Anarquía Coronada

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lobosuel

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Causa maradoniana // Agustín J. Valle

A Diego lo produjimos todos, emergente máximo de una cultura, pero fue mucho más lejos que su continente.

Futbolista, cultura masculina, Diego nos regaló su llanto. ¿Quiénes han dado su llanto? ¿Qué referentes de nuestra cultura están hechos también de llanto, llanto como parte de su rol público, común, popular? Evita llora en una imágen famosa; el General Perón la contiene. Raro ver llorando un militar. Lo macho de lo macho, lo militar; y el fútbol también, macho, cultura laica masculinista por antonomasia, donde lo que importa es tener testículos. Emerge Diego allí, del barro de las canchas, del combate con pelota, del vestuario, del debutar a los trece con una puta que vino a reclutar chicos al entrenamiento, de hacer fuerza para un poquito vengar Malvinas (hay un trasvasamiento donde el combate de las islas pasa al Azteca en el cuerpo de Diego), emerge Diego de la idolatría, de la nuestra y de la que lo enfermó en Nápoles, emerge el ídolo máximo de la cultura futbolera y lo que hace es besarse con hombres en la tele (Caniggia, Cóppola) y, delante de todos, varias veces, ponerse a llorar. El de más huevos es un ser humano que muestra su fragilidad; es más -pensando en su despedida en la Bombonera- que habla desde su fragilidad.

Difícilmente pueda encontrarse una prueba mejor para la zoncera en Argentina que la consabida pretensión de separar al jugador de la persona. Diego Maradona fue un sin parangón espíritu: su fuerza era su presencia, su mirar, su sentir. Su atrevimiento, su repentinización, su sorpresa, su goce, su instinto desacatado. Una unidad, su cuerpo, su mente. Sus piernas, su habla. Maradona nombra también un uso extraordinario del lenguaje; una extraordinaria inteligencia en toda la línea. Y una ética respecto al poder (ética política). Autoestima e instinto, siempre, contra los centros más solidificados de poder. Dice Gustavo Varela que Diego sabía en todo momento la ubicación de compañeros y rivales porque tenía plegado el campo de juego en el cuerpo. Un cartógrafo del conflicto, un cartógrafo instintivo del conflicto, Diego. Que peleaba hablando y hablando era más eficaz que los demás: ¿quién dejó tantas frases en la memoria colectiva? ¿Quién creó tantas articulaciones lingüísticas tan populares? Es el mayor frasista de la cultura argentina.

Luego, el conflicto lo encaraba con pelota. La pelota hace del conflicto un baile. De conflicto -del dolor- Diego hace una belleza. La belleza más multitudinal y democrática que dio esta tierra herida. Creo que eso han de odiar los anti: que un cualquiera pueda ser el máximo y que el máximo muestra que todos somos cualquiera y que cualquiera puede alcanzar la apreciación máxima de lo bello. Y llorar. Vaya si le falta un buen llanto a nuestra patria. Se hace del dolor bronca sin más, bronca estéril de la impotencia y el encierro en lo actual. Tuvimos hace, hoy, cinco años, el llanto más mutitudinal de la historia argentina, el llanto más masivo. Llorar en casa, salir a la calle, encontrar que es un llanto llorado por todos los cuerpos, un mismo llanto que tenemos, un mismo dolor, un mismo amor, un mismo todo, tanto, abismo, infinito, Diego Armando Maradona. Maradó. Diego nos enseñó, también, que no se puede querer sin perdonar. Perdonar es terreno, y allí donde más queremos, más perdonamos.

Cuesta perdonarnos, sin embargo, por haber dejado que Diego muera así.

Ahora Diego es algo, vaya sin es algo, y está hecho de partes de nosotros. Partes que nos toca honrar, que podemos honrar: no cualquiera puede. Cualquiera puede, pero no cualquiera.

Diego es nombre de una convocatoria de hinchas en defensa a los jubilados; Diego nombra la politización del hincha. Del cualquiera, del común. Diego incluso estuvo como bandera en la proa de un navío que cruzó el Mediterráneo encarando contra la defensa militar más poderosa de la región. Pero mas acá, mucho más acá, Diego está, circula, contraseña de complicidad. Su figura trafica gestos, saberes en común, memoria, afirmación del placer y la creación, de la libertad. Diego Maradona, una cultura, un motivo, una causa de amor terrenal.

Prólogo a Breve historia de lo imperceptible // Sebastián Scolnik

El pensamiento político surge en condiciones inesperadas. No trabaja sobre un terreno seguro, hecho de coordenadas estables, sino que es requerido en circunstancias límite, cuando el mundo de sentidos y representaciones en el que nos movemos se agota. De repente, las palabras, las imágenes y los saberes con los que contamos para explicarnos las cosas —los que nos proporcionan nuestra consistencia— se desvanecen en medio de la conmoción. Es ahí, en esa desorientación radical, donde la fuerza del pensar debe ponerse a prueba, enfrentando la violencia de los signos que evidencian una realidad esquiva y desafiante.

El pensamiento no es una facultad abstracta ni un conjunto de ideas que puedan producirse de manera aislada, como si fuera el producto de una ingeniosa modulación retórica hecha por una mente privilegiada. Tampoco es una redundante constatación de las injusticas y los horrores del presente, que se limita a una enumeración descriptiva para escandalizarse moralmente o para decretar la imposibilidad de una transformación. El pensamiento es político cuando asume una voluntad colectiva de componer cuerpos y experiencias de lucha para enfrentar lo que nos resulta intolerable. Lo que requiere de un esfuerzo de construcción y de una lucidez incisiva que desestabilice los consensos sobre los que se erige el poder y el despojo. El pensamiento es, necesariamente, una contraviolencia. Porque interrumpe la arrogancia de un presente que se muestra inquebrantable. La falta de alternativas y la asfixia de su mismidad técnica y financiera llevan al pensamiento a dirigirse contra el poder, sus dispositivos brutales y su lengua ominosa e injuriante.

Las conversaciones que componen este libro son el resultado de una inquietud muy profunda que surgió en reuniones que mantuvimos en el mes de mayo de 2024 en el JJ Circuito Cultural con sus integrantes y con quienes también animan la biblioteca Mañana de Sol. Ya había asumido Milei la presidencia y los presupuestos con los que se había concebido el espacio, en torno a ciertas formas del compromiso militante, enunciados e identidades políticas se percibieron amenazados por un nuevo fenómeno que ponía en crisis las certezas hasta allí amasadas. La osadía del mileísmo, que trae consigo un espíritu de refutación del mundo de las ideas igualitarias, significa un desafío inédito para el mundo de las izquierdas y los nacionalismos populares. Algo del modo en que sus tópicos se gestaron, merece una reconsideración crítica para intentar comprender lo que sucede, animándonos a plantear nuestros puntos ciegos, mientras los cimientos tiemblan bajo el fervor beligerante y revanchista de la nueva derecha.

Entre estas cavilaciones, tramadas por la angustia pero también por una pulsión vital de rearmarse para la pelea, pensamos este ciclo de charlas públicas con la idea de traer antiguas formas de concebir la relación entre la teoría y la práctica, entre la experiencia y el pensamiento, que no estuvieran regladas por un modelo político, el de las últimas décadas post 2001, de fuerte matriz estatal, que solicitó encuadramientos y obediencias, cuando no cierta reiteración de consignas impermeables a su reelaboración práctica. La crisis llegó y con ella también, lejos de cualquier arrepentimiento, la necesidad de repensar por dónde seguir cuando muchos caminos fueron bloqueados.

¿Existe un archivo al que acudir para encontrar materiales, indicios y elementos dispersos, que puedan ser precursores de una creatividad nueva para el tiempo que vendrá? No buscar un modelo hacia atrás, suponiendo que allí anida una verdad a la que debemos adherir, deja disponible esas sensibilidades que habitan una memoria imprecisa, para que la imaginación circule liberando el tiempo de sus ataduras históricas. De alguna manera, en estas conversaciones hemos hecho el esfuerzo de trazar un haz de luz a través de ciertos recorridos biográficos para auscultar otros modos del hacer que fueron desechados, pero que también laten en el fondo de muchos razonamientos colectivos en los que creemos reconocernos. Cada una de estas historias políticas e intelectuales ofrendan un manojo de posibilidades para repensar estilos, prácticas y lenguajes que dialogan con lo que toca elaborar en el presente.

No sería posible una conversación como las que aquí tuvimos sin mediar una comprometida generosidad. La amistad política, precisamente, es un tipo de relación capaz de sustraerse al cálculo instrumental, a los mecanismos de validación, reconocimiento y valorización mercantil que anidan en el oportunismo financiero contemporáneo. Cada invitado e invitada ha ofrecido, como si se tratara de un don, una narración muy sofisticada y con pretensiones críticas sobre sus recorridos, dilemas y enigmas. Asuntos que también implicaron, en igual proporción, decisiones, enfrentamientos y desgarros. Mostraron distintas formas de pensar y sentir el mundo, el tipo de vida que se tramó por debajo de ciertos nombres, enunciados y organizaciones. Y con ello, nos han transportado a una dimensión histórica, material y afectiva que produjo, entre quienes estábamos ahí, una especie de perplejidad alucinada. Las conversaciones se extendieron por horas, sin que la atención se dispersara un ápice, y se prolongaron en sobremesas, entre platos y bebidas, hasta entrada la madrugada.  

Caminar por el Abasto hasta el JJ, atravesando cafés de autor, cervecerías artesanales y gimnasios donde se esculpe un renovado espíritu patriarcal, para adentrarse en estas conversaciones fue, en cierto modo, un milagro que nos regaló la ciudad. Entre sus pliegues, que se plisan en medio de la pobreza y la desolación, fue posible sustraer un espacio y un tiempo, como si en la intimidad de esas conversaciones —que en su regularidad tenían algo de ritual en el que se manifestaban emociones e inquietudes— se entretejiesen los rudimentos de una comunidad política. Una confluencia de contornos indefinidos que, sin identidad ni lineamientos prefigurados, se descubría en su ser compañera de una travesía incierta. Entre épocas y generaciones, entre una multiplicidad perceptiva y sensible, se armó una asamblea de conversaciones capaz de tejer un hilván en la historia hasta el filo mismo del despeñadero en el que nos encontramos. Si la recreación de un sentido se produce alrededor del enlazamiento entre los cuerpos —como el que se dio en estas reuniones y el que se da en tantas otras, que insisten sigilosas e impredecibles—, es necesario atraer lo disperso y lo misterioso, lo que subyace inadvertido para la mirada convencional. Porque en esa conjugación, se agita un movimiento posible que tiende a desplegar un sentido.

Quisimos que ese ademán amistoso se prolongara en un libro. Un gesto arbitrario, probablemente caprichoso, que insiste en la palabra impresa y en el esfuerzo de lectura; para sortear el cúmulo de imágenes digitales, streamings y sonidos que saturan el espacio público, y para reencontrarnos con una antigua tradición que aún conserva sus misteriosos poderes. Porque persistir en este anacronismo puede llevarnos al callejón inclemente de la soledad, pero también a un diálogo secreto y cómplice capaz de interrumpir nuestros automatismos comunicativos.

La trasmisión entre generaciones y la pregunta por los legados siempre fueron un núcleo inquieto de la política. ¿Somos una continuidad de los que vinieron antes o debemos afirmarnos en nuestra diferencia? Una generación siempre debe medirse con ese enigma. Pues en el modo de tratar con la espesa sombra del pasado se recorta un temperamento. Algo de la comunicación entre intensidades ocurrió en estos diálogos. Como si hubiera una historia secreta e imperceptible de la potencia, que viaja entre épocas, por debajo de los cuerpos y por detrás de las palabras, para hendir el tiempo y reanimar la vida. Asistimos acá a siete formas de contar la realidad a partir de la historización de experiencias diferentes. Ese guiño mariateguiano (figura muy presente en varios tramos de este libro) es el que nos permite conjeturar que lo que precisamos construir tendrá tanto de creación futura como de resonancias pretéritas. Y así, en el vaivén entre lo que nunca terminó de ocurrir, las oportunidades perdidas y lo que precisa deshacerse del macizo lastre de la continuidad, nos preguntamos si el pasado es lo que ya ha acontecido, lo que nunca ocurrió o lo que siempre está por venir.

 

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Lux: reencantar el mundo // Enzo Messina

  1. Carne

“Quién pudiera vivir entre los dos. Primero amaré el mundo y luego amaré a Dios.”

Rosalía abre Lux con una afirmación que es también una inversión teológica: el amor no sube, se expande. Se da entre, en el ida y vuelta. El primer tema es la introducción a la premisa, la pregunta que atravesará todo el disco:

“Quién pudiera venir de esta tierra

Y entrar en el cielo y volver a la tierra

Que entre la tierra, la tierra y el cielo

Nunca había el suelo”

La búsqueda del sustento material, no en el sentido del espíritu o la carne, sino de algo entre. La voz no se eleva: se distribuye. Y al hacerlo, se vuelve pensamiento encarnado.

Después de sus dos discos españoles, el primero flamenco, el segundo flamenco fusión, Rosalia sale al mundo con Motomami, se descompone en mil pedazos, en mil ciudades, lo cuenta con detalle en Reliquia, sin embargo, como la justine de Sade, tiene algo inaccesible, indestructible:

“Pero el pelo vuelve a crecer

La pureza también

La pureza está en mí

Y está en Marrakech, no, no

No soy una santa, pero estoy blessed”

En la primera parte de Lux, la carne canta, es búsqueda, confesión, plegaria y exorcismo.

Foucault planteaba en el tomo IV de La historia de la sexualidad que en el cristianismo temprano la carne se convierte en medio de revelar la verdad del deseo, y se vuelve objeto de vigilancia y purificación.

La música, aun electrónica como en motomami, comienza a integrar los ritmos urbanos con una música más espiritual y el regreso fuerte del flamenco en mezcla de lenguas. La orquesta irrumpe como un cuerpo colectivo de respiraciones y tensiones. No hay acompañamiento, hay lucha en búsqueda de comunión.

El cuerpo se vuelve superficie del dolor/saber/placer. La voz ya no pide permiso para doler: se deja atravesar por el sonido hasta confundirse con él. Aquí, el deseo no busca redención sino lucidez.

  1. Goce y mistica

En una segunda capa, el fuego toma el cuerpo, pero no lo anula. Rosalía entra en la zona de lo místico sin abandonar nunca el pulso de la máquina.

Lacan, en el Seminario 20, recordaba que en Santa Teresa el goce no es éxtasis sino agujero: un punto donde el lenguaje se quiebra y el cuerpo habla por sí mismo.

“Mi piel es fina

De porcelana

Y de ella emana

Luz que ilumina

O ruina divina”

La elección de Santa Teresa por parte de Lacan, y la elección de las Santas en la que Rosalia basa cada canción, no es meramente anecdótica, es más que historia, habla de un goce excedente, más allá de las normas y que tiene algo de experiencia límite, un encuentro con lo que no es completamente representable en el lenguaje, en lo simbólico, que escapa a la opinión.

Por “carne” entendemos esta materialidad del cuerpo que goza, que experimenta ese exceso, esa intensidad representa un exceso de lo que en la función fálica que representa la ley. En Lux, el pensamiento no se articula, deviene mujer, circula por el cuerpo.

Las castañuelas se funden con el sintetizador, el rezo con el beat, la orquesta con el glitch. Pensar se vuelve respirar entre sistemas: el barroco y el digital, el flamenco y el código, el alma y el circuito.

Rosalía no predica una trascendencia; ensaya una conexión al mismo tiempo con la tierra y el cielo. La espiritualidad no está arriba, está entre: entre las voces, entre los cuerpos, entre las vibraciones que no necesitan sentido para tener verdad.

  1. Beatitud

De a poco en el disco, la voz de Rosalía, las múltiples voces que lo habitan, se disuelven en coros multilingües; los trece lenguajes no representan únicamente distintas culturas, son una celebración de la diferencia, un canto a los modos de expresión de una misma sustancia.

En “Magnolias”, la última canción, todo se calma: la carne ha comprendido que no hay cima, solo respiración compartida. La voz ya no es confesión, sino aire. Lo que Rosalía no complete en vida lo completamos todos. La música deja de ser acontecimiento y se vuelve atmósfera.

El saber no viene del más allá: surge del contacto entre cuerpos que se reconocen como expresiones singulares de la misma sustancia. La iluminación, entonces, no es revelación: es reconciliación.

  1. “Ego sum nihil, ego sum lux mundi”

“Mar eterno y bravo

La eterna canción

Ni tiene salida

Ni tiene mi perdón”

Rosalía no huye de la trascendencia por rechazo, sino que la consume para devolverla al plano del mundo, cumpliendo, sin nombrarlo, el gesto spinoziano por excelencia: afirmar que todo lo sagrado ya está aquí, en los cuerpos que componen, en las potencias que se encuentran.

Rosalia lo dice explicitamente, “se desaparecer”, devenir imperceptible, y en esa desaparición compone perceptos y afectos que existen en sí mismos aumentando la potencia de sentir, como pide Deleuze en Qué es la filosofía?.

El disco se nutre de las diferencias, de variaciones de intensidad y afecto, y produce experiencias estéticas que abren nuevas líneas de fuga hacia territorios conceptuales inexplorados.

LUX puede leerse como una práctica de inmanencia: la artista atraviesa las formas trascendentes (Dios, pureza, cielo, intervención divina) solo para reinscribirlas en un plano único, en el cuerpo sensible, en el deseo, en el encuentro.

Rosalia logra redistribuir las posibilidades de lo que suena, montada sobre los sedimentos de la historia a los que devuelve a un proceso vivo, nómada y transformador, abriendo otras posibilidades al pensamiento y a la percepción.

Lux no predica, ni consuela: compone una ética del sonido. Una filosofía cantada y encarnada que afirma que la verdad no se piensa, se vibra.

  1. Deus sive Natura sive Lux

“Yo quepo en el mundo

Y el mundo cabe en mí

Yo ocupo el mundo

Y el mundo me ocupa a mí

Yo quepo en un haikú

Y un haikú ocupa un país

Un país cabe en una astilla

Una astilla ocupa la galaxia entera”

Rosalia, como Joyce inventa su propio idioma, y se propone a la posteridad de universitarios para el estudio. Musicólogos de todo el mundo están ya manos a la obra. A los entendidos les corresponde esa tarea.

Aquí, en esta lectura caprichosa, entre la carne foucaultiana y el fuego lacaniano; entre la composición deleuziana y la Beatitud spinozista, postulamos que el disco construye una ética.

Restituir el tiempo de la escucha, el valor del símbolo, y la potencia de la historia para una generación que vive en un mundo instantáneo de imágenes inconexas. Por eso a diferencia del anterior, presentó este disco en silencio, en la oscuridad, tendida entre telas blancas con una audiencia muda. Propone el reencuentro con un infinito que se canta a sí mismo en múltiples lenguas, en mil ritmos fusionados, en millones de modos de amar, que se pliega y se despliega eternamente.

En Lux, disco Aleph, Rosalia no solo brinda el mayor ejercicio de educación musical que se le haya brindado a su generación, también remite el cuerpo a la carne, lo explícito al misterio, lo expuesto al símbolo, la búsqueda de trascendencia a la inmanencia, y en fin, la posverdad a la verdad hecha carne.

El horror familiar * // Paolo Virno

Para orientarse lo mejor posible en el enfangado asunto de las raíces, es necesario recurrir a la pequeña obra de Freud, Lo siniestro (1). En unas pocas páginas, se dice lo esencial sobre los llamamientos al origen (nación, etnia, tradiciones culturales, etc.) que, de vez en cuando, devuelven su salvajismo a la metrópoli posmoderna.

Freud observa que el término alemán heimlich, que designa lo que “recuerda al hogar” y da un sentimiento de intimidad, “desarrolla su sentido, no sin ambigüedad, hasta hacerlo coincidir con su contrario unheimlich”. Lo familiar se torna inquietante, lo que protege también amenaza, la anhelada raíz revela una naturaleza siniestra. Instruido por su lengua materna (amén de la utilización del diccionario establecido por los hermanos Grimm, autores de cuentos que ilustran maravillosamente la dialéctica del heimlich), Freud interpreta el terror que se apodera de nosotros ante la inquietante extrañeza (los fantasmas, por ejemplo), como si se tratara de una reacción traumática ante lo “familiar” que, sin esperarlo, resurge bajo aspectos completamente diferentes. Se trata asimismo del contenido perceptivo y emocional de la familiaridad pasada y del pavor presente, sólo que el idilio se ha transformado ahora en pesadilla.

 

El par heimlich/unheimlich, familiar/inquietante merecería el centro de la reflexión ética contemporánea. Para convencerse de ello, no hay más que recordar que el término ethos, por su parte, no significa otra cosa que «hábito». Si nos confiamos a la sabiduría de la etimología, la ética no designa una vida plena de «valores y de deberes», sino una vida que goza de la holgura que procuran las viejas costumbres, íntimamente compartidas por los individuos. Sin embargo, nada es hoy tan paradójico, tan excéntrico y, en definitiva, tan poco habitual como esta reivindicación de una sólida costumbre que oriente con seguridad la mirada y la acción. Nada suena más falso. Más siniestro. Más inquietante.

 

Ya se sabe, la «pasión dominante» de la modernidad capitalista consistió en arrancar una por una todas las raíces, destruir las comunidades tradicionales, reemplazar la costumbre por la repetición (o incluso por la compulsión a la repetición). Con la deslumbrante claridad de la técnica, y, de modo más general, con el universalismo de las fuerzas productivas sociales, los umbríos senderos del heimlich desaparecen. Todo es perfectamente conocido y, sin embargo, a la par extraño; sin misterio, pero imprevisible. Precisamente hoy, en estas condiciones de irreversible desarraigo, resurgen inesperadamente formas de pertenencia atávicas, implantaciones protectoras, formas identitarias semejantes a un destino. Sin embargo, sería un error considerar esos resabios como una resistencia romántica que opondrían los adeptos de la tradición: de ésta ya no existe memoria directa. Hace mucho tiempo que la modernización no revoluciona más que los dominios de experiencia ya marcados por la convección y el artificio, ya acometidos muchas veces por innovaciones repentinas. El atractivo por las raíces familiares es, a su vez, ultramoderno: tan virulento como subrepticio. Se trata de un “sangre y suelo” de plástico, de arcaísmos de supermercado, de orígenes postizos. El heimlich de antaño reaparece bajo la forma de un progrom massmediático, orgullo étnico de spot publicitario, sometimiento posmoderno de los cuerpos; unheimlich, pues. Aquél que trata de decir: “patria, comunidad, vida auténtica”, emite gritos estridentes y terroríficos, dignos de un aparecido. En lo sucesivo, la mezcla entre lo familiar y lo espantoso es sistemática: no oímos hablar de lo primero hasta que no nos percatamos de lo segundo.

 

Jean Améry (seudónimo de Hans Mayer, judío austríaco que, tras haber huido a Bélgica escapando de los nazis, fue capturado, torturado y deportado a un campo de exterminio) dedica un capítulo en su Más allá de la culpa y de la expiación(2), a la siguiente cuestión: “¿hasta qué punto necesitamos una patria?”. Que quede claro: aquí no se trata, como es evidente, del Estado-nación, sino del lugar en el que uno ha crecido, la Heimat (justamente el sustantivo del que proviene heimlich). En pocas páginas Améry traza una admirable fenomenología del exilio. Es cruel el desarraigo, sobre todo para quien no es religioso (la fe de los padres es una Heimat de reserva, portátil por añadidura), no tiene dinero (el dinero procura flamantes raíces) y no goza de ninguna notoriedad. La emigración se asemeja, en muchos aspectos, a un envejecimiento prematuro. Es la proyección, a escala social, de los rasgos típicos de todo declive individual, que comienzan por la sensación de “no comprender ya el mundo” (numerosas páginas del libro de Améry sobre la vejez, Acerca del envejecer(3), deben ser leídas como un complemento al capítulo sobre la pérdida de la Heimat en Más allá de la culpa y la expiación; y viveversa). En Bélgica, Améry sufre de una “inestabilidad” incurable; se orienta mal en su nuevo entorno, ha perdido sus capacidades de discernimiento instintivas, las únicas capaces de protegerle del azar. En los gestos de los demás no es capaz de distinguir a primera vista la indiferencia tranquila de una eventual amenaza; los ritos culturales oficiados ante su presencia le resultan incomprensibles; no capta las referencias evidentes a un trasfondo común; su gusto por los matices se atrofia.

 

El diagnóstico que formula Améry sobre el exilio se corresponde bastante bien –y el autor es consciente de ello– a la descripción de la experiencia corriente de la metrópoli o a la debacle que la continua mutación de los modos de trabajo y de comunicación provoca en las consciencias y en los sentidos. Sobre todo en nuestros días, donde asistimos a la elasticidad posfordista de los empleos y de las funciones, ¿quién puede decirse seguro de sí mismo y capaz de prever el futuro? ¿Quién puede jactarse de tener una red de protección contra las incertidumbres y los empellones de lo «nuevo»? Extraña Bélgica para un Améry refugiado; extraño el paisaje urbano, incluso para el que está habituado y no podría vivir en otro lugar.

 

Sin embargo, si el exilio empobrece, la nostalgia por la supuesta riqueza de los orígenes se revela paralizadora. A este respecto, Améry narra un episodio revelador: en 1943, el autor y sus amigos resistentes frecuentaban un apartamento adyacente a otro que ocupaban miembros de las SS. “Un buen día, el alemán que se alojaba justamente bajo nuestro escondrijo se despertó de su siesta a causa de nuestras palabras y nuestros movimientos. Subió, golpeó violentamente la puerta, la abrió con gran estruendo y entró. Con el uniforme desarreglado y los ojos rojos por el sueño, el militar no se preocupó de investigar, sino que pidió silencio”. Llegamos así al punto fundamental: “Ahora bien, sus exigencias –y esto me resultó lo más espantoso de toda la escena– las vociferó en el dialecto de mi país. Hacía siglos que no escuchaba esas entonaciones, y ellas hicieron nacer en mí el insensato deseo de responderle en su pobre dialecto. Me encontraba en un estado de ánimo paradójico y casi perverso, en el que la angustia paralizante se mezclaba con el impulso del corazón, puesto que el buen mozo (…) se me presentó de buenas a primeras como un camarada potencial. ¿Bastaría con que le dirigiera la palabra en su lengua, en mi lengua, para luego celebrar entre compatriotas, con una botella de buen vino, una fiesta de reconciliación?” En ese instante Améry comprende de una vez por todas hasta qué punto es repugnante el sentimiento de la Heimat. Intuye además que nunca ha existido un lugar familiar y que lamentarlo es una superchería autodestructiva («Qué comedias vergonzosas son los retornos al país con falsos papeles y genealogías usurpadas»). Aquél que busca sus raíces, terminará un día emocionándose ante el dialecto de un SS. Un tipo de emoción que acecha siempre a aquél que, en la metrópoli contemporánea, conserva aún el sueño de una pequeña patria imaginaria que es necesario recobrar forzosamente.

Es preferible permanecer en la indigencia moral y sensorial inscrita en el exilio o en el desarraigo social en vez de acudir a imágenes cargadas de turbadoras promesas. No obstante, hay un «pero». A pesar de todo, es inútil –y, a la larga peligroso– desembarazarse alzando los hombros de la exigencia de un lugar familiar; y Améry lo sabe perfectamente. Una vez que se han esquivado cuidadosamente todas las trampas de la nostalgia, queda aún «el deseo de vivir entre las cosas que nos cuentan historias», de experimentar una holgura de sentido en relación al propio contexto de vida. La partida se juega sobre una línea divisoria muy sutil: el solaz en cuestión, es una apuesta histórica y no algo que estemos seguros de poseer de antemano. Una tarea que hemos de arrostrar, no una herencia. Para ser más exactos: es una experiencia que sólo puede surgir a partir del exilio en Bélgica o de una completa desorientación en una ciudad.

Es preciso entender la costumbre, es decir, el ethos, como algo que está en las antípodas de las “raíces”, y que se deja entrever únicamente cuando sus últimos rasgos han desaparecido.

 

Pero, al fin y al cabo, ¿qué es esta “costumbre” no originaria, no presupuesta, de segundo grado? A grandes rasgos, poco más o menos, en una primera aproximación, su posibilidad corresponde a la actualidad siempre diferida de lo que se ha venido designando, desde hace doscientos años, con el nombre de comunismo.

 

* “Orrore familiare» fue publicado originalmente en Radici e nazioni, Manifestolibri, Rome, 1992; en francés en Conjonctures, n°22, Québec, primavera 95, p. 47-51.

Traducción del francés de Beñat Baltza. Publicado en la revista Archipiélago, número 54, año 2002.

 

1. Lo siniestro, Obras completas. Tomo III. Editorial Biblioteca Nueva. 1973. NdT2. Más allá de la culpa y la expiación.  Traducción de Enrique Ocaña,Valencia, Pretextos 2001. NdT3. Revuelta y resignación. Acerca del envejecer.  Traducción de Marisa Siguan Boehmer y Eduardo Aznar Anglés. Valencia, Pre-Textos 2001. NdT

 

 

 

 

Paolo Virno: las muchas formas del adiós // Diego Sztulwark

El sábado 8 por la mañana llegó la noticia de Italia del fallecimiento de Paolo Virno, a sus 73 años, del notable filósofo y activista obrerista. Para quienes lo conocimos personalmente podemos decir que fue un gran tipo, para lo que entraron en contacto con su pensamiento, habrán advertido que se trató de uno de los grandes pensadores comunistas (preso, justamente, por haber practicado una política a la izquierda del célebre PCI, tan idealizado por el progresismo/populismo argentino) de nuestro tiempo. Algunos de sus libros orientaron a una generación de militantes en Argentina. En particular, ese seminario exquisito y radical luego publicado con el título de Gramática de la multitud, publicado en 2001, en la colección Puñaladas dirigida por Horacio González. La fecha no puede pasar desapercibida, y de hecho, la noción de “multitud” ingresó en la gran discusión sobre cómo convenía llamar la experiencia de los “muchos” insurrectos que por esos días conmovían al país (y la región). Paolo insistía por entonces (y yo creo que tenía la razón, tanto entonces como ahora) en que hay una memoria y una capacidad de institución que tienen las diversas figuras del trabajo (el pueblo considerado desde su propia capacidad de rebelión al mando de la acumulación de capital, indisolublemente ligada a la forma estatal). No lo entendieron así quienes por izquierda interpretaron que lo nacional-popular debía aceptar el monocultivo y neoextractivismo como horizonte, haciendo de la noción del pueblo una renuncia a modificar la estructura de poder de clases en el país. Si hubiera que poner título a aquel debate pre-kirchnerista sobre el papel que debía jugar el Estado en la composición de un sujeto político bien podría ser “pueblo o multitud”.

Hubo de pasar aún cierto tiempo para que, con la edición de La ambivalencia de la multitud, se alcanzase a apreciar la especificidad que la noción de multitud tenía para Paolo (en polémica con la que Toni Negri y Michael Hardt exponían en su muy discutido manifiesto Imperio). En efecto, si para Virno la multitud expresa también la cualidad de los muchos como potentes productores de riqueza, su concepto no puede excluir la ambigüedad constitutiva que esos muchos poseen por el hecho de ser parte de la relación social capitalista. Paolo fue, como se sabe, un gran militante de la corriente autonomista (o post-obrerista) del marxismo italiano, que supo ser historietista, profesor universitario tardío y editor de revistas (como Luogo Común).

Si hubiera que poner título a aquel debate pre-kirchnerista sobre el papel que debía jugar el Estado en la composición de un sujeto político bien podría ser “pueblo o multitud”.

En su paso por Argentina, invitado por el Colectivo Situaciones a mediados de la primera década de este milenio, no pasó desapercibido: brindó una conferencia en la Facultad de Filosofía y Letra y otra entre activistas de Florencio Varela –en el barrio Pico de Oro–, disertó en la Biblioteca Nacional y participó de talleres con activistas de los call centers (registrada en el libro Quién habla? Luchas contra la esclavitud del alma), dio una clase maravillosa en la Universidad experimental de Rosario y otra en Flacso, y conversó largamente en un taller comunitario en la Escuela Creciendo Juntos, de Paso del Rey, Moreno (publicada luego en el libro Un elefante en la escuela). De ese paso suyo queda un registro memorable en el libro de Sebastián Scolnik Nada que esperar. Historia de una amistad política. Entre sus muchos libros publicados en español hay algunos verdaderamente inolvidables, como Virtuosismo y revoluciónRecuerdos del PresenteAmbivalencia de la Multitud o Cuando el verbo se hace carne (primer libro de Tinta Limón, en coedición con Cactus).

Su último trabajo importante, publicado en castellano fue Sobre la impotencia, última y magnífica reflexión sobre la autonomía como auto-institución de clase. Su tesis, simple, poderosa y erudita es que la potencia de la fuerza de trabajo es inédita, pero al día de hoy, sólo empleable por el capital. Y que solo la comuna, es decir, el gesto que se apropia de las reglas y rituales que se crean en y desde la praxis permitiría sobreponerse a la enorme y pesada impotencia que sufren los trabajadores ante a su propia incapacidad de hacer uso de esa potencia subyugada al mando capitalista.

Paolo fue un gran –un refinado– marxista, que buscó en Heidegger, en las neurociencias y en la lingüística las claves para comprender la inversión del “Intelecto General” (de la propia vida) en las mallas de las relaciones de explotación contemporáneas. Dos recuerdos se me imponen en el momento de enterarme de su partida: su prólogo a la edición argentina del fascinante Recuerdos del presente (firmada en 2003), dedicada a “un lector interesado tanto en la Historia de la eternidad de Borges como en el destino de los piqueteros” (ese “tanto” que sigue siendo tan incomprendido entre quienes consideran a Virno parte de las efímeras modas europeas y no del más sensible internacionalismo que cabe reconstituir) y el final de su conferencia en la Biblioteca Nacional donde terminó diciendo, con toda la tierna seriedad de que era capaz, que este siglo veremos el fin del dominio de la burguesía. Con pensadores así, sí que vale la pena trabajar.

Publicado en Tinta Limón Blog

Las ciencias sociales y el pensamiento político (*) // Sebastián Scolnik

 

En el número 11 de la revista La Biblioteca, correspondiente a su tercera época (2011), hay una interesantísima conversación entre Christian Ferrer y Horacio González. Entre los numerosos temas, tratados con las inflexiones propias de una refinada elaboración, pero también con los tonos dramáticos de un pensamiento desgarrado por los dilemas que ensombrecen la experiencia humana, Ferrer dijo que los gobiernos kirchneristas representaban el triunfo, nada virtuoso, de las ciencias sociales. ¿A qué se refería el autor de La amargura metódica? Si no hemos entendido mal su reflexión, o tal vez habiéndolo hecho, Christian Ferrer plantea que hay un pasaje del aislamiento de las ciencias sociales, ocurrido en la década de los 90, hacia un reconocimiento en el habla política que incorpora un conjunto de categorías que, súbitamente, se pusieron de moda mediante el consumo de bibliografías importadas. Estas “recepciones”, como suelen llamarlas los que estudian la “Historia de las ideas”, fueron alojadas con una fervorosa curiosidad cuando no con un cándido optimismo o una devoción tranquilizadora. Las ciencias sociales pasaron a ser como un sistema de descargas de “updates”, actualizaciones que reflejan la falta de singularización de las palabras y su uso abstracto, como etiquetas aptas para la clasificación de las diferencias sociales o la emergencia de fenómenos que no alcanzamos a comprender.

 Dirigentes políticos, periodistas, profesores y científicos comparten, por fin, un lenguaje tramado por ciertos usos del discurso académico, lo que ofrece una nueva oportunidad para los especialistas del análisis de la sociedad, para los productores de conocimientos a gran escala y para los “críticos”. Estos últimos, se destacan auscultando en las huellas del pasado las sensibilidades disidentes aplastadas por la disciplina de un capitalismo de índole estatista, por los marxismos más rústicos o los movimientos populares que no admitían pensar por fuera de los criterios del poder. Pasar el cepillo a contrapelo del pensamiento occidental, recuperar trayectorias, nombres y teorías críticas no siempre es sinónimo de politización. Por el contrario, hay todo un sistema de pasteurización de figuras y enunciados que, extraídos del núcleo vivo de problemas que enfrentaron en su época, se intercambian en el mercado de variedades como sistemas de validación y reconocimiento, políticas del prestigio y modos de acumulación de carreras, cargos y figuraciones. Así, el filósofo Frantz Fannon, el poeta Aimé Césaire o el teórico W.E.B Du Bois pueden ser las contraseñas de un post colonialismo universitario global sin anclaje en las resistencias reales contra el racismo y la explotación. Lo mismo puede ocurrir con las teorías del feminismo radical y del marxismo crítico que, sin recreaciones concretas y reelaboraciones situadas se transforman en recetas o discursos morales equivalentes en el mundo de las discusiones mediatizadas y las redes sociales.

Todo este asunto podría ser considerado una banalidad más de la industria cultural y de los medios de comunicación, pero adquiere una especial relevancia en la medida en que estas nociones flotantes, que con el tiempo pasaron a ser “dogmas de obediencia”, redefinieron la idea misma de la política. Porque el viejo consenso democrático planteado por el alfonsinismo, que tuvo en el Nunca Más su punto de apoyo fundamental, produjo una idea de ciudadanía siempre en estado de incompletitud: las demandas políticas debían ser satisfechas a través de la representación. Por esta vía, siempre la presencia de los cuerpos requiere de un suplemento, una demasía que no se agota en la mera existencia de una injusticia o en la constitución de un antagonismo. Siempre se precisa una interpretación por parte del poder, sus estructuras institucionales y sus formas de inteligibilidad. Más tarde, durante el kirchnerismo, la política reparatoria se hizo presente dando una vuelta más a la victimización de los sujetos (sean víctimas del terrorismo de Estado o del neoliberalismo). Estas figuras de una democracia consensual, demandaban un tipo de acciones en las que el Estado interpretaba las necesidades a través de “políticas públicas” o programas de asistencia social. El “empoderamiento” de las comunidades para formular sus reivindicaciones, y la construcción de instancias como las “secretarías de abordaje territorial” eran dos caras de la moneda a través de las que los movimientos sociales se convirtieron en organizaciones que actuaban como apéndices del estado renunciando a la constitución de un horizonte político propio y una lengua con la cual expresar sus puntos de vista.

Hay una contra historia de movimientos populares y campesinos, luchas obreras, Madres de Plaza de Mayo, Hijos de desaparecidos, grupos piqueteros, prácticas del pensamiento, el arte, la salud, la educación, la producción y el consumo popular que nunca asumió esta subordinación: la de ser hablados por un sistema que no admite que el sujeto político no es una parte de una totalidad, sobre la que se requieren intervenciones, interpretaciones, clasificaciones y representaciones, sino que es una universalidad concreta: habla a todos sin hablar por nadie. Desde esa singularidad de una lucha, produce reivindicaciones, conocimientos, formas organizativas y de intervención. También enunciados, sentidos y formas comunicativas.

Ya con el mileísmo, y frente a la anomalía que las nuevas derechas traen como una interpretación violenta y refutatoria de la experiencia de las izquierdas y los nacionalismos populares, también de los progresismos y los consensos democráticos, las ciencias sociales acudieron nuevamente a la cita. No bajo la pulsión política de una resistencia sino como un intento por comprender la novedad y revalidar sus procedimientos y legitimidades. Su idea de investigación siempre es exterior a su “objeto”. No se implica en esa experiencia ni puede asumir la existencia de un momento de conmoción, un desafío en el que la extrañeza y la incertidumbre se hacen presente para desafiar nuestros propios esquemas de comprensión. Hemos visto el resurgir de una antropología social o una sociología popular, que se esmeran en traducir para las clases medias los comportamientos del mundo conurbano, describen la subjetividad que emerge de la precariedad laboral y de las condiciones de vida. Pero todo esto sin que nada de lo que hacen modifique la propia existencia, los lugares de enunciación y las prácticas mismas de investigación. ¿Es sencillamente la novedad un fenómeno desentrañar o se trata de otra cosa? La investigación sin experiencia política es un modo de reorganización de los elementos de la realidad bajo regímenes discursivos y narrativas que no se proponen percibir lo que está por debajo de las visibilidades de una época. En ese sentido, percibir es crear. Crear antagonismos para construir formas del conocimiento y la acción; para forjar puntos de vista y constituir sentidos que rescaten a la vida de esta pobre experiencia contemporánea.

Hablar se ha vuelto difícil. Porque la relación entre el habla y la práctica entró en un impasse. Se habla de muchas maneras, pero se vive de una sola. Mismidad financiera, redundancia del capital, guerra y asedio del mundo digital. Por eso el lenguaje, aunque tenga pretensiones revolucionarias, se ha vuelto asfixiante. Porque no es capaz de expresar una diferencia real entre formas de vida. Hace un siglo, Oliverio Girondo redactó el Manifiesto de la revista Martín Fierro. En este texto, radical y mordaz, de fuerte tonalidad vitalista, hacía un llamamiento a crear un movimiento hacia una nueva sensibilidad, contra el hábito y la costumbre, contra la comodidad de los formulismos consabidos y “la impermeabilidad hipopotámica del honorable público”.  Quizá carezcamos de esa osadía y haya que ubicar ahí nuestra falta de imaginación y el tedio que nos produce nuestra relación con el mundo. 

Pero solo recobrando algo de este ímpetu, cien años más tarde, tal vez nos animemos a reunirnos, organizarnos y enfrentar el poder, emancipando la lengua para rodear los enigmas del mundo popular, su espíritu rebelde y las formas de humillación y el dolor que se encuentran en el fondo de sus padecimientos.

 

*Texto escrito para el Podcast de la Revista Crisis

Pasajes virnianos (*) // Sebastián Scolnik

Pueblo y multitud

En febrero de 2002, apareció en el diario Clarín una entrevista a Paolo Virno, realizada por Flavia Costa, en la que el refinado filósofo italiano comparaba los cacerolazos con las protestas de Génova (1999) y Seattle (2001). Para Virno, estábamos ante la emergencia de un nuevo sujeto político, la “multitud”, que es el modo de ser de la fuerza de trabajo en el posfordismo. A diferencia del pueblo, este sujeto rechaza las categorías de la representación política y la delegación de los poderes en el Estado, absorbiendo las “capacidades genéricas” de la especie humana, el len­guaje y la comunicación, y reapropiándose de los saberes y poderes “congelados en los aparatos administrativos del Estado”. La revuelta argentina, para el italiano, mostraba la cara más sensible de la globalización. Una política de éxodo como defección colectiva del vínculo social ligado a la forma salarial, a la soberanía moderna y al consu­mismo social.

Nicolás Casullo respondió rápidamente criticando el optimismo acerca de las consecuencias de la globalización. En su opinión, la aparición de la categoría de “multitud” para dar cuenta de la superación del viejo proletariado y de los frentes policlasistas de las izquierdas clásicas era una muestra más de un conjunto de categorías manualescas, como tantas hubo en el siglo XX, que obraban como rece­tarios esperanzadores para “grupos militantes a la intem­perie”. Para el director de la revista Pensamiento de los Confines, la lectura del nuevo poder global, asumida como la resultante de la sociedad de mercado articulada por el mundo de las finanzas, impedía desarrollar una lectura de los poderes reales y concretos. El belicismo norteameri­cano y el nacionalismo relativizaban el fin de las fronteras globales tan declamado y volvían ilusoria la idea de unas multitudes anárquicas que enfrentaban ese poder difuso y abstracto. En la mirada de Casullo no había un éxodo, sino una expulsión por parte de esos poderes “reales” de las poblaciones respecto al trabajo, el salario y el Estado. No eran multitudes en fuga, sino desesperados y estafados. Restos de la vieja clase obrera y ahorristas “clasemedieros” que corrían en defensa de los últimos vestigios de su indi­vidualismo propietario.

También en febrero de 2002, en Página/12, María Moreno entrevistó a Horacio González. Para él, no se podía pensar en una exclusión entre dos categorías, pueblo y multi­tud, sino que había que pensar un “interlineado” en el que la multitud está en el pueblo y este reaparece en los momentos de multitud. A pesar de que manifestaba no conocer a Paolo Virno —a quien le editó su gran libro Gramática de la multitud, en la editorial Colihue, dentro de la colección Puñaladas, que él dirigió—, para González había que “pasar el nuevo sujeto constituyente por el cedazo de la tradición popular argentina”. La multitud no se desprendía de una dócil recepción de bibliografías, sino que había que con­sultar los “folios de los anaqueles nacionales” para extraer el concepto de multitudes de Ramos Mejía, a las que veía como síntoma de la emancipación y no del modo asustadizo con el que las pensaba un Gustav Le Bon. Las multitudes, en Ramos y en González, son la problematización de la razón de la mano de unas pasiones políticas que expresan la emoti­vidad del que sale a la plaza pública. Pero ese momento clave, en el que uno sale arrojado por la decisión y las circuns­tancias, puede dar lugar a distintas situaciones: “La cacerola incluso podría ser el símbolo de que aun en la calle deseamos la pronta reclusión en el ámbito doméstico”. Esta sería la ver­sión del ahorrista desesperado que sale por temor a la posible pérdida de su propiedad. Reconociendo esta posibilidad en que la excepcionalidad se predispone a ser reabsorbida en la vida cotidiana “normal”, González reprende a Casullo por su condena a priori. A pesar de disfrutar de su acidez corrosiva, advierte que esta podría llevarlo a perderse de las novedades que puede traer la lucha política. Entre una multitud como aquel acto espontáneo de “iniciación” política y el pueblo que “está siempre ya iniciado” se cifra una dialéctica entre el abismo y los antecedentes de la historia. En su opinión, “cuando los caceroleros hablen de los piqueteros, todos esta­remos más cerca de la memoria nacional”. Y ese gesto abriría la posibilidad de percibir una nueva relación de la ciudad con los cuerpos y con las ideas.

Solo una volta nella vita

La reunión transcurría con un altísimo grado de concentra­ción. Ya habíamos estado un par de horas discutiendo sobre distintos asuntos medulares. La necesidad de producir ins­tituciones propias para desplazar el “mal” y dar consistencia a la duración de las prácticas, la relación entre regla y expe­riencia, entre potencia y acto, la infancia como el estado de mayor lucidez para asumir las nuevas condiciones sociales y políticas, por su disposición permanente a la novedad, el problema del Estado y su relación con los movimientos sociales. Eran muchas cosas importantes. Había un plato con yerba usada —que fuimos cambiando a medida que se lavaban los mates— en el que los fumadores hundían las colillas de cigarrillo para evitar que siguieran quemando en el cenicero. ¡Una chanchada! El humo flotaba estancado, aun con una de las hojas de la ventana abierta.

En la reunión participaban Antonio Fonseca, Nadia Mansilla, Valentina Balbo, el Polaquito Soiler y el Negro Fuentes. También estaban Sandro Mezzadra, quien durante muchos años fue un interlocutor muy importante, y Paolo Virno, que con su voz pausada y gruesa saltaba de un tema a otro con tremenda profundidad. Paolo era alto, con ras­gos pronunciados y manos grandes. Ojos claros y poco pelo. Sonreía buenamente y disfrutaba de cada comenta­rio. Por momentos uno tenía la sensación de que en su mirada se traslucía un dejo nostálgico. Virno había tenido una vida dura. Estábamos todos muy contentos con el desarrollo de la conversación. Se notaba en nuestros ros­tros. Hasta que una frase cortó el clima. Dijo Paolo: “Solo se tiene una experiencia política una vez en la vida”. Todo lo demás, lo que viene después, de acuerdo a la visión de Virno, ya está teñido por aquello que viviste y modificó tu sensibilidad. Hice un paneo rápido y noté cómo lo que era una sonrisa complaciente hasta hace minutos iba trocando en gesto adusto.

Paolo no estaba diciendo una cosa demasiado distinta a la que formuló en su extraordinario libro El recuerdo del presente. Ensayo sobre el tiempo histórico, en cuyo prólogo a la edición en nuestro país sostenía que el libro solicitaba un lector argentino que fuera “capaz de interesarse igual­mente por la ‘Historia de la eternidad’ de Borges” como por “el destino de los piqueteros”. Borges y los piqueteros. Una relación a la que pocos intelectuales argentinos se hubieran animado. Habíamos leído el libro con fruición. Un bellí­simo trabajo sobre el tiempo en Nietzsche y Bergson, lleno de reflexiones sobre la relación entre memoria y experiencia, entre lo actual y lo virtual. Pero esa frase de Paolo, dicha en ese momento, cuando todos percibíamos que nuestra experiencia política, esa que dio sentido a nuestra existencia colectiva, estaba extinguiéndose de a poco, sonó como un estilete que se clavaba certero en el corazón.

Reaccionamos todos. Primero el Negro, que si hubiese pensado más serenamente las palabras de Paolo, que a nosotros nos sonaban provocativas, se habría dado cuenta de que no hablaba de otra cosa que de lo que había sido su propia historia, la de alguien que sobrevivió a la dicta­dura en el exilio y volvió para rehacerse bajo el peso de esa experiencia primera. Luego fuimos de a uno planteando reparos y objeciones diversas: que si la vida debía darse por concluida, que siempre se puede recomenzar, que lo propio del ser político es el devenir, etcétera. Y Paolo, con gesto amable y tono cordial, se mantenía en sus trece. Nos fuimos preocupados. Nos tomó mucho tiempo descubrir que Paolo Virno tenía razón, y que toda experiencia política, cuando atraviesa un umbral en el que uno logra percibir algo más allá de lo posible de una época, va a moldear nuestro modo de concebir el mundo. No porque lo que venga sea senci­llamente una repetición degradada de aquello que vivimos con tanta intensidad. Tampoco porque uno deba retirarse y dejar de hacer cosas. Paolo, sencillamente, planteaba que eso que hiciste y te dio vuelta como una media siempre va a estar con vos en todo lo que hagas. Y cada cosa va a ser tamizada por ese modo de sentir que funda una nueva existencia. A partir de ese entonces, ya teníamos unos lentes para mirar el mundo que venían con nosotros y nos ayuda­ban a ver lo nuevo con una predisposición adquirida que ya estaba en nuestra memoria. ¿Eran las palabras de Virno un ejercicio de la nostalgia y la resignación o había allí una sabiduría que nos transmitía para anoticiarnos acerca del tiempo que vendría?

El sonido de los caracoles

A Paolo lo conocí en Barcelona. Había sido invitado por un museo que también siempre nos invitaba a nosotros (hacía de su sentido el “invitar”). Santiago López Petit, a quien conocí también en esos días, le pidió que fuera a dar una clase a su curso (enseñaba filosofía en la Universidad de Barcelona). Y Paolo fue. Santi hizo una presentación muy amorosa, en la que narró las vicisitudes biográficas del italiano y también repasó algunos de sus aportes teóricos fundamentales. Virno contó, para describir la mutación del tiempo histórico alcanzada en el posfordismo, que cuando entró a la cárcel trabajaba con una vieja máquina de escri­bir Olivetti, y cuando salió se encontró con el mundo de los “ordenadores”. Era muy emocionante escuchar el modo en el que los conceptos eran narrados por el hilván de la historia personal. Al día siguiente, dimos una charla con Paolo en una “ocupación”, cercana al barrio Forat de la Vergonya, que también era objeto de una disputa entre el ayuntamiento y los movimientos sociales. Allí recuerdo que planteé dos cosas: que un colectivo debía ser lo sufi­cientemente fuerte como para poder ser flexible y rehacerse cuando las circunstancias ya no ameritaban su “modo de ser” anterior, y que había un problema con la circulación de los conceptos de la teoría “italiana” que en Buenos Aires flotaban como fraseos a la moda sin reapropiaciones crea­tivas que los pudieran traducir y reelaborar en función de una lengua propia. Este planteo no era más que una estu­pidez arrogante de mi parte. No porque no fuera cierto, sino porque Paolo Virno, que se aprestaba a sacar el libro Cuando el verbo se hace carne, que más adelante editaríamos en Argentina, no tenía nada que ver con el modo patológico en que los porteños convertíamos todo en una moda banal.

Nos fuimos a comer. Ya era de noche y teníamos ham­bre. Garpaban las instituciones globales. Quería aprovechar la situación para conversar con Virno porque se iría al día siguiente. Cometí el error de sentarme a su lado. Pidió una “orden de caracoles” para comer. Empecé a incomodarme con la situación. Tal vez era una venganza por la tontería que había dicho hacía un rato. Cuando llegó la comida yo estaba al borde del estremecimiento. Y Paolo charlaba con­tento, interiorizándose de Buenos Aires, adonde viajaría prontamente. Entre frase y frase, tomaba con sus grandes manos un caracol y lo sorbía con potencia. Yo estaba muy impresionado con estas ingestas. Decidí empezar a con­versar un poco con Santi, a quien tenía a mi derecha, al menos hasta que llegáramos a la hora de los postres. Pero entre palabra y palabra, no podía evitar escuchar el sorbido potente que venía del filósofo italiano.

 

Nostalgia del presente

Cuando vino Paolo a Buenos Aires editamos su libro Ambivalencia de la multitud, que reunía dos artículos fun­damentales acerca de la actividad neuronal (las neuronas espejo) y del chiste como potencia que demanda de un tercero, un espectador capaz de convertir esa potencia en acto. El libro lo íbamos a presentar en la Biblioteca Nacional, en el auditorio Jorge Luis Borges (uno de los autores predilectos de Paolo). Pero unos días antes, un intimidante llamado llegó a la Biblioteca Nacional. El edi­tor Alejandro Katz llamó a Horacio González pidiendo que se suspendiera la actividad. Aparentemente, un agente literario había vendido los derechos de una parte del libro que estábamos por presentar, lo que constituía un claro acto de ilegalidad que “no permitiría”, dijo el edi­tor. González le contestó que no era juez ni policía. Que la Biblioteca Nacional era un espacio público y abierto a todas las manifestaciones culturales y que no censuraría ningún acto, porque no le correspondía a una institución que hacía de la circulación de los debates el alimento de la creación colectiva. Cuando colgó, me miró y me dijo: “En qué quilombo me metiste”. Y luego sonrió y siguió escri­biendo un prólogo para un libro que prontamente editaría la Biblioteca. Tuvimos que mandar a desencuadernar los libros y quitarle la parte sometida al litigio “contencioso administrativo” que fogoneaba el Sr. Katz, a quien Virno nunca le interesó y al que nunca terminó publicando.

Después de la presentación fuimos a comer. Estaban Sandro Mezzadra —que en la actividad de la presenta­ción se había revelado como un traductor expansivo, un showman, que dotaba de alta dramaticidad cada frase que Paolo despachaba con tranquilidad—, el propio Virno, Horacio, Valentina, el Polaquito y Sergio Lanzilloto, un amigo que colaboraba con Tinta Limón, especialmente en los rubros dedicados al pensamiento italiano que suscitaba un interés especial para él. Horacio había elegido un restau­rante caro, a Virno lo consideraba un filósofo importante y había que agasajarlo. Él lo había editado anteriormente pero no lo conocía personalmente. Fuimos a Chiquilín, ubicado en la esquina de Sarmiento y Montevideo. La charla fue muy amena. Borges era un tema obligado. Sin querer, Paolo incomodó a Horacio cuando le preguntó si conocía el poema “Nostalgia del presente” (una pieza muy cortita en la que Borges plantea el deseo de alguien de estar con su amada en Islandia mientras efectivamente allí estaba con esa mujer). González, conocedor profundo de la obra del escritor, no lo recordaba. Virno le dijo a Horacio que necesitó venir a Buenos Aires para poder descubrir, en sus calles y en los rostros de los bares, esa nostalgia borgeana que había sido tan importante para él y para su propia obra. La cena terminó, y cuando vino la abultada cuenta, que sumaba unos cuantos bifes de chorizo, mis amigos pensaron ingenuamente que pagaría el director de la Biblioteca Nacional como parte de sus gastos protocolares. Pero no, para Horacio el protocolo no existía. Nunca pasaba ni un taxi como viático. Todo salía de su flaco salario. Cada uno pagó lo suyo, invitamos a Virno, y nos fuimos a nuestras casas al borde del que­branto económico. Tuve que soportar la mirada incrédula y de reproche de mis secuaces.

(*) Fragmentos del libro Nada que esperar. Historia de una amistad política (2001, Tinta Limón).

Chau, querido Paolo // Diego Sztulwark

Avisan sus amigxs de Italia del fallecimiento de Paolo Virno. Para quienes lo conocimos, un gran gran tipo. Para quienes entraron en contacto con su pensamiento, habrán advertido que se trató de uno de los grandes filósofos comunistas (preso por haber practicado una política a la izquierda del PCI) de nuestro tiempo. Sus libros orientaron a una generación en Argentina. En particular ese seminario exquisito y radical luego publicado con el título de Gramática de la multitud, publicado en 2001. Paolo fue un gran militante autonomista (post-obrerista), caricaturista y editor de revistas (como Luogo Común), cuyo paso por Argentina invitado por el Colectivo Situaciones a mediados de la primera década de este milenio no pasó desapercibido: dio una conferencia en la Facultad de Filosofía y Letra y otra entre activistas de Florencio Varela –en el barrio Pico de Oro–, disertó en la Biblioteca Nacional y participó de talleres con activistas de los call center (registrada en el libro Quién habla? Luchas contra la esclavitud del alma) dio una clase maravillosa en la Universidad experimental de Rosario y otra en Flacso y conversó largamente en un taller comunitario en la Escuela Creciendo, de Juntos de Moreno (Publicada luego en el libro Un elefante en la escuela). De ese paso por el país queda un registro memorable en el libro de Sebastián Scolnik Nada que esperar. Historia de una amistad política. Entre sus muchos libros publicados en español hay algunos verdaderamente inolvidables, como Virtuosismo y revolución, Recuerdos del Presente; Ambivalencia de la Multitud o Cuando el verbo se hace carne (primer libro de Tinta Limón, en coedición con Cactus). Su último trabajo importante, publicado en castellano fue Sobre la impotencia, última y magnífica reflexión sobre la autonomía como institución de clase, clave sin la cual la articulación de la potencia de la fuerza de trabajo queda en manos exclusivas del capital. Paolo fue un gran marxista, que buscó en Heidegger, en las neurociencias y en la lingüística las claves para comprender la inversión del Intelecto General. El final de su conferencia en la Biblioteca Nacional terminó diciendo, con toda la tierna seriedad de que era capaz, que este siglo veremos el fin del dominio de la burguesía. Con pensadores así, sí que vale la pena trabajar.

 

Diego Sztulwark, 8 de noviembre de 2025

Un sistema de islas desiertas es un sistema imposible // Entrevista a Patricio Suárez por Juan Manuel Sodo

Conversación acerca de la obra «De cómo aprender a estar solx (DECAES)». Últimas funciones, jueves 6 y 13 de noviembre a las 21, en Espacio Callejón.

En tu tesis de Maestría, en la que desarrollás un trabajo de investigación teórica y filosófica en torno a esta obra, decís que hay una pregunta que rondó todo el proceso de montaje, ensayo, producción y puesta en escena. “¿Qué tipos de ficciones construye el arte contemporáneo, y a partir de qué mecanismos conceptuales y materiales presenta su teatralidad?”. ¿Cómo dialogas hoy con esa pregunta? Habiendo transcurrido ya un tiempo, y con la pieza estrenada, ¿se modificó en algo tu mirada acerca del arte contemporáneo y, en particular, del teatro?

Creo que en las últimas décadas la vieja alarma de Michael Fried sobre la “teatralidad” en el arte ha vuelto a sonar, pero como un jingle de sala de espera, flota en el ambiente como la sonrisa del gato de Alicia. Hay índices claros de que lo que él consideraba una amenaza -la invasión del tiempo, del cuerpo y del espectador en la obra- se ha convertido en uno de los emblemas del arte contemporáneo. Los museos, otrora espacios de recogimiento y silencio religioso, contemplativo y aurático, se visten ahora con el traje de escena pública. Convocan performers y bailarines, organizan mediaciones, buscan “activar” objetos, situaciones, etc., activar, activar, activar, como si las obras o las personas tuvieran botones donde uno aprieta y se enciende algo. Yo veo en esa voluntad de cercanía algo sospechoso, una forma amable y civilizada de control, y una pedagogía unilateral sobre el tipo de vínculo que podemos tener con las obras o con el mismo espacio museístico. La teatralidad que alguna vez fue un riesgo tendiente al desborde, hoy funciona de forma homeopática como dispositivo institucional de neutralización. Promete y promociona experiencia, y administra la atención según criterios híper segmentados a priori.

Al decir de Fried, ahora el arte no finge más su autonomía, sino que aprendió a fingir relaciones, a inventar ficciones de encuentro, a escribir narrativas y coreografías de atención compartida súper soft, que no se condicen con la situación histórica ni política por la que estamos pasando. Si es que existe una ficción del arte contemporáneo, esta sería la de un ritual civil donde todos actuamos, conscientes de que estamos dentro del cuadro, ahora sí, incluidos, mirados, escuchados y en paz. De nuevo: parece haber sustituido la vieja ficción de la autonomía del arte, por una ficción más discreta que llamamos participación, donde el espectador cree formar parte de algo, pero en la mayoría de los casos cumple un rol previsto y bien calculado por otros. Muy parecido a la democracia liberal.

También del lado de los artistas, en el territorio de las intervenciones urbanas y del llamado teatro relacional se repite este espejismo. La ilusión de una comunidad momentánea, una suerte de paréntesis donde el mundo parece suspender sus tensiones y acercarse al mundo ideal. Las calles se transforman en un escenario de “lo común”, y los ciudadanos nos volvemos actores de una utopía mínima, una especie de simulacro de consenso colectivo. Pero la mayoría de esas experiencias más que abrir grietas y discusiones, construyen un refugio moral de clase, una burbuja donde la fricción social se disuelve en un extraño entusiasmo participativo y desproblematizador.

Por supuesto, hay artistas excepcionales que conservan la complejidad en sus obras, creadores como Roger Bernat o el colectivo Rimini Protokoll, que se adentran en la maquinaria del consenso para mostrar sus engranajes, sus fallas, sus callejones sin salida. En las obras de Bernat, por ejemplo, la participación nunca redime, sino que es riesgosa, incomoda, desestabiliza, revela la coreografía y el sentido común infrarrojos del poder y la mirada, incluso los fascismos internos que llevamos adormecidos por estar tan convencidos de que somos los “buenos”. Frente al paraíso ingenuo del arte comunitario, estos artistas insisten en una experiencia más turbia, donde el público no se reconcilia con su dudosa moral, sino que se ve a sí mismo frente a un espejo deformante y frente a ello se inquieta. Quizás ahí, en ese instante de duda, el arte vuelve a tener algo de verdad.

En el caso de DECAES, investigué un poco la cuestión del vínculo entre teatralidad y arte contemporáneo porque la pieza estaba pensada como una instalación, una instalación inspirada en el texto de Rafael Casñ. Las visuales funcionarían como cuerpo de texto, a la manera de Jenny Holzer. Los carteles impresos -frases en formato publicitario- ocuparían las paredes como si el lenguaje también se alquilara por metros cuadrados. Es decir, los materiales y el espacio iban a ser los agentes de la dramaturgia. Ese espacio, abierto varios días a la semana durante horas, se activaría –para usar la palabra de moda- con la presencia de la actriz en momentos concretos de función, para destruirlo, y obligarnos a volver a construirlo al día siguiente. Me gustaba la idea de la ruina estetizada, del derrumbe o la catástrofe ordenada de forma obsesiva. Íbamos a realizarlo en la galería Nube Baja de la amiga Nahíl. Luego, cambiaron los planes porque me estaba yendo de viaje y quedaba muy poco tiempo, y terminamos reduciéndolo a un espacio escénico más tradicional en el Estudio Olaya, donde vivía hasta hace dos años…



Ya que mencionas a la actriz, traigo a colación algo que también leí en tu investigación. Ahí afirmas que la composición coreográfica del personaje de DECAES está inspirada en “la fuerza maníaca que escapa de la depresión, la medicalización psiquiátrica que anestesia la afectividad, los tics neuróticos y repetitivos de quien vive encerrada en una rutina alienante” … ¿Cómo fue que terminaron llegando a esa composición?

El marco de la composición estuvo pensado a priori, a partir de algunas figuras precisas. Primero, desde el lenguaje gestual, de movimiento y tonos, catalogamos comportamientos del coaching político y empresarial, y la colocación enérgica y maquinal del registro del telemarketing. Una de las premisas sostenidas durante el proceso con Liza Taylor, que además de actriz es bailarina, ha sido construir actuación desde los estados físicos, producidos a partir del diseño formal –incluso mímico- del movimiento. Trabajamos bajo presión porque había poco tiempo, lo que ya genera todo un estado de estrés, y en ese poco tiempo, nos centramos en el concepto de iteración, y de repetición sostenida, con el objetivo de llevar el cuerpo rápidamente a estados arbitrarios e inconexos, desde los cuales realizar pruebas de texto. Tal como ya lo dijiste en la pregunta, la composición coreográfica con la que caracterizamos al «personaje», está inspirada en los tics neuróticos y repetitivos de quien tiene anestesiada su afectividad y vive encerrada en un loop. Pensé en una joven azafata de empresa low cost, o en las jóvenes empleadas de las zonas de cosmética de las grandes cadenas de farmacia. Trabajadoras mal pagas, siempre impecables y sonrientes, en las que la demanda de «trabajo emocional» se hace ostensible. Esa contradicción, entre la amabilidad, la alegría impostada, el maquillaje perfumado y la buena predisposición permanente, con la precarización, la alienación y la explotación, me hizo sentido de inmediato como puntal para la caracterización de la monologuista: alguien al borde del colapso, que sostiene a base de medicación y esfuerzo, un modo de vida destructivo como si de eso se tratara su identidad.

El tono del monólogo debía tener características de charla TED –cierta posición asertiva del saber fundado en la experiencia, aumentada por la presencia del micrófono como púlpito o estrado- con la velocidad y la calidad afectiva y emocional del telemarketer. Estas estéticas, como te decía, nos introdujeron en el universo del coaching empresarial y «ontológico» del cual extrajimos algunas claves de la entonación sonriente y proactiva, como la utilización de las manos. Estudiamos también algunos discursos de figuras políticas de nuestro país, y finalmente, me interesé por regresar a las fuentes performativas del nazismo, para estudiar la secuencia de movimientos de Hitler durante sus discursos, sobre todo el arco dramático –siempre el mismo- que utilizaba, el manejo de sus brazos y líneas rectas, así como también los gestos explosivos y enérgicos.

Con todo este corpus de referencias y materiales, regresamos al texto y comenzamos a modular cada párrafo. Haciendo las primeras pruebas, me di cuenta que la voz natural de la actriz conservaba una cualidad demasiado humana y empática, que dificultaba producir una distancia extrañada y borraba el carácter maquinal que estaba buscando. Por ello, decidí sumar un procesador de voz, para hacerla sonar completamente impostada, volverla más grave, y de ese modo, a través del sonido, generar una duda incluso sobre su género. Esta decisión significó un acierto, porque a partir de allí, teníamos la posibilidad de utilizar su verdadera voz cuando quisiéramos, lo que modificaría rotundamente el continuo ficcional de la pieza…



Esto que planteas de la voz distorsionada me lleva al siguiente hilo de ideas. La pieza, según contás, surge del encuentro con el texto [del dramaturgo y cineasta Rafael Casñ] Esta frase no es mía. En efecto, la protagonista, en su monólogo, pareciera ponerse especialmente contenta cuando, probando frases, encuentra “su” frase. En ese punto, me interesa mucho el juego que se arma entre la propiedad y lo propio. Por un lado, está la propiedad en el sentido inmobiliario del término (ella es inquilina, alquila un monoambiente) y en el sentido mercantil (la vida privada de la protagonista, es decir, privatizada, o sea, regida por una racionalidad empresarial, en síntesis, una vida separada del vivir); y, por otro lado, está lo propio en el lenguaje. No tanto en el sentido de “la autoría” o “lo original” como en el de “lo singular”. Tan es así, que, hacia el final de la pieza, como recién sugerías, cuando ella termina de destruir su monoambiente, deja de hablar con la voz distorsionada (esa voz maquínica, robótica que tiene) y habla con su propia voz (humana, frágil, débil). Es como si la condición para que emerja lo propio en el lenguaje fuera la destrucción de la propiedad. ¿Encontrás algún vínculo entre todo esto?

Habría que procesarlo un poco. Pero, en principio, diría que sí. En una conversación con Toni Negri que no me acuerdo cómo se llama, Deleuze dice dos cosas muy interesantes. La primera es que el lenguaje de la comunicación está podrido a priori, es el lenguaje del dinero, del control, y de la reproducción de la propiedad privada –o al menos, de esa sensibilidad. Él es muy tajante en todos sus trabajos en torno a las artes, no importa el medio, en la distinción entre crear y comunicar. Y no sé si lo dice así, pero lo insinúa: la única forma de crear es alejándose de la comunicación. La segunda cosa importante que dice es que, para recuperar un comunismo de la palabra, lo primero que necesitamos son vacuolas de sentido, podríamos decir, espacios de interrupción del control de la lengua. No creo que haya sucedido, pero me encanta imaginarlo a Deleuze escuchando el tema de Blixa, “Silence is sexy”. Pero digo esto, y pienso que en nuestra historia política reciente la dictadura militar afirmó que “silencio era salud”, entonces, esta idea del silencio como espacio de recuperación de una lengua propia se vuelve problemática. Tal vez no es tanto el silencio, sino lugares de interrupción del automatismo y la velocidad crucero del sentido, que en esta época no para de acelerarse. En definitiva, para no extenderme tanto, yo creo que lo más personal de uno aparece siempre que se corre de lo propio, lo propio en sentido de propiedad subjetiva, zona de identificación…



Algo más en relación con el punto anterior, antes de pasar a otro eje. Creo que te contaba en algún mensaje, que me vengo preguntando, no sin cierta angustia, “¿dónde hay alguien en el lenguaje”? Tomo como referencia los discursos que tengo más cerca. En la lengua académica, las palabras no funcionan como palabras, funcionan como conceptos; en el discurso político, funcionan como slogans; en Instagram o X, funcionan como hashtag. Si la IA prolifera y el lenguaje se maquiniza a un ritmo descomunal, es porque ahí ya no había nadie de antes (academia, lenguaje burocratizado; política y redes, lenguaje mediatizado), pienso. En este sentido, DECAES parece plantear una tensión entre el BOT (el habla autómata) y la VOZ. ¿Tenés alguna lectura al respecto de esto?

Si, esa pregunta ronda toda la pieza. Quién es la que habla. Mucha gente se ha vuelto una especie de spam de la información que consume. No sólo los mileístas o la gente yonqui de TN, dentro del progresismo esto también es evidente. Se conserva un espacio ilusorio del discurso como si ciertas cosas, las condiciones concretas que dan garantía a las palabras, siguieran existiendo cuando en la vida cotidiana confirmamos una y otra vez que ya no están. Por otro lado, yo también vengo pensando mucho –con cierta zozobra- en que estoy generacionalmente preso de una lengua que ya no está produciendo efectos en lo real, una especie de “lengua muerta” o “fantasmal”. Este es un tópico que estoy intentando desarrollar en un trabajo nuevo. En la pieza en particular, el único momento en que aparece esa voz poética, habitada, situada es al final, cuando describe la belleza del paisaje destruido. La belleza de la luz que entra por la ventana al atardecer, mientras, por accidente, el cartel roto indica la verdad de una situación que no estaba pudiendo ser vista –porque por verborragia, a las frases que inventaba de forma voluntarista para nombrar la situación, siempre le sobraban palabras-. Para mí, y esto es un gesto de escritura de Rafa en el texto original, en esa descripción final, en ese corrimiento está la clave. Ya no es ella la que afirma y empuja el sentido de las palabras desde su solipsismo maníaco y asustado, sino que es su capacidad de observación y escucha atenta, incluso en cada detalle, lo que revela su propia voz, algo parecido a una verdad. Pero consigue llegar a ese estado una vez que se ha permitido destruir su identidad, y todo lo que sostenía a su alrededor para afirmar un automatismo ciego… Lamentablemente, en el deterioro profundo de las condiciones de existencia de nuestro maravilloso país, esa decisión también parece ser un privilegio de clase. No todos tienen la posibilidad de poder llevarlo a cabo, o siquiera pensar en destruir lo poquísimo que les queda, ese poquito de algo, que les hace sentir que no han perdido definitivamente la dignidad.



Antes trajiste el término “automatismo”. Voy entonces con esta otra pregunta. En la obra hay un micrófono de pie al que se acerca la protagonista para empezar a monologar, pero no es stand up; a su vez, la actriz está vestida como una azafata o una promotora, pero no viene a vendernos nada; a su vez, los espectadores, para ingresar a la sala, son dejados en un espacio reducido esperando más tiempo del habitual; por último, al ingresar, entramos a una especie de instalación, pero la obra tampoco es una instalación… Es como si la pieza, de alguna manera, buscara, no incomodar ni provocar (no es un happening del Instituto Di Tella, quiero decir), pero sí desorientar, al punto de que el espectador no sepa bien qué es lo que está yendo a ver. ¿Por qué te parece importante ese trabajo de vaciamiento de imágenes previas, de representaciones preconcebidas? ¿Qué automatismos perceptivos se intentan suspender?

Bueno, para responder esto tendría que contar cronológicamente el proceso. En las primeras aperturas la pieza conservó algo de la idea inicial de instalación y dramaturgia arquitectónica: la obra empezaba en el pasillo. El público entraba por un corredor con carteles horizontales tamaño A2. Frases que la performer retomaría más tarde. Estaban dispuestos uno a la izquierda, otro a la derecha, de modo que el espectador debía leer moviendo la cabeza en zig-zag, como quien dice que “NO”. Ese gesto mínimo -leer negando- marcaba el tono. De este modo, los carteles servían no solo como material de lectura y preludio dramatúrgico de la pieza, sino que, además, activaban un ritmo y hasta un movimiento coreográfico en la mirada y los cuerpos durante el recorrido de entrada.

Después venía el hall: una mesa, unas botellas de vino digno, algo de comida. Veinte minutos de espera. Esa pausa era importante. No se trataba solo de hospitalidad, sino de producir una pequeña desorientación, interrumpiendo el automatismo de ingreso a la sala teatral para probar un micro laboratorio social ¿Qué cantidad de tiempo es lícita para hacer esperar? ¿Qué lo define? Muchas veces son mejores las conversaciones y encuentros que uno tiene en el tiempo de espera, que las obras que entramos a ver.

También quería que el público dudara del formato, si esto era una obra, una trampa, un error de horario. El espacio reducido, el roce de los cuerpos, el murmullo que se volvía rápidamente griterío, todo apuntaba a la misma sensación: vivimos apretados, acostumbrados a la escasez de espacio y de tiempo. Ya que sigue de moda, podría decir que esta obra es un biodrama: viví en una de las zonas más ruidosas de la ciudad, en un monoambiente alquilado durante cinco años, pandemia incluida, haciendo obras en el poco tiempo libre que me dejaba mi trabajo docente cada vez más precarizado, en cual uno sigue sumando horas para volver a ganar lo mismo que ganaba dos años antes. En esa dilación, que era una intervención en la temporalidad como rito de pasaje hacia la obra, se ponía de manifiesto de forma sutil -pero física- la naturaleza de los espacios cada vez más minúsculos en los que nos hemos acostumbrado a vivir gracias a la gentrificación y el alto costo de los alquileres, y en simultáneo, la diferencia ostensible entre el murmullo y la cálida incomodidad del amuchamiento amigable, en contraposición a la desolación de la protagonista.

Y entonces, antes de ver algo, lo primero que uno hacía era oír: martillazos, piedras cayendo, sonido de demolición de obra. La acción ya había empezado en otro lado. Como diría Lucrecia Martel, la ficción como un sonido intrusivo que abre un camino a la imagen. Ahora que lo pienso, también me viene la imagen del teatro como ruina de otras vidas posibles, y la gentrificación de la vida como ruido de fondo en todo lo que hacemos.



Retomando esto de vivir en un monoambiente, algo que siempre me llama la atención es la desconexión que existe, en el periodismo cultural, entre crítica literaria y crítica inmobiliaria. Podríamos llevar esa relación hacia dos polos. De un lado, la mirada quizás más obvia, sería el “modo Virginia Woolf”, el artista inquilino y la imposibilidad de la habitación propia. En el otro extremo, una mirada más romántica, el “modo Piglia”, el inquilino como una especie de extranjero constante, un recién llegado a la ciudad y al lenguaje… En este punto, me parece importante cómo DECAES trae al centro de la escena algo tan constitutivo de nuestro presente como las condiciones materiales concretas de vida en un monoambiente. Dicho esto, vuelvo al par Woolf / Piglia y te pregunto, a vos, como artista nómade, ¿cómo te interpela, en concreto, en este sentido, la cuestión habitacional?

En primer lugar, desconfío un poco del romanticismo de Piglia sobre el inquilinato. Sobre todo, porque en la época en que él era joven y escribía, los alquileres eran muchísimos más baratos y las propiedades no estaban dolarizadas. Más allá del chiste malo, puedo decir que a mí no me sirve el caos exterior para crear. Yo creo profundamente en el cuarto propio de Woolf. Que ese cuarto nunca sea tuyo como propiedad con escritura o herencia, y que puede ir cambiando de geografía, de tamaño, es cierto. Pero sin ese cuarto, me es imposible ordenar la percepción y pensar algo interesante. Este año, por ejemplo, como trabajador migrante en el exterior tuve momentos maravillosos y momentos de pesadilla. Como inquilino migrante y sudaka, me robaron de forma espuria el depósito de alquiler en Berlín, y de súbito me quedé sin casa y sin dinero en un país donde se habla una lengua extranjera que no sé hablar. Me salvó Rodrigo Vázquez, que me alojó temporalmente en su casa. De repente me di cuenta que había dedicado más de veinticinco años de mi vida al arte, y que no tenía nada. Y nada es nada: una compu, dos valijas con ropa, algunos libros y una bici… Cuento esto porque me preguntaste por lo personal. Y la verdad que desde ahí tampoco se puede crear mucho. Entonces no sé qué decirte. Hay una forma de nomadismo, cuando el trabajo te va empujando y acompañando en tus deseos e ideas, que es una de las versiones de la libertad, y sentís que el mundo se abre a medida que avanzas tanteando. Pero me ha ocurrido en lapsos muy cortitos de tiempo, siempre en el borde de la economía. Es un ideal construido otrora, en otro momento económico mundial, llevado adelante por algunos que desarrollaron obra en momentos de vacas gordas.

En fin, lo que más extraño es mi lengua, la lengua argentina del río de la plata, por eso desde que me fui de no paro de leer literatura argentina, o libros sobre literatura argentina…



Por lo que te leí, hubo algunas imágenes que te funcionaron como disparadores. Una es la del náufrago, en la línea de la mitología de la isla desierta de Robinson Crusoe y otra es la de Shoichi Yokoi, el militar japonés que permaneció escondido en un pozo de la isla de Guam, sin saber que la Segunda Guerra Mundial ya había terminado hacía 28 años. Esta segunda imagen me resulta muy potente y se me vuelve inevitable preguntar, preguntarnos, qué guerra estaremos peleando sin darnos cuenta de que, en verdad, terminó hace rato…

¿Qué guerra creemos que seguimos peleando y ya terminó hace rato? No me lo había preguntado así, por lo tanto, me parece súper interesante. La figura de Shoichi había aparecido años atrás en un proyecto que intentamos durante la pandemia junto a Lucas Pisano, y luego quedó trunco. Ahí Yokoi se nos presentaba como arquetipo o apoteosis de la idea de sostener, sostener en la línea del “optimismo cruel” de Berlant. Esta sensación que tuve durante muchos años en Buenos Aires de que la vida dependía de cuántas cosas era capaz de sostener: un trabajo que no me gusta, una pareja que no funciona, amistades que no son amistades, proyectos que son puro empuje, etc. Y pensábamos que toda esa responsabilidad que asumimos al modo del emprendedor macrista, es el triunfo del neoliberalismo en nosotros. La auto explotación, diría, el auto extractivismo a cielo abierto, para que las cosas “funcionen”, se “sostengan”, cuando todo indica que para que algo realmente cambie, deberían caerse, y ya.

En esta idea del sostener, y sostener, y aguantar, y seguir sosteniendo –no importa en qué condiciones, sin ponerse nunca en duda-, es lo que me llevo a la historia de este soldado escondido en la isla de Guam. Hubo varias señales de que la guerra había terminado, estuvo 28 años –misteriosamente la misma cantidad que Robinson Crusoe-, pero era más fuerte el honor militar japonés, y no podía ponerlo en duda. En ese sostener lo insostenible, desplegó sus saberes previos de sastre: comía de la pesca y la caza, confeccionaba sus prendas tejiendo con hilo extraído de las cortezas de los árboles, construyó su monoambiente bajo tierra con túneles y pasadizos. El día que lo encuentran, sale corriendo creyendo que eran soldados enemigos. Esa idea de sostener una posición hasta incluso alucinar, enloquecer.


Un sistema de islas desiertas es un sistema imposible. Esa es la frase con la que nos encontramos al llegar a la obra. Sin embargo, podríamos aventurar, un sistema de aislados hiperconectados también es un sistema imposible. En esta línea, tu texto de Maestría dice que “la pieza elabora una crítica al modo de vida neoliberal”. ¿Por qué?

Si bien creo que explicar las obras denotan su debilidad, porque deberían hablar por ellas mismas, también pienso que estamos en un contexto de guerra, donde es bueno aprovechar estas instancias para decir algunas cosas. Como decía el Indio, está bien cacarear cuando se pone un huevo.

Como director, puedo decir que DECAES intenta recuperar el origen mítico del pensamiento liberal, para poner en evidencia desde un registro trágico y cómico, el estatuto delirante del tipo de subjetividad que produce. Porque estamos presenciando, con la aprobación social hacia fascistas y psicóticos como el que tenemos de presidente, cómo el sentido común de la ley del valor se ha impuesto como verdad revelada en la sensibilidad, el régimen discursivo, mediático, hasta ético. Este sistema económico, y las políticas y discursos de ultraderecha que emergieron con fuerza en los últimos diez años en la región, postulan ingenuamente la figura del individuo atomizado como reducto de una coherencia absoluta, fundamentada en la defensa de la propiedad privada, la cancelación del otro y la negación de la cooperación y la interdependencia como base para la reproducción de la vida.

DECAES pone en escena esta encerrona de época, porque por más que no seamos mileístas, muchas veces nos manejamos desde criterios ultra liberales e intolerantes con nuestros amigos, nuestra pareja, nuestros compañeros de trabajo, en el esquema del cálculo, la competencia, la especulación y la escasez. De cómo aprender a estar solx, como si se tratara de un tutorial de Only fans tipo How to learn to be alone, representa la condición neoliberal encarnada, pero para conducirla a su crisis y caída libre. Quisimos poner en escena el colapso emocional de un cuerpo que sostiene de forma impostada la precarización de la vida. Y también, por contraste, poner en primer plano la evidencia de la vulnerabilidad humana frente a las exigencias maquinales y desmesuradas de éxito y productividad en las que estamos inmersos, y las consecuencias afectivas de la disolución de los lazos sociales reales. Y, por último, dejar flotando una pregunta más que una afirmación nostálgica. Esa pregunta es si no será necesario destruir primero las condiciones de existencia presentes, para luego, desde las ruinas fértiles de aquello que nos somete y oprime –nuestro «proyecto de vida», la idea de «vida como empresa» o «propiedad»-, poder hacer espacio para la irrupción de otro tipo de imaginación política más radical, porque viendo con la agresividad con la que está avanzando el enemigo, creo que la necesitamos cuanto antes.



Para ir terminando… La pieza se llama DECAES. O sea: De cómo aprender a estar solx. Hoy, poder llegar a estar solos es un problema (me refiero a la soledad, en un sentido introspectivo-contemplativo vital, no al solipsismo, en términos de individualismo sintomático). Pero a la vez, estar juntos (en un sentido comunitario) también es un problema. Habituados a la asincronía celularizada on demand, la experiencia de la coexistencia en una sala de cine, por ejemplo, dado el tipo de cuerpo que requiere (un cuerpo quieto, callado, silencioso, capaz de sostener la atención durante lapsos de tiempo prolongados y de mantener la mirada fija en una sola pantalla), se torna cada día más dificultosa. ¿Qué pasa en el caso del teatro? ¿Qué venís percibiendo en general, y en particular al respecto de tus obras?

Es todo un tema en sí mismo ese. Hace dos años que no estoy en Buenos Aires, por lo que no puedo hablar mucho de lo que está sucediendo ahora acá, más que a través del comentario de compañeras. En mi caso, y fue algo que se me profundizó durante la pandemia, suelo desconfiar un poco de la inflación del convivio teatral, la presencia de los cuerpos, toda esa mitología armada en torno al acto performativo o escénico. Sí creo, que lo mejor que podemos hacer es seguir intentando estar juntos, porque la virtualidad nos está destruyendo, sobre todo a nivel imaginario. Pero no creo que el mero hecho de sentarse con otras noventa personas a mirar algo juntas sea de por sí una experiencia enriquecedora ni política, sobre esto hay mucho escrito desde Adorno y Horkheimer, hasta Debord. Tienen que pasar otras cosas para sentir algo parecido a la chispa que nos hace recobrar el sentido de comunidad.

Lo que sí me parece interesante y de lo que soy medio fanático, son las experiencias que van contra la temporalidad contemporánea de forma radical. Aunque alguna gente se queje, a mí me encantan las obras de cinco, siete, nueve horas. En ese sentido, soy un seguidor de Mariano Llinás hace muchos años. Y en particular «La Flor», se la agradecí con el corazón, porque ya la experiencia de dedicar todo un fin de semana para estar dentro de una sala de cine con otros y a oscuras, es una experiencia en sí misma, porque está pensada como una intervención en la vida cotidiana. Con las agendas que llevamos hoy en día, es como organizar un viaje a la costa. Y luego de la tercera hora de estar dentro de la sala, uno empieza a olvidarse del mundo exterior, o el mundo exterior deja de tener tanta importancia. Ese tipo de obras y experiencias creo que son reveladoras del camino que deberíamos retomar.

La retórica voluntarista es inútil // Franco «Bifo» Berardi

La revista Jacobin publica un artículo de Pablo Abufom Silva dedicado a la edición argentina del libro Pensar después de Gaza.

“Pensar desde Gaza, el último libro de Franco Berardi, no es un libro sobre Palestina. Es un libro que habla sobre cosas que han pasado o están pasando en Palestina y que está escrito a propósito del genocidio contra el pueblo palestino. Pero, sobre todo, es un libro sobre el modo en que el autor percibe el colapso de Occidente, tal como se expresa en las lógicas genocidas del militarismo actual, en las nuevas formas de organización del trabajo, en la bancarrota de las instituciones democráticas y en el modo en que la tecnología atraviesa la experiencia cotidiana de la clase trabajadora del mundo. Es un libro con una pretensión clara: mirar a los ojos el colapso actual, mostrar que no hay más salida que la deserción a todo lo que nos ofrece la política actual y, junto con ello, exponer una crítica total al tipo de capitalismo que hace posible un genocidio como el de Gaza.” (en Italics las citas del articulo de Pablo Abufom Silva)

Aunque este artículo critica duramente las tesis que expreso en mi libro, no tengo intención de pelearme con Pablo, a quien agradezco su atención. Realmente no creo que este sea el momento de polemizar entre nosotros, mientras el hiperfascismo trumpista triunfa en Argentina, como en otros lugares. Creo que es hora de decir lo que pensamos, con calma y amistosamente.

Estoy convencido de que la reflexión no puede detener la tendencia trumpista global, la devastación climática y la guerra. Pero al menos nos ayuda a mantener la claridad y a reconocer lo que queda de humanidad y razón. Como dijo Simone Weil en 1933, cuando Hitler tomó el poder y los nazis llenaron las calles: “La peor desgracia para nosotros sería no solo ser impotentes para detener al opresor, sino también incapaces de comprender y decir la verdad”. Por eso me propongo esforzarme por comprender y decir lo que entiendo, aunque Pablo me acuse de nihilismo derrotista.

El artículo de Pablo comienza con un resumen del libro: observa acertadamente que el mío no es un libro sobre Palestina sino más bien sobre el colapso psicológico, intelectual y político de Occidente.

Luego Pablo denuncia que mi pesimismo me impide reconocer el valor de la resistencia palestina, y así el libro se reduce a testimoniar que “estamos del lado de los colonizados aunque carezcan de una estrategia política común”.

“El principal corolario de este pesimismo y de este análisis es que no se atreve a llamar resistencia a la violencia anticolonial palestina y asume que no será posible detener el genocidio, sino solo «testimoniar que estamos del lado de los colonizados del mundo, aunque carezcan de una estrategia política común».”

No creo que la retórica sirva de mucho ante un genocidio que nos hemos visto obligados a presenciar en nuestras pantallas durante dos años, pero que nos falta la fuerza para detener. Sin embargo, Pablo tiene razón: estoy del lado de los oprimidos, aunque reconozco que toda fuerza política anticapitalista ha sido derrotada y que, por el momento, no tenemos ni la fuerza ni la estrategia para detener la violencia de los opresores.

Mi culpa, según Pablo, es estar obsesionado con el semiocapitalismo y la inteligencia artificial, y con las nuevas formas de esclavitud digital que han destruido la fuerza política del movimiento obrero.

“Creo que estas conclusiones surgen del mismo lugar que lleva a Bifo a su obsesión con la inteligencia artificial, su idea de semiocapitalismo y de que ya no hay clase obrera sino un precariado digital que predomina la producción virtual, que somos esclavos de las redes sociales entregando nuestra atención, la mercancía privilegiada por el capitalismo en su fase actual. Ese lugar es el encierro del pensamiento europeo en sí mismo, empujado por el ascenso del fascismo y del militarismo, incapaz de ver más allá de la propia biblioteca.”

No puedo negar que me obsesiona la derrota que el movimiento obrero ha sufrido tras la transformación digital del proceso productivo y sobre todo me obsesiona la mutación cognitiva que ha privado a la gran mayoría de la humanidad no solo de la capacidad de pensar, sino también de amar, de acariciarse y de vivir. Sí, me obsesiona: espero que Pablo me perdone.

La principal acusación de Pablo: Soy incapaz de ver más allá de la biblioteca europea. Es un eufemismo que podría traducirse de forma más brutal: soy un hombre (y varón) blanco que envejece.

No puedo negarlo: mi depresión es la depresión que ha atormentado durante mucho tiempo a la raza blanca, en declive demográfico, economico y psicológico. Debido a mi condición de blanco y envejecido, no puedo imaginar un futuro que no sea horrible. No veo los futuros brillantes que los ojos de Pablo pueden ver.

No puedo negarlo, pero desafortunadamente (muy desafortunadamente), mi condición existencial y psicológica encierra una verdad que trasciende con creces mi (repugnante) ser individual. La pulsión de muerte que domina mi mente envejecida es la misma que domina las mentes de la gran mayoría de la cultura blanca. No es una patología personal mía, sino una pulsión de muerte que domina irreversiblemente a Occidente.

Así como ciertos niños estadounidenses deprimidos toman un rifle y van a disparar a una escuela o una iglesia con la esperanza de que alguien venga y los mate, Occidente también ha decidido no desaparecer sin arrastrar a la raza humana con su propio suicidio.

El capitalismo que Occidente ha impuesto al mundo ya ha destruido irreversiblemente el clima del planeta y está destruyendo imparablemente las mentes de la nueva generación. No veo a nadie que pueda detener esta doble destrucción.

La voluntad sin razón está condenada al fracaso. La voluntad contra la razón no es más que histeria machista.

Si antaño el Occidente (demográficamente joven) expresaba una energía futurista y constructiva, hoy el impulso expansivo del cuerpo joven se ha transformado en una pulsión de muerte en el cuerpo envejecido de la raza blanca.

El fascismo del siglo XX fue el fascismo eufórico, expansionista y colonialista de los jóvenes futuristas. El fascismo de la era trumpista es un fascismo senil, aterrorizado por la invasión de migrantes y dispuesto a usar todas las armas disponibles para reafirmar el dominio del cuerpo blanco demente y moribundo. El fascismo trumpista ha conquistado a la mayoría de los blancos deprimidos porque funciona como una cura agresiva para la depresión.

Me disculpo por haber dicho lo que veo en lo profundo del inconsciente masculino blanco envejecido, porque también es mi inconsciente, aunque lo odie con todas mis fuerzas (declinantes). Pablo me acusa, sin embargo, de “renunciar a la humanidad” precisamente cuando urge un lenguaje de resistencia y una razón revolucionaria de esperanza, y cita la frase más conocida de Antonio Gramsci, la del pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad.

Disculpen, pero (con el debido respeto a Gramsci) esta afirmación es una idiotez. La voluntad sin razón está condenada al fracaso. La voluntad contra la razón no es más que histeria machista.

Afirmaciones del tipo «Solo quien deserta de la memoria, la historia y la verdad puede descubrir algún (minúsculo) espacio para la alegría» nos hablan de una extraña inversión del adagio gramsciano para abrazar el optimismo de la razón y el pesimismo de la voluntad.

Precisamente por darle tanta importancia a la fuerza de voluntad (que nadie sabe qué es) y a menudo ignorar la razón, los comunistas perdimos la guerra contra el fascismo. Ocultarlo no tiene sentido. Comprenderlo puede ayudarnos a encontrar una salida, a la que yo llamo deserción.

*

Imagen: La Furia, Sergio Langer, 2025. Obra elaborada especialmente para la edición del libro “Pensar después de Gaza”.

Para una historia de la cuarentena // León Lewkowicz

I

Hipótesis: El virus de lo absoluto de Javier Trímboli es el único libro de historia sobre la pandemia, es decir, el único que se toma en serio el problema del sujeto que salimos siendo de aquella cuarentena.

Inmediatamente estamos ante varios problemas al pronunciar una frase así. Primero, lo de “único libro sobre la pandemia” probablemente sólo revele la ignorancia de quien habla. Segundo, es por lo menos objetable que sea posible construir un libro de historia sobre este ¿período?: por reciente, por falto de límites respecto al presente, por indocumentado. Además: ¿qué sería una historia “del sujeto” en pandemia? Tercero: ¿El virus de lo absoluto como libro de historia? Basta abrir sus páginas para encontrar algo bastante distinto: lo que María Pía López llamó un “artefacto literario complejo”, compuesto de cuadernos y diarios de investigación, una “novela coral de corazón ensayístico”. Ficción, personajes, nada que ver. Última de una lista infinita de objeciones: aún si aceptamos todo lo anterior, ocurre que el libro narra la investigación de un profesor de historia sobre las vidas de Alberto Murena y Paco Urondo. ¿El COVID, Alberto, el FMI? Bien, gracias. No arrancamos bien.

Intento remontar este arranque autoboicoteado. Precisamente porque en este texto póstumo de Javier se expresan con nitidez algunas reflexiones muy originales acerca de qué es hacer historia, acerca de de qué modo se puede leer y narrar “históricamente” el presente. Brevemente, diría que el pensamiento de Javier sobre “la pandemia” que encuentra su esplendor en El virus de lo absoluto venía preparándose hace mucho tiempo. Es que el problema de “la pandemia” es, en realidad, el problema vitalista de la intensidad política. “Pandemia” es el nombre equívoco que usamos para nombrar, ante todo, una cierta disposición corporal del sujeto: desmovilizado, aislado, hundido. Y el historiador se apura a preguntarse si este asuntito recién asomó la cabeza en marzo del 2020.

 

II

Si fuera posible el proyecto de una historia de la pandemia, un asunto central versaría acerca de cuándo situar su comienzo. Una entrada posible: 15 de marzo de 2020, domingo, anuncio conjunto de Nación, Provincia y Ciudad de que al día siguiente, preliminarmente, las escuelas permanecerían cerradas. Un archivo: en el diario de nuestro investigador vemos que “no se entiende nada” pero “no hay dudas de que estamos ante una guerra civil ya no tan larvada, sin concepto”. La noticia, “el fin del mundo”, es aceptada con confusión, también con una astillita de bronca, pero sobre todo como fiesta: el lunes no se labura.

Y, sobre todo, la cuarentena es aceptada. Y continuará siendo aceptada en los meses subsiguientes: la Argentina devino “multitud estática”, como decía Ramos Mejía. Si la enfermedad es un motivo, el historiador saca a relucir el carnaval de 1871: aún con noticias sobre la fiebre amarilla, “se bailó y jodió de lo lindo”. Complicado, porque se trata de un encierro que interrumpió, entre otras cosas, la movilización que América Latina había empezado en 2019, en Chile, Ecuador, por estos lares también. Brutal triunfo del capital, vemos ahora, en 2025, y derrota nuestra en todos los frentes. Otro paisaje, atroz, con sus vigas colocadas en nombre del cuidado. Una historia de la pandemia tiene entonces que hacerse cargo de una pregunta terrible. ¿Por qué se aceptó tan mansamente todo lo que ocurrió? ¿Por qué se dispuso toda una franja de la población a la obediencia, en medio de discursos jerarquizantes, ordenancistas y absolutismos científicos? Estoy glosando acá un artículo bellísimo de Javier de junio de 2020, “Desde el pequeño algarrobo de la travesía”, publicado en la revista de la Biblioteca Nacional. Nada más incierto que saber cuántos leyeron estas advertencias. Por mi parte, sólo por arriba. Demasiado heavy, conspiranoico, prefería no sospechar de un amigo. 

Vuelvo a El virus: ¿cómo es que, de un momento a otro, el protagonista de estos diarios de investigación dice “enfundarse en responsabilidad, como Alberto y Axel, como Larreta”, festejar el tiempo libre y el Zoom, la posibilidad de tener un veranito individual para escribir el libro? El error, para el historiador de la pandemia, reside en el sintagma “de un momento a otro”, ahí parece radicar la confusión. 

Paréntesis. 25 y 26 de julio de 2019, dice YouTube, Seminario “Masas, guerras y fiestas entre el Rosariazo y el Cordobazo” en la Facultad Libre de Rosario. Trímboli cita al cura tercermundista Jerónimo Podestá, que dice algo así: “si en el 68 nos preguntábamos por qué acá no pasaba nada, en el 69 nos vimos sorprendidos de que pasó, y con creces”. Completa Javier: y esto es dicho sin problema alguno, sin saber si el 69 es producto, culminación de un largo proceso de acumulación o, por el contrario, puntapié de una ola. Con menos piedad despacha en El virus de lo absoluto a León Rozitchner, que según Noé Jitrik se la pasaba de viaje, repitiendo que “en este país no pasa nada”, a meses nomás del golpe del ‘55. Se limita a comentar Trímboli: “Mamma mia”. Pero –me soplan, la referencia es Sublunar– también era el caso del propio Javier ante la irrupción del 2001, de muchos o todos, nadie está a salvo.

El problema del umbral, entonces, parece ser el asunto historiográfico por antonomasia en estos textos. Saber cuánto hay de raíz y cuánto de tallo en lo que ocurre. Veinte veinte fue leído por nosotros como una excepción, una “externalidad”, una irrupción que dejó marcas tremendas que seguimos padeciendo. Un sacudón desde afuera de la historia que nos encajó en las pantallas, en la ultraderecha, en el asombro de “que esto no explote”. Pero es un relato liso, sin fisuras, armónico. Ser historiador “benjaminiano” –vaya si ahí se ubicaba Trímboli– implicaría entonces pasarle el cepillo a contrapelo a todo este asunto. Si estamos acostumbrados a hacerlo con los acontecimientos que no nos gustan, más aún valdría la pena hacerlo con “los nuestros”. Dice esto Javier a propósito de pensar las movilizaciones del 68 y el 69. El 2020, ¿es una imagen “nuestra” o ajena? ¿Acaso no podemos tener cada uno nuestra versión de lo que allí pasó pero sin roce alguno? O que se hizo lo que se pudo, o que faltó Vicentín, o que los libertarios nos ganaron en Twitter. Lo que no se aborda es el problema fundamental: por qué fue tan amable para todos desmovilizarnos, de qué procesos de acumulación veníamos. 

 

III

Historizar el presente, entonces, significa buscar los fundamentos de la desintensificación de la vida que no dejaron de crecer desde marzo del 2020. Aislamiento, encierro, solipsismo, fobia al otro, despolitización son entonces síntomas de un proceso de larga duración. ¿Por qué escribir sobre Murena y Urondo, entonces? A primera vista, parece que para abrir el desacuerdo entre “nosotros”, pero también para poder, lisa y llanamente, vernos a nosotros mismos. Urondo y Murena son los nombres de una historia intensa, a primera vista, que funcionan de punto de vista exterior, contrapuntean.

De un lado, 2020. Leemos en el diario del investigador: “lo único que se espera es que el Estado se haga cargo y garantice los derechos de cada una y uno, en singular y plural, no importa, para vivir la vidita somnolienta que aborrece la muerte”. Arriba a un concepto Trímboli: la vida garompa. En ella hablan intelectuales ingenuos, posibilistas, cínicos o deprimidos. Todos caen por igual: aceptan las condiciones horripilantes de vida como requisito para tomar la voz. Para cuidar la vida tal cual es, sin transformación a la vista. 

Del otro lado del ring, los sesenta, que, sin embargo, no son en El virus de lo absoluto los años felices y plenos de la cultura argentina antes del desastre. Es cierto, sí, que son vitales: Beatriz Urondo imagina a su hermano Paco “con una sonrisa burlona” viendo que en la morgue le dieron 30 años cuando cargaba ya con 46 al momento de su muerte. 2020, en el diario de investigación: “ayer en el chino, barbijo de por medio, me dieron 8 años más de los que tengo”. Sin embargo, aclara, leyendo al Murena que arma la carta de defunción de Europa y declara América mundo nuevo, “rejuvenezco con una inyección como esta; o me acuerdo que, después de todo, no vendría mal rejuvenecer”. La revolución, incluso como chifle, es un soplo de vida. 

El tipo de vitalidad que Trímboli destaca no es, sin embargo, de “felicidad” u “optimismo”. No hay llanto romántico por el paraíso perdido. Más bien puede sintetizarse en la fórmula Los penúltimos días. Es el nombre que había elegido Urondo para su novela antes de publicarla como Los pasos previos, en 1974; también es el nombre bajo el que Murena había publicado, 25 años antes, una serie de diarios en revista Sur. Si Urondo y Murena son nuestros contemporáneos, lo son como narradores de los penúltimos días. De días, entonces, en los que también rondaba “eso del fin del mundo”, pero en los que la desesperación se encauzaba menos patética, sin reconciliación: en la poesía y las novelas de Urondo, en el abismo político de su vida; en el delirio metafísico de Murena, telúrico, americanista, escatológico. Frente a la “sensación de fin”, no aceptan sino que juegan lo suyo. Urondo y Murena, entonces, como artefactos para no hundirse en el mundo presente.

Se pregunta Trímboli: “¿Estuvieron Urondo y Murena ante algo muy distinto que nosotros? En veinte veinte pero también en 1992, 1984 o 2005″. De espejo dispar  a contemporáneos. Hasta aquí leímos mal: “A la par, experimentaron M. y U. la oclusión del futuro. La lucha armada no nace de la confianza en el tiempo, de la alegría por lo que lleva en las entrañas. (…) La exacerbación de la voluntad y el ‘todo o nada’ merecen entenderse como el síntoma de esa falta de confianza, de sospecha torva ante el futuro. (…) Embretados, ante el fin del mundo y del tiempo: aislamiento, alcohol, explosiones, fugas místicas. Elles desesperaron de una manera, nosotres de otra, precavida, empastillada, amortiguada con un sinfín de entretenimientos y derechos”. La variación no radica en nuestra posmodernidad; en que, desengañados, ya no confiamos en la historia, en los grandes relatos o en lo que fuera, porque siempre fue esquiva esa cuestión. No: la diferencia de “épocas”, si existe algo así, es que estos hombres de la cultura, dice Urondo, cuando son artistas auténticos se autoperciben delincuentes. Como también lo hace Roberto Carri. Eso los junta con Murena, que “está en otra película”, afuera de la militancia y sin leer un diario; pero que sin embargo está de igual manera en oposición directa con la sociedad. 

¿Por qué se desespera Trímboli en acercar historias disímiles si no es para buscar narraciones distintas para la nuestra, tan agolpada y homogénea, sobre la que decimos todos lo mismo, aunque bien distinta es la película de cada uno? Una obviedad: porque ya estamos lejos de autopercibirnos delincuentes, en oposición a la sociedad, a menos que no estemos en nuestros cabales. Pero algo más: también hay en estas palabras de Javier un muy exigente pedido de reconsideración. ¿Y si, efectivamente, somos delincuentes, o podemos serlo? En algún momento Horacio González dijo que era preferible fracasar como romántico que triunfar como positivista. Hoy la alternativa, derrumbada, es quizás más fácil. No sabemos si todavía está abierta la hendija, pero no perdemos nada: perdido por perdido, mejor fracasar confabulando una aventura delirante a la Murena/Urondo.

Porque el rechazo a la aventura, en realidad, no tiene nada de nuevo. Siempre estuvo ahí, y es un tema recurrente de El virus de lo absoluto. Punta sesentera que se une a nuestro conformismo. A contramano de los delincuentes, Terán y Olmedo corren por pequeñoburgués a Sartre, enamorado de Hugo, que quiere hacer saltar el sistema en Las manos sucias, pero que ni a palos se pondría a laburar, a hombrear bolsas cuando la Revolución deje de ser un sueño eterno. Aventurero, delincuente, irresponsable, inorgánico, loquito que no aplaude al “personal de salud que nos cuida”. Ilegible esto, pero, dice Trímboli de Terán y su tropa: “haber cerrado filas con una sociedad, aunque se la colocara en el futuro y se la predijera flamante, igualitaria, socialista, etc., funcionó como el caballito de Troya para buscar denodadamente la reconciliación con cualquier sociedad. El alma crítica, subversiva, que atrajo a una franja que se ensanchó en los sesentas, tenía ahí su tumba”.

Entonces los sesenta no son sólo espejo de lo que a nosotros “nos falta”. El historiador finalmente nos cuenta el origen de nuestro letargo, porque lo que irrumpe en 2020 nos deja la sensación de que “siempre estaba ahí”. También lo conocían Murena y Urondo. Vuelven ellos, como “locos o fantasmas”, como una novedad, aunque venga del pasado.

 

IV

Murena y Urondo para no hundirse en el presente, para dejar de adherirse rígidamente a él, ahí se juega toda la posibilidad de comprensión histórica del presente; se juega, también, la posibilidad de vivir, porque son la misma cosa. Animados por Javier, hace un tiempo escribimos con Camila Ahuat que esta operación es también la que llevaba adelante Halperín cuando pensaba la historia reciente. Sin lo vital, claro. Hacer historia es como someter a lectura el presente; lectura que supone la producción de un exterior discursivo, una diagonal que nos despegue del presente ideológico. Producción de extrañeza para medir nuestro presente: Urondo, ¿va a votar vacunado, solemne?; Murena, ¿compra el bolsón orgánico de verdura como crítica a la modernidad? Sólo este tipo de ejercicios delirantes ponen en jaque el delirio en el que vivimos y damos por sentado.

Pero la fórmula está incompleta para la concepción de la historia que Trímboli pone en juego en El virus de lo absoluto. Murena dice: “Porque el decidido nacionalismo y el decidido internacionalismo son la cara y la nuca de un mismo animal: el avestruz”. Les juro que viene a cuento. Sigue: “El avestruz, el animal que ante el peligro oculta la cabeza e ignora la realidad. El uno consiste en hundirse en la realidad, el otro en huir de ella: ambos coinciden en ignorarla”. Flor de advertencia. No se trata solo de despegarse, sino también de no fugar. Advertencia vital –Murena escribe estas líneas enojado con un amigo que “‘se va al exterior’; a Europa, se sobreentiende”, intenta explicar por qué no hace él lo propio– pero también historiográfica. No irse, tampoco, de la problemática presente, no fugar hacia el pasado: el umbral sigue teniendo consistencia de umbral.

Bien, muy lindas las advertencias metodológicas así planteadas, livianitas. Pero de vuelta tenemos un problema: ¿en qué consistiría “no fugar” de la realidad? ¿Qué es para Javier Trímboli “leer la historia”? ¿Por qué para leerla nos acercamos al género biográfico, y, peor aún, leemos un diario ficcionado? Una respuesta está al principio de El virus de lo absoluto. La editorial se acerca a nuestro protagonista con “una propuesta de libro sobre los años sesenta en la Argentina, vida cultural, política y aledaños”. Quiere decir que no: “no me intrigan ni un poco los ‘años sesenta’, la malla es demasiado amplia, pasa cualquier cosa por ahí, sólo pescaría generalidades que alguna vez fueron ‘emancipatorias’”. Y retruca con que sólo lo hará a través de unas biografías intelectuales que puedan “desbastar la época, entrever su Zeitgeist, hacerla bullir en la carnadura que le presta un personaje y descubrir su signo”. ¿Qué hay en este retruco, sino toda una teoría acerca de la historia? A una época, ya intento ser breve, se la comprende sólo simultáneamente desde adentro y desde afuera. Desde afuera, para no ser preso de sus cegueras; desde adentro, pues sólo así, sin enviar su verdad al relativismo de la historia, puede entenderse lo que en una época fuga de ella. Entonces habría que agregar algo más: si las vidas de Urondo y Murena nos permiten entrever los 60’, la vida de este investigador –que lee a Murena y Urondo– nos alumbra el 2020. La escritura de un diario (e incluso de uno ficcionado) es parte del conocimiento histórico. Cuestión bien complicada, porque se borronea la distinción entre documento y lectura, entre archivo e historia. Pero sin él se vuelve ininteligible lo que Weber llamaba «valores que guían la investigación»: en este caso, la pregunta por la intensidad. 

Así, y más aún cuando hablamos de una historia de intensidades políticas, es inevitable el rodeo, ahora sí, por los afectos. Antes de sonrojarme por la palabrita gastada, leo a Trímboli: “Como mantra reiteran les compañeres que nosotres no odiamos, que sólo amamos; pero con la melancolía no queremos saber nada de nada, que ni de casualidad nos toque. Se le teme como a una morbilidad. Es otra forma de la peste”. Pensar la historia de nuestro presente es hacer hablar al cuerpo, callado como un niño en pos de no volvernos anacrónicos. Atravesar la verdad de todo eso que fue producido y pensado como enfermedad, pura negatividad, delincuencia sin sujeto. Sigue Trímboli: “El plan que estoy buscando, del que estoy cada día más cerca, acepta a la melancolía, se le atreve y, a punto de ser aplastado por ella, justo antes de que sea tarde, reacciona. Una manera de nutrirse de su savia amarga. El paso que sigue, luego del repliegue, es vertical y persigue la mayor lejanía”. Escucha, pero sin hundirse. Da lugar, pero como en el diván, sin consolidar. No teme nombrarlo todo porque sabe que ese caos múltiple de fragmentos se comunica con el del presente. Otra enseñanza, ahora epistemológica, del “sesentismo”: soportar, hacer lugar al piedrazo al lado de la primavera. Suben al estrado Eisejuaz, de Sara Gallardo, tristísimo relato de la derrota ya irreversible de los matacos; también el duelo de Urondo frente a la muerte en combate de Liliana Genin. 

Pero también “leer a contrapelo”, volver a Benjamin, es pensar contra una forma específica que ha tomado la cultura, que rechaza toda negatividad verdadera. Vida garompa construida sobre un imperativo de felicidad (o una fachada de odio farsesco). La “mayor lejanía”, el ascenso a lo Absoluto, algún grado de aventura política o intelectual, sólo podrá darse en la desprogramación del cálculo que, sin falta y sin error, siempre nos clava convenientemente en el presente. Volver a los sesenta es, como señala María Pía López, entonces, también “reclamar furia, o sostener el odio”. Y una historia que valga la pena, para Trímboli, no puede escaparle a la furia, a la melancolía, al amor verdadero y al humor.

Última frase hecha para cerrar el asunto: decía Benjamin, pero ya dicen todos, que todo documento de civilización es documento de barbarie. Y la historia debe hacerse cargo de este doblez archivístico. Si le hacemos caso a Trímboli, la distinción entre documento e historia ya no es operativa en la vida garompa. Encima, parece que se indistinguen también barbarie y la civilización, demasiado se parecen. Pero tenemos una punta: tocar el virus de lo absoluto, a ver si avizoramos una noción de cultura distinta. Cerrando este texto que no sé cómo cerrar, me alcanza Facundo Abramovich un salvavidas, un fragmento de “Luz de gas”, de Juana Bignozzi, flor de vida encerrada en el documento:

 

Todos pudimos apagar y encender las hogueras

digamos, las luces

los más inconscientes lo hicimos

pero yo pregunto

quién tuvo la valentía de verlas agonizar

y siguió hablando moviéndose

pensando en las celebraciones

sonriendo ante las consecuencias del cambio de estación

la luz que agoniza era una obra que amaba mi madre

en su fantasía del teatro

pero aquí no habrá salvadores

lúcidos detectives jóvenes enamorados

sólo héroes que miran cómo agonizan

y simulan vivir una vida

¿quién la llamó vida?

sin revolución

 

Así, el historiador valiente sostiene las lucecitas de un presente o del futuro, no lo tenemos en claro, en el apagón general en ciernes. Y nos dice: hablar de vida y no hablar de revolución es una canallada. Detener la simulación es la tarea historiográfica que parece tocarnos.

Venganza contra las mujeres y fanatismo del capital* // Agustín J. Valle

Quien está en su debilidad, no debe olvidar su fuerza, puesto que así, será derrotado; pero quien está en su fuerza, no debe, tampoco, olvidar su debilidad, porque será también así derrotado.

Sun Tzu, citado de memoria

1-

Recuerdo una escena de 2015. En una actividad en la Cazona de Flores (centro cultural porteño), una banda de mujeres llenó el lugar, una banda que parecía no ser un simple agrupamiento momentáneo de individuos sueltos, sino un flujo que inunda y se retira manteniendo su cohesión. Una banda de minas en que era palmaria una onda, una energía, un modo, una complicidad, unos códigos, un aire, y unos conceptos, saberes, gestos, cortes de pelo, nomenclaturas, mapas de lo real, en un fin, una cultura, un sujeto político; esa noche me quedó como la primera vez que registré a la marea feminista del siglo. Fue un poquito antes, creo, del tres de junio de aquel año, primer Ni una menos. Faltaba poco para que Cristina dejara el Gobierno; esa mujer iba a retirarse del Sillón.

Sentí tiempo después… y digo así, que sentí, acaso creyendo que decir que lo pensé, que se me ocurrió, que tengo la hipótesis, o algo así, sería más yoico, o mejor, más dirigista, más autoritario, más masculinista; en fin, digo que lo sentí, entonces por temor… Y sí: decir en relación al feminismo, o ante el feminismo (ni hablar “sobre”), me da cierto miedo. Como si cualquier cosa que diga pudiera ser usada en mi contra (así como el silencio también). Lograron meternos miedo, las minas, a los tipos. El movimiento de mujeres inoculó miedo en los varones, miedo adentro quizá de todos y cada uno de los varones, así en escala general, transversal, global, integral, aunque por supuesto, miedos muy diferentes, distintos miedos según le cupo a cada cual. Por supuesto, para los varones es difícil concebir la medida y forma de los miedos que “desde siempre” tuvieron las mujeres. Difícil… pero no tanto; no es tan difícil imaginar más o menos lo que siente otro (y gracias al feminismo, el que no lo siente es porque no quiere).

Pero este miedo sempiterno e incomparable sufrido por las mujeres, lejos de llevarnos a despreciar el miedo que su movimiento emancipatorio nos metió a los varones, lo subraya como logro impresionante. Parcial, discontinua, etc, semejante redistribución (sexual) del miedo expresa una fuerza como pocas veces hemos presenciado.

Los movimientos políticos, concretos y efectivos, ¿no consisten siempre en una alteración de quiénes temen qué? ¿Hay mayor signo de emancipación que un movimiento que altera el orden del temor? No hay acaso emparejamiento de fuerzas posible sin generar temores en la parte que gozaba del mayor poder.

Bien puede ser motivo de orgullo, llegar a ser de temer. Y eso no significa que generar miedo sea tu política y por tanto te identifique; puede generarse miedo justamente donde abuso e impunidad; es de temer también quien muestra capacidad de defenderse, y, en fin, con nuestra patriótica Revolución seguramente le entró miedo al Virrey…

Hay miedos que te salvan la vida; son umbral de cautelas propias de un saber estar entre cosas y entre otros (no toques el enchufe…), asumiendo que somos rompibles, o mejor, simplemente sensibles. Otros miedos crispan reacciones ultra violentas.

2- Volviendo, aquella noche de 2015 en Flores vi o registré por primera a la marea feminista con el tono que sacudió al país y al mundo, y lo que sentí -por no decir pensé-, tiempo después, fue que ese flujo irrumpió así en ese momento, justamente, por la inminencia del retiro de Cristina.

Esa mujer, que había llegado al más importante lugar de la Argentina -el que más porta-, por primera vez, elegida por el voto popular, reelegida batiendo récords, ahora se iba. Se iba del lugar simbólicamente establecido como cúspide del poder, y entonces se hacía ahí un vacío, un vacío de feminidad, un vacío de mujer en la escena del poder público, y por eso (es decir con esa causa entre otras muchas y complejas), advenía esta tribu como marea, como río que inunda, copa, llena. Una mujer llegó arriba de todo, adelante de todo, y su retiro traccionó la irrupción de las mujeres que ahora copan la parada incontables, comunes, cualquiera, todas, no solo la Jefa.

Quizá tuvo que llegar ella, pero quizá también tuvo que irse, para que resulte protagonista la marea. Suele decirse que Cristina tenía modos masculinos de gobernar o de hacer política; suele decirse que no podría haber llegado a donde estuvo sin esos modos -o sea que eran los modos de esos dispositivos, que sobre los agentes se imponen. Acaso ella haya sido una especie de bisagra, de vehículo en el que una fuerza pudo realizar un pasaje, debiendo usar modos de otra fuerza para poder soltarlos una vez llegado cierto nivel.

Se señala cómo cambió ella -verbigracia- respecto a la despenalización del aborto. Si una persona tiene “su modo de ser”, una persona es, también, un elemento tomado por fuerzas diversas, variables, y cuyo sentido, entonces, cambia. “La forma es fluida, pero el sentido lo es más aún”, dice el Nietzsche genealogista. Ella fue metida a la fuerza en la lucha de clases: en 2008 se defendió del ataque oligarca diciendo, en un discurso en Parque Norte: “nosotros no estamos en contra de la ganancia de las empresas, nosotros inventamos la alianza entre el capital y el trabajo”. Pero el odio y la agresión sostenida de las elites privilegiadas (ligadas a núcleos de poder estadounidense), la metieron de fuerza en la lucha de clases… Y también fue tomada, y se dejó tomar, por la marea verde. Cristina, que cuando a su hija la enfermaron, la mandó a sanar a Cuba (no a Estados Unidos ni a Francia ni a Canadá: a Cuba), y que, entonces, llevaba a su nieta chiquita a la isla a visitarla; en aquel período, de Florencia en La Habana, en Buenos Aires Cristina solía ir a dormir con su nieta a la casa de ella, de la nieta; es decir, quizás, una experiencia inesperada de rematernización… Esto, Florencia en Cuba, Cristina abuelita presente, fue en 2019; la nena había nacido en 2015. En esos cuatro años, la marea verde protagonizó la movilización social, plantando en la ciudad argentina algunas de las movilizaciones más impresionantes jamás vistas.

3- “Un tiro” se dice de varias cosas, entre ellas un coito; la eyaculación un disparo, el arma de fuego un infalible falo, aunque a aquel varón tan enojado, Sabag Montiel, le falló el arma con que quería eliminar a esa mujer. Después de ese intento de acceso carnal, Cristina se guardó. Alto miedo, cabe imaginar, se le metió. Y es muy informativo cómo fue su reaparición tiempo después: en un acto en la Basílica de Luján. Recatolizada, acelesteada, espiritualizada, descarnalizada; pero allí, aún, de cuerpo y de pie: viva. Viva… Pero gatillable. El tiro no salió pero mostró que era tocable (el quilombo que se iba a armar no fue tal). Era tocable, fue apresable. En 2016 en cambio no era apresable: fue a Comodoro Py a declarar y cuarenta mil personas la bancaron bajo la lluvia; luego, el Senado respetó sus fueros. En algún momento, perdió ese super poder dado por el grado y cualidad del apoyo popular. El cuerpo de esa mujer quedó desinvestido.

¿Quizá ese des-investimento de Cristina fue (parte de) la antesala para la inundación reactiva, para estos años de venganza contra las mujeres? Donde vemos nuevamente que se mete a mujeres en bolsas de residuo para eliminarlas (aunque sea mandándolas en una traffic lejos lejos, aunque sea como gracia, como farsa). Cómo cae en cuerpos femeninos, jóvenes (Brenda, Morena, Lara), el mayor espectáculo de la crueldad. Vemos a la militancia antifeminista -ligada al Gobiero nacional- asesinando mujeres.

Nietzsche investiga las formas y “contenidos” de las violencias, y dice que la crueldad es de un acreedor que está cobrándose así, en dolor, infringiendo dolor al incumplidor, por la deuda impaga: y que es tanto más cruel cuanto mayor sea la diferencia jerárquica no respetada en la deuda. Cuanto más atrevido contra las jerarquías sea el incumplimiento, mayor crueldad.

La crueldad mide la jerarquías; la establece, la sostiene. Lo de dice Segato: la crueldad es un castigo, que busca fijar a la víctima en una posición. Fijarla en un rol que desacató, o amenazó desacatar (o se temió que amenazara…). Usa al cuerpo de la víctima, así, la crueldad punitiva, como medio cárnico de una pedagogía destinada a todxs lxs de su clase.

La crueldad es productiva, entonces: produce algo. No es solo falta, ausencia de “cosas buenas” (no es “inhumano” ser cruel, de hecho difícilmente pueda verse crueldad en los animales); la crueldad no es un asunto de “maldad” nomás. Es un mecanismo que produce y sostiene jerarquías, y por eso es inseparable del orden de la desigualdad. Desinviste la condición de semejante de otro humano. La sangre se derrama para mostrarse, pinta una bandera que refirma la asimetría jerárquica en un plano ontológico-político: algunos “son” superiores, y otras u otros “son” inferiores -y que ni se les ocurra algo diverso. Se discute si el asesinato cruel de las tres chicas “cuenta o no como femicidio”, cuando lo evidente es que el máximo espectáculo de la crueldad en esta tierra, la mayor punición, opera en esos cuerpos, de mujeres jóvenes, morenas y atrevidas, refirmando que son lo más bajo de todo.

4- La venganza contra las mujeres es afluente central de las fuerzas que vienen gobernando. Una reacción ajusticiadora que vuelve a poner las cosas en su lugar. Es decir, a las vidas como cosa. Se dijo mucho: varones frustrados desquitando su rencor. Varones de la era conectiva que produce discapacidad vincular, intolerancia a la presencia, asco y temor por el cuerpo real, el cuerpo en tanto cuerpo (enmascarado en un presunto culto al cuerpo). Varones que odian a las mujeres, que hasta las desean odiándolas. Mi generación, cuanto menos, nos criamos así: “qué hija de puta qué buena que esta”, “la hago mierda”. Un deseo odiante, del que cabe para empezar asombrarse.

Pero la cosificación de la vida, en la que abreva el deseo odiante, es incluso de la propia. Auto-fotógrafo auto-editor auto-broker auto-capataz auto-extractivista… La “crueldad anímica” (Nietzsche) de encontrarse reprobable ante ideales.

Terminamos vengándonos en las mujeres del dolor y la culpa de no dar la talla de lo que deberíamos, de no llegar a cumplir cuanto deberíamos, de que el mundo, la vida, no sea lo que alguna vez creímos sería… La oferta de lo ilimitado (pantalla-fantasma-manda), el mundo en un clic: máquinas de producción masiva de frustración.

Hay un rencor contra el cuerpo. Contra su ser natural; contra ser carne terrenal. El desprecio que cae sobre las mujeres, ¿no incluye un odio contra el cuerpo cuerpante, gestante, contra la orgánica potencia corporal de hacer cuerpo? Un odio contra sí -contra ser yo mismo un limitado cuerpo-, proyectado en los cuerpos asociados al cuerpo -materno- que nos hizo cuerpo… Y esto por supuesto sin asignar roles fijos entre géneros, ni confundir genitalidad con género, ni nada: solo arriesgando la hipótesis de que el desprecio por las mujeres incluye un autodesprecio, contra lo que hay en nosotros de cuerpo natural, revirado hacia los cuerpos que tenemos asociados con el que nos hizo cuerpo.

Y cuando vemos el tic compulsivo del humano empantallado… ¿No hay acaso una destitución del cuerpo como centro de los criterios de la experiencia?

Destituido, el cuerpo exhibe empero una gran excitación: un regimen de excitación con parámetros, ritmos, frecuencias, de patrones abstractos, el rendimiento, la imagen-pantalla, la guita, el número.

El cuerpo rebajado ante lo brillante, radiante, terso, rápido, eterno, infinito, envolvente de lo entrevisto en pantalla. Las cosas se sienten como incompletas si no se las refleja en pantalla; en las pantallas se busca la verdad, lo bueno, lo bello. Para la subjetividad conectiva, la realidad se efectiviza en lo abstracto.

5- Pantalla, fantasma, tarasca, bala… El modo de valorización financiero, tiqui tiqui y que la guita se reproduzca sola -sola, es decir, sin cuerpos, sin labor-, es la faz económica del régimen de dominación conectivo. El número al mando del cuerpo.

Se habla de que en la Actualidad hay, incluso, locura gobernando. Desquicio, rasgos de psicosis colectiva. Ausencia de reglas compartidas; desregulación. Puro mercado, pura correlación de fuerzas e intereses privados. Pero es necesario un Ministerio de la desregulación. Si es tan colectiva, no es tan psicosis. Hay una regla, hay un referente: el mudo mando del capital y su obviedad; que la única ley sea la Ley del Valor. La ordenadora ley mercantil es la única verdad. En el nihilismo mercantil, todo lo demás es turbio; todo otro valor, falso, mentira. Los mapuches son falsos mapuches, los sindicalistas falsos sindicalistas, los docentes falsos docentes, y las feministas, ni hablar.

De allí que puede verse -ayer, hoy y siempre- al capitalismo como religión. Una creencia; un régimen que depende del crédito. Creencia capitalista, con un ala fanática que hoy gobierna.

Y de allí que la autoafirmación, la autoafirmación de existencia (“Aquí estamos, esto somos”, o “Vivas nos queremos”), ya es insumisión: insumisión de la presencia al nihilismo mercantil. Insumisión de todo lo que dice “esto”, de una ética del “esto”, como plantea Natalia Ortiz Maldonado en el flamante Un rayo cualquiera, a ser nombrado por “aquello” (el mercado, el capital, la mediósfera, esferas separadas que pretenden saber sobre los cuerpos y ordenarlos). Se ha dicho mucho: hay en la venganza contra las mujeres una venganza contra el acto de liberarse.

6- Reactividad doble de la época. Reactividad porque somos todos sujetos producidos como “reaccionarios” por las pantallas, por los dispositivos conectivos de producción, que nos hacen reaccionar, reaccionar y reaccionar. Y, contra la liberación, fanatismo del capital. El capital como único regulador.

Porque la sujeción de las mujeres a los varones constituía -constituye- el mito de origen de toda desigualdad, con el cavernícola arrastrando de los pelos a la hembra, garrote en mano… A mí -que no importo ni más ni menos que ningún otro, y en este momento soy a quien tengo más a mano- me incomoda la palabra “patriarcado”, léxicamente, estéticamente, creo que porque no estaba en mi habla, en nuestra habla, no era una palabra actual, y remite a las hordas primitivas, a cosas muy viejas y lejanas, entonces lo siento forzado, meter ese término para nombrar lo actual, pero, quizás, ese es el punto: señalar que hay una relación de poder que, por supuesto que variando en múltiples niveles, se reproduce desde tiempos inmemoriales. Vector donde se naturalizó la desigualdad. De manera que la liberación femenina se sitúa interviniendo en una historia larguísima, larguísima (cincuenta y cinco siglos afuera de las posiciones de saber y afirmar letradas, dice también Ortiz Maldonado). El feminismo desnaturaliza pues el artificio de toda desigualdad.

Invita a todas y todos, en este sentido, a liberarse, a sentir sus puntos de dolor: allí donde la invisible soga te amarra. A desamarrar… Lo cual no es fácil, mucho menos si no querías. Liberarse es incómodo o hasta insoportable no solo para quienes gozan los privilegios del dominio, sino para todos los que adhieren, adherimos, más o menos, a la narración anti-igualitarista de la vida, que, al fin y al cabo, ofrece un sentido para todes, incluso hasta puede ser causa de orgullo aguantar, aguantar.

7- Pero, ¿qué pasó? ¿Qué pasó para que una de las movilizaciones más grandes, ricas y efectivas de la historia contemporánea, dejara paso a este presente de fanatismo reaccionario? En Pánico y locura en las vegas, situado en 1971 H. Thompson (Deep) hace un lectura crítica del movimiento hippie psicodélico, recuerda el furor expansivo en el 65 a punto de explotar, y dice que, desde Las Vegas en el 71, puede mirar al Oeste (a California) y ver, en el desierto, la línea donde la marea finalmente topó, y retrocedió.

Bueno, una hipótesis: en la cresta de la ola feminista, se ubicó Alberto Fernández. Un elemento ajeno pero que ahí flota y va con la ola, no es parte de la ola pero resulta también parte de la ola; complicado. Quiero decir: Alberta presidente, volveremos mujeres, el hijo dragueado y la bandera de la diversidad. Y el paroxismo cuando dijo: “Con este acto pongo fin al patriarcado”, en flagrante arrebatamiento del protagonismo, de la lucha.

Quizá coyunturalmente estuviera bien usarlo (de hecho, creo que fue la pandemia lo que permitió a Alberto, recorriendo el AMBA en helicóptero, viendo cómo las masas acataban su orden de quedarse en casa, sentirse que era él, capo, y que no la necesitaba a Cristina). Recuerdo un texto de Agustina Paz Frontera, cuando aparecieron las fotos de Fabiola golpeada (venganza contra las mujeres), donde decía algo así como “nos comimos un sapo, y nos volveremos a comer otros, porque en las coyunturas, para hacer fuerza, a veces hay que aliarse a cosas que pueden digamos fallar…”. Al menos atendible. Como sea, el grado del reflujo de la potencia feminista acaso se deba entre otras cosas a haber quedado pegado ahí, a ese gobierno, cuyo choque catastrófico también chocara en parte al feminismo. Pero fue él Presidente porque contra Cristina se alzaba demasiada violencia; la reacción ya era poderosa.

La potencia de la movilización, el problema de la delegación.

Con todo, ahora las mujeres movilizaron improvisadamente a Plaza Flores y aún siendo “pocas”, echaron a la Policía. Contadas movilizaciones lo logran.

8- Y hoy… La figura de la hermana del Presidente, aunque todo con la tonalidad de una fantochada, de un espectáculo muy endeble, juega un rol ejemplar en este viraje histórico: una mujer fuerte pasa a llamarse El Jefe.

Hoy es Presidente un tipo que negaba el nombre de padres a sus padres. El nombre de padre al padre, de madre a la madre. “Mis progenitores”, dice. Un tipo roto allí donde necesitaba ser contenido en un abrazo. Un tipo que odia comer, es decir, la tierra y la carne; en fin, y que odia al Estado… Y hay una ligadura histórica entre Estado y Padre; la Ley del Padre es la Ley del Estado, secularización, por lo demás, de la Ley de Dios. Padre, Estado, Dios: cada vez más abstracto. Dios puede llegar a postularse como el fundamento de esto que estoy sintiendo. La verdad que siento tan intensamente; no puede ser solo mi verdad; es mi verdad, pero es tan verdadera que presupone a Dios. Mi ley.

Pero para Milei, Milei es su padre; papá Milei es Milei para Javier; y es suya, del padre, la ley. Javier expresa un fallido asesinato del Padre: mató subjetivamente al individuo padre, pero abrazándose fanáticamente a la ley del Padre, padre empresario, ley del capital; no la Ley del Estado portada por el Padre; la ley del mercado, según somos todos solamente intereses privados compitiendo. Javier, el fanatismo de una liberación falsa, tiene como héroes a los grandes varones que -cuando quieren- están por fuera de la ley.

Nacho Lewkowicz fue uno de los pensadores que teorizó sobre el fin del Estado-Nación. Que fue un pasaje a una estatalidad de otro tipo; técnico-administrativo, por ejemplo. Un Estado que procede pero no precede (decía la revista El río sin orillas); un Estado que no funda lo real, la subjetividad, el suelo de la existencia y las relaciones, sino que es un actor en un medio de cuño mercantil (y mediático). Con influencia, sin soberanía propiamente hablando. La caída del Estado-Nación significa que cae el Estado no como cosa sino como lugar del pensamiento; la subjetividad ya no tiene fundamento estatal. En fin: que la caída del E-N es también la caída del Padre. En tiempos estatales, no había nunca relación entre dos: mediaba siempre la Ley del Estado, un tercero (trascendente). En subjetividad mercantil, hay puros unos. Unos, y ceros… Y el Estado, un estorbo. O un recurso.

Padre Estado mutó a “estadito” con dos operadores principales: la Dictadura, cara terrorífica del Padre, y el menemato, la cara decadente del padre jubilándose. El orden, la farra.

Pero después, lo fraterno: la movilización multitudinal, igualitarista en la práctica. La revuelta sin Jefe.

Y después, Néstor. Una nueva legitimidad estatal; él se presentó no tanto como Gran Padre Patrio, sino como “hombre común con grandes responsabilidades”, y, sobre todo, como hijo: prohijado por las Madres. Su cara quedó fuera del Terror del orden porque tuvo el aura de las Madres. Un hijo de este suelo que gobernó sin el autoritarismo del Padre.

Luego, Cristina. Y la reacción contra Cristina: primero, de los dueños del campo; los dueños de la tierra; los apropiadores de la pacha mama…

9- Cayó el Gran Padre y hoy gobierna un crispadísimo y fanático intento por castigar todo lo que se libera de la única ley naturalizada, la abstracción mayor, el capital. Cuanto más débil se siente un orden, más duramente castiga sus infractores, dice también Nietzsche, porque más teme su potencial subversivo…

No sabemos qué reguladores, qué ordenadores, pueden dar consistencia a relaciones igualitaristas; qué reguladores que no sean los del Padre.

No sabemos.

No sabemos, tampoco, qué hacer ni pensar ni decir los varones interpelados por el movimiento feminista. Escuché y leí al menos a cinco mujeres distintas, en las últimas semanas, invitando, reclamando o recriminando a “los varones” a implicarse, a moverse, a tomar a la violencia contra las mujeres como un problema también propio; no creo que como idea sea nueva (pienso en Segato, en Bell Hooks), pero sí que es un momento distinto a aquel pocos años atrás, en que quizá el asunto era sobre todo plantarse con toda su fuerza autónoma, y los varones por fin, una vez, callados, observar, escuchar, conversar entre nosotros… Hoy no sabemos ni siquiera cómo hablar; acaso, hemos de empezar a conversar.

 

Un acorde de Kafka para entender a Milei // Liliana Herrero

 

Presentar un libro produce temblor. Hay cierto oficio o cierta especialidad en ese acto, es casi un género. Horacio González era un experto en presentaciones. Incluso alguien dijo alguna vez que Horacio no iba a una mesa redonda, sino que era la pata de una mesa. El chiste le cabe, pero sé cómo disfrutaba de estas tertulias. Leer es reescribir. De un libro brotan otros pensamientos, ramificaciones inesperadas surgidas de las experiencias sensibles del que lee.  

El temblor de las ideas (Planeta, 2025), de Diego Sztulwark, es un libro que enlaza a un artista/filósofo Franz Kafka con acontecimientos políticos argentinos. Diego leyó Kafka con intensidad, con rigor y también leyó a un conjunto de pensadores que dijeron mucho sobre él. Este es un libro coral: Kafka, la política argentina, la filosofía y un pensador emocionado.  ¿Es forzada esa relación, como en algún momento dijo David Viñas?  En el andar de mi lectura por momentos pensé que sí; en otros, no. Traté de escuchar, como hago con la música, y entonces lo leí como una partitura, como una musicalidad vibrante sobre la cual uno puede imaginar y querer cierta vinculación con este libro, pero no necesaria. Tal vez sea un mero capricho o, más seriamente, la encuentre emparentada con este libro. La música siempre excede la partitura, que posee un rasgo excesivamente obligatorio. Hasta los silencios se escriben.  Y no sólo eso: determinan la duración del silencio. 

Luego de cada capítulo o subtítulo hay una coda, una extensión del tema, pero en otra clave, como un diario de la perplejidad. Ahí Sztulwark escribe con fecha y año anotaciones sobre la actualidad política argentina, acontecimientos específicos sobre ella, opiniones, preguntas y polémicas sin que exista correspondencia necesaria con el capítulo en el que las incluye. Incluso aparecen en diversos lugares de cada capítulo. Me gustó ese procedimiento.

En este libro nos topamos con Kafka, con ensayos sobre Kafka y un diario personal sobre la perplejidad en la que estamos entrampados en estos tiempos. Hay tres movimientos. Pongamos un acorde: Ya nada es. Millones acariciaron el látigo y aquí estamos. Ese acorde tiene que ser un acorde en modo menor. Lánguido, melancólico, triste también pero, cuidado, porque siempre tiene bellísimas melodías y muy atrapantes. ¿Nos quedamos ahí?  No. El temblor tiene la potencia de refutación política, dice Diego, restituye las vidas, los cuerpos, el movimiento. Para eso hay que rastrear palabras y horizontes que hoy no están en la política, pero la paradoja es que le pertenecen. Hoy empobrecen lo terrible, el horror. Entonces debemos rastrear palabras perdidas y omitidas, e inventar. Pongamos otro acorde en modo mayor: exultante, auspicioso. 

Ahí podemos comenzar a conversar, aun teniendo que padecer la imposibilidad: imposibilidad de actuar sin criterios transformadores (revolucionarios, dice Sztulwark), imposibilidad de actuar sin ellos e imposibilidad de dejar de actuar. 

En el libro hay muchísimos pensadores que reflexionan a partir de Kafka, teorías, pensamientos admirables, filosóficos y políticos que rompen, que hacen crujir el mundo. En la música, también.  Pero Sztulwark dice: “Cuando la derecha escenifica este romper todo, activa la destrucción del pacto social plagado de mediaciones y regulaciones de las que quiere prescindir”. De los autores que él nombra también van a prescindir. 

Hay un artilugio en la música que permite armar un acorde de tal modo que esté en mayor, pero es menor, y a la inversa. Una forma de engaño al oído. Recuerdo haberme pasado horas escuchando la 5ta sinfonía de Malher para poder percibir en qué modo estaba. Es un artilugio propio del postromanticismo en la música. Malher lo usa con maestría. Esos acordes indefinidos tensan, sólo agucemos el oído. En ese diario de la perplejidad, Sztulwark lo hace: comienza con el intento de asesinato a Cristina Fernández de Kircher, pasa por el 2001, la pandemia, la batalla cultural planteada por Agustín Laje y otros seres oscuros, la irradiación que produjeron en los jóvenes “porque la derecha se ofreció como una competencia y como una alternativa” y “la extrema derecha disuelve la política en la cultura y la cultura en la comunicación”. Disolver la lengua, los cuerpos, las ideas de lo que llamaron el marxismo cultural, disolver los feminismos, los ecologismos, los derechos humanos, los indigenismos, los agrupamientos sindicales, movimientos piqueteros y muchos otros que señalaban una sociedad dispuesta a la conquista de reclamos y derechos. La tarea de esta derecha era y es destruirlos. Todos ellos son enemigos, son el lastre que hay que desintegrar. Una derecha 2.0, como la llama Gilbert. 

Sztulwark analiza esta derecha con mucha precisión: cómo son, qué quieren, de dónde vienen, cómo se anticiparon en gobiernos anteriores en Argentina con promesas no cumplidas. Hay que descifrar eso. Laje y otros, creo que Nicolás Márquez también, saben que la derecha no tiene intelectuales y se lanzan a la batalla cultural. Comunicación, tecnología, cultura y política son temas problemáticos tanto para la derecha como para los progresismos. 

Permítanme decirlo: en el regreso a la democracia no debatimos con suficiente hondura lo que fuimos durante la dictadura cívico militar. Sé que es complejo y requeriría un extenso debate. Nos acogimos a estrategias políticas algo sumisas que me agobiaron siempre. Entonces, creo que hay que caminar por otros lugares, llaves artísticas, políticas y, sobre todo, imaginación. Si esa búsqueda está, no podemos hablar de derrota. Es otro sendero, es un camino fructífero. 

La lectura de este libro coincidió con procedimientos técnicos que se realizan sobre lo registrado en la grabación de un disco. Estaba entre la constante escucha de las mezclas que me iban llegando (la mezcla es homologable al montaje en el cine) y la lectura de este libro, que es un conjunto de voces políticas. Una sinfonía. 

Este disco se llama Fuera de Lugar, pero no es el retiro de ninguna batalla. Este disco es una batalla en sí mismo. El procedimiento político con el que trato para pensar la música, su errancia y la relación conflictiva y llena de tensiones entre el pasado y el presente. Ese es el modo que encontré para estar en la música, en la historia y en la política y algunas otras cosas que me he ido inventando a lo largo de los años. En Ante la ley, de Kafka, la puerta está abierta, pero está el centinela. Primero aparece la frustración, segundo la espera mientras aparece la pregunta: qué hacer ante la puerta abierta y el centinela que la custodia.  Imposibilidad y espera. 

La trampa es no saber de qué se te acusa. Pero se te condena. La ley impera, pero no sabemos qué es. Produce ignorancia y culpa, entonces esperamos. Es insoportable esperar porque, al esperar, no percibimos que son los artificios del poder los que lo producen. La derecha actúa de tal modo que provoca una adhesión inmediata al orden de las cosas tanto en los sujetos como en el ámbito social. Sólo de un fondo oscuro puede surgir la idea de que alguien sabe de antemano el secreto de todas las cosas e impide buscar otro camino en el que habite la fuerza de obrar en el lenguaje. “La trampa, la ignorancia y la culpa están en la base de los artificios del poder” y los entrampados son los que asumen su condición sin asombro. Ojalá los entrampados tuvieran conciencia de la fugacidad y fragilidad de los entrampadores. El canto tiene que cantar sabiendo eso. En realidad, eso es lo único que hay que cantar. Diego dice que la fragilidad en Kafka da señal de una vitalidad superior. A mí me da la sensación de una embriaguez ante un abismo. Poder salirse del dispositivo

Para comprender estos paralelismos un tanto arbitrarios que estoy haciendo con la música debemos saber que estamos en un dispositivo tonal, es decir un centro. De esas claves se puede ir a otra clave, se puede modular e ir hacia otro lado, pero siempre dentro de la tonalidad fijada y, por más vueltas armónicas que demos, la tonalidad sigue siendo la ley. Ese es el texto sagrado y de ahí no nos movemos. Sin embargo, en las músicas como las de la Grecia antigua y las indígenas no existe la tonalidad. Esas ideas antiguas y preciosas se buscaron en otras composiciones como las de Gyorgy Ligeti. Todo a partir de una búsqueda desesperada de Arnold Schönberg, quien inventó el atonalismo pero fracasó. La tonalidad es una convención histórica de occidente. Los que salen de ahí provocan un tembladeral bellísimo, como los acordes erráticos que buscó Gerardo Gandini. Construyen una música vibrante y el oído se abre dispuesto a lo inesperado e insospechado. Eso le exijo a la política. Con la lengua que posee hoy, nunca la escucharemos. Yo tampoco la poseo, por supuesto, porque no es individual, es una construcción colectiva de la cual sólo sabemos que es un enigma. ¿Puede oírse? Desde que asumió Milei, en algunas marchas puede. Por ahora la mayoría pensamos que está, como señala Diego, por debajo del umbral auditivo de la política. ¿De los últimos 20 años? Creo que no. Que es excesivo sostener eso. Siempre queda algo por oír, no siempre hubo sordera absoluta. Ha habido notas de paso para ir de un lugar a otro. Yo quiero saber qué se oye al otro lado de la frontera, como diría Horacio González en Fusilamientos. Muerte en primera persona

Conversar es hacer temblar lo que está fijo en este país y nos ha producido, dice Diego: un impacto político y existencial. Kafka es un artista. Diego afirma que es alguien que hace temblar el sistema rígido y normativo de este tiempo y de todos los tiempos. Y dice: Kafka es un estratega.  No son palabras de la política. Es poesía, es arte y, por lo tanto, sí es política porque esas palabras atraviesan cada día de nuestras vidas y logran que las revisemos constantemente o nos juntemos para pensarlas. Muchas veces percibimos que la política no anclará nunca en esos mundos que son lo único que importa. Tal vez la ausencia de esas palabras, el retiro de ciertas lecturas, la ignorancia también le impidan a estos tiempos construir lo que repare esta intemperie, esta demolición, diría Diego

Tuvimos otros momentos en donde la sensibilidad política pudo generar respuestas colectivas. Tema que nunca terminará de ser pensado una y otra vez. Sólo puedo decir que hubo momentos de enorme felicidad. Prefiero hablar así y no de derrota. “Es infinita, nunca terminará esa riqueza abandonada”, dice el poeta Edgard Bailey.  Por eso me parece una extraordinaria audacia haber recalado en Kafka para acompañar esa búsqueda. Fue una audacia feliz porque para evitar la trampa tenemos que elevar al mundo. Creo que es Carlos Correas quien pone atención en la palabra elevar

¿Es una actividad emancipatoria? Kafka teme no tener las fuerzas suficientes para vencer a la institución. No poseer esas fuerzas o dudar si las tendrá es desesperante, te lleva a pensar que no hay salida, pero al mismo tiempo necesita que la haya. “El héroe en Kafka es el sujeto sujetado por una triple imposibilidad: imposibilidad de encontrar respuestas, imposibilidad de dejar de buscar respuesta e imposibilidad de dejar de preguntar”. Una relación enigmática con el mundo, tanto como los acordes erráticos en la música. Recuerdo una clase de Gandini sobre procedimientos para componer. ¿Pongo un mi mayor, adónde voy? No lo sé, pero sigo, no lo encuentro, pero no puedo dejar de preguntarme adónde voy. Es desesperante, pero todo ese enigma culmina en La ciudad ausente, la novela de Ricardo Piglia, y la ópera de Gandini con libreto de Piglia. 

¿Quiero señalar una esperanza? No. Quiero señalar que la imposibilidad no puede impedir llevarnos a una acción emancipatoria. Si no lo es nos volverá a entrampar. Kafka dice: no quiero libertad, quiero una salida. Ya el deseo de la salida habilita la posibilidad de encontrarla. Siendo sincera, no me gusta la palabra esperanza, me resulta demasiado religiosa, tanto como la tonalidad en la música que es un cerrojo. Prefiero hablar de las fuerzas irreprimibles del deseo de buscar colectivamente. Decía Horacio González: una comunidad es un síntoma de libertad, no una forma obligatoria de convivencia. Y allí está también León Rozitchner con su idea del materialismo ensoñado. El sueño es lo que liga el pensamiento al cuidado de los cuerpos. Pienso que donde no hay ensoñación, hay cadáveres.  

Buscar tiene que ser un diálogo poderosísimo y tenso entre los restos y el presente altamente tecnologizado y un mundo que nos condena y encierra en una lengua mortuoria.

Musicalidad vibrante. Coda

La tecnología existe desde hace muchas décadas. Surge de la guerra donde se mata y se muere. Hoy el procedimiento es el mismo: se mata y se muere, la tecnología va directo hacia los cuerpos. En el caso de la música va directo al oído y a cualquier narración que quieras hacer. Spotify es un monopolio narrativo, es el más claro ejemplo del robo de la palabra. Ahí todo es aleatorio. Las plataformas digitales son las que hablan disolviendo tu habla. Habría que hacer una historia de la escucha y de la voz que va del grito de guerra liberador a la voz de mando militar. La tecnología anestesia, te brinda cuadrículas encerrando la experiencia sensible y estética. 

Así que, Diego, sólo quiero decirte que tengo tantos gritos adentro de mi alma que rechazaré siempre la condena de este mundo bélico, tecnológico y cruel, aunque no pueda conjurarlo. Prefiero seguir siendo una mujer atravesada por preguntas, por un no saber, por un desconcierto vital, dispuesta a dar las vueltas necesarias con el fin de abrir, no cerrar. Prefiero habitar las tensiones de la imposibilidad. 

Gracias, Diego.

 

*Este texto fue escrito para la presentación del libro El temblor de las ideas. Buscar una salida donde no la hay, de Diego Sztulwark, y editado por Revista Anfibia.  

 

Fuente: ANFIBIA

Fuera de lugar. A propósito del disco más reciente de Liliana Herrero // Abel Gilbert

Liliana Herrero acaba de publicar un disco, Fuera de lugar, que es algo así como un potente ejercicio de dislocación. Se desplazan géneros, prácticas, discursos sobre la actualidad de la música. Pero también el título se presta a un juego de espejos de pasmosa urgencia en los que vale la pena detenerse antes del cancionero. 

El primero, claro, Out of Place (1999), de Edward W. Said. La pertenencia es un asunto político que el gran ensayista desnudó desde siempre, y en particular en su recuerdo de las preguntas que le hacían los funcionarios israelíes sobre su lugar de nacimiento al retornar a un país que ya no le pertenecía. “Palestina”, solía decir, porque la fecha de su nacimiento había sido previa a la masiva expulsión de palestinos de su territorio que se conoce como Nnakbka. Desde 1948, toda su familia se encontraba en el exilio. Y el sitio del exilio es el que atraviesa este libro de memorias. “La sensación predominante que tenía era la de estar siempre fuera de lugar. Por eso me llevó unos cincuenta años acostumbrarme, o más exactamente, sentirme menos incómodo con Edward, un nombre absurdamente inglés unido por la fuerza al inconfundible apellido árabe Said”. Le lengua y el suelo afectados por el desplazamiento. 

En el caso de Fuera de lugar (2016), de Martín Kohan, nos encontramos con el mercado negro de la perversión de imágenes infantiles sexualizadas como centro de su inquietante novela. Nueve años más tarde, la perversión ha entrado al mercado blanco. Es la lengua de un Estado expulsivo. Y entonces, un disco recupera un sintagma para leerlo con las coordenadas epocales (porque Gaza es el nuevo orden del mundo que se irradia más allá de sus escombros hasta escupir nuestras costas, y lo perverso ha adquirido estatuto de gestión aquí, allá y en muchas partes). 

Un disco que también pregunta cuál es el lugar de la música en tiempos de mínima atención. Herrero decidió tomar nota del estado regresivo de la escucha: su trabajo se extiende apenas 28 veintiocho minutos. La condensación temporal es no obstante eficaz. Herrero propone un viaje de desvíos. Las versiones desencajan, y en esa subversión (ya va siendo hora de recuperar su significado) se pone en juego la esencia de su máquina interpretativa. “Chipi chipi”, una canción menor de Charly García se engrandece, toma otra fisonomía a partir de su sutil chacarerización rítmica y el modo en que se pueden colar las entonaciones de la baguala y sus naturales portamentos. El de Herrero es un canto dramatizado que reclama siempre una escena porque favorece a la experiencia. Y ese énfasis que la distingue es el que permite escuchar de otro modo el “yo sóolo tengo esta pobre antena”, quizá el instante más conmovedor de una letra discutible (¿no somos eso nosotros, pobres antenas interferidas que permitieron hacer posible lo imposible?). El lugar de Charly queda acá afuera de los consensos que por estos días incluyen blasones institucionales. Va al rescate de un dolor soterrado entre tantas apropiaciones indebidas (la última, no menos lacerante: Milei cantando “Demoliendo hoteles”. El topo en el Estado también puede cantar “yo que viví entre fascistas”).

Herrero ha buscado nuevas topografías para la tradición roquera. Su disco sobre Fito Páez resultó un ensayo conmovedor, y por algo se llama Canción sobre canción. El palimpsesto como estilo. Por eso el sobre es un factor abierto a múltiples potencialidades que se verifican en “Asilo en tu corazón”. Luis Alberto Spinetta la incluyó en La -la- la, del magno disco compartido con Páez en 1986. Acá Herrero la canta con Lidia Borda para reforzar el encantador extrañamiento respecto del objeto original. Al salir del lugar del rock, reencontramos su actualidad. “Es que habrá que seguir, y seguir, y seguir, y seguir”, canta Spinetta, recanta Herrero, y el verbo, ese canto de obstinación, a veces a ciegas, vuelve en “Por seguir”, un gato de Raúl Carnota y Carlos Marrodán. “Un verso puede más que un sol / abriendo caminos”. Como si comentara “Chipi-chipi”.

 “Aguafuerte”, de Teresa Parodi, con un texto del poeta paraguayo Elvio Romero, encuentra su continuidad expresiva en “Compostaje”, una tremenda canción del uruguayo Mocchi que parece haber sido escrita como documento del presente. “Y un gobierno que escupe tóxico / contra un pueblo que siente el vértigo / de un canalla que hoy sin escrúpulo / reventó el corazón”. Corazón asilado, también, que conjuga latidos alterados. “Compostaje” suscita un interrogante: ¿qué hacer con la bazofia (musical entre ellas) de este tiempo que se resiste a su descomposición? ¿Se redime? Macchi tiene una segunda oportunidad con “Ejercicio”. “Me endurecí / fui parte de mi infierno / Planté cuarenta flores para el sol / me despojé de todo lo que siento / lo puse casi todo en la canción”. Es que la forma canción contiene un casi todo. Lo sabemos mejor desde Los Beatles y desde que lo asimiló con ironía y reverencia Caetano cuando en “Lengua” dijo que en esos minutos estaba permitido todo, hacer de todo, totalizar. “Si tenés una idea increíble / es mejor hacer una canción / está probado que filosofar sólo es posible en alemán”. Lo debe saber Herrero, graduada en la carrera de Filosofía de la Universidad de Rosario en 1973, interesada desde siempre en la manera en que la historia, el pasado y los orígenes atraviesan la canción argentina. Su carga de politicidad no siempre declarada. 

Así como trajo a su mundo el rock, Herrero ha movido las fronteras del repertorio folclórico. El lugar de Atahualpa Yupanqui también se desplaza en el mapa de este disco. La milonga “El alazán” reluce porque su carácter sobrio la expande justo cuando la voz más se contiene. La austeridad de los músicos que acompañan el canto, abierta a instantes de brillo, es otro rasgo relevante que recorre y humaniza el disco.

En la imagen que acompaña este nuevo trabajo, Herrero mira un globo terráqueo sin saber dónde ubicarse. Alude al título como concepto, claro. Pero lo que ella ve es aquello que nos tutela. La intérprete ha deslizado su incomodidad con la nueva lógica digital y sus flujos sonoros. El fuera de lugar incluye por lo tanto el modo en que se habita una plataforma. Mientras preparaba su disco, se publicó Platformed! How Streaming, Algorithms and Artificial Intelligence Are Shaping Music Cultures (Springer), el libro de Tiziano Bonini y Paolo Magaudda, dos estudiosos italianos que pueden leerse en contrapunto con Streaminmg Music, Streaming Capital, de Eric Drott (Duke University Press). Ambos libros son de 2024 y dan cuenta del régimen de escucha derivado del capitalismo de la vigilancia. Los trabajos coinciden en iluminar el carácter extractivista de Spotify y los servicios análogos, un vampirismo de nuestras informaciones personales que suelen concederse alegremente. Los estudios se confirman en la actualidad. Spotify hizo un aporte de 150.000 dólares a los fastos presidenciales de Donald Trump. Y para volver a Said y el drama palestino, a fines del año pasado las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) mostraron en la red X sus “logros operativos” inspiradas en el formato de las playlists de los servicios de música en streaming. Bajo el título de “Your Top Songs 2024” presentaron sus asesinatos selectivos y otras acciones. El cuarto tema es FDI, de un álbum que se llama Protegiendo a nuestros civiles. En el quinto puesto incluye “19.000+ terroristas eliminados”, como parte de un disco llamado Bye Bye Bye.

Bonini y Magaudda se interrogan: “Con la llegada de las plataformas digitales y el streaming, ¿ha perdido la música una parte significativa del valor —económico, interpersonal, cultural— que se le atribuyó durante gran parte del siglo XX? Y, una vez más: ¿se puede argumentar que, en este nuevo panorama tecnológico, la música ya no es una poderosa herramienta de construcción de la identidad, especialmente para los jóvenes, un elemento clave para nuestras relaciones con otras personas, y que, por lo tanto, ha perdido parte de su capacidad para moldear la vida social?”. Reflexionan a su vez sobre las aberraciones que suenan a caballo de la inteligencia artificial y las mediaciones determinadas por la transmisión en línea sobre la base de contratos que esquilman a los artistas. 

Entonces estamos frente a un disco en el que el fuera de lugar se ha multiplicado. Herrero lo transmite. Se siente afuera porque en un punto, como muchos, anhela un dentro esquivoY no casualmente cierra con la voz de Horacio González, la del día en que su compañero se despidió de la Biblioteca Nacional porque entrábamos en la era macrista. Una comunidad, dijo aquella vez, es un síntoma de libertad y no una forma obligatoria de convivencia. Esa voz se acompaña de un pianista comedido. Armoniza apenas. Una voz alegato transformada en canción. La canción diez, para que entre en un playlist imaginario: “Horacio”. Y quizá esa veta utópica del disco (recordemos su significado: no existe tal lugar) es la que convoca a escuchar qué nos dice cuando Herrero observa y pide seguir, seguir y seguir. Aunque sea para buscar una salida donde no la hay, como propone Diego Sztulwark en su reciente ensayo El temblor de las ideas (Ariel, 2025). Disco y libro como caras de una moneda imposible.

 

¿Dónde está el Santiagueñazo? Anotaciones para pensar -desanudar- su silenciamiento // Francisco Santucho

 

I

Hablar del “Santiagueñazo”  del 16 de diciembre de 1993 nos remite al estallido social que en términos cronológicos se sitúa como un acontecimiento de fin de siglo. O bien, podría proponer subrayar por fuera de esa temporalidad como un hito que abre anticipadamente el nuevo siglo habilitando un paréntesis de una contra-historia al interceptar la tesis globalizada de Francis Fukuyama del año anterior (1992) que postulaba “el fin de la historia” y que aludía a las democracias liberales como único sistema de vida posible. Con el Santiagueñazo se inicia en la década del noventa en nuestro país un ciclo de protestas anti-neoliberales con acciones y formas políticas de tono insurrectas que quedaron como emblemas de la resistencia popular a partir de 1996 tras las protestas devenidas en puebladas en las localidades de Plaza Huincul y Cutral Có, en la provincia de Neuquén.

 

II

El imperativo de leerlo en estos tiempos es, por lo menos, una necesaria e ineludible tarea para examinar la nervadura de su potencia y poder develar así el empecinado entramado de silenciamiento que la clase política en los diferentes gobiernos ha mantenido. Si bien el Santiagueñazo ha sido producto, desde una lectura economicista y política, de reclamos en contra de la aplicación de medidas de ajuste que bien pueden visualizarse estaban condensadas en la Ley N° 5.986 denominada ley Ómnibus, sin embargo, no sería totalmente justo alojar el origen solamente en un problema tecnicista, de improlijidad de una administración de la economía y de las finanzas, ni tampoco el prueba y error del ensayo neoliberal. Sin lugar a dudas, constituye el acontecimiento de rebelión popular más significativo en nuestra provincia del período democrático inmediatamente posterior a la dictadura cívico militar y eclesial. Por lo tanto, un tipo de lectura que explore formas de crisis no económicas puede orientar la atención y el análisis a una matriz social traumática de existencia secular en la que se halla una fractura histórica. Sirva quizás como insumo para comprensión de tan encolerizado reclamo donde anidaba, además, el grito sofocado de un pueblo dolido desde las entrañas.

                                                                                                     

III

Pensar el Santiagueñazo, establece un aporte fundamental al que nos invita Fabián Sánchez para comprender un acontecimiento intenso y fugaz, de mucha densidad y también fundante en el sentido que permitió la apertura a subjetividades rebeldes como demuestran el tono de las sucesivas protestas que atravesaron los años noventa en gran parte de la geografía nacional. Claramente, el interés por aquella rebelión extraviada en el decurso de un tiempo sumido a modos de vida neoliberal como al que asistimos desde entonces, no aspira solo a recuperar en términos de (re)conocimiento el contenido desde el lugar del olvido, sino qué y sobre todo, desafía a una interpelación sujeta a este presente y abre el camino a nuevas formas de escuchas y de nuevas lecturas.

 

IV

Es un desafío político e intelectual abordar la carnadura de una lucha colectiva radicalizada cuya relación con el conflicto, fue fecunda, en tanto que, la subjetividad que produjo en una parte de la sociedad generó efectos –por qué no pensarlo en estos términos- que hizo florecer en el país durante los años siguientes organizaciones políticas autónomas (por fuera de las estructuras partidarias tradicionales) como los movimientos de desocupadxs los cuales tomaron centralidad en la política nacional. El efecto, se fue expandiendo y fue asumiendo diversas formas e irradiando cuantitativa y cualitativamente la construcción de proyectos colectivos y la reinvención de narrativas para las nuevas luchas políticas por venir. En gran parte del territorio nacional emergen por aquellos años, multiplicidad de formas políticas gestadas desde abajo: el ya mencionado MTD (Mov. Trabajadores Desocupados), el GAC (Grupo de Arte Callejero), H.I.J.O.S. (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio), el MOCASE (Mov. Campesino de Santiago del Estero) si bien surgido años antes toma otra intensidad en su articulación con otros grupos. Surgen las asambleas populares, cientos de centros culturales y artísticos, fábricas y empresas recuperadas con control y administración de trabajadores, organizaciones de desocupadxs, movimiento piquetero, etc, hasta el período comprendido entre el 2001-2003 que da cuenta de la profunda crisis que arrastraba el bipartidismo (PJ y UCR) y consecuencia de ello el surgimiento del bicoalisionismo.

 

V

Existe también,  un modo subjetivo de apuntalar la idea de que las sociedades y la democracia son mucho más producto de los consensos que de los conflictos. Por lo tanto, al sentido común que tiende a provocar la creencia de que la democracia es mantener las leyes bajo un orden neoliberal desde lo coercitivo y el amedrentamiento como garantía de la “paz social” cabe la referencia a Maquiavelo para considerar también que el conflicto o el tumulto es lo que permite que haya democracia y consolidarla como tal.

 

VI                                                                         

Más allá de los intereses contrapuestos, por ejemplo el que se identifica claramente entre los orígenes del conflicto como es la brutal cesación en el pago de salarios durante tres meses, están las tensiones en el estado de ánimo de los sectores afectados que padecen la inquina por parte del poder que los despoja. Estas tensiones expresan también un acumulado histórico que se manifiesta, solapadamente, como lenguaje que recorre cuerpos y memoria como forma discursiva de lo político.                                                            Una insoportabilidad capaz de hacer frente a la “violencia institucional” encuentra formas y lenguajes de confrontación desde lo popular. Un salto diferencial entre lo institucional y lo popular, deja claro en relación a la violencia simbólica la posición que se establece por un lado desde una postura intelectual y por otro lado una popular no ilustrada y si cristalizada en el discurso corporal que encuentra en la praxis crítica y a veces hasta revolucionaria otras vías por donde opera una intelectualidad de otro tipo, la que compromete el cuerpo, y a lo que José Luis Grosso denomina “violentación simbólica”[1].                                         ¿Por qué no pensar entonces, en nuevos significados políticos por fuera de los conceptos liberales? En esto, el Santiagueñazo tiene mucho para decir. Me refiero a pensar el reverso de los formatos que explican desde lógicas del mercado, desde formatos liberales, desde la diccionarización[2] de la política, los fenómenos sociales.

 

VII

Hay otras formas de saber y conocer acuñadas en el pensamiento popular.  Lo cual constituye otras nociones, otras representaciones, por ejemplo de poder, por ejemplo de democracia, por ejemplo de formas de participación política, por ejemplo de lenguaje político, entre otros.                                                                                                       Esto infiere a la vez, pensar la inmanencia de los “dispositivos de silenciamiento” no solo como la intención de ocultar ciertos sucesos sino también el de evitar que estos puedan posteriormente ser pensados,  analizados y resignificados para ser nuevamente puestos en valor. Es decir, no solo los “dispositivos de silenciamiento” suponen obturar la circunstancialidad del hecho político suscitado con el santiagueñazo, sino también ocluyen la memoria justamente por tratarse de formas autónomas de organización y representación popular capaz de inaugurar otros sentidos, la que genera otras subjetividades en lo afectivo-sensitivo a partir de lo cual puede asumir otra  potencia la protesta.

 

 

 

VIII

En un intento por ensombrecer desde las orbitas de poder un hecho trascendental como el que aquí abordamos, no supone un acto ingenuo y menos aún inofensivo. Sino que opera como estrategia para desligar una historicidad de luchas, dejar sin registro en el imaginario social a la revuelta y a su vez evitar en el pensamiento popular el sentido de vulnerabilidad del poder. Disociar ciertos pliegues históricos por donde acontece la memoria de luchas y rebeldías es un mecanismo recurrente de las políticas tradicionales para desconectar experiencias populares o plebeyas y tradiciones o trayectorias de resistencia al avasallamiento de derechos, en el afán siempre del restablecimiento de un orden político estructurado de arriba hacia abajo. Podemos inscribir también en esa lógica, salvando la magnitud del contexto, la rebelión del 19 y 20 de diciembre del 2001 ocurrida en los conglomerados urbanos más importantes del país y en el que los gobiernos posteriores han visto -y ven- con una suerte de desdén el desarrollo de la organización autónoma, los modos de auténtica democracia y la soberanía popular.                                                                   

 

IX

El lenguaje sea tal vez el último territorio de disputa, y de esto Silvia Rivera Cusicanqui[3], socióloga boliviana, dice que  “hay en el colonialismo una función muy peculiar para las palabras: ellas no designan, sino que encubren”. Y desde luego la utilización de una práctica discursiva donde abundan los eufemismos accionan como dispositivos para debilitar, acallar o directamente invisibilizar luchas, protestas y por cierto, procesos liberadores. Asimismo, en varios de sus libros el escritor Marcelo Valko refiere a cómo operan los dispositivos que accionan una “pedagogías de la desmemoria” y otros casos en los que refieren a una “dialéctica disciplinadora”, dando cuenta “que el acervo recordatorio pone en escena una práctica social de asimetría que pretende domesticar a todos por igual”[4].                                                                            Todo un despliegue estratégico del poder de lo simbólico que opera, sistemáticamente, en múltiples sentidos y cuya funcionalidad pretende apuntalar el convencimiento de una “paz social” en tanto orden lógico de la vida social santiagueña. En efecto, acciona subrepticiamente para la conquista de subjetividades como así también en la invención de imaginarios devenidos en verdades. La conquista cultural, entonces, como antesala del control político.

 

X

La pulsión violenta como escena central durante la manifestación callejera fue sucedida por escenas similares en otras geografías, en provincias como Catamarca, la Rioja, y más tarde extendidas a otras. Queda claro que lo que se quiere evitar con el silenciamiento, es el sustento subjetivo de replicar un gesto de hartazgo social ante una representación política corrupta. Sin embargo, en la dermis del cuerpo social y pese a los pretendidos esfuerzos por ejercer mecanismos de control y dominación, aquella gesta quedaba convertida en una fuerza que para muchos ya era un mojón de la voluntad de acción colectiva capaz de superar el abatimiento ante el oprobio que concitaban las medidas antipopulares. El silenciamiento de la protesta colectiva contra el neoliberalismo, léase este no solo como representación en un partido político al que se puede confrontar electoralmente, sino que este habita en las formas no dichas de micropolíticas que articulan lo que pensamos, lo que sentimos y hasta lo que deseamos, para tal fin accionan los dispositivos de subjetivación para formatear una docilidad capaz de asimilar sin chistar la voracidad neoliberal. No hay neoliberalismo sin violencia, como tampoco hay paz sin justicia social.

Abril del 2024

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[1] En conversación con José Luis Grosso en torno a la realización de un capítulo del libro La democracia. Torsión o cancelación de un sistema político. Hacia otros imaginarios, de mi autoría,  dice: “violentación simbólica es el desnudamiento y enfrentamiento popular de la enquistada violencia simbólica (en cuanto tal violencia) del estado de cosas legalizado y consensuado desde el Estado-Nación y sus agentes culturales, de política pública y de ejercicio oficial del poder (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), hasta la manifiesta represión policial y militar, “violentación” que, en su cuerpo-a-cuerpo, es llevada a cabo por vías no ilustradas (por su fricción coactiva consideradas “no-democráticas” o al borde de la “confrontación democrática” o decididamente fuera del “diálogo democrático”), tales como la burla, el sarcasmo, la ridiculización, la revuelta, el fuego, la rebelión… son las “vías directas” o “acciones de hecho” del bajo pueblo.”

[2] “De hecho, el diccionario es el dispositivo que pretende capturar en un todo cerrado la multiplicidad de la lengua; trasladado a la política, este esquema indica el intento de definir, de una vez por todas, qué es la política y cuáles son sus procedimientos, de manera que todo aquello que queda fuera de la definición pasa a ser visto como antipolítica o irresponsable utopía.”. La an-arquía contra la diccionarización de la política. Andityas Soares de Moura Costa Matos.

[3] Silvia Rivera Cusicanqui. Ch’ixinakax Utxiwa. Una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores. Tinta Limón Ediciones, 2010.

[4] Pedestales y prontuarios. El arte y discriminación desde la conquista hasta nuestros días. Marcelo Valko, Ed. Peña Lillo, Ediciones Contienente, 2019.

Apertura al conversatorio sobre El temblor de las ideas // Gerónimo Vianelli

 

Hace apenas unas semanas mantuve una muy bella e intensa conversación con Diego sobre su trabajo. Después de esa charla anoté: Diego entiende que los conceptos tienen una potencia explicativa, y asume que, en la experiencia social, los conceptos disponibles para entender los fenómenos del presente ya no resultan satisfactorios. Diego se encuentra ante la necesidad de buscar nuevos lenguajes. Buscar palabras que vuelvan a signar la realidad. Es por esto que tras un movimiento extraordinario, llega a Kafka. Porque los momentos extraordinarios le exigen al pensamiento ejercicios extraordinarios. Él me dijo textual: “Fui a Kafka no por osadía, sino por desesperación”
Es la incapacidad de las categorías lo que nombra como “temblor de las ideas”, materializado tras la intervención de Fernando Sabag Montiel. Me quedo con el shock que implica asumir la incapacidad de nuestras palabras. Pienso en algo que intento hace varios meses. Algo que nombro como “cartografía de lenguajes”. Tiene por objetivo hacer un mapa de algunos modos del lenguaje que me son de interés. La literatura, la teoría política, el cine. Intento conversar con personas que me asombran. Diego forma parte de ellas. Pienso entonces: ¿Qué significa cartografiar lenguajes? ¿Qué implica? No es fácil construir una imagen certera, formada, que responda estas preguntas. Si puedo trenzar algunas intuiciones y sospechas, también algunos deseos. De un entretejido así, dinámico e imperfecto, se vislumbran texturas y detalles, apenas gestos de cuerpos bañados de edad y misterio a los que decidimos tautológicamente nombrar como lenguajes. Como sabemos, estamos constituidos por estos epifenómenos. Son organismos vivos, independientes de nosotros, generosos y buenos que nos permiten participar de su vitalidad. Pienso que se habilitan hacia nuestros sentidos para que logremos repararlos y engrandecerlos. Así nos hemos dedicado a contar historias a través de la repetición de los sonidos que escuchamos provenir de la naturaleza. Y hemos intervenido nuestros montes creando obras rupestres pictóricas y logotípicas. Y hemos descubierto las músicas, y luego las escrituras, las danzas, la fotografía. Este gran proceso, viaje exploratorio de y para nosotros mismos, nos construye y nos vuelve comunidad. Porque lenguaje es comunión, sino es solo cansancio.
Entonces, creo que cartografiar los lenguajes es, de manera optimista y feliz, un intento por establecer un orden. Mirar desde encima. Trazar un dibujo que nos permita pasear por sus lindes. Acercarnos a la literatura a pispear qué sucede ahí dentro y qué les sucede a quienes atraviesan sus procesos creativos. Arrimarnos a nuestro cine. Visitar a nuestros dibujantes. Preguntarnos por aquellos sentidos olvidados que nuestra imaginación podría poner al servicio de la invención de una realidad más justa y menos alienante, más cercana a la inocencia, más lejos de la crueldad y el hambre. Abrir los ojos, parar las orejas. Encontrar obreros y obreras de lenguajes y traducir, con el afán amable de comunicar sus oficios para convidarlos.
Pienso que Diego, a través de su militancia y su formación y su trabajo, es un cartógrafo, y también que ha desarrollado una política de la existencia. La cual implica principalmente una contemplación activa. Y cuando digo “activa” refiero a “acción”, y si digo “acción” digo “poner el cuerpo”. Entonces, en este poner el cuerpo al servicio de la interpretación, o sea del lenguaje, el cuerpo se pone en realidad al servicio de sí mismo. Porque cuerpo y lenguaje son tanto modos como una única potencia. Unidad ritmada, como escribe Diego en su presentación a “Spinoza, Poema del pensamiento”. Donde también escribe “pensar la época es pensar contra la época” De nuevo, al nombrar el pensamiento subyace lo corpóreo: o sea se pone el cuerpo en la época para combatirla. En el temblor de las ideas las palabras más valiosas son palabras ubicadas en la sensibilidad, en lo concreto de las corporalidades: temblor, desesperación, trampa.
Su trabajo no sólo, de manera muy honesta, admite nuestra carencia de recursos, de herramientas y de salidas, sino que también reubica a los acontecimientos políticos en una dimensión estrictamente humana, física, analógica, material. No es usual en los diagnósticos sobre Argentina. La política deviene como entramado de potencias e impotencias, padecimientos y pasiones, sensibilidades y dessensibilidades. Al correrse de los lenguajes sociales comunes se encuentra una literatura aséptica pero cargada de efectos, uno de ellos, quizás el más importante, es el enfrentamiento ante nuestra propia desesperación. Quizás algo que necesitábamos incluso antes. Es una invitación a corrernos de los lenguajes que ya hemos saturado. Digamos, sobrecartografiado, deformado. Es una invitación a oxigenarnos respirando en otros campos, menos cosechados. Y soy consciente de que hablar de Kafka no es precisamente hablar de un territorio poco conocido, pero es un retorno a una pregunta escondida ¿Qué tanto hay en el mundo escapándose de nuestra virtud, de nuestra capacidad de aprehensión?
El domingo 5/10  Cesar Gonzalez presentó Rengo Yeta en la Feria del Libro en Córdoba. Percibí en su trabajo una dinámica que Diego propone. La de pensar a través de las potencias que tenemos disponibles. Como Gregorio Samsa nos hemos despertado convertidos en un bicho repugnante. Ese bicho ya no tiene potencias humanas. Pero tiene otras. ¿Cómo poner estas nuevas potencias al servicio de nuestra labor de perseverar en la existencia? César narra la belleza (sin caer por supuesto en la romantización, y esta aclaración es una obviedad) de los pibes en las cárceles, su pulcritud, sus modos de aseo, sus rituales para recibir visitas. Habla de una estética villera, popular, de la que no quiere prescindir. En su trabajo cinematográfico y literario, hay una aceptación de la potencia propia. O en su defecto, una búsqueda para que aparezca cuando no está. De pronto escuchando a Cesar descubrí que el insumo analítico de Diego funcionaba y no solo que me era útil sino que había reactivado en mí una capacidad perceptiva que estaba adormecida, alienada frente a la tristeza política, frente al hastío.
En la presentación de Cesar quien moderaba mencionó el pueblo palestino y un frío eléctrico me recorrió el cuerpo de manera intempestiva.  Ese mismo fin de semana había leído de un tirón gran parte del libro Pensar después de Gaza de Franco Berardi Bifo y me encontraba realmente afectado. Me preguntaba qué hacer para mantener la vitalidad después de la vinculación con un texto que dicta sentencias como:

“Debemos reconocer que el martirio de Gaza no es solo una tragedia que arrasa la vida de millones de mujeres y hombres y especialmente niños, sino la prueba del tránsito hacia una época donde nunca habrá justicia ni paz.”
“Esperar justicia y paz en un futuro posible sólo demuestra no haber entendido.”
“Quién cree que la voluntad política puede revertir lo irreversible, no ha entendido.” “Quien piensa que la palabra democracia aún tiene significado, no ha entendido.”
“Hay que tener el valor de entender que no habrá ningún retorno a la democracia, ni fin de la guerra, ni límite a la expansión de la deshumanidad.”

Palabras realmente desgarradoras y desesperanzadoras, no por esto nuevas, pero sí radicales. Claro, mi conmoción no refería únicamente a la lectura de Bifo sino a un fuerte consumo de redes siguiendo noticias de Ezequiel Peressini, quien tripulaba el buque Sirius. También de Cele Fierro, y de la flotilla Sumud en general.
No es algo novedoso hablar de bloqueo de agenda en Argentina. Eso que nos dicen quienes viven fuera, de que los problemas del mundo no penetran con total dimensión y que las performances de discusión pública que realizamos son casi que exclusivamente sobre la nación. Por esto la acción política de Peressini y Fierro era una acción que nos hablaba más a nosotros que a los palestinos. Obviamente el impacto de ver rostros reconocibles, cercanos, insertos en un conflicto que a veces hasta nos resulta de otro mundo, es incomparable con otras maneras de consumir el conflicto. Quizás se deja de consumir y se comienza a padecer. Lo que representa un giro de afectos verdaderamente trascendental. Nos pone de pie, nos acerca. Otra vez, nos conecta con nuestra desesperación. De esta manera es que regreso a la primera operación lógica-corporal del sistema que aparece en El temblor de las ideas. Temblor, incertidumbre, desesperación.
Una de las últimas preguntas que le hice a Diego cuando finalizaba nuestra conversación giraba en torno al juego de conceptos incertidumbre, imposibilidad, potencia. O sea cómo a pesar de la incertidumbre hay una convicción; convicción de que de la imposibilidad deviene una potencia. Por eso el subtítulo: buscar una salida donde no la hay. La potencia no está, al principio. Pero ante la impotencia, con movimiento y búsqueda (como todo héroe kafkiano) esa potencia aparece. La pregunta es ¿De dónde viene esa convicción? Diego me respondió con seguridad y muy rápidamente, como quién espera agacharse porque sabe desde dónde aparecerá el golpe, como quien confía en sus ideas. La respuesta de Diego fue para mí conmovedora. Está en la nota de Enfant Terrible  por si quieren saber cuál fue, no la cito para no spoilear el trabajo de este conversatorio que nos convoca tanto hoy como mañana pero les anticipo que a pesar de la oscuridad que reina sobre el mundo y sobre nuestro país y sobre nuestros cuerpos y nuestros trabajos y nuestra economía, es una respuesta que contiene luz. Creo que encontrarnos a pensar contra esta época, ponerle el cuerpo a esta época, movernos para estar físicamente juntos, para no sabernos solos, para no sabernos acabados, para mirarnos, para saber que existimos, ya es una respuesta a esa pregunta. Nos toca el aguante, una vez más. Y acá estamos, aguantando. 

                                                                Córdoba 10/10/25

Ni tributo, ni homenaje, indagación. Sobre el trabajo político de Liliana Herrero // Sebastián Dunphy

Con motivo celebratorio de la salida de su reciente disco, Fuera de lugar, Liliana Herrero está dando entrevistas en distintos medios. El Destape, Futurock, Radio con Vos, AM530 entre otros. Pandemia, duelo y otras dolencias la distanciaron de las agendas inmediatas de la vida pública. Por eso causó asombro su aparición en los nuevos medios: esa mezcla entre radio, televisión y livings que son los canales de stream. Y suscitó una sonrisa cómplice saber al público y trabajadores del mundo del streaming encontrarse con una señora de setenta y largos, con estampa amorosa y cálida, arremeter con declaraciones irreverentes y enojos apasionados que no suelen circular en los lives

“Tómalo con calma, la cosa es así, dice Charly y es hermoso. Pero a mí no me gusta tomarme las cosas con calma ” risas detrás de cámara.

El momento clickero de las entrevista es el repaso por Chipi-Chipi, corte de difusión del disco. Los entrevistadores consultan sobre el interés por Charly y en alguna ocasión con cuestionamiento, sobre las modificaciones y omisiones que Herrero realiza sobre la canción “¿Por qué no cantás justamente la parte en que dice Chipi chipi bombón?”

Y Liliana va al corazón de su operación política desde la práctica artística: “Yo no soy compositora, soy intérprete. Mi trabajo es el de indagar en nuestras tradiciones. Interrogo los temas y los llevo a otro lugar. Ese procedimiento transforma las cosas y las pone en otro lugar”.

“Cantar es pensar un territorio. Quiero con esto reponer la tensión que es la historia argentina”. Con esta consideración del quehacer artístico exige a la dimensión política: “La política tiene la obligación de hacer lo mismo”.

Jamás veremos un tributo o un cover de su parte, porque la práctica crítica es más fuerte y en cada una de sus actuaciones extrae, mediante la indagación, una verdad que estaba escondida a la vista de todos, que en su aguerrida sensibilidad de intérprete, nos regala como fuerza novedosa. Con esto, Liliana nos pone en el compromiso de buscar en nuestras tradiciones -de lucha, populares, revolucionarias- y extraer allí el sentimiento que actualice nuestra capacidad de conmover.

Cincuenta años de música electrónica: breve genealogía afectiva de la máquina y la música // Enzo Messina

«Casi inmediatamente la realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder» Borges, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Ficciones.

Música

La música no es sonido en el aire, la música inventa el mundo y, al hacerlo, desplaza la frontera de lo real. Escuchar es más que recibir sonidos, es aceptar otra gramática del tiempo, del cuerpo, de la emoción. La música te intercepta y te convoca, como en la canción italiana que frente a la irrupción pregunta: ¿qué quiere ésta música ésta noche?

La música electrónica no escapa al conjuro, nos interroga sin que lo sepamos sobre el mundo de las máquinas en nuestro mundo. Desde las autopistas infinitas de Kraftwerk hasta la melancolía de Joy Division y la máscara brillante de Daft Punk, no escuchamos canciones: escuchamos modos de habitar la técnica, ficciones que poco a poco se confunden con nuestra realidad.

La máquina, cuando entra en la música, deja de ser objeto. Se convierte en respiración, en textura invisible, en sombra que acompaña la vida cotidiana. La fábrica, el sintetizador, la caja de ritmos: todo ello se vuelve metáfora y sustancia, advertencia y promesa. Cada beat es ya una ontología en miniatura.

Kraftwerk: la geometría de la promesa

«Man machine, semi human being / Man machine, super human being» Kraftwerk, Man machine.

Düsseldorf, septiembre de 1975. Alemania busca una nueva voz. Kraftwerk se presenta en la televisión en una memorable performance del futuro por venir. Era natural que esa voz sea fría, repetitiva, casi matemática, después de todo en una época Alemania fue sinónimo de tecnología: «Vorsprung durch Technik» reza el Slogan de Audi, «progreso a través de la tecnología», más adelante Japón y Usa ocuparan ese lugar.

Luego de experimentar con sonidos análogos y digitalización de sonidos análogos con una música experimental estilo Stockhausen, (sí, la electrónica nació en la alta cultura) en Autobahn el viaje ya no es solo musical, es metafísico: una autopista que no lleva a ningún lugar, un trayecto sin fin donde la máquina se convierte en paisaje. Aparecen aquí también las primeras melodías que hacían a la máquina más amigable.

La estética minimalista del grupo —sus trajes idénticos, sus rostros impasibles, la voz filtrada por vocoders— es algo más que un gesto artístico: es la puesta en escena de un destino.

Heidegger lo llamó «Gestell»: el enmarcamiento que organiza la realidad a través de la técnica. Kraftwerk lo hace audible.

En paralelo, en los márgenes, Tangerine Dream exploraba otra vía: no la geometría precisa de la autopista, sino la fuga cósmica. Sus largos pasajes de sintetizador abrían la máquina hacia lo atmosférico, hacia una temporalidad suspendida que disolvía el marco técnico (Gestell) en pura deriva sonora.

Pero en esa frialdad late un resplandor. No es solo deshumanización: es también la esperanza de reconciliarse con la máquina, de dejar que su precisión sustituya nuestra fragilidad. El robot, ícono de The Man-Machine, no es todavía enemigo: es la figura de un porvenir posible, una geometría fría que promete, paradójicamente, un orden humano.

Joy Division: el fantasma en la máquina

«No language, just sound, that’s all we need know. To synchronise love to the beat of the show. And we could dance.» Transmission, Joy Division.

Manchester es otro escenario. No el orden geométrico de la autopista, sino la ruina de la fábrica. Allí surge Joy Division, a fines de los setenta, y su música es un espejo del derrumbe. La voz de Ian Curtis no canta: declama, se quiebra, se arrastra con una dignidad desesperada. El bajo se repite como un mantra, la batería golpea con frialdad maquínica. El sonido de los riffs de Summer no embellece: horada.

Mark Fisher leyó en esa música una novedad radical: la anhedonia, la incapacidad de gozar. Joy Division no grita rabia como el punk, ni celebra el futuro como el pop. Se instala en un presente clausurado, un tiempo donde ya no hay horizontes. She’s Lost Control no es solo una canción sobre epilepsia: es la parábola de una sociedad entera que ha perdido el control, atrapada entre la máquina y el vacío. La música de Joy Division no solo reflejaba una tristeza tradicional, sino una anhedonia, es decir, la incapacidad para experimentar placer, que era una novedad dentro de la música popular hasta ese momento.

Kraftwerk había mostrado la máquina como utopía fría. Joy Division la devuelve como condena: la máquina que se infiltra en la sangre, que marca un compás sin alivio. Si los alemanes ofrecían geometría, los ingleses exhiben una herida. Allí donde unos soñaban con autopistas electrónicas, otros escuchan el pulso del desamparo.

La música de Joy Division se vuelve entonces un síntoma de una condición cultural extendida: la representación de un presente sin futuro real, una experiencia emocional conectada con la precariedad y la desilusión que atraviesa a varias generaciones. Según Mark Fischer, Ian Curtis y su banda están catatónicamente conectados con nuestro presente y futuro, ya que expresaron de manera precoz ese sentir social. En ese sentido, dice, la música de Joy Division tiene un legado vigente, marcado por el vacío y la sensación de un futuro que no ofrece alternativas, reflejando un estado afectivo colectivo contemporáneo.

Luego de la muerte de Ian Curtis, la música de New Order, no lograría jamás desprenderse de la herida. La voz melancólica de Bernard Summer, las letras complejas y algo oscuras de sus canciones ofrecen un fuerte contraste con el hedonismo melancólico que sus ritmos bailables proponían.

Daft Punk: la máquina brillante

Around the world, around the world (Se repite 144 veces) Daft Punk, Around the world.

Dos décadas después, en París, Daft Punk, siguiendo el camino abierto por Giorgio Moroder, retoma la iconografía robótica pero la reviste de fiesta. Si Kraftwerk había hecho audible la geometría, Moroder enseñó que la máquina podía ser deseo. Daft Punk heredó ese pulso y lo convirtió en espectáculo global. Sus cascos espejados, sus beats cálidos, su estética retrofuturista: todo brilla, todo seduce. La máquina ya no es amenaza ni condena: es fetiche.

En Around the World la repetición no abruma, envuelve. El robot no sustituye al hombre: baila con él. Lo que Kraftwerk introdujo con distancia, y tal vez, algún optimismo crítico, Daft Punk lo convierte en espectáculo global, múltiples colaboraciones, la máquina al servicio de la fiesta y de otros artistas. El artificio se vuelve mercancía, y la pista de baile, un ritual de consumo.

El gesto es ambiguo. Por un lado, democratiza la herencia electrónica, la hace accesible y placentera. Por otro lado, neutraliza toda crítica. El brillo tapa la herida. El robot es ahora un objeto amable, un souvenir de la técnica que se compra, se comparte, se celebra.

Radiohead: Kid A, canto de desaparición

«That There, that’s not me» Radiohead, How to Disappear Completely.

Entre la herida de Joy Division y el brillo festivo de Daft Punk, se abre un desvío que no encaja en la línea evolutiva. Kid A (2000), de Radiohead, es ese pliegue. Un disco que, lejos de integrar la máquina como promesa o espectáculo, la asume como signo de desaparición.

Ya en OK Computer (1997) Radiohead había diagnosticado la alienación: voces metálicas intercaladas en «Fitter Happier», atmósferas de desencanto y deshumanización tecnológica, la sensación de que la subjetividad quedaba sitiada por los sistemas de control. Pero en Kid A ese malestar se transforma en otra cosa: no solo en alienación, sino en un extrañamiento total. No se trata ya de representar el efecto de la máquina sobre lo humano, sino de mostrar lo humano hundido en el paisaje maquínico, confundido con él.

En Everything in Its Right Place, la voz de Thom Yorke se fragmenta y se repite como un loop despersonalizado. En Kid A se distorsiona hasta volverse irreconocible. En How to Disappear Completely se escucha la renuncia: I’m not here / This is not happening. El sujeto ya no resiste, se borra. Lo que desaparece no es la máquina sino la figura humana, devorada por su propio artificio.

El disco entero funciona como un canto de desaparición. Las guitarras, emblema de lo humano en el rock, casi no aparecen. En su lugar, texturas glaciales, ritmos suspendidos, paisajes electrónicos que producen un efecto de desarraigo. No hay centro, no hay melodía estable que asegure identidad: solo capas sonoras donde lo humano se extravía.

Si Joy Division había mostrado la anhedonia de un presente sin futuro, Radiohead radicaliza la experiencia: lo que se pierde aquí es la posibilidad misma de sostener una voz, un sujeto, un intérprete. Kid A no representa el dolor de la máquina, sino la fusión de lo humano en ella. Es un disco espectral, un Tlön incompleto: todavía percibido como pesadilla, pero ya anticipando el horizonte donde la técnica absorberá por completo la experiencia.

IA: la máquina invisible

En la era de la inteligencia artificial, el círculo parece cerrarse. La máquina ya no se muestra como fría geometría, ni como herida, ni como fetiche. Se muestra como utilidad cotidiana, como compañía invisible. No aparece: está. Su éxito radica en su capacidad de volverse transparente en esa costumbre curiosa y reveladora: la proliferación de versiones creadas por inteligencia artificial donde el artificio electrónico ya no es innovación, sino imitación.

Escuchamos a los Beatles cantando Despacito, a Frank Sinatra interpretando baladas contemporáneas, a voces muertas revividas para servir al meme. Lo inquietante no es solo el pastiche, sino la naturalidad con la que lo recibimos: el artificio no sorprende, se consume como entretenimiento ligero.

Allí la máquina ya no busca abrir un mundo nuevo, como lo hizo Kraftwerk, ni dramatizar su herida, como Joy Division, ni siquiera vestirla de glamour, como Daft Punk: simplemente recicla lo existente, lo combina, lo ofrece sin promesa ni crítica. Es el artificio vuelto hábito, una segunda naturaleza que confirma que la ficción ha pasado a ser el modo corriente de lo real.

Pero la IA no se limita a reciclar: produce afectos sintéticos que experimentamos como genuinos. Las playlists algorítmicas no solo organizan canciones existentes, crean estados de ánimo a medida. Spotify nos ofrece «música para concentrarse», «sad indie», «chill vibes» con una precisión que parece conocer nuestro interior mejor que nosotros mismos. Lo inquietante no es que la máquina imite nuestros gustos, sino que fabrique deseos que creemos propios.

Cada «Discover Weekly» es una pequeña subjetivación artificial: la IA no nos da lo que queremos, nos enseña qué querer. El algoritmo se vuelve así una máquina de producir intimidad sintética, una técnica que ya no organiza el mundo desde afuera, sino que modela el deseo desde adentro. Lo que Heidegger llamó Gestell encuentra aquí su forma más sutil: un enmarcamiento que no necesita mostrarse porque opera directamente sobre la textura afectiva de la experiencia.

Lo que parecía entretenimiento es ya modo de vida. Lo que parecía herramienta es ahora horizonte. La técnica, como dijo Heidegger, no es un simple instrumento: es el modo en que el mundo se nos presenta. Y ahora, cada vez más, ese mundo es fabricado por la máquina misma.

Epílogo: Tlön y la resistencia de lo real

«El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles». Borges, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Ficciones.

Kraftwerk, Joy Division, Daft Punk: tres modulaciones de un mismo proceso. La máquina como promesa, como herida, como espectáculo. La IA, en cambio, inaugura un estadio distinto: la ficción tan suavemente integrada que ya no se percibe como ficción.

En Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, lo inventado comienza como un juego: una página sobre una región inexistente maliciosamente intercalada en una impresión, de una edición de una enciclopedia transcrita de otra enciclopedia, derivará, por la mención de un mundo en ese artículo falso, en la creación de ese mundo que terminará desplazando lo real. Algo semejante ocurre con estas arquitecturas sonoras. Al principio, parecían solo metáforas: autopistas electrónicas, voces quebradas, robots que bailan. Con el tiempo, sin embargo, esos mundos musicales se han vuelto el tejido mismo de la experiencia contemporánea.

Ya no se trata de preguntarnos si esas ficciones son verdaderas o falsas, sino de advertir cuánto pesan en lo real. Como en Tlön, lo imaginado persiste hasta volverse más sólido que lo tangible. La música electrónica, en su tránsito de geometría, herida y brillo, nos ha mostrado que no escuchamos canciones: experienciamos mundos. Y esos mundos, al repetirse, terminan por creerse más verdaderos que la realidad que pretendían acompañar.

En 2021 Daft Punk publica Epilogue: dos robots caminan hasta que uno se detiene, activa un mecanismo y explota en el horizonte, mientras en pantalla se inscriben los años de su reinado. Thomas Bangalter explicó luego que la decisión estuvo motivada por el ascenso de la inteligencia artificial: seguir siendo robots, en un mundo donde la IA simula emociones, habría significado confundirse con aquello mismo que buscaban interrogar.

El inicio de la carrera solista de Thomas Bangalter sin casco, (Mythologies, 2023) para orquesta sin electricidad ni amplificación, no es solo un cambio de estilo, sino una declaración política: volver al cuerpo acústico frente a la proliferación de inteligencias artificiales que imitan, mezclan y reciclan. Si el casco había sido emblema de la fusión con la máquina, su abandono señala otra estrategia: reaparecer como humano, desnudo de artificio, y afirmar que todavía existe un resto irreductible, un timbre orgánico que no puede ser reemplazado. Una música sin cascos ni algoritmos, que no busca competir con la máquina, sino recordar que aún hay una experiencia de lo humano que resiste en su vulnerabilidad.

Allí donde la máquina inventa mundos de geometrías no humanas, el cuerpo persiste como resto de lo real que resiste.

Palestina, palestina, palestina. j u d í a // Silvia Duschatzky

 

 

            Mi nombre es Silvia. Hace poco supe su origen latino, quiere decir mujer del bosque. En árabe se pronuncia silviya, en idish silvishque. Así me decía mi bobe. Algo del sonido los emparenta o así lo quisiera. No sé qué me hace judía. Gaza me hace temblar.

 

            Mi apellido materno es Czeczyk. Mi madre nació en una zona de Polonia que según la circunstancia histórica pertenecía a Rusia o eventualmente a Polonia. O sea mi madre no tuvo más patria que su lengua de resistencia (el idish), esa que sobrevivió al exterminio de sus hablantes.

 

            Mi padre nacido en Ucrania, es Duschatzky. Un apellido que me costó desde el origen. Escribirlo era borrar y volver a dar con la letra correcta, ejercicio que a los 6 años implicó varios agujeros en la hoja. El apellido de mi madre lo aprendí más tarde pero su escritura me resultó más fluida.

 

            De pequeña quise ser más judía de lo que me permitieron. Pocos ritos comunitarios y mucha moral antisionista que sólo bajaba como imperativo inscripto en un ecosistema stalinista.

 

            No les fue fácil a mis padres domar un espíritu que no sabía bien de que huía pero huía.

 

            Me vienen imágenes de mi abuela materna en el templo cuando se celebraba alguna festividad religiosa. Corpulenta, vestida de negro, paradita siempre del lado del fondo del salón. Creo haber escuchado algo sobre la disposición de la gente en ese espacio. Los ricos están adelante los más pobres atrás, me explicaban cuando preguntaba porque ella ahí. Atrás era casi en el umbral de la puerta. Me gusta la imagen del umbral. El interior en el exterior, escribía Benjamin. Atrás era más claro, la luz del día se hacía sentir y la puerta abierta podría atravesarse cuando el adentro sofocara.

 

            Czeczyk era la palabra del afecto. Duschatzky, la de la exigencia. Basia se llamaba mi mamá, Jaike (Clara) mi tía, Feiguele (Fanny) mi otra tía. Mis tías eran argentinas, mi madre no. De ahí su nombre polaco que significa extranjera o extraña. Siempre me gustó como sonaba su nombre, tal vez porque la extranjería me es afín. Entre ellas hablaban en idish, yo no entendía; me alcanzaba su sonido. Pocas veces tuve la sensación de hogar tan nítidamente como cuando las escuchaba reír en esa lengua.

 

            Crecí dividida entre el timbre de una lengua que no se dejaba decir del todo y la fuerza de otra amasada en la prohibición, la contundencia y la moral del buen sentido. Se me prohibía frecuentar chicxs judíos sionistas y más tarde también afiliarme a juventudes de izquierda porque ponía en riesgo la seguridad de las tareas que desempeñaba mi viejo en el partido al que pertenecía, “Cuando te pregunten de que trabaja tu papá decí comerciante.” Mi padre: un soldado de la revolución. Tímido al extremo, tartamudeaba cuando los nervios le jugaban una mala pasada. Bueno, eso de soldado de la revolución me lo inventé. Creo que era el modo de encubrir su fragilidad.

 

            A los catorce años me veo sentada frente a mi escritorio, pullover beige, cabello largo y la hoja de carta en la que le escribía a mi papá; preso. Le decía que estaba orgullosa de él y su lucha por un mundo mejor. También me inventé esa estatura épica. Así como madre era el nombre de la tierra del afecto, padre el de la lejanía afectiva revestida de atributos ampulosos y virtuosos. Así disimulaba cierta orfandad. Mi madre lo admiraba. Le cocinaba enormes ollas de comida que le llevaba a la cárcel, mientras permaneció detenido en Buenos Aires. En la calle Moreno. Luego lo trasladan a la provincia de Tucumán. Nunca supe por qué tan lejos. En una de esas visitas le grité a la distancia que estaba saliendo con un chico, mucho más tarde, sería el padre de mis hijxs. A ese chico lo conocí en un grupo de pibxs judíos, algunos sionistas, otros simplemente judíos que, como yo, caían ahí azarosamente y sin motivación más que la de hacer amigxs. Yo venía de esas instituciones progres en las que la pasé muy mal. Era profundamente tímida, rasgo que compartía con mi padre. Rara vez hablaba en público y sentía que pocos me registraban. Había que cumplir cierto rango para pertenecer a esa tribu; demostrar una mezcla de intelectualidad y cancherismo, contar con un buen rendimiento deportivo y poseer un vocabulario de corte ideológico progresista.

 

            En el colegio secundario y un poco antes de volverme militante desembozada conocí a una compañera con la que discutíamos a muerte sobre Israel y la entonces URSS. Ella sostenía que yo era judía, lo quisiera o no y que Israel velaría por mi vida, siempre en peligro. Yo fiel a mi legado defendía con ritornellos a la URSS. Ella me decía asimilada, la peor de las ofensas para una judía sionista y yo ya ni recuerdo cómo me pegaba ese epíteto. Pero por esas cosas enigmáticas me gustaba ir a su casa que curiosamente vivía en un conventillo. La única judía pobre pobre que conocí. Un día me llevó a una fiesta y creo que esa fue la primera vez que un flechazo me atravesó como nunca antes había sentido. Ese pibe de rostro árabe se llamaba Julio, pasados algunos años no volví a verlo. En mi casa mentía sobre el origen de esos nuevos amigos. Lo cierto es que esa circunstancia coincidió con la detención de mi padre y mis amigas me acompañaban al penal sin hacer ninguna pregunta, que no obstante hubiera respondido con la frase a mano: defensor de los mejores ideales humanitarios.

 

            Creo que en ese período y durante esos encuentros sociales experimenté un sentimiento judío que me fue vedado. Se trató de una simple sensación que no requería ningún protocolo, ni lenguaje impostado, ni exabruptos ideológicos. Sólo se trataba de un modo de hacer lazo. No eran peñas, eran bailes, no eran discursos sesudos, eran charlas banales, no era desprecio por lo trivial era pasar el tiempo sin meta y con la adrenalina de la próxima fiesta. No eran padres clandestinos, eran familias alegres y “normales”. Ser judía me era familiar y extraño a la vez. Hasta que llego la militancia y la vida se arropó de riesgo, proyectos colectivos, combate y trascendencia vital.

 

            La vida anodina, desprovista de epopeya y ajena a lo que se jugaba en la década de los 70 no era opción. La pregunta por lo judío -explicita o no- le dio paso a la mística de la tarea revolucionaria. Había salida, la pregunta sobraba o tal vez era privativa de las almas libres. Yo me alimentaba con respuestas.

 

            Cuando viajé a Israel hace diez años tuve la sensación de estar pisando el más gélido de los países que había conocido. No se trataba de lo extraño sino de lo expulsivo. Altos muros marcaban la salida del aeropuerto y un espíritu bélico se respiraba apenas comencé a recorrer las calles. Los micros a los que me subía estaban repletos de jóvenes soberbios que desparramaban su cuerpo exhibiendo fusiles que cruzaban desde el torso hasta sus piernas. En una oportunidad mis amigos me llevaron a un kibutz, en la zona alta del Líbano. Alambrados electrificados lo separaba de una mezquita, ubicada a pocos metros hacia abajo de la montaña. Un soldado recorría el perímetro sin dejar de apuntar hacia el frente. De pronto voces de rezos de mujeres cruzan la valla. Miro al soldado con una sonrisa de venganza y pienso: no hay fusil que pueda frenar el eco de la voz.

 

            A los pocos días paseo por el mercado árabe de Jerusalén, recién ahí volví a respirar olores de la tierra, especias, un andar “descuidado”, barullo vital.

 

            Escribo estas líneas en el medio de Gaza. En estos días vivo en estado de shock. No encuentro una lengua que diga el horror al tiempo que lo ahueque. Marina Tsvietáieva escribía: mi dificultad está en la imposibilidad de mi problema, por ejemplo, con palabras (es decir pensamiento) decir un gemido: a, a, a. Para que en los oídos quede solamente a,a,a.

 

            Dicen no es en mi nombre, digo no es en mi nombre. Y sin embargo solo lo que terminó por pegarse empuja a despegarse con tanto ahínco.

 

            Poco sé de la historia judía, pero si algo abrazo es su carácter diaspórico; la relación con la palabra, el ímpetu de la interrogación y una lengua que balbucea y canta para unirse a otros cantos. No es ontología, no hay inocencia de origen ni paradigma de víctima.

 

            Lo que ocurre en Gaza es genocidio. Y Gaza es el síntoma de la decrepitud de occidente con su legado de civilización o barbarie.

 

            Continúa acompañándome el ritmo de una lengua materna. John Berger recuerda que a la expresión “lengua materna” en Rusia se le dice, radnoy yazik que significa la lengua más querida y agrega, dentro de nuestra lengua materna están todas las lenguas maternas. La amabilidad de cada lengua materna la vuelve porosa hacia las demás. Tal vez por eso podemos decir que es universal. En cambio, cada golpe de Identidad (con mayúscula) guarda el germen del monstruo agazapado con su veneno mortífero.

 

 

Silvia Duschatzky

5 de octubre 2025

 

 

 

“Tijuana evidencia las contradicciones del neoliberalismo” // Entrevista a Alfredo González Reynoso por Jun Fujita Hirose

 

Entrevista a Alfredo González Reynoso, investigador mexicano de la cultura fronteriza

Por Jun Fujita Hirose

 

En este septiembre cruzamos por coche la frontera entre México y Estados Unidos, primero de Tijuana a San Diego y luego en sentido inverso. Me llamó mucho la atención la asimetría en el rigor del trámite entre la entrada a Estados Unidos y la entrada a México: en la primera se controlaba pasaportes y visados sin excepción, lo cual nos causó dos horas de espera en una larga cola de coches, mientras que en la segunda ya no hubo cola y pasamos la frontera de modo casi automático, sin mostrar ni siquiera los documentos. ¿Cómo explicas y observas esa asimetría?

 

Cuando Estados Unidos le arrebató a México la mitad de su territorio en 1848, Tijuana era solo un rancho que el azar puso junto a la nueva frontera. A partir de principios del siglo XX, Tijuana se desarrolló aceleradamente por el comercio que supo hacer con el país vecino: en las décadas de 1920 y 1930, se establecieron bares y casinos en respuesta a la Ley Seca de Estados Unidos; en los años 90, se construyeron numerosas maquiladoras para fabricar productos de exportación a Estados Unidos, y el narcotráfico también prosperó.

 

Por otro lado, San Diego nació en 1769 como un centro misionero franciscano, y desde 1907 alberga una base naval estadounidense. Esto significa que la ciudad ya existía antes de la creación de la nueva frontera tras la guerra México-Estados Unidos, y que su posterior desarrollo económico giró en torno al complejo industrial-militar. Como señala Norma Iglesias, profesora emérita de la Universidad Estatal de San Diego y especialista en estudios migratorios, mientras Tijuana creció debido a la frontera, San Diego no se ha identificado históricamente con su condición fronteriza.

 

Esta discrepancia de intereses entre las dos ciudades vecinas se profundizó aún más con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN o NAFTA) en 1994. Con la liberalización arancelaria, Estados Unidos dejó de necesitar a los migrantes indocumentados en su territorio, pues le resultó más económico concentrar la mano de obra en fábricas subcontratadas del lado mexicano. El TLCAN produjo así un doble efecto aparentemente contradictorio, pero en realidad complementario: mientras el cruce de mercancías se volvió más fluido, el cruce de personas se vio severamente restringido mediante muros y vigilancia militarizada. Las largas filas ante los puntos de inspección de entrada a Estados Unidos son entonces un resultado histórico derivado de esta asimetría en las políticas económicas bilaterales.

 

Hoy en día, además de las maquiladoras, en Tijuana hay numerosos call centers (centros de llamadas) subcontratados por empresas estadounidenses, que emplean a personas que fueron deportadas de Estados Unidos. ¿Cuándo empezó ese fenómeno?

 

Tijuana evidencia las contradicciones del neoliberalismo. En 1987, Ronald Reagan llamó a desmantelar el Muro de Berlín para promover la transición al régimen neoliberal. Pero, apenas unos años después, ese mismo neoliberalismo tomaría el rumbo opuesto. Así, tras la entrada en vigor del TLCAN, Bill Clinton instaló un largo muro fronterizo entre México y Estados Unidos con placas de acero usadas en la Guerra del Golfo (¡un presidente ecologista!); después del 9/11, George W. Bush militarizó la vigilancia fronteriza con el apoyo de legisladores demócratas; y luego de deportar a tres millones de migrantes indocumentados, Barack Obama se ganó el apodo de “Deporter-in-Chief”. En este sentido, Donald Trump no es una anomalía, sino un desarrollo coherente con la política migratoria previa, y lo mismo puede decirse de Joe Biden.

 

Pero esta política no es mero racismo imperialista, sino que también responde directamente a las demandas del capital norteamericano. Así como la construcción y la militarización del muro durante las administraciones de Clinton y Bush fueron medidas para asegurar la fuerza laboral de las maquiladoras, las deportaciones masivas bajo Obama, Trump y Biden también proveen de trabajadores bilingües a los call centers. Esta transición paradigmática de las maquiladoras a los call centers en la frontera mexicana refleja el desplazamiento del eje económico en Estados Unidos del sector industrial manufacturero hacia el sector posindustrial de servicios. Así, la política migratoria estadounidense ha sido impulsada conjuntamente por republicanos y demócratas al servicio de la expansión transfronteriza de la economía de su país. Y lo que Estados Unidos organiza en nombre de la “Homeland Security” o “Seguridad Nacional” es en la práctica una especie de feria de empleo transnacional, que consiste en retener y deportar migrantes para reclutarlos como fuerza de trabajo barata en la frontera norte mexicana en beneficio del capital estadounidense.

 

Mientras que en Estados Unidos el magnate de extrema derecha Donald Trump fue elegido presidente en dos ocasiones, en México el partido de izquierda Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) está en el poder desde 2018, habiendo sucedido a Andrés Manuel López Obrador la actual presidenta Claudia Sheinbaum Pardo, en el cargo desde octubre del año pasado. ¿Podemos decir que la situación política actual de ambos países es contrastante? ¿O tenemos que tener una mirada más matizada?

 

Es cierto que Trump normalizó un fascismo desvergonzado en Estados Unidos. Sin embargo, sus políticas sobre la migración en la frontera mexicana y el genocidio al pueblo palestino, entre otras, no son muy distintas a las del Partido Demócrata. En cuanto a MORENA, es cierto que durante el sexenio del expresidente Andrés Manuel López Obrador, el gobierno logró sacar de la pobreza a 13.4 millones de personas y de la pobreza extrema a 1.7 millones mediante la expansión de programas sociales y el aumento salarial, y este logro debe reconocerse. Sin embargo, ese mismo gobierno militarizó diversos sectores sociales al crear una Guardia Nacional dependiente de las fuerzas armadas, a las que dejó a cargo de la infraestructura (aeropuertos, ferrocarriles, puentes), pero sin cambiar las condiciones de violencia generalizadas por el narcotráfico y el crimen organizado. Esto último es especialmente patente con la crisis de desapariciones forzadas y asesinatos de madres que buscaban a sus hijos desaparecidos. Además, MORENA cedió a las presiones de Estados Unidos para llevar a cabo detenciones masivas de migrantes extranjeros, principalmente de Centroamérica (durante la presidencia de AMLO se detuvieron a 2.7 millones de personas, el doble del total registrado bajo los dos gobiernos de derecha anteriores de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto).

 

Por lo tanto, es difícil afirmar que exista una verdadera oposición entre las situaciones políticas de Estados Unidos y México. Tanto el trumpismo como el morenismo son solo transformaciones aparentes: ambos proclaman romper con el statu quo, pero en realidad ninguno ofrece una genuina alternativa. Y si Trump representa el imperialismo que se quitó la máscara, MORENA es solo un neoliberalismo con rostro humano.

Los álamos del deseo // Julián Doberti

Al abuelo Héctor

A L.

 

A veces no se relata para contar un pasado, sino para darle un sentido a lo venidero

Percia

En la institución del superyó uno vivencia, digamos así, un ejemplo del modo en que el presente es traspuesto en pasado

Freud

Il n y a pas de Mémoire pure, simple, littérale, toute mémoire est déjà sens

Barthes

 

1

 

Me gustaría empezar –como si se tratara de una sesión de análisis- con una escena de infancia.

Mis abuelos maternos tenían una quinta hermosa en la provincia de Buenos Aires. La casa era amplia y cómoda, con varias habitaciones, un salón principal donde la luz entraba por grandes ventanales, un hogar que en invierno se encendía. El terreno era extenso y, a lo lejos, más allá de la pileta y los árboles frutales, mi abuelo había plantado tres álamos plateados que se podían contemplar desde la galería. Yo amaba sus siluetas altas y elegantes, sus hojas verdes de un lado y blancas del otro que, agitadas por el viento, transmitían una belleza melancólica. Un día, mi abuelo me vio mirando los álamos, se acercó y me dijo: son tuyos. Hasta el día de hoy lo recuerdo.

 

2

La cita de Freud que elegí como epígrafe se encuentra al final de ese texto tardío e inconcluso que lleva como título “Esquema del psicoanálisis” y –permítanme decirlo de entrada- me resulta un tanto enigmática. El escrito postula una filogénesis de las instancias del aparato psíquico, donde el “pasado cultural heredado” vendría a constituir una base de lo que luego será el superyó, pero Freud sospecha que en esas especulaciones puede haber algo que se escamotea (“no es fácil que tales generalidades sean universalmente correctas”). Sin entrar en las disquisiciones metapsicológicas sobre la constitución del aparato psíquico, lo que me convoca de la afirmación freudiana es el postulado respecto a la temporalidad. El superyó supone una trasposición (noción que Freud emplea para dar cuenta de los movimientos de la pulsión) del presente en pasado. ¿Cómo leer esa operación?

Cuando Lacan dice que el retorno de lo reprimido retorna desde el futuro, trastoca un modo convencional de entender el curso temporal: lo que retorna no lo hace desde el pasado y, en ese sentido, el análisis no desentierra algo que preexiste a la transferencia.

El retorno se vuelve menos un ejercicio de exhumación que de invención habilitada por la escucha y el decir en el espacio transicional del análisis. Se trata del pasado, pero no es el pasado el que retorna, sino lo que se leerá como reprimido en el discurso que atraviesa el tiempo y que, en el acto de lectura, relanzará representaciones y afectos. Es ese relanzamiento el que hará caer algún sentido coagulado y permitirá trazar nuevos caminos asociativos. Así, se produce una ganancia de matices –que no se confunde con una conquista de saber- volviendo al futuro menos repetitivo, menos destino. Lo opuesto a la operación superyoica.

Trasponer presente en pasado supone consolidar una repetición sin posibilidad de diferencia. ¿Un pasaje de actividad a pasividad? Pascal Quignard escribió que “el infinito de la pasividad humana” radicaba en la audición y propuso una figura que retoma orificios corporales para ilustrarlo: “los oídos no tienen párpados”. Freud pescó que una forma privilegiada de incidencia del superyó era la voz, aquellos restos de lo “oído” y también de lo “visto” (sobre todo aquello visto en silencio, como precisó alguna vez Jinkis). Un silencio y una voz donde el sujeto deviene objeto de aquello que ve y que escucha.

3

“Esto que me pasa, me pasa porque cuando era chico…”, fórmula trillada que ilustra a la perfección el modo de trasposición de presente en pasado, ubicando algo del pasado –cualquier cosa- en el lugar de causa de lo vivido en el presente. Si un análisis se orienta de ese modo, termina construyendo una esclavitud perfecta valiéndose de la neurosis de transferencia. Quiero enfatizar que llenar de sentido el lugar de la causa es siempre superyoico, del mismo modo en que lo es pretender asignarle un objeto al deseo (y ambas operaciones se asemejan en el rechazo de la falta de objeto). Esto no implica desdeñar la importancia del sentido en el análisis, al contrario: se trata de no hacer un cierto uso del sentido, para poder hacer otra cosa.

Cuando Barthes afirma que no hay memoria pura, literal, que toda memoria supone sentido, no vuelve a la memoria un campo ilusorio: nos recuerda la responsabilidad que implica trabajar con los efectos de sentido. ¿Cómo hacer uso del sentido sin colaborar con el superyó? Encuentro en el epígrafe de Percia (y en ciertas vivencias personales, ya volverán los álamos) una posible respuesta: “a veces no se relata para contar un pasado, sino para darle un sentido a lo venidero”. Si para Freud el superyó traspone presente en pasado, para Percia el deseo del analista traspone pasado en una pregunta por el sentido que involucra lo venidero.

En su escrito “Construcciones en el análisis”, Freud distingue las construcciones de sentido de las imposiciones de sentido, a las que compara con efectos alucinatorios y delirantes. Éstas últimas, dice, producen una “creencia compulsiva” que a las construcciones les falta. Las construcciones de sentido en los análisis son incompletas, provisorias, conjeturales, deseantes. Vuelven al porvenir menos desesperante, ese afecto donde el tiempo queda aplastado por demandas enloquecedoras. Todo análisis (se) construye sobre restos, palabras, recuerdos, repeticiones, fantasmas, que la transferencia permite ir leyendo. Pero, al final, no se arriba a una construcción robusta y sin fallas como si se tratara de un edificio a estrenar.

Se construye al modo de marcas en la arena que la marea irá borrando; marcas que se olvidan, nos sorprenden, nos hacen soñar, nos despiertan. La playa no será la misma después de ese trazado. Aunque el viento siga soplando y nos hayamos ido.

4

Hace unos meses, caminando en Paris con L, ocurrió un reencuentro inesperado. Al borde del Sena, sobre la orilla izquierda, pasando el boulevard Saint-Michel, nos encontramos con una fila de álamos plateados. Parecían custodiar las aguas del río en un ejercicio inusual de protección y modelaje. L sabía lo que significaban aquellos árboles para mí. Se acercó, le pidió permiso a uno de los álamos como corresponde a semejante acto, tomó una hoja y me la dio.

Borges decía que el gato que pasaba ahora frente a su ventana era el mismo que habían acariciado, siglos atrás –como quien dice minutos antes-, las manos de Cleopatra. Esa atemporalidad de los seres desprovistos de lenguaje me lleva a imaginar, con una sonrisa, que la hoja que me regaló L, meses atrás, aquella tarde parisina, es una de las tantas que yo miraba moverse en el viento, un día perdido para siempre en mi infancia, mientras mi abuelo se acercaba a anunciarme que, a partir de ese momento, los álamos eran míos.

Pero no nos apresuremos.

Una escena modifica a la otra, en ida y vuelta. Mi abuelo no sabía –no podía saber- qué me transmitía cuando me dijo “son tuyos”. Y L no sabía –no podía saber, aunque alguna sospecha pudiera tener- que ese gesto suyo me iba a permitir descubrir una cara amable del tiempo y de lo perdido. No se trata de alucinar que la hoja es la misma, sino de jugar en los bordes de la paradoja, con humor.

Si menciono el humor es porque, como podrán advertirlo, no deja de haber una dimensión dolorosa que logra elaborarse entre ambas escenas. Si el “son tuyos” pudo tener una resonancia superyoica –aunque no solamente-, el gesto de L me permite leer ahora, en su espontaneidad y ligereza[1], no tanto un “son tuyos” (si fueran míos, ¿cómo llegaron a Paris?) sino un deseo que advirtió mi abuelo en mí ese día y quiso reconocer. Un deseo que el gesto de L me ayudó a recuperar, desde otro lugar[2].

Podría seguir desplegando algunas consideraciones más, pero prefiero detenerme aquí y cederle las últimas palabras de este escrito a la poeta Beatriz Vignoli. El poema se titula “Silencio”:

 

Esa mujer estaba leyendo en el subte

y de pronto no tuve pensamientos;

 

solamente el color acumulado

de toda la memoria

en medio de un silencio

 

tan feliz que no quería decir nada.

 

[1] La ligereza no habría que asociarla a la liviandad, lo superfluo, o lo trivial. Ligereza en este contexto se opone a la pesadez del superyó. Una mano que se extiende y toma una hoja de un árbol para luego regalársela a alguien: en la ligereza ¿infantil? de ese gesto hay una potencia (la potencia del psicoanálisis probablemente tenga más relación con la ligereza que con las grandiosidades de ciertos relatos épicos) equivalente a ciertas palabras que, escuchadas durante una sesión en el momento oportuno, marcan un giro en cierto momento sufriente de la vida.

[2] Con un cambio de objeto: no es lo mismo un árbol que una hoja. La función de la metonimia no es menor.

 

“DECAES” convierte la soledad contemporánea en materia escénica para su primera temporada porteña

La obra de Patricio Suárez, interpretada por Liza Karen Taylor, llega a Espacio Callejón después de su recorrido internacional, proponiendo un “manual de supervivencia” contra el medicado individualismo de nuestro tiempo

Después de su paso por el Festival Iberoamericano de Teatro Independiente de Menorca, Valencia y el Festival Rojas Danza 2025, “DECAES” inicia su primera temporada en Buenos Aires con una propuesta que interroga las formas contemporáneas de la soledad. La obra de Patricio Suárez, con la interpretación de Liza Karen Taylor, se presenta los lunes de octubre en Espacio Callejón, ofreciendo lo que sus creadores definen como “un pequeño botiquín de primeros auxilios para la capacidad de imaginar”.

“DECAES”, idea, dirección y espacio escénico de Patricio Suárez. Ph: Ale DC Fotografía 

La pieza construye su universo dramático a partir de una premisa filosófica contundente: “Un sistema de islas desiertas es un sistema imposible”. Esta declaración inicial funciona como punto de partida para una exploración escénica que combina teatro, danza y artes visuales en una crítica al individualismo medicado que caracteriza las subjetividades contemporáneas. La protagonista, descrita como “una empleada emprendedora y proactiva”, habita un monoambiente alquilado donde ensaya estrategias de supervivencia emocional mientras busca “la frase perfecta para justificar su soledad y precariedad existencial”.

El planteo de Suárez trasciende la denuncia para adentrarse en territorio propositivo. Las preguntas que estructuran la dramaturgia apuntan hacia la construcción de alternativas: “¿Cómo cuidar el estado de ánimo y elaborar estrategias que nos acerquen al deseo? ¿Cómo escapar de la tendencia al aislamiento que amenaza con la disolución de la vida en común?”. Pero la interrogación más radical surge cuando la obra se pregunta si es posible “demoler la ‘propia vida’ y gestar nuevos imaginarios, más allá de la obligación de resistir y la promesa de felicidad”.

Esta última formulación revela la sofisticación conceptual de “DECAES”: no se trata de una obra que se limite a diagnosticar los malestares contemporáneos, sino que busca trascender tanto el discurso de la resistencia como el imperativo de la felicidad para explorar territorios alternativos de existencia. La pieza se posiciona en esa zona liminal donde el arte funciona simultáneamente como “confesión de una invalidez” —la imposibilidad de adecuarse con alegría a la vida contemporánea— y como “gesto primitivo” de búsqueda obsesiva de otros posibles.

“DECAES” inicia su primera temporada en Buenos Aires con una propuesta que interroga las formas contemporáneas de la soledad. Ph: Ale DC Fotografía.

La metáfora del pozo que se cava esperando encontrar agua fresca condensa la poética de la obra: la persistencia del gesto artístico como forma de resistencia creativa ante la aridez del presente. En este sentido, “DECAES” se inscribe en una tradición de obras que entienden el arte no como escape de la realidad, sino como laboratorio de experimentación con formas alternativas de habitar el mundo.

El recorrido internacional de la pieza, que incluyó su estreno en Menorca en diciembre de 2024 y su paso por Valencia antes de llegar a Buenos Aires a través del Festival Rojas Danza, habla de una obra que ha encontrado resonancia en distintos contextos culturales. Esta circulación internacional previa a la temporada porteña permite que “DECAES” llegue a Espacio Callejón con la densidad que otorga el diálogo con audiencias diversas.

La interpretación de Liza Karen Taylor, única intérprete en escena, se presenta como el elemento central de una puesta que apuesta por la intensidad del trabajo actoral para sostener la complejidad conceptual de la propuesta. La actuación en solitario potencia la reflexión sobre el aislamiento contemporáneo mientras desafía tanto a la intérprete como al público a sostener la intimidad del encuentro teatral.

Idea, Dirección y Espacio escénico: Patricio Suárez
Intérprete y Coreografía: Liza Karen Taylor 
Texto: Rafael Casañ/ Asistencia de dirección: Cintia Hernández/ Diseño de iluminación: Matías Sendón 
Diseño sonoro: Patricio Suárez/ Diseño gráfico y VJ: Federico Shmidt Asesoramiento en redes: Rocío Ambrosoni/ Producción: Julián Fuentes 

Lunes de octubre a las 20.30 hs en Espacio Callejón, Humahuaca 3759, CABA.
Entradas por Alternativa Teatral y boletería del teatro

La invención de Javier* // María Pía López

Ante el virus

¿Por dónde empezar? ¿De qué hilo de este libro formidable tirar para hacer un recorrido? ¿Situamos al autor, al libro en la serie de sus libros, a las figuras de Murena y Urondo en los sesenta, al género híbrido de esta escritura? De todo un poco haremos, pero a sabiendas de que una presentación es un modo del convivio, un estar juntes pensando alrededor de una obra, con la certeza insoportable de una ausencia. Estar, estamos, tejiendo amistades y afectos alrededor de un hueco. El comienzo se hace difícil también por eso, porque hay que templar la voz, quedarse cerquita del papel, jugar el oficio de la crítica, como modo de honrar un esfuerzo intelectual y político, una escritura extraordinaria, parida antes del apagón’, que lleva el nombre El virus de lo absoluto.

 

Diarios y cuadernos

El subtítulo del libro es Murena y Urondo. Diario de una investigación. Está organizado en cuadernos. Si en la palabra investigación resuena el título Historia de una investigación con el que se publicaron los cuadernos que Enriqueta Muñiz llevó mientras acompañaba a Rodolfo Walsh en la búsqueda que conocimos en Operación Masacre; el libro de Javier también recoge el hilo de los Diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia. Semejanzas y diferencias: Muñiz escribía en cuadernos Gloria y la edición es facsimilar, pero se pudo publicar después de la muerte de Enriqueta que no quería saber demasiado de su considerable participación en la travesía que convertiría a Walsh; Piglia escribió en distintos cuadernos que, ya con el diagnóstico de ELA, se encargó de seleccionar, transcribir, reescribir. Horacio González, durante los tiempos de pandemia y antes de morir por covid, escribió Humanismo. Impugnación y resistencia. El subtítulo de ese libro es Cuadernos olvidados en viejos pupitres.

¿Por qué se vuelve a los cuadernos? ¿Por qué se recurre a esa materialidad en tiempos digitales? Porque si en Muñiz o Piglia la escritura se volcó sobre tradicionales cuadernos, en Horacio y en Javier son alusiones a una materia que no es tal, porque sus pensamientos se van desplegando en un teclado y ante una pantalla. El cuaderno, quizás, retorna como gesto de lo íntimo, de una reflexión que tiene algo de borrador, de acotamiento. Si cuaderno remite al encierro -nunca podemos separar su existencia de la escritura del prisionero Gramsci- y a la materialidad portátil accesible en cualquier momento; diario, la otra palabra que va enlazando estos textos, alude a la sucesión de anotaciones que resultaran fechadas. El tiempo es su estructura y la cronología su halo fantasmal. Coincide la salida de este libro de Javier con el de otro amigo, que también fue editor en su momento de la revista La escena contemporánea. Diego Sztulwark, en El temblor de las ideas, incluye una serie de fragmentos de un diario político. El diario es un género literario que se incluye así entre otros géneros. Como había ocurrido en un libro fundamental de la literatura latinoamericana: El zorro de arriba, el zorro de abajo, donde José María Arguedas intercalaba fragmentos de diarios con la narración novelística, para cerrar con cartas estremecedoras.

¿Me estoy desviando para no hablar del libro de Javier o más bien construyendo un collage de referencias, una cierta hospitalidad que pueda recibir esta escritura extraordinaria? Javier, digámoslo ya, inventa un artefacto literario complejo. Pone en juego esas palabras –diario, cuadernos– para escribir una novela coral que tiene un corazón ensayístico. Quizás por eso me recuerda tanto a Arguedas, que abandonó una obra antropológica sobre la migración en el puerto del Chimbote, para escribir una novela en la que pudiera dar cuenta de la potencia mitológica que esos trabajadores serranos acarreaban y la atmósfera en la que vivían. Desplazamientos que no cesan, porque si va del ensayo antropológico a la novela, ésta también es sustituida en parte por los diarios e interrumpida finalmente por las cartas.

 

Polifonía: tratando de situar el género

 

Javier ya había probado ese híbrido entre novela y ensayo, una suerte de ensayística encubierta, travestida, presentada en el juego de la ficción. Lo había hecho en Espía vuestro cuello. Retorna ahora a ese artilugio, que es menos un enmascaramiento que la apuesta a una posibilidad que la novela expande frente al ensayo: la apertura del carácter dialógico, la polifonía coral. No es enmascaramiento porque no estamos ante una novela que se presente como narración de hechos y personajes reconocibles, colocados tras un nombre de fantasía -como ocurre en Diario de la Argentina de Jorge Asís-, sino de una operación más compleja: cada personaje es un lugar de enunciación que permite que la escritura se despliegue abriendo tensiones y contradicciones del propio hacedor.

Hay un narrador, Federico, o Federico entre comillas, o FG que es contratado por una editorial para escribir un ensayo sobre Héctor Murena y Paco Urondo. Más bien, había sido recomendado para escribir un libro sobre los años 60 en un difuso género de divulgación. Contrapropone ese desvío, por dos nombres singulares, con conocido apego al detalle, y va produciendo una doble escritura: un diario del ensayo -la interpretación sobre esos otros escritos y autores- y uno del ensayista, de sus derivas, de sus encuentros, clases, lecturas, preocupaciones. El primero -las partes que estarían, en principio, destinadas a la publicación en esta ficción- recibe comentarios de María y de Santino. María aparece como una colega, docente, investigadora, quizás de la misma generación, cultora de la lectura minuciosa y cuidada. Santino parece más joven, irónico, se empeña en tachaduras o en observaciones de las caídas del narrador en algunas obviedades del lenguaje o deslices progresistas.

Más tarde, a esas escrituras al margen -pensadas como comentarios en un archivo digital compartido- se suman notas al pie de las personas que cumplen el rol editorial en la ficción. Esta voz funciona como una suerte de explicación del artefacto, porque va señalando las distintas escrituras, la sorpresa ante esos comentarios en el margen, o el juego con los nombres: por ejemplo, en la misma página en la que el narrador está hablando sobre la lectura del libro F.G de Murena, donde señala que Flavio Gómez -a quien corresponden sus iniciales- es un alter ego del autor de El pecado original de América, en esa misma página, hay una nota de los editores donde señalan el carácter farsesco del vínculo amistoso que Federico González Rojo (FGR) dice tener con un investigador de Conicet al que llama el benefactor -quien lo habría vinculado a la editorial. La insistencia en FG es también un señuelo que trata de llevar a quien lee a la zona más habitual de la búsqueda de seudónimos y máscaras.

Pero en Javier hay un esfuerzo de otro orden: considerar que la escritura es un campo de tensiones. Y que frente a lo escrito siempre hay una conversación querellante en curso. Nuestra propia conciencia estallada, nuestras dudas. Escribe: “¿Me equivoco o estoy hablando con alguien más, es decir, no sólo con mi fulero fuero interno?” Y esa pregunta que se hace, ¿no es la atormentada condición de toda escritura? la dichosa y desdichada tensión neurótica que nos lleva a escribir, a vivir ese estado de trance y felicidad jocosa, que rápidamente es asediado por otros lugares de enunciación que cuestionan, interrumpen, sospechan. Esta ficción, El virus de lo absoluto, construye una espacialidad de esa conversación. Y ahí, para mostrarla, el diseño del libro es preciso. No podía tener otra forma, porque las voces, los comentarios, son agregados e interrupciones. El recordatorio de la persistente presencia de un coro disidente, tan incómodo como necesario.

Lo polifónico tiene también otro plano: el de las clases. La novela se sitúa durante el aislamiento pandémico y las aulas se virtualizan. Hay un puñado de alumnes que participan de las clases. Son otras voces, singularmente brillantes, luminosas, capaces de buscar un rumbo propio. El profesor que narra -quizás como el escritor que inventó a ese profesor que lleva esos diarios- parece encontrar en esa conversación juvenil un aire necesario, un temblor polémico, una vitalidad.

La ficción habilita la polifonía deseada, a la vez que posibilita el despliegue de las voces adversas que coexisten en cualquier escritura. Mientras el ensayo exige una responsabilidad autoral -la del ensayista que firma con nombre propio-; la novela permite el dispendio juguetón de las diferencias, la ironía díscola, la risa salvaje. El autor, no ya el narrador, cultivaba la conversación jocosa y chismosa, la crítica y la polémica franca. Pero eso está un tanto acotado en la escritura ensayística, donde la doble pinza de la firma autoral y la letra de molde exigen a los textos una mayor prudencia para no herir u ofender. El artefacto ficcional construye un desfasaje liberador: la liberación de los demonios que nos habitan. Dejarlos hablar, moverse, escribir, cuestionar.

 

Lo absoluto

 

Este libro en la serie de libros de Javier: Sigue la senda de Sublunar: entre el kirchnerismo y la revolución o de la pregunta generacional y política que acunaba ese libro: ¿cómo quienes no creíamos en el estado y estábamos a distancia del peronismo encontramos en esos años una disposición al hacer que parecía ensanchar el horizonte de lo posible?, ¿qué pasó con ese entusiasmo, que a veces implicaba desviar la vista respecto de límites evidentes y otras festejar lo que sí se podía y no era poco pero sí insuficiente? Continúa esa senda porque un cierto balance que es de la generación, de la nuestra, habita este libro.

Pensar la época que vivimos al tiempo que se piensa otra: los sesentas. Los años de Murena y Urondo. Del olvidado Murena y del mitificado Urondo. Hacerlo en la senda formal de Espía vuestro cuello, pero si allí el artefacto ficcional se tramaba con el ensayo sobre José María Ramos Mejía, aquí los autores serán otros y el objeto, ese sinuoso llamado época. El autor de estos libros había pensado escribir una tesis sobre el ensayista de Las multitudes argentinas, bajo la dirección de Oscar Terán. No lo hizo y esa interrupción supone una discusión que no deja de aludirse y considerarse en la serie de sus novelas. El narrador dice aquí que el libro Nuestros años sesentas “le huye a la fatalidad como a la peste, incómodo busca oxígeno para librarse de su marca negra.” Y sigo leyendo: “En un pasaje de una ponencia que anticipó al libro pretende desarticular la relación entre la filosofía de los años sesentas -que buscaba ‘el Absoluto en la historia’, que se veía atraída por ‘la idea de totalidad’, que imponía ‘la lógica amigo enemigo’-, y todo lo que vendría después en términos de acción”. Sigue recorriendo el texto hasta decir: se vuelve leve como una pluma.

Alguna vez Terán me dijo que se dedicó a la historia de las ideas cuando dejó de creer. Creer en un absoluto, de eso se trata. O de eso se trata la discusión de este libro que va a pensar los años sesentas no con las pinzas del historiador que muestra lo relativo cuando no risible de sus presuntos absolutos, y que a la vez que los relativiza los declara perimidos; sino que va hacia los sesentas, hacia sus absolutos, para poner en crisis los modos en que nuestra época se vuelve leve como una pluma.

La discusión es formidable: el historiador Trímboli construye una novela para que su protagonista, también profesor de historia, muestre un método de leer que supone más el atravesamiento por la incomodidad con la propia época, que la asepsia irónica con la que época anterior. Y aquí, sin confundir autor y narrador, sí podemos decir que Javier trataba todo lo que tocaba del pasado como restos refulgentes, enigmas a interrogar, piedras con las cuales astillar la confortable habitación vidriada de cada presente. Quiero aclarar: incluso modos críticos de habitar el mundo, impugnaciones a lo que nos puede parecer dañino, ominoso, trágico; pueden surgir de un cierto confort, el que proviene de sostener la pertenencia -eso es lo confortable- a los modos de pensar que mandan en cada momento, a la lengua con la que se piensa.

Esa discusión con Terán es también la que sostuvo Horacio González, en el preciso momento en que el historiador de las ideas leyó una ponencia en el congreso de la Comuna del Puerto San Martín, y el organizador anfitrión respondió con un volante mecanografiado a las apuradas, para discutir su contenido. Advirtió lo mucho que estaba en juego en ese relativismo que buscaba la levedad, porque tenía miedo de que las intensas mayúsculas del Absoluto siempre fueran una pendiente hacia la muerte. En El virus de lo absoluto, el narrador dirá que Horacio tenía algo de caníbal amoroso, capaz de deglutir lo diverso de la cultura argentina pero que esa amorosidad condena a la inoperancia. Federico reclama furia. O sostener el odio. Algo así.

 

Lo no reconciliado

Lo absoluto es lo que impide la actitud de conciliar. Sin absoluto, eso parece decir este libro, sólo nos queda el momento del pacto. En tiempos en que la defensa contra la ofensiva de una derecha terraplanista vuelve al Conicet santo de todas las devociones, aquí es presentado como un modo del destino menor, una salvaguarda individual, una coartada. Porque la reconciliación tiene dos polos: la academia por un lado y un peronismo posibilista del otro. FG escribe: “no llorar la carta ni arrastrar tristeza por lo que fuimos y no estaríamos pudiendo volver a ser. Y menos que menos, nunca más, puaj, regodearse con los jueguitos de la realpolitik, navegar vómitos como si fueran mares, dejarte ametrallar por whatsapp sonrientes con la última avivada de Massa o Máximo mientras esperás en el baño que afloje la cagadera”. Nunca más, ese haiku fundacional, convertido en el corte con una transacción, con un espíritu pactista, el que encuentra en la continuidad o en la preservación el mejor de los horizontes.

La lucha contra el corset confortable de la época implica un desgarro en sus lenguajes. El narrador embate contra las ideas de cuidado y de lo común. En una finta irónica frente a un escrito de Jorge Alemán dice: “pongamos que se hubiera evaluado la conveniencia táctica de ‘cuidar’ esto que tenemos, el tema es que te clava en el lugar de mami asustada, calzando con orgullo la camiseta apretada del actual estado de cosas nacido de los zarpazos más voraces del capitalismo.”

La advertencia es clara: cuidar lo existente es conservar el daño acaecido en forma permanente, si esa afirmación de la vida no es tensada con la apuesta a romper sus condiciones actuales. Y la no reconciliación es llevada al punto más extremo: no se sostiene la vida por el mero vivir. Tampoco en nombre de una felicidad personal. Javier había dicho hace unos meses: no vinimos a este mundo a ser felices. Entonces, solo un absoluto funciona como justificativo y razón. La política, la revolución, la escritura, un dios. Porque sin “revolución” ni “reino de los cielos” tampoco hay lo reformador ni lo estratégico. Hay mera vida, pacto, reconciliación. No hay vida justa. Estos eran los temas que Silvia Schwarböck había tratado en su ensayo espectral, también los de Trímboli en Sublunar. En este dispositivo ficcional adquieren otra gravedad, quizás por lo que tiene de despedida, de puesta a rodar del libro cuando ya su escritor no esté, de agónico esfuerzo con y contra el cuerpo.

La desmesura habita el libro, que es la escritura de los penúltimos días.  Los penúltimos días era el título de la columna de Murena en Sur y también el título original del libro de Urondo que luego se llamaría Los pasos previos. Pero lo previo no parece portar la exigencia agónica de lo penúltimo y pasos presenta una suerte de acciones antes que ese correr atrás del tiempo que se respira en días (penúltimos). Ese título común nombraba un destino, lo que vendrá después, y una urgencia para hacer antes que ese tiempo después advenga. O es lo que se respira en la escritura de Javier, en especial en el último cuaderno, donde corre antes de lo que llama el apagón general.

Ahí el libro muta, se escurren las capas de escritura y queda sólo el diario del narrador, sin comentarios al margen, sin editorxs, sin clases virtuales. Solo frente al tiempo.

 

La invención de Javier

En ese momento donde todo parece individualizarse en la persona de un autor que vive los penúltimos días, el libro se expande en otro plano de la coralidad. Porque lo que se dice allí nos pertenece a muches, es nuestra experiencia generacional, nuestra disconformidad a veces soterrada, nuestra ira desplazada, nuestros entusiasmos y nuestros pactos. Los fracasos, el mero vivir y el deseo de otra intensa vida, la revolución más pendiente que olvidada, el andar por el mundo olisqueando bombas activadas.

Como el Morel de Adolfo Bioy Casares, Javier produce una invención: un presente perpetuo en el que un grupo de amigos pasan, una y otra vez, un tiempo juntes. Filmados, convertidos en hologramas, en la ficción de Bioy, siempre están jugando al tenis, charlando, viviendo la alegría vacacional. Un sueño de clase alta. En la invención de Javier, somos más bien un grupo de personas que tropiezan, una y otra vez, sin dejar de buscar, sin dejar de golpear las paredes para ver donde hay una resquebrajadura auspiciosa. Sin dejar de soñar con la falla de la matrix. Y para eso damos clase, trajinamos aulas, escribimos textos más o menos confusos, amamos, reímos, hacemos asados y confabulaciones, imaginamos revistas, editamos libros. En el último cuaderno, cita una frase de Phillip Dick: “Yo estoy vivo y ustedes están muertos”. Ironía máxima sobre el final, pero quizás revelación de ese invento. Porque lo que descubre el narrador de La invención de Morel es que la máquina creada puede producir esa repetición insomne porque ha despojado a las personas filmadas de la vida biológica para reproducirlas en la eternidad. Es un tipo de absoluto. También.

Javier dejó este libro fundamental terminado. Con la premura que se lee, con la furia y el hastío, con la risa de demonio feliz que lo habitaba. Pero lo dejó en manos de un colectivo que también es generacional. Porque Naty, Gabriel, Julia, Guillermo, Diego, Mariana, se encargaron de convertir el manuscrito digital en libro. De algún modo, ese libro que nos narra, en deseos y caídas, en alturas y menoscabos, se convierte en una invención de eternidad. Un modo de seguir en este inclemente tiempo después, en el que seguimos preguntando, con las palabras de Urondo “si hemos dado en el clavo, si tuvimos ganas de hacerlo, si este / fue nuestro fin de semana, nuestro réquiem, nuestro reñidero.”

 

María Pia López

*Presentación de El virus de lo absoluto. Murena y Urondo. Diario de una investigación de Javier Trímboli Editorial Las Cuarenta  realizada en el JJ Centro Cultural el 27 de septiembre de 2025.

 

 

 

Escribir en el caos. A propósito de El temblor de las ideas* // León Lewkowicz

Diego Sztulwark tuvo una idea temible: que yo tenía algo para decir sobre un libro que me gustó mucho y que eso que tenía para decir podía interesar a alguien. Con esos presupuestos en mente hizo una invitación y me pregunté si el temblor había llegado a estas ideas también. Sin embargo, acá estoy, así que pueden inferir con algún grado de certeza que acepté. Si lo hice, es por la amistad y la confianza que tengo en su capacidad de detectar lo inesperado y lo que se oculta al pensamiento. Entonces voy a leer lo que salió. Quiero solamente detallar algunas cosas que el libro de Diego me empujó a pensar. Divido rápido: voy a decir una cuestión sobre la escritura, una sobre la nominación o los conceptos, una sobre la vida. Brevemente, y si tuviera que terminar acá, en esos tres puntos (lo que podemos llamar drama) se nos juega la existencia en toda época, pero más en esta, y el libro de Diego es una hermosa lección sobre cómo prolongar nuestra existencia. Pero hay que justificar lo dicho y cerrar acá es un bajón, así que digo algunas cositas más.

 

I

Naturalmente, empiezo por la segunda, la cuestión del nombrar o de los conceptos. Desde su título, el tema central del libro es el problema de las ideas políticas en tanto categorías o nombres. Problema, entonces, de un lenguaje que ya no designa a su referente. Un vacío de sentido que Diego llama “trampa”. De modo que los primeros cinco capítulos del libro parecen desplegar una interrogación menos propia de Lenin que de Martínez Estrada. “¿Qué es esto?” como el pensamiento sobre una irritación. “Esto” que es algo que violenta al pensamiento: agresión, cuestionamiento y también refutación, dice Diego. Pero el valor de la formulación específica de esta pregunta radica en que no se atiene a los efectos prácticos (superestructurales) de la refutación, sino que aborda su contenido cognitivo, su capacidad para desquiciar al pensamiento en sí. Lo digo de otro modo: no es un determinado discurso sobre el mundo, sino el mundo mismo el que se ha vuelto ilegible. Símbolos desmentidos, pero no sin que el propio discurso de desmentida caiga en la volteada. La pregunta “¿qué es esto?” no parece abarcable desde el lenguaje político, ni el económico, ni el sociológico, ni el psicoanalítico…

El libro, entonces, da un paso atrás y propone un recorrido que empieza en la interrogación por los sentidos de la perplejidad —el grado cero, la inmovilización del pensamiento y la acción. La perplejidad argentina parece tener una larga historia propia, pero me da la impresión que tiene asiento propio y casi único en nuestra percepción desde la pandemia. En la perplejidad de la política, los nombres se multiplican al infinito: fascismo, posfascismo, ruptura del pacto democrático, derechización. En último término, una discusión desdramatizada que revela el fracaso de los conceptos, su impotencia para conectar con causas materiales. Sin embargo, decirle singularidad, novedad, impensable, el horror, ahora decimos nosotros, es sacarle el culo a la jeringa. Walter Benjamin decía que este tipo de asombro no está al principio de ningún tipo de conocimiento. Esto empuja, se impone como algo a ser pensado y, como tal, nombrado. La nominación aparece entonces en El temblor de las ideas como una experiencia de pensamiento, como un tránsito inevitable para evitar tanto el desquicio como la disolución.

El concepto de una situación nombra ante todo su tono afectivo —de esto voy a decir algo más adelante, ténganme paciencia que al final no es tan corto. Vuelvo: se escuchan, al promediar el libro, los ecos de 2001: estallido, implosión, catástrofe, desastre. Y ahora también —el libro sigue más allá del libro, se suman palabras, presentaciones y reseñas— “fenómeno de desecación”. Pero esta tarea de nominación, necesaria para darnos existencia, naufraga como pensamiento cuando se estabiliza, cuando se detiene creyendo haber llegado a buen puerto. Serían necesarios conceptos plásticos que nos permitan distinguir “qué sucede en lo que sucede”. Sería, entonces, necesario un oxímoron: conceptos que no capturen, que no inmovilicen, porque lo que sucede está en pleno movimiento y se prolonga más allá de sí mismo. Dice Diego que la noción de conocimiento en Marx, ligada a la praxis, requiere, más que una producción de saberes sobre el mundo, de unos presentimientos y premociones que “actúan por contigüidad de lo que se ve y se escucha”.

En El temblor de las ideas se dice que un aspecto central de Kafka es su capacidad de narración no categorial, la ausencia de conceptos en su escritura. Ahí estaría su potencia como artefacto de interpretación coyuntural en un momento en que en la coyuntura mucho pasa y nada sucede. En El temblor aparece, entonces, una promesa: una escritura desde la que es posible “arrancarle al caos pedazos consistentes”, precisamente porque en su literatura y en sus Diarios son los personajes, móviles, vitales, los que se convierten en imagen del pensamiento. Kafka aparece entonces como clave para ser escriba del desierto, narrador de la intemperie. Justamente porque no se trata de “ver” lo que no hay, sino de captar la oscuridad continua que constituye a esa nada.

 

II

¿Cómo se estabiliza algo de este caos nominativo en el pensamiento? A esta altura parece trillado hablar de la ilusión mítica de la “nada” como recomienzo, de la “tabula rasa”, de las figuraciones alucinadas del desierto como espacio de libertad o lienzo. No hace falta ir a Radiografía de la Pampa, alcanza con leer algún chiste kirchnerista sobre el “ingenuo toninegrismo”, o el desprecio por las filosofías del acontecimiento y el 2001. De acuerdo: sin embargo, intemperie hay. ¿Qué tipo de escritura puede, entonces, no ser ilusoria, o megalómana, o alucinada, o solipsista, o proyectiva? Nuevamente, Diego encuentra en su Kafka una tonalidad afectiva posible para hablar con y en el desierto. Escribir quiere decir entonces otro oxímoron: captar de qué está hecha la nada. ¿De qué está hecha la intemperie que vivimos, qué bichos horribles la pueblan? Más que a toda ilusión restaurativa o de desplome y resurrección, se parece a lo que escribió Cormac Mac Carthy en La carretera: un padre y un niño que caminan “al Sur” bajo una insoportable pregunta, “¿somos los buenos?”. No hay más coordenadas, es lo que hay. Certezas plenas de existencia y total desconcierto acerca de en qué sentido se lo hace. Hay camino, paranoia, tortura, humanoides grotescos, y mucha, pero mucha espera. Y un hilito de conversación que es lo único que sostiene punta a punta la novela. Paso, entonces, al segundo punto que me interesó de El temblor: qué tipo de escritura es precisa para vivir esta época.

Pareciera que es necesario escribir, narrar para darse la vida. “Ante la imposibilidad de escribir, escribo”, dice Kafka en sus Diarios. No es sólo una reivindicación de la persistencia, sino una observación más aguda sobre la dificultad de jerarquizar, ponderar, elegir una cosa sobre la otra, de conocer de antemano si habrá algo de común con quien lee o si, por el contrario, estaremos frente a la comprobación de lo que nos sucede es privado, incomunicable. Dificultad, entonces, para desarmar la confusión en fragmentos, como Funes, el memorioso. Deleuze y Guattari describían así a la angustia: un pensamiento que se escapa de sí mismo, una idea que se pierde, velocidad infinita que “se confunde con la inmovilidad de la nada incolora y silenciosa que recorre”. La imposibilidad parece ligarse a la sensación de un mundo excesivo, poblado de sombras infinitamente veloces, indistinguibles, que enmudecen el pensamiento y lo vuelven paranoico sobre su propia capacidad. Diego escribe imaginando el propio fracaso de su proyecto, imaginando esa angustia (la nuestra) y eso hace “que todo le salga bien, como en un sueño”, como decía Max Brod de su amigo Franz. Solo a condición de permitirnos perder nuestras ideas —de escribir nuestra pérdida— las encontramos, tal como, según Benjamin, sólo por los desesperanzados nos es dada la esperanza.

Una escritura así es para Diego una “literatura menor” que puede “abrir una entrada a la madriguera”, perforar el bloqueo a nuestras ideas, darnos aire para pensar. Permitirnos inaugurar un proyecto de vida. Un amigo le dice “consistir”. No es poca cosa, che, miremos la letra chica. Espanto ante las condiciones: una escritura así aparece, para Diego, marcada por la invención de un problema propio —donde quedó agotado el del padre— y por el borramiento del nombre, el borde con la anonimia —un autor así pasa a ser casi nada: una inicial, K. ¿Estamos en condiciones de asumir estas premisas en serio? Esto requeriría de cada uno de nosotros caminar por la cornisa, poner en juego la intimidad de problemas serios, nuestros, que, como al Ulises que imagina Kafka frente a las sirenas, no sabremos nunca si al escucharlos obtendremos nuestra salvación o nuestra locura. Al mismo tiempo, ¿estamos en condiciones de disolvernos en mero soporte o agente de una problematización colectiva? Si hay “pregunta generacional” o de época, permitámonos dudar si es que la hay, no tengo duda de que sólo puede hacerse en estas condiciones. En las posibilidades inimaginadas para asumir un dramatismo del pensamiento íntimo que se abre a otros, sin construcciones de máscaras ni retóricas. En el que los problemas no nos son dados, sino que son nuestros (personales) a formular. Sólo después de escribir sabremos si encuentran algo o alguien, o se disuelven en la nada incolora. Entonces: máximo de dramatismo individual sin resto narcisista. Fuera de época.

Horacio González recuperaba en Martínez Estrada la invención de la figura del “lector con miedo”. Se trata de aquel que en vez de leer “el Facundo o el Martín Fierro como cuentos pintorescos y divertidos” (las palabras son del propio Martínez Estrada) los podía leer como premoción de un conflicto irresuelto, de un destino terrible por venir, por contigüidad con el presente. En El temblor se postula al escritor con miedo (y su tradición): aquel que no narra la destrucción presente como escenario para un divertido y pintoresco proyecto personal, sino quien narra su propia y enloquecida premonición bajo la “pequeña y absurda esperanza” de que encuentre a un otro irresuelto.

 

III

Último, ya termino. En la que sería su última intervención pública, Javier Trímboli dijo que “no vinimos a este mundo a ser felices”. Javier no dejaba de preocuparse, como Benjamin o Adorno, aunque más al estilo de Pasolini, por la irreversibilidad de la soldadura que el capitalismo contemporáneo había ejercido entre felicidad y consumo. La búsqueda de la felicidad resultaría, paradojalmente, en un insoportable solipsismo. A la oración se la puede aproximar a la entrega militante o a la angustia existencialista. Para lo que quiero decir acá, poco importa. Miremos de cerca. La oración es privativa, negativa: a eso no vinimos. Entonces… ¿a qué? ¿Qué afecto nombra lo que vivimos hoy y lo que venimos a “hacer a este mundo”? En este sentido, y del único modo en que podría decir de qué trata, El temblor es también un mapa de los afectos de la época. De posibilidades impensadas y otras sobreestimadas. Un mapa que queda impreso a pesar de sí mismo, como apéndice de un doloroso recordatorio de algo que no fue pensado a tiempo.

La teoría política suele pensar en términos de “principios generadores” del cuerpo social. Esto equivale a decir que a una época se la comprende en sus virtudes y bloqueos sólo entrando en conexión con un tipo de deseo que la mueve hacia algún lado. Ahora, ¿qué ocurre cuando estamos, dice Diego, a la espera, entrampados? Lo que salta a la vista en este “examen de conciencia” es una profunda experiencia de la desesperación. A la luz de este problema, digamos, acerca de qué es y qué puede ser la desesperación, la velocidad de las cosas aumenta exponencialmente hacia el capítulo final del libro. Las preocupaciones de Spinoza son relevadas por Kafka. Del “rodeo por Spinoza” althusseriano para entender a Marx más allá de Hegel, pasamos al “rodeo K” para entender a Spinoza, aquel libro dos de la Ética, en tiempos de afectos desquiciados, en que la idea de autonomía encuentra su trampa. Lo que Diego llama rodeo K, si entiendo bien, es entonces también una pregunta por el optimismo con el que parecía venir la noción de potencia (y también por su cínico descarte) en una larga tradición en la que nos encontramos con amigos y amigas. La estrategia de las “pasiones alegres” parece malograr su balance. Vamos a la Ética, libro dos, y no encontramos nada: sólo está ahí definida la esperanza. Pero, como su inverso (afecto de quien “no puede ya esperar”), Diego encuentra la necesidad de describir su dinámica. Sólo tanteando en el reverso de la desesperación, de entender sus conexiones, estaremos en condiciones de entender “qué sucede en lo que sucede”.

Llegamos a los versos finales: estamos ante la ley y ante nuestro temor a cruzar la puerta. Como en un cuento de Borges, toda escena, la vida entera se vuelve Ante la ley. Se multiplican las puertas: están por todos lados. Son la gramática misma de un mundo desesperado. Me animo a agregar una, con aclaración. Al pensar este mismo problema y cómo lo pensaba nuestra cultura, Trímboli se irritaba con la “felicidad del desalienado” que aparecía festejada en la exitosa Perfect Days, de Wenders. Película sin dramatismo, sin miedo también, sin guardián. Felicidad asequible sin ningún tránsito. Si Javier tuviera razón, entonces hay que ver Vivir, de Kurosawa, como muestra un Japón inverso, territorio de la espera. Frente a la condena a muerte, el protagonista elige finalmente vivir, y solo ahí. Cruza la puerta sólo ante la posibilidad cierta de fracaso. La vida se define ahí como hija directa de la desesperación. Entonces tenemos que agregar una adenda a las coordenadas con las que pensamos nuestras vidas y la política por largos años: la desesperación y el dolor engendran procesos cognitivos colectivos. Pero sólo si es a través de la necedad y el «fracaso» que es propio de quien camina por la cornisa sin caer del otro lado.

Si el temblor desdibuja las coordenadas autonomistas, su método y lenguaje, sólo es posible “apegarse agónicamente a la autonomía”. Diego descubre en Kafka la única posibilidad de sostener un izquierdismo ante su bloqueo, sin abandonarlo: abandonar sus lenguajes y clichés para que retorne a nosotros en sus intuiciones y premoniciones verdaderas, en su indudable presente.  Y desde allí reescribe su tradición intelectual y militante: como historia de las una, dos, mil entradas posibles a la madriguera.

Hace poquito un familiar muy cercano me contó un chiste conocido, que dice que la diferencia entre un francés y un judío es que el francés se va sin despedirse y el judío se despide sin irse nunca. Si digo esto no es para pedir una columna de humor en la radio, sino para pensar por qué Diego insiste en la idea de un escritor que nace en el uso “artificial” de una lengua ajena en la que no puede no escribir. Pues bien: para el judío “sin pueblo” quizás no se trata de irse, pero tampoco de despedirse. No irnos cínicamente del lenguaje, no vivir en estado de despedida. Buscar la hendija que queda para meter un pie, guardar un huequito a ver si un día nos le animamos.

 

*Texto leído en la presentación del libro El temblor de las ideas, de Diego Sztulwark, el 27 de agosto de 2025 en La tribu. 

“Estamos buscando una salida donde no la hay, que no preexiste, que debemos inventar” // Amador Fernández-Savater conversa con Diego Sztulwark

Amador Fernández Savater en El Salto Diario

Diego Sztulwark sintió, con la victoria de Milei en 2023, una auténtica sacudida política, intelectual, vital. ¿Cómo pensar lo que suponía esa victoria, cómo pensar realmente, es decir, no aplicando saberes previos? Se imponía un trabajo de escucha, de observación, de invención, y Kafka apareció ahí como el mejor aliado.

¿En qué tipo de bicho nos hemos convertido? ¿Qué tipo de metamorfosis hemos experimentado? ¿Qué amenazas acechan a este nuevo cuerpo, qué nuevas potencias lo habitan? Gregorio Samsa, la sociedad argentina, todos nosotros como objetos de mutación antropológica brutalista de las nuevas derechas, debemos hacernos urgentemente estas preguntas para sobrevivir.

La lucha de clases es una actividad cognitiva. Es a través de las luchas colectivas que nos enteramos de quiénes somos verdaderamente

Diego Sztulwark escribe, interviene en medios de comunicación, coordina talleres de lectura y pensamiento, pero es fundamentalmente un lector. Un lector implicado en la lucha de clases de su tiempo, en el conflicto social que lo atraviesa todo. Porque también la lucha de clases es una batalla entre lectores, entre diferentes lecturas de la realidad.

Diego, te presenté como lector. No tanto un militante que lee, que busca en la lectura herramientas de lucha, como un lector. Un lector que lucha, que lucha en tanto que lector. Sé bien que te puede inquietar esta presentación, que se imagine al lector como una figura aislada, desimplicada de lo que sucede. Y a la lectura, como una actividad esencialmente contemplativa, desconectada, sin efectos. Querría entonces comenzar hablando un poco de esto, que me precises la presentación con tus propias palabras. ¿Qué puede un lector en/de la lucha de clases?
Bueno, la lucha de clases —entendida en un sentido abierto, amplio, complejo y abarcativo— es una actividad cognitiva. Es a través de las luchas colectivas que nos enteramos de quiénes somos verdaderamente. Pues son ellas las que, contra los dispositivos de apropiación del tiempo de vida de los grandes colectivos humanos, nos permiten reconocernos como sujetos de potencia. 

Maquiavelo enseña que la ciudad es el espacio de una división política entre lo que él llama “humores”: los grandes que desean dominar, y el pueblo que no quiere ser dominado. Un lector de la lucha de clases es, ante todo, alguien que busca conocerse como parte de una trama transindividual. Alguien que desea elaborar y compartir estrategias en una ciudad irremediablemente dividida. 

Leer entonces es descifrar signos, pero también buscar cómo incluirnos en el juego de las fuerzas del mundo. Las grandes lecturas en este sentido —El 18 Brumario de Luis Bonaparte de Marx, Los siete ensayos de interpretación de la realidad peruana de José Carlos Mariátegui o La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez de Rita Segato– encuentran, a partir de señales dispersas, un entretejido de situaciones que nos sorprenden y nos ayudan a comprender. 

Yo he seguido estos últimos años a unos pocos lectores privilegiados: al filósofo argentino León Rozitchner y sobre todo a Franz Kafka. Ambos leen el mundo a partir de sus propios afectos. 

Puedo entender la elección de Rozitchner, que escribió muy directamente sobre política (Malvinas, la dictadura argentina, el terror), pero ¿por qué Kafka? ¿En qué sentido Kafka es un lector de la lucha de clases, de esa división social que explica Maquiavelo?
Ya Deleuze y Guattari habían dicho que Kafka, en cuanto escritor, era un hombre político porque no dejaba de crear estrategias. Creo que se lo puede leer como se ha leído El príncipe de Maquiavelo: buscando saberes aptos para lidiar con fuerzas adversas, y para no ser destruidos en medio de la noche de la política actual, en la que el desprecio extremo por la vida funciona como condición de posibilidad para afianzar los mecanismos de explotación social.

En la hipersensibilidad de Kafka aparecen todo tipo de reparos ante la presencia de formas de poder presentes en las relaciones de pareja o entre padre e hijo… Es un maestro de la sensibilidad antifascista

En la hipersensibilidad de Kafka aparecen todo tipo de reparos ante la presencia de formas de poder presentes en las relaciones de pareja o entre padre e hijo, pero también de la presencia horrorosa que habita en la innovación técnica. Kafka es, en ese sentido, un maestro de la sensibilidad antifascista. Su fuerza de captación no es la de las ciencias sociales. Kafka conoce por medio del asombro, no de la cuantificación objetiva.

Y nos enseña a pasar del estupor a la imaginación activa trazando mapas de afectos. Es ante todo un lector. Un lector que escribe. En sus novelas inconclusas y en sus relatos, pero también en sus cartas de amor y en sus diarios, realiza ejercicios de discernimiento —ante sus amantes, su familia o su trabajo— a través de un lenguaje poblado por palabras simples, despojado de categorías. 

No soy especialista en nada y menos que menos en literatura. No pretendo defender ninguna tesis sobre Kafka, sino proponer ciertas lecturas que permiten sostener la actividad de entendernos en medio de una ofensiva reaccionaria. 

Pensar y entender la metamorfosis mileísta

Del mismo modo que Gregorio Samsa, hemos sufrido una metamorfosis y no nos hemos enterado. Una mañana nos levantamos y Milei estaba en el poder (su nombre expresa un cambio más profundo). En lugar de repetir saberes previos, hay que pensar. ¿Por dónde empezar? Tú citas la siguiente frase de Kafka: “Ante la imposibilidad de escribir, escribo”. ¿Qué significa para tí?
Me estoy refiriendo precisamente a las estrategias de Kafka. Prestar atención a las transformaciones que se operan a nuestras espaldas. Pensarlas física y afectivamente. Reconocer la mutación en nosotros. Averiguar cuáles son las potencias de este bicho en que nos hemos convertido. 

Gregorio Samsa se resiste a admitir el cambio de cuerpo —ahora es un insecto que desde el punto de vista humano es repugnante—; persiste en su conciencia humana adhiriéndose al punto de vista del viajante de comercio que debe sostener a su familia. Para él, aferrarse a lo que fue —o a lo que cree que fue— puede ser una trampa mortal. Su cuerpo, de hecho, puede ahora nuevas cosas: puede trepar paredes. Pero deberá cuidarse de la manzana que le arroja su propio padre, y que acaba por matarlo. 

“Alemania entra en guerra, por la tarde tengo natación”, escribió Kafka en 1914 en su diario. La vida está hecha de acontecimientos terribles entramados con el esfuerzo cotidiano de cuidar, de conservar, las propias fuerzas

Kafka lleva un diario. Trata de retener el tiempo que pasa. Se vuelve consciente de la importancia del tiempo de la escritura, que es el de la atención despierta. En una entrada de su diario de agosto de 1914 dice algo así: “Alemania entra en guerra, por la tarde tengo natación”. La vida está hecha de acontecimientos terribles entramados con el esfuerzo cotidiano de cuidar, de conservar, las propias fuerzas. 

Anotar lo que no se entiende, registrar todo tipo de signos y detalles para orientarse, para pensar lo que (nos) pasa. ¿Qué significaría hacer una lectura intensiva de esos signos, leer los signos en tanto que afectos? 
Michel Löwy señala —en su libro Kafka insumiso— que, durante el día, como funcionario de una agencia de seguros de riesgo de trabajo de Praga, Kafka redacta fórmulas jurídicas, ensamblando el lenguaje con la ley. Pero de noche, el escritor hace de las suyas. Mientras su familia duerme, se dedica a desanudar las palabras de la máquina legal; indaga en torno a las fuerzas que operan sobre él. Procura discernir lo que apenas llega a comprender. 

En algún sitio Kafka declara que piensa por imágenes. Imágenes que se le imponen con un poder mítico que lo paralizan y a las que debe responder con palabras —y a veces también, dibujando siluetas humanas—. Según Elías Canetti, por ejemplo, la novela El proceso no se entiende sino sobre la escena perturbadora de la ruptura de su compromiso con Felice Bauer. La clave interpretativa del tribunal que lo condena no debería buscarse en un sentido oculto, sino en un drama afectivo que pretende abrirse paso. En Kafka, las figuras tienen un correlato de intensidades vividas que son por naturaleza transindividuales. 

Todo lo que se sabe de Fernando Sabag Montiel [autor del antentado contra cristina kirchner en 2022], incluida la descripción de los peritos psiquiátricos, cuaja a la perfección con el perfil del personal del mileísmo

Podemos tal vez aterrizar este “método kafkiano” en un momento de tu libro para entenderlo mejor. Uno de los signos, uno de los detalles que aferras en el libro para poder escuchar la “metamorfosis mileísta”, es el atentado contra Cristina Fernández de Kirchner en septiembre de 2022, como si ese hecho (y sobre todo su autor) contuviese claves para pensar los fascismos de hoy. ¿Qué te permitió entender esa secuencia de hechos?
Sí, prestar atención a la sombría figura de Fernando Sabag Montiel, que atentó en septiembre de 2022 contra la entonces vicepresidenta, es un ejemplo bien concreto de este tipo de anotaciones kafkianas de las que estamos hablando. El personaje reúne, enredadas, una cantidad de cuestiones llamativas. Ya durante la pandemia, la derecha extrema prácticamente monopolizó la acción de performances públicas. Llevaron a la Plaza de Mayo guillotinas y bolsas mortuorias. Sabag es la saliente más extrema y torpe de una trama —en buena medida financiada por actores político-empresariales y alimentada por el mundo de las redes virtuales— que se plantea una relación mítica con la historia. 

Como se ve en el libro de Irina Hauser Muerta o presa, se jugaba en él la pretensión de un acto viril —volverse un hombre “histórico” matando a una mujer percibida como poderosa—, y la ejecución de un asesinato como complemento de una acción “purificadora” que los medios de comunicación y el poder judicial no acababan —según él— de concretar (lo que finalmente se demostró falso, pues, como sabemos, Cristina Fernández está efectivamente en prisión producto de un proceso absolutamente cuestionable). 

En Sabag Montiel se pone de relieve la locura de los cuerdos que acecha a la política (el peritaje psiquiátrico registra que Sabag Montiel tiene delirios de grandeza, pero es perfectamente consciente y responsable de sus actos). Todo lo que se sabe de él, incluida la descripción de los peritos psiquiátricos, cuaja a la perfección con el perfil del personal del mileísmo. De hecho, se ha hablado poco del papel del fallido atentado en el ascenso de Milei y su grupo al Gobierno. 

El oscurecimiento de las percepciones

El fascismo 2.0 opera hoy, según dices, a través de un “oscurecimiento de las percepciones”. Precisamente del bloqueo de un entendimiento colectivo de las metamorfosis, las mutaciones, las transformaciones. ¿Cómo se oscurece, qué se oscurece? 
Se nubla la percepción y se entrampa la riqueza del lenguaje. Las dos cosas van juntas y actúan por igual como condición de posibilidad para una política de intensificación de la explotación social y de la naturaleza. Porque sin un lenguaje vivo —no en un sentido elitista o erudito, sino como lenguaje del colectivo real— no hay modo de discernir los afectos, ni mucho menos de volverlos potencia expresiva pública. Por supuesto, este oscurecimiento no ocurre en el vacío, sino en función de dispositivos de oscurecimiento. 

Se habla mucho de los procesos sociales y psíquicos intensificados durante la pandemia. Procesos montados sobre innovaciones técnicas y de precarización laboral. Hay mucha literatura sobre capitalismo de plataformas, semiocapitalismo, tecno-feudalismo. También sobre la colonización que la inteligencia artificial ejerce sobre la existencia. En todos los casos se subraya una nueva desposesión por vía de la abstracción, en consonancia con el predominio de un tratamiento de la vida concebida como información. 

El gobierno llamado progresista, que terminó en 2023, jugó —en consonancia con lo ocurrido en otros sitios— un papel en la deslegitimación general de las expectativas igualitaristas

Por otro lado, la última década en la Argentina no hizo sino acumular enormes frustraciones políticas. El gobierno llamado progresista, que terminó en 2023, jugó —en consonancia con lo ocurrido en otros sitios— un papel en la deslegitimación general de las expectativas igualitaristas. Fue incapaz de frenar la caída de los salarios e ingresos populares y el descrédito de la vida pública. La ofensiva radical-derechista ocurre en todos estos planos simultáneamente. Ella apunta a borrar toda comprensión crítica sobre los mecanismos de secuestro y vaciamiento de las instituciones democráticas: el desfinanciamiento de los servicios públicos, la destrucción del mercado interno, la colonización extractiva de la naturaleza y las capacidades humanas de la lengua. 

Lo vemos hoy en forma concentrada con el genocidio y la limpieza étnica que lleva a cabo Israel en Palestina. Milei es de los pocos presidentes que abrazan emocionado al criminal Netanyahu. La derecha extrema habla de la defensa de la democracia ante la amenaza terrorista, de la legítima defensa ante el antisemitismo, de occidente como cuna del pluralismo y la libertad amenazada. Si no podemos disputar el sentido hiper-manipulador de estas y otras palabras para describir lo que ocurre en la Franja de Gaza, en Cisjordania y en otras partes del mundo, no tendremos tampoco palabras verdaderas para disputar el futuro.

Y sin embargo, el “intelectual kafkiano” no pretende la “iluminación” de este oscurecimiento. Eso sería más bien lo que pretende otro tipo de lector o intelectual que aparece en tu libro, el intelectual progresista. ¿Podrías distinguir al lector kafkiano del intelectual progresista según sus distintas operaciones, búsquedas? 
La ultra-derecha expresa un odio al mundo y acelera su aniquilación. Casi no hay quien se salve de ser etiquetado como woke, comunista, etc. Lo que se entiende como progresismo ha sido objeto, desde ese ángulo, de una crítica impiadosa. Como escribe Santiago López Petit, la crítica fascista fusiona diferencia a jerarquía. Pero ¿qué es el progresismo? Si lo entendemos como la postulación de valores políticamente correctos, no es difícil percibir en ellos una estafa. Pero existe una crítica de izquierda al progresismo –la única que suscribo– que le reprocha una concepción estrechamente cultural o identitaria de las ideas: palabras sin fuerza, retóricas que no apuntan ni se esfuerzan verdaderamente por ponerse a prueba para transformar materialmente estructuras. 

Si no podemos disputar el sentido hiper-manipulador de estas y otras palabras para describir lo que ocurre en Gaza, no tendremos tampoco palabras verdaderas para disputar el futuro

La idea de “iluminar” la oscuridad me parece propia de ese progresismo. Como si la luz irradiara del buen pensar. El realismo kafkiano, por el contrario, identifica el absurdo como un obstáculo peculiar a la claridad visual de tipo racionalista. Situado en el corazón mismo de lo real, le da poder a las cosas del mundo frente al sujeto que mira. Lo otro de la oscuridad no sería entonces el iluminismo, sino la producción que engendra sentidos. No la clarificación categorial, sino la sospecha de la condición ambigua de las cosas del mundo. La oscuridad que difunde la derecha extrema tiende a descomponer las capacidades populares para plantear —y resolver— problemas. 

El planteamiento de la ultraderecha es lineal. Consiste en aplanar la realidad sobre los mecanismos del mercado. Y en reprimir, mediante lo que Alejandro Horowicz denomina “crueldad estratégica”, sus “fallos”. Estos “fallos” de mercado son, no obstante, el testimonio de lo que antes llamamos —kafkianamente— lo absurdo: la presencia del inconsciente y de las resistencias sociales sobre la esfera del intercambio mercantil. Por eso, ambos, las formas del deseo y las luchas del trabajo, son objeto de desprecio y represión por parte de la derecha extrema. 

Con Kafka, ver es siempre un ver nublado. Su realismo es el realismo de la no adecuación entre ley y razón. Su idea del “ver” no es la de la encuesta y el focus group, ni la de quien comprende la lógica subyacente, sino la del sujeto que alcanza una extranjería, y percibe lo que percibe por estar llegando —o más bien partiendo, como ha dicho Judith Butler—, formulando las preguntas incómodas propias del forastero. El “kafkismo” —si tal cosa existe— procura verdades no lineales, aquellas que precisan de artificios ficcionales para ser captadas. 

La trampa o la imposibilidad de politizar la desesperación

El lector kafkiano está “entrampado”, dices, debe asumirse “entrampado”. Kafka enseña a leer la trampa, a leer la trampa en la ley. ¿Qué es la trampa? ¿Estamos en una trampa o en muchas? ¿Por qué asumirse entrampados puede ser una potencia?
Sí, leído desde hoy, Kafka se nos aparece como el escritor de la trampa. Sus héroes carecen de una potencia suficiente para revertir las injusticias. Kafka es el escritor obsesionado por las puertas que no se pueden cruzar. Como ha visto Marthe Robert, no deja de arrojar celadas a sus personajes y a sus lectores. Sus héroes buscan una salida donde no la hay. En carta a Milena Jenseká, Kafka escribe: “Mis pulmones y mi cerebro hacen tratativas a mis espaldas”. Su relación con el lenguaje es asunto de respiración. 

A fines de 2022, se hizo evidente que el lenguaje de la política había quedado completamente separado de una desesperación colectiva, motivada por la incapacidad de detener la degradación de ingresos populares

El temblor de las ideas comienza a ser escrito mentalmente a fines de 2022. Por entonces se hizo evidente que el lenguaje de la política había quedado completamente separado de una desesperación colectiva, motivada por la incapacidad de detener la degradación de ingresos populares. Cuando la política deja de ser el lugar en el que se formulan, si quiera de modo indirecto y mediado, los problemas colectivos, su lengua queda neutralizada. (Sin esa separación entre mundo político profesional y malestar colectivo no se entiende cómo fue engendrado el mileísmo). 

La trampa separa funciones sociales, pero también provoca una escisión dentro de cada quien. Mientras el mundo nos transforma en insectos, lo que queda de una conciencia convencionalmente democrática repite como un mantra impotente que “la política sirve para transformar la realidad”. Mientras el deseo de transformar no se haga cargo de esta situación paradojal, que vacía el lenguaje que se quiere transformador, la trampa seguirá operando. 

Kafka no habló sobre la política de su tiempo y no pretendo que haya anticipado algo del nuestro. Pero creo en el derecho del lector latinoamericano a manotear el archivo europeo y usarlo aquí según sus propios fines. Así leído, Kafka nos ofrece una perspectiva para comprender la dimensión política de la trampa.

En La ofensiva sensible, escrito durante la etapa macrista, nombrabas el malestar social como “síntoma”, hoy lo haces como “desesperación”. ¿Es una cuestión de términos o hay algo más? 
La ofensiva sensible pensaba el triunfo de Macri luego de 12 años de kirchnerismo, a 14 de 2001. La derecha se ofrecía como friendly pero asesinaba a Santiago Maldonado y a Rafael Nahuel. Tras del rostro amable, se desnudaba su rostro siniestro. En una primera presentación, daba lecciones sobre buenos modales y orientación a emprendedores; luego, autorizaba al Estado a matar en nombre de la defensa de la República concebida como propiedad privada. Pero el mileísmo (que tiene la misma ministra de seguridad que Macri) no tiene rostro amable. Es, de entrada, la celebración de la ferocidad. Durante lo que va del mileísmo, las tentativas por buscar una salida supusieron convertir la impotencia en el despertar de un conatus colectivo. Lo que la palabra desesperación permite es recobrar el impulso para perforar el muro de la imposibilidad.

Mientras el mundo nos transforma en insectos, lo que queda de una conciencia convencionalmente democrática repite como un mantra impotente que “la política sirve para transformar la realidad”

Hay una segunda trampa en tu libro, yo diría, que es la trampa “democrática”, que nos encierra en una alternativa infernal: hay que defender la democracia de la ultraderecha, pero defendiendo esta democracia, incapaz de transformaciones profundas, se alienta el caldo de cultivo que permite la ultraderecha. 
Paolo Virno habla de la impotencia contemporánea estudiando la condición paradojal de la fuerza de trabajo del capitalismo actual. Por un lado, nunca estuvo tan asistida en términos de calificación, complejidad técnicamente y tan conectada desde el punto de vista de la comunicación. Y por el otro, nunca pesó tanto la incapacidad para articular esa potencia de un modo autónomo. La potencia del trabajo es, por el momento, sólo articulable por y para el capital. 

Lo mismo sucede con la democracia. Si se actúa en ella hay que aceptar las restricciones explicitas o implícitas que la subordinan a los requerimientos del capital en un momento de crisis o de transición (en el caso argentino esto es evidente a partir, por ejemplo, del mecanismo de la deuda nacional). Si se quiere actuar dentro de la democracia, es preciso imponer reformas; pero apenas se intentan, por mínimas que fueran, hay que afrontar la acusación de “violentos” (o terroristas). 

No hay modo de democratizar la sociedad si se respetan las restricciones que han sido impuestas bajo su nombre. No hay política democrática sino contra la democracia como régimen de la impotencia.

La batalla cultural: ¿qué, cómo y desde dónde lee la ultraderecha? 

La lucha de clases es (y ha sido) una lucha de lectores y lecturas. La extrema derecha lee, está hoy leyendo, y con mucha eficacia, la época. Creo que eso se desprecia y no se piensa a fondo, pero está muy presente en tu libro. Los intelectuales de derechas son lectores en una batalla: la “batalla cultural” (de gran eficacia política). ¿Cómo se plantean, en tanto que lectores, esa batalla cultural? 
Lo que la ultraderecha llama “batalla cultural” es una actividad propagandística en y desde las redes. Consiste en leer la biblioteca de las izquierdas y denunciarla como el origen de las perversiones contemporáneas. Según esto, Gramsci sería el responsable de un ataque “cultural” de la izquierda a la sociedad, Marcuse de politizar el “deseo” contra las convenciones burguesas y Foucault quien generalizó la “resistencia” a todas las situaciones —microfísicas— imaginables. Laclau sería por último el inventor de la estrategia que reúne esa multiplicación conflictiva en un momento “populista” de la política. Su propuesta consiste en combatir toda micro-disidencia e invertir a Laclau —ligando a los sujetos con el discurso político a partir de un sentido contra-revolucionario del conflicto—.

La derecha de Macri se ofrecía como friendly pero asesinaba a Santiago Maldonado y a Rafael Nahuel. El mileísmo no tiene rostro amable. Es, de entrada, la celebración de la ferocidad

La derecha extrema argentina lee las luchas democráticas con el lente del manual antisubversivo de los cuadros del genocidio de los años setenta. Sienten que, tras la caída del comunismo, el enemigo persiste bajo la máscara de los feminismos o los movimientos ecologistas. Ven filtraciones y ataques comunistas por todas partes. Si bien su ingeniería comunicacional surge de los centros trumpistas que promueven la defensa del supremacismo occidental decadente, encuentran los modos de traducir el fenómeno Milei a las banderas históricas —algo reformuladas— del viejo partido militar. 

Sus más exitosas espadas hablan de todos los temas: filosofía, geopolítica y género con un discurso combativo que escasea en el mundo de las izquierdas. El propio Milei ha citado a Lenin recordando que “sin teoría revolucionaria no hay practica revolucionaria”. Toman de la biblioteca en desuso de las luchas históricas aquellos textos que adquieren valor en el momento del enfrentamiento. Desde ese punto de vista, inventan una articulación entre los libros y la lucha política que creíamos patrimonio de las izquierdas. 

La enemistad declarada de los publicistas del neofascismo va dirigida contra el “marxismo cultural”. Se trata, por supuesto, de un enemigo caricatural. El marxismo resulta incompatible con una separación real entre cultura y economía. En el fondo, lo que persiguen es asegurar en la “cultura” la preeminencia que tienen en lo militar y en lo económico. Por contraposición, el marxismo fue siempre una articulación entre teoría y movimiento popular y no admite —cosa que deja claro el feminismo de izquierda— el divorcio entre un mundo de la cultura y otro de la lucha económica.

Dices que una fuerza de la extrema derecha en esta batalla cultural es que defienden una noción de verdad. El cálculo económico como verdad. El mercado como verdad. Una verdad que, además, es material, existente, palpable en la vida de todos los días, organizada por el capital. 
La derecha extrema se plantea una relación ideológica con la “verdad”. Por un lado, denuncia un estado de cosas presente como falso. Atacar la “justicia social” en la Argentina de 2023 fue posible porque en ese entonces había más de un 30% de la población bajo la línea de pobreza (si eso es la justicia social, es fácil rechazarla). Como dice Theodor Adorno: si la democracia capitalista se enraíza en una sociedad dividida en clases, subsiste en ella una irracionalidad irreductible. La “verdad” de la derecha extrema es una amplificación —un tirar del hilo— de esta “verdad” nunca elaborada de la democracia de clases. Esa es la condición de efectividad de la máquina de manipulación que actúa de modo muy profesional mediante empresas de consultoría que acaban guionizando al gobierno y que quizá pueda sobrevivir a sus líderes momentáneos.

No hay modo de democratizar la sociedad si se respetan las restricciones que han sido impuestas bajo su nombre. No hay política democrática sino contra la democracia como régimen de la impotencia

Finalmente, en su momento de auge, los libertarianos argentinos retomaron tesis neoliberales según las cuales el mercado es la única fuente de verdad; el cálculo económico. Al informar sobre las preferencias de cada quien, y sobre los términos en que se alcanzan nuevos equilibrios colectivos, compatibiliza automáticamente aspiraciones y merecimientos también en un sentido moral. De alguna manera, el mundo de un mercado sin “fallos” realiza el ideal de una humanidad sin misterios ni profundidad. Un mundo de puro funcionamiento asistido por IA y por aplicaciones killer (de nuevo, la referencia a Israel es inevitable) para todo lo desafíe este despliegue de su “verdad”.

El lector kafkiano, el lector en esta lucha de clases 2.0, no puede dejar de entrar en la batalla cultural, pero no puede aceptar sin más sus términos. Su lenguaje, por ejemplo. El lenguaje mediático, de las redes, de la comunicación. Hay una guerra en el lenguaje, como dice Henri Meschonnic. ¿Cómo estar sin estar entonces, alguna sugerencia kafkiana al respecto? 
Entiendo la proposición de Meschonnic —“hay una guerra en el lenguaje”— a partir de considerar que el lenguaje es una vía de singularización de los cuerpos pensantes que somos. La proliferación de podcast y streamings, de los que muchos participamos, corre el riesgo de sobre-imponerse sobre el rumor popular. Hay un estado de “felicidad” y de resolución continuo que evacúa la dramaticidad que supone la guerra en el lenguaje. 

La derecha extrema está más decidida a articular un lenguaje festivo-histérico en el lenguaje audiovisual, con el aliento a la lectura del libro concebido como manual de propaganda. La novedad es esa articulación activa entre medios y libros como dispositivo en la inmediatez de su combate. En un streaming, de hace unas semanas, vi a dos de ellos hablando de Kant y el noúmeno, y de Husserl y la epojé. Un lujo que en nuestro campo no podríamos darnos sin reprocharnos un hermetismo que nos aleja de “las masas”. Y, sin embargo, una semana después, dicha conversación tenía 170.000 vistas. 

Lo que la ultraderecha llama “batalla cultural” es una actividad propagandística en y desde las redes. Consiste en leer la biblioteca de las izquierdas y denunciarla como el origen de las perversiones contemporáneas

No quisiera incluir a Kafka en la reyerta por la comunicación. Kafka le temía al periodismo por su sumisión al instante presente; más bien me gusta leerlo como antídoto al lenguaje esterilizado de la política. El escritor argentino Carlos Correas entiende que en Kafka se trata de desactivar el poder mítico de las imágenes totalizantes. Su lenguaje sobrio huye de las categorías. En un congreso realizado en Europa del Este, en que los comunistas de la década del 50 discutían si “rehabilitar” o no a Kafka, Ernst Fischer dijo en su favor: “Dios creó las cosas y el Diablo las categorías. Sólo los mediocres corresponden a las categorías; los insólitos las hacen estallar”.

Hay, según dices, al menos dos modos de leer en esta batalla cultural. Por un lado, el modo paranoico y anti-insurreccional de la derecha: leer para neutralizar. Por otro, el modo premonitorio y contratendencial del lector kafkiano: leer para intensificar. ¿Qué significaría intensificar? ¿Cuáles pueden ser los “efectos prácticos” de esa lectura? ¿Dar a ver, dar a pensar, sugerir, señalar, indicar algo a las fuerzas en pelea…? 
No lo sé. A diferencia de los investigadores que nos muestran el resultado de su trabajo, y de autores que presentan tesis originales, El temblor de las ideas surge de una lucha cuerpo a cuerpo con el estupor. Busca dar un mínimo de consistencia a un caos sensible y mental. ¿Quizá logre componer un fresco sobre un período enloquecido del país? ¿Agrega comprensión a la versión argentina de lo que llamamos ultraderechas? Realmente no lo sé. Por lo pronto, establece diálogos, manifiesta rechazos sin aferrarse a ideas, apunta escenas de difícil comprensión inmediata, y se hace preguntas sobre la lectura (no sólo de textos sino también de las diversas situaciones que atravesamos). El libro es indisimulablemente spinozista (Kafka funciona como un rodeo para Spinoza), en el sentido de que no suelta en ningún momento la atención a la formación de un conatus colectivo (¡buscar una salida!).

Una esperanza absurda y frágil, que atraviesa impotencia y soledad 

El lector que te interesa es Kafka, es el Che cuando está en Praga, es León Rozitchner en el exilio. Me llama la atención que son todos personajes que se han quedado solos. No digo que sean solitarios, sino que se han quedado solos. ¿De qué habla esa soledad? ¿Nos dice algo de la pelea cuerpo a cuerpo, con uno mismo, que ha de llevar a cabo el lector entrampado, desesperado? ¿Tiene que ver con algún tipo de derrota? En una tradición como la tuya, que insiste en lo colectivo, en lo comunitario, en lo grupal, ¿cómo interpretar esa soledad? 
En Kafka, el campesino que quiere entrar en la ley espera ante un guardián a quien le pregunta: ¿dónde están los otros, por qué —si todo el mundo quiere entrar en la ley— no ha venido nadie? “Ante la ley” es un relato que condensa ejemplarmente los elementos del kafkismo. Y por supuesto, no cabe esperar una interpretación definitiva al respecto (se puede afirmar que la ley es aquello que pone a los sujetos a esperar, y también que la ley desespera a quien intenta comprender sus mecanismos internos). Sin embargo, una lectura posible podría ser la siguiente: ¿por qué no atravesamos nuestra propia puerta? Quiero decir: hay una pregunta que cada quien debe afrontar como la cuestión más propia, incluso como condición previa para asumir desafíos colectivos. 

En el caso de Guevara o de Rozitchner se trata, evidentemente, de reflexiones fuertemente imbricadas en lo colectivo. Guevara en Praga viene, es cierto, de un fracaso en África. Pero su meditación no es solipsista. Sus escritos de esos meses son un intento por plasmar su crítica a la implementación de la Ley del Valor en el socialismo. Considera que esa determinación económica actúa sobre la conciencia de las personas reforzando su ligazón con el mundo de las mercancías y que eso condena a los países socialistas a retornar al capitalismo. Ricardo Piglia ha inmortalizado la foto del Che leyendo en la copa de un árbol en medio de una campaña guerrillera. La soledad momentánea del lector en medio de la guerrilla. En cuanto a Rozitchner, su trabajo ha sido un intento de cuestionar lo que podemos llamar la socialidad de lo que llamó el “individualismo burgués”.

El primer año de Milei en el Gobierno fue de estupor y perplejidad. El fascismo 2.0 es, como hemos dicho al principio, un oscurecimiento políticamente organizado de las percepciones colectivas

La potencia no está dada: es una de las sugerencias más importantes que encuentras en Kafka. Las tradiciones de izquierda, revolucionarias, autonomistas, se han inclinado a veces a pensar que la “potencia estaba ahí ya” (en las luchas, en los movimientos, en el trabajo vivo). ¿Qué significa por el contrario afirmar que la potencia no está dada? 
Como dijimos, citando a Virno, la potencia productiva humana/maquínica es un hecho. La potencia que falta, en todo caso, es la que articula esa potencia. ¿Se trata de una “voluntad” de transformación?. El héroe de las novelas de Kafka —pienso sobre todo en El proceso/El castillo– no ve claro, ni posee fuerzas suficientes. El suyo puede ser entendido como un llamado a despertar fuerzas del medio y fuerzas colectivas para transformar su situación.

Franco ‘Bifo’ Berardi viene insistiendo al respecto en que la facultad que permite resistirse al hecho de que solo el capital sabe articular la potencia productiva no es la voluntad, sino la sensibilidad. Me parece que estamos intentando distinguir impotencia de imposibilidad: donde la voluntad choca con un muro de imposibilidad (deviniendo impotente), la sensibilidad busca una potencia de redención que, como dice Benjamin, se percibe tanteando en el reverso mismo de la nada de revelación (nada de sentido). Hablando sobre Kafka, Benjamin exalta la figura del “necio” (aquel que no acepta las exigencias de actualización de los tiempos) como activación de una escena nueva. Hay una conexión entre la vergüenza por el estado del mundo y la escucha del rumor de las cosas verdaderas. 

Por otra parte, no se trata para Kafka de la esperanza, sino de la potencia. En una carta a Brod, Kafka habla de una triple imposibilidad: los judíos de centro Europa no pueden escribir en sus dialectos, no pueden hacerlo en alemán, y no pueden tampoco dejar de hacerlo. Esta tercera imposibilidad —no pueden dejar de— señala el reencuentro con una potencia que carece aún de forma: aun cuando no sabemos cómo es ese poder hacer, no podemos tampoco dejar de hacerlo (y volvemos al apunte en su diario: “No puedo escribir, no puedo dejar de hacerlo”). 

La potencia no preexiste como un saber previo, se conquista (si se lo hace realmente) por fuerza de una necesidad que busca, de una sensibilidad —individual/colectiva que se resiste, lo que nos devuelve a la cuestión de la desesperación—. Si pensamos en el 2001 argentino, las organizaciones populares que protagonizaron la crisis buscaron una salida donde claramente no la había. 

¿Si la potencia no está dada entonces ya no hay tradición, nada que transmitir? 

¡No lo creo! Si entendemos por tradición lo que Benjamin llamaba la “tradición de los oprimidos” (los posibles nunca realizados), más bien la reanuda. Cada nueva generación, dice, debe interpretar/reapropiarse a su modo —según sus afectos, sus potencias— el pasado de los oprimidos. Ignacio Lewkowicz decía que lo propio de un pensar situado es la nominación situada de sus elementos. El pensamiento en situación es también una relación situada con el archivo, con la memoria. En Kafka, el acceso a la situación está entrampada. Se trata, precisamente, de aferrar los afectos y el lenguaje como orientación para buscar una salida.

Reniegas de la esperanza y su lenguaje, porque la esperanza parecería indicar que la potencia ya está ahí, pero al mismo tiempo no reniegas del todo y hablas de una “esperanza absurda y frágil, que se puede leer en los rostros de los desesperados”. Y en ese sentido traes la palabra “redención”, tan cara a ese otro gran lector de Kafka que fue Benjamin. ¿Cuál es la diferencia entre esas dos esperanzas?
Brod cita, en su biografía sobre Kafka, una carta en la que el escritor le dice: “Hay esperanza, pero no para nosotros”. No hay modo de darle una interpretación única a esa frase, que está precedida por otra que dice algo así como que: “Solo somos un día nublado en la vida de Dios”. Manoteada de modo brutal, podemos usarla para entender que ni el calentamiento global, ni los genocidios y las guerras, ni la ola de derecha extrema que escenifica políticamente el horror, nos permiten creer que esperamos tiempos mejores. 

Y, sin embargo, si seguimos con Kafka, es preciso retener otra cosa que nos cuenta Brod: Kafka reía a carcajadas con sus amigos cuando leía en voz alta capítulos de sus textos que acababa de escribir. Los textos más trágicos no mueren en la solemnidad si son capaces de preservar un espacio de humor interno que permite que todo pensamiento tenga un rincón burlón de la propia seriedad. Ese momento lúdico, presente incluso en los pensamientos más graves, es el que busca otra manera, una salida. La esperanza que no tenemos brilla sin embargo “absurda y pequeña” en el “rostro de los condenados”. 

Para el camerunés Achile Mbembé el mundo se ha tornado “brutalista”, sometido a un tratamiento de despojo, desplazamientos poblacionales e intervenciones técnicas. El mundo, dice, es tratado como lo fue el continente africano

En El proceso, la atractiva Leni, ayudante del abogado que pretende defender a Joseph K, se enamora de todos los condenados. Se fascina con una luz que irradia de ellos. El camerunés Achile Mbembé, afirma que el capitalismo actual se ha tornado “brutalista” (toma la palabra en un sentido técnico, proveniente de la arquitectura, de la construcción). Dice que el mundo todo está siendo sometido a un tratamiento de despojo, desplazamientos poblacionales e intervenciones técnicas que dan por resultado una desertificación. El mundo, dice, es tratado como lo fue el continente africano. Y llama a tomar en serio un “devenir africano” de ese mismo mundo, un movimiento inverso signado por la presencia de saberes reparadores presentes en ciertas corrientes animistas. Mbembé liga ese pensamiento con el nombre de Franz Fanon, autor de Los condenados de la tierra. Mis amigos Pablo Fernández Rojas y Miguel Mellino me hacen recordar lo próximos que están, en este sentido, Franz Fanon y Franz Kafka.

Esa esperanza, absurda y frágil, ¿la encuentras hoy en alguna parte en Argentina? 
A mi modo de ver, el primer año de Milei en el Gobierno fue de estupor y perplejidad. El fascismo 2.0 es, como hemos dicho al principio, un oscurecimiento políticamente organizado de las percepciones colectivas, una perturbación que busca hacer creer que la confluencia de los cuerpos ya no produce sentidos ni provoca efectos. 

Durante el comienzo del mileísmo las grandes movilizaciones parecían no ponerle límites consistentes a la agresividad de sus políticas. El 1 de febrero de 2025, sin embargo, algo comenzó a cambiar. La asunción de Trump le hizo creer al presidente argentino que si radicalizaba la parodia neofascista, recibiría de EEUU apoyo económico ilimitado (cosa que efectivamente sucedió). Así lo vimos defender el saludo con el brazo derecho extendido de Elon Musk y amenazar a los “zurdos” (“tiemblen zurdos”, “los iremos a buscar”), al feminismo y a los homosexuales. Ante esa amenaza diversos grupos y movimientos organizaron una manifestación importante en el centro de Buenos Aires con la consigna del orgullo antifascista y antirracista. Allí se dijo: “Solo hay dos géneros (de personas). Los fascistas y los antifascistas”. Esa delimitación fue importante. Ayudó a organizar de otro modo la percepción.

De a poco, comienza a elaborarse una respuesta desde abajo, un despertar que recupera los poderes de sensibilización del campo social que anida en la memoria de las luchas sociales del país

Luego se hicieron cada vez más visibles las marchas semanales de los jubilados contra el ajuste, que cada miércoles son reprimidas salvajemente frente al Congreso, y que se convirtieron en un punto de convergencia para la denuncia de los ataques a la salud pública. Todo esto en un contexto de desfinanciación de servicios sociales, despidos, y congelamiento de los gastos estatales en obra pública.

De a poco, comienza a elaborarse una respuesta desde abajo, un despertar que recupera los poderes de sensibilización del campo social que anida en la memoria de las luchas sociales del país. En las recientes elecciones de la Provincia de Buenos Aires (40% del padrón del país), el Gobierno sufrió una derrota. Mas allá del análisis numérico de los votos, lo que fue rechazado fue la “crueldad estratégica” del Gobierno. Intentando vetar reformas en favor de los derechos de los discapacitados, se filtró un audio en que el director de la agencia que se ocupa de precisamente de los medicamentos para discapacidades hablando de las coimas que cobra la hermana de Milei en los contratos de compras públicas. Una cosa es que en medio del descrédito de la palabra política emerja un gritó enojado denunciando a la “casta” y que luego en el Gobierno pretenda convencer a una sociedad sobre las virtudes morales del sacrificio económico, y otra es que quienes se alinearon con el gritón no adviertan que ese sacrificio ha resultado en una estafa.

El arco de tiempo que va del 1 de febrero a las elecciones del pasado 7 de septiembre, y a la enorme manifestación popular del 17 de septiembre (en defensa de la salud y la universidad pública) muestran un camino de protagonismo social que no supone una vuelta a 2023 (lo que sería absolutamente desmoralizador), sino el trazado de un camino que, de profundizarse —y en esto es fundamental que siga siendo la sociedad movilizada la que conduce el proceso—, se pondrán en discusión cuestiones centrales como qué hacer con la deuda externa impagable, con un poder judicial tomado por mafias y cómo activar nuevas formas de participación popular.

Sismología de la percepción // Sebastián Scolnik

Acerca del libro El temblor de las ideas. Buscar una salida donde no la hay de Diego Sztulwark.

“La indignación sin lucidez combativa se torna autocomplacencia”

Diego Sztulwark

Afectos y conceptos

Creo no equivocarme si sitúo el comienzo de mi amistad con Diego Sztulwark a mediados de 1993. Una tibia insinuación septembrina aún no alcanzaba a revertir la gélida insistencia del aire invernal. Fue una noche, creo, decisiva. De los pasillos inenarrables de la Facultad de Ciencias Sociales, en su vieja sede de Marcelo T. de Alvear 2230, al bar y de allí a enhebrar una conversación interminable. Una camisa a cuadros roja, con pretensiones leñadoras, daba cuenta no solo de las vacilaciones climáticas sino también de cierto desaliño compartido que señalaba una decisión de fondo: enfrentar, con tenacidad y en cualquier terreno de la vida, toda inclinación hacia el formalismo. Esa determinación no refería solo a las convenciones sociales sino a algo más hondo y fundamental. El pensamiento y las prácticas políticas, sus lenguajes y procedimientos, debían huir de toda solemnidad y de la comodidad de sostenerse en fórmulas heredadas o en certezas tranquilizadoras.

La amistad política está hecha de estos pequeños, a veces imperceptibles, gestos. De haber elaborado el sentido de una época, intentado huir de sus rigores y obviedades, para buscar una salida a la derrota y a la frustración; de haber leído ciertos textos experimentando una relación singular y libre con la lectura, habitualmente incierta; de burlarse de las impostaciones y los oportunismos narcisistas. Complicidad lumpen, fabuladora e irrestricta. Esos afectos, ya eternos, son irreductibles a sus devenires. Las vidas pueden haber tomado giros imprevistos, logros y padecimientos específicos, pero hay una marca en el orillo hecha de esa materia sensible que se adivina en el modo de percibir el mundo y de respirar sus dramas. Desde esas partículas comunes, amalgamadas en una historicidad conspirativa, me permito afirmar, frente a la salida de su reciente libro, que Diego Sztulwark siempre ha pensado bajo los efectos de alguna conmoción. Nunca se movió en el terreno de los conceptos puros (aún si siempre buscó descular las más intrincadas ontologías con una curiosidad voraz sustentada en la más alta auto exigencia). Cada palabra de su escritura está teñida por la suciedad del mundo que envuelve el movimiento de su pensamiento, su ritmo y su hálito, tratando de obtener de esa oscuridad un haz de luz, una potencia vital. No hay en su prosa ni conformismo descriptivo ni lengua jurídica. Tampoco concesiones al parloteo burocrático ni al estilo catastrofista que se contenta con la corroboración para, presurosamente, dar por canceladas todas las posibilidades. Su voz y sus textos, en sus angustias y entusiasmos, deben interpretarse como una búsqueda, su propia búsqueda, siempre desesperada. Nunca cultivó una gramática profesional ni ejecutó un guion partidario. Tampoco sucumbió frente a la puerilidad académica. Su palabra no habla del mundo en general. Elude la abstracción para, precisamente, no desmerecer los conceptos. Así, bajo el peso de estas premisas fundamentales, decide ahora asumir la agonía de un tiempo putrefacto que despliega sus poderes mortíferos, envolviendo la tierra con sus brutalismos y tristezas, sin ceder a la tentación del resentimiento ni a una pretendida salvación personal que elude la propia implicación en aquello que se dice (el oficio de los cínicos y los especialistas). Si Diego alza la voz, aunque por momentos sus razonamientos parezcan un encadenamiento de susurros y murmuraciones, creo que se debe al sentimiento de que es preciso enfrentar los obstáculos, y porque la idea de una comunidad política persevera aun cuando más imposible parece. Así, en esa fragilidad que producen las conmociones, se despliegan los contornos de su sensibilidad teórica y su intuición política.     

Fenomenología del estupor

El primer sacudón de Sztulwark podemos situarlo allí, en esos comienzos de los años noventa. Había caído el Muro de Berlín y las izquierdas fueron arrasadas a nivel mundial. La derrota política e ideológica se hacía presente en toda su crudeza. Tocaba a la nueva generación pensar y actuar sobre los restos de la historia trazando una relación problemática que no admitía ningún tipo de tentación continuista. Tarea agravada, en nuestra geografía, por la aniquilación terrorista que impuso la Dictadura sobre las luchas precedentes. ¿Era posible seguir concibiendo la revolución luego de semejante catástrofe? Una nueva imaginación precisaba recrear las formas de comprensión y de intervención para retomar el hilo perdido de las resistencias. Había que reelaborar lo que permanecía irresuelto entre los escombros y que era ignorado por el folclore de las militancias y sus ritualismos vacuos. Una agrupación universitaria fue su primer intento personal y colectivo por “encontrar una salida”, allí donde todo parecía imposible. Insistir, pensar, juntarse con otros y volver públicos los rasgos y dilemas que marcaron esa generación.  

Ya a fines de los noventa, cuando las resistencias comenzaron a horadar la hegemonía neoliberal, la afirmación de un nuevo protagonismo popular estremeció las formas y saberes de aquellas tentativas precursoras. Las luchas por la memoria y la justicia (iniciadas por las Madres y relanzadas en la hipótesis de los Escraches promovidos por la naciente agrupación H.I.J.O.S); la insistencia de los movimientos campesinos y la potencia de lucha y organización del movimiento piquetero, requirieron un esfuerzo más. La investigación militante —ni académica, ni partidaria— pareció ser el camino más apto para acompañar productivamente la organización de estos osados empeños antagonistas. Colectivo Situaciones fue el nombre con el que un puñado de amigos y amigas asumió este desafío, cuando los tumultos de 2001 latían aún imperceptibles.

Nadie suponía que después de esos eventos —en los que se forjó una práctica, un modo de la percepción y el conocimiento, un vocabulario y un temperamento—, las instituciones clásicas del poder y las identidades partidarias retornarían con ímpetu renovado. La aparición de una voluntad reparatoria del Estado, asociada al nombre kirchnerismo, puso la ambivalencia como el tono de una época cuya cifra había que buscarla entre el reconocimiento de los padecimientos y los sujetos en lucha y su subordinación. Entre el habla de una lengua de los derechos y los compromisos estatales con la depredación de formas de vida y territorios sometidos a la extracción de los bienes comunes. Entre el gobierno de las finanzas globales y el fomento de los consumos populares. Donde muchos festejaban las narrativas igualitarias y el modo en que se polarizaba el campo político —entre un progresismo de vocación nacional y popular y las nuevas derechas que emergían como realidad inédita en el país—, Sztulwark veía un impasse; una detención en las prácticas antagonistas que resultaba una traba para ampliar el campo de las posibilidades políticas. La imaginación se detuvo y la enumeración de los límites o el festejo de los logros abrió el camino a un tono autocomplaciente antes que a una reflexión acerca de cómo seguir. De eso se trata su gran libro Ofensiva sensible. El reverso de lo político; un ensayo cuidado y sutil (también desesperado) escrito para advertir el despeñadero micropolítico que actuaba por debajo de los regímenes perceptivos públicos. Sin intervenir de manera urgente en ese nivel, señalaba ya en el crepúsculo del macrismo, toda tentativa gubernamental encallaría en el mismo punto.

Las condiciones anímicas y subjetivas, maceradas en años de expansión de un cierto tipo de consumos, en los trabajos cada vez más precarizados, en la dinámica urbana sometida a la descomposición de una infraestructura popular y en unas vidas sometidas a las disposiciones técnicas y financieras de un capitalismo de plataformas y ensambles digitales, daban por tierra con cualquier fantasía de que un nuevo gobierno podría revertir esas fuerzas con giros retóricos o reparaciones simbólicas. Esas transformaciones de fondo (agravadas y aceleradas durante la pandemia) están en la base de los fracasos del progresismo. Se lo vio en su retorno marcado por la impotencia, donde arrogancia militante, gozosa y endogámica, negaba las evidencias de una nueva realidad que anunciaba el agotamiento de todo un mundo de significados. La sociedad era otra y la distancia entre el discurso político y los padecimientos populares dio lugar a un tipo de rencor del que Milei surgió como síntoma, como instrumento de revancha (“los humillados que eligen a quien humilla a sus humilladores”) y como “escenificación” de un desborde al que el poder pretendía conjurar controlando sus derivas posibles.

Las nuevas derechas extremas (que tienen su proyección global), emergen de una crisis que tiene su dimensión económica pero también sus resonancias a nivel psíquico —como ha advertido el filósofo italiano Franco Berardi (Bifo), interlocutor relevante del libro aquí reseñado—. Tal vez haya sido esa derecha la que mejor comprendió que la sensibilidad es un territorio político de primer orden. Pues en esa trama subjetiva, que se teje por debajo de los grandes conjuntos sociológicos, es donde se tramita el mayor sometimiento: la incorporación de las energías y los deseos colectivos a las categorías de la economía política. Así funcionan los mecanismos de explotación contemporáneos, combinando la violencia explícita con la organización racional de lo que se elabora al nivel afectivo donde se producen las transformaciones sociales y productivas.

El brutalismo mediático y el asedio digital, que han traspasado los límites de lo decible (incluso llevando al terreno de la acción “performática” callejera sus proposiciones), no es causa, como cree el progresismo, sino efecto expresivo manipulado de un malestar profundo para el que la política profesional no ofrece respuestas. La incapacidad perceptiva para poder asumir las evidencias de una descomposición muestra el encierro en las propias burbujas en las que se confirma una coherencia discursiva e imaginaria rara vez problematizada y habitualmente conformista.

Mirar de frente

Leer para comprender la complejidad y escribir para esclarecerse. Bajo estos tópicos, el autor de El temblor organiza su trabajo. Nos advierte que se trata de un libro spinozista porque sostiene su creencia en los cuerpos y en las fuerzas como punto de vista y clave de compresión última de la política. Pero, creo, también lo es en un sentido personal: quien escribe registra y elabora los signos de la realidad en su propia afectividad corpórea. Como Gregorio Samsa, personaje emblemático de la metamorfosis kafkiana, Sztulwark percibe que ya no es el mismo; ha sido transformado (habla a título individual, pero sabiéndose parte de un colectivo mayor) por unas circunstancias que no alcanza a comprender y de las que se anoticia cuando ya han ocurrido. A partir de allí, dispone un esquema en tres direcciones: un diario político de los acontecimientos, un ensayo crítico que aborda la crisis desde los ángulos más disímiles y una lectura (que se parece más a un fascinante diálogo existencial) de Franz Kafka. Estas tres variables no son sino una única forma de concebir el pensamiento. No hay un campo preciso de delimitación entre la perplejidad, la angustia, el análisis político y la elaboración de síntesis y lecturas teóricas. Toda la historia argentina pasa por el hilván de una escritura que la solicita para reabrir un presente que no se deja explicar por ella, pero al que no podríamos comprender sin asumir críticamente sus persistencias e irresoluciones. Ese pasado es legado y lucha interpretativa. Es condición, pero no agota el sentido. Solo así sobrevive, en sus trazos más desafiantes, a la espera de ser recreado por una voluntad que asume el drama de la situación en la que le toca actuar. Las luchas siempre están por venir, no tienen forma previa. Pero su emergencia es inescindible de un descubrimiento fundamental sobre cómo tratar con esa materia espesa que nos viene dada y cuyos restos debemos aprender a desentrañar.

Una asamblea de voces heterogéneas concurre en auxilio de Sztulwark. David Viñas, León Rozitchner, las Madres de Plaza de Mayo, Antonio Negri, Roberto Arlt, Michel Foucault, Walter Benjamin, Bertold Brecht, Martínez Estrada, Ricardo Piglia, Carlos Marx, Santiago López Petit, Horacio González, Maquiavelo, Rita Segato, Paolo Virno, Bifo, Liliana Herrero, Ernesto Guevara, Antonio Gramsci, Gilles Deleuze y Félix Guattari, entre otros nombres de un socavón conceptual desmesurado, se dan cita en este libro. Si el autor los trae aquí no es en una actitud fanfarrona, tan común al jetoneo y al cholulismo, ni tampoco para establecer un sistema de reverencias. Menos aún para sentirse autorizado a hablar. La construcción de un archivo múltiple de lecturas es condición para pensar cuando nuestras fuerzas languidecen en la dispersión. Cuando no sabemos cómo pensar y actuar, hay que armarse una bandita imaginaria que nos permita encontrar posibilidades donde no las hay o donde apenas nos animamos a percibirlas. Y esos nombres, que se precipitan en recreaciones salvajes, nos traen imágenes e intuiciones que nos invitan a insistir en los mismos desafíos que tuvieron que afrontar para “encontrar un camino donde ellos no lo encontraron”. No hay imitación ni réplica sino una reelaboración de esos textos que se integran a una máquina de lectura que se propone perforar los consensos y las asfixias contemporáneas.

¿Estamos ante una nueva forma de fascismo?, se pregunta Sztulwark retomando las discusiones acerca de las extremas derechas actuales sin detenerse en la banalidad de un quisquilloso nominalismo. Siguiendo al historiador italiano Enzo Traverso, nos dice que no podemos prescindir de ese nombre aún si las formas históricas no se corresponden. ¿Por qué? Porque hay una analogía que no es formal, sino que se da al nivel de la operatoria y los contenidos: se llama aquí fascismo a una política que consiste en el “oscurecimiento de las percepciones” populares, en la separación de los cuerpos de sus potencias y de su capacidad de actuar y pensar con categorías propias. Una forma de dominación que se estructura en torno a la desorientación. Fascismo “cosplay”, dice el autor, retomando una sugerente idea del filósofo cordobés Luis Ignacio García. Una derecha que se parodia a sí misma, travistiendo todos los significados para vaciar el lenguaje, neutralizándolo, y así quitarle su fuerza expresiva. Los términos son colocados en un sistema de equivalencias semióticas que los deja en un limbo sin efectos concretos. La derecha puede hablar con el vocabulario de las izquierdas sin que eso nada signifique. Coquetea con la dictadura, pero dice que es a nivel simbólico, como una provocación que “no pasa al acto”. Habla de la libertad mientras sostiene los más abyectos y crueles mecanismos represivos. Y así, en este juego de luces y sombras entre lo explícito y lo implícito, entre la insinuación y el hecho, se propone refutar al progresismo (mostrando la distancia entre sus palabras y sus actos), mientras evapora la potencia de la lengua emancipatoria. El fascismo deja atónitos a quienes se proponen resistir a su brutal desposesión (de las cosas y las palabras). Así lo entendió el filósofo italiano Antonio Negri en el último texto que escribió antes de su muerte (“Que la eternidad nos abrace”). Allí se preguntó por la sensación de imposibilidad para comprender el mundo, lo que le producía un estado de confusión. Ese mecanismo de enloquecimiento de la racionalidad que nos impide orientar nuestras percepciones, es el fruto de una manipulación de los poderes de la época. Al fascismo hay que mirarlo de frente, a los ojos, sin temor. Ese era el único consejo que el viejo militante comunista se permitía dar a las nuevas generaciones. Y esa parece ser la decisión con la que Diego Sztulwark encaró su escritura.   

El hombre que esta solo y espera      

El temblor de las ideas es también un libro walshiano. Porque no esconde bajo la alfombra los signos que ofrece la realidad. Encuentra en ellos una fuente de preocupación que los convierte en materia de una investigación obsesiva. Hay un compromiso con la verdad que requiere huir de toda forma de impostura y demanda tomar en serio al enemigo. Solo así se explica el detalle con el que el autor escudriña las fuentes bibliográficas de las nuevas derechas, a sus voceros y propagadores. Allí hay algo que comprender sin subestimar altaneramente el fenómeno amparados en una supuesta superioridad moral. Cada hecho, si somos capaces de alojar sus efectos para interrogar sus misterios, es un indicio del que no podemos prescindir; porque su interpretación nos conduce a un modo del autoconocimiento; a una interrogación acerca de quiénes somos y donde estamos parados.   

El 1 de septiembre de 2022 se abrió en el país un escenario impensado. El tiro marrado, cuyo objetivo era el asesinato de Cristina Fernández de Kirchner, actúo como un revelador del estado real de las fuerzas. El desbordado tirador, Fernando Sabag Montiel, ofreció con su torpeza paradójica una oportunidad inédita para las nuevas derechas. Si esa imagen se transformó en “performática” es porque exhibió la debilidad del proceso político que protagonizó las últimas décadas. “Si la tocan a Cristina, qué quilombo se va a armar”, fue santo y seña de una militancia que mistificaba su propia capacidad de actuar. La festiva movilización del día siguiente, contrastante con lo dramático de la situación, permitió conjeturar que estábamos ante un abismo. No sólo no se armó quilombo alguno, sino que se dispersaron las responsabilidades y las pruebas en un bochornoso proceso judicial consagrado al encubrimiento y la impunidad.    

Unos meses más tarde, en la zona sur del conurbano bonaerense, una asamblea de mujeres que provenían de distintos movimientos sociales, frente a la pregunta acerca de lo ocurrido con Cristina, manifestó no verse conmovida por el hecho. Para ellas, que sufrían la violencia cotidiana del barrio (y también de los dirigentes sociales que se comportaban como sus patrones), lo que le ocurriera a una mujer de las clases altas, ajena a sus propios padecimientos, no les importaba. Incluso, con cierto desdén, alguna llegó a deslizar que votaría a Milei. ¿Cómo pensar esta situación extrema? ¿Podíamos continuar con la inercia que organizó nuestra comprensión de las cosas o la situación límite hacía imprescindible dar lugar a estas manifestaciones que desmantelaban nuestro campo de entendimiento político? Ese reto descarnado es el que da origen a este libro. A una escritura que nace de la “desesperación popular”, y de la sensación de desmantelamiento del campo crítico y del vocabulario disponible hasta entonces que no alcanzaba para dar cuenta del desastre.

Pero, ¿con quién pensar toda esta enormidad? ¿Con qué aliados contar cuando todo se desbarrancó y uno se encuentra solo en el vacío? ¿Dónde están los demás? Fue en el medio de esta conmoción donde apareció un amigo inesperado. “Crece mi obsesión por Kafka. Buceo en el pensamiento de la trampa. Regreso sobre un fragmento de El proceso: K prepara su defensa, aunque no sabe de qué se lo acusa. Piensa en redactarla por las noches, luego de la oficina. Pero la redacción de un informe completo se le presenta como una tarea interminable”, dice Sztulwark en la entrada de su diario fechada el 15 de julio de 2023. 

Kafka es el escritor solitario que enfrentó una triple imposibilidad: no poder escribir en la lengua de las minorías nacionales, ni poder hacerlo en la lengua dominante, el alemán. Pero, a la vez, frente a esos obstáculos, tampoco podía dejar de intentarlo (una triple imposibilidad que empuja a actuar). Así expresaba el checo esa dificultad en una carta dirigida a su amigo Max Brod. Y de esa trabazón es de donde surge su potencia literaria; de su persistencia en el trabajo con la palabra y de las estrategias que se propuso para encontrar una salida donde no la hay. Cuanto más imposible parece el camino es cuando menos podemos dejar de intentarlo.

La escritura es un campo de experimentación cuando no logramos saber lo que nos pasa, cuando nos preguntamos (siguiendo el espantado devenir de Gregorio Samsa) qué podemos hacer con aquello en lo que hemos sido transformados por unas fuerzas exteriores que no alcanzamos a comprender.  En ese “cuerpo nuevo” que tenemos, por más que nos repugne, es donde se forjan las nuevas posibilidades. La potencia no viene dada desde un imaginario del pasado. Hay que buscarla en los procesos concretos en los que vivimos, en los poderes que se activan en la nueva situación. De eso trata Kafka, o al menos así lee Sztulwark al genial escritor. Cuando un mundo de sentidos se ha agotado, el punto más difícil para el pensamiento político es el de la creación de una potencia. Y esa forma nueva surge de una recomposición de los cuerpos que resisten al poder y sus maquinarias de expropiación. 

Es evidente que los libros no hacen las revoluciones. Pero no menos obvio es que ellas los precisan como materia indispensable de su acción. Este libro es como una botella lanzada al mar. Requiere de un nuevo tipo de lector que sea capaz de interesarse por los más impensados itinerarios, entregándose para ello al ritmo propuesto por la arbitrariedad de su autor. Desde las gemas extraídas de un pasado que no concede a la nostalgia, a los bloqueos de un presente intrincado que nos tiene entrampados en su violenta novedad, este texto ofrece una fuente inagotable de imágenes. No remite a ninguna especialización ni nos dice cómo debemos atravesar la incertidumbre. Para ser leído hace falta el coraje de dejarse atravesar por su fuerza y por el sufrimiento que se adivina en su escritura. Dejarse atrapar por su imaginación y aceptar su honestidad intelectual. Solo así, haciéndonos compañeros de esta experiencia de escritura, nos habremos transformado al leerlo. Pues la construcción de una fuerza colectiva antagonista no podría existir sin pensamientos tan osados como el que surge de este temblor, el que nos sacude llamándonos a insistir en aquello que ya no creíamos posible.  

Dolor y existencia. Amar con ardor la vida. Acerca de otro texto de Milena Jesenská // Cynthia Eva Szewach

 

                                              “Pensé que acabaría totalmente loca, loca de pena, añoranza, y de un terrible amor por la vida”

Milena a Brod

Cómo salir del dolor, de un encierro, de un abandono, de un estado sin salida, se pregunta Milena. ¿Cómo sobrevivir cada día? Ha roto con Kafka. Cuenta la soledad y la espera abismal de una no llegada. ¿Volverá? De pronto, en una fracción de segundo, algo cambia, algo de la vida se torna nuevamente vivible, dulce. Algo invisible, misterioso, parece abrirse y se respira. Del dolor de una separación a una forma de duelo.

Milena le escribe a Max Brod algo muy conmovedor: “¿Tengo culpa o no tengo culpa? Te lo suplico, por amor de Dios, no me escribas palabras consoladoras, no me digas que nadie tiene culpa, no me envíes a ningún psicoanálisis. Ya sé todo eso, créeme, sé ese tipo de cosas que podrías escribir. Confío en vos, Max, quizás en la hora más difícil de mi vida. Por favor, entenderás lo que quiero. Sé quién y qué es Frank: sé lo que ha pasado y no sé lo que ha pasado; estoy al borde de la locura; traté de actuar, vivir, pensar y sentir correctamente, guiada por la conciencia; pero en algún lugar hay una culpa. Eso es lo que quiero saber”[1]

El artículo al que daremos lugar, “Misteriosas redenciones”, al parecer está dirigido a Kafka. Se publicó dos meses después de que hubieran terminado su relación. Le pide a ella que no le escriba. ¡“Nada de escribir…”! “Hizo esta petición mientras estaba en un sanatorio en las montañas de los Tatras en el invierno de 1920-21”. También le dice a Brod lo siguiente: “Cuando le hables de mí, háblale como si hablaras de un muerto, me refiero a mi “estar afuera” “a mi extraterritorialidad””[2]

La cuestión de la búsqueda de redención en Kafka ha sido subrayada en varias ocasiones por Diego Sztulwark, como la necedad, una redención en el reverso de la nada, “como pequeña esperanza absurda de salvación ante la vergüenza del orden del mundo”, “porque en el aire y en el sueño se recrea la redención de aquellos a quien la ley excluye y pisotea”

 Milena escribe como testimonio personal. Publicado en Tribuna, se hace preguntas, está abrumada y desesperada por la pérdida, se interroga por la salvación, con una poética errante de la luz y de la oscuridad, entre el afuera, las calles, la ciudad, los caminos, y el adentro, el encierro, y la figura de estar “ante una ventana”. Escribe entre el desinterés por el mundo y el máximo ardor por la vida. El amor pareciera para ella, un sitio desde donde hay alguna salida. Con cierto despecho o desconcierto señala, quizás aludiendo a Kafka, que de la temible absurdidad de la vida se puede ir hacia la silenciosa y triste sumisión de la ley, donde el aire probablemente falte.[3]

 

 

“Misteriosas redenciones” (Mysteriózní vykoupení escrito en 1921)[4]

Los vínculos que nos conectan con las cosas son más estrechos y misteriosos de lo que imaginamos. Sorprendentemente, cuanto más felices somos, más fácil es acercarnos a la gente. Cuanto peor estamos y más sufrimos, más profunda es nuestra comunión con las cosas. Hay momentos en que estamos rodeados por objetos que de pronto han adquirido rostro; de repente se mueven y tienen una expresión, un significado o una dimensión que antes ignorábamos.

 El dolor te encierra en una jaula estrecha, asfixiante, sin puertas ni ventanas; no hay salida ni aire. La gente pasa junto a nosotros, muda y ciega; pero de repente algún techo, un carro o un fragmento de cielo parece abrir de par en par la muralla de nuestro dolor, las alas invisibles de un portal se abren de golpe, estamos salvados y respiramos.

(…)  Una vaga angustia se asienta en la nuca, un tipo extraño de sufrimiento febril, un escalofrío recorre el ser, se apodera de mí una horrible sensación de futilidad. (…)

Te llevará horas llegar a un lugar en el que nunca estuviste.  Habla de las casitas, alineadas entre cruces de caminos que se abren, kilómetro tras kilómetro, de cuatro pisos de altura; las cocinas, las camas, los deshechos y esas macetas diminutas tras las ventanas, de pronto te provocan inquietud, mareo, asco. No volverías (…)  te preguntas con angustia cómo fue posible habitar semanas, meses, años, allí, tras ese vidrio entre el cielo y la acera; vivías ahí tus ansiedades y tus deseos; ahí volvías cada noche.

 Cinco metros de largo por seis de ancho sostenían lo que llamás vida, y a través de ese pequeño cristal está lo que llamás el mundo. De pronto, saltas al primer tranvía que pasa, subís al andén, vas hasta el frente y es como si estuvieras huyendo de algo.

(…) En medio del ruido y la ciudad, estas ahí en soledad. Ves cientos y cientos de ventanas como esa que te aterra y pasás de la terrorífica sensación ante la absurdidad de la vida, a una silenciosa y triste sumisión a la ley. [5]

(…) En la estación terminal, un camino embarrado se adentra en el campo: no sabés a dónde conduce, pero lo acariciás porque te lleva al mundo. Te quedás un rato donde comienza la calle y, finalmente, renunciás a tu deseo de seguir (…).

 Una vez, una mujer me contó: “Desde la tarde, ya sabía que él no volvería”. Esa sensación me arrojó a la calle, me agarró del cuello, me lanzó de un rincón a otro a través de pasajes, plazas, parques, andenes con ese presentimiento: él no volverá.  Sentía ganas de abordar a desconocidos, de contarles todo, de preguntarles qué opinan: “¿volverá o no volverá?”[6]

 Las calles se elevaban sobre colinas empinadas hacia el cielo y se hundían bajo los vehículos en lo más profundo. Caminaba tambaleante sobre la acera, en terreno llano tropezando con las piedras que el miedo colocaba en mi camino. La tienda de comestibles, la tabaquería y el escaparate del pub de enfrente amenazaban incluso desde lo lejos con confirmarlo. Las ventanas estaban sin luz. La escalera, oscura. El apartamento, vacío.

El peso infinito del tiempo que tendría que esperar se posó sobre mi pecho. Hora tras hora, la calle frente a mí se deslizaba hacia el pasado. Una esquina de la habitación me lanzaba hacia la otra, como una mísera pelota, de un lado al otro, una y otra vez. Una mancha del farol se arrastró por la alfombra, la oscuridad se posó sobre los muebles y el juego llegó a su fin. La ventana era el único punto del apartamento que no estaba vacío. En un extremo, yo; en el otro, la espera; ocupábamos toda la habitación y nos instalamos en silencio. Más allá de la curva de la calle, a veces se escuchaban pasos. Pero era una pisada ajena que se alejaba en la esquina, y alrededor, la oscuridad engullía al extraño. Duró toda la noche.

(…) La mañana se deslizó sobre los tejados, gris, clara, informe, incolora, llevándose la esperanza, se llevó la esperanza, se llevó a mi compañero.

Con largos postes al hombro, los serenos encendían, uno tras otro, los faroles de la calle del suburbio en intervalos regulares de quince minutos, como anunciando un día que ya no me interesaba en nada. La calle se estiraba, bostezaba, se recostaba de costado y volvía a dormirse, por una hora más. La cama intacta en la habitación a esa hora temprana parecía como si alguien estuviera muriendo. El vaso de agua puesto para la noche, el plato con frutas y las pantuflas desparramadas, con tanta tristeza, que perdí el valor para bajar a la habitación y me quedé junto a la ventana.

Transfigurada por un único horror: ¿cómo sobrevivir al próximo día? En mi imaginación, las horas se sucedían en una mortífera angustia; mis miembros se paralizaban, mi cabeza me dolía, mi corazón dejó de latir, mi pecho dejó de respirar. Era como si el pavimento, allá abajo, ascendiera hacia mí, y la muerte dejaba de parecerme aterradora.

 De pronto, una estridencia rompió el silencio y el primer transporte suburbano entró en la calle como por capricho; el pequeño caballo sacudió la cabeza, movió su crin, tenía el lomo rozado y un carro a cuestas y sucedió un milagro. El mundo parpadeó, respiró en esa actividad cotidiana; las tiendas, los pasajes, los bares, la tabaquería, todo se agitó, las campanas se despertaron en la torre, las ventanas de las casas se abrieron a lo largo de toda la calle, por toda la ciudad, por todo el cielo; el día se expandió largo, largo y una bendición silenciosa vibró en el aire. Como en ese instante, de media fracción de segundo, que precede una anestesia, en ese medio segundo que lo abarca todo —todo el sol, todo el cielo, todo el mundo— la percepción me estremeció hasta que rompí en un llanto fatigado, entre sollozos de cansancio: ¡qué dulce, qué dulce, qué dulce es vivir!

(…) ¿Nunca has visto un ave volando con las alas extendidas sobre el horizonte, un ave tranquila, feliz, en la lejanía, sin intención de volver?  ¿Acaso no has encontrado jamás un camino que pueda soportar exactamente el número de pasos que necesitás para liberarte del dolor?

Creo firmemente que el mundo viene a nuestra ayuda. De algún modo, de alguna manera, de pronto, inesperadamente, con sencillez, con compasión. Pero a veces esa salvación es casi tan dolorosa como el propio dolor. Conozco a una persona con los pulmones enfermos. Es alto y delgado, su rostro anguloso, afilado, hermoso, maligno y sumamente bueno. Dijo esto sobre su enfermedad: “Cuando el corazón y el cerebro ya no pudieron soportar más el sufrimiento, miraron alrededor en busca de algo que los salvara, y entonces los pulmones alzaron la voz. Sé que mi enfermedad me salvó. Pero esa negociación entre el corazón y los pulmones, que tuvo lugar sin que yo lo supiera, debió de ser terrible.”[7]
Parece un cuento de hadas. Un extraño cuento de hadas de otro mundo y, sin embargo, es la verdad: existencia y sufrimiento. Aquí, los pulmones enfermos trajeron la redención. No, no te sorprendas. No hay por qué sorprenderse. Hay que llorar por ello. Hay que hundir la cabeza entre las manos y amar, amar con ardor la vida, para que todo ese amor termine por ablandarlo y se redima de la condena…

 

[1] Nota al pie de la versión en inglés Journalism” Berghahn Books New york. Mysterious Redenption por K. Hayes. Publicado en “Tribuna” en febrero de 1921

[2] M. Buber Neuman “Milena” Tusquets ed.

[3] Ana Arzoumanian en “La Jesenská” Ed. Paradiso: “Estas palabras con las que escribo son puñados de sal. Los tiro sobre su carne de manera que pueda comerla cuando llego a casa. Llevo sal en un bolsillito para que pueda salarlo, para que me dure más tiempo”

[4] Es versión personal, fragmentaria, a partir de las traducciones del francés en “Vivre” Bibliothèques 10/18”, Paris y del inglés en “The Journalism” Berghahn Books New york agradezco a Bettina Klunkert la revisión y a Moira Iglesias la colaboración con las traducciones existentes.

[5] Las negritas y las notas al pie son nuestras.

[6] En la obra “Requiem” de Jorge Palant, donde Milena habla con el fotógrafo Kevin Carter, le cuenta en un fragmento acerca de su relación con Kafka:”” El me escribió tantas cartas… las guardo entre el corazón y la memoria…”

[7] M. Jesenská aquí parafrasea la descripción que Kafka hace de su enfermedad en una de sus primeras cartas, abril de 1920 y que comienza: “De modo que el pulmón…” El pulmón y el corazón tienen voz.  En el libro “El temblor de las ideas” de Diego Sztulwark, retomando esa carta dice: “Si bien en épocas distintas tanto Spinoza como Kafka, debieron reflexionar sobre los mecanismos de inclusión y exclusión comunitarias (en Spinoza está la experiencia del Herem) y ambos sufrieron el peso de lo que Kafka llamó la relación predominante e inconsciente del cerebro con el pulmón”

Todo lo sólido se sostiene en el aire* // Facundo Abramovich

Notas sobre El temblor de las ideas políticas de Diego Sztulwark

Si la obra de Kafka sigue revistiendo no menor interés para mí, es sobre todo porque no adopta una sola de aquellas posiciones que el comunismo combate con razón

Walter Benjamin a Gershom Scholem (1934)

I

La alegría con la que recibí la invitación de Diego a presentar su libro se convirtió, en pocas horas, en una mezcla de pudor por la situación y preocupación sobre qué decir. Pudor porque es un libro de un amigo que, además, me toca presentar con otros amigos, todos ellos muy queridos e importantes en mi vida. Convertir una conversación personal, privada de tantos años y de tanta intensidad en pública es, realmente, terrible. Llegué a pensar que, en esta ocasión, algo de la amistad se pone a prueba entre todos nosotros. Conversamos tanto estos temas que subyace una pregunta fatal: ¿nos entendimos estos años?  No importa si “estuvimos de acuerdo”, problema banal, sino que es una pregunta sobre cómo podemos seguir atravesando juntos una época tan oscura. Pero como Diego al escribir el libro ya corrió el riesgo de someter sus ideas a juicio público, esto para mí es un agradecimiento por ese gesto. 

II

Quienes conocemos a Diego sabemos la cantidad de conversaciones que tiene el libro adentro.  Es una gran (re) composición de conversaciones, una puesta en diálogo que va desde discusiones públicas a conversaciones privadas, de lecturas en sus grupos a hipótesis novedosas. Pero conversar y discutir en esta época es darse cuenta que no sabemos cómo conversar y discutir. Que la conversación, la verdadera conversación -si es que existe-, es un ejercicio que tenemos que re-aprehender.

Creo ya estar en el corazón del libro: no sabemos cómo hablar de la época, no sabemos en qué consiste la época y, por tanto, no sabemos nosotros cómo consistir -como hacer consistencia- en el presente.  Pero a la vez, tantas puertas, infinitas puertas. El problema no es, entonces, la falta de problemas sino su abundancia. Ya volveremos sobre esto. 

III

Habría que empezar por decir que el libro interesa en la medida en que no nos interesa hablar del presente del modo en que se habla a sí mismo. No hay en este libro concesiones al preponderante narcisismo de autor que mide el mundo con su angustioso espejo ni el cinismo triunfal que aparece en las pantallas. Cuando empecé a leer el libro una leve alegría me persiguió: no sólo no asumía las dos vías preponderantes, sino que realiza un movimiento más: como no sabemos hablar del presente, como la palabra política no nos pertenece, Diego inventa, imagina, crea, una mediación: Kafka. Kafka funciona, como dijo Julián Axat recuperando a Deleuze y Guattari, siendo un <<personaje conceptual>>. Y también, Kafka es, mucho más y mucho menos, una excusa, una contraseña. 

Kafka para que digamos con él lo que no sabemos cómo decir; Kafka, también, para conjurar el consumo fácil del pensamiento, para no quedar apresado en la mortandad del discurso dominante -incluso aquel progresista-. Kafka, frente a los kafkólogos, como Maquiavelo; pero frente a los maquiavélicos -y no los maquiavelianos-, Kafka como escritor literario. 

IV

El temblor se aferra a una premisa y la lleva a fondo: Hablar de Kafka para hablar sobre Argentina y hablar de la Argentina hablando de Kafka.

Kafka es, entonces, una puerta y una trampa: trampa, para que caigan aquellos no dispuestos a enfrentar un combate con un autor lejano y que desconocemos; pero puerta a la vez como como posibilidad para hablar de todo sobre lo que no sabemos cómo hablar, como código secreto para empezar a hablar de otra manera. Por eso la temerosa presencia de su nombre tanto aquí como en el libro. 

V

En El temblor, al revés que en Nota al Pie de Walsh, no es la realidad la que invade el texto sino Kafka el que invade la realidad.  Si el peso de la Argentina en el primer capítulo es insoportable, a medida que el lector avanza en el libro se va liberando a las fuerzas de otro lenguaje. Es un libro que, a medida que aumenta su complejidad, paradójicamente se vuelve más legible.

VI

Diego escribe que el desafío a pensar consiste en el infinito recorrido que hay que hacer entre el materialismo del desastre y el de la ensoñación. Ya no se trata de la catástrofe sino del desastre. El desastre, creo entender, es aquello que al tiempo que cambia todo hace que todo permanezca, y quizás ese movimiento de sutilezas entre permanencia y cambio es lo que Diego persigue en el diario político que tiene el libro.   

Escribe Kafka en octubre de 1911: 

<<Una de las ventajas de llevar un diario consiste en que uno cobra conciencia, con una claridad tranquilizadora, de las transformaciones a que se está sometido incesantemente (…) Uno encuentra en su diario pruebas de haber vivido, de haber mirado alrededor y de haber anotado observaciones incluso en circunstancias que hoy parecen insoportables, es decir, encuentra pruebas de que esta mano derecha se movió hoy, cuando nos hemos vuelto, ciertamente, más prudentes gracias a la posibilidad de abarcar con la mirada nuestras circunstancias de entonces>>

En ese sentido, el nombre Kafka funciona como antídoto contra la resignación. Lo contrario a la  resignación no es sostenerse fiel a un sistema de ideas y creencias. Lo propiamente kafkiano, si no lo entiendo mal, sería aquel modo de pensar que sin renunciar a comprender el funcionamiento del mundo, no permanece estático a un modo de comprender sino que se limita, con gestos tenues, a demostrar el punto ciego, el punto absurdo, del funcionamiento de lo social. 

Kafka no es un sistema de convicciones sino aquel que imagina que “nosotros nos encontramos en la situación de un grupo de viajeros en ferrocarril que han sufrido un accidente en un túnel, precisamente en un punto donde no se ve ya la luz de la entrada, y en cuanto a la de la salida, parece tan minúscula que la vista ha de buscarla continuamente y perderla continuamente, mientras no se tiene siquiera la seguridad de si se trata del principio o del fin del túnel.”. 

VII

En verdad, Diego se apropia de una premisa inventada por Carlos Correas. En el pequeño ensayo llamado Kafka y su padre, el filósofo contornista se lanzó a escribir de la Argentina a través de Kafka. Escrito en 1983, es allí donde empuña la opaca frase “Kafka para hablar de Argentina”. En el caso de Correas, se trata de un balance de la Revista Contorno cuya breve duración no había privado de que sus personajes e ideas nutrieran, en sus distintas derivas, a corrientes político culturales tan diversas como el frondizismo, el guevarismo, el peronismo de izquierda, los frentes de liberación homosexual, el lacanismo argentino, las líneas más agudas de la crítica literaria, entre otras.

Correas escribe -como Borges sobre el Facundo, contra el Martín Fierrosi hubiéramos partido de Kafka, otra y mejor hubiera sido nuestra historia. Habían imitado hasta al cansancio a Sartre, Merleau Ponty; habían leído hasta morir Arlt, Martinez Estrada pero no a Kafka.¿Habrá sido demasiado pesada, para Correas, la herencia en la cultura argentina la elección de ese Arlt sartreanizado, que recaía una y otra vez en la alianza transgresión-culpa-remordimiento neurótico? ¿Habían confiado demasiado en su maldad? Nos referimos al par Sartre-Arlt que Oscar Masotta, amigo-enemigo de Correas, se había encargado de llevar a su punto máximo en su famoso texto Roberto Arlt, yo mismo que bien puede leerse como una Carta al padre

VIII

Pero ¿qué dice Diego asumiendo como propio ese balance de Correas? En primer lugar, que en el 2001 se estuvo <<Ante la ley>>. Se vislumbro la puerta abierta y, sin embargo, como dice el guardián de Kafka, “se prefirió esperar”. Por eso, escribe Diego con remordimiento, “2001 es una oportunidad perdida”. Lo perdido no es la revolución del modo de producción, sino la reescritura de la ley en un nuevo mapa social. Si el problema de la autonomía era, como dice la palabra, el de darse su propia ley; 2001 es el testimonio de una puerta abierta y de las dificultades de franquear el límite de su acceso.

IX

El temblor de las ideas políticas es el último libro kirchnerista bueno y el primero de un izquierdismo malo. Es un libro paradojal: de un autonomista sin fuerzas autónomas, de un no kirchnerista sobre el kirchnerismo y, también, de alguien preocupado por la filosofía sobre la literatura. Quiero decir: Diego se mete a fondo en problemas donde no está claro aún cómo el kirchnerismo los piensa -por ejemplo, aquella oscura noche donde intentaron matar a Cristina-; izquierdista malo, digo en chiste, porque como todo izquierdista no sabe cómo hacer. Izquierdismo, a la vez, porque asume el problema de la tradición. La vigencia de la tradición, su transmisión. Con la palabra tradición no queremos decir lo que se pretende conservar. No se trata de los clichés del pasado para comprender el presente, ni sobre la moda actual de auto lastimarse por una -supuesta- “nostalgia” – como si ello tuviera algo malo en sí mismo-.  La tradición es aquello que nos fue legado, lo que nos fue dado en el mundo para que nosotros vivamos en él.  Es el archivo de saberes -teóricos, afectivos, etc.- que se nos da para que nos encontremos en él. Por lo tanto, es aquello que nos pertenece, nos hace felices y libres en la medida en que sabemos entrar a buscar nuestro mundo pero también nos desespera en la medida en que descubrimos que el mundo no se agota ahí. Hay un desfasaje, una síncopa, un contratiempo: la tradición no está lo suficientemente atrás, ni el presente lo suficientemente delante y, en medio de ese tironeo o tensión, estamos nosotros.

Entre 1925 y 1940, unos muchachos por cierto inteligentes y exquisitos supieron discutir epistolarmente de estos asuntos en la obra de Kafka: Walter Benjamin y Gershom Scholem. Su amistad había nacido cuando Benjamín tenía 23 años y Scholem 17. Los años, cuenta George Steiner, produjeron una tensión insoportable: mientras que Scholem apostaba a la renovación del judaísmo -perseguido y en crisis- a partir de la migración a tierras palestinas; Walter Benjamin se inclinaba hacia la relectura de la tradición buscando la tierra prometida en las páginas del marxismo. Dos apuestas hoy en crisis. Cuando en los intercambios epistolares esa tensión era insostenible hablaban de Kafka. Kafka era para ellos el lugar de descanso de la realidad y, a la vez, la mediación desde donde era posible abordar esas tensiones con lucidez.

Así, discutiendo sobre las potencialidades y límites de la interpretación teológica, compartían la premisa a partir de la cual la literatura del checo tenía como génesis el quiebre de la transmisibilidad de la tradición. Describían la vida propiamente moderna con Kafka a través de una situación imaginaria donde un grupo de estudiantes  debían estudiar la Escritura pero no lo lograban. Mientras que a Benjamín no le interesaban los motivos de esa imposibilidad, Scholem creía que ese fracaso era causa de una incapacidad por descifrar el sentido en la Escritura. Leía en aquella escena lo propio del mundo moderno: la nada de revelación (“Nadie sabe cuál es el rumbo/que esa ley ordenó”). Kafkianos serían para él los mundos donde la tradición no significa, no nos dota de sentido y, sin embargo, el mundo persiste. El mundo moderno funciona en la medida en que no hay sentido, o mejor, en la medida en que el sentido es ininteligible. Cada vez que pienso en la “nada de revelación” imagino el mundo de La ciénaga, donde todo está hecho para que estalle y sin embargo nada estalla.

La Escritura sin la clave para entenderla -por extravíada o por incomprensible- no es escritura sino vida -pensaba Benjamin- puesto que quienes vivimos no podemos abandonar la pequeña esperanza de hallar aquella llave. El asunto no era para él la nada del sentido sino la frágil “fuerza mesiánica” con la que una generación cuenta para suscitar un (nuevo) sentido en cita secreta con las anteriores. 

¿Qué hacer, entonces, cuando la tradición no alcanza pero tampoco hay acontecimiento fundador? Ante todo,  no desesperar. No desesperar ni siquiera de no estar desesperando. Dice Kafka: “Cuando ya todo parece acabado, todavía surgen, sin embargo, fuerzas nuevas, lo cual significa precisamente que estás vivo.”.

No desesperar, decía, ni replegarse sobre las categorías sino escribir una y otra vez las historias de esos hombres sin tiempo que se enfrentan a un mundo incapaz de explicarse a sí mismo, para demostrar -como leíamos de la mano que se sigue moviendo-, que nuestros problemas son los problemas de todo tiempo a la vez que los debemos enfrentar bajo nuestra singularidad histórica. 

No desesperar, repito, pero asumir el punto de crisis de la tradición. En el caso de Diego hay una tradición teórica que, sí sirvió para iluminar un recorrido excepcional y virtuoso -tan bien retratado en el libro Nada que esperar de Sebastián Scolnik-, hoy se encuentra tan paralizada como las fuerzas sociales que la supieron dinamizar.

Se trata de aquellos filósofos y militantes que se animaron a pensar rigurosamente las transformaciones de la clase obrera a partir de los setenta. Sin dudas lograron entrever claves fundamentales de nuestro presente. Rápido y mal podemos mencionar algunas sin detenernos en ellas: Paolo Virno pensó tempranamente la formación de un nuevo tipo de clase obrera cuya producción de valor se realiza a través de la explotación de habilidades innatas a lo humano mismo -la explotación al lenguaje, a hablar, caminar, comunicar, moverse etc.-; Toni Negri dio cuenta, ya desde los tempranos 80s, del pasaje del obrero-fábrica a la explotación de lo común como modo de extracción de valor a través de la renta; Franco “Bifo” Berardi detectó rápidamente  el desquicie de los signos en una psicosfera informática. Hablamos de las corrientes de la autonomía obrera  italiana. En principio cabe pensar que, contrastadas con el presente, sus diagnósticos poseen una vigencia novedosa. Y, sin embargo, nos encontramos que cierto optimismo en la capacidad emancipatoria del trabajo vivo está hoy totalmente puesto en crisis: Bifo piensa la deserción; Virno la impotencia; Negri -ya muerto- escribe en su testamento no comprender ya los signos de un mundo enloquecido.

XII

No solo las filosofías llamadas autonomías son interrogadas en este libro. Resienten otros mundos inexplorados por el presente, otros archivos que esperan ser convocados: los nombres de John William Cooke y la posibilidad de hacer del peronismo un asunto revolucionario; el pensamiento político de Ignacio Lewkowicz, que se proponía pensar una politicidad novedosa allí donde la estatalidad no es más el fundamento organizador de la vida social y, sobre todo, la filosofía de León Rozitchner que Diego lee como el más exigente intento de la filosofía latinoamericana que funciona como termómetro o índice bajo la cual toda transformación debe medirse por su disposición a pensar la transformación subjetiva como verdad de toda transformación. Dije demasiado simplonamente estos nombres -tan incompatibles entre sí- pero quiero decir que se vuelve a poner una y otra vez la tradición como problema. 

La fuerza del libro que aquí nos trae está en mostrar cómo la tradición guarda su posible fuerza sólo en la medida en que se la deja temblar. No se trata de una doctrina a aprehender ni de un saber a preservar sino de captar a vuelo aquello que no parece destinado a ningún oído.  La tradición requiere de un oído dispuesto a escucharla porque «las cosas llegan poco claras a quien quiere escuchar».  

Como en el yenga,  jugar con la tradición a sabiendas que todo puede caerse y, peor, sabiendo que todo va a caerse. Pero esa posibilidad de poner todo en riesgo es nuestra única manera de triunfar, es decir, de fracasar. 

XIII

Desde Situaciones a La ofensiva sensible, creo, la llave cognitiva era la palabra crisis. No parece ser exactamente igual aquí. En esas casi 3 décadas, la crisis se trataba de un arma de doble filo: o en la capacidad del trabajo vivo de coartar la racionalidad capitalista o la capacidad del capital de someter y bloquear las fuerzas desde abajo. En este libro, se modifica el estatuto de la crisis. Paradójico a la vez: como con los italianos, allí donde el diagnóstico se constata también se verifica su bloqueo. A las sobradas variantes de la crisis que arrollan el mundo -crisis capitalista, ecológica, política, demográfica, democrática etcétera- se suma nuestra crisis de la capacidad de hacer crisis. Estamos en un momento histórico que pareciera aquel para el que siempre nos preparamos y, sin embargo, los resultados arrojan lo contrario. Quiero decir: se modifica el sentido de la crisis misma. Ya no es la crisis capitalista producida por la organización desde abajo; ni tampoco el bloqueo de las fuerzas del trabajo como recomposición del mando capitalista sino, para decirlo de algún modo, dos crisis paralelas -crisis de abajo y crisis de arriba-, cuyo punto de contacto no logramos determinar políticamente para actuar. Se asoma una hipótesis en algunas páginas: nuestra crisis parte del hecho de que el tiempo socialmente necesario para pensar, crear y recrear lo social está secuestrado por lo digital.

XIV

Imagina Diego que Guevara cierra el siglo XX y Kafka abre el siglo XXI. A diferencia del héroe revolucionario del siglo pasado, no es el sujeto el que pone a prueba el mundo, sino el mundo el que nos pone a prueba a nosotros. No hay heroicidad en saltar al vacío, ni tampoco heroicidad cínica que ensucia sus manos en nombre de un realismo. Esta vez somos nosotros y nosotras quienes tenemos que dar cuenta de nuestro derecho de existir políticamente. Decir Kafka es, en cierto sentido, nombrar al anti-heroe porque por su naturaleza el héroe es aquel que debe revertir las fuerzas adversas del mundo y no podría jamás partir de su debilidad. Aquí no hay, siquiera, sentido trascendente ni ideales, tampoco la arrolladora inmanencia, la inminente anomalía salvaje, sino una inmanencia tenue. Hay apenas cosas, cosas y afectos. Susurros.

Si Gramsci era para Piglia el lector quieto y minucioso que pensaba la hegemonía y Guevara era el lector rápido y nómade que pensaba la guerrilla, Kafka es el lector destrozado o, más bien, perturbado.

El nombre Kafka designa en este libro una época donde aún no hay rebelión, pero sí vale preguntarse qué heroísmo es posible aún en la descomposición. Sus personajes, cuando ven sus vidas arruinadas tampoco gritan, es decir, no caen en esa actitud anti filosófica que es la indignación permanente como diría Benjamin. Es un mundo cuyas fuerzas pueden destruirnos -diría Spinoza- y, sin embargo, decíamos, no se resigna aunque no cuente con las fuerzas necesarias. Aquel sujeto no tiene capacidad de sustituir con violencia, no toma las armas, ni de representar, no pretende convencer al resto, sino que su heroicidad parte de reconocer su propia debilidad constitutiva. El héroe kafkiano puede, sí, escribir. Porque los personajes aún sometidos siguen decidiendo, y en ese decidir se juega la cosa. No es el revolucionario que se propone realizar su juicio sobre el mundo, sino que el juicio que cae sobre él lo obliga a tomar infinitas decisiones sobre su vida antes de que la sentencia se ejecute. Se está un paso después del juicio y un paso antes de su realización final: en el absurdo. En ese instante, es el mundo el que puede tambalear. Nuestro héroe sabe que la verdad es tan poco segura como su negación. 

Su heroicidad sería el hecho de preguntarse qué significa actuar después del juicio, lo que implica asumir una dimensión opaca en nosotros mismos, en nuestra relación con el mundo, porque no podremos nunca demostrar la falsedad de las acusaciones. Es, entonces, un héroe oscuro en la medida en que es incapaz de completar su acción en el mundo. Aún imposibilitado de la acción completa, dar cuenta del absurdo sería la posibilidad de mostrar que el funcionamiento del mundo no se sostiene en base a una explicación racional sino en un acto de fé en que el mundo funciona tal y como se nos presenta. Todo lo sólido, podemos decir con Kafka, no se desvanece sino que se sostiene en el aire. Del absurdo al fetichismo, de Kafka a Marx.

Por último, en el Kafka que se propone hay un sujeto dispuesto a escuchar el murmullo. Son muchas las escenas de Kafka donde aparece el murmullo. El murmullo es el rumor de las cosas verdaderas aunque no se comprende, no se entiende; murmullo de la tradición que espera ser llamada; murmullo de nosotros que no podemos vivir fuera del murmullo. En definitiva, en este libro puede leerse una epistemología política, una pregunta sobre cómo volver a formular preguntas y una pregunta por la génesis de la diferencia en un presente arruinado.

 

*Este texto fue escrito para la presentación del libro El temblor de las ideas políticas. Buscar una salida donde no la hay de Diego Sztulwark (Editorial Ariel), La Tribu, 27 de agosto de 2025.

Escuchar el temblor. Anotaciones en (la) Tribu // Fernando Stivala

27 de Agosto del 2025. Presentación del libro de Diego en la Tribu. El temblor de las ideas. Gran encuentro. Hice varias anotaciones. Impotencia no es lo mismo que imposibilidad. ¿Qué héroe es posible en la descomposición? Tomar distancia con la idea, no querer aferrarla que si es buena va a insistir. La encerrona de la democracia. Sabernos que estamos siendo la cucaracha con la que nadie se quiere juntar.

 

Hice varias anotaciones pero me insiste una.

Una de las obsesiones que hay en el libro, una de las obsesiones que escucho en los grupos.  

Buscar y/o construir puentes entre la desesperación y el lenguaje.

Dicho de otra manera: volver a tejer en la tradición argentina y latinoamericana enlaces entre micro y macro política.

Leo las entradas que hay en el libro como esa búsqueda. Desesperada.  

La perseverancia de habitar todos los movimientos, marchas, entrevistas, conversaciones, militancias que se pueda. Tanto las que emergen como las históricas.

Desesperación y lenguaje.

Por un lado comprobar una vez más que si el lenguaje no está vivo, el neoliberalismo que va cambiando de rostro y estrategia puede avanzar sobre las palabras y sobre las prácticas.

Y por otro lado la desesperación. El temblor que si no es oído, que si no es sentido, que si se lo niega o se le tiene miedo, que si se lo codifica y neutraliza, no tendremos de dónde sacar la verdadera materia prima para buscar y/o crear salidas donde no las hay.

Despertamos de la fantasía progre, hacemos análisis real de lo que pueden los cuerpos, y nos hemos convertido en cucarachas. ¿¡Que horror!? O mejor hacer análisis reales y no ideales.

No se trata de querer que las cosas sean como nos gustaría. Las cosas son lo que van siendo, y de ahí partir.

Ni resignación, ni optimismo.

Ni esperanza, ni convencimiento.

¿El esfuerzo de inventar palabras donde no las hay?

El esfuerzo de inventar palabras donde la palabra ya no dice nada, donde ya está agotada.

La separación cínica entre lenguaje y lo que pueden los cuerpos intuyo, es lo que hay que recuperar.

De esa obsesión Diego tira todos los hilos posibles para convertirla en un radical llamamiento a militancias, trabajadoras, movimientos sociales, educadores, artistas, analistas, feminismos, intensidades, estudiantes, pacientes, consumidores, sensibilidades, demasías, pensadoras, cansados, descreídas, disidencias, curioseantes.

Amistades.

Las y los que están dispuestxs a usar la capacidad de pensar para revisar, conocer, y narrar lo vivido. Tomar distancia con la experiencia y pensar lo más tembladeralmente posible sobre lo ocurrido.

Intentando identificar los valores de moda del Poder que se hacen pasar por gustos y opiniones.

Ese trabajo me lo enseñó Diego. Aunque pensándolo mejor fue un ejercicio.

Por eso para mí el libro es un libro de política spinozeana.

Entiendo por Spinoza la práctica de leer el libro que es la naturaleza. Entiendo por política hacer eso en comunidad.

Y eso es lo que ejercitamos en sus grupos: una política spinozeana con sus amigos.

Porque como dijo ´el ruso´ Scolnik en la Tribu, Diego parece que está solo pero está siempre con otros: voces, pensamientos, filosofías, militancias, marchas, libros, referencias, entrevistas, grabaciones, blogs, radios, comentarios, escritos, etc, etc, etc.  

Un desierto poblado.

Y ya que estamos con Spinoza, de todas las pasiones solo menciona dos acciones: firmeza y generosidad.

La firmeza de insistir en pensar sobre lo que nos hace temblar. Y la generosidad de compartir perseverantemente ese descubrimiento.

 

¿Qué héroe es posible en la descomposición?

Un sujeto dispuesto.

Como el que aparece en la tapa del libro. Alguien, muchos alguien que por momentos se juntan, pero que principalmente se disponen a exprimirse el cerebro pensando.

Temblar para pensar.

Kafka anota a los 20 años: Un libro debe ser un hacha para romper el mar congelado en el que vivimos.

 

Global Sumud Flotilla: esperanza en diminutivo // Amador Fernández-Savater

¿De qué nos habla la emoción desatada por la iniciativa de la Global Sumud Flotilla que pretende romper el bloqueo marítimo y abrir un corredor humanitario hacia Gaza?

Creo que no tiene que ver sólo con la ilusión o la confianza en sus efectos y posibilidades de éxito, sino con la alegría del propio intento. Nos emociona (pienso) la misma tentativa de abrir brecha, su insistencia y perseverancia, contra la complicidad y la resignación general.

Quiero decir: la Flotilla no sólo funciona “allí”, sino también “aquí”, para nosotros. Como un rayito de esperanza. No esa esperanza un poco boba en un final feliz, ni tampoco la esperanza algo ingenua y voluntarista del “sí se puede”, sino la esperanza de lo imposible, de lo imprevisible, de lo inesperado. Nos emociona la tentativa de abrir lo posible en y contra la adversidad, no la certeza de victorias o resultados.

¿Hay que tener esperanza, es una virtud política? Es un gran debate dentro del campo de la izquierda, del cambio social, de la emancipación o como se le quiera llamar. La impotencia que sentimos frente al genocidio de Gaza expresa una impotencia política hoy general, un debilitamiento de las fuerzas, una pérdida de nitidez en las referencias, una posición permanentemente a la defensiva. El paisaje aparece bloqueado ante fuerzas muy superiores, exactamente igual que el mar de Gaza, sin que parezca posible abrir hueco ninguno para que pase otra cosa.

 

Ante esta situación política general, ¿basta con recobrar la esperanza, la creencia y la fe en un futuro distinto, en que otro mundo es posible? ¿No será la esperanza una estafa más, un modo de seguir esperando la salvación por otros, delegando la propia responsabilidad? La esperanza como ilusión siempre acaba en decepción, la decepción se convierte en desesperación y la desesperación se traduce en rabia reaccionaria o resignación. Desde luego no le faltan razones a los críticos de la esperanza…

Pero las amigas que se acercaron a despedir a la Flotilla no me transmitieron la vivencia de un momento épico, hecho de grandes discursos y de grandes personajes que prometían grandes victorias, sino de la emoción de una fuerza más compartida desde una percepción asumida de fragilidad, me hablaron de la belleza que tuvo estar ahí, poniendo el cuerpo y acompañándose, frente al aislamiento cotidiano de las redes y la vidas empantalladas, de la alegría que suscitó compartir un propósito, una acción afirmativa y no reactiva, un algo (frente a la alternativa infernal entre todo o nada).

La esperanza frágil en una pequeña flota no tiene nada que ver con la fe depositada en una armada invencible, con sus discursos grandilocuentes y sus héroes infalibles. La Flotilla tiene que investigar (cada vez) cómo romper el bloqueo, convocar (cada vez) las complicidades y las redes de afecto que son su verdadera fuerza, activar (cada vez) el pensamiento y la imaginación para sorprender al adversario. ¿No es justamente la actitud que necesitamos hoy? Ni indignación, ni resignación, sino creación. Perseverancia en un cada vez siempre distinto. 

Una esperanza como actividad y no como ilusión, como tentativa y no como seguridad. Esperanza diminuta, esperanza en diminutivo, como la propia Flotilla. No abstracta o totalizadora, retórica o altisonante, sino precaria, frágil, concreta, sobria, cercana. Esta esperanza en minúsculas es una apuesta que genera sus propias fuerzas, con las que no siempre se puede contar de antemano.

Filósofos y pensadores de todos los tiempos y de mil tendencias distintas han hablado de una esperanza sin optimismo, de una esperanza no basada en la ilusión de que “todo irá bien”, de una esperanza sin garantías, de una esperanza “a pesar de todo”, de una esperanza desesperada incluso, que no se cuenta cuentos. Creo que es la que levantó la emoción en Barcelona y en todas partes el fin de semana pasado. La emoción de acompañar, alentar y compartir una nueva intentona, contra la impotencia general. E impregnarnos de ello.

Fuente CTXT ESPAÑA

 

Juguete rabioso // Eva Díaz

La mano, último bastión de la vida analógica, extremidad de la resistencia. Mano extremista. La mano con sus indecisiones, sus presiones desparejas, su línea modulada. Cuando decían “trabajo manual” y todos nos corríamos en el bondi para que no nos mancharan con grasa o con pintura. Como todo era manual, la aclaración suponía un refuerzo de manos callosas, ásperas, ajadas y manchadas. Manual en lugar de intelectual, era el trabajo. En lugar de industrial, el objeto. En lugar de automática, el arma. Signo de vetusto, de precario, rústico. Impreciso, desprolijo, lento. Poco eficiente (resolver es lo que importa).

“Hu – mano” enfatizaba Marcia Schvartz describiendo efusivamente con sus gestos esa hermosa etimología inventada como si fuera obvia. Etimología lunfarda: ofrece explicaciones sobre cosas universalísimas, pero funciona en el idioma de un solo barrio ¿Qué nos hace humanos? Pues ya tú sabes, el dedo prensil.

Pero nuestras manos tienen más habilidades que la de agarrar, y nuestros dedos más virtudes que la pinza: crucemos los dedos, en vé, faquiu, me gusta / no me gusta. Los mudras contemporáneos y los antiguos. El dedo del anillo, el dedito insolente (lapicera de carne), el incrédulo dedo de Santo Tomás hurgando las vísceras de Cristo (dedo desconfiado, dedo explorador).

Y las manos, que rezan, que hacen la venia, que preguntan, acompañan la palabra en voz alta. Manos que alzan la voz, la direccionan, la enfatizan. Mano metonímica. La mano viene con brazo (muñeca, codo, hombro), la de los nazis. Manos que curan de placebo.

Manos argentinas, las de esos nombres que sabemos desde y para siempre: las del balcón, veneradas y robadas, las del piano trash de nuestro Mozart, la de la trampa milagrosa.

Y, bueno, decílo. Sí, obviamente: manos que hacen la paja. Con esta estoy de novio hace cincuenta años, dice un señor mirándose la diestra. Y yo pienso que la nuestra, gran mano única de las criaturas con vulva, se convirtió en un juguete que tiembla en la mochila cuando lo aplasto, sin darme cuenta, al apoyarme en el respaldo del asiento del Uber. Tiembla y suena, deschavando el propósito de mi viaje. Cuántos dulces momentos nos hace pasar la ex mano que tiembla. Satisfacción garantizada. Sola o acompañada. Cuántos botones nos descubrimos, cuántos modos de pulsarnos aprendimos (enseñamos). ¿Dónde dejé el cargador?

Hu – mano de juguete. Juguete rabioso, que muerde donde sabe, pero no devora. Que pulsa donde escupe, pero no acaricia. Que aprieta, pero no ahorca. Mano subrogada, dicha tercerizada. Resuelve las tensiones en cualquier momento, en cualquier rincón (y nos saca el problema de encima). Produce a velocidades que ninguna entidad biológica. Más rápido, mejor, dice: ¡Productividad!, nuestro tiempo. Mano de plástico sofisticado, goma sedosa, silicona o no sé qué. Qué agradable su textura, dicen mis dedos saboreando con nostalgia lo poco que les dejo. Casi que podemos prescindir de la imaginación como combustible de la agitación. Con su electricidad, inmediata la nuestra. En lugar de masajeo y fantasía, mecánica fisiología.

Las sexólogas de la ex tele despliegan catálogos como papiros infinitos. Nos cuentan nuestros rincones esponsoreadas por sus fábricas. Para cada recoveco, una forma, para cada berretín, un color, para cada bolsillo, una marca, un valor. Pero juguetes hubo siempre, dice mi amiga que vio en un videito de instagram: de piedra, de madera, egipcios, mayas o fenicios. Ritualizaban el asunto, amenizaban la velada, emancipaban del miembro ajeno, porfesionalizaban la tocada. Pero todo estaba acompasado por los movimientos de la mano, por sus modos, por sus ritmos, por su manierismo. Ahora las velocidades cuantificadas marcan el pulso de nuestras terminales nerviosas. El monótono motor nos dice cuándo. Góndolas resguardadas por cortinas negras atiborradas de artefactos nos ofrecen una sola y efectiva manera de exhalar. Y damos gracias a la ciencia y a la ingeniería, Oda triunfal, Manifiesto futurista. Quiero eso, quiero más. Tengo fiebre y escribo ¡Me caso con el progreso! Pero no te vayas, que no me acuerdo cómo era. Me consuelo con su ayuda y ruego a Dios que no se acabe la batería.

¿Recuperar la forma humana? Una conversación con Santiago Alba Rico // Amador Fernández Savater

Siempre me interesa leer a Santiago Alba Rico porque pone el ojo de la reflexión en lo que podríamos llamar “la dimensión antropológica” de la política. Lo que se puede y lo que no se puede hacer políticamente está vinculado a la configuración misma de lo humano en cada situación: lo que sentimos, lo que percibimos, lo que deseamos. No hay autonomía posible de la política con respecto a la piel. 

¿En qué nos estamos convirtiendo hoy en día?, se pregunta Alba Rico en este artículo reciente sobre la transformación molecular hacia el fascismo. Hay una “hegemonía caníbal” en construcción, en España y en todo el Globo, la de un tipo humano que podemos reconocer por sus opiniones brutales sobre Gaza, el wokismo o el cambio climático. Esas opiniones son, según Alba Rico, la expresión de algo más profundo, la espuma de una ola de fondo, la experiencia de los “cuerpos separados”: miedo, frustración, odio. 

Nuestro problema principal hoy no es simplemente el creciente autoritarismo de las élites, que lleva décadas en marcha, sino la alianza paradójica de estas élites con el malestar experimentado por los sujetos precarizados, humillados y desesperados. Esa alianza no es simplemente el fruto de una “manipulación” vertical (bulos, fake news, conspiranoias) ni se puede, por tanto, revertir con “explicaciones correctas” (pero igualmente verticales) desde una pedagogía progresista.

Hay una cuestión de cuerpos, de vínculos horizontales entre los cuerpos y los relatos. ¿De qué está hecha esa alianza y ese vínculo? ¿Por qué los discursos más disparatados prenden en el cuerpo y los afectos de los sujetos en principio menos interesados en la victoria de las ultraderechas? La reflexión antropológica sobre la política permite hacerse estas preguntas en serio, más allá de las respuestas prêt-à-porter (disponen de más dinero y más medios de comunicación, etc.).

Me distancio, sin embargo, de Santiago Alba en su llamamiento a “resistir” la mutación antropológica en marcha. Resistir es hacer pie en algo que aún aguanta y desde ahí ofrecer un obstáculo a la corriente dominante. Podemos encontrar un “puerto”, dice Santi, donde refugiarnos del naufragio civilizacional, recuperar quizá aún el “auto-control” y despertar nuevamente al sentido común. Recuperar la forma humana frente al devenir-caníbal, depredador y brutalista que amenaza hoy con llevárselo todo por delante.

Pero me pregunto: ¿adónde deberíamos regresar? ¿No está el mundo desde hace 50 años (de neoliberalismo) incubando este mal? Aquí se abre una discusión sobre las fechas y los procesos, sobre la historización de nuestro presente. La transformación molecular fascista, en mi opinión, es un precipitado de medio siglo de políticas neoliberales: destrucción de la democracia como espacio abierto al conflicto igualitario, destrucción de los espacios comunes de encuentro y conversación, destrucción de la capacidad y el deseo de los sujetos de convivir con el otro diferente. Separación forzada entre los cuerpos, por decirlo con palabras de Alba Rico, quien por lo demás ha descrito este proceso en sus numerosos libros.

La transformación molecular fascista, en mi opinión, es un precipitado de medio siglo de políticas neoliberales

Ese “naufragio civilizacional” al que podemos vincular el desastre presente tiene ya varias décadas. El antídoto al mal nunca residió en las formas instituidas (democracia electoral, espacio público, ciudadanía), porque la ley siempre tuvo truco como nos enseñó a leer Kafka, sino en las potencias instituyentes que elaboraban los malestares legítimos en términos de más igualdad, de más espacios de participación auténtica, de más vínculo social entre sujetos heterogéneos. La democracia electoral se disparó un tiro en el pie al hacer de todos los “elementos ingobernables” su principal enemigo.

Escuchar en la vida cotidiana el “devenir caníbal”, advertirlo en las mínimas conversaciones, en las opiniones más disparatadas, sí, pero sin olvidar de dónde viene. No de una distorsión cognitiva que podamos corregir con más ilustración, con más información y más datos, con más pedagogía progresista, sino de una experiencia de los cuerpos neoliberalizados durante medio siglo. Una experiencia masiva de soledad, de humillación, de desesperación, a la que el gobierno progresista da tantísimas veces la espalda (“la economía va como un moto”) y con la que sin embargo la extrema derecha sintoniza.

 

¿No deberíamos tomarnos más en serio la impugnación radical del orden de cosas (enfado, rabia, impotencia) que está en la base de la transformación molecular ultraderechista? Y para escucharla, ¿no hay que entenderla, compartirla? No, por supuesto, la explicación que se monta sobre la experiencia del malestar, los delirios y las alucinaciones que llevan a miles de personas a adherirse a políticas que devastarán aún más el mundo, sino la legitimidad del malestar que le sirve de suelo material y sensible.

¿Se puede entender sin escuchar? ¿Se puede escuchar lo que no nos da la razón? ¿Cuánta impureza podemos soportar?

Resistir, contener, encontrar un puerto, me temo que (a la larga) está abocado al fracaso. Hay que pensar a fondo a qué está dando salida (una falsa salida, una trampa) la extrema derecha. No simplemente defender la humanidad que somos frente a la monstruosidad que viene, sino entender cómo la monstruosidad en marcha arraiga en los dispositivos instituidos de producción de la humanidad que somos.

No se trata de “resistencia” como capacidad de aguante en una trinchera bien excavada en la tierra, sino en todo caso de resistencia como creación, en el terreno de lo incierto, de lo desconocido, de lo no sabido ya. La creación de una democracia distinta sostenida sobre otra experiencia de los cuerpos, cuerpos que aprendan a decidir, razonar y convivir juntos en la diferencia en lugar de alucinar lo mismo desde su separación, otra experiencia que produzca otra humanidad. Un puerto, sí, pero flotante, móvil, inestable y sin anclajes, que no se distingue del mar.

Apuntes sobre “El temblor de las Ideas” de Diego Sztulwark // Julián Axat

La Kafkología, a esta atlura sería la ciencia que estudia a Kafka y a todos sus legados. Resulta quizás demasiado arborescente, infinita, un laberinto del que tampoco hay salida y del que siguen surgiendo historias increíbles. Sus cuatro biografos más importantes: su amigo Max Brod, Claus Wagenbach, Reinter Stach, Ronald Hayman, han tratado de encontrar la huella de su vida en todos lados: su manías, vículos, la imagen dejada en aquellos que lo conocieron (“Cuando Kafka vino hacia mi”, Hans-Gerd Koch, edit. Acantilado, 2009), el testimonio de cada uno de sus afectos, a la vez ha implicado otras biografías: Milena Jesenská, Dora Diamant, Felice Bauer, acaso la de Brod mismo en Telaviv y hasta de su secretaria Esther Hoffe, que se quedó con parte de los papeles kafkianos y generó todo un culebrón legal de carácter internacional. Ni qué hablar de los dibujos de Kafka que desde hace dos o tres años se han podido rescatar en su totalidad. O el material legal del abogado Kafka, los llamados “papeles de oficina”, publicados en Estados Unidos donde se compendian dictámenes elaborados por el técnico en evaluación de riesgos de las Aseguradoras del Reino de Bohemia para las que prestó servicio; que dejan ver que allí había un profesional superlativo, pionero en los derechos de la seguridad social.

Reiner Stach, por ejemplo, ya terminada su monumental biografia, no satisfecho con esa magna obra, escribió “99 hallazgos ¿Este es Kafka?” (Acantilado, 2021) breves biografemas y curiosidades, que son como perlas del mosaico siempre incompleto que evoca su figura.

Entre estos laberintos Kafkianos también está la interpretación, ya no biográfica, sino conceptual: Bataille, Deleuze y Guattari, Marthe Robert, Walter Bejamin, Maurice Blanchot, en J.L Borges, Roberto Calasso, Hanna Arendt, Canetti, etc. etc. etc. Hay una recepción francesa de Kafka, como una Inglesa, otra China, otra Española (vía revista Occidente-la metamorfosis-traducción de Ramón María Tenreiro, 1925) y una recepción puramente Argentina (vía Revista Sur-vía Ortega a Victoria Ocampo-Borges) que después se extendió a la editorial Losada y Emecé con traducciones de sus libros.

En este Aleph Kafkiano, que funciona como un tour de force universal (que bien podría pensarse desde una suerte de chat-bot-IA-Kafka, que escriba y hable igual que el escritor, porque ha capturado sus conexiones neuronales-cerebrales y logrará un tipo de singularidad que ni la máquina de la Colonia Penitenciaria podría llegar a tener), aparece el capítulo de “El Kafka en las pampas” que tiene una genealogía propia: de las alusiones de Borges a Martinez Estrada de conferencia en Moscú pos Stalin, a Ricardo Piglia y los cruces Hitlerianos, pasando por las derivas psicológicas de Carlos Correas, o Jorge Isaakson y sus laberintos, los cuentos de Marco Denevi, el teatro abierto de Carlos Somigliana, ritornellos de Kafka-Duchamp en César Aira, Octavio Prenz, o rarezas como los animales narrativos o el Zama de Di Benedetto, y hasta el ya “rarísimo” Gabriel Ruiz de los Llanos, un nazi argentino que escribe opusculos sobre Kafka. Esto ya es excesivo, nadie se queda afuera en este mapa local.

Por eso en esta geneaogía larga de la recepción argentina del escritor checo, llega ahora Diego Sztulwark para alojarse en un lugar central. Porque su libro El temblor de las ideas… reconstruye esa línea de lecturas que menciono, pero bajo un dispositivo propio de asimilación; en esa avidez de devorarlo todo sobre K y -a la vez- armar un aparato conceptual político-filosófico que reordene el mapa y devuelva el aura, después de tanto uso de la figura.

Una potencia, una búsqueda por fuera del “clishé” que el tiempo ha colocado como una cáscara (un callo) que se ha formado de tanto uso sobre lo kafkiano y que queda como com “K”itch, mero adjetivo. Hacerlo fresco, lectura más juguetona, en la humorada (por decirlo de una manera también kafkiana del humor negro de Praga), pero no por ello menos rigurosa y profunda como parte de la investigación sobre la silueta.

*

Propongo algunas claves o hipótesis sobre el libro de Diego, al solo efecto de tener en cuenta como guía de su lectura:

1) Kafka no es una biografía, es un personaje conceptual

Deleuze y Guatari definen en su ¿Qué es la filosofía? al personaje conceptual como una figura ficticia o semi-ficticia que sirve para encarnar y explorar conceptos filosóficos. Estos personajes no se trata de meros individuos con rasgos psicológicos, sino entidades que encarnan y materializan ideas abstractas, ayudando a hacerlas más tangibles y comprensibles. Y en esto, los personajes conceptuales no serían simples representaciones de conceptos, sino que los habitan, los viven y los despliegan en diferentes contextos.

Kafka es un amigo intelectual de Diego Sztulwark, que lo conduce (Kafka conducción) a través de la trama para develar-decontruir una línea de pensamiento. El producto de una política de la amistad en la lectura obsesiva y placentera.

“El heroe kafkiano, tiene poco de héroe, en en todo caso es un anti-heroe, un hombre sin nombre, apenas una letra y un punto que lo identifica. Es la tensión permanente tensión entre un ser fungible y una divinidad encerrada dentro de sí, en el sentido que le da Spinoza” a ciertos acontecimietos que esconden la potencia de Dios. ¿Cuántos Kafkas hay en el Temblor de las ideas? Muchos, sin duda. Se multiplican.

Pero todos están conectados por un hilo invisible. Lo que también permite conectarlos como planos posibles con otros personajes conceptuales: Kafka y Benjamin. Kafka y Toni Negri. Kafka y Guevara. Kafka y Spinoza. Kafka y Borges. Kafka y Gramsci, etc.

Este es el mapa de lecturas que se propone, pero también una interpretación de la Historia Argentina desde estos últimos 50 años, contados a través de este prisma-personaje-conceptual que se va reconfigurando a medida que avanza en la lectura de los procesos políticos, como un diario (político) que busca alguna respuesta.

2) Kafka como estratega

¿Qué significa que Kafka sea una estratega? Sería la de aquel que desarrolla una tactica y una estrategia bélica, quien se posiciona en un campo de batalla a través de conceptos que desafían las estructuras de pensamiento establecidas, abriendo nuevas posibilidades y líneas de fuga.

En esto Diego también es Deleuziano. El objetivo no es solo comprender el mundo por medio de la figura de Kafka-personaje, sino encontrar una salida existencial como la que él en su vida buscó; y que sea (también) salida política colectiva (que es la que Kafka en su vida nunca encontró).

¿Sun Tzu, Carl von Clausewitz, Von Giap o Kafka?

A diferencia de los teóricos tradicionales de la guerra, en Kafka personaje-conceptual, la posición antagonista es la ley y el guardian (la triada: Dios, padre, la ley). Es decir, no el otro-contricante-enemigo que quiere ocupar mi campo de batalla. La política no parece ser la guerra por otros medios (el Estado de excepción), sino una suerte de guerra de guerrillas contra uno mismo. Los varios focos de la subjetividad rasante. El resto es fuga. Un devenir otra cosa, identidad o ser; alguien más o menos imperceptible (Kafka nunca busca notoriedad, es el padre del bajo perfil, cuanto más invisible mejor). La posibilidad de devenir animal (que roe, que aulla, que murmulla). Insecto que se metamorfosea o busca su propia condena en una entrega.

El estratega en K. intenta dar con un camino que su padre no recorrió (recuerdo la cita con la que abre Mauro Libertella la novela sobre su padre Héctor). Un camino que la ley no previó. Para decirlo con un Haiku de M. Bascho: “Nunca busques en tus antepasados, busca lo mismo que ellos buscaron”. La solución imaginaria frente al padre (en la “Carta al Padre”), que puede ser leida como solución generacional: “econtrar un camino donde ellos nunca lo econtraron”.

El estratega Kafkiano que lee Stulwark (un Kafka de tipo situacionista, parido en diciembre de 2001) no neutraliza al enemigo ni lo captura, busca en todo caso crear nuevas formas de existencia paralelas, allí donde la tradición no las tuvo en cuenta, es multitud. Nuevas subjetividades y nuevas relaciones afectivas con el mundo que se derrumba.

Y en esto también deviene máquina de guerra que rompe lógicas pre-establecidas y crea espacios de libertad, en especial allí donde las generaciones anteriores no parecen haberla encontrado nunca (en su encuentro con el fascismo; pues cada generación tiene su propia cita con el fascismo).

  1. La estrategia redencional Kafka

Salir de esa pesadilla fantasmal con el que la tradición de las anteriores generaciones oprimen el cerebro de las nuevas generaciones vivas y destilar un tipo de mensaje donde esté la clave, ¿un mapa del tesoro hacia un tipo de mensaje que permita salir del laberinto?

Para encontrar el propio camino, allí donde Hermann Kafka, su padre, nunca lo encontró (recordemos que murió poco tiempo después que muriera Franz, seguramente no pudo soportar ni siquiera entender el diferendo con su hijo). Porque es allí en donde Franz no se siente a gusto, en una ley que no le pertenece por ser ajena (de allí nace su “Carta al padre”). El momento coincide con la fuerza oscura que succiona a su generación hacia un tipo de ente o burocracia cuyo destino está trazado en Auschwitz.

Aun cuando K. intuye ese lugar sin decirlo, busca una clave, aun enfermo de tuberculosis, escribe como poseso, quizás la literatura diga algo, la pieza escondida la llave que modifique esa teleología que reescribe el imperativo kanteano: “actúa de forma tal que los ángeles tengan que hacer”. Pero cuando la muerte sea ya algo irreversible, cuando no quede nada de esperanza, decidirá quemar su obra, lo que queda de ese resto que le daba vida. ¿Qué haremos nosotros frente a la ley que nos tocó, buscaremos nuestra pieza de redención o seremos succionados por el agujero negro que supimos ver?

  1. Perón, Benjamin y Kafka

Hay dos citas muy interesantes que me impresion por su parecido. Diego hace una referencia de mi texto como una entrada de su diario en la pág. 81. La primera es de Juan D. Perón en una carta (¿del padre?) dirigida a la generación del año 2000, escrita en 1947 (mensaje que fuera arrancado en el 55` por la Fusiladora de una piedra fundamental en Plaza de Mayo), dice así:

“La juventud argentina del año 2.000 querrá volver sus ojos hacia el pasado y exigir a la historia una rendición de cuentas…”.

La frase tiene un espectacular parecido con una cita de Walter Benjamin en sus Tésis:

“A nosotros como a cada generación del pasado nos fue concedida una débil fuerza mesiánica, sobre la que el pasado hace valer un requerimiento” (Tesis IV).

Tanto la rendición de cuentas de Perón, como la débil fuerza mesiánica de Benjamin, pueden ser leídos desde Kafka a partir de la resonancia mesiánica de transmisión del pasado. En línea con Gershon Scholem, cual susurro o rumor subyacente de cosas verdaderas. Me refiero al pliegue y repliegue cabalísitico de un modo insólito, como salto de la invención ficcional, que es también invención política.

Creo que el libro de Diego es una apuesta por descubrir esta tensión en el mensaje a descifrar que lleva a la invención: ¿Qué dice ese mensaje de nuevo que no haya sido dicho? Hay un cifrado, un secreto, que es como un tesoro a descubrir por las nuevas generaciones y que está econdido entre las ruinas y la catástrofe Argentina, y que no ha sido develado, y por donde “los ángeles son testigos impotentes”.

Solo hay un elemento cierto en esa pista de salida de ese laberinto: La esperanza subsiste como un reflejo en los rostros de ciertas criaturas desesperadas. Yo agregaría en la belleza, en la profundidad de los ojos de humillados y ofendidos. El rodeo Kafkiano es entonces, citando con Diego a Henri Meschonnic, la búsqueda de premisas de una capacidad fundante.

Dice Diego “El héroe llega a serlo cuando deja de ser hijo del heroísmo de sus padres”, o “Una nueva generación es también un modo de pulir cristales, de usar el lenguaje”.

  1. El estilo de un Diario

Para que el personaje conceptual-estratega Kafka se pueda mover en espirales conceptuales, es necesario contruir un hilo conductor, un dispositivo narrativo adecuado para el ensayo.

Y este es el punto nodal del “Diario” de Kafka (que va de 1910 a 1923, un año antes de su muerte) que funciona como un dietario, una “inquietud de sí” (para ponerlo en términos del último Foucault), e implica una práctica constante de atención a los pensamientos, las pasiones y las acciones, buscando una relación ética con uno mismo. También el cuidado del cuerpo, la relación con el placer, la amistad, y la escritura. La «inquietud de sí» foucaultiana también se relaciona con la crítica al poder (la pharresía), ya que implica una reflexión sobre cómo las estructuras que moldean la subjetividad y cómo el individuo puede resistir esas influencias a través de prácticas de libertad del decir.

La práctica del diario es la forma con la que se elige abrir una entrada. El estilo de ese diario está en como se abre por cada fecha. El dispositivo que construye El temblor de las Ideas es un equivalente. Diario de autor y su amistad con el personaje conceptual K, cuya peripecia avanza por fragmentación de hechos políticos que se suceden y disparan con el (fallido) disparo de Sabag Montiel sobre la cabeza de CFK.

La entrada del 2 de agosto de 1914 es la entrada más famosa del diario de Kafka, en ella se marca ese estilo:

“Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar” .

Los dos sucesos muestran que la catastrofe ingresa en el cotidiano del inicio del siglo XX, pero también que -desde entonces- esa generación de jóvenes va a convivir con esos dos planos insólitos: la guerra mundial y el natatorio por la tarde.

Son dos planos de la existencia que se reflejan todo el tiempo en la escritura solapandose, porque el clima del ambiente europeo se enrarece, y la muerte comienza a llenar/invadir todos los espacios cotidianos, sobre todo el mundo judío.

El libro de Diego está todo el tiempo jugando con esa misma entrada y ese estilo. En Diego funciona así:

“20 de noviembre de 2022. Murió Hebe de Bonafini… Releo el último libro de Jun Fujita Hirose”.

En esta contraposición de Diario con Diario, se abre un juego de hechos que permite darle dimensión de historicidad a la lectura en la contrucción de una identidad literaria y política.

Otra entrada:

“2 de septiembre de 2022. Durante la mañana, conversaciones desbocadas entre amigos… Al mediodía la Avenida de Mayo está colmada. Los grupos organizados cantan: Si la tocan a Cristina, que kilombo se va armar…”.

Conversaciones desbocadas entre amigos, suponemos que Diego está en la radio y conversa desbocadamente con Daniel Tognetti. Luego sale y se choca con la marcha. Es la vorágine política de registrar la entrada de los sucesos y reflexionar sobre los mismos a través de la figura de Kafka.

O este:

“23 de mayo de 2024, Los comedores y merenderos hacen cola frente al megaministerio…. 25 de mayo de 2024, Presidente y vice asisten al tradicional Tedeum…”

Así, la acumulación fáctica de entradas en el diario de Diego, abre simetrías/equivalencias con las entradas del Diario de Kafka, en una progresión de circunstancias que se adentran en un clima que va cargándose de oprobio.

El fascismo lo va invadiendo-inundando todo, incluso el tono del estilo.

  1. ¿Fogwill y Kafka? Derrota o emancipación

Pensaba trazar un paralelismo con algún libro argentino con esquema similar o tipo de dispositivo narrativo-ensayístico, como el que concibió Diego. Un libro que asuma el lenguaje de la transición.

Y vino a mi mente Libros de la Guerra de Enrique Fogwill, que de alguna manera funciona como diario, porque está fechado con notas en prensa que escribió desde 1981, y donde aparece un tipo de cuestionamientos históricos bastante similar: Malvinas, la apertura democrática, las complicidades del alfonsinismo, el transito (farsesco) de la política de consenso. Como León Rozitchner, Fogwill también creía que la democracia no nacía del deseo, sino del terror mismo. La lengua utilizada para dar cuenta de esos tiempos además de mediocre, era canalla. La democracia ganada como la guerra sucia por otros medios.

Pero a diferencia de Rozitchner, donde anida la utopía del materialismo ensoñado; en Fogwill solo se percibe nihilismo antiprogresista y critica corrosiva (lejos de una apuesta emancipadora que parece dar por perdida-derrotada, el personaje Fogwill augura los 90´) Y en este esquema, si acaso Libros de la Guerra puede colocarse en el mismo plano que El temblor de las ideas, sería en la búsqueda de una lengua para la transición, que asuma riesgos y nazca del deseo.

  1. La cuestión del fascismo y su naturaleza

Kafka es un estratega frente al poder. Diego no falla en esa caracterización del personaje conceptual dentro del laberinto. El sujeto frente al Estado se establece a partir de una relación jurídica asimétrica y de dominación. El derecho es violencia y está representada (disimulada) en sus órganos, en sus aparatos, en el castigo, en el estado de excepción al que debe acudir muy seguidamente cuando (en determinadas circunstancias) suspende la vigencia de ley.

Dios, El Castillo, el Padre, el Tribunal, el guardian representan una zona de dominio y opacidad, la ley que ejerce esa relación misteriosa a descifrar donde los condenados de la historia trasuntan algo que no dimensionan, pero que está escrito delante de sus narices. En sus espaldas.

Cuando la jaula de hierro del Estado de Weimar, la Constitución cincelada por el imperio Prusiano basada en el del Derecho puro Kantiano-Weberiano-Kelseniano (Marburgo), devenga el Estado de emergencia y excepción, el único Soberano posible ya será el Furher. Es el lento e irreversible ascenso del fascismo al poder que Kafka intuye como nadie en Berlín, viviendo junto a Dora, y que afecta su cuerpo que lo lleva al sanatorio de Kierling.

La pregunta ¿Qué tipo de fascismo es este? Es una pregunta reiterativa. De pronto el fascismo no es un movimiento de masas, es una actitud, es una relación, es un afecto, una circulación ¿Qué tipo de fascismo es este?

El temblor de las Ideas es una disección de esa pregunta a través de Kafka, profeta del fascismo y víctima temprana del mismo. La pregunta trasladada hasta aquí es: ¿Qué tipo de fascismo es el anarcopapitalismo?

El repaso de lecturas sobre el fenómeno del poder actual implica pensar un fenómeno concatenado a procesos anteriores (no hay “proceso” histórico, sin cambio, continuidad, retrocesos y saltos).

No hay un “alien” de extrema derechas que aterriza cual OVNI en el tejido social; siempre hay algo que “nosotros” no supimos conseguir y de lo que fuimos sus engendradores; ya sea como producto de errores, falta de pericia política, cobardía, incapacidad de autocrítica, omisiones, negligencia, estupidez, imposibilidad de lectura.

Buscar el problema afuera, es parte de la incomprensión general. Kafka entiende que todo lo que pronto le va a pasar, no vendrá desde afuera. La respuesta de escribir el “Diario” es poder mirarse y encontrar que, aquello que -tarde o temprano- lo va a devorar, estaba ya dentro de sí mismo.

¿El capital no hace más sofisticados sus mecanismos, a medida que atrapa y es máquina de captura del deseo, la vida de la resistencia/ potencia que se le opone?

¿La izquierda se ha quedado sin consignas? ¿el peronismo sin pase generacional?

No hay orden más reaccionario, que el orden cotidiano y sus hombres grises que lo ejecutan (nosotros mismos y los otros).

No hay orden más reaccionario que aquel que se apoya en los deseos de sus propias victimas propiciatorias (la servidumbre voluntaria).

El estratega Kafka es el plano para el despliegue de muchas explicaciones posibles de la salida por derecha, que nos incluyen como protagonistas enredados en esa vida de derechas (o “vida de derechas”, para ponerlo en palabras de Silvia Schwarzböck).

  1. Kafka y nosotros. Tipos de Laberintos.

Creo que el último capítulo de El temblor… es el mejor. Lo creo porque hay una lectura fina, personal y profunda de la obra de Franz Kafka escritor (ya no mero pesonaje conceptual).

No quisiera spoilear cómo hace el héroe kafkiano que describe Diego para salir del laberinto del la vida de derechas.

Pienso en otras figuras del laberinto:

En la casa de Asterión: En el cuento de 1947, donde Borges refiere al Minotauro, Asterión (podemos pensar en el Guardian de Ante la Ley) que duranten un sueño espectral espera a un redentor que le da muerte y lo libera de su vida soledad. La historia termina con una línea de Teseo: «¿Lo creerás, Ariadna? El Minotauro apenas se defendió.»

En la salida de Icaro: fragmento de Laberinto de Amor, 1936, poemario de Leopoldo Marechal dedicado a su esposa María Zoraida Barreiro: “Señor –le dije-, clavo la rodilla y la frente, /pero, ¿cómo salir de la noche doliente?” /Y respondió: “En su noche toda mañana estriba: de todo laberinto se sale por arriba /“si el alto Amor lo quiere. Pero la Ciencia dijo: En horas de tiniebla no te apresures, hijo.”

Diego Stulwark indaga la salida Kafkiana, que no supone dar muerte al Monstruo ni salir por arriba del laberinto: ¿Buscar una salida donde no la hay? ¿Acaso construir las tuneleras como en el cuento La Madriguera? ¿Acaso la metamorfosis de Samsa? ¿Forzar la entrada a la ley?

La salida como espera absurda, ante la puerta abierta que invita a pasar. Lo que Kafka llama “el aplazamiento indefinido” en la política, es lo que debe dar lugar a la acumulación para la oportunidad.

Volvemos al destino donde el padre no lo encontró.

“Un escritor de notas emancipatorias en un mundo en ruinas y un necio que no cejará en su búsqueda de redención en el reverso de la nada”

La política como lucha entre pasiones (lecciones de Torre Pacheco) // Amador Fernández-Savater

Generar un acontecimiento, los fascistas buscaban esto desde hace ya tiempo. ¿Qué es un acontecimiento? Una brusca ruptura en el orden de cosas que hace emerger una novedad política.

15 de mayo de 2011 o 1 de octubre de 2017: si los acontecimientos de la década pasada estuvieron ligados al reclamo de más democracia, el de Torre Pacheco pretendía imprimir en el imaginario colectivo el vínculo entre delincuencia y migración. Entregar al malestar social por la corrupción del sistema político (“no hay pan para tanto chorizo”) un chivo expiatorio como sacrificio, el migrante causante de todos los males.

Mientras que la izquierda a la izquierda del PSOE vive instalada en el Parlamento y las redes, el BOE y los reels, incapaz del más mínimo acontecimiento de calle, la extrema derecha busca galvanizar los afectos y los territorios. Saben bien que la movilización de los cuerpos intensifica y retroalimenta la movilización en las pantallas, pudiendo provocar incluso un cambio social de temperatura capaz de sacudir el tablero de la representación política.

La extrema derecha busca galvanizar los afectos y los territorios

La extrema derecha está a la ofensiva en todo el globo y también en España. Mientras que la izquierda limita su “batalla cultural” a disputar el sentido de lo que pasa, las ultraderechas buscan provocarlo directamente en contacto con los cuerpos y los malestares. No sólo pretenden disputar el relato de los hechos, sino configurar los hechos mismos.

Perplejidades progresistas

Durante la semana de tensión en Torre Pacheco escuché a diario los noticieros progresistas de La Sexta y RTVE. Lo que estaba pasando, según los tertulianos progresistas, no debía estar pasando. Ocurría, para ellos, contra toda lógica.

“Los datos demuestran que se trata de un problema impostado: la migración ha crecido pero la delincuencia baja”, “la integración de los migrantes en España ha sido muy buena hasta ahora”, “los migrantes son necesarios para el futuro de la prosperidad nacional”, etc.

Los tertulianos de izquierda, envueltos en una superioridad moral e intelectual que impide toda escucha, venían a decir que se estaba viviendo una “alucinación colectiva”, inducida por la vía de los bulos y los “discursos emocionales”. Una excepción, ajena a la normalidad. Una irracionalidad, pasajera.

Ni hablar de racismo estructural o recordar El Ejido. Ni hablar de hasta qué punto la extrema derecha instrumentaliza los malestares bien reales que provoca nuestro sistema precarizador de la vida. La idea que subyace en la argumentación progresista es que, sustancialmente, todo va bien y hay que “hacer entrar en razón” a los que no lo comparten. Con más datos e información, por un lado. Con la ley y el orden, por el otro.

Walter Benjamin escribía, sobre la incredulidad del progresismo de su época ante el fenómeno del nazismo, que “el asombro ante el hecho de que las cosas que estamos viviendo sean ‘aún’ posibles en el siglo veinte no tiene nada de filosófico”. Las cosas siguen más o menos igual en el siglo veintiuno, a juzgar por lo que se puede escuchar en la tertulia de Xabier Fortes.

La ola reaccionaria no es ninguna alucinación colectiva ajena a la normalidad

No, la ola reaccionaria no es ninguna alucinación colectiva ajena a la normalidad de las condiciones actuales de vida, ni tampoco un “arcaísmo” que se terminará disolviendo con el paso del tiempo (el mito del progreso). Se trata de una pasión perfectamente adecuada a nuestra época, una pasión de exclusión, de desigualdad, la pasión del brutalismo.

Y, como decía el filósofo Spinoza, a una pasión negativa hay que oponerle, no la simple razón de los datos y la información correcta, sino otra pasión de signo contrario y más poderosa.

 

¿Democracia o fascismo?

La alternativa progresista sobre los acontecimientos de Torre Pacheco se resume así: “Democracia o fascismo”. Cómo no, parece inapelable, la coalición de Gobierno es el último dique de contención contra la barbarie y hay que apoyarla. Sí, sí, de acuerdo, pero ¿esto es todo lo que podemos pensar? ¿Hay que dejar de pensar?

Al calor de los acontecimientos, leo un librito del investigador Edgar Straehle sobre el filósofo francés Claude Lefort. Lo que extraigo del pensamiento político de Lefort es lo siguiente: una democracia de baja intensidad, que no sabe qué hacer con el conflicto igualitario, acaba planteando un único conflicto entre quienes pertenecen legítimamente al cuerpo pleno de la sociedad y los otros, los enemigos, los “parásitos”. Es el elemento totalitario que anida en las democracias de perfil bajo.

La democracia en sentido auténtico según Lefort no es sólo la gestión de lo que hay, un conjunto de instituciones y procedimientos que administra lo existente, sino una apertura permanente a la problematización, la discusión y la transformación de lo dado, desde el punto de vista de la igualdad, la mayor participación en el poder político y la riqueza. El demos es el sujeto de ese conflicto y se reinventa cada vez (trabajadores, mujeres, migrantes).

La democracia es por tanto un sistema abierto y vivo, siempre por hacer y nunca acabado, capaz de responder positivamente a los sujetos que desafían lo establecido en nombre de la igualdad, ampliando la ciudadanía, incluyendo a nuevos sujetos, registrando nuevos derechos, manteniendo siempre abierto el debate sobre la legitimidad de lo instituido.

Si la democracia se convierte en mera administración, temerosa de todo conflicto igualitario, ella misma se fija y esclerotiza, arriesgándose a ser suplantada por el fascismo, que es la fobia a la diferencia y la división llevada hasta el extremo. El conflicto social nunca desaparece: si no se conjuga en modo democrático, a favor de la ampliación de la democracia, se declinará entonces en forma totalitaria. Los que son de aquí (los que tienen derecho de pertenencia) contra los que no son de aquí (los enemigos, los extranjeros, los parásitos).

El fascismo convierte el conflicto político en guerra total contra un otro al que hay que eliminar. Lo que se trata de oponer al fascismo, por tanto, no es la mera defensa de lo existente, una democracia procedimental intocable, sino la democracia como tensión, como división, como equilibrio en el desequilibrio, abierta siempre al tumulto cuestionador de los monopolios sobre lo público y lo común.

La pasión democrática es el único antídoto posible a la pasión totalitaria de la exclusión

La pasión democrática, la pasión por la convivencia igualitaria en la diferencia y el conflicto, es el único antídoto posible a la pasión totalitaria de la exclusión, del sacrificio del otro en el altar de la homogeneidad, la pasión brutalista.

Fascismo y neoliberalismo

Así como el fascismo clásico arraigaba en la sociedad de su época (capitalismo nacional e industrial en crisis), las ultraderechas hoy arraigan en un neoliberalismo también en crisis. Es la tesis de Jorge Alemán en su último libroUltraderechas.

Las ultraderechas no son una anomalía, sino el resultado (y la intensificación) de la desarticulación neoliberal del vínculo social, a favor de un régimen de productividad ilimitado que funciona en circuito cerrado. Desarticulación de lo político, desarticulación de los espacios públicos, desarticulación del deseo.

Desarticulación de lo político. La política profesional se ha vuelto hoy una gestión de lo existente que no admite réplica. No sólo es ya que los poderes se muestren completamente sordos y hostiles a los movimientos callejeros igualitarios, sino que el propio código liberal gobierno-oposición ha sido cancelado. Si un gobierno cualquiera cuestiona algo del marco de lo autorizado, siquiera mínimo, será derrocado por los medios contemporáneos del estado de excepción: bulos, lawfare, cloacas.

Desarticulación de los espacios públicos. Las fake news, el insulto como procedimiento y los automatismos de la opinión (algoritmos, consignas, manipulación) destruyen los lugares de encuentro y deliberación (y a la vez circulan gracias a esta destrucción). El espacio público, como lugar de encuentro y conversación, se volatiliza y se convierte en opinión pública: virtual, gregaria, pasiva. El objeto de conquista de la política entendida como guerra comunicativa.

Desarticulación del deseo. Por último, el deseo de los sujetos se convierte en goce o satisfacción pulsional. ¿Qué significa esto? El deseo es una fuerza vital capaz de entrar en relación: con los otros, con el tiempo y con las variaciones. El goce pulsional, sin embargo, es siempre autorreferencial, instantáneo y brutal. No sabe nada de la falta, de la espera, de la angustia, del otro. Sólo sabe de sí mismo. Pensemos por ejemplo en el consumo como forma de relación con el mundo.

Gestión en lugar de política, opinión en lugar de conversación y goce en lugar de deseo: el fascismo hoy es resultado de la destrucción durante décadas de las formas de habitar la tensión con la alteridad, la convivencia igualitaria en la diferencia, los modos del conflicto que no devienen en guerra.

A la defensiva

15M, Nueva Política, ola feminista, desafío independentista… La década pasada fue, hablando en términos generales, de ofensiva de las prácticas democratizantes, igualitaristas, emancipadoras. El trabajo intelectual pasó esos años en buena medida por tratar de dar cuenta de la cantidad de invenciones, desafíos e interrogantes que se abrían continuamente.

Podríamos decir, hablando también en general, que la energía ofensiva se sitúa hoy a la derecha y que el trabajo intelectual pasa en buena medida por tratar de descifrar los ataques que se suceden a grandísima velocidad contra las condiciones generales de vida.

La energía ofensiva se sitúa hoy a la derecha

Estamos a la defensiva, en el caso español muy condensada en el apoyo a un presidente que resiste “como último dique de contención” a la barbarie que viene. Hay que entender qué ha pasado y cómo salir de ahí, pero ninguna retórica voluntarista lo va a solucionar por arte de magia. Es una cuestión de climas, de energías, de afectos. Retomar la iniciativa pasa por renovar la pasión y las formas de una democracia conflictiva.

Pero hay batallas que también se ganan a la defensiva. ¿Qué ha pasado en Torre Pacheco? La ultraderecha trató de producir un acontecimiento oscuro (la cacería) para intensificar su ofensiva, lo cual pasaba por instrumentalizar el daño producido en una agresión callejera.

Hay que escuchar a Domingo Tomás, el vecino de Torre Pacheco agredido, hablando con muchísima tranquilidad e incluso humor, y a su esposa Encarna, clarísima. Domingo: “Yo no quería nada de lo que ha pasado, eso de ir a por ellos no lo veo bien”. Encarna: “Han utilizado la paliza de Domingo para traer la violencia al pueblo. Para hacerle a otros lo mismo que le hicieron a él”, “todos los que somos de aquí sabemos que esto no tiene nada que ver con la gente del pueblo. El odio ha venido de fuera y se han agarrado a la paliza a mi marido”.

La “cacería” de migrantes llamaba a “vengar las palizas a nuestros abuelos”, pero la defensiva tranquila de esos mismos abuelos les paró los pies. No el activismo en redes, las consignas de izquierdas o la razón progresista, sino los afectos generados en la convivencia cotidiana con el otro. No es suficiente, claro que no, pero es mucho, muchísimo. Porque la ofensiva brutalista se nutre principalmente de instrumentalizar el malestar social y en Torre Pacheco se le dijo que no, que no en nuestro nombre.

El odio al migrante no prendió, el acontecimiento oscuro no se produjo, los elementos de sentido común, de sensibilidad por lo común, pudieron neutralizar la ofensiva ultraderechista. ¿Por cuánto tiempo?.

Fuente: CTXT

Contra-Utilidad: ideas para evitar la trampa de los útiles // Francisco Pazzarelli y José María Miranda Pérez

Producir o morir es el lema de Occidente

Pierre Clastres

 

Nos quieren obligar a gobernar, no vamos a caer en esa provocación

El comité invisible

 

Puede que seamos de este mundo, pero ciertamente no estamos a favor de él

Andrew Culp

 

Las Ciencias Sociales y las Humanidades están siendo atacadas, desde hace tiempo, por su “inutilidad”. El pacto social con los Dueños del Mundo —sobre el que descansaba su legitimidad científica— está roto; pero esto no es nuevo. La ruptura se ha manifestado, a lo largo de las últimas décadas, de múltiples formas, y hoy se hace especialmente visible en la reducción global de las políticas públicas destinadas a su financiación. En la Argentina de Milei, el escenario tiende a un desmantelamiento progresivo y radical. Aunque este fenómeno podría interpretarse como una evidente —y cada vez más marcada— posición anticientífica del mundo, es decir, como un retroceso del propio pensamiento humano, en realidad revela algo más profundo. Hace más de una década, Fabián Ludueña Romandini ya nos alertaba sobre ello: la brutal intensificación de las condiciones cosmológicas del modelo de explotación y acumulación en el que vivimos, que exige, entre otras cosas, el abandono de las concesiones que en algún momento permitieron el surgimiento del pensamiento crítico en el seno de la Ciencia de Estado.

Como señala Bruno Latour, el pacto originario incorporó de lleno a lxs nuevxs científicxs como parte del frente de modernización occidental. Las Ciencias Sociales y las Humanidades asumieron un papel destacado al proveer conocimientos e instrumentos indispensables para la administración del orden —urbano y colonial— de los nacientes Estados-nación. A pesar de ese origen infame, y de la crítica exhaustiva que ellas mismas desarrollaron sobre su historia y responsabilidades, subsiste una relación que nunca fue suficientemente erosionada: la segregación entre “útiles” e “inútiles”, que marginó a los segundos al terreno de la charlatanería y convirtió a los primeros en necios. La identidad científica continúa, en este sentido, profundamente colonizada por su origen.

La “necedad” —esa figura destacada por Isabelle Stengers— no es otra cosa que nuestro olvido activo de que la utilidad fue el sayo que nos obligaron a elegir como el único vestido para hacer Ciencia. Decidimos olvidar que la utilidad, aun con sus mejores maquillajes, descansa sobre una convicción: este mundo —el que ofrece el maridaje entre los Estados modernos y el Capital— es el único posible, y nuestra tarea consistiría en identificar sus grietas y repararlas, cooperando en la gestión de los Caídos que exige su reproducción.

Este acuerdo tácito ha quedado atrás. Las oposiciones sobre las que nacimos han dejado de ser operativas para el mundo que viene, y el búmeran nos regresa: todos somos charlatanes. Y si bien esto impacta de forma más evidente a las Ciencias Sociales y a las Humanidades, que nadie se engañe: también irán por las “duras”. A pesar de ello, desde los primeros ataques mediáticos y políticos que se vivieron en Argentina durante el macrismo, hace ya una década, la estrategia de defensa predominante ha sido siempre la misma: oponerse a las acusaciones de inutilidad mediante la visibilización de aquello para lo que “servimos” (servir: del latín servire, “estar al servicio de”, “ser esclavo”). Este contraataque, sabido es, no ha surtido —ni parece surtir— mayor efecto. Todo ocurre como si estuviéramos aferrados a los escombros de un mundo del cual evitamos ver su final, o, peor aún, como si creyéramos que aún merece ser resucitado. En cualquiera de los casos, seguimos siendo los necios.

Que Utilidad e Inutilidad forman parte de la misma lógica lo confirma el hecho de que un término pueda transformarse en el otro. El espectáculo está montado. A través de una progresión evolucionista, los marginados pulen sus herramientas para mostrarse “necesarios” y así ganarse un lugar en el centro de la escena, compitiendo por el espacio de los útiles. La progresión adopta diferentes formas: explotar nuestros costados rentables para seducir a las agencias de financiamiento —públicas o privadas—; disputar “desde adentro” los propios conceptos de “utilidad”, “éxito” o “servicio”, para convencernos de que pueden significar otra cosa; abrazar las jerarquías del conocimiento y defender las investigaciones básicas como generadoras de insumos para las aplicadas, bajo cuya sombra sería posible sobrevivir; o producir charlas, encuentros, reels, jornadas, artículos y materiales de difusión que se pregunten, de forma explícita, “¿para qué servimos?”, en un intento de persuadir a la sociedad de que nuestro trabajo reflexivo debería ser un interés compartido.

            Por supuesto, podría decirse que, frente al despojo, toda arma es valiosa. Pero ¿es así, realmente? Las reglas del juego de lxs científicxs pertenecen a los Dueños del Mundo, de principio a fin. Si no fuera así, el gobierno de Milei no estaría gestionando actualmente el desmantelamiento de instituciones con indiscutible “utilidad pública” (INTI, INTA, Vialidad Nacional), sin distinguir entre propios y ajenos, como el pacto original suponía. Frente a estas situaciones, y siguiendo a Leonor Silvestri, debemos decir que la fantasía de inmunidad que sostiene nuestras estrategias es, por lo menos, enigmática.

Existe, sin embargo, un punto adicional de suma importancia por el cual la bandera de la Utilidad no puede ser flameada sin más. Al desear nuevamente un lugar en el pacto con el Poder, no hacemos más que ampliar la zona de sacrificio que, imaginamos, permitiría continuar sosteniendo a la Ciencia en el actual Modelo. Nos referimos concretamente a nuestra colaboración en la multiplicación de los Caídos: es decir, de todxs aquellxs que no puedan entrar en las enumeraciones de logros que intentan convencer de la importancia de su existencia; quienes no consigan encajar en una lista priorizada de asuntos dignos; y quienes, aun intentándolo en la desesperación del despojo, no encuentren filtros por los cuales pasar. Continuar apostando en la reivindicación de una identidad útil tiene como efecto el abandono inmediato de lxs frágiles: la cooperación —voluntaria o involuntaria, esa distinción poco importa ahora— en el sacrificio de aquellxs que nunca podrán jugar el juego (nuestrxs colegas, pero también lxs jubiladxs, “discapacitadxs”, indígenas). Esta es la trampa de los útiles.

Si estas estrategias son ineficaces como dispositivos de defensa, es porque se apoyan sobre aquella distinción originaria que resulta una mala forma de pensar y diagnosticar lo que estamos haciendo y podríamos hacer; y, sobre todo, una pésima cura para el veneno de las jerarquías que hemos aprendido a asumir como ineluctables. ¿No sería mejor, en cambio, convencernos de que la promesa que nos aleja de la charlatanería —es decir, el “privilegio” de ser científicxs—, es en realidad el obstáculo que nos impide identificarnos como trabajadorxs precarizadxs —como insisten lxs becarixs desde hace años? De otra forma, la necedad paralizante con la que protegemos la identidad científica continuará alimentando la tranquilidad moral de nuestras contradicciones (“hago Ciencia, pero no me gusta el Sistema”, olvidando que es imposible que uno exista sin el otro) o, incluso, repitiendo discursos disciplinadores (“si no les gusta, trabajen de otra cosa”, “agradezcan lo que tienen”).

La necedad muestra aquí su lado resignado —aunque siempre disfrazado de espíritu crítico— y obtura la posibilidad de cultivar cualquier pragmática capaz de instaurar nuevas relaciones y mundos posibles. Más que intentar reparar las dicotomías originarias que nos constituyen, aprovechemos la oportunidad para hacerlas trizas y huir de ellas lo más lejos posible.

 

Contra-Utilidad

 

Hace ya algunas décadas, Pierre Clastres mostró que el pensamiento indígena no podía ser determinado desde la perspectiva occidental, que clasificaba a los pueblos “primitivos” como “sin Estado”. En lugar de describirlos en el marco de una progresión evolucionista —es decir, como poseedores de una carencia eventualmente superable—, insistió en la necesidad de escucharlos desde su propia autodeterminación. Son pueblos, argumentó, “contra-Estado”: contrarios a la emergencia de formas jerárquicas de poder centralizado, como las que caracterizan a los Dueños del Mundo. Este rechazo se define positivamente, como una valiosa y poderosa potencia micropolítica que, como señala Marcio Goldman, también podemos encontrar y reactivar entre nosotrxs: apunta hacia una resistencia pragmática, dirigida simultáneamente contra las operaciones que tienden a concentrar el poder y contra la interiorización de los mecanismos de jerarquización. Este último aspecto debería interpelarnos con urgencia hoy, porque es con esta introyección que se nos delega la tarea de segregar entre útiles e inútiles.

El poder de los Dueños del Mundo, sabemos, no solo se encarna en los empresarios y políticos que garantizan que el Capitalismo, cada vez más brutalizado, se reproduzca de forma infinita. También fluye a través de la exigencia moral de obedecerlos. Como ha sido largamente señalado, los Dueños ya ni siquiera se asumen como responsables de gestionar la explotación: somos nosotrxs quienes debemos hacerlo. El binomio Utilidad-Inutilidad, en el marco de la ontología de la auditoría, es el dispositivo que permite deshacernos de todo aquello que no contribuye activamente a su propia explotación. Si no fuera así, ¿qué hacemos al defender la importancia de nuestros servicios, a sabiendas de que algunxs —o parte de nosotrxs— quedarán irremediablemente afuera? ¿Cómo llevamos adelante ese sacrificio sino operacionalizando, desde el interior de nuestras comunidades y prácticas, las jerarquías que nos gobiernan? Cuando decimos que el enemigo nos ataca desde afuera, nos volvemos incapaces de reconocer que el Modelo se organiza —hoy más que nunca— a través de nosotrxs.

            ¿Y qué podemos hacer? Cada vez que intentamos cortar los flujos de obediencia y jerarquías, la pregunta por el “qué hacer” se impone con fuerza. No debemos responderla, pues conlleva la creencia de que toda crítica debe ser “constructiva”: una que propone soluciones para reparar lo roto y así permitir que todo siga funcionando —aunque sea agónicamente, un poco más. Producir o morir (y dejar morir), de nuevo. Este tipo de interrogantes habla la lengua de los Dueños y encierra la trampa de los útiles, que nos insta a reemplazar una producción por otra, como si no existiera otra posibilidad que continuar haciendo lo mismo una y otra vez.

La Contra-Utilidad se define, en cambio, como una conjura contra ese tipo de hacer. No es una crítica constructiva, sino destructiva. Esa es su “propuesta”. No expresa resignación, sino un profundo inconformismo. Nos llama a responsabilizarnos y asumir nuestro papel en las relaciones que nos trajeron hasta aquí, y nos ayuda a describir el pozo en el que nos encontramos. La Contra-Utilidad nos pide detenernos: dejar de hacer (no hacer más de lo mismo), abandonar (no sostener lo poco que queda), interrumpir (no seguir como si nada estuviera pasando). Negarse a colaborar: retirarle el cuerpo y la palabra al Poder que nos somete.

            El esfuerzo constante por aferrarnos al lenguaje y a las prácticas que nos vuelven útiles como científicxs es equivalente al que podríamos dedicar a la instauración de un Otro Mundo. Debemos convencernos de que las energías están, que las capacidades creativas nunca nos abandonaron —aunque sea, de modo virtual. El problema es que hemos puesto esa potencia al servicio de los Dueños de Todo, atrapadxs en la idea de que solo este mundo, y ningún otro, merece nuestros esfuerzos. A esta altura de la tragedia, no queda más que dejarnos invadir por la rabia y la vergüenza de lo que fuimos obligadxs a elegir, para reencontrarnos con aquello que olvidamos que también nos habita: los espectros de lo posible.

¿Qué significa parar, entonces? Parar no es inmovilizarse, sino reactivar nuestras potencias creativas, y eso exige un acto destructivo. No se trata de saber “hacia dónde ir”; la Contra-Utilidad no es una nueva identidad a reclamar ni una receta para evangelizar. Lo sabemos bien: cada vez que alguien se adjudica el derecho a decidir “qué hacer”, la división entre quienes mandan y quienes obedecen, así como la elección por el hacer incesante, reaparece. Este mundo y todas las actualizaciones posibles del Capitalismo no permitirá el surgimiento de nada diferente si no es mediante el desmontaje radical de sus relaciones constitutivas. El acto de parar refiere, entonces, al cultivo de las condiciones para la emergencia de algo inédito, que no podemos anticipar. El principio especulativo de la Contra-Utilidad, su “no saber”, es lo que puede ayudarnos a habitar la incertidumbre de ese Otro Mundo, que supone el abandono de cualquier “dirección” prefabricada. No es la compra segura de ningún futuro mejor. En todo caso, nos advierte, como afirma Andrew Culp recuperando la ética punk, que “el único futuro que tenemos llegará cuando dejemos de reproducir las condiciones del presente”.

            El dualismo Útilidad-Inútilidad es una de las declinaciones del pacto originario, tal vez la más poderosa actualmente, que señala qué es digno de existir y qué no. La Contra-Utilidad opera desde el exterior, evitando esa diferenciación, pues sabe que ella no nos llevará a ningún lugar distinto. La salida está por fuera de lo que conocemos, en la posibilidad de trazar alianzas con sujetos y colectivos que se niegan a “producir” y que hacen de esta autodeterminación una herramienta para resistir el sometimiento y evocar las fuerzas desconocidas de un Otro Mundo. ¿Acaso no son estas fuerzas las que hacen temblar al Poder cuando lxs “inútiles”, exiliadxs de la “producción”, deciden parar, bloquear y gritar “¡váyanse todos!”? Podemos contagiarnos del rechazo puesto en movimiento por los grupos indígenas que se rehúsan a transformar los dioses de la Tierra en recursos para el desarrollo; dejarnos poseer por la rabia de los pueblos fumigados que no están dispuestos a sacrificar su salud; viralizar la insurrección de jubiladxs y discapacitadxs que se niegan a justificar su existencia. Reactivar nuestra creatividad supone hurgar y retomar nuestras partes no colonizadas para, desde allí, convocar a la desobediencia.

            La desobediencia, figura ampliamente recuperada por la filosofía contemporánea como el espacio privilegiado para dejar de hacer, encuentra en la huelga su dispositivo por excelencia. La huelga permite resistir al Poder mediante el bloqueo e interrupción de los flujos semiótico-materiales del Capital. La Contra-Utilidad acompaña la fuerza de este llamado, con la convicción de que este mundo solo se detendrá si somos nosotrxs quienes nos detenemos. Sin embargo, y este punto es crucial, extiende esta noción a la propia equivocación interna que habitamos como científicxs.

            Vale la pena insistir en qué significa para nosotros desobedecer: volvernos incapaces de cumplir con el sacrificio que se nos exige. La desobediencia que reclamamos es, entonces, un acto de indisciplina dirigido hacia nuestras prácticas y cuerpos, orientada a despojarnos de todo aquello que nos constituye como parte de esa Ciencia. En estos tiempos de volatilidad laboral extrema, donde el home-office amenaza las formas de colectivización y nos hace cargar el Sistema a cuestas, la desobediencia interna parece ser el primer paso para todo lo que pueda venir después. La Contra-Utilidad nos recuerda una y otra vez: ¡no somos solo lo que han hecho de nosotrxs! Podemos revitalizar nuestros fragmentos no colonizados y, desde allí, ensayar nuevas alianzas y voces.

            Ahora mismo, mientras escribimos y leemos estas palabras, la fuerza incorporada de los Dueños seguramente intenta apoderarse de nuestras voces y pensamientos. Procurará convencernos de que cualquier gesto que no sirva a la utilidad “es infantil, una utopía”; o, en todo caso, responderá con cinismo que “sabemos que hay algo mejor, pero ya es tarde para cambiar”, “estas son las reglas”.

Conocemos muy bien los efectos de estas ideas. Es momento de desobedecernos y ensayar otras.

 

 

 

 

 

Francisco Pazzarelli y José María Miranda Pérez

Spectra. Laboratorio de Antropología Especulativa

Julio de 2025. Córdoba, Argentina

 

 

 

De cómo aprender a estar solx (decaes): danza contra el «sálvese quien pueda» // Alejandro Dramis

Con obras que fueron seleccionadas a través de una convocatoria abierta, comienza este jueves el Festival ROJASDANZA 2025 bajo la dirección de Alejandro Cervera y una grilla de espectáculos contemporáneos que exploran la versatilidad de la danza, sus diversas perspectivas y las nuevas tecnologías junto a nuevas dramaturgias en relación al cuerpo, el espacio y el movimiento. En ese marco estrena «De cómo aprender a estar solx (decaes)», la nueva obra del artista interdisciplinario, director, coreógrafo, performer, músico y docente Patricio Suárez con protagónico de la actriz y bailarina Liza Taylor. 

Habiendo atravesado estos últimos años por los escenarios del Festival Iberoamericano de Teatro Independiente de Menorca y el Centro Cultural Reina 121 de Valencia en España y el Olaya Estudio de Buenos Aires, el devenir de la obra parece instalarse en el corazón del existencialismo contemporáneo, entre la clásica fórmula sartreana de «Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros» y las reflexiones psicopolíticas del filósofo norcoreano Byung-Chul Han, que hasta donde sabemos no vio esta obra pero debería hacerlo y con urgencia siguiendo sus propias palabras: «La permanente optimización personal, que coincide totalmente con la optimización del sistema, es destructiva. Conduce a un colapso mental. La optimización personal se muestra como la autoexplotación total”.

 
 

Caen las luces de la sala y subsisten los fríos rayos del proyector contra una pared de ladrillos que la descubren a ella, en soledad pero ocupada en encontrar mil maneras de justificarla. Una soledad no deseada ni voluntaria, habitada en medio de una forzada proactividad y un emprendedurismo optimista tan siglo XXI que busca, a toda costa, torcer la tragedia existencial en supuesta oportunidad, mediante el auto convencimiento de que todo marcha acorde al plan. 

Mientras tanto, detrás y sobre ella se proyectan elocuentes sentencias como «Un sistema de islas desiertas es un sistema que te protege», frase bonita en un contexto en el cual el autoaislamiento pospandémico, el individualismo extremo y el resurgimiento del egoísmo fascista atentan contra toda construcción de comunidad. Verborrágica, ella habla y habla al micrófono utilizando la retórica del exitismo de la autoayuda, aunque su voz se escucha cada vez más extrañada y siniestra. 

 

En simultáneo, su cuerpo se mueve como el sistema lo espera, coucheado como la fingida espontaneidad de políticos y empresarios, rodeada de escombros, martillo en mano, y bordeando los límites entre el afuera y el adentro, el desborde y el autocontrol, lo lleno y lo vacío, la construcción y la destrucción, la violencia y la fragilidad, la felicidad auto impuesta y la imposición de no cuestionarla. Comenzando antes de su comienzo, e invitando al público a atravesar carteles y slogans que, con reminiscencias brechtianas y estética publicitaria adelantan, activan el pensamiento y generan expectativas, el ingreso a la sala es precedido por frases como «Aislar mi isla es imposible«, «¡Muchas islas! ¡Ningún sistema!» “En mi isla mando yo” o “Mi isla es mi sistema”. Una vez adentro, piedras y tierra dispuestas en simetría y la mujer de trajecito-elegante-oficina dan la bienvenida mediante una construcción visual y sonora tan poderosa y seductora que conduce a una reminiscencia inevitable de los crudos manifiestos del Grupo Escombros, nacido de la década infame de los años 90 en la devastada ciudad de La Plata: «El artista es lo que sobrevivió de una cultura que fue reducida a escombros. En el mundo que viene nadie sobrevivirá por sí mismo. El individuo será el grupo”.

 

Espectral y vertiginosa, así se posa “DEACES” sobre el inestable suelo que transita, armada y desarmada como un unipersonal existencialista y absurdo, tragicómico, filosófico y sarcástico pero, por sobre todas las cosas, increíblemente vital, visceral, divertido y urgente. Partiendo de una mitología centrada en el imaginario de «la isla desierta», la obra ideada y dirigida por Patricio Suárez, coreografiada por Patricio Suárez y Liza Taylor junto a su protagónico y escrita por Rafael Casañ es un necesario balde de agua helada en estos tiempos de individualismo de Estado, de aislamiento atomizado y del abandono de la empatía social que promueve la ridícula y mentirosa libertad neoliberal. 

Transitando momentos de la danza contemporánea, del teatro posdramático, la performance y la instalación audiovisual para construir un manual de supervivencia colectivo, DECAES se crea, como toda gran historia, a partir de otra maravillosa que la inspiró: la biografía del soldado japonés Shoichi Yokoi quien, tras el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945, permaneció oculto en la jungla cumpliendo con su tarea militar ignorando la capitulación de la guerra, temiendo salir de su escondite en el que se mantuvo en secreto y en soledad durante 28 años, sobreviviendo de la caza y de la pesca, vestido con ropa hecha con plantas silvestres y creyendo que las noticias del final de la guerra eran falsedades para hacerlo salir y asesinarlo, retornando finalmente a su tierra en 1972 y popularizando para siempre la frase que pronunció al reencontrarse con su gente: «Es un poco vergonzoso, pero he vuelto».

 

 

Única función: sábado 9 de agosto a las 19 en la sala Batato Barea del Centro Cultural Rojas, Av. Corrientes 2038. Entrada gratuita, hasta dos localidades por persona en la boletería del Rojas, desde una hora antes del comienzo de la función hasta agotar la capacidad de sala.

Fuente: Página/12

Imágenes: @aledcfotografa y @elrojas

Irreverencia del absurdo: el cine de Lucía Seles // Joaquín Alfieri

Se suele repetir, a veces con la pesadumbre típica de las repeticiones, que el arte es un lugar privilegiado para denunciar el carácter impostado de la realidad. El cine y el teatro, en particular, centrados en la destreza actoral y la imposición explícitamente guionada de la palabra, serían los principales recovecos artísticos para desmontar los constructos artificiales de la (mal) llamada “realidad”. Allí, en ese rodeo actuado donde el cuerpo y la lengua son desanclados de sus rituales cotidianos, donde se deshacen los automatismos de la carne y la conversación, emergen instancias especulares para reconocer los montajes y los simulacros bajo los cuales también discurre la propia vida. En ese juego de reflejos, actores y actrices apuntan con el dedo ante las pupilas espectadoras en una invitación amorosa e imperativa a reconocerse como el verdadero farsante de la sala. Quizás por tal motivo la actuación sea la más exigente de todas las prácticas artísticas, dado que -como frente a ningún otro observador- el actor o la actriz deben hacer algo que cualquier individuo del público es capaz de hacer: actuar.

En este sentido, la obra de Lucía Seles sabe de manera categórica cómo realizar esta denuncia donde la ficción imputa a la realidad. En particular, es en su filmografía (aunque también sus obras de teatro podrían ser ejemplos posibles si el escritor de este texto no estuviera recubierto por cierto halo perezoso) donde se revela la querella artístico-judicial que su obra lleva adelante contra la vida. En sus películas la denuncia opera evitando los dos extremos antagónicos entre los que se debate el cine argento-contemporáneo: no son ni las “historias mínimas” de Sorin, pero tampoco las “extraordinarias” de Llinás. Seles altera estas coordenadas con una operación singular sobre la percepción: una remisería del conurbano bonaerense o un tanque de agua en Monte Grande son susceptibles de ser observados con la contemplación parsimoniosa de una obra artística. Su visión de la realidad no necesita del dispositivo museo ni de la producción de marcos o pantomimas culturales para entrar en esa disposición anímica donde el ojo es capaz de conmoverse. Y en esta revulsiva percepción de las cosas se invierte la carga valorativa de la realidad, dejando al descubierto la existencia de zonas vitales que portan un valor ajeno al mercantil.

Sin embargo, no se trata de encontrar la belleza en los aspectos superficiales de la realidad, ni de estetizar a un trabajador japonés que limpia baños bajo el efecto terrorífico de pensar que la vida es como uno se la toma. A Seles sólo le interesa la realidad para molestarla o subvertirla; cada fragmento enfocado por su cámara recibe un plus de sentido, que obliga a confesar secretos desconocidos o presentar escorzos inadvertidos. Bajo su óptica, la realidad parlotea de forma desquiciada y termina por decir mucho más que aquello que le gustaría a su grisácea monotonía.

Esta capacidad enloquecedora de las coordenadas cotidianas opera mediante una utilización punzante del absurdo. En su obra, el sinsentido arremete con sus efectos distorsivos para producir mutaciones y transformaciones variopintas: allí, cuando la narrativa de Seles apunta contra la realidad lo nimio aparece como sustancial, lo feo deviene bello, lo grotesco parece maravilloso, y lo obvio se torna excepcional. Sus películas sacan las cosas de su eje, en un periplo donde el tren de los objetos descarrila de las vías para dibujar un surco sobre una tierra nueva, como quien abre el camino peluqueando los yuyos con la guadaña. Bajo su mirada todo aparece históricamente desenmarcado y las cosas mendigan por un patrón espacio-temporal distinto al de las coordenadas epocales que ahogan sus suspiros.

Por otra parte, sus películas superan con robustez el test “Lucrecia Martel”: ninguno de sus argumentos puede ser resumido en una embobante sinopsis. El espectador que ha disfrutado su filmografía y se disponga a gestar un ensayo comunitario de socialización a través de una afectuosa recomendación, se verá rápidamente atrapado en la imposibilidad de describir de qué se trata o de qué van sus películas. Son tramas sinuosas, errantes, revulsivas; y solamente se sostienen en una manera de contar que apela al berretín personal como mejor justificación para dar cuenta de los motivos o las razones que llevaron a producir semejante obra. Es decir, su cine es un gigantesco y saludable “porque sí”, una forma de hacer a la que no le gusta que le digan cómo hacerlo.

Y, sin embargo, a pesar de esta dificultad clasificatoria o descriptiva, en sus películas también se “entiende” todo. No hay mensaje encriptado, ni esnobismo, ni la llaga subliminal de un metalenguaje que solicita del espectador destrezas superlativas en el ejercicio del onanismo intelectual, es decir: Seles no ensucia el charco para que sus aguas parezcan más profundas1. Todos los elementos de su cine son extremada y exageradamente cotidianos: las conversaciones entre los personajes se centran en un circuito de asuntos habituales, la voz narradora apela a gestos de la realidad que están presentes para todo mortal, los escenarios filmados son exactamente los mismos que se enfrenta cualquier trabajador en su diaria, y el sonido habitual de sus películas no consiste en otra cosa que el murmullo rugoso del tráfico urbano. También tiene un metejón especial con los perros (o con “los dogs”, como los nombra en sus películas) que guarda su razón de ser en la insistencia por utilizar al conurbano bonaerense como paisaje predilecto, territorio donde la proporción demográfica entre canes y humanos es similar a la de vacas y gauchos en la pampa húmeda.

Su particularidad reside en que esta operación cinematográfica destaca siempre elementos cotidianos, aunque desatendidos. Es decir, su cine consiste en un trabajo de alquimia sobre la percepción, ofreciendo al espectador retazos de aquellas cosas que brillan en la oscuridad como el titilar de una luciérnaga bajo los efectos de una pena amorosa: Seles invita a mirar aquello que no vemos a pesar de tenerlo delante de nuestras narices, a escuchar esos sonidos que taponamos con el anestésico uso de auriculares, a encontrar flores en el desierto pavimentado que transitamos cotidianamente, en definitiva, a producir una mirada de la realidad que sea de autor, que se apoye en la arbitrariedad del propio sentir como mejor índice para definir el modo en que queremos transitar este pasajero y efímero acontecimiento que supone nuestra vida.

Es por eso que esta alteración de las latitudes cotidianas produce un movimiento de inversión sobre el espectador, quien comienza a advertir luego de la película que su percepción habitual de las cosas resulta sumamente absurda. Por fuera de los trámites, las obligaciones y las humillaciones diarias que exigen los imperativos sistémicos, quien se haya adentrado en la obra de Seles comenzará a sentirse interpelado por una serie de interrogantes distantes a la agenda impuesta por los patrones dominantes de la época; inclusive, uno puede irse a dormir con cierta congoja por no haber observado durante el día la cúpula de alguna arquitectura bonaerense, o no haber prestado mayor atención a los nombres de los negocios del barrio o a las querellas perrunas de los vecinos. Entonces, el ocaso diario estará invadido por inquietudes y ansiedades diversas a las propuestas por el sentido común vigente: las iglesias, los personajes barriales, el adoquín, la flora y fauna urbana, los camiones en las autopistas, la vestimenta citadina, son algunos de los elementos que Seles nos presenta enajenados de nuestra propia alienación, para que puedan volver a ser parte de un repertorio renovado donde nos volvemos capaces de esperar algo distinto a lo esperable.

No obstante, también es necesario amargar brevemente el regusto empalagoso que porta todo elogio: su obra no es universalmente querible. Es decir, es una pieza artística exigente y desafiante con el espectador, quien -posiblemente- experimente también sensaciones displacenteras con sus películas: incomodidad, perplejidad, o incluso aburrimiento son algunos de los afectos susceptibles de ser despertados al enfrentarse con su filmografía. A pesar de la ausencia total de elitismo, sin embargo, esa circunstancia no se traduce en una subestimación de sus interlocutores, quienes posiblemente se interroguen “¿con qué tenedor se come esto?” durante las primeras escenas observadas. Este carácter no complaciente de Seles con los demás en verdad desnuda otro rasgo fundamental de su producción: es una obra que asume un inmenso riesgo artístico. Y allí, frente al peligro del ostracismo o la amenaza de la marginalidad, se coquetea con la abyección gestando piezas que son para cualquiera y para nadie a la vez.

Asimismo, la irreverencia del absurdo que pone en práctica su obra tiene un medio predilecto para naufragar: la palabra. Todas las inversiones y los desplazamientos mencionados que producen sus películas se gestan a través de una singular (dis)torsión del lenguaje. Las faltas de ortografía, la mezcolanza entre la lengua inglesa y castellana, la utilización de expresiones ajenas al léxico argento (“me hace ilusión” para señalar expectativa o “me mola tal cosa” para anunciar satisfacción), conforman una particular manera de narrar y aprehender la vida, donde las cosas sólo pueden producir sentido porque son sentidas. Y en ese movimiento, Seles también invierte la carga de la prueba lingüística del espectador: luego del film, todas las conversaciones del cotidiano serán absurdas hasta que se demuestre lo contrario. “Y lo contrario” significa que en tanto los diálogos no se desarrollen como en sus películas, es decir, mientras las palabras no se encuentren al servicio del afecto y el detalle, serán mero ruido.

En las narrativas más ficcionales (en caso de que fuera posible establecer una clasificación semejante al interior de su obra) los personajes retratados también forman parte de este repertorio lingüístico (dis)torsionado. A pesar de portar marcas geográficas y temporales extremadamente precisas (si hay un sanjuanino en la película se sabrá desde su primera aparición), sin embargo, no hablan ni se asemejan a los guiones tradicionales de los transeúntes del transporte público, ni a los padecientes de la sala de espera en el consultorio médico, o a la clientela cotorrífera de la peluquería. Por el contrario, los actores y las actrices de las películas de Seles portan un uso maniático-afectivo de la palabra: se enroscan en temas o repeticiones y, por lo general, anuncian un querer antes de darle lugar al habla: “me gustaría decir tal cosa…”, “te quería contar…” son típicas expresiones utilizadas en una redundancia que se encuentra al servicio de enfatizar que las cosas necesitan ser dichas o nombradas porque parten de una solicitud afectiva previa. Entonces se descubre que la palabra no es más que un artilugio necesario para amarrar al horizonte o para desnudar un dolor.

Es en esta utilización maniática-afectiva de la lengua donde Seles también pone en escena una forma de subjetividad diversa a la del cotidiano. Sus personajes, en tanto individuos rotos, deshilachados, aparecen, sin embargo, zurcidos por la cámara. La narrativa les ofrece un remanso al estigma de sus manías y en esos diálogos delirantes se deja entrever la posibilidad de una conversación colectiva donde los rotos pueden armar comunidad con los descosidos, para que nadie se sorprenda con las puntadas de hilo dejadas por la huella de la aguja. Y a pesar de que en su extravagancia y chifladura los personajes parecieran encontrarse atrapados dentro suyo, no obstante, son sujetos ensimismados por algo distinto a ellos mismos. Su rotura les permite una apertura hacia los demás y todo lo que se dice en primera persona aparece como una manera de exorcizar la propia identidad, para resignificarla o desplazarla a partir de una intensidad afectiva que opera con la fuerza de un sismo. Por eso en sus películas Seles le regala al espectador una alternativa, un espacio donde el yo no es un yo-nki de su propia imagen, sino una instancia susceptible de estar atravesada por una lógica diversa a la del sacrificio cotidiano que nos exige el espejo. La película, al tornar difusa la división entre la verdad y la fábula, deja al descubierto que la primera ficción de la realidad lleva por nombre el monosílabo “yo” y que, como toda invención, es susceptible de una imaginación alternativa. Es decir, Seles nos recuerda que cuando los atuendos yoicos son demasiado pesados, siempre hay otros disfraces en el vestidor.

En definitiva, todos los desplazamientos mencionados definen a sus películas como una obra que se encuentra al servicio de la vida (y no al revés, donde el arte queda encorsetado en la estrechez de la propia vanidad). La experimentación de su filmografía ofrece al espectador la capacidad de una utilización alternativa de la palabra, una renovación perceptiva de la realidad o un reposicionamiento afectivo sobre el guion que cada individuo decide interpretar. Y esta operatoria donde el absurdo comanda la narrativa nos permite alterar momentáneamente las coordenadas valorativas de la realidad, para desestabilizar los cimientos de lo obvio y encontrar en ese movimiento tambaleante la posibilidad de inventarse una trama novedosa, como una forma de evitar las prácticas que nos invitan a la repetición y así aprender a nadar esquivando los numerosos anzuelos que flotan en la superficie.

1 Atahualpa dixit.

Desalojo ilegal, estigmatización y persecución política al tejido comunitario transfeminista: YoNoFui un SPA

Desalojo ilegal, estigmatización y persecución política al tejido comunitario transfeminista

Esta madrugada el Gobierno de la Ciudad desalojó uno de nuestros espacios colectivos y comunitarios que habitamos hace más de 20 años.Fue nuestro primer espacio, cedido en el año 2005 por el Taller Popular de Serigrafía, un lugar constitutivo para nuestro colectivo, un refugio en el que funcionó el primer taller de Poesía, Costura y Encuadernación para mujeres que recuperaban su libertad.

El procedimiento se llevó a cabo bajo el amparo del art. 12 de la Ley de Procedimientos Administrativos de CABA que faculta a la Administración a utilizar la fuerza, sin intervención judicial, sólo cuando exista riesgo de derrumbe o exista peligro por cuestiones de salubridad. Claramente, no es el caso.

Desde hace 3 años, a través del financiamiento del Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad de la Nación pudimos remodelar el espacio y comenzamos con los talleres de formación en estética y cuidados corporales donde se capacitaron las compañeras que dieron inicio a Bell, Toda belleza es política, un espacio cooperativo para mujeres y disidencias sexuales que recuperaban la libertad. Una herramienta de integración al medio laboral.

YoNoFui es una asociación civil sin fines de lucro  y una cooperativa de trabajo con 23 años de trayectoria acompañando mujeres y personas LGTBIQBN+ privadas de libertad y liberadas.En estos  23 años de activismo creamos una Escuela de Formación en Artes y Oficios con talleres dentro y fuera de las unidades, penales federales y provinciales; una Cooperativa de Trabajo con distintas unidades productivas y una Editorial autogestiva.  Construimos espacios de acompañamiento en Salud Mental, Gestión de Recursos, Asesoramiento Legal y Apoyo Mutuo que consisten en sostenernos en redes afectivas y materiales. El año pasado abrimos Casa Andrea, una casa de vida colectiva transfeminista, junto a la organización NoTanDistintes, donde actualmente viven 10 compañeres, entre ellas Sofía, la sobreviviente del lesbicidio múltiple de Barracas.

A lo largo de los años, hemos recibido apoyos de distintas organizaciones nacionales e internacionales, colectivos y dependencias estatales para poder llevar a cabo nuestro trabajo, contamos con financiamiento y reconocimiento nacional e internacional, ya que nuestras figuras jurídicas cumplen con todos los requisitos estipulados.

Hoy el desalojo se produjo sin aviso previo, sin intervención judicial y con un evidente ánimo de demonización de los espacios populares. El Gobierno de la Ciudad se excede en su facultades, viola el derecho a la defensa, al debido proceso y al principio de legalidad.

Una mínima búsqueda de información en la web, les hubiera dado el insumo para informar sobre nuestro proyecto cooperativo. Por el contrario, distintos medios decidieron “comunicar” que allí  funcionaba un “spa” de un movimiento social al que no pertenecemos. Nombrando referentes que no son nuestros, con el fin de usar el hecho como herramienta de campaña y persecución política.

Esto es un paso más en la estrategia de poner las fuerzas de seguridad al servicio de la represión a las expresiones populares mientras resguardan los capitales de la especulación inmobiliaria, en indudable continuidad con las políticas de vaciamiento del Estado y destrucción programada del lazo social. La demonización de un espacio de formación profesional para el trabajo cooperativo como Bell va en línea con otros discursos que alientan el odio: el supuesto prostíbulo en la UBA, la sala de baile en la Universidad de las Madres. Resistimos la política eugénesica de este gobierno de la crueldad y el descarte.

Ante la evidente intención de eliminar nuestra red comunitaria y pretender romperlo todo, sobretodo el intento de colectivizar nuestras prácticas, no vamos a parar, seguiremos existiendo, resistiendo y creando las vidas que queremos vivir.

Bell transmutará y seguirá funcionando en nuestro espacio de Flores. Así que allí les esperamos para seguir insistiendo en que toda belleza es política.

Colectivo YoNoFui

Notas sobre Bell, toda belleza es política (Colectivo YoNoFui)

La Nación

https://www.lanacion.com.ar/comunidad/recuperaron-la-libertad-estudiaron-y-abrieron-un-centro-de-estetica-en-palermo-hollywood-si-al-pais-nid03052024

https://www.lanacion.com.ar/comunidad/recuperaron-la-libertad-estudiaron-y-abrieron-un-centro-de-estetica-en-palermo-hollywood-si-al-pais-nid03052024

Tiempo Argentino

Página 12

https://www.pagina12.com.ar/726558-un-colectivo-anticarcelario-creo-una-cooperativa-de-estetica

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La mitad de un echarpe o un canto inconcluso // Horacio González

No es necesario preguntarse qué es lo que queda de la revolución. De la revolución nada queda. Porque la revolución, siempre, es lo que queda. Resto, excedente, sobra, la revolución no es lo que primero existe y después deja una aureola que sus hijos tratarán de asumir, encauzar o retomar. La revolución es precisamente ese algo que queda y que existe solo porque es la aureola, el contorno iluminado cuya única existencia real descansa en ser fugaz. Una moneda fugaz, que alguien tiene en sus manos, como depositario de un incómodo residuo. 

Luisa Michel, una militante de la Comuna de París, cuenta una historia que bien podría caber en una página dibujada por Hugo Pratt. Luego de haber fracasado el “asalto al cielo” de 1871, los communards sobrevivientes son deportados a la isla de Nueva Caledonia, una posesión francesa en la Polinesia. Pasan unos años más, y les toca asistir a una sublevación canaca: los nativos de la isla estaban cansados de los colonos franceses. Luisa Michel simpatizará con los canacos, no así los demás desterrados franceses. Luisa ya había asumido el anarquismo… 

Uno de los nativos canacos, Taiau, estaba empleado por la administración colonial francesa, encargado de llevar alimentos a los prisioneros de Comuna. Taiau se había comprometido con la rebelión y Luisa relata el momento en que se despide de él. El joven canaco iba a nadar bajo una tempestad, para unirse a los suyos. “Entonces, la banda roja de la Comuna, que yo había conservado a través de mil dificultades, la dividí por la mitad y se la di como recuerdo”, dice Luisa Michel.

 Esa banda era el símbolo de los revolucionarios parisinos, que la cruzaban sobre el pecho. Luisa divide esa célebre tiara. Partirá en dos el echarpe-emblema. Nada mejor para representar la idea de revolución como eso “que queda”, eso que excede y se transmite. No hay otra revolución que no sea la transmisión de un resto. Y en el caso de Luisa resulta patente esta situación, pues la escena es exótica e inesperada. Podía haber sido presenciada por el Corto Maltés. Una mujer del París occidental, capitalista, bonapartista y baudeleriana, una mujer anarquista, enérgica habitante de una gran urbe europea, le transmite la mitad de un objeto sagrado, un echarpe a un nativo polinésico en rebelión. ¿En cuál de las mitades escindidas está la revolución? En ninguna, porque la revolución es esa escisión, ese acto de transmitir. 

Preguntarse “qué queda de la revolución” lleva a la nostalgia, a la denuncia de un “desvío” o al anuncio de una “fidelidad” sempiterna. Si la revolución, en cambio, es “lo que queda”, evitamos ser pensionistas de lo que no fue y guardianes de lo que será. Y lo que queda, sin tener por detrás un arquetipo, es siempre múltiple, abierto, inesperado, ilegal, irregular, implanificado, imprevisible, irresuelto. Impensable. 

Muchos han dicho que “la revolución ha terminado”. Lo dijeron muchos de aquellos hombres de la Comuna, y fundaron partidos políticos. Lo dijeron, en 1917, mencheviques, populistas y laboralistas rusos, ante el ascenso implacable del leninismo. Y lo representó Yves Montand en aquella película que así se llamaba, tomada del libro que había escrito Jorge Semprún. He aquí una pareja, Montand-Semprún, asociada implacablemente a esa frase, “La revolución ha terminado”. Pero no es una frase justa, aunque sea sugestiva (pues sugestivo es siempre retratar a los hombres que alguna vez creyeron, en el momento en que ya no creen más). No es justa, porque la revolución nunca termina. Porque para existir, la revolución debe estar siempre en constante estado de despedida. 

Cuenta Trotsky en su Autobiografía que los revolucionarios de Smolny, en los primeros días de la revolución de Octubre, sin saber si iban a durar mucho o poco, se ocupaban de trazar grandes planes escritos de lo que sería la revolución. Si fracasaban, igual quedaban esas palabras “para la historia”. La revolución era eso: no saber si duraría, escribir hacia los vientos. Léase esa Autobiografía, un excepcional documento de nuestro tiempo, para comprobar hasta qué punto una revolución, más que tener un “canon” y luego una “traición”, es siempre esa situación de despedida. 

Despedirse constantemente es lo que siempre ha hecho Ernesto Guevara, revolucionario si los hay. No son apenas sus muy conocidas cartas de 1965 –a Castro, a sus padres y a su hija– las que revelan ese sentimiento. Es preciso leer lo que ha escrito en 1956, casi diez años antes, para saber hasta qué punto esa sensación del que “se va”, compone estrictamente un único retrato. En ese año tan temprano, había escrito a sus padres en Buenos Aires, ante el inminente desembarco en Cuba, que “se despedía en forma no muy grandilocuente pero sincera”, y cita un fragmento de Hikmet: “Solo llevaré a la tumba la pesadumbre de un canto inconcluso”. 

¿Puede asombrar entonces que después dijera, en la despedida postrera, que “he cumplido la parte de mi deber y me despido de ti” (a Castro). Todo era canto inconcluso, una única y entera despedida. La revolución es siempre despedirse. Un revolucionario escucha a Goyeneche cantando “primero hay que saber partir…” y sabe que en esa estrofa de Homero Espósito, hay algo que le atañe. Revolución es despedida que no tiene estada fija, es excedente que no tiene sustancia previa. De este modo, la revolución no es la obra del creyente que después encontrará su reverso, incrédulo, burlón o renegado. Porque si es siempre “lo que queda”, eso nos eximirá de buscar luego a los que la habrían traicionado.

 

* Publicado en la revista Fin de Siglo Nº 3, septiembre de 1987.

¿Requiem para cierta belleza? // Mirta Zelcer

 

    1. El concepto de belleza



El concepto de belleza fue variando en nuestra historia occidental junto con las culturas, la ciencia, la religión y también la filosofía. La belleza de la armonía y la proporción en las obras artísticas griegas quedó lejos del concepto de bellezas artística de los siglos XIX y XX en las que lo aberrante podía ser también expresión de lo bello. Sin detenernos en estos recorridos históricos, proponemos aquí una primera aproximación –parcial, atendiendo sólo a algunos aspectos– a lo que ocurre en nuestra contemporaneidad.



    1. Un lema en la génesis de la Edad Contemporánea



Resulta muy difícil especificar los comienzos y los finales de los períodos históricos. Sin embargo, pareciera haber una convención acerca de que la Edad Contemporánea comenzó en 1789 con la así llamada Revolución Francesa. Este acuerdo considera que la Edad Contemporánea se extiende hasta nuestros días. 

 

Ocurrió que el lema “Libertad, igualdad y fraternidad” se estrelló con las evidencias de la vida que el capitalismo generaba. Mediante la propiedad privada, la libertad de comercio y –sobre todo– con la Revolución Industrial en Inglaterra que trajo la producción en masa y también la explotación del asalariado, se fue intensificando la concentración de las riquezas y la expansión colonial. Todo ello consolidó la instauración del modo de producción capitalista tiñendo las subjetividades de los ciudadanos mediante los valores del mérito personal, la competencia y el individualismo. Este capitalismo se volvió una forma de vida dominante. Las personas se vieron enredadas entre las consignas del lema francés y la realidad de la brutal utilización de los cuerpos para el usufructo del capital. 

 

El divorcio entre la vigencia discursiva del lema y la realidad miserable de las vidas concretas de aquellos tiempos no fueron toleradas de manera pasiva. Así, se produjeron grandes revueltas sociales que fueron acalladas por la Gran Guerra. Aún no se sabía que los horrores de tales beligerancias contemporáneas recién comenzaban. La búsqueda de la dominación, junto con la necesidad que los hechos que estaban teniendo lugar fuesen aceptados, hicieron que la hipocresía impregnara todo tipo de comunicados. De modo tal que esa hipocresía tuvo una función práctica: la aceptación de esos mismos hechos.



    1. Lo minoritario y la aberrancia



Al abordar el concepto de lo minoritario, Deleuze y Guattari (Deleuze, Guattari, 2012) nos advierten que esta noción nada tiene que ver con el número; lo minoritario no es simplemente un grupo pequeño dentro de una sociedad, sino una forma de ser, un devenir. Se trata de aquello que aparece sin una predefinición, se presenta de manera intempestiva. Tal rasgo condiciona tanto un movimiento continuo con sus potenciales cambios, como la construcción de realidades insospechadas, lejos de las normas que homogenizan a las personas mediante sus representaciones y percepciones. Se trata de la aparición de pensamientos y conductas desviadas con respecto a las representaciones previas dominantes que uniforman los modos de percibir y de sentir (y entonces, de pensar y actuar en consecuencia). Lo minoritario aparece a partir de una transformación de aquello que se considera “normal”, descentrándose de lo habitual, alterando y desarticulando estructuras. Es, en el fondo, una lucha contra la subjetividad instituida. 

 

En la filosofía de Deleuze el concepto de lo minoritario está íntimamente entrelazado al de la aberrancia (Deleuze, 2012). Los movimientos aberrantes los descubre en los flujos vitales que terminan siendo disruptivos frente a los dispositivos del poder capitalista. Es una fuerza creativa que se aparta del orden instituido y que carece de las formas habituales de producción del arte. Nuestros autores encuentran este tipo de movimientos en la literatura kafkiana.



    1. Lo aberrante en las letras y la filosofía



4.1. Franz Kafka

 

La obra de Kafka estremece nuestra sensibilidad con interrogantes existenciales frente a la obligatoriedad cruel que impone el sistema social. ¿Qué sentido tiene la vida en esta sociedad que angustia y despersonaliza, que obliga a la obediencia a-crítica y opresiva? Una obediencia que no ofrece explicaciones, que aliena y que es injusta, que posee una lógica de procedimientos que encierra y no ofrece salida alguna. Nada se comprende. 

 

Ante estas confusiones no hay evasivas. Frente a tal omnipotencia sólo queda el acatamiento, la despersonalización o bien, como lo hizo Kafka, desertar de ella describiendo las conmociones que esta realidad social provoca. 

 

Los escritos de Kafka sólo traían inquietudes y angustias personales sin desenlaces de ningún tenor. La escritura de este autor resultó extremadamente controversial para su época: sus textos fueron considerados tan aberrantes que Kafka mismo no osó seguir publicándolos[1].

 

4.2. Antonin Artaud

 

La obra de Antonin Artaud, poeta y dramaturgo, también resultó controversial para su época. Lo fueron tanto sus obras teatrales como su poesía. Ese rechazo continúa aun hasta hoy.

 

¿Cuál fue la búsqueda de Artaud a través de su labor artística? Artaud desconfiaba del arte hegemónico, del que creía que sólo conseguía el endurecimiento de los sentimientos mediante el raciocinio. Desafiándolo, quiso que tanto el teatro como su poesía dejasen huellas emocionales que sensibilizaran las críticas sociales que en él anidaban. Cuerpo y emoción fueron indisolubles para Artaud. De allí, su invención del teatro de la crueldad con el uso del lenguaje no verbal. La desarticulación de la lengua en el teatro y en su poesía destrozaban los protocolos convencionales. 

 

Consideró la locura (su locura) como una especie de manantial del que surgían descubrimientos inesperados y sorprendentes, puesto que, en la locura, el mundo real aparece y se exhibe desenmascarado en su irracionalidad[2].

 

Además –y al igual que ocurrió con Kafka– creaba tensiones sin resolución. Su producción fue rechazada por escandalosa, por su crudeza y porque fue considerada aberrante[3]

 

4.3. Friedrich Nietzsche

 

La potencia de los escritos nietzschianos atravesó muchos otros espacios fuera del suyo propio. Incluso fueron usados políticamente. Considerado un “Anti Cristo”, tanto él como sus producciones fueron vistos como aberrantes. Su valoración negativa de la cultura occidental por su incapacidad de incorporar al caos en su pensamiento y en las ciencias, fue en contra de la racionalidad absoluta occidental. Nietzsche pensaba la exclusión del azar como una debilidad de los sujetos de esta cultura.

 

Sus críticas a la filosofía griega y a las religiones, en especial a la fe cristiana y su moralidad, cuyo efecto despreciable es la esclavitud psicológica, le valieron la impugnación absoluta de toda su obra. 

 

Derribando certezas, desechando la compasión y los resentimientos, produciendo un cambio en los valores establecidos (transvaloración), fue y es considerado un pensador que ataca los cimientos de Occidente.

 

Su método para entender los valores sociales y religiosos se valía de la investigación de los orígenes de estos valores, demostrando que se trataba de construcciones. Este hecho resultó ser una afrenta a la cultura occidental que se basaba –y se basa– en la trascendencia de los valores sociales y religiosos. Para Niestzche estos no eran eternos ni objetivos[4].

 

No sólo cierta literatura fue considerada aberrante. Veamos algunos casos de la pintura.



    1. Lo aberrante en la pintura



5.1. Edvard Munch

 

En los finales del siglo XIX, la situación general en Europa mostraba una inestabilidad creciente debido a huelgas de trabajadores, conmociones políticas, y la depresión económica a la que se le dio el nombre de “Pánico de 1893”. Ese mismo año, el noruego Edvard Munch presentó su obra El Grito. Esta pintura es una más de una serie llamada “Friso de la Vida” en la que el artista hace palpable las angustias que depara la modernidad en el amor y en la muerte. Sin embargo, en El Grito se evidencia la desesperación angustiante que provocaban los cambios sociales. Allí encontramos una figura humana aterrorizada a la que el miedo la deforma, que impacta con sus manos, sus ojos desorbitados y su boca abierta. 

 

 

También esta obra resultó escandalosa. Incluso, como en el caso de Artaud, el artista fue considerado fuera de quicio. Las duras críticas emergieron por el desconcierto y el rechazo que provocaba la presentación de una figura tan aberrante. Al igual que las demás producciones aquí señaladas, y por el rechazo en su aceptación inicial, podemos considerarla como un arte minoritario.

 

5.2. Pablo Picasso

 

Años antes del Guernica, también Picasso exhibió en sus obras la demolición de aquello que se consideraba coherente como forma de figurar tanto el cuerpo humano como los paisajes. En sus obras, las morfologías presentan un interior y un exterior simultáneos. Una de las formas es la aceptable socialmente. La otra, oculta en función del disimulo social, resulta monstruosa, atroz. La primera es consciente. La otra, velada para la persona misma, resulta casi amenazante. Ambas son nuestras, existen en todos los convivientes de nuestra civilización, y se encuentran entrelazadas en la vida sociopolítica. 

 

 

En 1937, con las ascensiones de los fascismos en los gobiernos europeos, realiza el Guernica en el que resume no sólo las atrocidades de las guerras, sino también la sociedad que las produce. Una sociedad que conlleva infelices desastres para las vidas que de ella dependen. Su obra, en un principio, resultó minoritaria, ya que fue una crítica a lo establecido y a los absolutismos. 

 

5.3. Otros casos

 

Podríamos agregar a Egon Schiele con sus rostros cadavéricos, a Vincent van Gogh con sus hermosos floreros con algunas margaritas fláccidas o una bella noche estrellada con un hálito siniestro que la recorre, etc.

 



    1. La belleza de lo atroz



¿Qué tipo de belleza puede tener lo que fue considerado atroz? Si observamos lo ocurrido con los casos revisados en este escrito, encontramos se trata de obras que se desvían de la belleza tradicional, armónica, narcótica y placentera. Figuras e imágenes sin proporciones fueron rechazadas por los críticos literarios y los del arte pictórico. 

 

Si hacemos un listado de los rasgos observables en las obras, tanto en la literatura como en la poesía podemos encontrar algunos tópicos que insisten: desde el dolor y el sinsentido de la vida de la modernidad, mostrando lo cruel y absurdo de su organización, hasta la burla de sus valores y sus normas. La rebeldía de tener que adecuarse a lo inadecuado y el sufrimiento subjetivo que este hecho suscita. Ninguno explica nada: sólo muestran dolorosamente que se trata de un sistema tenebroso. Es una belleza que duele, en la que hay torturas del alma y del cuerpo en las que los deseos no tienen lugar. Sólo muestran mutilaciones que no cesan, lesiones que no curan, putrefacción. Una intensidad inquietante que perturba, fastidia. Expresan un malestar colectivo desde la experiencia personal; sin embargo, todos coinciden en señalar la hipocresía social que incluye el sufrimiento subjetivo. Perceptos y afectaciones que conmueven a través de la visión y de la lectura.

 

Veamos qué ocurre con el concepto y los criterios de belleza en nuestra actualidad. 



    1. El cinismo y la hipocresía



Durante la presentación de su libro[5] Paula Sibilia[6] puntualizó algunos cambios civilizatorios de nuestra coyuntura. Una de las realidades consiste en que la tecnología abrió la laxitud en los tiempos y los espacios. Tan ilimitada es esta apertura que ya no se comparten realidades sociales. El deseo, afección que en la actualidad resulta abierta a lo infinitamente posible, sustituye al deber. 

 

Agrega Sibilia que el criterio de verdad es el “yo” como autorreferencia desde donde surge esta verdad. Tenemos numerosos ejemplos de gobernantes que administran según su propia “verdad” en la que advierten sólo sus deseos. Estas características fundamentan el nombre de su libro: De la vieja hipocresía al nuevo cinismo. Desde aquí nos preguntamos ¿Cuál es la diferencia de estas posturas?

 

Separadas ambas de cualquier ética, las diferencias basculan entre la moral y la verdad. El cinismo desprecia a ambas. No toma en cuenta ni le interesan los juicios ajenos a pesar de que lo que dice es injurioso, insultante, infame y humillante. Además de grosero. Es “honesto”, “sincero”. No finge. La hipocresía, en cambio, oculta su verdadera conducta e intención. Su apariencia es engañosa ya que exhorta a la conducta moral. 



    1. El descaro de lo aberrante



Desde aquí, podríamos decir que no toda la hipocresía mutó en cinismo. Este último enajena, aturde y desorienta la visión de la hipocresía, que se mantiene necesaria para que el texto enloquecido envuelva y dificulte la comprensión de lo básico: la concentración cada vez mayor de poder y de recursos apelando a cualquier medio por más letal que éste sea. Para sostener esto, en las nuevas políticas, las concretas vidas humanas no entran en consideración: son ignoradas. 

 

Ahora bien: si hemos visto que la belleza de las obras del siglo XIX y XX tiene que ver con el develamiento de la falsedad que la hipocresía social y política ocultaba, y que esta impostura estaba custodiada precisamente por toda la cultura mayoritaria, nos preguntamos en qué consistirá la belleza de las producciones contemporáneas, siendo que la “verdad y sinceridad” del cinismo es hegemónica en el mundo actual. 

 

Si la intencionalidad del sojuzgamiento y de la destrucción es manifiesta, pero textualmente el fingimiento de la acumulación de poder y riquezas está oculta, ¿cómo será la nueva producción de obras bellas? ¿Deberíamos complacernos viendo la exhibición del arte de la destrucción mostrado impúdicamente, tal como se lo está haciendo? Lo aberrante cambió de lugar y de sentido; ya dejó de ser minoritario: está gobernando, teñido de la omnipotencia que le otorga su cínico descaro.

 

Fuentes y referencias

 

Deleuze, G. y Guattari, F. Mil mesetas- Capitalismo y esquizofrenia. Traducción José Vázquez Pérez. Pretextos. España, 2012.

 

Nietzsche, F- Así habló Zarathustra : un libro para todos y para nadie. Editorial Alianza 1972

 

¿De la hipocresía al cinismo? Desplazamientos del suelo moral – FyP Abierto con Paula Sibilia // www.youtube.com/watch?v=wKBz7LGENzY

 

[1] En En la colonia penitenciaria la tortura del «aparato peculiar» que se describe consiste en la escritura en la carne humana de argumentos indescifrables e incomprensibles. Tan es así que los encargados de administrarlo se someten voluntariamente a él. En El proceso, manuscrito inconcluso de Kafka, el protagonista es encarcelado sin sentido ni razón conocida por él. Por lo tanto, no sabe de qué debe defenderse. La ley y la justicia resultan de ese modo inaccesibles. La opresión es absoluta. Fue escrito entre 1914 y 1915. Finalmente, en La metamorfosis la familia aparece como una hostil herramienta para la producción capitalista. Alienado en sus deseos, en su trabajo y en su corporeidad, queda aislado. Sin embargo, con sus pensamientos humanos consigue llevarnos a una profunda crítica social.

[2] A fines de los años ´60 y principios de los ´70 del siglo pasado, hubo, en el instituto di Tella, un colectivo teatral llamado Grupo Lobo que llevaba a cabo la experimentación escénica propuesta por Artaud.

[3] Dice en Para acabar con el juicio de Dios (1947): “No es verdad que la vida sea seria/ni que la muerte sea grave. /Lo grave es este cuerpo que no obedece/y esta lengua que no corta”. En El ombligo de los limbos (1925): “He nacido de una idea que no era mía, /me retuerzo en la niebla de un vientre que no deseé / y sin embargo, grito con la voz de todos los que/no pueden hablar”.

[4] Dice en Ecce homo: la moral de la decádence, la voluntad de final, vale como moral en síes el valor incondicional que se concede a lo no-egoísta. A quien esté en desacuerdo conmigo en este punto, a ese lo considero infectado…”. (pág. 115)

En Así habló Zaratustra un libro para todos y para ninguno formula: “Zaratustra descendió solo de la montaña, y a nadie encontró en su camino. Pero no bien se hubo internado en el bosque, se encontró con un anciano (…) «Y ¿qué hace, el santo en el bosque?»‘, preguntó Zaratustra. Y el santo contestó: «Hago canciones y las canto, y cuando las compongo, río, lloro y murmuro: y así alabo al Señor y murmuro: y así alabo al Señor. Cantando, riendo, llorando y murmurando. Alabo al Señor mi Dios. (…) Y en esto separáronse los dos, el anciano y el hombre, riendo como dos muchachos. Así que Zaratustra estuvo solo, dijo para su capote: «¿Pero es posible? ¡Este santo varón, aquí, en su bosque, no se ha enterado todavía de que Dios ha muerto!” (págs. 14 y 15).

Y luego: “Al conocer, siento la voluntad de crear y la alegría del devenir; y si hay inocencia en mi conocimiento, es porque en él existe la voluntad de crear. Esta voluntad es la que me alejó de Dios y de los dioses, porque ¿qué podría yo crear si hubiera Dios?” (pág. 70). 

Más adelante: “ahora yo quisiera, célebres sabios, que os despojarais de la piel del león y la arrojarais muy lejos. ¡La piel multicolor de la fiera y la velluda del investigador, del explorador, del conquistador! ¡Ah! ¡Para que yo crea en vuestra ‘veracidad’, debéis romper primero vuestra voluntad de veneración! La voluntad del león quiere ser hambrienta, violenta, solitaria y sin Dios. La voluntad del hombre veraz está emancipada de la felicidad del esclavo, está redimida de los dioses de las veneraciones, es intrépida y terrible, grande y solitaria. Los veraces vivieron siempre en el desierto” (pág. 85).

[5] Ver https://www.youtube.com/watch?v=wKBz7LGENzY

[6] Paula Sibilia es antropóloga. Investiga temas culturales contemporáneos, las subjetividades y su relación con lo mediático. Es doctora en Salud Colectiva por el Instituto de Medicina Social de la Universidad de Estado de Río de Janeiro y en Comunicación y Cultura por la Escuela de Comunicación de la Universidad Federal de Río de Janeiro.

Marx y Artaud en la espera // Diego Sztulwark

Desde Horror Vacui,  leí cada libro de Santiago López Petit como un acontecimiento único. Cualquiera que conozca o haya leído a López Petit podrá reconocer esa particular experiencia. Sus libros constituyen la zaga de lo que llama el querer vivir. Página tras página, se trata de mostrar que ese querer vivir se opone moralmente a la vida. Lo que parece un juego de palabras es un proceso de rigurosa diferenciación conceptual. Sus libros, sus clases –quizá también su modo de existencia– es la de un filósofo inmerso en procesos vertiginosos de politización. La Vida es aquello que se nos amenaza y aplasta cada vez que nos proponemos vivir una vida. Por el contrario, se trata de hacer del querer vivir un desafío contra esa Vida. La Vida es el orden que hace de nuestro vivir un término de su reproducción. La Vida se ha vuelto algoritmo. Tal el punto de partida de su último libro: Tiempos de espera. Marx, Artaud y la fuerza del dolor (Verso, 2025).

Creo entender de lo que habla Santiago. Leo: “el nosotros es en todo tiempo y lugar una victoria política”. Lo que leo es que el advenimiento del nosotros “es” una victoria (y no que el nosotros vencerá). Y esto es así porque la política (el hacer política) se opone a la politización (que no se deja separar ni representar). En otras palabras: la política instala un discontinuo que impide toda politización. De ahí que el nosotros victorioso se opone a la victoria del nosotros. El nosotros que toma el poder barre con el poder victorioso de un nosotros que es fuerza irreductible del querer vivir. No se trata de la Vida, sino de otra cosa. Esa otra cosa tiene entre sus nombres próximos la fuerza del dolor. Todo lenguaje que no arraigue en esa fuerza –todo discurso que no surge de una desesperación autentica– queda el lado del poder: del lado del desencuentro entre Marx y Artaud.

Hijos de la noche
fue publicado en Ed Bellaterra en Barcelona en 2014. Un año después lo editó Tinta Limón en Buenos Aires. A pesar del plural, ese libro describía en lo esencial un trayecto singular. La noche como única alternativa a una vigilia en la cual la única novedad epocal era “la nihilización de la vida”. “mi vida, es mi capital”. Vivir como un encierro del querer vivir “en una vida privada”. Frente a ello, Artaud representaba la resistencia mediante el propio cuerpo tal como es, sin pretender alguna de conocerlo más allá de su voluntad de resistencia cotidiana. Se trataba de leer a Marx desde Artaud. Es decir: tomar como punto de partida el agobio existencial. Sólo el sufrimiento  persiste ahí donde lo político neutraliza la vida pública. El malestar que produce la vida como único heredero del potencial radical-crítico del proletariado. Se trataba de hacer del dolor la base de operaciones para atacar la realidad. Marx con Artaud quería decir: más rabia y más estrategia. Artaud contra el aristocratismo de Niestzsche. Artaud, hijo prototípico de la noche. Artaud, “conatus materialista”, arraigo en el sufrimiento somático. Artaud, para romper mejor los marcos tradicionales de lo filosófico, y de lo político, respecto a las lecturas de la enfermedad. El libro terminaba afirmando: “pronto llegará la noche. No hay marcha atrás. Volveré a leer a Marx. La guerra continúa”.

Una década después, Marx y Artaud son recorridos, expuestos en sus proyectos, límites y fracasos. Dos vidas políticas con pocos puntos en común. No hay “y” que los unifique. Dos que nunca resultaron vencidos. López Petit opera respetando la distancia inabordable entre el autor de El capital y de El teatro y su doble. Los hace enfrentarse, hasta hacer emerger una zona de vacío -al que llama “entre”-, que permite retomar la fuerza de rechazo, de desafío, de nada y de dolor sin la cual las fuerzas productivas quedan objetivadas como capital y el impoder queda esterilizado como mera impotencia. Es preciso retomar el malestar social en lo más singular de cada quien, reanimar un teatro de la verdad capaz de recrear la sensación del peligro envuelto en la “mediación fascista”. Es preciso hacer de la revolución un impensado. Hacerle un cuerpo sin órganos al intelecto general. Fascista es la traducción de diferencia como jerarquía: es neutralización política. El neofascismo actual habita –al menos por ahora– la democracia. Frente a él resistir es crear espacios de subsistencia. Tiempos de espera fue escrito durante la cuarentena y es uno de los textos más conmocionantes de la pandemia. Leo: “nada es político, todo es politizable”; «espera es desesperación», es decir, “extraña alegría de luchar”. Me digo que la fórmula de la desesperación es kafkiana: buscar una salida donde no la hay. Creo entender a Santiago López Petit cuando escribe: “Supervivencia a la espera de la revolución”

Carta a las viejas y a las nuevas militancias // Emiliano Calarco y Matías Blaustein

Frente a un Capitalismo neoliberal y un Estado neofascista la alternativa es extraparlamentaria: la disputa es por construir poder directo del pueblo



La rabia impotente

Vivimos atravesados por una catarata interminable de análisis sobre la coyuntura. Todo es urgente, todo es inmediato. Apenas ocurre un hecho, ya hay un aluvión de lecturas, interpretaciones, opiniones que intentan decirnos qué pensar sobre lo que pasó. La velocidad de los acontecimientos viene acompañada de una velocidad igual —o mayor— en la producción de sentido. Cada evento político o social parece detonar una maquinaria automática de artículos, paneles, hilos y crónicas que se reproducen y se consumen casi al instante. Un público ya entrenado para estar “informado” los recibe, los digiere, los comenta, y también genera sus propias versiones —aunque más pequeñas y con menos alcance—. Pero todo eso dura poco. Unos días, a lo sumo. Luego aparece otro tema, otro escándalo, otro dato que nos exige atención y vuelve a activar la rueda. Esta lógica se parece mucho al chisme: un ciclo constante de novedad, reacción, olvido. Lo político se volvió espectáculo, y cada semana hay que ofrecer algo nuevo que capte la atención, aunque no cambie nada de fondo. Nos mantienen en vilo, pero sin movernos de lugar.

Pero más allá de su dinámica chimentera, más allá de los oportunistas que buscan sacar provecho de este modo intensivo de producción ¿a qué se debe su éxito? Arriesgamos: esta catarata de análisis se consume para ocultar nuestra impotencia frente a la realidad. Se relata una realidad como una forma ficticia de poder intervenir sobre ella, una forma segura de decir algo sin poner en juego ninguno de los límites establecidos, se dice (mucho) para no correr el riesgo de tener que hacer, porque en el riesgo del hacer, del unir el decir con el hacer, está el límite secreto de esta democracia. La vieja tesis 11 nos dice que la filosofía se encargó de interpretar la realidad cuando de lo que se trata es de transformarla. Podríamos cambiar la frase y decir la actual militancia se ha encargado de analizar, de comentar la realidad cuando de lo que se trata es de transformarla. Los excesivos análisis, inmediatos a los acontecimientos, la ensordecedora catarata de opiniones, no hacen otra cosa que ocultar nuestro estado de impotencia; al no poder actuar en la realidad de forma efectiva creemos que analizándola la podemos transitar.

Fuimos reducidos a ser espectadores individualizados, cuando mucho comentadores de nuestra propia realidad, estamos encerrados en un laberinto de imágenes que nos hablan todo el tiempo sobre nuestra impotencia y nos impiden salir de ella. Como paradoja del avance del liberalismo, autoproclamado libertad, la completa pérdida de agencia, la terrible sensación de no poder hacer nada frente a los genocidios y represiones hoy en día transmitidas en vivo y en directo. Es necesario entender cómo llegamos a este punto donde nuestras acciones oscilan entre ser espectadores y encontrarnos -en el mejor de los casos- a la defensiva. La gran pregunta que nos motiva es ¿cómo pasar de la pasividad a la acción agenciada, de una posición defensiva a una ofensiva, es decir como retomar la iniciativa en la lucha de clases? Para abordar esta pregunta resulta necesario repasar, repensar, en primer lugar, el camino que nos hizo llegar hasta aquí.



Milei, caos y confusión: caracterizaciones promedio en la Argentina, año 2025

¿Cómo fue que compramos tan fácil -podríamos decir alegremente- esta idea de que son libertarios y anti-estatistas quienes en realidad no han venido sino a fortalecer un Estado represor, ajustador, entreguista y negacionista que aniquila conquistas, derechos y libertades populares para garantizar la ganancia empresarial, el libre mercado y el capitalismo más brutal? Pongamos algunos ejemplos tan concretos como falaces a modo de ilustración:

Premisa A: Incendios forestales, alta incidencia de cáncer en pueblos fumigados.

Conclusión A: Estado ausente.

Premisa B: Desmantelamiento de la universidad, la ciencia, la salud y el sector público en su conjunto.

Conclusión B: Achicamiento y destrucción del Estado.

Premisa C: Negacionismo y destrucción de las políticas de DDHH, ambientales y de géneros.

Conclusión C: Ser libertario es sinónimo de negar derechos y libertades.

Premisa D: Ajuste a la clase trabajadora, represión a las y los jubilados.

Conclusión D: Votaron por esto, era lo que querían, hizo todo lo que prometió.

Estos conceptos, estas caracterizaciones, todas problemáticas, confusas, contradictorias, forman parte del actual sentido común, del imaginario colectivo de buena parte de quienes hoy se oponen a las políticas de Milei. Esto implica -por un lado- una victoria pedagógico-política de Milei (y podríamos decir de sus antecesores en el gobierno, una victoria de los partidos patronales) a la hora de generar subjetividad en las masas. Esto implica -por el otro- la necesidad urgente de recuperar conceptos y caracterizaciones generados por la propia clase trabajadora con el objeto de poder ubicarnos en mejores coordenadas para, si se pretende enfrentar a un enemigo poderoso, por lo menos entender de qué enemigo hablamos. Es hora de comenzar a separar la paja del trigo si no queremos seguir por un camino pantanoso en que a los neofascistas se los toma por libertarios, a los conservadores se los llama comunistas y a los troskistas se los denomina kirchneristas, solo por dar algunos ejemplos burdos de lo que se escucha en el día a día. Tuvo que resurgir de sus cenizas el viejo y querido Osvaldo Bayer, derrumbado su monumento, para que se recuperase la memoria sobre el verdadero significado del concepto de libertario.

Así las cosas…

¿Recuerdan cuando caracterizábamos la última dictadura militar como “Terrorismo de Estado”? Pareciera ser que según el actual sentido común reinante deberíamos haber hablado en realidad de un Estado ausente que no estuvo, o se olvidó de estar para evitar las detenciones, las torturas y las desapariciones.

¿Recuerdan cuando ante la desaparición y asesinato de Santiago Maldonado gritábamos “el Estado es Responsable”? Hoy parece que en realidad lo que quisimos decir es que -durante el macrismo- el Estado se achicó tanto que no pudo ayudar a Santiago Maldonado a no “ahogarse”.

¿Y cuándo hablábamos de extractivismo como política de Estado? Ahora en cambio los incendios, las inundaciones, las sequías, las contaminaciones, los enfermos y los muertos son testigos mudos de un Estado ausente, que no estuvo, jamás pasó por ahí a cuidarlos, a maternarlos. Parece que no hubo un Estado responsable de tales desdichas.

¿Recuerdan cuando libertario era sinónimo de anarquista, de apoyo mutuo, de solidaridad? ¿O se acuerdan de la firmeza del brazo libertario, aquella de “Hasta Siempre”, la canción de Carlos Puebla? Hoy unos y otros podrían -pareciera ser- haber militado en las filas de Milei, si tan solo fuera por lo rápido que el progresismo y buena parte de la izquierda ha decidido regalarle tan caro concepto a La Libertad Avanza.

¿O no se habla de Estado genocida para caracterizar hoy al de Israel, o ayer al de España y Argentina en relación con las mal llamadas “Conquista de América” “Conquista del desierto” o en relación con la Masacre Pilagá? Quizás, siguiendo el derrotero del revisionismo actual deberíamos llamarlos “Estados libertarios”. O quizás les convenga mejor el rótulo de “Estados ausentes”, aquellos que no pudieron evitar que se lleven a cabo tales catástrofes (seguimos en modo ironía ON, aclaramos).

¿Recuerdan cuando Milei prometió perseguir a los zurdos, acabar con la ideología de género, cerrar el CONICET, terminar con la casta, no descargar el ajuste sobre el pueblo, ni sobre los jubilados? ¿No será que prometió muchas y diferentes cosas -incluso contradictorias- como para luego cumplir aquellas que sirven a ricos y poderosos incumpliendo con aquellas que sonaban bien en los oídos del pueblo trabajador? ¿No habíamos escuchado ya antes el canto de las sirenas cuando aquello del “salariazo y revolución productiva”, o con eso de “terminar con esta fiesta para unos pocos”? Segmentar el discurso y mentir, nada nuevo bajo el sol: ajuste y palos para el pueblo, toda la casta de vuelta (Bullrich, Caputo, Scioli y tantos otros), juntándola en pala.



¿Destruir el Estado? Una polarización ficticia: lejos de un Estado ausente, lo que brilla es un estado de fuerte (y premeditada) confusión

Cada vez que una institución o espacio público está en juego vemos como se activa cierto sentido común que habla de achicamiento o retirada del Estado. Entendemos que esa idea caló hondo en el pueblo argentino y casi como un reflejo éste, incluida buena parte de una izquierda cada vez más desorientada, sale a defender al Estado -como si estuviera en riesgo- en lugar de defender al sector público, a sus laburantes. Como si no fuera el propio Estado quien destruye conquistas, derechos, vidas en connivencia con los intereses corporativos.

Este sentido común se sostiene en una idea de que existe una oposición natural entre el Estado y el Mercado a los cuales se le asignan categorías morales, uno es bueno y el otro es malo o a la inversa según quien cuente el relato. De este razonamiento se desprenden formas de lucha e imaginarios que terminan empantanando luchas y nos impiden una identificación real de nuestros enemigos, pero sobre todo de nuestros propios intereses de clase. Por más que para gran parte de lo que se llama el campo popular suene contraintuitivo hay que decirlo: el Estado no te cuida, el Estado no garantiza derechos, ni es una herramienta de igualación social. El Estado, en tanto que relación social de dominación de una clase minoritaria y privilegiada sobre una clase mayoritaria cada vez más pauperizada, es un elemento imprescindible para el funcionamiento del capitalismo, y lo es en todas sus versiones ya sea entregando recursos o realizando genocidios. Pero sobre todas las cosas sin Estado no hay dictadura del Mercado. Se sirven mutuamente.

Sabemos que los discursos de los políticos del régimen se apoyan en esta confusión, no es inocente. Todos saben que a ellos, los de arriba, el Estado sí los salva, garantizando la protección de sus privilegios.

Pensar que el “Estado presente” soluciona los problemas que tiene la clase trabajadora, que juega un rol “igualador” en la sociedad interviniendo en los mercados para “reparar sus fallas” es sólo una ilusión y no es menos fetichista que la idea de que el mercado se autorregula. Como tal, el fetichismo, lo que hace es transferirle propiedades a algo que en realidad no tiene, su función es mantenernos encadenados a una ilusión sin poder identificar el camino correcto. Pero este fetichismo estatal lo que realmente oculta es nuestra existencia en tanto trabajadores, en tanto clase social que está en lucha con otra, es decir oculta la lucha de clases, el verdadero terreno donde se consiguen conquistas y el único donde se le puede poner un límite al capitalismo.

Al soslayarse la lucha de clases, al fragmentarse la clase trabajadora, dispersa y desorientada, es presa fácil de las promesas y la ilusión de un Estado presente, de bienestar, identificándose con él. En esta operación de supervivencia hay una trampa: se reemplaza la lucha de clases por una lucha imaginaria entre Estado y Mercado. Se mutila nuestra imaginación política al punto de que no se pueda pensar en nada que no sea un “Estado presente». Ante el avance del neofascismo, sectores progresistas y de izquierda repliegan sobre el Estado en lugar de replegar sobre la clase. Y curiosamente, por más que lo nieguen quienes son parte de esta política estatista, quedan a merced de una curiosa pero antigua política individualista: las elecciones burguesas, que se presentan como única política valida, una suerte de sucedáneo de democracia que invisibiliza el proceso de delegación en los aparatos partidarios que sostienen tanto al Estado como a su socio, el propio capitalismo. Cómo decíamos más arriba no es algo inocente, es una operación política que tiene como objetivo eliminarnos a lxs trabajadorxs en tanto sujetos para poner en ese lugar al Estado, reduciéndonos al papel de espectadores y comentadores que ven la realidad a través de una pantalla, cual si fuera el fútbol de los domingos.

Es sobre este mito del Estado presente desde donde se construye la idea del reformismo y el parlamentarismo (que contiene al peronismo, al radicalismo y a buena parte de la izquierda nacional), claro límite con el que nos encontramos quienes queremos construir una política de intención revolucionaria. El no emerger como sujetos, el delegar la política en el aparato estatal y en sus representantes, el pretender disputar el Estado (¿cómo podría disputarse una relación social de dominación burguesa?) en lugar de apostar a la lucha de clases, es el terrible aprendizaje del genocidio militar. Pero ¿por qué tiene tanto éxito el reformismo y la delegación en nuestro país? Porque el proletariado, cuando emerge como sujeto, como autoconciencia, como clase, cuando de forma autoorganizada toma en sus manos su destino une la palabra con la acción, así fabrica su verdad. Pero esta verdad resulta inaceptable para la clase dominante, en tanto y en cuanto conlleva un peligro de muerte y es por eso que centra buena parte de sus recursos en instalar una ilusión, una ficción, una fábula que nos es ajena, y que resulta sostén fundamental del actual sistema-mundo.



Las consecuencias de una historia sin nosotrxs

El Estado presente ha funcionado como una suerte de caballo de troya para (o contra) la clase trabajadora. En los últimos años fuimos testigos de situaciones realmente incoherentes en las que señalábamos al Estado como responsable por la desaparición y muerte de un compañero y a los días se hablaba de fortalecer al Estado para garantizar derechos, para recuperar la Nación. Estas incoherencias no fueron gratuitas y erosionaron la confianza en sindicatos, centros de estudiantes, corrientes políticas, etc. que priorizaron la vida política del Estado a la intervención dentro y para la clase trabajadora. Hablamos de paros selectivos según el gobierno de turno, de tolerancia extrema a la precarización de la vida, al aumento -gobierno tras gobierno- de la pobreza, con tal de no dañar la gobernabilidad, de garantizar años electorales, de no “hacerle el juego a la derecha”. Una parte no menor de la clase trabajadora escuchaba esos discursos y miraba las prácticas que de él se desprendían e intuitivamente desconfiaba. El laburante de a pie, por más que se lo subestime una y otra vez, tiene muchas veces formas más materialistas de pensar que las militancias que se encierran en relatos, ideologicismos y construcciones idealistas. Esto es un índice de hasta qué punto las tendencias políticas están colonizadas por el mito del Estado benefactor. Estas personas “sueltas” que no sostienen compromisos con corrientes políticas suelen tener menos problemas en percibir y señalar las incoherencias de los distintos discursos que circulan en el campo popular. El voto castigo, la bronca, el malestar habla más de la confusión en que se ha venido sumiendo el intelectual progresista y la socialdemocracia que de las equivocaciones o la presunta fascistización de un pueblo que encuentra en las elecciones la libertad de elegir entre el hambre y las ganas de comer. En definitiva, confundir al Estado con el cuerpo propio resulta letal. Pero entonces si el Estado, en definitiva, no es nuestro cuerpo, si no es cierto que el Estado somos todos ¿cuál es nuestro cuerpo? ¿Cuál es el colectivo del que formamos parte?

Nuestro cuerpo es un cuerpo colectivo, es el cuerpo de la clase trabajadora. La última vez que en nuestro país mostró su potencia sublevada fue en diciembre de 2001, el momento bisagra donde se corrieron los límites impuestos por la última dictadura militar, donde el pueblo deliberó y actuó, no a través de sus representantes sino a través del poder directo, recuperando el valor original del término democracia. Más allá de algunos dignísimos fogonazos acaecidos durante los gobiernos de Macri y Milei, en términos generales, luego del 2001 -y muy consciente de esto- la clase dominante decidió que teníamos que olvidar esa experiencia e incluso renegar de ella, transformando un hecho virtuoso, una pueblada contra el ajuste y el estado de sitio, en una historia de llanto. Fue cuando el reformismo tomó las riendas y reescribió el 2001 en formato de tragedia.

Estas formas de ver y hacer política se expandieron e hicieron mella en las conciencias, tal es así que durante los últimos momentos del kirchnerismo se tildaba a toda experiencia que no tuviera como objetivo y centro de gravedad al Estado como marginal. La militancia pasó de luchar y crear poder popular a aplaudir jefes y caudillos. La acción callejera, la acción directa encontró su techo en el marchódromo, una nueva institución cuyas tácitas reglas implicaron en la práctica el señalamiento como servicio de cualquiera que tirase una piedra, como infiltrado aquél que pintara un grafiti o prendiera un fósforo. Se extinguieron por completo los imberbes, devenidos en poco más que aplaudidores. La putrefacción del orden político arrastró a buena parte de la izquierda, que le encontró el gusto a ser furgón de cola en las elecciones burguesas, que se encontró cómoda y confortable en las tribunas del parlamento de una democracia de la derrota.

La eliminación de la historia del movimiento piquetero, el ocultamiento de su origen fue una técnica de desarme de la clase trabajadora por parte de la clase dominante. Lo sorprendente fue el éxito que tuvo, hasta qué punto penetró en las consciencias que se movilizaron durante la década del 90 y los primeros años 2000 y renegaron de sus propias experiencias. El desarme, el olvido de lo aprendido y de la propia capacidad de fuego fueron realmente profundos. Pero entonces, en definitiva ¿qué hacer para no repetir esa experiencia? E incluso una pregunta aún más delicada: ¿cómo hacer?

Si existen derechos es poque los precedieron las conquistas. Pretender que nos regalaron derechos es creer en una historia en la que lxs trabajadorxs estamos ausentes, es entregarse a una historiografía de derechas donde sólo los ricos y poderosos son relevantes. Si después del estallido del 2001 existió un periodo de cierta recomposición salarial para varios sectores de la clase no fue gracias a un gobierno ni al Estado, fue porque la revuelta popular corrió los límites de la opresión establecidos por la dictadura y no era posible gobernar sin hablar ni de derechos humanos ni sin modificar (mínimamente) la distribución del excedente. Agradecer nuestras conquistas a distintos gobiernos es no reconocernos en nuestro propio recorrido, en quienes lucharon antes. Nuestros derechos más recientes se los debemos a los muertos del 2001, a quienes lucharon en soledad en medio de la frivolidad de los 90, para todes elles nuestro reconocimiento. Si nuestro enemigo pudo avanzar tanto en el terreno simbólico es porque previamente fuimos expropiados de nuestra experiencia como clase, de poder reconocernos como parte de ella y de poder reconocer a otros también como parte de ella: rompieron la semejanza que podíamos tener. y de nuestra capacidad de producir nuevos símbolos. Esta expropiación vuelve a ocurrir en el 2019: se le adjudica nuevamente al peronismo, y a la visión estratégica de la jefa -al proponer la fórmula Fernández (A)-Fernández (C)-, la victoria sobre Macri. El albertismo y sus seguidores confundieron una victoria popular anti-macrista y anti-ajustadora, gestada a través de batallas que se dieron a lo largo de 4 años, con una victoria propia. El desastre todavía está a la vista. Es urgente ser protagonistas, romper con la delegación y la espectacularización de la política -la política transformada en espectáculo y en territorio de hiper especialistas-. De no poder romper el límite que nos impuso el neoliberalismo vamos a estar condenados al encierro cíclico que nos propone este esquema político.

Ese cuerpo ausente hay que rescatarlo de la historia reducida, recuperando a esos héroes y heroínas cotidianos que han venido haciendo política desde la base. El cuerpo de la clase trabajadora no es Estado ni es Capital, por el contrario es una colorida amalgama que despierta en las barriadas, que labura de sol a sol, incluso por las noches o con horarios rotativos, resiste en los territorios, sufriendo olvidos y extractivismo, duerme pocas horas intentando olvidar las opresiones diarias que se descargan en sus cuerpos. La clase trabajadora es lo otro de Estado y Capital. No tiene otra forma de ser.



Entonces ¿Qué es el Estado?

La visión aquí expuesta parte del entendimiento del Estado como una construcción social que implica, esencialmente, una relación social de dominación. Históricamente, la burguesía ha promovido la idea de un Estado neutral, árbitro de los conflictos sociales y garante de la conciliación entre clases, fomentando así la noción de “identidad nacional” y “unidad estatal”. Sin embargo, esta idea encubre su verdadero carácter: el de instrumento para organizar y legitimar las disputas internas entre fracciones de la propia clase dominante, que compiten por el control del aparato estatal sin cuestionar su existencia ni el orden capitalista que sostiene.

Se diferencia entre el Estado y el gobierno: mientras el primero es la estructura permanente garante de la dominación capitalista, el segundo es la gestión concreta y cambiante de esa estructura, determinada por la facción de la burguesía que logre hegemonía en determinado momento. Aun así, ambos están en constante relación dialéctica y deben ser comprendidos como partes de un mismo entramado. El gobierno no se limita a los actores visibles ni a los espacios formales de decisión, sino que incluye una red compleja de intereses, actores e influencias que disputan poder y sentido dentro del Estado.

El Estado no solo posee el monopolio legítimo de la violencia, sino también de la toma de decisiones, lo cual reduce la participación directa de la sociedad en los asuntos públicos y promueve la delegación política como forma de desmovilización. Este consenso social, construido ideológicamente, fortalece la legitimidad del Estado y su papel de mediador, aunque en realidad actúa como garante del orden capitalista. A través de su aparato disciplinador, el Estado otorga concesiones limitadas para evitar estallidos sociales, cambiando algo para que nada cambie. Un ejemplo de esto fue la recomposición estatal tras la crisis de 2001, cuando el kirchnerismo incorporó demandas del ciclo previo de luchas sociales para restaurar la institucionalidad, sin romper con la lógica del capital.

En esta concepción, el Estado es el garante de la reproducción de la relación capital-trabajo y, por ende, cumple un rol central en asegurar tanto la existencia del capital como la reproducción de la clase trabajadora. Desde su origen, el Estado moderno ha mercantilizado los elementos esenciales de la vida –tierra, trabajo, cuerpos, dinero– organizando la sociedad bajo las reglas del mercado. En este contexto, la fuerza de trabajo se convierte en mercancía, y el acceso a bienes básicos queda supeditado a la capacidad de insertarse en el mercado laboral.

El Estado puede intervenir en los procesos de mercantilización (cuando exige vender fuerza de trabajo para acceder a bienes y servicios) o desmercantilización (cuando garantiza derechos independientemente del salario). Esto depende de la lucha de clases y de las necesidades del capital. Así, existen políticas públicas que apuntan a sostener la fuerza de trabajo: transferencias monetarias, servicios colectivos como educación, salud y transporte, o subsidios. En momentos de mayor conflictividad, el Estado puede mejorar condiciones de vida para contener el malestar social; en momentos regresivos, como el actual, puede avanzar en la mercantilización y privatización.

Por este motivo nos alejamos de aquellas visiones que consideran que ante modelos con mayor énfasis (neo)liberal -como ahora con Milei- existirá un Estado ausente, una destrucción del Estado o un “Estado mínimo”, donde solo se aboca a cumplir la función de gendarme ante la protesta social. Uno de los momentos donde más intervención y actividad tuvo el Estado fue, justamente, durante las décadas en que se dieron las privatizaciones, la modificación nada menos que de la Constitución Nacional, el desmonte rápido y efectivo de las características que aún subsistían del “Estado benefactor”, la batería de medidas de flexibilización laboral, etc. Todas estas nos hablan de una dinámica de ofensiva del Estado; no pudiéndose hablar jamás de un “Estado ausente”. Bien vale esa caracterización para el actual gobierno de Milei. Para muestra basta un botón: ni las furiosas represiones del gobierno de Milei a los jubilados, ni la regulación del dólar, ni la estafa de las criptomonedas operan por fuera de la órbita del Estado. Por el contrario, este gobierno se vale de todos los engranajes del Estado para llevar a cabo sus políticas. El mito del Estado ausente, en definitiva, encuentra su precuela en aquella parodia del Estado maternal o del Estado que te cuida.



A correr el horizonte de lo posible: por una política de la clase trabajadora anticapitalista, antifascista y antiestatalista

La democracia que heredamos de la última dictadura resultó signada por una estrategia del poder para desactivar la movilización y disciplinarnos a delegar el poder en otros. Aprendimos a obedecer: no importa a quién se vote, el resultado es siempre el mismo: un proyecto de saqueo, extractivismo y ganancias para unos pocos. Una democracia de la derrota, donde los de abajo resultan convidados de piedra.

Cualquier proyecto que pretenda enfrentar este orden de manera decidida tiene que romper con las reglas del juego. No alcanza con oponerse a Milei: hay que oponerse con igual dureza a las condiciones que lo hicieron posible. La lucha real es contra el sistema que parió no solo a los Milei y a los Macri sino también a los Massa, los Scioli y los Alberto Fernández. Mientras tanto, la tarea es clara: movilizar, organizar, construir poder desde abajo, con una agenda propia, la de la clase trabajadora, la de los pueblos que no se resignan.

Sólo desbordando al Estado y al mercado podemos correr los límites de lo posible. Nuestras historias de lucha, nuestras resistencias siguen vivas y nos marcan el camino. Volver a mirar lo que hicimos y lo que nos hicieron es clave para entender cómo pelear hoy.

La oposición que necesitamos no es la que pide “más Estado” o la que sueña con un Estado benefactor, un Estado que rima con Patriarcado. No se trata nunca de un Estado ausente, se trata de un Estado que actúa —y mucho— pero siempre en favor de los poderosos. Es el mismo Estado que asesinó, que saqueó, que contaminó, que empobreció. El mismo que hoy sostiene a Milei para profundizar el ajuste y no para autodestruirse. No hay Estado neutral: hay Estado al servicio del capital.

Defender lo público no es pedir por más presencia estatal. Es construir lo común desde el pueblo, desde el abajo, con otras lógicas: de solidaridad, de afecto, de cuidado, de organización popular. Lo público, lo popular, lo comunal no se le suplica al Estado: se construye en los barrios, en las asambleas, en las luchas.

Es hora de abrir de nuevo un debate estratégico, de dejar de tapar los agujeros de un sistema que se cae a pedazos. No más parches ni “males menores”. La tarea es más profunda: reencontrarnos, reconstruir el tejido social, abrazarnos en la bronca y en la esperanza, y empezar de una vez por todas a levantar un proyecto nuestro. Popular, feminista, rebelde, comunitario. Una democracia verdadera, desde abajo. Para recuperar la vida y los sueños que nos arrebataron.

Es la hora de la militancia. De una militancia que no tiene como tarea sostener un orden político moribundo que se derrumba. De una militancia que sueña con un mundo nuevo y que hoy se vuelve a ilusionar.



El lenguaje del color (Blossoms Shanghai, 2023) // Moro Anghileri y Diego Sztulwark

Wong Kar Wai es un colorista de los sentidos. Trabaja el color de un modo único e inimaginable por fuera de él. Cada escena, cada rostro, cada palabra, están pintadas en primer lugar, por una luz que estalla un color específico. Rostros cálidos contra un fondo ocre para definir un tono (un placer) en el encuentro de dos que podrían ser enemigos, amantes, o vecinos, dejándonos inquietos por algunas razón que no terminamos de entender, porque empieza en un lugar que es difícil nombrar, pero parece tener la fuerza de una verdad. Es el lenguaje del color. Un lenguaje que en cada una de sus películas –y ahora serie– evoca tonos y sus matices impresos en nuestra memoria. Hasta qué punto los colores y las texturas están talladas en la organización de nuestros sentidos a través de experiencias escondidas en algún cajón de nuestro archivo sensorial. Y no es decoración, es sentido, sensualidad, pensamientos. Wong Kar Wai descubre que es posible tramitar la potencia de las cosas en el color, y luego lo demás. 

 

Blossoms Shanghai tiene la magia histórica de un giro clave en China, entramado en personajes adorables. El modo de apropiarse de mecanismos y reglas de géneros norteamericanos y de mezclarlos con el dialecto de los nuevos ricos emergidos de las reformas del camarada Deng Xiaoping, provoca una extrañeza familiar. Los vínculos sobrevuelan una cierta naturalidad, un universo de expresiones poco conocidas para occidente, tejidos con gracia en el mundo de los sentidos. Por momentos se tiene la impresión de estar asistiendo a un film noir impecable y en otros a un manga con sus ritmos, sus estallidos y sus looks. Un ritmo frenético en contraposición con los momentos pausados, realentados, cargados de elegancia y misterio que ya habíamos disfrutado en Con ánimo de amar.

 

Un protagonista que busca crecer de la mano de un anciano experto en el mundo de las finanzas –una suerte de señor Miyagi de los negocios– y luego en el del comercio exterior justamente cuando –tras un cambio notorio de política del Partido Comunista– la bolsa de valores pase a simbolizar el vuelco económico en un país que aun recordaba la Revolución Cultural y el capitalismo asome de un modo extraño -propiamente chino– en oposición (y en combinación) con los códigos socialistas que reinaban hasta hace un momento. En las primeras temporadas –hasta ahora se publicaron 15 de los 30 capítulos– el dinero se territorializa en la calle de los restaurantes, administrados por Madamas que llevan adelante la economía de los comercios. En ese tupido paraje de sabores y bussines hace su ingreso una pretenciosa recién llegada de Hong Kong que deberá pagar derecho de piso. Personajes serios, personajes sexys, personajes graciosos, personajes elegantes y grotescos que parecen salidos del comic, se ponen al servicio de una historia de intrigas que avanza entre astucias y ambiciones. La rivalidad, la sensualidad y el amor harán de campo de batalla pero también de indecisión, dilatando el tiempo y desdibujando  los límites precisos. La enérgica señorita Wang, empleada del departamento de comercio exterior, deberá encarnar los movimientos de la asociación mixta de lo público/privado, de amante o futura esposa, y de una agencia estatal incompatible con la apropiación privada del flujo de riquezas. El espacio mercantil, naciente, arrasa con los vínculos sometidos a una velocidad que se apodera de todo. 

 

La calle de las sabrosas serpientes y los sofisticados platos de arroz es un paraje recargado: fachadas imponentes y las luces estridentes conforman un exterior en el que se entrecruzan los dueños y empleados de los restaurantes con desparpajo y grandilocuencia.  Se contraponen los interiores de sus salones exclusivos, alquilados a precios exorbitantes – recintos adecuados para forjar grandes negocios– con las calles repletas, llenas de taxis que llevan y traen clientes. Si la globalización y la proliferación de plataformas vuelve parecidas las narraciones –los detalles del lenguaje, los vínculos, incluso las locaciones de algún modo se parecen (por el modo de ser filmadas)– y neutraliza la anunciada novedad consolidando una suerte de nada de acontecimiento en el panorama audiovisual, Wong Kar Wai, fanático de Puig, transforma géneros y modos Hollywodenses, haciendo de ellos  un medio capaz de retratar el florecer mercantilismo de los años 80s y 90s de su ciudad natal, haciendo de cada escena un juego sensorial que se enriquece con cada plato de comida, con especias de diferentes países, con la simpleza de una cultura que nunca se creyó a sí misma marginal y cuya grandilocuencia seduce y se hace desear. Los mismos recursos que en EE.UU retratan decadencia (Succession) en esta trama, con estos personajes y bajo la luz colorida de Wong Kar Wai reflejan inocencia y pujanza. Su mirada, casi publicitaria, se sitúa en el borde de una belleza exagerada, aunque el borde no se desborda: se detiene justo en el límite. Allí se rescata para darnos una escena sofisticada, contrastando formas y ritmos con sello de autor.

Entrevista a Christian Ferrer: Martínez Estrada y la amargura metódica // Pedro Yagüe

Mirada en ruinas, o realismo asombrado* // Agustín Valle

1- Lo que llaman “espoiler” pasa por un descuido, incluso una afrenta (algunos lo punirían), que como fenómeno cultural es parte de la televisión pero, sobre todo, de un tipo de temporalidad: el tiempo celularizado. El tiempo conectivo, donde la comunicación acontece -casi que la cosa pasa– cuando el usuario elije. Y se puede detener, eternizar en bucle, acelerar en 1.25, etcétera. Su origen acaso esté en las grabadoras vhs. El rechazo al “spoiler” busca sustraer una línea informacional de la dinámica general de tiempo desbordado; quiere cuidar el misterio de algo que sabe que ya se sabe. ¿Pero qué clase de obra pierde sentido por enterarte de algo que en ella acontece? Aunque quizá no sean tanto las obras, las “arruinables”; quizá la ruina es de un modo de mirar. Una mirada arruinada; estás arruinada, che mirada…

“Hacerle creer al espectador que una película es el argumento es atontarlo -dice Lucrecia Martel-. Es quitarle posibilidad expresiva a la imagen. Es… tener que aprender a usar mejor las cámaras, aprender a usar mejor las luces. Correrte del argumento te obliga a usar todo mejor. Porque la industria, más allá de sus malas intenciones ideológicas, es vaga. Es una industria de vagos”. Aprender a usar mejor: que las herramientas sean usadas estén subordinadas a la mano de un deseo, una búsqueda, un presentimiento. Si no, tenemos la autopista del consumo, con la estética estandarizada de las herramientas y sus automatismos. Prima allí la estética del dispositivo. Su tonalidad, su registro, su patrón. Inventar cómo y qué hacer con la herramienta es -también- la obra.

2- Una obra espoileable es una obra reducida a información. Ya enterados, disuelta queda la tensión deseante. La data deserotiza; suple la experiencia. Si ya estamos enterados, entonces lo que venga no informará; la cosa perdió su relieve. Alisada en el reduccionismo informacional, esta reunión podría ser un mail. ¿Existe algo insustituible de la experiencia, irreductible a información? Existe mirar un mirar que es meterse en; meterse en una película, por caso. Y de paso, la pantalla recupera una cualidad tridimensional, corpórea -en el sentido de que no es información que se recibe, sino realidad sensible que se presencia. Películas, historias, libros, son ambientes. Instancias habitables, donde se instauran modos de percibir, de sentir, de pensar. No pierden sentido aunque sepas el final; cosa mata dato, matadato. Meterse en una obra es viajar y no pierde todo sentido un viaje porque te anticipen lo que verás.

 

3- Pero quizá el viaje es una potencia subjetiva que puede, también, desmontarse. El viaje como capacidad de reambientación. Potencia de re-crearse. Aunque somos una especie migrante, también somo especie plástica (de plastilina), y bien puede haber subjetividades fijas, in-viajables. Un chabón inviajable… Atenciones encadenadas, verbigracia, en el régimen móvil, celular, conectivo. Pocas fijaciones lograron la eficacia que ostenta la móvil, celular, conectiva. Donde vaya el cuerpo, los ojos verán pantalla. La variación de lo visible es infinita -nada no ofrece la pantalla-, bajo un modo único de mirar. Ir a Madagascar para tener los ojos boleados (de boleadoras) por el celular. Bien por estar a cada rato mirándolo o bien por mirar cosas malgachas (gentilicio de Madagascar!) cosas con ojos de patalla… Esta minimización de la facultad de viajar, de experimentar variaciones cualitativas en los modos de sentir, la capacidad de extrañarse, haga síntoma, acaso, en el supremo culto al turismo como ideal. Búsqueda de descomprimir el quemante continuo conectivo -clave del modo de producción de la Actualidad-, se ofrecen imágenes de viajes, cada cual lo más lejos posible, para que quede bien, bien claro que sí somos viajeros.

4- Para el sensorio siempre atado a la Actualidad, claro, el espoiler es tremendo: le mata ese poquito de vida donde, aún, no sabe, ese, al menos, eructo con regusto a viaje; ese restito de agujero, de indeterminación. De suspenso en el sentido de que se suspende la codificación automática. Ese poquito de no saber es programado en el continuo de series.

¿Qué son las series, de qué subjetividad son agencia? Continuo serial (paradojal); tecnología de proyección temporal; en la domesticidad del capitalismo conectivo. Las series ofrecen un orden de tiempo segmentado. Una referencia temporal ante el caos dispersante de la sautración. Hay vidas -de pareja por ejemplo- que arman temporalidad con las series. También hay macro dosis donde se mira series durante horas, atracones con que el capitalismo conectivo ofrece -su- descanso al sujeto quemado por su continuo.

Un jefe de la plataforma más famosa dijo una vez que no competían con otras de su tipo sino con la almohada. Declaración de guerra contra el descanso (y la gesta onírica); o, más bien, confesión de un crimen; en fin. Y sin embargo compiten, también, las series, contra la distracción permanente. Contra el chequeo constante de la Actualidad. Ya cuarenta frenéticos minutos pueden ser algo demasiado lento, así que en el medio mientras tanto se miran otras cosas, la atención se va… La atención se va, tironeada por infinitos fantasmas de la Realidad, en un estado de tensión permanente.

5- Estado de tensión permanente: sujeto estresado y asustado. Capitalismo apocalíptico (Rita Segato). Informacionalización de las cosas: sujeto alisado. Todo el tiempo puede advenir novedad -tensión-, pero bajo la textura sensible del dato. Nada extraña, todo es probable; la actualidad puede shockear, no extrañar.

El sujeto conectivo, el sujeto del reduccionismo informacional, ya sabe, todo lo siente como ya sabiéndolo, como obvio (¡incluso lo que no puede creerse, lo que “cómo puede ser”!); y de allí, también, su tristeza. Ya sabe, el mundo viene ya hecho, fatal, cerrado en sus relaciones de poder. Todo es posible dentro del juego actual. Todo a una caricia pantallil. Digital infinito calculable, nada cambiará sensiblemente, nada cambiará el modo de sentir, la sensibilidad. La Realidad no guarda asombros en el nihilismo mercantil. Una Realidad sin sombra.

Encandila, más bien, el realismo capitalista, con su ilimitada especulación de luz. Acaso sea preciso un realismo asombrado. Un realismo asombrado capaz de ver más acá y más allá de lo obvio. Capaz de no-saber y querer; capaz de des-entender algunas cosas naturalizadas pero a simple vista insólitas, como el abismo de la desigualdad, o policías militarizados pegándole a ancianos -o a cualquiera-, por poner al azar algunos ejemplos de que cualquier cosa es admitible cuando lo real se vive sin hacer de ello experiencia (solo vivencia, consumo, cumplimento). Lo posible es lo técnicamente posible, cualquier cosa es igual a cualquier otra en tanto información. Necesitamos, quizá, un realismo asombrado, inocente, al que no le importe tanto el final como el durante.

 

6- Quizá este sea uno de los motivos por el que el año pasado causó tanto afecto Perfect Days, de Wenders, una película sobre las sombras (tributaria del clásico de Tanizaki, Elogio de la sombra, homónimo, por cierto, al poema excelso de Borges). Ofrecía un rato de reconciliación amante con las sombras, que son, en la sociedad conectiva, un accidente indeseado. El protagonista, vale la coloquialidad por la paradoja, flashea con las sombras. Con un tipo que tiene un cáncer terminal, juegan a la mancha con sus sombras, diciendo “tú la traes”, la mancha, la muerte, la sombra.

El cine, el cinematógrafo, era, es, un espacio donde la sombra es la clave; la sombra instaura la magia del cine. La sala en sombras, pero, también, la sombra como causa de la formación de imágenes en la pantalla; lo que vemos es luz, pero que se anima por sus interrupciones y matices. En ese claroscuro, el cine logra su potencia acontecimental afectiva. No encandila: el proyector no apunta a la cara. Eso lo hizo, recién, la tele: acaso el primer artefacto de la historia que emite luz no para iluminar otra cosa, sino para iluminar a los ojos sin mediación. Hasta entonces, los artefactos que emitían luz visibilizaban cosas; veíamos cosas mediante la luz, y la luz mediante cosas. A partir de la tele, la luz busca inmediatamente los ojos, y ella misma representa cosas.

Pero la luz no conviene mirarla de frente. De allí el gesto de techito con la mano sobre las cejas, como alerón de la frente. El ceño se comprime para apretujarse y rodear los ojos de más piel cubriéndolos de los rayos directos del sol (o la fuente lumínica que sea). Vemos gracias a la luz; vemos cosas por la luz que las ilumina. A muchos animales se los captura iluminándoles los ojos; la luz directa obnubila, atrae, petrifica. Así domina el capitalismo conectivo; así opera la sujeción celular: (re)presentando el mundo sin sombras, y saturando las pupilas de luz. Con el esfínter del alma dilatado hasta la distensión, sin matices, despojado de su capacidad de asombro, el ojo percibe todo como lo muestran las pantallas, es decir, cosas fugaces -ya yéndose- e inmediatamente inteligibles. Obvias. La enorme multiplicidad del mundo, aplanada en un regimen de identificación automática.

Al fuego lo miramos hace seguramente cientos de miles de años. El fogón, el hogar, la vela: eso sí miramos directo. Misterio eterno, símbolo del calor y del encuentro, el fuego humano es un atractor de mirada (las llamas que llaman…). Pero contrariamente a la pantalla donde todo es sabido, el fuego es un agujero en lo obvio: no sabemos qué es, qué significa, de qué está hecho. Fuego: otredad. Forma asombrosa de la luz. Ilumina sin disolver la sombra. Como el cine, requiere, incluso, de la sombra, para expresar su especificidad. La sombra, lo oscuro, es inherente a la existencia.

7- Hace pocos años Argentina salió campeón del mundo (es un eufemismo pero se entiende) y, durante algunos días millones y millones de personas convivimos festivamente en las calles del país. Salió a la luz una capacidad de alegría y convivencia que contrastó, flagrante, con la normalidad callejera cotidiana de conflicto, odios, recelos, envidias, resentimientos, miedos y demás, donde “cada cual tiene su vida” (verdad liberal) y, ergo, los demás son o recurso o escollo o competencia. Apareció un lado B oculto de hermandad, bajo el lado A de hastío. Una especie de inversión del doctor Jeckyll y el señor Hyde. Es que el sueño de la razón produce monstruos y la negación de las sombras también: así, bajo imperio de lo obvio y con una mirada extenuada por una luz obnubilante, el cuerpo social terminó organizando un alivio empoderando la oscuridad como forma de gobierno. Javier Milei se presentó como un personaje de terror. Tuvo la deferencia de espoilear, no ocultó que venía a traer dolor. Y fue un sinceramiento, una admisión de la obviedad: el dolor. Ya en pandemia se había asumido el dolor, y en el Mundial, los ídolos repetían que “somos argentinos, tenemos que sufrir”. Ya los cuerpos sabían que el dolor era la verdad sensible bajo las luces obnubilantes. Luminosa tautología de las fuerzas del cielo: capitalismo puro, desigualdad, crueldad como modo de producción. A cielo abierto, sabido. No espoileable. Para eso están las series.

Pero la figura de los hinchas de fútbol tuvo este año otra deriva; fue un sujeto politizado: hinchas apoyando a los jubilados. Eso no se sabía. Era algo en un pliegue, invisible a lo obvio, que los hinchas de fútbol podían poner su cultura como fuerza de ánimo presente contra la violencia oscurantista -sombras vueltas obvias- de las fuerzas del cielo. Eso generó asombro: no sabíamos que podíamos, no se sabía que eso era posible. Por eso -por traer una fuerza nueva- fue reprimido monstruosamente. Se le tiró el saber dado de lo obvio -quién manda-, para que no se desarrolle una historia que nadie sabe a dónde puede ir. El asombro no es el espanto, no es la indignación ni el estupor ni la perplejidad, tampoco es esotérico; es un realismo que descree que la única verdad sea la actual obviedad, que corre el ojo de las luces que representan y enceguecen, y mira acá, al costado, a la tierra, porque lo extraordinario -lo que interrumpe el orden- no está en objetos determinados objetos, ni se trata tanto de cosas oscuras o sombrías, sino que aparece como efecto de como de modos de mirar.

 

 

 

Gramsci y la cultura de derecha* // José M. Aricó

La difusión del pensamiento y de las elaboraciones gramscianas en la cultura política latinoamericana, y en particular en nuestro país a partir de la conquista de la democracia, ha provocado resistencias en aquellos sectores más íntimamente vinculados a la ultraderecha y sus expresiones en el seno de las Fuerzas Armadas y la Iglesia. Recordemos las protestas del arzobispo de San Juan y hasta ayer presidente de la Comisión de Pastoral Social del Episcopado Argentino, monseñor Ítalo Di Stéfano, cuya irritativa figura aparece como la quintaesencia de ese espíritu de cruzada que anima al integrismo ideológico de derecha. En declaraciones a Radio Continental del 21 de noviembre de 1985, Di Stéfano se pronunció en contra de la introducción de elementos ideológicos marxistas en el ciclo básico permitida por las autoridades universitarias, pero con particular vehemencia rechazó “la propagación de las ideas de ese comunista llamado Antonio Gramsci”. Ante la aclaración del periodista, que trató de hacerle saber que, además de marxista y de comunista, Gramsci fue un político que por sus dotes morales e intelectuales se había conquistado el respeto y la admiración de todos los italianos, Di Stéfano defendió la peregrina idea de que “un comunista no podía ser un hombre de cultura…”.

De haber quedado reducida a las desdichadas expresiones de un sacerdote ignorante, la anécdota no sería otra cosa que eso: un hecho circunstancial que sólo afecta al responsable del dislate. Por el contrario, fue probablemente el comienzo de una campaña pública contra Gramsci y “los gramscianos argentinos” que comprometió desde entonces a las fuerzas del revanchismo militar y reaccionarias, movilizadas, como se sabe, en favor de la erosión del sistema democrático y de su eventual derrumbe. Con la misma incomprensión, mala fe e ignorancia el diario La Prensa publicó dos series de artículos dedicados a establecer una directa relación identificatoria entre el pensamiento de Gramsci y el subversivismo de izquierda. El punto de arranque fue una nota de ese mismo Ramón J. A. Camps que tanta pasión puso en el exterminio de sus compatriotas. En “La república invadida” (La Prensa, 16/5/1987) Camps desarrolla su tesis de que “el fantasma gramsciano es una realidad en la Argentina contemporánea”. En su opinión, el intelectual gramsciano, que entre nosotros formaría todo un ejército, es “el funcionario que ocupa todos los niveles de la conducción del país”, dado que el propio Poder Ejecutivo es ejercido “por un típico representante del gramscismo vernáculo, aunque un tanto primitivo”. La construcción de la categoría de “intelectual gramsciano” y la determinación empírica de que a partir del 10 de diciembre de 1983 esos intelectuales se han hecho “cargo formalmente de las estructuras del poder político” pueden ser considerados, con estricta razón, elementos de un discurso paranoico. Pero en la medida en que tal discurso es compartido por figuras y corrientes del establishment, comenzando por el propio Di Stéfano, es algo más que la demencia de un genocida encarcelado por la democracia. Forma parte de una visión de la sociedad argentina que enquistada en los segmentos de tradicionales culturas autoritarias identifica al marxismo con los inevitables fenómenos de laicización y modernización de la vida nacional.

Según esta visión, en el pensamiento de Gramsci se condensan de una manera extremadamente peligrosa “todas las ideas disolventes que a modo de desechos van decantando de las sentinas de la modernidad decadente”. El propósito del intelectual gramsciano no puede ser otro, en consecuencia, que la destrucción del orden cristiano, considerado por Camps el único orden “genuinamente humano”. La función del intelectual gramsciano no es, en realidad, una función intelectual, “pues la noble y altisima actividad contemplativa” es sustituida “por una praxis revolucionaria que no busca entender el mundo sino transformarlo”; ni tampoco es la suya una tarea cultural pues representa “el ejército de la contracultura que corroe como una termita las indefensas sociedades que aún se llaman a sí mismas cristianas o tradicionales”. Demonizado de tal manera, despojado de todos los atributos de lo humano, el intelectual gramsciano constituye “la retaguardia de la subversión” y debe, por consiguiente, ser extirpado de la sociedad.

Partiendo de estas concepciones la subversión no es tanto una actividad terrorista encaminada, no interesa a partir de qué ideales, a destruir por la fuerza un sistema político democrático que asegura y legitima los derechos individuales en todas sus manifestaciones. Es fundamentalmente una concepción de la sociedad y una actividad cultural que se propone difundir ideas distintas y divergentes de aquellas a las que una corriente ultramontana, que se considera a sí misma custodia del ser nacional, considera las únicas admisibles, las únicas que una sociedad “cristiana” puede y debe admitir. De tal modo, se intenta imponer por sobre la sociedad un monolitismo cultural fundado sobre la identificación entre cristianismo y nación en el plano ideológico que conlleva como lógica consecuencia el privilegiamiento de la represión violenta en el plano de la práctica del poder. Se construye así un concepto de subversión que reclama necesariamente la abolición de la democracia.

Resulta curiosa la impermeabilidad de la cultura de extrema derecha argentina a ciertos cambios que se están operando en culturas del mismo tipo en Europa y que las distancian de sus filones más conservadores y reaccionarios. El elemento de novedad consiste en una mayor disposición de tales culturas a aceptar como terreno de confrontación el debate desprejuiciado con la cultura de izquierda. Aún siguen vivos los ecos del insólito coloquio entre Massimo Cacciari, filósofo y diputado comunista italiano, y algunos jóvenes exponentes de la derecha de extracción neofascista, realizado en Florencia a fines de 1982, que provocó enardecidas discusiones en los medios políticos y culturales pero que condujo finalmente a instalar un problema: el de si es posible, en qué condiciones y en torno de qué núcleos temáticos, superar los términos tradicionales en que se ha dado la contraposición entre derecha e izquierda.

Abandonando el proyecto de ocupación violenta del Estado en sociedades a las que se reconoce cada vez más estables y en condiciones de neutralizar las demandas sociales de poder, cierta derecha cultural europea, o por lo menos aquella que a partir de la experiencia francesa se llama hoy “nueva derecha”, intenta protagonizar un movimiento de modernización y de innovación radical de un patrimonio ideal afectado por una crisis semejante —aunque de distinto signo—a la que soporta la izquierda. Su propósito es el de promover un renacimiento cultural que rompa el enclaustramiento en el que por tanto tiempo se mantuvo el pensamiento conservador y esté en condiciones de confrontarse con las ideologías igualitarias hoy en crisis. Se trata, por tanto, de la refundación de una concepción del mundo renovada en sus dimensiones tradicionales y en condiciones de experimentar un proyecto de hegemonía cultural y social antes que política. “El desquiciamiento de las antítesis consolidadas (derecha/izquierda, conservación/revolución, tradición/ progreso, etc.), la radicalidad de la crítica al ‘estado de cosas existente’, la primacía del terreno de las costumbres y de la dimensión existencial respecto del político-existencial, constituyen los caracteres exteriores más evidentes de la nueva derecha” (Marco Revelli, “La cultura della destra”, Il pensiero politico contemporáneo, vol. I, Milán, Franco Angeli, 1985, p. 369).

Frente a los obstáculos insuperables que imposibilitan el viejo proyecto neofascista de penetración molecular en los aparatos estatales, y el fracaso de una estrategia dirigida a provocar procesos de desestabilización que posibilitaran a las pequeñas elites de iniciados la conquista del poder —apelando también, como es obvio, a la práctica terrorista—, se fue constituyendo y ocupando un espacio siempre mayor, una derecha de nuevo tipo. Revelli la define como “hegemónica” porque “persigue, gramscianamente, la conquista de la hegemonía en la sociedad civil apropiándose a fondo de las ‘problemáticas de la crisis’ y postulándose para representar culturalmente a esa oscura y lacerada maraña de actitudes, comportamientos, estados de ánimo y emociones que los trastornos y desgarramientos inducidos por la crisis van haciendo fermentar en el interior de la conciencia y del ‘imaginario colectivo’ contemporáneo” (op. cit., p. 395). Porque enfatizan la primacía de la sociedad civil y privilegian la conquista cultural de las masas sometidas al predominio intelectual de las concepciones igualitarias, los ideólogos de la “nueva derecha” europea prefieren denominarse “gramscianos de derecha”. Expresión esta que causaría el mayor de los estupores en los Camps, Di Stéfano, Beltrán y otros “ideólogos” —para darles un calificativo del que abusan— ultramontanos autóctonos.

Las tesis sobre el “gramscismo de derecha” se remontan a las elaboraciones de Alain de Benoist de los años 1972-1973. En una ponencia presentada en el Segundo Congreso Internacional para la Defensa de la Cultura, realizado en Niza en septiembre de 1974, el autor de Vu de droite caracteriza del siguiente modo la gravitación de Gramsci: “El gran teórico de esta empresa de subversión de lo político con la cultura es el italiano Antonio Gramsci. En sus escritos de la cárcel él repiensa toda la praxis del marxismo-leninismo y reflexiona, en particular, sobre el gran descalabro socialista de los años veinte. Gramsci identifica sus causas en la confusión entre la sociedad política (económica y material) y la sociedad civil. El gran error consistió en creer que el Estado pueda reducirse a un simple aparato político. Ahora bien, el Estado es más que un aparato de coerción. Por su aparato ‘civil’ (intelectual y moral) que engloba la cultura, las ideas, las costumbres, la tradición, hasta llegar al sentido común (las verdades evidentes) él organiza la adhesión de los espíritus a una visión del mundo que los conforta en el ejercicio del poder y de la autoridad. Si Lenin pudo adueñarse del poder es sólo porque la sociedad civil en Rusia era inexistente. En una sociedad desarrollada la toma del poder político implica la toma preventiva del poder cultural. Ésta no pasa ni por el putsch ni por la confrontación directa, sino por la subversión de los espíritus… De esta oposición entre ‘cultural’ y ‘político’, revisada y corregida por Gramsci, nosotros podemos extraer una gran lección, comenzando por la conciencia de que una mayoría ideológica y cultural, en la actualidad, cuenta más que una mayoría parlamentaria. La primera anuncia la segunda, la segunda sin la primera no dura mucho” (tomado de Gianni-Emilio Simonetti, “Glosario: la nuova destra”, AlfaBeta, núm. 24, mayo de 1982, p. 21).

El núcleo central de esta nueva derecha pasa por consiguiente por la conquista del poder político a través de la conquista del poder cultural; soslaya por consiguiente los viejos temas del activismo irracionalista para alzarse contra el mito productivista, la dictadura del bienestar y de la mercantilización de la vida colectiva; el rechazo de los bloques y la falsa alternativa entre Oriente y Occidente, o entre los Estados Unidos y la Unión Soviética —identificados ambos como países imperialistas—. Pero en un plano positivo, el reconocimiento de los umbrales críticos de la modernización y la necesidad agudamente sentida por esta derecha intelectual de restituir un sentido a una sociedad que lo ha perdido genera una zona de confrontación con la cultura de izquierda. Para esta derecha que recupera a los pensadores de la derecha prefascista (Nietzsche, Spengler, Mosca, o el Thomas Mann de las Consideraciones de un apolítico), que lee con atención a los escritores de la Finis Austriae (Roth, Musil), o a los pensadores de la crisis, la frecuentación de Gramsci la afirma en la convicción de que cualquier proyecto político se torna impracticable si se muestra incapaz de asegurarse una amplia base de consenso y de identificación con la sociedad. Pero la extrema atención puesta en los problemas de la cultura y el papel determinante que se les asigna no puede menos que provocar un distanciamiento cada vez mayor de los métodos violentos y terroristas que constituyeron el núcleo central de la tradición de la ultraderecha. Imposibilitada de dejar de mirar hacia el pasado, la nueva derecha europea pareciera querer mirar también hacia el futuro o por lo menos vivir de manera más crítica y realista su presente. Como señala agudamente un observador de la evolución de la derecha italiana, al dejar de lado los mitos del pasado y cortar el cordón umbilical con sus padres, los jóvenes intelectuales de la nueva derecha han consumado “una rebelión generacional no distinta de la que realizaron los jóvenes de izquierda en el 68. Los extremos se tocan. Pero, de una vez para siempre, en un sentido menos trivial que el acostumbrado” (Massimo Fini, “Dopo i miti del ventennio”, Storia Illustrata, núm. 340, marzo de 1986, p. 20).

La derecha ultrancista argentina, en cambio, sueña con eliminar violentamente toda posibilidad de existencia de una cultura crítica denominándola como “gramsciana”. No pretende promover un renacimiento cultural de distinto signo, sino aniquilar la cultura como tal. El terrorismo ideológico que la posee hace aflorar en ella constantemente esa “terrible pretensión de negar al enemigo la cualidad de hombre” de la que nos habló Carl Schmitt. Mientras la nueva derecha europea cree poder encontrar en Gramsci motivaciones para pensar los nuevos caminos de acceso a esa Konservative Revolution irrealizada, la extrema derecha argentina pretende prohibir su lectura, destruir sus libros, disipar su memoria. Es cierto que la torsión impresa por la nueva derecha antiliberal y de origen neofascista a su propia práctica política es en muchos aspectos puramente instrumental. Pero el hecho de que en algunos lugares, como Italia, según hemos visto, haya surgido con el propósito más cultural que político de dar a la derecha una cabal escuela de pensamiento, volviendo a partir casi de cero en el plano teórico, filosófico y científico, la ha colocado objetivamente frente a la necesidad de entablar una confrontación abierta con las demás culturas y en primer lugar con la de izquierda. Una confrontación que, a su vez, no puede menos que provocar recíprocos condicionamientos, incontrolables “contaminaciones”.

¿Qué vinculaciones podrían establecerse entre el discurso de los Camps, los Di Stéfano o los Beltrán, y un Marco Tarchi, por ejemplo, ideólogo de la nueva derecha italiana? Buscamos —dice Tarchi— “favorecer la circulación de ideas y de valores que preparen, en la mentalidad colectiva, un cambio radical de los ordenamientos sociales, culturales, ‘políticos’ en sentido estricto. Nosotros luchamos contra la hegemonía de los bloques. Europa debe estar fuera de todo ‘occidentalismo’ subalterno. Luchamos contra la mentalidad, hoy como nunca expandida, que impulsa al hombre a tener como única meta el consumo de bienes materiales, luchamos contra la difundida apatía en las democracias liberales modernas. Estamos en búsqueda de nuevos métodos para volver más activa la participación popular en el gobierno de la cosa pública. En esta búsqueda, la nueva derecha va encontrando interlocutores preciosos: desde los ‘verdes’ hasta ciertas franjas no dogmáticas de la ex nueva izquierda, de Comunione e liberazione a los movimientos regionalistas. Los tiempos han madurado, existen los fermentos sobre los cuales asentar las bases de nuevas ideologías que superen las hoy agotadas categorías de derecha, centro, izquierda” (véase Storia Illustrata, ed. cit., p. 12).

Va de suyo que una cultura de izquierda debe medirse con el “pensamiento de la crisis” y con todas aquellas expresiones culturales que han intentado dar a todos los grandes temas que la crisis hizo emerger, soluciones distintas y hasta contrapuestas a las de la izquierda. Pero en esta relectura de las tradiciones culturales, incluidas las de derecha, la distinción entre cultura y política —como esferas comunicadas pero sustancialmente autónomas— no puede ser soslayada. Aceptar el terreno de la confrontación significa en cierto modo admitir que entre la cultura de derecha y la cultura de izquierda hay un punto de encuentro, la común necesidad de responder críticamente a la “anarquía del mundo burgués”. En torno de los nudos cruciales de aquellos umbrales críticos de la modernidad, de las que Bobbio llama “promesas incumplidas de la democracia”, se abren los espacios comunes de confrontación y de intercambio entre las culturas de derecha y de izquierda. Pero para que la cultura opere como corrosiva de las posiciones preconstituidas, de los compartimentos estancos, de las exclusiones que pretenden separar con una valla infranqueable lo que debe circular, es preciso arrancar de un terreno común, de un cemento de la unidad nacional, de una condición de permanencia de la república. ¿Qué otra cosa que un sentimiento democrático y antiautoritario puede fundar una forma de socialidad que profundice la laicización de la vida nacional? ¿Cómo es posible “favorecer la circulación de ideas y de valores” si no se acepta como imperativo moral el reconocimiento de la libertad de pensamiento y el principio de tolerancia? ¿De qué otro modo se puede garantizar la legitimidad de la confrontación y la civilidad del diálogo?

La derecha antiliberal argentina, o “ultraderecha”, ha contribuido a barbarizar la política con su espíritu excluyente y su recurrencia a la violencia y al terrorismo. No es ésta una característica únicamente suya. Los fenómenos de barbarización habitaron y aún siguen habitando a una parte de la izquierda argentina. La posibilidad de abrir un espacio cultural de plena confrontación de ideas supone una revisión política —lo cual tiene efectos inevitables sobre la propia cultura— de sus supuestos: la aceptación de la violencia y de la discriminación. Hasta que esta revisión no se produzca resulta impensable una ruptura de las aduanas culturales. Si el pensamiento de Gramsci cumplió en algunas partes el papel de mediador en un cruce de culturas irreconciliablemente separadas, es lógico que la irreductibilidad de la derecha argentina a la aceptación del principio de tolerancia y de libertad de pensamiento encuentre en el aniquilamiento de los “gramscianos” una manera de defender su identificación con la barbarie.

* Texto tomado de José M. Aricó, La cola del diablo. Itinerario de Gramsci en América Latina, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005. El libro fue publicado originalmente por editorial Puntosur en 1988.

No queremos volvernos tan locos // Julián Doberti

“Envueltos en el torbellino de este tiempo (…), condenados a una información unilateral, sin la suficiente distancia respecto de las grandes transformaciones que ya se han consumado o empiezan a consumarse y sin vislumbrar el futuro que va plasmándose, caemos en desorientación sobre el significado de las impresiones que nos asedian y sobre el valor de los juicios que formamos”

Con estas palabras, escritas por Freud entre marzo y abril de 1915, comienza “De guerra y muerte. Temas de actualidad”. La elipsis que indican los paréntesis refiere al estallido de la primera guerra mundial. Me interesa enfatizar la referencia a un presente que, si bien conoce las guerras, no deja de presentarse con la polisemia y la intensidad arrasadora de un torbellino que nos envuelve excediendo el marco puntual del conflicto bélico. Esa desorientación en la que caemos frente a las impresiones que nos asedian es un rasgo que cobra una actualidad notoria. Escribo en Buenos Aires, en 2025, en este invierno que estamos atravesando en medio de ataques constantes a la educación y la salud pública (hoy se anunció el proyecto de flexibilización laboral del sistema de residencias), con el encarecimiento vertiginoso del costo de vida, la circulación de discursos de odio validados desde el Estado, y un embrutecimiento general de los términos de la discusión pública.

En un acto de identificación desconcertante, el presidente dijo hace unos días: “sí, soy cruel”. El líder de un gobierno que atenta con saña contra las identidades minoritarias, hostigadas históricamente, desmantelando (¡y festejando esa vulneración!) programas de protección a las mujeres y la comunidad lgbt, encuentra el orgullo de la autopercepción en la crueldad. Una salida del armario á la Sade. Este oficialismo estaría en condiciones de organizar la primera marcha del orgullo cruel.

Volviendo a la cita de Freud, quizás llame la atención que no se mencione la palabra angustia. Esa ausencia resulta significativa: si la angustia implica una cierta expectativa (“expectativa angustiada”), una lógica temporal de anticipación del peligro y la correlativa posibilidad de resguardo, la desorientación y el asedio dan cuenta de otro tipo de coordenadas subjetivas, más próximas al aturdimiento que a la división subjetiva.

Marcelo Percia distingue, leyendo a Beckett y a Deleuze, entre las figuras del cansado, del agotado y del exhausto. Escribe: “el cansado siente su pequeño cuerpo amenazado. El agotado concluye su camino sin que pase nada. El exhausto está en el desastre”. La amenaza, la nada y el desastre podrían pensarse como figuras recurrentes de una contemporaneidad que duele. Si la amenaza señala la presencia de un peligro frente al que es preciso elaborar estrategias de prevención, la nada tiene otro estatuto. Con la nada, ese objeto que Lacan supo jerarquizar en la llamada anorexia mental, se trata de una objeción desesperada a una devoración que no cesa. Mientras la nada puede devenir causa de un vacío que es demanda de amor que no satisface ninguna necesidad y construye alguna versión del Otro, en el desastre no hay nadie: hay el desastre. Winnicott, en un escrito célebre, proponía que, a veces, se trataba de marcarle al “exhausto” que el desastre que lo aterrorizaba ya había ocurrido. Así, enfatizaba la importancia de restituir los bordes de una temporalidad que había estallado.

Louis Gluck, en su poemario Ararat, escribe: “Pensé que la muerte de mi padre/ liberaría a mi madre./ En cierto sentido, lo ha hecho:/ se va de viaje, contempla/ grandes obras de arte. Pero está flotando./ Como el globo de un niño/ que se pierde en cuanto/ dejan de sujetarlo./ O como un astronauta/ que pierde de algún modo la nave/ y tiene que vagar por el espacio/ sabiendo que, dure lo que dure,/ el resto de su vida será así; ella es libre/ en ese sentido,/ Sin relación alguna con la tierra.” Así, la poeta nos recuerda que hay libertades y libertades.

Retomando el escrito freudiano, hallamos esta idea: “parece que en esta época los pueblos obedecen más a sus pasiones que a sus intereses. Se sirven a lo sumo de sus intereses para racionalizar las pasiones; ponen en primer plano sus intereses para poder fundar la satisfacción de sus pasiones. ¿Por qué los individuos-pueblos en rigor se menosprecian, se odian, se aborrecen, y aun en épocas de paz, y cada nación a todas las otras? Es bastante enigmático. Yo no sé decirlo”. No se trata para Freud de despejar el enigma, como si fuera cuestión de develar la verdad última de lo humano, sino de constatar que nuestro saber no alcanza, que no sabemos –“yo no sé decirlo”- y es ese límite, precisamente, el que nos convoca a tomar decisiones sin garantías. De eso se trata la dimensión política y ética de nuestra experiencia. Porque no da todo lo mismo.  

Deleuze, en unas clases hermosas sobre la filosofía de Spinoza, construye un retrato muy particular de la figura del tirano. Para el filósofo francés “es alguien que ante todo tiene necesidad de la tristeza de sus súbditos porque no hay terror que no tenga como base una especie de tristeza colectiva (…) el tirano puede reír, y los consejeros, los favoritos del tirano ríen también. Pero es una mala risa. ¿Por qué? No es una mala risa por su cualidad, Spinoza no diría eso. Es una risa que precisamente no tiene por objeto más que la tristeza y la comunicación de la tristeza.” Esa relación entre tristeza y terror nos acerca a una política de los afectos que no tendría que reducirse a una moral de los estados de ánimo.

El título de este escrito es una desfiguración explícita de la canción de Charly García “Yo no quiero volverme tan loco”, un himno doloroso y vital escrito hacia el final de la última dictadura cívico-militar. Charly afirma en estribillo un yo no quiero que recorre las escenas de una sociedad enloquecida y lastimada (“están las puertas cerradas y las ventanas también/ ¿no será que nuestra gente está muerta?”), suspende momentáneamente la enunciación negativa para ensayar una hospitalidad festiva (“yo quiero ver muchos más delirantes por ahí/ bailando en una calle cualquiera”) mientras podemos imaginarlo recorriendo las calles (“la televisión está en las vidrieras”), dirigiéndose a una segunda persona que puede confundirse con la Argentina misma (“yo no quiero ya verte tan triste/ yo no quiero saber lo que hiciste/ yo no quiero esta pena en mi corazón”). El yo-no-quiero puede ser una brújula que, si toma también la primera persona del plural, (nos) reafirme colectivamente lo que nos duele, nos enoja, y nos importa defender. Lo que no estamos dispuestos a perdonar, ni a olvidar.

Recuerdo ahora, mientras suena la canción, una escena que relata Andrés Di Tella de un diálogo con Germán García sobre Macedonio Fernández. El analista le dice al cineasta: “a mí me parece que sólo hay locura si estás solo. Si hablas solo y nadie te entiende, entonces se puede decir que estás loco. Si hay alguien que te entiende, que cree en lo que estás diciendo, ya no hay locura”. Di Tella le pregunta: “¿O sea que Macedonio deja de estar loco en la medida que alguien lo lee?”, y García concluye, y con él este escrito: “Si son dos, no hay locura”.

 

¿Cómo hacemos otros mundos? Carta a los colectivos culturales // Tomas Schuliaquer*

Nos declaramos perdidos: no entendemos el mundo, el país, la ciudad, aunque algunas cosas del barrio, a veces, nos parezcan un poco más claras. Desde el Abasto nos es posible plantear algunos problemas y preguntas que nos parece importante explorar. Somos un colectivo político que lleva adelante varias cosas que giran en torno a nuestro centro cultural: JJ. Fundamos el espacio hace siete años y medio en el Abasto, Ciudad de Buenos Aires. En estos años atravesamos varias crisis, como una pandemia que nos obligó a cerrar y reinventarnos, o diferentes gobiernos de la ciudad y nacionales con los que nos vinculamos más o menos, pero con políticas destinadas a la cultura: hoy eso ya casi no existe, salvo por algunas contadas vías de financiamiento de la ciudad debilitadas y que parecen camino a la extinción  Estamos en un barrio dinámico, que cambió en estos años: más gente vive en la calle, aumentó la violencia, nos escracharon un par de veces por feminazis, abrió un espacio público hermoso recuperado por sus vecinos, el Parque de la Estación, entre otras cosas. Hay muchas otras transformaciones, más o menos tangibles, que nos cuesta dimensionar, pensar, reflexionar. En esta incomprensión colectiva, nos reúne sabernos a contrapelo de la historia, a contracorriente de estos tiempos. Y como plantea algún compañero, antes que pensarnos contra algo, nos resulta más interesante sabernos un grupo que quiere construir y habitar formas de vida alternativas a este sistema. Estamos contra el capitalismo salvaje individualista y nos gusta pensar que podemos prefigurar otras formas de vida. Asumimos y sabemos que es un objetivo difícil pero en esa búsqueda, quizás, estén las preguntas que tengamos que hacernos para mantener la vitalidad, ser frescos, impulsivos, imaginativos, cuando pareciera que después de más de siete años y en tiempos tan complejos, sentimos que la inercia nos tira a burocratizarnos o convertirnos en lo que el sistema necesita que seamos para seguir abiertos. Antes que traer respuestas, queremos hacernos las preguntas correctas para sobrevivir al mileísmo sin perder la construcción político cultural comunitaria.

            Estamos convencidos de que colectivos y organizaciones como el nuestro son imprescindibles para la imaginación política de un mundo distinto, y en estos tiempos estamos en silencio: cuando el pueblo tiene hambre, la cultura no es prioridad y nos cuesta decir lo nuestro, saber desde dónde hablar y para qué. Ahora que todo parece crujir y es urgente juntarnos para pensar la cosa, nos es difícil hablar-nos y hablar con otros. Pero si seguimos en silencio también corremos el riesgo de parálisis que provoca la angustia del peligro socioeconómico de dejar de ser, de ya no existir. Un peligro que en siete años nunca sentimos tan real. Es la preocupación de saber que para sobrevivir, a veces, tenemos tácticas lejanas a nuestro ideal de un centro cultural accesible, que piense a la cultura como derecho y tenga una propuesta para todes, interdisciplinaria, integrado a su territorio, con artistas que cobren por su trabajo, con trabajadorxs de la cultura que tengan un sueldo que les permita vivir una vida digna. La crisis nos fuerza a buscar propuestas mercantiles exitosas, como alquileres privados de eventos equis. A veces tenemos que hacer una fiesta de quince para después poder armar una propuesta de filosofía a la gorra, de jazz, una presentación de un libro o una proyección de una película. No queremos mercantilizar nuestra vida y, a la vez, tenemos que pagar los servicios y el alquiler, entre otros gastos que nos permitan seguir abiertos para en nuestra realidad, en nuestro espacio, hacer un mundo donde la cultura sea un derecho y un trabajo. Esas consignas que muchas veces completamos en proyectos de financiamiento, como la recomposición de los lazos sociales, el arte como modo de expresión, instrumento para transformar la realidad, a veces parecen vacías en este contexto que profundiza la distancia entre las palabras y las cosas. Queremos hacer y hacer, antes que decir consignas sin contenido. Quizás tengamos que recuperar la ironía para refrescarnos y renovar la distancia entre lo que decimos y hacemos.

            Por nuestra dificultad de hablar y reflexionar sobre lo que vivimos, porque estamos siempre agotados, preocupados y ocupados todo el tiempo por sobrevivir, sentimos la responsabilidad -y el privilegio- de escribir y plantear algunos de los dilemas,  problemas y desafíos que en estos tiempos enfrentamos, como centro cultural y como colectivo político militante, porque pensamos que pueden ser comunes a otros. La urgencia de sobrevivir, la depresión y el agotamiento hacen que sea difícil salir de nosotros mismos: aunque sabemos que la salida es colectiva -quizás tengamos que repetirlo menos y ejecutarlo más-, también hay que aceptar que hacerlo es ir contra la corriente, que lo colectivo nos cuesta. Quiero decir: escribir es una manera de reflexionar, comunicar lo que atraviesa un centro cultural de la Ciudad de Buenos Aires hoy, no para plantear respuestas, sino para colectivizar preguntas con la idea de construir conversaciones genuinas que puedan crear herramientas que nos permitan, de mínima, seguir existiendo. No queremos identidades firmes que defiendan su lugar con fundamentos que hoy no tienen respuestas a lo que vivimos: queremos discutir los problemas políticos que tenemos para buscar algunas pocas soluciones y muchas preguntas nuevas y correctas. Porque creemos que las organizaciones que son, como la nuestra, colectivas, están en riesgo. Y a la vez, son fundamentales si compartimos la necesidad de crear nuevas sensibilidades imaginativas. Hay ahí un hilo casi invisible pero firme, que esperamos reúna experiencias hermanas: colectivos culturales, artísticos, sociales, políticos, vecinales, de la economía popular, de los transfeminismos, entre otros. Hay una larga tradición, una historia compleja de otros que antes que nosotros construyeron de una forma similar, o con el mismo espíritu. Ese pasado nos permite imaginar un futuro: tenemos la responsabilidad de discutir por nosotros y para ayudar a los proyectos colectivos aún por nacer.

Entonces, si compartimos que experiencias como las nuestras son importantes porque intentan proponer alternativas, proponemos pensar con sinceridad el presente de nuestras construcciones colectivas en estos tiempos efímeros, fragmentarios, individualistas. No estamos afuera del mundo, somos parte de eso y para no ir hacia el lugar fácil de desintegrarnos y seguir nuestros caminos de forma individual, tenemos que discutir sin caretas, sin creernos más que nadie: tal vez sea momento de aceptar que en muchas cosas, los equivocados, somos nosotros.

 

 

 

¿Por qué escribimos?

 

Tenemos en nuestro país una tradición poco escrita de espacios autogestivos, colectivos artísticos, culturales, populares, militantes, experiencias no-oficiales. Hay hilos que traman unas experiencias con otras pero parecen, como dijimos, invisibles. Nuestra genealogía se construye en las charlas intergeneracionales, en las reuniones sectoriales, en los encuentros a lo largo y ancho del país, en las redes sociales, en todos los espacios de intercambio que construimos. Hay muchas experiencias colectivas que desconocemos, otras que escuchamos mencionadas al pasar. Es una tradición más que nada oral, de experiencias que son transformadoras aún sin saberlo, en la que podríamos inscribirnos, por la forma de organización, las preocupaciones, las convicciones, las propuestas y los problemas: son formas de vida que hicieron otros antes y que nos sirven para pensar los dilemas de este tiempo. Escribir sobre nuestra experiencia, mientras sucede, nos parece un aporte. La escritura es una forma que habitamos poco y que posibilita otro tipo de reflexión sobre nuestro propio funcionamiento, nuestros objetivos políticos y los desafíos de la etapa. Escribimos para habilitar otro tiempo porque, en lo efímero y lo abrumador de la exigencia cotidiana, la urgencia puede ganarnos: sabemos que esta vida puede rompernos. Nos asumimos desarmados por un sistema que no nos permite pensar por fuera de él, para frenar un rato, discutir entre nosotros y sobre todo con otros, con la idea de que narrarnos permite abrir instancias inesperadas, diálogos silenciados, que son centrales para la imaginación de futuros posibles donde el deseo, la solidaridad, la construcción para y con otros sean la hegemonía en nuestros espacios y, por qué no, en los otros. Queremos escribir algunas cosas de nuestra experiencia porque en un mundo contemporáneo donde pasan tantas cosas todo el tiempo tan rápido, es fundamental dejar registro de lo que estamos haciendo, como una forma de elaborar una trama de distintas experiencias militantes colectivas, comunitarias, culturales. Escribimos como una forma de fijar algunas ideas para pensar y reflexionar con más gente y, por lo tanto, mejor.

La potencia de esta escritura plantea complejidades: ¿cómo se cuenta una historia? ¿cómo un texto único puede ser digno representante de discusiones entre varios? ¿es posible hacer un texto que fije nuestras ideas dinámicas  cambiantes? Diego Sztulwark y el “Ruso” Scolnik escribieron el prólogo de un libro que presentamos, leímos y discutimos en JJ, La Biblio, esa historia de Marcelo Sevilla, sobre la experiencia de la Biblioteca Ameghino de Venado Tuerto en los años 80 y 90, una gran construcción político cultural de nuestro país. Diego y El Ruso afirman que “hay en Argentina una abundante tradición de pensamiento político que se produce en los márgenes de las instituciones, y por fuera de ellas, que testimonian los capítulos más bellos del pensar. Revistas, editoriales, cátedras libres, universidades autónomas, grupos militantes y culturales, son modos de ser que afirmaron sensibilidades críticas por fuera de las disposiciones clásicas del saber.” Nos interpelan esas sensibilidades críticas y para potenciarlas, antes que la planificación forzada de un futuro político hoy incierto, queremos construir con el impulso genuino de nuestras pulsiones por hacer, ser y estar con otros.

 

 

            ¿Cómo vivimos en tiempos mileístas?

 

            Es una época difícil: en el futuro vamos a recordar los años del mileismo como una era de crueldad, de banalización de la discusión pública, de privatización de la vida comunitaria, de represión, persecución y autoritarismo, de desfinanciamiento de la cultura, la educación y la salud. Pero también, a contrapelo de esta historia hegemónica, hay un proceso de las organizaciones que todavía construyen de otras formas: las de los trabajadores de la economía popular, los colectivos culturales y artísticos, los transfeminismos, los sindicatos combativos, los espacios de educación no formal, las universidades nacionales y una gran porción de la educación pública, ciertas organizaciones de los pueblos originarios, entre otras. Somos colectivos que podemos, por lo menos ahora, en 2025, pensar de otra forma, pero: ¿cuánto tiempo más vamos a poder pensar en hacer con otros si tanto nos cuesta vivir nuestras propias vidas? Somos colectivos compuestos por personas agotadas, rotas, estamos todo el tiempo conectados y solemos sentir que corremos atrás de cosas que no llegamos a hacer y que, peor, a veces no tenemos claro para qué las hacemos. Cuando termina el día, aunque nos hayamos movido poco, estamos cansados como si hubiéramos corrido una maratón. Hay ahí un desafío. Escribir abre un paréntesis para salir de esa cotidianidad abrumadora. Nuestros encuentros en JJ, cada vez que abrimos, también: es impensado, pero nos toca reivindicar la presencialidad como forma de resistencia y existencia. Incluso la presencialidad necesita ser reivindicada.

El repliegue implica dar las discusiones que en otros tiempos no supimos dar: reflexionar sobre lo que hicimos para llegar acá, sin defender una identidad fija, por la necesidad de volver a discutir casi todo. En nuestras experiencias hay aportes para, de esta forma, debatir alternativas. En el modo en que atravesemos el mileísmo y en las preguntas y debates que tengamos en nuestros espacios, puede haber un germen para construirla. En esa búsqueda, desde hace dos años en JJ profundizamos la programación de propuestas de debate en términos amplios: para diversificar las voces con las que discutir la complejidad de este mundo que se nos presenta inasible, difícil de comprender y asimilar. Sentimos que cuando abrimos, en 2017, éramos otro pueblo, uno más generoso y solidario, ¿habrá sido así? ¿seguirá siéndolo y no lo vemos? Apostamos a la discusión política desde la confianza y el compañerismo, asumiendo la incertidumbre y la incomprensión, para profundizar preguntas que por momentos nos dan vértigo. Postulamos dialogar con gente con la que antes no dialogábamos, que piensan distinto a nosotros, para estimular la posibilidad de crear otras formas.

 

 

 

El problema de la subsistencia económica

 

 

Si compartimos la importancia de que existan nuestros espacios, nos parece fundamental explicitar el problema de la supervivencia económica, que las experiencias comunitarias solemos silenciar pero es central en estos tiempos aunque queramos construir de otra manera. Hay que decir algunas cosas que no vamos a profundizar -nos cuesta hablar de plata-: tenemos una serie de gastos fijos (servicios, alquiler, sueldos, proveedores, etc.) que cubrimos con el ingreso del consumo de la barra, el 30% de las entradas en ciertas fechas y algunos pocos alquileres para eventos puntuales. Un  dato sabido es que los gastos de la vida aumentaron y la gente tiene menos plata. La salida a centros culturales, vinculados dramáticamente al ocio, es uno de los primeros recortes: antes que ir a ver una película o una banda, desde ya, priorizamos la comida. Los artistas independientes, que podríamos afirmar también son -y somos- gente, en general no viven de su arte, tienen menos plata, y están atravesados por la crisis. Hay menos proyectos artísticos independientes (sería bueno que existieran datos concretos al respecto, pero tenemos que decir que es una realidad palpable) y más todavía que puedan convocar una cantidad de gente acorde a un espacio como el nuestro, donde entran 250 personas. Queremos decir: hay eventos que antes programábamos -pueden ser fiestas, recitales o lecturas de poesía- a los que venía una cierta cantidad de gente que consumía una determinada cantidad de bebida y comida y pagaba una entrada. Eso permitía que los artistas cobraran por su trabajo, los trabajadores de barra, cocina, seguridad y sonido por el suyo, y hubiera plata suficiente para los costos de servicios y proveedores. Hoy esa cuenta ya no funciona, los números no cierran. Hay menos eventos convocantes y si bien por JJ pasan alrededor dos mil quinientas personas por mes, la afluencia de público también bajó. A su vez, quienes vienen consumen menos, es decir, a JJ le ingresa menos plata.

Por otro lado, si la respuesta para sobrevivir como centro cultural es subir los costos -que inevitablemente en parte lo es-, eso implica ir contra el derecho a la cultura, que pregonamos como bandera. No queremos que nadie quede afuera por falta de plata, y a la vez no podemos cerrar por no tenerla nosotros. Todo esto es muy problemático y no tiene una resolución sencilla. Intentamos que alquileres privados de fiestas y otros eventos nos permitan programar actividades de entrada libre y gratuita, o con alimentos no perecederos para comedores del barrio con los que articulamos. Antes esta cuenta funcionaba bien; ahora, solo algunas veces.

Sin profundizar en lo económico material, que es importante pero no es el centro de este texto, la emergencia provoca ciertos dilemas ¿cómo pensamos política cultural desde la responsabilidad, la angustia y la urgencia de que nuestro espacio sobreviva? ¿cómo los mismos que tenemos en nuestra espalda la responsabilidad de pagar el alquiler, los sueldos, los costos fijos, podemos pensar un proyecto político cultural transformador? Nos encanta discutir cultura, hacer propuestas hermosas, que los artistas cobren bien por su trabajo, sean bien atendidos, recibidos, puedan comer y tomar bien, que se sientan en casa. Pero la realidad a veces nos la pone difícil. Todas nuestras banderas políticas, si no llegamos a pagar el alquiler, serían consignas vacías que diríamos desde nuestras casas, o nuestros celulares. Si el relato no coincide con nuestra forma de ser, estaríamos en graves problemas, ya nos pasó en la política a nivel nacional. Profundizaríamos la distancia entre las palabras y las cosas si decimos que queremos una cultura para todes pero, para venir a JJ, hubiera que gastar alrededor de veinte mil pesos. Además, si solo pensamos en sobrevivir, ¿para qué seguir? ¿Por qué sostener un espacio que solo sea un comercio sustentable? Aunque no es nada menor, ¿nos conformamos con sobrevivir para dar trabajo?

Pensamos que el desafío es generar un hueco en la vorágine que habitamos, contra nuestra propia inercia, para crear propuestas político culturales superadoras que nos permitan sobrevivir, pero con el foco puesto en crear, experimentar e imaginar mundos alternativos. Sabemos la situación económica, sabemos la urgencia. Eso puede ser algo que nos reúna desde la angustia de sobrevivir, pero también podemos -y queremos- construir la épica de quedar en la Historia por haber superado el mileísmo con propuestas creativas, disruptivas, que nos permitan sobrevivir y a la vez hacer un aporte. La programación y el vínculo político afectivo con artistas, intelectuales y colectivos culturales militantes es imprescindible en esta búsqueda. Por eso, sin generar presión ni responsabilidad en quienes habitan JJ, nos parece importante compartirles la situación que atravesamos: es una forma de generar relaciones sinceras, compañeras y generosas con otros.

 

 

Un colectivo de individualidades

 

 Un problema que por momentos parece insalvable: las mismas personas que queremos hacer todo eso somos parte de este mundo. Si fuera cuestión de voluntad, sería muy sencillo, pero los problemas pareciera difícil siquiera pensarlos. Es complejo imaginar el fin del capitalismo, aún en esta crisis salvaje, también porque nuestras ideas surgen dentro de este mismo sistema. ¿Cómo pensar por fuera? ¿cómo construir otra cosa? ¿Cómo mantener el deseo genuino, la motivación y el impulso inicial de transformar el mundo, cuando no sabemos si nuestros compañeros van a cobrar por su trabajo? ¿cómo ser dinámicos, frescos y creativos cuando pareciera que ya nada importa? Creemos que esas preguntas son necesarias para movilizar y seguir encontrándonos. Para crear nuestras propias herramientas político culturales.

Venimos de militancias partidarias con una tradición de estructuras rígidas, lógicas cerradas que potenciaron proyectos políticos: gracias a eso, de hecho, nació JJ. Pero esas estructuras muchas veces “bajan” o “bajaron” lineamientos  “de arriba” con objetivos claros pero sin atender lo que pasaba en la militancia base. Frente a esto, los feminismos revolucionaron la forma de organizarnos: supimos que el sacrificio era necesario para una agrupación como la nuestra, pero también el deseo. De hecho, el sacrificio, imprescindible, tiene que motorizar desde el deseo y la convicción política. Somos un colectivo dinámico, que sostiene un centro cultural hace siete años y medio pero en este tiempo tuvimos mucho movimiento, cambió la gente que lo integra: de quienes hoy somos parte del espacio, la enorme mayoría no estuvo en su apertura ni está desde sus inicios. De las más de treinta personas que somos, el 94% nos sumamos una vez que el lugar ya estaba abierto: solo hay tres compañerxs que participaron de la construcción inicial de JJ. Eso plantea algunas inquietudes: ¿por qué las personas se van? o mejor ¿cómo construir un proyecto que pueda sobrevivir a las individualidades? Y en esa búsqueda, ¿cómo darle lugar a la singularidad de cada compañero y compañera que hace JJ? ¿cómo generar el espacio para que cada quien pueda aportar su conocimiento, su sensibilidad y sus deseos?

JJ tiene principios polìticos innegociables: entendemos a la cultura como un derecho y un trabajo, somos un espacio transfeminista, sostenemos la importancia de construir espacios solidarios y respetuosos con los artistas, los públicos, los vecinos y los trabajadores de la cultura, pensamos que cualquier proyecto cultural tiene que dialogar y construir con el territorio que habita, militamos por la libertad de ser quiénes somos, levantamos las banderas de los 30 mil compañeros desaparecidos, y elegimos a la cultura como forma habitar el mundo, entre otras cosas. Pero estos principios que compartimos también son consignas amplias: en la práctica, JJ es lo que quienes somos parte queremos hacer.  Por eso, si alguien se va o alguien llega, el proyecto cambia. Si en 2019 pensábamos políticas públicas culturales para la ciudad que queríamos ganarle al macrismo, hoy estamos más cerrados sobre nosotros mismos por la urgencia y el desgaste de tantos años: el impulso inicial de abrir para comerse el mundo, siendo una novedad, dio paso a otras formas de militancia y de construir el espacio con motivaciones nuevas que vamos creando. Hoy, ya establecidos y con una identidad construida, nuestros desafíos son otros. Por otra parte, si antes de la pandemia nos sumábamos a la militancia y a JJ para transformar el mundo desde la cultura, para vencer al macrismo, hoy nos suele pasar que militamos para construir una alternativa comunitaria, un refugio, un espacio de encuentro con otros. Y eso es interesante para pensar cómo sostenerse en el tiempo y a la vez valorar, potenciar y cuidar la singularidad de cada uno de nosotros. Si las personas que integramos el colectivo no pensamos en la Revolución, ¿para qué nombrarla como objetivo? En nuestro repliegue de estos tiempos gobernados por el individualismo y el egocentrismo, en una época de fragmentación, pensamos que integrar y sostener un colectivo desde una práctica militante es de por sí una propuesta alternativa. Sentimos que vamos contra nuestro tiempo cuando elegimos ser parte de un proyecto cooperativo que apueste por el encuentro entre las personas y cuando la fuerza de hacer cultura, de hacer JJ, es lo que elegimos todos los días hace 7 años: por convicción política, por sentido de pertenencia, por nuestras propias libertades y, cada vez más, para hacer que nuestras propias vidas sean vivibles.

 

 

 

 

¿Cómo nos organizamos?

 

En JJ, como antes dijimos, a partir de los feminismos y con lo que nos despertó la pandemia, decidimos poner en el centro la escucha a nuestros deseos para construir una organización más libre y flexible que le permita a cada persona participar con sus tiempos, intereses y ganas de hacer. Eso nos renovó y nos permitió crecer y comprometernos más entre nosotros. Intentamos, por intuición antes que por planificación, construir un colectivo en el que hablemos de cómo estamos, nos conozcamos más, nos acompañemos y sepamos quiénes somos, para plantear nuestros propios objetivos políticos en base a nuestras capacidades, fuerzas y posibilidades: una estructura conformada por sus personas, antes que un dispositivo dispuesto a cumplir objetivos estructurales impuestos. Desde la base de saber quiénes somos y qué queremos, propusimos exigirnos para potenciar JJ: así hacemos una gran cantidad diversa de cosas que nos llenan de orgullo y nos identifican, como cortes de calle, inversiones en sonido, la renovación de la carta de comida y bebida, tener una programación interdisciplinaria con especialistas pensando cada una de las propuestas, comprar una pantalla y un proyector, articular y armar actividades en JJ y el barrio con vecinos y organizaciones sociales y culturales del Abasto, hacer un taller de arte para las infancias de las escuelas públicas con frecuencia semanal, fundar una biblioteca, programar festivales en plaza junto a otros centros culturales, participar de ollas populares en nuestro territorio, ser vacunatorio de covid durante la pandemia para vecinos de inquilinatos populares a los que el Estado no lograba llegar, entre otras cosas.

Todo eso fue fundamental y es fundamental y trajo nuevas preguntas en nuestras militancias: ¿cuál es el vínculo entre el sacrificio y el deseo? ¿Quiénes piensan, motorizan y acompañan los procesos de los compañeros que suman y participan de maneras distintas? ¿Cómo encontramos el lugar para que cada persona que se sume pueda militar con libertad, deseo y compromiso? ¿Cómo la horizontalidad en la construcción política se convierte en una horizontalización de las responsabilidades antes que en una concentración no dicha en pocas manos? Y por otro lado, ¿cuánto tiempo dedicamos a hablar de cómo estamos, olvidándonos de los objetivos políticos? Estas preguntas, para nosotros, son trascendentes.

Necesitamos construir organizaciones atentas a su tiempo, a las personas que las integran, y que al mismo tiempo puedan plantearse y construir objetivos políticos concretos para solucionar problemas específicos. Ante la falta de un horizonte común de emancipación, es central preguntarse qué aporte podemos hacer para construir el mundo alternativo que queremos. Pensamos que mientras las instituciones estén en crisis y no tengamos un rumbo político ordenador, JJ sirve para hacer, hoy, de una forma alternativa: cuando organizamos un festival por el 24 de marzo, preparamos un corte de calle, un locrazo, programamos de lunes a lunes, hacemos un aporte a la construcción comunitaria en nuestro territorio, entre otras cosas. Tener un espacio físico que sostener, que da trabajo a más de veinte personas y piensa propuestas político culturales efectivas para su barrio, construye una militancia concreta como respuesta a esa falta de horizonte político. El centro cultural nos obliga a ordenarnos y a pensar, en el hacer,  alternativas a este presente tan hostil. A la vez, en JJ, mientras hacemos cosas de distinto tipo todos los días -porque sostener un centro cultural como el nuestro es de verdad una tarea descomunal-, queremos discutir los grandes problemas de nuestro tiempo sin que eso nos paralice; por el contrario,  pensamos que eso nos motiva a encontrarnos como colectivo en la convicción que es importante sostener nuestro espacio: antes que por nosotros, por el aporte que podemos hacer en construir alternativas de vida.

 

            ¿Cómo estamos?

 

Atravesamos una pandemia de salud mental, nuestros síntomas muestran que no queremos ser parte de esta humanidad. Colectivos como JJ pueden hacer un aporte fundamental en este punto, porque nos sacan de nuestras casas, ya sea para discutir, vender locros, cubrir en un evento, cortar cebollas, acomodar el salón, pintar murales, lijar paredes. Si bien no es suficiente ,y no pretendemos curarnos ni curar a nadie, nuestros colectivos logran sacarnos a nosotros de nuestras propias angustias y tenemos el desafío de sacar a los que no pueden salir, para ser parte de algo colectivo. Ahí, es evidente, surge el problema de que la organización no sea una terapia, pero pensamos que, en tercera o cuarta instancia, no está mal que lo sea: no en el sentido de pensar tanto en uno mismo, sino al revés, alejarnos de nuestra propia cabeza cerrada en nosotros mismos, y así pensar y hacer en, para y con otros. Quienes integramos colectivos culturales tenemos una tarea política fundamental, ir a buscar a las personas que están que no pueden salir de sus lugares. Estamos convencidos que nuestra forma de construir es más linda, feliz y productiva, hay que compartir esa convicción con otros. Es un momento de decrecimiento de la participación en organizaciones colectivas. El pueblo, o podemos decir las personas, estamos angustiadas, deprimidas, perdidas. Como militantes tenemos el gran desafío de sacar gente de su casa y de sostenernos a nosotros mismos en esos lugares, porque también muchas veces nos cuesta seguir. Pensamos, a veces, para qué le dedicamos tanto tiempo a algo que, a simple vista, no nos da nada. Lo hacemos porque sabemos que que en la construcción colectiva encontramos nuestra felicidad a la vez que, tal vez sin ser conscientes, intentamos armar otras formas de vida. Pero dudamos. Muchas veces dudamos, y en nuestros compañeros está la fuerza que nos sostiene. Pero si los compañeros se cansan, si nos cansamos nosotros, todo eso puede terminarse sin que nos demos cuenta. Hay que ser conscientes de la importancia de acompañarnos. Tenemos que salir a buscar a otros. Ir a sus casas, convocarlos por las redes sociales, los celulares, para sacarlos de sus camas y traerlos a nuestras alternativas que, aunque minoritarias y en repliegue, son, para nosotros, las mejores. No es una tarea fácil ni significa una transformación social absoluta, pero es un aporte imprescindible y fundamental a la construcción de la vida en común.

Ahí, quizás, se presente el dilema o la paradoja más difícil de resolver: ¿cómo hacer todo esto, impulsar a otros, si por momentos nos cuesta tanto a nosotros mismos? En los diálogos, en las preguntas, en salir de nuestro lugar, en pensar con otros, en discutir los problemas que enfrentamos, hay una pista para poder, mientras hacemos nuestra militancia de todos los días, imaginar otras formas de vida posibles que incluyan cada vez más personas. Quisiéramos que este texto sea una herramienta para eso.

Parte de una historia

 

JJ, en su propuesta cultural diversa, busca generar un espacio de encuentro para dialogar con el público, los artistas, los vecinos, y entre nosotros mismos. En abril de 2024, con nuestra por entonces naciente Biblioteca Mañana de Sol, presentamos el libro de Sevilla que mencionamos al principio de este texto, sobre una Biblioteca popular de Venado Tuerto. Esa experiencia político cultural disruptiva inspiró la fundación de nuestra biblioteca. En Venado Tuerto, en los años de la primavera democrática y durante los años 90, un grupo de jóvenes, desde una Biblioteca Popular, transformó la ciudad y, en parte, nuestro país. Sin el libro de Sevilla, publicado en 2021, veinticinco años después del cierre de la Facultad Libre que ese colectivo fundó, no hubiéramos conocido su historia: por eso es importante escribir las nuestras. Después de esa presentación del libro en JJ, hablamos con Marcelo. Intrigados por los motivos que llevaron al final de esa construcción colectiva, le preguntamos por qué se había terminado. Marcelo nos respondió que en realidad nunca terminó, porque quienes habían sido parte y quienes habían sido atravesados por La Biblio, lo llevaban encima en su forma de vivir, en la manera de hacer las cosas que hacían. Hace cuatro años, en 2021, en Venado Tuerto se creó la Universidad Experimental, una propuesta construida por los hijos de los que habían hecho la Biblio. La experiencia colectiva de los 80 y 90 inspiró también una propuesta de educación que existe hoy en Venado Tuerto.

En la misma línea, en su libro Nada que esperar, nuestro amigo el Ruso Scolnik dice que la experiencia de El Mate, una agrupación que surgió en la Facultad de Sociales de la UBA y después tuvo una deriva como movimiento político social, “no se mide por la bronca o la tristeza que podamos haber sentido, sino por la capacidad de diluirse en otras experiencias realizando un aporte que de otra forma no hubiera habido”.

Mencionamos estos colectivos político culturales reales, comunitarios, como muestra de tantos otros que existieron y existen, para señalar la trama de nuestras experiencias de construcción comunitaria conectadas con una tradición anterior, que es fundamental revalorizar, recordar, porque eso también nos permite pensar nuestro presente. Digamos: qué lineas de continuidad, qué rupturas hay entre la forma de construir en los 80 y hoy, entre los 90 y hoy. Es una pregunta que nos invita a investigar la tradición alternativa de la que somos parte, y cómo hacemos para que ese hilo siga tirando, sobreviva a nuestras propias experiencias y construcciones, para que derive en propuestas colectivas futuras.

En su libro, Marcelo narra una de las clases de la Facultad Libre de Venado Tuerto: “entre la bondiola de cerdo y su charla abierta, Pancho Aricó nos dijo que había: una crisis que va más allá de los indicadores económicos -en Europa y en nuestro país- porque hace a la crisis de identidad, a la crisis de certidumbre en sociedades que no encuentran un destino cierto, un horizonte verdadero, con sociedades asistiendo a un proceso de privatización de la vida asociada de los seres humanos, que les impide hacerse cargo de los problemas… El capitalismo creaba una nueva pobreza: la pobreza narrativa. El esfuerzo y la educación podían no conducir a ningún lugar, no necesariamente coronaban. El discurso de esa parábola sería miserable, pero además, impotente. Luego, criatura, deberás elegir qué sueños soñar”. En otra crisis no tan nueva de nuestro mundo, contra estos tiempos neoliberales, nos plantamos convencidos de que nuestras organizaciones tienen la potencia de imaginar y hacer formas de vida alternativas: entre tanta crueldad y crisis económica, deseamos elegir nuestros sueños.

 

*Integrante del JJ, Centro Cultural del Abasto.

Foto de Agustina Minteguía

 

 

 

 

En un país muy lejano // Moro Anghileri y Diego Sztulwark

Los crímenes de Haparanda, una serie sueca  de 2024 basada en el libro “Verano de lobos” comienza con una intrigante investigación de unos lobos muertos alimentados con restos humanos. Pero ¿a quién le importa que comen los lobos? ¿Qué son los lobos, a parte de un paisaje, un dibujo, o un motivo temor para determinados turistas?. Sobre el final, un lobo retorna para dar una nota de cierre más que discutible (¿tiene gracia ese cierre?). Y sin embargo, con algo de paciencia, la trama y los personajes se tornan verdaderamente perturbadores.

 

Una asesina se desprende del típico intercambio en un aserradero o tosquera entre narcotraficantes de distinta calaña y procedencia, en este caso se trata de unos rusos y de unos finlandeses. Casi todos mueren de un modo u otro a los tiros, aunque alguno se transforma en alimento para perros salvajes. Sólo sobrevive un personaje sórdido, el más recio de todos ellos, una mujer flacucha, dura como el metal, que logra escabullirse. Mientras tanto, el pueblo de Haparanda sigue su vida de siempre entre policías, malandras de baja estirpe y paisajes nórdicos.

 

Entre los pueblerinos hay una policía de mediana edad –Hannah Wester– con un trauma a cuestas. Su existencia transcurre entre el trabajo y el amantazgo, con un matrimonio atascado en el pasado y pesadillas referidas a una historia sórdida de la que nos iremos enterando de a poco: una niña desapareció con sólo los 4 años de edad, dejando en su vida un agujero irreparable. La durmiente es una madre que supo organizar su desesperación, y continúa cargando con enorme dificultad recuerdos que la atormentan hace ya dos décadas.

 

Kat, la recia sobreviviente del tiroteo de la cantera, es una asesina con cuchillo a sueldo de un sindicato ruso, andrógina que no busca en ningún momento seducir, no transmite el menor sentimiento empático con ella. Semejante desapego la convierte en un ser despreciable y  atractivo a la vez. Sin efectos espaciales ni golpes bajos sabremos que ella es capaz de matar a cualquiera con o sin motivos.

 

Herida y despojada de las valijas con drogas que debía custodiar Kat se refugia en un bosque dentro de una cabaña desocupada, en el mismo bosque al que se ha retirado el marido de la Hannah (padre de la niña desaparecida), al enterarse de una enfermedad incurable. El encuentro entre ellos se produce como un encuentro entre vecinos, y extrañamente ella no lo mata. Él habla con ella con honestidad y empatía de tonterías. Una noche ella descubre en una pared la foto de su hijita desaparecida Elin y se interesa en ella al punto de robar la foto que no deja de mirar de modo obsesivo.

 

A esta altura el trauma toma la escena. Se percibe que algo difícil de describir sucede entre padres con hijos desaparecidos e hijos que perdieron a sus padres. Algo en la incomprensión más absoluta los une. Hay un imán de lo más intrigante. Un vacío de sentido. La primera regla de las que llamamos naturales es la que a un cachorro, pichón, bebito, esté con sus progenitores para que puedan abrigarlo, cuidarlo, enseñarle, amarlo. Si esto se quiebra algo resultará incomprensible para siempre. No tiene reparación. No hay remedio. No hay explicación que esté a la altura de esa falla. Ahí mismo algo se rompe y no volverá a soldar. La madre que perdió a su hija sin saber nunca qué ocurrió, qué fue de la pequeña, si está viva o muerta, continua fijada exactamente en el mismo lugar, y será evidente la fijación cuando algún indicio traiga cualquier dato posible de su pequeña.

 

De Kat es difícil saber mucho más (solo que se crio en un orfelinato). Pero queda atrapada por el magnetismo del imán, que la desvía de su tarea (recuperar la droga para su jefe ruso), y empieza a perseguir a Hannah, a espiarla. La foto de Elin despertó en ella una pregunta muda. ¿Se reconoció? ¿Le despertó recuerdos de sí misma? El nombre Elin abrió algún laberinto en su cabeza. En ese estado indescifrable busca acercarse a la policía.

 

Hanna, la policía que investiga los asesinatos de la cantera, y Kat, la mujer-sicario que sigue matando personas en Haparanda, se buscan, se escapan, se atraen. Las guía una desesperación entramada en un lugar curioso. ¿Una madre y una hija? ¿Una madre y una huérfana? Dos seres rotos, ¿dos seres sin alma: una policía habituada a resolver enigmas delictivos y una rusa despojada de palabras, que solo sabe asesinar? Dos seres que tomados por la creencia de que el otro podría resolver el sentido perdido de su existencia.

 

Entre montañas, árboles, viento frío y sol de invierno se tejen los destinos desesperantes de unas personas en apariencia apacibles. La llegada de la salvaje extranjera –que quizá no lo sea tanto– enciende entre Hanna y Kat un drama que destaca sobre fondo de las demás historias. Por detrás –y por encima– de la trama policial se despliega la incertidumbre de lo irreparable, el daño que ninguna justicia puede reparar, ni se puede explicar, ni decir, ni comprender. Una trama sobre el vacío (como el puente sobre el mar que cruza una y otra vez Hanna). Lo que sucede entre las mujeres no tiene respuesta ni solución. No hay lobo, símbolo que alcance para cerrar el abismo del desgarro que está más allá de la muerte y que ninguna metáfora puede aliviar. Hannah, madre, corre. Un cuerpo aturdido que no entiende, sin sentido, con los reflejos atontados. Corre porque no puede dejar de hacerlo. Por instinto. Se mueve para echar una mano, aun cuando no hay cómo hacerlo. Proust dijo que saber que no hay nada que esperar no nos impide seguir esperando. Los crímenes de Haparanda nos recuerda que esta espera sin solución es una especie de verdad absoluta que atraviesa las figuras más diversas de un pueblo cualquiera.

 

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