Anarquía Coronada

Valor de uso de la crisis // Diego Sztulwark

Claudia Chávez

in memoriam


La crisis como fuerza del Orden

Macri es la Cultura. De otro modo, no habría razones para ocuparse de él. Es la Cultura en el sentido que el Orden da al término: instauración de un código funcional adaptativo, un modo de procesamiento colectivo de adecuación activa a la Normalidad. Este juego no se organiza a partir de una referencia a cualquier otro orden alternativo, sino que se da como una dialéctica cerrada en torno a la Crisis
El empleo productivo que el Orden hace de la Crisis viene señalado en A nuestros amigos, el libro del Comité Invisible que la editorial Hekht está por lanzar: la presencia de la crisis funciona como un momento constituyente del Orden. De la inminencia de la crisis extrae el Orden su legitimidad. Una legitimidad que no se restringe a la de los poderes ejecutivos de los estados, sino que se extiende sobre un espacio postnacional determinado por redes y dispositivos de “gobierno”. El Orden es el gobierno de la logística. De la comunicación. De las estructuras que capturan y organizan la movilización de la vida.
La crisis como palabra de Orden es el reverso perfecto de la Cultura como adecuación. Lo político-cultural trabaja en él como elaboración de un código capaz de volver todos los segmentos del campo social compatibles entre sí y con el comando que crea el código. El éxito del sistema es la redundancia. Junto a una  férrea violencia excluyente. Hay una relación directamente proporcional entre el esfuerzo invertido en ofrecer un código de compatibilización -que permita a cualquiera adaptarse al Orden- y la expectativa de desbrozar el espacio de la conectividad de todo obstáculo, de cualquier trayecto vital que introduzca opacidad al sistema.
En la Cultura del Orden las instancias de producción de ese código provienen, lo sabemos bien, del mundo del marketing, de las finanzas y las empresas.  Su lenguaje es el de los “equipos” dedicados día y noche a la “gestión”, a la “modernización” y a la continua promesa de “normalidad”. Sus tecnologías resultan cada vez más penetrantes: no es sólo la sofisticación encuestológica y los Focus Group, sino también toda una avanzada de especialistas portadores de un conocimiento digital, comunicacional, de cientistas de la imagen y de las redes sociales. Uno de los indicadores más nítidos de normalización política en curso es el hecho mismo de que los estudios de mercado sean los principales proveedores de saberes y esquemas de comprensión de lo social.
Y es que la racionalidad del paradigma de gobierno propio del Orden no recae, en última instancia, en los políticos sino en una amplia trama de operadores culturales capaces de ofrecer una interface viva entre el mundo de los mercados financieros (de su heroica tentativa por ofrecer marcos de inteligibilidad y de estabilidad a unas operatorias a futuro dominadas por la incertidumbre) y los modos de vida. Lo Cultural busca, en la traducción entre vida y finanzas, modos de sostener la promesa de previsibilidad y hasta de seguridad: propone un estado de ánimo y un modo amigable de asumir el estado de “en riesgo”.  Gobierno de la crisis y coaching ontológico.
Desde el punto de vista de la política local, el macrismo se muestra hoy como vencedor en este juego. Y alardea de haber sustituido al kirchnerismo en la tarea de ofrecer mediaciones para gobernar la crisis. El macrismo se revela así como un análisis del kirchnerismo, del mismo modo que el kirchnerismo era ya un análisis de la crisis del 2001. Retomó, de modo ultra reaccionario, la idea según la cual no hay orden posible sin negativizar las subjetividades de la crisis. Pero donde el kirchnerismo combinaba su tributo al orden con militancia, participación e inclusión, el macrismo dio un paso al asumir la crisis de acuerdo a la tipificación proveniente de la agenda del orden global: “seguridad” y “narcotráfico”.
Con estilo gerencial, el nuevo gobierno se da el lujo de licenciar –sin reconocimiento y no sin violencia– a aquella parte del andamiaje kirchnerista identificada con la “politización” del estado. Esa parte ya no corresponde a este nuevo período. Su liquidación pública simboliza la transición a una nueva disposición subjetiva en la que domina la confianza plena en los dispositivos del mundo de los mercados, en su eficacia integradora, en su mecánica a la vez fluida y jerarquizante de la organizar lo social.  
En el pasaje del kirchnerismo al macrismo lo político termina así de hundirse en esta redundancia ultra-codificada del orden por el orden. En el kirchnerismo, a diferencia de la actual utopía del orden macrista, había una politización paradojal: un concepto de lo político capaz de denunciar la neutralización empresarial-corporativa de la soberanía, una denuncia abierta de lo antipolítico capaz de abrir procesos de movilización. Lo que nunca llegó a constituir el kirchnerismo, sin embargo, fue una convicción en la socialización de la decisión política, ni una aprehensión de la crisis como un momento de horizontalidad productiva, de la cual extraer un paradigma antagonista respecto al del gobierno del Orden, que es el único que manda.  
Eterno retorno
Convocado como su reverso dramático por el Orden, 2001 no deja de volver. Y no dejará de hacerlo mientras la crisis siga siendo invocada como fundamento, imagen a conjurar, base sobre la cual suscitar el miedo y, con él, la fuga hacia el Orden. En el momento en que el orden tambalee, vacile, la crisis estará irremediablemente allí, como grado cero del orden. Sólo que vendrá ya negativizada: ¿conservará la crisis así tratada algún poder insurreccional?  Es el riesgo que corre el Orden al manipular la Crisis como su fundamento.
De allí la difícil relación entre crisis y resistencia. Del lado de la llamada resistencia, el problema consiste en cómo evitar el abrazo al orden, presente en el temor a la crisis. Y desde el punto de vista de la crisis misma, ¿no es evidente que la imagen que podemos hacernos hoy de la insurrección ya no se ajusta en nada al 2001, con el fuerte contenido comunitario de muchos de sus protagonistas?
Parece que el problema, la encerrona que enfrentamos, al fin y al cabo, es la falta de toda imagen positiva de la Crisis. Tal el éxito, la penetración alcanzada por el Orden. Parece que no pudiéramos ya imaginar la afirmación de la crisis, sino como triunfo mortífero del Caos. Como si no alcanzáramos a adoptar un punto de vista que no fuera ya el del Control. Tal es la fuerza de adherencia del Orden: su capacidad para privatizar y neutralizar todo desafío.
Al margen, la peor herencia de 2001 es la estereotipización de las organizaciones sociales y las militancias autónomas. También estas imágenes trabajan para el Orden.
Precursores oscuros
A Nietzsche le gustaba la idea del precursor. En un célebre y emocionado pasaje de su obra narra lo que sintió cuando descubrió en Spinoza un “precursor”. Ya no la soledad, o en todo caso ahora, ¡una soledad de dos! No es Borges enseñándonos a inventar desde el presente nuestra propia tradición, a elegir nuestros legítimos predecesores. Lo que Nietzsche siente es el impacto que en el presente autoriza a seguir su curso, hasta entonces algo confuso o inhibido. Un curso aún no autorizado.
Contra el actual operador cultural, coaching ontológico -maestro en la serena adecuación-, el precursor de Nietzsche reúne en el presente las fuerzas para lanzar el desafío. Descubre en el pasado hasta entonces inexplorado el apoyo que precisaba, un antecedente que viene a confirmar lo que León Rozitchner decía haber aprendido de joven de Paul Valéry: que hay que ser arbitrario para crear cualquier cosa.
Los precursores avanzan en la pura opacidad, donde aún no hay senderos delimitados. Son oscuros aún si anticipan una nueva luz, sin la cual no llegaríamos nunca a visibilizar la materia de los posibles que en ella convergen.  Anuncian una luz que aún no les es propia. Su tiempo es intempestivo, como la declinación (clinamen) de un átomo, un desvío que aparece justo antes del relámpago que ilumina al cielo seguido por el trueno. Los precursores operan en diferentes series sin pertenecer del todo a ninguna de ellas.
Conocemos, en nuestra historia política, precursores reaccionarios (desvíos que funcionan desde el comienzo en favor del orden, no son propiamente oscuros). Por muchos años recordaremos el apellido Menem. Un términos que perteneciendo a la serie Peronismo, que supo formar parte también de la serie Liberalismo, sin que los liberales puedan apropiárselo del todo, sin que los peronistas suelan, en su mayoría, reconocerlo como propio. Menem mostró cómo se podían insertar partes de liberalismo entre las capas del propio peronismo. Esa inserción, luego rechazada durante años como “traición” por el peronismo, no ha sido del todo revertida. Lo vemos claramente hoy día.
Tampoco deberíamos olvidar con facilidad los precursores insurrectos que a lo largo de las últimas décadas han creado vasos comunicantes entre las subjetividades de la crisis. ¿O no hay un clinamen inesperado en el momento en que aquellxos de los que se espera que actúen como víctimas reclamando derechos (familiares de desaparecidos; los “sin” trabajo o “sin” techo, los “sin” patrón) actúan creando contrapoderes efectivos?
Un punto de vista que busca en la crisis no el mero negativo despotenciado a partir del cual se crea orden sino la emergencia, en roce con el caos, de una nueva razón (¿política?). Desplegar este punto de vista podría ser, aún hoy, la mejor parte de la herencia de 2001.
Mientras tanto el precursor oscuro que no apaga su fuego en la adecuación al código de Orden aparece como una suerte de ética (una ética a su modo más política que la política misma): vivir sabiendo que no somos seguidores de ningún curso nuevo, admitir que ningún camino novedoso se ha desencadenado con la potencia esperada y, al mismo tiempo, rechazar la adecuación al orden que se nos propone, como si cada uno de nosotrxs fuese por su cuenta –aunque no necesariamente de modo aislado- el oscuro precursor de un saber posible que alguien necesita, para quien nuestra resistencia pueda ser, en efecto, anticipación salvadora. La fuerza que hoy no tenemos sería entonces, también, la fuerza que a pesar de todo se forja oscuramente en una reunión que aún no sabemos entender bien. Un modo de no renunciar a esa cita.  Quedaría entonces flotando en el aire que cada quien respira la pregunta que en su hermoso libro, Hijos de la noche, formula Santiago López Petit: ¿cómo hacer para recrear a nivel colectivo lo que en la vida asumimos como desafío?

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