A Iorio no lo encontrás en la góndola del chino // Hernán Sassi

I.

Fui esclavo durante once años, tres meses y cuatro días allá por los 90. Los palotes los tachaba en un local del microcentro. La vida transcurría yendo de acá para allá, llevando equipos de oficina y trayendo guita que no engrosaba mis cargas sociales porque se había hecho costumbre, incluso para el dueño, un tío que no era un mal tipo pero como la cultura toda se había hecho menemista, no refrendar los derechos de los trabajadores, sino mancillarlos de un modo canchero que se perfeccionará con el macrismo. 

Eran los dorados años de Menem, a quien voté un poco sin saber lo que hacía, como hoy miles de jóvenes a Milei; y otro poco por apego a mi vieja, empleada municipal y “peronista de Perón”, como se definía, también Ricardo Iorio, motivo de estas líneas.

Yo era cadete y gozaba de un mejor salario de lo que a mis “dulces 16” me pijoteaba McDonalds en mi primer trabajo mientras terminaba el secundario en una nocturna de Almagro. 

Con pelo largo y siempre con una remera metalera, ahora disfrutaba de ser correveidile callejero. A esa edad –y no solo a esa–, serlo tiene sus ventajas.

La primera. Siendo cadete, si hacés el laburo rápido, te queda algo de tiempo para vos, un tiempo que no le robaste a nadie porque cumpliste con tu tarea, y es tuyo y bien ganado. Esa pequeña gran libertad diaria la usaba para comprar libros en mesas de saldo por cinco magos. Eran días de un uno a uno que a mí, en esto de los libros, me beneficiaba, pero que a millones, entre los que yo también estaba, nos llevaba al estallido.

La segunda. El laburar entre adultos implicó aprender a la carrera de los empleados del local, todos más grandes que yo, grandes que aún no habían tirado la toalla en su obligación de educar a la generación siguiente como los papis y mamis de chat de hoy día, el verdadero “Fin de la Historia”.

La tercera es la que importa para esta semblanza. Lo piola de ser cadete es que, incluso haciendo trámites para otro, el tiempo es tuyo. En ese tiempo yo escuchaba la radio, esa “pantalla más grande que el cine”, como la definió Wells, un refugio decisivo cuando a esa edad todo lo que escuchás (lo que ves y leés, va de suyo) da forma a tu identidad. 

Con la radio, ese medio de viejos en esta Era de perritos falderos del celu, el guardián de nuestro “confort”, escuché por primera vez al Iorio de Hermética un día en el que, sin “manos arriba”, quedé paralizado. Fue en la Rock & Pop, donde conocí a Sabbath, Maiden, Purple y Metallica. Gracias a esa señal, pero también a la posibilidad de la radio de toparme con otras formas musicales y discursos, me decidí por el “Indio sí, Soda no”, una cerrazón, qué duda cabe, pero también el rito iniciático de muchos en la toma de posición política cuando ésta se volvía farándula, farsa, pose.

Por entonces, algo imposible hoy para cualquier esclavo de RAPI y Pedido Ya, formas desfondadas del cadete de antaño en este capitalismo de plataformas sin jefe al comando, con mi magro sueldo de “gil trabajador” yo accedía a los recitales de aquellas bandas legendarias que tocaban mientras este Titanic, que alguna vez había representado el 50% del PBI de Latinoamérica, se hundía inexorablemente hasta tocar fondo con el “menemismo blanco” de la Alianza.

El uno a uno sería una fiesta efímera con hora de retirada como la de los cuentos de hadas. ¿Qué había sido sino esa década? Y sonaron las doce: “La hora de la espada” del nuevo siglo dejó un tendal de 50 muertos en las calles. El 2001 fue la prueba de que las fiestas efímeras en política, como a la que hoy invita Milei con la dolarización, el denuesto del Estado y de la justicia social, terminan mal. Muy.

Si bien Iorio había sido rockero cuando no era glamoroso serlo, en tiempos de Riff y V8, cuando el metal era de los pocos discursos que avisaba que los hippies eran un síntoma de un giro a la derecha que aún no termina, a mí me había llegado con el glamour del menemismo, una manifestación de la cultura, cínica y ombliguista, que excede un partido y llega a Macri, Milei y un intendente que lo confirma desde Marvella a las redes.

Iorio fue decisivo, no en cualquier etapa de mi vida, sino cuando mi, ahora y para siempre identidad rockera, me hizo tomar conciencia de la debacle. Iorio, y no el Indio, que siempre prefirió Nueva York a la Argentina y Baires a cualquier rincón de este hermoso país, era “mi único héroe en este lío”. Parafraseando a Purple, fue mi “trae-tormenta”. Sin saberlo, me dijo: “Pendejo, no te hagás el boludo que vos también sos culpable de todo esto”. 

Considerar a Iorio solo un exponente del metal es bajarle el precio a un artista que excede un género, alguien que enseñó, porque enseña no solo quien tiene título, que no todo tiene precio, y lo enseñó en la cresta de la ola neoliberal, cuando se consolidaba la idea de que tener es mucho más que ser. Mucho antes de escribir “Sé vos”, Iorio lo inculcaba en acto: nunca tuvo precio, y su actitud de vida, con lo que me enseñó más que con nada, valía doble para alguien que podía haberse vendido muy caro tras el éxito de Hermética y de su esperada reunión.

Con su vozarrón portentoso, eco del de Lemmy Kilmister, líder de Motorheaad de quien tomó, además, el riesgo de ser auténtico y no manada, Iorio, el Iorio de Hermética, al menos a mí me despertó del cuento de hadas neoliberal.

Ya despierto, le perdí el rastro. Así de ingratos somos con los que enseñan a no ser cordero, de pantalla o no.

Luego de dos décadas de no escucharlo, el que me lo trajo a mi vida nuevamente fue “el Beto” Casella con sus entrevistas, un amigo que quería que las nuevas generaciones conocieran a alguien que no encontrás en la góndola del chino. 

 

II.

En La amante de Lady Chatterly hay un momento clave. La “Lady” en cuestión está dele que te dele con su amante, pero éste no se digna a esperar a que ella llegue al momento cúlmine del asunto; y lo que es peor, luego reivindica su “derecho” a no hacerlo. En ese instante, para ella, el tipo se cae como un piano. Ya no hay vuelta atrás.

Para mí, y no solo para mí, Iorio pareció cruzar un límite de no retorno. Con los años, sus intervenciones se volvieron más y más de derecha, se mostró con Biondini y coronó el declive con Villarroel, exponente del discurso milico en esta post-democracia que necesitamos sostener, o de lo contrario, quedará un agujero negro donde antes había un país.

Hacían fila para cancelarlo por facho. Lo creo un desatino, también el incurrir en la cancelación, práctica canalla, amén de otra prueba del triunfo neoliberal. 

Es lo primero porque la cancelación implica la objeción, de un personaje impar, achacándole “un renuncio”, aquello que lo hace humano, demasiado humano. Según este prisma, Nabocov es un misógino y Heidegger un nazi. No importa que uno sea de los mejores escritores de su generación, tanto que le pelea a cualquier norteamericano el podio, y en su propia lengua incluso; y el otro “el” filósofo alemán del Siglo XX. Cancelamos a personajes de excepción, no precisamente en lo que los hace excepcionales, sino en lo que tienen de común y silvestre, en lo poco que podemos parecernos a ellos. Lo dicho, una canallada.

Por otra parte, ¿qué es la cancelación sino la política patrullera del progre, ese ayuda de cámara del neoliberalismo? ¿O no es la cancelación sino una policía de las buenas costumbres mientras el Capital avanza a paso firme? 

Era un desatino cancelar a Iorio –¿lo harán con Celine, Pound y Anzoátegui?– cuando hasta la juventud se volvió de derecha. No alcanzan los patrulleros atrapa-fachos en estas décadas en las que, como afirmó Nicolás Casullo, “decir derecha es decir un estado del mundo hoy”.

Como pocas personas, Iorio tenía muchas caras. Reducirlo a una, muestra del enano fascista que todos/as llevamos dentro, era olvidar las valiosas, que no abundan en la feria. 

Las entrevistas de Casella me recordaron que, en días en que seducíamos a los ingleses enviándoles ositos para que tuvieran a bien devolvernos las Malvinas, los mismos en que vendíamos el país al mejor postor foráneo, Iorio se plantaba nacionalista. Pero a diferencia de la derecha de hoy día que hasta regalaría las Malvinas, y más bien como la derecha de otro tiempo (la de mi abuelo, periodista nacionalista y facho como Ricardo), Iorio siempre tuvo orgullo de ser argentino.

En esas entrevistas, y no antes, descubrí que Iorio era de la rama San Martín–Rosas-Perón y que, además de la cumbia, una degradación de la cultura popular según creía, él rechazaba el folklore-FM. Impugnaba piezas melódicas como las de “La Sole”, Los Nocheros y el Chaqueño Palavecino. Despotricaba contra quienes habían olvidado a sus raíces y a los que defendieron nuestro suelo, de los ranqueles a Artigas y Guemes.

En esas entrevistas, por último, lo advertí divulgador de la cultura. En días en que hemos perdido la memoria a manos del celu, él recitaba poemas completos del repertorio tanguero y de la literatura nacional. Era hombre muy leído, aunque su sabiduría le venía menos de letras recordadas que del trato con el hombre común, de pueblo, del que aprendió a mirar con desdén nuestro culto a la Técnica. Huyendo del mundanal ruido, prefirió vivir en el campo, en “la inmensidad”, como la llamaba, donde murió, pero no del todo. 

 

III.

Como profe, desde hace veinte años invito a escritores y escritoras, a directores y directoras. En Avellaneda, un día invité a un escritor famoso que se autopercibe de izquierda. Dio una muy interesante charla a partir de su segunda novela, que habíamos trabajado en clase. 

Llegó el final de la charla y, presurosos, se acercaron los estudiantes para que le firmara las fotocopias de su novela, único modo de acceder a ella en papel dado el costo de vida (más que de los libros), que siempre es alto para todo estudiante, más en un profesorado del Conurbano. 

La cosa es que el tipo –a diferencia de Leo Oyola el año anterior y Diego Valeriano el siguiente– se negó a firmar, y hasta como el amante de la novela, se jactó esgrimiendo, en su caso, razones a cada cual más disparatada. Los pibes se fueron con la cabeza gacha y a mí me pasó lo que a la “Lady”: se me cayó como un piano el muchacho, nunca más pude leer nada suyo y desde entonces considero que, como obra, no deja más que un puñado de frases largas, el deleite de todo profe de gramática que juega al “encuentre la subordinada de la subordinada de la subordinada” con el alumnado.

Iorio deja otra cosa. Muy distinta. Valiosa.

Ese tipo que nunca traicionó sus convicciones, ese Discépolo de nueva Era que se apenaba por la decadencia de este país, una decadencia moral según creía; ese Larralde gritón que se volvió más y más misántropo; el Facundo Cabral de mi generación que nos inculcaba cómo desprendernos de lo superfluo; deja un legado. 

Sin trecho entre lo dicho y lo hecho, este maestro sin título como su querido Almafuerte, además de temas que llevamos en el corazón, entre otras cosas nos enseñó que: 

– “La pobreza no es no tener dinero, es no superarse”.

 – “Ser uno es ganar”.

– “La mejor forma de ser mejor es conocerse.”

Son días de grandes pérdidas para la cultura argentina. Se fue Gabo Ferro, luego Mario Wainfeld y ayer nomás Mariana Moyano. A ellos, como a Iorio, tampoco los encontrás en la góndola del chino.

 

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