Anarquía Coronada

¿Nostalgia del presente? (Mayo 2010) // Verónica Gago y Diego Sztulwark

“No es enteramente posible adivinar todo lo que será aun la historia”, decía Nietzsche. Si aun no puede saberse lo que será el pasado es justamente porque hay algo del porvenir del presente que lo impide, por dislocación permanente. Dicho de otro modo: ese pasado cada vez será sometido a un nuevo tipo de inactualidad con la que deberá confrontarse.

En la Argentina actual, después de la pasión documental sobre los años 70 que se inauguró a fines del siglo anterior, nadie hubiese aventurado que ese mismo pasado iba a ser objeto del humor. Y que iba a ser una figura como la de Bombita Rodríguez una de las más apropiadas para reponer la complejidad o la sobrecarga de imágenes y significados de los años 70 en el mismísimo momento en que algo de esa década se reconoce y festeja hoy en muchos ámbitos, incluso oficialmente.

La primera pregunta es entonces por esa simultaneidad: ¿la risa es el síntoma de la perplejidad a veces imposible de decir con palabras de ese tiempo desdoblado entre un reconocimiento (operación doble que por un lado realiza el estado y por otro produce un tipo específico de estatalidad, como instancia reparadora y de “reconocimiento”) y una sensación de inverosímil cierre histórico que lo convierte en superficie de ironía y proliferación de significados? ¿Muestra Bombita la imposibilidad de desconocer un hiato fundamental entre el pasado y el momento actual que de no hacerse termina por ser paródico tanto del momento actual como del pasado?

Si hay algo que llama la atención de Bombita Rodríguez es la cantidad de lecturas –o de risas– que despierta. Se escuchan y se escriben las más diversas interpretaciones: que es un homenaje a los militantes de los setentas y una burla a los actuales setentistas, que es un modo desacartonado de tratar aquella época, que opera una corrosiva ridiculización sobre lo que hoy se venera, que ironiza sobre la racionalidad de entonces pero sobre todo el modo actual de recordarla,  incluso que puede resultar hiriente la soltura con que convierte en estereotipos algunos tics militantes.

En todo caso, lo que se expone con este éxito cómico, creemos, es una cierta manera con que los años 70 aparecen en el presente, e incluso lo producen: bajo el modo de un “falso reconocimiento”[1]. Es decir, diciendo que se reconoce en el presente la repetición de un momento anterior, el de los 70. A esto hemos llamado setentismo[2]: un desdoblamiento anacrónico que quiere calcar algo de los 70 en la actualidad, fijando en ese acto a los 70 y mostrando el momento actual como una repetición de aquel.

Esa repetición tomaría en la actualidad argentina una forma particular: la reparación (del momento actual respecto al anterior). De modo que ese setentismo o duplicación apócrifa (por lineal) de un momento en otro, como si eso pudiese darse, reduce la historicidad a una repetición maniquea y por tanto a una idea de justicia de una época sobre otra que es formal, judicial. No hace falta aclarar que los juicios a los militares son reivindicables y se entienden sólo como efecto de un acumulado de luchas sociales. Lo que sí hace falta aclarar es que bajo la idea de la reparación (estatal) esa dimensión de la justicia pasa a presentarse como definitiva y, en ese mismo movimiento, desplaza a un segundo plano la construcción popular de condena social que la hizo posible.

Cuando la potencia de la experiencia histórica es reducida a una repetición de hechos, a una resucitación de categorías, a un revivir de lo anterior como facticidad del pasado, no es difícil verificar allí un efecto de mala fe. Que consiste en que el presente sea leído como en un pequeño espejo retrovisor. Sólo que lo que se ve en ese espejo es una imagen congelada, sin ningún movimiento. Y sobre todo, el efecto es congelar también el momento actual. En un doble proceso: presentar el presente en (falsa) continuidad lineal con los 70 y al mismo tiempo cerrar sus otros posibles temporales. Si no, ¿cómo entender una cierta suerte de revancha o subestimación que para muchos porta este momento respecto del 2001 y, por tanto, las luchas que se dieron desde mediados de los 90 (hechos que se abstraen justamente para trazar la línea recta con los 70)?

 

A quien corresponda

De esta incomodidad ante el fenómeno del “falso reconocimiento” trata, de otro modo, A quien corresponda, la última novela de Martín Caparrós. Su apelación a un personaje cínico del militante-sobreviviente de los años 70 le sirve para trazar una correspondencia directa –aunque no sea tan obvia para otro de los personajes, también ex militante– con la llegada al gobierno de un grupo que reivindica precisamente su continuidad con aquellos años.

La razón cínica habla, lúcida, del siguiente modo: “sí, los que hicieron que en las últimas décadas acá la única forma de que te den bola, de legitimar tus reclamos, es conseguirte algún muerto que te avale. Parece que sino tenés ningún muerto no podés ni salir a la calle. Desde las chicas del interior asesinadas por los nenes de papá hasta los chorros que baja la cana, pasando por los piqueteros muertos, los periodistas incinerados, los nenes de papá secuestrados, todos, todos. El muerto es la gran cocarda actual: la etiqueta de lealtad comercial, el sello habilitante”… “En cualquier caso, esa potencia de los muertos es el resultado de la política de los derechos humanos, de los deudos. La idea de que ser víctima te legitima era tan fuerte que no podían romper con ella matando al verdugo, convirtiéndolo en víctima. Digo: legitimándolo. Ese es el punto: si matás a un verdugo perdés tu condición de víctima, te volvés verdugo vos también. Y ser víctima es mucho más rentable” (pág., 82).

El activismo de los derechos humanos (hasta allí no llega Bombita), en tanto sea leído como política de la víctima, habilita una actualización de la óptica del falso reconocimiento.  Según este punto de vista, cada vez que los sobrevivientes y familiares se presentan a sí mismos como representando a unos cuerpos guerreros ausentes, residuos testimoniales de una guerra en la que un poder ha impuesto su ley a los vencidos, se invisten de una legitimidad propiamente victimista, y su palabra exige ser comprendida como la de aquellos que, por haber sido destruidos en lo más hondo, son merecedores de un halo ambiguo de protección social.

La comunicación entre setentismo y cinismo se daría en el punto de conversión que permite la utilización calculada de este investimento social protector a favor de la legitimidad de una palabra pública que pretende revertir en el terreno simbólico la resultante de la guerra pasada.  Una transvaloración de los valores capaz de invertir las relaciones de determinación entre guerra y política que habilitaría una ficción apta para desmentir en un plano imaginario las relaciones de fuerzas impuestas en el enfrentamiento militar.

Y puede que hasta cierto punto el alfonsinismo haya pretendido colocar un poder puramente (formalmente) civil, constituido sobre una ficción liberal, por sobre la materialidad de las relaciones de fuerzas emergidas de la dictadura. Pero no es tan sencillo sostener este punto de vista si se extiende la mirada a la totalidad de las dinámicas que cubren el período 1983-2003.

Bien mirado, no se trata de un período de desmaterialización de las fuerzas, ni de la política, sino que, al contrario, durante estos años se gestaron las fuerzas que hicieron posible la destitución de la hegemonía neoliberal pura y dura, auténtica herencia de la dictadura.

Tanto el setentismo como la crítica que lo desnuda desde una faz cínica son del todo incapaces de valorar la alteración material de las relaciones de fuerzas que dieron lugar a la crisis de la institucionalidad neoliberal y que abrieron a un horizonte post-setentista. Y sin esa luz es muy difícil percibir la transversalidad política entre protagonismos sociales y movimientos de derechos humanos que tendieron a converger de un modo muy poco victimista en las convulsiones del período reciente.

Es sobre todo a partir del 2003 que se produce un cierto cierre sobre todo lo que la crisis parecía abrir como novedad más radical. Es a partir de allí que comienza a agrietarse el espacio compartido de la elaboración crítica al neoliberalismo. La toma de distancia se divide entre quienes comparten las retóricas oficiales (porque las conciben como una lectura profunda de las corrientes largamente sumergidas de la política argentina así como por su capacidad eventual de desplegar una etapa diferente)  y quienes elaboran una refutación de esas posiciones por considerarlas, en última instancia, como teñidas por un cálculo oportunista sobre el valor de atribuirse supuestos prestigios que otorga hoy esa década. Pero es la misma detención la que alcanza a lo criticado y a la crítica cuando la saludable agudeza de esta última no logra ella misma salirse de los coágulos del tiempo histórico, cuando acepta, ella también, una versión congelada y caricatural de los años setentas como un pasado de liberación derrotada, que en su presencia fantasmal, nos oprime.

Hay, sí, una crítica necesaria a la racionalidad victimista (todo lo que no vive muere, lo que no hace su conversión se pudre). Pero al enfatizar en esta única cara de un proceso tan complejo se escapa por completo lo que en estos años hubo también de recomposición de una racionalidad política y social novedosa, que en su cara más interesante y libertaria asistió a momentos luminosos en que los movimientos de derechos humanos se resistieron a reducirse a una presentación victimista para funcionar más bien como componente de una política de quienes intentaban, en el campo social en su conjunto, “dejar de ser” víctima.

En una escena fundamental del libro, el militante que se resiste con todas sus fuerzas a los cantos de sirenas de su amigo setentista que está ahora en el gobierno, recibe un apriete para que deje de investigar quién mató a su mujer desaparecida. Como es de suponer, el (ex) militante no se amilana ante la proximidad de la muerte, sólo que la amenaza que recibe desarma absolutamente las coordenadas con que su mente se preparaba a elaborar la situación. Y es que no se lo amedrentaba con la inminencia de su asesinato sino con una operación de prensa que expondría en la TV una versión de su compañera desaparecida como delatora. De inmediato nuestro personaje sale de su trance. Es como si se actualizase su disco rígido: ya no son los compañeros contra las Fuerzas Armadas. Quien manda a estos tipos a apretarlo puede ser el propio “amigo”, su ex compañero ahora en el gobierno.

En la narración de Caparrós se trabaja a partir del reconocimiento de los múltiples signos de este funcionamiento del victimismo como inteligencia del cálculo en el mundo político discursivo actual. Pero el relato se esteriliza cuando propone que esta modalidad en la que lo imaginario derrotado se actualiza en cinismo o victimismo actúa como la síntesis y final de lo que aquellos años nos legaron. Si aceptáramos de un modo acabado esta lectura de la historia se nos volvería a perder una vez más lo que tal vez sea una de las necesidades de este presente: la elaboración de una nueva relación, más productiva, más vital y desprejuiciada, más  inspiradora, menos lineal y mitificada, más crítica y menos culpógena con la década del setenta.

Así, Caparrós resulta eficaz a la hora de exponer el modo en que el presente pone en movimiento una máquina memorística completamente omnicomprensiva y permisiva, capaz de incluir una cantidad disímil de enunciados y prácticas en un mismo tiempo. Un discurso setentista con una gestión neoliberal, por ejemplo. Sin embargo, su crítica nos despoja lo esencial. Al extraer su lucidez de la incomodidad y hasta del odio, carece de esa afectividad fundamental que le permite a Bombita Rodriguez poner la risa al servicio de una nueva relación positiva con las luchas del pasado.

 

Memoria

En Argentina, el lenguaje de este falso reconocimiento lo complica todo porque es justamente el lenguaje de la memoria: el setentismo reduce la idea de memoria –verdadera facultad historizante del presente– al relato de hechos ya vividos y recordados en tanto tales. De allí la sensación actual de un permanente homenaje: eternizado hoy en su recuerdo como máquina de repetición. ¿Una especie de hipertrofia de la memoria? Diría Virno que es precisamente esa la relación que Bergson trazaba, para explicar el déjà vu, entre los momentos de extensión memorística y “un debilitamiento temporal de la atención a la vida”.

La cuestión reparatoria, tal como la venimos desarrollando, tiene un efecto que podríamos llamar fijador (al estilo del fijador “La Orga” que usa Bombita): produce un tiempo presente a partir de imágenes del pasado que tienen la singularidad de, en ese mismo acto, volverse obstáculo para pensar críticamente aquel pasado. La crítica pareciera que sólo puede venir por el lado de la risa. Pero una risa que (en el caso de Capusotto) también resiste ser despiadada. ¿Por qué hoy la risa tendría esta potencia específica? Porque pareciera permitir un gesto de diferencia cuando la identidad entre memoria histórica y retórica política se suturan sin resquicio.

Digamos que la astucia de este personaje, de su imagen que amalgama ser “Palito Ortega” y ser “montonero”, es mostrar un desfasaje constituyente de este momento que sin embargo se presenta como la unidad de una reconciliación del pasado con el presente. Como si algo del doblaje que muestra Bombita, de lo inquietante de su mímesis cómica, tuviese un efecto paródico totalmente destructivo de la linealidad histórica (tal como las correspondencias evidentes que estructuran el juego “El Montonero mágico”). Sin embargo, esa aparente correspondencia que Bombita ironiza con los 70 y que provoca la risa actual muestra que una pequeña diferencia o disonancia hace que todo se tambalee. La fijación y la reparación tienen un efecto de asfixia. Porque si tras la crisis de la representación política del 2001, el discurso derechohumanista pronunciado por el gobierno es un modo de hacerse cargo de la inflexión de la época, y una cierta forma de reconocimiento de las luchas, lo hace también en convivencia desproblematizada con el relanzamiento de las formas político-corporativas como racionalidad decisiva. Pero lo que queremos sobre todo remarcar es una relación causal entre una fijeza del presente y un pasado fijado que opera como fijador del tiempo: es la fijeza deseada de un cierto pasado lo que opera como fijador del tiempo en general, y por tanto del presente. Y el efecto fijador exitoso parece nutrirse del deseo de seguir perteneciendo al espacio fantasmal de la política de los años setenta.

Así, hay algo del pasado como “sobreviviente” que se impone sobre el pasado como invención, como virtualidad abierta. Bombita Rodríguez entonces exhibe un tipo de anacronismo en el que el presente aparece como atrapado por un pasado y pone en escena el devenir paródico que tiene esa unilateralización del tiempo. ¿No puede explicarse como efecto de esa unilateralización la réplica (de nuevo, como una suerte de doblaje) de la actuación de los familiares vinculados a los derechos humanos con la renovada aparición de los familiares representados por Pando o, de modo bastante más complejo, los hijos de Rucci pidiendo la investigación de la muerte de su padre atribuido a Montoneros? ¿No fue la conjunción con otras luchas las que desfamiliarizaron a las organización de derechos humanos –y en particular HIJOS– al abrirlas y ponerlas en conexión con otras injusticias e impunidades (multilaterizándolas) las que ahora sin embargo son parte de una fijación a veces paralizante, a veces fijadora, de sus propias trayectorias?[3]

Si la película Los Rubios mostró de modo inaugural (¿generacional?) el dislocamiento del recuerdo y la imposibilidad de cierre del tiempo histórico a la hora misma de narrar el recuerdo, tras el kirchnerismo un modo de hacer esa operación es a través de un personaje como Bombita Rodríguez. ¿Por qué? Porque la representación del cómico permite tener un acceso incómodo y delirante a lo que de otro modo se presenta como un exceso de memoria, es decir, como una fijación del pasado como pasado; repliegue memorístico sobre el que está construida la legitimidad actual.

[1] Paolo Virno, Recuerdo del presente, Paidós, Bs. As., 2003. El falso reconocimiento –déjà vu– proporciona a la situación presente una forma de pasado (cronológico) junto con un sentimiento de ya-vivido de modo tal que las singularidades del tiempo actual sólo pueden ser percibidas en tanto “anacronismo real”, al modo de un reconocimiento paradojal en el que la novedad del acto queda encapsulada en una temporalidad repetitiva en donde sólo hay acceso a lo que ocurre en tanto parezca ya-ocurrido.

[2] Colectivo Situaciones, material en preparación. Cuando hablamos de setentismo no referimos peyorativamente a la realidad política de los años setentas, ni a quienes encuentran aún hoy inspiración política en acontecimientos de aquellos años, sino a un fenómeno mucho más localizado: a la postulación de una continuidad ininterrumpida de las condiciones de aquellas políticas, sin reparar en lo radical de la derrota sufrida por las políticas revolucionarias. La misma idea de una reversibilidad del tiempo histórico (“podemos volver de algún modo a los años setentas, podemos revertir los ´90, los ´80”), o de una verdad de aquellos años que está allí como esperando, intacta, a ser aplicada en la actualidad abre las posibilidades al falso reconocimiento, y opera como una inhibición de hecho a la creación de nuevas relaciones entre historia reciente y acción política del presente.

[3] Ver el texto de Natalia Fontana y Mario Santucho: Preguntas que se atoran (cuando judicializamos las búsquedas de justicia). Próximamente en www.situaciones.org

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