar sin rumbo ni destino por caminos no elegidos, de fracasos y negación. Un ansia irresistible, apoyada en una verdad última, de cumplimiento imposible, para alcanzar un término que a uno lo sobrepasa, aunque en ello le vaya la vida.

¿Habría espacio para una revolución en un mundo que se aleja de estas sensaciones, que las esconde bajo una alfombra por la que todos nos desplazamos creyéndonos a salvo de nuestra propia oscuridad? ¿Es éste un mundo más luminoso? Es así que nace la luz en esta humanidad apaleada por las derechas que venden este mandato y nosotros pagamos en cuotas cada mes de nuestras vidas?

Bergman  dejó un legado de películas esperándonos, como un legado perfectamente filmado, capturando inquietudes e imágenes inquietantes que resuenan al verlas y que latirán en la parte más trasera de nuestro cerebro para siempre. 

 

Gracias Igmar Bergman.


* Este texto fue redactado en el marco de “Cine para actores”, en el cual se investiga el universo de diversos directores. Estos apuntes corresponden con la investigación dedicada a Bergman. 

Contacto para Cine para actores: cineparaactores@gmail.com IG @cineparaactores

La acumulación imaginaria: sobre algunas metáforas del capítulo 24 de El Capital // Gastón O. Bandes

  1. Releo a Marx, al gran economista, político y filósofo que fue, pero sobre todo al gran escritor que también fue. Figura central de la modernidad (incluida la nuestra periférica), Marx hizo de su escritura una actividad constitutiva del quehacer intelectual, una práctica fundamental de la teorización política. Cuenta Horacio Tarcus en “Leer a Marx en el siglo XXI” (introducción a su reciente Antología de textos de Marx): “A pesar de los apremios de sus editores, de su amigo Engels y de su propia familia, Marx estaba dominado por un afán de perfeccionismo que lo llevaba a revisar sus planes y a reescribir íntegramente sus textos. Roman Rodolski ha contabilizado catorce versiones del plan de El capital sólo entre septiembre de 1857 y abril de 1868”.

Por eso voy a releer algunos modos de hacer fluir escrita la teoría en Marx. Circunscribo mi análisis al capítulo 24 de El Capital, “La llamada acumulación originaria” (Tomo I, Volumen III, Libro I, sección VII) y a dos grupos particulares de metáforas entretejidas con la propia organización argumentativa del texto, lo que la retórica clásica llamaba dispositio: el orden de las ideas y el encadenamiento de las proposiciones en el discurso.

Elegí trabajar este capítulo porque justamente la noción de acumulación originaria ha resurgido en nuestro presente con enorme vigencia e impacto a partir de un texto clave de estas últimas décadas: Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, de Silvia Federici (2004). Reformulando críticamente el concepto marxiano, surgido –se sabe– del patriarcal (y eurocéntrico) punto de vista del proletariado asalariado masculino inglés, Federici detecta en la obligada confinación de las mujeres al trabajo reproductivo (tareas domésticas, concepción y cuidado de prole, etc.), otra forma fundamental de apropiación ganancial del trabajo y el cuerpo por parte de la euroburguesía blanca masculina triunfante. Para establecer esta división sexual del trabajo, se llevó a cabo así en los siglos XVI y XVII la gran Caza de Brujas y el control médico-estatal de todo aspecto concerniente a la reproducción (sexual, familiar, laboral) sobre los cuerpos de las mujeres: también “piedras angulares de la acumulación originaria”, junto con el colonialismo (o sea el Calibán), la usurpación de tierras y la proletarización del campesinado.

Ya uno de los pioneros en estudiar el estilo literario de Marx, el venezolano Ludovico Silva, hablaba, a principios de los ’70, de sus “metáforas-matrices”: “A lo largo de la obra de Marx se nota la aparición periódica, constante, de algunas grandes metáforas […] con que ilustra su concepción de la historia, y al mismo tiempo […] le sirven a menudo para formular sus implacables críticas contra ideólogos y economistas burgueses […]. Ellas no cumplen un papel puramente literario u ornamental; aparte de su valor estético, alcanzan en Marx un valor cognoscitivo, como apoyatura expresiva de la ciencia”.

Y aunque hoy podríamos preguntarnos ¿cuál es la “apoyatura” de cuál? (la “literatura”, más que expresar lo que la ciencia piensa, ¿no le estaría permitiendo a ésta imaginar sus ideas, intuir sus hipótesis?), la mirada cognoscitiva de Silva sobre el fenómeno permite ya ir sopesando ciertas tensiones con que la escritura de Marx se nos presenta entretejida. Porque si, por los mismos años en que Marx escribía en Londres El Capital, Baudelaire en París planteaba que “créer un poncif, c’est le génie” (“crear un lugar común, he ahí el genio”), entonces sin duda le debemos a un genio algunas metáforas que, posiblemente por su misma eficacia cognitiva devinieron divisas, eslóganes, memes: la religión como opio, el progreso como locomotora, las sociedades como edificios (estructura/superestructura), la revolución como parto, la revuelta como la toma por asalto del cielo, la violencia como partera de la Historia, la lucha de clases como motor de la historia…

De cuantas pueblan el famoso capítulo 24, aquí echaremos entonces nomás un vistazo a dos series aparentemente antagónicas de metáforas marxianas, que llamaremos –acatando con fines deconstructivos una dicotomía hegemónica del pensamiento occidental– de metafísicas y carnales. Y es que ambas series –de un lado espíritus, dioses extraños e intertextos bíblicos, del otro cuerpos humanos, barro y sangre chorreante– pertenecen a un conjunto imaginario mayor, un tejido dinámico y mutante de figuras, voces, símbolos, emblemas, ritos, mitos y relatos provenientes de los más diversos saberes y prácticas humanos. Una mezcla –dice Francis Wheen en La historia de El capital de Karl Marx– de “voces y citas procedentes de la mitología y la literatura, de los informes de los inspectores fabriles y de los cuentos de hadas, tan disonante como la música de Schoenberg, tan espeluznante como los relatos de Kafka”.

A esa urdimbre cultural y social, a ese tesoro colectivo, donde conviven lo racional e irracional, lo moderno y lo antiguo, lo onírico y lo empírico, sumado a un gran mosaico intertextual[1], la llamamos aquí –en cuasihomofónico homenaje al texto que es nuestro objeto hermenéutico– acumulación imaginaria. Ojalá que esta llamada aquí también acumulación no sea entendida en su sentido capitalista. Y no porque no haya ganancia económica y competencia despiadada en el campo de la ciencia, las letras, el arte y el espectáculo (que es por donde en parte de hecho circula bajo el ojo-red de los poderes) sino porque, como el goce, el sueño y la percepción, pertenece a todo el mundo: los medios de producción de la imaginación (aunque no así los de “la cultura”) son siempre del pueblo, una acumulación de deseos y saberes colectivos encarnados en una mismidad no estática, en tensión dialéctica permanente con lo identitario Otro. Algo parecido quizá a lo que algún poeta cubano llamara alguna vez “la cantidad hechizada” (José Lezama Lima) o algún filósofo argentino “materialismo ensoñado” (León Rozitchner): una “misma urdimbre de ese tenue tapiz mágico e invisible del que la tecnología racional cristiana, ahora cartesiana, quiere separarnos para que veamos sólo cosas desnudas, cosas puramente cosas despojadas del ensoñamiento que las sigue sosteniendo”.

  1. A banqueros, rentistas y corredores de bolsa, con un eco de novela de piratas, los llama tiburones. A la nueva visión comercial de los businessmen sinestésicamente la llama olfato: “El olor a pescado se elevó hasta las narices de los grandes hombres. Estos husmearon la posibilidad de lucrar con el asunto y arrendaron la orilla del mar”. A la permanencia material –con valor documental testimonial– de instituciones y prácticas precapitalistas, las llama huellas: “en los últimos decenios del siglo XVIII ya se habían borrado las últimas huellas de propiedad comunal de los campesinos”.

En sí mismas vulgares (lugares comunes creadas por un genio no individual ni moderno, como quería Baudelaire, sino colectivo y popular), metáforas tipo capitalista = tiburón o visión comercial = olfato se tornan en la retórica marxiana, sin embargo, extraordinariamente eficaces. En contra de quienes promueven la austeridad en los tropos y figuras literarias en la exposición científica, Marx parece decir, subsumiendo en sí –como buen gótico– los polos de lo clásico y lo barroco: mientras más compleja la trama analógico-imaginaria (barroco), más claro y contundente el desarrollo de la tesis (clásico). Así, coherente con aquella lógica historiográfica –y logocéntrica– que le hace decir que la escritura de la Historia es como una búsqueda de huellas (y que por ende la invención de la escritura marca en efecto el advenimiento del logos en las sociedades humanas), llega a llamar por ende prehistoria al mismísimo proceso de la acumulación originaria –la cual, claro, “aparece como ‘originaria’ porque configura la prehistoria del capital y del modo de producción correspondiente”[2]-.

Esta clase de paralelismos con frecuencia se establece asimismo en una tensión epistemológica, entre “humanidades” y ciencias, procesos sociales y químicos, materialismo histórico e historia natural: “Al enrarecimiento de la población rural independiente que cultivaba sus propias tierras no sólo correspondía una condensación del proletariado industrial, tal como Geoffroy Saint-Hilaire explica la rarefacción de la materia cósmica en un punto por su condensación en otro”. Hasta que de repente aparece alguna metáfora de metáforas: el “sistema proteccionista”. Un invento jurídico-estatal y también tecno-científico, lo nuevo al cuadrado, una voraz fábrica de fábricas: “un medio artificial de fabricar fabricantes, de expropiar trabajadores independientes, de capitalizar los medios de producción y de subsistencia nacionales, de abreviar por la violencia la transición entre el modo de producción antiguo y el moderno. Los estados europeos se disputaron con furor la patente de este invento”.

  1. A modo veloz de muestrario, las pocas metáforas supra al azar citadas tientan con sus posibles trazados teórico-críticos, cadenas genealógicas de nuestra imaginación (líneas intra, inter y transtextuales), traspaso de saber (y poder) sin duda fundacionales en la trama política y cultural de la modernidad. A pesar, claro, de cierta pereza crítica aliada a los intereses académicos: “En la literatura sobre el modernismo, Marx no es reconocido en absoluto. A menudo se retrocede hasta su generación, la generación de 1840 –a Baudelaire, Flaubert, Wagner, Kierkegaard, Dostoievski– para buscar el origen de la cultura y la conciencia modernistas, pero el propio Marx ni siquiera cuenta con una rama en el árbol genealógico”, dirá Marshall Berman.

Silenciamiento entonces, con excepciones (Silva, Franz Mehring, Mariano Dorr), del Marx escritor. Para contrarrestarlo –y de paso ir trazando una posible genealogía contemporánea de estudios sobre las metáforas de Marx–, en 1982, plena era Reagan, Marshall Berman entonces publica Todo lo sólido se desvanece en el aire. El título es una cita del Manifiesto comunista que, según este marxista y referente de los estudios culturales norteamericano, da cuenta como pocas de lo que él llama “la experiencia de la Modernidad”: “‘Todo lo sólido se desvanece en el aire’. La perspectiva cósmica y la grandeza visionaria de esta imagen, su fuerza dramática altamente concentrada, su tono vagamente apocalíptico, la ambigüedad de su punto de vista –la temperatura que destruye es también una energía superabundante, un exceso de vida–, todas estas cualidades son supuestamente el sello distintivo de la imaginación modernista. Son precisamente la clase de cosas que estamos dispuestos a encontrar en Rimbaud o en Nietzsche, en Rilke o en Yeats: “las cosas se disgregan, el centro no las sostiene”.

Años después, 1995, caído el Muro, globalizado el neocapital y desmoronadas ya todas las promesas revolucionarias –al menos tal como se la concebía hasta los ’70 –, Jacques Derrida retoma la posta de Berman: en Espectros de Marx, esa sensación epocal de eje flojo (“las cosas se disgregan, el centro no las sostiene”) es evocada a partir de la célebre sentencia de Hamlet (act I, esc.5): “The Time is out of joint (El tiempo está fuera de quicio)”. Embistiendo directamente contra ideas del tipo fin de la historia (propuestas por el “sicofante”, diría Marx, Francis Fukuyama) y entre evanescencias finiseculares, presencias no definidas, fantasmales, inmateriales, tras la niebla, Derrida nos pone a dialogar justamente con un espectro, que es tanto el rey padre asesinado de Hamlet como el comunismo, que –recordemos– hacia 1848 recorría Europa: “Ein Gespenst geht um in Europa –das Gespenst des Kommunismus”: “La experiencia del espectro: así es como, con Engels, Marx también pensó, describió o diagnosticó cierta dramaturgia de la Europa moderna, sobre todo la de sus grandes proyectos unificadores. Habría incluso que decir que la representó o escenificó. Desde la sombra de una memoria filial, Shakespeare habrá inspirado a menudo esa escenificación marxiana”.

Ese imaginario espectral –gótico, apocalíptico, grunge– presente en las grandes novelas de terror decimonónicas (Frankenstein, Drácula, Dr. Jekyll y Mr. Hyde) y que transmigrará a la ciencia ficción contemporánea, con sus mutantes, zombis y ciborgs, “no-muertos” (pero tampoco “no-vivos”) producto de experimentos científico-políticos siniestros, fábricas de fábricas, es fundante en los textos de Marx. Así, por los mismos años llamados posmodernos, y mientras la deconstrucción se nos proponía releer a Marx como un diálogo con espectros –o sea “una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones”–, desde los estudios de género y queer, Jack Halberstam, en Skin shows: Gothic Horror and the Technology of Monsters (1995), le daba un shock (crítico) a un cadáver, a un corpus (textual, el marxismo) que el Imperio no quería ver resucitar[3], para hacer por fin del Gótico la única versión materialista posible en las distintas escenas políticas contemporáneas: “El mismo Marx enfatizó la naturaleza Gótica del capitalismo al emplear la metáfora del vampiro para caracterizar al capitalista. En La Primera Internacional escribe: “la Industria Británica […] parecida al vampiro, podría vivir chupando sangre, también la de los niños”. El mundo moderno para Marx está poblado por lo no-muertos; se trata en efecto de un mundo Gótico atormentado por espectros y dominado por la naturaleza mística del capital. Escribe en Grundrisse: “[…]. Pero el Capital obtiene su habilidad solo al succionar constantemente trabajo vivo como si fuese su alma, del mismo modo que el vampiro”[4].

Capitalistas vampiros, asalariados zombis, revoltosos mutantes: es la sangre y la carne humana lo que vuelve hoy entonces en tanto contracara dialéctica de las evanescencias místicas y aquellas fluidificaciones espectrales de fin de siècle[5]. Así, ya en nuestros días, en la línea de Halberstam, la sangre y la carne explotadas por el Capital, siguen presentes cuando se habla, en la bibliografía política contemporánea, de Splattercapital (“Bifo”) o “capitalismo gore” (Sayak Valencia), con guiños en ambos casos a un subgénero de pelis de terror cruzado a veces con el gansta, la ciencia-ficción y el animé, atiborradas de chorros de sangre y pedazos de cuerpos humanos, torturas bizarras y múltiples formas del asesinato considerado arte camp, kitsch o pop[6].

Ahora bien, si el imaginario gótico de los espectros de Marx se pierde en retrospectiva en Shakespeare, que es lo mismo prácticamente que decir en los mitos y las leyendas de la Europa anglosajona –el mundo feérico de Sueño de una noche de verano (donde Puck, el espíritu sirviente del rey de las Hadas, parece anunciarse como nuevo demiurgo), la noche medieval de los sombras parlantes de Hamlet–, ¿cuál será la genealogía material de esa carne y sangre humanas en Marx, no en la herencia futura –que es nuestro presente– sino hacia el pasado, remontando la tradición de su “naturaleza mística”?

Contemporáneo de las relecturas y revisitas de Derrida y Halberstam, pero distante tanto de la deconstrucción como de los estudios culturales y queer, en 1993[7], desde las periferias del sistema-mundo, desde la Filosofía de la Liberación latinoamericana, Enrique Dussel publica Las metáforas teológicas de Marx. Paralelo a la consolidación del libre comercio en casi toda nuestra América, en el marco de la poscaída del Muro y los debates en torno al Quinto Centenario, el libro indaga en las ideas de corporalidad en Marx, ya no vueltas el espectáculo estético de la “escena socioeconómica contemporánea” (Fisher) sino, por el contrario, ubicando esa carne y esa sangre en el plano de un estatuto ontológico-material para un “juicio ético” propio de “una concepción unitaria del ser humano como persona, dentro de cuya tradición semito-cristiana explícita se inscribe ciertamente Marx, contra la antropología dualista griega y ‘moderna’ cartesiana”. Para Dussel, “la dignidad de la ‘carnalidad’ (corporalidad) está a la base de todo el pensamiento de Marx, como del pensamiento crítico de los profetas de Israel y del fundador del cristianismo; ¿cómo podría afirmarse que ‘dar de comer al hambriento’ en su corporalidad es el criterio absoluto del juicio ético (Mateo 25) si no hubiera una afirmación definitiva de la dignidad de la ‘carne’?”.

Dialéctica entonces entre dos campos semánticos que la metafísica hegemónica occidental opuso como base de todo su logos-sistema: lo espiritual/lo carnal. Entre ambos, toda una serie de imágenes donde la humanidad se juega la vida a través de la historia: veamos cómo hila Marx toda esa superabundante red imaginario-cultural en este ilustre capítulo 24 del Capital.

  1. Al igual que en todo el corpus marxiano, muchas, muchísimas metáforas calificables de “teológicas”, religiosas, bíblicas, abundan en el capítulo de la acumulación originaria: el crédito público como Credo, la deuda pública como Espíritu santo, el endeudamiento del estado como pecado contra el Espíritu Santo (“para el que no hay perdón alguno”) y hasta los empréstitos estatales como providencial maná: “capital llovido del cielo”. De a ratos la cita bíblica es apenas alusión intertextual que da pie a un sarcástico aguijón: “Los economistas ingleses filantrópicos, como Mill, Rogers, Goldwin Smith, Fawcett, etcétera, y fabricantes liberales del tipo de John Bright y consortes, preguntan a los aristócratas rurales ingleses, como Dios a Caín por su hermano Abel: ¿qué se ha hecho de nuestros miles de freeholders [pequeños propietarios libres]? Pero, ¿de dónde os habéis hecho vosotros? De la aniquilación de aquellos freeholders”.

Otras veces las citas bíblicas se imbrican en grandes hilados a través de campos semánticos superpuestos. Por ejemplo, cuando en un mismo párrafo el paralelismo clásico entre edades humanas y ciclos históricos (“la infancia de la gran industria”) sirve para mentar el trabajo infantil como “el gran robo herodiano de los inocentes”, en referencia, claro, a la matanza de niños ordenada en Belén por Herodes el Grande en el año I. En suma, es bíblico-teológico el analogon con que directamente arranca el mismo capítulo 24. A fin de desenmascarar la fábula fundacional de dos supuestas clases de seres humanos originariamente diferentes, Marx le da a la “pereza” una irónica función narrativa desencadenante de su propia contra-fábula y, por consiguiente, equivalente al pecado original en el Génesis: “Esta acumulación originaria desempeña en la economía política aproximadamente el mismo papel que el pecado original en la teología. Adán mordió la manzana, y con ello el pecado se posesionó del género humano. Se nos explica su origen contándolo como una anécdota del pasado. En tiempos muy remotos había, por un lado, una elite diligente, y por el otro una pandilla de vagos y holgazanes. Ocurrió así que los primeros acumularon riqueza y los últimos terminaron por no tener nada que vender excepto su pellejo. Y de este pecado original arranca la pobreza de la gran masa -que aun hoy, pese a todo su trabajo, no tiene nada que vender salvo sus propias personas- y la riqueza de unos pocos, que crece continuamente aunque sus poseedores hayan dejado de trabajar hace mucho tiempo”.

Permitiéndose al final una paradoja humorística, un relato se imbrica aquí con su propia desmentida, en un buen ejemplo de ese invento de Marx que fue su método dialéctico, “antítesis” (al contrario de lo que demasiados se empecinan en suponer) del de Hegel: “Dado que el filósofo alemán convierte a la idea de Demiurgo de lo real, la dialéctica aparece en sus manos invertida, “puesta al revés”. Para Marx se trata de “darla vuelta” para “descubrir así el núcleo racional que se oculta bajo la envoltura mística” (Tarcus). Demiurgo, mística… Por supuesto, en otro momento, sobre una especie de panteón donde se juega el destino histórico del planeta, el mismísimo sistema mercantil moderno-capitalista se enuncia en tanto “dios extraño” o demiurgo gnóstico: “Era ‘el dios extraño’ que se encaramó en el altar, al lado de los viejos ídolos de Europa, y que un buen día los derribó a todos de un solo golpe. Ese sistema proclamó la producción de plusvalor como el fin último y único de la humanidad”[8].

Otras veces, la alusión teológica o religiosa se desvanece todavía un poco más en el aire, en términos metafísicos à la lettre o incluso mágicos. Constructos griegos o –diría Dussel- “cartesianos” hegemónicos, como el alma, aparecen en la trama crítico-analítica del materialismo histórico. Pero, hilada con la metáfora misma del “misterio de la mercancía” y la condición abstracta que la anima[9], el alma puede inclusive tornarse, con un touch paródico al romanticismo alemán, “social” (nótese que la urdimbre se complejiza añadiéndole con tinte sarcástico la noción platónico-pitagórica de trans-migración): “Figurémonos, por ejemplo, a los campesinos de Westfalia, que en tiempos de Federico II hilaban todos lino, aunque no seda; una parte de los campesinos fue expropiada violentamente y expulsada de sus tierras, mientras que la parte restante, en cambio, se transformó en jornaleros de los grandes arrendatarios. Al mismo tiempo se erigieron grandes hilanderías y tejedurías de lino, en las que los “liberados” pasaron a trabajar por salario. El lino tiene exactamente el mismo aspecto de antes. No se ha modificado en él una sola fibra, pero una nueva alma social ha migrado a su cuerpo. Ahora forma parte del capital constante del patrón manufacturero”.

Y así como en el develamiento del misterio de la mercancía del capítulo I del Capital, Marx oscila entre la materialidad y la abstracción, también en su develamiento de la fábula de la acumulación originaria apela a su acumulación imaginaria y, en torno de la cohorte de espectros (almas sociales, espíritus santos, pecados originales, dioses extraños), para explicar mejor su tesis evoca la contrafigura dialéctica de un cuerpo humano, una criatura antropomorfa pero alegóricamente monstruosa. O mejor dicho, de dos criaturas antropomorfas…

  1. En verdad la criatura antropomorfa nace junto a otra de sus metáforas más famosas, uno de esos varios lugares comunes que el génie de Marx creó: “La violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva”. Núcleo de toda una alegoría política fundacional, la metáfora entonces es –más allá del entrecomillado irónico con que se envisten las “leyes naturales eternas”– aquí doblemente antropomórfica: personificada en la partera la violencia política y en la criatura la nueva sociedad capitalista: “Tantæ molis erat [tantos esfuerzos se requirieron] para asistir al parto de las ‘leyes naturales eternas’ que rigen al modo capitalista de producción, para consumar el proceso de escisión entre los trabajadores y las condiciones de trabajo”. De ese modo, casi haciéndolo un personaje (al menos alegórico) en su ironía, Marx en un momento nos trae todo un bebé que, con humor rabelesiano, se nos abalanza gigantesco y autónomo: “el modo de producción capitalista puede andar ya sin andaderas”.

La metáfora antropomórfica ya ha llegado sin embargo antes a su máxima productividad cuando, tras el análisis del sistema de la deuda pública y la secuencia cronológica de empréstitos históricos entre Estados, se constata el entonces ya actual y definitivo traslado geopolítico del eurocapital decimonónico a Estados Unidos (de ahí el interés de Marx por la Guerra de Secesión y La cabaña del tío Tom): “las ruindades del sistema veneciano de rapiña constituían uno de esos fundamentos ocultos de la riqueza de capitales de Holanda, a la cual la Venecia en decadencia prestaba grandes sumas de dinero. Otro tanto ocurre entre Holanda e Inglaterra. Ya a comienzos del siglo XVIII las manufacturas holandesas han sido ampliamente sobrepujadas y el país ha cesado de ser la nación industrial y comercial dominante. Uno de sus negocios principales, entre 1701 y 1776, fue el préstamo de enormes capitales, especialmente a su poderosa competidora Inglaterra. Un caso análogo lo constituye hoy la relación entre Inglaterra y Estados Unidos. No pocos capitales que ingresan actualmente a Estados Unidos sin partida de nacimiento, son sangre de niños recién ayer capitalizada en Inglaterra”.

A la metáfora antropomorfa del bebé-capitalismo, se la multiplica (ahora son muchos “niños”) y disemina atribuyéndole un estatuto clandestino, de indocumentación. Marx casi satiriza acá la traslatio imperii como inmigración ilegal o (con resonancias en el presente apabullantes) tráfico de personas ante la vista gorda de las aduanas, o sea –a semejanza de la mano de Smith- invisible entre los registros del Estado. Se confirma la naturaleza gótica según Halberstam (y Fisher) del paisaje marxiano: otra vez el vampiro. El capital fluye invisible gracias a (y a través de) la sangre derramada de niños, concretos hijos e hijas de familias proletarias: otra vez también los tiburones (si preferimos las de piratas), otra vez Herodes y la matanza de inocentes (si optamos por las bíblicas). Por otra parte, la falta de “partida de nacimiento” (documentos, inscripciones, data) de los capitales migrados de Europa a Estados Unidos estaría sugiriendo que, a mitad del siglo XIX, el trabajo humano (medido en sangre) que produjo ese traslado imperial todavía no se materializaba como huellas para que la Historia lo des-cubra. ¿O no vimos ya cómo Marx llamaba “huellas” a aquello que de una época sobrevive en otra, cómo para él una escritura de la Historia es menos el acto en sí de escribirla que las marcas materiales, documentales y corporales, de los hechos con los cuales va a interpretársela?

Testimonios del proceso de advenimiento histórico del capital, trazos de una escritura hecha de violencia indeleble, grabada en los cuerpos (y en la memoria de sus portantes): “La historia de esta expropiación de los trabajadores ha sido grabada en los anales de la humanidad con trazos de sangre y fuego”. Marx está escribiendo-descubriendo la historia de la violencia política mundial (aunque su eurocentrismo lo concentre solo en la ejemplar historia de Inglaterra): expropiaciones, robos, saqueos, incendios, violaciones, devastaciones, cautiverios, avasallamientos, represiones, desplazamientos, asesinatos, matanzas, genocidios. La acumulación originaria vuelva a enunciarse en términos metonímicos de corporalidad humana neta, pero hiperbolizada: “Si el dinero, como dice Augier, ‘viene al mundo con manchas de sangre en una mejilla’, el capital lo hace chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies”. El bebé-capital gigante, del que nada se nos dice –al menos en Marx– ni de su madre ni padre, al final del capítulo, vuelve a nacer – y lo hará una y otra vez en cada relectura– con poros, cabeza, pies y sangre, rasgos antropomórficos recubiertos de una mezcla (lodo) chorreante[10] (“energía superabundante”, “exceso de vida”) de tierra y agua. Léase las tierras y el mar, los dos dominios planetarios en disputa, claro, pero también los dos elementos cósmicos que todas las mitologías del mundo –qué curioso– relacionan con lo femenino.

  1. Si el gran bebé-capital de los “grandes hombres” hoy vuelve, en el imaginario imperial del neuroentretenimiento, como Un jefe en pañales (la comedia animada de Dreamworks, 2017), ¿qué pasó con la famosa partera alegórica que lo trajo al mundo? Se sabe: siguió más allá del texto de Marx su exitosa vida moderna de metáfora que, entre cierto campo cultural, político y mediático se hizo lugar común. Un clisé revolucionario que, opuesto a la apología liberal o socialdemócrata del consenso y el “diálogo” multicultural, siguió interpelándonos[11]. Y sin embargo, faltaba conjurar su poder persuasivo, su significancia naturalizada, cuestionar su imagen fósil de analogon automático de la violencia, ponerla patas arriba. Es lo que hace exactamente Silvia Federici cuando –desde un pie de página con que nos pega un patadón– plantea que la alegórica partera marxiana es poco “convincente”, por no decir absolutamente desacertada: “las parteras traen vida al mundo, no destrucción. Esta metáfora también sugiere que el capitalismo ‘evolucionó’ a partir de fuerzas que se gestaban en el seno del mundo feudal –un supuesto que Marx mismo refuta en su discusión sobre la acumulación primitiva. Comparar la violencia con las potencias generativas de una partera también arroja un halo de bondad sobre el proceso de acumulación de capital, sugiriendo necesidad, inevitabilidad y, finalmente, progreso.[12]

Podríamos decir entonces –y dando un rodeo a modo de síntesis provisoria- que, a las tensiones entre imágenes (espirituales/carnales), en una dialéctica no-hegeliana (materialista) que en términos estéticos va del gótico vampírico al “gore” zombi, y en términos éticos entre tradiciones filosófico-religiosas (griega-cartesiana/judeocristiana), y en términos epistemológicos entre saberes (literatura/ciencia, exactas/sociales, teoría/praxis), se le suma ahora una tensión aún más interesante: entre lo dicho y lo impensado (o silenciado u olvidado), lo que queda despuntado en ese tapiz cultural que dimos en llamar acumulación imaginaria. Porque pese a todo lo evanescente que pueda manifestarse lo sólido, pareciera que en Marx y su larga modernidad sin embargo algo trabaja aún en su quicio, no tan out of joint. Ese algo, que en los documentos de la cultura llamada alta (letrada, canónica, bajo la égida singular de la Ratio y el Hombre) deja bajo un cono de sombra a la mitad de cualquier población (junto con lo popular y común, lo corporal e “irracional”), es por supuesto el patriarcado: “no encontramos en su trabajo ninguna mención a las profundas transformaciones que el capitalismo introdujo en la reproducción de la fuerza de trabajo y en la posición social de las mujeres. En el análisis de Marx sobre la acumulación primitiva tampoco aparece ninguna referencia a la ‘gran caza de brujas’ de los siglos XVI y XVII, a pesar de que esta campaña terrorista impulsada por el Estado resultó fundamental a la hora de derrotar al campesinado europeo, facilitando su expulsión de las tierras que una vez detentaron en común”.

Aquel gran bebé chorreante de sangre y barro llamado sociedad capitalista, que en el retablo de la Historia Marx lo puso a nacer sin madre ni padre, tiene pues en la partera, además de la metáfora explícita (autoral) de la violencia, la implícita (crítica) de un olvido o lapsus en el revés de la trama del euro-imaginario positivista del siglo XIX (sobre todo en su naturalización de la “inevitabilidad” del “progreso”). Un punto de fuga por donde retorna sin duda freudianamente lo reprimido, un agujero en la urdimbre lógico-textual que no obstante permite releer por fin de otro modo el relato-develamiento (de la fábula) de la acumulación originaria (o primitiva). Y un siglo y medio después, entre nuevas “huellas” que salen a la luz de aquella “prehistoria” del capital, esa partera coincide ni más ni menos que con la bruja federiciana: “Históricamente, la bruja era la partera, la médica, la adivina o la hechicera del pueblo, cuya área privilegiada de incumbencia […] era la intriga amorosa […]. Una encarnación urbana de este tipo de bruja fue la Celestina de la pieza teatral de Fernando de Rojas”.

Viuda casi siempre, maestra en aceites y ungüentos, sabedora del poder oculto de plantas y flores, frutos y setos, perfumera, experta en la reparación de virginidades dañadas, depositaria de secretos de (im)potencia e (in)fertilidad, consejera cosmética, alcahueta y abortera, la curandera, de correrse la voz de su eficacia, podía llegar a ser consultada por gentes de lejanos bosques y aldeas. Tenía en ocasiones prestigio político en la comunidad y era temida y respetada (Doña Bárbara de Rómulo Gallegos es la versión latino-colonial de esa bruja caudilla). Otras veces en cambio solo era una mendiga, ladrona de leche o dependienta de la asistencia pública que por ello se convertía en sospechosa de practicar hechicería y nigromancia. O adolescente que experimentaba con hierbas y hongos alucinógenos del bosque y, en luna llena y otras fechas propicias, participaba en ritos ancestrales de fecundidad y protección que consolidaban sin duda vínculos de sororidad entre campesinas y villanas como resistencia a la opresión feudal, eclesiástica y patriarcal.  

Federici ubica así la gran caza de brujas en una encrucijada de poder/saber histórica: entre la expropiación de tierra y la proletarización del campesinado, por un lado, y la imposición institucional de una nueva episteme político-científica, euroburguesa y cartesiana, por otro. Y así, mientras se erradicaban las supersticiones medievales, las correspondencias mágicas y los ciclos astrales de la Madre Naturaleza, el “desplazamiento de la bruja y la curandera del pueblo por el doctor” se lee además como signo clave de la intersticial intervención de la nueva burguesía blanco masculina en los asuntos concernientes a la reproducción y la sexualidad –incluida la prostitución– de la población: “con la persecución de la curandera de pueblo, se expropió a las mujeres de un patrimonio de saber empírico, en relación con las hierbas y los remedios curativos, que habían acumulado y transmitido de generación en generación, una pérdida que allanó el camino para una nueva forma de cercamiento: el ascenso de la medicina profesional”.

Vimos que Dussel, en su libro sobre las metáforas marxianas telógicas, sostenía que la carne y la sangre en Marx son categorías antropológicas oriundas de la tradición judía, opuestas a la dicotomía metafísica clásica del cuerpo y el alma griegos, llegando a decir que “Marx fue, de hecho, un teólogo implícito, fragmentario, negativo”, y situándolo “dentro de una antigua tradición, la de los profetas de Israel, del cristianismo primitivo y los Padres de la Iglesia, siguiendo con los teólogos medievales y rematando en los primeros reformadores (Lutero, Melanchton, Zwinglio)”. Quizá esa parte del imaginario teológico de Marx también se entrecruza, en la gran noche gótica del siglo XIX, constelado aquí y allá de remanentes de aquel “bricolage ideológico” hecho con elementos “del mundo fantástico del cristianismo medieval, argumentos racionalistas y los modernos procedimientos burocráticos de las cortes europeas (Federici) que sostuvo durante dos siglos la caza de brujas tanto en Europa como (ante la mirada del Calibán) en América. Apenas hay en verdad una alusión a ellas en la versión del capítulo 24 aparecida solo en la tercera y cuarta edición de El Capital, durante el desarrollo de la cuestión legal-financiera de los “tiburones” de la Bolsa. De repente, la pluma pinturera de Marx exclama: “Por la misma época en que Inglaterra dejó de quemar brujas, comenzó a colgar a los falsificadores de billetes de banco”.

¿Por qué no habrá seguido Marx esa hilacha de tejido imaginario, con toda su potencia gótica y sus ecos shakesperianos (las brujas de Macbeth o la misma Syrocax, madre hechicera africana del Calibán americano de La tempestad)? ¿Por qué ese cabo suelto, olvidado (vuelto a publicar gracias al trabajo crítico-editorial) en la prolija y compleja trama de la dispositio? Y es que a Marx, en su no dar puntada sin hilo con el fin de develar la urdimbre histórica que sostenía la injusticia social, sin embargo, la cuestión de las mujeres –su penosa situación política y social, su fundamental rol económico en el mismísimo proceso de instauración mundial del capital–, como a la gran mayoría de los demás representantes de “la experiencia de la modernidad” (Baudelaire, Flaubert, Wagner, Kierkegaard, Dostoievski, todos varones, reconozcámoslo), se le escapó al parecer también en medio de una tiniebla espectral.

  1. Para volver –tras tantos espectros y dioses extraños, tantas parteras y criaturas chorreantes de sangre y barro– a la cuestión general de las metáforas del capítulo 24, déjenme seguirle a Dussel su rastreo genealógico del concepto de usura y la prohibición de su práctica en la tradición semítica, donde al materialista Marx se lo hace pues un teólogo incluyéndolo en un debate ético-religioso milenario en torno de la cuestión del interés prestamista a partir de un pasaje del Deuteronomio: “No cargues intereses usureros a tu hermano ni sobre dinero, ni sobre alimento, ni sobre cualquier préstamo. Podrás cargar intereses a los extraños, pero no a tu hermano”. Y, apelando también a la metáfora biológica del nacimiento (y la muerte), Dussel detecta en Martin Bucer y Calvino los primeros cuestionamientos a este hasta entonces inamovible (ni siquiera Lutero se atrevió a tanto) aspecto de la ley mosaica: “¡La exigencia ética del Deuteronomio 23, 20-21 había muerto! El capital podía nacer. La moral cristiana europeo-moderna (la religión fetichista […]) se las había arreglado para borrar una exigencia que tuvo vigencia durante veinticinco siglos”.

De ahí en más –se sabe– el proceso de transformación del modo de producción feudal en modo de producción capitalista será imparable, “sin andaderas”: el ethos burgués se organiza como manifestación de la esencia del Evangelio, sobre todo a partir de Hobbes y después Smith, cautivo en la tendencia anglosajona empírico-liberal de aplicar paralelismos pseudo-científicos entre las supuestas leyes socioeconómicas y las comprobables leyes físico-matemáticas de la episteme newtoniana. Así, continúa Dussel, “todo quedaba ordenado objetiva y subjetivamente […] como una gran ‘maquinaria económica’ arquitectonizada por Dios, de manera necesaria. Todo quedaba así preparado, teórica y teológicamente, para poder reproducir ideológicamente el sistema […]. Marx se encontraba, al realizar la crítica de la economía política burguesa, ante esta orquestación teológico-económica, y la enfrentará con los mismos recursos, aunque sea ‘metafóricamente’, ya que ironizará en muchos casos estas construcciones ‘teológicas’”.

Esa “orquestación teológico-económica” entrañó también –vimos recién– la expropiación (“cercamiento” dice Federici, en una metáfora/paralelismo escalofriante) de los saberes-poderes de las mujeres, sobre todo los relativos al cuerpo, la sexualidad y la Madre Naturaleza. De ahí quizá que, ente todas sus tensiones, la pluma de Marx haya traído al tejido de su argumentación cierta metáfora que conecta con uno de los campos de experiencia/saber propios de la partera/bruja, las plantas, a la vez en simbiosis con cierta lógica capitalista, artificial, con esa tendencia a la intervención técnica-reproductiva para acelerar (o detener) los ciclos biológicos o incluso estacionarios: un invernadero.

Es la imagen comparativa a la que más se recurra (cuatro veces) durante todo el capítulo. En una oportunidad sirve para comparar nada menos que el propio tema o tópico, la mismísima acumulación originaria, en un momento de máxima síntesis: “España, Portugal, Holanda, Francia e Inglaterra […] todos ellos recurren al poder del estado, a la violencia organizada y concentrada de la sociedad, para fomentar como en un invernadero el proceso de transformación del modo de producción feudal en modo de producción capitalista y para abreviar las transiciones”.

Con probabilidad surgida un pasaje de Mirabeau citado al pie páginas antes, donde se compara a ciertos talleres de manufacturación con “artificiales plantas de invernadero cultivadas por los gobiernos” (De la monarchie, t. III), la imagen remite en otra ocasión a dos actividades impulsoras por antonomasia del capitalismo: “El sistema colonial hizo madurar, como plantas de invernadero, el comercio y la navegación”. En una tercera oportunidad, el invernadero es comparable al sistema del crédito público, otra experimentación (botánica/social) cultivada cronológicamente por distintos estados-nación europeos, a modo de postas, y ya irreversiblemente arraigada: “El sistema del crédito público […] tomó posesión de toda Europa durante el período manufacturero. El sistema colonial, con su comercio marítimo y sus guerras comerciales, le sirvió de invernadero. Así, echó raíces por primera vez en Holanda”. Y así, saltando por los tiempos e imperios, aparece finalmente para mentar la proletarización del campesinado otra vez como experimentación social (al parecer tampoco tan moderna): “El servicio militar, que tanto aceleró la ruina de los plebeyos romanos, fue también uno de los medios fundamentales empleados por Carlomagno para fomentar, como en un invernadero, la transformación de los campesinos alemanes libres en siervos”.

Otra vez el historiador -y político, economista, sociólogo y filósofo– Marx vuelve a ser conectado, en su magistral entramado textual, por alguna analogía transhistórica surgida de esa llamada acumulación imaginaria del escritor Marx. He ahí una herencia dialéctica materialista que –siempre y cuando se quiera cambiar el mundo y no solo interpretarlo– permite “leer el pasado como algo que sobrevive en el presente” (Federici), para cultivar un “juicio ético” (Dussel) y “una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones” (Derrida) que les den una nueva potencia revolucionaria a nuestras luchas anticapitalistas, antipatriarcales y decoloniales, de aquí y allá.

 

 

[1] Además de cartas, manuscritos, anales, journals, leyes, reportes de Public Health, estatutos judiciales y gremiales, obras anónimas y, por supuesto, toneladas de libros de Historia (la social de la gente de los condados ingleses del Sur, la del estado pasado y presente de la población trabajadora, la de la Reforma Protestante, la de la literatura política inglesa desde los primeros tiempos, la del comercio, la de la agricultura, etc.), en las citas al canon literario-filosófico saltan a la vista aquí y allá principalmente –lo nombra nueve veces– el revolucionario y francmasón conde de Mirabeau y, luego, Shakespeare, Francis Bacon, Tomás Moro (de su Utopía trae un país donde “las ovejas devoran a los hombres”), Montesquieu, Rousseau y hasta una “bonita polémica” desencadenada por un influyente best-seller de la incipiente cultura de masas del siglo XIX: “Cuando la actual duquesa de Sutherland recibió en Londres con gran boato a Mrs. Beecher-Stowe, la autora de La cabaña del tío Tom, para ufanarse de su simpatía por los esclavos negros de la república norteamericana, simpatía que, al igual que sus aristocráticas cofrades, se guardó muy sabiamente de manifestar durante la Guerra de Secesión […] expuse en la New-York Tribune la situación de los esclavos de las Sutherland”. Tampoco será esta la única vez que Marx se autocite: una final nota al pie remata el capítulo 24 con un fragmento del Manifiesto Comunista, ese que dice que “la burguesía produce sus propios sepultureros”.

[2] Michael Perelman, en The invention of Capitalism (2000) dice que al término “acumulación originaria” (o primitiva) lo acuñó Adam Smith y que Marx lo rechazó debido a su carácter ahistórico: “Para recalcar su distancia de Smith, Marx antepuso el peyorativo ‘llamada’ al título de la parte final del primer tomo de El Capital” (citado por Federici).

[3] A propósito, y con motivo del bicentenario de nacimiento de Marx, el entonces vicepresidente de un país latinoamericano con un proyecto político considerado alternativo al capitalismo neoliberal, escribió en la revista paceña La Migraña: “Marx sigue siendo el espectro de la época insuperable, está ahí, se lo mata cada 10, 20 años y vuelve a nacer, se declara su extinción y vuelve a renacer; es una cosa fascinante” (Álvaro García Linera).

[4] Cito a Halberstam de Mark Fisher, de los extractos de su tesis Flatline Constructs, titulados “Materialismo gótico” en el libro editado por Juan Salzano Deleuze y la brujería (2009).

[5] En efecto, cuando ciertas citadas Crónicas refieren que, tras la expropiación del pequeño campesinado por Enrique VIII, “han desaparecido innumerables casas y pequeñas fincas […] numerosas ciudades están en ruinas […] villorrios destruidos para convertirlos en pasturas para ovejas, y en los que únicamente se alzan las casas de los señores”, he ahí pues el paisaje desolador de algunos cuentos de Edgar A. Poe y las novelas de terror victorianas, con la tenebrosa y solitaria mansión en ruinas en lo alto de una colina, rodeado de naturaleza muerta y aldeas fantasmas.

[6] En Los espantos (2016), Silvia Schwarzböck define justamente como espantos los efectos de la posdictadura en el contexto del neoliberalismo triunfante y propone en consecuencia abordarlos como “objeto estético, antes que filosófico-político”, a partir de “las reglas de la ficción”: “Los espantos, por pertenecer al género terror, piden la estética para ser leídos. Lo que en democracia no se puede concebir de la dictadura, por más que se padezcan sus efectos, es aquello que se vuelve representable, en lugar de irrepresentable, como posdictadura: la victoria de su proyecto económico / la derrota sin guerra de las organizaciones revolucionarias / la rehabilitación de la vida de derecha como la única vida posible”.

[7] En la literatura argentina, ese mismo año, el título de una novela de Andrés Rivera resumía también la “atmósfera” out of joint en que estaba sumida cierta izquierda que alguna vez creyó, en tanto heredera de Marx, poder cambiar el mundo: La revolución es un sueño eterno (1993) abre con un epígrafe autobiográfico de Perón, de Del poder al exilio, referido a una “atmósfera borrosa de lluvia y niebla [donde] todo parecía irreal”. Conectando el ’55 con Mayo (recordemos que Juan José Castelli es el protagonista de la ficción), otra vez surgen, en el revival de la novela histórica latinoamericana, los espectros de Derrida, el “gótico” de Halberstam (y Fisher), los espantos de Schwarzböck.

[8] La del demiurgo parece ser una matriz imaginaria constitutiva de la oikonomia de Occidente: es (Disney lo sabía, le asignó esa figura al ratón Mickey en su clásico Fantasía) “el aprendiz de brujo” que Berman analiza en el Fausto de Goethe. 25 años después, a lo largo de El reino y la gloria (2008), Giorgio Agamben vuelve a asediar genealógicamente la imagen demiúrgica, ubicando su origen en los tiempos de la Gnosis y sus disputas teologales con los Padres de la Iglesia y analizando su secularización desde Hume y Smith hasta Carl Schmitt y Walter Benjamin. Así, estos demiurgos que trasmitieron su oculta philosophia a cabalistas y magos renacentistas, contracara masculino-aristocrática de las brujas y curanderas de pueblo, transmigran a la prosa marxiana en ciertos “favoritos” de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales que, “más astutos que los alquimistas, hacían oro de la nada”.

[9] Todo el desarrollo de El Capital es el intento por escindir lo que fue unido (confundido) por el idealismo filosófico y el liberalismo económico: la materialidad-trabajo de la mercancía y el proceso abstracto que terminó internalizándosele. Para despojar a su objeto (la historia) de toda metafísica, Marx debe pues inventar la metáfora del fetichismo para explicar el misterio de la mercancía: un acto (de habla) mágico primitivo – del tipo que décadas luego Frazer catalogaría en La rama dorada– por medio del cual se inviste a un objeto de poder sobre un sujeto. Del mismo modo, para definir la condición psicológica de quien ha naturalizado su condición social, Marx hablará de “alienación”, a usanza de los teólogos que –hasta bien entrado el siglo XVII y con la caza de brujas alrededor– hablaban de enajenación del espíritu o la voluntad por una afección astrológica o posesión demoniaca merced a un objeto particular (Silva). En suma, inversión: en Marx, “la mercancía se muestra a los propios productores como un fetiche, un producto humano que se ha autonomizado, ha cobrado vida propia, y ahora rige la vida de los hombres. Los objetos (los productos humanos) devinieron sujetos (‘fetichismo’) al mismo tiempo que los sujetos se volvieron objetos, esclavos de sus designios (‘cosificación’)” (Tarcus).

[10] La mezcla de sangre y barro espejea en nuestra literatura, desde su brutal fundación con El matadero, de Esteban Echeverría (1838-1871, el lapso entre su escritura y publicación casi coincide con el de composición de El Capital), hasta El fiord (1969), de Osvaldo Lamborghini, que insiste en la alegoría de un parto entre la sangre y la mugre como flexión literal de la violencia político-sexual en Argentina.

[11] En la poesía argentina fue Arturo Carrera quien decidió ponerse a oírla: “No se borró aún la sangre de nuestros rayados. No se borra. No se borrará la sangre de los emboladores: la voz de la partera estalló en nuestra sangre y has de tomar bien ese oro; de aquel terremoto rojo bien lo rojo: bufón para tu plancton: es nuestra pintura: nuestra sangre”. En La partera canta (1982) se nos cuentan devenires posibles de la lengua en pleno umbral posdictadura: un gran leviatán comedor de plancton, las metáforas históricas de la escritura (de la sangre) y la herencia (documental, testimonial, “ese oro” acumulado) de la violencia que llevamos en el cuerpo a través del legado “rojo” de Marx.

[12] El mismo año en que, con Leopoldina Fortunati, Federici publicaba los primeros resultados de su investigación sobre las mujeres en su transición del feudalismo al capitalismo en Il Grande Calibano. Storia del corpo social ribelle nella prima fase del capitale, en Argentina, con motivo del video Nunca Más hecho por la comisión Sabato, emitido por TV en julio de 1984, también Fogwill, un mes después, en “Testimonio, verdad, utilidad” (en Primera Plana), tras evocar al “Hombre que vio a la partera” de Arlt, cuestiona la metáfora – que atribuye a Engels o “algún libro olvidado”– de la violencia como “Diosa partera de la Historia”: “la sangre, los alaridos de la parturienta y la despersonalización que las mascarillas quirúrgicas imponen a los otros actores de la escena sirvieron para marcar con el signo del horror los testimonios que el público vería minutos más tarde. […] Marcando con el horror a un acontecimiento se lo extrae de la historia humana, tal como los rituales y los procesos neuroquímicos del parto ayudan a extraerlo de las biografías y hasta de la memoria. […] La alegoría del parto refuerza […] la vinculación del tema a los símbolos de la maternidad (Madres, Abuelas), y a la trama de los vínculos familiares […] remitiendo las demandas de explicación y justicia a una cuestión ‘de sangre’, para enturbiar la evidencia de que por sus orígenes y por sus consecuencias futuras, el Terror de Estado es una cuestión exclusivamente política”.

imagen: No quiero ir nada más que hasta el fondo. Florencia Breccia, 2017

 

Publicado previamente En Boletín GEC, Nº 23, jun. 2019.

 

¿Hubo una guerra en la Argentina? (*) // Luis Mattini

La palabra guerra viene del antiguo germánico wërra y significaba «querella». Con el tiempo fue adquiriendo diversos matices pero, en todo caso, se admite como un conflicto no posible de resolver pacíficamente. Esto sea dicho no para alardear de sapiensa lingüística sino para empezar señalando las dificultades de todo intento de empezar la discusión por la vía de las definiciones. Por lo demás, si nos dirigiéramos a las explicaciones específicamente militares nos encontraríamos con idénticas dificultades. Para un mariscal como Montgomery, por ejemplo, las luchas independentistas americanas dirigidas por generales como Washington, Bolívar o San Martín, no fueron «propiamente guerras».

Desde luego para nosotros no es una cuestión semántica, ni académica, ni de curiosidad histórica. Es importante analizar por qué el estado de la Argentina de los setenta se volvió terrorista a punto tal que inauguró en la historia moderna un método represivo inédito con una nueva categoría jurídico-política internacional: el desaparecido, palabra ésta que hoy se usa en español y en muchas lenguas. Pero el análisis y el debate deben tratar de evitar que las consecuencias de las conclusiones condicionen a las hipótesis o, dicho de otro modo, que las respuestas se antepongan a las preguntas. Precisamente, por anteponer amañadamente la respuesta a la pregunta, cierto abogado, alimentando la teoría de los dos demonios, explica que el estado «había perdido la razón». El estado se habría «vuelto loco» en manos de unos locos militares.

Por su parte, los militares, que no tienen nada de locos, ni de irracionales, han sido claros y en la definición bélica basan toda la justificación del terrorismo de estado. Para ellos no sólo hubo una guerra sino que la misma formaba parte de la «tercera guerra mundial»; la forma que el comunismo se iba imponiendo en el mundo. En las condiciones sociopolíticas de la Argentina de los años sesenta habría surgido el «demonio» subversivo y en la represión al mismo se habrían cometido «excesos».

Ahora bien, desde el campo popular se niega la existencia de esa hipotética «guerra», pero no como conclusión sino a priori, con el objetivo de quitar argumento a los militares. Considero esto un serio error y una lamentable demostración de derrota ideológica, al menos una respuesta a la defensiva. De hecho, con esta actitud se está admitiendo que en caso de que hubiere habido guerra, dicha situación habría justificado los secuestros, las desapariciones, las torturas, el rapto de niños, etcétera. Con el mismo criterio se podrían admitir los crímenes de guerra de los nazis (estaban en guerra), de los norteamericanos en Hiroshima o Vietnam y la larga lista de genocidios de este siglo y los anteriores sin olvidar los recientes bombardeos de la OTAN a Yugoslavia. Pero llevado a su expresión más concreta y cotidiana, ello admite que una persona por ser subversiva al sistema dominante pierde los derechos humanos.

Porque si bien es cierto que la definición de guerra o no guerra es discutible, lo que no puede negarse es que había una activa actitud subversiva en gran parte de la población que rechazaba el tipo de país que se estaba imponiendo. Miles de personas éramos subversivos y afortunadamente muchos lo seguimos siendo, es decir rechazamos este modelo de país y de civilización y sin embargo hoy no emprendemos acciones bélicas.

El estado tiene la función inmanente de su propia naturaleza de reprimir toda intención de alterar el orden constituido, la acción subversiva y, como suele decirse grandilocuentemente, «con todo el peso de la ley». Esa fue la guillotina, inventada por el racionalismo francés. Instrumento para que «se cumpla la ley». Todos los estados son, entonces, por definición, represivos. La represión va desde la coerción económica o burocrático-cultural pasando por las «fuerzas de seguridad interna» hasta el propio ejército nacional según lo exija la correlación de fuerzas. En tal sentido, si no fuera una gazmoñería típicamente argentina, es ridículo pensar que con leyes se puede «garantizar» que fuerzas armadas que no pertenecen al ministerio del interior participen en determinadas condiciones de la represión.

Sin embargo es preciso diferenciar, por así decir, el «derecho natural» del estado en donde la represión contiene incluso un alto grado de brutalidad y crueldad del terrorismo de estado. Esta diferenciación no se propone establecer calificativos de mayor o menor dolor sino examinar los efectos sobre la población y sus resultantes. Porque lo que define al terrorismo de estado no es el grado de crueldad. Si se me permite un parafraseo diría que la represión tradicional del estado a la insubordinación de sus súbditos se corresponde a aquello de: «la guerra es la prolongación de la política por otros medios», mientras que el terrorismo de estado sería algo así como la prolongación de la guerra por medio de la política. El terrorismo de estado es una política con un conjunto planificado de contenidos, sociales, económicos y culturales, llevada a cabo por medios terroristas a veces encubiertos en acciones bélicas «regulares». Podría aventurarse que es una nueva forma de guerra. 

Y mas aun; proyectando la idea podríamos afirmar que así como se ha establecido esa categoría terrorismo de estado como novísimo método represivo, los bombardeos «quirúrgicos» de la OTAN a Yugoslavia podrían ser calificados de terrorismo de potencia.

Pero esto nos saca del temario, volvamos. Las protestas sociales como expresión primarla de la lucha de clases se desarrollan por un terreno que generalmente empieza a ser aquel que va de los estrictamente legal hacia zonas fronterizas con la legalidad y con mucha frecuencia hasta forzar o entrar directamente en la ilegalidad. Mediante esa puja, legítima dentro de la lucha política, precisamente se pueden modificar las leyes. Algo que era ilegal pasará a ser legal. Que se modifiquen las leyes o que se «aplique todo el peso de la la ley» no es cuestión jurídica sino de tensión de fuerzas. Es la política.

Cuando los conflictos entran en determinado nivel de desarrollo sin solución pacífica aparece la opción armada, la cual asumirá formas organizadas siempre que existan sujetos políticos dispuestos a llevarla a cabo. Esto es una constante histórica. «La guerra como continuidad de la política». Pero es poco pensable una expansión de la lucha armada sin la existencia de la base histórico-cultural y de la coyuntura económico-política. La violencia estructural de los años sesenta exacerbada por la crisis política crónica, si bien creaba condiciones favorables para el surgimiento de la lucha armada, no fue su iniciadora ni mucho menos. Este es el debate fundamental y la explicación que debemos a las nuevas generaciones los protagonistas sobrevivientes. Explicar que aquella violencia política, en donde la lucha armada propiamente dicha era una de sus formas, no fue la expresión espontánea de masas desesperadas por la miseria y la marginacion, sino una opción política en el sentido clausewitziano, conscientemente adoptada por una parte de la juventud, trabajadores y estudiantes que gozaban de una, quizá modesta, pero aceptable situación económica y que, por eso mismo, empezaron a sentir como propia la bofetada en el rostro de los demás. Un proyecto de cambio que incluía, en aquella coyuntura (dictaduras militares o «estado policial» mediante) el uso de la fuerza para imponer un rumbo distinto al que los poderes dominantes imprimían al país.

Porque hay que recordar que el recurso de la violencia como manera de resolver el conflicto político, fue lógica común a lo largo de dos décadas, tanto en las Fuerzas Armadas y los centros del poder que la sustentaban bajo la Doctrina de la seguridad nacional, como en las organizaciones guerrilleras y en una considerable parte de la población bajo la consigna de «responder con violencia revolucionaria a la violencia reaccionaria.»

Ahora bien, efectivamente existían en el país «grupos subversivos», particularmente los de formación marxista, quienes, como tales, es decir como marxistas consecuentes, sostenían una visión internacional del proceso histórico concibiendo la revolución «nacional por su forma, internacional por su contenido» y, en cierta forma, se inscribían en la llamada «tercera guerra mundial». Supuesta «guerra» en la cual, por cierto, el principal hipotético temido agresor, la Unión Soviética, no tenía las más mínimas ganas de participar y no sólo no apoyaba a los subversivos, sino que hasta en muchos casos colaboró para su dispersión, por acción u omisión. Pero ni la situación social, ni la crisis política, ni la proscripción al peronismo hubieran sido suficientes para posibilitar el surgimiento de las organizaciones armadas de no haber mediado el golpe de estado de 1966.

El golpe de estado de 1966 tiene poco que ver con los anteriores golpes de estado. Este se inspira en la Doctrina de la seguridad nacional. Y a su vez, esta doctrina —cuyas raíces datan de 1957, antes que existiera la revolución cubana— es, en el caso de los argentinos, de una precocidad únicamente explicable por ese rasgo nacional que nos hace ser frecuentemente más papistas que el Papa. Pero el trazo distintivo fue su carácter preventivo del cual se desprenden políticas que luego actuaron como profecías cumplidas. En efecto: como consecuencia de las acciones represivas preventivas de la dictadura del General Onganía, irrumpen los grupos subversivos con lo cual se cumplen las prevenciones de la Doctrina de la seguridad nacional. El enemigo estaba encubierto y ante la acción de las fuerzas del bien se ve obligado a desenmascararse. Sin embargo, persisten las dificultades porque ese enemigo sabe mimetizarse con la sociedad, especialmente entre los políticos y los “idiotas útiles», entre los comunistas disfrazados de cristianos y de peronistas.

Es decir, para la lógica de la Doctrina de la seguridad nacional, la acción represiva no engendra reacción de las masas postergadas como «caldo de cultivo» del comunismo inter- nacional, sino que desnuda, pone al descubierto aquellos sectores que son la punta de Ianza, las avanzadas del «enemigo». Por eso la aplicación de la Doctrina de la seguridad nacional, por lo menos en el caso de Argentina, fue preventiva y como parte de una cruzada mundial contra el comunismo. Es asaz probable que nunca imaginaron que aquel sistema socialista mundial se derrumbaría mucho después pero por una vía inesperada.

Mientras tanto, la resultante fue a la inversa: la guerra como prolongación de la política iniciada con la «Noche de los bastones largos» engendró esos estallidos sociales que la elocuencia popular calificaría con los sufijos «azos»: El Correntinazo, el Rosariazo, etc., para llegar a su apogeo en el Cordobazo. Y de estos estallidos sociales emergieron los grupos armados, los cuales si bien estaban en la mente y en los intentos de ligas de avanzada, sólo pudieron concretarse y cobrar desarrollo después de los azos.

Y ahora podemos intentar una pregunta: ¿Si esto no es guerra, qué es?

Es posible pensar que el «Comunicado N° 1 de Campo de Mayo» (según dicen redactado por el pastor de la democracia Mariano Grondona) fue una declaración de guerra de hecho, por parte del bien llamado «Partido Militar» al adoptar y aplicar en forma precoz y fundamentalista la Doctrina de la seguridad nacional. Doctrina que implicaba no sólo un cambio cualitativo en las concepciones estratégicas de las fuerzas armadas, es decir la redefinición de las llamadas hipótesis de conflicto haciendo girar la direccionalidad hipotética de un eventual enemigo externo hacia adentro, hacia la propia población, sino que también contenía un cambio radical en el reglamento de combate a punto tal de invertirlo.

Expliquemos un poco esto: Tradicionalmente un ejército posee diversas armas. Algunas son específicamente de combate, pertrechadas, uniformadas e instruidas para el contacto directo con el enemigo. Otras son de apoyo, servicios u operaciones tácticas de diversionismo, espionajes y cosas por el estilo. Pero la fuerza principal que enfrenta al enemigo en primera línea es la infantería, a la que se denominaba con orgullo la «reina de las batallas». La infantería, al son de la música de Wagner, libraba batallas y ocupaba el terreno, clave para toda victoria militar. Eso era la guerra convencional, civil, nacional o internacional. Y si esa es la definición de guerra, pues aquí no hubo una guerra y cuando la hubo (en las Malvinas) no había infantería capaz de ocupar el terreno.

Pero, como dijimos, la Doctrina de seguridad nacional incorporaba otra concepción bélica en la cual el arma de combate tradicional pasaba a ser sólo decorativa, mejor dicho de apoyo y las que antes funcionaban como apoyo pasaban a ser las fuerzas de combate. Esto recién se lleva a cabo en 1974 a partir del Operativo Independencia en Tucumán y en todo el país cuando el general Videla asumió el monopolio del poder represivo a mediados del año siguiente, en pleno gobierno peronista, antes del golpe de 1976. Las unidades uniformadas sólo amedrentaban, ni siquiera presentaron combate a las magras fuerzas guerrilleras. Ocupaban escuelas, fábricas, edificios públicos, etc. Ocupación que no se lograba a costa de duros combates para desalojar un supuesto enemigo, simplemente porque la resultante principal de la aplicación de la Doctrina de la seguridad nacional fue la figura de países ocupados por sus propios ejércitos. Ni siquiera puede decirse que la ocupación era especialmente brutal. Por supuesto, era molesta, arbitraria, prepotente pero, en términos relativos, menos brutal que en otras oportunidades.

Porque la brutalidad estaba ejercida en las sombras por unidades que antes eran de apoyo y ahora pasaban a ser las verdaderas unidades de combate: en particular la inteligencia en sus diversas ramas. Digamos que el cambio se puede expresar por el hecho de que el Jefe de Inteligencia del Estado Mayor, cuya función tradicional era de servicio auxiliar, pasó a funcionar como Jefe de Operaciones y el Jefe de Operaciones a tareas auxiliares.

La infantería, aquella orgullosa «reina de las batallas», fue reemplazada por los grupos de tareas. Comandos bien entrenados, con funciones estrictamente compartimentadas, que actuaban sobre el «enemigo» aplicando la táctica del secuestro y la desaparición forzada en donde el saqueo, más allá de «excesos» puntuales en provechos personales, formaba parte de la doctrina bajo la figura de botín de guerra. El estado represor, cruel o sanguinario, pasó a estado del terror y de allí al terrorismo de estado, como lógica consecuencia de la aplicación precoz de la Doctrina de la seguridad nacional.

Si esto no es guerra, busquemos la palabra adecuada, pero no es simple represión por cruel que haya sido, ni simples excesos represivos. Es una categoría de dominación propia de este siglo y que se corresponde a determinado tipo de civilización; a la variante extrema de la dominación burocrático-anónima.

Intentemos algunas comparaciones para ayudarnos en la idea. El estado francés, modelo de crueldad cuando se trata de cumplir las funciones que le corresponden, es decir, defender el orden constituido, hijo directo del terror de la Revolución Francesa: Los comuneros de París fueron fusilados sin piedad y, como si eso fuera poco, sobre las cenizas del barrio insurrecto se construyó la Catedral de Montmartre como símbolo del triunfo eterno del poder. Aun así no puede considerarse terrorismo de estado. En la reciente guerra de El Salvador las cabezas de los guerrilleros en picas, los cuerpos fueron mutilados en magnitudes espantosas, pero aun así, eran conmensurables, visibles y hasta podríamos decir medibles. Uno podía aterrorizarse pero sabía lo que le podía pasar. La represión a los obreros de la Patagonia en 1922, bárbara y despiadada, con cientos de fusilamientos, tampoco era terrorismo de estado. Podemos incluso remitirnos a uno de los más terribles ejemplos históricos: el nazismo. Huelgan las palabras para calificar, no alcanzan los adjetivos de todos los idiomas, pero aun así no era terrorismo de estado. Era, sí, la dictadura terrorista. El partido a cara descubierta se asumía como Nación en el estado y aplicaba el terror visible, obvio, imaginable. Y a su modo, con la ley en la mano. Un rasgo característico, particularmente en el nazismo, era que cada sujeto, desde Hitler hasta el más mísero guardiacárcel sentía que obraba en nombre del estado, y en tanto hombre de estado ponía la cara, actuaba como tal. Otra característica del régimen nazi consistía en la identificación del terror con el hombre. Con sólo ver o pensar en Hitler bastaba para ponerse a temblar. Por su parte el Generalísimo Franco, tras la derrota militar de la República española dijo: «el peor error sería el perdón» y mandó a fusilar a miles de prisioneros.

Ése no era exactamente el efecto que causaba Videla con el agregado que las Juntas rotaban en el poder. La población podía entender «racionalmente» que el peligro venía del estado, concretamente de los militares, pero el carácter oculto producía un sentimiento de perplejidad, de miedos irracionales, el peor de los terrores  que la humanidad pueda soportar, el terror a lo desconocido. Porque la acción anónima y clandestina de los grupos de tareas, la ausencia de campos de concentración visibles, la ausencia de columnas de prisioneros, la acción principalmente nocturna, el anonimato, la compartimentación tanto por seguridad como por espíritu burocrático y sobre todo la desaparición sin rastros (o, peor aún, con rastros dirigidos) en total impunidad, creaban la sensación de un mal demoníaco, irracional, incomprensible, invisible, difícil de determinar de qué lado venía. Si a esto le agregamos los pusilánimes de izquierda que hablaban de «corrientes democráticas» o de apoyo a Videla para «cortarle el paso al pinochetismo«, el silencio de los demócratas, la complicidad de la prensa, el consenso de los pancistas al golpe de estado, tenemos un cuadro nuevo en la tradición represiva. Era terrorismo de estado, no por la dureza represiva, ni por la supuesta indiscriminación, sino porque era la aplicación sistemática de una política destinada a combatir a un enemigo imaginado (pero perfectamente determinado a la luz de los proyectos económicos) y cuyo contenido ponía especial atención al anonimato operativo y al destino desconocido de la víctimas lo cual es, como dijimos, una de las formas más siniestras del terror. Y es terrorismo de estado porque se basó en una doctrina apriorística que tenía que confirmarse como «profecía realizada», demostrando que el mal venía de afuera pero estaba inserto infectando la sociedad argentina ante el cual había que «cortar por tejido sano», como en un cáncer, eliminando millones de células sanas para extirpar el foco infeccioso.

Resulta evidente, pero de todos modos conviene aclarar, que esta comparación de los métodos represivos no pretende determinar mayor o menor sufrimiento por parte de las víctimas, no quiere decir que Videla era peor que Hitler, no entra en consideración sobre mayor o menor maldad. Sólo se hace a los efectos de comprobar mayor o menor eficacia en determinadas condiciones socio-políticas y las consecuencias posteriores.

Por eso no es adecuado discutir si hubo o no una guerra utilizando las categorías clásicas o precisando la semántica. En todo caso, si no hubo guerra en el sentido hasta el momento conocido: guerra mundial, nacional, civil, revolucionaria, etc., no fue por la falta de fuerzas beligerantes desde el lado revolucionario sino porque las Fuerzas Armadas del estado sorprendieron a los guerrilleros trocando el combate abierto por la acción terrorista.

En cambio es posible aventurar que entre 1956 y 1976 hubo una especie de guerra civil larvada. Un estado de confrontación política cargado de violencia, que en algunos períodos adquirió formas insurreccionales y acciones bélicas con la organización de contingentes de hombres y mujeres dispuestos a llevar adelante un proceso de lucha armada por un país distinto. Lo cierto es que en esa práctica violenta de la política y en las propias acciones armadas por momentos estuvo involucrada una gran parte de la población. Hecho éste que fue cardinal para la legitimación y el desarrollo de las organizaciones armadas. Y cierto es también que en determinado momento del desgaste de la lucha de clases, la lucha armada fue perdiendo consenso en la población hasta el punto en que las organizaciones armadas quedaron aisladas. Ése fue precisamente el momento del golpe de estado de 1976 con lo cual se derrumba el argumento principal del terrorismo de estado. Cuando el General Videla asumió el Poder Ejecutivo, las organizaciones armadas estaban técnicamente fuera de combate principalmente por razones de aislamiento político. La acción de los grupos de tareas operó primordialmente sobre el activo militante de las organizaciones populares de las cuales los grupos revolucionarios armados fueron parte.

Es evidente que la respuesta a la pregunta que titula este trabajo no es sencilla, por lo menos no es lineal. Como decía al principio me preocupa más la motivación de la argumentación que niega el carácter de guerra que saber si fue o no una guerra.

La guerra no justifica los crímenes y sin embargo la guerra legaliza el homicidio siempre y cuando se respeten normas acuñadas por la civilización burguesa establecidas en la Convención de Ginebra. Por eso en el caso que se considere que en la Argentina de los setenta hubo una guerra, los militares deberían ser juzgados bajo la acusación de «crimen de guerra». Y desde luego, para un juicio de ese tipo es «incompetente» la justicia ordinaria. Es un juicio eminentemente político.

Por otra parte, es un lugar común afirmar desde el propio campo popular que las organizaciones armadas al menos dieron «argumento» a los militares para justificar la acción represiva. Esa afirmación expresa una posición defensiva frente a los militares y los poderes constituidos y tiene un desagradable regusto a culpa, Porque es necesario insistir en el hecho de que la gran conflictividad social de los años sesenta no necesariamente se hubiera desencadenado en lucha armada (como si todo proceso fuera una especie de escalera ascendente que se autoalimenta sin intervención de los factores subjetivos: es decir sin la intervención del sujeto). Sobre dicha conflictividad social, en donde la lucha de clases sin definiciones creaba una crónica crisis política, los militares se constituyeron de hecho en Partido Militar y en 1966 dieron el golpe de estado preventivo aplicando prematura y en forma fundamentalista la Doctrina de la seguridad nacional. Para los revolucionarios la interrupción del orden constitucional presentaba una chance para establecer una línea de acción que buscara una ruptura revolucionaria. Dicho de otra manera, los grupos armados no se alzaron contra la dictadura militar para restaurar la democracia sino para transformar la «guerra» declarada por los militares al pueblo argentino, en revolución social. La chance o, para hablar en términos marxistas clásicos, el inicio de una situación prerrevolucionaria estaba dada y hubiera sido imperdonable no haber intentado transformarla en situación revolucionaria hacia la crisis revolucionaria que sacara de la indefinición seme jante momento en la lucha de clases. Para los revolucionarios ni la victoria ni la derrota por sí mismas son criterios de verdad. Visualizada la chance, la acción sobre la misma no está dictada por un cálculo especulativo de seguridad en el triunfo sino por una cuestión de ser o no ser. Por otro parte, como bien lo señalaba Jóse Saramago, la victoria y la derrota tienen una cosa en común: son transitorias.

Esto hay que decirlo sin tapujos ni eufemismos por respeto a la verdad histórica, por memoria de nuestros muertos y sobre todo porque es la explicación racional de los hechos. De lo contrarío parecería que unos chicos que salieron a protestar por un boleto de colectivo fueron secuestrados y desaparecidos por unos dementes salidos quién sabe de dónde, y por lo tanto todo intento de protesta traerá como consecuencia la masacre.

Porque haciendo abstracción de complejas consideraciones políticas, y deslizándonos sólo por el terreno militar, una de las grandes lecciones de esta tragedia, lección fundamental para el presente y el futuro inmediato, no pasa por considerar un error el haber intentado actuar frente a la chance sino por examinar las consecuencias de la cristalización de las doctrinas y los gravísimos peligros de las copias.

En efecto: si puede hablarse de una tradición militar revolucionaria clasista en la época del capitalismo industrial, aquello que en la década del sesenta se denominaba «ciencia militar proletaria» o «doctrina militar socialista», la generalización de la misma registra dos grandes períodos que se correspondieron a épocas y situaciones determinadas. La táctica insurreccional y la táctica de guerra popular o luchas guerrilleras. En las décadas del sesenta y el setenta ambas tácticas eran poco menos que antagónicas dentro de los paradigmas militantes.

La táctica insurreccional que se aplicó desde la Comuna de París en 1871 hasta la segunda guerra mundial, produjo nada menos que la revolución rusa, sacudió al capitalismo en gran parte de sus centros por las insurrecciones europeas y asiáticas, y llegó incluso a El Salvador en 1932.

La táctica de guerra popular prolongada se generaliza a partir de las luchas anticoloniales, las victorias en China, Corea y Vietnam y en nuestro continente adquiere total ciudadanía con la revolución cubana. Desde luego, desde el poder no se fueron a llorar por los rincones y se dedicaron a estudiar y aplicar tácticas contrainsurgentes durante todas esas luchas. La Escuela de las Américas regenteada por los norteamericanos en Panamá, sintetizaba y generalizaba las experiencias. La preparación por parte de los norteamericanos de las tácticas contrainsurgentes, digámoslo con una pizca de sorna, no resultó demasiado eficaz si nos atenemos a los resultados en China, Corea y Vietnam. Como, dicho sea de paso, tampoco les resultó a los soviéticos en Afganistán, ni a los rusos de hoy en Chechenia. Hay que decir, asimismo, que tampoco fueron demasiado eficaces en Nicaragua y El Salvador.

Sin embargo, cuando se desarrolla la lucha armada en nuestro país los revolucionarios siguen en mayor o menor medida las tácticas generalizadas por la experiencia de otros países y tienen muy en cuenta las tácticas contrainsurgentes propiciadas por los norteamericanos. Las mismas podrían sintetizarse en represión abierta y desarrollo económico-social, columna vertebral de la Doctrina de ¡a seguridad nacional. Pero en cuanto represión abierta no se diferenciaba mucho de la brutalidad de los nazis. Era el estado terrorista pero no el terrorismo de estado. Los revolucionarios argentinos aplicaron una doctrina apta para enfrentar al estado terrorista. Pero los militares argentinos le habían dado varias vueltas de tuerca a las doctrinas contrainsurgentes, combinando lo aprendido en la Escuela de las Américas con otras experiencias internacionales, particularmente las francesas y con esos bagajes establecieron criterios propios aplicables a esta realidad.

En síntesis, los revolucionarios tuvieron la lucidez y la decisión de intentar transformar la «guerra» declarada al pueblo, en revolución; pero aplicando una táctica que había quedado retrasada. Y los militares, aplicando en forma prematura una doctrina sin ningún tipo de limitación moral o ética, lograron la iniciativa que fue clave en la victoria.

Aspecto clave en esa táctica represiva fue la inversión de roles en las fuerzas operativas. El empleo figurativo de la infantería y el uso mortífero de los grupos de tareas centrando sus acciones no tanto al choque directo contra los guerrilleros como buscando «quitar el agua al pez». Si los miembros de una institución fuertemente tradicionalista como las Fuerzas Armadas fueron capaces de dejar de lado las fanfarrias, los orgullos, la gallardía y, por qué no decirlo, la dignidad, para actuar de civil, llenándose no ya de sangre sino también de oprobio… ¿Sería un disparate pensar que en el futuro la represión del poder podría no venir de la infantería de las FF.AA. sino muy probablemente de los «ejércitos privados»? Ya vemos los primeros alarmantes síntomas de patovicas golpeando a estudiantes. ¿Llamaremos a eso «guerra»?

(*) Publicado en la revista La escena contemporánea N° 3, “Guerra, violencia y política”, octubre de 1999

El pensamiento del ebanista. Recuerdos de Luis Mattini (*) // Sebastián Scolnik

Para ir a visitarlo, había que caminar por la avenida Scalabrini Ortiz, que alguna vez se llamó Canning, atravesando sus cuadras más extrañas: las que se extienden entre las avenidas Córdoba y Corrientes. Mezcla de casonas derruidas con frentes despintados y negocios antiguos de telas e indumentaria de trabajo, ese tramo, recorrido por pendientes pronunciadas, se resistía al impulso de la modernización. Si el barrio de Villa Crespo, lindero a Palermo, iba perdiendo su temperamento a manos de una gentrificación expansiva, ese intervalo de cuadras mantenía enigmáticamente su estirpe. Vivía en un PH, en el fondo de un largo pasillo. Cocina, pieza y baño daban hacia un patio central donde la mesa y las sillas se resguardaban bajo un toldo metálico verde clarito que oficiaba de techo rebatible. Iluminado por unos tubos fluorescentes, que se reflejaban en un piso de mosaico marrón desvaído, Luis Mattini comía unos fideos, tipo penne rigate, con aceite y queso. Era una escena de una austeridad casi monacal. Vestido con ropa de laburante, de la clásica marca Grafa —seguramente adquirida en esos vecinos negocios del ramo—, nuestro anfitrión nos hablaba de su trabajo. Había montado una carpintería en el ambiente restante, el que debía funcionar como living comedor, donde confeccionaba muebles de distinto tipo. Tenía maquinaria antigua: cortadoras, pulidoras y mesas de trabajo con morsas y herramientas. Olía a aserrín y cola. Había inventado unas banquetas ergonómicas sumamente cómodas que producía por encargo. Mattini se había convertido en secretario general del PRT-ERP cuando cayó toda su dirección a manos de la dictadura. Era un obrero de la ciudad de Zárate que se ocupaba del frente industrial y luego pasó a la dirección del Partido. De joven había recibido una sólida formación política e ideológica que adquirió en los grupos de estudio de Silvio Frondizi. En la biografía de Rodolfo Galimberti, escrita por los periodistas Marcelo Larraquy y Roberto Caballero, hay un monólogo del polémico dirigente montonero, devenido menemista, empresario de dudosas operaciones financieras y “servilleta” de la SIDE, donde relata haber visto a Mattini en televisión, en el inverosímil programa de Miguel Ángel de Renzis. Se refiere a él como a un “fracasado”. Dice un engreído Galimberti: “No nos dedicamos a hacer la revolución porque éramos incompetentes […]. Para ser consecuente con la lucha de la época, hay que ser exitoso en nuestra sociedad”. No hace falta decir nada que dé cuenta de lo repudiable y cínico del personaje en cuestión, pero lo interesante del caso es que Mattini representaba lo opuesto al ideal de éxito neoliberal y consagratorio al que adhería el lenguaraz agente de inteligencia y financista. De revolucionarios a delatores, de guerrilleros a especuladores, este tipo de emprendedores cambió de profesión, pero mantuvo una idea del poder y del destino intacta. Como si los guiara una especie de adrenalina inconmovible frente a la tragedia. 

Luis Mattini, en cambio, había cursado su exilio en Suecia y estaba recluido como un artesano de la madera. Pero mientras hacía sus labores, como si fuera un Spinoza pulidor de lentes —aunque, en lugar de vivir en la Ámsterdam del 1600, vivía en la Villa Crespo de los albores del siglo XXI—, iba reflexionando sobre ciertos temas que alumbraban sus futuras e incisivas intervenciones. A sus balances sobre los setenta y la lucha armada, Mattini agregaba todo un pensamiento radical sobre el tiempo histórico, la modernidad y la política, mientras pulía tirantes o los calaba a fuerza de antiguas escofinas. “Si antes los muebles se construían para durar cincuenta años, con una madera dura y bien estacionada, la sociedad contemporánea no puede pensar más que en un horizonte de diez a quince años al reemplazar los viejos materiales por el aglomerado y otras maderas compuestas industrialmente de inferior calidad”, razonaba nuestro revolucionario devenido carpintero. 

En el número 3 de la revista La Escena Contemporánea, publicado en octubre de 1999, Mattini presentó un gran artículo acerca de la violencia de los setenta. Bajo el título “¿Hubo una guerra en Argentina?”, discutía la concepción defensiva que el movimiento popular había construido, como lectura de la dictadura, en la que se negaba el carácter subversivo de las luchas populares. Esa presunción de inocencia resguardaba a las víctimas y quitaba argumentos a las fuerzas del orden militar que justificaban las desapariciones como parte de una guerra. Pero en esa estrategia, la de la victimización, se perdía de vista el rasgo desafiante de las fuerzas populares, el deseo de emancipación que terminó siendo encorsetado bajo la forma de unos ideales idílicos e inofensivos. Y, además, si las tácticas utilizadas bajo el terrorismo de Estado no eran las de la guerra abierta convencional, nada hacía suponer que la violación de los códigos éticos más elementales por parte de la dictadura militar sustrajera el carácter bélico a la represión. En definitiva: los revolucionarios habían querido transformar la opresión en revolución tomando las armas y declarando la guerra al poder y a las clases dominantes. Y estas respondieron con innovadores mecanismos de aislamiento y represión (“quitarle el agua al pez”) con los que derrotaron a las clases populares y a sus organizaciones políticas, gremiales y armadas. Negar la guerra entre fuerzas sociales implicaba un borramiento de los fundamentos de las resistencias populares y decretaba, de allí en más, la imposibilidad de un cambio radical. Al mismo tiempo, admitirla sin más, podía significar un espaldarazo a una dictadura que pretendía fundar su eficacia triunfante —política y militar— en un criterio asesino. Era preciso establecer una diferencia nítida que expresara la asimetría de las fuerzas sin negar la violencia que se encuentra en el fondo de toda política. 

Muchos de esos pensamientos sobre la organización y el horizonte político que se abría, que adquirieron una consistencia más orgánica en su muy sugerente y disruptivo libro La política como subversión, habían sido anticipados en la revista De Mano en Mano, cuyos dieciséis números editamos con una prolija regularidad. Esa publicación había surgido como una iniciativa para aglutinar espacios militantes cuando comenzamos a vislumbrar la necesidad de una perspectiva política que trascendiera el ámbito universitario para asumir más abiertamente los dilemas que se abrían en el país. En su número inicial, en mayo de 1997, publicamos unos diez puntos programáticos que formulaban una propuesta no exenta de paradojas. Invitábamos a construir una organización que no se reclamara estratégica o vanguardista, y que al mismo tiempo se propusiera enfrentar el posibilismo con el que la que la política representativa quería tramitar las resistencias que comenzaban a manifestarse. Ni sectarios ni posibilistas. Se trataba de idear una organización para que se terminara disolviendo en futuras recomposiciones del llamado “campo popular”. Pero esa apuesta, tan lógica y natural, ¿no contenía una complejidad interna? ¿Organizarse para disolverse? ¿Cómo se podían poner las energías en construir algo cuyo éxito redundaría en su propia disolución, en su conclusión y desembocadura en futuras e inciertas recomposiciones? ¿Qué tipo de idea de acumulación yacía tras esa hipótesis de lo transitorio de la organización? Porque si todo salía bien, debíamos cesar como grupo. Una paradoja de la que estábamos convencidos, pero sabíamos que era muy difícil de asumir. 

Nuestra propuesta se movía dentro del campo de las izquierdas, del marxismo al nacionalismo popular, pero advirtiendo los peligros de un fetichismo simbólico, de una nostalgia cristalizada y de una identidad sostenida en imaginarios tramados por fuera de la experiencia concreta de la lucha popular de esos años. No nos creíamos portadores de una exclusividad ni de una dinámica que se pudiera concebir como exterior al movimiento. En ese sentido específico, no éramos leninistas. Nuestra organización promovía la horizontalidad como forma de relacionamiento y desarrollo de sus militantes, a los que exhortaba al sostenimiento de una responsabilidad colectiva en la elaboración de los lineamientos políticos y en la sustentabilidad de las actividades y su financiación. 

Esa tarde, Mattini nos citó para conversar con dos viejos compañeros que habían organizado la Cátedra del Che: uno en la universidad, en la Patagonia; el otro en la Región Mesopotámica, con jóvenes del colegio secundario. Los compañeros, luego de haber constatado la masividad y el interés de la iniciativa, y analizado su proyección nacional, nos proponían que organizáramos y dirigiéramos todo ese universo político. Había que, según su perspectiva, dotar de mayores niveles de organicidad esa experiencia para evitar su disipación e incidir en las líneas de reconstrucción del campo popular. Venían a discutir los diez puntos programáticos con los que convocábamos a la organización El Mate. Su propuesta era sensata pero muy distante de lo que nosotros percibíamos. En nuestra opinión, la consolidación y la masividad de ese movimiento se debía, precisamente, a no proponerse “controlar” su desarrollo sino a estimular su proliferación libre. Coordinación, sí; articulación en un todo unitario y abstracto, no. No solo porque de esa manera habríamos bloqueado la potencia de lo que estaba desplegándose —aun sin nombres ni elaboraciones sobre el futuro, pero con precisas imágenes que surgían de sus despliegues concretos—, estableciendo falsas alternativas, sino porque la eficacia debía medirse muy sutilmente por estos modos singulares en que se desarrollaba la experiencia en cada territorio. 

Había dos ideas de acumulación en juego: o una organización que adicionara lugares, territorios, referencias y militancias, englobados bajo una identidad común; o un tipo de organización múltiple, descentralizada y guiada por su capacidad productiva que se basara más en intercambios concretos que en sinonimias de filiación ideológica. Como dirían los zapatistas: “Para todos, todo. Para nosotros, nada”. Una cooperación organizada alrededor de un mínimo poder, entendido como operación de control y manejo de “stocks” militantes y de recursos políticos, y la máxima potencia creativa. Lo curioso del caso es que nuestros interlocutores iban tomando temperatura a medida en que transcurría la conversación. Su tono iba in crescendo hasta la exasperación, tironeados por una racionalidad forjada en su propio pasado militante, lo que los ponía fuera de sí. Sudados, despeinados y con tonos rojizos en sus rostros, se descontrolaron. Nos gritaban que teníamos problemas psicológicos por negarnos a asumir el rol en el que nos había puesto la historia. Más nos acusaban, más nos reíamos de sus sentencias y más se calentaban. Todo esto ocurría bajo el silenzio stampa de un Mattini devenido cebador de mates. Esos compañeros, finalmente, luego de haber constatado nuestras incapacidades y cerrazones, continuaron trabajando con nosotros e integrándose a diferentes iniciativas. 

Esta discusión, en apariencia absurda e insignificante, transcurrida en el escondrijo de una carpintería artesanal, semiclandestina, anticipaba algo que luego, en las circunstancias previas a 2001, sería materia de debate y confrontación: ¿qué era una organización política inmanente a las experiencias de resistencia que se estaban desarrollando? ¿Qué criterios de acumulación política eran eficaces para desplegar las luchas en lugar de ofrecerles un recorte imaginario como horizonte de sus posibilidades? ¿Qué tipo de transversalidad se estaba gestando en esos años noventa, cuya politicidad le era negada en función de unos argumentos provenientes de los repertorios más tradicionales del pensamiento político? ¿Se trataba de movimientos sociales que estaban a la espera de una representación que los englobara y les diera unidad o había en esas experiencias mismas un potencial constructivo y también destituyente, que fijaba sus propias nociones políticas y sus criterios organizativos? 

(*) Fragmento del libro Nada que esperar. Historia de una amistad política. Ed. Tinta Limón

Virus KU-K 12: el cambio de dirección // Abel Gilbert y Diego Sztulwark


Hace unos pocos días el diario La Capital difundió en un X un video Virus KU-K 12 que pone a desfilar a figuras asociadas al kirchnerismo, como si fueran zombis, ciegos caminantes con el sello de la muerte sobre su rostro. Mientras una voz explica que hace 12 años el virus en cuestión afectó el cuerpo, la mente y la visión de muchas personas disminuyendo sus capacidades perceptivas. Estos años dejaron un país destruido, cuyos responsables son tanto aquellos que se infectaron “por conveniencia”, tanto como aquellos que lo hicieron simplemente por haber nacido ya “condenados” a una vida “vacía” (momento en el cual vemos a la diputada Natalia Saracho). El relato se completa señalando que si bien los caminantes fueron todos de un modo u otro víctimas de “ideales” ruinosos, hubo quienes lograron preservarse escondidos en las sombras, y que ahora que e virus ha debilitado su poder de contagio resurgen incontaminados, convocados por la imagen de un león que se identifica a Milei, a recobrar la esperanza.

Pocas piezas de propaganda política resultan tan ilustrativas como estas a la hora de aprender el condensado de los elementos de la asombrosa y esperpéntica ideología del grupo en el gobierno. Ese trato dócil -e imberbe– con la inteligencia artificial y con el trauma de la pandemia. La apelación a The walking dead, en la que un grupo de norteamericanos sobrevivientes luchan contra un mundo en el que el american way of life ya no esté asegurado, dice mucho sobre el modo en que las tecnologías de la imagen propagan el atemorizado inconsciente occidental frente a la invasión de los no-blancos (en argentina representados como un Frankestein comunistas, feminista, kirchnerista y piquetero). Semejante apelación a la relación entre virus y política no es nueva. Luego de ser la metáfora preferida del terrorismo de Estado, para identificar a esos “cuerpos extraños” a extirpar, la circulación mortífera del Covid-19 habilitó una nueva asociación entre virus biológico e informacional. Bajo su rúbrica toda una época quedó tomada en la tensión entre las formas de regulación sanitarias y la exigencia de la más amplia circulación de la imagen. Bajo el rigor mal distribuido de la cuarentena -vivida según los casos como encierro confortable, restricción a la libertad o intemperie inevitable- lo único realmente universal fue la aceleración de la instalación de dispositivos digitales de comunicación a distancia. La conexión entre pantalla y nube como única mediación tolerable con la realidad.

La inconsistencia de la administración política de la pandemia llegó, como todo lo demás, por esta interconexión entre nube y pantalla, cuando circuló la imagen de un presidente que habiendo rozado las cumbres de la popularidad en la gestión de los cuidados colectivos, aparecía fotografiado en flagrante violación de las reglas de distanciamiento que obligaba a cumplir al resto de la sociedad. Nunca fue tan obvia la distancia entre una multitud de jóvenes condenados por participar de fiestas furtivas, y la trivialidad de unos dirigentes que revestían retóricamente de modos progresistas su ostensible insensibilidad. Esa escena posee un valor que trasciende el doloroso drama de salud pública de esos años, y remite a conformar una visión de la libertad contra unas instituciones que cuyo proceder es percibido como arbitrario, ineficaces, opresivo y fuente de privilegios.

La batalla por la libertad -en la que Milei participa anunciando que viene a “despertar leones”- fue librada por la derecha radicalizada desde las redes. Como dijo hace poco Fernando Cerimedo -director de La Derecha Diario, y activista digital durante en el intento de golpe bolsonarista contra Lula del 8 de enero de 2023-, el mundo de las izquierdas (nominación de trazo grueso que incluye al peronismo) puede ganar las calles, pero las derechas crean mayorías en -y desde- la realidad virtual. Y no es un dato menor el hecho de que para crear estas mayorías, las derechas radicales se apropien -invirtiendo su sentido- de las palabras y los nombres con el que las izquierdas intentan dotar de sentido a su presencia en las calles (“Derecha Diario” es una copia invertida de “Izquierda Diario”).

El hecho es que la derecha radical ha ganado las elecciones presidenciales de 2023 desde las redes. Y apela a ellas cada vez que desea recuperar su iniciativa. Por eso no sorprende que este video circule inmediatamente después del apagón mediático sufrido por el presidente el domingo pasado en el Congreso. Ante el desgaste sufrido tras 9 meses de motosierra, la recurrencia a la viralización busca retrotraernos al pasado para renovar desde allí el sentido desgastado de lo que se nos impone. Si debemos seguir soportando, no es en función de una promesa de futuro sino del recuerdo de la más antigua y peligrosa de las pandemias: aquella que cuestiona la desigualdad. El video Ku-12 (remite a Kukas-12 años, cifra que también remite a 12 años de gobiernos kirchneristas) conlleva entre sus sofismos otros tantos discursos cifrados como el higienista, procedente del nazismo tanto como de la última dictadura. Ademanes que evocan la limpieza y la purificación que mediante la guerra occidente pone en acto en diversos puntos del planeta. Entre las extrañas resonancias que nos llegan a través de Ku-12 y su deseo de prácticas cada vez más intensas de venganzas suprematistas e higienizantes está el Ku Klux Klan (KKK, abreviatura que sonará en hiperbólica acepción del desprecio). Alguien podrá pensar que incurrimos en el ejercicio de la exageración que puebla el discurso social. Nada de eso: después de tanto invocarse al “negro”, al “cabeza”, al “cuca”, al “orco” y al “planero”: ¿cuánto falta para que ese discurso adquiera otra forma de organización?


El último año hemos asistido a un curso acelerado sobre los usos de la inteligencia artificial y la constitución del bot como sujeto estatal. El sentido mismo de la política ha sido profundamente trastocado. Y puede decirse el sentido de estas transformaciones no tuvieran antecedentes. Guy Debord describió en 1967 el funcionamiento de La sociedad del espectáculo como la organización de un desdoblamiento por el cual la vida real sólo podría conocerse viéndose a sí misma en la pantalla. Existir en el capitalismo moderno, es devenir espectador pasivo de uno mismo, convertido en una imagen-mercancía. Cuando recordamos a Macri invocando a “los orcos”, aquellos los semihumanos de la saga de Tolkien, El señor de los anillos, para nombrar una otredad que debe ser desinfectada, y la colocamos en serie con la analogía animada entre la Argentina “populista” y los escenarios post apocalípticos de The walking dead -donde los “caminantes” adquieren fisonomías reconocibles y realistas- dimensionamos hasta qué punto se desarrollaron las intuiciones de Debord. El espectador –que somos- ha sido convertido en un cobayo de laboratorio, sometido a toda clase de consumo de signos. La simulación Ku-12, que fascinó a Milei, forma parte de un régimen narrativo en desarrollo al servicio del mando capitalista cuya matriz civilizatoria no se reduce al recetario neoliberal. Si Debord lo llamó espectáculo, fue para introducir nociones esenciales de en ese régimen como la pasividad, separación, unificación imaginaria de lo separado como separado, desdoblamiento entre imagen y vida y la desposesión: un desarme progresivo de toda capacidad de contestación y pensamiento crítico. 

Un siglo después de la publicación del primer volumen de El capital, Debord asumía el legado de Marx y desplegaba cómo que en el capitalismo tardío la mercancía se convertía en imagen-espectáculo. La sociedad moderna ya no era “acumulación de mercancías”, sino de imágenes. Debía pensarse por tanto al capitalismo en términos de una “acumulación de espectáculos” que capturaban a la vida misma. La sociedad en la que la mercancía deviene espectáculo conlleva la negación de la vida misma hecha visible: el capital se torna proyecto de realización de la extensión ilimitada del valor de cambio. 

Dos décadas más tarde, en otro libro titulado Comentarios sobre La sociedad del espectáculo, Debord constata que el problema se había agravado: la transformación total de lo real en mercancía y en representación extendía su dominio sin dejar ya resquicio alguno. Si en medio de la agitación sesentista, había pensado que el espectáculo era “el sol que nunca se pone en el imperio de la pasividad moderna”, y que, por lo tanto, podían limitarse sus efectos; ya en 1988 no tenía dudas: era “una niebla pegajosa que se acumula a ras de suelo de toda existencia cotidiana”. Debord se quitó la vida en 1994, por lo que no pudo ver esto que hoy presenciamos: el dominio plenamente realizado de pantallas, aplicaciones, dispositivos y disposiciones de un “devenir mundo de la falsificación” cada vez más sofisticado. Unos nuevos comentarios a la sociedad del espectáculo supondrían dar cuenta de la atrofia del pleno desarrollo de aquellas tendencias que había anticipado en sus escritos. En este nuevo momento habría que considerar a Netflix y las series de mundos abismados y fantasmagóricos, a La Nación +, a los youtubers, streamer y demás agitadores virtuales de los que emanan los mensajes que satisfacen las delicias presidenciales. 

Enfrentamos hoy a un liderazgo político nacido en y de las fuerzas del espectáculo realizadas. Una consumación que conlleva lo atrofiado, construyendo sus propias representaciones a una velocidad pasmosa sin respetar fronteras. Pero, de nuevo, hubieron avisos: “El tambor fue mi primer encuentro estremecedor con el nacionalsocialismo ”, anotó el filólogo alemán Víctor Klemperer en LTI. La lengua del Tercer Reich. Con esto quería decir que son los afectos los primeros en ser capturados por el espectáculo. Pero su interés apuntaba sobre todo al modo en que eran las palabras las que resultaban reorganizadas por el nazismo. Con Klemperer nos preguntamos. ¿hasta qué punto las imágenes pero también las palabras de este presente no merecen también ser recopiladas, pensadas como una totalidad? Una relectura de LTI podría ayudarnos a construir la total imaginería de la ultraderecha.

Las palabras de Cerimedo, leídas sobre fondo de Debord, permiten comprender que las imágenes infantilizadas de leones y otros animales de fábulas, así como estos personajes zombis -surgidos de la estética de los video juegos- no pertenecen a la división de lo real en vida y representación, o existencia e imagen. Ellas son más bien densificaciones de un mundo trastocado, cuya estructura es ya plenamente mercantil. Son emanaciones de la acumulación de espectáculo y por tanto esbozos de la realidad misma que aplasta a la vida, sometiéndola a procesos de e a explotación y desposesión. Lo hemos visto hace pocos días en la imagen de un policía gaseando el rostro de una niña en una manifestación en apoyo a los jubilados. Se nos pone a consumir la barbarie como si de cultura se tratase. Aplicaciones y redes interviene de modo efectivo vaciando la trama sensible que permite que la imagen de los cuerpos reprimidos estalle como afecto político (como dijo hace poco un amigo: los nietos streamean mientras apalean a sus abuelos en las calles). La conversión de la vida en mercancía y de la acumulación mercantil en acumulación de espectáculo unifica la plusvalía en económica, comunicacional y política. Difícil imaginar un totalitarismo más perfecto sobre la vida.

No podemos dejar de preguntar: ¿qué relaciones más peligrosas se cocinan entre las superficies táctiles de los teléfonos y la calle, los algoritmos y cuerpos bajo la administración pública de la crueldad? En Sherlock Junior, una película de Buster Keaton de 1924 -es decir, hace un siglo-, el héroe, proyeccionista de cine mudo y detective vocacional, recupera el impulso de la Alicia de Lewis Caroll, no para atravesar el espejo sino la pantalla. Introducirse del otro lado -el de la película-, para realizar allí una justicia negada de este lado (el supuestamente verdadero).  Si quisiéramos también nosotros atravesar lo digital para provocar allí compensaciones por los daños provocados a la vida, nos perderíamos en un infinito capturado. Y nos perderíamos de comprender que el movimiento real ya no va del cuerpo a la pantalla sino a la inversa (en la pantalla ya hay justicieros, y la mudez ya no pertenece al filme, sino a los espectadores los mudos somos nosotros). El cambio de dirección apunta a una ofensiva sobre el mundo de los cuerpos. La agresión va de la pantalla hacia el mundo de la vida. Ese es el recorrido que realizan las operaciones mediáticas, los drones, y los misiles. La profundización digital del daño social ha pasado a otro nivel de amenaza. El diseño de “kirchneristas-caminantes” es, por supuesto, secundario. Si lo tomamos en consideración es para preguntarnos por las chances que aun disponemos de protegernos de este paso de la imagen al acto: cuando el bot sea algo más que un bit -la unidad mínima de la informática- y, como pasado por una impresora 3D se convierta en parte física de las fuerzas de choque que se requieren para un mayor disciplinamiento de la sociedad.

 

 La desintegración del mundo blanco // Franco «Bifo» Berardi

La desintegración de Israel

«It Is Not Hamas That Is Collapsing, but Israel» es el título de un artículo publicado por el diario Haaretz el pasado 9 de septiembre. El autor, Yitzhak Brik, general del ejército israelí, explica en el mismo por qué la guerra desatada contra la población de Gaza, a pesar de haber causado la destrucción de todo lo que existía en ese territorio, a pesar de haber matado a decenas de miles de personas, está conduciendo a la derrota estratégica de Israel. Si las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) se ven obligadas a continuar esta guerra o directamente a ampliar el frente de la misma, existe el riesgo, en opinión de Brik, de que se produzca un verdadero colapso. El estado psicofísico de los soldados involucrados durante casi un año en la práctica de operaciones de exterminio, unido a la escasez de reservistas disponibles, llevarían al colapso y a la derrota, según Brik.

El agotamiento físico y psíquico de los torturadores israelíes me ha recordado a lo contado por Jonathan Little en su novela Les bienveillantes, 2006 (Le benevole, 2007; Las benévolas, 2019): el estado de marasmo mental, de náusea, el horror ante sí mismos en el que se encuentran los hombres de las SS, que durante meses y años han matado, torturado, masacrado y a la postre ya no son capaces de reconocer su propio rostro en el espejo. El horror que los exterminadores de las FDI provocan en toda persona dotada de sentimientos humanos no puede dejar de actuar como un factor íntimo de desintegración en quienes pretenden claramente competir con los asesinos de Hitler. En su artículo, el general Brik se limita a examinar la situación militar, pero muchos indicios apuntan a que la totalidad de la sociedad israelí ha llegado al límite de la desintegración. La trampa atroz que ha tendido Hamás está funcionando a la perfección: el dilema de los rehenes provoca un desgarro que no cicatrizará. El odio sentido hacia Netanyahu está destinado a tener efectos políticos explosivos, cuando, tarde o temprano, se haga balance y se pidan cuentas por la cínica dirección de la masacre.

Además, la economía israelí lleva mucho tiempo colapsando y no se trata de una situación pasajera, porque quienes tienen aptitudes profesionales demandadas fuera de ese maldito país se marchan. Los médicos se marchan. Los empresarios se marchan. Ningún intelectual digno de ese nombre puede quedarse en un país que rivaliza con la Alemania de Hitler en ferocidad y fanatismo. Se quedan los fanáticos, los locos sedientos de sangre, los desgraciados que vinieron a Israel tan solo para apoderarse de tierras ajenas. Y, sobre todo, el que se suponía que era el lugar más seguro de la tierra para los judíos se ha convertido en el lugar más peligroso del planeta para ellos: un lugar rodeado por el odio de 1800 millones de musulmanes, un lugar donde cualquier coche que pase por la calle puede girar de repente para matar a los que esperan en la parada del autobús. Antes se planteaba la cuestión de la legitimidad de Israel para existir como Estado, dada la violencia con la que ese Estado se ha impuesto y dada la violación sistemática por su parte de todas las resoluciones de la ONU. Creo que la cuestión dejará de plantearse: Israel no sobrevivirá.

Su desintegración ya está en marcha y nada podrá detenerla. La pregunta que se planteará mañana es otra: ¿cómo contener la furia asesina de seiscientos mil colonos fanáticos armados, que se han instalado ilegalmente en Cisjordania? ¿Cómo evitar que la tragedia israelí provoque un golpe de mano nuclear, una respuesta histérica a la proliferación de la violencia en ese territorio rodeado de odio?

La desintegración de Estados Unidos

Israel es el símbolo de la arrogancia de Occidente, que ha querido enmendar sus pecados: después de aislar y repeler a los judíos que huían de Hitler, después de haber exterminado a seis millones de ellos en campos de concentración, los europeos invitaron a los judíos supervivientes a marcharse a morir o a matar en otra parte. A cambio, prometieron a Israel un apoyo sin fisuras contra los árabes y los persas que, humillados por la superioridad del monstruo sionista superarmado, rodean amenazadoramente Israel, esperando el momento de la venganza. Pero la desintegración de Israel debe leerse en el contexto de la desintegración del conjunto del mundo al que le gusta llamarse libre, olvidando que está fundado sobre la esclavitud. Fijémonos en Estados Unidos. El 11 de septiembre de 2024, conmemorando a las víctimas del mayor atentado de la historia, el genocida Joe Biden dijo: «En este día, hace veintitrés años, los terroristas creyeron que podían quebrar nuestra voluntad y ponernos de rodillas. Se equivocaron. Siempre se equivocarán. En las horas más oscuras, encontramos la luz. Y frente al miedo, nos unimos para defender nuestro país y ayudarnos unos a otros». Nos hemos unido, dice el presidente. Miente, como demuestra la foto en la que aparecen Harris y Biden, el entonces alcalde de Nueva York, Bloomberg, y junto a ellos Trump y Vance.

¿Unidos en la lucha? Da risa ver sus caras de hipócritas con las manos sobre el corazón. ¿Biden está unido a Trump, y Vance está unido a Harris? ¿En qué sentido estarían unidos estos sinvergüenzas que se insultan a diario a la espera de saber quién ganará la contienda final, destinada a acelerar la desintegración? Ciertamente están unidos en armar el genocidio sionista. Ciertamente están unidos en la deportación de seres humanos etiquetados como extranjeros ilegales. Su unidad se detiene ahí. En lo que respecta al poder, son enemigos mortales. Si Donald Trump gana en noviembre se acabó el juego: comienza la mayor deportación de la historia, pero también la destrucción definitiva de la alianza atlántica.

Pero, ¿y si las cosas siguen otro curso? ¿Y si gana Kamala Harris? Los seguidores de Trump no han ocultado su posición: si gana el Partido Demócrata, ello significará que los Demócratas nos han robado la victoria y que nosotros no nos rendiremos. Una señora, tocada con la glamurosa gorra MAGA en la cabeza, que fue entrevistada por la CNN durante un mitin de Trump, lo dijo sin tapujos. En caso de que ganen «there will be civil war», «habrá una guerra civil». ¿Qué significa exactamente que se producirá una guerra civil en un país en el que cada ciudadano posee al menos un arma de fuego y muchos poseen cuatro, diez o veinticinco?

No creo que haya una guerra civil como en los días de la Guerra Civil española, con multitudes armadas enfrentándose a lo largo de un frente más o menos definido. No, no es así como se desarrolla la guerra civil de la era de la demencia pospolítica e hipermediática. Asistiremos, por el contrario, a la multiplicación de los tiroteos racistas, veremos como las masacres experimentan un crecimiento exponencial: simplemente tendremos lo que ya tenemos, pero en una cantidad cada vez mayor y todo ello dotado de una intensidad cada vez más enconada, más violenta. Kamala Harris, por su parte, dijo el 11 de septiembre lo siguiente: «Hoy es un día de solemne recuerdo. Mientras lloramos las almas que perdimos en el atroz ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001, al conmemorar este día, todos nosotros deberíamos reflexionar sobre lo que nos une: el orgullo y el privilegio de ser estadounidenses». La señora dijo las cosas como son. Lo que une a los estadounidenses (que están divididos y dispuestos a llegar a las manos para hacerse con el poder y el botín) es el privilegio.

El pueblo estadounidense consume cuatro veces más electricidad que el consumo medio mundial. Y quieren seguir consumiendo desmesuradamente, porque tan solo el atiborramiento de plástico y de mierda da sentido a sus miserables vidas. El atentado del 11-S fue una obra maestra de estrategia. El gigante militar más poderoso de todos los tiempos no podía ser derrotado por nadie. Había que volverlo contra sí mismo, había que atacarlo con tal fuerza que enloqueciera, que se viera abocado a acciones suicidas como la agresión contra Irak y la guerra librada en las montañas de Afganistán, que terminó con la huida desordenada de Kabul, el regreso de los talibanes al poder y la humillación de la superpotencia estadounidense.

Osama Bin Laden ganó su guerra desencadenando el proceso de desintegración cultural, psíquica y militar del coloso, que sigue desarrollándose ante nuestros ojos. Pero no podemos esperar una desintegración pacífica del poder estadounidense. Al igual que Polifemo, cegado por Ulises, Estados Unidos lanza golpes terribles contra quienes se le acercan, porque el coloso estadounidense está obligado a reaccionar: el escenario del choque final será Europa, si ganan los Demócratas, o el océano Pacífico, si ganan los Republicanos. Pero en cualquier caso el coloso se tambalea trastabillando por la línea que corre al borde del abismo nuclear.

La desintegración de la Unión Europea

Por último, está la Unión Europea, que en términos de desintegración se halla en estos momentos en un estadio muy avanzado, ciertamente más allá del punto de no retorno. Mario Draghi lo dijo con la franqueza de quien no tiene nada que perder, salvo su lugar ante la historia: si no somos capaces de iniciar un plan de inversión conjunto y de emisión mutualizada de deuda, podemos prepararnos para la desintegración de la Unión. Al día siguiente todos se pelaron las manos aplaudiendo, pero todos dijeron que las propuestas de Draghi eran quimeras irrealizables. Primero lo dijo Alemania, que no quiere hablar de la emisión conjunta de deuda, mientras empieza a pagar el precio de una guerra que fue dirigida contra ella en primer lugar. Lo que Biden y Hillary Clinton consiguieron provocar fue una guerra contra Alemania, que la perdió inmediatamente.

Mientras la recesión se torna cada vez más probable, con la guerra en el horizonte, los fascistas se hacen con el gobierno de un país europeo tras otro y anulan así el resultado de unas elecciones europeas en las que la coalición de Úrsula creía haber ganado y en las que, en cambio, no ha ganado nada. Aunque tiene mayoría en el inútil Parlamento Europeo, tiene que contar con el avance de la derecha que, a pesar de no tener la mayoría en Estrasburgo, tiende a tenerla en todos los países del continente. En Francia y en Alemania hay dos gobiernos que no gozan de mayoría. El golpe de Macron puede desembocar en un recrudecimiento del conflicto social de caracterizado por rasgos cada vez más violentos. O evolucionar hacia un golpe de mano definitivo de los lepenistas. En Alemania se ha iniciado el choque entre dos visiones geopolíticas irreconciliables: la visión atlántica, que postula la obediencia a los amos estadounidenses, que ya han empujado al gobierno de Scholz a la ruptura de los lazos económicos con Rusia y, por lo tanto, al desastre económico. O la visión continental, que implica lograr un equilibrio con Rusia, pero una ruptura políticamente imposible con la OTAN. El único factor de integración que les queda a los europeos (como a los estadounidenses, para el caso) es el miedo a la marea humana que les asedia en las fronteras y la adopción de medidas cada vez más inhumanas contra los migrantes. La fortaleza se cierra en torno al mundo no blanco, pero el desenvolvimiento de la guerra entre los propios blancos y la desintegración política y cultural que padecen conduce a este hacia la guerra nuclear.


Recomendamos leer Ilan Pappé, «El colapso del sionismo», Sidecar/El Salto; y Haim Bresheeth-Zabner, «Negación de la realidad: la guerra para resucitar el mito sionista», El Salto; Wolfgang Streeck, «La Unión Europea en guerra: dos años después», Diario Red, «Notas sobre la actual economía política de guerra», El Salto, y ¿Cómo terminará el capitalismo? (2017); David Harvey, Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo (2014), Madrid, Traficantes de Sueños.

Artículo aparecido originalmente en Il disertore y publicado con permiso expreso del autor.

Llorar con una carta // Cynthia Eva Szewach

Milena Jesenská, cuenta tanto en el obituario, como en sus escritos, que consideraba a Kafka, además de haberlo amado, un hombre increíblemente honesto, que realizaba cosas hermosas en silencio, con timidez, secretamente, anónimo, sin esperar nada a cambio. Un sabio que temía la vida, de tanta sensibilidad. Era portador de una claridad aterradora. En la biografía de Milena que escribió su amiga Margarete Buber narra un acontecimiento relatado por ella. Cuenta que Kafka cuando era un muchacho-y muy pobre- su madre le dió una moneda, un Sechserl, bastante valiosa para él. Cuando salió entonces a la calle para comprarse algo, se encontró una mendiga cuya extrema pobreza le impresionó. Quiso, muy conmovido y compasivo, regalarle su moneda, que representaba bastante dinero en esa época, pero, le dio tanto miedo las muestras exageradas de agradecimiento posibles de la mujer o lo inmenso que podía despertar, que cambió el Sechserl, y le entregó primero un Kreuzer, moneda pequeña, luego dio una vuelta manzana en dirección contraria y le entregó otro Kreuzer, y así diez veces, sin quedarse con nada, y estallando agotado en un sollozo.  Escribe Milena “creo que es la anécdota más hermosa que conozco y cuando la leí me hice el firme propósito de no olvidarla mientras viviese”. La huella afirmada de lo inolvidable en su voz.

Hay una extraña expresión; rioplatense, que siempre me llamó la atención: “llorar la carta”. Quizá se trata de una de la forma de plegaria que adquiere nuestra escritura. Aunque ya no es de uso tan habitual, a veces parecería portar un supuesto empleo de manipulación, es algo diferente el decir tanguero “el que no llora no mama”. “No vengas a llorar la carta” es como una forma de devaluar una queja, sacándole su legitimidad.

También se puede en muchas ocasiones llorar con una carta. Llorar con una carta que llega, o acongojarse con la carta que se despide en un buzón antiguo de reliquia barrial, o frente a un correo electrónico enviado, implorando que se reciba la comunicación de un dolor. Se puede llorar por una carta perdida, escondida, o de mal augurio, de destino irreversible, de azar derrotado, como también se suele sentir abatimiento por una carta amenazante.

A veces se llora de miedo frente a una carta de amor.

Kafka le escribe a Milena Jesenská “Usted no alcanza a comprender el efecto que sobre mí ejercen sus cartas”. La nombra tantas veces, Milena, Milena, Milena…”mi edad mi desgaste, pero sobre todo mi miedo” Frente a sus cartas a veces tiembla, no puede leerlas y no puede dejar de hacerlo, le pide que no escriba pero que no deje de hacerlo. “me escondo bajo un mueble, tembloroso, para que tú que entraste como una tromba en esta carta, salgas por la ventana porque no puedo albergar esa tormenta en mi habitación”.  Pero el miedo para él es sustancia de escritura como afirmaba.

Un modo del amor, asustado y deseoso, el temor tan subrayado por Freud ligado al deseo, que le provoca llantos, sueños y genial escritura. A veces conduce a fugas como la de Breuer frente al amor en Bertha (Ana O), temor a atravesar y alojar para Freud tan presente en la invención fundacional del psicoanálisis. En Kafka una presencia necesaria en tanto ausencia y presencia a la vez. “No vengas Milena, pero no dejes de venir inmediatamente si te llamo, pero no vengas porque tendrías que volver a partir”.

El relato de la mujer desamparada en la calle, hecho por Kafka también en sus cartas a Milena, tiene algunas ligeras diferencias

Escribe que sintió muchos deseos de darle esa moneda a la mujer que siempre se encontraba pidiendo en aquellas calles de Praga. Como la moneda era tan valiosa se sentía avergonzado de darle a alguien algo de tanto valor como fuera de lo común. Entonces dividido en diez Kreuzer, aparecía como distinto benefactor en cada vuelta de calle. Volvió a su casa envuelto en llanto pero con sensación feliz, ya que no se trató de caridad, sino de conmoción de haberle dado, de ese modo, todo lo suyo. El dar como desprendimiento. Su madre al verlo así, lo recompensó con otra moneda.

Volviendo a la expresión “llorar la carta”, según encontré, pareciera que proviene de una de las formas en las que se pedía dinero en la ciudad de Buenos Aires antigua. Así un hombre o una mujer en la pobreza, con sus hijos o hijas con raída vestimenta, golpeaban a las puertas de las casas. Cuando se abría le entregaban una carta firmada por alguna persona conocida públicamente en la cual se le contaba en llantos la desesperada situación de esa familia, e invitándolo a darle alguna ayuda. Y como para incentivar a que lo haga, se enumeraba al final de la carta, las personas que habían contribuido y la cantidad de dinero.

A veces escuchamos sólo cuando el llanto nos despierta de un sufrimiento que no notábamos. R. Barthes en “Fragmentos de un discurso amoroso” escribe que ponerse a llorar es para probar que el dolor no es una ilusión. El llanto, absuelto, a veces muestra el límite de lo que se puede hacer.

Los timbres de las casas siguen siendo llamados, y las puertas se golpean cada vez más, la basura se revuelve. ¿Toda carta llega a destino? hay cartas que parece no llegan y la desesperación sigue aumentando frente a algunas indiferencias. No basta sin duda la inquietud individual o grupal de avergonzarse como la que asume el jovencito Kafka, ni de su anonimato sin ninguna necesidad de figurar, ni de su sensibilidad desesperante, ni de su obstinación como don al decir de Canetti, obstinación que también subraya Diego Sztulwark en diversos escritos. Persistencia, que frágil, luminosa,  estrujado en una acción, ofrece lo que se tiene o no se tiene…

 

 

 

 

El desprecio // Diego Sztulwark

Se discute si es válido o no ir a la movilizaciones con niñxs, o en actitud desprevenida. Tal discusión requiere de una distinción elemental: los cuidados en las calles conciernen a las minorías que marchan. Lo demás no son discusiones sobre cuidados, sino condenas reaccionarias gozosas de la represión ajena por parte de seres ya capturados por el cristal de las pantallas, terminales de un tribunal virtual que asegura la pasividad y la heteronomía social.
Quienes por una cuestión de edad participamos de niños en una que otra marcha por la democracia, sobre los finales de dictadura; o hemos ido casi adolescentes a las Plazas de Semana Santa del 87, cuando los Carapintadas, podemos entender muy bien -siendo ahora madres y padres- lo que dice en su columna de hoy Sebastián Lacunza: la presencia de niños en las marchas por la defensa de los jubilados puede ser una experiencia formativa: niñxs compañadxs y cuidados por sus mayores -y por los manifestantes- aprendiendo a defender sus derechos individuales y colectivos, en ausencia de ley alguna que lo prohiba: ¿hay una escena más liberal (en el único buen sentido que la palabra liberal posee), cívica, pacífica e instructiva que este tipo de participación?. El problema, evidentemente, no es la madre ni la hija -ni las personas que las rodean y protegen-, sino la ausencia de una discusión más amplia sobre el aumento de la pobreza -la de los jubilados incluidos- y sobre la represión como modo de tratar a quienes protestan. ¿Porqué esa discusión, que toda democracia debe darse, no puede existir en las escuelas? Cuando se da por hecho que la sociedad no debe sentirse involucrada en aquello que le concierne se condena a sus jovenes, trabajadores y jubilados una relación de indiferencia con la democracia misma, que entonces agoniza. Y de hecho, una parte de la sociedad se pone del lado del jefe policial que reprime o gasea, antes que del lado de los abuelos golpeados o de la niña gaseada. Esa parte de la sociedad no espera a votar cada dos años para hacerse oir: vota todos los días prestando adhesión cristalina al discurso cotidiano de las pantallas. Es un logro antidemocrático de primer orden haber logrado que la realidad analógica de los cuerpos golpeados aparezca como un capítulo mugroso y detestable del universo digital. El desprecio con el que esos cuerpos que se mueven lento y no saben imponerse a la policía son vistos y oídos constituye la medida más precisa del desafío que vivimos en la Argentina de hoy. La discusión sobre los cuidados en las protestas públicas no es patrimonio exclusivo de los opositores al gobierno, no. Pertenece más bien a todos aquellos que perciben que la lucha, mas que contra un gobierno, se dirige contra todo un régimen de creación/administración de realidad incompatible con la democracia misma.

Hipercapitalismo y Semiocapital // Franco «Bifo» Berardi

“Calibán: Me enseñaste el lenguaje y mi provecho
es que sé maldecir. La peste roja te lleve
por enseñarme tu lengua”

Shakespeare: La tempestad

 

Colonialismo histórico: extractivismo de los recursos físicos

La historia del colonialismo es una historia de depredación sistemática del territorio. El objeto de la colonización son los lugares físicos ricos en recursos que el Occidente colonialista necesitaba para su acumulación. El otro objeto de la colonización son las vidas de millones de hombres y mujeres explotados en condiciones de esclavitud en el territorio sometido al dominio colonial, o deportados al territorio de la potencia colonizadora.

 

No es posible describir la formación del sistema capitalista industrial en Europa sin tener en cuenta el hecho de que este proceso fue precedido y acompañado por la subyugación violenta de territorios no europeos y la explotación en condiciones de esclavitud de la mano de obra doblegada en los países colonizados o deportada a los países dominantes. El modo de producción capitalista nunca habría podido establecerse sin exterminio, deportación y esclavitud.

No habría habido desarrollo capitalista en la Inglaterra de la era industrial si la Compañía de las Indias Orientales no hubiera explotado los recursos y la mano de obra de los pueblos del continente indio y del sur de Asia, como relata William Dalrymple en The Anarchy, The relentless rise of the East India Company (2019).

No habría habido desarrollo industrial en Francia sin la explotación violenta del África Occidental y del Magreb, por no hablar de los demás territorios sometidos al colonialismo francés entre los siglos XIX y XX. No habría habido desarrollo industrial del capitalismo estadounidense sin el genocidio de los pueblos nativos y sin la explotación esclava de diez millones de africanos deportados entre los siglos XVII y XIX.

También Bélgica construyó su desarrollo sobre la colonización del territorio congoleño, acompañada de un genocidio de una brutalidad inimaginable. Martin Meredit escribe a este respecto:

“La fortuna de Leopoldo procedía del caucho en bruto. Con la invención de los neumáticos, para las bicicletas y luego para los automóviles, alrededor de 1890, la demanda de caucho creció enormemente. Utilizando un sistema de mano de obra esclava, las compañías que tenían concesiones y compartían sus beneficios con Leopoldo saquearon los bosques ecuatoriales del Congo de todo el caucho que pudieron encontrar, imponiendo cuotas de producción a los aldeanos y tomando rehenes cuando era necesario. Los que no cumplían sus cuotas eran azotados, encarcelados e incluso mutilados cortándoles las manos. Miles de personas murieron por resistirse al régimen del caucho de Leopold. Muchos más tuvieron que abandonar sus pueblos….” (Martin Meredit: The State of Africa, Simon & Schuster, 2005, p. 96).

Muchos autores contemporáneos insisten en esta prioridad lógica y cronológica del colonialismo sobre el capitalismo. 

“La era de las conquistas militares precedió en siglos a la aparición del capitalismo. Fueron precisamente estas conquistas y los sistemas imperiales que se derivaron de ellas los que promovieron el ascenso imparable del capitalismo” (Amitav Gosh: La maldición de la nuez moscada, p. 129).

Y según Cedric Robinson: “La relación entre el trabajo esclavo, la trata de esclavos y la formación de las primeras economías capitalistas es evidente” (Marxismo negro).

Pocos, sin embargo, han observado cómo las técnicas utilizadas por los países liberales para subyugar a los pueblos del Sur global son exactamente las mismas que las utilizadas por el nazismo de Hitler en las décadas de 1930 y 1940, con la única diferencia de que Hitler practicó las técnicas de exterminio contra la población europea, y contra los judíos que eran parte integrante de la población europea.

Uno de estos pocos es, sorprendentemente, Zbigniew Brzeziński quien, en un artículo de 2016 titulado Hacia un realineamiento global, tuvo la honestidad intelectual de escribir: “Las masacres periódicas han dado lugar en los últimos siglos a exterminios comparables a los de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial”. El artículo de Brzezinski concluye con estas palabras: “Tan impresionante como la escala de estas atrocidades es la rapidez con la que Occidente se olvida de ellas”.

De hecho, la memoria histórica es muy selectiva cuando se trata de los crímenes de la civilización blanca. En particular, el recuerdo del exterminio de las poblaciones no europeas no recibe una atención especial y no forma parte de la memoria colectiva, mientras que a la Shoah se le dedica un culto obligatorio en todos los países occidentales.

La civilización blanca considera a Hitler como el Mal Absoluto, mientras que los británicos Warren Hastings y Cecil Rhodes, el alemán Lothar von Trotha, exterminador del pueblo Herrero, o Leopoldo II de Bélgica son olvidados, cuando no perdonados por la memoria blanca. 

Como el general Rodolfo Graziani, torturador de Libia y Etiopía, que fue gravemente herido en un atentado en Addis Abeba, pero desgraciadamente salvó la vida, y que después de la guerra fue indultado por el gobierno italiano para que pudiera convertirse en presidente honorario del Movimiento Social Italiano, el partido de los asesinos que ahora gobierna de nuevo en Roma. 

Exterminaron a poblaciones enteras para imponer el dominio económico de Gran Bretaña, Bélgica, Alemania o Francia, por no hablar de Italia. Sin embargo, no se les recuerda, porque sólo Hitler merece ser execrado para siempre, ya que sus víctimas no tenían la piel negra.

En cuanto a los exterminadores de los pueblos de las praderas norteamericanas, son incluso objeto de un culto heroico que Hollywood decide celebrar.

La colonización ha actuado de forma irreversible no sólo a nivel material, sino también social y psicológico. Sin embargo, el principal legado del colonialismo es la pobreza endémica de zonas geográficas que han sido saqueadas y devastadas hasta tal punto que son incapaces de salir de su condición de dependencia. La devastación ecológica de muchas zonas africanas o asiáticas empuja hoy a millones de personas a buscar refugio mediante la emigración, entonces se encuentran con la nueva cara del racismo blanco: el rechazo, o una nueva esclavitud, como ocurre en la producción agrícola o en el sector de la construcción y la logística en los países europeos.

Dado que el proceso de descolonización no consiguió transformar la soberanía política en autonomía económica, cultural y militar, el colonialismo se presenta en el nuevo siglo con nuevas técnicas y modalidades, esencialmente desterritorializadas, aunque las formas territoriales del colonialismo no quedan anuladas por la soberanía formal de la que gozan (por así decirlo) los países del Sur global. 

Con el término hipercolonialismo me refiero precisamente a estas nuevas técnicas, que no suprimen las viejas basadas en el extractivismo y el robo (de petróleo o de materiales indispensables para la industria electrónica, como el coltán), sino que dan lugar a una nueva forma de extractivismo que tiene como medio la red digital y como objeto tanto los recursos laborales físicos de la mano de obra captada digitalmente como los recursos mentales de los trabajadores que permanecen en el Sur global pero producen valor de forma desterritorializada, fragmentada y técnicamente coordinada.

Hipercolonialismo: extractivismo de los recursos mentales

Desde que el capitalismo global se ha desterritorializado a través de las redes digitales y la financiarización, la relación entre el norte y el sur globales ha entrado en una fase de hipercolonización.

La extracción de valor del Sur global tiene lugar en parte en la esfera semiótica: captura digital de mano de obra muy barata, esclavitud digital y creación de un circuito de mano de obra esclava en sectores como la logística y la agricultura. Estos son algunos de los modos de explotación hipercolonial integrados en el circuito del Semiocapital.

La esclavitud –que durante mucho tiempo hemos considerado un fenómeno precapitalista, y que era una función indispensable de la acumulación originaria de capital– reaparece hoy de forma extendida y omnipresente gracias a la penetración del mando digital y a la coordinación desterritorializada. La cadena de montaje del trabajo se ha reestructurado en una forma geográficamente deslocalizada: los trabajadores que dirigen la red mundial viven en lugares situados a miles de kilómetros de distancia, por lo que son incapaces de poner en marcha un proceso de organización y autonomía. 

La formación de plataformas digitales ha puesto en marcha sujetos productivos que no existían antes de la década de 1980: una mano de obra digital que no puede reconocerse a sí misma como sujeto social debido a su composición interna. 

Este capitalismo de plataforma funciona a dos niveles: una minoría de la mano de obra se dedica al diseño y comercialización de productos inmateriales. Cobran salarios elevados y se identifican con la empresa y los valores liberales. Por otro lado, un gran número de trabajadores dispersos geográficamente se dedican a tareas de mantenimiento, control, etiquetado, limpieza, etcétera. Trabajan en línea por salarios muy bajos y no tienen ningún tipo de representación sindical o política. Como mínimo, ni siquiera pueden considerarse trabajadores, porque esas modalidades de explotación no están reconocidas de ninguna manera y sus escasos salarios se pagan de forma invisible, a través de la red celular. Sin embargo, las condiciones de trabajo son, por lo general, brutales, sin horarios ni derechos de ningún tipo. 

La película The Cleaners (2018), de Hans Block y Moritz Riesewick, relata las condiciones de explotación y desgaste físico y psicológico a las que se somete a esta masa de semitrabajadores precarios, reclutados en línea según el principio de Mechanical Turk, creado y gestionado por Amazon.

Entre los años noventa y la primera década del nuevo siglo se formó esta nueva mano de obra digital, que opera en condiciones que hacen casi imposible la autonomía y la solidaridad. 

Ha habido intentos aislados de trabajadores digitales de organizarse en sindicatos o de desafiar las decisiones de sus empresas: pienso, por ejemplo, en la revuelta de ocho mil trabajadores de Google contra la subordinación al sistema militar.

Estas primeras manifestaciones de solidaridad se produjeron, sin embargo, allí donde la mano de obra digital está unida en gran número y percibe salarios elevados. Pero, en general, el trabajo en red se antoja irregulable, por ser precario, descentralizado y porque, en gran medida, se desarrolla en condiciones de esclavitud.

En el libro Los ahogados y los salvados, Primo Levi escribe que cuando estuvo internado en el campo de exterminio “había esperado al menos la solidaridad entre compañeros de infortunio”, pero luego tuvo que reconocer que los internados eran “mil mónadas selladas, entre las que hay una lucha desesperada, oculta y continua”. Esta es la “zona gris” donde la red de relaciones humanas no se reduce a víctimas y perseguidores, porque el enemigo estaba alrededor, pero también dentro.

En condiciones de extrema violencia y terror permanente, cada individuo se ve obligado a pensar constantemente en su propia supervivencia, y es incapaz de crear lazos de solidaridad con otros explotados. Como en los campos de exterminio, como en las plantaciones de algodón de los estados esclavistas del País de la Libertad, también en el circuito esclavista inmaterial y material que la globalización digital ha contribuido a crear, las condiciones para la solidaridad parecen estar vedadas.

Es lo que yo llamaría Hipercolonialismo, una función dependiente del Semiocapitalismo: extracción violenta de recursos mentales y tiempo de atención en condiciones de desterritorialización.

Hipercolonialismo y migración. El genocidio que viene

Pero el Hipercolonialismo no es sólo extracción de tiempo mental, sino también control violento de los flujos migratorios resultantes de la circulación ilimitada de los flujos de información. 

Puesto que el Semiocapitalismo ha creado las condiciones para la circulación mundial de la información, en territorios alejados de las metrópolis se puede recibir toda la información necesaria para sentirse parte del ciclo de consumo y del propio ciclo de producción. 

Primero se recibe la publicidad, luego un cúmulo ingente de imágenes y palabras que pretenden convencer a todo ser humano de la superioridad de la civilización blanca, de la extraordinaria experiencia que representa la libertad de consumo y de la facilidad con que todo ser humano puede acceder al universo de bienes y oportunidades.

Por supuesto, todo esto es falso, pero miles de millones de jóvenes que no tienen acceso al paraíso publicitario aspiran a alcanzar sus frutos. Al mismo tiempo, las condiciones de vida en los territorios del Sur global se han vuelto cada vez más intolerables, porque efectivamente empeoran con el cambio climático, pero también porque se enfrentan inevitablemente a las oportunidades ilusorias que el ciclo imaginario proyecta en la mente colectiva.

De ahí que, por necesidad y por deseo, una masa creciente de personas, sobre todo jóvenes, se desplace físicamente hacia Occidente, que reacciona a este asedio con miedo, agresiones y racismo. Por un lado, la infomáquina envía mensajes seductores, y llama hacia el centro, del que emanan flujos de atracción. Por otro lado, sin embargo, quienes creen en ella y se acercan a la fuente de la ilusión acaban en un proceso masacrante.

La población del Norte global, cada vez más vieja, poco prolífica, económicamente en declive y culturalmente deprimida, ve en las masas migrantes un peligro. Temen que los pobres de la tierra lleven su miseria a las metrópolis ricas. Se les presenta como la causa de las desgracias que sufre la minoría privilegiada: una clase de políticos especializados en sembrar el odio racial ilusiona a los viejos blancos haciéndoles creer que si alguien pudiera acabar con esa inquietante masa de jóvenes que presiona a las puertas de la fortaleza, si alguien pudiera eliminarlos, destruirlos, aniquilarlos, entonces volverían los buenos tiempos, Estados Unidos volvería a ser grande y la moribunda patria blanca recuperaría su juventud. 

En la última década, la línea que divide el Norte del Sur, la línea que va desde la frontera entre México y Texas hasta el mar Mediterráneo y los bosques de Europa central y oriental, se ha convertido en una zona donde se libra una guerra infame: el corazón negro de la guerra civil mundial. Una guerra contra personas desarmadas, agotadas por el hambre y la fatiga, atacadas por policías armados, perros rastreadores, fascistas sádicos y, sobre todo, por las fuerzas de la naturaleza.

A pesar de los brillantes anuncios de mercancías que animan a los idiotas consumistas, y a pesar de la propaganda de los cerdos neoliberales, la lógica del Semiocapital funciona de una única manera: el Norte global se infiltra en el sur a través de los innumerables tentáculos de la red: una herramienta para captar fragmentos del trabajo desterritorializado

Pero la penetración física del Sur, que presiona para acceder a territorios donde el clima aún es tolerable, donde hay agua, donde la guerra aún no ha llegado con toda su fuerza destructiva, es repelida por la fuerza y el genocidio. Una parte significativa, si no mayoritaria, de la población blanca ha decidido atrincherarse en la fortaleza y utilizar cualquier medio para repeler la oleada migratoria. Los colonialistas de ayer –los que en siglos pasados llegaron a través de los mares para invadir los territorios-presa– claman ahora por la invasión porque millones de personas están presionando las fronteras de la fortaleza.

Este es el principal frente de guerra que se desarrolla desde principios de siglo, y que se amplía, adoptando por doquier los contornos del exterminio. No es el único frente de guerra: otro frente de la caótica guerra mundial es el inter-blanco que enfrenta a la democracia liberal imperialista con el soberanismo autoritario fascista. 

La desintegración de Occidente, y en particular de la Unión Europea, como resultado de la guerra inter-blanca, corre paralela a la guerra genocida en la frontera: dos procesos distintos entrelazados en la escena de los años veinte.

¿Cómo salir vivo? Esta es la pregunta que se hacen todos los desertores.

Hay que organizarse para desertar juntos.

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Traducción de Ángela Molina Climent

Fuente CTXT

El Anti-Progre // Diego Sztulwark

Hecha desde una exaltación neoliberal -o fascistoide- de la vida, la refutación del progresismo no ha sido hasta acá más que un fetichismo exaltado. Quien disfruta de la supuesta refutación derechista del progresismo se rinde incondicional ante un enemigo infinitamente superior al cual se somete impudorosamente. De este quiebre personal surge el parecido inconfesable entre el progresista y su debilitado objetor. Ambos hacen la misma mímica impostada de la transgresión. La coartada del nihilista contra el progresismo es tan sencilla que por momentos inspira cierta vergüenza ajena: falsifica la situación atribuyendo al progresismo como fuerza dominante de una situación. Exactamente lo mismo que hacen los neoliberales y los fascistas. Y sólo cuando han falseado de ese modo la realidad, desgranan su ironía. Pretendiendo encarnar una posición extramoral, estos anti-progresistas esparcen los residuos de la lógica cultural del capitalismo, aquella que sólo abraza el gesto de la rebelión cuando coincide al máximo con la de la resignación. El nihilismo antiprogre consuma la única exaltación de la crítica que no precisa organizar fuerzas populares para llevarse a cabo. Esa es su decidida despolitización. Le basta con difundir la imagen de sí mismo para sentir que su sonrisa triunfa en el único espacio que mira: la pantalla. Tal la miserabilidad de su conformismo. Si algo deja irresuelto el anti-progre es la tarea que interesa: una crítica efectiva -es decir, de izquierda- al progresismo.

Orgullo del súper-viviente // Agustín Valle

Tres o cuatro tipos charlaban en el furgón del San Martín, entre dándose risas y pensando las cosas de la vida, sobre todo la vida callejera (“se dan cuenta que estás en la calle, por la pinta nomás…”). Tiene algo de asamblea de clase trabajadora, el furgón, asamblea ocasional del precariado metropolitano (sin la dimensión decisora de la asamblea). Estos decían por ejemplo:

– El otro día volvía de la cancha, y fui por Palermo y al final me re cagaron a trompadas, unos travestis.

– No, si yo los vi pelear, son terribles peleando los travestis, porque peleando son un hombre… ¿Pero les hiciste alguna, vos?

– No, no yo ningún quilombo, venía caminando, y la ligué nomás…

– Yo donde hay quilombo, le esquivo. Me gusta la joda, me puedo sentar en una plaza hasta dormirme de escabiar, pero donde hay quilombo, no… Lo único que me falta es que me terminen cagando a trompadas.

Era de mediana edad este hombre cauto.

Después hablaron de los precios del transporte y de los colectiveros buena onda y mala onda. Uno -el que más roto parecía- hablaba de que las empresas del bondi se privatizaran… “Ya son privadas”, le contestó el prudente, pero el privatista insistía: “si el gobierno privatiza el bondi, lo va a manejar una empresa, y el Gobierno no se va a meter más en el medio, y vos vas a depender de vos mismo”, con mucho énfasis en las últimas palabras. Eso se afirmaba, depender de vos mismo. Eso es lo verdadero: la gente sobrevive gracias a su esfuerzo y rebusque (y duele, y cansa, y…), el resto es falso. Se vive en la selva hace rato (de forma desigual, claro): tiene sentido que se haya votado por un supuesto león. Que vino a blanquear, a sincerar una razón -un sentido- ya prefigurada por las condiciones de vida: vos dependés de vos mismo. El resto es chamuyo.

El agente mediático oficialista Pablo Rossi dijo en la Rural que el ajuste en curso -que llevó la miseria a niveles récord en la historia nacional- es posible “gracias al aguante del pueblo argentino”. La cultura del aguante resulta capital del capitalismo extremo. Este cinismo máximo, que convierte la capacidad de autoafirmación popular en épica del despojo, tiene, empero, encarnación realista. Sobrevivís por tu capacidad de sobrevivir, y eso -que duele- es un orgullo. Un orgullo subjetivo que se afirma: dependés de vos mismo. No hay servidumbre voluntaria, hay voluntad de sentir la fuerza propia, que en condiciones de gran despojo es la reproducción de la vida, la supervivencia. Y se siente más la propia fuerza superviviente cuando se declara que no hay otra fuerza que la propia de cada quien. Este entendible un orgullo del súper-viviente que sale al mundo con su fuerza desnuda a conseguir el mango, versión sincerada (y ajustada) del discurso emprendedurista (que otrora ofrecía devenir empresario), es fomentado desde el poder como racionalidad popular mientras la desigualdad y la concentración de riqueza/poder siguen subiendo más allá de las nubes de alienación anímica.

El susurro de un pasado irredento (*) // Sebastián Scolnik

Las palabras no son inocentes. Llevan en sí, entre arañazos y arrugas, toda su historia. 

Paolo Virno



  1. Rastros 

El filósofo argentino León Rozitchner solía advertir que toda obra debía valorarse en relación con la biografía que está por detrás de su existencia material. Las categorías teóricas comprenden, más o menos veladamente, las zigzagueantes circunstancias históricas por las que atraviesa un autor. Refieren a una época y a los problemas que esta suscita en el pensamiento, por lo que el contexto es la marca en el orillo de una escritura que lo expresa y lo contiene. Pero un autor es un pliegue, un cierto modo en que esa época vive y se recrea en la palabra. Una sensibilidad que aprehende de una manera singular aquello que toca experimentar. La escritura no sólo tiene el don de la “expresión”. También rehace el cuerpo que piensa y la experiencia a la que refiere. No hay lucha sin palabra, decía la militante feminista boliviana María Galindo. Pues la narración, tantas veces despreciada en la lengua de la política, es intrínseca a la sensibilidad creativa del acto político. Sin embargo, nos animamos a agregar aquí, tampoco hay palabra sin lucha. Porque ni los modelos lógicos herméticos, ni la tentación retórica o esteticista —que hace un culto del preciosismo del lenguaje emancipándolo del drama político de su hora—, resuelven los dilemas que requieren de una relación compleja y viva entre las palabras y las cosas. Un vínculo que siempre hay que estar descubriendo y que nunca puede darse por concluido de manera definitiva. Si escribir fuera sencillamente referirse a aquello que “ya sabemos”, no habría experiencia alguna en la escritura ni desafío sobre lo que toca pensar.  

De Paolo Virno conocemos algunas cosas fundamentales. Sabemos que fue parte de una generación italiana que asumió la imprescindible tarea de reelaborar el marxismo bajo la urgente impronta de un movimiento de lucha que reclamaba una nueva lucidez crítica. Obreros y capital, el fundamental libro de Mario Tronti, fue pionero en los planteos de la Autonomía Operaria y marcó el pulso de una reinvención teórica. En su horizonte estaba reponer el problema marxiano de la composición técnica y política del trabajo (a partir de la consideración de la anterioridad de la potencia —el trabajo vivo—), sin dejar de percibir las distintas formas de captura de la energía productiva por parte de las estructuras de la dominación.  Las mutaciones del mundo obrero siempre estuvieron en el radar de los planteos autonomistas. Esta corriente reconoce dos grandes momentos: el primero, alrededor de las luchas desplegadas en torno al 68 italiano. Las revueltas obreras y estudiantiles dieron tono y carácter a un movimiento de masas que impuso desafíos muy concretos a la reproducción del capital. Se resistía la disciplina y la intensificación de la explotación. Todo estaba en discusión. Hubo míticas ocupaciones universitarias y fabriles (la toma de la fábrica Fiat fue clave), y también violentos enfrentamientos. De esa efervescencia obrera surgieron dos importantes organizaciones, Potere Operaio y Lotta Continua, que participaron activamente en la organización de nuevos sujetos del trabajo que se integraban a la dinámica productiva. Si bien estas organizaciones persistieron hasta mediados de los setentas, el periódico Lotta continua siguió existiendo más allá de su organización. Allí se reflejaban las discusiones en torno a la nueva composición de las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Un renovado obrerismo izquierdista —también expresado en las revistas Quaderni Rossi (1961-1965), fundada por Raniero Panzeri, y Classe Operaia (1963-1966), que continuó con los temas del primer grupo, dirigida por Mario Tronti, Sergio Bologna y Toni Negri— llevó al extremo, y de manera muy fructífera, la investigación y la problematización acerca de la condición obrera. Estas tentativas por pensar el cambio en las cualidades del trabajo y en las condiciones de vida, daban cuenta de otro tipo de exigencias políticas, cuyo corolario fue el rechazo al conservadurismo de una izquierda partidaria que se aferraba a la tradicional clase obrera fordista para no asumir las transformaciones en curso. Lo que para la Autonomía Operaria era una inclinación que devenía central, para la izquierda tradicional era un fenómeno marginal, a menudo condenable, y muchas veces indiferente. 

El segundo momento, el Movimiento del 77, fue un punto visagra para la historia italiana contemporánea. Extremo máximo de la experimentación, anticipo de una tendencia y lección para un capitalismo que, para mantener su dominio necesitaba reconvertirse. La insubordinación colectiva no solo se expresó en el ámbito universitario y fabril (actualizando la historia del consejismo obrero de los años 20), sino que el ensayo de nuevas formas de poder colectivo se trasladó a la ciudad como espacio privilegiado del ciclo de luchas que se abría. Una transversalidad política, con sujetos y contenidos diferentes, que reconocía planteos y demandas que ya no se circunscribían a las características de las luchas de antaño, se afirmó con una contundencia inusitada. Era el germen de lo que se llamó, retomando los manuscritos de Marx, compilados en los Grundisse, el intelecto general; una cualidad cognitiva común que se cifraba en el pasaje del obrero masa al obrero social que caracterizó el capitalismo posfordista en el que el conocimiento tomó una importancia estratégica frente a las formas productivas anteriores. 

La trama de las luchas del 77 italiano estuvo tejida por distintas experiencias contraculturales. Las radios libres (experiencia inseparable de la figura de Franco Berardi, Bifo) y la elaboración de un nuevo lenguaje que desafió las certezas categoriales de la izquierda tradicional, fueron claves en la comprensión de las transformaciones operadas en el capitalismo tardío, también conocidas como posfordismo. Las premisas teóricas y las consecuencias políticas de esta gran metamorfosis, fueron recogidas por los herederos de las luchas del 68 —la generación de Paolo Virno—, quienes animaron distintas iniciativas para dar cuenta de estos desafíos. El propio Paolo, junto a Oreste Scalzone y a Franco Piperno, fundaron la revista Metrópoli, una suerte de órgano intelectual del movimiento que tuvo una corta, pero muy intensa existencia. Duró apenas dos años, hasta 1979, momento en el que encarcelaron a la junta directiva acusándola de pertenecer a organizaciones terroristas (“bandas armadas”) que atentaron contra el orden público. Ellos, y una cantidad significativa de militantes e intelectuales, fueron enviados a prisión. Esto se dio en el contexto del secuestro y asesinato del presidente Aldo Moro por parte de la organización armada Brigadas Rojas, y de la política de “Compromiso histórico” protagonizada por la Democracia Cristiana y el Partido Comunista italiano. Paolo estuvo tres años encerrado con prisión preventiva —recordando una larga saga que se remonta al fascismo y al encarcelamiento de Antonio Gramsci (redactor del periódico L´ordine nuovo)—, a la espera de su sentencia. Fue condenado a 12 años de reclusión sustentados en acusaciones vagas e imprecisas. Finalmente, tras la apelación, fue absuelto en 1987. 

La salida de la cárcel ofreció un panorama completamente inédito. El mundo ya no era el mismo. Paolo y Piperno participaron de la fundación de la revista Luogo comunne, en la que se dedicaron a pensar las formas de vida que, de alguna manera, radicalizaron aquello que se había vislumbrado en los años setentas. Fue editor de esta revista hasta 1993, época en la que intensificó su labor como profesor universitario, enriqueciendo sus clásicos temas de reflexión con otros tópicos ligados a la lingüística y las neurociencias.

Este rápido y descuidado repaso solo tiene el objetivo de reconocer las circunstancias que rodean la obra de Virno. No es una historización exhaustiva, pero nos sirve para comprender el peso que tuvieron ciertos hechos en su vida intelectual y política, asuntos que merodean cada idea que el lector desprevenido, recortando inevitablemente las palabras de esa urdimbre que está por detrás de ellas, apenas puede percibir como producción teórica.   

  1. Bitácora en el desierto

Este libro compila las notas que Paolo Virno publicó como redactor del suplemento cultural del diario Il manifesto entre los años 1988 y 1991. Cada una de ellas, expresa un concentrado que anticipa su obra. Se trata de un registro inmediato que captura los rasgos revelados en los desplazamientos sociales y las transformaciones en curso. Hay en su prosa una reunión entre el pensamiento y la percepción. Puesto en conjunto, este andamiaje revela un método. Cada fragmento de la vida interviene en la producción de una reflexión sobre la época. Sin jerarquías. La reseña de un libro, un programa de televisión, una declaración política, la sustitución del clásico y mecánico “Flipper” (el Pinball) por los juegos digitales, el comentario sobre alguna película que vio en el cine, una discusión entre filósofos, la introducción de la robótica en los procesos productivos, las innovaciones en el campo tecnológico, las costumbres y las subjetividades urbanas que son la condición de la nueva clase obrera cognitiva. Todo forma parte de estas reflexiones acerca de la nueva realidad metropolitana, cuyos contornos se desmenuzan en esta sucesión de temas heterogéneos.

Paolo define estas notas como un “diario público” que tiene la virtud de ahorrarle al lector “los tormentos interiores que acechan a quien lo escribe”. Hay un observador voraz y perplejo de todo aquello que ve a su alrededor y que convierte en un “monólogo en voz alta” dirigido a una multitud anónima. Todo escritor debe enfrentar el enigma de quién será su lector y las expectativas que en él suscita su escritura. Sin embargo, al “hablarse a sí mismo”, el monologuista, en este caso Paolo, recorta esa distancia pues solo procesa su propia condición de hablante que refiere a aquello que percibe y precisa ser elaborado. La sucesión de temas y fechas, y los cambios de registro, van conformando un “calendario en el que se inscriben las pasiones y acciones, las formas de vida y pensamiento que surgen de la derrota de los movimientos revolucionarios”. 

Virno se adentra en el desierto de los años ochenta. Se siente extranjero en su propia tierra. La vida cambió y cada artículo ofrece “un fotograma inerte que debe entenderse en función del montaje, la trama y el fondo desde el que surgen”. Son “crónicas urgentes y apresuradas” en las que el autor ausculta los sentimientos dominantes de la época transformándose en un sagaz testigo del desencanto, el cinismo y el oportunismo. Son las pasiones propias de la ciudad que ahora son solicitadas como requisitos productivos, y que se despliegan y articulan en su escritura a partir del trabajo con los materiales anímicos y existenciales más disímiles. Su tono es benjaminiano. No suscribe ningún optimismo respecto a las mutaciones de las fuerzas productivas ni tampoco delinea un horizonte para el desarrollo humano. Su tema es el de los pasados no realizados. Los restos, lo que quedó, lo “contrafáctico”, lo que podría haber sido y no pudo ser. ¿Qué hay de verdad en esos pasados derrotados? ¿Se trata solo de una nostalgia o hay una sabiduría que Virno intenta transmitir, siguiendo las huellas del pensador alemán, a quienes profesan la fe de la adaptación o sucumben ante el optimismo progresista? Pero, así como no hay confianza en el futuro ni nostalgia de un pasado mejor, tampoco hay un conservadurismo que condena sin más la vida metropolitana contemporánea. Todo se juega en el terreno de una ambivalencia cuyo sentido último no está escrito de antemano.  

La escritura de Paolo es sobria pero vibrante; luce austera y elegante. No concede a la tentación descriptivista de la lengua periodística ni a una analítica sociológica clasificatoria. Por momentos viaja por la historia del pensamiento frecuentando los nombres de Hegel, Bergson, Wittgenstein, Nieszthe, Habermas y Heidegger. Sabe cómo cincelar una lengua filosófica propia y singular que luego devendrá política. Cuando navegábamos inquietos y fascinados por el mar de los conceptos, pasando la hoja, de repente nos encontramos con tremendas afirmaciones sobre el año 77 que refuerzan nuestra asombrada curiosidad: “prólogo desquiciado, anticipación o fecha inaugural. Derrumbe de las formas políticas sesentiochescas. Inicio de un éxodo aún hoy inconcluso”. Hay una historia material de la filosofía que es política —una génesis no teórica de los conceptos— y que está en el fondo de cada idea. En ambos lados del Atlántico, el pensamiento resuena cuando la vida que lo empuja se ha forjado entre fervores y promesas no consumadas, donde la lucidez aparece como requisito indispensable para elaborar lo que nunca se sabe cómo asumir; las historias más dignas y las derrotas más duras.

  1. Derrota y contrarrevolución

¿Qué puede sentir alguien que ha construido su vida entera alrededor de ciertas premisas que ya no existen más? ¿Cómo asimilar el anacronismo de una experiencia histórica en la que los criterios elementales con los que uno contaba para orientarse en el mundo ya no significan nada en la situación contemporánea? Constatar esa discrepancia, entre los propios modos de percepción y el paisaje social que a uno lo rodea, produce una sensación extrema. Como si se hubieran desplomado todas las referencias y los sostenes de la propia consistencia. Una lengua que ya no nombra y resulta abstracta, unas creencias que ya no son capaces de hablarle a nadie porque implican un sistema de cálculos y disposiciones insostenibles para las exigencias del presente; un conjunto de rostros, voces y cuerpos que se difuminan en imágenes borrosas que se asemejan a los sueños. De eso tratan las derrotas. De una ciudad en la que ya no se es protagonista y que cuesta tanto entenderla como vivirla. No hay analítica explicativa —aunque haya motivos y razones para procesar las marcas de lo que no pudo ser— que alcance para satisfacer esa perplejidad. Hay algo que sucede en el orden de lo sensible. Un desmoronamiento existencial que solo podemos comprender cuando corroboramos esa distancia entre nuestra experiencia anterior y lo admisible del tiempo actual. Contó Paolo Virno, una vez en Barcelona, que entró a la cárcel usando máquina de escribir y cuando salió se enfrentó al mundo de los “ordenadores”. Este episodio, que puede considerarse apenas como un simple deslizamiento técnico, expresaba con notoria claridad el pasaje de una época a la otra. Y eso sintió nuestro filósofo cuando pudo salir en libertad. El mundo al que arribaba ya era otro. 

Tal vez quienes han sido responsables del encierro en la cárcel de los militantes de las corrientes autonomistas, no previeron lo que esa decisión persecutoria significó; paradójicamente la reclusión abría un espacio común de estudio, reflexión y discusión colectiva. De esas circunstancias, nunca exentas de tormentos y acechanzas, surgió el texto ¿Do you remember counterrevolution?, redactado por el propio Paolo, pero discutido en esas largas horas de meditaciones a la sombra. Allí se preguntaban por el significado de la contrarrevolución en Italia, asunto que no podía reducirse al aspecto represivo (que nunca dejó de estar presente; las muertes y encarcelamientos lo testimonian), ni tampoco como una vuelta al pasado, al régimen anterior previo a las revueltas del 77. La contrarrevolución, precisamente, es el 77 invertido, el reverso de la insubordinación social que recoge sus planteos, resistencias e innovaciones, tomados como el material indispensable para la reposición del mando capitalista. La crítica a la disciplina fordista, los anhelos de una vida más libre, menos rutinaria y cronometrada, y la disponibilidad oscilante, fueron asumidos como requisitos de un nuevo sentido común que relanzó el trabajo cognitivo como la vanguardia de esa recomposición capitalista. ¿Hay derrota mayor que la captura de la sensibilidad y las reivindicaciones de lucha para ponerlas a trabajar al interior de los engranajes de una maquinaria que se quería destruir? Lo que no pudo inventarse, una auto institucionalidad de masas duradera que dé forma a las potencias de la multitud instituyendo otro tipo de relación entre regla y experiencia, terminó siendo agenciado por el poder capitalista para su reinvención. El posfordismo fue un modo de resolver los desafíos de la lucha de clases a escala planetaria. Y eso no se efectuó solamente en la negatividad del reflejo represivo, como dijimos, sino afirmando la nueva realidad material de la composición de la clase trabajadora y sus cualidades urbanas. En las huellas de toda contrarrevolución, nos dice Paolo Virno, la historiografía crítica debería esforzarse por encontrar los vestigios de una revolución posible. Aquello que fue el combustible que alimentó la lucha y luego fue expropiado y pervertido por el comando del capital. En el pasaje del rechazo al trabajo hacia nuevas formas de explotación, ¿no encontramos la ambivalencia de lo propiamente humano? 

Dice Paolo Virno que el movimiento del 77 es, parafraseando a Hannah Arendt, el “futuro a la espalda”; es decir, el recuerdo de lo que está por porvenir. Porque ofrece el rostro rebelde de aquello que fue regenteado por el “comunismo del capital”, pero que, aun subsumido, está siempre latente como el agujero negro secreto del optimismo mercantilista contemporáneo. 

Para poder comprender y asumir las dimensiones de la derrota, es preciso situarse en un lugar diferente al que pone distancia con lo “ya acontecido”. Virno se sorprende amargamente con los balances contables de los “errores”. No es que no se hayan cometido desaciertos, ni que nada de lo hecho pueda ser sometido al escrutinio de la crítica. Pero la posición del “error” exime a quien lo enuncia de pensar qué hacer con el sentido de la experiencia reciente.  Si el pasado, aún derrotado, sigue vivo, es, precisamente, porque no se trató de un conjunto de hechos consumados, sino de un proceso práctico de subjetivación. La adaptación de muchos compañeros de generación sorprende a Virno. Se comenzó a ver una tolerancia de última horneada y una pasión por la democracia que no se veía en las intervenciones pretéritas. ¿Son las mismas personas?, se pregunta Paolo mientras ve un programa especial de la RAI dedicado a hacer un raconto de la época. 

La palabra sustraída en el testimonio es “derrota”: 

“La derrota social del obrero de la cadena de montaje, de su fuerza contractual, de sus instancias de poder, de su capacidad para unificar el conjunto del trabajo dependiente. Y la derrota de una generación de militantes, que se había ligado a aquella figura obrera. Catástrofe que se ha consumado a mediados de los años setenta, con una ´revolución desde arriba´ de los modos de producción, con una alteración del mismo paisaje en el que el conflicto se inscribía… El primer efecto de toda derrota es el de hacerse olvidar, de salir del horizonte, dejando el protagonismo a una triste manifestación de errores y de alucinaciones. Los derrotados se vuelven errantes, almas demasiado simples y perturbadas, en cualquier caso, en pena”. 

Duras consideraciones de Virno para los sobrevivientes de una época que no asumen las consecuencias últimas del desenlace del conflicto político. Dado que la derrota no se deja percibir con facilidad, todas las evocaciones que la tienen como protagonista no dejan de parecer banales o estridentes: 

“El alma en pena del vencido, adora creer que las cosas fueron mal, entonces, porque no fuimos distintos de como éramos; segunda pirueta sin gracia, concluye que las cosas ahora van casi bien solo por el hecho de que en efecto hemos cambiado”. 

La negación de la derrota, la culpabilización o la victimización, la distancia con los sucesos, la aritmética prospectiva, la admiración por la lógica instrumental de los triunfadores, y el pensamiento adaptativo, son todas formas del olvido. Mecanismos defensivos para abjurar de lo que se hizo borrando los rastros del mundo anterior. ¿Quién se es cuando se ha sido derrotado? ¿Cómo elaborar el sentido de lo vivido que no puede nunca circunscribirse a las evidencias empíricas? Lo ocurrido solo explica lo que ha sido marginalizado en las luchas pasadas. ¿Hay aún algo que hacer con lo que no pudo ser? ¿Cómo se construye una mirada lúcida y no culposa de lo que ha ocurrido?

“Solo si se busca en el ojo de la aguja por el que pueda abrirse paso un nuevo ciclo de luchas, es posible redimir, pero de verdad, a los perdedores de las generaciones anteriores, devolviéndoles la voz y el honor. El conflicto actual reescribe la historia, cambia la perspectiva desde la que se mira cada uno de sus recovecos e inventa tradiciones. Es la única Apelación concedida”.

 Entre esos desgarros se piensa. Entre esas cicatrices se habla y se escribe. Pero esa voz que puede sonar quebradiza, recupera su vigor cuando una nueva generación la llama y la atrae. No en busca de modelos sino de intensidades. Y en la voracidad de esas luchas, todo ese pasado que no ha sido ofrecido como fetiche discursivo, acude presuroso a la nueva cita. 

  1. Mutación y nomadismo

Siempre es un misterio saber cuál es el indicio, el signo que se nos revela y es capaz de abrir nuestra percepción frente a algo desconocido que luego podrá convertirse en una tendencia general. No se trata de recibir una información sociológica acerca de una novedad. La investigación militante, que estuvo en el núcleo de las intervenciones de los colectivos ligados a la tradición de la Autonomía Operaria en Italia, es un proceso de subjetivación que no se restringe exclusivamente a la conciencia. El cuerpo es el “verificador” de lo que se vive, el campo de confrontación entre nuestra contextura sensible y lo que la desafía.  

El movimiento del 77 sufrió el ninguneo de las militancias clásicas. Se lo juzgó con los parámetros de una izquierda formada en las coordenadas del fordismo tradicional. Esa marginación desconocía un conjunto de transformaciones del mundo del trabajo ligadas al surgimiento de nuevas figuras obreras, emergentes de luchas y reivindicaciones que prontamente se propagaron por distintas partes de Italia. 

El mundo se reescribía en esas luchas al calor de una mutación en la composición de clase, acelerada después de la crisis del petróleo a escala planetaria, que extraía su productividad de los nuevos modos de vida en la ciudad. Son los años claves en los que el capitalismo enfrentó su mayor grado de impugnación y conflictividad, forzándolo a rehacer sus dispositivos sociales de control. Cada metamorfosis drástica del modo de producción, nos recuerda Virno, está destinada a invocar la acumulación originaria debiendo trasmutar la relación entre las cosas (tecnología, inversión de capital, reconversión de la fuerza de trabajo según los nuevos requisitos específicos). La subjetividad, aspecto desdeñable en la producción seriada y manual, empezó a ser cada vez más solicitada como un requisito indispensable para el proceso de valorización. La masificación del trabajo intelectual da cuenta de un cambio de hábitos en la fuerza laboral que se volvieron visibles. Esta nueva constitución del trabajo produjo una renovada conflictividad ligada al rechazo de la sociedad salarial.  En ese movimiento, se produjo la “percepción del trabajo asalariado como un episodio de una biografía y no como una cadena perpetua”. Se abría un tiempo de nuevas condiciones y horizontes para la lucha. Lucha contra la disciplina fabril que tendía a volverse territorial, yendo más allá de las fronteras de la fábrica. Eso que también despuntó en las Coordinadoras obreras del cordón productivo en Argentina, en 1975, también comenzó a percibirse en Italia. Ya no se trataba de la fábrica como espacio de exclusividad del conflicto sino de la ciudad misma tomada como espacio de la lucha de clases.  

¿Qué era lo incomprensible de los jóvenes del Movimiento del 77? El trabajo, bajo la forma empleo, dejó de ser el núcleo central de la socialización. El proceso de formación continua, adquirido en la disposición “mundana” en el espacio metropolitano (la charla y la curiosidad), se correspondió con una aspiración de flexibilidad de los procesos y movilidad de los trabajadores. La huida y el éxodo se manifestaron como un deseo de las nuevas clases creativas a partir de la constatación de la marginalidad de la repetición mecánica y manual frente a la automatización de los procesos productivos. Una renovada aspiración libertaria (interpretada y manipulada nuevos dispositivos de explotación) apareció en la imaginación. La deserción obrera fue uno de los elementos analizados por Marx, retomados por Virno, en los que se verifica la crisis de la acumulación de capital. La fuga hacia la frontera, en el caso de Estados Unidos (analizada en El capital como una “función social”), encarecía el costo de la fuerza de trabajo manufacturera. La frontera es lo otro del confín. Si este es límite fijo y determinado, obstáculo ante el que detenerse, la frontera es un espacio indefinido, una aspiración. Hay una historia que va del nomadismo a la migración y que contiene esta pulsión. Una memoria de la fuga que se expresa en el Movimiento del 77 y que es la contracara del fordismo. Pero Paolo critica a los que ven en el desarrollo técnico un paso hacia la emancipación, como si fuera el resultado paradójico de un movimiento derrotado. A los apologetas de la técnica, les recuerda la discusión de Walter Benjamin con los socialdemócratas respecto a la equívoca idea de progreso que toda barbarie esconde bajo su rostro civilizatorio. 

En el consumo (donde Virno en lugar de ejercer la condena moral visualiza un potencial plebeyo), en el deseo de fuga, en la innovación creativa, en el oportunismo (que permite seleccionar los posibles no realizados, para efectuarlos según la ocasión), en el miedo, el desencanto y en el cinismo (que expresa la comprobación de la distancia entre la experiencia y la regla; la vida y el cálculo), se cifra la ambivalente condición emotiva de la multitud contemporánea. 

Es indudable que estos problemas que planteó tempranamente Paolo Virno (muchas veces negados en la narrativa política estatal), radicalizados en la economía del conocimiento, el “capitalismo de plataforma” (que abraca desde el entretenimiento hasta la logística cotidiana) y la informalidad), están en la base de las nuevas disposiciones subjetivas del trabajo. El emprendedurismo o el auto empresariado de masas suele tener una traducción más sencilla en las nuevas derechas que en formas de politización vinculadas a la sensibilidad de izquierda. La ambigüedad que presentan estas circunstancias, no hace otra cosa que actualizar los desafíos y problemas abiertos en aquellos acontecimientos del año 1977. 

  1. Amistad política

Si lo más habitual es que lo vivido de una experiencia histórica no pueda recordarse en su singularidad, suscitándola en el presente, es porque la mirada —dominada por un espíritu historicista— se extravía en la objetividad de los hechos empíricamente verificables. Es imprescindible que la narración del pasado pueda reencontrar los núcleos de sentido producidos por las luchas para recuperar el tejido común que estuvo por detrás de esos acontecimientos. La amistad política está en el fondo de todo lo que se hizo y lo que se dijo. No se trata de la amistad en el sentido clásico (compartir gustos, temas, o meramente alguna cualidad común). La amistad política es aquella que surge de la composición de una fuerza colectiva para ir más allá de los límites que una época impone. La militancia, cuando no se agota en un recetario de prescripciones partidarias o decálogos morales, forja una amistad política que es soporte material y horizonte constituyente. Ella nombra personas concretas, pero también problemas y trayectos. Es capaz de recordarnos los más dramáticos momentos y también las ironías de las que hemos sido capaces. Nos proporciona la fragilidad para asumir el dolor propio y sentir el de los demás. En sus pliegues se experimenta la dignidad y el encantamiento de vivir bajo los destellos de una complicidad.  

Son bellísimos y estremecedores los pasajes donde Paolo recuerda a sus amigos. Varios de ellos forjaron su amistad en la cárcel. Sus valoraciones son sutiles y complejas. El amor en cada palabra, cuidadosamente escogida, denota que esos vínculos fueron lacrados por el fuego sagrado de la experiencia común. Lucio Castellano, muerto en un banal accidente, acreditaba una destacada experiencia fabril que lo llevó en esos años a disponer de una capacidad de anticipación de la reconversión posfordista en ciernes. Mantuvo su crítica al socialismo real y a las izquierdas dogmáticas hasta sus últimos días. Era de esas personas que “tenía razón en las cosas que importan”. Sabía improvisar en las situaciones más extremas: la huelga y la cárcel. Nunca había una determinación clara sino un “más o menos”, que es como un “ir viendo” por dónde pasan las cosas. Esas personas, las que no tienen un saber predeterminado aplicable a todas las circunstancias por igual, son las que pueden captar, en la madeja de los hechos, los matices, los claroscuros y también las potencialidades que se abren en una situación. Fue autor, en otoño de 1976, del que Paolo define como el “más bello ensayo” sobre el movimiento del 77: Lavoro e produzione

Luciano Ferrari Bravo fue también compañero de celda. Era, en palabras de Virno, “el mejor lector, uno de los pocos en los que uno piensa cuando escribe”.  Vivió con decencia la derrota pues “nunca se hizo ilusiones de vivir una gran revancha”. Creía en las palabras. Cada lectura valía por su capacidad para confrontarse con las más duras condiciones que la vida propone. Y, agrega Paolo, “para un materialista como él era bastante obvio que el verbo debe hacerse carne”.  

Mario Dalmaviva ejerció con notable aptitud la virtud de la ironía. Con la misma profundidad en la década de la revolución como en la contrarrevolución. Reía de la patética solemnidad de las izquierdas y sus lúgubres representaciones. Fue también compañero de celda, esos espacios donde se prefiguraba una “micro sociedad” en la que cada uno representaba un papel que se gestaba entre guiños cómplices y pactos implícitos de cuidado y cooperación. 

Benedetto Vecchi fue redactor de Il manifesto, informático y teórico de las redes del general intellect. Participó de la revista Luogo comunne. Con él, dice Virno, “una sonrisa bastaba para entenderse”, al igual que Rossana Rossanda quien forjó amistad con los militantes presos sin dejar de discutir por todo con ellos. Al final de cada contienda, recuerda Paolo, una complicidad inesperada emergía, un gesto que los distinguía de la vieja y la nueva izquierda. 

¿Qué son esos amigos cuando ya no hay una vida en común? ¿Qué queda de esos nombres, esos rostros, esas sonrisas y esas compliciadades? Los amigos son los personajes con los que fabulamos el mundo. Sujetos esenciales de la conspiración, compañeros de aventuras y de desdichas. ¿Cómo se actualiza la amistad? ¿Son los amigos y amigas las marcas de unas circunstancias concretas o hay una sobrevida de la amistad que no se restringe al tiempo de la experiencia común? Quizá lo propio de la amistad política sea conservar ese misterio que solo la indagación y los desafíos que se enfrentan serán capaces de develar. 

  1. Solicitante descolocado

Si al comienzo decíamos que por detrás de una obra siempre hay una biografía que la empuja, lo mismo podemos sugerir del lector que recibe y descifra una escritura. Recuerdo muy nítidamente lo que significaron los libros de Paolo Virno en nuestra experiencia. Pertenecíamos a un grupo de investigación militante, el Colectivo Situaciones, muy implicado en las luchas argentinas que se desplegaron desde fines del siglo pasado y se adentraron en los primeros años de los 2000. Intentábamos pensar las diferentes hipótesis con las que un contrapoder se iba tejiendo en las distintas resistencias (desde las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo hasta los movimientos piqueteros, desde los Hijos de desaparecidos hasta los grupos contraculturales, desde las prácticas de salud y educación popular a los movimientos campesinos, de los mercados populares y los clubes del trueque a los sindicalismos de los trabajadores precarizados). Todo un haz de luchas, fervoroso y ávido de palabras que dieran fuerza a la experiencia, huyendo de las imágenes representativas, dialogaba entre sí en una especie de asamblea veloz e imperceptible, donde una red de saberes adquiría una consistencia fluida y productiva. 

Fue en ese contexto donde descubrimos primero Gramática de la multitud. Para un análisis de las formas de vida contemporáneas, y luego Recuerdos del presente. Ensayo sobre el tiempo histórico. La conmoción fue total. Estábamos frente a una escritura sutil que desandaba la candidez del optimismo teleológico sin perder de vista las posibilidades reales que abría cada situación. Un tipo de erudición capaz de recorrer los dilemas filosóficos más complejos sin ceder a la tentación de sucumbir en la historia de la filosofía. Los análisis acerca de las aptitudes, comportamientos y tonalidades emotivas de la multitud posfordista hablaban directamente de los sujetos en lucha de estas geografías, a condición de que fuéramos capaces de emprender un diálogo, un proceso de traducción y contra-traducción con esas categorías que requerían una reelaboración. Paolo intervino en las discusiones acaecidas en torno a las estridentes jornadas de 2001. Veía allí una multitud que rechazaba la democracia representativa, que resultaba, a esa altura del partido, incapaz de dar cuenta de la experiencia urbana contemporánea. Fue contestado y reprendido por el pensamiento más clásico que no se tomó el trabajo de sacar todas las conclusiones de lo que Virno planteaba. Luego, con el tiempo, nos volvimos editores de algunas de sus obras. Cuando el verbo se hace carne. Lenguaje y naturaleza humana; Ambivalencia de la multitud. Entre la innovación y la negatividad, y más recientemente quienes continuaron con la editorial Tinta Limón, publicaron Sobre la impotencia. La vida en la era de la parálisis frenética.    

 Siempre fue deslumbrante descubrir sus razonamientos. Aún si sabíamos que no se trataba de suscribir ninguna moda teórica sino de recrear un pensamiento en una red de sentidos propia, había algo en el estilo de Paolo que nos dejaba rumiando, en estado meditativo, tanteando hacia qué rumbos llevaban sus palabras. 

Cuando vino a Argentina, caminó por las calles de Buenos Aires y comió pescado en las orillas del Paraná, en Rosario. Recorrió barrios periféricos, participó de charlas y se reunió con movimientos sociales. Posiblemente de esa realidad ya lejana no quede nada. Sus grupos se han disgregado y las expectativas populares en torno a esas formas organizativas se han mudado hacia otros parajes. Sin embargo, a pesar de las recomposiciones y descomposiciones institucionales, de la inclusión compleja y ambivalente (para usar una de sus más destacadas nociones) del mundo popular en la economía de matriz extractiva, y de la impotencia de los gobiernos en regular los modos de explotación económica, las preguntas abiertas en aquel 2001 nunca tuvieron las respuestas que se merecían. Primero la pretendida vuelta del Estado que disolvió esas demandas en un sistema de reconocimientos parciales desplegado bajo una retórica soberanista más o menos clásica. Y luego, cuando esa política verificó sus propios límites, la aparición de una osada derecha que pervirtió esas preguntas tomándolas como ejes de una nueva subordinación. Siguiendo a Virno, se invirtieron los enunciados críticos producidos por una experiencia de politización desde abajo, la de 2001, para acoplarlos a una gestión fascista de los afectos y los recursos. Sin embargo, los temas “virnianos” (las innovaciones en el mundo del trabajo, los nuevos modos de vida, la ambivalencia de las cualidades humanas —el lenguaje y la comunicación—, los cambios técnicos y productivos, los tonos emocionales de las nuevas generaciones y la discrepancia entre regla y experiencia) siguen latiendo en el pulso de una ciudad que cada día se rehace entre una vitalidad popular arrebatada, la mercantilización de sus vínculos y la instrumentalización de sus potencias comunes. 

“Se tiene una sola experiencia política en la vida”, dijo Paolo Virno un día, en una reunión, con total tranquilidad. Esa frase que al principio nos descolocó, retumbó como perturbación por años en nuestras cabezas. No se trataba del fin de una disposición sino de la afirmación de una experiencia descolocada respecto a la escena actual. Hay un tipo de sensibilidad constituida en las luchas de las que se participa que se transforma en nuestra memoria corporal y afectiva. Su cristalización nos lleva al callejón sin salida, el de un tipo de nostalgia que renuncia al presente. Pero siempre hay una predisposición prospectiva que es capaz de encontrar en ese pasado un yacimiento de fuerzas y posibilidades. Tal vez Paolo, ante nuestro desconcierto inicial, se haya referido ese legado disponible, el “futuro anterior”, para los nuevos intérpretes del pueblo por venir.  

Noviembre de 2023

(*) Prólogo al libro En los años de nuestro descontento. Diario de la contrarrevolución de Paolo Virno. Publicado en Argentina en 2024 por Rededitorial y en España por Tercero incluido. 




El Diego por la culata // Agustín Valle

Un grande Adorni: hombre entregado al show. No le importa exhibir al desnudo su reactividad pura, reactivo contra algo que por naturaleza es previo; reaccionario contra algo que, se ve, se le metió en algún momento adentro. No le importa que nadie lo quiera. Se entrega por completo al espectáculo, se inmola por el show. El circo es cruel, claro. Pero dado lo cruel, podemos al menos saborear el circo. Una buena chupada de circo; la llamada derechización como refrito del orden: el mismo orden -el orden del capital-, pero excacerbado. Purificado. Con el Presidente como la voz misma del capital. El vocero presidencial es la voz del cinismo, y el Presidente es el vocero del capital. Cuerpo-medium de la racionalidad pura del capital: su deseo univalente, su furia, su desprecio a los cuerpos que le estorban, sus cálculos y leyes déspotas; su obviedad, su artificiosidad. Si el capital hablara, hablaría como él.

Pero el capital, para organizar una sociedad en que reproducirse, necesita adaptarse, negociar, aceptar algunas condiciones; de allí su sistema político. El capitalismo, como sistema social, supo organizar y contener la tensión entre capital y trabajo vivo. Milei quiere disolverla, en el mando puro del capital. Un idealista. Él está a la derecha del capitalismo, es decir, más a la derecha que que capitalismo en cuanto sistema de reproducción social (así como Cristina, decían sus soldados, estaba a la izquierda de la sociedad…). Un tipo específico de delirio: delirio por purismo de la razón dominante. Como un purista de la Gravedad querría que todo esté aplastado contra el piso. Porque ya vivimos regidos por la Ley del Valor, la razón de ganancia privada, del Negocio: pero para Milei, tiene que ser la única regulación de todo intercambio social, de toda producción humana. Individuos e intereses privados, punto. El capital como regulador único: verdadero nombre del Ministerio de desregulación. No se desregula, se entrega todo a las reglas del capital. El capital, ficción primordial de la sociedad, pasó de mineral brillante a volátiles papelitos de colores, hasta puros numeritos en pantalla, tiqui tiqui.

Lejos de ser una cosa monetaria nomás, el capital es el principal operador político de nuestra sociedad. Organiza masivamente las relaciones de mando, la distribución de derechos y recursos. Qué puede y qué le toca a cada quién, quién manda y puede maltratar a quién, y un extenso etcétera, que, por supuesto, incluye también a los bienes naturales (la montaña, el mar, la herida tierra). Su regimen es un delirio: produce personas con más recursos que países enteros, produce gente con derecho a servirse del trabajo de miles y miles de otros… Pero este delirio naturaliza tanto sus dispositivos (así como su obra mayor, la abismal desigualdad), que llega a concebir prescindible al trabajo vivo, en la fantasía de que la plata haga plata. Poner la plata a laburar. El capital aumentándose sin más, límpidamente: la ficción del capital sin fricción con lo real.

Sintomáticamente, la voz del capital manda a laburar vidas díscolas como forma punitoria, y el capital mismo dice ser el que trabaja, el que produce. Ese delirio financiero pretende una inflación permanente de la vida: que se infle la guita, que se infle el éxito, que se infle…Instala un estado de medición permanente del valor (cómo están mis apuestas, cómo están las vistas de mi video…). Regimen de ansiedad, euforia maníaca y depresión (que propicia, por cierto, otro tipo de pala). La hiper-inflación delirante -del capital, del viralizarse aspiracional, etc- es contracara del terror a la desexistencia.

A lo que desmiente el absolutismo, a lo que actúa con reglas distintas, lo odian. A las existencias que muestran otros motivos. Y ni hablar si motivan a otres… Lo que no es efecto y útil al Negocio, lo que no se pliega al Negocio como sentido único (ascetismo del capital), es hereje, contrario a la verdad: solo es realmente verdadero de toda verdad lo legitimado por el capital. Lo demás existe, pero con un grado de existencia de segunda clase, es menos real. Como si lo que no tuviera sentido capitalista existiera por la ilusión o ficción de quienes lo sostienen, tolerado por la condescendencia del orden real, que en realidad, si las clavijas se aprietan, es la única verdad…

Así se logran las inversiones espectaculares donde “lo de antes era una ficción, no era real, vivíamos demasiado bien, de regalo”, o “le hicieron creer al empleado que podía viajar en avión”: en cambio, los miles de millones de dólares, y la profusión de lujos obscenos que solo existen porque existe semejante concentración de riqueza, eso sí es real… La existencia que se afirma no sometida, debe ser borrada de la faz de la tierra. Como Diego Armando Maradona, su orgullo, su desobediencia, su encare. Su instinto de pelear contra los más fuertes. Diego de esta tierra, mayor ícono de la cultura popular argentina, mostró hoy ser nombre proscripto para los voceros del orden real capitalista. Lo odian como a nadie; es la mejor sustancia reactiva: siempre hace saltar a la derecha. Lo odian porque existe sin capital. Era un nadie y es el más amado, el más valorado. ¿Quién va a llorar a un Adorni, a un Milei, a un Macri, cuando mueran?

Pero no es nada obvio en qué consiste “ser zurdo”. Está visto que pueden enarbolarse discursos de filiación izquierdista mientras se sostienen prácticas de derecha, como la competencia con los semejantes, la aspiración al mando, el vínculo instrumental o utilitario con los demás, el ninguneo a quienes no detentan poder, etc. Está la citada idea deleuziana según la cual ser de izquierda es “desear el acontecimiento”. Pero una dosis de actitud izquierdista se encauzó en la reaccionaria opción electoral, un ya fue, que termine de romperse todo, un deseo destituyente, aunque mediatizado. Los mileinials querían acontecimiento, aunque sea contenido dentro de las relgas regentes -un acontecimiento con fondo obediente-. Quizá ser zurdo sea desafiar a los más poderosos, a los más ricos. Situar en la riqueza, en su regimen de concentración, la causa de la pobreza. Quizá ser zurdo sea sostener prácticas y sentidos disidentes a la obviedad del Negocio. En cualquier caso, con tanto agite contra los zurdos, ¿no les podrá salir en algún momento el tiro por la culata? De tanto poner sobre la mesa el significante -así como el “heroísmo” de los magnates-, ¿no pueden reabrir discusiones sobre la legitimidad de la renta infinita, y dejar términos disponibles como elementos flotantes, zurdos, con potencial afirmativo cuando cambie la marea?

Venezuela, balance desde Argentina // Diego Sztulwark en Subversiones Radio (audio)

En una nueva intervención de Diego Sztulwark en Subversiones con la columna de Lobo Suelto, en diálogo con Pablo Ramos, analizan lo que acontece en Venezuela. ¿Cuáles fueron los limites de los procesos socialistas, progresistas en América Latina? ¿Cómo leer esas decepciones?

Elecciones presidenciales en Venezuela: nota breve en horas cruciales // Reinaldo Iturriza López

La complejidad de lo que acontece en Venezuela demanda sensatez y sentido común. Si bien son importantes, valiosos y en todo caso inevitables los análisis movidos por los intereses y los cálculos políticos de los partidos en pugna o centrados en consideraciones geopolíticas, no es prudente perder de vista que muy pocas veces una coyuntura histórica nos exigió intentar hacer un análisis de la situación poniendo el énfasis en la perspectiva del ciudadano común, a fin de cuentas el verdadero protagonista.

 

En política, como en todo, no es posible estar con dios y con el diablo. Hoy, y en todo momento, hay que ubicarse en favor de la voluntad de las mayorías.

 

Algo que no puede olvidarse es que el pueblo venezolano acudió a las urnas electorales en el contexto de una profunda crisis de representación política. A riesgo de equivocarme, me atrevería a afirmar que la mayoría de quienes han votado por alguno de los dos principales candidatos, lo ha hecho no tanto motivado por expresar su firme respaldo a uno u otro, sino a pesar de lo que, a su juicio, estos representan. Puede gustarnos o no, lo que no puede es negarse. Pero lo más notable de todo es que lo ha hecho de manera entusiasta y masiva

 

Este domingo 28 de julio, desde muy tempranas horas de la mañana, millones de personas se volcaron a los centros electorales dispuestos a lo largo y ancho del país, en una jornada que transcurrió, por regla general, sin incidentes de significación. Tal manifestación de voluntad democrática obligaba, y lo sigue haciendo, a la mayor de las responsabilidades políticas, al más escrupuloso apego a las normas electorales, al irrestricto respeto de los derechos ciudadanos.

 

Demorar la publicación del detalle de los resultados electorales, por la razón que fuere, sin ofrecer explicación suficiente, constituye una grave omisión que en nada contribuye al clima de paz social que, ciertamente, anhela la mayoría de la sociedad venezolana. No basta con afirmar que el sistema electoral venezolano es uno de los más sólidos y transparentes del mundo para prevenir cualquier actuación al margen de la Constitución y las leyes. Se actúa con total transparencia, sin dejar margen de dudas, para prevenir cualquier desborde antidemocrático, pero fundamentalmente por el respeto que se merece el pueblo venezolano. Las instituciones del Estado tienen la obligación de actuar al ritmo de las demandas populares, no es el pueblo venezolano el que debe acompasarse, resignadamente, al parsimonioso ritmo de aquellas.

 

Dicho lo anterior, no es menos cierto que la sociedad venezolana no merece estar a merced de las aspiraciones una figura política que, como María Corina Machado, se estrenó en política avalando las denuncias de supuesto fraude durante el referendo revocatorio de 2004, en el que resultara ratificado el Presidente Hugo Chávez Frías, y que desde entonces ha permanecido en la primera línea de ataque contra la democracia venezolana. No es casual que a estas horas siga evadiendo su responsabilidad de condenar las viles agresiones y persecuciones que debieron sufrir dirigentes chavistas de base en varios lugares del país ayer lunes 29 de julio.

 

La actual coyuntura exige de los liderazgos políticos anteponer el más supremo de los intereses, que no es otro que el de las mayorías, y reencauzar la disputa al único terreno donde el pueblo venezolano puede ser partícipe y protagonista: el de lo político.

 

Es momento de cerrar filas en un frente común contra el odio y el revanchismo, apelando al más genuino espíritu bolivariano: más allá y por encima de los partidos. La ocasión también es propicia para recordar que el desconocimiento del otro equivale a la nada. En estas horas en que suenan los tambores del conflicto fratricida, es la hora de reencontrarnos en aquello que nos une, nos vincula y nos hermana, de reafiliarnos alrededor de aquello que tenemos en común: la nación bolivariana. Lo valiente es actuar creando las condiciones para que prevalezca la paz con justicia. Lo contrario es perdernos.

 

Caracas, martes 30 de julio de 2024

1:34 pm

 Thomas Matthew Crooks // Franco «Bifo» Berardi

El héroe de Butler

Cuando he leído las noticias sobre la empresa suicida de Thomas Crooks en Butler, me ha venido a la cabeza Anathematic anarchist incel, el protagonista de un documental de Gala Hernández López al que me referiré a continuación, y que puede encontrarse, si suscita el correspondiente interés, en Vimeo bajo el título de La mecánica de los fluidos. Crooks, el chaval suicida que se sube al tejado para disparar al candidato, es para mí la figura central del drama estadounidense. Es él, Thomas Crooks, el incel [involuntary celibate] universal, la única subjetividad que me interesa en el mundo estadounidense preso de una gigantesca convulsión psicótica. El individuo que se manifiesta de repente en la azotea de un almacén vestido con un traje militar gris es el mismo fantasma que Gala Hernández López busca en La mecánica de los fluidos.

No es Trump, no es Biden, no es la turba vociferante de racistas entusiastas del Mesías que esquiva la bala y levanta el puño, no son los Demócratas, preocupados porque Estados Unidos se precipite a un abismo indescifrable. Ellos detentan el poder, pero no son el sujeto de la historia.

El sujeto de la historia es Thomas Crooks, el chavalín del que no sabemos nada, porque no hay nada que saber.

«Intelligent anassuming loser» [Un modesto perdedor inteligente], lo definen los investigadores.

«His intentions may have been less politically motivated and more about attacking the highest-profile target near him []» [Sus intenciones pueden haber estado menos motivadas políticamente y más haberlo estado por el deseo de atacar el objetivo de más alto perfil situado cerca de él].

«Crooks seems similar to the dozens of other young men who’ve wreaked havoc across the US with high-powered assault-style rifles in recent years. He had few close friends, he would often go shooting at a local firing range, and he didn’t seem to display strongly held views that would suggest a politically driven assassination []» [Crooks parece similar a las docenas de otros jóvenes que han causado estragos durante los últimos años en Estados Unidos pertrechados con rifles de asalto de alta potencia. Tenía pocos amigos íntimos, solía ir a disparar a un campo de tiro local y no parecía mostrar opiniones muy arraigadas, que puedan sugerir un asesinato por motivos políticos].

«“The more we know, the less we understand about the exact reason why”, said Juliette Kayyem, a former assistant secretary at the Department of Homeland Security and a CNN national security analyst» [Cuanto más sabemos sobre él, menos comprendemos el motivo exacto de su comportamiento”, declaró Juliette Kayyem, exsecretaria adjunta del Departamento de Seguridad Nacional y analista de seguridad nacional en la CNN].

Félix Guattari hablaba de inconscient machinique mucho antes de que la máquina digital penetrara en la dinámica de la mente, pero hoy sabemos que el inconsciente conectivo es incompatible con el orden simbólico conjuntivo: lo digital recodifica el lenguaje, pero lo hace incapaz de acceder a la dinámica fluida de la afectividad, del deseo, de la amistad

Cuanto más sabemos, menos entendemos, dice la pobre investigadora, que intenta descifrar el comportamiento de nuestro héroe. Es fantástico: por lo que podemos comprender a Thomas le importaba un bledo quién era el tal Trump o al menos le importaba realmente muy poco. Con la misma diligente atención habría disparado a Biden o a cualquier otro famoso personaje, que le hubiera permitido reverberar fama sobre él. El Narciso suicida no muestra interés alguno por los contenidos políticos de su acción. Su acción tiene un carácter metapolítico, incluso metafísico. Es el mundo entero el que se debe cancelar con ese gesto que no sólo pretende matar, sino sobre todo suicidarse. Crooks es el proletario de la hipermáquina digital, es la otra cara del tecno-optimismo. Es el trabajador cognitivo precario, que escribe software por unos pocos dólares de salario. Es el consumidor compulsivo de estímulos electrónicos. Es el objetivo de todas las campañas promocionales de las empresas de alta tecnología, es la víctima del bombardeo neuroinformativo. El héroe suicida, aplastado por una miseria psíquica y sexual, que la retórica política no puede en modo alguno comprender.

En la High School [instituto] Bethel Park lo tenían por un alumno preparado, tranquilo. Sus compañeros le habían hecho bullying varias veces, a este crío lleno de granos, que aparece sonriendo en la foto. Le gustaba jugar al ajedrez y los videojuegos, estaba aprendiendo lenguajes de programación. Sus compañeros contaron que quería entrar en el equipo de tiro del colegio, pero no fue admitido, porque en las pruebas demostró que no tenía buena puntería. En 2023 la agencia de inversiones Black Rock rodó una película publicitaria en su instituto y Thomas aparece en una escena de la misma. Black Rock ha retirado la película de la circulación inmediatamente después del atentado en el que murió Thomas. Había sido admitido en la University of Pittsburgh y también en la Robert Morris Universtiy. Era un buen estudiante. Podría haber concluido sus estudios y luego seguir una carrera como ingeniero o algo similar. Habría ganado un sueldo ligeramente superior a la media. De sus opiniones políticas no sabemos mucho, de hecho tenemos informaciones contradictorias: donó 15 dólares a una campaña demócrata en 2022, luego, en los últimos tiempos, se había registrado en el censo electoral republicano.

¿Por qué este chaval un día cogió el rifle de su padre y se dirigió diligentemente a Butler, donde se celebraba el mitin electoral de Donald Trump? ¿Qué representaba para él el hombre naranja?

Y sobre todo: ¿qué tipo de mermelada conforma el cerebro de los estadounidenses, de este pueblo de colonos armados, que se dispone a deportar a los extranjeros hispanos o mahometanos, que han cruzado fronteras superprotegidas y que se materializan como pesadillas paranoicas?

La mecánica de los fluidos

La mecanica de los fluidos, el documental de Gala Hernández López referido, comienza con un mensaje de Anathematic anarquista incel, anunciando su suicidio. Tras este mensaje, Anathematic anarchist incel no da más señales de vida, en esa semivida que viven los trolls, los avatares, en definitiva los alter egos de una generación que ha aprendido más palabras de una máquina que de una voz humana. En lugar del inconsciente, esta generación debería tener una prótesis conectiva, pero la prótesis no funciona tan bien, evidentemente, y el inconsciente, encapsulado en la jaula digital, produce monstruos. Félix Guattari hablaba de inconscient machinique mucho antes de que la máquina digital penetrara en la dinámica de la mente, pero hoy sabemos que el inconsciente conectivo es incompatible con el orden simbólico conjuntivo: lo digital recodifica el lenguaje, pero lo hace incapaz de acceder a la dinámica fluida de la afectividad, del deseo, de la amistad.

El lenguaje recombinante no es compatible con los flujos psíquicos. Deteriora la amistad, cuando la mente sólo funciona por oposiciones binarias: el formato conectivo de la mente, aunque optimiza la recombinación funcional, le impide conectarse empáticamente con otras mentes. Una especie de soledad sistémica resulta de esta incompetencia conjuntiva, que genera una ola de depresión.

La cura de Trump

La sociedad estadounidense está devastada por una depresión sistémica y Trump es la cura como Hitler fue la cura para la depresión sistémica de la sociedad alemana hace un siglo. Depresión, toxicomanía, dependencia de los medicamentos, constituyen el telón de fondo narrativo de la novela de J. D. Vance, el vicepresidente elegido por Trump para su ticket electoral. Si Trump es la expresión del pueblo de la Segunda Enmienda (racismo armado), Vance es la expresión del pueblo del Fentanyl (epidemia depresiva). Recordemos cómo acabó la cura practicada por Hitler en el siglo pasado y tratemos de imaginar cómo resultará la cura propuesta por Trump. Hitler desató las energías psíquicas hacia un chivo expiatorio que se encontraba en el seno de la sociedad europea y que debía ser eliminado. El chivo expiatorio de Trump-Vance, el alien criminal [criminal extranjero], es más indefinido, más grande, más inaferrable. De momento, parece que la cura Trump-Vance podrá compactar un cuerpo mayoritario de la sociedad estadounidense.

La galaxia incel

La galaxia incel es una reserva electoral para Trump, como ya lo había comprendido Angela Nagel en su libro de 2017 Kill all normies. Pero volvamos a La mecánica de los fluidos. El narrador de la película (la voz de Gala Hernández López) nos cuenta la búsqueda de este Anathematic anarchist incel  que en 2017 creó un grupo de 17.000 usuarios en Reddit llamado braincels. Gala Hernández López nunca conoció a este chaval salvo a través de sus publicaciones y le llamó la atención su último mensaje, aquel en el que Anathematic anarchist incel anuncia su suicidio.

I am a suicidal and I have been for weeks now

There is nobody that can save me now

My family wont’ help me, the hospital won’t give a shit about me

And I am incapable of helping myself

This is because American culture views people like me

As garbage

The blood of other thousands of people like me is on America’s hands…

My only wish is that I become a martyr

[Soy suicida y lo soy desde hace semanas. Ya no hay nadie que pueda salvarme ahora. Mi familia no me ayudará, al hospital no le importo una mierda. Y soy incapaz de ayudarme a mí mismo. Así es como la cultura estadounidense ve a la gente como yo. Como basura. La sangre de otros miles de personas como yo está en las manos de Estados Unidos… Mi único deseo es convertirme en mártir]

Anathematic anarchic incel envió este mensaje y luego desapareció y Gala Hernández López lo busca en los infinitos meandros de la semiexistencia, aventurándose en el universo online de la soledad sexual contemporánea, de la manosfera: un universo saturado de timidez agresiva, de individualismo exaltado y de repulsión por lo femenino. Y, sobre todo, de sufrimiento rabioso. Gala Hernández López busca a Anathematic anarchist incel en las interminables praderas digitales. Lo busca en los innumerables vídeos en los que machos tímidos o agresivos, barbudos o lampiños, expresan su visión de un mundo sin hembras. Muchos de ellos se graban en el interior de un coche. Algunos en un pequeño dormitorio con posters pegados en la pared. Todos dicen «joder» cada tres palabras.

Luego Gala Hernández López recorre el universo Tinder, 26 millones de citas al día, almas que se buscan en un desierto que tiene su centro en un edificio de Silicon Valley y sus terminales en todos los barrios del mundo. La gente se busca para no encontrarse nunca, basándose en un algoritmo que evalúa su atractivo sexual. Que sí, que sí, asegura el dueño de Tinder, muchos matrimonios han sido posibles gracias a Tinder. El mercado de cuerpos follables o no follables empezó hace mucho tiempo, cuando Facebook nació en 2004 para abastecer este mismo mercado.

Me pregunto si el punto de contagio está en uno de vuestros foros de machos solitarios, dice Gala Hernández López, mientras un oleaje hace astillas los botes. Entonces se adentra en el universo de los videojuegos, donde hombres vestidos de metal con cascos y visores electrónicos matan a todos los que aparecen en la pantalla. Hay un foro que recoge mensajes de chicos que se han suicidado. Una tumba colectiva para los incel. Hay páginas web que publican los poemas de incels suicidas.

Bulging eyes focused on the man

While his pair of eyes stared right back

The crowd angered for the last act.

One last trick before parting ways

Glad to oblige he grabbed the saw

Splitting his torso from his legs

[Los ojos saltones se centraron en el hombre. Mientras su par de ojos le devolvían la mirada. La multitud enfurecida por el último acto. Un último truco antes de separarse. Encantado de hacerlo, agarró la sierra. Separando el torso de las piernas]

Víctimas y verdugos del futuro Reich

Desde que vi Elephant (2003), de Gus Van Sant, la figura del chaval asesino me ha hipnotizado. En esa película se cuenta la historia de los dos chicos que en 1999 fueron a su escuela de Columbine (Colorado), armados con fusiles de asalto, y dispararon contra sus compañeros, matando a quince de ellos. En Columbine comenzó una masacre interminable, cuyo relato puede encontrarse en The Traceun sitio web, que se presenta como «An Atlas of American Gun Violence» y que lleva la cuenta de los muertos, los heridos y los suicidios provocados por tiroteos indiscriminados en Estados Unidos a lo largo de los años.

En 2015 escribí un libro,  Heroes: Mass Murder and Suicide, sobre esta matanza interminable, porque me parecía que en este fenómeno estaba la clave para entender Estados Unidos, la implosión psíquica de un país aterrador, que arde cada vez más rápido, pero que desgraciadamente no puede arder sin que arda también el resto del mundo con él. Ahora estoy más convencido que nunca de que la palabra «sociópata», que se utilizó en su día para describir al tipo de enfermos mentales que odian a sus semejantes hasta el punto de desearles el mal y hacer todo lo posible por atormentarlos, ya no sirve desafortunadamente para definir a una categoría específica de patología mental, porque la sociopatía se ha convertido en un carácter universal de la humanidad conformado en el distanciamiento digital y luego filtrado por el distanciamiento pandémico. Hay toda una industria de criptodrónica al servicio de esta sociedad sociópata: los drones y la criptografía te permiten matar anónimamente a alguien cuya cara nunca has visto, como hacen los soldados israelíes. Muchos lo hacen sólo por divertirse. Los que no han sufrido la sociopatía solo pueden buscar vías de fuga y nichos en los que esconderse. Desertar.

Gunther Anders escribió en 1962:

La técnica que el Tercer Reich ha puesto en marcha a gran escala aún no ha llegado a los confines de la tierra, aún no es «tecno-totalitaria». Todavía no ha llegado la noche. El horror del reinado venidero superará con creces el de ayer, que en comparación sólo parecerá un teatro experimental provinciano, un ensayo general del totalitarismo disfrazado de ideología estúpida, Gunther Anders, Noi figli di Eichmann, Florencia, Giuntina, 1995, p. 66.

Y también:

Podemos esperar que los horrores del Reich futuro eclipsen los horrores del Reich del pasado […] cuando un día nuestros hijos o nietos, orgullosos de su perfecta comecanización, miren desde las alturas de su imperio de mil años al Reich de ayer, les parecerá un experimento menor y provinciano, ibid.).

Algunos, cada vez más numerosos, eligen el suicide by cop, el suicidio facilitado por un policía que en un momento dado irrumpe en escena y le dispara en la cabeza para interrumpir su acción

Ahora los nietos de Anders son testigos del triunfo del Nuevo Tercer Reich, que ya no se limita a Alemania, sino que se extiende por toda la tierra, como un monstruo de muchas cabezas, armado con artefactos exterminadores. Anders comprendió que la historia que nos contaron después de 1945 era una fábula falsa, o tal vez una ilusión óptica. La muerte de Hitler, la destrucción de la Alemania nazi, no fue en absoluto el final del horror, sino el final de su comienzo, la derrota de un primer intento inmaduro.

Ahora lo vemos claramente, el monstruo ha resurgido con un nuevo disfraz multicolor y con un equipo enormemente más poderoso. Invencible. Eterno. Hitler está en todas partes en 2024, ataviado con diferentes chaquetas y en todas partes promete genocidio, en todas partes despliega guardias armados en la frontera, en todas partes azota, ahorca, tortura.

Gaza es el símbolo de la era venidera.

El suicidio es el comportamiento más racional para miles de millones de individuos destinados al suplicio, que en general, sin embargo, se ven frenados por motivos irracionales: la ilusión de que el mañana podría ser mejor, el miedo a la nada. Algunos, cada vez más numerosos, eligen el suicide by cop, el suicidio facilitado por un policía que en un momento dado irrumpe en escena y le dispara en la cabeza para interrumpir su acción. Poco a poco el ejército de suicidas se extiende, llevando la muerte a los supermercados, las escuelas, las iglesias, las calles, con armas mortíferas guardadas en la bodega junto con las mermeladas y las garrafas de vino malo. Esta es la guerra civil más probable en el Estados Unidos futuro de Trump. Thomas Crooks es la víctima inconsciente y, al mismo tiempo, el cómplice.

También él, Narciso mefistofélico, quiere unirse a la fiesta y dispara al tipo de pelo naranja que habla, sin importarle quien sea, sin importarle lo que esté diciendo. Aquí están seducidos en el abrazo triunfal, ¿quién puede decir quién es la víctima y quién el verdugo?

Primero hay que saber sufrir (apuntes sobre cómo llegamos a esto) // Agustín Valle

Estadista y desmovilización

Lo que seguro no es inteligente es repetir lo fallado solo que tratando de esta vez hacer más fuerza. Adaptarse con realismo a las relaciones de fuerza -por caso- es parte de lo fallado. Hacer algún tipo de balance crítico del proceso kirchnerista en este momento, con la Argentina gobernada por un ultracapitalismo cruel, es quizá poco simpático, parezca “no urgente”, incluso hasta suene inconveniente, pero a la vez imprescindible: ¿qué pasó? Milei es más consecuencia que causa. Balance “crítico” no en el sentido de rechazante sino que intente distinguir potencias y lastres u obstáculos, y extraer criterios a partir de la experiencia, etcétera. Pero si la única verdad es la Palabra de Cristina (“Habló la Estadista”), si se endiosa un liderazgo, ante la calamitosa realidad poco podremos pensar más que los malos son muy fuertes y que la gente, bueno, a veces se equivoca. La Estadista es en efecto una estadista cuando habla. Claro, “comparando” es un lujo… Hablando, les pasa el trapo a casi todes y demás. Discursos, cartas, entrevistas: alguien que discursea con atributos admirables.

Lo cierto es que el último gobierno peronista dejó un saldo político mucho peor que el de Macri. Y fue un gobierno cristinista en idea, concepción, convocatoria. Aunque después lo cascoteaba -lejos, allí, de lucidez estadista. Sucumbió el kirchnerismo al impulso de criticar al que tenés arriba y creés que no hace bien las cosas y que vos harías mejor… Que la conducción se dedique a hacer oposición interna en el oficialismo que ella misma armó, destituye buena parte del aura estadista que otrora tuviera; una mirada estadista habría estado muy por encima de esa rencilla, que, dicho sea de paso, echó a Guzman y entonces advino Massa, la economía empeoró, la famosa y reputada correlación de fuerzas en realidad también…

Pero el saldo político del gobierno de les Fernández fue dramático por su marcado sesgo desmovilizador. Las fuerzas nacional-populares, el ánimo democratizante de la multitud, los deseos igualitaristas, en fin, quedaron pasmados ante el abrumador triunfo de la razón del capital proyectada como razón pura de gobierno. Una marcada sensación de impotencia se hizo flagrante en los primeros meses del actual Gobierno, pero era sensible ya desde hacía rato (cuanto menos desde que el candidato “nacional y popular” era Sergio Massa). Impotencia como ante un terror: cerrar los ojos, endurecerse, esperar para la revisión de daños ulterior… Un estado que no era debilidad sino desarme. Como si se percibiera solo la fuerza adversa, y no también la fuerza propia, que aunque sea menor, su autopercepción naturalmente cierta confianza. Palpar y pensar desde la propia potencia, aunque sea menor y en derrota, destotaliza la relación de fuerzas, destotaliza la coyuntura, destotaliza la dominación. Luego el ánimo un poco se complejizó -en el buen sentido de indeterminar un poco lo posible, superando la simpleza narrativa del impune terror dominante- gracias a las suecesivas movilizaciones multitudinales.

Pero fue precisamente la desmovilización, la desactivación de la movilización social -de sentido nacional, popular, democratizante, igualitarista-, lo que caracterizó el saldo político de la última gestión peronista del gobierno. Que intensificó un problema de raíz previa: la inclusión en términos de consumidores, la subjetivación mercantilista promovida por el Estado (a la que adhería el Estado). Aquella conformación de ciudadanos empoderados por el Estado mediante su acceso al consumo requirió y produjo un complejo proceso de delegación del estado de ánimo, donde el legado de la revuelta, el legado de la capacidad de movilización autónoma, y su potencia destituyente, potencia de creación vía rechazo (“nada es verdad, todo está permitido”, “que se vayan todos” cantado desde un nosotros), era convertida en potencia consituyente cosificada, transferida al Estado y hasta fetichizada en el liderazgo. La fuerza generada por la movilización pasó a presentarse como generada por la representación, que desde los resortes estatales proveía pues a los ciudadanos de derechos que, básicamente, eran mejorar su bolsillo. Años felices si los hubo. La fuerza social puede ser efectiva vehiculizada vía representantes (o al menos pudo). Pero el endiosamiento de los representantes, que los sitúa en lugar de causa, los separa de los comunes, como cuerpos superiores y creadores, con un efecto de impotentizar a la multitud. Los cuerpos comunes ahora no son creadores de posibles, no son gestantes de la fuerza, sino soldados del sacro liderazgo. Consumidores invitados a creer -dar crédito-, no sin buenos motivos, por supuesto, pero motivos cada vez más viejos, abstractos, discursivos…

Y el ánimo destituyente volvió, e hizo fuerza en la política argentina, con el triunfo de LLA. Pero la potencia destituyente esta vez vino mediatizada. Delegada a un ídolo roto, un héroe con motosierra. Sicario de los Sumos Sacerdotes del orden social (los Black Rock, los Eurnekian, los Rocca, los Musk), Milei ligó afectivamente con un realismo selvático que se había vuelto inteligencia intuitiva en la multitud trabajadora. Realismo del capital que es regente en la ciudad contemporánea (en algunos sectores más agudamente que en otros, como para el masivo precariado) Al realismo selvático se le ofreció como un león (aunque sea el más salmón…). Un rugido muy gozable para la multitud bruxante.

 

El mejor llanto, perdido.

La pandemia no sólo dio lugar a movilizaciones anti todo, más bien anti Estado, anti regulación de una libertad enseñada por las tecnologías conectivas; no solo se certificó la mediatización digital de la vida, la conectividad como patrón del modo de producción actual. En pandemia, también, se abrió un consenso para sufrir. Una aceptación nacional de que la pasaríamos mal. Podía discutirse cómo (si con más empobrecimiento o con más enfermedad…), pero se aceptó masivamente que, bueno: ahora toca pasarla mal.

Este axioma se expresó ya convertido en sentido común dos años después, en ese maravilloso reverso que tuvo la pandemia, esa fiesta de quemados -o sea todes- que fue el Mundial, donde los ídolos de la Selección decían lo mismo que los comunes por la calle: somos argentinos, hay que sufrir. Notable, por cierto, que hayan sido deportistas de elite, cuerpos exitosos en el sometimiento al mando máximo del rendimiento, quienes oficiaran de voceros de este nuevo sentido común nacional: somos argentinos, tenemos que sufrir.

Esa identificación, este discurso, esta aceptación, este asumido destino de sufrimiento, cuando se lo nombra, pasa a quedar flotando, también, como mandato: hay que sufrir. Para la gloria, por otra parte lejos de estar garantizada. Una vez puesto como sentido común oficial, el sufrimiento implica todo un régimen tanatopolítico. El ser humano se las rebusca para obtener algún goce, algún placer, en cualquier circunstancia que le toque existir, ¿no?, incluso hasta en el sufrir. De algún modo se organiza. Con culpa, con sacrificio, con auto explotación, con crueldad; sufrir nosotros, pero más otros. Hay que sufrir; la distribución y régimen de sufrimiento pasa a definir la política. Adviene Milei entonces como un sinceramiento del sufrir, un blanqueo del dolor como política.

Sin embargo, en el camino de ese proceso aconteció un dolor muy grande, gigante: el llanto más grande de la historia argentina, el duelo por la muerte de Diego Maradona. El mayor ícono de la cultura popular nacional (Gardel está muy pegado a lo porteño, Eva y Perón al peronismo). Acontecimiento destinado a ser una fiesta popular conmovedora de las profundas capas tectónicas del ánimo el cuerpo colectivo; trances que te recuerdan quién sos, interrupciones al continuo bobo de lo obvio…. Era pandemia: más épica todavía. ¿Hacia cuánto la Argentina no tenía una intensificación sensible semejante con clave fraternal? Desde la marea verde, clave sorora. Jamás tantos millones de ojos lloraron las mismas lágrimas en este suelo. La tramitación compartida de la pena, los abrazos con cualquiera porque compartimos pésame, nos pesa lo mismo, porque compartimos un amor, ejerce un enorme cúmulo de rituales, mecanismos conjuntivos que dan al entramado viviente un enorme subidón de auto-sensibilización.

¿Y qué hizo el gobierno peronista? Salió a echar a la gente de la plaza. A la casa. Un peronismo alfonsinoide que lógicamente había tenido su cuarto de hora en la cuarentena (y la verdad es que Alfonsín ejerció mucho más fuerza y valentía que Alberto). El Presidente con un megáfono en la reja de la Rosada, como botón razonable explicándole a la multitud maradoniana que listo, la cosa terminó, rige la razón privada en este funeral, más allá de estas horitas de apertura popular. Echando a los negros de la plaza. Gesto de un insalvable divorcio entre la representación institucional y la movilización popular presuntamente representada, incluso más que Guernica, otro desalojo de negros con quema de sus ranchos incluida (¿no despuntaba, ahí, la pedagogía cruel?). Embalsamarlo a Diego y llevarlo de caravana por el país, o dejar abierta la Rosada 96hs, algo que realmente ponga al gobierno como instrumento del deseo popular… y que a la vez intervenga cohesivamente en el lazo social. No hacía falta ser gran estadista para “verla”, esa movida.

 

¿Quién es estúpido?

Ahora se escucha gente decir que la gente es estúpida porque votó un gobierno que la va a perjudicar, a dirigentes decir que “hay que acompañar al pueblo que le viene costando entender algunas cosas”… Pero los que votamos a la fórmula F-F también luego sufrimos un empeoramiento de las condiciones de vida. También votamos algo que nos perjudicó. ¿Nosotros que votamos al FdT somos más inteligentes? El aumento de la miseria y la entrega quemó las banderas progresistas en cuyo nombre se gestionaba. Si ese gobierno llegó a tal fue porque la movilización social resistió al gobierno de Macri -sin prescindir de las piedras- y lo derrotó. “¿Durante todo el mandato te encerrabas con Netflix desde las 7 de la tarde?, le preguntó Juana Viale, y Macri contestó: “No, fue desde diciembre del 17, y las catorce toneladas de piedras, a partir de ahí es como que deprimí”. Ahí asumieron su derrota programática y fueron a armar el plan con el FMI, que financió la campaña, a los bancos, y dejó engrampado a cualquier gobierno por venir que no osara desconocer semejante estafa.

Fue derrotado por la movilización social, aquel oficialismo que gobernaba la Nación, la Ciudad, la Provincia de BA, los grandes medios, la embajada, los bancos, los terratenientes, el circulo rojo y las fuerzas represivas… La fuerza de la movilización se tradujo electoralmente en la herramienta diseñada por Cristina (allí con gran lucidez electoral). La paliza de 48 a 32 en las PASO del 19, que hoy parece tan lejana, fue elocuente muestra de que se expresaba en las urnas un ánimo que fluía poderoso por el cuerpo social. En diciembre del 19 para festejar la asunción de un nuevo Gobierno, la Plaza de Mayo desbordó en un microcentro porteño repleto de una marea de gente que no solo era inconmensurable en cantidad, sino que tenía una fuerza, una potencia donde era insólito que alguien, allí, hablara de cautela o realismo por la relaciones de fuerza…

El kirchnerismo ofició de interfaz entre la movilización social y la institucionalidad; logró así nutrirse y encauzar la fuerza de la revuelta. En este sentido suele apuntarse a la revuelta de 2001 como condición de posibilidad del proceso kirchnerista. Pero también su condición, en tanto proceso de delegación anímica, transferencia de fuerza a la Jefatura, es 2002, la masacre de Avellaneda. El dolor y el terror generaron la disposición a delegar, dejarse representar, mediatizar. Después, la jefa dispuso, y la militancia dogmatizó, votar a Insaurralde, a Scioli, a Alberto, y aún mientras se acusaba a Alberto de traición, a Massa -¿no va a traicionar? Siempre con aquel realismo de lo dado, que es el verdadero juego a la derecha. Con el des-empoderamiento político, de protagonismo, de la multitud común. La idolatría sacralizante desarma la potencia de movilización, tarde o temprano. Hay algo en el peronismo de tragedia: pareciera no poderse sin el peronismo ejercer transformaciones igualitaristas, pero a la vez bloquea la fuerza que las sostenga. Si dependen de la Jefatura, resultan de papel, fáciles de soplar. Por supuesto, el enemigo del igualitarismo nacional y popular es el conjunto de actores que se benefician del empobrecimiento general, que hoy está de fiesta.

En algún momento cambiará la marea. Puede que vengan cosas nuevas; entre ellas, un nuevo rol del peronismo en la movilización social. Sin movilización social no hay fuerza efectiva posible para un gobierno que pretenda intervenir contra la relación de fuerzas establecida. En 2008, la Coca Cola todavía mantenía su edificio de oficinas administrativas oculto, sin cartel, invisible, por miedo a la insurgencia popular. Sin movilización social, que redistribuya el miedo y se asusten un poco las elites, un gobierno no puede más que administrar el statu-quo, el estado de cosas, a lo sumo sin crueldad, o sin hacer de la crueldad la ideología oficial, lo cual, claro, hoy sería de desear… No por arriba, sino con un estado de salud alegre y potente del cuerpo social -alegre incluso por lo que hacemos con los dolores y heridas-, en su naturaleza autónoma, fundante, gestante, puede poner coto al fascismo, que no es fascismo, pero falta palabra mejor para esta política del sufrimiento horizontal y la sacralización de los millonarios; algo nuevo, capaz de ofrecerle al sufrimiento convertirse en algo mejor.

Un patrón, una trama concentrada // Teresa Poyrazian

Hace unas semanas me encontré con un libro sorprendente. Su autor es Philippe Sands y el libro se titula Calle Este-Oeste. Es un excelente y minucioso trabajo sobre la historia de Europa oriental desde 1900, cuando comienzan las persecuciones y matanzas de judíos, el ascenso y caída del nazismo hasta el juicio de Núremberg. Del libro destaco la historia de dos abogados judíos que lograron introducir en el derecho internacional las leyes de “crímenes contra la humanidad” y “genocidio” mientras ellos mismos y sus familias eran víctimas del nazismo.

Si hubiera leído este libro unos años antes me habría causado admiración. Hoy, impotentes y angustiados con las imágenes cotidianas que recibimos del genocidio que realiza el gobierno de extrema derecha de Israel con su máquina de guerra sobre el pueblo palestino, estas historias cobran otra resonancia. Conflicto que no comenzó en 2023 sino en 1948, tal como lo anticiparon algunos intelectuales judíos como Sigmund Freud, Albert Einstein y Martin Buber, entre otros, en las primeras décadas del siglo poniendo el acento en el temor de que “el fanatismo irrealista” del sionismo, según Freud, despertara la desconfianza del pueblo árabe.

 El corazón del libro son las ciudades de Lemberg y Zolkiew, ubicadas en la Galitzia oriental, es decir, en territorio del imperio austrohúngaro, a unos 25 kilómetros de distancia la una de la otra. Allí vivió un conglomerado de pueblos que, aún en un ámbito de conflictos constantes, ocupaciones, tensiones y un creciente antisemitismo, desarrollaron una profunda tradición intelectual, una cultura sostenida por polacos, judíos, ucranianos y rusos en su mayoría, cada uno con sus costumbres, sus religiones y sus lenguas. Había sinagogas, templos católicos y ortodoxos, una imprenta que editaba libros, un teatro de ópera, un museo, una universidad prestigiosa, un impactante edificio del Parlamento de Galitzia heredado de los fastos del imperio austrohúngaro, una catedral, una sinagoga del siglo XVII.

La ciudad de Zolkiew estaba construida sobre un trazado de dos calles, una llamada Norte-Sud y la otra Este-Oeste que es la que da el título al libro. Allí vivieron las familias de los protagonistas judíos de esta historia, allí nacieron y pasaron su infancia y juventud y dos de ellos hicieron estudios de derecho en su universidad.

A poco de subir Hitler al poder, invade Austria y luego Polonia y designa como gobernador general de este país a Hans Frank, apodado el “carnicero de Varsovia”. Se le asigna un territorio que triangula entre Varsovia al norte, Lemberg al este y Cracovia al oeste. En agosto de 1941 Lemberg y Galitzia fueron incorporados al Gobierno General de Alemania. Ya era territorio ocupado. Lemberg se convirtió en la capital del Distrikt Galizien. Esas fronteras incluyeron poco después los campos de concentración de Treblinka, Belzec, Majdanek y Sobibor, también a cargo directo de Frank. A un paso de esa frontera estaba Auschwitz.

La acción de Frank fue feroz. Se vanagloriaba de su eficacia en deshacerse de todos aquellos que perturbaran su plan de una Alemania “ampliada y racialmente intacta”. De los tres millones de judíos que habitaban esa zona no quedó prácticamente nadie. Primero eran enviados a guetos miserables que habían creado en cada ciudad, donde una buena parte moría por falta de alimentos, y luego llevados a los campos de exterminio. Idéntica suerte corrieron cerca de 200.000 polacos ejecutados, con especial violencia hacia sus intelectuales, y 800.000 fueron llevados al Reich como mano de obra esclava. 

Hubo un particular ensañamiento con los niños. En el campo de Janowska en Lemberg mataron a más de 8.000. A otros los usaban como blancos para hacer práctica de tiro. Con total frialdad y una precisión matemática, Frank comentaba que el índice de mortalidad infantil en el gueto de Varsovia era del 54%. El objetivo era la liquidación completa. 

Por la calle Este-Oeste fueron conducidos los 3.500 judíos a los que ejecutaron en un hermoso bosque cercano en el que jugaban de niños los protagonistas de esta historia. Como decían las actas de la Conferencia de Wannsee, hubo un acuerdo “para purgar el espacio vital alemán de judíos por medios legales”.  

En 1944, cuando los nazis están perdiendo la guerra y los soviéticos se acercan a Lemberg, Frank huye hacia su casa en Alemania en compañía de su secretario y su chofer. Lleva consigo las 39 carpetas donde, prueba de su grado extremo de infatuación y del afán burocrático que caracterizó a todos los jerarcas nazis a cargo de la solución final, hizo transcribir día a día sus “hazañas”. Estas carpetas fueron la prueba irrefutable que lo condujo a la pena de muerte en el juicio de Núremberg. Lleva consigo también su cuadro preferido, de los tantos que confiscó en Galitzia, La dama del armiño de Leonardo da Vinci, y una pequeña película casera titulada Cracovia. Cuando llega a Alemania crea una patética cancillería del Gobierno General en el exilio hasta el día en que un jeep se detiene en la puerta de su casa, baja el teniente Walter Stein del VII Ejército de Estados Unidos y lo lleva detenido.  

La película casera contenía algunas escenas familiares, imágenes de Frank en su despacho, otras acariciando a un perro, trenes pasando por delante de la cámara y una escena filmada en una de sus visitas al gueto de Cracovia donde aparece una niñita con un vestido rojo sonriendo a la cámara. En la página 318 del libro, Sands incluye una foto de la escena de la niña del vestido rojo. Aquí no queda más que cerrar el libro y abandonarse al silencio. Las palabras, heridas, ya no alcanzan. El lector queda detenido ante el misterio insondable de la imagen de esa niña que sonríe a la cámara en medio del infierno.

 

Uno de los personajes del libro es su abuelo León Buchholz, nacido en Lemberg aunque la mayor parte de la familia residía en Zolkiev. Además de ser la persona que está en el origen de este libro, su figura presentifica a los miles y miles de judíos que tuvieron que salir hacia el oeste de Europa, muchos de ellos expulsados, como es su caso, otros para salvar sus vidas, abandonando su familia, su tierra y su lengua. Fueron los que padecieron, como dice W. G. Sebald con extrema lucidez, “el escalofrío de la apatridia que sopla sobre el campo del exilio”. Son los judíos errantes, los Ostjuden, que describe Joseph Roth en sus novelas. 

En 1937 Hitler abandona la Sociedad de las Naciones y avanza ferozmente sobre las minorías oprimidas.

El autor conoce a sus abuelos en Paris en los años sesenta. Recuerda que en su departamento reinaba el silencio. Ninguna referencia a la vida anterior, a la familia, ninguna fotografía. Pese a eso, el nieto afirma que León resurgió del terror “con la dignidad intacta, con la calidez de su sonrisa”. Quizás debido a ese silencio, Sands reconstruye, con habilidad de detective, ese pasado de sus abuelos.

 

Otro personaje del libro es Herst Lauterpacht, el jurista que logró introducir en el juicio de Núremberg y luego en el derecho internacional el término de “crímenes contra la humanidad”. Nacido también en Zolkiew, en la calle Este-Oeste, hijo de una numerosa familia judía de clase media, muy culta y devota, estudia luego en Lemberg, donde se recibe de abogado en su universidad. Se destaca siempre por su inteligencia y tenacidad, devora libros, aprende idiomas, pero también esos años de aprendizaje dejan en él la marca del antisemitismo y de todos los trágicos acontecimientos que ocurrieron en Lemberg en momentos previos y durante la Primera Guerra, mientras se producía el derrumbe del Imperio Austrohúngaro. No puede rendir sus exámenes finales porque la universidad ya no acepta más a los estudiantes judíos de Galitzia oriental. Así, decide ir a Viena, donde también la situación es muy difícil para los judíos. Se puede matricular en la universidad, donde entra en contacto, a través de su maestro Hans Kelsen, con una idea nueva en el ámbito del derecho internacional: la idea de que un individuo tiene derechos constitucionales y puede ir a un tribunal para hacer valer esos derechos. Con todas esas ideas en su cabeza y la preocupación por el futuro de su familia de Lemberg se instala en Londres en 1923. Desde ese momento se dedica intensamente al tema de los derechos del individuo en el derecho internacional. Para él los derechos humanos eran una cuestión de “necesidad vital”. Fue titular de derecho internacional en la Universidad de Cambridge y publicó libros considerados fundamentales en su especialidad. En el prólogo de uno de ellos escribió: “El bienestar del individuo es el objeto último de todo el derecho”. Fue una vida de trabajo y de reconocimiento pero no exenta de sufrimiento. Su familia no había querido salir de Lemberg y las noticias que llegaban desde allí eran cada vez más escasas y angustiosas.  

Las actividades de Lauterpacht no se limitaron al ámbito académico, sino que activó en la creación en Inglaterra y Estados Unidos de distintas instancias de protección de los derechos humanos de las minorías, en ese momento diezmadas por el nazismo. Por ejemplo, la creación de una comisión de crímenes de guerra que luego se convertiría en la Comisión de Crímenes de Guerra de las Naciones Unidas. Lauterpacht logró que la noción de “crímenes contra la humanidad”, por la cual tanto había luchado, fuese introducida en el derecho internacional y en el estatuto del juicio de Núremberg . Tuvo una gran participación en el juicio no sólo como asesor de Robert Jackson, el fiscal jefe del Tribunal de Núremberg, sino que participó en la confección de su gran discurso inaugural así como en el alegato final del fiscal general británico.

 

Rafael Lemkin fue el otro gran abogado judío de la calle Este-Oeste, el creador e introductor en el derecho internacional del término “genocidio”. Las violentas persecuciones que se vivían lo afectaron fuertemente y, según lo que escribe en sus memorias, fueron las noticias de las matanzas de los armenios en Turquía lo que lo llevaron a interesarse por la suerte de los grupos minoritarios y comenzar a pensar cómo hacer algo para paliar su situación, para que no quedaran tan expuesto a las decisiones de un Estado. Estudió derecho en la Universidad de Lemberg, con algunos de los mismos profesores que había tenido Lauterpracht. Cuando los alemanes estaban llegando a Lemberg ya hacía siete años que era fiscal de Estado en Varsovia y había escrito varios libros. Tenía una idea que lo obsesionaba: ¿cuál era la naturaleza de la ocupación alemana, cuál era el objetivo, cuál era el patrón, cuál era la pauta de comportamiento? Pensando que la clave podía estar en los documentos oficiales que emitían los alemanes comenzó a reunir decretos y ordenanzas nazis aprovechando sus vinculaciones profesionales. Cuando decide exiliarse ya estaban cerradas las fronteras. Inicia un viaje muy accidentado cargando enormes maletas llenas de documentos. Llega así a Estados Unidos, donde le habían ofrecido una cátedra en la Universidad de Carolina del Norte. Luego de meses de arduo trabajo con los documentos, algunos firmados por Hitler, consigue encontrar elementos comunes, el “patrón”, una “trama concentrada” que enuncia del siguiente modo:

-La destrucción total de los territorios ocupados tenía como objetivo el Lebensraum del que hablaba Hitler en Mi lucha, la creación de un nuevo “espacio vital” para ser habitado por los alemanes. Polonia recibía una nueva denominación, Territorios Orientales Incorporados. “Era este un territorio donde se podía germanizar el suelo y la gente, hacer de los polacos ‘personas sin cabeza y sin cerebro’, liquidar a la intelectualidad y reorganizar a las poblaciones como mano de obra esclava”. Para lograr ese objetivo había pasos.

-El primer paso era la desnacionalización, que cortaba el vínculo entre los judíos y el Estado despojándolos de la protección de la ley.

-El segundo paso era la deshumanización que eliminaba todos los derechos legales. Estos dos pasos fueron aplicados en toda Europa.

-Se obligaba a los judíos a ir a los guetos, estableciendo la pena de muerte para los que los abandonaban. Lemkin se pregunta el porqué de la pena de muerte. ¿Quizás era una forma de “acelerar” lo que ya estaba “previsto”?

-La incautación de propiedades convertía al grupo en “indigente” y “dependiente del racionamiento”. Los decretos limitaban las raciones de carbohidratos y proteínas reduciendo a los miembros del grupo a “cadáveres vivientes”. Con el espíritu quebrantado, los individuos se volvían “apáticos con relación a sus propias vidas”, sometidos como estaban a trabajos forzados que además causaban numerosas muertes. Para los que seguían con vida había ulteriores medidas de “deshumanización y desintegración” mientras se les dejaba aguardar la “hora de la ejecución”.  

He conservado los términos de Sands en la descripción de estas pautas.

En Estados Unidos, Lemkin sigue peleando, tratando de difundir las matanzas que ocurrían en Europa oriental y su idea de genocidio ante sus alumnos, en conferencias públicas, hasta acceder como asesor a los altos mandos del ejército. La guerra de Alemania estaba dirigida contra los pueblos, explicaba, lo que violaba las leyes internacionales. En la práctica, Alemania había rechazado las regulaciones de La Haya. Hasta llegó a enviarle una carta al presidente Roosevelt para pedirle que detuviera las matanzas, pero le llegó una respuesta negativa. El presidente reconocía el peligro, pero no era el momento de actuar. “Sea paciente, se informaba a Lemkin, habrá una advertencia, pero todavía no”. 

Empecinado en hacer valer su idea viaja a Núremberg donde no había sido invitado oficialmente y, enfermo e internado en un hospital en Paris, escucha desalentado que en la sentencia final no se reconoce el genocidio como un crimen. Ni tampoco todas las matanzas ocurridas previas a la guerra.

Pero semanas después del juicio se reúne la Asamblea General de las Naciones Unidas y en su resolución 96 determina que “el genocidio niega el derecho a existir a grupos humanos enteros”, y dictamina que “el genocidio es un crimen según el derecho internacional”.

Lemkin luchó durante toda su vida para sostener su idea y finalmente consiguió imponerla. Tanto Lauterpacht como Lemkin recién se enteraron en Núremberg de la suerte corrida por sus familiares. De la familia del primero, compuesta por más de sesenta personas, sólo quedaba viva una sobrina. De la de Lemkin, un hermano que ocasionalmente no había estado en Galitzia.

 

Terrible, siniestra paradoja de la historia, los que antes fueron víctimas ahora son victimarios. La tecnología y la industrialización de nuevas armas se ha “perfeccionado” a pasos acelerados y ahora en un minuto un edificio habitado por centenares de personas puede derrumbarse como si fuera de papel.

Ya lo había anunciado otro judío persistente en tiempos de precariedad, Walter Benjamin, cuando define a la historia no como una larga marcha de la humanidad hacia el progreso sino como una montaña de ruinas que se eleva al cielo. 

¿Podrá el gobierno de Israel escuchar las voces del dolor de Galitzia? ¿Sabrá que detrás de las instituciones internacionales cuyos hospitales y escuelas bombardea sin descanso y denosta constantemente hubo dos judíos que, en circunstancias extremas, creyeron firme y apasionadamente que valía la pena instituir leyes que protegieran a los grupos o individuos indefensos?

Las instituciones internacionales no son perfectas ni tan eficaces como sería necesario pero es lo que supimos conseguir. Sin ellas, el desastre humanitario sería mucho mayor, como bien lo sabe el autor de este libro que además de historiador es abogado especialista en derecho internacional y ha participado en numerosos casos de violaciones a los derechos humanos. Sin ellas, dejaríamos aún más vía libre a que los lobos exterminemos al otro. 

El periodista israelí Gideon Levy recuerda una frase de Golda Meir, quien afirmaba que después del Holocausto los judíos tenían el derecho de hacer lo que quieran. No, señora Meir, precisamente por haber vivido el Holocausto, y así no lo hubieran vivido, ustedes no pueden hacer lo que quieren. Ni ustedes ni nadie.

Durante el juicio de Núremberg, el comandante de Auschwitz Rudolf Hoss hizo una descripción minuciosa del gaseado y entierro de al menos dos millones y medio de personas en el término de tres años. En privado, Hoss le dijo al doctor Gilbert, un psicólogo que estaba a cargo de la atención de los acusados, que la actitud predominante en Auschwitz era de absoluta indiferencia. “Nunca se nos pasó por la cabeza cualquier otro sentimiento.”

Es la indiferencia del burócrata que cumple debidamente su tarea. En alemán la palabra Willfahrigkeit significa complacencia, docilidad, deferencia y también aceptación, obediencia, sumisión, el “hágase su voluntad”. Cuestiones de lengua.

Indiferencia, según el diccionario: in como prefijo significa falta o negación de la cosa expresada por la palabra primitiva. Indiferencia sería entonces falta de diferencia. Si no hay diferencia no se es afectado. Necesidad de heterogeneidad, necesidad de pasar por el otro.   

 

Terminando este escrito llega la noticia de que el gobierno de extrema derecha de Israel aprobó la mayor confiscación de tierras en Cisjordania ocupada de los últimos treinta años. Los palestinos no tendrán más acceso a esas tierras. El ministro Smotrich declaró que por cada país que reconozca al estado de Palestina construirá una nueva colonia. Lo denuncia la organización israelí Peace Now.

 

                                                                                              Teresa Poyrazian

Buenos Aires, julio de 2024

 

Impotencia demencia nihilismo // Franco «Bifo» Berardi

“Oh let not me be mad, not mad, sweet heaven. Keep me in temper. I would not be mad” (William Shakespeare: King Lear.

 

Vimos a los dos flácidos gladiadores pelear entre sí como perros de pelea exhaustos para diversión de millones de espectadores que deben decidir cuál de los dos merece ser presidente de una nación que desde hace tiempo viene dando claras muestras de moral, psicología y decadencia política.
Uno de los dos es un violador en serie, un mentiroso sistemático, un empresario fallido y un estafador; el otro es un asesino genocida. No quiero que me obliguen a elegir, pero afortunadamente no soy estadounidense.
En los últimos tiempos nos hemos acostumbrado a presenciar en directo numerosos espectáculos de horror y crueldad (la masacre de inocentes en Palestina, la tortura de toda una población por las bestias sionistas, la masacre de jóvenes ucranianos y rusos, el ahogamiento de inmigrantes arrojados al mar). mar por parte de la guardia costera, el asesinato de trabajadores agrícolas sin contrato…) que la consternación que siento ante el último espectáculo de crueldad que nos ofrece la mediática global puede parecer estúpida: la exhibición del duelo entre dos ancianos por quien parecería imposible sentir lástima.

Sin embargo, al presenciar el tartamudeo de ese confundido y vacilante hombre de ochenta y un años, al presenciar las muecas burlonas de ese arrogante e ignorante hombre de setenta y ocho años, (también) sentí lástima.

¿Podemos sentir lástima por un criminal que suministra armas al genocidio sionista, por un violador en serie que predica el exterminio de los inmigrantes en la frontera?

Los odio a ambos, como los mayores representantes de la democracia estadounidense. Sin embargo, sentí lástima por ellos  cuanto eran ancianos.

En la débil voz de Biden reconocí la triste ronquera de mi propia voz.

Tengo setenta y cinco años y veo en mí todos los signos del sufrimiento indescriptible que sienten los hombres blancos de todo el mundo: la disminución de la fuerza física, el debilitamiento de los sentidos y de la voz, el inexorable desvanecimiento de la mente.

No hablamos de vejez, salvo con vergüenza e hipocresía. El respeto a los mayores es signo del desprecio que todo joven siente por quienes detentan un poder que ya no tiene cuerpo, sino sólo técnica.

No hablamos de ello, pero el envejecimiento del mundo occidental blanco es el tema político más importante de todos.

Por razones de corrección política y comprensible vergüenza, el envejecimiento es difícil de analizar: el propio Freud prefirió no abordar sus aspectos psíquicos.

Un autoanálisis del envejecimiento es hoy una tarea prioritaria del psicoanálisis, pero también del pensamiento político. No entenderemos la ola reaccionaria global sin reflexionar sobre la senescencia.

Los movimientos culturales y políticos del siglo XX expresaron la energía juvenil de una población en rápido crecimiento, en la que los jóvenes constituían la gran mayoría.

El futurismo de los movimientos culturales y políticos del siglo XX fue una expresión de esta composición generacional: la expansión fue una condición biopolítica, incluso antes que económica.

A partir de cierto momento, dos fenómenos concomitantes han cambiado radicalmente la composición generacional: la ampliación de la esperanza de vida y el descenso de la natalidad en las últimas décadas.

Si el fascismo del siglo XX fue la agresión depredadora de jóvenes que aspiraban a conquistar el mundo, a subyugar al pueblo, el fascismo de este último siglo es el fascismo de viejos enfurecidos por su propia impotencia y aterrorizados por la marcha implacable de masas jóvenes ávidas de venganza.

La impotencia es el núcleo del fascismo actual; no importa si los votantes jóvenes también votan por los racistas de hoy. Son jóvenes, viejos, psíquicamente frágiles: la civilización blanca dominante está agonizando tanto por razones demográficas (un tercio de los habitantes europeos tiene más de sesenta años) como por razones psicopolíticas: depresión, dependencia de psicofármacos, dependencia de la máquina semiótica que absorbe cada emoción y energía.

Una senescencia iracunda y por tanto demente se destaca en el horizonte de un siglo que acaba de comenzar y que ya agoniza, y esta senescencia trae la muerte para todos, porque los viejos odian el mundo que podría sobrevivirles.

Por eso la destruirán, ya la están destruyendo.

En su libro sobre la obsolescencia del hombre, Gunther Anders (que aparece cada día más como el gran pensador de nuestro posfuturo) observa que la tecnología es el sustituto del poder humano, y que la bomba atómica es la culminación de este sustituto de poder.

La raza dominante, blanca y occidental, está furiosa por su impotencia para gobernar la complejidad ingobernable del mundo global.

Si la Inteligencia Artificial es el sustituto estúpido y emocionalmente paralizante de la capacidad de pensamiento perdida de los humanos, la bomba nuclear es el sustituto del poder viril perdido de la raza dominante.

Por eso no escaparemos a la maldición final, porque la raza dominante, como Sansón y Netanyahu, decidirá exterminar a los jóvenes, cada vez más asustados, cada vez más incapaces de autonomía y rebelión.

Esta carrera de impotentes hiperarmados, la infame carrera de Biden, Trump, Netanyahu y Putin, utilizará el único poder que les queda: el poder de aniquilarlo todo.

El hereje de los pelos al viento. Recuerdo de Horacio González // Sebastián Scolnik

Lo que para algunos podía parecer una gragea espontánea, arrojada al aire en medio de una conversación, era un enunciado que surgía de una elaboración paciente, quizá precedida por años de maduración. El estilo de asociación salvaje, que por momentos se volvía vertiginoso cuando engarzaba tramos de lecturas o figuras e imágenes históricas, siempre tenía una temporalidad previa disimulada en el ramalazo de la palabra inesperada. Horacio González nos alucinaba con la destreza del ejercicio libre y desbordante de conjugaciones raras e impensadas que, sin embargo, nunca eran azarosas. Con ese método, capaz de salirse de las evidencias que toda palabra ofrece en su literalidad, problematizando sus significados posibles, Horacio llegó a cautivar públicos heterogéneos (estudiantes, militantes, intelectuales, amigos y fugaces interlocutores). Claro que ese “éxito” en la escucha no siempre fue así. Hubo años de inciertas peregrinaciones en el desierto, en medio de rencores, banalidades humillantes, ninguneos y el desprecio de ciertos intelectuales engominados, científicos aristocráticos y políticos de manual y doctrina. La vida cultural, política y universitaria conoció el rumor y las sentencias en sordina, procedentes de un resentimiento disimulado que insistía en denunciar lo que consideraba la insensatez de un jugeteo infantil e irresponsable. A las mezclas extrañas, que hoy serían saludadas por las ciencias sociales cool como “hibridaciones”, se agregaban todo tipo de iniciativas, algunas lúdicas y burlonas, para deshacer la consistencia de una academia que fingía seriedad en medio de la frigidez de la palabra vacía y la desolación de la vida universitaria e intelectual.

Con ese estilo libre, humorístico y desafiante, en una de sus infinitas mesas redondas, González lanzó una frase que para mí resultó definitoria: “ser de izquierda es leer mal”. ¿Qué significaba este enunciado perturbador? Las militancias de aquellos años, promediando los noventa, ¿eran artefactos incapaces de comprender adecuadamente los textos? ¿Había falta de rigor en el estudio y la reflexión política? La palabra gonzaleana tenía esa virtud: dejaba una espina clavada con la que uno se iba y debía medirse. No era un tópico balsámico que nos confirmaba en nuestro ser, sino una daga que tenía la capacidad, si quien la recibía estaba dispuesto a dejarse interrogar por su filo implacable, de desafiar nuestra coherencia. Efectivamente, leer mal, según pude interpretar —y las izquierdas militantes de distinto pelaje deberían hacerlo y promoverlo—, era desobedecer la sacralidad de los textos. Era la propuesta de una lectura rea y libre, por qué no equivocada, para restituir el misterio de la palabra que ha sido hurtado por la linealidad de las interpretaciones “serias”, por los pontífices y especialistas, y por la proliferación de las etiquetas y categorías que clasifican y definen la vida colectiva. Leer mal es desafiar la distancia con el texto para hacer con él una experiencia que se corrobora cuando nos precipitamos al abismo de eso que no sabemos pensar y que la repetición mecánica de gestos vacíos o rituales narcisistas disimula bajo la suficiencia del erudito o el especialista.

Leer mal es soportar el vahído provocado por la palabra que desestabiliza nuestra arquitectura, nuestra consistencia en el mundo. La mala lectura es la que nos lleva a un desdibujamiento de los contornos, a una sospecha respecto a la lengua heredada, y nos compele a organizar nuestros cuerpos y nuestras percepciones para sentir, ver y escuchar ese tejido imperceptible de las fuerzas del mundo. La mala lectura es, indudablemente, un ejercicio de disidencia; un programa existencial del devenir otro.

Recientemente hemos visto una charla, presumiblemente ocurrida en los noventa, en el subsuelo de alguna institución bancaria ligada al cooperativismo. La calidad de la imagen —acompañada por una escenografía de cortinados y manteles tan anacrónicos y formales como la institución que oficia de anfitriona— es tan artesanal y precaria que marca una distancia inevitable con el mundo digital en el que estamos sumergidos. González plantea allí una crítica severa al intelectual profesional, al burócrata de estado, al propagandista partidario y a la figura mediática que busca su lugar de reconocimiento sometiendo su lengua a la lógica comunicativa. León Rozitchner incitó a presentificar a los pensadores muertos, amigos históricos como Ramón Alcalde y Rodolfo Walsh, para continuar el debate con sus ideas y modelos teóricos (distantes entre sí), y para dilucidar la pregunta por la propia condición intelectual. Es tarea de los que han sobrevivido a la Dictadura, dice León, recomponer los dilemas y discusiones pendientes, trayendo nuevamente al ruedo a los que ya no están por fuera de toda condición heroica y santificada que impide tratar sus apuestas y trayectorias como materia viva para la elaboración. Medir la eficacia de las formas de intervención intelectual en relación a la vida y no a la muerte es la cuestión. David Viñas, a su turno, emprendió contra las formas de abyección en el lenguaje. Los modelos de sumisión intelectual que se subordinan a las jerarquías del poder, brindando para ello elocuentes ejemplos, que recogen las migajas de un banquete. A los miserables que se arrodillan se los descubre en sus palabras y en la solemnidad de sus formulaciones.

Alguna vez, Horacio González les dedicó a estos dos amigos un libro (Historia de la Biblioteca Nacional. Estado de una polémica): “A David Viñas y León Rozitchner, a quienes leímos tardíamente y que nos honran con su amistad”. Tal vez haya faltado decir “tardíamente y mal”, para completar el método gonzaliano de aproximación a los textos y a los pensadores. Lectura irreverente y amistad. Viñas, el duelista de estilo vehemente; Rozithcner, el combatiente crítico de la sensibilidad escindida y Horacio, el protagonista de las travesuras libertarias, son los vértices de una geometría imprecisa que, al recordarlos, nos imponen la tarea de crear nuestros propios estilos del pensamiento y la intervención pública. Si volvemos a ellos, una y otra vez, es para respirar cuando la asfixia de la época pretende cerrar la porosidad de la vida, envolviendo la escena, bajo el peso de unas palabras fatídicas, en una mismidad insoportable. Son los amigos del pasado, los que han hecho algo con las palabras encontradas y se han organizado para rehacer esa lengua recibida.

Cada generación debe descubrir y asumir sus propios problemas. Pero no se trata de una simple enumeración de temas sino de construir los propios dispositivos de enunciación. Los asuntos que debemos resolver y el lenguaje que precisamos para formularlos requieren de organización. Y la organización no vence al tiempo, sino que vence con el tiempo. Hay que hacerla cada vez, interpretando el pulso de los requerimientos de la época con la misma la inocencia de pensar que se trata de algo fundador y no una reiteración de las formas acontecidas. Y cuando nos sentimos solos o sin fuerzas, volvemos sobre esos personajes que, en cierto modo, han marcado nuestra vida. Les solicitamos que retornen para que el aire se llene nuevamente de fuerza y para que la complicidad entre épocas sea menos un tema de veneración y más un ejercicio de lucidez y compañerismo. Los llamamos y los recordamos cada vez que nos desviamos de las lecturas correctas o de la obediencia sórdida y complaciente. Y cuando lo hacemos, rememoramos el tono grave de un Viñas, la palabra acogedora pero definitiva de León y también los pelos al viento de Horacio, con su campera marrón de gamuza (que Oscar Landi le regaló) y su manojo de libros al costado, caminando por el corredor eólico de la calle Uriburu, entre Marcelo T. de Alvear y Paraguay (la esquina más ventosa de la ciudad, la definió Carlos Gamerro en Las islas), con los pelos al viento, deteniéndose a hablar con los transeúntes; o bajo las patas del gliptodonte, en la explanada de la Biblioteca Nacional, saludando a sus trabajadores. Horacio, el hereje de la lectura desacralizada y libre, tan dispuesto a resistir los dictámenes de su época, desafiándolos, como sus invitaciones seductoras; siempre ejerciendo su radical derecho a incomodarse con las propias tradiciones y a leer mal, desarreglando las obviedades y las filiaciones, los signos de la historia. Siempre con una sonrisa y una mirada tan intrépida como ensoñada. 

22 de junio de 2024.    

El círculo narrativo del terror // Diego Sztulwark

Como nunca, gobernar es narrar. El miércoles 12 de junio, con la represión de la manifestación en la plaza Congreso se materializó una narración estatal precisa: quienes resisten las políticas de despojo y concentración de la riqueza en pocas manos son «terroristas» que pretenden hacer un «golpe de Estado». La acusación condena de antemano a los sujetos de la protesta y los somete -como en una novela de Kafka- a un tratamiento penal absurdo. Ahí están los manifestantes aprisionados, todavía hoy, para atestiguarlo. Esa narrativa se retroalimenta a nivel nacional e internacional y resuena entre burocracias, fiscales, medios de comunicación y fuerzas de seguridad. Según informa el periodista Sebastián Lacunza, nada menos que el fiscal Stornelli «reconoció en su presentación ante la jueza María Romilda Servini de Cubría que debía construir las pruebas y delimitar responsabilidades» pero que, “a título ilustrativo”, tenía «indicios» para aportar. ¿Cuáles fueron esos indicios?. Vale la pena retenerlo: “Evocaré distintos fragmentos de reportes periodísticos y publicaciones oficiales, de los cuales se desprenden circunstancias relacionadas con los eventos y que entiendo pertinente tener en cuenta”. Los fragmentos que brindó Stornelli fueron tres: «un mensaje en X de la Oficina del Presidente y sendas notas de los portales de Clarín y La Nación». El texto oficial ponía la línea, las notas periodísticas la replicaban. El procedimiento es perfectamente circular: el ministerio de seguridad y la fiscalía diseñan un dispositivo de criminalización que les permite pasar al acto y capturar manifestantes; el relato oficial nutre a los grandes medios de comunicación que reproducen con agregados “creativos” la narración estatal editando imágenes, empleando un aceitado lenguaje anti-insurgente y proponiendo conjeturas conspiracionistas en afiatada sintonía con la acción de servicios de inteligencia. De modo que la narración misma se convierte en la que suministra los «indicios» que los operadores judiciales precisan como base de pruebas para consolidar la acción policial.

León Rozitchner pensaba la democracia de postdictadura desde la teoría de la guerra. Los vencedores de la lucha de clases imponen sus términos en el plano de la dominación social. Luego de la derrota militar de la clase trabajadora de 1976, y cuando ella se encontraba desarticulada y débil, se abrió un campo de tregua democrática, que produce la apariencia de una “política sin guerra”. Se trata de un espacio en el que la regulación jurídica del conflicto impide el enfrentamiento armado. Como su terror y política no fueran modalidades mixtas,  cuya combinación específica define las variantes de la dominación social. Como sabemos bien, durante el terrorismo de Estado hubo política, y en la democracia subsiste el terror (incluso a modo de espectáculo). En un artículo de los años 90, «El terror y la gracia», Rozitchner ponía en serie a Videla y Martínez de Hoz y Menem y Cavallo. No para negar sus diferencias, sino precisamente, para resaltarlas. Puesto que no hay cómo entender la continuidad de la dominación si no se pueden distinguir sus diferencias específicas. Si Videla representó la brutalidad armada, la tortura y la apariencia de terror sin política; Menem, sentado sobre millones de votos, hablaba de «ajuste sin anestesia», un perfecto sucedáneo metafórico de la vinculación entre la gestión de la economía y la crueldad sobre los cuerpos, que podía ser comunicada sin provocar un desenmascaramiento de la apariencia de una democracia sin terror. ¿Qué pasa si sumamos a Milei y Caputo a la serie? Cuando Milei habla de «motosierra», y se enorgullece del tamaño del ajuste y goza de hacer «llorar a los zurdos», ¿no está inscribiéndose ya en una larga y conocida tradición (a la que podríamos sumar sin esfuerzo a Macri y Sturzenegger o al mismo Caputo)? ¿Y cuál sería exactamente la barrera ilusoriamente infranqueable que haría de la motosierra y del llanto de los “zurdos” solo palabras y no -como sucede desde la semana pasada- una actualización de mecanismos de represión antisubversiva compatible con una democracia capaz de procesar parlamentariamente la estafa a un pueblo por medio de sus más republicanas instituciones?

Como se habrá advertido, cada término de la serie que armamos a partir de Rozitchner refiere a un tándem gubernamental articulado por una «y» que explicita el nexo entre forma política y economía liberal. Ahora bien: ¿Se sale Milei de esa secuencia cuando juega a borronear el nexo gubernamental entre mando político y desposesión económica declarando que su propósito es «destruir el estado»? ¿Y no es de lo más curioso -o si se quiere contradictorio y hasta sospechoso- que su odio confeso al Estado sea tan compatible con el uso intensivo que su grupo político hace de la capacidad narrativa-represiva de ese mismo Estado? Convengamos en que nuestra historia nos enseña todo lo que es posible aprender sobre la continuidad (liberal) entre “libertades” de mercados monopólicos y orden policial férreo. Conocemos al detalle el doble movimiento simultáneo y coherente que por un lado desregula toda mediación pública que sostenga la reproducción social mientras que por el otro organiza una re-regulación mercantil que subordina a la sociedad a la reproducción del gran capital. Si hay una novedad en juego no es, por cierto, la de un presidente que cacarea anti-estatalismo para disolver mediaciones públicas, mientras por otro fortalece ese mismo estado en sus capacidades soberanas en función de instaurar mediaciones privadas (como el RIGI es ejemplo).

En todo caso, la novedad retórica consiste en negar el intenso apego al Estado en el momento en que se lo aprecia máximamente en su carácter vertical, represivo y clasista. Esta negación retórica, que substrae el momento público que autoriza y promueve toda privatización, parece funcionar como condición habilitante de una narrativa por momentos hilarante sobre el orden y la enemistad que no obstante permite renovar los desgastados enlaces entre política económica y mando político. No es imposible que esta desvinculación que permite repudiar desde adentro al Estado en el momento mismo en que se lo rehabilita en toda su brutalidad neoliberal, anide un aprendizaje del grupo represivo que acompaña a Bullrich. Ella fue testigo de primer nivel del vibrante fracaso sufrido por Fernando de la Rúa cuando intentó implantar el Estado de sitio el 19 diciembre de 2001, pero también de las concluyentes “toneladas de piedras” que dieciséis años más tarde cayeron sobre la política de “reformas” del gobierno de Macri. La eficacia de este uso substractivo y engañoso del peso de lo público en la reorganización de la sociedad a partir del poder de la acumulación privada de capital es en sí misma una gran apuesta política: se trata de esparcir la confusión entre la tarea de desmonte de regulaciones públicas y un alarmante deseo de aniquilación de toda oposición dispuesta a hacerse presente en plaza pública. Una confusión que parece decir que en cada cuerpo opositor arrestado se está conquistando una libertad de mercado. Al volver borrosa la “y” que permitía distinguir economía y política, pero también los polos ilusorios según los cuales la dictadura aparenta ser terror sin política y la democracia política sin terror se disuelven también las inhibiciones que permiten que el sueño abolicionista de Milei y sus soportes de poder pasen al acto. Ya sucedió en el pasado con Sabag Montiel. La novedad política de este gobierno no es, por tanto, programática sino del orden de la supresión del régimen mismo de las metáforas. Al encarnar las nociones de la enemistad con las que se empujan las reformas liberales en un orden soez y paranoico -que asimila a la “casta” con los “colectivismos” y los “zurdos”- descarga tiránicamente el paseo del aparato de seguridad del Estado sobre las personas y los grupos que hacen uso de su derecho elemental a participar de la protesta pública. De este modo la retórica oficial traspasa las barreras que distinguen -incluso ilusoriamente- las categorías políticas del desmonte de lo público con la integridad de los cuerpos vivos y politizados de quienes defienden la existencia de mediaciones públicas como indispensables para la vida colectiva.

La pregunta que obviamente queda planteada con una urgencia inusitada -una que de la que no se puede desertar sin desertar en el acto de todo compromiso con la vida democrática- se refiere a las estrategias de contra-narración como parte indispensable de la recomposición de organización popular en un contexto en el que el doble movimiento de la economía de la desposesión (correctamente denunciada con la consigna popular “la patria no se vende”), se combina con una “democracia capaz de terror” (¿con qué consigna denunciamos esta tenebrosa pretensión?) para descargar su propia y pronunciada crisis bajo la forma de una agresiva ofensiva continua.

Fuente: Página/12

 

Milena, un sueño // Cynthia Eva Szewach y Un sueño de Milena Jensenská

 

Milena, un sueño

                                                                                                              Cynthia Eva Szewach

 Milena Jesenská entre 1920 y 1922 publica, como colaboradora, diversos artículos en “Tribuna”, un diario de Praga.  Los temas que elige son diversos; la vida en Viena, los cafés en la ciudad, la infancia, las cartas sobre escritores e incluso sobre moda.  Kafka en las cartas intercambiadas con ella, en especial durante 1920 menciona en varias ocasiones su interés por leerlos: “Nada bastaría si no estuviera la Tribuna de por medio, esa posibilidad diaria de encontrar algo tuyo (…) Y a mí me gusta tanto leer tus artículos. ¿Y quién puede hablar de ellos sino yo, tu mejor lector?  Hace tiempo ya, antes que me lo dijeras, sentía que lo escrito por ti guardaba una relación conmigo, es decir lo apretaba a mí”.   Y en otra carta: “Tengo ante mí, Tribuna (…) escucho la voz, ¡mi voz! ante el estrépito del mundo.

El artículo que hoy transcribimos está fechado en 1921. Se trata del relato de un sueño estremecedor.  No sabemos si Kafka lo leyó, pero en consonancia con su escritura, Milena lo relata como una especie de anticipación perceptiva de lo que advendrá.  Si bien las épocas de guerra cercana ya habían transformado las vidas, las imágenes y vivencias del relato onírico, en un clima y lenguaje de bruma nítida pleno de angustia que Milena decide publicar, no dejan de impactar.  Entre la condena y el deseo de salvación, entre la contraseña anhelada y las fronteras que no podrán ser atravesadas.

Tal como lo cuenta Margarette Buber Neuman, su amiga durante la estadía, prisión y muerte en el campo de concentración de Ravensbrück en 1944: “En los ojos de Milena habitaba el dolor de lo que está por redimir, el dolor del hombre que se siente un extraño en este mundo. Me hechizaba lo que había en ella de incomprensible”

 

Un sueño[1]

                                                                                                             El 14 de junio de 1921

                                                                                                                      Milena Jesenská

Anywhere-out of the world.[2]

Estaba en algún lugar infinitamente lejos de mi hogar, ¿en América? ¿En China? En alguna parte del otro lado del mundo, cuando todo el planeta era golpeado por la guerra o tal vez por la peste o por el diluvio. No tenía ningún detalle sobre la catástrofe

Como los otros, me sentía arrastrada a la fuga por el pánico y la agitación general, ignoraba adonde íbamos, ni siquiera lograba saber por qué huíamos. Interminables trenes salían, repletos, de la estación uno tras de otro, tambaleándose hacia el mundo. Los empleados entraban en pánico. Nadie quería ser el último en quedarse ahí. La gente arriesgaba sus vidas para conseguir un lugar. Entre la plataforma y yo se extendía una inmensa multitud; no tenía ninguna esperanza de lograr atravesarla.  La desesperación se apoderó de mí.

-“¡Soy joven, todavía no puedo morir!”

Pero delante de mí había otros jóvenes. Y de pronto ya no habría más pasajes. El tren que estaba por partir era el último. A la luz del día, las luces verdes y rojas de la estación parpadeaban amenazantes. Ninguna esperanza de salvación. En ninguna parte.

Alguien me tocó el hombro, me di vuelta, un desconocido me extendió un papel y me dijo; este pasaje la llevará a cualquier lugar del mundo, le permitirá pasar todas las fronteras y tener un lugar en el tren. No tenga miedo y sea valiente. Rápido, rápido, apúrese, ya es tiempo.

 Aunque no me hubiese dado cuenta mientras veía su cara, no podía tratarse sino de algún viejo conocido, de un buen amigo. Quizás era mi amigo sin que yo lo supiese. No sentí ni confianza, ni agradecimiento, ni siquiera esperanza. Pero obedecía como quien no tiene otra opción. No puedo decir que tuve miedo. Es como si hubiese sabido desde siempre que algo terrible iba a suceder y respiraba más libremente, porque eso al fin había ocurrido.

Me abrí camino a través de la multitud y de pronto me sacudió una idea:  es indigno escapar sola mientras miles de otras personas no pueden hacerlo. Pero una voz maliciosa dentro de mí me respondió:

– ¿Realmente esperas poder salvarte?

-Y sí, quizá, después de todo…

Y la voz:

-Pero quien puede salvarse ¿es despreciable?

– ¡De ninguna manera, de ninguna manera, de ninguna manera…!

En el mismo momento en que el tren se puso en marcha, fue la catástrofe.

La tierra cayó en un abismo y el mundo se transformaba en una red ferroviaria que transportaba seres enloquecidos. Seres que habían perdido su casa y su patria

Los rieles sobrevolaban el vacío y las máquinas giraban furiosamente. Finalmente, el tren se detuvo en la frontera

– ¡Control! ¡Todo el mundo descienda! – gritó un guarda.

La multitud se precipitó hacia la garita de la aduana. Me quedé sola, atrás, no tenía ni pasaporte ni equipaje. Mi mano, tensa, apretaba el trozo de papel que el hombre me había regalado, el terror me invadió

Un oficial se acercó a mí y me pidió mis papeles, los segundos se transformaron en eternidad, saqué mi pasaje que de pronto pesaba veinte veces más. El oficial, impaciente, saltaba de un pie al otro con la mano extendida.  Parecía decidido de antemano a no dejarme pasar. Miré el papel, estaba escrito en veinte lenguas diferentes:

“Condenada a muerte”

Un sudor frío corrió por mi frente, mi corazón cesó de latir. Un nudo de miedo espasmódico, doloroso, contrajo mi pecho. Un terror mortal me cerró la garganta y con una débil esperanza, ya agonizante, con mi último aliento, le digo al oficial de aduana, con un tono suplicante

¿Tal vez sea solo una contraseña para poder pasar más fácil al otro lado?

 

 

 

 

[1] Traducción libre a partir de la versión francesa “Vivre” Bibliotheques 10/18 París, la versión en inglés incluida en Letters to Milena, Schocken Books new york, 1990, y un fragmento de la versión alemana, Ein Traum en “Briefe an Milena

[2]  “En alguna parte fuera del mundo” Decidimos dejar la frase en inglés, ya que así se encontraba en las diferentes versiones.

La sonrisa de Marx. Carta a lxs lectorxs de la Revista Crisis // Diego Sztulwark

carta a lxs lectorxs:

En su último número la revista crisis publicó un texto de uno de los editores, Mario Santucho, titulado “Quién entregó a mi viejo. Allí se despliega una investigación que él mismo considera de orden existencial y que conecta con los desafíos colectivos de nuestro tiempo. El título walsheano sitúa de entrada la trama criminal, narrada para gatillar una serie de preguntas que solo al ser formuladas por escrito podrían aspirar a elaborar en parte las respuestas colectivas que precisamos. 

La historia es la siguiente: en julio de 1976 el ejército argentino desaparece a un grupo de guerrilleros guevaristas, del Partido Revolucionario de los Trabajadores – Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP), entre ellos a su secretario general Mario Roberto Santucho. Una pista hallada en 2019 lleva a Mario Santucho hijo a prestar atención a una secuencia precisa: un militante vinculado al tercer miembro en jerarquía del PRT-ERP, el Gringo Mena, realiza una transacción con el ejército con la intención de recuperar la libertad para su mujer detenida por los militares a cambio de información para capturar al Gringo. La secuencia se completa cuando el ejército, luego de secuestrar a Mena, encuentra en su ropa la dirección de una farmacia cuya pista lleva a la patota al departamento de Villa Martelli donde estaba la dirección de la guerrilla. La pregunta que se plantea es: ¿qué habría que hacer ante la identificación de la persona que estableció aquella transacción con el ejército?

Hasta allí llega la pregunta que se formula el grupo íntimo, conformado por el hijo y algunos viejos compañeros. A partir de ese momento, surgen otras: ¿con qué criterio se juzga al sujeto de la transa, y qué consecuencias o sanciones le caben? Es en este punto que Mario advierte el problema mayor de un conflicto entre temporalidades, entre la enemistad organizada según los criterios de los años setenta, y su imposible reanudación en un presente dominado por la derrota de los modos de la revolución. En las condiciones en que actuaban los protagonistas de aquella historia la única discusión admisible es si hubo o no un acto de traición. Y de confirmarse, los términos de una pena revolucionaria. 

Pero, ¿quiénes serían hoy los jueces autorizados a actuar según aquellos criterios? La pregunta es delicada, porque luego de la derrota de las organizaciones revolucionarias no es posible retomar aquellos criterios como si nada hubiera pasado. La cuestión planteada por Mario destroza los límites de la deliberación privada en la que la época quiere encerrar a la tragedia de las vidas militantes, para enfrentarnos a una doble imposibilidad: imposible juzgar con criterios revolucionarios en un presente sin revolución; pero igualmente imposible es resistir a la brutalidad del presente sin alguna idea de revolución. Imposible actuar como si una moral fundada en la verdad histórica fuera operativa en un tiempo en el que ha triunfado una verdad basada de la figura de la víctima; pero igualmente imposible resulta adherir a esa verdad histórica de la víctima, como pura reducción del presente a una derrota sin verdad. Ahí donde el cese del antagonismo en términos revolucionarios ha dado paso a una política sin verdad (sin fuerza de transformación), sólo quedaría aceptar esta versión desarmada de la política, en la que no habría lugar para otra verdad que la del brutalismo vencedor.

Transpuesta sobre la coyuntura política inmediata, la constatación de Mario muestra de modo nítido y angustiante una cuestión crucial: sin constitución de una rigurosa enemistad que le devuelva a la política su fuerza de cuestionamiento, no hay condiciones para sostener el valor de otra verdad, ni modo de asignar y establecer responsabilidades elementales sobre cuestiones básicas de nuestro presente. Preguntas, como por ejemplo: ¿qué clase de política es aquella que nos dejó encerrados en esta trampa insoportable del brutalismo

La cuestión de la responsabilidad obliga a reconsiderar qué política puede (y cuál no) restablecer un límite real al programa del saqueo y la masacre. Esta es nuestra urgencia y la condición de cualquier verdad que nos valga. Dicho de otro modo: si no podemos establecer los criterios de una nueva enemistad (y un nuevo modo de desplegarla), si no podemos comprender que hay modos incompatibles de existencia y precisamos nuevos mecanismos de delimitación entre campos de práctica enfrentados, entonces tampoco podemos fijar los términos de nuestra propia defensa, ni evaluar los medios prácticos de ejercerla. Y mucho menos podemos imaginar un movimiento de reconstitución de sentidos para la vida.

 

 

la guerra

 

El enemigo último de la mercancía quizá sea el honor. La existencia que se concibe al margen del intercambio general y actúa como límite para el circuito infinito de lo cuantificado, y de su pregunta: “cuánto cuesta”. Siempre que hay rivalidad, se conserva y recrea este paredón moral capaz de hacer saber que el sistema de precios no es ni tiene por qué ser la única verdad. Pero no basta con la apelación al honor para transformar el mundo. Marx se burlaba de las formas precapitalistas del prestigio. Descreía de los antiguos valores jerárquicos desmantelados por la revolución burguesa. Veía transformarse en toda Europa y sus colonias lo sagrado por el mercado. Pero se mofaba también de las celebrity, gurúes e influencers de su tiempo. 

Si hablamos de enemistad y honor es para remarcar que son rasgos de cualquier lucha contra las imposiciones dictatoriales de los mercados. Y la sonrisa de Marx, el gesto de desafiar al poder, remite a una modalidad muy particular de ese antagonismo y ese honor, que tanto él como Walter Benjamin reconocieron en la participación de los oprimidos en la lucha de clases. Esa sonrisa atesora los saberes de los vencidos, sí. Pero también cierto des-precio frente a la teatralización impostada de la victoria que hacen las clases dominantes de todos los tiempos.

Hoy la dimensión antagonista de la política aparece monopolizada por las formas más reaccionarias de la derecha. Como acaba de señalar Franco «Bifo» Berardi,  esta derecha no es solo una expresión política más, sino un nuevo brutalismo transnacional. La “ola brutalista” es efecto de décadas de neoliberalismo, de competencia y desensibilización. Lo que hay que comprender, dice Bifo, es menos el discurso de la derecha extrema y más “la cualidad antropológica y psíquica que subyace a la adhesión masiva a los movimientos ultrarreaccionarios”. Un hilo (no tan) subyacente que vincula la indiferencia de la mayoría de estados ante el genocidio del pueblo palestino, con las selfies que se sacan jóvenes apostadores y mineros de cripto con Toto Caputo en el Luna Park. 

El brutalismo de la extrema derecha es un abierto cuestionamiento de la herencia que muchos llaman “humanista”, que en rigor se propone el desmantelamiento de las diversas producciones de igualdades surgidas a lo largo de dos siglos de revoluciones burguesas, socialistas, anticoloniales, contraculturales y feministas. El brutalismo es la sensibilidad de la contrarrevolución. La ilusión, para quienes participan de esa empresa, de sentirse fuertes y, por tanto, triunfadores. Cada quien puede participar de la batalla equipado con su teléfono inteligente, soñado como un fusil o motosierra. La extrema derecha no triunfa a pesar de su crueldad, sino gracias a ella. Las condiciones de su triunfo son los fracasos de las socialdemocracias, los populismos y los liberalismos previos en su intento de moderar al neoliberalismo. Su programa capitalista y posneoliberal no difunde las condiciones para la integración popular en los mercados mediante la competencia, sino en la alianza bélica entre Estado y grandes capitales de modo brutal, liso y llano.

En el contexto argentino esto supone una reivindicación abierta de la guerra por parte de las élites. Todos los velos se han caído. En torno al presidente y la vice emerge el lenguaje cloacal del terrorismo de Estado. El embajador de Israel se ha sentado en una reunión del gabinete nacional, y el biógrafo presidencial es un veterano escriba de los restos del partido militar que hace de la homofobia la base de un programa de revancha contra toda forma de existencia que se desvíe del plan de vida del Opus Dei. El cuestionamiento del número de desaparecidos y el goce ante el empobrecimiento social convergen en un mismo desprecio por los cuerpos vivos o muertos de los derrotados. 

Y aunque la teología política diga que la fuerza está concentrada toda de un solo lado e invite a cada quien a sentirse parte, en su propia imaginación, del bando de los vencedores, lo cierto es que si logramos sacarle jugo a las buenas preguntas que este tiempo sombrío nos plantea, tendremos más chances de eludir el destino mortífero que se cierne como una condena sobre todos nosotros. Y por esto importa el texto de Mario Santucho.

 

 

cuestión de honor

 

En su artículo, Mario escribe: «necesito pensar». Y afirma que escribir no solo lo ayuda a organizar las ideas, sino que también es un modo de politizar, en el sentido de solicitar a su entorno una reflexión colectiva sobre los modos de establecer el peso de verdad histórica de las circunstancias que le toca evaluar. (Abro aquí un paréntesis: pienso que la expresión “mi viejo”, sobre todo en este caso, supone por parte del autor un vínculo que no es exclusivamente de sangre. El padre asesinado, en tanto que revolucionario muerto por el Estado, se presenta en el discurso oficial como insurgente armado contra el orden y por tanto como un “delincuente”, según la interpretación convencional del código penal, que pagó con la muerte su error. Pero desde la posición insurgente misma, esa muerte se lee de otro modo: se trata de un militante que selló con su vida la distancia irreductible con la realidad, en la que unos poderes asesinos amenazan con matar a todo aquel que ose cuestionarlo seriamente. Ya el surgimiento de la agrupación H.I.J.O.S. politizaba estas cuestiones sin que por ello hayan sido definitivamente resueltas. No alcanza reconocerse como hijo para resolver esta alternativa frente a la ley. Tampoco alcanza con la expresión “hijos de una generación diezmada”. La asunción del legado de la rebeldía supone elaborar esa rebelión en los propios términos. Y es esa elaboración la que define. Cierro paréntesis y sigo).

Luego de dar cuenta del anacronismo que conlleva todo juicio que involucre criterios de justicia considerados en desuso por la actualidad, Mario se pregunta cómo reunir fuerzas para crear criterios que, si bien no serían los de unas militancias que ya no existen, tampoco pueden ser los que la época a la que llama con razón “victimista” (pero que es en realidad también brutalista) admite. Lo que se plantea es, entonces, la violencia de un choque entre el poder reaccionario del presente y todo aquello que no encaja en él. Es decir, un choque que convierte todo aquello que se resiste a la brutalidad, en enemigo a derribar (ahí entra el lenguaje del mundo libertariano, la estigmatización, el bullying, la destitución y la cancelación, el trolleo, la desfinanciación, el cierre, el despido, el recorte, la auditoría y, por fin, la destrucción).

Cuando escuchamos, entre perplejos e indignados, cómo circulan los discursos negacionistas de las derechas extremas —no solo “libertarias”, por cierto; no sólo en la Argentina, como es notorio—, que no se restringen a invalidar testimonios del horror, sino que increpan a toda vida que resiste, podemos reconocer la insuficiencia de una ideología que confía en la figura de la víctima como límite al horror. Por el contrario, la brutalidad alcanza a la custodia misma que los recuerdos hacen de sus recuerdos, y a la pretensión de considerar ese testimonio una verdad pública incuestionable. De hecho, la brutalidad aplicada al pasado es correlativa y proporcional a la aplicada al presente. No entender esto es no entender nada de lo que está en juego en la Argentina desde 1976 a la fecha. 

Pero esto quiere decir que el proyecto brutalista supone una reescritura de nuestros modos de leer la historia. Las críticas de izquierda que se han formulado a los proyectos revolucionarios de la década del setenta durante el período democrático 1983-2024, sólo conservarán su vigencia si la relectura es certera. Las que tuvieron el propósito de valorizar una apuesta a la democracia que el brutalismo refuta, deberán soportar la presión de una época que destroza la democracia. Las que fueron hechos para brindar a los revolucionarios del futuro un archivo, creyendo que con el tiempo la revolución volvería, deberán enfrentar el forzamiento que el brutalismo hace sobre el lenguaje, invirtiendo el significado de las palabras, comenzando por la misma idea de revolución.

Pero el riesgo mayor es otro. Convertirnos nosotros mismos en negacionistas, tachando lo que es tan difícil de asumir. Y es que no aceptar los términos del brutalismo, nos coloca inevitablemente en una zona de enemistad. Y una vez allí, nada sería más inconveniente que no hacerse cargo con sumo realismo de las amenazas que la época depredadora nos dirige. Sin darse cuenta que la enemistad viene de afuera, pero que la fuerza para enfrentarla viene desde dentro —dentro quiere decir: cooperación— seremos además de arrasados, profundamente humillados. Y es por eso, porque en cierto modo no tenemos opción, que estamos obligados —salvo que aceptemos la máxima indignidad— a reconsiderar qué quiere decir ser quienes somos. Qué quiere decir no aceptar. Qué quiere decir buscar un camino ahí donde generaciones anteriores no pudieron. Porque el capitalismo, que supo maniobrar por izquierda cuando fue keynesiano, que experimentó el pavor de la autonomía política de la clase obrera, parece decidido hoy como nunca a sacudirse los últimos vestigios de aquella maniobra, imprimiendo en cada quien las huellas del simultáneo entusiasmo que hace un siglo sintieron los revolucionarios de todo el mundo ante el mismo hecho. Un entusiasmo que no deberá resurgir ni a propósito de los años de luchas sin victorias como los setenta, o el 2001, ni de ninguna otra fecha. 

Pero en particular, hablamos ahora de los años setenta. Y de los revolucionarios argentinos y latinoamericanos que se agruparon bajo el guevarismo. Esos combatientes, masacrados primero, cristianizados como mártires luego, mistificados después y ahora diabolizados, siguen despertando fascinación en quienes fueron sus enemigos. La derecha fascistoide intenta volver una y otra vez sobre las vidas de aquellos a quienes desaparecieron. Reinician, a cada paso, su batalla contra los “zurdos”. Se apropian de sus palabras, “revolución”, “libertario”. Hacen la parodia del transgresor y se conciben como combatientes contra el Estado. Se trata de un odio fascinado. Por eso no olvidan, a pesar de lo que aconsejan. Retornan sobre la escena de la aniquilación. Mantienen viva esa crueldad —racista, antisemita, patriarcal, occidentalista, supremasista y sobre todo clasista—, la crueldad aquella que es también esta crueldad.

 

 

sonreír

 

Sus refutaciones del Marx profeta, científico o militante hacen reír. Y mejor así. No hay Marx sin sonrisa. Él nos enseñó que la vida es tiempo concreto, sea para la vida (emancipación) o para el capital (explotación). Nos mostró cómo desentrañar las categorías mistificadas de la dominación social. 

La ironía del barbado devuelve su seriedad a los explotadores y conecta con el humor de los explotados. Los primeros escuchan su nombre y se apresuran a refutarlo. Los segundos, los que se resisten, constatan su verdad en la experiencia cotidiana. Pero ahí donde la refutación es una repetición vacía en la que cada nuevo refutador concede que esa refutación no habría sido efectiva, en la constatación se verifica de una vez y para siempre que no hay ni puede haber una razón común para una sociedad fundada en la dominación de unas clases sobre otras. Y que la democracia no lo será nunca hasta que no pueda lidiar con este antagonismo desigualador, sobre el que se fundan críticamente las izquierdas y los populismos.

 
 

Partiendo de la negación de la plusvalía, los reaccionarios han podido convocar sentimientos antisistema desprovistos de cualquier apuesta por transformar el mundo. Se trata, ante todo, de rodear de subjetividad la fe en el algoritmo. La propia derecha ha dejado crecer una epistemología brutalista que liquida, con las banderas del ajuste y la batalla cultural, el entero aparato cultural del país. El brutalismo se alza así contra la propia herencia de una burguesía ilustrada, que en algunos casos cree realizar. 

Asistimos atónitos y horrorizados al espectáculo de las fuerzas destructivas del presente. No hay cómo jugarle al brutalismo de igual a igual. Ni en el diálogo o conversación, ni en las redes y los medios. No se nos concede hasta ahora la posibilidad de abrir un espacio de tregua y convivencia con ellos. Solo queda asumir sin ilusiones la tarea de la autodefensa. Y esa defensa no es posible sin una firme percepción del honor. Sí, del honor. No de ese prestigio señorial premoderno. Tampoco de la torpe satisfacción de los likes. El honor es aquello que, sustraído de la transacción mercantil, nos devuelve un saber sobre quiénes somos, y por qué estamos donde estamos. Y nos reencuentra con la poderosa razón que impide que nos doblemos servilmente. 

Y bien, lo cierto es que no sabemos cómo hacernos cargo de la palabra revolución —de su honor—, pero sí sabemos que aparejada a ella se dirime el desmonte de las igualdades materiales y simbólicas que hemos conocido gracias a ella. No sabemos del todo aún cómo poner en marcha esta defensa, ni sabemos hasta dónde llegará esta vez la fuerza de la brutalidad. Pero sí podemos constatar que estamos acá, que aún sonreímos con ironía burlona frente al enemigo, que nos seguimos creyendo merecedores de otra verdad, y que las resistencias populares serán —ya lo son— claves para orientarnos una y otra vez. No se trata desde luego de una cuestión de fe, sino simplemente de dignidad.

Imágenes: Gala Abramovich

ma a’ // Oscar del Barco

me cuesta ver esto que llaman la vida, líneas círculos fracturas dispersiones cortes mezclas nunca algo que evoluciona o progresa hacia algo sino una o infinitas masas inmóviles pero agujereadas en expansión-contracción de lo mismo que nunca es ni puede ser lo mismo

 

miles de fugas de saltos en el vacío todo inconsistente derrumbándose en el fondo de un resplandor sin nombre pero al que se quiere nombrar casi desesperadamente porque se siente o se presiente el fin entonces cuáles son los cortes de este amasijo sin orden o donde el orden es una camisa de fuerza en la que tratamos de encerrar o volver inocua o inocente nuestra locura, este caos que no se doblega que se resiste a todo intento de reducirlo a un punto o a alguien que va hacia algún lugar terrestre o celeste? por eso he tratado de cavar indefinidamente y sin plan alguno en lo mismo aquí en esto, pocos metros de tierra donde una nada a la que llaman con mi nombre habita ¿por qué la pintura? ¿y por qué preguntar sobre el por qué de la pintura? ¿acaso también “yo” deseo saber o construir un sentido, el sentido de esta vida? ¿quiero un dios, un «sistema», siempre ridículo, donde recoger hasta la última partícula de un tiempo sin fundamento? hace mucho que sabemos que no hay por qué ni para qué, y que la rosa florece porque florece, así no más, en su roseidad, valga el término

 

trato de desbrozar lo amorfo que inevitablemente terminará en otro amorfo o en otra mezcla de la que ya voy alejándome sin poder apartarme ni un paso, siempre en lo mismo que a su vez es lo distinto de lo mismo, líneas de filosofía, innumerables, desde los griegos, siempre mal entendidos, por supuesto, o no entendidos, porque lo que me interesó y me sigue interesando de la filosofía son algunas frases, a veces algunas palabras, que me sirven para alimentar digamos el espíritu estaba por escribir la desmesura pero recordé que espíritu es fuego, y ese fuego que es un alimento debe a su vez ser alimentado, sigo, hasta husserl o derrida o levinas o cualquiera de los miles de tipos que pensaron y piensan misteriosamente el misterio, es claro que tengo mis preferencias, como ser plotino, la locura desenfrenada de descartes, de kant, de schelling… ¡bataille! ¡blanchot! eso no para, siempre se choca y del choque brota una chispa y la chispa se apaga y uno esto uno algo nada vaya a saber qué sigue se mete en el sutra-diamante y llora junto a subuti ante la descomunal demencia del discurso del buda y hay que sentarse horas y horas y años para no pensar para sólo oír la lluvia oír la lluvia dejar que cese la lluvia dejar abandonarse des-serse limpiar la superficie del vacío amar el sobogenzo de dogen, los breves discursos de wi-neng, llegar a desimaru al amigo augusto y un buen día desaparecer

 

pero desde mucho antes estaba la poesía y no sé no puedo no se puede saber por qué un chico de 14 o 15 años se pone a escribir versos uno detrás de otro y no para y no parará más, nunca más hasta el fin de sus días, es extraño lo recuerdo vagamente y me pregunto inútilmente ¿qué habrá escrito? ese fue y siguió siendo por mucho tiempo su más profundo secreto llenar páginas y páginas con breves “poemas” que nunca leyó nadie hasta que un día, ya grande, publicó “variaciones sobre un viejo tema” y después “infierno” hasta llegar a “poco pobre nada” y “diario” ¿40 años entre una cosa y la otra? ¿y en medio? el partido comunista, mi pelea contra lenin, contra su teoricismo y su terrorismo, y por otro lado el igitur de mallarme, la filosofía en el tocador de sade, la guerrilla, viajes, exilio, méxico, el peyote, dolor por los muertos queridos y por los muertos desconocidos, por los torturados y desaparecidos, un dolor conformando mis ojos, mis oídos, la totalidad de mi ser hasta darme una visión trágica, la única aceptable, sangrienta y desgarrada del mundo, eso ya no me abandonará, la shoá, los gulags, todos los genocidios, el proceso, más el infinito dolor cotidiano, omnipotente, que como una plaga infernal constituye la esencia de lo que llamamos hombre, este infierno que somos, que es la vida, este grito universal de dolor que se expresa en el pensamiento, en el arte, en la plegaria…

 

vallejo, juan l. ortiz, macedonio, hölderlin, rimbaud, mallarmé, baudelaire, artaud, pound, william carlos williams, ungaretti, celan, cientos de nombres pasaron por la criatura, la exaltaron y la pulverizaron con su belleza, la palabra, la «obra», ¿por qué los hombres, pienso en sófocles, pienso en el dante, pienso en el canto de los esquimales y en todos los cantos luctuosos y jubilatorios, se han lanzado «al fondo de lo desconocido», al misterio? ¿es la forma íntima de su ser hombres ese himno imperecedero que intenta rescatarlo, consolarlo del dolor de su propia presencia? ah, el hilo rojo, el hilo rojo de las palabras que en el lenguaje y como lenguaje alaban lo ilimitado, desconocido e inaccesible… ¿cómo no pensar en san anselmo y en el maestro eckhart, cómo no pensar en los jasidistas cantando hasta el éxtasis y en los sufíes danzando hasta la ebriedad de la divinidad? darle cabida a todos, a maría sabina comiendo sus hongos como diminutos dioses proféticos o a santo tomás abandonando el esplendor del pensamiento para sumirse en el explendor de la no existencia…

 

amorfo amorfo líneas disparatadas hasta que un día que recuerdo con toda claridad irrumpió de manera abrupta la música moderna más allá o por sobre o en la música de siempre, como un tam-tam de tambores en la amada melodía, o un trino en la calma del cielo, de pronto después de mucho buscarlo irrumpió en una pequeña pieza llena de libros fotos papeles protegida del calor por un viejísimo nogal digo irrumpió el quinteto para instrumentos de viento número 15 de arnold schoenberg y todo cambió, cómo decirlo, brevemente: entré, pude entrar, ay dios mío, qué inmensidad, en lo que en voz muy baja, vacilante porque sé que no puede decirse, porque es algo que excede todo, en el arte contemporáneo, en la música dije, schoenberg, schoenberg, y todos los ángeles posteriores, webern, bartok, celsi, nancarow, stockhausen, lutoslavski, feldman, hasta barraqué, pobrecito, que murió alcohólico, muy joven, el amigo de foucault, el discípulo de messiaen y condiscípulo de boulez, todo ese sonido filtrándose y arrasando la masa amorfa, llevándola al descontrol de lo «sublime», digo sublime para no hablar con énfasis sino a ras de la tierra, como ese personaje de «en presencia del payaso» que en un manicomio pone una y otra vez los acordes del quinteto de schubert y uno tiene que oír esto es esto es la música también ella sosteniéndonos en esa iluminación que nos sostiene que impide que muramos en este mismo instante

 

y entonces la pintura, debo reconocer que desde muy joven, influenciado por la vida de van gogh y junto con un primo al que quise sin límite pintábamos sin saber bien qué hacíamos aunque él dedicó toda su vida a eso mientras yo debí esperar años, décadas, y de esa época él guardó un cuadro mío amarillo casi rojo y ya viejo me lo regaló para mi sorpresa allá en su cabaña en plena sierra antes de morir, entonces bueno no puedo decir todo recomencé con mis líneas y con mis gritos alaridos balbuceos triuteos ilúdeos mugidos berrinches ladridos rugidos de dientes y lengua horas y horas y días y años sin lenguaje una especie de prelenguaje como el ruido de una tormenta o del amor y a veces acompañado por mi familia y dibujando líneas sin ton ni son mezcladas arremolinadas y después le agregué puntos negros y un día colores y después… otro día también como un don sin querer, sin pensar, algo semejante a un nacimiento, empecé a pintar con óleos y con acrílicos, hará unos 14 años y me dio la locura, verdaderamente la locura, más o menos 600 cuadros a los que agregué pedazos de diarios, rostros, pedazos de madera, bichitos muertos, hojas, fotos terribles, desnudos, me hundí en una piecita al fondo de mi casa y me estaqueé en el suelo, y puse música, fuerte, arrebatadora, y no paré más, hasta el día de hoy, y no quiero decir ni pretendo insinuar que hice cosas buenas ni malas, hice lo que hice, esto que se ve aquí, pasé más o menos rápido de lo geométrico a un expresionismo que me tocó en lo más hondo al reino de un color que yo sentía doloroso, donde todo fue llanto y grito de protesta, hasta llegar a los cuadros que sometí al trabajo creador de las llamas, cuadros quemados que después destruía o incorporaba al cuerpo dándole algunas pinceladas o recibiéndolos como llegaban, al azar, como si el fuego fuese el gran maestro “al fin hallado” por mí… no sé qué son ni si son para mi algo si durarán algún tiempo como tampoco lo sé de mi poesía, tal vez todo sea como los gritos que a falta de saber música lancé durante años al borde de la nada y hacia la nada como todo por otra parte sí como todo

 

así sea

 
 
 
 
 

Fuente: Texto incluido en el catálogo ma a-Obra Pictórica (Córdoba, 2008), publicado en ocasión de la exposición homónima en el curso de la cual se exhibieron ciento cincuenta obras inéditas de distintos formatos y técnicas que OdB viene realizando silenciosamente desde hace quince años.

Fuente: Adynata

Publicado en: Del Barco, Oscar, “Alternativas de lo posthumano. Textos reunidos”. Caja Negra. Buenos Aires, 2010.

 
 

Toda esa cuestión // Sebastián Scolnik

A propósito del libro Libres o muertos, jamás esclavos. Historias de la militancia revolucionaria en Tres de Febrero, de Edgardo “Cambá” Fontana.

 

  1. Artesanalidad política

Conocí a Cambá, también autopercibido como Edgardo Fontana, en circunstancias muy específicas. En ese entonces militábamos en una agrupación, de origen universitario, que se proponía heredera de las experiencias populares y revolucionarias, derrotadas por la Dictadura asesina, cuando esas tradiciones no eran portadoras del glamour ni del prestigio de los reconocimientos públicos. Tampoco eran una cualidad ligada al mérito moral ni al requisito laboral. Asumirse como parte de esa historia, tan estigmatizada en esos años noventa, tenía algo de testarudez. Lo que para algunos era sencillamente comodidad (me refiero a quienes sólo se inscribían en esa genealogía sin revisar su propia relación con las luchas y las palabras del pasado), para nosotros era fuente de problema y obsesión: debíamos encontrar nuestra propia relación con aquello cuya derrota era también nuestra, dado que aún vivíamos en sus efectos, y a la vez establecer nuestro propio modo de experimentar la política sin ninguna clase de sumisión al pasado. Este tipo de vínculo crítico no sólo proponía cierto desmarque de los rituales más rígidos y payasescos de la liturgia militante, sino también procuraba recrear cierta frescura que nos permitiese cuidar, rodeándolo de amor, eso que por entonces era objeto del cinismo circundante. El Mate ya daba indicios (después de haber organizado la Cátedra Libre Che Guevara de la UBA) de prolongar su experiencia organizativa más allá de los confines universitarios. Así conocimos a Cambá, quien se había interesado en las discusiones y los propósitos organizativos que asumía la agrupación.

Hay una historia de las casas, de la cocina como forma de encuentro, geografía concreta de la artesanalidad política. En esas infinitas, y aparentemente insignificantes reuniones, se van gestando los momentos fundacionales de las cosas. Así lo afirma Cambá en su libro Libres o muertos, jamás esclavos. Historias de la militancia revolucionaria en Tres de Febrero. Son la precuela de toda forma de institucionalización y visibilidad de las experiencias políticas. No es posible pensar las siglas, los grupos y sus estructuras, pero tampoco las biografías militantes, sin estos imperceptibles agrupamientos. Así ocurrió en Tres de Febrero, como relata Cambá, y así también podemos verlo en el libro Los Villaflor de Avellaneda, de Enrique Arrosagaray. Hay una historia de las familias y los hogares que congregan (una historia que abarca los períodos de resistencia y clandestinidad, pero también de elaboración política y organizativa) sin la cual no podríamos explicar nada de lo acontecido. No habría política, en su sentido más noble, sino existieran estos anudamientos que son claves para andar un camino juntos. Ninguno de nosotros olvidará esos lugares que dieron lugar a un primer encuentro, al gesto característico de la persona que en esas circunstancias conocimos ni al tono de sus intervenciones. Permanecen grabados en nuestras retinas, pues todas las aventuras y dilemas recorridos siempre vuelven a ese mismo lugar de partida.

Un buen día nos encontrábamos, en una casa de Paternal, a conocer a Cambá, quien se sumaría a la agrupación. La austera escena doméstica de una casa juvenil no le quitaba calidez al cónclave ni desmerecía la seriedad de lo que allí se discutía. Nos juntamos a comer unos tallarines a la boloñesa, un plato que formaba parte indispensable de los repertorios gastronómicos militantes. Como la casa era un PH, en un primer piso y con pocas ventanas, el clima se habría enrarecido porque flotaba en el aire el vapor de las ollas que se entremezclaba con el humo de los cigarrillos. El tono de Cambá era firme y severo (incluso, no creo equivocarme si digo que al principio podía sonar intimidante). Sin embargo, nunca tuve la sensación de estar con un “aparato” de los setenta. Más bien percibía que, por debajo de su enunciación férrea (que con los años pudo haberse agravado siguiendo el derrotero de las dificultades auditivas), había una sensibilidad extrema y emocionada. El tono intenso era más propio del entusiasmo que de una gravedad impostada de corte setentista y ceremonial. Al fin de cuentas, nada impedía reír de nosotros mismos y apostar al camino juntos. Recordé esta escena mientras repasaba el libro. La presencia de las casas, en este caso de la familia Sandoval en Caseros y la carpintería de Juan Sandoval (que inevitablemente me remite a las reuniones que, veinte años más tarde, tuvimos en la carpintería de Luis Mattini) y la casa de Cecilia Almada en Derqui, que nos llevan a un tiempo previo de las cosas. Allí, nos dice Cambá, se reunían, imprimían volantes y periódicos en mimeógrafos (como El cumpa, cuyo nombre tomaríamos en El Mate como publicación de un grupo que se proponía discutir el tema del trabajo), discutían la coyuntura, escuchaban las cintas con los discursos de Perón, leían las cartas de John William Cooke, veían películas como La hora de los Hornos, etcétera. Las casas, en Tres de Febrero, la de Sandoval y la de Almada, y en Avellaneda la de los Villaflor —don Aníbal y Josefina, Raimundo y también Azucena—, eran auténticas fábricas de la conspiración. Y ese gesto cómplice, compañero y rebelde, es el que recuerdo cuando conocí a Cambá, un mediodía perdido a lo lejos, en una casa del barrio de Paternal. Hay un hilo de la artesanalidad política que se reconoce en todos estos momentos que no son los que destellan espectacularidad sino elaboración sutil, donde se traman esos vínculos que resultan definitivos.   

  1. Cartografía existencial

Andar con Cambá por el conurbano era una experiencia inaudita. Montado en su Volkswagen Gol, celeste metalizado, algo chillón y con el tiempo baqueteado, se movía por las distintas geografías como pez en el agua. Manejaba mientras fumaba y conversaba incesantemente. Pero cada lugar por el que pasábamos era un signo que revelaba una historia. “En esta esquina volanteamos, en este otro lugar hicimos una `operación´, acá vivía tal y de ahí se llevaron a tal otro u otra”. A su marcha, Cambá iba trazando una cartografía experiencial, nutrida por los recuerdos que siempre son situados: transcurren en algún lugar y bajo ciertas circunstancias. Era una recorrida por un tiempo que volvía, pero al retornar volcaba su densidad sobre el presente, terreno fáctico donde nos movíamos y campo práctico de nuestras militancias que se proponían cambiar las cosas bajo las exigencias que su propio tiempo imponía.

A mi memoria viene el recuerdo de una reunión que transcurrió en la ciudad de Berlín. Había varios participantes que eran miembros de colectivos artísticos. Entre ellos, estaban unos artistas franceses que se habían especializado en hacer “cartografías”, algo que por entonces estaba muy de moda. En sus mapas, estos artistas hacían bosquejos de la ciudad en los que resaltaban la presencia de instituciones financieras globales, bases militares y centros de reclusión de migrantes. Nosotros veníamos con las ínfulas del 2001, con la insolencia propia de quien no acepta los consensos fáciles. Se me ocurrió discutir esa idea de mapa, diría “pre-foucaultiano”, puesto que el poder quedaba sintetizado en ciertos puntos salientes, edificios y estructuras visibles que ocultaban las relaciones de poder social que por detrás de esas evidencias se tejen y habilitan esas formas de gobierno de lo social. Como contrapunto, animado por la presencia de un integrante del Grupo de Arte Callejero, puse el “Aquí viven genocidas” como un ejemplo en el que las marcas señalizadas daban cuenta de las luchas acontecidas o aquellas por venir. Es sabido que los Escraches eran formas de justicia popular que actuaban en el territorio operando sobre los efectos concretos de la dictadura: la destrucción de los lazos colectivos, la normalización neoliberal y las instituciones maniatadas de una democracia que surgía de la derrota. No solo denunciaban el lugar donde vivían los milicos asesinos, sino que también actuaban sobre las estructuras de complicidad social. El Escrache era intolerable para la democracia y para la impunidad que se tejía entre sus pliegues bloqueando las posibilidades de repensar lo ocurrido en el país. Por eso, el “Aquí viven genocidas”, proponía un trazado vivo que no se conforma con la narración del horror, sino que ofrecía un plan de acción, una actividad colectiva y situada contra toda forma de sutura y reconciliación.

Algo de esto pude sentir al leer el libro de Cambá. No se trata de una historia “generalista”, vista desde arriba. Si puede considerarse la más completa historia sobre el noroeste conurbano es, precisamente, porque es el resultado de una investigación militante que recoge los ecos de las luchas, sus desdichas y sus momentos felices. No para dar por concluida una experiencia sino para relanzarla hacia el presente. De esta manera, podemos viajar a las casas, los locales, las organizaciones, las escuelas (donde se narra una, para mí desconocida historia de Cambá en el centro de estudiantes), las sociedades de fomento y las fábricas, verdaderos laboratorios políticos en los que todas ideas políticas (discutidas en asambleas, consejos, panfletos y publicaciones), ofrecían a la experiencia obrera una riqueza extraordinaria. Un territorio se compone por sus movimientos migratorios, sus formas de habitar el espacio y las luchas que cobija. A uno y otro lado del Atlántico, en Caseros o en Turín, el nombre Fiat era el emblema de una experimentación política insurreccional, de un ejercicio de democracia radical en el que todos los tonos de la revolución convergían para luchar contra las formas opresivas del trabajo y la complicidad de las burocracias sindicales. De los consejos operarios en Italia a las coordinadoras obreras en Argentina hay un ejercicio de poder popular que la dictadura vino a pretender cortar de cuajo. Y en ese magma, todas las organizaciones y sus militantes iban desplegándose al calor de las exigencias prácticas. Los tonos y las intervenciones de cada una de esas experiencias están especialmente cuidados en la presentación que ofrece Cambá en este libro. Si se trata de una cartografía existencial no es solo porque Cambá fue protagonista de estas páginas sino porque su propósito no es congelar la historia como un expediente ya acontecido —la muy rigurosa investigación sobre los dispositivos del poder represivo y sus procedimientos no permiten ilusionarse, en estos días, con dar por cerrado el tema—, sino comunicar intensidades. Esas que hemos percibido infinitamente en la narración oral de los sobrevivientes, que hoy vuelve en la letra escrita, y que nos hace comprender que tenemos el derecho de pensar las derrotas en todas sus dimensiones trágicas y el deber de recrear la experiencia política. El mapa vivo que propone Cambá se trata de eso.  De una voluntad que persevera, de un acto de justicia con sus compañeros y compañeras y de una fidelidad con cada trayectoria que merece ser redescubierta en las sombrías perspectivas del presente.

  1. Tarea principal

Las trayectorias militantes no pueden evaluarse como una mera acumulación aritmética de circunstancias. Hay puntos de quiebre, acontecimientos que marcan de manera decisiva una biografía política. Un encuentro, una voz, un gesto, un nombre, un texto… Cuando conocimos a Cambá él insistía en la figura de Gustavo Rearte. Miembro relevante de la resistencia peronista y de las organizaciones revolucionarias, Rearte no era una de las figuras más conocidas de la escena militante que frecuentaba el anecdotario en reuniones y morfis colectivos. Quizá, precisamente, porque sus concepciones distaban mucho de la espectacularidad y porque si bien no cesó en su corta pero intensa vida de producir experiencias organizativas, incluso armadas, algo de su convicción más profunda lo llevaba a suponer que siempre había algo estratégico que era prioritario respecto a los egos y engordes organizativos. También respecto a cualquier ilusión fierrera que sustituyera el trabajo político. Cita Cambá en el libro: “Debe rechazarse toda ilusión idealista de contar con las masas por la mera presencia de un grupo armado”. Esta frase coincide perfectamente con el editorial “Violencia y tarea principal”, publicado en la revista En lucha, que permanentemente Cambá nos recordaba. En él, Rearte enfatizaba el trabajo político de masas por encima de cualquier atajo táctico, sustitución representativa o armada del sujeto real de las transformaciones. La idea de la “tarea principal” siempre me resultó tan fundamental como enigmática. Porque asume que hay un asunto central que no siempre se descubre o se prioriza, y que la militancia suele encontrar coartadas distractivas que impiden concentrarse en eso que, imprescindible, se constituye como el carozo de toda transformación.

Cuando Cambá cumplió 65 años, reunió en su casa a varias capas militantes de sus distintas épocas. Cuando regresábamos, comentando la reunión, uno de los asistentes decía con gracia: “Cambá está siempre igual”. ¿Qué significa que esté igual si tantos años han pasado desde que militábamos juntos, primero en El Mate y luego en el Colectivo Situaciones? Pues bien, siempre igual, según interpreto, significa fiel a la “tarea principal”, a eso que nunca debe olvidarse y exige ser tratado con meticulosa obsesión. A aquello que debe luchar por resguardarse de la tentación de todo encandilamiento narcisista y boludeo epocal (y los últimos años han sido especialmente dados a estas zanahorias).

El libro de Cambá llega en momentos muy especiales, cuando un nuevo tipo de derecha, negacionista y perversa, viene a refutar muchas de las concepciones que se edificaron en la cultura política democrática de la post-dictadura. Hace pocos días, Mario Santucho escribió un gran texto en la revista Crisis. Lleva por título “Quien entregó a mi viejo”. Diría que este escrito reúne las condiciones de un gran ensayo político. Lo propio de este género (muchas veces malversado en esteticismos de regodeo o en demostraciones explicativas en las que no hay vacilación ni búsqueda) es escribir para asumir lo que no se sabe cómo pensar —como dice Mario que le sucede—, lo que requiere de un esfuerzo colectivo y de una búsqueda de verdad, sacando el dilema a pensar de los confines de la propia individualidad para ofrecerlo como materia común. ¿Qué hacer cuando los criterios forjados en la época donde la historia que Marito repone y comparte no son válidos para el presente? ¿Y si todos estos años de reconocimientos públicos, que hemos vivido como un tiempo de conquistas y derechos, hubieran producido una paradojal despolitización que tiene en la figura de la víctima un punto de neutralización para la crítica política? ¿Qué ocurre cuando la derecha se nutre de nuestra lengua histórica, la que hemos dejado de hablar hace tiempo —como la propia palabra Revolución— o la que hemos burocratizado volviéndola cliché administrativo, para efectuar una contrarrevolución reaccionaria y fascista que nos deja perplejos e inmóviles? Si esta democracia, que habló en nombre de derechos e igualdades, no cesó de producir desigualdades sociales, ¿por qué fuimos nosotros quienes nos dedicamos a defenderla de la acción destituyente de la derecha neutralizando en ese gesto nuestro potencial crítico? ¿Cómo establecer criterios de verdad y responsabilidad que nos comuniquen con la historia revolucionaria en un tiempo no revolucionario? Las preguntas de Mario llegaron, en un momento de zozobra y de peligro, como un aullido para reunir a la manada. Y aquí estamos, tan preocupados como siempre, desculando lo que se ciñe sobre nosotros. Veo la cara de cada compañera y compañero de este periplo colectivo rodeando esta inquietud para desenrollar el ovillo que nos detiene en la perplejidad. Si la nueva derecha, que nos afanó la palabra “libertad”, procede como el viejo fascismo, esto es, oscureciendo las percepciones y enloqueciendo los signos, tal y como afirma con sutil precisión Diego Sztulwark, debemos aclararnos. Mirar al fascismo de frente y sin temor, como dijo Toni Negri en el último texto que escribió, o Nora Cortiñas tras el triunfo de Milei. Para eso es necesario recuperar nuestras potencias críticas y nuestro poder colectivo. Acudimos presurosos al llamado. Qué relación podemos tener con las experiencias revolucionarias del pasado, se preguntó hace poco Javier Trímboli, en ocasión del último 24 de marzo, sospechando de nuestra masiva y dócil adhesión al presente (si hablamos en primera persona del plural no es para desconocer las incomodidades que hemos tenido en todos estos años sino para enfatizar la dimensión de catástrofe colectiva en la que estamos metidos). EL libro de Cambá tiene algo de esa inquietud. Nos cuenta una historia que debemos elaborar con la máxima libertad creativa y no como una continuidad lineal. Y es evidente que el gran episodio que nos tocó vivir juntos, marcándonos a fuego —me refiero al 2001—, debe ser retomado en lo que dejó inconcluso o abierto como enigma a ser descifrado. Metidos en este gran lío, aquí estamos, pues.     

  1. No hay dos sin tres….

Hace no mucho tiempo, a propósito de un escrito que repasaba los dilemas y estilos militantes forjados en torno al 2001, Cambá decía: “para mí, personalmente, fueron de los más felices de mi vida (…) nunca me olvidé de esos momentos y nunca me los voy a olvidar, porque tuve la gran suerte de vivir con ustedes una segunda vez militante tan potente y maravillosa como la primera que fue en los 70, pero también eso me hace ilusionar con la posibilidad de una tercera, porque no hay dos sin tres. Ojalá lo sea con ustedes…”. Quizá, lo propio de la política sea este encuentro entre generaciones, esta cita de la que hablaba Walter Benjamin, y que ocurre cuando el peligro acecha y las luchas encienden su misteriosa e inesperada llama. Si las nuevas generaciones así lo disponen, tal vez nosotros tengamos nuestra segunda vida y Cambá su tercera oportunidad. Un nuevo nacimiento que siempre requiere, como pensó León Rozitchner, volver a pasar por aquella ensoñación e inocencia primera, por esa extraña sensación en la que somos tomados por intensidades que gobiernan nuestra imaginación rehaciendo el mundo entero como un nuevo sentido. Este libro, y esta reunión, son anticipos que llaman y suscitan eso que nunca sabremos de antemano cómo será pero que, no por ello, dejamos de convocar con urgencia y curiosidad.

 

 

La envidia blanca y el bolsonarismo // Diego Sztulwark

Quienes creíamos que la derecha extrema no podía triunfar en la Argentina lo hacíamos confiando en el arraigo de una contra historia. Ya durante el terrorismo de Estado las Madres de Plaza Mayo pusieron en circulación lo que Ricardo Piglia llamó una contra-narración, opuesta a la narración oficial sobre lo que ocurría con los desaparecidos. Esa contra-narración no dejó de anudarse con otras tantas, en particular ligadas al territorio y al autoritarismo de la economía neoliberal. Luego de 2001, la política buscó legitimarse en muchas de esas contra-narraciones, buscando reconstruir la autoridad de la palabra pública pero también desgastando la potencia irreverente de esas contra-narraciones. El error de estimación que cometimos quienes creíamos que la derecha extrema no podía triunfar políticamente en la Argentina no tenía que ver con cálculos electorales. Desde 2021, hacia el fin de la pandemia y luego de las elecciones de medio término, ya era claro que parte del voto popular se replegaba y abandonaba toda relación positiva no solo con el entonces Frente de Todos, sino también con la representación política convencional. La trampa en la que caímos fue aceptar que aquellas contra historias debían salir en defensa de un gobierno que las había trivializado. Ya en 2023 no podíamos ser indiferentes ante lo que se consumó como el triunfo de Milei ni creer tampoco que la candidatura de Sergio Massa, un enemigo de estas contra-historias, resultara apta para la pelea política de fondo.

 
 


Así las cosas, debimos convertirnos a las apuradas en estudiosos de la llamada extrema derecha. Y nos la pasamos el verano releyendo los libros sobre el asunto -del de Pablo Stefanoni al de Juan González- que habíamos leído como al pasar, como se echa el ojo a una rareza que no habla de nosotros. Desde entonces no paramos de asistir a cursos acelerados sobre Vox, el trumpismo e ideólogos como Murray Rothbard sólo para concluir -como lo ha hecho esta semana Franco “Bifo” Berardi- que nada en los que se dicen líderes e intelectuales de la ultraderecha nos hará comprender el giro que pegaron las masas que decidieron creer en ellos. En otras palabras: el “giro brutalista” es incomprensible sin considerar el crecimiento de la desigualdad social, la intervención de nuevas tecnologías de la comunicación, y el papel de una afectividad inmediata, que no encuentra mediaciones democráticas en las que procesar su propia desesperación. Se trata de una situación de alcance global, pero que no se explica por fuera de las escenas nacionales específicas, que precisa ser descripta en el plano de la formación de las audiencias de la ultraderecha tanto como el de las técnicas que le han permitido capturarlas.

Como parte de esa tarea es aconsejable leer “Bolsonarismo y extrema derecha global”, de Rodrigo Nunes (Tinta Limón, 2024). Las tesis del libro, útiles para aprender del contraste entre la consolidación de la extrema derecha en Brasil y nuestro presente actual, pueden resumirse en estos aspectos:

–Luego de 2008 las élites neoliberales se saben políticamente deslegitimadas y deciden arremeter. El aceleracionismo de la globalización en crisis ha buscado desde entonces mecanismos de compensación de la desregulación pública por medio de una distribución privada y violenta del poder social. En Brasil uno de estos mecanismos es el paternalismo que actúa gestionando merecimientos por fuera de la ley. Nunes llama a este tipo de acción de autoridades informales “capitalismos de capataz”.

–Desde entonces se ha ido estableciendo una “gramática moral” que permite reunir narraciones surgidas de la experiencia de clases diferentes. En torno al individualismo emprendedor y al punitivismo se han producido puntos de encuentro entre contingentes sociales empobrecidos que ya no esperan más nada de la promesa democrática y élites derechistas que tampoco están dispuestas a concesión democrática alguna. En esta “gramática moral” se funda la sustitución de las aspiraciones igualitarias de las izquierdas por una nueva pasión desigualitaria presente en la base tanto como en la cima de la sociedad.

–Para administrar esta gramática ha sido clave la sustitución de una imagen izquierdista que adjudica la injusticia vivida como lucha de clases por otra en la que se trata de efectivizar por abajo una revancha contra grupos sociales -diferencias sexuales, de forma de vida, de ingresos- concebidos como privilegiados, y por arriba una concordancia moral y cultural entre derechas conservadoras y liberales.

–La constitución de la narración extremo-derechista logra hacer sentido, resuena con la crudeza de la vida popular y con las apetencias de orden y ganancias de las élites. Se nutre de unos sentimientos “antisistema” -con el que las izquierdas no se han tramado-, a los que involucra en una paradojal “revuelta conformista”. La ultraderecha pone en marcha una política antisistema para que gente que ha sido despojada de toda creencia en el sistema pueda ser realmente transformada.

–En esa narrativa juegan un papel fundamental técnicas de comunicación como la doble comunicación y la máscara Troll. Son procedimientos de disociación afectiva que permiten la ridiculización y el doble discurso, distinguiendo entre un sentido interno (a los propios) y uno “externo”, al que se pone cada vez a prueba para definir qué es verdad y hasta donde el público está dispuesto a seguir el juego. Se trata de una “osadía provocadora” que avanza desplazando límites. Otro aspecto del éxito de esas narraciones es la apropiación del discurso del complot, asociado siempre a la movilización del resentimiento. El conspiracionismo no hace sino personificar el funcionamiento de las fuerzas del sistema. Allí donde el capital desposee se echa la culpa a grupos precisos como los negros, las mujeres, los homosexuales, los favelados, los vagos que reciben ayuda social, los políticos, etc.

–El discurso politológico y periodístico sobre la “polarización”, que ha encubierto el carácter unilateral del fenómeno de la radicalización (en EE.UU primero, en Brasil después) de la derecha. La aparición de la idea de una “guerra cultural” que llega a Brasil en 2013, ya había sido ensayada en EE.UU por Nixon, movilizando la “Envidia blanca” contra la cultura negra y la lucha contra la guerra de Vietnam. Actualmente, los amigos de Milei que traducen esta guerra como “batalla cultural” también han logrado provocar un desplazamiento desde la política (denunciada como parte de la casta) a la moral y hacia lo que llaman la cultura. ¿Qué encuentran allí? En primer lugar, sellar la substracción de la economía de toda discusión real, en segundo lugar, la apelación a la familia y a las micro-sociedades para que actúen como compensadores de una privatización general de la desinversión publica en las funciones de reproducción social y, en tercer lugar, una justificación de la violencia represiva.

 

 

–El año 2013 es clave en Brasil. La secuencia es la siguiente: Si la crisis financiera de 2008 agotaba los términos de una polarización entre el ala conservadora y la progresista del neoliberalismo, abriéndose la posibilidad de una salida radical, fue del ala conservadora de donde con mayor eficacia se desprendió una tendencia extrema que logró acusar de “globalista” al extendido arco de la izquierda, el progresismo, y liberalismo moderado. El movimiento de protestas en junio de 2013, reprimido por el PT, fue uno de los costos que debió pagar el gobierno de Lula por aferrarse a la vieja polarización y obtener a como dé lugar la victoria electoral de Dilma. Pero el costo mayor de no introducir reformas izquierdistas entre los años 2008 y 2013 fue su incapacidad de contener luego el ascenso del bolsonarismo. Según Nunes, la derecha bolsonarista no actuó polarizando, sino tironeando. La diferencia es ésta: en lugar de dos polos luchando por conquistar el centro, la derecha extrema se desentendió de toda preocupación por armar mayoría y solo se preocupó por mantener su propia base, confiando en que el centro -cansado de hablar contra los extremos- actuará de modo anti-izquierdista.

¿Qué podemos aprender de todo esto? El autor nos hace saber que a su juicio -la mirada es politológica- bolsonarismo y mileísmo, con sus diferencias, suponen una reorganización capitalista de las mediaciones de arriba hacia abajo. Esa reorganización toma la forma de una reasignación de aquellas regulaciones que permanecen en la esfera pública respecto de aquellas que se delegan a la esfera privada (explotación pactada en términos puramente mercantiles). Estas nuevas mediaciones suponen también una humillación del centro político y un desafío al universo de las izquierdas. Queda planteada la cuestión de si para salir de este escenario se precisa hacer como en Brasil una nueva alianza de cúpulas entre centro e izquierdas, o bien de acelerar la creación de una nueva radicalidad social que, desde abajo y a la izquierda, sea capaz de tensar las formas políticas en una dirección contraria, forzando nuevos escenarios. Si la salida viene por el lado de la recomposición de la represión electoral del desastre o por la disputa de esos sentimientos antisistema que la derecha extrema envuelve en una profiláctica falta de fe en toda transformación. Una nueva combinatoria electoral, que logre sacarse de encima el mote de la casta, y logre invertir el resultado del 2023 o bien un nuevo extremismo que intente modificar la ecuación entre desesperación popular y cuestionamiento a los pilares de un capitalismo neo-extractivo y rentístico que solo promete pobreza, desposesión y cadáveres a nuestra gente.

 

* El viernes 31 de mayo, a las 19, Rodrigo Nunes dialogará con Diego Sztulwark y Daniel Tognetti, en Cazona de Flores, Morón 2453.

Brutalismo supremacista libertario-capitalista // Franco «Bifo» Berardi

Reflexiones sobre la cumbre de Madrid donde se reunieron los líderes mundiales del capitalismo gore y sobre la formación de Anthropos 2.0


Dinámica profunda de la ola nazi-libertaria


La cumbre de la ultraderecha blanca occidental que tuvo lugar en Madrid el 29 de mayo fue el momento culminante de un proceso que escapa a las categorías de la política moderna.
Seguimos interpretándolo con las categorías que tenemos a nuestra disposición, democracia, liberalismo, socialismo, fascismo, etc.
Pero creo que estas categorías interpretativas políticas no capturan la esencia de este proceso, que no tiene muchas novedades en el nivel enunciativo y programático, pero sí radicalmente nuevo en el nivel antropológico y psicocognitivo.
Las declaraciones de los líderes de la derecha mundial no explican la fuerza disruptiva del movimiento que nadie parece capaz de detener -con algunas excepciones como Colombia, Brasil y la España socialista, bastiones de la resistencia humana-. Las dinámicas tradicionales de democracia parlamentaria y lucha social parecen haber sido superadas, como si un ciclón de poder sin precedentes arrasara con las defensas que la sociedad construyó después de la Segunda Guerra Mundial.
La cumbre de Madrid reunió a grupos que se remontan al supremacismo blanco occidental, y no a los movimientos que lideran países como la India de Modi, un ejemplo de suprematismo no blanco, y la Rusia de Putin, un ejemplo de suprematismo no occidental.
En la segunda mitad de 2024 es posible que la derecha supremacista gane la presidencia estadounidense y cambie la mayoría del Parlamento Europeo, aliándose con el centro. Pero incluso si la derecha no prevaleciera en Europa y los demócratas ganaran las elecciones americanas, esto no cambiaría mucho, porque en cuestiones fundamentales -en primer lugar, el rearme, la guerra y la cuestión climática- ya no existe una distinción entre la extrema derecha Gobiernos de ala y centro. De hecho, en la situación que se está gestando, la victoria del lepenismo en las elecciones de junio y la victoria de Trump en noviembre tendrían el efecto de romper la unidad occidental en la guerra contra Rusia.
Pero el objeto de mi reflexión no es el resultado de las elecciones de 2024.
Lo que me interesa aquí es comprender la dinámica antropológica y no meramente política que ha transformado las sociedades de Occidente y de gran parte del planeta, después de haber barrido al movimiento obrero organizado y desactivado una tras otra las instituciones internacionales de liberalismo -era democrática que comienza con la ONU.
¿Se puede reducir lo que está sucediendo a un retorno del fascismo histórico? Yo diría definitivamente que no: el nacionalismo fascista sigue constituyendo el principal referente del lenguaje y la mentalidad de la clase política que cabalga la ola reaccionaria, porque se trata de personas de muy bajo calibre intelectual que no tienen capacidad de encontrar conceptos y palabras a la altura de la fuerza que la transformación antropológica ha puesto a su disposición.
Me parece que no existe una conciencia del derecho igual al poder del derecho.
Además, la brutalidad generalmente no es muy consciente de sí misma.
Lo que está surgiendo es un fenómeno de alcance gigantesco, que no puede explicarse con las categorías de la política porque tiene sus raíces en la mutación tecnoantropológica que ha experimentado la humanidad en las últimas cuatro décadas, y porque constituye la salida del hiperliberalismo, lo que ha hecho de la competencia (es decir, la guerra social) el principio universal de las relaciones interhumanas.
Las explicaciones políticas de la ola brutalista libertaria captan sólo aspectos marginales del fenómeno: los demócratas liberales sostienen que el orden político se ve sacudido por el soberanismo autoritario. Los marxistas, o muchos de ellos, interpretan lo que está sucediendo como un retorno del fascismo histórico tras los errores del movimiento obrero organizado.
Pero ni lo uno ni lo otro explican lo más importante: la cualidad antropológica y psíquica que subyace a la adhesión masiva a los movimientos ultrarreaccionarios.
Lo que debemos entender no es el significado de las declaraciones de Trump, Milei, Netanyahu o Norendra Modi, sino las razones por las que una creciente mayoría de la población del planeta abraza con entusiasmo la furia destructiva de estos líderes.
A diferencia del nazifascismo histórico que practicó una economía estatista, la ola supremacista fusiona los clichés del racismo y el conservadurismo cultural con un énfasis histérico en el liberalismo económico: la libertad de ser brutal.
¿Es esta novedad suficiente para explicar el éxito abrumador de la papilla intelectual que despierta el entusiasmo de multitudes en todas partes?
¿Se supone que debemos pensar que las multitudes siguen a Trump a pesar de sus descaradas mentiras, a pesar de su machismo de bajo grado? ¿Y que las multitudes israelíes apoyen al gobierno fascista a pesar del exterminio de niños palestinos, y que la mayoría de los argentinos voten por Milei a pesar de la motosierra con la que se prepara para destruir el Estado de bienestar y matar de hambre a millones de trabajadores?
¿O tal vez debería invertirse el razonamiento? Planteo la hipótesis de que nos enfrentamos a una verdadera inversión del juicio ético: que los estadounidenses votan por Trump precisamente porque es un violador y un mentiroso, que los israelíes apoyan a Netanyahu precisamente porque practica el genocidio, compensando una profunda e indescriptible necesidad de compensación para los descendientes de las víctimas de un genocidio pasado. Y que los jóvenes argentinos siguen a Milei porque creen que finalmente los mejores podrán sobresalir y los demás morirán de hambre como se merecen.
Lo nuevo que hay que entender es la cualidad psíquica, cognitiva, antropológica del Anthropos 2.0.
La cínica inversión del juicio, el entusiasmo por la violencia racista implican una perversión de la percepción y del procesamiento psíquico, incluso antes que moral: el capitalismo gore, como Sayak Valencia define la realidad mexicana.
 
Brutalismo social
Al hacer de la competencia el principio universal de las relaciones interhumanas, el neoliberalismo ha ridiculizado la empatía por el sufrimiento de los demás, erosionado los cimientos de la solidaridad y, por tanto, destruido la civilización social.
Cuando Milei afirma que la justicia social es una aberración, sólo legitima el derecho de los más fuertes y galvaniza la ilusión de masas de jóvenes (en su mayoría varones) convencidos de que están dotados de la fuerza necesaria para vencer a todos los demás. Esta creencia no es fácil de desmantelar, porque cuando mañana estos individuos sean, como ya lo son, miserables y empobrecidos solitarios, sólo culparán de su derrota a los inmigrantes, a los comunistas o a Satán, dependiendo de su psicosis preferida.
Mientras que la justicia social se condena como una intrusión aberrante del socialismo de Estado en la libertad de los individuos, la ferocidad competitiva se naturaliza: en la lucha por la vida, aquellos que no están a la altura de la ferocidad merecen morir. La empatía no es compatible con la economía de la supervivencia; de hecho, es autolesiva. Como dice Thomas Wade en la novela de Liu Cixin (El Bosque Oscuro): “Si perdemos nuestra humanidad perdemos algo, si perdemos nuestra bestialidad lo perdemos todo”.
El brutalismo se convierte en la base de la vida social.
Inconsciente conectivo y fin de la mente crítica
Mc Luhan escribió en 1964 que cuando la comunicación interhumana pasa de la dimensión lenta de la técnica alfabética a la dimensión rápida de la técnica electrónica, el pensamiento se vuelve inadecuado para la crítica y el pensamiento mitológico se restablece. La mutación tecnocomunicativa está resultando más abrumadora que las propias predicciones de McLuhan.
Según el director general de Netflix, Reed Hastings, el principal competidor de las empresas de información es el sueño. Sumando las horas de actividad multitarea de una persona de nuestro tiempo, el día son 31 horas, de las cuales sólo seis horas y media se dedican a dormir.
En Capitalismo 24 horas al día, 7 días a la semana y el fin del sueño, Jonathan Crary escribe que el tiempo medio dedicado al sueño ha disminuido en un siglo de ocho horas y media a seis horas y media. ¿Qué efectos puede tener la contracción del sueño sobre la autonomía mental de cada individuo?
Durante trece horas la mente está expuesta a estímulos provenientes de la infosfera. Un lector de libros podría exponer su mente a la recepción de signos alfabéticos durante muchas horas, pero la intensidad y velocidad de los impulsos electrónicos es incomparablemente superior. ¿Cuáles son las consecuencias de esta transformación tecnocomunicativa?
En resumen: la mente sometida al bombardeo ininterrumpido de impulsos electrónicos, independientemente de su contenido, funciona de forma completamente distinta a como funcionaba la mente alfabética, que tenía la capacidad de discriminar lo verdadero y lo falso en la información, y que poseía la capacidad de construir una ruta de procesamiento individual. De hecho, esta capacidad depende del tiempo de procesamiento emocional y racional, que en el caso de un niño que vive trece horas al día en la infosfera electrónica se reduce a cero.
La distinción entre verdad y falsedad de las afirmaciones no sólo se hace difícil, sino que es irrelevante, como cuando se está en un entorno de juego . En semejante ambiente no tiene sentido aprobar o desaprobar la violencia de los hombres verdes que invaden el planeta rojo. Hacerlo sólo conduciría a perder el juego.
La configuración conectiva de la mente contemporánea es cada vez más indiferente a la distinción entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el mal. La elección entre un estímulo y otro no depende de un juicio crítico sino del grado de excitación, o estimulación dopaminérgica. Por poner un ejemplo personal: la noche del 9 de noviembre de 2016, mientras esperábamos los resultados de las elecciones americanas en las que Hillary Clinton se enfrentaba a Donald Trump, recuerdo que me desperté a las cuatro de la madrugada para encender mi ordenador y ver cómo El concurso había terminado. No es que tuviera ninguna simpatía por Hillary, pero la idea de que este bruto pudiera llegar a ser presidente me parecía moralmente repugnante. Sin embargo, me di cuenta de que algo en mí quería que sucediera el evento más fuerte, más inesperado, más escandaloso, en resumen, más estimulante de la dopamina. Y mi sistema nervioso estaba satisfecho: el horror había prevalecido y el espectador que había en mí estaba satisfecho, porque todo espectador siempre quiere que la pantalla le envíe el estímulo más fuerte. Creo que la mente conectiva ha evolucionado en una dirección incompatible con el juicio moral y la discriminación crítica.
 
La tecnología celular y la gran migración
El marxismo ha subestimado en general la cuestión demográfica, después de que Marx criticara las tesis malthusianas a mediados del siglo XIX. Marx tenía razón contra Malthus, quien predijo que el aumento de la población provocaría trastornos sin considerar la evolución técnica de la productividad. Pero los marxistas no tenían la misma razón al no considerar las consecuencias de la extraordinaria aceleración posibilitada por la medicina y el progreso social. El salto de dos mil quinientos millones de personas en 1950 a ocho mil millones setenta años después supuso una intensificación sin precedentes de la explotación de los recursos de la Tierra y creo que condujo inevitablemente a la devastación del medio ambiente planetario. El capitalismo liberal tiene sus defectos, pero creo que ningún sistema de producción podría haber satisfecho las necesidades provocadas por la explosión demográfica sin efectos catastróficos en la ecología planetaria, y también en la percepción psíquica de los demás: en condiciones de superpoblación, el inconsciente colectivo, en el En el modo contemporáneo de inconsciente conectivo, ya no es capaz de percibir al otro como un amigo, porque en realidad cualquier otro individuo es una amenaza para la supervivencia.
En los años 1960, el etólogo John Bumpass Calhoun hablaba de un sumidero conductual a este respecto .
La devastación ecológica está volviendo inhabitables zonas cada vez más extensas del planeta y haciendo imposible el cultivo en zonas enteras. Es comprensible que las poblaciones del sur del mundo (expresión que significa: las zonas que han sufrido los efectos de la colonización y sufren especialmente los efectos del cambio climático) quieran desplazarse hacia el norte del mundo (lo que significa zona que ha disfrutado de las ventajas de la explotación colonial y que ha sufrido menos, por el momento, las consecuencias del cambio climático).
También es comprensible (aunque sea inmoral, pero el juicio moral es tan bueno como el triunfo en esta coyuntura) que los habitantes del norte del mundo estén asustados por la idea de que masas cada vez mayores se desplacen del sur hacia el norte. Esto explica por qué la gran migración empuja y empujará cada vez más a las poblaciones del norte hacia posiciones abiertamente racistas. Esto explica por qué el genocidio ya existe hoy y probablemente se convertirá cada vez más en una técnica para controlar los movimientos de población. Por eso los europeos hacen todo lo posible para que miles de personas mueran ahogadas en el mar o perdidas en los desiertos del norte de África.
En la novela Gun Island, Amitav Gosh habla sobre el ciclo de migración y comunicación celular.
“Ya no estamos en el siglo XX. Para acceder a la red no necesitas una megacomputadora. Todo lo que necesitas es un teléfono y ahora todo el mundo tiene uno. Y no importa si eres analfabeto. Podrás encontrar lo que deseas con solo hablar, tu asistente virtual se encargará del resto. Te sorprenderá lo rápido y bien que aprende la gente. Así comienza el viaje, no comprando un billete y obteniendo un pasaporte. Comienza con un teléfono y tecnología de reconocimiento de voz.
…¿Dónde crees que aprenden que necesitan una vida mejor? Mierda, ¿de dónde crees que se hacen una idea de lo que es una vida mejor? Desde sus teléfonos, por supuesto. Ahí es donde ven imágenes de otros países; ahí es donde ven anuncios donde todo luce fabuloso; ven cosas en las redes sociales, publicaciones de vecinos que ya hicieron el viaje… ¿qué crees que hacen después? ¿Que vuelvan a sembrar arroz? ¿Alguna vez has intentado plantar arroz? Todo el día inclinado contra el suelo, bajo el sol, con serpientes e insectos pululando a tu alrededor. ¿Creéis que alguien quiere volver a esos campos después de ver fotos de sus amigos bebiendo cafés con leche caramelizados cómodamente en un bar berlinés? Y el mismo teléfono que les muestra esas imágenes también puede ponerles en contacto con intermediarios… digamos que un chico pide asilo en Suecia. Necesitará un historial confiable. No es una de las tonterías habituales. Una historia como las que quieren escuchar allá arriba. Digamos que el tipo murió de hambre porque sus campos se inundaron: o digamos que todo el pueblo enfermó a causa del arsénico en el suelo; o digamos que el dueño golpeó al tipo porque no podía hablar de las deudas. Nada de esto les importa a los suecos. Les gusta la política, la religión y el sexo. Tienes que tener un historial de persecución si quieres que te escuchen. Así ayudo a mis clientes, les cuento ese tipo de historias”. (Amitav Gosh: La isla de los rifles , Neri Pozza, 2019, páginas 74-76).
La gran migración del sur y del este hacia el norte y el oeste del mundo es el proceso que más que ningún otro contribuye a la ola ultrarreaccionaria, mientras el contraste entre el norte imperialista y el sur colonizado adquiere contornos cada vez más claros. Basta mirar el mapa de los países que condenan el colonialismo israelí y los países que lo apoyan, para comprender la geografía del choque trascendental que se está gestando. Pero no debemos creer que la brutalidad pertenece sólo al mundo occidental blanco: la Rusia de Putin no es occidental y la India de Modi no es blanca, pero ambas comparten las características esenciales del brutalismo y la indiferencia ante el genocidio.
La posibilidad de una revolución anticolonialista tenía perspectivas progresistas en el marco del internacionalismo obrero, pero parece haber desaparecido del horizonte de la historia. Y el fin del internacionalismo ha abierto las puertas del apocalipsis que ahora vivimos.
 
Campana demográfica y conclusiones provisionales
Debemos considerar el hecho de que la expansión demográfica, que regresa al norte global, continuará globalmente hasta que se espere que la población mundial alcance los diez mil millones.
Es cierto que algunos demógrafos predicen que en ese momento, a mediados de siglo, la población de la Tierra comenzará a disminuir a un ritmo similar al que creció en el siglo pasado.
Según Dean Spears, se puede dibujar una campana que sube dramáticamente de dos a diez mil millones en la izquierda, alcanzando un pico alrededor de 2040 y luego cayendo de manera igualmente precipitada. A este colapso de la natalidad contribuyen al menos tres factores que no pretendo analizar aquí: el colapso de la fertilidad masculina, la reticencia femenina a generar víctimas del holocausto climático y bélico, y la tendencia a la desaparición de la sexualidad como resultado de la hipersemiotización del deseo.
Pero es totalmente previsible que la brutalidad política y moral que se está imponiendo en todas partes, combinada con el creciente poder de las armas de destrucción masiva y la racionalidad amoral de la inteligencia artificial aplicada a los armamentos, provocará el colapso final de la civilización humana antes de que suene la campana. entra en la fase descendente.
¿Podemos esperar una reversión de la tendencia que he estado analizando aquí?
Para responder debemos considerar que el auge del brutalismo libertario ha acumulado y continúa acumulando una energía que parece surgir de la dinámica profunda de la evolución tecnológica, psíquica y cognitiva de la raza humana. Una energía de este tipo no puede detenerse mediante una acción voluntaria en la que, además, los sujetos políticos, sociales y culturales se ven cada vez menos.
Por lo tanto, me temo que esta ola sólo podrá detenerse cuando esta energía haya producido todos los efectos de los que es capaz, del mismo modo que el Tercer Reich sólo se detuvo cuando destruyó todo lo que podía destruir, incluida Alemania.
Pero la fuerza destructiva de que dispone el Tercer Reich global de nuestro tiempo es suficiente para borrar todo rastro de vida humana del planeta.
24 de mayo de 2023

Cuidado con El jefe // Sebastián Dunphy

La hermana del presidente, Karina Milei, apareció en escena en el último tiempo a cuento de que el propio Javier Milei durante la campaña presidencial se refiriera a ella como “El jefe”. Al comienzo ejerciendo el poder como un monje negro, fuera del radar de los medios, y actualmente como Secretaria General de la Presidencia,cargo que la puso por encima del Jefe de Gabinete de Ministros en el organigrama estatal.

 

Ya en el gobierno, Karina teje alianzas con la familia Menem y libra internas en La Libertad Avanza y hasta el momento no perdió ni una sola. La influencia sobre su hermano es determinante. Karina parece tener un verdadero poder de jefe: al punto tal que en los últimos días encabezó las reuniones de gabinete.

 

 

Su falta de formación formal, su aura de espiritista, su extraña relación con su hermano y lo poco que habla en público, Karina aparece como una novedad en la política argentina, pero su apodo la pega a una figura con significantes propios y la arrastra una tradición ya remanida.

 

El jefe es también una película de 1958 dirigida por Fernándo Ayala, con guión de David Viñas. Cuenta la historia de un grupo de delincuentes juveniles que encuentran en su jefe a un líder capaz de resolver sus problemas y hacer realidad sus deseos. Berger, el líder, dirige con firmeza a su banda cultivando la lealtad y la admiración mediante una combinatoria de carisma y violencia.

 

 

Considerando el imaginario político de Viñas, El jefe es una alegoría de Perón. La demagogia, el caudillaje manipulador, el cortoplacismo (“por cuatro días locos te tenés que divertir” suena al comienzo del film. Canción que Para David era el resumen de los primeros gobiernos peronistas) Pero años más tarde, la mirada atenta de Horacio González lograba ver más allá y logró relativizar la lectura tan antiperonista de la película de Ayala y Viñas. Para González El jefe es un cúmulo de temas comunes a las inquietudes de David: el liderazgo, la cobardía, la traición, las masas, el poder. Problemas que hacen a toda la política argentina hasta el día de hoy

 

El jefe les facilita plata y diversión, y promete un futuro brillante bajo su tutela ¡Pero cuidado!

La película termina con la banda de chicos implicados en un crimen mayor y el jefe, obviamente, traicionandolos.

 

Milena, una voz // Cynthia Eva Szewach y una crónica de Milena sobre Praga

Milena, una voz

Cynthia Eva Szewach

Milena Jesenská, nació en 1896, en Praga.  Suele ser reconocida por su relación con Kafka de quien como se sabe fue traductora al checo de algunos de sus libros y cuentos. Intercambiaron desde 1920 una valiosa y bellísima correspondencia publicada como “Cartas a Milena”. Una relación amorosa y de trabajo compartido durante algunos años que fue predominantemente epistolar. No conocemos lamentablemente las cartas enviadas por ella, pero sí, el efecto inquietante, tembloroso, vital en la escritura y en la vida de Kafka por la proximidad de su amada: “Usted no alcanza a comprender el efecto sobre mí cuando una carta llega, Milena”  “…Tus dos cartas no son para leerlas sino que son para desplegarlas, hundir mi rostro en ellas y perder la razón…”

Milena, una mujer de gran sensibilidad literaria y compromiso político. Trabajó y publicó desde 1920, artículos como periodista en diversos periódicos. Participó muy activamente en Praga por la resistencia, ayudando a refugiados perseguidos por el nazismo y fue apresada por la Gestapo en 1939, recluida en el campo de concentración de Ravensbrück, donde murió de una infección en 1944.

Es apenas para iniciar, un mínimo bosquejo de una vida plena de acontecimientos, heridas dolientes y arrojos.

En esta ocasión damos lugar a uno de sus escritos. Se trata de una crónica periodística publicada en un Semanario Cultural llamado Prítomnost, (Presencia) iniciado en 1924 y que luego, durante el nazismo fue prohibido.

En este breve texto se escucha la voz aguda de Milena, incluso por momentos con cierta ironía, pero por sobre todo escrita con el cuerpo afectado y con el tono del impacto inicial de lo que sin embargo para ella fue presentido. Se ubica en un lugar frontera entre  el hecho de formar parte  y relatar los hechos, como en los bordes de una ventana. Es la crónica de una jornada particular para los habitantes de Praga, sus rostros, sus silencios compartidos y una cotidianidad intervenida por la entrada del ejército alemán a la ciudad

La de Milena fue una mirada sensible, lúcida y valiente acerca de los sucesos europeos, apreciaciones de la vida en común y a veces en zonas, como cita en el relato biográfico su hija Jana Cerna con una frase sugerente del poeta Philipe Soupalt “Más venenosas que las aceras donde han descansado nuestras sombras muertas de haber visto”

Praga, la  mañana de 15 de marzo de 1939[1]

Texto del 22 de marzo, Prítomnost

Milena Jesenská

¿Cómo sobrevienen los grandes acontecimientos? Son inesperados y repentinos. Pero cuando llegan, constatamos que no nos sorprenden. El ser humano siempre tiene como un presentimiento, un conocimiento previo del futuro, aun si está ensordecido por la razón, por la voluntad, por el miedo, por la prisa o el trabajo. Tan pronto como el alma se desnuda un instante, y queda despojada de todo, excepto de sus sentimientos más secretos, descubre de inmediato: “yo lo sabía”. No es por nada que escuchamos a tanta gente repitiendo: yo sospecho, yo dudo… lo dije…  les creo. Todos lo sospechábamos. Y si hubiésemos prestado atención a la voz de nuestro corazón, por ejemplo, cuando nos encontrábamos solos en nuestra casa, nos despertábamos cansados al alba, y hubiésemos sabido vestir de palabras los sentimientos que son justos, verdaderos, y no solamente nuestros pensamientos a menudo son engañosos, hubiésemos dicho: lo esperábamos.

La lógica de las cosas oculta al mismo tiempo su contrario. Todo el mundo supone que en su vida le ocurrirá algún acontecimiento sorpresivo; la felicidad, la miseria, la enfermedad, el hambre, la muerte. Pero cuando ocurre, no lo reconocemos, lo único que sabemos, es que ese acontecimiento, se apoderó de nosotros sin darnos tiempo ni posibilidad de actuar.

Cuando el teléfono sonó el martes a las cuatro de la mañana, cuando los conocidos y los amigos llamaron, cuando la radio checa comenzó a emitir, la ciudad, debajo de nuestras ventanas, mostraba el mismo aspecto de todas las otras noches, su misma configuración, las esquinas formaban la misma cruz. Salvo que, poco a poco a partir de las tres de la mañana, vimos las encenderse las luces: en la casa de los vecinos, abajo, arriba, enfrente, después en toda la calle. Estábamos parados en la ventana y nos dijimos:  ya lo saben. Despertamos a otras personas cercanas por teléfono: ¿saben?  Respondían: Sí.

Ese amanecer lúgubre, encima de los tejados, la luna pálida bajo las nubes, los rostros sin dormir, la taza de café caliente y los anuncios de la radio a intervalos regulares.

Es así como llegan los grandes acontecimientos, sigilosamente y sin previo aviso.

Los diarios alemanes publicaron un reportaje a soldados alemanes que se acercaban a Praga: la ciudad silenciosa en un amanecer que anuncia la primavera, la columna de camiones alemanes, repletos de hombres con el corazón palpitando: ¿Qué iban a encontrar tras los muros de la ciudad? ¿Cómo se comportaría la gente en estas calles desconocidas?

 En los suburbios ellos detienen al primer transeúnte que se dirige a su trabajo. Se dan cuenta a simple vista que está al tanto de todo.  

El hombre se muestra calmo, no eleva la voz y les indica indiferente, el camino.

Como siempre durante los grandes acontecimientos, los checos se comportan admirablemente. Que la radio checa reciba un agradecimiento por la concisión, la objetividad con la cual transmite cada cinco minutos: las tropas alemanas cruzaron la frontera y se dirigen hacia Praga. Mantengan la calma, vayan a su trabajo, manden sus niños a la escuela.

 A las siete y media, la multitud de los niños emprenden el camino hacia la escuela como es habitual. Los obreros y empleados fueron a sus trabajos como de costumbre, los tranvías estaban llenos como siempre. Pero la gente estaba diferente. Estaban ahí parados y guardaban silencio. Nunca había oído tanta gente callarse. La gente no se agolpaba en las calles. No conversaba entre sí. En las oficinas no levantaban la cabeza de sus escritorios.

Ignoro de dónde viene ese comportamiento uniforme y coherente de miles de personas, de dónde brota ese ritmo consonante de todas esas almas que no se conocen: a las ocho y treinta y cinco del 15 de marzo de 1939, el ejército del Reich llegó a la Avenida Nacional. Sobre las aceras, había una multitud de transeúntes, como habitualmente. Nadie miraba, nadie giraba la cabeza. Solo los habitantes alemanes de Praga daban la bienvenida al ejército del Reich.

También hacia nosotros tuvieron un comportamiento cortés.  Es muy extraño cómo cambian las cosas, cuando una unidad se descompone en individuos, y una persona está cara a cara frente a otra.

 En Wenceslas Square, una jovencita checa se encuentra con un grupo de soldados alemanes – y porque ya era el segundo día, y porque nosotros estábamos con los nervios un poco destrozados y porque hay que esperar hasta el segundo día para comprender mejor, y reflexionar más- las lágrimas corrieron por sus mejillas. Pasó una cosa curiosa: Un soldado alemán se aproxima a ella, un simple soldado raso, y le dice, «Aber Fraulein, Wir können doch nichts dafür” (pero señorita, nosotros no podemos hacer nada…), como cuando se le habla a un pequeño niño para consolarlo. El soldado tiene una cara alemana, algunas pecas, los cabellos un poco rojos y un uniforme alemán, por lo demás, nadie lo distinguiría de un checo civil, de un hombre simple, amante de su país. Y es así que dos seres estaban ahí uno frente al otro: “Und konnten nichts dafür” (Y no podían hacer nada). Esta frase simple y terriblemente banal es la clave de todo.  

En un tranvía pasó otra cosa. Un joven checo, con un brazalete en la manga, estaba alardeando: “Esperen y verán lo que vamos a hacer ahora, a quiénes vamos a aplastar, y poner fin a todo esto y lo que le demostraremos al mundo”.  Además de su brazalete, llevaba también una esvástica en la solapa de su chaqueta. Y como sus discursos caen en un gran silencio en todo el vagón, un oficial alemán sentado en una esquina se levanta bruscamente, se aproxima al joven y se dirige a él en checo: –¿Usted es checo?  El joven saca pecho y responde seguro de sí: – “Sí, soy checo”. Entonces el oficial alemán le quita la esvástica de su chaqueta y le dice tranquilamente, pero enfatizando sus palabras: “En ese caso usted no tiene el derecho de usar tal insignia!”

Qué cosa… hay momentos donde uno quisiera acercarse a un oficial alemán y decirle “gracias señor”.

Hace algunos días, estaba hablando con un alemán, un nacional socialista, por supuesto. Él me habló largamente y de una forma sensata, de la posición de los checos, y las ventajas que habíamos adquirido – en su opinión, — y las desventajas que él mismo reconocía. Todo esto no es muy interesante porque hoy todo está en estado de cambio, incluso la gente bien informada no puede dar más que una simple opinión. Lo que sí es interesante, sin embargo, son sus opiniones sobre los checos. Él me preguntó casi tímidamente:  cómo se explica que una cantidad de checos se nos acerquen y saluden : Heil Hitler!

– ¿Los Checos? Es seguramente un error

-No es un error. Vienen a nuestra oficina levantan el brazo derecho y saludan: ¡Heil Hitler! Podría contarle de un escritor que ya está moviendo cielo y tierra -y a toda prisa- para conseguir que sus obras sean representadas en Berlín. Podría hablarle de mucha gente que está haciendo más de lo necesario, celosamente, sin aliento.

Usted sabe, todo alemán comprende el orgullo nacional y el rechazo a agachar la cabeza. El comportamiento servil solo provoca en los alemanes una sonrisa irónica, créame.

En dos días la imagen de la ciudad se volvió irreconocible. En los cafés y los restaurantes, se ven hombres vestidos de uniformes que no reconocemos ni en las fotos. En las calles circulan autos que jamás habíamos visto. Van para un lado, van para el otro, saben siempre lo que tienen que hacer, actúan de manera decidida y con un propósito.

En las librerías, compran planos de Praga, libros en francés y en inglés. Pequeños grupos de soldados recorren las calles, se detienen delante de las vitrinas, miran, conversan.  Y mientras tanto, todo sigue igual, ningún engranaje, ni una sola pluma, ni una sola máquina se ha detenido.

En la plaza de la Ciudad Antigua, se alza la tumba del Soldado Desconocido. Hoy, el monumento ni puede verse, está recubierto por una montaña de campanillas de invierno. Una fuerza extraña guía misteriosamente los pasos de la gente y reúne allí una multitud de residentes de Praga; cada uno deposita un ramillete de flores sobre esa modesta tumba de un gran recuerdo. La gente se para alrededor, las lágrimas corren por sus mejillas. No solamente de las mujeres y los niños, también de los hombres que no están habituados a llorar.  Y eso también es distintivamente Checo: no es todo un lamento, no es siquiera miedo ni desesperación, no es en absoluto un estallido emocional. Es solo tristeza.

Esa tristeza debe encontrar su vía de salida, deben humedecerse con ella varios cientos de ojos. Es así quizá como nacen las tradiciones nacionales.   Son los primeros sillares de un futuro rito inmemorial.

Todos los 15 de marzo, las madres checas irán con sus niños checos a dejar un manojo de flores sobre la tumba del Soldado desconocido. Y ese gesto se inscribirá en el espíritu de la gente como un gran acto sacrificial.

Detrás de esa multitud, vi pasar a un soldado alemán, se detuvo a hacer el saludo militar. Miraba los ojos rojos por el llanto, las lágrimas que caían, la montaña de flores cubierta de nieve, miraba a esa gente que lloraba y lloraba porque él estaba ahí. Y él hizo el saludo. Es de suponer que comprendía las razones de esa tristeza. Observándolo, pensé en la película La Grande Illusión: ¿llegará realmente el día en que podamos vivir uno al lado del otro, alemanes, checos, franceses, rusos, ingleses — sin dañarnos, sin estar obligados a odiarnos, sin cometer injusticias unos contra otros? ¿se comprenderán un día los países como se comprenden entre sí los individuos? ¿Llegará un día en que caigan las fronteras entre países, así como caen las fronteras entre las personas?

 ¡Qué hermoso sería ver ese día!

 

[1] Traducción personal a partir de la versiones del francés en “Vivre” Bibliothèques 10/18”, Paris y del inglés en  “The Journalism” Berghahn Books New york

Compañeros de incredulidad // Julián Doberti

“Incredulidad 

Del lat. incredulĭtas, -ātis.

1. f. Repugnancia o dificultad en creer algo.

2. f. Falta de fe y de creencia religiosa.”

Diccionario de la lengua española

 

Sin lamentarse, podrá decir junto con uno de nuestros compañeros de incredulidad: dejemos los cielos/ a ángeles y gorriones

Freud

“Como lector, sé que el mejor efecto que produce una escritura en mí es dejar en suspenso mi incredulidad”

Erri De Luca, citado por Jean Allouch

 

La cita de Freud se encuentra al final del capítulo IX de El porvenir de una ilusión. En una nota al pie se precisa que la expresión “compañeros de incredulidad” (Unglaubensgenossen) es un hallazgo de Heine, quien la aplica a Spinoza. En el contexto de la argumentación que viene sosteniendo Freud, la apelación a esa figura supone la construcción de un nosotros (“uno de nuestros compañeros de incredulidad”) que da cuenta de una posición subjetiva: abandonar la satisfacción que provee la creencia en el más allá, concentrando “en la vida terrenal todas las fuerzas así liberadas”, de tal modo que “la vida se vuelva soportable”. Pienso que no se trata de una mera apelación racionalista que rechazaría lo religioso como vana ilusión –aunque eso esté presente en cierto nivel, no deja de ser una banalidad- sino de ubicar una economía que se organiza en términos de una distribución específica de esfuerzo psíquico (noción que en Freud no se abandona nunca): las fuerzas libidinales liberadas de la creencia en una salvación en los cielos, pueden ser desplazadas hacia otra cosa, otra representación ¿por qué no? más terrenal. Freud no cita una fórmula química (digamos, aquella de la trimetilamina) para oponer a la religión una evidencia científica, sino los versos de un poeta: dejemos los cielos/ a ángeles y gorriones (figuras sin sexualidad ni inconsciente en el sentido freudiano).

La incredulidad freudiana –esta es la hipótesis que me importa sostener- no se deja confundir con un gesto cínico ni con las tontas arrogancias relativistas o positivistas. Es menos un gesto de repugnancia erudita de un heredero de la Aufklärung –para tomar el adjetivo de la definición del diccionario- que la reivindicación de un movimiento corporal-libidinal de apuesta a lo que supone ser un sujeto parlante, sexuado y mortal en este mundo. Una incredulidad que aloja un nosotros poético, inventivo, que se corporiza, donde la angustia irrumpe, donde algunas preguntas pueden ser planteadas sin que las Respuestas con las mayúsculas del Otro las aplasten demasiado rápido. “No se conviertan en gorriones ni en ángeles”, parece ser la enunciación de Freud. Algunos años después, Lacan retomará ese gesto advirtiendo los peligros de que algunos seres hablantes se terminen convirtiendo en planetas, flotando sin alteridad, sin deseo, sin palabras, en la oscuridad helada de un universo tecnificado.

Me pregunto: ¿no es la transferencia una prueba de la credulidad humana? ¿no es el amor de transferencia la evidencia de un obstinado anhelo de creer? ¿su caída equivaldría a una conquista de la incredulidad? ¿pero, es la incredulidad objeto de una conquista posible, de una vez y para siempre? ¿sería un análisis, cualquier análisis, un viaje de la credulidad a la incredulidad? Parece demasiado apresurado aceptar, sin más, una afirmación semejante.

Freud considera que los efectos ¿terapéuticos? de un análisis implican la liberación de un gasto psíquico excesivo expresado en los síntomas, que podría quedar libre para fines menos penosos. ¿No es el fantasma el sostén de una creencia inconsciente? Creencia en la completud de alguna figura del Otro, creencia en el sentido opaco de ciertas frases escuchadas a medias, palabras y escenas que marcaron a alguien para siempre. Las llamadas teorías sexuales infantiles, ¿no constituyen versiones de creencias? No se trata de postular un afuera de las creencias en el sentido de una exterioridad pura y simple. En algún punto, habitar el lenguaje es creer. La incredulidad, entonces, sería un movimiento, a través de la transferencia (aunque probablemente no sea el psicoanálisis su terreno exclusivo), de un cierto ir arrancándole posibilidades de vida a las creencias que nos vienen del discurso de esos otros que conforman el Otro. Posibilidades de vida en el sentido más pulsional y deseante que pueda adquirir esa expresión. Un ir arrancando que implica necesariamente momentos de atravesamiento, vaciado, caída de sentido, pero también construcción, encuentro, invención de un nosotros que no equivalga a la desmentida de la alteridad que nos constituye.

Como lector, sé que el mejor efecto que produce una escritura en mí es dejar en suspenso mi incredulidad, afirma Erri de Luca. La lectura en transferencia se vale del suspenso de la incredulidad (vía el amor de transferencia), pero sus consecuencias implican un retorno de la incredulidad en el sentido paradojal de un vaciamiento de sentido, en el que resuenan el cuerpo, la sexualidad, la muerte. Quienes se analizan se analizan porque el psicoanálisis ayuda a estar en el mundo. Si fuéramos gorriones o ángeles seguramente no necesitaríamos del artificio que nos legó Freud. Tal vez, la cuestión sea poder suspender la incredulidad del yo autosuficiente, en la creencia de la transferencia, para alcanzar un movimiento de incredulidad que habilite la caída de algunas creencias sufrientes. Así, sin lamentarse, podrá decir junto con uno de nuestros compañeros de incredulidad: dejemos los cielos/ a ángeles y gorriones.

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